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Los perros y el camino al Mictlán

LOS PERROS Y EL CAMINO AL

Por MVZ. Luis Fernando De Juan Guzmán

Departamento de Medicina, Cirugía y Zootecnia para Pequeñas Especies Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia Universidad Nacional Autónoma de México

Desde tiempos remotos se tenía la creencia de que estos animales estaban vinculados con la muerte y que eran excepcionales compañeros en el camino hacia “el más allá”. El gran cariño que unía a los canes con sus propietarios aseguraba que entre las tinieblas del inframundo los perros reconocerían fácilmente a sus amados dueños, lanzándose alegremente a su encuentro para ayudarles a cruzar el río de la muerte.

Para la mayoría de las culturas que se desarrollaron en Mesoamérica los perros tuvieron una enorme importancia en sus ritos funerarios. Además de innumerables sepulturas de personas que fueron enterradas con perros, también se han descubierto tumbas exclusivas para estos animales. A veces se trata de animales que fueron sacrificados y ofrecidos como ofrenda a los dioses, pero en otras ocasiones, son perros que fueron depositados cuidadosamente en lugares especiales y que eran acompañados de algunas cosas, como cuencos conteniendo alimentos. Evidentemente esos animales eran muy queridos y respetados.

Cuando en el siglo XVI llegaron los conquistadores españoles al territorio que actualmente ocupa México, se sorprendieron de la gran relevancia que los perros tenían para los habitantes del Nuevo Mundo y de la alta consideración que se les tenía, pues estaban involucrados en uno de los acontecimientos más importantes de la condición humana: la muerte.

Gracias a los relatos de los cronistas españoles sobre los canes mexicanos, se sabe de su destacado papel en la vida cotidiana y en los rituales fúnebres de aquellas enigmáticas sociedades. Pero lo que es aún más impactante, es el hecho de que esas tradiciones aún se encuentran vigentes en la región central del valle de Anáhuac.

Así pues, Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590) en Historia General de las Cosas de la Nueva España, Francisco Hernández (1517-1587) en Historia Natural de la Nueva España, Fray Juan de Torquemada (1557-1624) en Monarquía Indiana, así como Diego Durán (1537-1588) en sus distintas obras y el mismo Hernán Cortés (1485-1547) en sus Cartas de Relación describen magistralmente a los perros que encontraron en las tierras recién conquistadas y hablan de su papel en las costumbres y en la religión de los nuevos vasallos de la corona española.

Los peninsulares mencionan cómo se comercializaron los perros en mercados de la gran Tenochtitlán y en el gran mercado de Tlatelolco. Asimismo, relatan cómo esos animales eran comprados para diversos fines, ya fuera como mascotas, guardianes, cazadores y cargadores, o bien, para ser utilizados en ciertas ceremonias o como ofrenda especialísima a los dioses.

También eran apreciados como una fuente de proteína, ya que desde tiempos inmemoriales servían de alimento. Con este fin, se acostumbraba castrarlos para facilitar su engorda.

Por otro lado, con mucha frecuencia los perros eran sacrificados durante el enterramiento de los muertos, pues desde tiempos remotos se tenía la creencia de que estos animales estaban vinculados con la muerte y de que eran unos excepcionales

compañeros en el camino

hacia el “más allá”. En México, el entierro más antiguo de una persona acompañada de un perro data del año 3500 a.C.

Nueve niveles del Mictlán

La asociación del perro con la muerte tiene su origen en los antiquísimos mitos mesoamericanos de la creación. Una de esas tradiciones dice que, para dar origen a los seres humanos, alguno de los dioses tenía que descender al Mictlán (el mundo de los muertos) y obtener uno de los materiales que se necesitaban para formar a los hombres. Sin embargo, ninguna de las deidades quería bajar al reino del terrorífico Mictlantecuchtli, señor de la muerte y del inframundo, pues era un lugar en verdad escalofriante, ya que estaba inmerso en la eterna obscuridad y nadie que se aventurara en sus profundidades podía volver al mundo de los vivos. No obstante, lo peligroso de la empresa, el valeroso dios Xólotl se ofreció como voluntario para llevarla a cabo. Entonces se convirtió en perro, su animal favorito y bajo esa forma penetró a los infiernos. Cuando llegó a la presencia del descarnado y pavoroso Mictlantecuhtli, exponiendo la necesidad del ingrediente para crear al género huo, el dios de los muertos le entregó un hueso. Con este elemento en su poder, Xólotl se apresuró a salir del Mictlán y lleno de júbilo lo entregó a las otras divinidades para que crearan al primer hombre y a la primera mujer.

Xólotl hizo el viaje al Mictlán convertido en perro y en el antiguo México se creía que estos animales eran los únicos que sabían el largo y difícil camino que llevaba a aquel lugar de sombras perpetuas. Por lo tanto, era indispensable que los perros acompañarán a los muertos en su tumba y en su peligroso viaje al inframundo. Pero no todas las almas de los difuntos iban al Mictlán, ya que de acuerdo al tipo de muerte que hubieran tenido se podrían dirigir a diferentes lugares. Así pues, los niños que morían iban al Chichihuacuahco, un árbol del que brotaba leche para alimentarlos. Cuando una persona fallecía ahogada, iba a Tlalocan, el señorío de Tláloc, el dios de la lluvia. Si las mujeres expiraban durante el parto, o si un guerrero sucumbía en batalla, sus espíritus iban a un cielo llamado Ihuicatonantiuh y acompañaban al Sol en su recorrido a través de la bóveda celeste. El resto de las almas iba al Mictlán y para poder llegar a ese lugar tenían que hacer un arduo viaje que duraba cuatro años a través del inframundo. En este caso los perros eran imprescindibles.

Era costumbre depositar en la tumba, junto a la persona muerta y a manera de ofrenda, alimentos, bebidas, semillas de cacao, piedras preciosas, joyas e incluso esclavos sacrificados. Además, se tenía que sacrificar a un perro de pelaje rojizo para que acompañara al difunto. Todo ello servía para hacer menos amargo el viaje hasta el señorío de Mictlantecuhtli.

Uno de los muchos obstáculos que se tenían que superar para poder llegar al Mictlán era un ancho y caudaloso río llamado Aponohuaya, el cual sólo se podía cruzar con la ayuda de un perro. Cabe mencionar que, para algunas culturas prehispánicas en vez de un río, se tenía que atravesar nueve torrentes que recibían el nombre de Chiconahuapan. Sólo los perros sabían por dónde vadear dichos afluentes.

En vida, las personas solían criar y mantener perros con gran esmero. Los trataban muy bien, los alimentaban adecuadamente, los consentían, los mimaban y jugaban con ellos. El gran cariño que unía a los canes con sus propietarios aseguraba que entre las tinieblas del inframundo los perros reconocerían fácilmente a sus amados dueños, lanzándose alegremente a su encuentro para ayudarles a cruzar el río de la muerte. Se prefería que el animal fuera de color rojizo, pues de esa manera sería ubicado fácilmente en la penumbra de aquel tenebroso mundo envuelto en la oscuridad. Si se tenían dudas con respecto al color del perro, se le adornaba con un vistoso cordel rojo amarrado alrededor del cuello, lo que facilitaría su localización entre las tinieblas.

Por lo regular no se utilizaban perros blancos, ni tampoco negros para los entierros. Se creía que los canes blancos no iban a querer meterse al río, ya que considerarían estar muy limpios por la pureza de su color y no se iban a arriesgar a ensuciarse con el lodo de la orilla del caudal. Por otro lado, los canes negros también se negarían a cruzar el río pues se sentirían sucios por su obscuro pelaje y no se lanzarían al agua para no ensuciarla.

Códice Florentino y Vaticano

Así pues, se tenía la costumbre de que al morir una persona se sacrificara a uno o a varios de sus perros más queridos, siempre y cuando fueran de color rojizo y con su cordel rojo al cuello.

El hecho de maltratar de cualquier forma a un can condenaba a la persona a vagar eternamente en las sombras, pues el perro se negaría a guiarlo.

En caso de que no se enterrara a un perro, se agregaba a la ofrenda del fallecido una o varias figuras de barro que representarán a estos animales. De esta forma se sustituía a los canes reales y las esculturas desempeñarían la misma función en la “otra vida”. Hoy en día, en varios pueblos del valle de México se han conservado estas antiguas tradiciones y algunas personas siguen siendo enterradas con un perro en cuyo cuello destaca un listón rojo. Asimismo, los ancianos todavía aconsejan el buen trato a los perros y la posesión de uno al que especialmente se le mime y cuide para que llegado el caso ayude a su querido amo a cruzar el “río Jordán” y lo acompañe ya sea al “Purgatorio” o al “Cielo”.

Estas ideas y conceptos, en donde se mezclan las creencias prehispánicas y la doctrina cristina son el resultado del sincretismo entre la cultura del México antiguo y la que fue impuesta por los conquistadores españoles. No obstante, demuestran sin lugar a dudas la enorme importancia que tuvo el perro entre los pueblos precolombinos y cómo esa relevancia ha sido transmitida como un tesoro a través de las numerosas generaciones al México contemporáneo.

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