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Delirios, Espejos

no me unía a su iglesia no sería salvo, de los males del mundo y de cuando llegara el día del juicio final. No terminé de escucharlo y me retiré para no responderle. Recuerdo también haber conversado con un sacerdote. Me hablaba de la oportunidad que nos proveyó dios padre al entregar a su hijo en la cruz, esa alianza con su pueblo, para darle la oportunidad a aquellos que estaban en falta, para entender que en el perdón y el arrepentimiento radicaba la entrada al paraíso. Cuando le averigüé sobre si en ese perdón existía la posibilidad de que cupieran todos los males del mundo. Silencio. Es un camino y hay muchos. Otro es la oración, pero, por, sobre todo, la conciencia de lo que se hace mal, terminó de decirme. Me retiré con la duda en franco crecimiento.

Recorrí el mundo en busca de la respuesta, por años me ha parecido trabajo y tiempo perdido. Pasé por incontables religiones y sectas. Practiqué catolicismo, hinduismo, budismo y más ismos. Yoga, tai chi, kung fu, salsa y capoeira. Me interné en Amazonas, en Khao Yai, la selva de Karnataka, en el Sahara y Atacama. De todo salí ileso. No perdí la utopía ni la paciencia de encontrar la luz que diera respuesta, hasta que una enfermedad me postró por años. En aquel entonces conocí a un poeta, quien había sido hippie, monje, hinduista, yogui y pastor en Nepal. Se había enamorado y desilusionado, recorrido cada rincón del planeta y aseguraba que nadie tenía la respuesta a las cuestiones de fe y solo San Agustín lo había descubierto. Me contó el secreto y me habló de la solución a los males del mundo. Me hizo entender el significado de la muerte para aceptar la vida y me convenció que el remedio es la poesía. Que en la medida que la humanidad lo entienda habrá esperanza. Desde ese día y con todas las secuelas pude volver y ser en la urdimbre de mi poesía, muerte/vida.

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Escrito por:

» José Mejía Sierra

Nos odian los espejos. Ellos no hablan, se limitan a presenciarnos y se odian a sí mismos por no tener manos con las cuales arrebatarnos nuestros cuerpos; lo comprenden apenas son forjados, cuando despiertan deseando patalear y gritar con agonía; encarcelados en su tormentoso existir.

Su vida no podría llamarse vida sino una pausa en el espacio tiempo, pero un espacio tiempo relativo pues sus pensamientos fluyen y reflexionan, mas su estructura física se haya suspendida sempiternamente, ingobernada por decretos o fórmulas metafísicas.

Suya es la verdadera juventud eterna, una corporal nubilidad sin fin, no obstante, esta es de lejos su mayor gracia; en realidad es su más grande condena pues, postrados en sótanos o martillados en paredes o almacenados en sarcófagos junto a faraones, podrían aprender mucho del mundo, más mucho resulta poco cuando se vive fuera de los dominios mortales. Así es como su infinita vida la cual podría alcanzar para saberlo todo, termina reprimida a no saber nada. Entendiéndolo, maldicen entrados en pánico cuando transcurren los primeros años y recaen a la depresión, una contemplativa depresión apenas entienden su inmensurable infortunio. Cada uno siente una chispa esperanzadora cuando perciben su cuerpo deslizarse antes de quebrarse en miles y cientos de pedazos. Esa emoción, convencidos en sus arenosos corazones que por fin habrá llegado el final. Entonces se dan cuenta que un espejo no muere cuando se quiebra ni su consciencia se subdivide, sólo son separados trozos pertenecientes a un único pensamiento indivisible.

Los espejos detestan nuestra presencia pues podemos voluntariamente, y en nuestro efímero paso por el mundo, despreciar el saber. Ellos conocen nuestra condena mejor que nosotros pues nuestra condena es no conocerla. Su condena es el poder y no poder al unísono. Nos odian por ser quienes somos y se odian a sí mismos por ser conscientes de quienes son. No se imaginan en sus miríadas meditaciones que ni siquiera nosotros sabemos quiénes somos y, por tanto, jamás buscaremos lo que no sabemos que podemos buscar.

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