Mujeres diagonales
Fabio Lozano Uribe
CUENTOS
Pero por encima de todas tus otras cosas me gustan tus orejas voladoras Ely Guerra-
Nota: Este texto tiene correcciones hechas, sobre la marcha, por el autor. Le hacen falta, por lo tanto, las revisiones editoriales previas a su publicaciรณn.
Los hombres somos tan obtusos que hemos dividido al género femenino en dos, como si se tratara del limón que se corta para agriar la leche o de separar las aguas del mar rojo para pasar triunfantes con nuestros ejércitos de testosterona. Nos debatimos entre dos grupos distantes, el uno del otro, sin advertir que el abanico, entre ambos, es lo que da como resultado la extraordinaria variedad de mujeres que nos topamos a diario. A las que nos atraen buscamos cómo sustraerles esa esencia que nos enloquece, pero es un ejercicio inútil mientras sigamos pensando que las unas son verticales y las otras horizontales. Asumimos, con esa prepotencia de creer conocerlas, que la mitad de ellas son rígidas como una tabla de surf clavada en la arena, mientras que la otra mitad son de gelatina, sin más opciones que ser de fresa, kiwi o mandarina y permanecer, ahí, paralelas al colchón de la cama, esperando ser despachadas a mordiscos. Somos una paradoja, podemos hacer las triangulaciones más complejas para llevar un robot a Marte, analizar los cambios más imperceptibles de un ecosistema y notar las sutiles diferencias de anaranjados que hay entre el amarillo y el rojo pero, tratándose de mujeres, sólo distinguimos las que se acostarían con uno, de las que no lo harían. Los hombres hemos agotado todas las posibilidades que existen entre la lucidez y la estupidez –existiendo, por supuesto, una tendencia mayor hacia lo segundo– y esto las mujeres lo saben, pero han optado por mantenerlo en secreto pues la supervivencia de la raza humana depende de ello. De todas maneras, el día que una de ellas hable, que una de ellas rompa esa omertá imprescindible, ya será demasiado tarde, pero ¡no para el amor! ¡no! sino para los hombres, que quedaremos relegados a ser sólo los zánganos de este colmenar inefable y fortuito al que llamamos: mundo. 5
Inclusive, hacer este reconocimiento me condena al ostracismo. Mi membresía, a la confraternidad masculina, será cancelada y mis amigos me tratarán con desconfianza, atrapados, como están, entre las mujeres pared-dogma-comemierdas-frigidezescapulario y las mujeres catre-desvergüenza-liviandad-relajo-chupavergas. Seré peor que un homosexual, porque una cosa es renunciar al género y otra, muy distinta, traicionarlo. ¡No importa! Me queda, entonces, la satisfacción de ser un adelantado: un Colón, un Marco Polo, un Icaro chamuscado por el atrevimiento de acercarme demasiado a la verdad, monda y lironda, de que existen mujeres diagonales; si no todas –porque monjas con cinturón de castidad quedan algunas y putas que lo dan por un pandeyuca, con cocacola, pululan– sí la mayoría.
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Rosa Guadalupe
Nació en Matanzas y era una morena con toda la magia del Caribe en su cuerpo, en su ser y en sus candongas enormes que, como un arco iris, iluminaban su cara. Salió de Cuba a los ocho años, pero nunca perdió esa descompostura isleña, tan notoria en Bogotá, una ciudad fría, dos mil seiscientos metros más lejos del mar y de la barahúnda del ron con agua de coco, la salsa, los pies descalzos, el sancocho de sábalo, la intermitencia eterna del mar, la amable desfachatez y el sonido armónico de las palabras: como si las cuerdas bucales fueran las de cuatros o guitarras. Le pusieron Rosa Guadalupe en honor a sus abuelos paternos: Rosa Manigua y Guadalupe Chambas, quienes, con su negritud a cuestas y recién acaecida la revolución, se las arreglaron para tener hijos con los ojos azules; representantes de una generación de cortadores de caña que, gracias al milagro cubano, tuvieron hijos que se formaron en la universidad y que llenaron las casas de libros, estetoscopios e instrumentos para la medición de puentes y carreteras. Los padres de Rosa Guadalupe no eran, solamente, personas letradas, sino conocedores de las filosofías de occidente y con sólidos argumentos para reconocer, a tiempo, el fracaso del experimento Fidel Castro, por lo que vinieron a templar, por cuenta de un intercambio temporal de docentes –que se volvió permanente– a la Universidad Nacional de Colombia: enclave intelectual, de libertad doctrinaria, donde ya no se encontraba –a principios de los años noventa– un reaccionario que tirara piedra o que supiera hacer una bomba molotov. Esa no era su intención, pero les hubiera gustado, por ejemplo, avivar un foro ideológico sobre el socialismo geopolítico y el neo imperialismo, pero: nada; nada de nada. Mucho seudointelectual sin problemas para meter a Lacán, a Derridá y a Bachelard en un mismo costal; mucho 7
artista obnubilado por los denuedos de la estética; mucha teoría sobre el reencauche social, sobre el desmadre de lo colectivo y sobre el Big Bang. Sin embargo, al amparo de la Cordillera de los Andes encontraron el reposo necesario para vivir en paz y ser felices, argumentos –más que suficientes– para olvidar los enfrentamientos ideológicos y dedicarse al deber de alertar a los estudiantes sobre las maravillas del conocimiento. Rosa Guadalupe creció entre diatribas incomprensibles e incongruentes con sus juegos infantiles; vino a entender los regaños aleccionadores de sus padres cuando dejaron de servirle; cuando la adolescencia le dio unos elementos de juicio menos elaborados, más aristotélicos, dirigidos a reconocer la percepción de los sentidos que, en plata blanca, quería decir: exacerbarlos, hasta acallar las inquietudes de la mente. No fue fácil, hacia el final del bachillerato, explicar la tendencia negativa de sus calificaciones, ni la distancia que tomó con los textos escritos, ni sus amigos como salidos de una historieta de Fontanarrosa, pero la paciencia de sus progenitores dio sus frutos cuando anunció que estudiaría danza contemporánea. Su cuerpo al servicio del arte, “no podía ser mejor” comentaron, en su momento y reafirmaron el amor que le tenían, mandándola a Nueva York –la cuna del capitalismo– a realizar sus estudios. “La ciudad del descalabro” como la llamó su padre y sobre la cual despotricó los cuatro años que le tomó su formación artística. “Preferiría que me dijeras bailadora o danzadora, papá” le dijo, apenas se bajó del avión y le bastó el recorrido, de vuelta a casa, para explicarle las diferencias sustanciales entre ser una bailarina –ballerine o ballerina, en francés e inglés– dedicada al ballet, a ser “dancer” o “danseuse” cuyas técnicas corporales y parámetros estéticos son, ahora, producto de la postmodernidad. No sabían donde ponerla, su hija se habían convertido en una joya, en un diamante pulido, de aristas finas y brillantes, que no se cansaban de ponderar y de presentar a sus amistades –a quienes embobaba con su discursiva sobre la estética del movimiento, la coreografía o la expresión corporal– por eso, se extrañaron bastante cuando Rosa Guadalupe se consiguió un galpón en ruinas y lo adaptó para dar clases de Pole Dance. “¡Pues que ponga un bar putero, de una vez!” exclamaba su padre, con las eses en forma de jotas, que quedaban suspendidas en el aire cuando hablaba recio, con el acento propio de quienes dejaron sus raíces en Camagüey y remataba: “¡Porque jineteras es lo que le hace falta a la sociedad!” sarcasmo que decía, en dos sentidos: la prostitución obligada de millares de mujeres, en La Habana, para no morirse, 8
literalmente, de hambre y el hecho de que vivían en el Barrio Santafé, en Bogotá, que se había vuelto una zona de tolerancia, donde gravitaba el intercambio de sexo por dinero, por droga y a veces, hasta por un café con huevos revueltos. Nada nuevo, se trataba de la queja constante de su padre para soltar toda su animadversión contra las improbables virtudes de los sistemas políticos; su desencanto era de tal magnitud, que el ceño en la mitad de su frente y las arrugas a ambos lados de la nariz, habían tomado ese gesto particular de quienes aderezan sus vivencias con limón o vinagre. Respecto a su hija era, aún, más severo; pero ella y su madre habían aprendido a lidiar con su constante “desarraigo mal parido” como reconocían a ese estado endémico de inconformidad que, mal que bien, era su válvula de escape. Rosa Guadalupe se cansó de explicarle que el Pole Dance estaba de moda, con el encanto –decía– para sacarlo de casillas, de que “si fracaso, pues ya estoy a medio camino de poner una whiskería”. Si bien es cierto que el Pole Dance era simbólico de los bares de strip tease –fachadas, por supuesto, de los negocios lucrativos de la piel y otros, menos espirituosos e inofensivos, del mundo del hampa– era, sin duda, un ejercicio comprobado para el fortalecimiento de las pantorrillas, de los brazos, del bajo vientre y de los muslos, principalmente; porque bajar y subir, a lo largo de un tubo vertical –como los que tienen los bomberos para hacer más expedita la llegada a las emergencias– es un esfuerzo físico que requiere de mucha práctica, sin contar el ingrediente estético para hacerlo agradable a la vista, con movimientos respetuosos y de buen gusto. Rosa Guadalupe hubiera querido instalar su estudio en un sector de mayor estrato socioeconómico para evitar los merodeadores, del centro de Bogotá, que se instalaban en la acera a tratar de adivinar lo que sucedía detrás de los ventanales, cubiertos con grandes carteles de presentaciones de Merce Cunningham y Alvin Ailey –conseguidos entre los recicladores de papel neoyorkinos– y para ver entrar y salir a las practicantes, en sus mallas ceñidas y sus tobillos al aire; pero no se estresaba, al respecto, sabía que lo único que no le podía faltar era: paciencia, para cumplir sus metas y de eso –creía estar segura– le sobraba bastante. No demoraría –“a la vuelta de la esquina” como dicen– en ponerla a prueba, pues llego a su vida Manuel Giragua, un joven de Calarcá, menor que ella y al que le enseñaron a bailar para recuperarse de su adicción a las drogas. Había pasado los altibajos de su adolescencia en Cartagena, pero se vio obligado a radicarse en la capital porque aquí vivía su madre y la pobre enfermó de una extraña forma de gastroenteritis que limitó su existencia a cuatro paredes y un baño. A Rosa Guadalupe le bastó verlo, en la calle, haciendo precisas contradanzas para 9
enamorarse de él. Manuel, por unas cuantas monedas, sorprendía a los peatones de la Carrera Séptima con sus movimientos de varios tipos de muñecas: la de porcelana, blanca e intocable; la de cuerda, que divertía a los niños –por eso la representaba los domingos–; la robot, como salida de un libro de Ray Bradbury; la Barbie, asexual y elástica, como una melcocha; y la muñeca de trapo, dramática, con el peso de sus preocupaciones encima y siempre titubeante, a punto de caerse. De seguido, algún atarván, le pateaba su tarrito de limosnas y le gritaba “maricón”, “cacorro de circo”, “rodillero” y otros epítetos que rara vez pasaban a mayores pero que, a él, lo dejaban muy asustado; y es que no solamente era homosexual, sino que se comportaba como una niña desvalida, necesitada de protección, la cual aceptaba de cualquiera que recibiera a cambio su sexo lampiño y estilizado como el de los efebos de Caravaggio. Con todo y eso, la rehabilitación y la danza le enseñaron –después de haber sido encontrado, medio muerto, entre los deshechos de un barco pesquero– un respeto infinito por su cuerpo: la concientización de cada fibra del ser, requerida para expresar, con cada músculo y cada articulación, que la belleza física iba, paralela, al imperativo del sexo con protección, la alegría sin drogas y la frente alta, ante los demás y hacia el futuro. Cuando su madre murió, Manuel se pasó a vivir, de los extramuros, al centro de Bogotá y los años venideros –reconocería Rosa Guadalupe– fueron la época dorada del Estudio, porque se repartieron el manejo administrativo y académico, entre los dos y les quedó un tiempo, precioso, para atender a cada estudiante personalizadamente y para montar una obra escénica, llamada Paul Dance: la historia de un hombre, Paul Ramírez, que se escapa de las infamias de la guerrilla para dedicarse a la danza y encuentra, en la ciudad, a la mujer de su vida; lo persiguen para cobrarle su deserción, pero la pareja se escapa –después de ser perseguidos en una selva de ritmos disparejos, luces y concreto; con árboles como tubos verticales, en escena– a una isla desierta donde viven de su recíproco amor. Diseñaron la coreografía y el resultado fue alucinante, lograron una amalgama conjunta tan visceral, tan honda y con una gracia tan elevada y profesional que, con sólo presentarse en un festival municipal, auspiciado por la alcaldía, fueron declarados “fuera de concurso” y descubiertos por Berenice Fumarola quien los ayudó como su mánager y benefactora. Con tres meses de presentaciones ininterrumpidas en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán e invitaciones a Caracas, Santiago de Chile y Ciudad de Guatemala se volvieron famosos y pensaron –con esa ceguera inocente, de la juventud– que estaban destinados para la grandeza.
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A los pocos meses y con el sol en las manos, Manuel se cansó de sentirse subalterno y tuvo varios roces, con Rosa Guadalupe, para que le diera más protagonismo; “¿Por qué tienes que ser tú Rosie la que habla, siempre, que nos hacen entrevistas?” la increpaba y las dos o tres veces que lo dejó, solo, frente a las cámaras, fue desastroso: su dicción era la de un niño de kínder, le era imposible hablar de corrido, sin utilizar toda una gama insospechada de muletillas amaneradas y generalmente, en la mitad de sus incoherentes réplicas, perdía el hilo de lo que estaba hablando. Le colgaron un video, en You Tube, en el que a un periodista que le pide su nombre, le responde: “¡Me podrías, por favor, simplificar la pregunta!” y eso, por dar un ejemplo; sus exabruptos, cuando le tocaba expresarse, en público, eran lastimeros y lo sumían en una dolorosa frustración. Lo reprendía con severidad: “Déjate de lloriqueos, Manu, que lo tuyo en danzar, no necesitas abrir tu bocota, para nada”, le paladeaba sus pataletas, cada vez más frecuentes y le aguantaba sus delicadezas ramplonas, porque el potencial que tenían, juntos, era demasiado valioso para arriesgarlo en nimiedades. Por esa razón, fue que calló su amor, por él y se acostumbró a vivir en un estado febril que la estaba consumiendo por dentro; y por esa misma razón, fue que durante sus interminables horas de práctica, de larguísimos roces entre sus cuerpos y de sufrir con la cercanía extrema de sus genitales, tuvo la fortaleza y el buen juicio de no ceder a sus impulsos, llenar su mente de baldes de agua fría y con cada contracción mutua, con cada doblez de rodillas, se obligó a mantener la compostura. Sabía que, pese a su homosexualidad, Manuel no tendría problema en entregarle su cuerpo; era su consabida forma de negociación con los demás, pero hubiera sido contraproducente: cualquier tensión, extra, en escena, podía ser fatal. Pero llegaron días difíciles; la danza contemporánea era un fenómeno que crecía a cuentagotas, en Bogotá y no convocaba la suficiente cantidad de público como para costear montajes con más de cuatro, o cinco, artistas en escena. Los teatros importantes subsistían, la mayor parte del año, con comedias mediocres y protagonistas –actores de televisión, la mayoría– queridos por el público, sin que importaran mucho sus destrezas para la actuación o para realizar algún tipo de variedad más sofisticada. Cualquier obra, nueva, implicaba ensayos de muchas horas diarias y tal esfuerzo, sólo para estar un par de fines de semana en cartelera, no se justificaba; lo más grave era que el estudio de Pole Dance estaba manga por hombro y los ingresos escaseaban, en la edad más productiva de sus carreras. Rosa Guadalupe se vio obligada a aceptar un comercial de toallas sanitarias y a desnudarse para la revista Hombre Casual: le tocó hacer poses en la barra vertical de un aclamado burdel 11
de Chapinero y aguantarse a una fotógrafa lesbiana que la penetraba, con sus ojos de lente e insistía en unas contorsiones, más de malabarista, que de artista de la danza contemporánea. Por su lado, Manuel se enamoró de Fabricio, el peluquero preferido del jet set y siguió su vida de mantenido, sin culpabilidad y más grave aún, sin disciplina. “Si no tienes rigor en lo que haces y cómo lo haces, no puedes exigirle rigor a tu cuerpo” repetía Rosa Guadalupe a diario, a sus estudiantes, durante los ensayos, como advertencia a la imposibilidad de ser armoniosos, frente al público, si la intimidad se convertía en un desastre o se llenaba de emociones inmanejables. Pero, la ansiedad del éxito los hizo flaquear, las faltas de profesionalismo, por parte de ambos, los fueron minando; al principio con descuidos de coordinación imperceptibles, pero que, poco a poco, entre las costumbres permisivas de la farándula y la adulación, se hicieron notorios y su repercusión, a otros niveles, los fueron alejando de sus proyectos de presentarse en Broadway o de ir a los festivales europeos. Como sus padres, ella cometió el error de señalar las falencias del Estado y del sistema político-social, antes que las propias y su autoestima, antes altiva e invulnerable, empezó a hacer agua; la barca de sus sueños empezó a hundirse y no tuvo suficientes brazos, ni fuerzas, para remar y al tiempo, guarecerse de las tormentas que causaron el naufragio. Apagaba los teléfonos antes de acostarse, para que el mundo permaneciera intacto e inamovible mientras dormía; pero ese miércoles 14 de abril –antes del jueves y viernes santo– no lo hizo y en lo sucesivo pensaría que esa decisión –que no fue olvido– bien podía ser la causa de la tragedia. A las tres y cuarto de la mañana, le informaron que Manuel había muerto de una sobredosis, en el apartamento de su amante y que fue trasladado a Medicina Legal para descartar la comisión de un delito. Rosa Guadalupe llegó al sitio, en un taxi, guiado por una patrulla de policía, pues se perdieron en el camino y los rescataron a la altura de la estación de Meissen. El cadáver no había llegado; al parecer, la ruta que sale todas las noches, a recoger muertos, estuvo más ocupada que de costumbre. Mirando el horizonte de edificios recortados, sobre el cielo ámbar del amanecer, se preguntó varias veces sobre su incapacidad para llorar; sabía que no era “de lágrima suelta” como su madre o algunas de sus tías, pero pensó que en el curso de una situación extrema podría hacerlo. Sin duda, los sentimientos de total desamparo y de irreparable pérdida estaban presentes, aunque su cuerpo se negaba a manifestarlo de una manera más emotiva; le pareció que, de pronto, se estaba desnaturalizando, pero cuando llegó el camión, con el letrero de “morgue ambulante”, Rosa Guadalupe vomitó una bilis anaranjada que le desatascó el alma. Apenas apilaron, sobre la acera, las bolsas negras, de cremallera en la mitad, supo por su forma 12
y por la ligereza con que la levantaron, en cuál estaba su amado; sacó su cuerpo de esa provisional envoltura y lo acercó a un poste de la luz para verle la cara y los labios que jamás fueron suyos. Ante la mirada impávida de dos agentes que fumaban para contrarrestar el frío y de un par de curiosos, que más parecían pordioseros, lo desnudó y lo tomó en sus brazos; parecía un niño impúber por su recién adquirida palidez, lo alzó, corrió con él hasta la esquina y tomó otro taxi, donde lo acurrucó en su canto y lo tapó –hasta donde pudo– con los pliegues de su falda de lana. Recorrió las salas de urgencias, de la ciudad y a todas, llegó con el mismo cuento: “Mi novio se cayó en la ducha, por favor hagan algo” gritaba y a nadie le hizo caso cuando le decían que estaba muerto; “estaba respirando hasta hace unos minutos, todavía hay tiempo de salvarlo” respondía alarmada, dándole golpes en el pecho al cadáver y pidiendo por unos recursos y una piedad que sólo, el todopoderoso, a esas alturas podía otorgar. No consiguió, ni siquiera, que le aplicaran los protocolos de recuperación, pues, para cualquier facultativo o enfermero, era obvio que el fallecido, llevaba varias horas en dicho estado y que la que necesitaba ayuda era ella. Desoyó a quienes trataron de apaciguarla e insistía en salir corriendo a la calle, con Manuel pegado a su cuerpo, en busca de transporte a otro hospital, hasta dar con uno que le resolviera su problema, que sanara al hombre que, simplemente, tuvo una mala noche y que debía recuperarse y estar bien para hacerla girar por encima de su cabeza, en un eterno “continuum” tal y como alguna vez se lo había prometido.
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Lamia Golosa
Era artista, razón por la cual los hombres que se le acercaban la creían marihuanera; y lo era. Le gustaban sus toques después del desayuno, en las tardes de lluvia y como preámbulo del sexo; le gustaban fumados, “pegaditos” por ella misma, no le gustaban las pipas, pipetas, bongs, ni los inhaladores-vaporizadores que se pusieron de moda. Tenía sus jíbaros de confianza, en dos o tres ollas de la ciudad, a los que les había devuelto el producto varias veces –a los putazos– por eso sólo le daban la sativa de su predilección y que no fuera de la que viene compactada, que una vez desmenuzada parece un desecho industrial ¡no! le daban la que se recoge con la mano, se seca al sol y no bajo lámparas en socavones fríos. La distinguía con sólo mirarla y olerla; no le importaba hacerlo a plena luz del día, donde fuera que estuviera, porque la experiencia le enseñó que cuando uno deja de comprarla con miedo, puede, de verdad, exigir un mejor producto y no salir con cualquier porquería, como huyendo de la escena de un crimen. Cuando la policía te atrapa, es, casi siempre, porque quieren un poquito de la mota que compraste y lo máximo es que, a cambio de dejarte tranquila, te cogen el culo y te lo aprietan un poquito; una vez les entra la confiancita, hasta te protegen “¡los muy vergajos!” como se refería a ellos, a sus espaldas, cuando ya estaba lejos y sentía que sus miradas lascivas se habían despegado de sus nalgas. La falta de la marihuana, cuando se le acababa o cuando se iba de vacaciones –adonde no conocía los lugares de expendio– la hacía sentir como una porcelana: delicada en extremo y con la sensación de poderse romper en cualquier momento; odiaba sentirse así de vulnerable y nada, ni siquiera el alcohol u otras drogas, le devolvía la fortaleza como su “santa mota” a la que le daba, también, otros nombres: “mi musasá” por su poder inspirador; “la oblongativa” porque, a veces, veía las cosas en forma de elipsis; 15
“la coloradadivosa” en tierra caliente y paseos de piscina, sexo y sancocho; “irisarco” cuando estaba muy trabada; o “carepalola” cuando le salía sosa y sin gracia, como fumando pasto o “aspirando niebla”. Sus compañeros de vicio eran hombres, no tenía amigas –o nunca las tuvo– porque lo suyo era tener muchas parejas y hacer planes de a dos, sin mezclarlos entre ellos; no le gustaba andar en grupos, ni las reuniones familiares, ni los cocteles, ni las comidas, ni las fiestas y cuando su obra empezó a moverse, en el medio galerístico de Bogotá, detestaba las inauguraciones de las exposiciones y las ferias de arte. Si por ella fuera, se hubiera encerrado en una casa de Sopó o Guatavita y hubiera dedicado sus días a la introspección y al “apacible contemplar del tiempo” como definía la esencia de lo que significaba su oficio. Sin embargo, su arte era de características urbanas, apegado a la materialidad de lo cotidiano, a las pequeñas cosas que nos rodean y que parecen, sin una mirada atenta y aguzada: intrascendentes. Diseñaba unas cajas en las que metía cosas, las forraba de tela estampada por dentro y montaba escenografías teatrales. Una caja –por ejemplo– con ambiente de tienda de abarrotes, tenía de actores a una galleta Herpo, un destapador –de los que se amarran a la nevera– y una botella de Pilsen, el mostrador era hecho de tapas de gaseosa y etiquetas de aguardiente, encima una registradora de manivela y al fondo un orinal y un teléfono público. Se trataba, en su totalidad, de pequeños universos dramáticos y la idea era darles ese aire de bogotanidad que los distingue de los de cualquier otra parte del mundo. En una época se empeñó en que cada montaje tuviera su olor particular, pero replicar olores no era una ciencia reconocida y no encontró a nadie que la pudiera ayudar a que una ferretería, oliera a ferretería o una carnicería, a carnicería; además, poner a la gente a meter la cabeza entre las cajas, que no eran muy grandes, podía presentar problemas logísticos. Desistió; lo que no era muy normal en ella, que tenía por costumbre llevar sus proyectos hasta las últimas consecuencias. Descubrió las laminitas plateadas y rectangulares –de aluminio, me parece– entre los stickers blancos que le ponen a los artículos, en los almacenes, para que no se los roben y fue como descubrir la pólvora; las consiguió por millares –por internet, de una de las empresas que las fabrica– y con éstas elaboró esculturas planas –que se colgaban como cuadros– sobre madera, sobre fórmica y algunas con algo de volumen, como intaglios brillantes, sobre cartón cromo de 450 gramos. Había hecho cosas extrañas; pidió permiso para dormir en la Catedral Primada de Bogotá, íngrima, sola, metida entre un sleeping bag, en uno de los bancos largos de 16
madera, con la bóveda celestial encima de su cabeza y el sonido hueco de un lugar tan espacioso y cóncavo. Se metió a un grupo, de personas que se toman sus propios orines, con la excusa de que es una práctica saludable, porque el reciclaje de lo que produce el cuerpo es: revitalizador; pero dejó de hacerlo, ipso facto, cuando algunos de sus amigos íntimos dejaron de besarla y cuando se habló, para una fiesta, de llenar, con “agüita amarilla” –como dice la canción de Los Toreros Muertos– una ponchera entre todos y adicionarle vodka y jengibre al inmenso revoltijo. Perteneció a una logia masónica para mujeres, creada por Bertha Caldwell una pitonisa, del Siglo X, cuyas transgresiones a las leyes de la alquimia, la llevaron al exilio; Lamia Golosa tampoco encajó en estas prácticas secretas desde que vivenciara, a las iniciadas, abriendo las piernas, como si fuera un compás, para pasar la tarde jugando, a la Ouija, con los pies desnudos, como si se tratara de un oráculo premonitorio de una nueva época de la lesbiandad. Estuvo entre las mujeres que se encadenaron a las columnas del Palacio Liévano para protestar por el cierre de la clínicas dedicadas al aborto y se convirtió en miembra carnetizada de la Unión de Ciudadanas de Colombia cuyas acciones proselitistas siguen siendo discretas y de carácter cívico, desde hace más de cincuenta años. “Me gustan los hombres pero, si se trata de darle brillo al machismo, que no se metan conmigo” solía decir y la suya, no era una postura política sino todo un aparataje argumental para no dejarse joder por ellos, que se creen dueños de una investidura, llena de herrajes y botones dorados que, según su parecer, es responsabilidad de las mujeres mantener relucientes. “¡Soy una mujer privada y me quiero mantener así!” exclamó, durante una rueda de prensa, cuando se ganó el Salón de Artistas Nacionales y de ahí, en adelante, las invitaciones a los eventos más disímiles no dejaron de llegar y poco a poco, le tocó salir de su concha; a regañadientes se ponía sus pintas, al estilo de Avril Lavigne y llegaba a los eventos totalmente “cabezona” como se refería a su estado de máxima marihuanez. Se desdoblaba, se volvía locuaz y se encaprichaba en tomarse fotos con los ricos y famosos; los importunaba de formas divertidas y con una descarga de sexualidad bastante directa, tanto a hombres, como a mujeres, lo que, sin que fuera su intención, volteaba los ojos sobre ella y en escasos meses, se convirtió en la reina de las páginas sociales; aparecía en todos esos programas insustanciales, de televisión, que dan los buenos días y se la peleaban las revistas de farándula por entrevistarla y llenarla de las preguntas panditas que los lectores esperan con ansiedad. Color preferido: azul estanque, signo: sagitario, actor: Darío Grandinetti, actriz: Carmen Maura, película: Jazmín Azul, sabor: almendras, olor: ají, afrodisiaco: la lluvia, posición sexual: el perrito, 17
zona erógena: el cuello, restaurante: Alcatraz, peluquero: Jairo Montes, trago: guaro con limón, novio: el de turno, álbum musical: Lo suave de Fito Páez, cantante: Ely Guerra, compositor: Rubén Blades, vicio: la siesta, droga: la aspirina, chiste corto: una burbuja le dice a la otra “cuidado con el cactussssssss” y la otra responde “cuál cactussssssss”, etcétera, etcétera, etcétera. Lamia Golosa se volvió famosa y su cuerpito, que nunca dejó de ser el de una niña recién desarrollada, sus teticas puntudas y su culito como de algodón perlado, le ayudaron mucho; el problema es que había logrado un cierto estatus, pero no el poder adquisitivo necesario para mantenerse ahí. Su arte, aunque apreciado, no era de fácil comercialización, pues las cajas llenas de cosas no van, mucho, con las decoraciones psico-rígidas de las casas de familia y lo que consideraba “cuadros” tampoco, pues eran brillantes y rechinantes, como los cascos de los motociclistas. En una recepción, de esas, llena de pasabocas y bostezos conoció a un publicista que se le acercó para decirle que su agencia la estaba buscando para ser la cara, la boca y la lengua, de la nueva campaña de Colombinas Rin Tin Tin; pensó que se trataba de un recurso más para llevarla a la cama, pero, resultó que se trataba de las dos cosas. Se convirtió en la chica Rin Tin Tin y una vez le pagaron la astronómica suma que le prometieron, después de un par de noches de ron, mota y preservativos con sabor a colombina, con el fotógrafo y el director de los comerciales de televisión –al tiempo– se sintió que había subido al cielo y que la nubes serían, desde ese momento, su refugio. Se compró una casa en Guatavita, frente a la laguna de Tominé y se encerró un par de meses, en su nuevo taller, donde la mansa luz de la tarde se quedaba rondando hasta la medianoche, creando una obra que tenía comprometida con la Galería Núñez Casabianca, desde hacía más de un año. Cuando volvió a Bogotá, desde las curvas, bajando después de Patios, por la vía a la Calera, el estómago se le empezó a constreñir; su imagen estaba en todas las vallas, en todos los avisos laterales de los buses, en todos los carteles pegados a las paredes y en todos los respaldos luminosos de los paraderos, que vio. Eso no le pareció tan atractivo; tal despliegue de su humanidad, en tantos sabores, pintas y gestualidades sugestivas, peleaba con sus convicciones: había pasado de ser una artista poco convencional –que estaba, como escribió la famosa crítica de arte Wanda Lequerica “varios pasos más allá de la sobremodernidad” – para convertirse, ahora, en lo que más repudiaba: una mujer objeto. “¡Una mujer deseada y famosa! ¿Qué más quieres?” exclamó el publicista que la 18
contrató y ella, rabiosa, le contestó: “No. Ustedes me convirtieron en una mujer colombina; una mujer para llevar entre el bolsillo, para quitarle fácil la envoltura, para meterse entre la boca, para chupar, para saborear y para desechar, entre una caneca, después de terminarla”. Entre sollozos, colgó el teléfono y se dio cuenta de que nunca pensó en volverse presa de sus propias contradicciones. Lo único cierto es que no había nada que hacer, su cuerpo estaba, ya, en las papilas gustativas de grandes y chicos, en el imaginario de hombres y mujeres ansiosos por su ración de azúcar, por su inyección diaria de glucosa, directo a las venas, al cerebro, a los hornos internos donde se lleva a cabo la combustión energética. Ni siquiera, podía caminar tranquila por Guatavita, sin que la gente se codeara, la siguiera con la mirada y la señalara con el dedo. Los hombres se ponían confianzudos y serviles como si sus paladares fueran a recibir algún tipo de retribución, en la forma –supongo– de una caricia fantasiosa de piña, mora o frambuesa; algunos actuaban como si pudieran ponerle la lengua encima, como si pudieran chupetearla con sólo hablarle o ayudarle a llevar las bolsas del mercado. Engendraba, en su centro, una dicotomía imposible de equilibrar: la artista conceptual introspecta, por un lado y la representante culipronta de la sociedad de consumo, por el otro. Tenía que enfrentar otro problema, que como figura conocida no podía comprar su motica con tanta libertad y menos fumarla en cualquier parte; se levantó un jíbaro que no era intermediario: tenía su propio cultivo por los lados de Guasca y vendía su maracachafa en la región, se movilizaba en un viejo Land Rover de color ocre y se preciaba de ser amigo de sus clientes, por lo que generalmente cada entrega se convertía, como mínimo, en una invitación a tomar café. Se acostó con él, a las pocas semanas de conocerlo; pero con Gabo –ese era su nombre– las cosas fueron distintas, porque se trataba de una persona inteligente y conocedora de las sutilezas humanas, cercano a los sesenta años y con unas canas acordes con el tono intelectual de sus palabras. Se compenetraron en un plano artístico –él era fotógrafo, poeta y había sido publicista– y lo que nació entre ellos fue de una vibrante intensidad; los unía la marihuana, por supuesto, pero se reían juntos, de ellos mismos y de la superficialidad del entorno en que vivían y esa complicidad se convirtió en un nexo “kármico” como lo definía ella en los momentos trascendentales. La relación fue bastante corta, pues Gabo tenía problemas con la ley y decidió esconderse en la Sierra Nevada de Santa Marta; pero toca mencionarla porque fue él quien ideó la secuencia de acontecimientos que le devolverían a Lamia Golosa el equilibrio y la convertirían en algo, no sólo soportable, sino idóneo al contexto general de su vida: ¡Un objeto de arte! 19
Sucedió en Bogotá un evento sin precedentes, Corferias organizó la Primera Feria Internacional de las Iglesias y las Religiones; como si se tratara de una muestra comercial cualquiera, en busca de feligreses y de la promoción de la palabra de cada uno de sus dioses tutelares, nuestra ciudad se llenó de representantes de las principales santidades del mundo y de predicadores de todo tipo de fes y creencias. La experiencia fue calificada de “magnánima” y dado el espíritu liberal y de tolerancia de los bogotanos se recibió, con los brazos abiertos, a toda clase de sacerdotes cristianos, católicos, ortodoxos, coptos, protestantes, mormones, islámicos, hindúes, budistas y de ahí para abajo, desde testigos de Jehová hasta maradonianos, profesos de la Iglesia Maradoniana de Fútbol y pastafarianos, seguidores del Flying Spaguetti Monster. Entre toda esta parafernalia se instaló un pabellón de iconografía religiosa y fue, ahí, donde Lamia Golosa fue a parar con su nueva exposición, apta para iconoclastas y sin otra intención que la de atraer a los medios de comunicación. La muestra se colgó con ciertos reatos, por parte de los organizadores, pero el reglamento era muy claro: “Se permiten las representaciones, de carácter religioso o secular, que deriven de la iconografía mística de cualquier iglesia y/o religión” por eso, como, en su momento, alegó Gabo: “La reinterpretación artística del Divino Niño era, supremamente válida”. Sobre tablas cuadradas de madera, de 2,5 mts. por 2,5 mts., con incrustaciones y formas doradas como de brocado, al estilo de las custodias jesuitas y los sagrarios y retablos de los templos sevillanos, estaba ella: Lamia Golosa desnuda, con una mantilla rosada tapándole las partes pudentas y una cintilla azul alrededor de la cintura. En algunas fotos aparecía con corona y en otras, con un togado vidrioso y multicolor; la piel de su cuerpo y su cara, con un mínimo de maquillaje, daban ese aire de santidad propio de los tonos marmóreos y sus ojos, con la mirada pía, dirigida al cénit, evocaban los ángeles del paraíso. Aunque a muchos espectadores, entre fieles y críticos, les pareció excesivo, la exposición fue acompañada de calcomanías que se repartieron de forma gratuita y que –incluso hoy– se ven en las cajas registradoras de las tiendas, en las ventanillas de los teatros, en los carros, en los buses y en los espejos de los baños; se reprodujeron afiches y free cards que se han vuelto piezas de colección y desde esos días –después de la avalancha prevista de entrevistas, noticias y reportajes– a Lamia Golosa se le conoce y es lo que ha permitido llegar con su arte más allá de nuestras fronteras, como: ¡La Divina Niña!
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Paola Catalina
No le interesaba nada, distinto al cine. Tenía una colección envidiable de películas clásicas y de culto, un poco descuidada, últimamente, porque la piratería y la facilidad para descargar y ver filmes completos por internet, había mermado la venta de dvds originales en Bogotá; se conseguían en muy pocos lugares y sólo los títulos más comerciales o existía la alternativa de pedirlos por Amazon, encargar, inclusive, algunas rarezas y llegaban, por correo postal, sin un rasguño pero resultaban costosos. Sin embargo, recostarse en cualquier sofá, procurar una conexión inalámbrica fiable y escoger pagada o sin pagar, cualquier película, de un vasto rango de posibilidades, era una experiencia imbatible. Antes, cuando estaba en el colegio, pasaba los recreos en la biblioteca, con su laptop y sus audífonos, viendo las producciones de sus directores favoritos y que la mayoría de sus compañeras desconocían: Figgis, Emmerich, CostaGavras, Kusturica, Capra, Jarmusch, Polanski, Truffaut y Godard, entre otros. En la Universidad, no se podía dar ese lujo porque el estudio del derecho era dispendioso y no le daba, casi, tiempo libre para dedicarle a su pasatiempo favorito, salvo, a veces, los sábados o los domingos. A Paola Catalina le hubiera gustado estudiar cine, en Nueva York o Londres, pero se comprometió con su padre a graduarse de una carrera profesional que no significara para él, ni para las personas de su sexagenaria generación: un hobby. Hubiera podido dar la pelea, con grandes posibilidades de ganarla pero consideró que no le costaba ningún trabajo darle gusto al viejo, al fin y al cabo no se trataba de un sacrificio imposible y su cartón de abogada sería su pasaje fuera de Colombia, sin restricciones económicas y podría vivir en Hollywood y perseguir a Johnny Depp, si tal era su voluntad. Se definió, a los quince años, como una adolescente traumatizada porque descubrió 21
que sus compañeras del Colegio Femenino, del cual se graduó, le decían, a sus espaldas, la India Catalina. Está bien que era una flaca, con facciones perfiladas y de un color acaramelado de piel, sin ser morena; lo que estaba muy bien, teniendo en cuenta que sus padres eran morochitos y con cara de un estrato menor al que vivían. Así pensaba, con una franqueza interna brutal que no contradecía, para nada, la realidad; sus padres eran de pueblos vecinos, él tauramenero y ella aguazuleña nacieron en Boyacá pero a la postre se convirtieron en orgullosos habitantes de la Intendencia del Casanare, por un acto legislativo y del Departamento del Casanare, desde la Constitución Colombiana de 1991 que ratificó los cambios más relevantes de la división política de nuestro país. Y por “orgullosos” me refiero a que, ninguno de los dos, compartió nunca la forma de ser reposada, casi indolente, de los boyacenses; al contrario, se sentían casi llaneros y llenos de ambiciones, con la energía del sol a las espaldas y el relinchar del horizonte en el ánimo. Viajaron a Bogotá, como muchos que huyeron del boleteo y el establecimiento de la guerrilla en los pueblos y su infiltración en el sistema político de los municipios, con el suficiente capital para poner un asadero de pollos que, veinte años después, tenía sucursales en todas las capitales del país y distribución de huevos, presas seleccionadas y menudencia a Ecuador, Venezuela, Panamá, Perú y la ribera amazónica del Brasil. Su riqueza –como siempre sucede– los volvió más cultos y también –como siempre sucede– más defensivos y desconfiados pues, en Bogotá, a todos los que “tenían la plata pero no la facha” como se decía, con injusticia, se les tachó de narcotraficantes y esa negación, a ultranza, de la honestidad, hizo que familias con insuperables valores, aceptaran a la sociedad capitalina “tan rancia que huele a queso Camembert” con recelo y cierta aflicción. Paola Catalina sentía en carne propia los efectos de la hipocresía engendrada por tal situación social pero, afortunadamente, en su época universitaria fue más desprendida de los efectos externos de su existencia y se dedicó al cultivo del alma, guiada por su novio: un hombre apuesto, de buena familia, pero sin dinero –como había muchos en la Facultad de Derecho de la Universidad Javeriana, donde estudió– y del cual se enamoró con una atracción absurda e incomprensible, comparable sólo con las fuerzas gravitacionales o las de la aceleración de partículas subatómicas. A sus padres, sobre todo, les pareció extraño que una niña tan independiente, tan dueña de sus opiniones y de sus metas, signara su destino a una relación en la que ella asumió una posición subalterna, trastornada –como estaba– al amparo de un hombre que consideró, desde los primeros besos, superior en apellidos, presencia y estatus; esto último, por supuesto, fue a un nivel inconsciente y no tuvo nada de extraño que 22
durante tres años de noviazgo, Paola Catalina –por influencia de él– hiciera lo que antes no hacía: estrechara sus amistades con las amigas del Colegio, fuera a cuanto almuerzo, barbecue, shower, retiro espiritual o comida la invitaran; acudiera al club, con regularidad y tomara clases de golf y de culinaria; dejara los bluyines y camisetas, que usara a diario y los cambiara por ropa de los almacenes del Centro Comercial Eleventh Avenue; se hiciera un par de cirugías estéticas imperceptibles para abultar, un poco, sus senos y achicarse el ombligo porque lo sentía muy ancho, desde que su novio le dijera “no me gusta, se parece a una amígdala”; y olvidara, por completo, sus soñados viajes, sus postgrados y desafortunadamente el cine: lo único que la distanciaba del “caldo tibio e insípido” de quienes emulan con la oligarquía y le daba a su visión de futuro, un aire liberador e independiente inspirado por películas como: El Club de la Buena Estrella, Tacones lejanos, Té con Mussolini, La sonrisa de Monalisa, Los fabulosos hermanos Baker o Bajo el sol de Toscana. En el seno de su familia nunca le dijeron nada, nunca la previnieron de nada, ni le señalaron el cambio abrupto de su personalidad, pues creían, con firmeza, en el poder de la equivocación: “el éxito es producto de los errores y no de los aciertos”, “El que sube como palma, cae como coco”, “Errar afina la puntería, acertar afina el ego” eran algunas de las frases preferidas de su padre y como tal, actuaba en relación con sus hijos, dejándolos libres para correr al borde del acantilado y alejándolos de la zona de confort acomodaticia y controladora de las conveniencias sociales; por eso, cuando Paola Catalina anunció su matrimonio, recibió la noticia con bombos y platillos, convencido de que, con ese acto, su hija iniciaba una caída libre que la dejaría maltrecha y lista para reinventarse como un ser humano único e irrepetible y así se lo manifestó, al tiempo con un abrazo pletórico de amor y buenas intenciones: “hija estás en camino a convertirte en una mujer única e irrepetible” se quedó mirándola, a los ojos, la besó en la frente y exclamó: “¡de eso es que se trata la vida!” Durante los días venideros, las cosas se hicieron como los protocolos sociales mandan y su padre tuvo buen cuidado de que así fuera: se mandaron quinientas invitaciones y trescientas participaciones, en papel de lino francés, con letras doradas y nombres escritos a mano por escribanos del monasterio de los hermanos de la Orden de Bonifacio de Pontevedra; se compró el vestido de novia en Milán, diseñado por Lucinda Bellacera y encajes añadidos de las mismas hilanderías donde tejieron las bragas para la luna de miel de Lady Di; se contrataron los servicio de Raymond Pérez-Siachoque, organizador de bodas de las hijas de los expresidentes, miembros del parlamento y la 23
corte constitucional y se reservó el Salón Alcurnia del Club del Campo, con ampliación de marquesinas hasta la piscina, como se hizo para el matrimonio de Marisa Coronado y Argote, hija del hacendado Clodomiro Coronado y Argote, descendiente del oidor Plutarco Elías de Vasconcelos Coronado y Argote, amigo y confidente del Virrey Amar y Borbón y a quien le fueron concedidas, por Cédula Real todas las encomiendas de tabaco desde el cerro de Las Nieves hasta la mar descubierta por Vasco Núñez de Balboa, ilustrísimo gobernador de Santa María la Antigua del Darién y Veragua. Mientras tanto, su novio le anunció a su madre –su padre había muerto de una diabetes prematura– “me caso con la que toca Mamá y le voy a dar muchos nietos” se apegó, a pie juntillas, a la tradición de que el padre de la novia paga por los gastos del matrimonio y todos, en su familia, se hicieron los de la vista gorda hasta con los regalos; inclusive –y esto no lo supo Paola Catalina sino muchos años después– le pasaron a su futuro suegro político la cuenta del alquiler del smoking, del Cadillac Fleetwood El Dorado modelo 64 y del Bentley S3 Continental modelo 63, con que llegaron a la ceremonia. Mal pretendiente, porque ni siquiera se tomó el trabajo de pedir la mano de su novia; después de salir de un burdel, borracho, le llevó, a la puerta de su casa, unos mariachis que cantaron dos canciones, puso un pie sobre una maceta, sacó un anillo del bolsillo de su camisa, se lo puso en el dedo, declaró unas cuantas incoherencias y le pidió que se casaran; ella estaba tan emocionada, tan obnubilada por el poder unificador del amor que al vidrio, montado sobre un aro cobrizo y opaco, lo vio como el diamante más hermoso del mundo; corrió por toda la casa como una desaforada y su alegría fue tan inmensa y desatada que, su novio, no sintió la necesidad de darle la explicación, tantas veces planeada, los días anteriores y que versaba, más o menos, así: “Este anillo es una réplica del verdadero, porque la joyería se demoró en traer el diamante de Amberes y mi corazón no podía esperar más tiempo sin expresar las ganas que tengo de pasar el futuro contigo”. Se metió al minibús de los serenateros y amaneció, al otro día, todo golpeado porque, además de no pagarles, los insultó y les dijo que eran unos mexicanos criollos, de a peso, putos de la Avenida Caracas e hijos de su rechingada madre y del cabrón cara de pinga que los parió. Después de esa noche nublosa le dijo a Paola Catalina, en un tono rotundo, como si fuera el pregón de un emperador, que le otorgaba el derecho a llevar sus apellidos –los que llevaría de casada y de por vida– como si esa fuera, realmente: su dote, el aporte sin el cual la unión, de ambas familias, perdía cualquier lustre. Las veces que le reiteraron, en el club, que, él, era apenas un invitado, se puso tan violento que los meseros y celadores le pasaban los permisos de entrada y los recibos de consumo, en privado, a Paola Catalina o a su padre, con alguna 24
excusa pueril y sin entrar en detalles para no mortificarlos. Está bien que el amor pasma, pero Paola Catalina dejó pasar todas las señales claras de que su novio no la quería y la utilizaba, como un peldaño o varios, en pos de su ambición de fortuna. Desestimó los comentarios de su mejor amiga, Manuela Cajiao, que no desaprovechaba oportunidad alguna para señalar que su futuro marido era un perro. “Cata, te están enredando” le decía y le repetía lo que escuchaba de boca de sus amigos quienes se distinguían, todos, por hablar más de lo debido, por contar sus hazañas de seducción con las empleadas del servicio, con niñas de colegios del sur e inclusive, con prostitutas y mujeres “soft” –como las llamaban– que se entregaban por una noche de casino o unos gramos de cocaína; proezas todas en las que el ahora “fiancé” de Cata –cuyo nombre era Liborio Cuesta Portocarrero– participaba, a veces como protagonista, a veces como actor secundario pero, siempre, al amparo de sus amigos ricos, con presupuesto y con carro para recorrer, incesantes, la ciudad, buscando los regocijos poco veniales del cuerpo: aquellos que, paradójicamente, las mujeres creen que se merman hasta su extinción cuando los hombres están enamorados. Así fue como Paola Catalina asumió que, dada su corta experiencia y su perplejidad ante el sentimiento que la levantaba del piso, las parrandas del trago y la lascivia eran inherentes a la masculinidad, pero, que, por fortuna, Liborio tenía bajo control porque era un hombre de recia voluntad. Tenía convencida, a su más cercana parentela –la real y la política– y a sus amigos, de ser un hombre disciplinado y curtido en las artes del autoconocimiento y la cultura física. Corría por las mañanas, con sus sudaderas compradas en Sanandresito, aunque lo que hacía era dormir en los parque; se inscribía en seminarios de Domine su Actitud Mental, Programación Neurolingüística y Coaching Onto-religioso-psico-empresarial, aunque no fuera sino para enmarcar los certificados de los cursos; y se tomaba fotos, que colgaba en Facebook, con reconocidos líderes de la Escuela del Pensamiento Tenaz, como: Belarmino Vergalarga y Gerardo Mascagón. Fue así, entonces, como una ciega que se casa con su lazarillo, que se llegó el día del matrimonio. Las nubes amanecieron negras, los pájaros describieron extrañas elipsis en el cielo y los semáforos se detuvieron, intermitentes, en el color amarillo; sin oráculos que consultar, Paola Catalina se levantó con cierta desazón que le pareció curiosa, para ser el día más feliz de su vida y corrió a refugiarse entre los brazos de su padre, quien le dijo: “Tienes hasta el último minuto para arrepentirte” se quedó mirándola y le repitió, lo de todos los días, desde su nacimiento: “Hoy estás muy linda y 25
muy hermosa y muy bonita”; se abrazaron y no dijeron nada más. A las cuatro de la tarde, caminaban, ambos, hacia el altar, de gancho, con paso lento, mirando al frente, pero reconociendo de reojo a los amigos y a los invitados que se habían tomado la molestia de emperifollarse para la ocasión; de comprar vestidos costosos, de sacar sus joyas de la caja fuerte, de hacer los complicados nudos de los corbatines. En una esquina de la Iglesia del Cristo Bendito de Jerusalén, la mirada de halcón de Raymond Pérez-Siachoque supervisaba, walkie talkie en mano, el evento como si se tratara de una cumbre de naciones; tres y cuatro y cinco pasos delante de ellos, los niños pequeños regaban la alfombra de pétalos de coloridas rosas y más adelante, las damas de honor, entaconadas e incómodas, soltaban al aire los brillos de su alegría: la felicidad de que, otra de ellas, hubiera logrado llegar al púlpito y ante dios –instancia magna y celestial– comprometerse, por secula seculorum, a mantener la caña del amor en pareja y el sofisma de que la continua producción de familias, con pecunio y tradición, sigue siendo el pegamento de una sociedad bien avenida. Paola Catalina se veía radiante pero, muy a su pesar, no se sentía igual; miró los óleos, esculturas y frisos evocadores de la cristiandad que la rodeaban y sólo vio una historia de hombres castos y en un abrir y cerrar de ojos, descubrió el engaño: la excusa detrás de la carne y la conformidad de la manada ante los sacramentos y otras incógnitas de la manipulación sagrada. Repasó en su mente, dubitativa ante cada paso que la acercaba a Liborio, los indicios de su propia película, su papel protagónico ensombrecido por los ideales de su crianza y de su entorno, pero, a la deriva de los suyos propios y a la espera de una redención cinematográfica, como desenlace. Miró hacia atrás y no vio las sillas, de patas cruzadas, con los nombres del director y los actores al respaldo, ni el altavoz preparado para cortar la escena, ni el boom de los sonidistas, ni la claqueta indicando el número de repeticiones de la escena, ni los guiones reteñidos con esfero o resaltador, ni a los extras esperando una señal para tirar voladores y arroz a la salida de la iglesia; sólo vio una realidad inexorable, una cabeza –la de ella– rodando por el piso como la del decapitado, en Apocalipto, que rueda desde la pila del sacrificio, por cien metros de escaleras empinadas, de piedra, hasta la base de la pirámide; o en La Profecía, el camión que retrocede, en una bajada y deja la cabeza del protagonista, dando vueltas en el aire; o el guerrero de la película 300, cuyo cuerpo, del cuello para abajo, cae con lentitud en la mitad de la batalla; o la cara cercenada, por la mitad, de un hombre vampiro y que se escurre, con todo y cráneo, hasta caer al piso, en Inframundo; o el tajo certero que deja una cabeza, encima de una mesa de juntas, entre delincuentessocios-enemigos, botando sangre, como una regadera, en Kill Bill, volumen 2. 26
También tuvo, Paola Catalina, una premonición de lo que sería su futuro con un hombre que, a duras penas, estaba representando un papel para asegurar su futuro. La mayoría de los asesinatos del cine suceden, por plata, entre personas que supuestamente se aman y eso no le importó; pensó que morir por falta de amor era, de alguna manera, justificable. Pero, se acordó de Woody Allen y sus personajes femeninos, sus mujeres insatisfechas ante la dubitación eterna de los hombres y su inconformidad con los idilios signados por las instancias patriarcales, desde que Eva obedeciera a dios y a la serpiente. Era la protagonista principal de su vida y estaba en todo su derecho de ser la verdadera determinadora de su destino; se negó a dejarse acorralar por creencias que no eran las suyas y poco a poco, fue retrocediendo; sintió una lluvia súbita pegar contra los cristales y se quitó los zapatos –a esas alturas, era evidente su arrepentimiento– los invitados empezaron a sentirse incómodos, ofendidos por una reacción tan poco convencional, por la negación a las reglas establecidas, por la inutilidad de haberse vestido de gala para recibir una bofetada: dejar a un prometido con la boca abierta y el puño cerrado no era realmente el problema, la renuncia al designio divino era imperdonable. De vuelta al atrio, su impulso, era, ya, el de una carrera de cien metros y más adelante, a campo traviesa, se vio una mancha blanca achicarse, hasta desaparecer. Algunos testigos, declararon que la novia lloraba, cuando, en realidad, sonreía a cántaros.
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Brenda Sofía
A los veinticuatro años, Brenda Sofía, había logrado, por fin, tener una vida sexual activa; sin compromisos, con el objetivo claro de buscar las meras satisfacciones de la piel y evitar –en lo posible– el enamoramiento. Sobre esa actividad, repartida durante las horas nocturnas y los fines de semana, giraban la generalidad de las conversaciones con sus amigas del trabajo, del colegio, la universidad y algunas conocidas de los bares de música electrónica que frecuentaba. A sus compañeros de cama, se refería como “los innombrables” y los distinguía por nimiedades circunstanciales como “el de los miércoles”, “el moreno”, “el inversionista bancario”, “el lengua de trapo” o “el alérgico al perfume”; evidentemente, se tomaba muy en serio, la necesidad de mantener una distancia con ellos. Su estrategia era tan sencilla, como que quería probar una variedad apreciable de hombres, antes de volver a tener novio, vivir con alguien o estrechar lazos emocionales. Su trabajo se prestaba para los idilios pasajeros; era ejecutiva de cuentas de una agencia de publicidad que tenía la prioridad del manejo de las relaciones públicas como parte del servicio a sus clientes. Brenda Sofía gozaba, por lo tanto, de cierta holgura para organizar almuerzos y pequeñas reuniones, de oficina, con trago y pasabocas, sin tener que pedir autorización a sus jefes inmediatos. Mientras la facturación de sus contactos directos se mantuviera y ascendiera, cada mes, nadie le preguntaría sobre sus gastos y ella lo sabía. Con todo y eso, era medida y su contabilidad era tomada como ejemplo de buen juicio y austeridad en la compañía. Estaba empezando a ganar atractivas bonificaciones anuales y eso era motivo de orgullo personal, que no compartía con nadie, pues le parecía que exteriorizar el éxito se prestaba, más, para 29
suscitar envidias que alegrías. Le bastó una tarde de gimnasio para hacer una reflexión que la cambiaría. Se encontró con su amiga Poleta y se disgustó porque le estaba coqueteando, de frente, a un tipo en el que ambas tenían interés. Lo hacía con descaro, con procacidad y así se lo dijo, en los vestidores, saliendo de la ducha: “Poleta guarda algo de compostura, que estás chorreando la baba; pareces como ¡una yegua desbocada!” a lo que su amiga respondió, divertida, sin el menor asomo de rabia o rencor: “Por lo menos, no ando como tú, amiguis ¡con el freno de mano puesto todo el tiempo!” A Brenda Sofía no se le quitó el enfado, sino hasta por la noche y mirándose en el espejo del baño, sus pezones como marrasquinos y su chochita como mermelada de pomarrosa, recapacitó y reconoció –a puerta cerrada y con seguro– que, ella, era algo recatada y que sus conquistas se debían más a sus atributos físicos que a sus arrebatos. Era cierto. Para no ir más lejos, la masturbación, entre las cuatro paredes de su cuarto, era tímida, como si la estuvieran mirando y le estuvieran midiendo los gritos, pues se ponía una almohada en la cara y soltaba un chillido inaudible a más de un par de metros a la redonda. Trataba a su clítoris como un producto perecedero, como si el demasiado uso lo pudiera estropear o poner fuera de servicio. Con sus amantes, le tocaba muchas veces fingir los orgasmos porque ante la imposibilidad de pedir los roces necesarios para su satisfacción, terminaba recibiendo humedades que no la llenaban por completo. Pensó que lo suyo era falta de desparpajo y en los encuentros venideros se preocupó por abrir más las piernas, por exponer más sus frutos, por ofrecerlos con menos celo y más alevosía. Funcionó, por un rato; pero hacía falta algo más simbólico, algo más decidido. Cuando se volvió a encontrar con Poleta, en la piscina, se la quedó mirando; no tenía rasgos especialmente atractivos pero su personalidad era abierta y risueña, de esas que se ven cómodas consigo mismas y que se alegran, con autenticidad, de compartir contigo así sea, sólo, un intercambio de palabras. Le gustaba subir al trampolín más alto y mostrar su cuerpo, acomodarse el vestido de baño entre sus muslos gruesos, sin pena, como parte de su rutina para hacerse notar. Cada mirada furtiva a los hombres que gravitaban a su alrededor quería decir “me gusta tu cercanía” y sus múltiples sonrisas corroboraban ese gesto. Se encontraron, frente a los lockers, se dieron unas disculpas, sin importancia, por la desavenencia anterior y quedaron de verse, esa noche, en Plaza Roja; ambas tenían boletas para ver a Nicolas Jaar, uno de sus djs 30
favoritos. Tomaron una mesa juntas y al rato estaban rodeadas de varios admiradores. Los sábados por la noche, eran de desafuero pero, ambas, tomaban alcohol con traguitos cortos, rechazaban cualquier tipo de droga que les pudieran ofrecer y se alejaban de quienes estaban borrachos o en algún trance extraño. Con todo y que la jauría masculina asediaba, como cerrando un cerco, Poleta le pidió a Brenda Sofía que bailaran juntas y ella aceptó; si estaba dispuesta a ser menos recatada debía tomar, ese tipo de situaciones, de forma más relajada y sin pensar más allá del simple goce de los sentidos. Eso hizo; subieron a la pista de baile y ebrias de música acercaron sus cuerpos: el ritmo se convirtió en transpiración y sus respiraciones al unísonas las mantuvieron en un mismo eje, en un mismo campo de fuerza, marcado por el tum tum tum de los bajos y las repeticiones melódicas que, incesantes, te hacen sentir como si fragmentos, de tu ser, quedaran esparcidos en un orden –no convencional– en el espacio; en un orden que ambas originaron y que multiplicaron a su alrededor. Ese retumbar, sincronizado con el de Poleta, permaneció en su cabeza, durante el resto de la noche, cuando se fue a dormir y sus sueños conservaron la cadencia exacerbada que su cuerpo traía. Se levantó al mediodía, el domingo, con ganas de tener sexo e invitó “al jinete galopero” y le ofreció sushi –que pidió a domicilio– y lo colmó con su cuerpo desnudo, sobre la mesa del comedor y sus besos con el sabor del wasabi y se sintió desinhibida y libre de sentir y pedir placer a los gritos, sin barreras, con vaivenes orgásmicos que sintió hasta la garganta. Cerró los ojos y pensó en Poleta, en su incandescencia, en su cintura babilónica y en su tatuaje que, como un sistema solar, asomaba de su cinturón plateado, dando fe de los maretajes de su piel, de la vibración de sus poros y del paroxismo de su flujo sanguíneo. La siguiente semana, notó que estaba pisando más fuerte al caminar y que estaba adelantando las caderas más que de costumbre; circunstancias imperceptibles para los demás pero que se alegró de constatar, al igual que un tono de voz más desenvuelto, como salido de las entrañas. Brenda Sofía era de lograr sus propósitos y seguiría trabajando en quitar “el freno de mano” al que, no sin razón, se refirió Poleta. Pensó en su amiga, bastante, durante esos días; al fin y al cabo, el baile que protagonizaron, juntas –acompañadas de Jaar, en vivo– podía ser tomado como una insinuación sexual y ese era un cabo que no se podía dejar suelto. La posibilidad de abrir la puerta a tener relaciones lesbianas estuvo latente, durante la semana, pero al 31
llegar el jueves, la descartó; no era lo suyo y no porque le hubiera importado cambiar su estado, en las redes sociales a: “bisexual” sino porque su piel recordaba, con ansiedad, el tatuaje de Poleta y no las sensaciones epidérmicas que, en su caso –estaba claro– eran requeridas de los hombres, de su fuerza-músculo-penetración y del pelo en su pecho y de sus movimientos axilares y reptiles: hacia adentro, como fundando una ciudad en cada arremetida. Un tatuaje era la solución a su problema; una textualidad indeleble en el cuerpo como expresión de su nuevo desenfado. Pensó, primero, en un par de alas, en la espalda, en la base de la columna vertebral, pero era la figura usual escogida por las adolescentes y lo suyo debía tener un mínimo grado de madurez, pues, aunque le costara reconocerlo, ya no era ninguna jovencita. Le gustaba la idea, de que fuera en el cuello, como una invitación a besárselo y eso la excitaba mucho: una antorcha o el símbolo japonés del impulso o la vitalidad. No descartó, tampoco, el ombligo, con un sol alrededor o un horizonte marino con un tridente; “demasiado mitológico, tal vez” pensó y elucubrando, al respecto, de tarde en tarde y con la asesoría despreocupada y experimentada de algunas amigas decidió que, en definitiva, el tatuaje debía ser sobre la línea del bikini: una cometa naranja y azul o una medialuna ¿por qué no? Con esas ideas, en mente, fue a la Ink Boutique de la Calle 82 pero quedó confundida, en extremo; las opciones eran inagotables: mil diseños de estrellas, de flores y de mariposas, corazones de todos los estilos y simbologías de todas las religiones y tendencias conceptuales de la historia y de la actualidad. Cruces ortodoxas, candelabros bizantinos, ruecas escandinavas, dioses egipcios, inscripciones arameas e imágenes más presentes y comprometedoras: diseños contemporáneos de penes, de cinturones de castidad, de cerraduras, de aldabas; vaginas tipo Manga o punto cadeneta, clítoris intergalácticos para “verdaderas heroínas” así dijo la señora que la atendió: una cuarentona de cuyo escote asomaba una lustrosa gárgola enredada entre dos lenguas. “Tengo un castillo medieval, con molino y arroyuelo, en las nalgas, si lo quieres ver” le dijo, también y –acto seguido– la empleada se lanzó a hacer un análisis psicológico de la clienta para ver, por dónde, la podía orientar. “¿Estás satisfecha sexualmente?” fue lo primero que le preguntó y Brenda Sofía salió corriendo, con el celular en la oreja –por instinto se hacía la que recibía una llamada, cuando se sentía insegura– y vociferando órdenes inventadas, como si le tocara apagar un incendio. “Ponte una cocacola” le sugirió su peluquero y la maquilladora le mostró una especie de 32
Medusa, de charcutería, que se había tatuado debajo del brazo, “voy a mandarle reteñir el color” comentó como si ese esfuerzo fuera, como por ensalmo, a salvar la estética del evidente adefesio. Mientras le secaban el pelo, leyó, en una revista –arrugada, de tanto uso– el testimonio de una de sus modelos preferidas, bisexual y frentera, que mostraba, en las fotos, orgullosa, un alambre de púas alrededor del brazo y esa lectura de “cuidado soy peligrosa” bien complementaba la personalidad de la diva. El de ella debía expresar algo así como: “¡Disfrútame hasta la última gota!” pero cuyo símbolo no implicara un desafío sino una entrega cuya lectura fuera: “soy una mujer dócil, pero con autonomía”. Escogió, entonces, el símbolo del astrolabio, el que representa una rosa de los vientos, con los cuatro puntos cardinales y que sirve a los navegantes para orientarse; quería que les indicara, a sus compañeros de cama, la libertad de dirigir el rumbo: el permiso tácito de desplegar sus velas, tomar sus timones y llevarla hasta la Isla del Tesoro. “Escogí, para que lo sepas, un diseño de muy buen gusto” le dijo a Poleta cuando se la encontró, de nuevo, mostrando sus oleajes, en la piscina del gimnasio. Se trataba de un tatuaje pequeño, por eso, le tomaría una sola sesión para salir de eso; hizo la cita para un sábado por la mañana, llegó temprano, descansada, con ropa ligera, sin calzones, ni tanguitas y el bajo vientre bien afeitado: esas fueron las instrucciones. El artista-diseñador-tatuador que la atendió, a quien había conocido la semana anterior, cuando le mostró su portafolio de diseños y le explicó el procedimiento, le bajó el pantalón de la sudadera, lo suficiente para despejar el área de trabajo, sin incomodarla. Con la línea del bikini iluminada, con una luz focalizada, como la de las dentisterías, Brenda Sofía se relajó durante el calco –la parte inicial– y cuando sintió las agujas y el sonido de abeja entrometida, que éstas producen, hizo lo posible por pensar en otra cosa, por despegar ese pedazo de cuerpo de su sistema nervioso y al cabo de un rato entró en un sopor soñoliento que la mantuvo tranquila, la mayor parte del tiempo. No era un dolor excesivo y al ser repetitivo y continuado logró dormirse, con ayuda de la inútil conversación del especialista, claro, quien pregunta cualquier cosa con tal de mantener distraído al cliente o como para conocer, un poco mejor, a quienes le prestan la piel para afinar su arte. Pasaron tres o cuatro horas y uno está cansado; al final, cuando te ponen un espejo para mostrar el resultado del proceso, pues uno ve lo que quiere ver y se va para su casa, adolorido, a tomarse un par de aspirinas y lograr un sueño de verdad reparador, con una gasa y un esparadrapo tapando el dibujo. Le entregaron un manual, con los 33
“cuidados postquirúrgicos del tatuaje” así decía, lo que evitaba tomarse a la ligera el asunto de mantener hidratado –pero no grasoso– y sin impurezas el área afectada. Por la tarde llegó Poleta, con su manojo de sonrisas y un quesillo, que compartieron, traído del Espinal; le ayudó a limpiar el tatuaje, con agua oxigenada, porque que a ella le daban nervios y su amiga, se lavó las manos, levantó la gasa y quitó los remanentes de sangre con suavidad; aprovechó para quitarle los pantalones de la sudadera, porque estaban sucios de tinta y se le quedó mirando el sexo, por unos instantes, mientras Brenda Sofía se tapó con la cobija y le dio las gracias. Poleta le preparó una gelatina de uva, se la dejó en la nevera y se despidió con un comentario sarcástico: “Vas a sobrevivir, amiguis; de ésta no te mueres” se rio y antes de salir exclamó: “¡Me voy, cuídate, linda la piraña!” Al despertar, de nuevo –ese mismo sábado– había oscurecido. Brenda Sofía se sentó con las almohadas en la espalda, se tocó el bajo vientre y sintió que el dolor había disminuido; se levantó al baño y mientras orinaba se quedó pensando en las cosas raras de Poleta, pues dejarla desnuda, de la cintura para abajo, sin preguntar, sin una mínima anuencia de su parte, le pareció un poquito abusivo; además, se le quedó mirando el sexo, como a veces –recapacitó– lo hacía en el gimnasio, al salir de las duchas. Es cierto, que su amiga era costeña, samaria y las mujeres atlánticas son extrovertidas y juguetonas en cuanto a sus desnudeces, sumado a que se interesan, en los genitales ajenos, con el detalle y la curiosidad con que se fijan en un corte de pelo, en el color de la piel o en la carnosidad de los labios. Nada de qué preocuparse, cayó en la cuenta de nuevo; si Poleta fuera lesbiana, con ese modo de ser tan transparente y proactivo, se sabría o ya se lo hubiera manifestado –con seguridad– de tener interés en llevarla a la cama. Pensó, de todas maneras, que era bueno tener una amiga así para salir de las timideces propias de la gente paramuna, criada –como ella– a la sombra de la cordillera. Por eso le gustó su chiste de despedirse, gritando: “¡Linda la piraña!” como si el tatuaje no fuera un lindo astrolabio de visos dorados y aguamarina. Sin embargo, a los pocos minutos, se levantó; sintió el pulso acelerado, pues no recordaba haber visto el diseño, ni el tatuaje, en la mañana; vagamente, había visto un reflejo en un espejo, como en la peluquería, cuando terminan el peinado esperando una señal de aprobación que se da por descontada, que nadie niega porque nadie se fija en el resultado final; ni siquiera el peluquero, quien hace ademanes, siempre, de dar unos últimos e imperceptibles retoques. Así pues, Brenda Sofía atravesó su cuarto de dos zancadas, angustiada, para constatar, apenas abrió la puerta del baño, con un grito y 34
un golpe de nudillos contra el espejo, que lo que le tatuaron en la línea del bikini, en el sitio donde se divide la vida pública y privada de las mujeres, fue: ¡una piraña! En el momento que la vio, que levantó el pedacito de gasa y atestiguó la boca dentada y salida del pez, como aventándose en pos de una presa, dejó de importarle cómo había sucedido; lo hecho, hecho estaba y ese tipo de verdades son ineludibles dentro de su sistema racional de pensamiento, por lo que no valdría la pena volver a la escena del malentendido y pedir algún tipo de devolución o garantía. Era –pudo comprobar después, con más calma– una piraña roja, de bordes amarillos y magentas, con un cierto impulso, como saltando por fuera del agua con vigor y fiereza. Era una piraña superlativa, con ojos desbordados, socarrona, sin anzuelo y con tanta vitalidad que, de pronto, era esa hembra-pez-dentada la que se había tatuado una mujer a cuestas. “¡Ponle un nombre y así, congeniarás mejor con ella!” le dijo Poleta cuando supo que la piraña debió ser otra cosa menos temeraria y no le dio importancia, tal vez porque le daba igual que a su sexo o al de cualquier mujer, lo decorara un pescado, un pedernal, un logotipo comercial o unos colmillos de vampiro. Lo que para Brenda Sofía significaba el mayor revés de su vida, para sus interlocutoras y amigas se convirtió en una anécdota divertida y pasajera, que pasó de moda en cinco minutos. Perdió tanto el foco, con el asunto, que pidió vacaciones y se fue para los llanos orientales, tal vez con la esperanza fantasiosa que, de bañarse en un río, su tatuaje dejaría su cuerpo por aguas más cálidas y menos quejumbrosas. Cuando volvió fue donde una psicóloga que le dijo que el pez, es el símbolo de lo que subyace, de lo que sólo sale a la superficie, con un trabajo de honda introspección, pero que, una vez afuera, su liberación podía ser vivificante y reparadora. Le creyó, por supuesto que le creyó, pero cuando la doctora sugirió ponerla en un estado hipnótico para desentrañar realidades menos evidentes, se atortoló y no era para menos, pues no quería volverse a quedar dormida y levantarse con un tiburón que le llegara al ombligo. Se le vio mal durante muchos días, no lograba sacudirse de encima esa equivocación impuesta por el destino, que la llevó al punto de soñarse con una red que la atrapaba y la lanzaba, medio muerta, entre una bouillabaise hirviendo. Pasaba enfrente a las pescaderías del centro de Bogotá y Brenda Sofía se quedaba mirando a las mujeres y hombres de raza negra que cocinaban y que atendían a las mesas; ¿qué hubieran hecho ellos, por ejemplo, con un frailejón –u otro símbolo de tierra fría– pintado, debajo de los calzones” se preguntó y de ahí surgió, inadvertidamente, el hilo de pensamiento que le permitiría, por lo menos, entender ese resentimiento, contra ella misma, por 35
haber sido tan torpe, por haber soslayado el precario sistema administrativo que se maneja en una boutique de tatuajes, donde si te ponen un toro con cachos y banderillas, en vez de una guirnalda hawaiana pues: “Olé” y se acabó el problema. Vencido el término de su desvarío, volvió a la oficina y se conformó con pensar que “todo lo cura el tiempo” que la explicación racional o metafísica de lo sucedido se daría, tarde o temprano y sólo, cuando estuviera preparada para entenderla. Decidió, sin embargo, con Poleta, frecuentar las pescaderías, les gustaba una de nombre Turbacoa, en la que se sentaban los sábados, al mediodía, con salpicones de ron Tres Esquinas a ahuyentar la estridencia de los carros –entrecerrando los ojos– e imaginando embarcaderos en Providencia o Riohacha, como ejercicio para sentirse en otra parte; y fue durante una de esas tardes que conocieron a Oliverio: “El negro más hermoso del África, en América” así se lo dijeron y a él se le encendió el pecho, entre su guayabera color turpial y se le salieron los zapatos, como si tuvieran resortes, en el momento de sentarse y saber, a conciencia, que repartiría su cuerpo entre ambas mujeres, al tiempo, varias veces, hasta que consumieran del todo, la candente luz, que, por los circunloquios del devenir humano, casuales e indeterminados, encendió para ellas, durante las muchas veladas de tráfico oceánico. Los detalles no importan, salvo que Oliverio llamaba a la cama “mi isla” y en ésta, él, determinaba los varios horizontes, la bajamar, la inclinación de los cocoteros y el movimiento pendular de las hamacas; en esta tierra anclada y sin cadenas, rodeada de piel, se dieron todos los permisos y se soltaron todas las amarras. Brenda Sofía y Poleta se acostumbraron a compartirlo, con la excusa de que era demasiado hombre para una sola mujer; aprendieron a sentirlo, de afuera para adentro, hasta caer en el cansancio, inmediato al grito, que es cuando el sol pasa a ser lumbre y se vuelve cada vez más tenue, cada vez más frágil y más imperceptible. Se declaró jamaiquinourabeño-guajiro cuando le preguntaron y solía contar historias larguísimas de viajes marihuanos y de naturalezas posibles, en lugares ignotos de ultramar que visitó, de acuerdo a las descuadernadas bitácoras de su memoria, en siglos anteriores. De él aprendieron, las dos, bajo el abrigo de sus brazos enormes, que la dirección norte, sólo puede ser guiada por el sentimiento: el que sientes de inmediato, antes de que se vaya o lo confundas con un dolor de estómago; “cuando quieres, quieres y cuando odias, odias” dijo una noche y al día siguiente lo llevaron a la cárcel por atravesarle un pulmón, a un compañero de parranda, con un chuzo de colgar marranos en los congeladores.
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Allá fue Brenda Sofía a visitarlo, a la cárcel que queda al sur –que en Bogotá es lejos y a trasmano–; lo vio acabado, sobrellevando el cautiverio y esforzando una sonrisa que delató su cansancio. Había perdido el brillo de las sortijas de su pelo y de sus dientes blancos y la ropa, ahora descolorida y fría, se le pegaba al cuerpo como sosteniendo lo poco que quedaba de él. Encontró, de pronto, luz en el fondo de sus ojos y reconoció al hombre que la volvió mujer, que la desprevino de todos los impedimentos que nos alejan de la felicidad. Le dio las gracias, le prometió mandarle un libro con fotos de Magangué –tomadas por un artista famoso– y para alegrarle el día le contó la historia del astrolabio y la piraña y el evento insospechado de haberlo conocido, a él, impulsada por ese chapoteo en el horizonte de su bikini y que, paradójicamente, no era, ni siquiera, producido por un pez de mar, sino por uno de río. Oliverio habló, con desgano, de las casualidades por fuera de nuestro control y que redimensionan nuestra vida; sonrío –el único gesto genuino de ese último encuentro– y le dijo, después de despedirse: “¡Ya tienes el astro, en la mirada y el labio en el beso; te hacía falta la piraña!”
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Sancha Judith
Sancha sabía que su destino era morirse joven, por eso vivía sin cortapisas y ajena a la responsabilidad de sus actos. Tenía un aneurisma inoperable, en la cava superior –una de las venas que alimenta el corazón– y desde los trece años le prohibieron los ejercicios extenuantes. No se esforzaba ni para servirse un vaso de agua; afortunadamente, sus padres eran pudientes porque ser una niña enferma y consentida, sin plata, hubiera sido una verdadera tragedia. Terminó de estudiar Filosofía y Letras, en la Universidad de La Cordillera y ese día, se trasteó a La Candelaria –un apéndice de casas coloniales, en el centro de la ciudad, que fuera de abolengos, durante las épocas de la Colonia– a vivir de la renta y dedicarse a leer y escribir, sin más preocupaciones que la de esperar su fatídica muerte. En su familia hubo una alarma general, pero su padre, pensando que no viviría tanto tiempo, le prometió su independencia, en uno de los barrios más bohemios y peligrosos de Bogotá y así le cumplió: la instaló en el apartamento más alto de lo que fuera un convento, que tenía su ascensor privado –así sería de lujoso– y la llenó de comodidades y bibliotecas para que pusiera los más de cuatro mil libros, acumulados en su corta existencia. A su primera y última morada, como decía Sancha, para fastidiar a su sobreprotectora parentela, le puso de nombre “La Conejera” y se reía de que nadie entendiera el vínculo que, tal apelativo, tenía con una señorita llamada Andrée y un apartamento –como el suyo, suponía ella– localizado en la calle Suipacha, de Buenos Aires. La Candelaria, en esa época dichosa, previa a los computadores, los celulares y toda su odiosa parafernalia, era un hervidero de tránsfugas; solitarios de todas partes, con ínfulas artísticas y políticas o con el sólo ánimo de apartarse del mundanal ruido para 39
meter drogas con cierta tranquilidad, se reunían en los bares oscuros y de paredes escaldadas, por el tiempo y los golpes de nuestra historia patria, donde se cocían experiencias colectivas, entre idilios y revoluciones, que se olvidaban con la sobriedad del día siguiente. Sancha se acostó con un tipo sólo porque se comprometió a desempotrar, de su cocina, la nevera vieja y dejar espacio para una recién comprada que no demoraban en llevarle, al final de la semana. No logró, sin embargo, que los que instalaron la nueva nevera, se llevaran la vieja; pero le hicieron el favor de arrinconarla entre la despensa: un enorme cuarto, sin ventanas y olor a humedad, con tantos y tan grandes anaqueles que se podían guardar los suministros para sobrevivir una tercera guerra mundial. Mandó traer unos vitrales para reemplazar las ventanas que miraban a la calle y como no daban la talla de los marcos originales, los clavaron por encima y esa superposición de vidrios dobles y coloridos reflejos le dio, a la sala y al comedor, un aire díscolo que, con luces de neón alrededor –que sobraron de una discoteca que quebró, en Chapinero– por las noches tomaba un ambiente de desafuero, propicio a los bailes masturbatorios. Curiosa decoración para un sitio donde nunca se reunirían más de tres personas, al tiempo. Además, Sancha era de guardarse temprano –como dicen– y dedicar la noche a sus lecturas; cuando salía era en busca de sexo casual y generalmente, volvía a su casa temprano; trataba de deshacerse de sus compañeros de cama, antes del amanecer, a menos que manifestaran su voluntad por preparar el desayuno y llevárselo a la cama o de que necesitara –como en el caso de la nevera– de algún servicio instrumental y mecánico. Se quedó, por más de un mes, con un muchacho lampiño y cremoso, como un helado de vainilla, porque eso fue lo que se demoró en quitar los guardaescobas, pirograbarlos con tiras cómicas de Boogie el Aceitoso, lacarlos y fijarlos –de nuevo– con pegante Boxer y una pistola de clavos, usada, que le hizo comprar en el mercado de las pulgas. La pinta de Sancha era, a mitad de camino entre lo caro y lo barato; vestidos que su madre le traía de la Quinta Avenida, en Nueva York, los combinaba con chalecos abiertos de bluyín, bufandas y medias compradas escogidas, al azar, de los mostradores del Pasaje Rivas y prendedores de lata de los equipos de fútbol nacionales, las marcas de cerveza o las estrellas de cine. Se ponía mallas de colores y calzaba botines de “guerrillera urbana” como le decía Juliana, su amiga del colegio que se fue a México y nunca volvió; la que le escribía unas letanías interminables sobre su mísero matrimonio, con un arquitecto “muy bien conectado con el PRI” por lo que diseñaba edificios públicos, de amplios corredores y balaustradas de hierro forjado, inspiradas en el churrigueresco del Virreinato de la Nueva España, como se reconoció 40
al territorio de la Corona Española que alcanzó a llegar hasta más arriba de Texas, durante los siglos siguientes a la caída de Tenochtitlán. Lo otro que a Sancha la enloquecía eran las pelucas, lisas y de colores, con capul y sin capul, largas y cortas, las usaba con el savoir faire de una diva, porque estaba convencida –y algo de razón tenía– que éstas eran el elemento principal de su éxito; o, dicho de otra forma, de su modo de ser excéntrico, debido a una irreprimible necesidad por llamar la atención. Hecha esta descripción, es fácil concluir que –pobrecita– Sancha parecía una piñata andante y era más la discordancia de su forma de ser, que su intelectualidad, lo que primaba al conocerla, por lo que no era fácil tomarla en serio cuando hablaba de la inminente muerte del Realismo Mágico, de la escasez poética de Mario Vargas Llosa o de la sabiduría tautológica de Borges y algunos de sus epígonos. “¡Qué más da!” exclamaba, cuando sus compañeros de la Universidad, le pedían más mesura y menos extravagancia. La época en que descubrió a Boris Vian y se impuso leerlo todo, de una sentada, sin salir de su cuarto, dejó de bañarse y el olor de su cuarto se tornó irresistible porque duró varias semanas comiendo atún y apilaba las latas, en un orden personal que deba la impresión de emular con los presos que llevan, con cruces, la cuenta de sus condenas. Acostumbró, a quienes se le acercaron, a sus caprichos y cuando Ulises llegó a su vida fue el único que ni se inmutó con su actitud voluntariosa. Lo conoció en Katamarán y llevaba un sobretodo gris oscuro; el lugar servía café irlandés, desde la cinco de la tarde y en la medida que la noche ensombrecía sus rincones, la mezcla del brebaje cambiaba de whisky a aguardiente y a ron, con chorritos de crema de menta o triple sec. Sancha lo vio, auscultó, de lejos, el corazón azul, como sus ojos, le pasó por el lado, por el frente y optó por sentarse a su mesa, sin pedir permiso e interrumpir el hilo de sus pensamientos, cualquiera que, éstos, fueran. “El puesto está ocupado” dijo el señor, sin mirarla y no tuvo más remedio que pararse –con una rabieta, chiquita, que manifestó tirando, levemente, la silla, contra el piso– y chequearlo desde la barra. Era su forma de fumar, tal vez, con grandes bocanadas, como abarcando vastas praderas o el cuello de su abrigo, subido, como el de los detectives privados, lo que le gustó; le detalló las mangas, con botones grandes de cuero negro, la caída de la espalda, abierta, desde la cintura, con el pliegue “Belvedere” de los verdaderos abrigos londinenses. Tenía las piernas cruzadas e igual, sus zapatos acusaban una elegancia poco propicia para un barrio tan percudido, estaban amarrados con simetría y eran brillantes como las correas de un reloj Tourneau o los lomos de ciertos libros de Aguilar. Se le veía algo ansioso, por la forma en que desgastaba, con el pulgar, la piedra de su encendedor y el golpear, repetitivo y casi 41
rítmico, de su anillo contra la mesa; un aro ancho y macizo, de oro, con inscripciones que, desde su ángulo, mal iluminado, parecían masónicas pero que –descubriría más tarde– eran moabitas, cuya frase, de derecha izquierda, decía: “Vigilia de tres ojos”. Desconcentrada de su entorno –cosa rara en ella– se decidió a seguirlo, una vez pagó la cuenta y por segundos, tuvo la impresión de que “el caballero” estaba armado, porque se llevó una mano debajo del brazo, como ajustando algo o asegurándose de su presencia. La Candelaria tiene un viento feroz, que se cuela entre las montañas de Guadalupe y Monserrate, que recorre la verticalidad de sus calles y caminando de bajada, cualquier peatón, se siente como empujado, como afanado sin justa causa; una fuerza caladora y helada que obligó, al hombre, a guarecerse –precisamente– contra las columnas externas del convento-conjunto-cerrado donde Sancha vivía. Se vio impelida a prestarle auxilio, así no lo viera desvalido, se acercó con la pregunta, a flor de labios: “¿Usted no parece ser de acá, le puedo ayudar en algo?” que tenía pensado formular –por si acaso– en inglés y francés, pero que no alcanzó a pronunciar porque, desde un carro negro, blindado y con vidrios oscuros, le pegaron dos tiros, por la parte de atrás del tórax que lo dejaron tendido en el suelo y en apariencia, muerto, sobre un charco de sangre que le dio un color de pantano nocturno, al abrigo. Sancha Judith recobró su reconocida habilidad de pensar con premura, cruzó la calle y golpeó con fuerza en la droguería y sitio de vivienda de Marquitos Querubín, el boticario de la cuadra que, con la modorra de los enruanados, se comprometió a comunicarse con la policía. Cuando volvió, a la escena del crimen, le tocó enfrentarse al hecho de que la víctima hacía esfuerzos desesperados por esconderse detrás de unas canecas y no vio alternativa distinta –guiada por la confianza que le inspiró el hombre del sobretodo gris oscuro– que ayudarlo a renguear hasta el traspatio, con reja –del cual tenía llave– y dejarlo caer, de bruces, en el ascensor privado que los subió a su apartamento. “Me llamo Ulises” dijo el ensangrentado y quitándose los zapatos, el abrigo y el saco del vestido de paño, logró llegar hasta un sofá apoltronado, donde, desfallecido, cayó de espaldas –sobra decir: “sin el tumbao que tienen los guapos al caminar”–. A la media hora y ante la total ausencia de alarmas o sirenas de policía, Sandra Judith volvió a la Droguería Querubín donde su propietario la recibió, con la siguiente perla: “¿Usted no había venido hace un ratico, en qué puedo servirla?” y fuera de un disgusto mal disimulado, se mordió la lengua y le pidió grandes cantidades de alcohol y diez ampolletas: cinco de Morfomerol –que en esa época se conseguía sin receta médica– y cinco de Bactromicina porque el antibiótico Locutrol –de más amplio espectro– estaba agotado. Bajo la influencia, entonces, de todas las películas del far west y urgencias 42
médicas, que había visto, le metió a Ulises un lápiz, Mirado 2, entre los dientes, le cortó, con unas tijeras de jardinería, la camisa, mientras en la cocina esterilizaba, entre un sartén, unas pinzas pela-cables, de esas que usan los electricistas, para sacarle las balas. Cuando volvió, arremangada y con un pañuelo de tapabocas, al improvisado campo quirúrgico, Ulises ya estaba muerto. Sus indagaciones, del día siguiente, arrojaron varios resultados: que el asesinato pasó desapercibido, tal vez por el uso de un arma con silenciador; que las manchas de sangre fueron lavadas por Doña Gilma, la esposa de Marquitos Querubín, quien, cansada de vivir en un barrio malherido, asumía que su responsabilidad era la de, por lo menos, mantener limpia su cuadra de las acciones fortuitas de los pandilleros y de los atracadores de ocasión; y el indicio, inequívoco, de múltiples personas, que intercambiaron palabras con una mujer vestida de rojo que buscaba a un hombre de sobretodo gris oscuro: algunos la vieron bajarse de una limusina –¡cosa curiosa, en Bogotá no hay limusinas!– y otros la vieron –¡otra cosa curiosa!– fumar con pitillera, apoyada a los postes de los semáforos. Era imperativo encontrarla y a Sancha Judith se le ocurrió que sólo podía estar en el Hotel San Julián, un reposadero de gente adinerada, en una de las casonas coloniales más hermosas del barrio, que fuera, en tiempos del virreinato, del oidor Gabrielino Barrigas de Almanza y Gutiérrez y que se transformó en un lugar tan “chic” –lleno de fuentes de agua, jardines colgantes, servicio de masajes por negros traídos de Jamaica, columnas acánticas de mármol anaranjado y camareras de tacón alto– que tenía fama internacional y un bar llamado Rick's Café Américain, con innumerables fotos de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart enmarcados en sus paredes. Merodeó el lugar, horas enteras y para poder entrar debió cambiarse a una ropa más del estilo casual, pero elegante, que su madre le compraba durante sus viajes. Preguntó, con discreción, por la mujer vestida de rojo, se paseó por el lugar tratando de pasar desapercibida, pero el bartender notó su despistada ansiedad, le abrió un campo en la barra y le sirvió un Long Island Ice Tea; caída la noche, después de tomarse el segundo coctel fue cuando recordó las artimañas de su padre –quien, como cualquier acaudalado, todo lo arreglaba con un billete enrollado entre los dedos– buscó a una de las mucamas que arregla los cuartos y logró que le abriera el cuarto 25; la mucama no identificó a su huésped, pero recordaba el vestido, del cual Sandra Judith le pudo dar los detalles que fue acumulando de los testimonios de sus interlocutores: a media rodilla, organza o tafetán rojo, ruedo desvanecido con un esmeril casi imperceptible, abotonadura frontal escondida por solapillas dobles, mangas cerradas con puño cruzado, cuello vaporoso pero no muy amplio y espalda enteriza con corte 43
pronunciado en la entrepierna –detalle que los hombres recordaban, sin falta, a la par con el hecho ¡insólito! de que usaba ligueros y que el encaje de las medias, apretadas al muslo, se le veía a cada paso–. La mucama recordaba, también, las medias y fue lo primero que vio al abrir los cajones de una inmensa cómoda, frente a la ventana, de la cual cerró las cortinas para poder prender la luz, sin alertar a alguien que pudiera estar espiando afuera. Trató de pensar como Miss Marple, su octogenaria heroína de las novelas de Agatha Christie, pero sus elucubraciones se truncaron apenas vio la foto de Ulises, en el fondo de una caja estampada y forrada en plástico, con tapa; la detalló, bajo la lámpara de muy poca incandescencia, sobre la cómoda y notó a su hombre –porque, indudablemente, ahora, era de ella– uniformado y con las insignias, inconfundibles –para alguien con tanto bagaje literario y cinematográfico encima– de la milicia israelí. Al reverso, con letra manuscrita inclinada, de trazos descuidados, decía: “To Lilly, with all my love”. Desordenó el cuarto y tumbó varias cosas que se rompieron contra el piso; era importante que ese particular acto de vandalismo pareciera obra de varios hombres; que cuando la huésped llegara sintiera miedo y desistiera de buscar a Ulises, por quien, al parecer, tenía algún tipo de afecto, pues nadie guarda una foto ni busca a alguien con tanto esmero. Se fue para su apartamento caminando despacio, estaba sintiendo ese pálpito, en la yugular, que la obligaba a relajarse, a bajar el ritmo de su corazón para que no explotara como una granada de fragmentación; pasó por donde Marquitos Querubín y le compró un relajante nervioso, con la consabida frase “y, no se preocupe Don Marquitos, que esta semana le traigo la fórmula médica”. Más tarde, desnuda –pero con sus medias de estrellitas amarillas puestas– abrazada a Ulises, organizándole sus canas lluviosas, con la yema de los dedos, comprendió que no podía seguir posponiendo el siguiente paso; y aunque le tomó el resto de la noche, con esfuerzos sobrehumanos por parte de su lesionado corazón, logró meterlo en la nevera vieja que, pese a un ruido de motor fuera de borda, funcionó. Se levantó a las seis de la tarde, del otro día, de un salto se cercioró de que la nevera siguiera prendida y de otro pulsó el botón de “play” de su contestador automático de llamadas; había sólo una: “Doña Sancha, habla la mucama del Hotel San Julián, la llamo para informarle que encontramos su cartera botada en un corredor” acto seguido se escuchó un ruido como de fricción estática y antes de colgar, la expresión, dicha en un tono más grave y con afán: “Dese prisa”. Repitió varias veces la grabación y ese “dese prisa” sólo podía ser motivo de preocupación; era la misma mucama que le abrió la habitación de la mujer del vestido rojo –sobre eso no tenía dudas– recordaba su voz un poco latosa, pero un 44
acento forzado parecía revelarse en el fraseo y eso la inquietó aún más. De todas formas, su estupidez de dejar caer la cartera en ¿quién sabe qué rincón? sólo podía solucionarse de una manera: yendo hasta allá y procurando una improbable invisibilidad. “Por lo menos no la dejé en el cuarto de Lilly” pensó, en el trayecto y notó que la mencionó, para sus adentros, con cierto cariño; como si todo lo que tuviera que ver con Ulises fuera, en el presente, parte de su propio entorno reducido y extraño. Pasó de largo, la entrada del hotel, porque el carro negro, blindado y de vidrios oscuros, del que le dispararon a Ulises estaba parqueado en la acera de enfrente. Esperó largo rato a que alguien, desde adentro, abriera la puerta de servicios que descubrió, a la vuelta de la cuadra; se coló apenas pudo y como en The Dorchester Incident, de la novelista inglesa Shanique Jeremiah –una de sus escritoras favoritas– Sancha Judith entró como si fuera la dueña del establecimiento: probó las sopas que se estaban cociendo sobre la estufa “a ésta le falta sal y nuez moscada” gritó, al tiempo que, a gritos, buscaba a un supuesto “¡Philippe, Philippe¡” y se iba escabullendo, hacía adentro, donde encontró a la mucama; la mujer estaba recogiendo los destrozos del cuarto de Lilly y se alteró al verla, la dejó pasar, entrecerró la puerta y al entregarle la cartera dijo, con golpes de voz que le sonaron un poco aprendidos: “La señora Lillian Mansell Jacobs está en el Katamarán, donde vieron, por última vez, a su marido”. Salió corriendo, a la altura del vestíbulo, unos metros antes de la salida, vio que el carro negro, blindado, de vidrios oscuros, encendía el motor y las luces; subió siete cuadras, con esfuerzo y antes de llegar al Katamarán se recostó en una tapia, cuando recobró la compostura y el ritmo cardiaco, desarrugó el vestido, con ambas manos y entró; la mujer de la pitillera, a la que imaginó como una Audrey Hepburn apacible y sonriente, era distinta, parecida a ella, familiar inclusive: llevaba una peluca sofisticada y unos aretes como monedas de plata; de igual calibre era su brazalete, pero con brillantes que resaltaban cada que se recogían sus mangas, cerradas en el puño, rojas. Al verse, no tuvieron ninguna opción distinta a la de sentarse a conversar, porque antes de encontrar a su marido, la ansiedad de Lilly era la de contar su historia y la de tener a alguien que la escuchara con atención; el brebaje irlandés obró de maravilla y hacia la medianoche era sólo whisky con gotas de café. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se creó un movimiento, por parte de los judíos, para atrapar a los nazis y juzgarlos por sus crímenes de guerra y lesa humanidad; cuando Lilly arrancó a contar la historia de Simon Wiesenthal, el hombre que dedicó su vida a esa causa, Sancha la interrumpió y le dijo que la conocía, con detalles; la inglesa, 45
al sopesar la vasta cultura de su interlocutora, se saltó los contextos y entró, de lleno, en el meollo del asunto: “Capturar a los nazis tuvo el sabor agridulce de la venganza, pero capturar a los judíos, colaboradores, que ayudaron a los nazis, juzgarlos y sentenciarlos fue devastador” dijo y siguió el relato pormenorizado de cómo, desde muy joven, entró a trabajar con el Mossad (Agencia de Inteligencia Israelí) y de cómo conoció a Ulises, tras las bambalinas de la intriga internacional. Llegó a Baden Baden haciéndose pasar por francesa-canadiense pues, al principio de los años cincuenta, sus apellidos anglo-judíos, todavía, causaban cierto escozor en Alemania; era más el miedo de pronunciarlos, que otra cosa, pero se trataba de un sentimiento natural, en Lilly, pues pasó su adolescencia metida entre los socavones anti-aéreos de Hastings –un puerto pesquero– muchas veces sin luz, ni suficiente comida y llenos de un lodo salino que se infiltraba hasta los poros. Tenía el encargo de entregar un rollo fotográfico, escondido entre una caja de música, con una bailarina de porcelana, encima; al abrirla, el mecanismo de cuerda que producía el sonido era tan intrincado, que a nadie se le ocurriría desarmarlo, además era tan hermosa su melodía y tan suaves los movimientos de la muñeca que antes que aplicar cualquier clase de duda, acerca del artefacto, quienes lo sostuvieron, lo devolvieron, extasiados, de inmediato. Así llegó hasta el balneario, donde se haría el intercambio, pero pasaron los días y el contacto nunca apareció; los telegramas subsiguientes, a la fecha límite de espera, fueron tajantes: “No cambiar planes bajo ninguna circunstancia” razón por la cual sus días en las fuentes termales y sus noches en los casinos, se volvieron consuetudinarios. Conoció a Ulises con el nombre de Jeffrey Stanhope y tuvieron un idilio interminable, se convirtió en su princesa de carruajes, bailes y castillos y sólo, las pocas veces que abría la caja de música, recordaba que, en cualquier momento, el encanto llegaría a su fin y con el apuro que apareció –como por arte de magia, que es como se manifiesta el amor– una tarde de domingo, apostando a los caballos: ¡desapareció! Durante la sexta carrera, Lilly no quiso apostar por el caballo favorito; prefirió poner su dinero –o mejor dicho, las monedas que le quedaban– en Tambourine porque le sonó más sugestivo y porque la vio de cerca, en las caballerizas, donde su enamorado saludaba, por igual, a los cuidadores y a los jockeys: una yegua gris clara, con cabellera negra y ojos con lustre, desbravada y dócil pero altiva, a la vez; acompañó al jinete a vestirla y en el momento del ensillamiento volteó a mirar y Jeffrey no estaba. Lo esperó hasta que se cerraron las apuestas y se preocupó, bastante, porque tampoco llegó a la carrera; puso al galope sus emociones, al ritmo con la válida hípica y ondeó, al aire, su pañoleta jaspeada de blancos y verdes encendidos, pero no era lo mismo sin su 46
compañía. Tambourine ganó y cuando se acercó a la ventanilla a recoger sus ganancias, un hombre le preguntó: “¿Disculpe señorita, cuántas olivas se requieren para hacer un Bloody Mary?” y ella respondió: “El Bloody Mary no lleva olivas y en el desierto del Néguev se cuecen habas” esa era la clave con su contacto del Mossad, quien se presentó evitando mayores formalidades, hasta que llegaron al parqueadero. Una vez entre el carro, se abrazaron, eran como hermanos, él era Ulises, el original; hicieron el entrenamiento militar juntos y fueron los primeros en presentarse, como voluntarios, al grupo Vigilia de tres ojos. “El grupo para atrapar a los judíos que colaboraron con los nazis” repuntó Sancha y Lilly afirmó, con la cabeza, ansiosa por seguir su relato, como si corriera el riesgo de no terminarlo nunca. Los dos agentes del Mossad, improvisan un cuarto oscuro en el baño, del cuarto del hotel y Lilly advierte, por las constantes salidas de su compañero, a la calle –con la excusa de hacer tareas inútiles, como comprar un descorchador o descartar las sospechas recaídas sobre una barbería– que hay más agentes afuera, que se está fraguando un operativo. El rollo, sacado del mecanismo de cuerda, de la caja musical, es procesado y en el momento de colgar, las nacientes fotografías, como un tendido de ropa, aparece la revelación: es Jeffrey, durante sus años mozos, entre mujeres bávaras con esvásticas tatuadas en los pezones; y otras –las más oprobiosas– departiendo con Kurtzweil y sus hombres, en la campiña, donde solían practicar tiro al blanco con hombres, mujeres y niños, a quienes señalaban como “Liebres de David” y que hacían correr de frente contra los alambres de púas; en ese ambiente letal –de campo de trabajos forzados– se salvaban sólo los judíos aduladores o quienes tenían talentos especiales para la música, la falsificación o para interpretar las coordenadas geográficas del enemigo. Jeffrey era sastre y Lilly reveló, ante sus compañeros, conocerlo y les aseguró que, él, no tenía el perfil de un colaborador, que, al contrario: era un sionista activo y consciente de las responsabilidades de la nueva Israel. En privado, a su contacto, a su amigo de entrenamiento, al verdadero Ulises, sí le confesó que amaba a Jeffrey y le contó los detalles de las noches, frescas aún en su memoria, en que le entregó los fragores de su cuerpo. Lo único que faltaba explicar, según palabras de su compañero, era: “Cómo un sastre remendón logró obtener los recursos económicos para vivir, como un rey, en Baden Baden”. A Lilly la convencieron de la importancia de encontrarlo para interrogarlo, pero, intuía, que se disponían a matarlo; no quería echarle la culpa a nadie, era el Mossad: se trataba de una purga pequeña, producto de una purga más grande, determinada por una purga mayor y el proceso había tomado vida propia, era imparable. Ninguna 47
excusa era válida, el pueblo judío agacha la cabeza cuando se trata del sacrificio propio, esa es su realidad histórica, “su karma” le explicaba Lilly a Sancha y lloró, lloró mucho, sobre todo en la parte del relato, en la que encuentra a Jeffrey –en el rellano de las escaleras, de un hostal, de un pueblo vecino, donde habían pasado una noche y donde, Lilly, había percibido una vaga familiaridad por parte de sus dueños– le apunta con su revólver, a la cabeza, pero le dispara a su amigo, a su hermano, a su compañero de milicias; le quita los papeles, el anillo y le pide a Jeffrey que se haga pasar por él. Suben al Expreso de Oriente, se roban las maletas del conde y la condesa Cavendish, de Stratford-upon-Avon y después de correr voltear la vista, sin detenerse a pensar, volar y navegar, llegan a un pueblo perdido de Minas Gerais, donde, colgados a un par de hamacas y con los atardeceres atlánticos de fondo, el nuevo Ulises le cuenta la historia real: la de un sastre que se ganó el aprecio de Kurtzweil, el Degollador de Liebres, por la sencilla razón de que se sabía las canciones de cuna de su natal Ratisbona, donde usó chupos, hechos con las ubres de las vacas, hasta los ocho años. La suya era la historia de muchos hombres: la de la cobardía y así se lo reconoció a Lilly –al calor de unas caipiriñas, con hielo y limón– quien le respondió: “Tú eres mi Ulises, el único, nada más importa” y se quedaron dormidos. Cuando despertaron, veinte años después, las nuevas generaciones del Mossad; agentes, capaces de nacer, crecer y reproducirse en el seno de la organización, pero no de olvidar, ni perdonar, les seguían los pasos. Esta vez, la huida fue por el Amazonas, en contracorriente, hasta llegar a Leticia y de ahí, en avión hasta Bogotá; donde le tomaron aprecio a nuestro clima, sin mayores cambios, a lo largo del año y al sarcasmo paramuno; “¡Una pequeña Londres!” exclamó Lilly, con la euforia, ficticia, de no saber el paradero de su marido. Nunca se casaron, formalmente, por eso el lazo tan indisoluble, puesto a prueba por las circunstancias y no por factores económicos, legales o religiosos. Sancha supuso que un amor, bajo peligro, era la clase de amor que no se podía poner en duda y sintió una envidia hirviendo, en sus entrañas, que le fue preciso dominar, reprimiendo esas rabias violentas que, en ella, se manifestaban con unos bombeos arrítmicos del corazón que, bien, podían ser los últimos. Para poder estar tranquila, debía confesar su egoísmo y los sucesos que la llevaron a tener a Ulises, entre una nevera vieja, en su despensa; guardando los detalles detectivescos, para contarlos al final –era importante mantener el mismo suspenso que Lilly le había impreso a su historia– empezó diciendo: “Ulises está en el conjunto Monasterio Santa Cruz del Gólgota, en el apartamento 404, donde yo vivo y …” sin terminar la frase, Lilly recibió un tiro en la sien y cayó sobre la mesa, rompiendo vajilla y tumbando el florero de 48
donde salió, reluciente, el micrófono oculto entre los tallos de las fresias. Sancha, quien llevaba varios días excediendo su capacidad física, salió corriendo, de nuevo: se sacó los tacones, las calles empinadas de La Candelaria, con el viento en contra, la obligaron a darse golpes en el pecho, sentía su corazón sobre oxigenado y repleto de un amor que le rompía las cavidades coronarias. En ese lapso, de angustia y reflexión profunda, pensó en la insensatez de la humanidad –tantas veces repetida– de ser capaz de arriesgar la vida por un “todo o nada”, un albur sólo justificable por las fuerzas del dinero, del poder o del amor. Este último, era su caso; el carro negro, blindado, de vidrios oscuros estaba frente a su edificio y los agentes frente al ascensor; tomó las escaleras auxiliares y éstas, fueron, para Sancha, la recta final de su existencia: entró a su apartamento y logró llegar al sofá apoltronado, donde cayó desfallecida. Su padre –informado de su muerte, por el portero que la encontró, al otro día– antes de hacer los arreglos funerarios, fue a su apartamento, reconoció el cadáver y así como no disimuló su dolor, sí, su extrañeza: Sancha llevaba puesto un vestido rojo, demasiado sofisticado para ella y encontró, un sobretodo gris oscuro, metido entre una nevera grande, verde y vieja.
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Vera Liliana
Decidió volverse ingenua y pasar por boba, con el objetivo de que los hombres a su alrededor no se sintieran amenazados. Trabajaba en la cocina del Restaurante Nostromo, famoso por la inventiva de sus platos, considerados como el epítome de una nueva vanguardia gastronómica. Veralí era versátil en sus aliños y atemperada en sus cocciones; su creatividad, sin embargo, era reservada y con razón, pues ella no pensaba entregar nada mas allá de lo indicado, taxativamente, en la descripción de las funciones de su puesto como Junior Chef. Cualquier ocurrencia se la guardó, con candoroso egoísmo, para pasar desapercibida –según se lo había propuesto– y para, en un futuro no tan lejano, poner su propio restaurante; por el momento no quería salir de su posición subalterna en un medio que llevaba centurias bajo la dominación masculina. Con un menú internacional, en exceso rebuscado para el paladar de la mayoría, de esos cuyos platos son como para alimentar pajaritos, Nostromo se puso de moda y se llenó de celebridades; “sale más barato comer en una joyería” fue el comentario de un procaz editorialista y cualquiera con un alto poder adquisitivo o con la intención de parecerlo quería ser visto en sus mesas. Los meseros entraban y salían de la cocina llevando y trayendo el acontecer social del restaurante, pero nada de esa “comidilla” le interesaba a Veralí concentrada, siempre, en el diseño de cada plato: dos arvejas y un pimentón naranja acá, un chorro de aceite de oliva rojo en forma de luna allá, un capullo lila de amaranto por un lado, un racimo de uvas azules por el otro; inclusive, tenían una especialidad, inspirada en el sashimi, de cortes transparentes y multicolores de diversos pescados, servidos sobre piedras calientes de río. Aunque seguía, a pie juntillas, las indicaciones del Chef y del Sous Chef, el equilibrio, en sus composiciones, 51
era su imperceptible colaboración cuyos méritos se ganaban otros. Las únicas veces que su presencia se requería, por fuera de la cocina, era cuando se quedaban cortos de meseros para celebrar el cumpleaños de alguno de los comensales; la sacaban de urgencia, le soltaban el pelo, le ponían un delantal fucsia y gris, con tirantas plateadas y la ponían a entonar, al tiempo con unas panderetas y unos pitos, el Happy Birthday To You y a soltar aplausos como de foca amaestrada. Con su bisexualidad a cuestas, era receptiva a las insinuaciones de los hombres e iniciaba, sin reato, imperceptibles flirteos con las mujeres; ávida de romance –llevaba dos años sin estar con alguien– eran demasiado calientes y fogosas sus especulaciones mentales, que llevaba a enredos inauditos durante sus insomnios, en comparación a su vida real, que no pasaba de un par de, poco fructíferas, invitaciones al mes. Había tenido un solo novio: Mauricio, al que dejó por: Camila; con ambos estuvo tres años y los amó sin condiciones, que es “¡como se debe querer!” según lo afirmaba, al tocar el tema, asintiendo la cabeza, con el ceño fruncido, como quien dicta una sentencia perentoria. A Veralí le gustaba el sexo por internet, sin cámaras, ni micrófonos, sólo por escrito: no le interesaba que fuera demasiado real, por miedo a que un divertimiento se convirtiera en una preocupación; de todas maneras, le gustaba describirse tal como era: “Soy una lolita, con piel de durazno, flaquita, con hoyuelos matadores y labios en forma de ají picante. Me gusta llevar los hombros descubiertos, amo los cinturones de colores y los leggins negros; me gustan las chaquetas masculinas con herrajes metálicos y las botas cortas de tacón mediano; no uso brassier y detesto las tanguitas que se meten hasta el intestino grueso, prefiero los calzones, ceñidos, de algodón blanco, que se ponen amarillitos y toman un olor almizclado y denso cuando me excito” de resto eran detallitos que le parecían sugestivos a la hora de compartir su intimidad: “Adoro el contacto tibio del aceite de almendras, sentirlo chorrear entre mis muslos y dejarlo rodar mientras alguien me mira tomarlo entre los dedos y me ayuda a aplicarlo en mis pezones de golondrina; lleno mis bolsillos de chupetas, para que mi lengua tome colores distintos, a lo largo del día: los besos morados son más serios que los amarillos y los verdes son más apacibles que los naranjas. Los mordiscos de vampiro me encantan, al tiempo con aruños en la espalda que me la dejen roja, con lamparones de garras felinas o fusta de montar a caballo”. Sus relaciones virtuales eran promiscuas y extremas, pero faltas de la ternura que, realmente, necesitaba. Tenía parejas en los chats, hombres y mujeres, que la buscaban por sus interminables recursos amatorios y por esa forma equilibrada de no caer, ni siquiera en los instantes más álgidos, en el campo minado de la sordidez. Eran –¡cómo 52
se puede imaginar!– muchas las ideas que le asaltaban la imaginación, para satisfacer a sus amantes fantasmas, mientras cocinaba y decoraba elaborados platos en el Nostromo. Entendía que la World Wide Web, como medio para aliviar la aridez de su cuerpo, era un pasatiempo temporal y que estaba llenando un vacío; le daba miedo, sin embargo, perder el cable a tierra que le permitiera seguir adelante, cumplir sus sueños y todas esas expectativas grandilocuentes que se tienen a los veintisiete años. A horcajadas, entre lo tangible y lo intangible, se encontraba decorando un mousse de nuez con ciruelas, una tarde de enero, cuando la llamaron, de afán, para cantar un cumpleaños; llegó tarde a la mesa y quien sopló las velas estaba, de medio lado, besando a su pareja, cuando se voltearon y quedaron mirando de frente, la sorpresa fue, en ese lapso milimétrico, indescifrable: eran Mauricio y Camila. Veralí salió corriendo, como si no la hubieran visto; pensó en dejar el trabajo tirado pero su sentido de responsabilidad estaba, para su fortuna, más arriba que la atención a sus rabias. Salió a fumarse un cigarrillo y a través de las rejas, del patio trasero, donde estaba la ventanilla de domicilios y dos mesas para el descanso de los empleados, vio a sus antiguos amantes subirse al carro, besarse de nuevo y partir sin novedades; aparentemente sin sentir la tormenta que habían desatado. ¿Qué podía haberlos unido? La asaltó la curiosidad. No tenían nada en común, salvo haber estado con ella y para ser más claros: enamorados de ella; porque no se trató de romances pasajeros sino de amores universales, llenos de constelaciones, galaxias y estrellas fugaces. ¿Cómo pudieron dejarla a la deriva con tanta facilidad? Debía ser, de seguro, un tema recurrente de conversación, con toda clase de convergencias. Veralí no entendía, por ejemplo, como podían pasar, un domingo cualquiera, por Endulza tu Paseo y comerse un dulce de icacos sin recordarla, sin hacer una mínima mención sobre la forma que tenía de comérselos: con los dedos y succionándolos como queriéndoles sacar el alma. ¿Cómo podían compartir sus pasados, sin hablar de ella? Era incomprensible. Cuando llegó a su casa, esa noche, su imaginación ya estaba desbordada; su rabia parecía invadirle los poros y pasársele al aura con chispas de corto circuito. No se podía contener, necesitaba la complicidad de la marihuana para sosegarse y salió a conseguirla; tomó el carro y pasó por el apartamento de Mauricio pero habían tumbado el edificio para hacer un centro comercial. Con Camila vivieron en un estudio de Chapinero Alto y no conocía su actual domicilio pero sabía cómo conseguir su dirección, olvidó la marihuana y le timbró a Connie, una amiga de ambas que todavía vivía en las Torres del Parque, donde la recibió con abrazos y donde consiguió las dos cosas: la marihuana y la dirección de Camila. “¿Qué vas a hacer?” le pregunto su amiga 53
“¿vas a disfrazarte de árbol e instalarte frente a su casa?” volvió a preguntar “¿vas a patrullar el barrio hasta encontrártelos de frente?”, “¿qué les vas a decir, ah?”, “¿qué mierda les vas a decir?”, “¿qué no los has podido olvidar?”, “¿¡qué putas les vas a decir!?”, “¿qué deberían estar los tres juntos?” siguió preguntando Connie, sin cesar, como disco rayado, hasta que Veralí explotó en llanto y se volvieron a abrazar, procurando el encuentro de sus bocas y la penetración de sus lenguas. Amanecieron amarradas por una sola piel pero fue fácil soltarse, estaban acostumbradas a hacerlo; eran amigas unidas por las vicisitudes de la vida, con un código claro de comportamiento: se permitían un “sexo-confort” –así lo llamaban– con el objetivo, único, de elevar las endorfinas. Llegó justo a tiempo al trabajo, los sábados eran los días más agitados por eso, aunque lo tuvo en salmuera, no pudo pensar, de lleno, en el asunto, sino hasta el domingo cuando abrió los ojos, a las tres de la tarde y notó que seguía cansada, con un fardo pesándole en la nuca. Marcó el teléfono de Connie, le agradeció la entrega de su cuerpo, como quien agradece una caja de chocolates y le dijo: “Tienes razón, amiga, tal vez es la idea de que no estamos los tres juntos, lo que me molesta”. Connie le contestó la manida frase de “ten cuidado con lo que deseas” y colgaron, como siempre, prometiendo almorzar juntas un día cualquiera. No volvía a trabajar sino hasta el miércoles y se puede decir que pasó los dos días sin hacer nada; “¿cómo sin hacer nada?” le preguntó una de las meseras del Nostromo, con la que hacía buenas migas y le respondió “entre la cama, mirando el techo y comiendo chitos con gaseosa” la otra se sonrío y exclamó, antes de salir con dos copas y una botella de vino, para la mesa diecinueve: “¡Estás en lo cierto, Verita, eso es: no hacer nada!” Se enamoró de Mauricio en la Universidad Paternina de Cundinamarca, la primera, en Bogotá, en tener un programa de artes culinarias; él estudiaba ingeniería de alimentos y coincidieron, los primeros semestres, en clases de materias básicas, como: química orgánica y análisis de alimentos. Se veían en la cafetería constantemente hasta que, uno detrás del otro, en la fila del almuerzo-buffet, tomaron, al tiempo, el cucharón de servirse la sopa; o sea, se tocaron primero las manos y de ese roce, pasaron a cruzar las miradas y decirse palabras: “Lo siento, sigue tú” dijo Mauricio y ella tomó el cucharón y le sirvió primero a él y después llenó su propio plato. Se sentaron en la misma mesa y –como dicen– el resto es historia porque no se les volvió a ver separados nunca. Eran, además, alumnos ejemplares; los mejores de sus respectivos cursos y se involucraban, en cuerpo y alma, con los eventos de la Facultad, sobre todo aquellas 54
actividades que eran al aire libre: caminatas, asados, excursiones, paseos didácticos y viajes culturales. Estuvieron en la Guajira, aprendiendo a cocinar tortuga e iguana con fríjol morado y el arte de la malangada y el chirrinchi y por su cuenta, fueron a Salvador de Bahía, en el Brasil, buscando los secretos de la comida bahiana: tan atrevida en sus mezclas y combinaciones, como en su talante afrodisiaco. Su vida juntos tuvo un testigo único: el sol, porque desde correr en la ciclovía hasta recorrer casi el país entero en bicicleta, su amor era un compartir de pieles bajo los árboles, en el pasto, entre carpas, mojados por los ríos y cobijados por el viento que mece las hamacas; su historia era la de los adoradores de la naturaleza y todas sus enseñanzas, aplicadas a sus carreras. Tenían el sueño de poner un restaurante de comida autóctona colombiana: conectada con nuestras más endémicas raíces y con ese ánimo rescataron lo más visceral y auténtico de nuestro recetario criollo-costeño-amazónico-paisa-caucanoboyacense-vallenato-opita; pero las cosas no se dieron, en la medida que sus estudios iban finalizando, la perspectiva de casarse y tener una familia los fue ahogando, pues, supusieron que para seguir adelante necesitaban de un compromiso más grande y de no ser por esa equivocación, por esa ansiedad tan común a nuestra crianza, de afanar el matrimonio y adquirir deudas y responsabilidades lo más rápido posible ¿quién sabe? lo más seguro es que estuvieran juntos, todavía. Con Camila, fueron amigas, primero; se conocieron en la finca de Connie, donde ahondaban en los secretos de la Cannabis: sus diversos tipos y efectos y aprendían a preparar brownies y galletas hechos con la extraordinaria hierba; fines de semana completos, trabados, hambrientos, ávidos de experiencias, en que las liberalidades estaban a la orden del día. Se enamoraron y cada una lo guardó en secreto, ante la vergüenza de la homosexualidad –supongo– que aflora con culpa y garrote en esta Bogotá fría y resguardada de los ardores del cuerpo, bajo el grosor de la ruana y los goznes aceitados, durante siglos, de los inmensos portales de las iglesias. Se juntaban con cualquier excusa e inclusive durmieron, en la misma cama, un par de veces y sin revelarlo, se soñaron la una en la otra y la otra en la una, como frente a un espejo de dos caras o estancadas, en los espacios opuestos, de una puerta giratoria. Una noche estaban bailando, con muchas más personas, en una fiesta de garaje; la gente no cabía, unos contra otros saltaban y movían las caderas al ritmo del reggaetón, la luz era escasa, de neón púrpura y naranja y se miraban con exclusividad y acompasaban sus cuerpos, al tiempo con los roces de sus bluyines y camisetas. Se fue la luz, todo se silenció en milésimas de segundos y cuando empezó la gritería, en plena oscuridad, ellas no encontraron otra opción que tocarse, que buscar con el cuello el otro cuello, con 55
el vientre el otro vientre, con la lengua la otra lengua; se embadurnaron de sí mismas, metieron las manos en sus áreas de peligro, debajo de los calzones y con la complicidad de los dedos, se recorrieron, se escucharon sus mutuos jadeos y se murmuraron un amor conjugado en femenino. Tomaron un aparta-estudio en el sector más gay de Bogotá, para que a nadie le cupiera la menor duda, de su acto transgresor y porque el padre de Camila lo recibió como parte de un negocio, por lo que no les tocó pagar arriendo. Reafirmadas en su sexualidad, despotricaban de los hombres, de la influencia fálica en la historia de la humanidad, de los obeliscos, los cohetes y las tuzas de mazorca; su discurso era el de la paridad de oportunidades para ambos géneros, participaron en varias marchas por la igualdad de salarios, por recrudecer las penas de los feminicidios y por crear una selección nacional mixta de fútbol. Veralí terminó sus estudios y fungió como ama de casa, mientras Camila salía a trabajar por las mañanas –estaba haciendo sus prácticas en derecho tributario–; ordenaba y limpiaba el apartamento, sacaba a orear las sábanas y los tapetes y preparaba la comida; como un relojito, se sentaban a la mesa, a las siete de la noche y a la luz de las velas tomaban vino, comentaban los manjares servidos y las actualidades del día. Salían a ver a los pocos amigos que tenían, a rentar películas de dvd y a hacer mercado, de resto holgazaneaban desnudas entre la cama y encerradas, entre sus propios olores, se amaban todos los días de la semana. Era una relación de puertas para adentro, dictada por las necesidades de sus cuerpos, para ser más exactos: por la imposibilidad de despegarse, como siameses compartiendo los mismos genitales. Camila dejó de trabajar y como de solo amor y marihuana no se puede vivir, sus padres se alarmaron y la sacaron, con subterfugios mentirosos y amenazantes, del país; a Veralí le pusieron sus pertenencias en la calle y le contrataron un taxi para que la llevara a cualquier parte. Llegó donde sus padres, averiada, partida en dos, doblegada ante las circunstancias, rendida, convertida en una sábana fría sin almohada, sin colchón y sin cobija. De esa época de aflicción, viene su talante provocador; empezó a trabajar en un gimnasio de boxeo, judo, kung-fu, taekwondo y jiu-jitsu con un pequeño restaurante, en la parte de atrás, donde se servían ensaladas y platos vegetarianos con mucha proteína: mucho garbanzo, mucha lenteja, mucho fríjol y una gran variedad de quesos de soya y cereales. Hombres con el abdomen cuadriculado, brazos y piernas como de toro o rinoceronte, comiendo como aves de corral y agradecidos de que Veralí se esmerara en tener un menú variado y en servir los platos de manera apetitosa. Había mujeres, en bastante menor proporción y se distinguían por emular con los varones en las destrezas de las artes marciales, que pese a su carácter espiritual y de dominio del 56
cuerpo no perdía, en un entorno tan competitivo, su alto contenido de agresividad. “Eres un bocadito delicioso Veralí y muchos, aquí, desearían tragarte de un solo mordisco” le dijo, una vez, el mánager y poco a poco entendió que tantos hombres y mujeres botando adrenalina en un espacio reducido, con ropas de telas ligeras o expandibles, pegadas al cuerpo, abultando sus genitales y musculaturas, no sentían la necesidad de pedir permiso para irrumpir en otros cuerpos; el sexo se daba en cualquier momento y con cualquier persona; pero Veralí utilizaba su inteligencia para sortear los embates de esos encuentros indiscriminados. Más de tres veces, la tomaron por asalto, con indiscreción y con frases, pronunciadas por ella, como: “Tenemos que conversar” o “primero, dime que me amas” o “desnúdame con sentimiento” los pretendidos amantes fortuitos huían, sin remedio, como si les hubieran violentado la cordura o su mal entendida forma de seducción. Pasaron los meses y de la tristeza pasó a la reflexión; se dio cuenta de que con ambos: Mauricio y Camila, había desarrollado cierta sumisión y que las relaciones no se dieron en los términos que ella hubiera querido; al contrario, se convirtió en réplica de ellos y se interesó más por complacerlos y velar por su bienestar, que por sus necesidades. Grave error; por eso el ambiente del “club de la pelea” como se referían al gimnasio, aunque cargante, en ocasiones, fue propicio a su propio despertar. Aprendió a sacar las uñas y creó un campo de energía alrededor suyo para espantar a los depredadores, que harto los había; blindó su cuerpo y su corazón para mantener a raya a quienes sienten tener derechos sobre todas las cosas. “Siento que, por fin, has roto tu caparazón” le dijo Connie, una tarde de domingo, con ese aire de pitonisa que tenía, cuando cerraba las persianas negras de su apartamento para practicar sus artilugios canábicos. Pensó que mostrarse fría –o retrechera– con los hombres y tibia con las mujeres era una forma de mantener el control; con razón o sin ésta, se trataba de un mecanismo que la mantenía equilibrada, por eso cuando entró a trabajar al Nostromo, se mantuvo en esa línea de comportamiento para poder concentrarse en su trabajo y no dejar que el entorno la afectara y la atropellara, como lo hacía antes. Connie le ayudó a desenredar la madeja del encuentro fortuito con sus dos examantes y llegaron a una conclusión bastante coherente: apenas miraron de frente, después del beso, es innegable que ambos la reconocieron, pero Camila, quien no debió haber compartido su doble sexualidad con Mauricio, calló la circunstancia; debió actuar como si nunca la hubiera visto y él –como hacen los hombres para no tener que dar demasiadas explicaciones– minimizó la relevancia del encuentro diciendo que se trataba de “una conocida” y debió comentar algo así como: “Qué raro que salió corriendo, me hubiera gustado saludarla”. 57
Con esa certeza, carcomiéndole el cerebro, porque nada peor que ser borrada del pasado de quienes hemos amado, Veralí se propuso reaparecer en sus vidas; recomponer la narrativa de un romance del cual, ella, se sentía como un actor fundamental. Era obvio que no quería causar ningún problema, pero necesitaba reclamar la justa dimensión de lo que había sido para ellos. “Olvídalo” le dijo Connie y le advirtió: “Cada cual rescata de su pasado lo que le da la gana y no hay nada que podamos hacer al respecto, por duro que esto pueda ser”. “Dejé los santos quietos” le hubiera dicho su abuela pero, indefectiblemente, hay un punto de no retorno cuando alguien se decide a meterse en lo que no le importa; Veralí, entonces, lanzó una red de investigaciones que arrojó los siguientes resultados: Mauricio y Camila estaban comprometidos y vivían juntos en un apartamento cerca de la plaza de Usaquén, donde los domingos hay ventas callejeras, un mercado de las pulgas y por las tardes se reúnen los cuenteros frente a las escaleras de la iglesia. Esperaría que salieran juntos a la calle y simularía un encontrón, de frente, sin la posibilidad de que la evadieran; los saludaría de beso, a ambos, alegre de volverlos a ver. A Mauricio le preguntaría algo personal, como: “¿Aún sigues usando los boxers de caritas felices que te regalé?” y a Camila le preguntaría algo íntimo, como:”¿Por fin, te animaste a ponerle color a la mariposa que te tatuaste cerca del ombligo?”; los dejaría al descubierto, con los titubeos propios de lo inesperado y la carga de un pasado que se aparece, de repente. Había otra alternativa: empezar a llamarlos por teléfono, con intensidad y buscarlos en la calle, por separado, como cualquier acosador; obligarlos a reconocer, entre ellos, su existencia; enfrentarlos, sacarlos de su zona de confort, ponerlos nerviosos, como una vengadora que busca una reivindicación; inclusive, hacerles algo de daño: rayarles el carro con un alicate, romperles un vidrio del apartamento con una piedra o ¿por qué no? robarles los computadores, saber lo que chatean, las cosas que se dicen, los secretos de su intimidad. Podría conseguirse unos secuaces para secuestrar a Camila, encerrarla entre cuatro paredes y tenerla a punta de gaseosas, papas, arroz y carne; carne de cerdo, mucho cerdo y harinas y dulces; engordarla durante varios meses, cebarla, no pedir ningún rescate pero devolverla inmensa, como una lechona con los bordes descosidos. El asesinato también era una opción ¿quién no quiere cometer el crimen perfecto? contratar un motociclista que quebrara a Mauricio, que lo dejara yaciendo en la calle, con la garganta abierta, a la vista de todos; a la vista de Camila, quién llegaría a la escena del crimen y gritaría, sufriendo y untando su blusa blanca con la sangre de su amado, algo así como: “¡Si solamente hubiéramos contado con Veralí, esto no hubiera pasado!” 58
Y en esas estaba, elucubrando sobre la suerte que correrían sus antiguos amantes por haberle negado una tercería que consideraba meritoria, que se había ganado con creces, al fin y al cabo cada amor es un eslabón de la misma cadena, cuando sonó el timbre. Era el cartero, traía la invitación al matrimonio de Mauricio y Camila; el sobre, corrugado, traía la tarjeta en papel de seda, con letras doradas y una hoja, escrita a mano, arrancada de un cuaderno, firmada por los dos que decía: “No faltes, te esperamos”.
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Franca Lucía
Pasaba las tardes jugando bridge y su quehacer social se limitaba a quienes practicaban este juego de cartas considerado, como el ajedrez, un juego ciencia. Había sobrevivido cuatro maridos y al respecto, había escuchado todos los comentarios y repentismos posibles, los cuales toleraba, salvo cuando la llamaban “viuda alegre” porque, en realidad no era tal; la alegría era un sentimiento que la había dejado y en su reemplazo, le había quedado una amargura, manifestada por un gesto hirsuto que combinaba con su ceño, hendido como una grieta sísmica y sus labios rígidos e inexpresivos. Era un jugadora intuitiva que no dejaba de sorprender, a sus oponentes, con declaraciones medidas, a pie juntillas con las normas de la declaración, pero con carteos de recursos insospechados y que demostraban un agudo conocimiento de las debilidades y fortalezas de sus partners y de las parejas contrincantes. Hacía mucho tiempo tomaba Ginko Biloba, suplemento bioenérgetico del cual ponderaba sus efectos potencializadores de la memoria y de la claridad mental. Cuando no estaba jugando, estaba con sus asesores financieros: moviendo la plata, comprando y vendiendo acciones y propiedades y supervisando las fiducias de los demás miembros de su familia; derecho de carácter vitalicio que sus hijos aborrecían pero contra el que no podían hacer nada, con el agravante de que Franca Lucía, a sus setenta y seis años, estaba lúcida y sana “como la diosa Atenea” que si bien era la deidad de la sabiduría y la inteligencia, también era una guerrera, que ni siquiera Ares pudo vencer en las batallas por controlar los dominios del Olimpo. Sólo tenía un amigo; su partner de Bridge, quien oficiaba, a la par, de consejero y de amante durante las noches en que arreciaba la soledad; o de “cargamicas” como le decían sus hijos –“fiduciarios” debo decir– quienes odiaban a su madre y la querían ver 61
muerta, finita, fallecida, con media tonelada de tierra encima y una lápida que dijera: “Aquí yace el pescado más frío del congelador”. Algunos o varios, de sus consuetudinarios de Bridge aseveraban que no les faltaba razón –a los hijos– pues se trataba de una mujer que nunca cesó en la vigilancia extrema de su fortuna y pese a que los testamentos sólo le otorgaban, cada vez, la mitad de los bienes, los impugnó todos y por medio de trucos, de dudosa legalidad, logró quedarse hasta con el último peso, el último metro cuadrado de tierra y la última acción, poseídos por sus maridos. Franca Lucía admitió muchas veces que amaba a sus preciosos vástagos, hombres y mujeres, pero que, entre todos, no se hacía “una bouillabaise” así lo decía, en tono altisonantes para puntualizar en el hecho, incontrovertible, de que eran consentidos, malcriados y botaratas, capaces de diezmar, con feroz apetito, sus ganancias y su habilidad para mantener incólume el patrimonio y la fluida liquidez necesaria para mantener los privilegios que demanda el más encumbrado estatus. Jugando Bridge era igual, nunca declaró un contrato, de basas, que no pudiera cumplir y su partner nunca daba voces autónomas, sino que jugaba en función de las cartas de ella: como guiado por una intuición ventrílocua. Sucedieron cosas, tres veces, que, eso, cuando se es de descendencia eslavo-magyar revierte cierto significado; a las series de tres eventos seguidos, tres sueños iguales o tres objetos que se rompen, hay que ponerles cuidado, analizarlos e inclusive recurrir a las artes adivinatorias. Franca Lucía –aunque de bisabuelos gitanos– no creía en esas habladurías, pero, para ella, fue obvio que había empezado a recorrer sus pasos, a caer inmersa en esa línea de acontecimientos y recuerdos que revisan nuestra vida y que terminan con la muerte. Lo primero, sucedió un domingo por la noche; volvía de jugar Bridge en la finca de unos amigos y alcanzó, entre el carro, a dormir un rato. Despertó con sobresalto porque sintió el frenazo abrupto y el jalón, hacia la izquierda, que dejó su Mercedes Benz en un pequeño terraplén, fuera de la carretera; se había estallado una llanta y mientras se hizo el cambio, se bajó a estirar las piernas, pidió a su conductor una linterna y se extrañó, con aprehensión, de que hubieran quedado, justo, a la entrada de una de las haciendas de su segundo marido y que fue, precisamente, donde tuvo el ataque cardiaco, que se lo llevó, con premura, al sepulcro. Apuntó la luz al letrero de la entrada y leyó “La Fosforera” en las letras de cemento blanco y recubiertas de un material cobrizo, sobre el ladrillo del arco de la entrada, donde tres generaciones anteriores, empezara su familia política a construir un imperio que nació con una fábrica de 62
fósforos y cuatro tiendas de abarrotes, en Bogotá –llamadas “fosforeras”, por asociación– y que para la mitad del Siglo XX eran más de sesenta. Recordó las caballerizas y las mañanas en que recorrían la región de Funza, en Zalamera y Cayena, yeguas de paso colombiano, que los llevaban casi sin rienda, ni espuela, hasta una casita frente al río Chicú donde, antes de guarecerse del frío o la lluvia, se desnudaban y dejaban que les cayera la noche en un solo abrazo. Recordaba los desayunos, huevos con papa y tocino, en la tienda de Don Antonio y el recorrido de vuelta, entre sembrados con todas las tonalidades del carmín, al amarillo, de los interminables sembrados de rosas y claveles, muchos, de los cuales, les pertenecían. Lo segundo, fue un desafortunado encuentro con el Doctor Ancízar Recamán, a la salida de un Carulla y el saludo hipócrita, entre los dos, que le recordó el juicio de sucesión de su cuarto marido –hacía un poco más de diez años– y en el que se reveló que su testamento le reconocía la cuarta –de libre disposición– del patrimonio global a dos amantes y cuatro prostitutas de un burdel chapineruno: El Sofá Rojo, donde, al parecer, pasaba gran parte de las horas que supuestamente dedicaba al golf y a la vida de clubman que decía tener. A las dos amantes las neutralizó sin problema, estaban casadas con hombres prominentes e hicieron lo correcto para evitar cualquier escándalo; se enternecieron, eso sí, cuando supieron que por tan furtivos amoríos iban a recibir las casas de campo, rodeadas de sauces y geranios, donde pasaron sus tardes de delito. Pero Franca Lucía decidió, con las prostitutas, poner en práctica otro tipo de acercamiento; disfrazarse de hombre, requerirlas en su sitio de trabajo y una por una, en noches distintas, en cuartos distintos y con zapatos, cinturones, corbatas y pelucas masculinas distintas, las llenó de trago y droga, les puso cien mil pesos en las narices y un documento de tres hojas que firmaron –cédula de ciudadanía en mano– con la misma celeridad con la que recibieron la plata. El tercer suceso, con ese aire circunstancial de los otros dos, se presentó con una claridad irrefutable. Tenía destinado el primer martes de cada mes a dejar ofrendas en las tumbas de sus maridos y murmurar, con apuro, un par de rezos; pero ese martes, de principios de enero, las calles de Bogotá estaban sin tráfico, pero nubes negras como cigüeñas gigantes cargadas de hijos expúreos, taparon el sol, después de un mediodía radiante y el recorrido desde su casa en el barrio La Cabrera hasta el Cementerio Central, que auguraba ser luminoso y apacible, le produjo escalofríos. El aguacero fue tan torrencial, tan salido de su cauce, que el uso del paraguas se hizo inútil y Franca Lucía se vio obligada a guarecerse bajo el amplio techo del panteón de la familia 63
Arzayús Quebradablanca, donde yacen los restos mortales de su primer marido y toda su descendencia de hombres y mujeres probos dedicados, desde la política y los estrados judiciales, al servicio de la patria. No tuvo más remedio que entrar al recinto, protegido por columnas y leer de nuevo –sin los apegos de la juventud– los epitafios sonoros y apreciar el friso labrado, sobre los capiteles, alrededor de la base de la cúpula, de la batalla del Pantano de Vargas, en la que Simón Bolívar, al borde de la derrota, contó, entre sus hombres, con Mayoral Arzayús Payandé quien afiebrado y descalzo, desde el paso de Pisba, tomó el uniforme de un español muerto, se lo puso y mató por la espalda, con cuchillo y bayoneta, a no menos de quince realistas. Y en esas estaba, atestiguando la gloria de unos antepasados que se le antojaban ajenos, cuando vio en un resquicio de la bóveda una escoba y un recogedor de basura; se sonrío, ante el anacronismo y se acercó unos pasos; en el piso, suelta y apoyada contra la pared había una lápida, con su nombre, el que tuvo y con el que engendró sus tres primeros hijos: Franca Lucía de Arzayús y Ponce de León. Detrás de los vidrios opacos de su carro, de vuelta, por la Carrera Séptima y las nubes aún soltando su última salmuera, se le vinieron los millones de instantáneas de su pasado, en un solo instante; sacó una cajita dorada, colgada al cuello y puso, bajo su lengua, una pastilla para aliviar la presión del pecho, se echó para atrás y vio, con los ojos cerrados: la mañana fría en que nació, la estridencia que se filtraba por las ventanas y el arrullo tosco de las enfermeras; el triciclo verde de su hermano, que nunca le dejó tocar y la prohibición expresa, de su padre, para no hacerlo; los golpes que le dieron en los nudillos, con una regla, por adelantarse a comer, antes de que las monjas del colegio hicieran la oración de agradecimiento por el alimento a recibir; el regaño de su madre, por llevar las medias blancas del uniforme, por debajo de las rodillas, en el momento que le informó sobre su primera menstruación; Andrés, su primer amor, el que nunca pudo entrar a su casa por ser hijo de madre soltera; su fiesta de quince años, en la que vio a su padre levantar a una mesera, a veinte centímetros del piso, con su mano metida entre los calzones de la indefensa mujer; el pasaje para viajar a Europa, con una chaperona que se aseguró de dejarla, en el internado, de jardines enrejados, donde estuvo un año aprendiendo glamour y modales; sus escasos tres meses de universidad, de donde la sacaron para casarse con el único hombre al que dejaron cortejarla por más de tres semanas; el nerviosismo de sentir sus pezones, a punto de explotar, la noche de su luna de miel, con los mil pliegues del vestido de novia tapándole la cara; el anuncio de su primer embarazo, de boca de su marido quien recibió la noticia, en su oficina, a través de su secretaria que llamó al ginecólogo; su 64
amiga Francine, del club, que usaba pantaloncitos calientes y entraba al área de la piscina en bikini, sólo, porque era francesa; las incontables pantimedias de nylon que encontraba entre los bolsillos de los trajes de su marido y ese olor a pachulí que las delataba, desde que entraba a la casa, borracho, la mayoría de las veces; la bota campana de sus bluyines que usaba en la finca, exclusivamente, porque no era bien visto llevarlos para ir al supermercado, por ejemplo, donde se podía encontrar con algún conocido; el primer y último pase de cocaína que se metió, porque estaba de moda y se la ofrecieron como si fuera caviar; el hijo que perdió porque se rodó las escaleras, al salir corriendo de su cuarto, donde se encontró a su marido, en la cama, con otro hombre; su abigarrada agenda social, único mecanismo que la alejó de los problemas caseros que eran –¿quién lo diría?– con los que menos podía lidiar; los caballos que compró a un precio absurdo porque le parecieron los más lindos del mundo y que, con el dolor de su alma, le tocó devolver cuando descubrió que le había pagado a un narcotraficante; la oportunidad que tuvo de tener sexo, con el arquitecto que remodeló la casa de La Cabrera, pero que desechó, a su pesar, porque se dio cuenta, a tiempo, que las arbitrariedades cometidas, durante su crianza, no le hubieran permitido vivir con una culpa de ese tamaño; la tristeza inmensa, que le conmovió hasta los tuétanos, del asesinato de Guillermo Cano, porque leía sus editoriales del periódico, con asiduidad y admiración y porque fue la primera vez que pensó: “A este país, se lo llevó el diablo”; su recuperación de un cáncer que tuvo en la matriz y después de la cual, su marido no la volvió a tocar; los langostinos salteados, con salsa de alcaparras, que le sirvieron en el restaurante, de Nueva York, al que la invitó su hijo mayor para contarle que era homosexual; la fiesta de fin de siglo, en el Club del Campo, donde, por buscar doce uvas en la cocina, vio, al entrar inadvertidamente a una bodega, que llenaban botellas vacías de Dom Pérignon, con una champaña nacional; su cuarta luna de miel, en Bora Bora, donde su marido la reprendió, casi hasta los golpes, por haberse afeitado la vagina; el accidente automovilístico en que el novio de su hija menor perdió la vida y los recursos inauditos que usaron sus padres para cubrir el hecho de que estaba manejando drogado; el cumpleaños número cien de su padre, en el que reconoció a todos sus hermanos, menos a ella; su anhelado viaje a las islas griegas y el sentimiento de soledad que no la abandonó, desde que se subió al avión; los vestidos negros de sus varias viudeces, alineados, entre un clóset inmenso, sin luz y con olor a naftalina; la navidad de 2011, en que ninguno de sus hijos se hizo presente, ni le timbró, ni le mandó un regalo, ni un mensaje de texto; el frasquito de nitro, sobre su mesita de noche, desde el preinfarto que le dio a la salida del Teatro Colón; el vestido de reina de corazones que se puso para un torneo de bridge, de disfraces y el comentario de uno de sus más 65
reconocidos oponentes, que le dijo: “Te hubiera quedado mejor el de reina de diamantes”; los cuatro ataúdes que acrecentaron su fortuna y las caras borrosas de sus hijos, al fondo, escondiendo a sus nietos y dos biznietos de los que no se sabía bien sus nombres. Después del semáforo de la Calle 85 y el giro a la izquierda, por la bajada frente a la casa mal restaurada del famoso arquitecto Planas, Franca Lucía abre los ojos y expulsa, con un discreto eructo, el gas que, atorado en el esófago, presiona el esternón y la tráquea; apenas pasa el susto, a la altura de la peluquería Macho´s, recuerda un fragmento de Pablo Neruda, de su poema de amor número 10: “Siempre, siempre te alejas en las tardes / hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas”.
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Hilda Socorro
Cuando todos los exámenes demostraron que su cuerpo estaba libre de cáncer, fue cuando más necesitó de su psiquiatra. “Siento como un caballo galopando en mis entrañas” decía, con desasosiego, en el diván, mirando hacia una ventana con persianas. Una de las mejores noticias de su vida y ella parecía sucumbir ante la circunstancia; su familia feliz, alrededor y su agradecimiento con sus hermanos y sus hijos era manifestado con unas sonrisas postizas que ocultaban los sinsabores del miedo, en su forma más esquiva: la ansiedad. Había estado tan ocupada, estando enferma, que el tiempo libre y la oportunidad de aprovechar a plenitud su existencia, le quedaron grandes: todas las expectativas y sueños se le vinieron, en avalancha y quedó inmóvil como el aventurero que llega a un nuevo continente y cae en arenas movedizas. Sólo se sentía tranquila entre las cobijas, donde se sentaba frente al computador a consultar sus correos electrónicos, responder nimiedades en Facebook y ver, una tras otra, películas y series de televisión. Era traductora certificada y en sus mejores épocas tradujo, del alemán, unas obras menores del teatro de Günter Grass, algunos sonetos de Rilke y los Himnos a la Noche de Novalis; de resto se trataba de textos jurídicos y administrativos y documentos para ser apostillados ante el Ministerio de Relaciones Exteriores. Desde joven, sufría de problemas gastrointestinales porque, al parecer, somatizaba su estrés en la boca del estómago, con oleajes de dolor que le llegaban hasta el colon; le prohibieron los lácteos, primero y después el vino, el ají, el brócoli, las carnes frías, el limón, el vinagre y el gluten; le recetaron, en un período de quince años, todas los antiácidos del mercado y todas las marcas de ranitidina, a la par con los consabidos supositorios de glicerina y los lavados de café o aceite de ricino. Desarrolló 67
hemorroides y se acostumbró al color rojo brillante que quedaba en el papel higiénico con los apremios del cuerpo. Llegada la edad madura, o sea cuando se tiene cincuenta años y uno se siente de cuarenta pero el cuerpo responde como si tuviera sesenta, a Hilda durante un examen de rutina le descubrieron un carcinoma escamocelular, en el canal anal, que el médico manifestó como: “Usted lo que tiene, señora, es un cáncer de la piel, en el ano”. Hasta el sol de hoy, se pregunta si el médico lo dijo con el ánimo de aliviar la carga del diagnóstico, porque el tratamiento no distó mucho del de la mayoría de los cánceres: quimioterapia, radioterapia, cirugía y más quimioterapia. Aunque, afortunadamente, el tumor fue descubierto muy a tiempo, pues no le habían crecido raíces, ni ganglios periféricos, ni hecho metástasis en ningún otro órgano, ni cavidad de su anatomía, estaba aferrado al esfínter izquierdo que es uno de los músculos que maneja la entrada y salida de los desechos intestinales. Pensar en una cirugía, era tomar el riesgo de terminar con una colostomía o sea evacuando la materia fecal por un hueco, en el bajo vientre, en una bolsa plástica desechable, hasta el final de sus días; optó, entonces, motivada por su médico a, primero, reducir el tamaño del tumor por medio de un ataque frontal de infantería, a cargo de un ejército de drogas intravenosas y un ataque aéreo por medio de rayos de protones disparados por una máquina, radioterapéutica, como inventada por la tecnología multidimensional de la ciencia ficción. El cáncer no duele sino en estados avanzados y terminales que se tratan con morfina y otros paliativos que permiten abrazar con alegre valentía la muerte. Sin embargo, duele en el alma, porque le hemos dado un valor sobrehumano y la sola mención de la palabra derrumba más sentimientos que la cirrosis o la hipertensión, igual de mortíferas, pero –por alguna razón– más livianas al oído y a la sensación de peligro. Hilda pensaba que cuando su marido, de quien se había separado hacía más de veinte años, anunció su severo problema cardiaco –que sin piedad se lo llevó a la tumba– nadie sufrió tanto como cuando, ella, se comunicó con cada uno de sus hijos y familiares a decirles que tenía cáncer. A su padre se le quebró la voz, que era lo más cercano que, el anciano de casi noventa años, había estado de un lloro; su hija recibió la llamada en Broadway, subida en un bus y su grito de tristeza paralizó Times Square y sus alrededores, por minutos enteros y a su otra hija se le notaban las lágrimas limpiadas con la manga, de afán, cuando fue a visitarla. Sus amigas que no llamaban nunca, llamaron; con inusitada frecuencia, en su página de Facebook, preguntaban por su bienestar y sus vecinos empezaron a dejarle, en la puerta, postrecitos y dulces de papayuela y guayaba, sus favoritos; la invitaron a cuanta efemérides social se realizó 68
en Bogotá y adonde llegaba la saludaban con abrazos exagerados y la vocecita ficticia e idiota que se utiliza con los niños chiquitos. “Pobrecita, yo” pensaba “con cáncer y sin haber hecho nada por lo cual ser recordada” seguía pensando; “me morí, sin pena, ni gloria” era el sentimiento general que la invadió los primeros días, hasta su primera radioterapia, donde calibró la verdadera dimensión del cáncer: gente poniéndole la frente a la enfermedad, con senos cercenados, cabezas calvas, piel magullada, huesos a la vista, cirugías en ciernes, el corazón en la mano y la esperanza guindada en las entrañas, como una hamaca, en la mitad de la tormenta. La primera cita con el oncólogo es, generalmente, desmoralizadora porque el paciente llega con un manojo de preguntas que no pueden ser contestadas sino después de cumplir con la realización de rigurosos exámenes. Hilda fue muy paciente, al respecto, no tanto en aguantar los procedimientos, que no son demorados, ni dolorosos, pero sí en cuanto al papeleo con la entidad encargada de su seguridad médica, la empresa que por más de dos décadas recibía, sin problema, una cuota mensual, ahora sacaba las uñas y para la autorización de cada examen buscaba cualquier esguince para negarla o complicarla, en extremo: el clásico mecanismo de aburrir al paciente hasta obligarlo a recurrir, lo menos posible, a sus servicios. La segunda cita con el oncólogo es aún más desmotivadora porque nunca arriesgan a decir nada favorable, salvo unos porcentajes de posibilidades, propios de los momios frente a una ruleta o a una carrera de caballos; el cáncer reacciona de formas tan aleatorias, según cada persona, que el especialista se compromete lo menos posible con un resultado, garabatea unos nombres de químicos impronunciables, en un papel divinamente impreso y membreteado, formula las especificaciones del tratamiento y estampa su sello, con el número de registro de su tarjeta profesional y su firma; en su caso se trató de dos ciclos de quimioterapia y treinta exposiciones al disparo de los rayos de la radioterapia. Cuando fue a hacer la cita para iniciar la quimioterapia, inspeccionó el lugar: una serie de sillas reclinomáticas, divididas en cubículos, con pacientes conectados a sus drogas; nadie parecía estar muriéndose, al contrario, el ánimo general era más bien festivo, los enfermos conversaban con sus familiares o con sus cuidadores, comían y tomaban toda clase de refrigerios, pululaban los televisores encendidos, celulares y computadores personales; nadie estaba vomitando o convulsionando y menos recibiendo los santos óleos. Hubiera querido empezar al día siguiente pero faltaba instalarle un catéter interno, en el pecho, entre la vena subclavia y debajo de la piel: un procedimiento quirúrgico de veinte minutos, pero, de nuevo, mientras se hizo la cita con 69
el cirujano y se pidieron las autorizaciones administrativas de rigor, pasaron otras dos semanas; el día señalado, por fin, llegó y Hilda fue con su hija, la mayor. Ambas mantuvieron una fortaleza fundamentada en la vitalidad, en la realidad irrenunciable de que, por la salud, cualquier esfuerzo hay que asumirlo con entereza y a la vez humildad ante el universo; o ante dios, lo que pasa es que, ella, no creía en un poder superior distinto al orden natural de las cosas. El catéter interno resultó ser un recurso maravilloso, porque evita los pinchazos en los brazos y la relativa inmovilidad, sin ningún tipo de cuidado especial y puede durar entre el cuerpo, los meses o años que dure el tratamiento, sin estorbar. En un lapso de tres a cuatro horas, pasan por la vena varios sueros, medicamentos para proteger el estómago y por último la droga curativa, la bomba nuclear, la que llega a diezmar el cáncer pero que irrumpe con violencia en otros ámbitos orgánicos; es el precio a pagar por luchar contra una enfermedad, como muchas otras, pertinaz y recurrente a la hora de atacar la caballería de arqueros y soldados blindados con lanzallamas que defienden la inmunidad del cuerpo. Como en Hiroshima, también hay un Nagasaki, Hilda salió con otra bomba –ésta, sí, de plástico– conectada al mismo catéter, que suministra una segunda droga, durante cinco días seguidos, las veinticuatro horas del día, sin parar; a través de una cápsula, colgada al hombro, lograba constatar la imperceptible inyección de, este, otro líquido diseñado para sitiar y seguir acorralando las células cancerígenas, quitarles su ímpetu y restarles su capacidad de reproducción. Quimioterapia y radioterapia van de la mano, la segunda resultó más sencilla, pero más larga la espera, de cada procedimiento diario y más susceptible a producir tristeza porque los pacientes, unos a otros, se ven en los corredores, con sus ligeros camisones, de apertura vertical a la espalda, mostrando sus heridas y su verdadero desmoronamiento; muchos son los estragos de la vejez misma pero duele, duele mucho, porque también se ven niños y gente joven, con vidas por delante e ilusiones aun no destronadas. Hilda se sentía feliz de pensar que era ella, en ese sitio, ante esa máquina inventada por Stanley Kubrick y no alguna de sus hijas o su nieta que aún no cumplía un año. Se sentía feliz de que la ciencia hubiera avanzado lo suficiente para tratar su problema y no tener que recurrir a los artilugios de medicinas alternativas, que Hilda creía recursos motivados por la ignorancia y el desespero. Igual, se fastidiaba mucho con sus amigas que le sugerían soluciones inocuas: linaza y uvas isabelinas, en ayunas; cartílago de aletas de tiburón, en polvo, revuelto con suero de leche de cabra y vinagre de sidra; hojas de piñuela y quina trituradas y dejadas al sol con miel sin pasteurizar; infusiones de pepas de guanábana y pelos de mazorca, con cebolla larga y 70
romero; cuatro, o cinco, ajos pelados, antes de acostarse; té verde, de diente de león o de uña de gato; y un sinfín de productos de tiendas naturistas que si bien eran utilizadas por chamanes, de todas las épocas, desde los sufis, contradicen la certeza pragmática de la frase que aparece, con recurrencia, por internet: “You don't hum away a brain tumor”. Para su primera radioterapia, a Hilda la recibieron con un Sharpie y le pintaron líneas en las caderas, las ingles y debajo del ombligo; la pusieron, de frente y con las piernas abiertas, desnuda de la cintura para abajo, sobre un molde que garantizaría, en lo sucesivo, una posición inalterable del cuerpo y así, sin moverse, la dejaron sola, en un cuarto inmenso, cuya única salida era una puerta gruesa y blindada que protegía de la radiación a quienes quedaban afuera. La máquina hizo unos cálculos enormes para centrar su cuerpo, de acuerdo a los haces de luz encargados de afinar las coordenadas y dos codos de metal la rodearon, por los lados: giraron 360 grados con un pitido y una señal que variaba de colores, durante menos de dos minutos e inmediatamente, igual, en sentido contrario. Eso fue todo treinta veces, durante treinta días seguidos, menos los sábados y los domingos, que la dejaron con la piel lisa, como una lámina de fórmica, la vagina híper sensible y una diarrea incontrolable, acompañada de un escaso control de los esfínteres; en varias invitaciones que le hicieron, en las que muchos festejaron su buen semblante, ella estaba usando pañales desechables. Terminado el tratamiento, se acercaba diciembre y el evento de bautizar a su nieta. Su hija menor vino de Nueva York y la llenó de su contagiosa alegría. Hilda no se sentía del todo bien, pero ponía su mejor cara, pese a que a su cuerpo no le interesaba levantarse de la cama; dormía de día, pasaba las noches en vela sin más poder de concentración que el de ver telenovelas y llenar páginas enteras de sudokus y crucigramas; la invadía una desazón, apenas curable con los ponquecitos Ramo que le gustaban tanto y cajas inmensas de chocolates. Aprendió que los oncólogos, en general, no consideran como determinante la alimentación en la lucha contra el cáncer, al contrario prefieren que el paciente evite la mayor cantidad de cambios drásticos, en sus rutinas, que le puedan elevar el estrés y las preocupaciones; por eso no se lanzó a balancear su dieta, de inmediato y llenarla de frutas y verduras, según se recomienda sino que rescató, con felicidad absoluta, antiguos afectos: el arequipe sobre galletas Saltinas y la leche condensada con gelatina, sobre panqueques o tostadas francesas. El valor construido, hasta ese momento, no es más que un andamio a la deriva; el organismo resentido, responde en cámara lenta y son las semanas posteriores, a la quimio y la radio, las más difíciles; o así lo fueron para Hilda –cada caso es distinto– con 71
el infortunio de que una fiebre elevada la obligó a una hospitalización de urgencia que fue muy dura porque le quitaron los días para los cuales estaba anhelando su pronta recuperación: su cumpleaños, el bautizo de su nieta, el cumpleaños de su hija menor y la navidad. Esta última, la había odiado desde su niñez, pero, en secreto, ese año estaba feliz de reunirse con su familia y de que la vieran recuperada; en cambio, desfilaron, de a poquitos, por su cuarto de paredes verdes claras, con pitidos por todos lados y líquidos intravenosos. Resultó que la droga de la quimioterapia le causó una inflamación pulmonar que tocó combatir con altas dosis de cortisona y el uso obligado de oxígeno; por más que trató, no logró sentirse bien, además que el recto y el colon aún no se recuperaban del impacto de la radioterapia y el uso de pañales se volvió constante. No tuvo más remedio que tomarse las cosas con humor y considerar, con una jocosidad, más bien artificiosa, que la tercera edad se le había adelantado. El diagnóstico –de la neumonitis– fue acertado y se descartaron, de paso, cualquier proceso infeccioso y la posibilidad, aunque lejana, de algún tipo de metástasis. Volvió a su casa antes del fin de año y cumplió, como todos los años, su objetivo de acostarse temprano, el 31 de diciembre, otra de las fechas que nunca había sido de su agrado. En enero le quitaron el oxígeno y las plaquetas y glóbulos blancos subieron a sus niveles normales, lo que le permitía salir sin tapabocas y aminorar las preocupaciones, sin embargo sentía una debilidad extrema y cualquier caminata la dejaba extenuada; sumado a esto, se sentía avejentada. Mientras sus amigas iban a visitarla con sus pintas de gimnasio, mostrando el temple de sus cinturas y la tonificación de sus brazos y muslos, ella, en cambio, aunque no estaba gorda, se sentía fofa, descolorida y eso la apenaba porque estar viva es importante, pero verse viva, en los términos que demanda la estética del consumo, es un anhelo interno inevitable para las mujeres. Hilda tenía la sensación de que es una presión que, hoy por hoy, los hombres también sienten, aunque es normal ver cincuentones barrigones, con papada y eso no parece vulnerarles su autoestima, ni su seguridad en sí mismos. El espejo le devolvía una imagen estragada y el maquillaje era de poca utilidad mientras su piel no recuperara su brillo y consistencia naturales; se decidió a tener paciencia y se dio cuenta de que sus preocupaciones eran magnificadas por el hecho de que se acercaba la fecha del primer diagnóstico, después del tratamiento, por lo que era imposible negar el miedo que sentía y su influencia en los detalles más ínfimos de la cotidianidad. “Al fin y al cabo somos seres humanos” se repetía, pero vivimos inmersos en una cultura que prefiere ocultar las debilidades; hemos adquirido, hombres y mujeres, una necesidad de superación basada en mostrar fortaleza, así toque inventársela de la nada, buscarla en 72
los libros de autoayuda o comprarla en los consultorios de los cirujanos plásticos. El examen demostró, al tacto, que el tumor no había desaparecido del todo pero se había reducido, en un 85%, lo que ameritaba un parte grande de satisfacción; tocaba “sacar el bocado” como lo expresó su médico y se trataba de una cirugía menor, ambulatoria, sin peligro alguno para la función esfinterial. El pedacito extraído le fue entregado a Hilda en una copa plástica, con tapita azul, para ser llevado al laboratorio, cruzando la Carrera Séptima, frente al hospital, donde le harían la biopsia; el resultado demoró tres días y en caso de encontrar, todavía, células cancerígenas, estaría obligada a otro ciclo de quimioterapia. No fue necesario, estaba libre de cáncer y ese fue el motivo grande de alegría que su familia festejó con bombos y platillos. Ahora bien, existen unos protocolos de seguimiento porque un cuerpo que ha producido cáncer es capaz de volverlo a producir y aunque, el suyo, era de los menos agresivos, nada garantiza que no se dispare, de nuevo, con mayor agresividad. Los exámenes debían ser, cada tres meses, los primeros dos años y de ahí, en adelante, cada seis meses y el doctor le aconsejó, por el momento, no quitarse la cánula del pecho, que cada vez se delineaba más y era más notoria su forma de embudo. Por más que trató, el regocijo no afloraba con el brillo de las buenas nuevas, razón por la que consideró perentorio visitar a su psiquiatra, a quién no veía hacía más de una década. Se refería al cáncer como “la C mayúscula” para acentuar el poder apocalíptico que le hemos dado a la enfermedad y de mutuo acuerdo, convinieron llamarlo “capricornio” durante las sesiones o a veces “el cangrejo” como le decía un amigo de Hilda que padeció Linfoma del Manto: una formación cancerígena en el intestino, de muy difícil curación. Lo hablado en esas sesiones fueron recapitulaciones de las muchas veces que, por tiempos prolongados, estuvo en terapia psicoanalítica, con Freud, como testigo omnipresente, de sus enfrentamientos con el diván. Hilda se chocaba de que sus pensamientos y deseos estuvieran determinados por circunstancias ajenas; los medios de comunicación exaltan los éxitos que mucha gente con cáncer ha tenido y dicha narrativa la decoran con frases como: “El cáncer ayuda a encontrar el camino”, “El cáncer desentraña el talento”, El cáncer impulsa a descubrir el verdadero ser”, “El cáncer quita los miedos”, “El cáncer intensifica las vivencias” y ella no sentía nada de eso, sólo un tremendo vacío y una falta de energía constante, como las mangueras, de los patios, llenas de huecos remendados mil veces. Le daba pena con su familia, verse siempre amodorrada y desalineada; callada, siendo que su forma de ser era dicharachera y con la chispa de los comentarios repentinos: era crítica 73
acerca de los fenómenos políticos del país y hablaba de cine con una pasión alimentada por su cultura cinematográfica, destructora de los paradigmas de Hollywood y admiradora del cine independiente, específicamente del cine Sundance y del cine-arte europeo. Tenía, a raíz de su enfermedad, un batiburrillo en la cabeza que dejaba salir sin mucho juicio, ni coherencia, en el consultorio de su psiquiatra con la esperanza de que, el facultativo, desenredara la madeja, atara los cabos sueltos y le procurara la tranquilidad, hasta ese momento: esquiva. Se avergonzaba de “mis mezquindades” así las reconocía, aunque no fueran más que meros extravíos del espíritu; a la envidia –por ejemplo– que sentía por los traductores, del alemán, que habían logrado mantenerse vigentes, la llamaba: aries. La reconocía en las librerías; se acercaba temerosa a las obras literarias de autores nuevos como Julia Franck o Marcel Beyer y miraba, de reojo, el nombre del traductor; conocido o desconocido, lo repudiaba, de inmediato y en su mente le inventaba una historia fulminante de mediocridad y arribismo literario. “¡Detestable que los editores ahorren en la traducción!” exclamaba a quien estuviera a la mano y el hecho, ante su psiquiatra, era descrito como: “Un ataque de aries”. Tauro era el nombre que le tenía a su consolador y quien la llenaba de una enorme y plateada culpabilidad por ejercer, con demasiado ímpetu, un placer solitario y proscrito. Al deseo sexual por uno de los vecinos de su edificio, lo llamó: escorpión; y a la actitud sumisa, que tanto la fastidiaba y que asumía con sus hermanos a quienes dejaba que le dijeran cualquier cosa, por desagradable que fuera y que la mangonearan a su antojo, le decía: geminidad. Cuando se le acabaron los signos del zodiaco, a sus miedos les puso los nombres que se acordó, de la tabla periódica de los elementos y a su fobia por la higiene extrema le puso: antimonio, a la agresividad de los conductores, manejando como locos, la llamo: cobalto y a los ascensores de vidrio, que muestran sus entrañas de cables y frenos, los bautizó: silicios. Al cabo de un tiempo las sesiones se vieron entorpecidas por lo que parecía ser un recurso ingenioso de resemantización lingüística, pero, que, obligaron a su psiquiatra a llevar un diccionario paralelo que creció exponencialmente cuando a Hilda se le convirtió, el traslapo de significados, en su única felicidad. “Si cáncer es capricornio, pues diamante puede ser cualquier mierda” dijo, furiosa, cuando su psiquiatra declaro como “infructuosa” su forma de evadir la realidad y le pidió disculpas por pensar, al principio, que se trataba de una forma terapéutica que podría resultar positiva; de tal manera que canceló las sesiones y dedicó sus horas productivas a perfeccionar su jeringonza. “Moriré incomprendida y en el más completo anonimato, como el hombre que se inventó el esperanto” decía y una sonrisa grande asomaba en la 74
mitad de su cara, que todos, a su alrededor, le celebraban. Cuando resultó que el cáncer había reaparecido, ella no entendió muy bien lo que le estaban diciendo y respondió que: “Urano tiene de jurisconsulto, lo que impregnado queda en las cataratas de Iguazú” y lo único cierto de su ilación reinventada es que se negó al tratamiento y así, sin más cirugías, ni radiaciones, ni quimioterapias, logró morir de vieja y con: lucidez, que es como llamaba a la demencia.
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Livia Nazarena
Cuando terminó su relación con Ildefonso, se propuso estar sola por un rato y no pasó de ser la intención repetida de cuando rompió con Froilán, Gregory, Jero, Sebas, Vicentico, Willy y Zapata por nombrarlos, como lo hacía, ella, por orden alfabético. Para una mujer de cuarenta y tres años no eran ni muchos, ni poquitos, pero si hubiera una medida de la intensidad humana –inventada por algún científico desocupado– Livia se llevaría a la mayoría de sus amigas por delante, porque, lo suyo más que codependencia era esta idea, absurda, de que cuando uno ama, se pasa a vivir entre el cuerpo del otro; sí: como las aleaciones de dos metales para crear uno más estable, pero indivisible sin un proceso dispendioso y la mayoría de las veces, fallido. A cada uno le tenía su altar –empecemos por ahí– con cientos de fotos en alta resolución, tomadas con su iphone y velas de bombillito para poder dejarlas prendidas, las 24 horas del día, no fuera que un descuido en sus requerimientos celestiales causara un mínimo estropicio romántico. Livia no tenía página de Facebook personal, sino una por cada noviazgo; o sea que sólo en virtud a su cercanía íntima con otro, tenía vida en las redes y no podía ser de otra manera porque nada en su ser era propio, hasta no ser compartido y validado por su pareja. Hay mujeres así –¿qué le vamos a hacer?– pero Livia era, a pesar de su incapacidad para ser autónoma en lo concerniente al amor y sus derivados, una relacionista pública de marca mayor. Porque –digámoslo de una vez– su problema no era el de ser víctima del machismo o proclive a la dominación masculina, sino que nos volvemos disfuncionales cuando tratamos de coordinar los latidos de dos corazones, al tiempo; suficiente tenemos con el que nos pertenece, que más veces, de las que uno cree, se nos sale del pecho y toca darle cuerda y consentirlo un rato acunado en los brazos. 77
Trabajaba en Krünner, la empresa holding de las más importantes industrias cerveceras de Latinoamérica y sus piernas recias y sus pisadas fuertes, como azotando el piso, eran de todos conocidas y apreciadas, sobre todo en el piso quince, donde quedaban las oficinas de Presidencia y donde los socios internacionales llegaban, directo del aeropuerto, cada semana a discutir negocios de importancia y cifras estratosféricas. Era el deber de Livia atenderlos, organizar sus agendas, mientras estuvieran en Bogotá, llevarlos de compras, de turismo o a pasar un rato agradable si, esas, eran las necesidades. Su responsabilidad, también era la planeación y desarrollo de las reuniones y almuerzos empresariales, pero para todo lo que fuera a nivel ejecutivo tenía apoyo logístico, de las demás dependencias; lo suyo, donde se ganaba su estupendo salario, era en el servicio personalizado, a los grandes cacaos de la compañía y –por favor ¡nada de malentendidos!– cualquier apetencia carnal, cualquier “parada en los pits” como se dice en el argot de la alta gerencia, se solucionaba con una agencia de acompañantes cuyo contacto lo hacían los choferes, ella no se metía, para nada, en esos asuntos, ni era parte de sus funciones hacerlo. En lo personal, aunque era una mujer sugestiva y hermosa, con dominio absoluto de cinco idiomas y de cualquier situación que requiriera de etiqueta y protocolos, ninguno de los hombres y mujeres con los que tuvo que ver, a nivel laboral, se atrevió a pasar, nunca, a un plano distinto del absolutamente respetuoso y formal, propio de la Krünner en todas sus filiales del mundo. “Estoy segura que si trabajara en una destiladora de guarro, las cosas serían distintas” le contestó Livia, con sorna, a alguno de sus amantes, cuando le preguntó al respecto de sus relaciones en la oficina; tema que, tarde o temprano, todos los pretendientes, tocan con improvisado disimulo. Lo otro, es que sus amigas coincidían en reprenderla acerca de lo poco ambicioso de los hombres de quienes se enamoraba; era como si tuviera un radar para captar a los más indolentes y perdedores y esos eran los que le llamaban la atención. Es muy posible que prefiriera ser la de llevar las riendas en la relación, pero eso no quiere decir que no haya ejecutivos en puestos de mando, creadores de empresa o brillantes economistas –por dar unos ejemplos– que siendo exitosos, acepten asumir posiciones subordinadas en los asuntos amorosos y que sea la mujer la que decida qué hacer, cuándo hacerlo y cómo hacerlo. Es más común de lo que se piensa, hombres determinados y bravos, con grandes responsabilidades empresariales, que en pareja son dóciles como la piel de las alpacas peruanas y que en los momentos íntimos se dejan llevar por cualquier tipo de circunstancia y capricho ajeno; esto incluye –en menor proporción ¡claro está!– a los machotes de pelo en pecho, voz de tenor y cara de 78
gladiadores espartanos que gustan de forrarse en látex, ponerse pinzas para colgar la ropa en las tetillas y recibir tremendas golpizas, de sus mujeres, con azotes de todo tipo y con gritos rudos y desmoralizadores que aumenten el vejamen. Livia Nazarena conocía sus problemas y los exponía con asertividad ante su psicóloga y ante su madre, que eran las personas de su más cercana confianza; pero llevaba, ya, demasiados fracasos repetidos, causados por malos hábitos que, aunque identificados y trabajados para alejarse de ellos, en dos décadas, sólo habían dejado desechos masculinos inservibles regados a lo largo del camino. Su sueño de casarse, tener hijos y luchar, codo a codo, para mantener una familia se estaba yendo al traste y de sus decisiones próximas, después de aguantarse las irresponsabilidades de Ildefonso y de salir a su rescate en múltiples ocasiones, dependía el logro de sus metas. Recurrió –aunque le pareció ridículo, en primera instancia– al internet y a una página que prometía contactos, exclusivos, con los mejores partidos de talla internacional, con la opción de escogerlos de acuerdo a una gran cantidad de parámetros, algunos de éstos, de carácter privado, pero no menos importantes, como: sueldo, patrimonio y preferencias sexuales, incluidas preguntas sobre fetiches, frecuencia y duración de la cópula, tamaño en reposo y en erección, grosor e inclinación a cierto tipo de aberraciones: de esas –no delictuosas– que en público espantan a la gente, pero que, entre cuatro paredes, muchas parejas disfrutan. Su primera reacción fue de espanto; Livia tuvo la sensación de no calificar para la búsqueda porque, entre toda la gama de posibilidades, de mínimos entendimientos entre hombre y mujer, le faltaban muchas experiencias por vivir y al parecer, se trataba de costumbres comunes entre personas en su rango de edad, con la misma carga laboral y un parecido estilo de vida. Sexo: Femenino; Categoría: Mujer busca hombre; Sub-categoría: Para relación sería y matrimonio; Nombre de contacto: livialalinda; Edad: Entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Mis características: Soy una mujer trabajadora, ejecutiva y de gustos exclusivos. Vivo en Bogotá y me gusta viajar, conocer nuevos países y ciudades, la buena música, los paseos al aire libre y la lectura. Mantengo mi cuerpo tonificado con rutinas de gimnasio, hago pilates y natación, cuando tengo tiempo libre. Los fines de semana me gusta leer, ir a un buen restaurante y ver una buena película. Soy extrovertida, cariñosa y apasionada, me gustan las cosquillas y reírme de las cosas divertidas de la vida. Visto de forma elegante pero casual y ambiciono la tranquilidad al lado del hombre que se atreva a quererme y amarme sin condiciones. Sus características: Busco un hombre sincero, de sentimientos honestos, buen trabajador y que desee tener una familia, que 79
le guste la vida sana, viajar, leer, hacer deporte y disfrutar los buenos momentos en pareja. Un hombre de buen estatus y que se desenvuelva con holgura en reuniones y eventos sociales, que sea bien parecido, deportista y amante de la naturaleza. Un hombre sin perversiones, ni cosas raras, bien educado y dispuesto a enamorarse perdidamente de una hermosa dama. Livia dejó en blanco las demás preguntas, por considerarlas superfluas, como: raza, religión, nivel socio-económico, complexión, talla de brassier y panties, afeites y otras de índole aún más íntima; más adelante, vería la necesidad de contestar algunas de éstas y para compensar colgó unas fotos, suyas, que eran espectaculares: en vestidos de fiesta, con escotes provocativos, en bikini, con mínimas tanguitas –aunque de hace varios años– manejando su BMW, haciendo compras en joyerías y bodegas de vinos, en interacción con personas elegantes, en recepciones y cócteles e inclusive, al final puso una que tenía con Antonio Banderas y que fue tomada, en Bogotá, cuando vino a un evento de beneficencia. Cuando terminó el cuestionario se sintió feliz y esperanzada, puso los datos de su tarjeta Master Card, esperó la confirmación del pago, a tres meses –por el momento– y con esa sensación de logro, la que nos da cuando hacemos algo por nosotros mismos y después de un par de horas, de navegar el sitio, se dio cuenta de que su perfil, le había quedado igual que el de cientos y cientos de mujeres inscritas y en esencia: iguales a ella; pensó, al acostarse, esa noche, que por lo menos la distinguían las fotos y confió en que, éstas, hicieran su magia. Se durmió y se soñó haciendo fila, al tiempo con una larga sucesión de mujeres que iban a la guillotina, ante la mirada de reyes con las coronas mal puestas y evidente desprecio por ellas. De todas maneras, lo hecho, hecho está y decidió, para no obsesionarse con algo tan improbable, revisar su correo, creado para el efecto: livialalinda1971 @ gmail.com, sólo una vez a la semana; salió de viaje, a una convención en Jamaica, donde aprovechó para broncearse un poco y disfrutar de su soledad. Esto último, le costó mucho trabajo, se dio cuenta de que, como Jane –la esposa de Tarzán– pasaba de liana en liana, de hombre en hombre, generando, así, una necesidad de compañía que rebasaba sus fuerzas; de tres invitaciones que le hicieron el primer día, aceptó una y después del primer mojito y de cerciorarse de que el tipo era un perdedor, con P mayúscula, que le dijo de frente: “Preciosa, no me importa decirte que soy un gigoló, un mantenido; pero cuando me pruebes en la cama, sé, por experiencia, que no te importará” salió corriendo, pero a los dos metros se devolvió porque le faltó algo que, siempre, había 80
querido hacer: cogió una copa llena de agua y se la echó en la cara. En su cuarto, habló por teléfono con su madre y le contó, llorando, su proeza; ella se alegró más de lo normal y la felicitó, con euforia, porque sabía que, ese primer paso, era de una importancia muy grande en el reto de encontrar una pareja estable, un complemento que no fuera, simplemente, un niño bonito dispuesto a llevarle a lavar el carro y a sacarle la ropa de la lavandería. A la semana siguiente, abrió la cuenta de correo y había recibido 154 correos electrónicos de hombres interesados en buscar una relación amorosa-amistosaconyugal; el problema, ahora, era distinto: debía descartar propuestas y tratar de filtrar las menos adecuadas, las que parecieran postizas y las que tuvieran, implícito, algún rasgo que la incomodara. El ejercicio no era muy difícil, pero por ser la primera vez, lo hizo con detenimiento y cuidado; eso quiere decir que las leyó, de cabo a rabo y nada la sorprendió, le pareció una constatación más de lo previsibles y faltos de imaginación que son los hombres: les basta colgar una foto que les haga ver la cintura moldeada o los bíceps, en un entorno llamativo, como un club de banqueros o un abierto de golf y algún comentario casual y poco comprometedor como: “Escríbeme antes de tres días que estoy saliendo para Hong Kong”, “Te cautivará mi sonrisa, cuéntame de ti”, “Eres una mujer de mundo y mereces a alguien como yo, cuadremos una cita”, “Soy un diamante, eres el brillo que me hacía falta” o “Sal de la rutina, atrévete a conocerme”. Con esos resultados, al mes y medio, Livia estaba harta de revisar mensajes, hasta que apareció uno que rompía el molde, que parecía distinto, más aterrizado y alejado del ego masculino, tan contaminante y abrasivo. “livialalinda me gustó tu perfil y tus intensiones son compatibles con las mías, me gustaría conocerte. Vivo en Atlanta, pero soy australiano y como a ti, me gusta la naturaleza, pasear y los planes en pareja. Mi nick de Skype es: terry.walsh.brisbane, búscame y conversamos. Un Abrazo. Terry”. Se sorprendió de que un mensaje tan sencillo se destacara de los demás y antes de llamarlo, lo consultó con su madre. Su madre, por supuesto, la motivó a comunicarse con el australiano, pero le hizo notar, con ese tacto que tienen las madres para decir lo correcto, en el momento incorrecto, que ella también había incurrido en escribir detalles superficiales, en su descripción, que no eran necesariamente ciertos y en colgar fotos de una persona centrada en lo que tiene y en su espléndida vida social que, sin duda, ahuyentaba a los hombres más sosegados y dispuestos a entregarse, de lleno y con compromiso, a la vida compartida. Livia Nazarena se molestó –¡claro que se molestó!– pero su madre era aguantadora y 81
conocía a su hija, sabía que entraría en razón y que, tarde o temprano, aceptaría que el cambio debía ser profundo: alejado de los valores mundanos y sibaritas en que vivía y dispuesta, sobre todo, a entenderse, a conocerse y analizar los factores de su extrema dependencia a los hombres insustanciales y de corto alcance. Por último, le dijo: “Mírate, corazón, no llevas ni dos meses sola y ya te lanzaste en una misión internacional para buscar a alguien y eso, no cambia en nada tu actitud de mujer que, sin un hombre colgado del brazo, se siente incompleta”. Livia colgó con furia, pero en los días venideros aceptó las razones de su madre; reconoció, muy en su fuero interno, que vivía de las apariencias, que nunca se había leído un libro, que odiaba pasear y que su relación con la naturaleza era un bonsái agonizante que tenía encima de la nevera y le habían regalado en una tienda de descuentos; para ella una buena película era: Sé lo que hicieron el verano pasado, Guerra de novias o la saga de Crepúsculo. Y no es que se avergonzara –para nada– pero se confesó, a sí misma, que tampoco era cariñosa y que de lo único que se reía era de los chistes “güevones” –en esos términos lo definió, en su cabeza– de sus jefes. En los días que se hizo todas estas reflexiones, motivadas por su madre, se comunicó largamente con el australiano, día y noche, hasta que el hombre, gerente de una sucursal del JPMorgan Chase Manhattan Bank y poseedor de un velero, de doble mástil, le anunció una visita, de un fin de semana, a Bogotá. Lo llevó a Monserrate; le mostró lo más bonito de la ciudad, con un recorrido desde el barrio Egipto hasta el Parque Tercer Milenio, a través de La Candelaria y por la Carrera Séptima. Lo invitó al restaurante de David Belafonte, amigo suyo y creador del famoso sushi criollo: bocados de arroz con fríjol y chicharrón, hogao y mondongo, alcaparras y carne desmechada, habas y maíz perlado, coco y plátano maduro y otras delicias propias de nuestra gastronomía enrollados con pellejo de gallina y servidos con ají casero, suero costeño y salsa de maní. Lo llenó de aguardiente y cuando lo tuvo, a su merced, lo llevó a su apartamento y le regaló una noche memorable de sábanas de satín, sudores de amazona y gritos de perra en celo, de los cuales, el pobre hombre, poco se acordó por la mañana. Lo sacó a la ciclovía, le quitó el guayabo a punta de jugo de tamarindo y por la tarde, le presentó a unos amigos, con los que fueron a la Plaza de Toros de la Santamaría a ver un espectáculo de rejoneo, de vaquería llanera y mujeres guajiras, con tangas anaranjadas y rojas, camisetas muy cortas con flequillos y bailando mapalé, a ritmo de tambores africanos e instrumentos de percusión del litoral atlántico como la golandra y la campeña. De vuelta a su apartamento, le mostró su lado más tierno con besitos suaves en los labios y caricias melindrosas con los dedos; prendió el botón de la chimenea, a gas, lo tomó de la mano y apenas él se levantó con la 82
excusa de arreglar su maleta, ella se encerró en el baño, llamó por su celular a Ildefonso y le dijo que, por fin, había logrado lo imposible: alcanzar el punto máximo de aburrición y le pidió el favor de que la acompañara a dejar “un cliente que no me quita las manos de encima” –así describió a su pretendiente de internet– al aeropuerto. Al otro día, habló con su madre y le dijo que Terry había resultado más dócil que las ovejas australianas y que mejor “malo conocido y domesticable, que bueno y manso por conocer”; cerró su cuenta de livialalinda y reanudó su vida de mujer a cargo de todo, incluida la autonomía de sus romances y de su propio placer.
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Mercedes Eugenia
Pensaba que revelar los sentimientos era un síntoma de debilidad; así la enseñaron, a llorar a escondidas, a llevar la tristeza dentro de la lonchera y más tarde, en la vida, a pasar los tragos amargos, con disimulo, fingiendo una fortaleza bien maquillada, oculta tras las sonrisas que combinaban, muy bien, con los colores brillantes de sus pintalabios. De igual manera, le costaba, mucho trabajo, manifestar la alegría o el amor y eso era más grave, aún, porque los hombres que quiso nunca se sintieron correspondidos y se fueron alejando, sin mayor insistencia, sin despeparle el alma que es de lo que, finalmente, se tratan las relaciones amorosas. Llegó a los treinta y seis años sin casarse y según sus amigas, ese es el límite después del cual se arraiga la soltería, sin dar marcha atrás; y Mercedes Eugenia se creyó el cuento y dado que por le escasez económica, de sus padres, no había podido estudiar una carrera, aceptó ser vendedora en un almacén de colchones, de marca extranjera, para personas adineradas que, en Bogotá, entrado el tercer milenio, podía ser cualquiera: desde un español, con títulos nobiliarios, a cargo de una empresa multinacional, hasta una pareja de ensombrerados textileros o caballistas, con gruesos fajos de billetes debajo de la ruana o entre sus carrieles. “La plata no se distingue, como antes” decía el gerente de ventas, Oswaldo Mendieta, para referirse al hecho de que no se puede descartar una venta sólo porque el cliente lleve un palillo entre los molares, tenga sudadera con tenis fosforescentes o las uñas llenas de tierra, como los paperos de la sabana o los verduleros de Corabastos. “La tetoncita que vende perfumes en Sanandresito o el dueño de un puesto de chance, en Chapinero, vive mejor que nosotros” decía Oswaldo, también, para aseverar que todo el que alcanza cierta fortuna quiere dormir como un rey o una reina y esos eran los 85
clientes que Mercedes Eugenia atendía: una alcurnia deseosa de soñar al unísono con los príncipes de Gales, Cristiano Ronaldo o Sofía Vergara. Desde su primer año en Colchones Quinta Avenida batió todos los records de ventas y Oswaldo empezó a considerarla para el manejo de una sucursal, lo que suscitó envidias y habladurías, dado que era confianzuda con él y lo llamaba por su nombre de pila; a escondidas le decían “la postpago” porque la señalaban de usar su cuerpo para recibir –a posteriori– el premio de tener su propio almacén. Ante tal injusticia, Oswaldo se molestaba y publicaba en las carteleras los índices de ventas y así, poner de presente que Mercedes Eugenia, por quien tenía el afecto de invitarla a almorzar, de vez en cuando y llevarle chocolatinas de regalo, no merecía ser la víctima del infundado escarnio; sin embargo, le hacían mal ambiente y era una lástima porque, muchos, hubieran podido aprender de su forma de tratar a los clientes: como si nadie más existiera alrededor, como si el buen reposo del cuerpo fuera su única prioridad. El milagrito, tan anunciado, se le dio; la nombraron gerente de la nueva sucursal, sobre la Carrera Quince y le dieron la posibilidad de escoger a sus propios vendedores: se llevó a Mabel, a Cristina y a María Isabel, dejó por fuera a cualquier hombre porque tenía comprobado que la compra del colchón la determina, generalmente el marido y no porque sea el del poder adquisitivo o el que manda en la relación ¡no! ¡no se trata de una actitud machista! sino que son más quejetas que las mujeres; les duele más la espalda, les cuesta más trabajo dormirse y ¿por qué no decirlo? ante el más mínimo inconveniente sexual, le echan la culpa al colchón; o sea que mejor cambiarlo y darle otro compás de espera a las verdaderas explicaciones. “¡Qué le vamos a hacer, un grupo de mujeres hermosas mostrando, probando y acariciando colchones es un espectáculo muy sexy!” exclamaba Mercedes Eugenia cada que le preguntaban las razones de su consolidado éxito. Resuelto, con creces, el problema económico, le quedaba por resolver el de su soltería; así no fuera casándose, sí, por lo menos, acopiando los argumentos que le permitieran vivir tranquila y sin las presiones sociales y familiares. Cercana a cumplir cuarenta años y cada vez más bella, por cuenta del pilates y las mascarillas de aguacate rojo importado de Madagascar, sentía el fracaso alcanzándole los talones y se alejó de sus padres y de sus amigas, pensando –sin advertir la falacia– que ese era el único cristal a través del cual la miraban. Se había convertido en una mujer de primeras y segundas citas, pero rara vez una tercera y menos una cuarta; había probado múltiples estrategias: sexo de una, sexo después, no sexo, mucho maquillaje, poco maquillaje, conversación interesante, conversación casual, mutismo absoluto, pagar la cuenta, no pagar la cuenta, perfumes 86
fuertes, perfumes dulces, perfumes con feromonas, tacones altos, tacones bajitos, con escote, sin escote, había, inclusive, llegado al extremo de hacerle brujería, a los tipos, durante sesiones en que una medium, con cánticos entusiasmados, enjugaba sus fotografías –después de escanearlas– con cucharadas hervidas de salbuquerque y camuña. Su situación era desesperada y al decir de sus compañeras de trabajo –separadas algunas– no debía serlo tanto pues el matrimonio, como soporte vital, había probado ser deficiente. A ella, sin embargo, la rondaba la misma certeza que debió tener Eva: “Puede que me boten del paraíso, pero si Adán se va conmigo: ¡Pues me como la manzana enterita!” Su determinada falta de resignación la llevo –cosa que, antes, hubiera considerado inaceptable– a volverse lanzada con los compradores que entraban solos, al almacén; había tenido buen cuidado de no cruzar esa línea, pero otras vendedoras tenían relaciones estables con hombres que buscaban colchones para sus apartamentos de solteros y que escogían, la mayoría de las veces, el tamaño “doble”, sobreentendiendo que el “queen” o el “king” eran, más, para parejas casadas. El tamaño “doble” significaba, a las claras, una sexualidad activa y diversa, por parte del cliente y aunque algunas pensaban que “sin compromiso”, otras insistían y habían logrado probar que se trataba, sin falta, de un trampolín al anillo, a las nupcias y a la familia. Mercedes Eugenia con alborozo y un reencauche de esperanza, se dedicó de lleno a conseguir un príncipe azul, con ardides que en un ambiente, lleno de acojinados y recostaderos, se facilitaban. Preguntas que nunca había hecho afloraron y desataron otros recursos que pusieron en marcha la pesca milagrosa. “¿De qué lado duermes tú?” musitaba, con rubor planeado en la voz y se acostaba del otro lado, dejando que la falda se le recogiera un poco y los pechos se le inclinaran hacia afuera; al pararse el ajuste de la blusa y la puesta de los zapatos era otro espectáculo, igual de planeado, al tiempo con el arreglo sutil del cabello y la vuelta, a su sitio, de los collares y aretes. “¡No te preocupes, mira en otros almacenes que, aquí, te estaré esperando!”, “¡No encontrarás nada mejor, te lo digo por experiencia!” o “¡Vuelve y probamos el colchón que te apetezca!” eran exclamaciones que acompañaba con estiramiento del brazo, entrega de tarjeta y el cierre mágico: “Aquí, te anoto, en el reverso, mi celular privado”. “¡Cómo te has vuelto de puta!” pensaba para sus adentros pero, haciéndole honor a la verdad, triplicó las cenas, los planes sociales y las paradas rápidas, en los moteles, de su agenda nocturna y eso la mantuvo contenta por un rato; hasta el día que le cantaron el “happy birthday, to you” de sus cuarenta años y le regalaron, entre las demás vendedoras de la Quinta Avenida, una “suscripción de oro” –o sea, con todos los 87
beneficios de la internet– a: casateprontoconunmillonario.com; y que nunca utilizó porque le pareció que expresar sus sentimientos, a través del computador, complicaba muchísimo las cosas. La venta de colchones goza de una lúdica muy especial, que disfrutarían mucho los poetas, los psicólogos y los fotógrafos; la mayoría de las veces, llegan las parejas a buscar el lugar que debe ser: placentero y suave –pero firme, según los ortopedistas– alrededor del cual gravitará su relación y a largo plazo su familia. Mercedes Eugenia se lo decía, sin exagerar, a las vendedoras primerizas: “Ustedes no están vendiendo un artículo, están vendiendo todo lo bueno que depara el destino” y las que lograban entender ese beneficio, eran las que permanecían y el día menos pensando, con una certidumbre de pitonisas, exclamaban: “¡Es como vender un paquete turístico que dura toda la vida!” ¡Guardadas proporciones, claro! Elpidio Lamprea Guardiola, reconocido como “El Zar de los Moteles”, compró 1238 colchones, en una tarde, porque estaba remodelando el Miramar, el Blue Lagoon y el Quitasueño –los tres en Chapinero– y aunque no aplicaba la regla anterior, no es del todo errado afirmar que, estos estaderos de paso, son, igual, lugares donde se aspira a un grado mayor, así sea momentáneo, de felicidad. Sucede con algunos hombres –pocos pero notorios– que a cada novia le regalan un colchón, como diciendo: “Si me dejas, o si me pones los cachos, será bastante difícil que dejes de pensar en mí”. En esta categoría encajaba Elías, quien llevaba ocho colchones adquiridos y llevados a la casa de mujeres diferentes, comprados a Mercedes Eugenia y luciendo a las afortunadas, de turno: minifaldudas de esas que buscan amantes “a calzón quitao” como decían las vendedoras, en privado, cada que las veían sobreactuar sobre los colchones, sin estrenar y probarlos en posiciones que no eran en las que usualmente se duerme. Elías se interesó en ella y la invitó a salir unas cuantas veces pero no tuvieron química, quizás porque Mercedes Eugenia ya tenía colchón o porque le conocía el manojo de mujeres, esporádicas, que había tenido en calidad de pareja; además, él, no hablaba de otra cosa, pues consideraba que romanticismo era relatar, en detalle, la conquista de las predecesoras y ese acercamiento sólo funcionaba con el mismo tipo de mujeres interesadas en sacar de la relación, mínimo un viaje a Curazao, un Chevrolet Spark de segunda mano y un colchón cero kilómetros. Era del tipo que nunca dejaría ese, particular, circulo vicioso y Mercedes Eugenia lo sabía, por eso era inadmisible que le aceptara una cita, o dos y que no le importara entregarle su cuerpo, el cual –reconoció– había perdido su turgencia y de ahí, en adelante “todo era de bajada” como bien le decía su peluquero cada que le hacía la cera y le marcaba la línea del bikini. La relación con Elías era 88
demostrativa, entonces, de que su incapacidad para exteriorizar sus sentimientos venía acompañada de un problema peor: su baja autoestima; pero, tomar consciencia de esa realidad la hizo cambiar, para bien –pensaba ella– porque de ahí, en adelante, se acostaba sólo con primerizos que, por lo menos, le restablecieron esa sensación de juventud que tanta falta le estaba haciendo. Colchones Quinta Avenida eran, de lejos, los mejores del mercado por ser los más durables; no en vano ofrecían, como gancho de venta, una garantía de veinticinco años, mientras la competencia llegaba máximo a quince. Cada semana llegaban uno o dos colchones para ser arreglados, en el empate de los cosidos o en los temples del enresortado, casi sin excepción; los guardaban en la bodega de atrás y pasaban los colchoneros a repararlos, no había necesidad de hacer ninguna clase de traslados internos, salvo la traída y llevada al domicilio de los clientes. Esos colchones era donde las vendedoras, de vez en cuando, dormían la siesta y en ocasiones, con el peligro de ser despedidas, metían a sus novios para propiciar algún revolcón afanoso y vespertino del que sólo quedaba esa fugaz agitación de lo prohibido. Una noche de martes, antes de cerrar, Mercedes Eugenia pasó a la lavandería, volteando la cuadra, a dejar un vestido al que le habían caído gotas de vino y una blusa de esas tan finas que se ensucian al mirarlas, con tan mala suerte que, de regreso, la atracaron y de tres zarpazos le arrancaron la cartera, el celular y una cadena, alrededor del cuello, de la que colgaba un lapislázuli en forma de gota de agua; sus gritos fueron inútiles y como siempre pasa, las palabras de aliento de sus compañeras, fueron semejantes: “Menos mal que a usted, mija, no le pasó nada”, “Piense que hubiera podido ser peor” o “Es que, antes, no pasan cosas más graves en esta cuadra mal iluminada”; y como siempre pasa, tampoco puso el denuncio porque: “¿Para qué?”, “Eso es una pérdida de tiempo”, “Si quedan impunes los asesinatos, pues a la policía qué le va a importar un raponazo cualquiera” dijeron, entre todas, mientras la calmaban con té de hierbas e historias de otros crímenes más graves, sucedidos en la misma calle. Abotargada por la aflicción, sin plata y sin llaves, para no incomodar a nadie se quedó a dormir en uno de los colchones de la bodega; cobijas y sábanas había de sobra, remanentes de una oferta navideña que no dio muy buenos resultados. Colgó el sastre que llevaba en un estante y en ropa interior, se enroscó de medio lado y se durmió de inmediato. Se soñó subiendo, por la vía a la Calera, en motocicleta, hasta unos extensos barriales donde dio unos saltos que parecían vuelos de cometa y durante el día siguiente mantuvo esa sensación, novedosa, de tener un motor entre las piernas y sentir, en cámara lenta, el poder de elevarse y dejarse sostener por la fuerza del aire. Mercedes Eugenia nunca se 89
soñaba nada que le fuera desconocido, sus experiencias oníricas, desoladoras o hilarantes, eran pedazos de sus propias maquinaciones y anhelos; ella, jamás se hubiera subido en una motocicleta –les tenía pavor– y menos hubiera gozado embarrarse de tal forma, sin embargo lo que más recordaba del sueño eran esos intermitentes corrientazos de extasiada felicidad. Olvidado el impasse del robo y de tener que dormir en la bodega del almacén apareció, una semana después, un joven, con su casco de motociclista debajo del brazo, a quejarse de que el colchón le había quedado mal arreglado y que, de acuerdo a los términos de la garantía, debían volverlo a recoger y dejarlo bien o cambiarlo. El muchacho, de unos veintiseis años, fue atendido por Mabel y el asunto hubiera pasado desapercibido para Mercedes Eugenia si no es porque Mabel, de pura coqueta y porque le gustó su maraña de pelo en el pecho y su pinta agreste, le armó conversación y palabras más, palabras menos, él contó que tenía una moto convencional, pero que soñaba comprarse una de motocross y medírsele a toda clase de terrenos; tratando de impresionarla –porque Mabel era una mujer de buena figura, con sonrisa y cintura flexibles, como sus muslos y pantorrillas “de bailarina” presumía ella, aunque sólo bailara reguetón los sábados, por la noche, hasta caer “jeteada” en alguno de los rumbeaderos de la Primera de Mayo– también le contó que con los primeros sueldos, en la compañía de su padre, pensaba comprarse su anhelado caballo volador, de metal. De lo puro absurda, la coincidencia se le reveló con una certeza inocultable: había dormido en el colchón del muchacho motociclista y había tenido su sueño. En las horas siguientes se llenó de dudas ¡claro! el mundo es tan cuadrado y escueto que una experiencia que desafíe la normalidad es sólo atribuible a las ficciones de los libros y las películas o a los cuentos que los ancianos le cuentan a los niños; pero, en su caso, la comprobación estaba, ahí, a la mano: esa noche, esperó a que todas las vendedoras se fueran, cerró por dentro el almacén y se acostó en uno de los colchones que estaba para reparación total, de esos cuya garantía había expirado. Le costó trabajo dormirse pues estaba excitada por su descubrimiento, a la vez que se sentía un poco ridícula por su comportamiento; pensó que la aburrición, en su vida, le había tomado ventaja y que le estaba buscando sentido, buceando en las aguas del sinsentido. Se soñó, esta vez, con una mujer apacible, de pelo como raíces de árbol, que dijo ser la soledad, cuya forma inmaterial abarcaba todos los espacios de una estancia llena de marcos con fotografías; ella era un viejo que flotaba, angustiado, entre el maremágnum de tanto recuerdo, hasta que una enfermera curvilínea y nítida le inyectaba una sustancia brillante: una morfina –según se leía en la inmensa jeringa– que lo convertía todo en 90
una luz blanca y maravillosa; un túnel, que más parecía un horizonte universal, lo transportaba hacia una dimensión que lo cobijó como un abrazo tibio y gigante. Se levantó zurumbática, la Carrera Quince era desoladora durante las horas tempranas de la mañana, salvo un pequeño desayunadero –cerca al sitio del atraco– donde se tomó un café, pintadito y se comió un palito de queso; trató de recordar lo sucedido, durante su sueño nocturno, sabía que estaba ahí pero no lograba traerlo a la conciencia; decidió dejar –respirando profundo para alejar la angustia– que el transcurso del día, con esa forma en que los sucesos presentes van hilando coherencias, le refrescara la memoria. Los clientes iban y venían, por la mañana la luz entraba por los ventanales del frente, donde quedaban las dos vitrinas principales y por las tardes, entraba por los tragaluces del techo; los colchones eran blancos y de colores claros: marfil, beige, ámbar, menta, arena, otros medio grises y uno, al fondo, de color vino tinto y satinado que enloquecía a los nuevos ricos. Las paredes del local eran azules, con fotos de espuma de mar, plumas, nubes y ovejas y el colorido corría por cuenta de las vendedoras con sus pintas cómodas, pero elegantes y un par de floreros a la entrada, de rosas, astromelias y ramas de eucalipto, que se cambiaban cada semana. La rutina es la de dejar que la gente mire, a su antojo y abordarla cuando se sienta en algún colchón –esa es una buena muestra de interés– se le invita a tomar algo y a probar el producto; sobre somieres o sobre soportes eléctricos para subir y bajar los pies y las cabeceras; los usuarios se acomodan en las posiciones en que duermen o ven televisión y se tiene la precaución de que se quiten los zapatos o de ponerles, debajo, protectores para ensuciar, lo menos posible, los colchones. Mercedes Eugenia atendió, después de almuerzo, a una familia de papá, mamá y tres hijos en edad escolar que iban a tener, por fin, cuartos separados en su nueva casa; se sorprendieron mucho cuando les permitió saltar encima de los colchones infantiles para probar su resistencia y fue cuando uno de los pequeños exclamó, volando por los aires: “¡Me siento como en la cama del abuelo!” que recordó el sueño de la noche anterior y la evidencia de que se trataba de un hombre anciano soñando con el deseo de tener una muerte plácida y sin complicaciones. Cuando tuvo la oportunidad, más tarde, de entrar a la bodega se dio cuenta de que el colchón, en que había dormido, estaba bastante desgastado por el tiempo y de que uno de los lados había dejado de hundirse, de usarse, mientras al otro tocaba reemplazarle, por enésima vez, algunos resortes. En noches posteriores siguió durmiendo en la bodega e incurrió, varias veces en la desfachatez de hacer ir a los dueños, con cualquier excusa, para conocerlos y cerciorarse de que se había convertido en una atrapasueños de los demás y eso la reconfortó más que cualquier otra cosa, pues era la 91
comprobación de que existe algo más allá del mero racionalismo de la minucia diaria. Tener ese poder –si se le podía decir así– la maravilló y aunque cayó en la cuenta de que no servía para nada, la hizo sentirse única y poseedora de unos secretos íntimos que le dieron una dimensión más amplia y universal sobre el subconsciente de los seres humanos. Pensó que, de pronto, podría tener éxito en el ámbito de las artes adivinatorias, comprarse una bola de cristal y aprender Tarot, pero eso de andar por ahí con ínfulas de profeta le pareció inmoral y peligroso, tampoco sonaba muy convincente decirle a alguien déjeme dormir en su cama y yo le digo cuales son sus verdaderas ilusiones; se conformó con las secuencias mental-audiovisual-cinematográficas que llegaban a su cabeza, como sobre un celuloide borroso, dormida, sobre los colchones de la bodega y pensó llevar un diario pero en la medida que se acostumbró a la experiencia era cada vez más difícil acordarse, al otro día, de cada sueño. La convención de ventas, de ese año, fue en Paipa, en el Hotel Viterbo Springs, un paraíso de termales, comida criolla y paseos al aire libre, que pocos aprovechan porque el plan general, de ese tipo de eventos, es el de desinhibirse a punta de alcohol y entre premiaciones y discursos alentadores de autosuficiencia y visión de futuro, cometer las locuras que a nadie se le ocurren a lo largo del año; o sea, se trata de un fin de semana, como decía Oswaldo “permisible y con impunidad”. Coincidió, además, con el veinticinco aniversario de la compañía, razón por la que estaban presentes los jefes y dueños de Colchones Gran Avenida. Mercedes Eugenia se acicaló, como en sus mejores épocas, llevó lo más fino de su guardarropas, sacó a relucir su abanico de liberalidades y por supuesto que recibió varios ofrecimientos y lisonjas, al fin y al cabo, en cuanto a las ventas, seguía en los primeros puestos, pero vendedoras y secretarias nuevas y con la carne fresca se quedaron con lo mejor del banquete, a la hora de repartir sus voluptuosidades. Terminó en la cama –como ya había pasado varias veces– con Oswaldo y de regreso, se dio todo el rejo que pudo, por su torpeza; latigazos a los que no les faltó una enorme carga de desconsuelo, ante la incuestionable y paulatina pérdida de sus habilidades de conquista. Recuperada su abollada estima y su compostura, a los pocos días, haciendo la venta de un colchón “Queen” a una pareja buenamoza que comentó: “Aquí quedarán todos nuestros secretos” sintió una falta momentánea de aliento, que la hizo trastabillar y cayó al suelo; sus compañeras pensaron en un desmayo y cuando la fueron a levantar, ella se limitó a cogerse la cabeza y exclamar: “Eres una tonta, una estúpida y una güevona Mercedes Eugenia” porque revivió en su memoria la noche con Oswaldo, en la mitad del desvarío etílico de la convención de ventas, contándole los sueños de otros, en los colchones de 92
la bodega. El viernes siguiente Oswaldo la invitó a salir y no tuvo argumentos para rechazarlo –como era su costumbre– pues alguna explicación debía darle después de tamaña confesión. La llevó al Nakamura un restaurante de delicias japonesas y por puro decoro, estuvo precavida en escanciar, con prudencia las copitas de sake, pues no quería repetir la infidencia y que Oswaldo se convenciera de su insanidad y empezara a “tenerla entre ojos” en cuanto a sus capacidades de trabajo. Estuvo bastante a la defensiva y “retrechera” –como Oswaldo se lo hizo notar– durante la velada, pero, pensó: que mejor pasar por antipática que por demente. En el momento de dejarla en su casa, Oswaldo se bajó del carro, dio la vuelta, le abrió la puerta, con una galantería que le quedó un poco postiza, la tomó de la mano para buscar su cercanía y decirle: “No se te olvide lo que te conté la otra noche” por su cara de extrañeza notó que lo había olvidado y entonces le repitió: “En la bodega, de la sucursal del Centro Comercial Milpitas, hay un colchón que nadie reclama desde hace mucho tiempo.” Mercedes Eugenia no esperaba esa complicidad; el fin de semana pensó en él de una forma distinta, con una ternura que antes no había visto y una calidad humana que había soslayado por lo mismo de siempre: equiparar sus expectativas a las de sus clientes y asumir, como propia, la fantasía de vivir sin restricciones de dinero, en alcobas de las mil y una noches con colchones voladores que le permitían acostarse en un lujoso apartamento de Rosales, en Bogotá y despertar en Venecia o Montecarlo. Para el lunes, por la mañana –como era de esperarse– había rechazado ese hermoso sentimiento y lo había cambiado por su natural inclinación a poner barreras inexpugnables entre ella y quienes buscaban conocerla más allá de la piel. Sin previo aviso, el miércoles, antes de cerrar, llegó el camión de repartos y dejó en la bodega el colchón mencionado por Oswaldo: un “Doble” de la Línea Providencia, con esquinas ribeteadas, color Gris Humo y acolchado cruzado triple, con cubierta removible en plumas de ganso; le quitó la envoltura plástica de protección y se preguntó a qué parajes viajaría esta vez, en qué profundidades encontraría las visiones reprimidas, irrealizadas o imposibles de otros. Se soñó buscándose, persiguiéndose y viéndose huir en la penumbra que, poco a poco, definió como una niebla negra y cegadora llena de obstáculos que la obligaban a caminar con extremo cuidado; en una versión más prolongada –porque durmió varias veces en ese colchón para no darle ventajas al olvido– la niebla daba pasó a una cristalería inmensa donde quedaba casi inmóvil y su imagen aparecía en toda una serie de reflejos y brillos difusos, como en los castillos de los espejos, de las ferias de diversiones, pero sin risas, ni los gritos alegres de los niños. 93
Era un sueño angustioso que, inclusive, la mostraba desnuda mientras, atrapada en un laberinto de paredes acolchadas, no podía ser alcanzada por ese alguien que la estaba soñando; esquiva y con recursos casi mágicos se escapaba con habilidad pasmosa, antes de despertar. El soñador era hombre y su persecución no era la más perseverante tampoco, pues nunca se atrevió a prender una linterna, patear los obstáculos o volver añicos la cristalería; cargaba consigo, también, un pesado fardo de miedos, se notaba en la dubitación de sus pasos y la respiración entrecortada. Guardaba la duda, Mercedes Eugenia de si a la mujer, por tener aprehensiones similares a las suyas, la confundía con ella o de si se trataba, por una burla del destino, del colchón de alguno de sus incontables amantes fortuitos; aunque parecía ¡vaya casualidad! que podía ser el de cualquiera de los que, todavía, hacen fila, enamorados. “Pero, qué estás pensando Mercedes Eugenia, deja de ser pendeja, que a ti sólo te buscan para comerte como una sandía, con las manos y la boca hambrienta, para después botar la cáscara y escupir las pepas” se decía, para sus más inalcanzables adentros, porque era como se veía, sin compasión, ni misericordia hacia sí misma. Un cliente le dijo que volvería, con su esposa, para ver el colchón juntos: un “Queen” de la Línea Balmoral, color Lavanda Fresca, con acolchado doble horizontal y Mercedes Eugenia le contestó, en un tono soez que alertó a las demás vendedoras: “Para qué la va a traer, su mujer lo único que necesita es no lastimarse las rodillas, ni la espalda y echarse a descansar tranquila después de que usted termine de rebuznarle en el cuello” gritó, con una constante elevación de la voz. “O bueno, tráigala y la miramos desfilar su minifalda y su cinturita y le escuchamos su vocecita de pajarito” tomó aliento enrojecida y siguió gritando: “Sí mi amor lindo, el color combina con las cortinas y el tapete y el estuco del techo que me quedo mirando por horas y horas, mientras te espero y llegas hincho de la perra y me haces un amor babeado y vomitado de palabras vacías, hasta que la muerte nos separe” el cliente salió corriendo, despavorido y las vendedoras, sus amigas, sus únicas amigas, trataron de calmarla, pero en el descontrol, se arrancó la ropa y las trató a todas de putas, de retraídas, de incapaces de retener a un hombre sin primero abrirle la bragueta y esculcarle la billetera. Una mujer tan puestecita, salida de sus cabales, era una situación inmanejable; alertaron a Oswaldo y él supo, al instante, de qué se trataba. Atravesó el umbral de la puerta, a los veinte minutos, la alzó y así, desvencijada en sus brazos, le puso una cobija encima y la sacó a la calle. Había anochecido, la Carrera Quince es de amplias calzadas y estaban llenas de peatones afanados y concentrados 94
en sus asuntos, no notaron a Mercedes Eugenia pegada al cuerpo de Oswaldo, amalgamados, caminando decididos de cara al viento y la llovizna, hasta que llegaron al servicio de urgencias, de la Clínica del Country, donde intercambiaron los primeros “te amo” y a ella le dieron un Xanax que la dejó como nueva.
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Perla Coloma
Llevaba ocho años trabajando en la misma agencia de publicidad, donde comenzó, después de salir de la universidad. Cosa curiosa, tratándose de un ambiente laboral en el que nadie, ni siquiera los dueños, duran tanto tiempo. La publicidad es un sector, sui generis, de la economía: todos los días se hacen alianzas, se cambian los nombres de las compañías, se promueven a unos, se prescinde de otros, se encumbra artistas, se frustran carreras, se ganan campañas y se pierden clientes. Todos los días una pasante pierde la virginidad, un diseñador gráfico llora de impotencia o se tiñe el pelo de distinto color y un mercadotecnista amenaza con pegarse un tiro entre los ojos. Lo que en un banco, por ejemplo o en una fabrica de confección de uniformes, sucede una vez cada año bisiesto, en una agencia de publicidad sucede con inusitada frecuencia. La diversidad de disciplinas, que se maneja, entre creativos y ejecutivos, es un tejido de tal complejidad que en cada cruce, en cada entresijo, alguien refunde el sano juicio. Es tan difícil coordinar: la foto, la modelo, el spot, el producto, la estrategia, la difusión, los descuentos, el fee, el texto, la aprobación, la cuña de radio, el locutor, los editores, el merchandising, el eslogan, la ventaja competitiva, el lanzamiento, las relaciones públicas, el lobby, el catering, los extras, etcétera, que en cada campaña, sin falta, hay alguien que la caga y alguien que aprovecha la cagada, en beneficio propio. Perla Coloma nunca había incurrido en lo uno, ni en lo otro, sencillamente porque era cuidadosa y no le interesaba figurar; por sus venas no corría esa capacidad sine qua non de los publicistas: hacer de la palabra “yo” un verbo conjugable en todas sus tiempos, personas y combinaciones. Era un ser de luz, con la sonrisa más hermosa del universo, la dulzura en su mirada y unos senos que era imposible no extasiarse con ellos. El comentario puede parecer 97
superficial pero, la verdad, no se puede mencionar a Perla sin añadir un epíteto al espectáculo que eran sus pechos: a sus escotes, sus blusas, sus botones saltarines –enemigos de los ojales– los estrapless, los brassieres imaginados mil veces y el culo: para hacerle contrapeso a semejante “par de cantaloups” como los calificaba Edgardo San Román, el de la propaganda de: Míster Hambre, ”El limpiador que se traga la cochambre”. Salvo eso, Perla Coloma no tenía ningún otro talento; había trabajado en casi todos los departamentos y no se había destacado en ninguno. Se desempeñaba en cada puesto, con diligencia y cuidado, pero sin ninguna clase de iniciativa, su fortaleza estaba en cumplir, al pie de la letra, lo que sus jefes le pedían. Cada que había, una o dos veces al año, un remezón de personal y ella se salvaba de que la echaran, muchos compañeros –los más nuevos, sobre todo– malpensaban que los dones de su cuerpo habían hecho el milagro; pero, nada más lejano de la realidad, era una mujer de un solo novio y muy directa a la hora de frenar las insinuaciones de los hombres. No tenía términos medios, ni dubitaciones relativas, era experta en mandar cachetadas con la mano abierta y al revés, así como tirar el contenido de lo que estuviera bebiendo, en la cara de quien fuera demasiado coqueto o mínimamente descarado. Lo otro, es que tenía como norma, no salir con compañeros del trabajo, por lo que sus novios eran, todos –o sea, los tres que tuvo en ocho años– unos ilustres desconocidos; nunca los presentó, nunca los llevó a una fiesta o mostró una fotografía; una vez se la encontraron sentada, sola, en la silla de un teatro, viendo una película y dijo que su novio había salido al baño y cuando fue evidente que no regresaría contestó una llamada, de él, en su celular e informó que le tocó salir a atender una emergencia. Situaciones, como esa, se presentaron en varias ocasiones y lo más extraño, es que a Perla Coloma no se le notaba inquietud alguna o una inflexión delatora en la voz o un gesto confundible con la vergüenza o la alteración del ánimo; su alegría estaba, en todas las situaciones, por encima de cualquier otra emoción. “Eres una perla, Perla” le decían, a cada rato y era cierto: no se le conoció circunstancia en que perdiera su brillo o la jovialidad de su carácter. La procesión va por dentro; las personas con cara, constante, de ponqué son aquellas que guardan, oculta, una amargura adquirida durante la mezcla de la masa; o sea, entre más azucaradas por fuera, más desabridas por dentro. Perla Coloma tenía deficiencia de levadura –por ponerlo de alguna manera– pues –repito– su ego no se inflaba como el de todos los publicistas y su aparente conformismo era, simplemente, para obviar la frustración que le producía ser mediocre; y sumado a esto, la angustia que le causaba el esfuerzo diario, hora a hora, minuto a minuto, de mantener la caña de 98
su personalidad complaciente y agua tibia. Por lo menos, tenía las agallas de reconocer su enorme debilidad y ese: era el primer paso para encontrar una solución al respecto; el problema es que llevaba como tres años tratando de mejorar y había sido en vano. Cuando alcanzaba su nivel de incompetencia, comprobación que demoraba unos seis meses en salir a flote, lograba cambiarse de departamento y empezar de nuevo, de ceros, con un quehacer y responsabilidades –no muchas– distintas, cada vez. El problema es que, sin excepción, sus compañeros de trabajo se sentían tan a gusto con ella, tan felices de compartir su espacio vital, que la valoración de su trabajo nunca dejó de ser: excelente; lo que requiere, por lo menos, un nivel alto de autoconocimiento –digo– eso de reconocer que uno no está, siempre, a la altura de las circunstancias. Falta decir, que los sentimientos positivos hacia su agradable personalidad eran, de parte y parte, tanto de hombres como de mujeres: “No hay nadie, a cien kilómetros a la redonda, que no ame a esa mujer” decía Luciana Cantillo Prado la modelo de: Medias Anabolena, “Las que si no te hacen ver más linda, te hacen ver más buena”. En el Departamento de Relaciones Públicas llevaba más de dos años; lo que era, también, inusual, pero se había vuelto indispensable para su directora: Zuleima Del Campo Asdrúbal, una comunicadora sagaz que tuvo gemelos y cuando los llevaba a la oficina, Perla Coloma era la única que los calmaba, los distraía con facilidad y los ponía a dormir, sin problema. Su jefa vivía maravillada y en tono de mofa, manifestaba sin ambages: “Un día de estos me separo de mi marido y me voy a vivir contigo Perla, eres una mujer increíble”; sobre eso, se había convencido, a tal extremo, que cualquier acierto de sus otros subalternos, se convertía en un motivo para felicitarla, con todo y que para nadie era un misterio que –más o menos– sus obligaciones, reales, habían pasado a ser las de cualquier encargada de una guardería. La situación era, sin duda, incómoda porque nada es más molesto que el elogio injustificado, pero no dejó de caminar con la frente, cada vez más alta y no se dejaba amilanar por nada, ni por nadie. “Si solamente yo fuera capaz de saber si tengo algún talento, las cosas serían distintas” pensaba, sin compartirlo con nadie, mientras reconocía y se adaptaba, al mensaje constante e inconsciente que recibía, en todo momento y de forma excesiva: “¡A Perla Coloma le sonríen las tetas!”” y al parecer, eso bastaba para sobrevivir, así se pasara por el mundo “sin romperlo, ni mancharlo” como la mayoría de la gente que, inclusive, se da mañas para darse besitos frente al espejo, todas las mañanas. Fito Páez vino a dar un concierto a Bogotá y Zuleima le regaló un par de boletas, en primera fila, para que fuera a verlo, a sabiendas de que era su artista favorito, por no 99
decir: su amor platónico desde la adolescencia. Se le vio radiante esos días y juró, con mirada contemplativa, sacarle un autógrafo al artista “así me toque arrinconarlo en el camerino” dijo y se reía, “¡cómo si fuera capaz de eso!” exclamaba en su cerebro y se le ponían la piel y los ojos chispones. Se preparó para su encuentro –mil veces imaginado– con Fito: compró ropa en The Pink Hanger, cuadró a Rozo Gualdrón el peluquero de moda y le enseñó todas las letras de todas las canciones a su novio para cantarlas, al tiempo con él, con Fito y quince mil personas más. Pero, la noche amenazó, desde el principio, con irse al traste porque, aunque sus boletas eran VIP, entre ella y el roquero, había un espacio, de cuatro o cinco metros, para minusválidos lo que mermaba, considerablemente, la posibilidad de hacerse notar o saltar de improviso a la tarima; sin embargo –como era su costumbre– se propuso no amargarse la velada y ¡cómo si el inicio, no pudiera ser mejor! cantó, al tiempo con su ídolo, Circo Beat, como si fuera la dueña del micrófono; para las canciones siguientes, estuvo tan de malas que, en la fila de atrás, una pareja había metido de contrabando, a su hijo de brazos, “no tuvimos con quién dejarlo” repitieron un par de veces, como para excusar los alaridos que el mucharejo-bebé-infante-hijo-de-la-gran-puta-que-lo-parió daba, como si hubieran instalado un parlante extra en el Coliseo. La molestia general fue de tal calibre que, en cierto momento, al comienzo de 11 y 6, su canción favorita, Perla Coloma le arrancó el niño de las manos, a su propia madre, lo acunó en su pecho como hacía con los gemelos de su jefa e instantáneamente, cesaron los estentóreos chillidos. “Se los devuelvo al final” le gritó, con tono amenazador, a los padres y santo remedio el concierto se desarrolló sin más contratiempos, salvo que los minusválidos, frente a ella, le pegaban “en las canillas” como dicen en Argentina, con sus sillas de ruedas. Al terminar el concierto, cuando papá, mamá e hijo, se habían ido, de afán, unos minutos antes de acabar la última canción, para llegar sin tropiezos al parqueadero; y mientras el público, desesperado, por evitar que un momento mágico se terminara, gritaba: “Otra, otra, otra, otra, otra…” Fito se paró al borde del escenario –había cantado sentado, frente a los teclados, casi todo el tiempo– se quedó mirando a Perla y le dijo: “vos eres mi heroína, subí, aquí, conmigo”. Muy pocos, en el Coliseo, sabían que por haber aplacado al retumbante niño, estaba ganado esa deferencia por parte de quien acompañara sus noches más solitarias; subió al escenario y Fito Páez le preguntó su nombre y mirándola a los ojos, cantó: “Furioso pétalo de sal, la misma calle el mismo bar, nada te importa la ciudad si nadie espera (…) algo tienen estos años que me hacen poner así…” Perla se derritió –literalmente– en sus brazos, Fito le puso la mano en la espalda y bailó un par de vueltas, lentas y cálidas y susurró, por el 100
micrófono, en tono de despedida: “Preciosa Perla Ché”. Nunca lo volvió a ver y hago esta salvedad porque las revistas del corazón inventaron un romance que no sucedió; como no suceden, tampoco, en la realidad, la mitad de las películas de amor, ni los besos, ni los te amos, en el instante preciso. La semana siguiente, fue como si le colocaran nubes, a sus pies, para caminarlas; le dijeron Fita por unos días y el sábado, Perla Coloma invitó a su novio a almorzar, para contarle que, gracias a su despertar mediático, le habían ofrecido ser la imagen de Polvoretas, “Las toallas sanitarias para hacer piruetas”. Quedaron de verse en Cadaqués, un restaurante familiar y campestre, en las afueras de Bogotá, famoso por sus tapas españolas; pero, él, no apareció –algún inconveniente lo retuvo en su trabajo– por lo que ella compartió sus cuitas, con el mesero, quien le sirvió, uno tras otro, kamikaze shots hasta que, la pobre, terminó abrazada al retrete: vomitó y se quedó dormida, sentada sobre la tapa del inodoro y la cabeza entre las piernas; en la posición que le indican, a uno, las azafatas de los vuelos internacionales, que adopte en caso de una emergencia. Un grito la despertó, un aullido agudo; se bajó los calzones, orinó en abundancia y sintió el olor picoso, de cuando nuestros riñones llevan, una tarde completa, procesando alcohol y nuestro aliento despide olor a trapiche o a exhosto de alambique. Una madre cambiaba a su niño, de muy pocos meses, sobre una mesa incómoda y no muy higiénica; le había puesto un pañal limpio, después de untarle las nalguitas con un compuesto de aloe y zinc, pero no lograba calmarlo. Perla, con la cabeza a punto de estallar, abrió la puerta del cubículo de una patada y dijo, con voz de alarma: “Venga le callo el niño, señora”; la madre se acercó, sintió la dentina, la mezcla de olores despavoridos que la atacaron por la nariz y casi la desmayan contra el piso; sin embargo, tal era su desespero, la frustración de su maternidad primeriza que le entregó, su hijo, a una desconocida que, ni siquiera, había tenido el decoro de subirse los calzones. Perla Coloma se demoró dos minutos en dormir al infante, en su canto, sin soltarlo y lo que restaba de la tarde en contarle, a su nueva amiga, su noche con Fito y cuando le tomó confianza, los motivos de sus dudas, acerca de su inmediato futuro. Ese fue un día decisivo; descubrió que lo suyo no era sólo un talento sino un don como de bruja o hada madrina: le bastaba acercarse a un niño chiquito y sin importar el tamaño de su lloriqueo, de su dolor o sufrimiento, se tranquilizaba de inmediato. Debía ser el reposo que inspiraba su pecho de madona contemporánea ¿quién sabe? o la forma –pese a las inconformidades que pudiera sentir por dentro– como expresaba, a través de su aura y su poros, su desbordante alegría ¡tampoco se sabe! El caso, es que 101
renunció a la agencia de publicidad y a sus veintinueve años, entró a estudiar pedagogía infantil a la universidad. Siguió viendo a sus amigos publicistas y con el tiempo, se dio permiso para enamorase de uno de ellos y así, en lo sucesivo, quiso a muchos otros; pero se determinó a no casarse hasta encontrar a un hombre que no se quedara, embobado, durante horas y en posición fetal, con la lengua pegado a sus tetas. “¡Es que sólo me falta ponerles pañal!” exclamaba, a veces, cuando se emborrachaba con sus amigas y hablaban de sus novios, amantes, esposos y compañeros, como si fueran niños: como si, en vez de ponerse cinturón, se amarraran los pantalones con el cordón umbilical que nunca se despegó de sus ombligos.
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Kelly Franchesca
El día que le propusieron matrimonio, le dio su primer ataque de pánico; sintió asfixia, sintió que se moría y se desmayó frente a dos de sus mejores amigas, a las que les estaba mostrando el anillo de compromiso: un diamante que, según ella le relató al psiquiatra que la atendió, antes de salir del aturdimiento, se le lanzó a la garganta y le sacó los dientes. Nunca le repitieron los desmayos pero, a veces –como efecto de esa dolencia– Kelly Franchesca tenía momentos de desorientación total, provistos de una angustia momentánea que se le quitaba en quince minutos pero que la dejaba extenuada, “como a un trapo sucio recién exprimido” fue como se lo expresó, al mismo psiquiatra, quien logró, al cabo de unos meses, controlar el padecimiento con unas pastillas diarias que, al principio, le causaron sensación de mareo y náuseas. Se trataba de una particularidad que, ella, no entendía muy bien: por fin su sueño de casarse con Martín Alonso, se había vuelto una realidad que la haría feliz, pues lo amaba, como pensó que no se podía amar a otro hombre, pero –de alguna manera– su mente tradujo ese anhelado deseo en pánico. Martín Alonso era ingeniero eléctrico, experto en telefonía celular y por cuenta de su trabajo, después de casados, vivieron en Costa Rica durante seis años; cuando volvieron a Bogotá tomaron un apartamento en Cedritos, con un cuarto para Pablo, el hijo mayor y otro para Marcela, la menor. Kelly Franchesca estaba contenta porque, aun sin cumplir treinta años, gozaba de una familia estable y la oportunidad de empezar a trabajar en lo que estudió: diseño industrial, con especialización en diseño de escenografías; pero la mañana que salió a repartir hojas de vida, en los grupos de 103
teatro y las productoras de televisión, su marido le preguntó, con el dedo levantado, como apuntándole con un arma: “¿Tú no crees que estamos en el mejor momento para tener nuestro tercer hijo?” Así fueron, en adelante, las cosas y todo lo que empezaba con preguntas, en tono de sugerencia, terminaba en imposiciones de grueso calibre por parte de Martín Alonso. Su único amor, el único hombre con el que había tenido sexo, al que le entregó –de luna de miel– su preciada virginidad, padre de sus hijos y sustento económico de su familia, se convirtió en otra persona. No fue, para nada, una circunstancia paulatina; bastó volver a Bogotá para que, él, cambiara su rol de “compañero de viaje” que acordaron, inclusive con los votos que se leyeron –de parte y parte– durante la boda, por el de “marido”. Palabreja que nunca pensó odiar tanto, por la forma imperativa en que se la escupieron, sin previo aviso, sin una advertencia de que las cosas, en su casa, iban a ser como debían ser antes de la liberación femenina. “No se te olvide que yo soy tu marido, Kelly” le dijo, por primera vez, Martín Alonso, cuando le prohibió comprar más píldoras anticonceptivas y la sometió a una faena sexual durante la cual se sintió castigada, ante la carga de una penetración misionera, sin caricias, sin besos y sin mirarla a la cara. Kelly Franchesca pasó días enteros pensando en las palabras de su madre, el día que recibió su título profesional: “Ahora, mija, usted tiene una carrera y no tiene por qué depender de ningún hombre” pero sintió distante, esa enseñanza, porque su vieja había fallecido y porque había cometido el error de entregarse a su matrimonio sin condiciones, sin una rabieta, sin una discusión y sin que le pareciera indispensable tener la razón en ningún asunto de su vida familiar. “Gran error el que cometiste, Kelly ¡cómo eres de estúpida!” se lamentó y se dejó embarazar, por tercera vez, sin rechistar y trasladando todos sus sueños a un futuro menos próximo y menos esperanzado. Era, técnicamente, un embarazo no deseado y muy sufrido, porque ella no quería odiar a un hijo suyo y menos antes de haber nacido ¿qué culpa podía tener el pobre niño, o niña? por lo que fue a visitar a su antiguo psiquiatra. La recibió con agrado y se extrañó de verla encinta –otra vez– pues Kelly Franchesca era de las que no escatimaba palabras de autosuperación, para describir los sueños cercanos y posibles que pensaba cumplir, con su futura independencia: después de ser madre, de una preciosa “parejita” como la que ya tenía. Lloró un buen rato, un buen rato largo; había procurado, siempre, mostrarse animada, no importa la gravedad de las circunstancias, como parte 104
de su estrategia para sentirse bien, pero, esta vez, desfalleció y a sus lamentos le siguieron frases atropelladas que, el doctor, no entendió muy bien, pero la dejó desahogarse acompañada de una caja grande de Kleenex. En el momento que la notó más tranquila, le dijo: “Mire Kelly, hay gente que se muere sin ser feliz, sin reaccionar a las situaciones que los hunden en el desespero, que les merman el impulso vital. Usted debe buscar una válvula de escape, que le permita tomar de nuevo las riendas de su vida” se le quedó mirando, como esperando alguna sugerencia, pero el doctor remató, en otro sentido: “Es su deber, hacerlo por usted misma; pero es su obligación hacerlo por sus hijos: ellos necesitan una madre libre de conflictos y con carácter”. “Una válvula de escape” repetía, con obstinación y no ocurrían en su cabeza los indicios que la llevaran a descubrir cuál podría ser la solución, el trampolín para superar su situación y sus miedos; en todo caso, estaba dispuesta a dar la pelea y se predispuso a no abandonar, nunca, su empeño por adueñarse de su destino. En la última etapa de su embarazo, detectaron proteína en la orina y el ginecólogo la instó a mantenerse en reposo continuado, debido a una preclamsia que le puso la tensión arterial por las nubes. Las drogas que le recetaron, la atontaban un poco y si no fuera por las telenovelas mexicanas que veía, casi todo el día, hubiera sucumbido al más absoluto desánimo; pues el encierro, los cuidados prenatales y los de la recién nacida, sin ayuda –porque Martín Alonso no quiso contratar una enfermera– la hubieran enloquecido. Lo que hizo, entonces, fue aferrarse a los roles de la mujeres malas de las producciones que veía y ellas, se convirtieron en su ejemplo a seguir; “si haber sido una chica buena no le funcionó, pues se convertiría en una chica mala” pensó y puso en marcha un mecanismo para aprender a manipular su entorno, como lo hacían Érica del Río, Támara Valdivia o Penélope Faride, en sus respectivos papeles, para dominar a sus maridos, quedarse con su plata y hacer su voluntad. Ella no iría tan lejos, pero sólo por sacudirse de la humillación bien valía la pena ser una villana. A falta de una, tenía, ahora, tres válvulas de escape; grababa sus diálogos y los repetía, como mantras, para fortalecer su determinación; se vestía como ellas: con modelos y colores desafiantes; aprendió sus gestos de disgusto y de irreverencia contra lo establecido. Martín Alonso notó ciertos cambios en su mujer y se puso a la defensiva, verbalmente, señalando el uso impropio de las tarjetas de crédito y la necedad de andar maquillada “como una zorra” –así dijo– para estar en la casa, cuidando de los niños y supervisando a la muchacha del servicio. “Sí soy una zorra, una zorra peligrosa Martín Alonso y debes tener cuidado” respondió Kelly Franchesca, con miedo, pero notó, de 105
inmediato, los efectos positivos del tono imperturbable que utilizó: su marido bajó la cabeza y cambió de tema, mientras asimilaba el golpe. El psiquiatra la felicitó por su estrategia: ganar pequeñas peleas, al principio, era clave para ir fortaleciendo su posición; le dijo, sin embargo, que no olvidara la posibilidad sosegada del diálogo; “¡no sea Kelly, que su vida se convierta en una verdadera telenovela!” exclamó, pero a ella pareció no importarle la implicación de sus palabras, tal vez porque ya se había mentalizado para protagonizar su propio drama. Cualquier cosa podía suceder. Érica del Río era la esposa de un distribuidor de droga californiano que, en una partida de póker, con un full de jotas y ases perdió, ante un póker de reinas, una suma de dinero tan absurda que la entregó, a ella, como parte de pago, al narcotraficante mexicano que ganó la partida y quien se la llevó, a vivir a Sinaloa, sin imaginar que esas curvas tan voluptuosas, como resbaladizas, serían su perdición. Támara Valdivia, “La Yaya”, era una prostituta tan hermosa, como despiadada, que engatusó a un político poderoso y corrupto, del partido de gobierno, para sacar de la cárcel a Garmendia, un neoleonés asesino y proxeneta al que, por amor, ayudó a montar un negocio de trata de blancas. Y Penélope Faride, hija de un terrateniente, viejo y desconsolado, que había procreado más herederos que un jeque árabe y que, además de bella, era una tiradora experta que fue matando a cada uno de sus hermanos –después de seducirlos– para quedarse con la fortuna familiar. Se trataba de mujeres que tenían la virtud de haber encarado hombres muy malos, mucho más malos que Martín Alonso, quien –en realidad– era una persona llena de esas inseguridades que, con el tiempo, se convierten en celos envolventes. Kelly Franchesca, aprovechando esa debilidad, agravó los problemas de su marido; con dieta y ejercicios, estrictos, de pilates y cardiovasculares recuperó su figura adolescente y salía a la calle, con pinta matadora –así fuera para darle vueltas al parque– sólo para que él la viera y se pusiera rabioso, pues, al rato se devolvía y se ponía prendas casuales para estar en la casa, dedicarse a sus hijos y prender la televisión. Una noche de viernes preparó la cena; como no lo hacía desde hacía mucho tiempo, pues era costumbre recalentar lo que dejaba, la muchacha del servicio, entre vasijas plásticas, sobre la estufa. Quería sorprender a Martín Alonso con un acto de buena voluntad: le sirvió el pollo al limón –que le quedaba tan rico– con arroz blanco, habichuelas salteadas y un perejil encima; de postre estaba dispuesta a incomodarlo, le soltaría una noticia que, el pobre, no se imaginaba, por eso disfrutaría su juego de 106
“cónyuge ideal” para que la contrariedad fuera mayor. Él se sintió cohibido desde que llegó; trató de suavizar la cara de bravucón que, casi, no abandonaba y se sentó a la mesa sin saber qué decir. Tanto tiempo, con tan mala leche, no pasa en vano, por lo que frases coherentes, de cariño o agradecidas, se borraron de su vocabulario y a duras penas logró decir: “te quedó muy bien de sal” o “me hubieras dicho, hubiera traído un vino blanco”; también preguntó por los niños y se molestó de que pasaran la noche en otra parte, sin haberle consultado. Pero, digamos que, en términos generales, hizo el esfuerzo y no porque se estuviera ablandando, pues no estaba dispuesto a cejar en su empeño de tener a su mujer en la casa –como dios manda– sino porque quería tener sexo y era bueno tratar que, ella, no sacara las uñas antes de, por lo menos, “pegarle su jineteada” como lo pensó sin exteriorizarlo. A Martín Alonso le gustaba que le chuparan las tetillas; lo llamaba “su fetiche” y le daba algo de pena reconocerlo, pues no deja de ser un capricho medio maricón, pensaba él, que no entra dentro del listado oficial de las cosas que los hombres, de verdad, piden en la cama. A ella, nunca le importó complacerlo, en ese sentido, al contrario, la excitaba hacerlo, por eso pensaba que la mínima retribución era un poco de receptividad por el gusto que tenía por ciertas novedades asistidas por ungüentos y baterías; pero, como estaban las cosas, su relación había entrado en ese estado intransigente y nocivo del: cumplimiento del deber. Kelly Francesca, linda –como estaba– poniendo en práctica su nueva valentía y mostrando la cintura con un estrapless y un pantalón de botones que invitaba a abrirlos, de par en par y arrancarle unas tanguitas de satín negro, le informó a su marido que, por su parte, ella no volvía a utilizar su lengua para acariciarle las tetillas y que se las arreglara como pudiera; que estaría de cuerpo presente, durante el acto sexual pero sólo para las mecánicas estrictamente necesarias del matrimonio. Recogió los platos, los lavó; limpió la cocina y se quitó la ropa en la sala; abrió las piernas, a lo largo del sofá y le dijo, a su marido, bostezando “apúrale que en media hora empieza American Idol”; puso los brazos detrás de la cabeza y se quedó mirando el techo, esperando la reacción de Martín Alonso, quien se quitó la camisa con visible irascibilidad, hasta romperla y hacer saltar las mancuernas por los aires. En el momento de quitarse el cinturón, con una ira que lo transformó en una bestia, se abalanzó sobre su esposa y en los segundos que alzó la mano, ella exclamó: “Me vas a dar rejo, qué rico” y Martín Alonso, fuera de si, soltó el cinturón, tomó el atizador de la chimenea y cogió a golpes todas las porcelanas, todos los cuadros, todo la cojinería; destruyó, por completo, la cocina y a patadas desbarató los muebles. La verdad, Kelly Franchesca 107
estaba preparada para la golpiza –Támara Valdivia se dejó romper la cara, con tal de lograr una demanda que le asegurara su futuro– y estaba determinada a poner el denuncio y atravesar la ciudad, hasta Medicina Legal, para dejar las evidencias físicas de su potencial victimario. “Con eso lo demandamos, por intento de asesinato” le dijo su abogado, cuando lo visitó durante el lapso de planear su jugada y asegurarse de no dejar cabos sueltos. Cuando llegó la policía y entre cuatro agentes, lograron calmar a su marido, ella hizo su interpretación de víctima pero como no tenía ni un rasguño, su rabieta no fue muy convincente; sin embargo, al otro día, se fue para un juzgado y de común acuerdo, con su abogado, puso una denuncia por “Maltrato mediante restricción a la libertad física y abuso verbal”. Durante la declaración no tuvo que actuar; la jueza –afortunadamente le tocó una mujer– le explicó que, entre parejas, era muy usual la agresión por medio de la palabra, sin agresión física y que, muchas veces, era un comportamiento tan sancionable con los golpes. Escuchar, esto, tranquilizó a Kelly Franchesca y contó a grandes rasgos su situación, sin olvidar las veces, incontables, en que Martín Alonso la trataba de “buena para nada”, de “zorra o perra”, de “idiota” de “retrasada” y puntualizando en el hecho de que, la mayoría de las veces, no necesitaba decirlo, sino que le lanzaba ese gesto, tan punzante como una cuchillada, de insinuar, con una línea desigual del labio y un lado de la nariz levantado, un completo desinterés por darle a su mujer un mínimo estatus de ser humano. En cierto momento se sintió teniendo un diálogo solidario, con la jueza, quien, a su vez, contó la historia de un hombre que, durante treinta años, con sólo ignorar a su esposa; con sólo tratarla como un cero a la izquierda, fue envenenado y amarrado a su cama, hasta que, mientras se le caían, después de amoratarse, pedazos de la piel, dio su último suspiro con los ojos de odio, de ella, mirándolo fijamente. Se separaron. De ahí en adelante, Martín Alonso tuvo problemas iguales con las mujeres que trataron de ser su pareja: les daba vuelo, durante la conquista y una vez dispuestas a mantenerle su casa y a esperarlo, frente al microondas, él las rebajaba a mujeres inútiles e insustanciales. ¡Qué feo ser así! y la sociedad, de mitad del siglo pasado, lo hubiera excusado, pero, en estos tiempos, de imperativo femenino, a los hombres les puede costar caro ser tan animales. Kelly Franchesca no se volvió a dejar joder de nadie, ni siquiera en el trabajo donde también el sexo masculino cree haber ganado un terreno histórico. Ahora, diseña escenografías para telenovelas colombianas y se sigue enamorando de los papeles de las villanas. Su frase favorita es 108
que “mientras el libro de la vida siga abierto, es imposible cerrar sus capítulos” y la repite porque, mucho tiempo después, descubrió que Marcela, su hija, estaba recibiendo un trato parecido, machista, de su padre y cuando cumplió quince años, Kelly Franchesca se encargó de hacerle una fiesta monumental, con el único objetivo de contratar, ella misma, los mariachis; llegaron con su pregonar de trompetas y a la hora señalada, en el momento de tocar “y entonces yo daré la media vuelta y me iré con el sol cuando muera la tarde” cogieron a Martín Alonso, lo arrastraron hasta el patio y entre cobres y palos de violines le dieron una golpiza, hasta que sangró por la boca. Siempre supo de qué se trataba, pero nunca entendió su propio desvarío.
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Sixta Consuelo
A Sonia Ramón Cometió un crimen, con sevicia, sin posibles arrepentimientos; le echó ácido en la cara al hombre que la violó, que le puso un cuchillo para desollar cerdos, en la garganta, mientras la forzaba por detrás, con su pene candente y el bufeo de quien vive de la sangre, el sexo y la cocaína, al tiempo. Lo buscó durante noches enteras, en las ollas más podridas de Bogotá, disfrazada de guarra, de chochera, de comevergas y manteniéndose despierta a punta de bazuco; para estar a la altura de las circunstancias, se tatuó en el vientre, la misma culebra, abierta en dos, que el puto llevaba en el antebrazo. Le decían El Maniguas y cuando lo encontró, lo sedujo, lo arrechó cortándose la mano y untándole la sangre en el pecho descubierto; nunca la había visto de frente, por eso cuando ella le pidió que le dejara orinarle la cara, él abrió la boca, sin sospechas, esperando la salmuera tibia e inmunda pero que, para alguien tan dañado y puerco, resultaba revitalizadora. Recibió, en cambió, un sulfocromo cáustico que le carcomió la piel y el paladar, de un solo e interminable grito. Sixta Consuelo fue a parar a la cárcel –con el peso de varías cadenas perpetuas– porque la policía necesitaba una mujer para culparla de varios asesinatos, cometidos con una segueta y cuando vieron su pinta de puta eléctrica, capaz de postrar a sus pies a una pústula humana, como El Maniguas, se los achacaron todos. Lo que nadie supo, en su momento, es que ella venía de una familia bien de la costa, que había estudiado cinco semestres de filosofía y humanidades en la Universidad del Norte, de Barranquilla y que se vino para Bogotá con la idea de conseguir, puteando, la plata para terminar su carrera. Su padre fue muerto, a tiros, frente a sus hijos, para cobrarle la osadía de no haber entregado el producido de su finca a la guerrilla, ni haber escondido trescientos kilos de coca en una pescadería, por los lados de Torices, que 111
tenía con sus hermanos en Cartagena. La familia quedó con nada, para no perder la finca hipotecaron la casa y para no perder la casa vendieron la finca; entre el Ejercito Revolucionario Nacional y los bancos quedaron en la calle, al amparo de familiares que, por su parte, habían sufrido su cuota de sacrificio. En Bogotá –por lo menos– Sixta Consuelo ferió su cuerpo en las whiskerías de Chapinero y con eso, mantuvo a su madre y a sus hermanos pequeños; pero, desde la cárcel no pudo ayudarlos y perdió el contacto con sus seres queridos, cuyo amor y recordación estaban sustentados por la plata que les mandaba cada mes. En la cárcel del Buen Pastor –nombrada así porque, un siglo atrás, fuera manejada por las Misioneras del Buen Pastor, con la idea de rehabilitar a las reclusas a punta de instrucción religiosa y quehaceres propios de las madres de familia, como cocinar, coser, tejer, lavar la ropa y atender las necesidades espirituales de un hogar, con rezos, seguimiento de los preceptos bíblicos y la participación en obras sociales pías y en beneficio del prójimo– Sixta Consuelo se ganó el apodo de La Muñequera, por dos razones: porque se liaba a puñetazo limpio con las compañeras que le trataban de hacer daño, ganando así, por el temor de sus golpes fulminantes, una independencia que pocas tenían y porque aprendió a hacer muñecos de tela, rellenos de la mota gris y amarillenta de las almohadas viejas que se botaban o las no tan viejas, que las reclusas le cambiaban por cigarrillos, trago o analgésicos: la principal moneda de canje, en el penal. Los muñecos se le vendían, principalmente, a las personas que iban de visita, los domingos y los días de guardar y algunos se comerciaban, entre las internas, con motivo de los cumpleaños o las celebraciones que, entre todas, se inventaban para hacer más llevadero el encierro. Con el tiempo, los muñecos no sólo recibieron reconocimiento por parte de las autoridades si no que, con ayuda de fundaciones sin animo de lucro, suscritas al Ministerio de Justicia, se convirtieron en un producto de confección industrial, en el que llegaron a participar hasta cien mujeres. Los beneficios económicos de tal empresa eran retenidos por el Inpec (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario) y repartidos entre las que aprendieron el oficio; no era un trato del todo justo pero Las Muñequeras, al mando de Sixta Consuelo, se dieron por bien servidas, pues no sólo tenían una pequeña fuente de gasto y ahorro, sino que vivían aparte de la población general, de la cárcel, cada vez más peligrosa y viciada. Eran las niñas consentidas –por así decirlo– y las convirtieron en un ejemplo de recuperación humana; le dieron el nombre rimbombante de Programa Piloto de Rehabilitación Penitenciaria y el modelo se replicó 112
en otras cárceles del país y del continente. Sixta Consuelo tuvo la oportunidad de contar su experiencia en diversos escenarios; pero ¡cómo son las cosas! cuando aprovechó ese cuarto de hora, esa vitrina, para expresar su inconformidad con el sistema judicial y la injusticia cometida con ella: de una vengadora a la que condenaron por asesina en serie, la callaron a golpes y en solitario, la vejaron verbal y anímicamente. El negocio de muñecos tomó un giro inesperado cuando ella, a quien quisieron relegar a un segundo plano, hizo un Pablo Escobar de trapo que se vendió como pan caliente. En oportunidades anteriores, había caricaturizado con tela, aguja e hilo, a sus compañeras, pero este recurso, de representar personajes, fue visto como una novedad que potencializó el programa y que le dio, de nuevo, el impulso mediático que lo mantuvo a flote. La experiencia le demostró, a las afortunadas reclusas, que era mejor callar sus más hondos sentimientos y así lo hicieron para no poner en peligro la fuente de su buena ventura. Los muñecos, entonces, empezaron a tener caras conocidas: la de Charlie Chaplin, la de Sor Teresa de Calcuta, la de Michael Jackson, la de Madonna, la de Jorge Velosa –el carranguero–, Frida Khalo y Salvador Dalí, entre otras; las más vendidas fueron: la del presidente, de la época, que coadyuvó para comprar la campaña presidencial con dinero de la mafia y la del recién fallecido humorista Jaime Garzón cuyas interpretaciones políticas eran apreciadas por todos los colombianos. Con la llegada del tercer milenio se confeccionaron otras caras; una muy criticada, la de Osama Bin Laden que tocó sacar del mercado de forma tan inmediata, como se fabricó, pues pisaba cayos en las altas esferas de la diplomacia internacional; eso dijeron los funcionarios del Inpec que recogieron los muñecos de nariz pronunciada, turbante y piel cetrina y que quemaron, enfrente de todas, vociferando palabrerías y amenazas previsibles. Hacia el año 2003, sucedieron tres cosas que cambiarían –para mejorar– la vida de Sixta Consuelo: la muerte de El Maniguas, la puesta en marcha de una aula con 50 computadores, en el área educativa del penal y la llegada, para ver en el reproductor de DVD, del salón comunal, de la película francesa: Le fabouleux destin d'Amelie Poulain. Lo primero fue noticia de segunda plana y un alivio para Sixta Consuelo quien no dormía de pensar que, así, desfigurado y todo, El Maniguas iba a cumplir su condena –por violar ¡vaya paradoja! a unas mujeres que encontraron muertas en una comisaria– o se iba a escapar de la cárcel, con el único fin de matarla como a una marrana, porque, así fue como se lo mandó decir varias veces en quince años: “El Maniguas dice, perra 113
de mierda, que te va a despachar como a una marrana” y eso significaba con despellejada, viva, sacada de tripas y el cadáver colgando, patas arriba, de un gancho para desangrar reses. Lo segundo es que siendo, ella, de las pocas letradas en el penal, el manejo de los computadores y de la conexión a internet, se le dio como anillo al dedo para prestar un servicio que podía cobrar –por debajo de cuerda– a las demás reclusas y ayudarles a comunicarse con sus seres queridos. El negocio se había politizado y se olvidaron de quién había sido su artífice, al punto de que los muñecos se mandaron a hacer por fuera, de forma industrial y dejando cesantes a las mujeres que, alguna vez, fincaron su futuro en un trabajo honesto que le daba vida, entre otros, al Chavo del Ocho, a Celia Cruz, a Pelé, a Gandhi, a Mafalda, a Buzz Lightyear y a Lady Di. Las que reclamaron por la iniquidad cometida, fueron trasladadas a otras cárceles del país, quedando, así, un grupo pequeño de mujeres, en el Buen Pastor, cruzadas de brazos, hasta que vieron juntas y repitieron, como treinta veces, la película de Amelia Pulán y de la cual hicieron una muñeca que, como inconsciente homenaje, quedó igualita a Sixta Consuelo, su más respetada compañera. El filme –en idioma francés y con subtítulos– es alentador, porque focaliza en la felicidad que nos pueden aportar, las cosas pequeñas y las vivencias que pasan, mayormente, desapercibidas; se trata de múltiples circunstancias que se entretejen, en el quehacer de la protagonista, unas divertidas, otras dramáticas y de las cuales, la más inspiradora de todas, para este particular grupo de reclusas, es la del enano de arcilla colada –de esos, de gorro rojo y puntudo, vestido verde y barba blanca que decoran los jardines– que desaparece, pero del cual empiezan a llegar fotos, por correo, en lugares lejanos, como cualquier turista que documenta su viaje. El padre de Amelia Pulán –dueño del muñeco y del jardín, donde se le viera por última vez– vive extrañado y confundido con el asunto hasta que, años más tarde, el enano aparece, con igual misterio, en su puerta; la experiencia invita, al viejo, a tomar las maletas y salir de su ostracismo, del encierro en que vive, con motivo de su soledad y su viudez. La metáfora cinematográfica es tomada, por las reclusas, como un augurio y a cualquier amigo, familiar o conocido que sale de viaje le piden que se lleve una muñeca de Amelia y le saquen fotografías en los sitios que visiten. Las primeras fotos llegan por internet y por este novedoso mecanismo tecnológico –desconocido por los reclusos que llevaban más de diez años presos– se reenviaron a un público creciente de admiradores y se montaron en otras plataformas virtuales. Al cabo de los años, la pequeña Amelia y sus clones, habían recorrido el ancho mundo y el testimonio de miles de retratos digitales fue consignado en una página de internet que, para fortuna de Sixta Consuelo, nunca 114
fue descubierta por las autoridades del penal o nunca fue de su interés, pues su torpeza no les permitió entender las maravillas de tal fenómeno, que ganaba miles de adeptos por día: www.elfabulosodestinodeameliapulan.com Mucho tiempo después –que no debió ser tanto, sino medido con los pasos lentos de elefante en que transcurre, una semana tras otra, en la prisión– ninguna de las muñecas regresó y nadie volvió a pedirlas como compañeras de viaje; sin embargo, el acopio fotográfico, en la web siguió creciendo y se hizo evidente que las nuevas incursiones de sus pupilas, que ya no eran turísticas sino noticiosas, se debían a las famosas y trajinadas artes del Photoshop o “remiendo visual” como le decían sus putativas madres. Las pequeñas amelias, en un número no menor de 50, ni mayor de 100 –nunca llevaron bien la cuenta– estuvieron presentes, para dar sólo una muestra: sosteniendo la biblia en la posesión del Presidente Obama; encendiendo la llama olímpica en China; agitando banderolas en el cincuenta aniversario de la revolución cubana; llorando en el funeral de Michael Jackson; ayudando a rescatar mineros en Chile y como parte del elenco de la película Toy Story 3. Pero, como nada debemos esperar de la vida que sea demasiado anhelado o planeado, en una especie de contradanza equívoca, de fatalidad original, las amelias pulanes, hasta donde se tiene memoria, fueron arrestadas, juzgadas y sentenciadas por una gran multiplicidad –valga la redundancia– de delitos: contrabando de drogas, trata de blancas, secuestro, conspiración para cometer actos terroristas y desfalco, a nivel internacional, en Zurich y Hong Kong; inclusive, una de ellas, fue acusada de incitar a la cantante Gloria Trevi a cometer los crímenes de abuso de menores, por los que sería, a la postre, absuelta. “De tal palo, tal astilla” pensaron Las Muñequeras, las pocas que quedaban y como parte de sus labores habituales –entrada la noche– se sentaban frente a un computador y guiadas por Sixta Consuelo le seguían la pista a las noticias sobre sus hijas de trapo y a cada una la distinguían por sus rasgos particulares o por sus proezas. Amelia Kamikaze: entró a un avión en Kuala Lumpur, con plástico explosivo alrededor de la cintura; Amelia Cachucha: bateó un home run, en el Yankee Stadium y después, se robó una segunda base; Amelia Pomodoro: pagó con una MasterCard en una pizzería en Nápoles, mientras le mostraba el escote a Silvio Berlusconi; Amelia Stradivarius: famosa por llevar una ametralladora entre el estuche de un violín, apareció en un película de James Bond; Amelia Serpentina: habitualmente rodeada de gente de baja estopa, se prostituyó en Tailandia, entre neones y vitrinas nocturnas; Amelia Cuchitril: vista en moteles de Tijuana, atravesó la frontera del Río Grande en 115
brazos de un mexicano con el bigote teñido de rubio; Amelia Chichón: con un pedazo de mota salido en la frente y acompañada de peleadores de Jiu-jitsu japonés y Jiu-jitsu brasilero, venció a Jet Li jugando parqués; Amelia Circunstancia: capeando situaciones de peligro y cazando alacranes, en territorios talibanes; Amelia Cantimplora: miembro del Frente Polisario de Liberación y caravanera, de turbante y camello, atravesó, dos veces, el Desierto del Sahara; Amelia de Lezo: la más remendada de todas, navegando en tramp steamers de dudosas procedencias y banderas; Amelia Barrotes: malgastando su vida entre malavideños, con enormes cicatrices y cadenas de oro, tomada del brazo de Pepe Cortisona; y entre otras –anotadas y mal pintadas, con esfero, en un cuaderno cuadriculado– Amelia Safo: con su balaca dorada en el pelo y a sus anchas, entre mujeres marginales y desnudas. Este pasatiempo no duró mucho y en el Buen Pastor, nadie se acuerda, en el presente, de ellas; ni de las madres, ni de las hijas, quienes dejaron el embeleco cuando Sixta Consuelo salió libre porque una loca, de por los lados de Los Laches, confesó las matanzas, en serie, por las que estaba privada de su libertad. El gobierno la indemnizó y se dedicó a viajar y a mandar sus propias fotografías; pero eso no tenía ninguna gracia. Las restantes muñequeras –dos o tres, no quedaban más– no tenían disposición para seguirle la pista a tantas amelias y entrar al computador dejó de ser divertido, además que fomentaba una nostalgia, aderezada de envidia, que fue mejor apagar, para no sentirla.
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Gardenia Federica
Existen mujeres flacas amargadas en grados preocupantes, inimaginables, que no salen a la calle sin varias capas de maquillaje, como milhojas de arequipe, crema y salsa Chantilly; cuyas inseguridades son, de verdad, paralizantes: rodillas muy grandes, senos muy pequeños, párpados caídos, pezones granulados, cuellos flácidos, narices prominentes, cabellos pajizos o chutos, nalgas planas o piel demasiado blanca u oscura, ajada, arrugada prematuramente, grasa o sin brillo; y otro infinito de detalles mínimos que las distancian de tener momentos felices con mayor regularidad. Gardenia, en cambio, carga con su obesidad como un regalo de dios, como si con ésta viniera suscrito el don de caerle bien a la gente, con sólo saludarla e intercalar, entre sus palabras, borbotones de alegría. Tenía un hermano retrasado mental, con problemas motores, del habla y escaso control de los esfínteres, al que tocaba tener escondido por la incomodidad que producía a las personas ajenas a la casa; era un problema hereditario, por eso, ella, no podía sino sentirse privilegiada por su suerte. Hasta los trece años, se afligía por él, porque lo quería y en cierta medida, le parecía injusta su propia normalidad; pero, de adolescente, empezó a practicar un desprendimiento, sano, de los percances cotidianos y se convirtió en uno de esos seres humanos –extraños y escasos– que viven perplejos ante sus experiencias y que sin ilusorias creencias en dios o sin la inútil justificación de los vicios, abrazan la vida de manera descarnada y auténtica. Todo, hasta las rutinas más apabullantes, lo realizaba, siempre, como si fuera la primera vez; cualquier acción, emprendimiento, iniciativa, impulso, cualquier acopio de energía, era transformado en una fuerza novedosa y desarrollada con enfoques distintos, cada vez, aunque, éstos, fueran, a veces, los menos convencionales. Más tarde, como 117
profesional, supo que esa particular forma de acercarse, tanto a los problemas como a las oportunidades, es a lo que hoy en día se refieren como: creatividad. No tardó, para su fortuna, en comprender que lo suyo era la resolución de conflictos y con base en esa claridad estudió relaciones internacionales; se propuso, de antemano, la misión de pertenecer al cuerpo diplomático de nuestro país y dedicarse a representar nuestros intereses “allende el fortuito e inacabable mar” al decir de uno de sus poetas favoritos. Viajó más de lo que nunca pensó, por supuesto, pero vivió en Santo Domingo, Boston, Santiago, Seúl, Kuala Lumpur, Ankara, Oslo, Johannesburgo, Paris y Nueva York, de donde, cada vez, regresaba a Bogotá con un par de kilos de más y nuevos anecdotarios de cómo transcurre la política entre las naciones, de como se cuecen las habas de la globalización según los argumentos de cada facción ideológica involucrada en un desacuerdo, grande o pequeño, de carácter local o planetario. Se demoró treinta años en lograr su meta: en los albores del tercer milenio fue nombrada directora de la Comisión para el Desmantelamiento de Minas Antipersonales (MDC, por sus siglas en inglés) de la Organización de las Naciones Unidas y se instaló a vivir en un apartamentico de una sola alcoba, sala-comedor y un baño en la Calle 41, entre las avenidas de Park y Lexington, en el lado Este de Nueva York, a tres cuadras largas de su trabajo que recorría a diario, en la línea de bus M42 porque, para entonces, era muy poco lo que caminaba. La Gran Manzana fue el “cierre con broche de oro” –como le decían sus amigos de la diplomacia– de su carrera y donde comprendió y practicó, finalmente, los verdaderos goces de la soledad. No entendía los consejos, de muchos allegados que le decían: “Cómprate un perro” o “mantén la televisión prendida para no sentirte sola” porque la gracia era ser, uno mismo, su propia compañía y eso, lo lograba muy bien porque nunca le faltaban quehaceres, alternos a su trabajo; su favorito, el que más la entretenía, era aprenderse poemas de memoria y repetirlos en voz alta en las calles, en las esquinas donde encontraba donde sentarse y en los parques. En Nueva York tenía identificados los sitios de su predilección donde, sin caminar demasiado, podía llegar en taxi y tenía a su alcance una cafetería o una venta de perros calientes, a la mano, en caso de quererse demorar; y para no parecer una desquiciada, hablando sola, se compró un rosario, de esos para rezar credos y aves marías y por cada pepita, recitaba los párrafos que se le venían a la cabeza. Con el advenimiento de los celulares y los manos libres, se ve mucha gente que parece hablar con los hidrantes, con los edificios o con los afiches del metro, pero Gardenia tenía sus rubores y una mujer de sus dimensiones rezando, 118
tranquila, era una buena fachada para darle una justa cadencia a la Casada Infiel, de Lorca o al Soneto a Teresa, de Carranza. Una vez, dejó el estuche de sus gafas abierto sobre su regazo y un turista o un buen samaritano ¿quién sabe? le dejó unas monedas, lo que no prueba que la poesía sea para los indigentes sino que debía sonar muy lindo su pulular de palabras, su abejorreo de rimas, una tras otra, en conexión con otro tipo de divinidades: las de los oráculos del alma, pensaba ella. Al unísono, con el sonido de sus autores predilectos, Gardenia pensaba en la selva –sin haberla conocido– en las trochas de los montes y los caminos del campo, en las vueltas inadvertidas de los niños y los campesinos que se topan con las minas quiebrapatas; basta un atajo nuevo, una desviación del destino para morir o morir en vida, que puede ser peor. Pensaba que las ciudades, también, tienen espacios minados, lugares donde toca andar con sigilo, donde perderse puede resultar en un estallido de violencias; igual, en ese trecho, con pocas rectas y lleno de obstáculos, curvas y recovecos, que hay entre la mente y el espíritu, era posible, por intentar evitar un paso a desnivel o un túnel, explotar por los aires y perder la cordura. Tenía buen cuidado de no caer en las trampas de la memoria pero, a veces y de manera inevitable, se sentaba al borde de sus acantilados y mirando, de frente, al vacío, aclaraba la garganta y soltaba –de César Vallejo– el siguiente clamor ardiente: “Hay golpes en la vida tan fuertes… Yo no sé. Golpes como de la ira de Dios…” y seguía, en tono lamentario, su inconsolable exorcismo, hasta las lágrimas y muchas veces, los transeúntes paraban, a su alrededor, convencidos de estar atestiguando una vivencia trascendente. “Serán talvez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte” insistía en repetir, como una rueca o un tiovivo, hasta volver a la acera, retomar un taxi, llegar a su casa y preparar un balde de agua caliente para meter los pies y aliviar la carga del día; hasta poner un punto final, antes de dormirse: “Y el hombre... Pobre... pobre… vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!” Desde la terraza de su edificio, se veían las puntas de las torres gemelas y ese fatídico día del 11 de septiembre, de 2001, atestiguó la humareda gigante de esa hoguera atizada por la incomprensión y la falta de diálogo entre los pueblos. El drama de las minas antipersonales es, aún, mayor pero afecta a poblaciones disgregadas y muy pobres, alrededor del planeta, por lo que su impacto mediático es precario y sus soluciones llegan a cuentagotas. Otras masacres, de igual calibre, se han dado a lo largo de la historia actual, pero, ninguna, tan publicitada y tan energúmena en términos 119
de una retaliación que, como jugando a la gallina ciega, recayó en parte de lo que fuera la cuna de nuestra civilización: Mesopotamia, una de las culturas más bellas y antiguas de la humanidad. “Es como si, para corregir, a nuestros nietos, cogemos a palo a nuestros abuelos” decía Gardenia, en privado, porque en su calidad de emisaria de las naciones, sus opiniones debían tener un recubrimiento de hipocresía, como ciertos antibióticos que curan la infección pero dañan el estómago y el aparato intestinal. Para el caso era posible que expresara, lo siguiente, de Neruda: “El tarahumara se vistió de aguijones y en la extensión del Noroeste con sangre y pedernales creó el fuego, mientras el universo iba naciendo otra vez en la arcilla del tarasco”. Cuando se sentaba en Ground Zero, aprovechaba para declamar a poetas menos tajantes: Fernando Pessoa, por ejemplo o Emily Dickinson y Paul Valéry, en sus idiomas originales. Una tarde de otoño se presentó la oportunidad que desencadenaría el mayor logro de su vida; coincidió en la banca con una mujer musulmana que, utilizando un rosario parecido, también recitaba en voz alta. Gardenia Federica sabía que eran rezos y muchos los entendía, pues su estancia en Turquía le enseñó a distinguirlos y a estudiarlos, al tiempo con los poetas árabes como Omar Khayyam, Ibn al-Farid o más recientemente, Khalil Gibran; sabía de su concepción irreversible del tiempo, del devenir vital de las almas, del estrecho vínculo de las ideologías políticas con dios y con todo y que no compartía sus nociones religiosas, vibraba con la lectura del Corán y de los Rubayata. Entablaron una amistad desconfiada, pero ambas entendieron que su distanciamiento era histórico, ajeno a ellas y se conformaron con acompañarse en las recitaciones y a veces, competían, sin darse cuenta, por el volumen de la voz y la cantidad de transeúntes, pendiente de cada una; a Gardenia le tocó reconocer que el tono de cántico, con que los islámicos se dirigen a Alá, era más rico en inflexiones y cadencias que la rima poética y se emocionaba al escucharla y al constatar que detrás de sus fraseos había una devoción y entrega sin pares. La musulmana llegó, un día, con un amigo yucateco que le estaba vendiendo unas réplicas de tesoros precolombinos y como trató de estafarla, con unas balsas chibchas, hechas de laminilla de oro, barata, que se conseguían en Bogotá, como artesanías y no como valiosas antigüedades, las dos mujeres convinieron en penalizarlo con una semana de lectura, en voz alta, de textos de su tierra; al otro día llegó con sus hijos y su esposa y entonaron por turnos apartes del Chilam Balam en maya y en castellano. El yucateco trajo, después a un japonés, el japonés a un malayo y se volvió costumbre que, cada participante, trajera invitados; muchos de los cuales se fueron quedando y participando con el sólo retumbar de sus palabras, de sus textos leídos o recitados de 120
memoria: manifestaciones de sus propias culturas. Inclusive, entre ese batiburrillo de lenguas, voces y escritos, un ciego sustrajo del Braille, crónicas de cimarrones, traducidas del bantú; alguien pronunció, en griego y latín, los discursos del estagirita; y otro soltó, al viento, mil quinientos decimales de Pi, de memoria y catorce mil quinientos más, leídos de un cuaderno cuadriculado donde, con su puño y letra, los tenía escritos. Hoy, se reúnen grupos parecidos en todas las ciudades del mundo, siendo los más grandes los de Nueva York y Bogotá; el primero se lleva a cabo, todos los sábados, en las bancas frente al East River, del Gracie Mansion Park y el segundo, en un par de peldaños de la Media Torta. Parece una inutilidad que muchas personas, en distintos volúmenes e idiomas arranquen a recitar al unísono, sin ningún orden y muchas veces, sin nadie que los escuche –sino, con dificultad, entre ellos mismos– como una cofradía de papagayos, pero “menos sentido tienen, aún, la guerra y la animadversión entre los seres humanos” decía Gardenia Federica cuando le preguntaban, al respecto, ya fuera porque la entrevistaban, los periódicos o los noticieros, acerca de su labor en las Naciones Unidas o porque se la encontraban, rosario en mano y en su silla de ruedas, en cualquier esquina y recitando de Alejandra Pizarnik, por ejemplo: “Y cuando es de noche, siempre, una tribu de palabras mutiladas, busca asilo en mi garganta, para que no canten ellos, los funestos, los dueños del silencio”.
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Diana Melindra
Iba tarde para su club de lectura. Había quedado, con las amigas del grupo, en terminar de leer Doña Flor y sus dos Maridos, pero dejó botado el libro en uno de los lockers del gimnasio –se lo debieron robar porque nunca lo encontró– y consideró no volverlo a comprar, pues faltándole, apenas, una página y media para el punto final, era mejor darlo por leído y reemplazarlo en su biblioteca cuando consiguiera una edición de lujo que se destacara en las estanterías de su estudio y que tuviera la letra más grande y el interlineado más amplio. Lo buscaría, un día de estos, por Amazon y lo mandaría traer, por correo, al tiempo con algunas películas románticas o de cine arte, que le gustaba coleccionar. Venía pensando que la vida junto al mar debía de ser mucho más placentera; que esta ciudad con el vaivén del transporte público acercándose a los paraderos, incesante, sin tregua, dejando una y otra vez a los mismos pasajeros, en las mismas esquinas, era enloquecedora. Sentía, además, que su trabajo, en el sector bancario, hacía parte del mismo circunloquio universal: ríos de personas empezando y terminando filas, vaciando y llenando cuentas, tomando tiquetes numerados de la pared, sentándose, esperando y parándose a hacer consultas, una detrás de la otra, hasta que sus caras eran todas iguales y sólo se escuchaba un barullo despelucado, parecido al cotorreo de mil peluquerías. Doña Flor vivía en Bahía, una ciudad brasilera y multicolor frente al océano Atlántico y era sin duda una mujer feliz, tenía un marido de cuerpo presente que la amaba y que la proveía de todas las comodidades y otro –fallecido– que se le aparecía, por ensalmo, a satisfacerla del cuerpo, a darle los agites animales que la ponían a punto, que le 123
bajaban esa calentura de reverbero con que salía de las clases de cocina, que dictaba y en las que se reunían mujeres alrededor del fuego a mezclar aceites, mariscos, especies, pescados, leche de coco y a hablar de hombres; así debía ser porque el arte culinario no es nada distinto a mantener condimentado el romance, a no dejarlo enfriar, a tener –valga la analogía– la sartén por el mango. Diana Melindra había descubierto, hacía rato, pero esta vez lo reconoció ante sus amigas del club de lectura: que su marido era del primero tipo; o sea, más pendiente de cumplir con las responsabilidades de la casa y de la sociedad que a contestar los llamados de la piel, los cuales dejaba pasar con regularidad. Roberto era un odontólogo que la amaba –se lo decía todo el tiempo– le compró una casa de dos pisos, un carro con el embrague automático y le puso bidet en el baño. Esa particular infidencia quedó al descubierto durante la reunión de la semana anterior y ella pensó que, al decirlo, muchas otras amigas iban a confesar algo parecido, pero no; se quedó sola, ahogándose en un mar de miradas lastimeras porque, para las bogotanas, cualquier problema de pareja es subsanable con tal de que el marido, novio o amante sea un buen polvo: de esos que no deja ni las sobras, que no escatiman en roces y peripecias. Esta es, por supuesto, una de tantas falacias que la urdimbre social acepta como ciertas; como si el sexo fuera el termómetro de la felicidad o por lo menos, el indicador de cuánto oxígeno le queda de reserva a una pareja. No es un problema sólo de las mujeres, a los hombres también nos interesa cultivar el cañazo de que, en nuestra alcoba, bien se podría, en cualquier momento y sin previo aviso, filmar una película pornográfica. A dos cuadras de su destino, Diana Melindra consideró que “qué mamera enfrentar, hoy, a esas aves de rapiña” y en vez de voltear por la esquina del hotel Sheridan, siguió derecho por la Carrera Quince. No se volverían a ver sino después de las vacaciones largas y con un nuevo libro, por lo que prefirió no seguir enfrentando el efecto de su revelación, tan pronto; suficientes palabras de “aliento” había recibido, ya, de sus súper-culi-satisfechas amigas. Propondría, por correo electrónico, una novela de suspenso, de intriga internacional o de ciencia ficción para cambiar el ámbito de la discusión y con casi seis semanas de enfriamiento, hasta el siguiente encuentro, podía estar segura, no de que olvidarían el asunto –eso nunca sucede– pero sí de que le bajarían el volumen o lo dejarían pasar hasta volverlo un comentario casual y a escondidas; como sucedió con el hijo negro que dio a luz Susana, teniendo un marido cuya familia desciende de las montañas del Cáucaso o las relaciones de Maricarmen 124
con su secretaria, la que en un tiempo record pasó de recepcionista a socia de su boutique de tratamientos faciales y contra la celulitis. Siguió por la Carrera Quince y bajó a comerse un helado de ron con ciruela –su favorito– frente al Centro Comercial Milpitas. Ella podía comer dulce sin afectar su figura porque era una de esas flacas cuya contextura y peso no variaban con nada. Sus amigas la envidiaban por eso y porque su cola respingada y sus teticas puntudas, que no necesitaban brassier, no habían cedido a la gravedad desde la adolescencia, con todo y que tuvo tres embarazos y en el último estuvo acostada casi los nueve meses. Sonó su celular y optó por no contestar, “que la esperaran hasta olvidar su ausencia ¡vale güevo!” pensó, después se comunicaría con alguna de ellas y le diría que estaba en un taller automotriz muy ruidoso, al que llegó por un golpe en el exhosto pero del que, entre ajuste y ajuste, no salió sino hasta por la noche. El helado estaba delicioso pero se sintió desarreglada. Una cosa era la pinta casual para verse con sus amigas, esa tarde: bluyines, zapatos bajitos, un top gris oscuro y un suéter color salmón, abierto, largo y suelto en los hombros, que el atento esmero con que se arreglaba para ir a un lugar público. Sabía que la mayoría prefería lo contrario: arreglarse para cuando tocaba emular con las demás mujeres y que para ir de compras o salir al parque, por ejemplo, se ponían cualquier cosa. Al respecto, Diana Melindra era consciente de que estar a la vista de los hombres era lo que suscitaba su necesidad de verse muy bien e inclusive, de verse sexy; no provocativa, esa no era su forma de ser y le parecía muy ordinario andar, por ahí “pelando pierna y mostrando pezón” como decía su vecina, acerca de sí misma: una vieja jamona, separada, que mostraba sus atributos hasta para ir a la panadería. No, lo suyo era el antojo de reafirmar su sexualidad con la sola mirada masculina; le bastaba con el gesto de quien se distrae dos segundos, de la lectura del periódico, para verla pasar o el que utiliza el reflejo de las vitrinas para echarle un vistazo a sus nalgas o tratar de constatar, por encima de la tela del pantalón o sus apretadas faldas, la presencia de sus mínimas tanguitas. Procuraba no delinearse los labios, ni echarse sombra en los pómulos o debajo de los ojos delante a los demás, porque sacar la bolsita del maquillaje lo asociaba con su mamá, con señoras a las que no les queda nada que ocultar, salvo las arrugas; a ella le parecía un acto desesperado aunque, a veces, se retocaba las cejas en los semáforos y se acentuaba el rouge con le yema de los dedos. Tenía treinta y cuatro años y había estudiado en un colegio laico, pero de sólo mujeres, 125
que funcionaba en una casa de tres patios y un enorme jardín, de un barrio que antes fuera residencial, habitado por gente acomodada de Bogotá. Al otro lado de la tapia, de atrás, había un instituto para la enseñanza de las artes marciales y entrado el bachillerato, el plan durante los recreos era ver a los jóvenes “karatecas” combatir, cambiar, con el tiempo, los colores del cinturón y esperar con ansiedad el momento en que se ponían o se quitaban el uniforme de tela blanca, abierto en el pecho y con pantalones saltacharcos. Ver muchachos en calzoncillos era lo más osado para niñas adolescentes de buena familia, con énfasis educativo en la responsabilidad familiar, la tradición y la decencia; después vendrían: el cigarrillo, las fiestas, los primeros roces, las desinhibiciones del alcohol y la vergüenza pasajera de comprar preservativos en las droguerías. Diana Melindra recordaba esas épocas como las más felices de su pasado; era popular, tuvo novios desde los quince años, perdió la virginidad de acuerdo a lo establecido: borracha, en la parte de atrás de un Renault Twingo y con el primer hombre que le ofreció un amor duradero. Rompieron, a las dos semanas, porque el despertar del sexo no permite relaciones por más de tres o cuatro fiestas o un fin de semana en alguna finca. Hay que poner a prueba la piel, foguearla en distintos cuerpos, en escenarios y contextos diferentes; hay que abrirse a muchos pretendientes, los más posibles, para que cuando llegue el amor sepamos reconocerlo pues, su búsqueda, no toma el curso de las ramificaciones de nuestro sistema nervioso, ni llega con la facilidad de nuestros orgasmos. Desde que empezaron a salir, aventajaba en experiencia a Roberto. Él, le dijo durante una sobremesa, por armar conversación y a tono con la lengua suelta de un par de whiskies, que había tenido a más de diez mujeres y se quedó esperando una respuesta de admiración –tal vez– o por lo menos algún gesto de asombro, pero Diana Melindra le respondió, sin ambages, sin temores pendejos, ni las mentiritas piadosas que dicen, otras, para no intimidar a sus parejas: “Yo perdí la cuenta, pero creo que he estado como con cincuenta tipos” afirmó, tajante pero tratando de que le sonara divertido y siguió diciendo “y eso, sin contar a los que terminan cuando una no se ha quitado ni los aretes”. Esa sinceridad sin descompliques, esa forma de dejarse conocer sin alambres de púas, ni muros de contención, fue lo que lo enamoró. No sobra decir, de todas maneras, que Roberto es un hombre, aunque tímido, cálido en la intimidad, honesto, de un profesionalismo llevado al extremo y muy importante, sin problemas económicos. Sus padres no son millonarios pero tienen un buen patrimonio y él, a sólo diez años de haber abierto su consultorio de odontología, ya tiene, por ejemplo, ahorrado e invertido el dinero de los estudios universitarios de sus tres hijos pequeños, está pagando la 126
casa dúplex en la que viven con comodidad y ciertos lujos: pertenecen a un club de golf y ambos tienen carro europeo. Así las cosas, Diana Melindra se está comiendo un helado de ron con ciruela y está sentada en una banca, como las de los parques, pero en una acera, amplia, frente a la heladería. La vida, entonces, que es elíptica y repetitiva le da la oportunidad –a esta mujer que, en realidad, nunca esperó sorpresas existenciales– de encontrarse con Antonio Lurido Bruguera, escritor catalán y quien fuera profesor, suyo, de literatura cuando tomó cursos libres en la Universidad de La Cordillera. El hombre está como quiere: no se le notan los años, su barba negra y bien perfilada, le queda muy bien y su olor sigue siendo, como en las aulas pegadas al monte frío de la madrugada, el de una fruta que se sostiene en su madurez y en sus encantos. Se saludan y la conversación se da sin aprehensiones, pues él también se está comiendo un helado de ron con ciruela, comprado en la misma esquina y también es su favorito. Ella se pone a la defensiva, por supuesto; es casada y sabe que los hombres aprovechan cualquier encuentro para tener una aventura. Le pregunta por sus libros, los muchos que planeaba escribir, quince años antes y él le responde que “ahí van” y que “tarde o temprano verán la luz” y que “los editores son unos comemierdas”. En la medida que el helado se acaba, la conversación fluye; y fluye, precisamente porque, gracias a su club de lectura –el cual no menciona– Diana Melindra ha leído bastante en los últimos años y –lo más interesante– ha tenido tórridos romances con varios protagonistas de novelas: Pedro Tercero García el bohemio y descalzo luchador de causas justas, de la Casa de los Espíritus; Jamie Conway el descocado, obsesionado, pero agudo y joven narrador de Bright Lights, Big City; y Valentín Arregui, el sedicioso e intemperante activista político de El Beso de la Mujer Araña, entre muchos otros, incluido Mountolive el diplomático conspirador y romántico de la Alexandría de Durrell y Juan Pablo Castel el inestable pero intenso artista-existencialista de la Buenos Aires de Sábato. Se compenetran, en un par de horas y Bruguera le confiesa que está leyendo en voz alta Don Quijote de la Mancha, se despide y con torpeza graba el número celular de ella, en su aparato telefónico, antes de tomar un taxi. Roberto es de los que disfruta más con la planeación de las actividades, que con su realización; libera un par de semanas, de su apretada agenda; dejan a los niños en la finca de los padres de él y declaran “una segunda luna de miel” en Nueva York, a donde Diana Melindra lleva su libro, subrayado mil veces de Poeta en Nueva York, de Federico 127
García Lorca; cuyas muchas anotaciones al margen le acordaban de Bruguera, pues fue durante sus clases que se enamoró de la cadencia gitana del poeta fusilado y como ella lo escribiría, en su trabajo final, del semestre: “de la índole testaruda y bravía de los personajes masculinos de sus romances y de sus obras de teatro”. Así, pues, entre la memoria presente de Bruguera y Lorca, el pobre Roberto pasó a un tercer plano y todas sus ocurrencias, en la Gran Manzana, fueron tomadas como aburridas y faltas de “intelectualidad”. Ninguna de sus iniciativas copaba las expectativas de su mujer y se fue creando una distancia en la pareja que, para cuando volvieron a Bogotá, se había convertido en un cisma. Buscó a Bruguera para contarle las experiencias literarias y artísticas de su viaje y lo encontró, como era su costumbre, en los prados encumbrados, de la Universidad, tan empinados que a Diana Melindra le tocó quitarse los zapatos de tacón, para no perder el equilibrio. Sentados en el pasto, se quedó mirándolo mientras él se terminaba un sándwich de costilla, con aguacate y notó detalles que no vio la tarde del helado de ron con ciruela: su barriga distendida se salía de la camisa y en su piel, de color lechoso, se marcaban mínimas venitas azules; su barba desordenada ya no la vio tan estilizada y rozagante, sino casposa y macilenta; sus ojos inyectados eran los de un hombre proclive a la modorra y tenía pelos en las orejas, tan gruesos como los de las brochas de los albañiles. Ante esa realidad, soslayada en el primer encuentro por la sobreimposición y sublimación del recuerdo, la conversación no fluyó, como antes; ella no supo explicar bien para qué lo estaba buscando y ese enredo, entre lengua y pensamiento, la vulneró hasta el punto de quedarse callada. Bruguera se levantó, caminaron hasta una plazoleta, aledaña, donde él se sentó y se quitó un zapato al que se le había metido una piedra: tenía la media rota. Entrada la noche acompañó a Roberto a un coctel en el Club de Odontólogos y Diana Melindra se decidió a borrar, a punta de whisky, las imágenes de su bochornosa tarde. No entendía como pudo idealizar a un profesor, cincuentón, al punto de imaginarse, con él, haciendo el amor en las escaleras del Hotel Plaza o en el ascensor del Empire State. Miró a su alrededor y en ese mundo, el mundo de su marido, en que todos los hombres son metrosexuales: compiten por cinturas sin grasa y llevan relojes que miden el ritmo cardiaco y la oxigenación –entre muchas otras tendencias caprichosas– se sentía cómoda y admirada. Mal que bien conservaba sus atributos físicos, en su sitio, sin cirugías, ni mayores esfuerzos gimnásticos o deportivos y su rol de mujer hermosa, se le daba con naturalidad; en cambio, su rol alterno de mujer enamorada de los libros, 128
sufría de los tropiezos propios de quien le suma expectativas de belleza a la realidad. Y con la libertad asociativa de las ideas, tan relativa como circunstancial, se le ocurrió pensar que su dilema se resolvería leyendo, con Bruguera, el Quijote en voz alta; lo que le daría una valedera excusa para insistir en buscarlo, sin hacer el oso, otra vez. No le faltó razón, leer en voz alta probó tener un poder reparador, como el yoga o el kick boxing y su práctica, en grupo, daba la sensación de estar en el medio de una experiencia trascendental en el contexto humano. Después de un par de ritos iniciáticos, como de fraternidad universitaria, a Diana Melindra le fue permitido subir, después de asistir tres semanas seguidas, al podio: tomó entre ambas manos, la edición de Larraín –bastante maltrecha– la que en el lomo tiene la equis emblemática de la palabra “quixote” propia de los últimos hacedores de libros que se negaron a dejar las grafías del castellano antiguo, puso debajo de la luz cualquier página, a su albedrío y se abandonó a la lectura frente a un auditorio de unas veinte personas; para su sorpresa varias voces en la penumbra repetían, de memoria, las líneas que iba leyendo. Este encuentro se realizaba en los salones, húmedos y mal pintados, prestados por la Iglesia de la Porciúncula, donde se reúnen los Alcohólicos Anónimos, los Comedores Compulsivos y los Adictos al Sexo, entre otros. Por eso, cuando algunas amigas, que pasaban en un carro lujosísimo, la vieron salir de ahí pensaron: que además de la impotencia de su marido, Diana Melindra tenía un problema de adicción y la miraron desde lejos, pero no se acercaron a saludar para no incomodarla, para no ponerla en evidencia. Una vez al año se reunían todos los grupos de lectura del Quijote, en voz alta, de Bogotá y escogían un capítulo de la obra para representar sobre una tarima cualquiera. Bruguera se había ganado el derecho a ser el Alonso Quijano consuetudinario y nada que lo reivindicara más con su existencia que esos pocos minutos de actuación. Los montajes, los diálogos y los vestuarios eran tan improvisados que resultaban de una pobreza lastimera y difícil de atestiguar, pero nada más acorde, que esa precariedad, con los azares del ingenioso hidalgo. Diana Melindra cayó en la cuenta del parecido con la cotidianidad: le bastó imaginar a Roberto con las fisuras de cualquier caballero andante; salir a la calle y ver a todos los hombres sobre sus desvencijados caballos emprendiendo las proezas inauditas de siempre: buscar pareja, ganarse el pan, hacer el bien, enfrentar el mal, defender el honor y mantener, sobretodo, la armadura reluciente. “Las mujeres siguen siendo todas de por los lados del Toboso” decía Bruguera, entusiasmado, para señalar que, como Dulcinea, ninguna es ella misma 129
frente a quien las ama, sino una creación de las expectativas de cada hombre. “Ese es un esquema machista” gritaban las mujeres de su grupo de lectura, cuando analizaron la obra de Cervantes. Diana Melindra no lo había pensado de esa forma –porque toda discusión puede ser llevada a un enfrentamiento entre géneros y eso no tiene mayor validez– y para mayor ilustración del punto de vista opuesto, contó la historia de Bruguera: un profesor idealizado por todas sus estudiantes, amado por intermediar con la palabra de Wilde, Lezama Lima o Borges, pero con todos los defectos de un hombre común y corriente, como todos los demás hombres del planeta. “Prefiero pensar que todos llevan un Quijote dentro” dijo y cuando acabó la reunión les presentó a Roberto: lo hizo salir de su Mercedes Benz, caminar frente a ellas, saludarlas de beso y acercarles su cara sin afeitar, su cintura de columna griega y levantarlas del piso con el olor vertiginoso de su agua de colonia y la varonil presencia de su mirada aguamarina.
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Eliana Katherine
No le gusta ser tan pereirana. Médica cirujana, graduada de la Universidad Javeriana, tiene una especialización en nefrología de Tulane University, en los Estados Unidos. Participó en el equipo que hizo el primer transplante de un niño recién nacido en Colombia y su experiencia quedó consignada en dos artículos de investigación, revisados, con minucia, por pares académicos en Suecia y Japón, principalmente. A sus escasos treinta y seis años, le fue otorgada la Beca Brookenheim y fue la estudiante más joven del profesor Steven Chapelle, famoso por el manejo de rechazos en transplantes múltiples de páncreas, pulmones, hígado y riñón. Es presidente honoraria de la Fundación The Bean Kids para ayudar a niños con insuficiencia renal en zonas de conflicto y pobreza y ha participado en equipos interactivos en transplantes para poblaciones, menos favorecidas, en Zambia, Ghana, El Salvador y Sri Lanka, con todo y eso cuando dice que es pereirana, los hombres se sonríen y algunos hasta se arriesgan a hacer comentarios con algo de carga sexual. Nada preocupante, considerando que su estatus profesional es una barrera infranqueable a piropos salidos de tono o comentarios soeces; sin embargo, Eliana Katherine se molesta, más de la cuenta, con el velado menosprecio que le toca aguantarse. Conocido es el gracejo de un vendedor de supermercado que le colabora a una mujer a escoger una patilla. Ella se queja porque están demasiado grandes y señala que es oriunda de Pereira donde las patillas las cortan para ofrecerlas a varios clientes; propone cortar alguna por la mitad y así poder llevarla, para servirla a sus hijos después del colegio. El vendedor con poco convencimiento, toma la fruta e insiste que así no es como se vende patilla en los supermercados, de las grandes cadenas, pero que va a preguntarle a su jefe sobre la posibilidad de cortarla y le dice, con tono zalamero: 131
“Espéreme aquí, ya vengo; déjeme prestarle un buen servicio”. Toma la patilla, se la echa al hombro y camino de la oficina del supervisor, el hombre –por ir silbando y estar pendiente de saludar a las impulsadoras– no se da cuenta de que la mujer se va detrás de él. Cuando llega a la ventanilla, donde se manejan quejas, reclamos y devoluciones, el vendedor advierte, en voz alta, que una pereirana quiere comprar sólo media patilla y grita: “¡Qué si se la cortamos!” A lo que el jefe contesta con una afirmación, pero agrega, sin necesidad y por dárselas de chistoso: “Tenga cuidado le abren la bragueta o lo cogen a patadas, porque, eso, en Pereira no hay sino putas y jugadores de fútbol”. Se río y apenas vio las señas del vendedor, asustado, indicándole que la señora, detrás de él, era la clienta en cuestión, el jefe se acerca relajado y como si no pasara nada, dirigiéndose a ella, con amplia sonrisa, pregunta: “¿Y en qué equipo de fútbol juega, usted, señora?” De igual forma, a Eliana Katherine, el estigma de que las mujeres de Pereira son de rueda suelta, fáciles y vividoras de su cuerpo, la ronda, como a todas las nacidas en esta tierra cálida de tradición orfebre y cafetera. Su diletante fama es, precisamente, producto de ser trabajadoras, echadas para adelante, verracas y con iniciativa propia. Hace más de un siglo, durante la Guerra de los Mil Días sus maridos –no por un acto de cobardía, sino de sensatez– se escondieron para no ser víctimas de las masacres indiscriminadas entre partidos políticos y fueron las mujeres quienes salieron a trabajar, a ganar el sustento. Existe, también, el antecedente histórico de que –hace más de trescientos años, cuando se llamaba Cartago La Vieja– durante la época de la Colonia, fue la única jurisdicción del Virreinato que contempló dentro de la repartición de tierras y propiedades solariegas, a las mujeres solteras por lo que se puede inferir que, éstas, le tomaron ventaja a las capitalinas y a las antioqueñas en ser independientes y no contar con los hombre más de lo necesario, lo que en épocas menos contemporáneas era sinónimo de mujeres liberadas y dadas a un regocijo propenso a los señalamientos sociales. Otro factor, es que la tradición, muy colombiana, de realizar ferias caballísticas, gastronómicas y musicales data, en Pereira, desde finales del Siglo XIX lo que ayudó a la proliferación anticipada del negocio de la prostitución, durante las fiestas, cuyo ambiente nocturno era álgido y guapachoso. Para completar, a Eliana Katherine le gusta el sexo deslenguado, de frente, contra la pared, arrinconada en un dispensario de hospital, detrás de una puerta o en los incómodos sofás de los consultorios; le gusta el riesgo de que la vean, la excita tal posibilidad, así como la inmediatez de tener un orgasmo subirse los calzones y seguir 132
trabajando. Se acostumbró a tener penes a la mano, para tomarlos a cualquier hora del día, sin compromisos y sin promesas falsas a los hombres que se los proveen. La discreción no es lo suyo y el personal médico que conoce sus arrebatos, su sexo disponible y a flor de piel, se lo atribuyen, no a que es una mujer práctica y trabajadora en exceso, sin tiempo para las arandelas sociales y el cortejo, sino al hecho incontrovertible y culturalmente establecido de que es pereirana y todas las pereiranas, sin excepción, pertenecen a un equipo de fútbol. “¿Y por qué no dices que eres de otra parte, Eli?” le pregunta Toño, un enfermero homosexual que le ayuda en los cuidados de sus pacientes y quien conoce sus hondas vacilaciones; a lo que, ella, lo mira con sonrojo y le responde: “Es que yo no debería negar mi pereiranidad, de igual forma que tú no niegas tu mariconería; es nuestra esencia Toñín, si nos toca ocultarla estamos jodidos”. Trabajan, además, en un hospital, donde es imperativa la franqueza para identificar ciertas dolencias con mayor asertividad. Es mucho el terreno que se gana cuando un enfermo declara los riesgos de tener VIH, cuando –de entrada– confiesa una adicción, una proclividad a las prácticas sadomasoquistas o una condición, de las que la sociedad considera “vergonzosas”, como la eyaculación precoz, la merma de las facultades mentales o las hemorroides inflamadas. El ser humano en su afán por equilibrar sus alegrías y tribulaciones cree, muchas veces, que lo que no se reconoce es como sino existiera y por eso, se ven casos avanzados de enfermedades que si no hubieran sido negadas, de plano, cercenadas de la conciencia como un mal sueño, se hubieran podido curar a tiempo; de ahí que Eliana Katherine consideraba que generar empatía, con los pacientes, era fundamental para cultivar la confianza suficiente y lograr, sin demoras, profundizar en sus miedos. En su área de experiencia había encontrado, sólo por dar un par de ejemplos, hombres que llevaban años orinando con sangrado y mujeres conviviendo con nauseabundos olores vaginales, a causa de hongos o infecciones, por demasiado tiempo y que desembocaron en problemas mayores. Se acostumbró, entonces, a pensar que la raíz de los problemas era siempre más honda, profunda y arraigada a los tuétanos físicos y mentales, que a la escueta información recabada durante las consultas. Experta en riñones, los había acunado en sus manos, de una sala de cirugía a la otra –entre donante y receptor– durante incontables transplantes, Eliana Katherine era una observadora sin par: lograba identificar problemas renales por las manchas de las uñas, por el color de las várices, por la hinchazón de los párpados, por la forma de la 133
papada, por los cuarteos de la piel; así como por los testimonios de sus pacientes sobre el desempeño en los deportes, la presteza visual, la celeridad mental, la propensión a cierto tipo de dolores, el impulso vital y la autoestima. Le gusta pensar que, ella, es una médica integral que sopesa a sus pacientes de una forma holística y que involucrar en “la ecuación de recuperación” –así la llama– la memoria, los sentimientos y las expectativas de quienes sufren insuficiencia renal, es esencial en su curación. Alguna vez pensó que su problema era el de generar dependencia con sus pacientes, lo que limitaba su diario vivir a comer y dormir en cualquier parte y a deshoras; a tener sexo de rapidez, en los intermedios del día; a nunca terminar de ver una película; a relacionarse con sus amigos por Whats App; y a ver a su familia de vez en cuando y pegada a su laptop “¡tratando de salvar al mundo!” como exclama su padre, excusándola por sustraerse a su propio presente. Cualquiera hubiera pensado que en el momento de enamorarse de alguien que la mereciera, abriría un espacio más amplio a sus vivencias, a las que deben tener las personas, distintas a su trabajo, para no enloquecerse; pero, tampoco fue así: cuando James Clavijo apareció le movió el piso –claro que se lo movió– pero fue cosa de un fin de semana, un seminario sobre los últimos avances de la diálisis peritonial, en Cozumel, donde no fue a ninguna conferencia por gozarse esa infatuación que consideraba extraña; hasta ahí llegó su desafuero. El noviazgo se acabó tan rápido como empezó, pues Clavijo era cirujano estético y Eliana Katherine no dejaba de pordebajearlo un poco, por su sentido comercial, antes que el ánimo humanitario. Él se quejaba y alegaba que también corregía labios leporinos y reconstruía senos de mujer con mastectomías, pero su fama de ponerle glúteos y delinear los muslos de modelos de pasarela y actrices de televisión, terminaron por desencantarla. “Déjame decirte, corazón y disculpa: pero lo único que te mantiene aceitada la cuca, es que eres pereirana” le dijo un día Toño y Eliana Katherine pocas veces se había reído tanto; pero, en su fuero interno sabía que el comentario llevaba una carga inmensa de municiones, dirigidas a su ligereza para tratar a los hombres, nada distinta, paradójicamente, de las de una mujer promiscua, cualquiera y de las que la gente confunde con la profusión, de éstas, que hay en Pereira. Conclusión: y Eliana Katherine no necesita de una psicoterapia para saberlo: no sólo es pereirana, sino que se comporta como tal. “Difícil situación” pensaba y le dio duro darse cuenta de que, ella, no es la excepción a la regla, sino uno de los ejemplos más sobresalientes de su oriunda patria. La navidad era la época en que se sentía más sola. Eliana Katherine se sentía una 134
invitada más, en la casa de sus padres; no era, como sus dos hermanas mayores, de las que se arrunchaba con ellos a ver televisión o pasaba la tarde preparando tortas o acompañando a su mamá a fumar en el patio mientras hablaban cositerías sobre la vecindad y el acontecer de Pereira. Guardaba una distancia profesional, inclusive con su familia y sus regalos, debajo del árbol, eran, de lejos, los más impersonales: cosas decorativas y sofisticadas, de moda, como pisapapeles de cristal, jardines de arena japoneses y entre otros, delicadas porcelanas que había que esconder de sus sobrinos y de los hijos de la muchacha del servicio. Las fiestas decembrinas auguraban, esta vez, ser un poco distintas porque Ascom, la Asociación Colombiana de Medios de Comunicación, la nombró como una de las mujeres del año y ese premio le dio un reconocimiento mediático que no se esperaba. Su intención primaria fue la de recibir dicho honor en privado, pero Toño la convenció de que se dejara ver, de que participara en la rueda de prensa y en la velada de premiación, que se llevarían a cabo en Cartagena, al tiempo con un encuentro, televisado, entre las dos mujeres ganadoras: ella y una escritora chocoana de nombre Rosa Montes Betania. Viajaron juntas; se encontraron en el Aeropuerto El Dorado, las presentó uno de los jurados del concurso y desde que se vieron no dejaron de conversar. Sobra decir que el influjo de Rosa era el que producía tal verborrea: hablaba hasta por los codos, preguntaba y se respondía; tenía que ver con todas las personas a su alrededor, así no las hubiera visto nunca. Con todo y eso lograba no ser cargante o intensa, se daba por sentado –sin duda– que una mujer negra de caderas y senos monumentales, vestida de naranja con cinturón amarillo y unas candongas doradas con los signos del zodiaco, no pasaba desapercibida y que la gente a su paso, se involucraba, sin querer, en ese campo magnético centrípeto y envolvente. Eliana Katherine la calificó como de “una energía superlativa” cuando le preguntaron, en los noticieros y confesó que se sentía feliz de compartir su vitalidad. Hubo, además, reciprocidad, Rosa Montes, a su vez, alabó los éxitos profesionales de su nueva amiga y dijo “no conozco a nadie con tanta devoción por el ser humano”. El encuentro televisado se dio entre un maremágnum de asistentes y de expectativas: se trataba de un pulso entre arte y ciencia que, inclusive, los académicos esperaban, listos, con sus esferos y sus páginas en blanco, para tomar notas. Eliana Katherine hizo, de su media hora de popularidad, una conferencia, con cuadros explicativos e imágenes proyectadas en Power Point: señaló, a grandes rasgos, la situación de los enfermos renales en el país, la cantidad de pacientes en diálisis, versus 135
la escasez de riñones para transplantar y exhortó, entre otros ejemplos, las políticas en Cuba acerca de los donantes en que, una vez declarada la muerte cerebral, el cuerpo pasa a pertenecer al Estado y no al arbitrio venial de sus familiares, por lo que, inclusive, dan abasto para exportar órganos a otras latitudes. Mostró fotos de niños transplantados, de diversas razas y nacionalidades e instó al gobierno para mejorar sus políticas al respecto, so pena de mantener los altos costos del tratamiento de la diálisis, en el 80% de los enfermos con insuficiencia renal crónica y posibles candidatos para recibir un riñón de donante cadavérico. Los asistentes estuvieron parcos, en la ronda de preguntas y respuestas, ansiosos –como estaban– de escuchar la intervención de Rosa Montes, la chocoana que ya tenía traducciones de sus libros en varios idiomas y fama de embrujar a sus audiencias. “Soy quibdoseña” fue lo primero que dijo la novelista y poeta; “soy quibdoseña” repitió y agregó que llevaba miles de años viviendo en Bogotá, ciudad que, por cerca que estuviera de las estrellas, estaba demasiado alejada de su Chocó del alma, de sus costas ariscas y sus colores fuertes, casi incandescentes, que brillan como millones de soles, después de la lluvia. En eso –sin música de fondo– empezó a mover su cuerpo, como un péndulo, en una especie de contradanza, acompañada de unos sonidos guturales, a capella, rítmicos y pegajosos, que los presentes conjugaron con palmas y golpes de talón contra el piso. “En Quibdó, mi ciudad natal, todo baila” dijo por el micrófono y su voz sonó como una amable tormenta; “cuando nos da hambre –a menudo, somos pobres– cantamos y los intestinos se calman” siguió diciendo y de corrido, sin parar, en una especie de tren infinito, siguió moviendo las caderas y los hombros y las rodillas y los pies y siguió contando que en Bogotá le hacían falta los olores de la gente, los sudores, los alientos matutinos y vespertinos, los pelos en las axilas y los sexos a flor de piel. “Soy quibdoseña y allá, todas las mujeres nos tocamos el cuerpo, a diario; nos manoseamos con los hombres, en cada oportunidad y nos dejamos penetrar en las posiciones que los árboles nos indican y en los momentos, cualquieras, de los innumerables que tiene el día” y siguió explicando que el sexo las mantiene conectadas al centro de la tierra, como a los animales y a las plantas; y que el semen revitaliza el espíritu y se nota en los cachetes y en el sabor, agrio, de la saliva. “Soy quibdoseña y soy felina y reptil y loba y orino lluvia y hago tierra y por mis venas corre la clorofila que sube por las raíces, que son mis pies y mis manos, cuando cultivo, cuando hago el amor entre el fango y el mangle, cuando doy de mamar a mis hijos y cuando rezo frente a la tumba de mis ancestros”.
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Al anochecer, tomando ron con jugo de tamarindo, en la Plaza de Santo Domingo, a Eliana Katherine se le acercaron varios hombres, se sentaron a acompañarla y se fueron rotando en la medida que, con sutiles desplantes, los fue despachando; se sintió hembra, independientemente de cualquier etiqueta social o geográfica, se sintió unida a la nervatura del planeta, al magma, a la marea y en ese orden de ideas, tomó de la mano a un moreno, con los ojos azules y lo desnudó, sin prisas, al final de un malecón; sus gritos hicieron salir a los peces del agua y distraer a los rayos de la luna; retozaron un rato largo y se pusieron algas sobre el cuerpo para apagar el calor de su encuentro. Se devolvió sola y camino al hotel, con la irritación deliciosa que sentía en los pezones y en los muslos, pensó en la tarde que, gracias a Rosa Montes Betania, había sido maravillosa. Cuando la chocoana terminó su diatriba de mujer negra-pacífica-coloridaterráquea, los aplausos fueron interminables, para ambas mujeres; durante la segunda ronda de preguntas y respuestas, aprovechando un júbilo que no sentía desde que corrió desnuda bajo la lluvia, en la playa, a los trece años, durante unas vacaciones en Santa Marta, Eliana Katherine tomó el micrófono y exclamó, con la voz más auténtica que, ella misma, se haya escuchado: “¡Se me olvidó decir que soy pereirana!”
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Tania Valeria
Se pasó todo el noviazgo y la época errática del compromiso tratando de definir a su futuro marido, pero no fue sino hasta la luna de miel que se dio cuenta: “¡Me casé con un niño chiquito!” exclamó, en voz alta, frente al hoyo soplador, en la isla de San Andrés, donde nadie la oyó por el ruido del impacto de las olas y menos Federico distraído, como estaba, viendo el agua saltar y mojar a los turistas. Está bien que los hombres conserven su niño interior –pensaba– pero entre las chanzas pesadas con los amigos, las películas de zombies y alienígenas, sumado a veinte horas de videojuegos, por semana, la cuota de inmadurez de su pareja alcanzaba a exteriorizarse, a evidenciarse, lo que nunca le pasó con sus dos novios anteriores: el uno filósofo y el otro residente en el Hospital de la Samaritana. La suerte estaba más que echada; Tania Valeria no era de las que daba reversa ante ninguna circunstancia o por lo menos, eso creía. Inclusive, dejó pasar muchos comportamientos que la fastidiaban: el uso frecuente de la camiseta de la Selección Colombia para hacer el amor, porque en momentos de efervescencia y calor, Federico, al desnudarse y sentir que el rendimiento no era el adecuado, que le faltaba estámina o inspiración ¿quién sabe? abría el clóset se ponía la multicolor y volvía a la cancha con una sonrisa imbatible; las horas interminables que se pasaba, en la piscina, de la finca de sus padres en Nilo, Tolima, llenando el pantalón de baño de aire para simular flatulencias y nada que festejara con más alegría que cuando era una de verdad; y su identificación intelectual con Bart Simpson de quien tenía memorizadas frases completas y al que mencionaba como quien trae a colación a Confucio o a Virgilio, ante cualquier dilema vital sobre el amor, la muerte, la soledad o el hastío. Por otro lado, sus amigas le decían, a Tania Valeria, que era muy seria, pero ella se reconocía como una 139
mujer trascendental y madura, capaz de divertirse y pasar un buen rato; en ese orden de ideas, le daban respetuosamente la razón aunque, a sus espaldas, la tacharan de irascible y malgeniada. Pero, lo que más la fastidiaba eran las mentiras de su marido, las que le inflaban su ego de empleado público, siempre a punto de que lo nombraran algo mejor; mentiras que “le nivelaban la autoestima” decía ella, frente al espejo del baño, también en voz alta. Inventaba –entre otras necedades– que traía los paños de sus vestidos de Italia y que se los confeccionaba el mismo sastre que al Ministro de Hacienda; que tenían la acción del Club Pedregales, pero que nunca iban porque sus socios eran todos unos comemierdas clasistas y faltos de humildad, ostentosos de la riqueza; que su cociente intelectual era de 134 y explicaba que esa medida lo clasificaba como: superdotado; que había sido novio de una Virreina Nacional de la Belleza, pero que la dejó cuando descubrió que las nalgas eran de silicona; que sus antepasados ocultaron los títulos nobiliarios familiares, durante la Independencia, para no malquistarse con los partidarios de la República; éstas y muchas otras faltas intrascendentes a la verdad, hacían de Federico un mitómano creído, pero inofensivo. Sus amigos le conocían sus mañas y lo molestaban llamando “carruaje” o “limusina” a su carro, “corona” al lote baldío y redondo –como de tonsura– que ya empezaba a manifestarse en su cabeza, “Rolex” a su reloj comprado en Sanandresito y “duquesa” a Tania Valeria –a sus espaldas– soltando insinuaciones, como: “¿Qué dirá la duquesa si le pisamos el tapete nuevo?” o “¿Será que la duquesa nos deja tomar aguardiente a pico de botella?” o “¿La duquesa se dignará acompañarnos al Campín, este domingo?” y otras frases, de igual tenor, que demostraban –a las claras– que ella, por su parte, se daba también, en ocasiones, sus aires de mejor persona. Lo de ellos era un juego de contrapesos, una balanza equilibrada por idénticas cantidades de arribismo, aunque lo exteriorizaran distinto. Tania Valeria era menos sofisticada de lo que hubiera querido, pero más que Federico, el cual, en cuestiones de cultura y refinamientos, no había puesto la vara demasiado alta; ella por lo menos tenía el cuidado de mantenerse informada, de saber sobre vinos, de leer libros y de viajar por internet: entre Wikipedia y Google Earth sabía más de la Costa Azul y de la Riviera Maya, de Rodeo Drive o de la Quinta Avenida, que cualquiera que hubiera ido de vacaciones. Era más curiosa, más alerta por aprehender lo tangible; mientras Federico se preciaba de haberse repetido Terminator, Batman o Indiana Jones más de diez veces –y las veía con la intención descerebrada con que alguien se toma un diazepam– 140
ella amaba ver documentales y no era extraño que, a veces, los pusiera en pausa y escribiera en el Word, de la laptop, sus impresiones sobre tal o cual cosa; ejercicio que, así no volviera a consultar dichas anotaciones, le permitía acordarse de detalles fundamentales a la hora de conversar en los eventos sociales y que la percibieran, como le gustaba: como una persona interesante y viajada. Esto último era muy importante, porque asumía que la diferencia, hoy –en que las familias, de cierto nivel para arriba, tienen acceso, más o menos, a comodidades y lujos semejantes– es la capacidad de conocer el mundo, en vivo y en directo, de tener la fortuna de visitar otras ciudades con más arte e historia que nuestra aún, discordante e inacabada, Bogotá. Era representante de ventas de una compañía farmacéutica, de esas que se ponen minifalda y se echan perfume en el escote para visitar a los médicos y darles muestras gratis de sus productos y de sus cuerpos, por supuesto; una forma de mercadeo tan generalizada y efectiva que uno las ve –se reconocen como promotoras o visitadoras médicas– pelando muslos y rodillas en los consultorios, durante horas enteras hasta que las reciben, indefectiblemente, hacia el final de la tarde. Tania Valeria tenía un estilo muy personal, mientras las demás eran entradoras y expertas en insinuaciones procaces, ella seducía con su charla sobre lugares hermosos: balnearios, museos, ruinas históricas, islas, plazas, callejuelas, parques y paisajes que componía en su cabeza y que describía con garbo y delicia, dando esa sensación de haber estado allí. La sorpresa de sus interlocutores llevaba, por lo general, a una misma pregunta: “¿A qué horas, cómo, de qué manera has estado en tantos sitios?” lo que llevaba a una misma respuesta: “Solía ser azafata” y con esa sola, falsa, explicación las conversaciones fluían con facilidad, lo que desembocaba en invitaciones a cocteles –muy comunes en el medio– de asociaciones médicas, de inauguraciones y cierres de seminarios, de lanzamientos de nuevas drogas, implementos quirúrgicos o herramientas tecnológicas para toda clase de tratamientos. Su conquista de clientes –si se le puede llamar así– terminaba en esas efemérides; el paso, casi obligado, al motel y a los encuentros frecuentes en restaurantes o bares, a tempranas horas de la noche se lo dejaba a las otras. Tania Valeria estaba dedicada, en cuerpo y alma, a la pesca de una pareja pudiente con quien hacer los viajes de sus sueños; nada de aventuras de a media luz porque, de dejar a Federico, de herirlo, después de haberlo querido hasta Marte –ida y vuelta– lo haría por lo alto: sin los resquemores de haberse convertido en una “coimita de catre” como se refería su madre a las culiprontas de cuerpo y de corazón.
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Al gastroenterólogo Rufino Manchola era de los que visitaba con mayor ilusión, porque despejaba horas enteras de su agenda para recibirla y contarle sobre sus muchas experiencias como “observador planetario” –así describía su verdadero oficio–; conocía los grandes hitos turísticos que los aficionados asedian como borregos: el Partenón, las Pirámides de Egipto, el Tal Mahal, el Empire State o el Corcovado pero se detenía en relatar detalles de vivencias que para Tanía Valeria eran desconocidas e insospechadas: el color amarillo humo de las calles de Nairobi, las vitrinas casi transparentes de Milán, las sonrisas color miel de las mujeres de Lisboa, el impacto visual de la fata morgana desde los fiordos noruegos, la incandescencia de las calles interminables de burdeles en Bangkok y miles de otras impresiones que, mientras ella escuchara templando la falda y adelantando el pecho, él no dejaba de describir con zalamería. Se sentaban en el cómodo sofá de su consultorio y al tenor de unas copitas de brandy pasaban momentos maravillosos, sin toqueteos de ninguna clase, ni repentismos incómodos, la sensualidad se focalizaba en la conversación y no fue sino hasta uno o dos años después que Manchola sintió la confianza para contar sus experiencias sexuales, con mujeres de distintas razas, nacionalidades y localización geográfica. En este punto es importante comentar dos cosas: la primera, que más que gastroenterólogo, era coloproctólogo y que de tener fijaciones anales, el Doctor Manchola debía ser un hombre realizado y feliz; y lo segundo, que frisaba los ochenta años, razón por la cual Tania Valeria descartó cualquier enamoramiento de su parte, convirtiéndose, la de ellos, en una relación auténtica, de lo mismo platónica que era. No lo sabía, al principio, pero su interlocutor era un “fetichista intelectual“ –así se describió, también, en algún momento– por lo tanto de la sensualidad de sus malabares libidinosos, a lo largo de sus viajes, incluía un rango magnífico de detalles; por ejemplo: los menús de los restaurantes, con ingredientes de los platos y precios en distintas monedas; las frases exactas –pronunciadas con arrebato– durante los cortejos; las etiquetas de los vinos y qué sensación esperar en el paladar y las papilas gustativas, de acuerdo a éstas; los tatuajes de aquellas “hembras de la penumbra” –que le rondaban el recuerdo– y el tremendo poder de su simbología, sobre todo en mujeres de las estepas o nacidas en los antros de Tijuana o Alexandría y de acuerdo a que estuvieran grabados en el vientre, en el cuello o en la parte baja de la espalda; los gritos de sus acompañantes durante los orgasmos, así se tratara de las repeticiones exhaustivas del nombre de dios, la insistencia en algún tipo de fricción o la desmandada pronunciación de las groserías más significativas de cada idioma o dialecto. 142
Aprendió, entonces, Tania Valeria que el sexo va más allá de lo puramente animal y que de la dimensión que le demos a nivel del pensamiento, antes que a las sensaciones del cuerpo, depende el grado de intensidad de su disfrute. Se sintió renovada y reenergizada, con tal descubrimiento, pero una cosa era tomar conciencia de su incalculable valor y otra muy distinta, hacérselo entender a su marido; quien, de saber la historia completa, nadie lo sacaría de su propia y predecible conclusión: “Te acostaste con el viejo, ese ¿verdad?” Nada qué hacer, el matrimonio es una carrera de resistencia y con obstáculos pero no contra el tiempo, sino contra el tedio, que es distinto de la rutina. La rutina es la forma cómo nos organizamos –pensaba ella– la mecánica con la que asumimos nuestros deberes, pero el tedio es pensar que la felicidad está en recibir más de lo mismo, todos los días, sin un cambio de patrón o un detalle que haga distinta cada experiencia. Todo esto, lo aprendió Tania Valeria de Rufino Manchola y lo hubiera querido compartir con Federico, pero nunca se dio la ocasión, ocupado, como él vivía, exprimiendo la catarsis que le producían sus juguetes. Cinco años después, el panorama había cambiado; Tania Valeria ya no tenía la premura por recorrer los cinco continentes, se había concentrado en sus estudios nocturnos de mercadeo y publicidad y había logrado su sueño de trabajar en una agencia de viajes. Sus jefes no se cansaban de ponderar su eficiencia administrativa, su trato amable con los clientes y su impecable forma de vestir; uno de ellos se enamoró de ella y le prometió llevarla a broncearse a Tahití, pasar noches de estropicio en Río de Janeiro y lucir costosas joyas en Atlantic City; le prometió vestirla con filigranas de oro y le prometió un reino con súbditos que le llenaran la bañera y le hicieran masajes en los pies. Aunque tentador, desistió del ofrecimiento porque una cosa era estar casada con un hombre cuyas formas de distracción se quedaron estancadas en la pubertad y otra, casi parecida, era convertirse en una Barbie cuyos privilegios duran hasta que sale la siguiente, con una cabellera más larga y labios más carnosos. Como resultado de su trabajo tuvo la oportunidad de ir a Cuzco y a Buenos Aires; era la primera vez que salía del país y la segunda en que veía el mar. Cualquier otro viaje procuraría, de igual manera, que fuera un logro personal, la época de pensar en los hombres como un medio para lograr sus sueños habían pasado y en su lugar, había quedado el convencimiento de que son un estorbo. O sea que sólo se justifica una pareja que se convierta en un perfecto complemento: que tenga, de verdad, las piezas del rompecabezas que a una le faltan, concluyó Tania Valeria y como resultado de ese planteamiento dilucidado y trabajado desde su propia independencia, le pidió a 143
Federico el divorcio. Lloró sus ojos, pero el ultimátum quedó sobre la mesa donde apenas se tomaron un café, mordieron un par de tostadas y abrieron un frasco de mermelada: le exigió que dejara el apartamento en diez días, porque de su viaje a Punta Cana sola –que empezaba al día siguiente– y que se había ganado por su excelente desempeño en la Agencia de Viajes, quería volver y encontrarse a sus anchas, libre de los compromisos que por su malsana concepción del amor, había contraído: el nuevo y anhelado comienzo que quería para ella. Después de una determinación tan tajante y radical, notó, con curiosidad, que con la cercanía del mar y el roce del sol sobre su piel, pensaba reiteradamente en Federico. Muchos hombres se le acercaron, Tanía Valeria era del tipo que se distinguía en cualquier ambiente; su piel aduraznada conjugaba muy bien con el horizonte marino y las calideces de la arena; sin embargo, le tocó sacar las uñas en varias oportunidades y alejó a los invasores de su recién adquirida libertad, acusándolos, con la mirada y el gesto, de ser poca cosa para osar estar con ella. La dejaron tranquila, “¡la mujer tiene su temperamento!” exclamó alguno de ellos y nadie más se le acercó; la evitaron como a un erizo o a un escorpión. Su carácter fuerte le había servido para capear las inclemencias masculinas cuando era visitadora y el constante asedio de uno de sus jefes, era su armadura y mientras lo cultivara, se sentía a salvo, no necesitaba hacer ningún tipo de concesiones porque ningún hombre valía la pena. Pensando en eso y convencida de su certera apreciación, le entró un texto, a su celular, de Federico: Se murió Rufino Manchola, lo entierran mañana al mediodía. Salió corriendo. Un hombre disfrazado de Bart Simpson la recibió en el aeropuerto de Bogotá y sonríó, todo su cuerpo sonrió; Federico de pantalones cortos, tenis azules, camiseta roja, con el ombligo afuera y una cabeza amarilla de cartón, con puntas, como la torre de un fuerte medieval y pelotas blancas de ping pong en los ojos, la abrazó y le dijo que la amaba y pidió que le diera una segunda oportunidad; berrió y se arrodilló como un niño chiquito y se comprometió a cambiar. Durante el entierro, supo, por el discurso de uno de sus hijos, que el Doctor Manchola no viajaba a ningún lado: vivió treinta años pendiente de su esposa paralítica, por causa de una enfermedad degenerativa, contándole cuentos y leyéndole libros al lado de su cama y de su silla de ruedas. Tania Valeria sintió un trancón en la garganta, algo a punto de explotar y en la mitad de un aguacero de mil agujas, corrió hasta su casa y llegó a tiempo para atajar a Federico, para desnudarlo en la mitad de la sala y retenerlo entre sus muslos y decirle: “Quédate y por favor no cambies”. Tuvieron tres hijos, uno de los cuales era 144
sordomudo, pero nada volviĂł a quitarles la tranquilidad; al contrario, fueron muchas veces a San AndrĂŠs y disfrazados de AcuamĂĄn, Nemo, Coral, Marlin y los personajes de la Sirenita pasaban horas en el hoyo soplador.
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Fernanda Tulipán
Le había cogido animadversión al trago, al punto de tenerle un odio visceral de esos que producen y aprietan, hasta la asfixia, un nudo en la garganta; pero vivía en una sociedad tan alcoholizada que un sentimiento, en contra, tan inmenso era más el daño que le hacía a ella. Se limitó, por lo tanto, a no tomar y a tratar de ser tolerante con quienes lo hacían, así le tocara, a veces, lidiar con las borracheras de sus seres queridos. Su padre había sido un hombre importante, director de uno de los bancos más sólidos del país, el primero en manejar portafolios de servicios personalizados y en ofrecer cuentas de inversión a su extensa clientela, pero su denodada afición al whisky fueron entorpeciendo sus aspiraciones a liderar los procesos internacionales del banco, a pertenecer a la junta del Banco Emisor o a dirigir los destinos del Fondo Monetario o del Banco Mundial. Sonó para todos esos cargos pero, poco a poco, fue perdiendo el impulso con el ejercicio pueril de levantar el codo en los cocteles, comidas y recepciones que a diario se realizaban en el ambiente social y empresarial bogotano. Se le veía con gente cada vez más mediocre y quienes hubieran podido ayudarlo le fueron haciendo el quite a sus impertinencias y a la pesadez de sus comentarios cada vez más agresivos y cargados de una bilis de resentimiento que le fue cerrando las puertas de su brillante futuro. Su esposo, igual, escudó todas sus infidelidades y exabruptos como padre y miembro de familia, en el hecho de que tenía una imposibilidad “genética” –decía él– a sobreponerse a los nocivos efectos del consumo de alcohol que, en su caso, lo llevaron a meter otras drogas que le minaron su capacidad de trabajar y de desempañarse como 147
ser humano. Murió joven y enfermo en una clínica psiquiátrica que lo salvó de la indigencia absoluta pero que no pudo recobrarle el sano juicio; se mantuvo en un estado incapaz hasta sus últimos días. A sus hijos, se les dijo que se trataba de un tipo muy extraño de demencia, pero en la medida que fueron creciendo Fernanda les reveló la verdad de sus dolencias, para prevenirlos del flagelo al cual tenían que enfrentarse por ser hijos y nietos de personas aquejadas por esa enfermedad: el alcoholismo. De tal forma trató de alejarlos, lo más posible, de los vicios, pero la adolescencia parece volcarse más hacía los riesgos que hacía las seguridades, desafortunadamente; y aunque cumplió con instruirlos acerca de ese abismo constante que enfrenta la juventud, optó por no volverse el cancerbero de sus decisiones, confiar en ellos y entregarle las riendas de sus preocupaciones a dios, como se lo enseñara su abuela, con la intermediación de los santos y los rezos, a media luz, antes de acostarse, frente a una veladora, con olor a salmo dominical y un cuadro enmarcado del Sagrado Corazón de Jesús. Fernanda era, pues, una cincuentona rica. Había recibido herencias por lado y lado y pensaba gastarse el patrimonio adquirido en su propio vicio: el juego. Sus hijos, con muy buen juicio, sacaron adelante sus carreras universitarias y se preocuparon por encauzar sus destinos por la honrosa vía de convertirse en profesionales, porque sabían que su madre no les dejaría ni un céntimo. En un par de oportunidades la intervinieron –utilizando el argot de los grupos de Alcohólicos Anónimos, que igual sirven para tratar cualquier tipo de adicciones– pero no sirvió de mucho; inclusive le escupieron en la cara la sentencia que más aflicción le causaría: “Es que, Mamá, para ti el juego es lo que para Papá y el abuelo Tato fue el alcohol”. “Con hijos así para qué enemigos” les gritó y les dejó de hablar, de por vida. Amigos y familiares trataron de interceder varías veces para reunificar la familia pero fue inútil, ella cerró su corazón y esa tremenda soledad, en que quedó, fue su forma de victimizarse y de excusar el derroche de sus apuestas y su entrega al ambiente oxigenado e insomne de los casinos. Hacía parte de un grupo de jugadores de póker, que se reunía todos los martes y los jueves, después del mediodía, en la casa de algunos de los participantes; invitarlos a su casa, una vez al mes era una buena oportunidad para atenderlos con deliciosos pasabocas y para darle rienda suelta a la chismografía. Alcanzaban a formar hasta cuatro mesas, o sea más de veinte apostadores y eran, estas personas, a quienes consideraba sus verdaderos amigos. Sin embargo, a la hora de pensar en tener una relación amorosa, cualquiera de ellos era mínimamente elegible pues se trataba de hombres viejos, fofos, algunos casados y otros con viudeces, como la suya, 148
pero mal cuidadas, dedicadas al sibaritismo que endurece las arterias y atrofia la musculatura. Fernanda, cuando pensaba en bajarle el volumen a sus ardores –que harto se elevan cuando se duerme sola– se ilusionaba con escenarios más atractivos y por ponerlo de alguna manera: arriesgados, con hombres bastante más jóvenes y proclives a recibir regalos costosos, de vez en cuando. Y la verdad es que ya hubiera acometido tales aventuras sino fuera por el ambiente social tan estrecho, para mujeres entradas en la madurez, que impera en Bogotá. Si viviera en Hollywood –pensaba– tendría, sin duda, su séquito de buenos mozos rodeándola como a las actrices decadentes. Una noche, se sentó a jugar black jack en Tropical Gold, el casino del Centro Comercial Milpitas, que cerraba a las cinco de la mañana y que servía whisky gratis a quienes compraban fichas por más de cien mil pesos; le tocó cerrar la mesa, o sea: tomó la última casilla antes de la carta descubierta del dealer, que es el puesto más importante pues –en buena medida– determina la suerte de los demás jugadores. Apostaba al tiempo con otras dos personas, un vejete de nombre: Amador, de esos que se encontraba cada tanto tiempo y un joven apuesto, que llevaba puesto un smoking con corbatín azul oscuro, desamarrado, como se ve en las películas cuando la noche ha sido larga y ajetreada. Sin importar la obviedad, Fernanda le preguntó: “¿Noche larga, ah?”, “Ni se imagina” contestó él, sacando del bolsillo un dispositivo para fumar en espacios cerrados, de esos que funcionan con vapor y no molestan a los vecinos. Al rato le volvió a preguntar, pero fue más una exclamación: “¡humm, qué olor tan delicioso!” refiriéndose al humo inocuo del dispositivo, que tiene el atractivo –distinto al cigarrillo– de que el líquido, que contiene la nicotina, puede ser de varias esencias: tabaco silvestre, mora mentolada, brisa oceánica, picadura escocesa, llanura salvaje, eucalipto afrodisiaco, etc. “Vainilla cósmica” contestó él y ella arriesgó a decir “por eso dan ganas de pegarle un mordisco” y no calculó ponerse tan roja; el joven la miró con picardía, extendió la mano y se presentó: “Alonso Quintanilla, a sus órdenes”. Hablaron otra serie de trivialidades mientras jugaban y más tarde tomaron los puestos dejados por el viejo Amador, cuando se cambió de mesa; estando ellos dos solos, la conversación se tornó insinuante, como el escote de Fernanda quien no desperdiciaba oportunidad para adelantarlo, con cada palabra esdrújula. Se mantenía en forma y eso le daba una seguridad, extra, en sus flirteos casuales que generalmente terminaban con un café o un par de lánguidas grabaciones en su contestador telefónico; lo suyo más que la excitación de los hombres, era la de las apuestas y la interacción con Alonso hubiera podido terminar esa noche, sin pena ni gloria, a no ser porque el joven le 149
confesó que era acompañante. Se hizo la desentendida, apenas se lo dijo, pero él añadió: “Soy prostituto y usted me encanta, Señora”. Una insinuación tan clara era imposible de esquivar, Fernanda se desconcentró del juego y sintió una marea correrle a lo largo del vientre; la profundidad de sus ojos brillantes, color miel y su voz como de guitarra flamenca la hipnotizaron y no salió del trance sino tres días después, cuando lo llamó para ponerle una cita en un hotel cerca del Parque de la 93. Se podría decir que estaba ansiosa, pero, para ser exactos, estaba muy asustada; contratar una tarde de sexo, con la plata de frente, como cerrando un negocio o cancelando el recibo de la luz, no estaba en sus planes, no se lo figuraba ni en sus más atrevidas fantasías. Se trataba de un asunto que rompía con las reglas establecidas, por tres centurias de generaciones familiares, desde que sus antepasados llegaran de España y radicaran su alcurnia en esta tierra “llena de una indiamenta licenciosa e inmoral” según las crónicas de los viajes del Adelantado Juan Luis de Serrezuela y Augurios. Su bisabuelo, un hacendado de trapiches y ganaderías, fue declarado “la bragueta más brava de Sumapaz” y había dejado más hijos morenos que blancos, en los más de cien burdeles de la región. En su caso tales circunstancias y los relatos que surgían de su generosa simiente, ejemplificaban su hombría y antes que demeritarlo, lo elevaban al nivel de los próceres más baqueanos. Pero, que su biznieta, portadora de su rancio apellido, incurriera en solicitar un requerimiento propio y exclusivo de los hombres, era, francamente, motivo de excomunión; o, por lo menos, así lo veía ella, previo al encuentro, por eso se santiguó como ocho veces y buscó la manera, infructuosa, por cierto, de agendar una cita con el Padre Sinisterra para confesarse al otro día. Cuando vio a Alonso acercarse al carro, ya no había marcha atrás y por encima de sus miedos, se prometió disfrutar, de cabo a rabo, el momento. Volvió a su casa a las ocho de la noche, con la sensación de ser una mujer feliz; sin tener que preguntarse nada angustioso ¿será que lo llamo, será que no lo llamo? ¿habrá quedado satisfecho? ¿Le habré gustado? ¿querrá algo en sería? Nada, ningún tipo de atadura fastidiosa, después de una tarde en la que pudo pedir lo que quiso: poses y cariños que a su marido le hubieran parecido escandalosos y que anhelaba desde cuando veía películas pornográficas o leía sus libros de la colección Sonrisa Vertical que guardaba como un tesoro. Alonso la trató como una mujer excitante, como una mujer capaz de exprimirle los gemidos más prolongados; le dijo cosas que nunca pensó que se pudieran decir y que, de cualquiera de sus amantes, le hubieran parecido maleducadas y ramplonas pero que la pusieron a mil, como: “Te quiero ver abierta de 150
par en par”, “voy a dejarte toda escupida por dentro”, “culéame como una zorra dominguera” y una expresión que le quedó sonando, varios días después, por su inventiva y porque la invitaba a romper los esquemas de su crianza y a decir cosas, también, de grueso calibre: “¡Atrévete a lo que sea, aquí puedes hablar con la boca llena!” Alonso la llevó a un estado animal puro en que ninguna convención establecida tenía importancia y con el que descubrió el poder erótico de los nudillos, de las axilas, de los pliegues de las nalgas, de las vértebras, de la respiración y de las palabras. Que hubiera que pagar los servicios de la contraparte era lo de menos; igual se paga por emprender un safari a lo largo del Orinoco, por ver una película en tercera dimensión o por pasar la tarde en los baños turcos y en las piscinas grecorromanas de un spa en la Costa Azul –pensaba, para aligerar la carga de un pecado que pensaba repetir hasta la saciedad–. Su adicción al juego pasó a un segundo lugar, después del “sexo puto” como se refirió a éste la matrona del burdel mixto más cotizado de Bogotá: Samarkanda, donde Fernanda se hubiera quedado a vivir, de existir tal posibilidad. Pero, justo antes de que la promiscuidad se volviera realmente promiscua, perdió toda la plata. Durante una vacaciones en Santa Marta, lo que empezó como un inocente juego de guayabita en la playa, terminó en una velada de tres días –casi sin dormir– en la que jugando póker, le arrancaron miles de millones de pesos. Después supo que la deuda era con el Panochas Barberena, un narcotraficante dedicado a despelunchar apostadores, de alto perfil, en los hoteles lujosos, a lo largo de la costa Caribe, desde que pagara una mínima condena por testaferrato y lavado de activos para el cartel de Taganga y quien acuñó la famosa frase: “Póngame la plata o la cara, para pegarle un tiro entre los ojos”. Después de pagar –para no tener que poner la cara– Fernanda vendió su casa, con la mitad de lo recibido se compró un apartamento y con el producido, de la otra mitad, pagaba los servicios y los gastos de su manutención; poco era lo que le sobraba para sus arraigados vicios y sin la adrenalina constante de las apuestas y los encuentros furtivos entró en una tremenda depresión que casi la lleva al cementerio, sino es porque le quedaba una alta autoestima sexual, gracias a los halagos de los acompañantes que tuvo a su servicio y a que gozaba, todavía, de un cuerpito invitador al desacato. Sus senos naturales, pese a todas las predicciones, seguían en su sitio y sus faldas cortas revelaban unos muslos evocadores de mejores épocas, pero aún tonificados y alegres. Trató de verse más joven y eso le dio un aire “mostrón” como lo calificaron sus críticas más acérrimas; los viejos, al contrario, la encontraban fascinante y de una renovada hermosura que alababan hasta el cansancio y entre quienes jugaban póker, recibía los requiebros e insinuaciones que 151
estaba buscando. También estaba buscando un nuevo esposo que, a cambio de la posesión de su cuerpo, la llenara de bienes materiales y tarjetas de crédito, pero eso no fue posible entre el reducido círculo de sus conocidos. Los hombres que la frecuentaron, en esa época de inestabilidad, eran casados y resabiados, identificaban su vulnerabilidad y se aprovechaban de ésta; montaban un tinglado de pareja elegible y cuando lograban su cometido, de compartir lecho y desayuno un par de fines de semana, se alejaban sin dejar rastro. Uno de ellos la invitó a Cartagena y en los interregnos de un sexo, más cordial que arrabalero, se escapaba a hacer compras y a broncearse en la piscina del hotel; fue ahí donde conoció a Gastón Remberto Bárcenas, un señor de Cereté, dueño de tierras y ganado en el Sinú, que compró, por un precio exorbitante, el tradicional Club Bolívar y de esa forma se entronizó, a la fuerza, entre lo más pulido e ilustre de la sociedad cartagenera, una de las más encostradas en la historia patria del país. Hizo esfuerzos inauditos para aprender a hablar sin el acento costeño, cambió su guardarropas por vestidos de lino y coleccionó los más bizarros y costosos pisacorbatas, que lucía como si fuera un mostrador; en Bogotá hubiera pasado por un hombre refinado sino fuera por su maña de no usar medias, con zapatos de cuero y a la contundencia de que lo reconocían por su mote de “El Marimondas”. Fernanda no demoró en enamorarse de su dinero y de la forma generosa como la trataba, él sentía que ella era su entrada a la crema y nata de la capital y mantenerla no constituía ningún problema para alguien que, a sus setenta y seis años, tenía de sobra para rodearse de los más preciados placeres. Nunca se casaron pero llevaron una vida de pareja que se veía más consistente que la mayoría, tal vez por esa expresividad cariñosa y reluciente con que los nacidos en la costa colombiana tratan a sus mujeres. Los primeros años fueron maravillosos porque cuando dos personas empatan de una manera tan adecuada, nace, sorpresivamente, el amor, el sentimiento de pertenencia hacia el otro que trasciende a un nivel de poesía vital –perdón la lobería– que nos abre las puertas de un romántico nirvana; un estado en que hasta lo más mundano y ridículo suena como dicho por los bardos de magníficos olimpos. Se radicaron en Bogotá, pero pasaban temporadas largas en Cartagena, donde Fernanda se declaró amante de los colores del Caribe y hechizada por sus crepúsculos y amaneceres. El Marimondas nunca se pasaba de tragos y resultó ser un hombre fiel que, en ocasiones, se embelesaba con alguna sirvienta o mesera, pero no pasaba de mirarles las nalgas y decirles floridos piropos. Fernanda, en cambio, por más que trató de mantener a raya el motivo de sus compulsiones, empezó con apuestas pequeñas en los casinos de los hoteles y a mirar la oferta de acompañantes 152
masculinos, por internet; memorizaba sus teléfonos pero, por largos meses, no se atrevió a ponerse en contacto con ninguno. Su marido la satisfacía en materia sexual, pero le hacía falta, a ella, mandar en la cama y hacer todas esas exigencias que le multiplicaban los orgasmos; le hacía falta la emoción de conocer hombres nuevos, de llegar a escondidas a los moteles de Chapinero, de pagar por el sonrojo de la piel y de tener el control de la lidia y dictar, a su amaño, las instrucciones del capoteo, el muleteo y la estocada. Alguna vez, El Marimondas le sugirió estar juntos con otra chica y Fernanda, de avispada, le dijo que estaba de acuerdo si, de vez en cuando, estaban juntos con otro hombre, lo que fue negado rotundamente por el macho superlativo de su marido, que no hubiera resistido una pantorrilla peluda, distinta de la suya, arrugando el tendido de su cama. Discutieron muchas veces sobre otras alternativas para avivar la llama de su relación pero, todo, se quedó en habladurías que, con sólo proponerlas, los excitaban por un rato, pero que nunca se volvían realidad. Ella gozaba de la opulencia que siempre había querido y dada su inclinación al riesgo, estaba dispuesta a amenazar su tranquilidad por retomar la sinrazón de sus vicios. Todavía, su mente le jugaba la mala pasada de pensar que viciosos y adictos eran los alcohólicos y drogadictos y nada más; a sus excesos los llamaba “fobias” y cada que sentía algún tipo de culpabilidad ante alguien, le decía, a conciencia del exabrupto: “Es que, tú sabes, le tengo mucha fobia a la aburrición y al tedio”. Las cosas se le salieron de las manos, llegó al extremo de ir a jugar con los hombres que contrataba para los servicios de alcoba y cuando se encontraba con algún conocido los presentaba como sus sobrinos o como sus guardaespaldas, por lo que les compró unos walkie talkies, conectados, por un cable, a la oreja, a los que nunca hubo que ponerles las pilas. En Bogotá, su doble vida se hubiera demorado en salir a la luz, pero en Cartagena –pueblo chico, infierno grande– los rumores fueron casi instantáneos, además porque, en provincia, ante la falta de mayores entretenciones culturales, comer próximo es un aliciente diario, de sobremesa y hablando de mecedora a mecedora. El Marimondas contrató un detective privado y cuando tuvo la certeza del adulterio, la amenazó con dejarla en la calle si seguía jugando con fuego; para él, la gravedad del asunto no era tanto el estado de cuidados intensivos en que entró la relación, sino que su estatus de semental cabrío se demeritaba con la proclividad, de su mujer, a recurrir, para sortear las arremetidas de los ardores corporales, a jovencitos con mejor estámina, dotación y figura. Se nombraron abogados, se derramaron lágrimas y se levantaron falsos testimonios; cuatro días después de la firma de la separación de bienes, la noche de navidad, para 153
ser exactos, al Marimondas le dio un derrame cerebral que lo limitó a mirar el techo, alimentarse por vía intravenosa y escuchar el menguado pitido de sus signos vitales hasta el final de sus días. “¡Eres muy de buenas Fernanda!” exclamó cuando supo la noticia, pues nadie esperaba, a esas alturas, que se hiciera cargo del enfermo o que hiciera alguna clase de duelo. Si bien es cierto que no heredó todo, con la mitad otorgada por el juzgado –durante la sonada separación– le alcanzaba para pasar una vejez tranquila y sin el temor de que los ocho hijos del Marimondas fueran a demandarla, a descalificar los fundamentos de su unión libre o a impugnar el testamento. “¡De la que te libraste Fernanda!” no dejaba de pensar y de felicitarse por su suerte; le preocupaba, eso sí, que sus desafueros no mermaran y terminara, de nuevo, en la necesidad de volver a depender de otra billetera ajena. Nunca volvió a Cartagena, donde la hubieran apedreado con la rudeza del chisme y se instaló a vivir en Bogotá, donde, por lo menos, adquirió fama de vampiresa por su inclinación a alimentar sus fauces con la carne fresca de sus pretendidas conquistas. En los años venideros, Fernanda creía ser el centro de atención adonde era invitada, pero, apenas, era una curiosidad de esas que se mostraban como la mujer barbuda de las ferias circenses. Sus contertulios le tenían, más bien, lástima y después de las cirugías estéticas que la dejaron como a una calabaza de halloween, peor, porque la incongruencia de su tupido maquillaje y sus peinados de extensiones monas arrevolveradas, con una joya por cada arruga y un hombre-gigoló-acompañantedescerebrado en cada brazo, la bajaron de su pedestal de excéntrica, al de “pobrecita”; como la Pobre Viejecita, de Rafael Pombo, pero “con todito que comer”. Se dio cuenta, inclusive, que muchas amistades dejaron de frecuentarla y de llamarla, incomodados por su falta de vergüenza. Cuando la soledad y la senilidad se le vinieron encima, como los aguaceros alisios que arrasan con todo, ella, convencida de que nada había sido en vano, se encerró, al cuidado de un par de enfermeras, sin otro motivo que el de escribir sus memorias. El libro tuvo una edición póstuma –por imposición testamentaria– con una carátula fondeada de rosa y cuatrocientas doce páginas de garabatos, una por cada día que le llevó morirse, después del último recuerdo permitido por el Alzheimer, mirando por la ventana que daba al patio de lavar la ropa, con una caja de crayolas a su alcance; el título, en dorado y letras de molde, decía: La Vida Colorida de una Mujer sin Vicios.
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María José
Cuando Edgardo y María José llegaron a consumar su matrimonio, la noche de la luna de miel, con sólo desnudarse quedaron bastante confundidos: él no estaba circuncidado y ella no era virgen; los dos inconvenientes eran notorios a simple vista porque entre las piernas del uno lo que había era una morcilla mal amarrada en la punta y de la otra un tatuaje que decía: “Aquí estuvo Juancho Polo”. Superaron el asunto, por supuesto, la energía sexual es más poderosa que las creencias culturales, pero les costó trabajo no sentirse como una pareja averiada, disminuida ante la sociedad y la iglesia. Por eso, para evitar ese tipo de desavenencias, el Arzobispado del Sagrado Corazón de Jesús, en cabeza del presbítero Argemiro Aulagas diseñó unos certificados que autentican la virginidad de las mujeres que se casen por intermedio de la fe católica; y en lo relativo al miembro masculino, se puntualizó en la circuncisión obligatoria y se repartieron unas cartillas sobre el cuidado e higiene del prepucio, ya fuera que se tratara de los que están abrigaditos, como larvas en hibernación o peladitos, como los mamoncillos fuera de su cáscara. María José, para equilibrar –para borrar su doble mácula: la original y la circunstancial– se unió a Iglú (Iglesia de la Luz Universal) y se convirtió, al poco tiempo, en portadora de las enseñanzas del evangelio y seguidora del ejemplo de San Francisco de Asís: su voto de pobreza consistió en vender sus pocas joyas y entregar el producido a una fundación de niños recogidos en la calle, al tiempo con irlos a visitar regularmente y llevarles ropa usada, recolectada en varios vecindarios. Estos gamines –nunca lo imaginó– se enamoraron de ella, sobre todo los más grandecitos que buscaban su cercanía y abusaban de sus bien intencionados abrazos; lo que vio, en un principio, como la reacción natural de unos muchachos faltos de cariño, se volvió, a los pocos 155
meses, en faltas a la moral que la institución no pudo permitir: a María José la arrinconaron, en más de una oportunidad, para levantarle la falda y agarrarle las partes privadas de su cuerpo, en contra de su voluntad. Por no señalar culpables, por no acusar a unos adolescentes que poco o nada, sabían sobre refrenar sus impulsos, prefirió no volver y dirigirse al sacerdote mayor, de la congregación, en busca de consejo y guía para capear las insinuaciones de los hombres. El Sumo Profeta, como se hacía llamar el superior de la orden y fundador de Iglú, después de aleccionarla sobre las debilidades y mezquindades humanas, le escupió la siguiente afirmación: “Tú María José, debes reconocer, en tu fuero interno, para poder sanar, que eres un instrumento del pecado”. Había atestiguado, en ocasiones anteriores, varias sanaciones de otras mujeres, con preocupaciones similares y aunque eran ritos que se llevaban a cabo en un plano consensual, ella no estaba dispuesta a dejarse desnudar frente a dos tinajas llenas de leche de cabra y que la hicieran soplar, en cuclillas, unas velas largas, color ámbar, chorreadas por los lados. Salió corriendo, “como alma que lleva el diablo” le dijo a la policía y a los pocos días, los supuestos portadores de la Luz Universal fueron a parar a la cárcel por abuso sexual, aunque sus condenas fueron –posteriormente– por ocultación de fondos al fisco nacional. Los testimonios de María José fueron definitivos para iniciar las investigaciones que procuraron las pruebas para las sentencias y los periodistas la asediaron con apelativos como: paladina, justiciera y heroína. Su marido la tomaba del brazo, frente a las cámaras, en una actitud tan posesiva que la relación no superó los oleajes de complacencia mediática adquiridos y terminaron en una separación que se ventiló en las secciones chismosas de las revistas y los noticieros. A los quince días, con la salida del clóset del Director del Partido Conservador y el destape de María Pía Estrogonoff, la mujer transgénero de la telenovela Machos Cabríos, nadie se acordaba de ella; de todas maneras, María José, quien disfrutó su momento de fama, se conformó con cerrar un periplo de enriquecimiento del alma que consideraba –de todas formas– importante y se metió a tomar cursos para convertirse en profesora de yoga. Eso era otra cosa, otro tipo de acercamiento a dios que la ayudó a recuperarse del temor intrínseco con el que había vivido: el pecado. El yoga es una práctica que tonifica el cuerpo y lo vuelve más elástico y más equilibrado –en lo físico y en lo energético– pero también es una forma de sentir la presencia de dios. La columna vertebral, en posición perpendicular al piso, en estado de quietud y concentración en la respiración, 156
en estado de dejar pasar, de largo, las ideas e imágenes que se nos acumulan en la cabeza y sentir el poder de la fuerza holística que nos rodea, facilita el contacto con la divinidad, a través de la fontanela, el punto más alto del cráneo, el que se le siente suave –como un cuenco placentero– a los niños chiquitos. María José se conectaba, entonces, con dios, en grupo y con diversas técnicas originadas en la India y en Nepal, con una anterioridad de muchísimos siglos al nacimiento de la cristiandad y producto de una época menos convulsionada y más dirigida a la contemplación y a la sabiduría. Aprendió sobre los sufis, sobre los primeros yoguis y los últimos, los más contemporáneos, incluido el Dalai Lama, su “mentor” y “sacerdote máximo” de quien recolectó y coleccionó una memorabilia envidiable de fotos, libros, páginas de internet y frases que enmarcaba en laminilla dorada y que ya no le cabían en las paredes de su pequeño apartamento, de mujer separada, donde las rutinas del Kundalini y del Kriya reemplazaron los agites proporcionados por los hombres, a los que mantuvo a una distancia moderada, mientras pudo. Parte de su liberación fue la de abandonar los ropajes que se ponía para tapar su cuerpo y así, evitar la lascivia católica, apostólica y romana; ahora, salía a la calle con ropa deportiva, pegada al cuerpo: chicles que le contorneaban sus pantorrillas y dejaban ver la delgada línea de sus tanguitas, perdidas entre sus nalgas y bodies estrapless, sin brassier, que poco o nada, ocultaban sus pezones puntudos y con la forma redondita, de lados suaves y curvos como los borradores de los lápices. Era una “flaquita rica” según Roger el entrenador de su gimnasio, un homosexual que la animaba a ser más proactiva con su cuerpo y que se extrañaba de que, ella, no fuera una mujer más sexual, más buscadora de los ejercicios carnales que se pueden practicar, hoy en día, sin tanto compromiso. Los lastres que le quitaban el vuelo a sus posibles flirteos, inclusive con muchos de los hombres que tomaban sus clases de yoga, tenían el componente religioso –de siempre– que la retenía, que la hacía sentir, pese a todos sus esfuerzos, sucia, con sólo pensar en la obtención de placer, sin acompañarlo de un sentimiento trascendente. Su abuela, tuvo un hijo por cada una de las veces que se acostó con su marido y su madre consideraba excesivo que su padre quisiera tener sexo más de una vez a la semana; no estudió en colegio de monjas, pero sí en uno de sólo mujeres, donde se preciaba de ser del grupo de las recatadas y no de las que veían, en su chichis, cuca o vagina, el verdadero regalo de dios, el pase a un mejor futuro: el cuerno invertido de la abundancia. Entrada la adolescencia, conoció el alcohol y las drogas recreativas, que la ayudaron a vencer las barreras del pudor y con las que comprobó que ninguna experiencia parecía tener el poder de inocularle la 157
culpabilidad original. Contaba, con los dedos de la mano, las veces que tuvo sexo, de manera irresponsable y le pesaban como inacabables tempestades de semen, de su diluvio personal. Mientras sus amigas fueron, paulatinamente, ampliando el menú de sus ofrecimientos, entre abortos, pastillas del día siguiente y llevando a extremos inauditos las posibilidades de la piel, María José se enamoró de Edgardo y confundió su timidez, con principios morales y una forma de acercamiento católico, que, al principio, la hizo sentir en paz; por eso, se casó él, frente al dios de sus primeras creencias, convencida de que era lo correcto. Hace veinticinco años, Bogotá era menos cosmopolita y encontrar hombres de otra fe, venidos de otras esquinas del mundo era muy difícil, por eso –dentro de su estatus de mujer separada– se contentó con novios insustanciales, que se habían bautizado y rezaban la oración del Padre Nuestro, en los entierros y en los matrimonios, pero cuya felicidad o equilibrio emocional no dependía de su relación con dios y ese detalle, le siguió pareciendo un impedimento para quererlos sin condiciones. “¡Así soy de cula, qué le vamos a hacer!” exclamaba, cuando le preguntaban. En la cama, no cambiaban mucho sus apreciaciones: cuando sentía que la estaban usando como un repositorio de fluidos genitales, simplemente, se alejaba y buscaba otras opciones menos mecánicas, más cercanas a una relación ideal; sus orgasmos estaban supeditados a roces inmateriales que no tenían que ver con el sistema nervioso; digamos que el contrapunteo místico disparaba, en María José, más sensaciones que las caricias. Llegó a los treinta años insatisfecha, con un fluyo de chakras imperturbable, músculos y tendones a punto, columna vertebral como un obelisco, pero insatisfecha, porque no hallaba a quien depositarle todo ese amor que, en forma de energía divina, su ser acumulaba. Y justo cuando pensó que ese dios, presente, en forma de luz, sonido y vibración, sería su única compañía y que bien debía acostumbrarse a hacer, de la suya, una soledad feliz, apareció en el horizonte, lo más cercano a un hombre trascendental que encontró y que haría temblar todos los fundamentos de su travesía vital: un político. Rolando Pertuz apareció en el horizonte y con él, conoció toda Colombia en correrías proselitistas multitudinarias escuchando lo que consideraría, de ahí en adelante, verdaderos sermones por el bien común, encaminados a ayudar a los menos favorecidos, con sus necesidades básicas y tratando de suplir sus falencias. María José resultó ser una coequipera eficaz y dado el desbordante y empático amor, que ambos sentían, se casaron en Santa Cruz de Mompox, frente a un centenar de lugareños vestidos de colores y que cantaron el himno nacional, cuando terminó la 158
ceremonia, porque les pareció lo adecuado para un evento tan importante: el senador Pertuz era conocido a lo largo y ancho del Río Magdalena, por haber logrado su parcial descontaminación y mejorado su navegabilidad con unas dragas, como pulpos gigantes, traídas de la china. Su fama de hombre que lograba lo imposible fue conocida y sus buenas acciones trascendieron a donde tenían que trascender: a los medios de comunicación. Se supo de los comerciantes ilegales, que metió a la cárcel, por el contrabando de nuestras especies en vías de extinción, como el mono araña, la guacamaya verde, la rana venenosa del Cauca, el armadillo gigante y el bagre rayado; de las ollas podridas que le destapó a los alcaldes de Bogotá por lucrarse de los proyectos realizados, en contra de la voluntad ciudadana, en las zonas de protección ecológica; y de los múltiples debates que le montó a varios ministros y miembros de la administración pública por malversación de fondos y enriquecimiento ilícito. Era un hombre querido por sus electores –lo que en este país es garantía de éxito– y admirado por su voluntad en pro de la justicia social y su lucha en contra de la pobreza absoluta: “Un adalid como pocos” dijo el Presidente de la República cuando lo nombró Defensor del Pueblo y fincó, en él, las esperanzas de su partido político para las siguientes elecciones. Las cosas no se dieron, a la postre, para que su marido aspirara a ser el primer mandatario de la nación, pero sus puestos lo mantuvieron a la vista del público y alcanzó el prestigio suficiente para hacer una carrera fundamentada en su labia y en su retórica veintejuliera. Con los años, María José le descubrió su discurso, sus claves, su forma de convencer a la gente con argumentos que sonaban convincentes, pero que no correspondían a la veracidad de sus actos. Una vez que alcanzó a trepar hasta el pedestal social que se propuso y consiguió la riqueza que deseaba, el bienestar del pueblo se convirtió, finalmente, en lo que siempre había sido: el tema central de su demagogia. Se pasaron a vivir al mejor barrio de Bogotá, metieron a sus dos hijos, Imelda y Rodolfo, a los mejores colegios y compraron la acción del Club Pedregales donde la familia nadaba, jugaba tenis, golf y compartía los domingos con otras familias de similar estrato y patrimonio. “Cuando se tiene la responsabilidad de los hijos, una, como madre y esposa, no se vuelve a quejar de nada, mientras ellos estén bien” pensaba y procuraba disfrutar, lo más posible, de las comodidades a su alrededor, así el brillo de una vida trascendente, en lo espiritual, hubiera sido apenas una verdad degradada a mentira. “El tiempo nos cambia” decía Rolando en sus discusiones maritales y con esa frase excusaba el abandono a los ideales que construyeron su carrera política. Él seguía siendo un buen miembro de familia, como padre-proveedor159
protector y de vez en cuando, los domingos, en la iglesia, repetía, de memoria, la eucaristía con la vehemencia de un apóstol; pero, María José le veía las fisuras: el machismo en la forma de recordarle sus deberes en la cama y en la cocina, su mirada lasciva a las mujeres jóvenes que se le atravesaban por el camino y la forma vanidosa de verse con sus ademanes de nuevo rico y su prosapia engalanada de aforismos recocidos y perífrasis que parecían inteligentes pero, la mayoría, vacías y sin sentido; y –la verdad– le hubiera aguantado cualquier cosa, salvo la forma ofensiva y degradante como trató a su hijo el día que se enteraron de su homosexualidad. Está bien que el éxito político de Rolando Pertuz hubiera sido “en contubernio” –porque no se le puede llamar de otra manera– con el Partido Social Cristiano pero su falta de aceptación con Ruddy, quién, además, era un estudiante ejemplar y seguidor de los principios morales aprendidos de su madre, era producida por una sensación de fracaso que vulneraba su hombría. “¡Nada más marica, que tener un hijo marica!” exclamó una noche, al calor de la discusión y los tragos y María José lo dejó en el acto; no hubo argumento religioso, político o intelectual para que ella volviera al lado de un hombre incapaz de reconocer y ayudar, a su propio hijo, en su definición sexual. Ruddy e Imelda se fueron a vivir con su madre y su padre, eventualmente, se volvió a casar con la mujer-misionera-ama-de-casa perfecta y se alejó de ellos. El hombre que, una vez, fuera reconocido por apoyar el uso del Certificado de Autenticación de la Virginidad para validar el matrimonio eclesiástico y que dijera frecuentar el confesionario “como una extensión de mi propia conciencia” –expresión que utilizaría para ganarse los votos de los feligreses más recalcitrantes, a lo largo de nuestro país salpicado de fervor cristiano– renunció a su curul en el Senado de la República, ejercida durante dieciseis años consecutivos, para fundar la Iglesia Pentecostal de los Santos de los Primeros Días y poner lo aprendido en la política, al servicio de la religión y multiplicar, como los panes y los peces, su dinero y poder. Arengó, desde el púlpito, una diatriba tan tremenda, contra la comunidad LGBT, que un grupo de transexuales lo asesinó, a patadas, en el parqueadero de un centro comercial. Los hijos de María José heredaron una inmensa fortuna que les permitió vivir tranquilos y cumplirle, a su madre, los caprichos que se le ocurrieran; empezó, entonces, un periplo por encontrar un sentido mayor de la existencia, pero, esta vez, con estilo: en los mejores hoteles y volando en primera clase. Cualquiera pensaría que, con dos matrimonios a cuestas, María José iba en busca del tercero, pero nada más distante de la realidad, las mejores épocas de su vida fueron las 160
independientes: ella contra el mundo, en franca comunión con su ser superior y las diversas manifestaciones que había recibido de su presencia. Visitó Hagia Sophia y en su empeño por conocer las más de mil mezquitas que tiene Estambul, se dio cuenta de que son los rezos grandilocuentes –la repetición incesante de “Allahu àkbar”– y los cánticos que se escuchan en las esquinas, como si vinieran de parlantes instalados en las nubes, lo que más llena los sentidos con la magia del Islam; estuvo en Varanasi, se dejó lavar los pies, a orillas del Ganges, pero apenas llegó al hotel se desinfectó con alcohol, de un olor parecido a la yerbabuena, que encontró en una droguería-boticadispensario-de-ungüentos donde la atendió una mujer que pretendió arrancarle unas rupias, de más, por leerle el futuro, en un inglés incomprensible; en Bodh Gaya se sentó bajo la sombra donde Gautama Buda alcanzó el nirvana y donde unas hormigas, enormes como cacahuates, ahuyentaban a los pasantes con sus al unísonos pellizcos. En Jerusalén, vio a un hombre orinar contra el Muro de las Lamentaciones, Santiago de Compostela le pareció más un turisteadero, que un santuario y de la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en México, la sacó corriendo el olor de los guisos, los sudores y la falta de higiene de quienes pagan penitencias, por días enteros, entre los espacios de sus columnas circundantes, incómodas, como las de un estadio; por eso, en contraposición, el Vaticano le pareció excesivamente cosmético –por no decir amanerado– en su forma por mostrar más la riqueza, de una opulencia virtuosa, que el arte. Desechó los brochures de los hoteles y los consejos, tendenciosos y escritos con pobreza, del internet, por el conocimiento, basado en la vivencia diaria, de los taxistas. Como “Gog”, el personaje de Giovanni Papini, María José se aventuró a conocer otros acercamientos a dios, que no fueran de interés público masivo; y procuró, en lo posible, que no se tratara de formas ilícitas o contrarias a la moral, que contemplaran ritualidades que sojuzgaran, torturaran o sacrificaran a otro ser humano. Le tocó ceder, en cuanto a los derechos de los animales, porque muchas tribus selváticas y sectas ocultas, utilizan sesos y tripas de aves y mamíferos, entre otros, como ofrendas a sus respectivas divinidades. Decidido esto, en Tanger, Marruecos, un hombre verde oscuro, etíope o eritreo, la llevó a un lugar destapado, entre las dunas del desierto –oleaje de arena que se convierte, más al sur, en el Sahara Occidental– donde mujeres, de todas las edades y rodeadas de total oscuridad, lloran, sin parar, hasta el amanecer; cuando alguna deja de hacerlo es usual que haya detrás, sentada –en una rigurosa fila de butacos– otra mujer de reemplazo. Este lamento nocturno, tiene por objeto apaciguar a los dioses, transmitirles la noción de que nos conduelen nuestras acciones 161
contrarias a sus designios. Más abajo, en Guinea Ecuatorial, encontró hombres cuya conexión con la Tierra, la demuestran metiendo su cabeza, entre la arena, como las avestruces; este rito tiene dos sentidos: cuando se hace en grupo es un ruego, una petición, para que se adelante la subienda o para apurar las lluvias; y cuando se hace individualmente es, la mayoría de las veces, un acto de contrición que sólo incumbe al arrepentido. Muy cerca –le contaron– en San Antonio de Palé, cuando se retrasa la recolección de los cultivos, familias enteras salen a cacarear, como gallinas y a picotear, del piso, unos granos inexistentes para mostrarle al cielo la falta de alimento y pedir por una pronta abundancia. En Bagrás, hay un día del año en que todos se escupen –en la cara y por encima de las cinturas desnudas– y al atardecer, en una especie de lavatorio comunal, elevan cánticos y recitan salmos, en fajoré, el idioma aprendido de los ancestros y utilizado, sólo, para mediar con los dioses. Entre las curiosidades de Auckland, en Nueva Zelanda, los taxistas conocen un mercado de las pulgas que funciona de noche y que no vende sino objetos luminosos; es de mal agüero mirar a los vendedores a la cara o tratar de discernir, entre las sombras, los varios artilugios con que manipulan la luz: no hay corriente eléctrica, nada es de pilas, las más de las cosas están hechas con materiales auto-incandescentes, pero la atracción principal es “el péndulo perpetuo” sostenido por la escultura, en madera oscura, del dios maorí del aquí y el ahora; se trata de una piedra mágica que nunca para de moverse y que cambia de color: cuando está roja pareciera tomar un impulso, venido del centro de la tierra y cuando está blanca pareciera estar volando, pareciera no necesitar de la cadena que la sostiene, para mantenerse en el aire. Hay decenas, de estos péndulos, escondidos entre improvisadas carpas y los lugareños cobran por quedárselos mirando; se pueden tocar e inclusive, cambiar la dirección de sus elipsis, pero no los venden, ninguno puede salir de la isla, so pena de alterar el equilibrio entre el acá y el hades, que ellos pronuncian como ke-ie-na. “Quienes roban la piedra, mueren” le contestan a los preguntones “y sus cuerpos quedan gravitando en el limbo” agregan. “Dios es dios” pensaba María José “lo suyo es existir, por encima de todo y eso ya es mucha gracia” reflexionaba, también, ante el hecho de que sus representaciones tuvieran, muchas veces, el imperativo de manifestar algún tipo de magia, como demostración de la capacidad milagrosa de cada deidad y como formas convincentes –digamos– de fortalecer la fe de presentes y futuros seguidores. Descubrió mejores magos que otros. En Molienda de los Morros vio una pila de agua 162
bendita que, aunque fría, hervía y soltaba un vapor bastante efímero. En Bariloche, una iglesia a la que le caben unos ciento cincuenta feligreses, se desliza y rota unos cuantos metros, durante la eucaristía; los más fervientes sienten que se eleva y algunos entran en un trance epiléptico; el caso es que la estructura en madera y sobre pilones, que se ven de concreto, fue construida en la falda de la montaña y se ha corrido hasta la mitad de un terraplén, inmenso, que termina en un despeñadero. Vio imágenes de cristo que lloran sangre, tótems que sonríen a los turistas, lienzos que cambian de color, vitrales que suenan como armónicas celestiales cuando cae la lluvia, budas que se parecen a los tragamonedas de Las Vegas y que muestran –por una ranura– combinaciones de signos que revelan el futuro. En Witakaná, una isla que antes –cuando se consideró la cuna del gigante King Kong– fuera de la Polinesia francesa, sus moradores ofrecen el producido de sus necesidades fisiológicas al dios Candulelé y. éste, les devuelve alimento y agua fresca que mana de una roca en forma de falo prehistórico. María José se atrevió –acompañada de un grupo de rastafaris trinitarios tobagüeños– a probar diversos salones para fumar opio, a lo largo del Mekong, en donde, en pleno trance, le ponen a los consumidores la película de Apocalipse Now, de Francis Ford Coppola, sólo para vender, a la salida, estampitas de Marlon Brando, entre manchas de sudor rojo, con el apelativo –en annamita antiguo– de “venerado” o “el que cae del paraíso”. En San Gabriel de Cachoeira, cerca a la frontera con Venezuela, conoció a Chico Higaredo, curador de los problemas del alma, quien, a punta de infusiones alucinógenas, puso a toda una comunidad de indios descalzos, buscadores de oro, a idolatrar la figura de Ñá Paná a quien ofrendaban con figuritas del precioso metal que ¡oh milagro! al otro día aparecían convertidas en espejos y cajas de fósforos. Se convirtió en uno de los hombres más ricos de Suramérica y cuando conversó con él, Chico le dijo, de forma circunstancial, pero a María José le corroboró la mezquindad de las cruzadas en beneficio de los pueblos: “Los políticos envidian la religión porque, con menos esfuerzo, se logran mejores resultados”. Se pasó mucho tiempo por fuera, quince años para ser exactos, en los que no vino sino un par de veces: al entierro de su madre y al matrimonio de Imelda, que se casó con un noruego, pero les entró la ventolera de contraer sus nupcias sobre un planchón de madera, en la mitad de la Laguna de Tominé, en Guatavita. El contacto con sus hijos había sido escaso –o sea, menos del que cualquier madre hubiera querido– aunque pasaron temporadas largas, de viajes increíbles; Rodolfo tomó un apartamento en Londres, donde pasaba los diciembres y se hizo muy amiga de Kevin, su nuero, quien se constituyó en el bálsamo que le hizo olvidar –a su hijo– las reacciones atrabiliarias de 163
su padre que lo afectaron, con reciedumbre, durante su adolescencia. Radicarse en Bogotá, de nuevo, fue muy difícil; primero, imaginó que la élite suprema de la Iglesia de la Luz Universal la perseguía, después de recobrada su libertad, para hacerle daño; y segundo, la gente con plata vivía aterrorizada por el incremento en los secuestros y los robos de sus propiedades urbanas y de sus fincas. Tomó un apartamento lujoso, pero no muy grande y cuando lo tuvo decorado a su gusto, con todo el arte, de infinidad de culturas, conseguido en sus periplos y para el cual diseñó anaqueles y vitrinas de distintos tamaños, se sentó, en la mitad de la sala, sobre un sofá de cuero de becerro traído de Grecia, a llorar y como una Magdalena, no paró durante muchos días. Le recetaron Solipidín para la depresión y Butadrol para evitar los insomnios, con todo y eso vivía triste y las razones eran, para ella, muy claras: había dejado de percibir a dios como una fuerza superior –lo consideraba, basada en sus observaciones, como una maquinación de los hombres– y por lo tanto imposibilitado para proveer una felicidad trascendente; y el hecho –que hace más mella de lo pensado, cuando entran los años– de que estaba sola: no tenía compañía ni para ir a tomarse un tinto a Starbuck´s, de cuyos establecimientos de café gourmet, la ciudad ya estaba plagada. Pasó sus años de vieja, cacreca, rodeada de enfermeras, a las que paladeaba como si fueran sus mejores amigas y durante uno de los paseos dominicales, que se habían vuelto consuetudinarios, llegaron a un pueblito de Cundinamarca, en la mitad de una novena vespertina, que se realizaba frente a la iglesia y en la que cada enunciación y cántico era celebrado por un bullicio infantil de mil triángulos, tambores y matracas. Era la víspera de navidad y ella subió los escalones del atrio, interesada por ver el inmenso pesebre, lleno de luces y papeles luminosos plateados y dorados; con la distracción de los voladores, las enfermeras se descuidaron un par de segundos y cuando voltearon a mirar, la encontraron entre el pesebre, sentada en el canto de uno de los reyes magos y gritando: “Me llamo María José. Me llamo María José. Me llamo María José y tengo todo el derecho de estar aquí”. Murió a los pocos días y pese a sus peticiones en contrario, durante los últimos meses, sus hijos le dieron cristiana sepultura.
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Támara Cristina
Le daba pena decir que era ama de casa. Se había destacado como la mejor del curso, durante todos los años de colegio; con “las posibilidades más altas de tener éxito” según decía su foto del anuario, de último año y fue aceptada en la Universidad de La Cordillera sin entrevistas, ni exámenes de admisión, sólo por sus altísimos promedios. Estudió física, matemáticas puras e hizo una maestría en ingeniería cuántica, en el célebre Instituto Tecnológico de Massachusetts –que no es como la Universidad de Harvard, a la cual entra todo el que puede pagar sus astronómicas matrículas– y donde quedaron sorprendidos por sus avances en el estudio de las ondas de refracción de los fenómenos policromáticos atmosféricos. Pensando en estudiar alemán para adelantar su doctorado en Berlín o en Leipzig, se devolvió a Bogotá, de vacaciones, donde conoció al atorrante que la enamoró, desposó y embarazó, seis veces, en una seguidilla de berridos y pañales que duró diez años y que la alejaron por completo de las aulas; y no es que la investigación y la maternidad sean incompatibles, sino que se trata de una relación que, a lo sumo, aguanta un hijo o dos y un marido colaborativo, de mente abierta y que comparta un parecido interés por los estudios de postgrado. Bernardo era un hombre de pensar más en él mismo; cariñoso con ella, querendón de sus hijos y encantador en los ambientes sociales y económicos del país, pero con la necesidad grande de figuración, propia de sus apellidos, con más próceres en su linaje, que dinero en sus arcas. Inteligente y buenmozo, pero disperso a la hora de afincarse en un trabajo productivo, tuvo primero una oficina de asesorías agroindustriales, después una representación de tractores turcos, consintió la idea de lanzarse a la Gobernación de Cundinamarca pero desistió porque de ganar las elecciones: era mucho trabajo por muy poco sueldo. Creó, con unos amigos de similar enjundia, una 165
firma de lobistas al servicio de los grandes monopolios de la cerveza y de las gaseosas y con eso tuvo para vivir bien, por un rato, sin sacrificar sus fines de semana en las canchas de golf, sus cocteles y recepciones, entre semana, ni sus nexos con la gente influyente de nuestra política y de nuestra élite financiera y bursátil. Se acercó mucho a la oficina de inversionistas Babar, Mogollones, Garmendia, Belalcázar, Ruiz los cuales le pagaban comisiones por llevar hombres adinerados, con capitales y patrimonios extraordinarios: clientes, de esos que cuando reciben dividendos, que duplican o triplican los intereses bancarios, se emocionan y venden sus fincas y sus negocios, con la perspectiva de aumentar exponencialmente sus rentas. Llevó –no sobra decirlo– una cuantiosa porción de la fortuna de sus suegros, a regañadientes de sus cuñados quienes lo consideraban un perdedor en potencia. Estaban en lo cierto y para demostrarlo, basta dar un ejemplo que pone de presente su bagaje de inseguridades: cuando en las reuniones sociales surgía un tema por él desconocido, que –valga la verdad– eran todos aquellos que no se plantean o analizan en Facebook, se levantaba al baño y buscaba en Wikipedia, por medio de su celular, la información y los argumentos para seguir y avivar las conversaciones. Una vez, por buscar de afán a Edie Sedgwick, la musa de Andy Warhol, llegó a la mesa diciendo que ese era el verdadero nombre de Marilyn Monroe y nadie lo desmintió porque ese tipo de sapiencias no eran del conocimiento de sus contertulios, cuya charla artística-cultacasual era sólo por cortesía, para llenar los interregnos entre un negocio y otro o amenizar los inacabables encuentros sociales. Por más plata y comodidades, el cuidado de los hijos y la supervisión del hogar, para una mujer con inquietudes científicas, pues son castradores y esa sensación de andar, por ahí, emasculada, pues lo primero que hace es borrar el amor por el hombre cuyas acciones, por más consensuales que sean, contribuyen a mantener ese estado de inanición mental. Lo segundo que desaparece es el respeto, porque un marido que permite esa desigualdad, claramente se acomoda al esquema de la mujer “quietica en la casa” propia de las señoras de principios del siglo XX, de faldones largos y ardores escondidos, que mantenían el rigor en familia, mientras sus maridos iban a la guerra o a cazar rinocerontes al África. Támara Cristina no era de quedarse cruzada de brazos; como lo suyo –su relación con la ciencia– tenía que ver con las ondas que producen cosas bonitas como el arco iris, la fata morgana o las auroras boreales, pues, le pareció coherente abrir, sin más preámbulos, un almacén de decoración. De todas maneras, entre ama de casa y decoradora, no le parece que haya mucha diferencia pero, hace de tripas corazón y se vuelve experta en cojines, telas, sofás, mesas de comedor, grifería y 166
utilería de lujo para la clase alta de Bogotá. De forma descarada, Bernardo le dice que, para montar el negocio, le pida la plata a sus padres y aunque el asunto no pasó a mayores, las fisuras de su matrimonio se fueron convirtiendo, a cuenta gotas, en palpables erosiones. Un domingo cualquiera, Támara Cristina se levanta tarde, Bernardo y los niños han salido temprano para el club y ella se sienta, frente al ventanal de la sala, que mira hacia los cerros orientales de Bogotá, a tomarse un té; hace un inventario de su vida y llora, por la sencilla razón de que no se siente realizada: ser decoradora la demerita intelectualmente. Sus hijos son una fuente inacabable de amor, pero dan por sentado que su madre hace parte del servicio doméstico de la casa y su relación conyugal está acabada; fuera de un cuarto con las camas separadas y un par de juegos de Bridge, al mes, ya no comparten nada y expresan, con sutilezas rastreras, su mutuo fastidio y descontento. “Por fortuna, para la gente rica, nada es cuestión de vida o muerte” piensa, absorta frente al paisaje y trayendo a la memoria otros hombres y reinventando detalles de otras situaciones que le excitan la imaginación; se desnuda y corre hasta su cuarto, encuentra el vibrador, plateado y reluciente –su fiel y más que inanimado compañero– sin pilas y buscando unas Eveready que había visto en el clóset de su marido, se tropieza con una maleta llena de dólares. Los sentimientos por Bernardo –que a esas alturas, se pueden considerar: odio– la invitan a quedarse con la plata, sólo por hacerlo pasar un mal rato; lleva, con esfuerzo, la maleta hasta el sótano y con una sonrisa de maldad, la devuelve a su sitio, atestada con revistas de moda, papel y periódicos viejos. La mañana del lunes, su perversidad, su chanza cruel, toma un cariz distinto, pues en Bogotá no se habla de otra cosa: la quiebra de Babar, Mogollones, Garmendia, Belalcázar, Ruiz es inminente y la conmoción de los clientes que confiaron, a la firma, sus haberes monetarios y sus ahorros, retumba en los medios de comunicación. El padre de Támara Cristina se enferma, su madre retoma el hábito de pasar pastillas de Lexotán, con whisky y sus hermanos la buscan para ajustar cuentas con Bernardo, quien evade cualquier responsabilidad, con mentiras inventadas: “Yo no sabía que don Vicente y doña Magdalena iban a invertir tanto dinero”, “Yo nada tengo que ver con Los Mogollones” –con ese nombre se reconoció a los embaucadores, en el momento del escándalo– “Ningún otro de mis clientes tiene la plata metida en esa firma” y muchos otros embustes que, sobre la marcha, fueron aumentando el peso de sus faltas. Ante los demás, Bernardo supo cómo defenderse, era su oficio: abrir huecos en un lado y 167
taparlos en otro, así le tocara hacerlo, como exclamaban sus descontentos cuñados: “Con toda la mierda que sale de su boca”; pero, ante el espejo, ante sus socios y ante el hueco inmenso de sus finanzas personales, el asunto era más complicado porque no tenía más alternativa que quedarse con los millones de dólares que, en una maleta, le habían entregado unos mafiosos de Urabá y a los cuales les diría que, también, se perdieron con el descalabro financiero más noticioso del momento. Así las cosas, a los cinco días de saltar matones, de meter cocaína como un descosido y de recurrir a tantas artimañas que la verdad, misma, se tornó evasiva y difusa, Bernardo es asesinado en la puerta de su garaje, la mañana aciaga en que salió, con su piyama de seda italiana, sus pantuflas de cuero de alce canadiense y cara de angustia a recoger el periódico; le descargaron una ráfaga de metralleta en el estómago y se desangró sin haber verificado nunca el contenido de la maleta, sin saber que su esposa había reubicado –por joderlo– los dólares, dentro de la casa. Por lo menos, la muerte le dio cierta legitimidad a su empeño por mantener la frente alta y fue enterrado, delante de sus hijos, como la persona prestante y diligente que parecía ser. Los Mogollones fueron encarcelados, sus bienes en Colombia congelados y sus clientes mal compensados; a los pocos meses les fue otorgada la casa por cárcel y hoy se encuentran en Miami usufructuando de las pequeñas fortunas que lograron poner a salvo en las islas Caimán. Támara Cristina no pudo manejar una vergüenza que, aunque ajena, la afectó de forma personal, pues, por esa malsana concepción de unicidad que conlleva el matrimonio, ella adoptó las culpas que su marido se llevó a la tumba y asumió, en carne propia, la quiebra de sus padres. Vendió los carros, los cuadros, las acciones de los clubes, las dos fincas, el apartamento en Fort Lauderdale y le cedió, a sus hermanos, cualquier participación en los fideicomisos de la familia; se quedó sólo con las rentas de su propio portafolio de inversión, con el Citibank y se encerró en su domicilio para no tener que volverle a ver la cara a nadie. Cambió las guardas de las cerraduras exteriores, liquidó a la servidumbre, se acostumbró al uso diario de bluyines y sacó a sus hijos del colegio; se decidió a educarlos en la casa, para lo cual convirtió el comedor en un salón de clases y el patio de ropas en un laboratorio de física y química; utilizó la mitad del jardín para hacer una huerta de verduras y legumbres y pintó todas las paredes de blanco para usarlas como lienzos de pintura, como sustrato para plasmar la imaginación; por último, clavó los velos y las cortinas pesadas, a la madera de las ventanas, para evitar a los merodeadores y curiosos que quisieran entrometerse en su experimento educativo. “A los niños les hace falta socializar con compañeros de su edad” le dijo su madre, preocupada, pero la terquedad 168
pudo más que la sensatez y en un principio, sus hijos vieron con buenos ojos la oportunidad de no volver al colegio –lo odiaban, bajo la absurda suposición de que se trata de un sentimiento inherente al desarrollo infantil, como el miedo a la oscuridad o el desmesurado cariño por las gaseosas y los dulces– pero se sublevaron cuando se dieron cuenta de que los pusieron, entre muchas otras cosas, a tender las camas, hacer la comida, lavar la ropa, los platos y limpiar los baños y la cocina. El motín duró poco, porque sintieron una tranquilidad que les permitía aprender sólo lo que les interesaba, sin la presión de la nota; sus incursiones en el vasto universo del conocimiento estaban motivadas por intereses propios y nada más motivador que las iniciativas generadas por las inquietudes del espíritu, para alimentar la voluntad. Proyectaron, con un videobeam, un mapamundi y lo calcaron sobre la pared del estadero, lo colorearon –los más chiquitos se hicieron cargo de la Argentina, Brasil, Chile y Australia y los más grandes de Europa y México para arriba– y descubrieron, con la ayuda de los atlas y las enciclopedias, que el mundo goza de sitios mucho más interesantes que Disney World y los centros comerciales de la Florida. Támara Cristina limitó la conexión de internet, a los domingos por la tarde, por eso las camas, los nocheros y las mesas vivían atiborradas de libros que tocaba abrir con las manos y pasar sus páginas con los dedos; el día que comieron tomates y apios cultivados por ellos y que su abuelo los visitó disfrazado de Simón Bolívar para que le hicieran preguntas sobre la Independencia, fueron de gran felicidad. Muchos de sus amigos pasaban, después de hacer tareas y como tampoco había televisión, ni celulares, entre ellos, conversaban y decían cosas y expresaban sentimientos como si estuvieran en Facebook, o en WhatsApp y las caritas felices, tristes o enfadadas, las expresaban ¡vaya maravilla! con la gestualidad de sus labios, sus ojos y sus mejillas. Rescataron juegos de mesa, como el Scrabble o el ajedrez y por las tardes, jugaban mímica, leían trabalenguas o las famosas fábulas de Esopo y Samaniego, mientras tomaban sorbete hecho con curubas de la huerta, que escogían de sus alargadas plantas y que, sorprendidos con el color de su pulpa naranja y brillante, despepaban con las manos. Le tomaron aprecio a los paseos al Jardín Botánico, a las humedales de la Sabana de Bogotá y a los museos, fueron al Parque del Chicó, varias veces, a conocer las Piedras de Tunja, Monserrate y la catedral salada de Zipaquirá; visitaron gente pobre, se sintieron afortunados y abrazaron la idea de ayudar a otros y de vivir en un planeta más igualitario y justo. Los días se sucedían sin la impertinencia de los profesores –que antes de cumplirle a los estudiantes, deben cumplirle al pénsum– y sin la obligatoriedad de un horario exigente, pues los jóvenes no están, todos los días, en la actitud correcta 169
para hacer gimnasia o estudiar matemáticas. En fin, Támara Cristina nunca volvió a estar sola, ni a sentirse ajena a sus hijos, pues siempre había con quien conversar, quien la acompañara al mercado y con quien caminar por el barrio e ir a comer un helado o recoger piedras redondas y planas para hacer pan y quesito en un estanque; nunca volvió a sentir la frustración de sus estudios truncados porque sus buenas intenciones, sobre el arte, la ciencia, la fusión entre las dos o el rango de posibilidades entre la una y la otra, quedaron sembradas en el seno de su familia. Una mañana salió temprano, puso en liquidación las existencias de su almacén de decoración y compró como quince libros diversos en la Librería Central. Almorzó con sus hermanos, la sobremesa fue larga y por la tarde tuvo una cita donde la endocrinóloga que le recetó calcio y vitamina D para evitar una futura osteoporosis; cuando llegó a la casa, tuvo una vivencia de una fuerza tan poética, vital y arrolladora que fue el último recuerdo que tuvo, treinta y seis años después, en los segundos anteriores a su muerte, rodeada de nietos y bisnietos de todas las nacionalidades: sus hijos habían encontrado, en los entreveros del piso del sótano, un hueco lleno de dólares, los habían sacado, pintado de mil colores, recortado y doblado de mil formas, como un origami hecho en Wall Street; con engrudo habían cubierto las paredes de billetes y los habían pegados en los techos y en los vidrios de las ventanas. Los que se salvaron aparecían, de pronto, durante los viajes con gafas, pipas y parches de pirata, rojos, azules y verdes, pintados en las caras de Benjamín Franklin.
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Calixta María
Era una mujer recta, en sus principios, sin ser mojigata y así como se levantaba la falda con facilidad, quitarse los calzones le generaba unas culpas inauditas; era lo que se llama en el argot masculino una “calientagüevos”. No le gustaba particularmente ser así pero no había logrado evitarlo; todo lo que fuera previo al encuentro sexual, lo dominaba, lo tenía bajo control y lo realizaba con seguridad y un derroche grande de sensibilidad y coquetería. Inclusive, se desenvolvía con propiedad en la alcoba y en las inmediaciones de la cama, pero en el momento de ver al hombre desnudo y desnudarse ella también, cualquier excusa era válida para terminar la velada. Con decir que una vez, antes de salir corriendo, le dijo, a uno de tantos pretendientes, parado de frente, con los pantalones abajo y en estado visible de excitación: “Corazón precioso, no te vayas a molestar, pero tu pene me hizo acordar que soy lesbiana.” “Es como correr una maratón y devolverse al divisar la meta” le comentó a Valeria, su compañera del call center, donde trabajaban hacía ocho meses y con la cual se habían inscrito para estudiar contabilidad por las noches, en un instituto, sobre la Avenida Caracas, cercano a la calle 72. El tema romántico-sexual se había vuelto recurrente, en sus conversaciones, porque Valeria pensaba que a ella le pasaba lo contrario: tímida y de pocas palabras hasta que le quitaban la ropa, de ahí en adelante se convertía en una fiera recursiva y sin tapujos; “como perra en celo” lo definía y con el tiempo fue revelando sus promiscuidades y el precario rigor con que escogía a sus “compañeros de deleite” como les decía. Aunque inseparables, Calixta María y Valeria tenían, al principio, círculos de amigos distintos, por lo que no eran de salir juntas a rumbear, a tomar trago o a buscar pareja. Los lunes, llegaba, cada una, con una variedad picante de historias que contar, aderezadas por el poder de la imaginación, que nunca deja de 171
ser rutilante y embellecedora. Elaboraban sobre hechos ciertos, por supuesto, pero las situaciones y los personajes eran cada vez más de película: escenarios coloridos, parlamentos a flor de piel y finales felices. Ambas sabían que su ejercicio era, en gran parte, invención, pero eso era lo de menos y con el tiempo, llegaron al extremo de contarse fines de semana, completos, sin, ni siquiera, haber salido de la casa. Dichas historias quedaban en la memoria y eran traídas a colación, en otros relatos posteriores, entretejiendo, así, una tela rica en cruces, ramificaciones y estampados. Era, de pronto, el modo de sobrellevar el tedio propio de un call center que puede llegar a ser desesperante porque se trabaja con una rutina de palabras, que enloquece a cuenta gotas. “Señora, usted ha sido escogida, de un grupo selecto de personas, para viajar a Cancún”; “Sólo tiene que acercarse al Edificio Veraguas, piso cinco y venga con alguien a reclamar sus tiquetes porque, lo más emocionante es que su premio es para dos personas”; “No olvide, de todas maneras, traer su tarjeta de crédito, porque usted podría estar interesada en alargar su estadía: de un día y dos noches, a una semana completa por un precio muy bajo que sólo le otorgamos a los ganadores”; “¡No le parece extraordinario!”; “Además, esta ganga, se la ofrecemos a mitad de precio por cada dos personas que nos traiga y pueda, usted, cumplir con el sueño de tomar vacaciones con su familia y sus amigos”; “No deje pasar esta oportunidad que la empresa Turistas con Suerte le ofrece, a los afortunados, como usted”; “Aplican condiciones y restricciones”, esta última frase era pronunciada, con el afán similar al de las cuñas de radio y televisión, después de responder una serie de preguntas previstas y antes de una despedida animosa acompañada de una grabación, con acordes de fanfarria, bombos y platillos, de fondo. Mucho de lo que compartían, entre ambas, trascendía a los demás compañeros del call center; ya fuera porque la una contaba las historias de la otra o porque, a veces, lo hacían en voz alta, a la hora de almuerzo o en los minutos de descanso tomando café, involucrando otros contertulios. En secreto les decían “Las Hermanitas Calle”, una burla en la que, siempre, alguien exclamaba: “¡Pero no por cantantes, sino por callejeras!” En fin, el tiempo pasaba con cierta fluidez; se puede decir que eran un par de niñas, sin mayores problemas existenciales que, todavía, no se habían enamorado de esa forma pertinaz que se torna –sin uno darse cuenta– en drama y que tenían, por delante, un mundo abierto a las posibilidades. Horizonte que se siguió ampliando, dos años más tarde, cuando sacaron su título de auxiliares en tesorería bancaria, lo que quería decir que estaban listas para buscar trabajo como cajeras de banco. De lejos se 172
veían iguales –de ahí que parecieran hermanitas– de cerca Calixta María era un poquito más morena y con una cabellera mucho más negra, sino que se hacía rayitos monos y se alisaba el pelo constantemente, pues su herencia barranquillera insistía en mantenerlo enroscado como un ramo de serpentinas. Optaron, entonces, más por inseguridades de Valeria que cualquier otra cosa: buscar avisos de empleo, juntas; responderlos, por internet, juntas; salir de compras, por la ropa apropiada para pedir trabajo, juntas; y asistir, juntas, a las entrevistas. Lograron –era de esperarse– lo que querían –o quería Valeria, con más ahínco– que las contrataran en el mismo banco y les dieran los mismos turnos de práctica y más adelante, de trabajo, en la Sucursal Lourdes, en Chapinero, donde se bandeaban a su antojo porque era el sector de Bogotá que más conocían y aunque vivían en extremos distintos de la ciudad –Calixta María en Soacha-Compartir y Valeria en SubaTibabuyes– se encontraban todas las mañanas en el Café de la Paz, media hora antes de entrar al banco, a comentar infidencias y a servirse de apoyo cuando, todavía, eran consideradas principiantes. No tardaron mucho en coger vuelo; se trataba de un banco que valoraba tener en la caja a mujeres bonitas –no contrataban hombres para esos puestos– con sonrisas brillantes y piernas ensoñadoras; los uniformes eran ceñidos al cuerpo, con blusas de cuello amplio y falda con una corta, pero sugerente, apertura en el muslo; además las ventanillas de servicio eran, de la cintura para arriba, de vidrio y había paredes, detrás de ellas, con espejos del piso hasta el techo. Los estudios de mercado demostraron que, dicha estrategia, estaba muy bien para cautivar a los usuarios masculinos que todavía basan sus preferencias, en sus apremios animales; pero, pensando en las mujeres que sí buscan elementos que les generen confianza y credibilidad, le pusieron anteojos a todas las cajeras y eso les daba un aire de seriedad que los publicistas y asesores de imagen consideraron: infalible. Les cambió el panorama; pasaron a engrosar las filas de la pujante clase media o por lo menos, eso pensaban: que ya no eran tan pobres y que sólo les faltaba un gran amor que las complementara, que las acompañara a enriquecer la imponderable parábola de la existencia, con una familia, actividades compartidas y sobre todo, tranquilidad económica. Empezaron a rumbear juntas; los viernes salían del banco y se quedaban en Chapinero a pasar un buen rato pero, poco a poco, fueron buscando sitios más al norte, frecuentados por gente más pudiente y multiplicar, así, la calidad de las perspectivas futuras. A los pocos meses, se dieron cuenta de que las pocas relaciones que tomaron impulso, las escasas ilusiones que se permitieron, tenían, en común, la 173
forma, insustancial, como las trataban los hombres y que no se acercaban, para nada, a la intensidad, ni al goce, de las historias que se contaban entre ellas, cuando trabajaban en el call center. Era una desilusión compartida, la de no ver una luz romántica, medianamente resplandeciente, para llenar el vacío sentimental y ahuyentar la soledad de la que querían sacudirse. Calixta María era de un aguante, a toda prueba y aunque se lamentaba al respecto, la falta de pareja no le producía mayores aprehensiones; en cambio Valeria sentía, demasiado pronto, el peso del fracaso. “¡No seas ridícula!” le repetía, su amiga, porque se preocupaba por ella y porque era innegable que le había tomado cariño; sin embargo, le daba mucha piedra que una mujer de veintiún años, liberada e independiente, entrado el tercer milenio, fuera capaz de pensar de una forma tan cerrada. Ambas, estaban en una situación parecida y no dejaban de preguntarse si su acercamiento, ambivalente, al sexo tenía algo que ver con el asunto: la una por entregarse sin condiciones –una vez superada la timidez– y la otra por frenarse al último momento, como Moisés al divisar la tierra prometida. Cuando Walter Ponce llegó al banco –venía de la Sucursal Gran Estación– se fascinó instantáneamente con Valeria y desde el primer momento, le echó los perros: le regaló una Chocolatina Jet, le compró un forro de imitación cuero para su celular y la invitó a almorzar, dos veces, la primera semana. Era tan solo un verificador de información, recibía los formularios de ingreso, de los clientes nuevos y chequeaba, por teléfono, que los datos personales y laborales, de los futuros cuentahabientes y sus fiadores, fuera cierta y así poder habilitarlos para recibir sobregiros y prestamos rotativos o inmediatos. Hacía lo posible por mantenerse acicalado pero sus maneras provincianas eran inocultables y eso, a Valeria, la desencantó, de entrada y no sabía cómo quitárselo de encima. Se dejaba invitar a almorzar –no faltaba más– hasta que una tarde, cruzando la Carrera Trece, le soltó una retahíla, cruda y algo injusta, pero que cumplió su cometido de alejarlo por completo. “Mire Walter” empezó diciendo y retacó “si usted cree que este cuerpecito, mío, va a ser suyo, está muy equivocado, bájese de esa nube que yo no me enredo con campesinos que se ponen palillos entre las muelas y se escarban los dientes. ¡Yo soy una princesa y usted un peón! ¿De acuerdo?” Calixta María se mantuvo al margen de esa disputa, pues Walter le había caído bien, le parecía acucioso y servicial: dos rasgos de la personalidad que a Valeria le parecían los de un hombre débil de carácter. Calixta María descubrió cosas de Walter Ponce que la fueron acercando a él y distanciando de su amiga: era llanero, se bañaba desnudo en los ríos, pescaba con red, 174
enlazaba becerros y toros, sabía preparar conejo y se embarcaba en caminatas ecológicas que podían durar hasta una semana. Descubrió, en cambio, cosas de su amiga que fueron generando una barrera, inevitable, entre ambas y no porque la espiara o estuviera pendiente de su trabajo, sino porque la intención y el cariz de sus pequeñas charlas –medía hora antes de entrar al banco– entre el café y las almojábanas recién horneadas, habían cambiado: como cuando el agua estancada se enturbia, con el mal tiempo. Valeria le contó, por ejemplo, que cuando un cliente, al otro lado de la ventanilla, mostraba interés en ella, con un guiño o un comentario deseoso, miraba el monto de su cuenta corriente y de ahorros y dependiendo de sus ingresos, correspondía, o no, a sus requiebros. “!Hay hombres más ricos de lo que parecen!” exclamó, una mañana y contó que el señor de las sudaderas rechinantes, con aliento a lechona y peinilla en el bolsillo era un chancero que, mes a mes, gastaba como loco y con todo y eso, no bajaba sus promedios de cien millones de pesos. “¡No todo es plata Valeria!” exclamó con furia Calixta María, un par de veces, hasta que su amiga le confesó que, en un recibo de la consignación, le había escrito, con una carita feliz, el número de su celular. Calixta María no pudo contenerse y le gritó antes de levantarse, de un salto, de la mesa y derramar el tinto: “Ahora si te chiflaste, amiguita; no cuentes más conmigo. Estás poniendo en riesgo tu trabajo y eso me afecta. ¿No te dice nada tu cabeza hueca?” y salió con paso fuerte, descompuesta y nerviosa: porque se daba cuenta de que, no sólo iba contra el reglamento relacionarse con los clientes, sino que siendo tan unidas, las sospechas que pudiera haber sobre la una recaerían, también, sobre la otra. A veces, se preguntaba si alguien que se había interesado en Valeria, como Walter Ponce, le convendría. Reflexión valida, pues los hombres no saltan, así no más, de una mujer vacía y superficial, a una mujer inteligente y orientada al éxito, como Calixta María. Decidió, de todas maneras, ir muy despacio cuando fue evidente que, él, se fijó en su cabellera azabache y en sus piernas de “potranca de feria” como se lo dijo, borracho, en la fiesta de navidad del banco. “¿Cómo vas con tu campesinito?” le preguntó Valeria, durante una jornada normal de trabajo, de una ventanilla a la otra, sabiendo que ambos no habían salido, ni tres veces; Calixta María se molestó, con el tono engreído y le contestó: “Bueno, por lo menos yo tengo una boleta ganadora, sin tener que jugar al chance”. Su amiga no entendió, del todo, la sutileza, pero se sintió ofendida y musitó, algo así como: “¡Perra, malparida!” con tan mala suerte que la señora, a la que estaba atendiendo –que acababa de decirle “por favor apúrele, señorita, que estoy de prisa”– se dio por aludida y puso la queja. La suspendieron, ese 175
día y después de una investigación interna, en la que a Calixta María le tocó declarar en su contra, para mantener su puesto: la echaron. Y la echaron por “justas causas” decía la resolución de despido; le liquidaron sus prestaciones, pero no le dieron ningún tipo de indemnización y su grosería quedó consignada en su currículo laboral y en la memoria de quienes la odiaban por petulante, por sentirse más que los demás y caminar a veinte centímetros, del piso, como si su culo respingón le diera un, merecido, estatus de diosa capitalina. Se vieron dos veces más, en la vida: la tarde lejana, que Valeria se bajó de un Mercedes Benz, dorado, frente al banco, entaconada hasta la garganta, abrió una cuenta por trescientos millones de pesos y ¡sorprendida! al ver que Walter Ponce era el gerente, le preguntó: “¿Y qué fue de Calixta María ¡esa calientagüevos!?” a lo que, él, le respondió: “Me casé con ella y te quiere saludar, es la que está embarazada, en la oficina de servicio al cliente”; la buscó e improvisó un saludo hipócrita sólo para poderle mostrar las joyas, en sus brazos, que, como un sonajero, hacían voltear a los hombres, para distraerlos con sus encogidas minifaldas y su cuerpo apretado, a punto de explotar o desinflarse; nadie arriesgaba tal predicción. Y la noche que arrestaron al chancero “y presunto narcotraficante” puntualizaron en los noticieros; Valeria golpeó, después de la medianoche, despertó a los niños, se disculpó por su inadvertida aparición y pidió una cama prestada; le sirvieron un caldito, calentado en el microondas y cuando Walter Ponce se fue a dormir y se hizo inminente que era uno de esos momentos trascendentales, en que debían tocarse el alma –como las amigas inseparables que habían sido– Calixta María se levantó y le dijo: “Si me vuelves a buscar llamo a la policía”. Por la mañana, a la hora del desayuno –que es cuando los niños hacen más alboroto– ya se había ido. Muchos años después, supo de ella: no le tocó pagar cárcel, por sus nexos amorosos, con Carlos Emilio “El Chancero” Coronado, pero le tocó vivir escondida, para que los secuaces del mafioso no la mataran; Valeria se convirtió en testigo clave, contra su amante y como tal debió cambiarse el nombre, la apariencia y el lugar de residencia. Alguien dijo haberla visto en Manizales y una prima –que servía los tintos, en una cafetería de Sanandresito– afirmó haberla visto en la plaza Fusagasugá. Apareció con la garganta cercenada y un tiro en la frente, al fondo de un abismo, donde la tiraron desnuda; sólo le dejaron puesto el piercing que llevaba en la lengua, porque no lo vieron o porque, sus agresores, se dieron cuenta de que no era de oro. En lo sucesivo Calixta María pensó en su amiga, como un alma que nunca hubiera podido ser salvada y todo 176
se resumía a las motivaciones por las cuales hacemos, lo que hacemos o no hacemos, lo que dejamos de hacer: Valeria interpretaba el papel de tímida, de vulnerable, para que los hombres la percibieran como una presa fácil, antes de convertirse en un vicio, manipulador e imposible de dejar; ella –Calixta María– en cambio, quería llegar virgen al matrimonio –no porque importara, sino porque se lo había impuesto– y por eso salía corriendo de las escenas sexuales, de las cuales era la protagonista, era su forma –dilucidaría, en la vejez– de poner a prueba su fuerza de voluntad.
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Floriana
Pensaba en su vagina como en un trapecio, donde los hombres hacían maromas y se sostenían con esfuerzo, pero a conciencia de que podían terminar en sus brazos y evitar los peligros de una caída vertiginosa. A los veintiocho años por estar en el lugar equivocado, con la persona equivocada, le pegaron un tiro en el pecho, que le atravesó el ventrículo izquierdo; la salvaron, después de un cirugía de diez horas, pero nunca se volvió a enamorar y para ella, según su propia valoración de la circunstancia, se trataba de un grado alto de invalidez. El sexo sin amor no tenía la misma gracia, el mismo aliciente de sosegar las almas, de equipararlas en un mismo suspiro, razón por la cual se declaró “asexual” y encontró satisfacciones inimaginables en el arte; se dedicó a la escultura en arcilla y logró acompasarse con su torno, como la aguja que marca la hora, con la del minutero. Hacía unas vasijas enormes, con contornos de mujer y antes de dejarlas secar, les atravesaba puntillas y quedaban como erizos milimétricamente espinados; las dejaba a la intemperie para que el sol, el agua y la vegetación las decoraran a su acomodo, después las llenaba con distintos colores de tinta y al cabo de unos meses, la porosidad de la arcilla terminaba el trabajo; sacaba el remanente de la tinta, sacaba puntilla por puntilla –calentándolas, evitando desportillar los bordes– para que quedaran los huecos y les ponía un enramado de bombillos por dentro. El efecto era el de regaderas de luz que, expuestas en la oscuridad, se veían como mujeres contrahechas, doloridas pero capaces de sostener una especie de aliento universal. Cuando presentó la colección en Alemania, en Dresden, el curador insistió en poner las esculturas en un cuarto circular, con paredes, techos y pisos de espejo: el rebote de los haces de luz perfilaba a la gente y el efecto multiplicador hizo que un crítico de arte, con él ánimo de definir la exposición, parafraseara a Shakespeare: “We were bounded in a nutshell, and count ourselves the realm of infinite space”. 179
La idea de volverse una artista famosa le llamaba la atención –¿a quién no?– pero no era su prioridad, no iba a malgastar su tiempo en desarrollar la atareada agenda social y política que requiere la fama. El manoseo con los críticos y la asistencia a reuniones interminables con el jet set cultural de Bogotá era una forma de vaciar el intelecto, de darse golpes en la cabeza sin necesidad; prefería –en sus ratos libres– ver una buena película, montar en bicicleta o quedarse mirando a los transeúnte en cualquiera de la esquinas de la Carrera Quince. El día que se cayeron las Torres Gemelas, en la ciudad de Nueva York, quedó muy impresionada; sintió pánico, nunca una tragedia había sido tan publicitada y quienes, como Floriana, se consideraban habitantes urbanos, en esencia, imaginaron una avalancha de concreto sobre sus cabezas. Le pareció imperativo una manifestación artística, al respecto y se quedó horas frente a un bloque de arcilla blanca pensando en posibilidades infinitas pero limitadas por sus manos, su torno que sólo daba vueltas hacia la derecha y el material terroso “sacado de las entrañas de la luna” como a ella le gustaba pensar. Se levantó a cerrar una ventana porque escuchó el rumor, cada vez más cercano, de la lluvia y se cortó los dedos, por accidente, contra un filo del marco de aluminio que había perdido su recubrimiento de silicona; no le dolió y antes de buscar agua oxigenada y un pedazo de gaza se quedó mirando la sangre correr por el brazo y la arcilla sobre el torno. Con una reacción, que no alcanzó a ser reflexiva, hundió los dedos en la masa y vio las líneas circulares rojas mezclarse como un ciclón espeso y letal; la conjugación fortuita de lo mineral y lo orgánico la inspiró y creó una especie de brazos tubulares y angulares que, en la contradanza de una prevista asimetría, tomaban formas abruptas como miembros cercenados de seres infernales y grotescos. En el objeto final, después del secado y el entintado, la sangre era imperceptible pero lo importante es que estaba ahí: algo visceral, propio y latente en la obra que la subyugó por su poder conceptual: vida y materia juntas, como testimonio del dolor, como los escombros de la catástrofe humana. Muchos años después, cuando rememoró su experiencia, confesó que la sangre fue sólo el origen y que para cada escultura había utilizado distintos fluidos y componentes de su cuerpo, incluidas, por ejemplo, mezclas de sus excrementos de acuerdo a que comiera pitaya, remolacha o llenara su estómago de dulce de brevas con hibiscus. “La pus, las babas, el sudor, la leche materna” aseveró, ampliando el concepto: “Obligan a consideraciones y resultados distintos, una vez que te decides a recolectar dichos elementos por cuenta propia o se lo pides, con largas y pausadas explicaciones, a alguien de confianza”. Lo suyo, era un constante redescubrir de las cosas; mirar una piedra hoy y volverla a 180
mirar mañana, hasta verla en otro contexto funcional y expresable a través del arte; para hacer eso no necesitaba sino estar pendiente de su entorno, sin expectativas, sin obligarse a conclusiones instantáneas y más bien dejar que la ideas se fueran concatenando solas. “Soy una observadora casual de mi misma, siempre atenta a los más imperceptibles cambios” expresó, durante una conferencia en la Universidad de La Cordillera y la aplaudió a rabiar, un público compuesto por artistas en formación, pues la alternativa de que el arte es una interiorización y no al contrario, les sonaba, a muchos, como novedosa y factible. Además, que en un mundo tomado por las virtualidades visuales, alguien rescatara la arcilla, la sangre y las tardes de lluvia era revelador para el joven alumnado. Le ofrecieron una clase magistral y durante un semestre fue todas las semanas a replicar sus experiencias con los estudiantes; desarrolló, para el efecto, un método de pensamiento que le fuera útil al objetivo de producir ideas artísticas. Para no complicarse, explicó, de antemano, el ejercicio y descubrieron, en grupo, que el diálogo franco sobre temas distintos a la mera academia era una forma de aligerar la mente y encontrarle otros cauces a la creatividad; era fácil, entonces, preveer que el sexo sería un tópico de conversación recurrente y en algún momento, desprevenida, mencionó que ella era asexual. Hubo un silencio extraño, la afirmación requería de una explicación, un comentario inmediato, pero nadie habló y el timbre señalando el final de la clase salvó la situación. Era lógico pensar que para una generación más abierta, que la suya, a otras experiencias diferentes o más allá de las heterosexuales, la asexualidad fuera tratada con igual liberalidad y entendió que su silencio viciaba, de alguna manera, la confraternidad del ambiente propuesto. Trató de remediarlo, pero entre las evaluaciones finales, una gripa que la mandó a la cama y un viaje a Salinas, en el Ecuador, no alcanzó a plantear el asunto y la revelación quedó, así, suspendida en el aire por hilos invisibles. No volvió a dar clases, precisamente porque su agenda la obligaba a incurrir en ausencias inevitables, pero a los pocos meses la invitaron a dar otra charla; esta vez sobre le estética postmoderna y para su sorpresa, durante la sección final de retroalimentación con los asistentes, un estudiante le preguntó: “¿Usted sería tan amable, Maestra, de explicarnos cómo interpreta los enunciados de su exposición, dentro de su declarada asexualidad?” Se puso roja, primero y tosió, casi al instante, dándose unos segundos para pensar la respuesta; la cogieron fuera de base y había olvidado la discursiva planeada –meses antes– para tratar el tema en público; decidió, por lo tanto, tomar una medida radical y salió corriendo. Hubiera podido tomar por el lado de las cortinas que, del escenario, dan a los bastidores pero, no, prefirió atravesar, en una carrera como de cien metros planos, la platea llena de espectadores y tomar el parqueadero hasta la calle; de algunas 181
ventanas de los pisos superiores, de la sede administrativa, la vieron –como dicen– “poner pies en polvorosa” y desaparecer al voltear por la Avenida Jiménez. La semana siguiente, no se habló de otra cosa, en la Universidad y algunos testigos corroboraron el hecho de que la huidiza profesora, durante su carrera, se fue reduciendo de tamaño, al extremo de que cuando llegó a la Carrera Séptima, donde cogió un taxi, su cuerpo hubiera cabido entre la caja de alguno de los emboladores. La asexualidad es la falta de interés por el sexo y se especula que aquellos que entran en esta definición, por razones físicas o emocionales, tienen más tiempo para pensar en otras cosas; se trata de una afirmación a la ligera, pero se refiere a la creencia de que los seres humanos le dedicamos un tiempo mental exagerado, al objetivo de alcanzar y permanecer en una constante actividad sexual, que, de no existir –de haber una ausencia del impulso a satisfacer esa necesidad– seríamos más productivos en otros campos de acción y de pensamiento. Para Floriana, las aproximaciones a su orientación eran, todavía, confusas, pero con la certeza innegable de que lo que alguna vez le produjera un paroxismo absoluto, había pasado al nivel de lo que no nos concierne; lo entendía como a quien, un día, no le dan más ganas de echarle sal a la comida, de salir a trotar o de coleccionar estampillas, tal sería su desapego por la animalidad genital. Muchas veces, se quedaba mirando su clítoris, con un espejo y veía aletas de especies marinas desconocidas, cuellos flácidos deseosos de cirugía estética, suéteres olvidados en los aguaceros o una elongación cosquillosa de sus entrañas. Igual, muchas veces le pedía a sus amigos que se desnudaran, cuando se reunían a fumar marihuana y les pedía que se tocaran, entre ellos, pero no era para ponerse a prueba –nada de eso– sino para buscar los entretejidos conceptuales para una nueva escultura o como, en efecto, lo hizo, para la nueva colección de grabados en relieve, contratada con la Galería Werner Amarilo, en la que se puso en el trabajo de fabricar y templar el papel. Tenía esporádicos momentos de reflexión sobre el sexo ¡claro! tampoco era de piedra, sobre todo cuando iba a su casita de Guatavita y sentía frío por las noches. Amó a Oviedo, el hombre que le disparó en el pecho, en un ataque de rabia producido por los efectos del alcohol, las drogas y la malacrianza de quienes crecen rodeados de armas para la cacería o para amenazar al prójimo; se sabía que él era violento, se lo dijeron mil veces y otras tantas evidenció señales de peligro, pero desatendió la realidad, pues los estados románticos son una mezcla de sopor nubloso y estupidez. Todavía estaba a tiempo de denunciar el intento de asesinato y su familia cercana le insistió que hacerlo, sería clave en su recuperación; pero se reusó por miedo, porque calibró el terror producido por alguien íntimo y comprobó su capacidad 182
para repetir, sin falta, su maldad. Vivimos en un país donde la gente adinerada no va a la cárcel y en el peor de los casos, estar presos –con la casa o el club por cárcel– no les impide la posibilidad de seguir delinquiendo o de vengarse; prefería que el hombre tuviera algún grado de culpabilidad y de agradecimiento por no señalarlo ante las autoridades, entre otras cosas porque la situación de demandar a alguien es, generalmente, más estresante para quien busca justicia. Hablaban, de vez en cuando y él nunca se saciaba de pedir disculpas: esa situación era, a su modo de ver, preferible. Se apareció una tarde, inclusive y le dijo: “Sé lo mucho que odias la tecnología” y le regaló una cámara Polaroid, que se habían vuelto a poner de moda, como los discos de vinilo o las botas grandotas de caucho transparente para proteger el calzado cuando llueve. Era notorio que Oviedo, quien, en estado de drogadicción, le atravesó el corazón, la conociera tan bien, porque el regalo fue maravilloso; nada de fotos pendejas tomadas con el teléfono y retocadas por computador, el formato obligaba a pensar en el encuadre, la luz y el motivo antes de la obturación. La cámara fue, además, una compañera irremplazable durante la monstruosa soledad que se le vino encima; su madre enfermó, como desarrollo previsible de un lupus que sufrió desde joven, a su padre se le acentuó la senilidad y olvidó los nombres de todos y de todo a su alrededor y su hermano Francisco José se fue, con sus tres hijos y su esposa para la Argentina, con un nuevo e importante trabajo. Ideó, entonces, la forma de canalizar su frustración y decidió documentar la enfermedad de sus padres, con su Polaroid, como si se tratara de una invención sin pasado y que muchos jóvenes, perplejos, definían como “una cámara con impresora”. Difícil determinación para lo cual obtuvo el cariñoso permiso de su madre, para hacerlo, sin saber de antemano lo terrible que sería su desenlace, pues el cuerpo se le llenó de unas pústulas negroides –como las de la viruela– el pelo se le secó, como el chamizo durante un verano interminable y la fiebre constante se le llevó su forma equilibrada de ser, que fue, tal vez, su característica más admirable. En las fotos quedó ese año entero, doloroso y sin reposo; quedaron, sin restricciones pudorosas, la drasticidad del sufrimiento cuando se han llevado vidas ejemplares, las marcas reteñidas de la piel y la sobrevivencia fallida de las expresiones de cariño, cruelmente cambiadas por los rictus previos de la muerte. De forma desangrada, como hurgando en la arcilla de sus esculturas, evidenció la pútrida decadencia de quienes fueran sus padres; sus despojos, igual, fueron retratados, así como los protocolos de las mortajas, los ataúdes y las misas por la salvación de sus almas. Las guardó –las fotos– como prueba de la inevitabilidad humana y las miraba de vez en cuando, como quien abre las heridas de quienes han agonizado en varias guerras. A los pocos meses, 183
recobrados el aliento y la sanidad mental, se propuso exponerlas y ella fue su propia curadora: las puso sobre muros negros, a la altura promedio de los ojos, en fila, en orden cronológico e intercaladas las de su padre y su madre; algunas fueron repudiadas por los visitantes, fueron declaradas “imposibles de ver” y rebajas al estrato de la pornografía más escatológica; la exposición fue señalada por la crítica, como “obscena” y en aras de no alterar el pulso cultural y adulador de los bogotanos, fue descolgada al otro día de la inauguración. Huérfana, con su hermano en otro hemisferio, excomulgada de las galerías, proscrita de la sensibilidad capitalina, sin nadie que apreciara su arte, ni nadie a quien pedirle una gota de sangre o un escupitajo, volvió con Oviedo quien, aún, lucha contra sus demonios en reuniones diarias de Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos; se le arrunchó, desnuda, entre las piernas y le pidió con una voz recia y definitiva: “¡No me vuelvas a disparar, corazón!”
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Erly Damaris
Cuando le preguntaban su oficio, contestaba: “Soy manicurista de centro comercial” como si ese detalle le diera un mayor estatus; la distinción entre trabajar o no trabajar, en un centro comercial no parecía importarle a nadie más, pero lo decía en cierto tono, que si hubiera dicho “Westminster Palace” no le hubiera sonado tan inflado y altisonante. Erly Damaris tenía el sueño de abrir, un día, su propia peluquería, para lo cual contaba con dos ventajas: una sólida cuenta de ahorros y su cuerpo curvilíneo e “invitador al pecado” como le decía –con algo de envidia– una tía prostituta, con la que vivió durante sus años adolescentes. Sus padres, devotos de la santa madre iglesia, la mandaron a Bogotá para no tener que lidiar con el asedio, que a sus escasos años, Erlita, recibía de los hombres. “Si ha de putearse, que se putee, pero lejos, donde nadie la conozca, no venga y nos mancille el nombre ¡qué será lo único que nos queda!” gritaba, su padre, manoteando, frente a sus otros ocho hijos, a quienes bendecía por no tener ninguno de los dones de belleza o locuacidad, que nos apartan de la tortuosa, pero sublime, senda de nuestro creador Jesucristo. De modo que llegó a la capital donde, con prontitud, se deshizo de su virginidad y celebró, a los pocos meses, su cumpleaños número catorce, feliz de haber liberado su sexo de los atavismos que la anclaban a sus costumbres pueblerinas; compró un ponqué chiquito, para dos personas –con una velita– y festejó con su tía que le regaló un brassier verde biche y unos chicles estampados que, moldeados a su cuerpo “respingadito” como ella lo describía, poco o nada dejaban a la imaginación. Erly Damaris tenía claro que se acostaría por plata y que los hombres eran, apenas, el instrumento para lograr sus metas; se propuso no enamorarse de ninguno y lo había logrado, sin mayores esfuerzos, hasta que Emiliano se le atravesó y se quedó pegado, 185
a su alma, como una garrapata; y así se lo decía: “Emiliano eres como una garrapata” y trataba de quitárselo de encima pero una fuerza, centrífuga e incontrolable, los unía y los convertía en un monolito resistente a la adversidad. Él era puto, también, se acostaba con hombres y mujeres para subsistir y sus facciones femeninas lo acercaban, más, a la homosexualidad, pero se declaró “hombre de una sola mujer” cuando conoció a Erlita y comprobó, por allá, muy adentro de sus entrañas, que no podría vivir sin ella; sus destinos no podrían tener rumbos distintos, sólo la muerte los separaría y no necesitaron, nunca, de un cura que se los dijera para reconocerla como su única e indisoluble verdad. “¡No nos queda más remedio que amarnos para siempre, Emiliano ¿qué le vamos a hacer?!” exclamaba y a veces, le sonaba a letanía o a una de esas frases que no tienen que tallarse en piedra para alcanzar una dimensión inexorable. “Tenemos que aprender cosas distintas a putear” decían al unísono y empezaron por tomar clases de pirograbado y cuando quemaron hasta el último mueble de su, minúsculo, apartamento aprendieron a cocinar y a preparar galletas de chocolate; sin perder el impulso tomaron clases de reparación de electrodomésticos, de entrenamiento para perros u otras mascotas y un curso, extra rápido, para montar un taller de confecciones; por más empeño que le pusieron a todas las iniciativas, nada les dejaba –financieramente hablando– ni la décima parte de lo que ganaban con la prostitución, a la que le dedicaban la tercera parte del tiempo. Estaban en una encrucijada y sus vecinos eran testigos del ajetreo en que se mantenían: a veces dejaban un perro, donde debían entregar una lavadora o entraban y se llevaban las cortinas, para remendarlas, de una casa donde habían quedado en alimentar a los peces, llevar un gato al veterinario o dejar preparados cocteles y pasabocas, para una reunión. Doña Cástula, la tendera del barrio, les había encargado unos manteles, plásticos, para las cuatro mesitas donde ofrecía cerveza y empanadas y cuando se aparecieron con dos parlantes, engallados –como de discoteca o whiskería– ella se rio y les dijo: “Esa vida de ustedes parece un reality, deberían aparecer por televisión” se sentaron exhaustos, se miraron con brillo en las pupilas y por la mañana compraron una cámara de video: filmarían un par de semanas, de su agitada agenda y con ese material irían a visitar programadoras y buscadores de talento dispuestos a escuchar una buena idea. “El diario vivir de una pareja de trabajadores sexuales y su lucha por salirse de las garras de la prostitución” era el encabezado de la secuencia que, mal que bien, escribieron, produjeron y dirigieron para el deleite –por el momento– de unos pocos 186
allegados, mientras la buena fortuna les tocaba a la puerta. Se robaron frases de cajón de las telenovelas, copiaron los gestos de sus protagonistas e idearon escenas en las que involucraron a los vecinos; cuando les hacían falta extras, los sacaban de los paraderos de buses, donde las filas de gente facilitaban las labores de casting. A quienes les ayudaban, les prometían un pedazo de gloria, una vez que el programa estuviera al aire y entre todos formaron una masa crítica que inventaba diálogos e improvisaba situaciones probables dentro de un gran argumento principal; para cada capítulo se utilizaban distintas locaciones y cada participante colaboraba con su propio vestuario. Al principio, los resultados fueron “mágicos” así los calificó Emiliano, pero cuando la inversión básica empezó a escasear y los advenedizos exigieron mayor protagonismo, un adelanto por sus servicios de actuación y un porcentaje de las ganancias finales del programa, el entusiasmo se canalizó en peleas interminables que, después de todo el trajín, echaron al traste la factibilidad y las posibilidades dramatúrgicas del reality. Esta última parte, también fue filmada y documentada, con imágenes secretas tomadas por quienes amenazaron con sindicalizarse y con quienes se llegó a unos acuerdos, de trabajo, que nunca se cumplieron y que obligaron a Erly Damaris y Emiliano a cambiarse de barrio y a desaparecer por cuenta de una empresa que sin haberse iniciado, ya tenía nómina, personal supernumerario y demandas laborales en su contra. Se dedicaron, sin más, ni más, a lo suyo, que nunca abandonaron; rescataron a sus benefactores, con llamadas a sus celulares y volvieron a frecuentar los “chochalitos” –burdeles y whiskerías a lo largo de la Avenida Caracas y sus alrededores– donde los conocían y donde otros clientes, menos ubicuos, no dejaron de buscarlos y preguntar por ellos. Erlita siguió a la caza de contactos en las programadoras, pero el material producido era tan caótico, que fuera de propuestas indecentes y un par de invitaciones a tomar café, no consiguió nada más. De ahí, en adelante, fue que se dedicó a ahorrar, con férrea voluntad y aunque la idea de montar una peluquería no había fraguado, del todo, en su cabeza, empezó a tomar clases de corte de cabello y manicure, después del mediodía. No sufría de apuros económicos y su trabajo era el de hacer hombres felices, lo que era un motivo grande de regocijo, porque en un mundo tan violento y tan teledirigido al crimen y a la maldad, a ella le tocaba la mejor parte: suplir caricias e inventivas epidérmicas y corporales para el desahogo de la bestia masculina, sin el cual –afirmaba– “estaríamos peor de jodidos”. Pero, esa concepción servicial y reparadora del sexo por contraprestación económica, era uno de los factores que la distanciaban de Emiliano; él pensaba que, poco a poco, su quehacer le estaba robando su energía y 187
que, básicamente, prestaba su cuerpo para ser mancillado y disminuido como ser humano; lo suyo no era un acto de bondad con la raza humana sino un desquite, una forma, tortuosa, de vengar la mala vida que le dieron sus padres y de contradecir la crianza religiosa del colegio donde estuvo internado. “Me cago en esos curas de mierda” gritaba, pero a la vez se daba látigo por ser un líchigo, cacorro y comepipís; con él, no había argumentos valederos para rescatar la compasión implícita en el ejercicio de una profesión que, pese a sus señalamientos históricos y sociales, sigue siendo un sucedáneo de las malquerencias de los hombres, de la mala leche con que está construida la sociedad y de los desvíos sobre los que se fundamenta el crecimiento absurdo de las ciudades. “Entregando nuestros cuerpos, limpiamos almas” le decía Erlita a Emiliano, cuando le veía las dudas pintadas en el rigor de su ceño y las arrugas desecadas de su frente. Dormir abrazados, ovillados, era un mecanismo de defensa que los protegía de la soledad y los alejaba de la poca transcendentalidad de que adolecía su existencia; ese fuerte vínculo era el campo de fuerza que les permitía seguir adelante y enfrentar las vicisitudes diarias, que no dejaban de asaltarlos y que los seguían animando a buscar nuevos horizontes. Compraron un computador, pagaron una conexión a internet y le dieron a la oferta de sus servicios sexuales, un aire más sofisticado y actual. Con la experiencia, fallida, del reality a Erly Damaris le quedó gustando la actuación y subió fotos disfrazada de tigresa, que decían: “Ven a domarme la calentura” y otras similares: de enfermera: “Ven te curo la arrechera, aunque se te suba la fiebre”; de policía: “Ven, yo te atrapo y tú me das bolillo”; de panadera: “Ven, te saco del horno y te como en cualquier posición”; de puntilla: “Ven y me clavas, contra la pared”. El recurso es ilimitado y no necesita, realmente, de disfraces, se conoce con el nombre de juego de roles y como su nombre lo indica, se basa en la interpretación desinhibida de diversas situaciones: el perro que necesita aleccionamientos de su ama; la estudiante que hace lo que sea por que el profesor le suba la nota; la secretaria que se pasea por la oficina en minifalda y al jefe le da mucho calor; el vendedor de zapatos que atiende a una cliente indecisa; y el plomero que llega a destapar un sifón y se encuentra con la señora de la casa insatisfecha y en negligé; entre otros. Entre Emiliano y ella, nunca se atrevieron a prestar el servicio juntos, o sea a cobrar por que los vieran hacer el amor e interactuar con hombres, mujeres u otras parejas; les daba miedo vulnerar su intimidad, aunque suene absurdo y por ponerlo de alguna manera: exponer su relación a la vista de otros era una frontera inadmisible y cuya delimitación protegía los fundamentos de su imperecedera y estrecha relación. Erly Damaris sí ofrecía otros y diversos disfrutes, con su amiga La 188
Flaquis, por ejemplo: el agente de tránsito que encuentra a dos menores de edad en el carro de papi; el señor que entra, sin darse cuenta, al baño de mujeres de un centro comercial; o el taxista que ayuda a unas turistas, extranjeras, con el idioma y con el equipaje. De los contactos hechos en las programadoras de televisión, con el asunto del reality que nunca despegó, Erly Damaris recibió la primicia de que, una de éstas, estaba haciendo un casting –a nivel nacional– para una comedia: “Las Recepcionistas”; allá se presentó sin estar preparada, sin llevar el vestuario correcto, ni aprenderse las líneas exigidas por los organizadores. Sin embargo, la dejaron actuar, la vieron tan pispa y tan desparpajada, tan natural y tan sexy que cuando le preguntaron: “¿A cuál de las recepcionistas, le gustaría representar?” y ella sin remilgos, ni titubeos, exclamó: “¡A la más putonga de todas!” la dejaron presentarse ante el jurado –conformado por dos directores y un buscador de talentos, conocidos– e interpretar el papel improvisado que llevaba en mente y que resultó el de una mujer culipronta pero con valores morales, mostrona pero con cierto rubor, alegre y cálida, muy cálida, sin ser tibia, ni regalada. “La audiencia va a enamorarse perdidamente de esta mujer” aseveró uno de los presentes y –como dicen– el resto es historia. Crearon, inclusive, un papel a su medida y a las tres semanas de emisión del programa, Erly Damaris soltó, ante uno de los entrevistadores de moda, la frase que la haría inmortal: “Estoy como quiero: ¡En boca de todo el mundo!” No tuvo problema en contarle a los medios de comunicación que era trabajadora sexual y que lo de actuar como prostituta se le daba porque era mucho lo que había practicado. Los bogotanos, tan resabiados y con argumentos tan castos para juzgar a los demás, la aceptaron ipso facto y la quisieron sin restricciones, se enamoraron de ella, por la forma limpia y bonita con que hablaba de sexo y por las justificaciones sinceras e irrebatibles sobre la profesión más antigua de la humanidad; “en toda mujer hay una puta adentro, sino que unas la esconden más que otras” decía y se reía y las mujeres le hacían caso e imitaban su desfachatez, sus gestos dadivosos y su vocabulario emulador del revolcón, sin pernicias, atendiendo las necesidades del cuerpo y sus extremidades y sus mucosas y la capacidad sensorial de sus genitales. Aunque la comedia-seriado no duró mucho al aire, por la tacañería de los productores y la pobreza de los guiones, Erly Damaris protagonizó, más tarde, el drama: La chica de la falda corta y los tacones altos, al lado del galán argentino Eusebio Covarrubias, que tuvo éxito rotundo a nivel latinoamericano; pero fueron los comerciales de condones Blue Flex –producidos en 189
Nueva York– los que pusieron su nombre a rodar, a nivel mundial por aparecer con sus pintas “arrechas pero no tanto” –como las describió la revista Farandulandia– hablando frente a la cámara: “You can call them sex partners or clients it doesn't matter. Blue Flex is what matters”. Parte de la recordación de ese producto y sus propagandas televisadas se debe a que la primera campaña publicitaria fue prohibida en varios países y sacada del aire; estaba dirigida a mujeres, decía: “For the hooker in every woman” y al final, con picardía, guardaba el condón Blue Flex entre el brassier. A Emiliano le quedó grande tanta fama; no necesitaba prostituirse más, pero la verdad es que se quedó sin nada qué hacer, salvo acompañar a su mujer a todos lados y servirle de “mandadero” como él se refería, a sí mismo y que demostraba el bajo nivel de autoestima en que siempre estuvo inmerso. Se convirtió en un cero a la izquierda; a nadie le interesaba sacar del anonimato a un consorte, cuasi-hombre, con pinta andrógina y facha de maricón de kindergarten; nadie, a su alrededor, lo identificaba como la pareja de la diva-estrella-vedette y cuando tenía la oportunidad, se quejaba: “Erlita me tratas como a un french poodle y eso, no me agrada” manifestó, en un par de oportunidades y además de que los logros, de ella, lo fueron opacando, su amargura se le subió a la cabeza y no hubo argumento alguno para retenerlo. “Te necesito, ahí, para cuando pase mi cuarto de hora” le insistía Erly Damaris pero, él, conoció a un domador de circo y se escaparon juntos; “vamos a darle la vuelta al mundo” dijo y no se le volvió a ver nunca. Cuando –efectivamente– nuevas luminarias en ascenso le robaron el show, Erly Damaris empezó como manicurista, en un centro comercial y cuando aprendió el oficio puso una peluquería, a la que llamó Emiliano's, pero no tuvo con quien arruncharse, por el resto de sus días, a disfrutar del calor entre dos seres humanos, sin sexo, que es lo que identificaba como el verdadero amor. Él murió estrangulado –por allá en Rumania– con la correa que le ponía su amante, para un acto en que le daba latigazos en cuatro patas, lo ponía a dar volteretas, a saltar un círculo de fuego y a saludar al público, al tiempo con una cacatúa y cuatro chimpancés.
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