Testículos Sagrados

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TestĂ­culos sagrados Fabio Lozano Uribe

NOVELA



The pain of war cannot exceed the woe of aftermath. The Battle of Evermore Led Zeppelin-



Mi General Padrenuestro tenía la extraña creencia de que los muertos hay que cogerlos a patadas; “¡para espantarles el alma!” gritaba, al tiempo que escupía una flema gruesa como aceite de tractomula. Era desconfiado, podía tratarse de cuerpos picados a punta de machete o hechos papilla por ráfagas de ametralladora y de igual forma eran golpeados por sus hombres hasta dejarlos vacíos, sin ningún pedazo de ánima aferrado a las entrañas de este mundo y con ganas de evadir la justicia divina. Cuando le quedaban dudas, porque los ceños no perdían su rictus fatídico o las livideces de la piel no cambiaban al azul encostrado propio de los cadáveres, les mandaba echar gasolina y los prendía, él mismo, con la llama de soplete que usaba para encender sus mentolados Paquistán, que se fumaba hasta la más improbable combustión, después de cortarles el filtro con una cuchilla de afeitar rectangular de esas, de doble filo y muescas en las esquinas, que se usaban antes. El suyo, era un encendedor de mecha, plateado, de los que se consiguen en Sanandresito y cada vez que compraba uno nuevo le inventaba una historia diferente; me acuerdo, todavía, del que le perteneció a Mussolini y que “utilizaba para encender sus discursos” comentario, éste, que pronunciaba con tono socarrón y levantando la ceja derecha. Dichas purgas de despojos –por ponerlo de alguna manera– podían parecerle, al observador casual, como si estuviera sucediendo una masacre a manos de la autoridad, por lo que, primero, se retiraba a todos los civiles del perímetro. Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia, como aún se llama la cartera; General de Nueve Soles, según lucían sus charreteras; Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, por sus títulos castrenses; condecorado con las órdenes de Payandé, Claraval, Insignares del Monte, Lanceros de la Boca del 5


Jarro y Portones; Comisionado Mayor para la Paz –cargo que sólo pudo ejercer con la condición de que vistiera de civil–; y usufructuario de la Dispensa Presidencial, otorgada por el finado Presidente Henríquez Arepuela, de no estar obligado a asistir a los consejos de ministros, ni siquiera, como dice un aparte de la resolución “(…) así estemos en Estado de Sitio, guerra interna o externa, acaecida por causa propia o ajena, reconocida o no, por las leyes nacionales o internacionales”. Lo que ésta también estipulaba, en letra menuda y al margen, es que mi General Padrenuestro estaba obligado a caminar un paso atrás del Presidente de la República y a tratar con reverencia a la Primera Dama; esas eran las únicas exigencias emanadas del Concilio Parlamentario –entre una larga y aburrida enumeración taxativa de delicadezas subalternas– y como tal, no obedecía a ninguna de las dos: no sólo caminaba más rápido que el primer mandatario, sino casi al frente, haciéndolo trastabillar, a veces y a su consorte le ponía la mano en la espalda, como apurándola, ejerciendo una notoria preocupación por su seguridad, antes que por los acartonados y odiosos protocolos de Palacio. Vivió con tres mujeres al tiempo: una prostituta, una cantante de rancheras y la dueña de una carnicería “que eran la misma cosa” dirían sus detractores, a sabiendas de a cuál de las tres ocupaciones se referían; y hasta donde pudo, les fue fiel. Mi General Padrenuestro tuvo una hija con cada una y las cuidaba más que a la familia presidencial, cuyos miembros gozaban –y gozan en la actualidad– de una alcurnia, a término fijo, suscrita a una corte variopinta de avivatos y conchudos, entre los que nunca se ha logrado distinguir, muy bien, a los infiltrados de los visitantes, ni a los espías de quienes hacen el aseo; por lo que la eficiencia de los esquemas para protegerla siempre ha sido, para no ir más lejos: precaria. La guardia presidencial, llamada Guardia de Corps desde el siglo XVIII y por influencia de la barbarie napoleónica, consta –aún hoy– de unos quinientos efectivos de diversas pelambres y procedencias, nombrados para cumplir algunos de los favores adquiridos –durante las elecciones, principalmente– con los mendigantes políticos afiliados al partido victorioso; basta, para engrosar sus filas, tener una tarjeta militar vigente, que en nuestro país se puede sacar sin prestar el servicio obligatorio –con sólo tener pie plano, estrabismo o várices en los testículos– razón por la cual, muchos de sus integrantes, no saben ni abrir una navaja. En cambio, la protección de mi General Padrenuestro estaba conformada por mil trescientos cincuenta y cinco milicianos de combate expertos en antiextorsión, secuestro y guerrilla urbana, asignados por la Oseta (Oficina de Seguridad Estatal) estrictamente divididos por tres y cada grupo a cargo de un área 6


geográfica específica: su casa, su finca y su oficina. Los que sobrábamos, Blas –un hombre de toda su confianza– y yo, Lugarte, éramos sus más cercanos colaboradores; y no porque nos necesitara para capear los peligros propios de su investidura, sino porque Blas era útil como chofer, descuartizador y práctico desaparecedor de evidencias y yo como su biógrafo. Nunca se supo nuestros verdaderos nombres, yo me quedé Lugarte desde el día en que me dijo: “Chino, usted va a ser mi lugarteniente vitalicio, a cargo de escribir mi vida” y a Blas, no se le podía llamar de otra manera porque estaba más averiado que el mismísimo Blas de Lezo, héroe que perdió luchando para la Corona Española un ojo, un brazo y una pierna. Asesino y especialista en conseguir cualquier cosa que se le pidiera, por vital o inútil que pareciera, Blas aunque tenía ambos ojos, un párpado le colgaba; aunque tenía ambos brazos, le faltaban ambos pulgares; aunque tenía ambas piernas, cojeaba y caminaba moviendo sus brazos descomunales hacia adelante, como remando en el aire. Yo lo hubiera llamado el Engendro de Nuestra Señora de París pero, realmente, no estaba dentro de mis funciones la de ponerle apodos a nadie. Mi General Padrenuestro era, también –más por capricho, que por necesidad– el Jefe de Policía de la ciudad de Bogotá y su influencia se extendía a las ciudades capitales e intermedias de los diecisiete municipios que conforman nuestro país: a ese oficio dedicaba la mayor parte de su tiempo. “¡La guerra se gana es en la calle!” exclamaba con frecuencia y nada de raro tenía verlo metido, a las cinco de la mañana, en las ollas más inmundas y peligrosas cogiendo drogadictos a bolillo y torturando a quienes pudieran tener cualquier información significativa sobre bandas criminales. Había prohibido, desde tiempo atrás, hacer la distinción entre guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, a los que él consideraba: delincuentes, a secas. Una noche, vigilando un puesto de cocinol y peleándole al frío con sorbos de aguardiente, me dijo: “Sólo hay dos tipos de personas: las que nacen limpias y las que nacen poposeadas; los primeros podemos cagarla y salir siempre inmaculados pero, los segundos, pueden limpiarse, restregarse la piel y el alma con ácido muriático y sacarse, con la punta de un palillo, el mugre de las uñas pero, el olor: siempre los delatará” y siguió hablando de los hombres y de las mujeres que sólo pueden ocultarse entre la carroña o en las perfumerías. Personas éstas –si bien entendí– que si miras lo suficiente, sin parpadear y bajo las luces de los interrogatorios, verás que lo que les sale del cuello y que se les ve, entre los cachetes, no es una boca sino un hueco en forma de roscón estriado, sin dientes que, entre la leve hinchazón de sus latidos, procura articular palabras que terminan salpicando a sus interlocutores. Pensé que hasta ahí llegaba el aleccionamiento pero, a 7


la media hora, tomó otro sorbo a pico de botella debajo de la ruana y carraspeó “con todo y eso, Lugarte, no se le olvide, que el que escarbe, lo suficiente, siempre encontrará algo de mierda entre su propio ombligo”. He pensado –con recurrencia– que los seres humanos gastamos demasiadas energías en excusar nuestras falencias y en tratar de darle un sentido superior a nuestras mezquindades. La culpa judeo-cristiana nos corroe por dentro, por eso buscamos recursos –inauditos, por decir lo menos– para justificar nuestros actos. Mi General Padrenuestro era otra cosa: no se arrepentía de nada, no se compadecía de nadie, no conocía la piedad, nunca pidió perdón y jamás se arrodilló ante dios, ni ante dignidad alguna. Hace como veinte años, durante un operativo para decomisar un cargamento de cuarenta mil hornos microondas para surtir laboratorios de cocaína, entramos a un complejo habitacional por los lados de Usme. Allanamos más de quinientos apartamentos, encontramos droga, municiones, más de la mitad de los aparatos pero a ninguno de los cabecillas. Mi General Padrenuestro, no estaba dispuesto a retirarse hasta no encontrarlos a todos, pero cedió a un incontrolable ataque de diarrea en el primer excusado que encontró, producido por desayunar un chunchullo demasiado amarillo. Sudaba frío, por eso no sintió, en el momento, el cañón ajeno en las sienes; pero escuchó la voz que le gritaba “te me arrodillás, ya mismo, malparido”. Grave error, para apuntar un arma no se puede estar ni tan lejos ni tan cerca de la víctima; además, mi General Padrenuestro cagaba en cuclillas, no sentado, por lo que de un salto inmovilizó al sedicioso. “Sólo me arrodillo para culiar” le respondió, mientras le cortaba el cuello con la cuchilla, que llevaba siempre en el bolsillo de la camisa y que era la misma que utilizaba para cortar el filtro de sus mentolados. Con los pantalones abajo mandó traer a la esposa del ejecutado; la verdad es que sus subalternos tomaron a la primera mujer que encontraron y se la llevaron al baño. La tomó por detrás, mientras le decía “abre bien las piernas, cabrona, que vas a sentir como si se te viniera un tren encima” y arrodillado, le metió su verga que más parecía una lengua de diablo, hasta que vació el contenido de su hombría entre su sexo, abierto a la fuerza y frente a la cabeza, que había quedado como una lechona después de almuerzo, de su atacante fortuito; para terminar hizo que ella le limpiara, con sus calzones blancos, recién arrancados, el culo. Mi General Padrenuestro nunca me autorizó a tomar apuntes, ni a hacer grabación alguna de audio o de video. “¡Use la memoria Lugarte, use la memoria!” exclamaba, a menudo, sobre todo en medio de situaciones importantes de recordar porque eran 8


cruciales para dimensionar su vida: ya fuera por trascendentales en el trabajo de hilar el tejido de los acontecimientos, por especialmente sanguinarias o porque demostraban, a cabalidad, la clase de porquerías que han construido nuestra mal llamada: democracia. Alguna noche de desvarío se me ocurrió iniciar un diario y esconderlo en los entrepaños del techo del baño. A la mañana siguiente, mi General Padrenuestro me miró a los ojos y me dijo “y ni se le ocurra llevar notas escondidas, por ahí, Lugarte, si no quiere que Blas le pinte corazoncitos con sus tripas”. Santo remedio, la memoria sería mi única fuente de información y era bueno agudizarla con empeño porque desafortunadamente personas cercanas, como el mismo Blas, por ejemplo, no supieron muchas veces lo que estaba sucediendo. En consecuencia, mi General Padrenuestro a cada rato me ponía a prueba con preguntas capciosas: “¿Qué desayuné el martes de la semana pasada?”, “¿qué fue lo último que cantó tal o cual torturado antes de morir?”, “¿cómo se llamaba la puta tocancipeña que me arañó la espalda?”, “¿quién me puso la condecoración de los Héroes Caídos de Quebradanegra?”, “¿cuáles son los segundos apellidos de las madres de mis hijas?” Así, poco a poco, empecé a darme cuenta de que mi labor era muy importante para él y que confiaba ciegamente en que yo, no sólo lo sobreviviera, sino que tuviera el tiempo y las “güevas” –como lo expresó en más momentos de los necesarios– para escribir la verdad sobre su azarosa y condecorada existencia. Lo único que sólo me dijo una vez, con un énfasis imposible de olvidar, fue: “Lugarte, usted empieza a escribir el día de mi muerte, ni un día antes, ni un día después y no quiero que diga que su General Padrenuestro era un ángel bajado del cielo. Al contrario, cuente toda la podredumbre que me ha tocado vivir, con pelos y señales, no omita un solo chorro de sangre, ni una tortura, ni la vez que abrimos, con un soplete, a una vieja embarazada porque creímos que llevaba droga en la barriga. Si usted no da cuenta de cada uno de los nueve soles que me decoran el pecho y de los caídos, malos para todo o buenos para nada, que tocó sacrificar en nombre de los más altos designios de la patria, aquí queda Blas para pegarle un tiro entre los ojos; él no sabe leer, pero sabe contar muertos”. Cuidó la vida de seis presidentes, desarticuló uno y medio golpes de Estado, desatendió el fuero diplomático de un número importante de embajadores y le levantó la falda a algunas de sus esposas, sacó, sin miramientos, a los agentes extranjeros que vinieron a inmiscuirse en nuestros asuntos, mató –o mandó matar– a sus enemigos, se vengó de aquellos que le hicieron daño, puso a buen recaudo a más de cuatrocientos secuestrados y salvó la vida de una gran cantidad de compatriotas, algunos –por cierto– inmerecidamente. Sobrevivió a más de quince atentados, contando la prostituta 9


que escondió una granada entre su tupida e inmensa vagina y las alcaparras envenenadas de un ajiaco dominguero que le ofrecieron los concejales de Tenjo y Facatativá, un día de elecciones. Se enfrentó al Concilio Parlamentario varias veces y sacó a pulso leyes como la de exigir la expedición de visa a los gringos para ingresar al país; casa por cárcel, inmediata, a los presos que delataran a los autores intelectuales de sus crímenes; rebaja de penas hasta en un ochenta por ciento a las reinas de belleza y la creación de zonas de tolerancia a cien metros a la redonda de cualquier base militar. Expropió los bienes sobrantes de los terratenientes con más de diez fincas o diez mil millones de pesos y expidió títulos de propiedad a los cuidanderos que revelaran el uso real que los testaferros le estaban dando a los inmuebles bajo su custodia y, en lo posible, el nombre de los verdaderos dueños. Incautó cinco jirafas, dos rinocerontes hembras, tres manatíes, un tigre de bengala y un oso panda; y sacó de la piscina de Nelson Casasbuenas Bahamón, alias Tripleteta, cinco tiburones martillo, uno de los cuales era mueco porque se le disparó, entre las mandíbulas, una ametralladora que tiraron al agua, al tiempo con el guardaespaldas que la llevaba cargada. Entre caletas y escondites descubiertos en más de un millar de allanamientos, confiscó, en total, diecisiete toneladas de dólares, en billetes de todas las denominaciones; de los cuales, sólo un diez por ciento se le entregó al Banco Estatal, para ser guardado al lado de las reliquias precolombinas que no caben en el Museo del Oro. Aunque amasó una incalculable fortuna, mi General Padrenuestro nunca tuvo aprecio por nada material salvo una bala que encontraron en el cuerpo inerte de José Raquel Mercado –líder sindical secuestrado, interrogado bajo tortura y ajusticiado por la guerrilla– que guardó como símbolo de las falsas pretensiones políticas, de los alzados en armas y un reloj marca Ferrocarril de Antioquia que fuera de su padre, a quien recordaba con vaguedad y que su madre le entregara al tiempo con la lánguida frase: “Se llevó hasta las calzonarias, esto fue lo único que quedó de él”. Tenía piel gruesa y los huecos de la nariz eran inmensos, como los de un marrano con la nariz pegada a una vitrina. Tenía un tabique de pugilista malogrado y aunque en la cercanía de sus hijas su rostro revelaba un trasfondo de peluche bonachón, sus facciones nunca abandonaron la reciedumbre de los hombres que viven en constante peligro. Sonreía por estricta hipocresía con los chistes del Presidente de la República y de los mandatarios de otros países que venían de visita, así fueran en cualquier otro idioma, todos ajenos a su entendimiento. Tenía un olor almizclado, como de hiena o chacal, lo que lo hacía pasar inadvertido en el mundo de bestias y carroñeros que vivía. Nunca fue más flaco o más gordo de lo que era y aunque alcanzó –contra las más 10


elocuentes predicciones– frisar la tercera edad, sólo lo delataban una inmensa papada “como la de los generales ilustres de la antigua Prusia” decía él, por comentar algo al respecto y el hecho de que con el paso de los años se fue volviendo más rojo, por un problema circulatorio –sin duda– a causa del cigarrillo y que se notaba bastante en una calva incipiente que nunca se pronunció. El flujo sanguíneo parecía salirse de su cauce y aflorar a las superficies de la piel con visos del color de la cáscara del rábano en los dedos y en los cachetes, principalmente y con mayor fuerza al aspirar la última bocanada de sus mentolados Paquistán –con el filtro cortado– que se fumaba hasta quemarse las uñas, las que tenía amarillas, al igual que los dientes y los ojos que eran como de lobo o gato montuno. Se le atravesó una espina de bagre –que más parecía un hueso afilado– entre el pecho y la columna vertebral, en una pescadería cerca a la plaza de Las Nieves, que lo mató entre los apretones que sus hombres le daban a lo largo y ancho de su inmenso tórax. Blas le metió una manguera negra de nevera para que no se asfixiara pero fue demasiado tarde, bronco-aspiró una masa espesa, como de brea, que le taponó la tráquea. Convulsionó como un toro mal estocado y entre la cuadrilla de escoltas a su alrededor estaba Remberto Aragua Colmenares, alias El Médico, que lo declaró muerto a las doce y cincuenta y cuatro de la tarde. Envolvieron su cuerpo con un rollo de poliéster industrial, del que se usa para trabajos de impermeabilización y que sacaron de una ferretería cercana, para que nadie lo viera y evitar conmociones innecesarias por parte de la comunidad; y lo alzaron hasta una furgoneta de patrullaje entre expresiones de desconsuelo y lamentos quedos, aguantados, pero con evidente dolor. Lloré mis ojos, delante de esos hombres curtidos en el arte de ser machos y camuflar los sentimientos. Blas me pellizcó una tetilla con sus nudillos de alicate y masculló: “¡Déjese de maricadas, Lugarte, que ahora es que arranca su verdadera misión!” y me bajó del carro, antes de girar hacia Paloquemao. Crucé al otro lado, de la Avenida Caracas, para tomar, apresurado, una buseta con dirección norte y en la mitad de la calle, me caí. Entre una abundancia de pitos y madrazos, quedé con el asfalto en la cabeza; antes de poderme levantar, me sentí cayendo en un abismo, sin fondo y grité, ante la visión de una oscuridad desgarradora: “¡Padre nuestro que estás los cielos!”

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Santificado sea tu nombre

El cadáver estuvo oculto en los socavones de la Oseta, como fueron sus estrictas instrucciones y a los dos días, cuando Blas acabó de quemar el último archivo y sumergir en ácido hasta el último computador, se hizo el anuncio oficial de su muerte: “Durante un operativo conjunto con los servicios de inteligencia internacionales, para desmantelar el laboratorio de cocaína más grande de Suramérica, presuntamente ubicado en la ribera oriental del Río Magdalena, muere el General Aquiles Padrenuestro Chacón, Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia y Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, entre otras dignidades. Su cuerpo será honrado, en cámara ardiente, en el Patio Núñez del Capitolio Nacional y sus exequias se realizarán en la Catedral Primada, el domingo próximo al mediodía; éstas serán oficiadas por el Cardenal Poncio Carrillo. Acto seguido, su cuerpo será trasladado al Cementerio Central y enterrado en el Mausoleo Heroico de la República, recién construido. Lo sobreviven sus hijas Martina Padrenuestro Ancízar, Carmen Padrenuestro Aguirre y Eulalia Padrenuestro de la Estrella a quienes el pueblo expresa su profundo y sentido pésame, al tiempo que rinde homenaje a uno de los próceres más preclaros y connotados de esta patria pía y entregada al Sagrado Corazón de Jesús”. A lo largo de la semana se publicaron obituarios en los principales periódicos del país y sus páginas no dieron abasto; la sola lectura de estos avisos fúnebres sirve para desentrañar la tristeza diversa y profunda que dejó su muerte; siendo el más grande –y el más criticado– el de Melissa Canallas Másmela, su amante e hija del Presidente de la República, quien no reparó en gastos para compartir su dolor, en primera página e incurrió en la desfachatez de utilizar su apellido de soltera. A esas alturas, las repercusiones de sus actos le importaban un comino y la sociedad lo sabía, pues las revistas del corazón habían seguido las 13


liberalidades de su romance, desde los corredores de las entidades oficiales hasta el neón eléctrico de los moteles, con titulares como de telenovela. Cundinamarca es un país de gente conservadora, tacaña con la plata y con los despliegues del afecto; sin embargo, los entierros se realizan, como en cualquier parte del mundo, sin ahorrar en gastos y de acuerdo con la importancia del fallecido. ¿Qué hacer, entonces, con mi General Padrenuestro que tuvo todos los cargos de importancia de la nación? Él siempre dijo que quería un entierro como el de Juan Domingo Perón, pero nadie se acordó o se preocupó de ese requerimiento, interesados –como estaban– los políticos y otros pretendidos estadistas, de aprovechar el evento en su propio beneficio. La cámara ardiente fue apoteósica; en fila, sin tumultos de ninguna especie, ciudadanos de todas las clases socio-económicas y todas las edades rindieron un último adiós ante su cuerpo condecorado. A lo largo de ese río de gente condolida se instalaron puestos de fritanga y de memorabilia sobre la figura, vida y milagros del prócer. Se delimitó un área, bajo techo y entre las columnas, para dejar flores y tarjetas de pésame pero, en general, el sentimiento de pérdida por un hombre a quien todos consideraban su igual, su carnal, su compadre, se expresó dejando copas de aguardiente, vasos de masato, racimos de plátano, ruanas en cantidades y platos de comida. Aquellos que le escupieron al féretro abierto, intentaron entrar armas al recinto o gritaron consignas contra la honra del idolatrado personaje, fueron separados del resto y conducidos a interrogatorio por una discreta puerta, disimulada entre los escondrijos de la edificación republicana. El Presidente de la República, en ejercicio, doctor Víctor Canallas Garrido y la Primera Dama, señora Glenda Másmela de Canallas, se turnaron para hacer acto de presencia durante el día; durante la noche se cerraron las puertas aledañas y la Plaza de Bolívar se llenó de velas prendidas y de voces que cantaron, hasta las lágrimas, las tres o cuatro rancheras predilectas de mi General Padrenuestro quien era reconocido por ser un serenatero consumado. Mientras tanto, las encargadas del aseo limpiaban el piso de piedra del Patio Núñez, hasta dejarlo reluciente; como dato curioso, entre el maremágnum de cosas ofrendadas, encontraron prendas interiores femeninas, usadas y perfumadas y se las fueron metiendo entre el cajón mortuorio como un acto de cariño póstumo y desinteresado. El sermón del Cardenal Carrillo fue corto y sentido, él sabía que los discursos en memoria del General y Ministro de la República, serían televisados e iban a durar toda la tarde y no quiso emular con la parranda de copartidarios –incluido el primer 14


mandatario– que tratarían inútilmente de robarse el show, de aparecer ante los afligidos, como parte del áurea significativa y de las acciones militares y de Estado que le dieron brillo a mi General Padrenuestro. La eucaristía fue acompañada por el consabido Réquiem de Mozart que resultó bastante cobrizo y estridente, interpretado por la Banda de la Policía Nacional y coros de los Niños Cantores de Sutatausa; desde sus casas los cundinamarqueses levantaron el corazón hacia el señor y en ese momento, se escucharon las veintiún descargas de fusil, al aire, por haber ocupado el solio de Bolívar –como encargado, un fin de semana– veintiún más por haber ostentado el grado de General de la República y una más porque el difunto le tenía fobia a los números pares. Hasta aquí –estoy convencido– el acto debió parecerse mucho al de Juan Domingo Perón: centenares de oficiales alineados a ambos lados de la carroza fúnebre, en procesión, seguidos de carros lujosos llenos de flores blancas, en su mayoría con placas oficiales y diplomáticas. Lo que sigue más adelante podría no creerse, si no es porque puede verse la secuencia completa por internet, filmada desde el helicóptero de una de las cadenas de televisión más prestigiosas del país. La cantidad de gente que asistió rebasó las expectativas más extremas, a tal grado que se rompieron todas las contenciones de seguridad. No se trataba de ninguna asonada o desorden causado por algún tipo de milicia justiciera –nada de eso– era un simple problema matemático: dos millones y medio de personas, entre la Catedral Primada y el Cementerio Central, no caben; o caben pero nadie se puede mover. Además los dolientes estaban demasiado preocupados por llorar y recordar al héroe, razón por la cual quedar estáticos, durante varias horas, no tenía la menor importancia. Cuando el sol, que atizó sin interrupción desde el mediodía empezó, de verdad, a reverberar, un grupo de jóvenes –sin duda inspirados por los conciertos de rock– alzó el ataúd y lo impulsó hacia adelante para que otros brazos alzados se lo fueran pasando a otros brazos alzados y éstos, a otros brazos alzados y así, de manera sucesiva, siguiendo el recorrido establecido hasta depositar el cajón de pino sabanero, con el cuerpo de mi General Padrenuestro y sus nueve soles adentro, frente al Mausoleo Heroico de la República, del cual era su primer habitante. La turba hubiera podido tener alguna reacción irreflexiva y echar por la borda el acontecimiento, pero no pasó nada que le quitara la grandeza a este acto repentino e improvisado que –para mí– tuvo los ingredientes que componen lo sublime; con todo y que hubo personas que aprovecharon para escribir en el ataúd palabras de despedida como: “Chau bacán”, “hasta la vista baby”, “y ahora ¿quién podrá defendernos?”, “compadrito, que dios me lo proteja”, “directo al cielo, sin pasar por el purgatorio y cobre doscientos pesos”, “adiós a 15


dios”, “¡qué escondan las once mil vírgenes!” entre centenares de otros mensajes y muchos corazoncitos con nombres de enamorados que –supongo– se encomendaron a su protección desde su ya vasta y luchada eternidad. Los políticos nunca llegaron a la tarima improvisada, en la alameda principal del cementerio, porque la muchedumbre no se movió hasta pasada la tarde. Para bien de nuestra historia patria, los discursos nunca se pronunciaron y a las seis, en punto, las puertas del Mausoleo Heroico de la República quedaron cerradas. Supe más tarde –porque yo salí de la misa a seguir enfrentando el teclado de mi computador– que adentro estaban escondidos Blas y otra veintena de hombres de confianza que sacaron el cadáver del cajón y también, como había instruido mi General Padrenuestro, lo cogieron a patada limpia hasta sacarle cualquier resquicio de su alma que estuviera pensando en quedarse a vivir entre el polvo del que sus huesos ya no tenían escapatoria y de paso, escurrirle el bulto a la sentencia inequívoca del juicio final. A la medianoche llegó una limusina Mercedes Benz negra de la que se bajaron sus tres hijas: Martina, Carmen y Eulalia. Blas, quien se asignó, a sí mismo, el cargo de cuidador del Mausoleo, corrió a abrirles la puerta de goznes pesados y permanecieron, bajo la falsa bóveda, con el yeso aún sin pintar, lo que demoraron en rezar cuatro chichas y una limonada, como se acostumbraron a llamar a los rezos que, sin mucha disciplina, recitaban, de pequeñas, antes de acostarse. Lloraron y jugaron alrededor de la tumba, se tomaron de las manos y cantaron “a la rueda, rueda, de pan y canela” como lo hacían, alrededor de su padre, antes de crecer y enfrentarse a las aprehensiones de la adolescencia y de la vida adulta. El Libertador Simón Bolívar, llamado: El Magno, con cierta malevolencia por quienes consideraban absurdas sus pretensiones de lograr una gran familia americana, unida, entre naciones hermanas y algunos territorios insulares del Caribe, murió en la Quinta de San Pedro Alejandrino, pasado el mediodía y esa misma tarde sus generales se dividieron el pedazo noroccidental de continente liberado, por ellos mismos, del yugo español. No dejaron a nadie insatisfecho, se crearon dieciséis países, siendo los más grandes por territorio, población y posición estratégica la República Central de Rionegro, la República de Barinas Apure, el Reino Occidental del Cauca, la República Ecuatorial de Guayaquil, la Confederación Amazónica del Vichada y la República Unitaria de Cundinamarca, quedando en disputa un área extensa del Valle de Upar, entre el Nuevo Estado del Magdalena y la Gran República de Santander. Así las cosas, los únicos que en la actualidad conservamos la delimitación intacta de nuestras 16


fronteras somos los cundinamarqueses, que sin gozar de un territorio muy grande hemos logrado sacudirnos de encima la opresión de las fuerzas superiores a las nuestras y eso, en la actualidad y después de lo que hemos padecido, es suficiente ganancia. La mayoría de los demás países no superaron el medio siglo; otros, mejor constituidos, cayeron durante la Guerra del Caucho y los que lograron sortear con algún éxito las guerras civiles, el fratricidio, el asedio y el terrorismo de los grupos alzados en armas, sucumbieron, durante la mayor parte del siglo XX al flagelo de las guerras en defensa de su soberanía y sobre todo, ante la invasión –política y económica– de los Estados Unidos de Norteamérica que, desde que se tomaron Panamá, se fueron metiendo soterradamente en los asuntos suramericanos; problema que para la República Unitaria de Cundinamarca –aún nos llamamos así– hubiera sido de un tenor fatídico si mi General Padrenuestro –por decir algo– se hubiera dedicado al cultivo de la papa sabanera, como lo hicieran su padre y sus dos abuelos. Por fortuna, supo desde joven que lo suyo era la milicia: a los ocho años vio a un hombre amarrado a la estaca de una cerca de alambre de púas, con la lengua colgándole por un hueco abierto, a cuchillo, en la garganta; “¡ah, verraquito!” exclamó uno de sus tíos cuando vio que el niño le tiraba piedras a ese cuerpo lleno de pústulas blanquecinas, para ver si estaba muerto o vivo. El único fracaso –no confesado en público– de mi General Padrenuestro fue el de no haber logrado para Cundinamarca la salida al mar. En plenas conversaciones con la República Autónoma del Tolima para negociar un corredor compartido hasta el puerto de Buenaventura, se descubrió, en cercanías de Saldaña –un pueblo de arroz y pescadores de bocachico– la base militar más grande que los Estados Unidos ha tenido en la Cordillera de Los Andes. Aunque no estaba dentro de los límites de nuestro país, era evidente que tal enclave estratégico sí operaba lo suficientemente cerca para ejercer una estrecha vigilancia al movimiento de nuestras tropas o debo decir, de las de mi General Padrenuestro. El asunto generó fricciones con el gobierno del Tolima, dada su falta de solidaridad y el desconocimiento de los pactos bilaterales, en materia de seguridad, que contemplan medidas conjuntas, entre países fronterizos, para luchar contra el ímpetu de los gringos por dominar el continente. Aunque proclamábamos, a los cuatro vientos, ser la Suiza latinoamericana, nos fuimos lanza en ristre contra nuestros fraternos vecinos, por vendidos y lameculos. Ellos nos respondieron con airados reclamos, ante las Naciones Unidas, alegando que se trataba de un “linguistic institute” –mencionado, así: en inglés– al que calificaron de “inofensivo” y al mismo tiempo, echaron por la borda el proyecto de extendernos hasta el Océano Pacífico, 17


atracar en muelles propios nuestra flotilla de barcos mercantes y construir un túnel que atravesara la Cordillera Occidental hasta Calarcá. ¡De la que nos salvamos! Los gringos hicieron algo parecido para apropiarse de México –cuyos Estados representan, hoy, veinte y pico de estrellas más en su bandera, que casi llegan a cien–; instalaron una base de “instrucción atmosférica y bioclimática” en Tamaulipas, después de la Segunda Guerra Mundial y un par de lustros después cuando vinieron a ver –pobres manitos– había un emplazamiento similar en cada Estado, donde los que no hablaban inglés, hablaban un español plagado de expresiones como: juiso de orancha, volviste back, biforéame el sueldo, la moni, expender moni, chopear o chopinear, la pipol, chinguing yur moder, bringuitón güey, blodi sangrón, watanás hueco, etc. Toda la franja hispana del Golfo de Texas (antes de México) hasta la extensísima costa del Océano Pacífico, al otro lado, era llamada en el concierto internacional como los tex-mex territories y en un abrir y cerrar de ojos la cultura del rodeo, el chili con carne, la música country, John Wayne, Rambo y McGyver se extendió hasta Panamá que era ya de los Estados Unidos desde que le pagaran –con creces– el canal a los franceses a principios del siglo XX, le dieran trabajo en las represas a los lugareños y por supuesto, le enseñaran su idioma a los indígenas descendientes de emberás, kunas y taínos. ¡Qué paradoja! Ningún territorio hispanoamericano limita, hoy, con el mar Caribe y el hecho se remonta a las épocas de la Independencia porque, durante los escasos años que duró la reconquista española, los territorios costeros, marinos y submarinos desde Santa María la Antigua del Darién, por el borde atlántico nor-oriental y oriental del continente suramericano, hasta la desembocadura del Río Amazonas, fue vendida al Sacro Imperio de la Nación Alemana. Los germanos poco sabían sobre estas tierras pero les pareció interesante trasladar las disputas que tenían en Europa con los holandeses, los franceses y los ingleses, a ultramar y ¿por qué no? seguir llenando de puteaderos las islas conquistadas por Colón y sus seguidores. Aún persiste esa tendencia de tratar al Caribe como una letrina y es porque la cuenca fue siempre usufructuada por el mejor postor, siendo, después de la Segunda Guerra Mundial y como parte de la penalización por los incalculables desmanes del Tercer Reich, entregada a los Estados Unidos por intermediación de la recién creada Organización de las Naciones Unidas. Se quedaron, entonces, los gringos –cosa rara– con ese cinturón magnífico de playas, bahías, corales, petróleo y mujeres de pezones duros como las perlas de la Guajira, en comodato y con la obligación de devolverlo a sus 18


moradores originales el 31 de diciembre de 1999, al tiempo con el Canal de Panamá; cosa que, a más de una década de entrado el siglo XXI, no ha sucedido mientras historiadores, antropólogos, abogados, internacionalistas y todo tipo de expertos se ponen de acuerdo sobre lo que la norma quiso decir con la expresión: “Moradores originales”. Seguimos, pues –del Darién hacia abajo– mirando al Pacífico, con sus inmensas riquezas, mientras vemos pastar en sus aguas barcos pesqueros con banderas japonesas, chinas, coreanas y filipinas. Volviendo a la cuenca del Caribe, valga destacar, en este punto, el esfuerzo loable de los cubanos por sacudirse de la garra aguileña de sus vecinos del norte. Mi General Padrenuestro puso su grano de arena, en ese asunto, porque le prestó auxilio al Ché Guevara después de sobrevivir a un atentado en Bolivia donde lo cogieron los agentes de la CIA, herido en una pierna y lo tuvieron en el colegio de “un pueblito de mierda” –según el relato de mi General Padrenuestro– llamado La Higuera donde lo hubieran podido matar, a mansalva, sino es porque querían exhibirlo vivo en otro pueblo cercano, más asequible a los medios de comunicación. Con una reata, cuyo herraje le dejó una marca de por vida en la parte baja de la quijada, lo sostuvieron por el cuello, como a un perro, con las manos y los pies amarrados con alambre; lo trasladaron en helicóptero, grave equivocación porque las comunicaciones radiales del aparato fueron interceptadas y localizadas, con un grandísimo margen de error pero, por lo menos, sus compañeros de armas dedujeron que no podía dirigirse más allá de Vallegrande, donde además identificaron movimientos inusuales de tropa y de civiles. Tenían a su favor el conocimiento de que el único sitio propicio, lo suficientemente plano y sin obstáculos, para aterrizar la aeronave era el patio del convento de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia, cercano al hospital de Nuestra Señora de Malta, donde lo iban a “atender” de sus heridas; lo demás era un despeñadero con más árboles que pobladores. Dicho y hecho, tripulantes y agentes norteamericanos no alcanzaron a tocar tierra, cuando los partidarios guevaristas habían anclado el helicóptero a la cadena de un tractor e impedido su maniobrabilidad con un tiro que le entró al piloto por una oreja y le salió por la otra. El golpe contra el piso fue violento y los que no murieron con la sacudida quedaron atontados, facilitando así su inmediato aniquilamiento. El Ché estaba muy mal, las órbitas de sus ojos se tornaron casi negras, tenía fiebre, sólo decía incoherencias y el dolor de su pierna debía ser insoportable; sin embargo, conociendo sus probados bríos, le echaron panela en las heridas, le inyectaron antibiótico, hicieron un amasijo de hojas de coca y se lo metieron a la boca, lo amarraron a una mula y lo mandaron loma arriba en compañía de un trochero experto y 19


una niña de quince años cuya madre era enfermera y algo sabía de primeros auxilios. Mientras tanto, quienes le salvaron la vida montaron un convoy de treinta y cinco hombres que parecía de cien y simularon una especie de camilla con el único enemigo muerto durante el rescate que tenía barba, acostado en ella y tomaron un camino intermedio en dirección opuesta. El ardid resultó, fueron emboscados a las pocas horas y mientras los efectivos del ejército –con gafas negras– se daban cuenta de que el muerto no era el peligroso y más buscado guerrillero argentino, había caído la noche y él estaba, ya, a medio camino de un aeropuerto clandestino que las tropas insurrectas mantenían despejado a punta de machete. Mi General Padrenuestro –a la sazón Coronel– fue localizado por onda corta y mandó un avión militar pintado de azul cielo, con una farmacia adentro y la orden de llevarlo a Cuba pero que el mismo revolucionario desvió hacia Sierra Leona, con una parada para comprar víveres y echar gasolina en Salvador de Bahía. Me contó, también, mi General Padrenuestro que en los años cincuenta las revoluciones latinoamericanas comunistas o de izquierdas más moderadas, se cocían en la Ciudad de México la que, unos años más tarde, se convertiría en Mexico Federal District, donde los aztecas –o debo decir aztecs– ante la evidencia de que los gringos estaban usurpando los territorios de su país, le cogieron un odio jarocho al establishment capitalista, por lo que el debate político de los trotskismos, maoísmos y tendencias parecidas eran aceptadas con espíritu alegre y abierto, por los mismos grupos insurgentes que, ahora, reencauchados y con nueva sangre, eran la estirpe prolongada de quienes hicieron la revolución contra Porfirio Díaz. No en vano en un apartamentico localizado en la calle Emparán número 49, Ernesto Ché Guevara y Fidel Castro afilaron las aristas de su pensamiento político y trazaron un plan de acción militar que, a grandes rasgos, tumbaría al gobierno de Fulgencio Batista y sacaría de la isla los conglomerados turísticos norteamericanos que pusieron sus mullidas nalgas al servicio de las mafias del alcohol, la droga, los casinos, la prostitución y la especulación inmobiliaria. Una vez apoderado y organizado el gobierno revolucionario y después del amago de invasión que los marines y agentes de la CIA norteamericanos articularon en Bahía de Cochinos, Fidel Castro dedicó sus esfuerzo en dos direcciones: la primera fue la de mandar el medio centenar de patriotas que hablaba inglés, a través de Haití o República Dominicana, con destino a las ciudades más importantes de los Estados Unidos sin más armas que marcadores de tinta colorada, ni más instrucciones que las de ir a todas las bibliotecas públicas, pedir los mapas en que apareciera el Caribe y pintar la isla de Cuba de color rojo. Paralelo a esto –para ahuyentar intrusos y sin 20


pensar mucho en sus consecuencias– construyeron unas ojivas nucleares inmensas en cartón corrugado y las recubrieron con papel de aluminio hecho en Scottsdale, Arizona, las protegieron de la lluvia con resina de la caña de azúcar y las pusieron a la intemperie en unos camiones que se halaban con bueyes porque ni motor tenían. No fue sino hasta que estalló la Crisis de Octubre, causada por unas fotografías aéreas de muy baja resolución, que Cuba le pidió a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que, dada la confusión de los gringos, que creían que se trataba de armamento ruso, los ayudaran a salir del impase global en que se habían metido, tratando de que no los borraran del planeta –o el planeta mismo– y de ahí en adelante, se comprometían a crear una alianza que bien le convenía a la nación soviética, en su afán por polarizar el mundo. Para completar, el Presidente John Kennedy es asesinado por un grupo de francotiradores apostados en distintas direcciones durante el trayecto de una caravana motorizada en Dallas, Texas; no alcanza a terminar su mandato constitucional y el presidente encargado Lyndon B. Johnson, con su cara de yo no fui y sus orejas descomunales, embarga la isla, impide la llegada de alimento desde cualquier parte del hemisferio, quema las plantaciones de caña de azúcar, envenena el ganado, diezma la población y mientras la comunidad internacional habla del milagroso rescate de la soberanía e identidad cubanas, cierra un cerco de hambruna, bala y tifoidea que, finalmente, saca a Fidel Castro y a su hermano Raúl hacia una decorosa existencia en algún pueblo escaso de sol en las estepas siberianas. El 5 de abril de 1968 la isla cambia su nombre por el de Guantánamo y la efemérides aparece en los escasísimos espacios de prensa, radiales y televisivos que deja la noticia del asesinato, el día anterior en un hotel de Memphis, Tennessee, de Martin Luther King Jr. A mi General Padrenuestro –como a la mayoría de los líderes encumbrados por los avatares políticos y militares– no le gustaba trabajar por el protagonismo de otros; sin embargo –a él, específicamente– no le interesaba figurar más allá de lo necesario, le parecía que su trabajo era incompatible con la notoriedad excesiva. Le aburría la prosopopeya y le parecía que el poder se ejerce al menudeo, realizando muchas acciones pequeñas y controlables en vez de dar golpes que se le pudieran salir de las manos. Le gustaba estar al pie del cañón, mimetizarse entre la tropa; a veces se levantaba antes de la madrugada y se iba de cacería con una decena de hombres, los más atrabiliarios y corajudos; escogían una colina o una hilera de arbustos, desde donde pudieran divisar los pastizales extensos y bien peluqueados de las interminables sabanas de Cundinamarca y esperaban, camuflados y sin moverse, aviones clandestinos que, una vez sorprendidos al final de improvisadas pistas de aterrizaje, 21


eran requisados con método por el contingente. Nada disfrutaba más mi General Padrenuestro que encaramarse en las bodegas de esas aeronaves y encontrar, él mismo, valiosos cargamentos de marihuana y cocaína venidos de los países que quedaban en los llanos orientales y en la selva amazónica, la mayoría. Si era lo primero, se fumaba un par de porros y si era lo segundo, sacaba la cuchilla del bolsillo de su camisa, picaba un par de líneas en una mesa o en el piso de ser necesario y se las metía sin agüero. Cuando encontraba dinero repartía, al milímetro, entre sus hombres una generosa porción; inclusive, si eran dólares, él mismo los cambiaba en el mercado negro, porque podía parecerle bastante extraño, a los particulares, encontrar filas de soldados uniformados cambiando billetes foráneos en los bancos estatales o en las ventanillas de cambio de divisas de los hoteles o del Aeropuerto Internacional Jorge Beltrán. En cuanto a la droga, la escondía toda, igual que el resto del dinero, porque ese guardado representaba el grandísimo poder de negociación que tuvo, a lo largo de un poco más de treinta años, con los grupos subversivos de la región. A veces, confiscaba cargas completas de cacatúas, micos, culebras y otras clases de animales salvajes que, por no complicarse la vida, dejaba sueltos en el Jardín Botánico, sencillamente porque nunca entendió el valor que podían tener esas especies que consideraba tan poco atractivas de la fauna selvática. Una vez se quedó con un par de jaguares recién nacidos y se los regaló a sus hijas, crecieron demasiado pero eran tan bellos que insistió en tenerlos, sin importar que se triplicara el presupuesto de la carnicería y que a veces encontrara a sus hijas rasguñadas por las fieras. Cuando se enteró de que no eran macho y hembra, como había pensado, se los cambió a Atanasio González Barbosa, el Sangrón, por un revólver con la cacha de oro y se evitó el desencanto de ver dos gatas montunas lamiéndose como si fueran pareja. Mi General Padrenuestro no se chocaba con las relaciones homosexuales y menos con las melcochudas –como le decía a las putas a las que les pagaba para que se dieran güevo, si se me permite decir, entre ellas– sino que no le pareció apropiado que sus hijas, en pleno crecimiento, presenciaran tal espectáculo, por eso, al día siguiente, les regaló un labrador negro que parecía enrazado con burro y que de todas maneras se mariconeó, pero por lo menos le colgaba lo que le tenía que colgar. Mucho tiempo después, a sus hijas –ya crecidas– les regaló una pesebrera con caballos traídos de las pampas de Río Grande del Sur, todos machos, pero esa es otra historia que espero acordarme de contar, más adelante. Por otro lado, los recursos naturales se volvieron uno de los bienes más valiosos que podía tener una nación y aunque a mi General Padrenuestro le costó trabajo entenderlo, las naciones industrializadas estaban dando pasos agigantados para 22


proteger la diversidad de los ecosistemas. “Sólo les falta legalizar el aire” exclamó, durante una recepción en la Cancillería y los embajadores, de dichos países, lo alertaron, con explicaciones demasiado elaboradas, sobre la contaminación que expiden los vehículos en las ciudades, las basuras que se demoran más de quinientos años en biodegradarse, la reducción de la capa de ozono y la chatarra que se estanca en la órbita geoestacionaria, entre otras. Cuando le vieron la cara de fastidio por tener que escuchar temas que poco o nada le interesaban, lo dejaron tranquilo; pero le bastó que una profesora de la Universidad Nacional de Cundinamarca “con el sexo como un zapote y tetas de papayuela” según él mismo destacó, se tomara el trabajo de darle suficientes explicaciones, durante los interregnos de los varios polvos vespertinos que se echaban entre semana, para entender que el ecosistema paramuno, en el que mi General Padrenuestro creció y vivió, desde su nacimiento, era de los más escasos, ricos y particulares de la Tierra. A esa alegría desbordante por lo suyo, por sus raíces, se le debe la conocida Ley del Frailejón que estipula que cualquier tierra inexplotada de más de una fanegada, obligatoriamente debe ser plantada de frailejón y que la distancia entre una mata y otra no puede exceder, por ningún motivo, los cinco metros. Sin una utilidad realmente comprobada a nivel científico, con la planta se empezaron a comercializar productos medicinales: ungüentos para la hinchazón y jarabes para la tos, principalmente, además de encontrarle muchos otros usos a su fibra, por ejemplo, en la fabricación de artesanías y para amarrar la guadua en la construcción de invernaderos y casas de bajo costo. De tal manera, la flor amarilla del frailejón, parecida a un pequeño girasol, se convirtió en uno de nuestros símbolos patrios más reconocidos. Tal capricho rindió sus frutos una década después, cuando la Organización de las Naciones Unidas, en una de sus resoluciones más impopulares pero emanada de la entraña de los países y grupos económicos más fuertes del mundo, declaró –palabras más palabras menos– que: “Los recursos naturales son de quien los explota” o sea de los que tienen la plata y la tecnología para hacerlo. Tal revuelo no tuvo precedentes, los países pobres pero ricos en biodiversidad terminaron casi que entregando sus territorios –firmando concesiones de dudosa juridicidad, casi incomprensibles– por el espejismo de una riqueza y bienestar inmediatos. Lo arbitrario del asunto resultaron ser las famosas “intervenciones técnicas” de organismos internacionales creados para el efecto, que husmearon todos los rincones del planeta en busca de territorios dejados a la deriva por sus titulares; obviamente que nunca se supo que hubieran metido las narices en Estados Unidos, Arabia Saudita, China, Inglaterra, Francia, Alemania, 23


Rusia, Japón o Canadá. Cuando vinieron a Cundinamarca, vieron que lo que no era ganadería vacuna, papa, flores de exportación, cebolla, perejil o remolacha, estaba poblado de frailejón y hasta que no les explicaron que la mata fue referenciada por Humboldt y Bonpland en los primeros años del siglo XIX y comprobaron que se trataba de un recurso con muchas utilidades, no estuvieron tranquilos. Examinaron el subsuelo, los lechos fluviales, los fondos de las lagunas y por fortuna, nada encontraron para ofrecer a los postores multinacionales, como sí hicieron en países como el Vichada con explotaciones de coltán, en El Tuparro y en la República de Santander con gran parte del Valle del Zulia y el Catatumbo, donde se encontraron nuevos yacimientos de petróleo, por nombrar sólo un par de casos en la región. Lo más oprobioso fue que a ocho países hermanos los desposeyeron “temporalmente” de ambas riberas del Río Amazonas, con el pretexto de tenerlas en completo abandono y se las entregaron a un consorcio de explotación árabe-alemán-japonés. Lo único más grave hubiera sido que dicha licitación la hubieran ganado los gringos, quienes ya tenían control sobre casi la totalidad de la costa Caribe y hubieran quedado rodeándonos por casi todos los flancos, como apretándole la yugular a Suramérica. Los cundinamarqueses acompañamos a los países cercanos en su duelo e íbamos a prestarles apoyo jurídico en sus enfrentamientos ante las cortes internacionales, hasta que nos dimos cuenta de que tal fenómeno produjo un boom en nuestra finca raíz, en ocupación hotelera y en otros bienes de consumo, pues los extranjeros, a cargo de explotar el río y la selva, consideraron que no existía mejor vividero que Bogotá –nuestra ciudad capital– para asentar a sus familias y para venir, ellos mismos, uno que otro fin de semana y los días de asueto. Mi General Padrenuestro no quiso pasar por la vergüenza de negarle, a nuestros vecinos afectados, lo prometido, por lo que mandó al Presidente de la República a excusarse, en persona, ante cada una de las delegaciones e invitó a sus homólogos a una cumbre para que discutieran temas –más light– de turismo y patrimonio inmaterial, por ejemplo y olvidaran el asunto. Bogotá se volvió, entonces, una especie de Samarkanda; de “Sodoma y Gomorra, querrá decir Lugarte” hubiera dicho mi General Padrenuestro, porque en la carrera quince se multiplicaron los burdeles y los metederos donde se mezclaban el karaoke, la danza del vientre, la cocaína, la cerveza del barril y los coffee shops. Se vieron luces de neón emulando cimitarras ninjas y los puestos de empanadas típicas y de pipián, en las aceras, ofrecían también, sushi, quipes y arepas con chorizo y sauerkraut. Del otro lado de la ciudad, en la Avenida Primero de Mayo, se llevaba a cabo una rumba mucho más pesada con los egipcios y eritreos que vinieron a hacer el trabajo de carga propio de los 24


puertos fluviales. Los llamaban “la gente verde” por la particular mezcla de su piel entre morena y cetrina. Llegaban los jueves por la noche, a veces desde Manaos y se iban el domingo por la mañana, en aviones Hércules de los originales –reparados hasta la saciedad– donde no cabían todos sentados pero se acomodaban en el piso y en los baños. El acceso a la cabina de mando estaba blindado –como, en la actualidad, los buses y las busetas de nuestra ciudad– no había ningún tipo de servicio de comidas o azafatas y el olor a semen, vómito y bazuco era impenetrable. Viajaban sólo hombres y al igual como, a veces, metían prostitutas de contrabando que se rotaban entre todos, también metían hombres –chocoanos y guajiros, ilegales en nuestro país, la mayoría y menores de edad algunos– que terminaban con el recto y el bajo vientre destrozados por la violencia con que los penetraban. Las organizaciones internacionales de derechos humanos se hacían los de la vista gorda porque esas delimitadas “áreas de explotación” de recursos naturales aplicaban una normatividad por la que no respondían las leyes de los países concesionarios, ni las de los países soberanos. Además, esos vuelos no entraban en los itinerarios oficiales de ninguna aerolínea ni en los de la fuerza aérea de ningún país; eran –como los que transportan droga– un mugre, apenas, en las pantallas de los radares de las torres de control estatales. Costó trabajo darse cuenta, pero nuestras fronteras resultaron ser todas de países regalados a la gloria del imperio norteamericano, salvo Tabatinga, nación donde aún se habla portugués como lengua oficial y único territorio brasilero que quedó más arriba de la línea ecuatorial, después del descalabro de tan inmenso país. Constituye, con el Vichada, nuestra salida al Amazonas y sus habitantes son amables y serviciales pero feroces con sus enemigos. Era bueno, entonces, tenerlos de amigos y aliados en cuanta estrategia se le ocurrió a mi General Padrenuestro para alejarnos y depender lo menos posible de los Estados Unidos. De esa complicidad nació el G2, grupo de alianza geo-político-militar, que se reunía a cada rato para compartir información y analizar el avance o retroceso, de las operaciones secretas y los movimientos de la DBA, la CIA y la más peligrosa de las tres: la SUSIE –con nombre de mujer fatal de esas que te enamoran para estrangularte mientras duermes o se echan veneno en el clítoris mientras te piden que las masturbes con la boca– (South American Ultra Secret Infiltration Endeavour, por sus siglas en inglés). Al principio se llevaban a la mesa de discusión sólo un puñado de buenas intenciones pero con el tiempo el grupo se convirtió en adalid de la estabilidad del hemisferio. El G2 contaba, además, con la asesoría y poder motivador de los exilados allendistas que salieron corriendo de Chile en la época de Pinochet y los peronistas que cambiaron la intransigencia militar en la Argentina por el aire 25


democrático de nuestras sabanas. Cundinamarca se hubiera podido convertir en un reducto socialista, espinoso y maltratador del capitalismo, pero nunca fue esa la idea. Lo que hicimos fue utilizar el arma más poderosa que tiene la diplomacia internacional: la hipocresía, en nuestro afán por construir un país sin ataduras, que se bastara por sí mismo, como éramos, contados con los dedos de la mano, al sur del Canal de Panamá. Sin embargo, para despistar, después de cada cumbre, el G2 se declaraba antisemita, anticomunista, antinuclear, protector de la ballena azul, odiador de las secuelas de la talidomida, batallador contra el flagelo del machismo o cualquier otra cosa, con tal de no revelar nuestros verdaderos intereses. Ahora bien, lo que yacía realmente, bajo la superficie, fue toda la mierda que comimos cuando Estados Unidos –apoyado por las Naciones Unidas, por supuesto– descubrió que el frailejón no servía para nada; dejó de comprarnos papa, flores y uchuva y con su sonrisa diente de oro, decidió prestarnos plata a cambio de imperceptibles privilegios que con el tiempo se convirtieron en intromisiones de grueso calibre. Mi General Padrenuestro estuvo entre quienes recibieron al Presidente John F. Kennedy cuando vino a Bogotá para inaugurar un barrio de recuperación social. Me contó que, cuando le dio la mano, sintió su desganado apretón y miró sus ojos azules diáfanos y bondadosos de niño consentido, exclamó para sí mismo: “¡Éste es mucho mariquetas!” Existen dos tipos de soldados, los que se bañan de frente a la ducha y los que se bañan de espaldas a la ducha. Los primeros, somos, por lo general, más blancos, más lampiños y bastante menos extrovertidos y eso por no decir que el aparato testicular se nos encoje con el agua como chicharrones en manteca. Los segundos creen que lo que les cuelga en la entrepierna compensa por cualquier otra falencia, por eso tienden a no esforzarse en las labores que no están directamente relacionadas con su estatus de macho cabrío. Se trata de una generalidad sin mucho fundamento, pero concuerda con lo que fue mi entrenamiento militar el cual, si no es por mi habilidad para hilar una frase con la siguiente, hubiera podido volverse un infierno de proporciones apocalípticas, además porque lo mío, lo seguro, lo que hubiera hecho todo más fácil, era la abogacía, pero por despecho me presenté para prestar el servicio militar, como voluntario, en el Comando Manuel Antonio Clavijo, una semana después de haber terminado mi bachillerato. ¿Cómo me explico? El amor fue lo único que justificó mi juventud, lo único bueno, lo 26


único que le hizo suficiente contrapeso a la malparidez de mi padre y a la falta de interés de mi madre por cultivar, así fuera, la más mínima amabilidad filial. En mi casa la comunicación era a los gritos y bajo amenaza. Ni mi hermana mayor –que un día se fue para la India y desapareció del mapa– ni la muchacha del servicio doméstico, ni el chofer, ni el jardinero, ni yo, ni nadie era lo suficientemente merecedor de pertenecer o servir a una familia de tan ilustre abolengo, que tampoco era tanto. Descendemos del fundador de San Pedro de Guajaray, un español del cual sólo hace referencia el libro: Pormenores de la historia de Cundinamarca, escrito por Rudexindo Machado, prelado de la Sociedad de Jesús, en el cual se relata cómo después de encontrar un caserío de indios alfareros, quemar sus chozas, sacarle los ojos a su cacique delante de la comunidad y violar a las mujeres sin importar su edad, el oficial de artillería a cargo, de apellidos Molano De Berdugo y Atuesta, fundó la ciudad. O sea, desenfundó la espada en el primer promontorio que encontró, dijo algo así como: ”Bajo este filo cordobés, a nombre de sus majestades de Aragón y Castilla, para la gloria de nuestro reino devoto y casto, con el nombre de San Pedro de Guajaray bautizo esta tierra, hasta donde llegan mis ojos (…)” y acto seguido, se bajó los pantalones, se acuclilló y a la vista de dieciocho españoles y ciento sesenta indios expulsó de sus sonoros intestinos un bollo de mierda rozagante y magnífico alrededor del cual, dos años más tarde, ya existía una plaza delineada, una iglesia en construcción y una encomienda –otorgada al más enjundioso de mis antepasados– dedicada a la fabricación de panela y un par de siglos más tarde, a la hilandería. Mi padre conocía el texto y creo que, sólo por eso, basó el sentido de su vida –si le podemos llamar: filosofía– en contra de los postulados jesuitas. Sumado a esto, se propuso –sin mover un dedo, al respecto– hacer él mismo las pesquisas del caso para resarcir el honor de nuestras raíces –muy bien abonadas, por cierto– y a escribir un libro sobre “la nobleza” europea que vino a parar a estas tierras tan verdes-blancasbrillantes-montañosas como las postales de los cantones helvéticos que usaba para marcar las páginas de los libros y que las ponía, de vez en cuando y aleatoriamente, para que creyéramos que los había leído. Mi padre –lo vengo a dilucidar ahora– nunca hubiera hecho algo que significara desarrollar una acción del pensamiento, pues era más bien proclive a la brutalidad, a lograr que sus subalternos –incluidos sus hijos– hiciéramos su voluntad por el simple temor a las graves inflexiones de su voz. Era notario, se apoltronaba todo el día detrás de un escritorio a firmar escrituras y autenticaciones; el resto del día lo dedicaba a las más rebuscadas formas de procrastinación y entrada la tarde, invitaba a alguno de sus amigos del club para mirarle 27


el culo a las secretarias; las hacían salir, las hacían entrar, las hacían recoger documentos que se caían al piso, las hacían sonrojar con comentarios subidos de tono y lo peor, las hacían reverenciar la fortuna de ser presas de la atención de personas tan inalcanzables en la escala social. Digo “secretarias” en plural, porque aunque nunca tuvo más de una a la vez, fueron muchísimas. Mi mamá descubriría –demasiado tarde tal vez– que tuvo hijos con dos de ellas, que todas fueron abusadas sexualmente, que muchas lo demandaron ante las instancias penales, que hubo esposos que lo cogieron a golpes y en general, que las razones de su desgracia fueron siempre esas “chaticas” –como les decía– que, por una paga miserable, tuvieron que sufrir su presión indebida, al tiempo que se calificaba a sí mismo como “gente de la más absoluta decencia e impecable virtud”. Con las muchachas internas que en la casa se dedicaban a la limpieza, a la cocina y a servir a la mesa, era más precavido pero terminó violando a una de ellas, menor de edad, en mi presencia. Mariela era de por los lados de Soacha, de rasgos finos y pecas grandes. Una mañana entró a mi baño, con un uniforme rosado y delantal blanco. Me quedé sin agua en la mitad de la ducha y ella me subió una olla de agua calentada en la estufa, la puso sobre la tapa del inodoro y con cuidado, le colgó en las agarraderas de metal una toallita y se me acercó para alcanzarme una totuma. Yo estaba desnudo pero me tapaba con la cortina plástica y floreada de la tina. La espuma del shampoo me hacía ver como una esponja humana y ella se río, al verme, tapándose la boca y agachando la cabeza, reprimiendo la alegría como si las reacciones espontáneas hubieran sido erradicadas de nuestro ínfimo universo. Le iba a pedir que me alcanzara unos copitos de algodón pero entró mi padre, pelando sus fauces y mirándola con urgente deseo; con un brazo la levantó de la cintura y con la mano contraria le quitó los zapatos, le sacó las medias y los calzones –recuerdo los muslos, de aquella muchacha indefensa, blancos y suaves– después fue que él me vio. Si me hubiera visto antes o su arrebato no hubiera sido tan violento, de pronto el hecho hubiera sido menos comprometedor –excusable al menos– pero el felino quedó al descubierto frente a una gacela separada de la manada; titubeó; me arrancó la cortina y se quedó viendo mi pipicito impúber e insignificante “¿y esa cosita sí escupe algo cuando se hace la paja?” me preguntó y notó por mi total desconcierto que yo no sabía de qué me estaba hablando. Me eché a llorar. Mi padre la obligó a arrodillarse y a sacarle, de entre la bragueta, una tripa que más parecía una morcilla mal amarrada en la punta, mientras se la metía a la fuerza entre su boquita de breva endulzada; mirándome, extrañado de que mi vergüenza no se convirtiera en orgullo, le repitió como tres veces: “¿Con cuál te quedas, puta, con el ternerito o con el 28


toro?” Medio desmayada, desgonzada entre sus grandes manos, la tomó por detrás, mientras me gritaba: “Aprenda de su padre, que sí es un verdadero hombre. Mire para lo que sirven las mujeres; no espere nada más de ellas, todas son unas perras regaladas”. Supe –demasiado tiempo después, también– que mi madre escuchó lo sucedido detrás de la puerta que daba al cuarto de la televisión. Se divorció. Ese mismo día salió de la casa, con un neceser en una mano y mi hermana, agarrada de la otra. No sé si ella pensó que yo –pobrecito– ya no tenía escapatoria o que crecería a imagen y semejanza del bárbaro que le tocó por esposo. No sé. El caso es que nunca volvió por mí; me dejó al desamparo de alguien por quien yo no sentía sino odio y repulsión: el autor de mi vergüenza. Un psiquiatra me diría –para bien o para mal– que, por lo menos, la vergüenza es corregible, pero que el miedo de esa tarde, así como el miedo de otros recuerdos, olvidados o menos presentes, crecen, en una sumatoria exponencial que los vuelve paralizantes. Veía a mi hermana en el colegio, a través de una reja, porque aunque era un instituto de enseñanza mixta, los recreos nos separaban, considerando –tal vez– que cualquier cosa era normal compartirlo con las mujeres, menos el ocio. Mi padre me distanció física, moral y psicológicamente de las mujeres. Entrada la adolescencia era evidente –para mí– que él no me consideraba, para nada, como poseedor de las cualidades que me dieran el mérito de ser su hijo. Me daba pena ser yo mismo, evitaba los espejos, reprimí mis impulsos sexuales y cuando me masturbaba lo hacía con una inmensa culpabilidad y asco. Vivir con mi padre era desconocer, por completo, la felicidad. Bastaba mi carita color porcelana, mi escasez de pelo hasta en los orificios de la nariz, mis maneras tímidas y asustadizas y mi voz de soprano, para provocar en él una indignación que le era insoportable. Llegué a identificarme con Tadzio el niño de una divina mocedad, protagonista pasivo de las fantasías homosexuales de Gustav von Aschenbach en la película: Muerte en Venecia, de Luchino Visconti, basada en el libro homónimo de Thomas Mann. Hasta ese triste límite llegaba mi inconformidad conmigo mismo. Trataba de provocar nuevas sensaciones en mi piel y erecciones pensando en el actor Dirk Bogarde hablando con Tadzio –lo que no sucede en la película– y desnudándolo con la respiración entrecortada mientras yo imaginaba ser ese cuerpo virgen y asexuado, con su mismo penecito rosado y dócil, jugando en la playa sin ropa, para que él me viera, a la vista de un puñado de bañistas, hombres y mujeres para los que pasaba desapercibido mi cuerpo infantil y más grave aún, mi acto de rebeldía. Lo escribo así, porque de mis distracciones entre los estantes de las librerías, recuerdo un título que decía, precisamente, eso: “La homosexualidad 29


como acto de rebeldía”. Nunca lo compré pero el sólo concepto –en esa época aciaga de mi vida– se me hubiera podido acomodar. Yo era un niño lindo y eso le gusta a las mujeres, pero al sentir el ardor de la carne que se despierta como si uno estuviera en el centro mismo de una licuadora universal, yo no me reconocía a mí mismo a través de mi sexualidad, sino a través de mi actitud sumisa, ante los otros, que manifestaba tratando de agradarle a cualquier persona mayor que no fuera mi padre. Estaba tan jodido que muchas veces pensé que hacía esfuerzos absurdos por negar una recóndita homosexualidad y que reconocerla podía ser la salida a todos mis males. Mi padre me daría rejo con la hebilla del cinturón, me rompería la crisma. Mis amigos empezarían a llamarme maricón-cacorro-adorapitos, de frente y a mis espaldas y se alejarían ante la imposibilidad de manejar el asunto. Para muchos de ellos, imaginar que pudiera haber preferencias sexuales distintas a las de papito y mamita, entre sus conocidos, era impensable; hubieran preferido que fuera leproso o retardado mental. De igual forma, ya vivía arrodillado frente al despotismo de mi padre ¡qué más daba, poner ambas manos en el piso y mariconearme de una vez, en cuatro y con el culo al aire!; volverme peluquero o mejor, diplomático. Esos eran los pensamientos que rondaban mi cabeza, cuando cruzó una estrella fugaz cerca de mi constelación lejana y desconocida –perdón la lobería, pero es que el amor le da una inusitada trascendencia a los lugares comunes–. Oí su voz, primero y para cuando subí la vista y me quedé instalado en el color pacífico de sus ojos azules, ya estaba perdidamente enamorado de ella. Lo noté al instante, porque lo primero que pensé fue: salir corriendo y no volver a salir nunca de mi cuarto. Desde ese día, pese a erradicar, con convicción, mi inventada homosexualidad, me vi de frente a un problema mayor: me gustaban las mujeres pero me sentía inadecuado en presencia de ellas. Para los sardinos, los que aún estábamos en el colegio, había una discoteca juvenil que funcionaba los viernes y los sábados por la tarde. Era bastante iluminada y sólo servían ron con Coca Cola “dame un beso Lola” como decía la canción de Julio Iglesias. Se bailaba disco y los muchachos nos queríamos parecer a John Travolta: pantalones bota campana, zapato de tacón volado y punta bom bom bum, cintura descaderada, pulseras de pelo de elefante, relojes de correa de cuero grueso y colgandejos de hueso o imitación marfil. Se escuchaba la música de los Bee Gees y Donna Summer y al fondo del establecimiento había máquinas de juegos, las más novedosas eran Pac Man y Space Invaders. No estaba permitido jugar dos veces seguidas, el que perdía tenía que volver a hacer la fila y en ese vaivén irregular podíamos pasar, horas enteras, quienes 30


no bailábamos ni nos acercábamos a las niñas. Esa área de maquinitas, con mala ventilación y adyacente a los baños era, además, un terreno neutral, sin tanto ruido, donde se podía conversar y dejar las diferencias con estudiantes de otros colegios, sobre todo las deportivas: el basquetbol, el voleibol femenino y el atletismo eran el motivo máximo de enfrentamiento entre nosotros y aunque las rivalidades quedaban en las canchas y en las pistas, de vez en cuando se producían peleas desagradables en la calle, en las que abundaban las palabrerías y escaseaban los golpes. Nada pasaba a mayores, pues éramos unos jóvenes criados parecido en un área geográfica bastante cerrada e independientemente de que estudiáramos en inglés, francés, alemán o italiano, aprendíamos lo mismo y nos preparábamos para llevar una vida similar dentro de unos parámetros amplios de bienestar, honestidad y tolerancia. Asumíamos que los jóvenes en el resto del país vivían, si no con las mismas comodidades, por lo menos, sí, en un mismo ambiente de tranquilidad. La guerrilla era cosa de unos poquísimos grupos en el monte y sus actos pasaban desapercibidos; la delincuencia, dentro de nuestra burbuja de hijos de papi, era casi imperceptible: raponeros a la salida del cine y un par de secuestros que tuvieron, en su momento, la necesaria cobertura mediática; no recuerdo mucho más. En mi caso, el amor por Floriana me sumió en una felicidad pura e inacabable, pero, lo que quiero decir es que nadie, de mi generación, gozaba de la suficiente visión de la realidad para notar que estábamos parados en un barril de pólvora, que comprometería la estabilidad política y social de Cundinamarca y que, para completar, la mecha llevaba un buen tiempo encendida. Ciego de amor, dejé de ver a mi padre como una amenaza sustancial pues sus problemas lo enfermaron del alma y después, como siempre sucede, del cuerpo. Yo era El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, Floriana era mi planeta y mi única preocupación era la de cuidar su flor. El romance comenzó en la discoteca –que les cuento– de los viernes y de los sábados por la tarde. Mi vida estaba regida por la necesidad imperiosa de depositar mi reserva inacabable de espermatozoides entre el sexo opuesto, lo que no parecía un logro imposible pues existía una vagina por cada mujer y ellas estaban por todos lados. Aquellas, objeto de mi afecto, eran inalcanzables –por no decir que no sabían de mi existencia– y las demás preferían acostarse con un pordiosero minusválido antes que conmigo. Siguiendo esa lógica yo estaba destinado a perder la virginidad en un puteadero de la carrera quince, borracho, con una mujer venida de Melgar o Girardot, peluda y probablemente mueca. Pero sucedió algo que prueba la existencia de Dios: una niña se acercó a pedirme un cigarrillo y se sentó a fumárselo, a mi lado. En vista de que yo no hablaba y la miraba como una aparición 31


milagrosa, ella habló primero: “Estoy en la clase de tu hermana”; “o sea que, también, te gradúas en tres meses” le respondí a los gritos, pues la música invadía el espacio. “Sí, también” gritó, se levantó, me despeinó un poquito con la mano, como a un peluche y acercándose a mi oído, dijo su nombre: “Soy Floriana” y salió corriendo. Mientras se alejaba me acuerdo que le respondí: “Tienes nombre de telenovela” y me alegré de haber tenido una respuesta divertida y coherente. Escuché que me decían “¿hablando sólo?” y al voltearme volví a escuchar “lo veo mal, güevón” era el Chicho Gaviria; se sentó y sacó un cigarrillo de mi cajetilla sin pedir permiso, era inútil contarle que hablaba con Floriana, nunca me creería. Ramiro Solórzano también se acercó a robarme un Marlboro rojo, no fumábamos otra cosa, la misma marca que fumaba Floriana –supongo– porque era los que, en mis renovados sueños, ella le ofrecía a Tadzio en una playa de Venecia, usando esos vestidos de baño con tirantas, de principios del siglo XX, mientras lo abrazaba con todas las fuerzas de su corazón. Mi padre enfermo era como un cocodrilo sin dientes. Nunca se volvió a casar por eso lo cuidaba mi tía Rosalba, quien se instaló en el cuarto que era de mi hermana. Ella salía del baño sin toalla, cosa que me molestaba mucho, pues su monte de venus barbudo y sus tetas perpendiculares al suelo no es lo primero que uno quiere ver antes del desayuno. Sin embargo, era una buena mujer; conversadora en extremo, mi padre le confiaba sus asuntos y con razón pues, además de tener esa extraña habilidad de sacarle a uno hasta el último secreto, era una mujer “fiel a nuestro apellido” –según palabras del tío Gabriel– y dedicada a cuidar de los necesitados. Le gustaba alargar las sobremesas y poner temas comunes con el ánimo de romper ese muro de contención que existía entre mi padre y yo. No logró nada, salvo que, por mi parte, la relación con Floriana salió a flote y lejos de vulnerarme, sus palabras –su retroalimentación, como dicen los académicos– fueron cruciales para mi vida. Llevó a la casa libros de la Biblioteca Nacional con fotos de estatuas griegas, sólo para mostrarme que mi figura era un ideal de hombre, de proporciones perfectas, desde los orígenes del pensamiento estético. Me hizo dar cuenta de que yo era muy parecido a algunos actores de Hollywood que salían en las fotografías con las mujeres más hermosas del planeta. Me llevó de compras, me cambió el peinado, me obligó a caminar derecho y a hablar echando el aire para afuera. “Es que, no es que tengas voz suave sino que lo que dices se te queda en la garganta; tienes que hablar hacia afuera, con fuerza” me decía y advertí que los galanes de las telenovelas hablaban como decía la tía Rosalba y sin duda, ese era un factor que potenciaba su atractivo.

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Mi padre fue internado en el hospital y diagnosticado con un cáncer de pulmón inoperable. Le daban un par de meses de vida, pero la sola noticia lo desmejoró a tal grado que las defensas, por el piso, no pudieron defenderlo de una infección sistémica que fue la que, finalmente, lo mató en diez días. Debe ser difícil entrar a un hospital con la esperanza de mejorarse y no salir de ahí nunca; salir derecho a la morgue sin tener tiempo de recoger los pasos: despedirse, comer helado, “pegarse una masturbada de puta madre” como diría un compañero suyo de la Escuela de Leyes de Madrid, quien vino para el entierro; o pedir las disculpas que nunca se pidieron y que son importantes, como dice Borges, para el ofensor y que poco o nada tienen que ver con el ofendido. Su agonía en el hospital la recuerdo como una de las épocas más felices de mi vida. Toda la familia y los amigos reunidos y la oportunidad –que nunca se volvería a dar– de identificar a las personas que, por su cercanía y afecto incondicional, hubiera sido válido cultivar. Volví a ver a mi hermana, hermosa y vital, consciente de que le tocó un padre deshumanizado –así me lo expresó: “Deshumanizado”–. Tal vez porque le podía pesar en el futuro, lo visitó todos los días, siempre en presencia de la tía Rosalba. Conmigo entraba, pero sólo cuando estaba dormido y lo miraba, de forma escrutadora, como tratando de encontrarle algún rasgo de bondad o arrepentimiento. Infructuoso ejercicio, porque murió con la misma cara de bravo y amargado con la que había vivido. Los dos estábamos ahí. El padre Nicanor Candamil le puso los santos óleos por la mañana y no volvió a abrir los ojos, se dejó llevar por la cadencia de sus resoplidos de fumador empedernido y en una especie de suspiro interrumpido: murió. Mi hermana me apretó ligeramente la mano y eso fue todo. Salimos del cuarto sin apreciar –en nosotros mismos– sentimiento alguno de congoja; es más, mi hermana sonrió y me comentó con sus ojos iluminados: “A Floriana le parece que tú eres muy lindo”. No lo podía creer “¿de veras?” le dije sorprendido y pregunté: “Espera, ¿cómo lo dijo: es un niño muy lindo o es un hombre muy lindo?”, “ninguna de las dos, bobo” respondió, con extrañeza y sintió la necesidad de complementar: “Pero ¿por qué iba a decir niño? Madura, hermanito; acuérdate que, ahora, eres el hombre de la familia”. Si era tan amiga de mi hermana, Floriana debía llegar al entierro, pero no la vi antes de entrar a la misa en la Iglesia Patriarcal del Santo Sepulcro. Me sentía con la mano lastimada porque me tocó cargar el ataúd, con otros siete conocidos que se quejaron de lo pesado que estaba el cuerpo; “¡a buena hora vino a pesarle la conciencia!” exclamó alguno de ellos. Mi hermana lloraba, se conmocionó a última hora y en ese estado me daba pena preguntarle por Floriana, hubiera podido pensar que yo también me estaba deshumanizando y todo lo contrario, nunca me había sentido tan conectado a los 33


demás, a sus condolencias y abrazos, a sus palabras de aliento, a sus expresiones de cariño y a las manifestaciones de auténtica preocupación por mi futuro. “Lo que se le ofrezca, mijo, me llama”, “las puertas de mi casa estarán siempre abiertas para ti, no se te olvide” me decían, entre muchas otras frases parecidas y que, curiosamente, me hacían sentir cierto desamparo. Atravesamos media ciudad detrás de la carroza fúnebre y empezó a llover cuando nos bajamos en una de las alas occidentales de Prados de la Eternidad. Debajo del paraguas mi tía Rosalba, mi hermana y yo, no supimos cómo acomodarnos, por lo que decidí mojarme; no me importaba y le daba cierto digno dramatismo a la ocasión. Me concentré en las gotas de lluvia que me caían en el pelo y en la cara, pero alguien me tomó de la mano y me hizo correr por debajo de los árboles, era Floriana que al tiempo me saludaba “hola lindo”; no dijo nada más; debía saber, sin duda, que no era mucho lo que yo sentía la muerte de mi padre. Debajo de una carpa grande, el ataúd estaba puesto sobre las cuerdas que lo bajarían al nivel de los demás muertos. Había una sola silla libre y mi hermana me hizo señas para que me sentara. Esa no era una posibilidad: Floriana me rodeó, tomó prestada mi bufanda blanca, la puso sobre sus hombros y en cámara lenta, le pasé el brazo por la cintura. Mi hermana entendió con una sonrisa y dejó que retiraran la silla a un costado; un puesto libre –supongo– no se vería bien en las fotografías ¿quién sabe? Mi madre volvió a la casa pero mi alegría fue bastante pasajera. Descubrí que no era una persona muy equilibrada, tampoco y que mi hermana le alcahueteaba sus caprichos: cambió los pisos, las alfombras, los enchapes, las cortinas, la tapicería, la pintura, la fórmica de la cocina, los cubiertos, los manteles, los electrodomésticos, los azulejos, las matas del jardín, el carro y cuando supo que las deudas de mi padre no estaban aseguradas –en esa época no era obligatorio hacerlo para recibir préstamos– devolvió lo que pudo, con rabia. Despidió al chofer, a la interna, pagó las deudas y vendió la casa. Nos fuimos a vivir al apartamento del novio; supuse que era temporal, pero ella parecía muy amañada con él, pese a que era un indolente desocupado que se la pasaba en calzoncillos, que le levantaba la voz y cuya mitomanía estaba fuera de borda. Mi hermana era un encanto pero se volvió pendenciera; recién graduada del colegio compraron con unos amigos una miniteca y con esa excusa, se la pasaba de rumba y en estado de dudosa euforia. Lo único vivible era mi relación con Floriana, sus pezones como dulces, su chochita húmeda de jardín japonés y la manera de reconocer con su lengua los rincones más condimentados de mi cuerpo. Le gustaba pintarse caritas felices con mi semen, en su vientre y dejárselo ahí y esperar a que se secara y con babas volverlo a mojar y limpiarse con los calzones y ponérselos y en lo posible, no 34


lavarlos nunca. “Si alguna vez me dejas” decía “ahí me quedan esos calzones para usarte todos los días”, “y además” reiteraba divertida “los puedo exprimir, un día y hacerme una inseminación artificial”. Pero ella fue la que me dejó a mí. Pasamos un año y medio –el mejor de mi vida– el uno entre el otro, viviendo ambos de ese amor primerizo y auténtico. Diez días antes de mi graduación, después del sorteo para definir, de los estudiantes de sexto de bachillerato, quiénes salíamos aptos para prestar el servicio militar, la llevé al aeropuerto; en la sala de embarque se echó a llorar y me dijo que me amaba, que me amaba mucho y que no podría mirarse al espejo si me mentía: “Fui criada para casarme con un hombre rico, muy rico” y salió corriendo. Se perdió en esos túneles de los aviones que son como portales hacia otras galaxias; llevaba el mismo vestido azul cobrizo con el que la conocí. Llegué a mi casa arrastrando el alma, mi madre me informó con su adusta voz, su pinta de Cruela Deville y un telegrama en la mano, que me esperaban, en tres semanas, a las siete en punto de la mañana, en el patio general de la Escuela Manuel Antonio Clavijo para empezar mi entrenamiento militar. Nada me pareció más coherente, en ese instante, con mi vida de mierda y –pensé– era un alivio, por lo menos, no tener que lidiar con la drogadicción de mi hermana, los desenfrenos de mi madre y los calzoncillos amarillentos de ese pedazo de imbécil al que ella llamaba con un dejo hilarante y afrancesado: mon concubin. No dejo de escribir; me da miedo parar, así sea por unas horas y que el olvido gane así sea una pizca de terreno. Blas me visita una vez a la semana, los lunes o martes por la mañana, revisa las puertas y las ventanas, limpia las armas que escondió en diversos sitios de mi apartamentico y se asegura de que yo recuerde el puesto en que está cada una. Hace café para los dos y yo lo actualizo sobre los avances de la biografía. Ayer, le conté sobre Floriana y disfrutó la historia –a su manera– con ese gruñido como de eslabón perdido con que expresa tanto la alegría como la tristeza –¡nunca se sabe con exactitud!– Por la tarde vio dibujos animados, un rato, por televisión, lavó las tazas, se me acercó para despedirse y con sus dedos, como bornes de batería, por encima de la camisa me agarró una tetilla y me dijo: “No olvide Lugarte que está escribiendo la historia de mi General Padrenuestro y no la suya”. El gruñido seguía indefinible y continuó: “A menos que la hembrita, floriada, se vuelva una de las puticas del Sangrón o le haya puesto el culo a un frente completo de guerrilleros, no veo qué mierdas hace escribiendo sobre ella”. Se fue bravo –supongo– y lo vi, por la ventana, alejarse; estoy seguro de que me tenía bajo su estricta vigilancia las veinticuatro horas; cierto o no, pensar eso me permitía dormir tranquilo.

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Resultó que el despecho es una de las razones principales por las cuales los jóvenes, voluntarios y escogidos por sorteo, hacen el servicio militar. Digamos que el amor tenía un significado de unicidad –distinto al que tiene ahora– que justificaba hacerse matar por conseguirlo o morir por perderlo. El amor era entregarlo todo, fundirse un cuerpo en el otro hasta crear una argamasa indisoluble, por eso quedaba uno tan maltrecho con la ruptura. Muchos hombres optaban por el celibato después de un amor fallido; los había quienes se entregaban al alcohol, a la vida anodina o a la errancia sin sentido, pero con frecuencia a otros nos parecía más razonable tomar las armas. El soldado Combariza, por ejemplo, durante una inducción de artillería, escogió una de las prácticas de campo para acabar con su sufrimiento. Se paró en una especie de montículo de béisbol, cuando le tocó su turno, le quitó el seguro a la granada, haló el dispositivo de activación, hizo el ademán de lanzarla a la piscina de arena dispuesta para el efecto, pero se la metió entre los pantalones y la aprisionó con sus muslos mientras gritaba desesperado: “Elvira, te amo”, “Elvira …” Su cuerpo quedó dividido; las piernas, de las rodillas para abajo, quedaron a una distancia de por lo menos veinte metros del resto. “Como pueden ver, soldados” gritaba mi capitán Benjumea “utilizamos granadas convencionales para el ejercicio. Si fueran de fragmentación no se podría distinguir la cabeza que quedó allá, de las botas que debieron quedar por allá, del otro lado” señaló, haciendo trompas, hacia un área indeterminada llena de tripas esparcidas, donde empezaban a llegar los perros. Nunca descarté la posibilidad de que Floriana llegara un día de visitas, arrepentida de su decisión, con sus bluyines ceñidos a la cadera y sus candongas amarillas de carey. Mi hermana nunca la mencionó en sus cartas y poco a poco fue desapareciendo de mis sueños, mi memoria fue desdibujando su cara hasta volverse una niebla parecida a la leche de magnesia. Mi vida se volvió una rutina extenuante entre la ducha fría de las cinco de la mañana y la llamada a barracas a las ocho de la noche. El tiempo transcurría en una escala de grises opacos, hasta que un día te levantas, aterrado y te das cuenta de que ser soldado es lo que te define; no más alternativas a la vista, sólo el ascenso, el escalafón, la carrera, la reverencia, el honor y la patria. No dejas de pensar, eso sí, que en otro lado otro joven como tú, igual de despechado –tal vez– es reclutado por la guerrilla y aleccionado hasta el punto de no ver más opciones que las que posibilita la estructura jerárquica que integras. Asimismo, se te pasa por la mente que un día te lo encontrarás de frente y alguno de los dos morirá por un ideal que no deja de ser impersonal y esquivo. Entiendes de antemano lo absurdo de tal parábola pero, sin darte cuenta, terminas abrazando su incoherencia y la incorporas a ti mismo como la verdad 36


revelada; ya no distingues entre persignarte y saludar a la bandera. Los días se te van, esperando el momento en que te toque matar a otro ser humano; por eso –estoy seguro– muchos de mis compañeros se inscribían en la lista de voluntarios para participar –como carne de cañón– en misiones de reconocimiento: avanzadas exploratorias de bajo riesgo, en las que era posible participar en cortos enfrentamientos y tener la oportunidad de matar a alguien, de salir de eso, de quitarse de encima una carga tan pesada como la mismísima virginidad. No era algo para vanagloriarse en público pero el acontecimiento se festejaba, entre los amigos, con aguardiente y con un tatuaje mal hecho en la espalda; por lo general, una equis marcada con una aguja caliente o un alambre; algunos se hacían un corte de navaja, una línea en la base del antebrazo –a veces del muslo– y dejando espacio, hacia arriba, para otras más. Se trataba de una práctica tan corriente que era lo primero que se le miraba a un soldado o a un prisionero enemigo, para medir su peligrosidad. “El Coronel Padrenuestro tendría el cuerpo escamado si se marcara los muertos” dijo una tarde mi teniente Olivares, mientras se escarbaba los dientes con un palillo “ese hijueputa no baja de mil reventados” agregó. Fue la primera vez que oí mencionar su nombre. Un día, después del almuerzo, nos pasaron un cuaderno y cada uno le fue arrancando una hoja. “Anoten los soldados a cuál de las divisiones del ejército quieren pertenecer cuando terminen los dieciocho meses de servicio obligatorio y por qué razón. Los que están mamados de esta mierda y se quieren ir, a meterse debajo de las faldas de su madrecita o a estudiar manicure, sólo ponen el nombre y dejan la hoja en blanco” gritó mi capitán Benjumea. Me pareció que lo indicado era explayarse en las razones por las cuales querer –en mi caso– pertenecer al cuerpo de inteligencia militar y cuando iba en el último renglón del reverso, pedí otra hoja y otra y después otra y cuando iba empezando la página nueve –me pareció útil enumerarlas– mis compañeros se habían ido. Mi capitán se paró detrás de mí, leyó el encabezado por encima de mi hombro y me arrancó las hojas mientras decía: “La única razón válida para ser de inteligencia, recluta, es querer que lo cojan de güevón a uno”. Por supuesto que, en ese momento, no entendí; cualquiera hubiera pensado que es más fácil montársela a un cabo de infantería, pero resulta que el problema es otro. Inteligencia no es una división de entrenamiento, es un curso que sólo se puede tomar con rango de oficial y declararlo a nivel de cadete es como pordebajear a los demás; es como darse unas ínfulas que los demás aprovechan para hacer bromas pesadas como, por ejemplo: “¡Los reclutas de inteligencia al frente! Se me adelantan dos kilómetros y me calculan las probabilidades de que vayamos hacia la casa de los tres cerditos” o “misión peligrosa, se ordena a los 37


soldados de inteligencia despescuezar y desplumar ocho gallinas para la comida”. Era, en pocas palabras, dar papaya de manera innecesaria. Por eso, mes y medio más tarde, cuando mi capitán Benjumea mostró las hojas que yo escribí frente al pelotón, pensé: “Ahora sí me llevó el berriondo putas”. Me llamó por mis apellidos y dijo en voz alta: “Les presento al soldado que va a dar el discurso de grado a nombre de todos ustedes, frente a mi General Santacoloma y al Presidente de la República”. Me hubiera ido mejor como recluta de inteligencia declarado, porque desde ese día me empecé a sentir incómodo entre mis propios compañeros. Otros soldados más populares y mejor calificados querían el pantallazo de lucirse frente a los altos mandos militares y no les cayó muy bien que alguien tan retraído como yo les quitara esa oportunidad. Me alcancé a sentir amenazado, pero me di cuenta de que al haber salido del anonimato era más difícil hacerme daño. No faltaron, eso sí, las chanzas diarias y uno que otro comentario mal intencionado. Una mañana entré a bañarme y los demás soldados se fueron saliendo hasta dejarme solo; apenas oí los goznes herrumbrosos de la puerta, pensé: “Me van a encerrar aquí empeloto un buen rato, es posible que toda la mañana, ¡qué verracos!” Ya se lo habían hecho a varios compañeros y el castigo para los implicados, incluida la víctima, resultaba ser, casi siempre, la prohibición de salida dominical. Cerré el grifo de la ducha, de inmediato, porque parte de la payasada era echarle boñiga de vaca, recién cagada, al tanque de agua y dejarlo –a uno– literalmente vuelto mierda. En esas escuché un ruido distinto, una presencia distinta: a escasos cinco metros un jabalí negro y dientón se me venía encima, sonaba trastornado, como un asmático en tortura; una alteración de la chanza que la hacía, sin duda, bastante temeraria. No era más grande que un cerdo joven pero sí mucho más fuerte y amenazador. No había hacia dónde correr, el golpe era inminente; me hice de medio lado, así me rompería sólo una pierna; pero el animal, de garra gruesa y uñas largas, perdió fuerza en la carrera y resbaló a causa del piso jabonoso, lo que me dio la oportunidad de saltarlo, con dos cortos pasos de impulso. Antes de que el jabalí se devolviera pedí auxilio a gritos como una niña en presencia de un roedor y todo el pelotón, del otro lado de la puerta, se reía. Mi capitán Benjumea identificó fácil a los autores intelectuales –se les veía en la cara el orgullo de una chanza bien realizada– y para mi sorpresa los acusó de atentar contra mi integridad física y los hizo reprobar el curso completo. Nadie se volvió a meter conmigo; yo mismo quedé muy confundido. De ese día en adelante, mi capitán Benjumea me cambió a los dormitorios de los oficiales y me puso a 38


trabajar como único miembro de su staff personal: de chofer, de asistente, me dictaba cartas, me daba consejos, tomábamos las tres comidas juntos y –lo mejor– no más trote, ni flexiones, ni trocha, ni limpieza de sanitarios, ni lavado de platos, ni nada desagradable. Yo sólo estaba esperando que mi capitán me dijera con su tono de pregonero mayor “bajarse los pantalones, soldado, sacar la vaselina del nochero, ponerse en cuatro, guardar silencio” y purrún, mi recto al servicio del Ejército Nacional de Cundinamarca y de cuanto oficial y miembro de la comandancia quisiera servirse de él en nombre de la patria y de los doce apóstoles, incluido Jesucristo y con eso, pues, la verdad, ya ni dios hubiera permitido que me siguiera encomendando a él; porque, como denunciaba mi padre: “Es que no es sólo la sodomía sino el desacato a la autoridad divina, ¡a la hoguera con los maricones!” Nunca pasó nada de ese calibre, sin embargo, no se rumoraba otra cosa distinta a que yo era el Ken de la Barbie, pero sin la Barbie; porque ¿qué otra explicación podía haber, ante la inusitada y poco meritoria preferencia por parte de un oficial de alto rango, para que me tomara bajo su protección de una forma tan personal? Entretanto, aproveché las comodidades a mi alcance; conocí más oficiales que compartían su charla y conocimientos conmigo en el casino, en la barbería, en el sauna, en la piscina y en el comedor. Una noche me soltaron un par de puticas que sobraron de una celebración y me preocupé por no fallar en la erección, ni en la intención, ni en la hombría, como para no generar ningún tipo de suspicacias sobre mi orientación sexual que, si en una época pudo estar en la cuerda floja, ya para entonces estaba plenamente establecida y coordinada con lo que llamaba un compañero “la relación de caja” cuatro cambios para adelante y nada de reversa. Reyes, Polanía y Quesada, los soldados que reprobaron el curso por cuenta del jabalí entre el baño, pasaron su carta de retiro. Yo hubiera hecho lo mismo porque hacer de nuevo el curso era impensable, mejor dedicarse a otra cosa. Reyes era de familia rica –su madre se casó, en segundas nupcias, con el industrial Sofronías Vallejo– y en realidad, estaba buscando una excusa para renunciar a la milicia y estudiar biología marina, su segunda pasión después de las armas, sobre las cuales aprendió lo que necesitaba saber, además de haber afinado sus calidades de líder. Polanía era un tarado que vivía pegado a la pata de Reyes; con seguridad él fue quien hizo el trabajo sucio, me refiero a coger el jabalí, amarrarlo y tenerlo listo para meterlo entre el baño; lo único que hacía por iniciativa propia era tirarse pedos con las axilas, con ambas al tiempo –no sé cómo hacía, pero no se le conoció otra habilidad–. Quesada sí fue una pérdida sensible para el pelotón porque era, sin exagerar, quien nos hacía quedar bien a todos. No tenía miramientos con nadie a la hora de competir, pero una vez reconocido 39


como el más fuerte, el más veloz, el más diestro o el más apto para desempeñar posiciones estratégicas, hacía lo posible por colaborar con quienes estuvieran quedados en alguna de las prácticas. Se le enfrentaba a nuestros superiores con el tono de voz adecuado para no parecer insultante pero tampoco temeroso. Se convirtió en un soldado con las exigencias primordiales del Ejército Nacional, incluida la del honor sobre todas las cosas, por eso no había la más mínima posibilidad de que le pidiera cacao a mi capitán Benjumea. No se le vio ni siquiera perturbado cuando devolvió sus uniformes e hizo los papeleos de su descargo obligatorio, se despidió de cada uno con gratitud por el tiempo compartido y me mandó decir –porque yo andaba por Bogotá– que me pedía mil disculpas por haberse reído de mí. Hago la salvedad de que de nada hubiera servido defenderlo o interceder por él, porque en la milicia las órdenes no se echan para atrás y menos aquellas que se constituyen en flagrantes equivocaciones, por la sencilla razón de que reconocerlas amenaza la credibilidad del mando y eso menoscaba en extremo la moral del contingente. La lógica militar tiene sus bemoles si uno le aplica el sentido común, afortunadamente uno aprende rápido que no vale la pena preguntarse nada acerca de nada. Por eso, cuando me dijeron dos días antes de la ceremonia de graduación: “¡Aliste sus pertenencias, soldado, que un Gaz viene a recogerlo mañana!” yo, sin echarle mucha cabeza, alisté mis pertenencias y me levanté a la hora señalada. El Gaz –tal vez el jeep más feo del mundo, fabricado por los rusos– estaba esperándome en el sitio de reunión y tomó por un camino destapado que no parecía llevar a ninguna parte. Estaba amaneciendo. La operación Media Luz fue un verdadero fracaso y la reputación de los implicados –incluido el Coronel Padrenuestro– estaba por el suelo. Trascendió a los medios de comunicación que en el momento de declarar, el testigo clave, para poner tras las rejas a César Afranio Traslaviña, alias El Milongas, sacó una peinilla negra del bolsillo de atrás del pantalón, un espejo chiquito que apoyó en el micrófono del estrado judicial, escupió un par de cojonudos gargajos en sus manos y se las pasó por el pelo como aplicándose gomina; ante la sorpresa de los presentes se peinó para atrás, se paró en la silla y a grito herido arrancó a cantar: “Corrientes 3, 4, 8, segundo piso ascensor. No hay porteros ni vecinos, adentro cocktail y amor. Pisito que puso Mable: piano, estera y velador. Un teléfono que contesta, una victrola que llora viejos tangos de mi flor y un gato de porcelana para que no maúlle al amor”. “Esto no es una chichería de arrabal, guardia ¡baje al testigo de la silla!” exclamó acalorado el juez, a lo cual el testigo respondió: “Me pidieron que cantara ¿o no?” y repetidas veces se paró sobre la silla y volvió a cantar, como un disco rayado, haciendo una especie de zapateo que más 40


parecía un paso amanerado de flamenco que un tango. El arresto estaba planeado para esa misma tarde; El Milongas fungió como reo ausente durante el proceso, pero había sido descubierto su escondite y sólo faltaba la orden emitida por el juzgado, apenas el testigo lo inculpara por haberle ordenado descuartizar, a la prometida de uno de sus socios, en una veta esmeraldífera por las inmediaciones de Somondoco, con la condición de que su cuerpo “pedaceado” cupiera entre una nevera de regalo que le sería enviada, con motivo de su matrimonio. El arresto de un reconocido delincuente se hacía, muchas veces y para no perder tiempo, con una orden de arresto falsa y se cambiaba por la original a la hora del encarcelamiento, en el momento de la toma de fotos y huellas dactilares. De la misma forma, cuando se trataba de un criminal reincidente, registrado con anterioridad, el documento iba directamente a su expediente con un número consecutivo asignado, para que no desapareciera con cualquier abracadabra; no en vano con los años la palabra “mágicos” se volvió en sinónimo de matones y narcotraficantes. El Coronel Padrenuestro debía estar, por lo tanto, en un camino veredal adyacente a la fincamansión del Milongas, con la copia falsa entre el bolsillo y pegado a un radio de onda corta, esperando el momento exacto en que la declaración juramentada, contra el gemólogo y traficante de marihuana, permitiera su captura. Tocaba así –el procedimiento incorrecto era muchas veces el más efectivo– la inmediatez entre la orden y el arresto era clave, pues la justicia cundinamarquesa era como una coladera enorme en la que la más mínima información se filtraba por cada hueco. ¡Pero en este caso, la realidad era otra! El Coronel Padrenuestro estaba con treinta y cinco de sus hombres de confianza infiltrados en el juzgado; se aperaron de baratijas doradas para disfrazarse con cadenas y anillos de oro, gafas oscuras, relojes inmensos y botas imitación lagarto o felino y –muy importante– camisa abierta, pelo en pecho y palillo entre los dientes; montó una obra de teatro, con soldados y policías haciendo las veces de esmeralderos, ocupando todos los puestos de las graderías. No se aceptaba gente de pie, por lo que afuera los verdaderos interesados no pudieron entrar y ante el desespero, se tranzaron, entre amigos y familiares del acusado, del testigo y de la víctima, en una trifulca, en la que no faltaron los tiros, los machetazos y las cuchilladas entre las costillas. Esa era la idea, generar un impacto mediático tanto adentro, como afuera, del Juzgado 14 Penal del Circuito de Bogotá. Al testigo, que era un actorcillo de mala muerte que nunca, en su vida, había visto al Milongas u oído hablar de él; al que el Coronel Padrenuestro le debió prometer la 41


liberación de algún conocido de la cárcel o anular alguna sentencia menor proferida en su contra, con la condición de mantenerse firme en su interpretación, costara lo que costara. “La autoridad funciona” decía mi General Padrenuestro, “la autoridad torciendo el brazo funciona mucho mejor” pero “la autoridad torciendo el brazo y ofreciendo algo a cambio funciona de maravilla”. En plena algarabía, los “esmeralderos” se tomaron en serio su representación: rompieron un par de cámaras Polaroid de los periodistas y dejaron a la vista cicatrices, hechas con pegante y maquillaje, para crear un ambiente de peligrosidad real. Generaron una tensión tal que el juez no pudo manejar el recinto y cuando lo vieron al borde de perder la paciencia se pararon, ellos también, en las sillas para seguir cantando “(…) y todo a media luz, que es un brujo el amor, a media luz los besos, a media luz los dos”. Al día siguiente los dos periódicos de Bogotá titularon igual: “¡El Zar de las Esmeraldas se salva de la cárcel!” A primera hora de la mañana, el Coronel Padrenuestro le pide audiencia al Presidente de la República y se queda parado, a la intemperie, desarmado y sin comer durante siete horas, hasta que éste lo atiende. Obviamente, se aseguraron primero los guardias de Corps de que el oficial fuera quién decía ser. “Vale la pena recibirlo, es de los duros” le dijo el General Santacoloma al Presidente, quien lo hubiera recibido antes pero estaba terminando un poema sobre el contraste entre las altiplanicies áridas y el exuberante follaje de los montes de su tierra natal. Nada fraudulento se hacía en Cundinamarca sin el permiso y la consabida comisión del quince por ciento para El Milongas. Años atrás, cuando estaba dedicado, de lleno, a la explotación de esmeraldas, su negocio dejó de ser el más lucrativo del crimen organizado por los altos costos de la infraestructura minera, los brotes de violencia que se reproducían como ratas y las grandes presiones ejercidas, por parte del gobierno, para manejar la actividad esmeraldífera, dentro de los márgenes de la legalidad. La marihuana, en cambio, crecía en los peladero más inhóspitos y la cundinamarquesa era reconocida, por los gringos más que todo, como de insuperable calidad. Pensó –por esas cosas que el ego nos hace pensar– que no era para nada incompatible seguir su plan de diversificación económica hacia el cultivo, recolección y distribución del cannabis. El primer obstáculo fue la reticencia, por parte de sus hombres, que le decían “esos hijueputas son otra cosa Patrón, matan mujeres y niños, no tienen ninguna clase de ley”. Sentían que, cualquiera que éste fuera, por lo menos los esmeralderos tenían un “código ético” y eso los hacía –supongo, ahora– delincuentes de mejor estatus. El Milongas creyó que manteniendo un bajo perfil, pidiendo en un principio sólo el cinco por ciento de tajada a los expendios locales conocidos, por comprar y vender su 42


producto, le permitiría adueñarse, despacio y con paso firme, del mercado. Sus tierras eran inmensas, sería sencillo ocultar los cultivos y el know-how era bastante simple: unas semillas por aquí y otras por allá, aprovechando a los familiares de sus mineros para recoger, secar y empacar el producido. Lo que no calculó muy bien fue el transporte que en el caso de las esmeraldas es un problema menor; compró, entonces, una empresa pequeña que constaba de catorce minibuses y dos camionetas. La empresa, con su vistoso logotipo color anaranjado-neón en los vehículos de la flotilla, se llamaba Berlinas del Guavio y tenía a su nombre diez rutas locales, cinco rutas nacionales, tres a Bogotá, una a Puerto Salgar y otra a Silvania; y dos internacionales, una a Buenaventura, en el Pacífico y otra a Saint Martha en el Atlántico. La gente de provincia viajaba –y aún lo hace– con mucho equipaje: costales llenos de tubérculos, cajas de madera con abarrotes, colchones –de mota o paja– enrollados y amarrados con pita, herramientas, ropa vieja y entre cantidades de cosas: gallinas. En esa época, lo que fueran bultos y mercancía empacada se podían llevar amarrados al techo, lo que permitía esconder la marihuana con facilidad, siempre y cuando se tuviera buen cuidado de que no se mojara. Aunque se compactaba en bloques que se envolvían en plástico, los viajes a la costa entre trancones, aguaceros y curvas interminables bajando y subiendo cordillera podían tener resultados desastrosos, con el agravante de que en las inspecciones fronterizas chuzaban todo lo que estuviera envuelto o encostalado y después le echaban manguera. El agua al resumir se veía terrosa y sucia pero, para el ojo experto, mostraba toda la evidencia del contenido de la carga. “Aquí llevan nabo, cubio, abono avícola, arveja sin despepar, hilacha de mazorca, ladrillos, hígado de ternera y un tocino que se está pudriendo, pueden pasar” decían las autoridades con sólo oler, palpar y a veces meter la lengua en ese caldo hediondo. En realidad, la requisa no era un obstáculo para nadie, pero una vez identificados los que llevaban marihuana, armas u otro tipo de estupefacientes, eran detenidos en retenes posteriores donde les confiscaban sus pertenencias o les cobraban el “impuesto de flete” que muchas veces terminaban pagando los implicados con mayor urgencia por llegar a su destino. Los conductores, cuyo único distintivo era un quepis con taches dorados, llevaban dinero de sobra para cubrir imprevistos, pero cuidaban el bolsillo y siempre hacían la pantomima de entrar, gritando, a la cabina: “O les untamos la mano a estos hijueputas o aquí nos tienen hasta mañana”. Marihuana o no marihuana, los pasajeros estaban acostumbrados a ese tipo de abusos por parte de la autoridad, por lo que, muchas veces, para no complicarse la vida ofrecían hasta las mismas gallinas. 43


Ningún negocio, por chiquito que sea, pasa desapercibido para la competencia; por más precauciones, se terminan haciendo o deshaciendo nudos de la misma urdimbre. Al cabo de unos pocos meses los inversionistas, los proveedores, los distribuidores y hasta los consumidores se dan cuenta de que hay un nuevo producto en el mercado, lo que indica la presencia de nuevos jugadores en un tablero y con unas reglas que apenas conocen. Nadie se toma, ni siquiera, el trabajo de identificarlos porque saben que, tarde o temprano, quedarán al descubierto. En el caso del Milongas fue más rápido aún porque él –como le pasa a los que se endiosan a sí mismos– perdió la facultad de quedarse callado y aunque sus interlocutores eran sus guardaespaldas y subalternos de indiscutible confianza, nunca faltaba el embolador o la mesera o la putica de turno, que por coincidir en lugares comunes escuchaban algo y de la misma manera circunstancial se lo repetían a otro embolador, a otra mesera o a otra putica de turno; su habladuría corrió como una bola de nieve, sólo que, esta vez, lo que se le vino encima fue una avalancha de plomo que dejó pedazos de cuerpos –de familiares y personas allegadas– en las estacas, de todas las cercas, de cada una de sus fincas. Al principio eran cabezas y extremidades, pero para cumplir la orden de no dejar una sola estaca despejada, los cuerpos fueron mutilados en pedazos más pequeños, a machetazos o con las tijeras en forma de alicate que se usan para desmembrar los pollos recién rostizados; dejaron, además, los sicarios empleados por los verdaderos dueños del negocio de la marihuana, las menudencias –intestinos y órganos internos de las víctimas– colgados, con cierto estilo navideño, en los alambres de púas. Atortolado, El Milongas decide huir para reorganizarse; llena uno de los minibuses con guardaespaldas enruanados y se sienta lejos de las ventanas, vestido igual que ellos y con una cachucha de Millonarios, su equipo favorito de fútbol. “Patrón” le dice un subalterno con tono de preocupación “usted es tan fanático de ese equipo que es mejor que se ponga una del Santa Fe” y cuidando sus palabras –porque en Cundinamarca el fútbol es un tema de mayor sensibilidad que la política o la fidelidad matrimonial y más si uno va a sugerir el uso de la cachucha del rival– completa su razonamiento “pues, para que no lo reconozcan, Patrón, porque cualquiera sabe que usted ni siquiera temiendo por su vida sería capaz de usar algo que no sea de Millonarios”. Silencio total, el automotor no arrancaba todavía, El Milongas se demoró más de la cuenta en responder pero lo hizo “pues, este malparido, tiene toda la razón” murmuró y le pegó un tiro entre los ojos por su acertada insolencia. Mientras arrastraron el cuerpo en agonía, lo bajaron del bus, lo remataron en el piso y lo echaron en una zanja, el Patrón le dio mil vueltas a la cachucha hasta que le quedó bien ajustada y con un movimiento incómodo de la mano, 44


apuntando el pulgar y el índice cruzados en dirección a su frente, persignó el escudo, invocando –supongo– la protección divina de su equipo del alma. Debajo de las ruanas escondieron las armas y llevaban municiones suficientes para aguantar una eventual emboscada hasta Bogotá. “Sin novedades, hasta ahora, Patrón” anunció el ayudante de cabina, a los cuarenta y cinco minutos de haber salido, pero, en una curva pronunciada a la altura de la Cuchilla del Santuario, con un solo tiro de escopeta dirigido a las llantas, desde una camioneta blanca que –para relajar la atención– llevaba media hora delante de ellos, sacaron el minibús de la carretera y lo atacaron, en la prevista cuneta a la que fue a parar, con una fuerza de más de cincuenta hombres provistos de ametralladoras AR15 y AK47. De los guardaespaldas ninguno alcanzó a disparar, El Milongas era el único que llevaba chaleco antibalas y sólo fue herido en el antebrazo derecho. Mientras el enemigo retiró la puerta que quedó trancada por los que cayeron tratando de escapar, el Patrón se untó toda la sangre que pudo, de quienes agonizaban a su alrededor: en la cara para que no lo reconocieran y en el cuerpo y la ropa, para hacerse pasar por muerto. Lo que no sirvió de nada porque antes de pegarles tiros de gracia, a todos, llenarlos de gasolina y prenderles fuego, la misión era cumplir con la orden de atraparlo, a él, vivo y antes de matarlo, cortarle el pene, metérselo entre la garganta y coserle los labios. O sea que, no sólo lo reconocieron, sino que, al bajarle los pantalones y resucitarlo con el tajo limpio de un cuchillo de carnicería, que le dejó huérfanos los testículos, le leyeron la lista pormenorizada de los demás familiares a los que asesinarían y mutilarían, mientras con aguja y nylon le cerraban la boca; cosa que más que sadismo gratuito era la firma que distinguía a una particular organización delincuencial, banda o pandilla y que respaldaba el mensaje tácito de: “¡Esto es lo que le hacemos a los que tratan de jodernos!” Los gritos del Milongas fueron tan de película de terror y el charco de sangre, en el que estaba hundido un pedazo de su cuerpo, tan inmenso, que a los mismos asesinos les pareció excesivo rematarlo; por eso, al llegar los paramédicos, casi cuatro horas más tarde, seguía vivo. Para no asfixiarse masticó y tragó su propia virilidad y para no desangrarse se arrastró hasta el bus en llamas y cauterizó lo poquito que le había quedado en la entrepierna. Salvó su vida y se demoraría mucho tiempo en lavarse la mácula con que le negrearon el orgullo, pero su hombría la perdió para siempre. De una herida mal cicatrizada y gruesa como la piel de una piña, le salía un cable plástico que conducía la orina hasta una bolsa amarrada a la rodilla. A veces se le infectaba el área y le tocaba usar pañales desechables durante unos días. Se acostumbró a su suerte, hasta el punto de sacarse el tubito plástico y metérselo en la vagina a cuanta mujer se le 45


atravesaba en el camino. La arrechera sexual que sentía por dentro encontró una vía de escape en la violencia, contrataba prostitutas para drogarlas y llenarles con sus orines las cavidades sexuales; dejaba que un perro les metiera el hocico por allá adentro y les chupara con su lengua el clítoris y el hueco del culo, siempre con la esperanza –como sucedió un par de veces– de que el animal las montara y las llenara de lo suyo, mientras él les gritaba como un obseso: “¡Perras malparidas, eso les pasa, perras de mierda, culionas de mierda, eso les pasa por putas, cochinas, cacorras!” y después de un orgasmo prolongado que le salía de la garganta, les metía un fajo de billetes enrollado ahí donde quedaba caliente la inmundicia del perro. Las odiaba –supongo– ante la imposibilidad de satisfacerlas y de que hicieran lo mismo por él. El caso es que El Milongas convirtió esa rabia en una sed de venganza sin paralelo. Volvió a sus minas, se demoró años en descubrir nuevas vetas y retomar las existentes, hasta que formó un ejército propio de ciento cincuenta hombres entre policías y militares retirados y uno por uno, sus adversarios fueron cayendo, sus propiedades arrasadas, sus mujeres violadas, sus hijas maltratadas y sus hijos, hombres, asesinados frente a ellos. Se convirtió en el terror de Cundinamarca y el Coronel Padrenuestro sabía que derrotarlo era esencial para entrar por la puerta grande a la estrecha y exclusiva élite conformada por los generales de nuestro Ejército Nacional. Cuando por fin lo recibió, le contó al Presidente de la República lo que sabía acerca del Milongas, sin omitir detalles y ahondando en lo más escabroso; aparte de eso, le dijo, con la certeza de estar señalando una realidad a voces, que la delincuencia estaba dejando de ser común y que los mafiosos eran una nueva casta de “opulentos buscando alcurnia” así los llamó. El Coronel Padrenuestro continuó, en el recinto de visitantes del Palacio Presidencial Quinta de Nariño, rodeado por retratos al óleo de los próceres de nuestra historia que, con sus miradas de reojo, le fueron elevando la inspiración al punto de imaginarse, él mismo, con un par de espuelas de carne y hueso creciéndole en los talones. “Todo se resume, Presidente, en que El Milongas, pese a sus impedimentos, se casó con una Reina de Belleza” puntualizó y prosiguió contando particularidades de cómo al no poder consumar su matrimonio se acostumbró a que otros hombres lo hicieran por él. Los escogía a la manera como se imaginó que los nobles europeos, también, lo hacían; “los reyes escogen con quien aparear a sus reinas y concubinas” se le escuchaba decir, bajo la creencia de que tener una corte era lo mismo que tener una ganadería. El Milongas, entonces, elegía los amantes de su reinita, mamita, por conveniencia estratégico-económico-comercial. Al que le era permitido acostarse con ella debía sellar una alianza de cooperación, cualquiera que 46


fuera el ramo de su ilicitud. Así se hizo El Milongas a una organización criminal que él llamaba “mi negocito familiar” y que dado el carácter, especialmente dadivoso, de su bella esposa, se extendió al mercado negro de los dólares, las casas de empeño, los caballos de paso cundinamarqués y el contrabando; sin contar la incalculable riqueza que ella tenía en una caja de seguridad del Banco Estatal por cuenta de los regalos que, entre mamadas y culiadas, le daban sus bien seleccionados galanes. Dentro de esa nueva jerarquía de “hampones con derechos” la mayoría quería un pedazo de la acción y que éste viniera con la posibilidad de tener abiertas las puertas a las habitaciones reales, pues, tanto mejor. La Reina hacía cuatro o cinco fiestas de cumpleaños, al año, a las que invitaba a lo más granado del submundo local y sus pretendientes, uno por uno, le presentaban al Milongas su plan de negocios y le hacían adelantos que le dejaban encima de la mesa o en el piso, cuando eran lingotes de oro, tabacos cubanos o potes del caviar más fino de Rusia que se usaba para darle sabor al sancocho de bagre. Sólo en contadas excepciones y por impulsos del capricho –o porque lo asaltaba la nostalgia– le pedía a alguno de ellos que se bajara los pantalones y le mostrara la extensión del órgano con el que pensaba satisfacer a su esposa. Con el tiempo se hicieron muchas conjeturas acerca de este tipo de arreglos, apenas comparables con las competencias que la emperatriz Mesalina organizaba para medir sus capacidades de receptáculo seminal con las prostitutas más trajinadas de Roma. Se rumoraba, por ejemplo, que El Milongas exigía estar presente o filmar los encuentros para darle algo de contentillo a su cuerpo, cualquiera que éste pudiera ser o para tener con qué sobornar a aquellos “socios” que estuvieran casados o tuvieran amantes desconfiadas y bravuconas; que La Reina tenía, en vez de vagina, una guillotina que dejaba a sus amantes en el mismo estado lamentable que su minusválido marido; o que se trataba de un montaje norteamericano en su afán por infiltrarse en el negocio de la marihuana y replicarlo al resguardo de las suaves y cálidas brisas californianas. Entre tanto rumor, el único que alcanzó a tener cierta repercusión y que hubiera podido acabar –como se leía en un grafiti, que apareció una mañana frente a la casa del Milongas– con la promoción de: “Traiga su negocio ilícito y le encimamos una reina de belleza” fue el del Sida. Al parecer los micos africanos le transmitieron al hombre un virus capaz de desmontar –con rapidez extrema– las defensas inmunológicas del cuerpo y durante los primeros años, de ese potencial apocalipsis, se descubrió que las relaciones sexuales –sin protección de látex– propiciaban el contagio. Se habló de la plaga del siglo XX y se reanimaron los ánimos contra la promiscuidad y la homosexualidad, entre otras mal llamadas “anormalidades”; pero 47


durante el lapso –siempre bastante largo– en que se dimensionó el problema, se acabaron los besos a la francesa, los pactos de sangre, las orgías y las posiciones más tentadoras de la sodomía como la carambola, el trencito y la doble carne. La gente se volvió reacia a compartir el cepillo de dientes, las cuchillas de afeitar, las toallas, las piscinas y los compañeros de sexo, por eso La Reina cayó en esa categoría de peligro inminente y se dijo que era un ardid del Milongas para quedarse con los negocios de quienes no demoraban en podrirse a pedazos, en volverse una masa de ganglios y tumores pustulosos. “Pasé de ser la Reina Nacional del Frailejón a ser la Reina del Preservativo” se le escucharía decir, alguna vez, en forma de gracejo; frase que alguien –como siempre sucede– presa de la inspiración y el atropello creativo, cambiaría por: “Pasó de ser la Reina del foforro a la del forro, más bien”. “El testigo es falso. El operativo está diseñado para que, en una primera instancia, parezca haber fallado, Señor Presidente” le confesó el Coronel Padrenuestro, con esa voz cavernosa y fuerte tan convincente alrededor del poder, donde se habla pasito y con miedo a soltar las palabras. “Lo hicimos así” le siguió explicando “para convencer al Milongas y a sus subalternos y asociados del fracaso de la operación Media Luz y darles la suficiente confianza para que no cancelen la próxima fiesta de cumpleaños de La Reina, donde, Señor Presidente, me comprometo con usted a coger no menos de treinta mafiosos” remató el militar, cerrando los puños mientras el primer mandatario, Nicéforo Cuervo de Pedroza, se levantó de la silla sin que quedara ni una sola arruga en su flux de lino oscuro, un poco ligero para nuestro clima. Debajo del quicio de la puerta, mientras su edecán ponía en acción su dispositivo de seguridad, se volteó y le dijo: “Coronel, consígame la Uña, la Chorra y La Reina y yo por cada una le doy un sol de General de la República”. No esperó ninguna respuesta y salió dejando al Coronel Padrenuestro solo entre tanto prócer, a los cuales él, desde ese momento, se empezó a sentir cercano. La Chorra era la esmeralda más grande y transparente, encontrada en nuestro suelo; si las cosas se daban, conseguirle un revolcón con La Reina, a cambio de algún tipo de inmunidad, no sería problema; y la Uña –averiguaría más tarde– era la finca más hermosa de Puerto Salgar en posesión de un testaferro conocido. Tres joyas que perdería El Milongas, ese fin de semana, al tiempo con su imperio, su tracto urinario desechable y su vida. Llegado otro de sus días de cumpleaños, La Reina pasó la mañana encerrada con su séquito de peluqueros y esteticistas; estaba feliz. La prensa amarillista adoraba comentar sobre sus extravagancias y lujos; y aunque había dejado de ser la consentida 48


de las revistas de moda, como cuando modeló para Teodolindo Favró y rompió el corazón de un famoso galán español, ella miraba a su alrededor y pensaba que “¡no está mal!” para una niña cuyos múltiples hogares fueron de paso y su madre una figura borrosa llorando, con el maquillaje corrido, en un corredor de hospital. Los hombres de su harén secreto, cada uno con la bestia desatada entre la bragueta de sus pantalones, la hacían sentir como la puta de Babilonia –a la que imaginaba con el poder de las deidades de la antigüedad– por lo que, según su criterio histórico-estético-mitológico sus aposentos de quinientos metros cuadrados y un jacuzzi con grifería de oro, estaban decorados al estilo Cleopatra, con toques de pagoda china y columnas copiadas del Taj Mahal; la pared principal tenía una réplica, en pedacitos de cerámica, del Nacimiento de Venus, de Botticelli, pero en la mitad de la concha estaba ella, saliendo del mar; obra para la que posó desnuda, como solían hacer las nobles renacentistas. La Reina no se cansaba de mostrarle a los periodistas los “refinamientos” de su alcoba: en la mitad, una botella, enorme como una escultura, en forma de Marilyn Monroe, que llenaba con tres mil veintidós frasquitos de Chanel No. 5 y sobre su cama, un autógrafo de Julio Iglesias grabado en piedra y bañado en oro de veinticuatro quilates. El Milongas quería lucir sus nuevas pesebreras, por eso la fiesta de cumpleaños se llevaría a cabo en su finca La Cordial, a una hora y media, en carro, desde el Monumento a Los Héroes. Desde que los invitados salían de la carretera principal, por el desvío que va a El Rosal, encontraban pasacalles con un saludo de bienvenida a la fiesta. La mayoría lucía sus gafas oscuras Ray Ban desde sus carros de lujo. El último tramo de cuatro kilómetros era destapado y con bastantes altibajos, los carros europeos –y un par de Corvettes– casi pegados al piso, quedaron raspados y golpeados por debajo. Llovió la noche anterior, la cancha de fútbol, habilitada como parqueadero, se volvió una pesadilla para las mujeres que, emperifolladas dentro de una interpretación bastante amplia de la moda caballista dominguera, quedaban, por cuenta de los tacones altos, clavadas al piso y enlodadas hasta el tobillo; poco importaba, todas llevaban botas y el fastidio les duraba lo que las primeras copas de aguardiente demoraban en hacer efecto. Cabe aclarar que la mayoría de los invitados eran hombres, por la índole de la transacción que estaba en juego, pero algunos contrataron modelitos y actrices bien mostronas para llevarlas de pareja y darle realce a su masculinidad; muchas de ellas eran las mismas puticas, con caminado de parabrisas, que se turnaban entre todos. Aunque los invitados no eran requisados para generar un clima de tranquilidad, estaba claro que ninguno podía entrar armado por el portal inmenso, de madera roja, que daba acceso a un potrero rodeado de caballerizas altas con medias puertas, también pintadas de rojo, 49


por encima de las cuales asomaban el cuello y la cabeza ejemplares equinos que hubieran sido la envidia del Cid Campeador o de Solimán el Magnífico y que costaban más que los carros parqueados afuera. Los guardaespaldas sí podían portar armas, pero fuera del perímetro del muro de contención alambrado que rodeaba las pesebreras; a ellos también se les ofrecía trago a rodos pues, al fin y al cabo, muchos eran primos y sobrinos y gente de confianza de los convidados y su presencia debía, en teoría, apoyar el costoso ejército del Milongas ante cualquier azaroso incidente. Esto, sin saber El Milongas que tan preciado ejército, del cual se confiaba tanto, era en su mayoría compuesto por exmilitares que se volvieron mercenarios al servicio del mejor postor y ese día específico, del cumpleaños de la patrona, el mejor postor era el Estado de Cundinamarca, al que no le fue difícil contactarlos para prometerles una pequeña fortuna, por cada guardaespaldas que se cargaran al darles la señal de ataque. Muchos de ellos, duchos en este tipo de situaciones, sabían que revelar la infiltración del gobierno en sus filas era inútil, pues siempre que se realizaba una reunión de más de tres mafiosos, cierto o falso, se escuchaba el mismo tipo de rumores por lo que, lejos de ser creídos, quedaban en entredicho los emisarios. A los jefes más importantes los iban sentando al borde de la pista de baile, improvisada para la ocasión y hecha con el tablado que sobró de un burdel, al que se referían como “el desvirgadero flamenco” que cerraron después de una matanza entre familias de esmeralderos; de ahí que las manchas del piso no eran, precisamente, las vetas de la madera. En un altillo adyacente estaba la mesa del Milongas, con su Reina y cuatro mujeres que parecían ser sus tías. Cada mesa tenía su toldo abierto para evitar el sol meridiano o la eventual lluvia y cada grupo de cuatro mesas tenía en su centro una lechona de treinta kilos calentándose a fuego lento sobre hornillas de gas. En total, se podían contar quince lechonas para trescientos invitados, un mesero por mesa, champaña y whisky sello negro al gusto, aunque casi nadie abandonaba su garrafa de aguardiente. Se confirmó la presencia de los principales interesados en participar por un puesto en la cama de la cumpleañera. El portón rojo se cerró y el Coronel Padrenuestro, a escasos quinientos metros del lugar, carraspeó, bajó los binoculares, escupió sobre un cerro de boñiga de vaca y con la orden perentoria de: “¡Prenda la limusina, Polanía!” puso en marcha la fase final de la operación Media Luz, cuyo éxito le daría su admisión al círculo exclusivo de nuestra comandancia, en el que se destacó, con inusitada rapidez, gracias a su bien ganada fama de sanguinario, cabrón e hijo de puta y a la confianza absoluta del Presidente Nicéforo quien, por vivir con aires de romántico sibarita dedicado a las composiciones voluptuosas del paisaje 50


cundinamarqués, necesitaba a alguien que, en realidad, se interesara por la seguridad de la patria. Los demás, eran generales de salón y manicure que cruzaban más información con los caddies, del Club Militar, que con los oficiales de inteligencia bajo su mando; grave cosa, porque mantener la tradición, la vocación y la moral militares en alto era importante, pero desentenderse de fenómenos como la guerrilla con la excusa de que, sus miembros, no pasaban de ser ratas aculilladas, escondidas en el monte, era no sólo peligroso, sino negligente; además, porque –hasta donde sabíamos– gozaban del apoyo soterrado de los movimientos de izquierda. Yo iba en el asiento del copiloto al lado de Polanía, quien se veía intranquilo por tener que manejar un carro tan grande y tan lujoso. Me tuvieron durante la noche en un hostal lleno de goteras y me despertaron temprano para entregarme el uniforme blanco, de enfermero, que debía utilizar. Hacia las nueve de la mañana me subieron a un Renault 4 “el amigo fiel” –como lo calificaba su publicidad– y fue cuando noté, por las huellas en el piso de tierra que la fría luz del día dejó al descubierto, que el sitio estaba fuertemente custodiado. El Capitán Astrálaga se presentó, intercambiamos el saludo formal y me dio sólo dos instrucciones: “Ésta es una operación encubierta, omita cualquier gesto o palabra militar, usted es un enfermero; espere a mi Coronel Padrenuestro, dígale que sólo conseguimos ocho francotiradores pero que son los mejores y haga lo que él le diga”. Se bajó del carro sin despedirse y los dos soldados sentados adelante, el chofer y el guía, se relajaron. Hicieron un par de comentarios sobre el clima, se fumaron un pielrojita entre los dos y me dejaron botado en una gasolinera, a unos pocos kilómetros. Me dieron un billete para que desayunara y al arrancar, entre risas, me gritaron: “Cuidado se ensucia mi cabo, no vaya a ser que lo confundan con un carnicero”. Aunque nervioso, me puse feliz; era la primera vez que me llamaban por mi nuevo rango y esa alegría ínfima y momentánea era tal vez un fuerte indicio de que después de todo no me había equivocado: lo mío era la milicia. Unos veinte campesinos que esperaban el bus fueron los primeros en quedarse boquiabiertos cuando apareció la limusina. Perteneció al Presidente Robusto Arcángel de la Peña quien nunca dejó de temer un atentado contra su vida desde que destituyó y mandó al exilio a cincuenta generales porque le pareció que tener tantos, además de inoficioso, no era propio de un gobierno democrático y pacifista como el nuestro; le encomendó, entonces, a su Ministro de Guerra que viajara a Detroit para que le consiguiera un Cadillac blindado como el que usaba Rafael Leonidas Trujillo, en República Dominicana, con el argumento de que “ese vergajo sí que debe vivir amenazado y ahí sigue vivito y coleando”. Eso fue seis años antes de que el dictador caribeño muriera, entre su propio 51


carro, de siete balazos. Con ese toque de realeza que inspira lo clásico, la limusina negra y vino tinto, con los rines plateados y recién polichada, apareció en el horizonte con una lentitud medida que nos permitiera ser vistos por quienes custodiaban La Cordial, sin generar sorpresas, sin dar ningún motivo de desconfianza. Aunque nuestra intromisión podía ser vista como la llegada de un último invitado, estábamos alerta ante cualquier reacción inesperada por lo que el Coronel Padrenuestro contaba, ante la eventualidad de tener que cancelar, abruptamente y bajo fuego, la operación, con los ocho francotiradores apostados, detrás de nosotros, en una loma a doscientos ochenta metros de distancia. Más tarde supe que otros factores estaban en juego: el almuerzo sería servido a las cinco de la tarde, las lechonas –precocidas– llenas de nitroglicerina, aserrín y guiso de cerdo se empezarían a calentar a las tres de la tarde y lo más importante, a las cuatro en punto cuando los francotiradores empezaran a disparar contra el paredón lleno de guardaespaldas, el sol estaría de frente a ellos, lo que los convertía en carne de cañón o “patos de feria” como le gustaba decir a Polanía cada vez que contaba el cuento. Hasta ese momento, mi misión era indeterminada, salvo la insistencia de que mantuviera limpias la bata, los pantalones y los tenis blancos de enfermero; apenas nos estacionamos frente al portal rojo, nos cayeron encima, por lo menos, treinta armas listas para disparar. El Coronel Padrenuestro se bajó del carro, llevaba su uniforme militar impecable, sus zapatos de charol brillaban más que la limusina y su apostura de toro cabrío apaciguado, pero capaz de cualquier cosa, infundió un instantáneo respeto. “No estoy armado y vengo a ver a La Reina” dijo. Sacó un paquete de cigarrillos nuevo, le buscó la tira de color metálico que lo abre por el borde superior, rasgó el papel protector con cuidado, sacó un mentolado, lo tacó contra la uña del pulgar, sacó la cuchilla del bolsillo de su camisa, le quitó el filtro –que cayó al suelo como decapitando un condenado a muerte– y se lo puso en la comisura del labio inferior. Guardó el paquete en el mismo bolsillo del que lo sacó, tomó su encendedor, lo sacudió para inducir una llama grande, lo prendió, encendió su Paquistán y le dio la bocanada más larga y profunda de la vida. Se sacó con la punta de los dedos un pedacito de tabaco que le quedó en la lengua, carraspeó con la fuerza de un rugido, escupió a los pies de quienes le apuntaban y exclamó, mirando de frente al peor encarado de los presentes “dígale que es el Coronel Padrenuestro y que vengo de parte del Presidente de la República, Don Nicéforo Cuervo de Pedroza y si me acabo este cigarrillo antes de que me abran la puerta, me voy por donde vine”.

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A los dos minutos le abrieron la puerta; antes de entrar se volteó y dijo “el muchacho viene conmigo”. A mí sí me requisaron hasta los pelos de las axilas. Entramos –custodiados, claro– directo hasta la mesa del Milongas. El Coronel Padrenuestro tomó la copa de champaña que le ofrecieron por cortesía y metió el mentolado adentro para apagarlo. Dejó la copa sobre la mesa, carraspeó, sin escupir y sin saludar les habló: “Señor y señora Traslaviña, yo soy el Coronel Aquiles Padrenuestro, vengo en nombre del Presidente de la República y si ustedes me lo permiten voy a sacar una carta del bolsillo interior de mi casaca dirigida a La Reina en éste, su cumpleaños”. Hizo lo indicado, después de un gesto afirmativo del Milongas y con movimientos lentos y cuidadosos le entregó a ella la carta. Aunque la papelería presidencial, con sus sellos oficiales, era bastante llamativa y acorde con sus dignidades, al Presidente Nicéforo le gustaba lacrarla, a la vieja usanza, porque le parecía refinado y de alguna manera –pienso yo– poético; más en este caso, que se trataba de una misiva aduladora y seductora al mismo tiempo. Así se planeó y el jefe de seguridad de Palacio se prestó, a regañadientes, para el ardid, del cual nunca se le dijo nada al Presidente, por no inquietarlo con unos detalles que –como ya quedó claro– no le interesaban. El Coronel Padrenuestro se la sabía de memoria y casi que la recitaba, al tiempo que La Reina la leía: “Usted, señora Traslaviña, será para siempre la Reina de nuestro país porque ninguna otra mujer la supera en magnificencia y belleza. El corazón de los cundinamarqueses anidan un amor por usted que excede los límites de la cordura y si ese es el sentir del pueblo imagine cuán grande es el del mandatario que los representa. Aunque hasta ahora lo sepa, usted es Mi Reina y quiero invitarla a que pase la noche de su cumpleaños conmigo. Por favor comuníquele, al Coronel Padrenuestro, la respuesta a mis caprichos de viejo enamorado y tenga en cuenta de que se trata de un hombre de mi entera confianza y cercanía. Espero que mi requiebro no caiga en el vacío. De usted bella dama, su fiel servidor, Nicéforo Cuervo de Pedroza, Presidente de la República Unitaria de Cundinamarca”. Apenas terminó de leer, La Reina le pasó la carta a su marido, eso también estaba contemplado y es ahí donde la retorcida agudeza y labia de mi General Padrenuestro obraron el milagro. Ese era su talento: lograr cambiar o reafirmar el rumbo de los acontecimientos con esa forma que tenía de mostrarse y de ser percibido como un ser más dañino que el mismísimo creador de los infiernos. Él sabía que hasta ese instante todo estaba en la cuerda floja: las lechonas que explotarían cuando, antes de servirlas, les aumentaran el fuego; la teatralidad de la limusina, el muchacho enfermero y la carta del Presidente como sacada de una telenovela mexicana; los francotiradores que dispararían contra guardaespaldas, borrachos, cegados por el sol; la puesta en evidencia de la estrategia militar entre tanto 53


mercenario corrompido que fue sobornado; el riesgo improbable de que La Reina no se entusiasmara por echarse un par de polvos en la Quinta de Nariño; la propuesta que estaba a punto de hacerle al Milongas y la posibilidad de que, él mismo, no saliera ileso del albur que había maquinado; porque como se verá, poner su vida en vilo fue lo que, finalmente, determinó el éxito de la operación. El Coronel Padrenuestro esperó a que El Milongas leyera la carta, sin quitarle los ojos de encima. Apenas levantó la vista del papel, el Coronel no lo dejó ni pensar y arrancó con una andanada verbal, salida de la reverberación de su voz, dejando un eco entre frase y frase que multiplicaba su poder persuasivo. “Mire Don Milongas” empezó diciendo, mientras tomaba una silla y se sentaba con el respaldar de frente –eso lo aprendió de los vaqueros más temidos en las películas del oeste– “usted no me conoce, pero yo sí lo conozco a usted. A los finqueros que no le quisieron vender sus tierras, usted los colgó de las clavículas junto con los cerdos del matadero, los desolló de las rodillas para abajo y los tiró vivos al río entre costales llenos de sal; las vetas esmeraldíferas del alto Toquiza, las dinamitó con los mineros adentro como escarmiento porque, según usted, le robaron un ganado y era que lo habían contado mal; acribilló cuatro campesinos porque iban en un carro rojo, un domingo en que el Independiente Santa Fe le metió tres goles a su amado equipo de los Millonarios; y esto, por darle sólo tres ejemplos, Don Milongas. Además, tengo el testimonio de una mujer que dieron por muerta, amarrada a un tronco con alambre, doblada en una posición imposible, porque usted necesitaba ensayar un nuevo aparato para inseminación artificial de equinos. Yo, por mí, se las cobró todas de inmediato; lo mato con mis propias manos, delante de su reinita, pongo dinamita en la mesa de cada uno de estos perros hijueputas que no tienen más oficio que olerle, a usted, los pedos y le pongo afuera una docena de francotiradores para no dejar salir a nadie con vida de esta cueva de ratas asesinas. Es más, le prometo, aquí mismo, que si usted se descuida, un día de estos le cojo ese cable que tiene por verga y se lo amarro a la puerta de un despacho público. Usted no es ni siquiera un enfermo, usted es la pus infecta del desahuciado y considéreme desde ahora su más encarnizado enemigo. Pero, vengo por otra cosa; el Presidente de la República me envía a decirle que él también le tiene ganas a La Reina y que sabiendo que hoy escogen nuevos socios con la prerrogativa de pegarle su culiadita de vez en cuando, él le ofrece inmunidad total por los delitos cometidos hasta hoy, por usted y dos familiares que usted escoja, hasta en un tercer grado de consanguinidad. La única condición es que el trato se cierre y se haga efectivo inmediatamente. La Reina por su parte, de acuerdo con la agenda del Presidente 54


Nicéforo y de la Primera Dama, tendrá paz y salvo para entrar a sus aposentos cuando sus servicios sean requeridos y recibirá las joyas, por un valor a discutir, que ella escoja de las bóvedas del Banco Estatal”. El Coronel Padrenuestro notó un alegre y repentino rubor en las mejillas de La Reina y se encontró con la mirada incrédula y a la vez ansiosa del Milongas. Todo dependía de ella; coleccionaba gargantillas precolombinas, por eso tener acceso a las joyas del Banco Estatal era un buen anzuelo. Yo seguía parado un metro delante de ellos y puedo asegurar que El Milongas era el único que había borrado de su semblante el ánimo general de la fiesta, en la que la romería transcurría como si nada pasara; pues él, más que cualquiera, había sorteado encrucijadas peligrosas y reconoció, a puro olfato, que se estaba jugando el pellejo. Sin embargo, cometió el error más común que cometen los hombres y que nunca reconocen: creerle a su mujer. “César Afranio” le dijo ella después de escuchar la emboscada imaginaria que le pintó su marido: “Deja la paranoia, por una vez en la vida. Tuvieron la oportunidad de joderte y no pudieron, te tuvieron a las puertas de la cárcel y se atortolaron y te voy a decir por qué, mi amor ¿sabes? porque nadie se atreve a levantar la mano contra ti, le tienen pavor a tu poder y si quieres consolidarlo qué mejor socio que el Presidente de la República”. Se retiraron a un invernadero distante, pero se alcanzaba a notar la vehemencia con que La Reina agitaba las manos. “¿Tú crees, mi amor divino, que si te quisieran matar, se hubieran metido a La Cordial, la finca más custodiada de la Sabana, por la puerta principal, con un cuento que podría dañar el prestigio del Presidente Nicéforo? Lo que tienes en las manos es la oportunidad de ganar privilegios y sanear tu nombre, César Afranio. Tienes que aprender a actuar como los poderosos y darte cuenta de que lo que ellos hacen –te lo digo yo que me he codeado con la crema y nata de este país– es hacer alianzas con la gente de verdaderos quilates, como tú, mi amor hermoso”. Salieron del invernadero, el Coronel Padrenuestro miraba el reloj con preocupación, pero percibió, a medida que se acercaban, un Milongas más relajado, dispuesto a tranzar. Se le notaba también ese ego iluminado que ha tomado verdadera conciencia de su poder y que entre más crece y se alimenta del elogio y la vanagloria, más obnubila los instintos. Quedaba el asunto de convenir las formalidades. La Reina se iría conmigo hasta la limusina, con la condición de dejarse examinar por mí –un enfermero licenciado en el Colegio Médico Nacional, según decía un escudito que me pusieron en la solapa– no fuera a ser que le transmitiera algún tipo de venérea al primer mandatario de la nación. “Hágase el que busca una irritación, un chancro, voltéela y mírela por todos lados y 55


asegúrese de que no esté armada. Le sorprendería saber lo que cabe entre las piernas de una mujer tan trajinada como esa” me ordenó el Coronel Padrenuestro, haciendo gestos de ventrílocuo, mientras esperábamos a que La Reina se cambiara. Al Milongas le cambió la cara, se dio el lujo de sonreír, de pensar la fortuna de haberse casado con una mujer tan sagaz; y pensaba, por supuesto, en su inmunidad y lo que ésta significaría para cumplir su sueño –que es el mismo de cualquier hampón del planeta– el de limpiar sus apellidos y el honor de su familia para untarse de cultura y buenos modales, sin tener que esconderse de nadie. Ni siquiera le molestó el prerrequisito de que su mujer fuera examinada por un enfermero, inclusive comentó: “Lo entiendo Coronel, que haya sido Reina de Belleza no quiere decir que el culo no le huela a mierda”. Mientras El Milongas se reía de su propia ocurrencia, el Coronel Padrenuestro aprovechó para decirle “entiendo que un hombre en su situación desconfíe hasta del Presidente de la República, por eso yo me quedo aquí hasta que La Reina vuelva esta noche o mañana temprano, con la resolución presidencial que firma su inmunidad. Hágala revisar por sus abogados y hasta que no quede a su satisfacción La Reina no tiene por qué volver a la Quinta de Nariño, ni hacer caso de los caprichos seniles de ese guevón”. Ese miramiento no pedido y esa manera liviana de referirse al Presidente Nicéforo, tenían por objeto evitar contratiempos, un “guiño de confianza” que aplacara cualquier arrepentimiento final. La Reina me tomó del brazo, “vamos corazón” me dijo y atravesamos, a la vista de los comensales, el corredor lateral tapizado de fotos e ilustraciones de caballos, hasta llegar al portón rojo. Al subir a la limusina, Polanía cerró el apartaguaches, el vidrio oscuro que separa a los pasajeros del conductor en los carros amplios y lujosos. Me senté frente a ella y no fue sólo su belleza de diosa universal lo que me asombró sino haberme dado cuenta, en el trayecto hasta el carro, de que Reyes y Quesada –mis compañeros, los de la chanza del jabalí– estaban con delantales de cocina, en la mitad de la fiesta y parecían estar pendientes de las lechonas. Examinar a La Reina debía tomarme el tiempo suficiente para que el Coronel Padrenuestro lograra salir sano y salvo del operativo, pero las órdenes de Polanía eran claras: arrancar a los quince minutos, pasara lo que pasara. Empecé por tomarle el pulso y con sólo eso, ella presintió mi leve erección porque comentó “o sea que no eres maricón, porque con esa cara tan linda pensé que eras de caminar ladeado”. Me tomó los cachetes como a un chiquillo y se quitó la piel que llevaba encima. “Chinchilla” musitó, como para oírse ella misma, se quitó las medias de nylon y siguió hablando: “Primera Dama por una noche ¿quién lo diría? ¡qué tal que me quede gustando!” y le dio 56


rienda suelta a un monólogo ininteligible, en voz más bien baja después de quedar desnuda; se quitó hasta los aretes, echó la cabeza y los hombros para atrás mientras yo la palpaba. Me distraje en la parta baja de su espalda porque, ahí, justo arriba de donde el culo deja de llamarse culo, tenía tatuado el mapa de Cundinamarca. “¡Lo que hacen las candidatas para ganar un reinado de belleza!” pensé y mi sensación fue de ternura. Hoy pienso que ese trance, de hablarse a sí misma en voz baja, era su forma de desligar su cuerpo de los juicios de la conciencia o como forma para desactivar, a su acomodo, los interruptores que controlan el placer, el asco y la vergüenza. También he pensado todos estos años que, adentro, El Milongas cayó en la trampa de sentir que estaba ganando un cómplice. Los sucesos de esa tarde se fueron volviendo mitológicos, se llenaron de arandelas fantásticas entre miles de versiones pero, la verdad, el detalle que el tiempo mantiene inalterable es que el mafioso preguntó: “Entonces, ¿el Presidente Nicéforo también sabe quién soy yo?” A lo que el Coronel Padrenuestro le contestó: “Ese malparido favorece al que tenga plata, sin distinción y me tiene a mí para cuidar sus intereses y evitar que haga alguna cagada. ¡Usted sabe! Hay que estar encima del malparido porque a veces se le sale la bestia que lleva adentro y termina haciendo cosas irreparables; pero tranquilo que su reinita está a salvo porque desde que la coronaron, lo único que ha querido, como él mismo dice es: '¡atravesarla en cuatro!' y se las da de poeta el muy cabrón”. Dicho esto, le pegó una última copiada al Paquistán que ya le estaba quemando los dedos. Lo sostuvo entre las uñas hasta sacarle el estertor final acompañado, de inmediato, por el carraspeo característico previo a sus monumentales escupitajos. El Milongas, mientras tanto, hizo la reflexión esperada: “Este cara de verga me amenazó, me hizo sentir como un pintado en la pared, pero se la dejo pasar porque el vergajo tiene peso en las güevas y lo único que quiere dejar claro es que somos de la misma calaña. Vale güevo la cercanía con el Presidente de la República si uno no tiene a este hijueputa entre el bolsillo. Además, se le ve en los ojos que también le tiene ganas a mi reinita, o sea que ¿quién mejor para cuidármela?” Ese acto de fe en un hombre al que le vio, a leguas, una capacidad sanguinaria equiparable a la suya, fue lo que determinó la continuación de una apoteósica carrera militar signada por la buena estrella. “Coronel” le dijo estirándole la mano: “Váyase, que si mi reinita no vuelve intacta, lo culpo con más facilidad a usted si está con ella, que si se queda aquí escupiendo tabaco como un negro con tuberculosis”. Existe una discusión, entre quienes vivimos esa tarde alucinante, acerca de si fueron primero los tiros de los francotiradores o la explosión de las lechonas; pero eso no 57


importa, el caso es que para cuando llegaron los refuerzos, que estaban bastante cerca, ya no quedaba nadie en pie para responder al ataque. La verdad, monda y lironda, es que doce hombres comandados por mi General Padrenuestro, cuando apenas era coronel, acabaron, en media hora, con casi quinientos delincuentes. Por supuesto que había mujeres y unos pocos niños pero eso nunca nadie lo supo, ni nadie nunca preguntó. La prensa, al otro día tituló: “Lechonas rellenas con dinamita, vendetta entre esmeralderos”. Así quedaron las cosas, como un evento fortuito de venganza entre mafiosos. Entre la limusina, parqueada en un escampadero a cincuenta metros de la salida de la finca, se alcanzaban a escuchar los gritos de los incinerados. La Reina se cogió la cabeza con las manos y repasó, en su memoria, el número de la cuenta bancaria y el lugar donde escondía la llave de la caja de seguridad. Lo segundo no era, en realidad, un ejercicio mental, podía sentir la llave con sólo apretar las nalgas, pues la llevaba consigo desde que le contaron dónde y envuelta en qué, llevaban los presos plata, droga y esmeraldas. Apenas llegaron Reyes y Quesada, corriendo y con ese gesto imborrable del deber cumplido, Polanía les abrió la puerta y el Coronel Padrenuestro me mandó al puesto de adelante, con ellos; quería quedarse solo con La Reina y fue, ahí, cuando me dijo: “¡Chino! Escríbame un discurso bien almibarado para mi posesión como General de la República”. En el puesto del copiloto, bastante apretados, con el apartaguaches cerrado, nos dio gusto encontrarnos, estar de nuevo entre conocidos y por lo que hablamos, me di cuenta de que, desde la broma del jabalí, ya la operación Media Luz estaba en marcha. Atrás, con una rodilla apoyada en la mullida cojinería, el Coronel Padrenuestro le estrujaba la cara a La Reina, se la restregaba contra el vidrio trasero, desde el que se alcanzaba a ver la columna de humo que salía del sitio de la masacre y le gritaba: “Mire, malparida, se quedó sin corte y sin reino y no me venga a hacer ojitos de víctima, porque El Milongas era un santo patrón comparado con la maldad que usted arrastra entre ese cuerpo de perra culiona, de puta entre bestias y carroñeros”. La tomó de la cintura con una violencia demoledora, como si se estuviera espantando el nerviosismo y la ansiedad de las últimas horas. Le cogió la lengua con los dientes y sin soltársela se la chupó hasta sacarle sangre; le cogió igual los labios de la vagina y como quien se come un mango después de pasar hambre diez días, no dejó sino una pepa desmechada y pálida; La Reina gritaba con una rabia contenida por el engaño, sentía en su piel la presencia de esos muertos que pagaban su turno para abrirla de par en par y arremeterla hasta el cansancio, con la incredulidad y el asombro pintados en sus caras, como de estarse pichando a la mismísima Virgen María.

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Que el Coronel Padrenuestro aprovechara las circunstancias para hacer lo suyo le debió parecer normal. Violarla a ella –pensaría– era darle un cierre con broche de oro a la operación, el premio a su merecida victoria. Mientras la volteaba incesante, le gritaba “¡ábrete más, perra!” y la tomaba de frente y de espaldas con unos resoplidos roncos y un sudor oleaginoso y verde lubricándolo todo. La Reina, con los codos contra la ventana lateral, esperaba la descarga final; daba unos alaridos que harto había puesto en práctica, mientras trataba de no maltratarse la cabeza que pegaba en el vidrio con la fuerza de cada vaivén y pensando en cómo le quedarían las rodillas para su encuentro con el Presidente de la República. Vio la noche que caía, los carros que empezaban a encender las luces, vio también pasar un par de tractomulas larguísimas hasta que sintió, por fin, un reflujo muy caliente en su desembocadura y antes de que tuviera tiempo de hacer su perfecta imitación del orgasmo sincronizado, se abrió la puerta en la que estaba apoyada y el Coronel Padrenuestro escuchó su cuerpo desnudo totear contra el pavimento, reventarse como cuando uno pisa una cucaracha y un grito agónico que se perdió entre el pito de buque de una flota transmunicipal. A la semana siguiente tomó el mando como General de la República, con la imposición de un brillante sol en sus charreteras, era el primero. “La Reina se me escapó de las manos, Señor Presidente y La Chorra se la vendió a un señor de Pacho, al que llaman El Sangrón” le dijo al primer mandatario, cuando le llevó las escrituras de la Uña que incluía un bosque de pinos canadienses y un lago repleto de cisnes plateados. Después de los aplausos, el Presidente Nicéforo lo felicitó por el discurso y el ímpetu de su oratoria y al bajar del estrado enmarcado por el escudo y la bandera de Cundinamarca, mi General Padrenuestro se me acercó para decirme, delante de Reyes y Quesada: “Chino, usted va a ser mi lugarteniente vitalicio, a cargo de escribir mi vida”. Sus botas impecables sonaban fuerte contra el piso de parqué y en contraposición a los salticos amortiguados de conejo del Presidente de la República y a la delicada reverencia de su séquito, es como si un búfalo hubiera templado en el reino de Oz.

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Venga a nosotros tu reino

“Hacia donde yo miro es el norte: la dirección a seguir” decía mi General Padrenuestro cuando hacía ejercicios simulados, en el monte, con sus muchachos, como se refería a los soldados y oficiales que conformaban el comando a su cargo. Él escogía, en persona, a cada integrante, como lo hizo conmigo; los miraba fijo a los ojos, durante un rato largo y algo en lo profundo de su ser le revelaba la justa dimensión de quien estaba enfrente. A veces los trataba, desde el primer momento, como si fueran sus hijos, pero a otros les ponía unas pruebas inauditas como rebuznar enfrente de la comandancia o pintarse caritas felices en las nalgas. “Un hombre mata por usted” decía, a la vez que concluía “pero hacer el ridículo por uno requiere de un vínculo más fuerte”. Reclutaba también mujeres para operaciones encubiertas y como en esa época aún no les estaba permitido prestar el servicio militar, las sacaba de donde las encontrara y las entrenábamos entre nosotros. Básicamente eran vendedoras, meseras y secretarias, muchas de las cuales puteaban los viernes y sábados para ganarse unos buenos pesos. Las buscaba, por lo general, altaneras y de pierna gruesa, capaces de asfixiar a un hombre entre las tetas y caparlo a rodillazos. Mujeres vulneradas de jóvenes por algún tío o primo o por su propio padre y dispuestas a no dejarse joder de nadie, nunca más. La mayoría terminó casándose con alguno de nosotros que era como casarse con todos porque bajo ninguna circunstancia dejaron de ser nuestras mujeres; a veces oficiaban como hermanas, otras veces como amigas con derechos y otras como madres, inclusive. Trabajar de cerca con mi General Padrenuestro era entregar la vida a sus causas, las cuales no se ponían en duda por ningún motivo. Tal compromiso estaba marcado por una vida familiar escasa y muchas veces tormentosa y llena de sobresaltos; por eso tener una pareja, a la mano, era ideal y esa fuerte querencia nos obligaba a defendernos con mayor ahínco y fiereza. Éramos incondicionales y sin 61


posibilidad alguna de alojar, en nuestro seno, traidores de ninguna especie. Podíamos ser asesinos, putos y sanguijuelas pero no traidores; de ahí que a mi General Padrenuestro sólo pudo matarlo una espina de pescado la tarde aciaga en que, por la prisa, se quiso pasar entero un bagre ensancochado, al que le echaba grandes cantidades de limón y un picante tampiqueño hecho por los lados de Potrero Grande, por la vía que lleva a Choachí, Ubaque y Fómeque. Cuando Celina Ancízar apareció supimos, sin decirlo, que era intocable. Mi General Padrenuestro la trajo herida; un picahielo le atravesó la espalda por cobrarle tres noches seguidas de revolcón y droga a un mafioso de las apuestas. Con los ojos desorbitados le gritaba: “¿Vos quién te creés que sos malparido? ¡Cabrón de mierda! Me dejás la chocha como una malteada de leche agria, con el ardor y la cochambre de ocho guardaespaldas encima ¿y yo qué? Me pagás hijo de puta o te saco los intestinos. ¡Malparido!” mientras pateaba a lado y lado, como loca, con unas botas vaqueras que era lo único que llevaba puesto. Tenía unas pantorrillas montunas y sus tetas señalaban de frente como las armas durante un fusilamiento o las pistolas desenfundadas del Bueno, el Malo y el Feo. El arbusto de su vagina era tan espeso que los pelos se le salían por el pantalón. Le gustaba que la miráramos –en su culo cabían nuestros ojos al unísono y con comodidad– que le oliéramos sus axilas sin afeitar después de un día de prácticas de campo y trote. “Aprovechen que entre los brazos me huele igual que entre las piernas” decía y le restregaba el producido de sus sobacos, en la cara, al primer descuidado que encontraba en el camino. Su vulgaridad nos mantenía en constante arrechera porque llamaba las partes femeninas por su nombre, lo mismo que sus sudores y el humor afrodisiaco que emanaba de su cuerpo. Había que andarse con cuidado, de todas maneras, no sólo porque era una mujer letal, sino que mi General Padrenuestro la hizo suya desde las primeras prácticas y hasta tres veces, a diario, gozaba de esa pertenencia entre los matorrales y a la vista de todos. “De culiada en culiada la fue enamorando” decían en las barracas y a él se le veía, intenso en grado sumo y eléctrico, como un cazarrecompensas cerrando el cerco alrededor de su presa. Cuando salió de la clínica, pidió que le devolvieran el picahielo que le sacaron de entre las costillas; miró su destello a contra luz y juró una cruda venganza contra el mafioso de las apuestas. Más tarde averiguaría que se trataba de Martín Gualteros, alias Caterpillar; lo llamaban así porque tenía la quijada caída como las palas mecánicas que utilizaba la administración distrital para recoger escombros y que eran de marca: Caterpillar. Jeremías Gualteros, su padre, tenía la afición de jugar al 5 y 6; apostaba a 62


los caballos, los domingos, llenaba unos formularios llenos de nombres maravillosos que marcaba para cada carrera, como La Estrella de Arabia, Enredadera, Llanero de Plata, Casanova o Ganímedes, por ejemplo. Cuando ganaba, una o dos veces al año, llevaba a la familia hasta el hipódromo, el siguiente domingo y gastaban el dinero en más apuestas; era divertido y nunca significó un descalabro económico, como solía sucederle a personas que no podían controlar el monto progresivo de lo que apostaban. Caterpillar era el primogénito y como tal, debió hacerse cargo de la familia cuando Don Jeremías murió de un aneurisma fulminante. Por pura coincidencia, el hipódromo cerró a los pocos meses y quedaron cesantes una serie de apostadores que no sentían fluir la misma adrenalina apostando a los partidos de fútbol o a las reinas de belleza nacionales, del bambuco, el café, la marimonda y la arepa de huevo. Caterpillar ideó unos puesticos de madera que, en las esquinas más céntricas de la ciudad, recibían pequeñas cantidades de dinero para apostarle a los tres o dos últimos números de las loterías nacionales que jugaban cada semana. Su imperio nació del menudo; de cinco centavos en cinco centavos construyó una empresa que, hoy, está en el mercado accionario y pertenece a una sociedad anónima, pero que por esas épocas requería de diez personas, al día, para recontar los bultos de monedas que llegaban a la oficina principal, después de las seis de la tarde. Su logotipo mostraba a un hombre flaco y hambriento y a otro gordo y feliz: la diferencia entre ganarse y no ganarse la lotería. En buena hora, Cundinamarca hizo un convenio de intercambio de productos televisados con los United States of Mexico y un manito gozón, con un chipote chillón, una bolsa de maní y un overol encogido, representaba los personajes más reconocidos de la América hispanoparlante. Tenía un sketch llamado Los Caquitos en que aparecían El Botija y el Chómpiras, el uno gordo y el otro flaco. Eso bastó para que, de la noche a la mañana, se volviera de moda jugar a los caquitos y lo más importante, sus puestos fueran reconocidos a lo largo y ancho de la ciudad. Es de imaginar que dicho nombre le dio más de un dolor de cabeza, pero Caterpillar se esforzó para que su negocio fuera ejemplo de juego limpio y honestidad, cosa que muy pocos creían pero que era cierta. “No todo el que tiene un alias es un ratero” decía con regularidad y eso, también era cierto. Su único problema, es que el alcohol y la droga se le subían a la cabeza cuando se iba de putas, agregado al hecho de que lo criaron y lo enseñaron, como a la mayoría de los hombres nacidos en el seno del catolicismo, a irrespetarlas y considerarlas poco o menos en la escala social. Mi General Padrenuestro fue criado igual sino que llegó a pensar distinto; para él, 63


desde joven y durante su formación de soldado a oficial, todas las mujeres eran unas putas hasta que no demostraran lo contrario, pero, con el tiempo, las dejó de pordebajear a medida que aventajaban a los hombres, en múltiples aspectos de la vida militar: perseverancia, sensatez, equilibrio y compromiso, por no alargar la lista. Las trató cada vez con mayor consideración y respeto porque, en realidad, a lo largo de su vida les fue teniendo la más alta admiración; amó a las que pudo, hasta que comprendió que la vida sin ellas hubiera sido un camino de espinas, sin salvación, ni cruz. Recién nombrado General su visión, sobre ellas, iba en franca evolución; seguía pensando, sin embargo, que las mujeres entregan su cuerpo esperando algo a cambio; “y ese algo es siempre material, Lugarte. No vaya usted, por ahí, pensando que lo que quieren de vuelta es un atardecer o las estrellas o un poema” me repetía y ante mi mirada incrédula y aterrada, me cogía un cachete entre los dedos y me decía con cierta condescendencia “¡dígame que usted no es tan guevón, Lugarte!” Por eso, en el cuartel pensábamos que mi General Padrenuestro no estaba hecho para el matrimonio, hasta que apareció Celina con su sexo al aire, su lengua sin freno y su olor visible: un vaho en forma de lazo que nos abarcaba, que nos embrutecía y que, de paso, fortalecía el ánimo de superación de las demás mujeres. Las diez o quince que había, que se capacitaban con nosotros, empezaron a superarnos, pero nadie dijo nada porque nuestra lógica machista-paramuna-judeo-cristiana permitía captarlo a un nivel casi inconsciente, pero no expresarlo, hacia afuera, con palabras o un mínimo de coherencia. Mi General Padrenuestro se sumió en un estado de placentera perplejidad, como si hubiera encontrado un claro, un remanso, entre el chiquero de su alma. Se le veía recoger flores en los jardines de la comandancia, oler el jabón bajo la ducha y acariciar a las vacas; en noches de luna llena se bañaba empeloto en los estanques y le silbaba a Celina tonadas de Pedro Infante y Javier Solís. Ella lo acompañaba en sus arrebatos hasta que, un día, sintió que estaba embarazada y dejó el entrenamiento con la excusa de una migraña incontrolable; se enroscó en su cama sin comer, ni dormir, con una culpa de Damocles colgándole de las vigas del techo. No era que tuviera dudas acerca de la paternidad, sino que “una no puede ser tan puta sin recibir un castigo ejemplar” pensaba entre un sopor maligno que se le metió en las cobijas y que le produjo una calentura que la tuvo al borde de la muerte. La noche que se la llevaron de urgencia al Hospital Militar, con una fiebre de cuarenta y cinco grados, lloramos como hombres, o sea para adentro, partidos en dos y el gesto, en la cara, de tener un limón entre el culo. Los médicos dijeron que el embarazo no estaba afectado, pero que si no bajaba la 64


fiebre Celina y el bebé podrían morir. Mi General Padrenuestro escuchó a los especialistas sin parpadear, no dijo palabra y se quedó parado, el resto de la noche, en un frío corredor, oscuro y con vista a la ciudad; a la que sentía latir bajo sus pies y se le antojaba viva y enferma, igual que Celina; y como no podía hacer nada por Celina, decidió bajarle la temperatura a la ciudad. Arrancó una operación de saneamiento sin precedentes que destapó ollas, alertó soplones y doblegó delincuentes. Bogotá despertó sitiada por las fuerzas de la ley; mientras Caterpillar se lavaba los dientes, sus casetas de juego de caquitos fueron desmanteladas y revisadas hasta la última puntilla. Asimismo se hizo con los negocios callejeros: ventas de palo santo, cajas de embolar, fritadoras de churros y puestos de perros calientes, entre otros; hasta las máquinas de escribir que se usaban para hacer declaraciones de renta, al amparo de una sombrilla frente a las oficinas de Impuestos Nacionales, fueron revisadas sin ningún asomo de piedad. Lastimosamente, cayeron peces pequeños sin mayor importancia y mi General Padrenuestro fue llamado por generales, más arriba que él y de mayor influencia –que todavía los había– a responder por sus actos. Tampoco les dijo nada, tal vez porque consideró, en ese instante, que la vida sin Celina no valía un güevo y que si lo que querían sus superiores eran peces gordos pues no le quedaba más remedio que coger a unos cuantos. La fiebre de Celina bajaba por raticos, gracias a las frazadas con alcohol que le ponían en la frente y los baños de agua helada que le daban a la fuerza, pero la fuente infecciosa no aparecía por ningún lado y cada día que pasaba era más crucial encontrarla. De primera mano, mi General Padrenuestro recibió los resultados de sus pesquisas y se sorprendió al saber que los puestos de juego de caquitos, los mil ciento cincuenta que revisaron, no revelaron ninguna actividad delictiva. Tal curiosidad se debió a que, él, también creía que los vendedores de lotería llevaban, en realidad, los bolsillos llenos de maracachafa, canuto, moña o como quisieran decirle al residuo despepado y secado al sol del cannabis. “¡Lugarte, averígüeme quién es el dueño del juego de caquitos y póngamelo de frente!” exclamó; cuando mi General Padrenuestro utilizaba la expresión “póngamelo de frente” quería decir: arréstenlo con cualquier excusa y me lo traen custodiado hasta donde yo esté. Don Caterpillar, como le decían con deferencia sus subalternos, se encontraba en su oficina sacando cuentas, en una calculadora de palanca, con su lustrabotas, al pie, cuando le cayó la policía y lo detuvo por posesión ilícita de dinero. Se rio, se dejó esposar y dijo en voz alta para quien quisiera escucharlo: “¡Cantidad ilícita de dinero! Eso debe ser ni tan poquita para meter 65


en los bolsillos, ni la suficiente para untarle la mano a estos hijueputas”. Como no entendieron el sarcasmo, los agentes que hicieron el arresto le dieron un culatazo en el hombro y se lo llevaron también por intento de soborno. Mi General Padrenuestro entró pisando más fuerte que de costumbre al calabozo donde lo tenían amordazado, mientras gritaba: “¡Qué mano de incompetentes tengo a cargo, dios mío! ¿Cómo se les ocurre arrestar al Señor Gualteros?”; quería quedar como su salvador y lo logró, porque aunque Caterpillar tenía buen temple para tratar con la autoridad, se estaba empezando a sentir preocupado ante la torpeza de quienes lo apresaron. Lo llevaron al casino de oficiales, no sin antes pasar por la enfermería a que le vendaran el hombro; lo sentaron en una mesa larga como la de los reyes de Francia y cuando mi General Padrenuestro volvió a aparecer, él mismo cogió su asiento y lo acercó al detenido, generando así un clima más amistoso. Bastó un par de horas para que se abrazaran a cantar rancheras; a mí me escogieron para poner los discos en una radiola con tornamesas de esas que vendían a crédito en Chapinero, en un almacén con apellido judío. Se contaron las historias básicas de dos personas que recién se conocen y se les notaba la mutua empatía porque se festejaban los pedos y eso en cualquier relación humana toma bastante tiempo. Sobra decir que mediaron ingentes cantidades de alcohol pero sigo pensado, sobre esa noche, que fue muy extraño que mi General Padrenuestro bajara la guardia con tanta facilidad ante un desconocido. Él se preciaba de medir a las personas con sólo tenerlas de frente pero, como siempre hay excepciones, yo estaba convencido de que ésta era una de ellas. Después de la medianoche, los dos hombres se quedaron solos y Caterpillar sacó una papeleta con cocaína y se metió un pase “producto cundinamarqués” dijo, evitando con éxito un estornudo; con la misma esquina de la tarjeta de crédito que puso en ambas fosas nasales, con una poca cantidad del polvo blanco, le ofreció a mi General Padrenuestro y éste –aunque no la conocía– repitió la ceremonia de taparse un lado de la nariz y aspirar por el otro la droga y viceversa; sus pulmones se abrieron como las plumas de un pavorreal y la borrachera se le pasó de inmediato. “¡Mágica!” exclamó “sólo falta que nos pongamos a exportarla, si es que no hay delincuentes haciéndolo ya y que Cundinamarca se nos vuelva un campo de batalla”. Sus palabras premonitorias cayeron en saco roto porque los guardaespaldas de Caterpillar entraron con estridencia llevando, del brazo, cuatro putas. La imagen de Celina, roja de fiebre, lo hizo disculparse y salir sin despedirse. Cuando esto sucedía, era obligatorio, para los que estábamos de guardia, limpiar el lugar y sin dar mayores explicaciones, llevar a los invitados a sus casas. 66


Al otro día almorzaron juntos y diseñaron, poniendo saleros y servilletas en sitios estratégicos de la mesa, un operativo que pondría en jaque la distribución de marihuana en el centro de la ciudad. Cada puesto de juego de caquitos sirvió de carnada para atraer a los cabecillas del negocio. La argucia funcionaba así: cada vez que un apostador se ganaba un caquito doble o triple, se le pagaba en billetes y “por equivocación” en el fajo iba enredado un barillo; el vendedor lo retomaba con rapidez y se disculpaba con cara de estar molesto por el error cometido. Se empezó a regar la bola de que los caquitos se estaban volviendo, de verdad, caquitos y los mafiosos empezaron a echar cuentas del mordisco tan sustancioso que los puestos de Caterpillar Gualteros les debían estar quitando. Los cabecillas se reunieron en secreto y sin pensarlo dos veces, lo sentenciaron a muerte y sus hombres salieron a buscarlo y como no lo encontraron, atacaron –de acuerdo con lo planeado– los puestos de juego de caquitos y se encontraron siempre acorralados, sorprendidos, emboscados en sus propios territorios y por los mismos policías que recibían, con regularidad, sus sobornos. “El fuego se combate con más fuego” decía mi General Padrenuestro mientras dejaba escupitajos llenos de tabaco en las paredes y en el piso, de los cuarteles de la carrera quinta con calle cuarenta y cinco, donde nos trasladamos para estar más cerca de Celina y de los médicos a quienes, él, amenazaba, cada vez, con más ahínco y menos palabras sutiles. Si bien es cierto que, con esta segunda fase del operativo, seguían cayendo delincuentes de poca estopa, era cuestión de tiempo antes de que los mandos medios y altos de la mafia empezaran a involucrarse personalmente. Hay que tener en cuenta que las estructuras criminales de esa época no eran muy compartimentadas, ni tan distanciadas entre la cabeza y la cola. Tocó meterle catres a los corredores de La Picota –la cárcel más grande de Bogotá– y las comisarías se llenaron, al extremo de que, ni siquiera, había suficientes formatos mimeografiados para realizar los papeleos de traslado de los reos. Mi General Padrenuestro convenció a Fabricio Pepón Olarte, Ministro de Relaciones Exteriores, para que firmara un convenio de cooperación laboral con Panamá y mandó camionadas de mano de obra “calificada” al Tapón del Darién para ayudar a unir el sur y el norte de la famosa carretera Panamericana. Nuestros nacionales –convictos pero sin mayor vigilancia– llenaron de asfalto los cauces de madera hechos por los ingenieros y al ver que con la primera lluvia desaparecían en el fango movedizo de la ciénaga, corroboraron de forma empírica el decir de los lugareños: “Es que, por aquí, hasta los huecos se hunden”. Les bastó un par de semanas para encontrar enlaces con Ciudad de Panamá, a la sazón puerto libre y se 67


dieron a la tarea de contrabandear electrodomésticos y traerlos a Bogotá en los mismos camiones que seguían llevando los presos que no cabían en las cárceles de la capital y que –en principio– debían devolverse vacíos. Cuando los altos mandos militares se dieron cuenta del ilícito, pusieron el grito en el cielo y acusaron a mi General Padrenuestro de lucrarse a costa de los bienes de la nación y le improvisaron en pocas semanas una corte marcial para poder deshacerse, por medio de un juicio relámpago, de quien era evidente que venía pisándole los talones al cerrado círculo de la comandancia. Ocupado, como estaba, desmontando la red de distribución de marihuana, de día y acurrucado bajo la cama de Celina, de noche, le mandó decir a la Justicia Penal Militar que se fuera para la mierda. En el acto, lo mandaron a arrestar; cincuenta efectivos llegaron al hospital, pasado el mediodía. Los vimos llegar desde que se bajaron en la carrera séptima, dos cuadras más abajo, porque aunque ellos se escondieron aprovechando los muros de contención de las edificaciones circundantes, los buses verde oscuro que los transportaron, desde el Cantón Norte, se devolvieron por la carrera quinta, frente a nosotros. La veintena de hombres que estábamos con mi General Padrenuestro y él mismo, nos pusimos las batas blancas de cuanto médico encontramos escaleras arriba y cuando llegamos al techo notamos, mirando hacia la entrada principal, que los soldados creyeron estar bien resguardados, al amparo de una valla publicitaria con playa, brisa, mar y palmeras que decía: “Tiquetes a San Andrés, pague dos y lleve tres” pero desde donde estábamos se veía la hilera de cascos, uno tras otro, esperando la señal de ataque o a que llegara alguien de mayor rango. Gozábamos de una ventaja estratégica, pero era impensable que, tratándose de un arresto, alguno de los dos bandos emprendiera un tiroteo y menos entre miembros de un mismo ejército; por eso, mi General Padrenuestro puso en marcha la operación: Más vale guano en mano que tiros volando –nombrada a posteriori, por supuesto– que consistió en recoger la inmensa cantidad de caca que las palomas depositan en el techo del Hospital Militar –valga decir que algunos no encontraron guantes quirúrgicos en los bolsillos de las batas– y lanzarla contra los uniformados, en la calle, detrás de la valla, que no supieron lo que les caía del cielo hasta que el olor delató el carácter orgánico de la munición. El Ministro de Guerra, general de tres soles Facundo Valverde Ortegón, en persona, llegó a hacerse cargo de la detención y al bajarse de su jeep blindado fue recibido, igual, por varias plastas de excremento blanco que le quitaron el brillo a las insignias que, lucidas en su pecho, eran su principal razón de orgullo. La ofensa fue considerada como una osadía y el insulto fue recibido con una rabia desaforada por parte de la élite de los generales, quienes 68


ordenaron remover, ipso facto, de su cargo a mi General Padrenuestro y escarmentarlo con toda la fuerza del estamento militar; que no era tampoco tanta, teniendo en cuenta que no podían saltarse al Presidente de la República, ni siquiera aplicando las cortapisas del Estatuto de Seguridad –tan en boga, por esas épocas– si éste fuera el caso. Celina agonizaba, le hicieron un aborto inducido para tratar de salvarla pero todo parecía inútil; ella se cansó de pelear por su propia vida, tal vez pensando que ese era el precio a pagar por el derroche de la carne, por el pecado de despertar la lujuria del animal masculino. Rogaba a dios por un último perdón que, por lo menos, le alcanzara para llegar a los dormitorios baratos del purgatorio donde, sin ninguna duda, la pondrían en cuatro patas pero a limpiar las escaleras interminables que llevan a la bóveda celestial. Se escuchaban afuera las barricadas de soldados que, hombro contra hombro, venían a llevarse a mi General Padrenuestro para la cárcel, donde le quitarían el uniforme y lo devolverían, posiblemente, a esas tierras grises, de papa y frailejón, que lo vieron chuparse el dedo y dar los primeros pasos. Le hubiera bastado irse con Celina adonde fuera que ella lo llevara, daba igual; el amor era preferible a la honra, por eso nos ordenó orar –nos pasó laminitas con los rezos de San Eustorgio y San Perico, los santos culebreros a los que le rezan los mineros que quedan atrapados por las avalanchas– y hacer caso omiso del enfrentamiento que estaban buscando los hombres más condecorados de la patria. Por vencido que estuviera, en los medios de comunicación lo que vieron los televidentes fue a una fuerza pública que necesitó de demasiados hombres, para doblegar a uno solo. “Lluvia de mierda divide a los altos mandos militares” titularon, palabras más, palabras menos, la prensa y los noticieros que expusieron el drama, de un general desconocido, dispuesto a no dejarse separar de su novia enferma, por cuenta de camiones militares llenos de mercancía ilícita traída de Panamá. El agravio de mi General Padrenuestro a su superior fue el tema del día, no se habló de nada distinto, pero la gente se solidarizó mil veces más con la historia de amor que con el desplante cometido y para ser francos, le importó un bledo el contrabando de electrodomésticos. Sin embargo, sin evaluar mucho la situación, cegado por la humillación pública de un subalterno, el Ministro de Guerra quería demostrar que estaba al mando e invitó a los canales de televisión para que filmaran, en vivo, el arresto de mi General Padrenuestro; sin percatarse de que, él, era el malo del paseo y de que le estaba entregando a los cundinamarqueses un héroe a quien querer y en últimas, en quien confiar. Mi General Padrenuestro nos pidió que rezáramos y lo hicimos, nos pidió que evitáramos acciones innecesarias y asentimos con la cabeza, 69


nos pidió que lo dejáramos solo y lo hicimos también, tal era la determinación que teníamos de hacer su voluntad. Blas fue el único que se rehusó “yo le rezo a mi pistola y a mi cuchillo y les pido que me ayuden a matar a los hijueputas que lo quieren agarrar” masculló y apenas pudo, se escondió en lo que debía ser una farmacia o una especie de laboratorio. La redada al hospital se detuvo durante un par de horas, mientras las cámaras de televisión quedaron instaladas y listas para hacer las veces de testigos de primera fila. Mi General Padrenuestro estaba técnicamente vencido, se quitó el uniforme y lo dejó doblado sin una arruga sobre la silla frente al televisor, lo prendió y pensó –me contaría años después, con la risa ingenua del recuerdo– que “estos güevones de los noticieros, además, me iban a mostrar el perímetro” lo apagó y se esposó a la muñeca de Celina, como para retenerla en el más acá y dejó su arma a la vista, pero fuera de su alcance; se recostó al lado de su amada y se obligó a respirar a su mismo ritmo hasta que sintió que sus corazones se esforzaban por batir al tiempo. Al rato, recibimos la orden de no oponer resistencia, pero nadie pensó, tampoco, que fuera tan fácil llegar al cuarto del hombre que había ofendido a las fuerzas militares y que estaba en ciernes de recibir el peso implacable de la ley. La teleaudiencia esperaba algún tipo de enfrentamiento, algún chorro de sangre que justificara el trasnocho; el ascensor se abrió, la cámara enfocó un plano abierto del corredor y uno a uno, los pasos del Ministro de Guerra magnificados por el sonido, elevaron la tensión del drama. Lo vimos ponerse en posición de firmes, frente a la puerta del cuarto y golpear, como si se tratara de una visita protocolaria; se sintió el impacto y el estrépito de los vidrios de las ventanas que, al reventar, dieron paso a hombres armados, por todos los flancos, que bajaron por cuerdas colgadas del techo del edificio; algunos resbalaron con los añicos que quedaron en el suelo pero, en cuestión de segundos, quince efectivos del Comando de Asalto y Operaciones Tácticas de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca, quedaron apostados en posición de ataque a lo largo de un corredor de neones blancos y baldosines amarillos. Con el estruendo, la enfermera de piso, una mujer con media velada gris y uniforme pardo-verduzco, entró en escena ondeando un pañuelo blanco en señal de paz. “¿A ustedes quién los autorizó a entrar por las ventanas?” preguntó, indignada por el susto en que habían dejado a los pacientes que ya empezaban –los que pudieron– a salir de sus cuartos y verificar que hubiesen salido ilesos. “Venimos a arrestar al General Padrenuestro, señorita, le ruego que guarde su distancia” respondió uno de los uniformados que parecía ser el segundo al mando. “Es en el piso de abajo” contestó ella y reiteró “porque ahí donde están golpeando es un baño”. La transmisión 70


de televisión fue interrumpida con un concierto de Julio Iglesias, apenas entraban las dependientas del aseo a barrer los vidrios y una auxiliar le ponía curitas y gazas con agua oxigenada, en las cortadas y raspones, a los hombres del escuadrón de asalto. En el piso de abajo, una enfermera trataba de tomarle la presión arterial a Celina, para lo cual tenía que despegarla del cuerpo de mi General Padrenuestro, quien guardaba la esperanza de que la muerte, al encontrarlos tan juntos, se confundiera y se lo llevara a él y no a ella. Su estrategia era muy simple: morir y de alguna manera resucitar para confesarle su amor y pedirle matrimonio; reflexión que hizo en voz alta, por lo que la enfermera lo escuchó y respondió “no sea tan pendejo, dígaselo de una vez”. Celina estaba inconsciente, desvestida, cubierta de compresas frías y aunque en su cuerpo hubiera podido crecer un cactus, su vientre daba la impresión de ser un abrevadero, a la luz de una bombilla de luz amarilla, donde se apaciguan las caravanas y huyen los asaltantes de los caminos. Golpearon a la puerta, la enfermera abrió y se encontró con los mostachos de mariachi desnaturalizado del Ministro de Guerra; le dijo que le era imposible dejarlo pasar porque la paciente estaba sin ropa. “Vuelva más tarde” remató y el General Valverde Ortegón miró el reloj y ordenó a los soldados sentarse en la sala de espera; prendió un cigarrillo, después otro y cuando iba por el tercero, vio por los ventanales, enfrente suyo, el carro negro acharolado de la Presidencia de la República acercarse a la entrada del hospital; se bajó primero el escolta que le abrió la puerta al Presidente Nicéforo quien, molesto porque cortaron la transmisión de televisión, fue hasta el lugar de los hechos para ordenar que restablecieran la señal y robarse algo de protagonismo, por supuesto. Justo después de escuchar “una noche triste nos conocimos bajo el cielo azul de Ipacaraí” los televidentes vieron a los miembros del comando de asalto, echados en mullidos sofás comiendo papas fritas con gaseosa; y en la siguiente escena, al Presidente de la República y a su Ministro de Guerra golpeando, de nuevo, en el cuarto que sí era de Celina. La enfermera salió y les dijo que todavía no podían entrar porque aunque la paciente ya estaba vestida, su novio estaba en paños menores, a lo cual el General Valverde, señalando a su superior con la trompa, respondió: “¿Es que usted no sabe quién es él?” Ella, con evidente e ingenua molestia, le contestó: “Mire, señor agente, puede ser John Travolta, el Papa o el Presidente de la República, me importa cinco, en este piso mando yo y punto ¿o quiere que llame a seguridad?” La gente en sus casas rio y empezó a dudar de que se tratara de una transmisión en vivo, al tiempo que se preguntaba quién será ese General Padrenuestro cuya detención es tan importante 71


para el gobierno. Los noticieros no encontraron mayor cosa sobre su vida, salvo los sucesos de la operación Media Luz en la que fueron más importantes las lechonas y sus buches explosivos, que sus verdaderos protagonistas. Por eso, desde ese día, empezamos a inventarle su propia mitología. Cada vez que nos tomábamos unos tragos nos inventábamos una nueva proeza digna de próceres y semidioses; la semana siguiente la contábamos como un hecho cierto y recién ocurrido al embolador, a las secretarias, a los peluqueros, a las muchachas del servicio y a todos aquellos cuyo oficio se fundamenta en el intercambio de información privada, ya sea como estrategia de relaciones públicas, para fortalecer vínculos con la clientela o para sacarle provecho a las horas de descanso. Frente a las cámaras, el Presidente Nicéforo se quitó la ropa y se la fue entregando –o mejor, colgando– a su Ministro de Guerra en los brazos y en los hombros; le golpeó de nuevo a la enfermera y cuando asomó le dijo: “Mire, estoy en igualdad de condiciones, déjeme entrar. Soy amigo de la pareja”. La enfermera lo dejó pasar y lo miró como si lo hubiera visto en alguna parte. “La escena era muy poética” relataría más tarde el Presidente de la República y debía serlo pues pocas veces se vivencia un amor tan entrañable y grueso: el hombre que ofrece su vida –al universo– para salvar la de su amada, enlazados por la fiebre, las cobijas y la cadena de las esposas, como metáfora de lo indisoluble, como si te ponen un revólver entre la oreja y te preguntan “¿el amor o la vida?” y respondes “el amor” y descubres, durante la milésima de segundo que demoras en morir, que, por lo menos, es la única justificación posible; y aunque tus sesos se pierden como perdigones y tu cuerpo queda en el piso, encogido, como la piel de zapa, tu esencia vital no se enfría porque guarda el calor imperecedero de quien se va de este mundo enamorado. Si Blas supiera las cursilerías que estoy escribiendo, me despescueza, sobre todo porque si puedo escribir, aquí, gran parte de lo sucedido en el Hospital Militar, esa noche, es porque él mismo me lo contó; se escondió –como ya escribí– en un cuarto-oficina-farmacia-laboratorio pero apenas vio un paciente recién sacado de cirugía, que llegaba en el ascensor acostado en una camilla, le arrancó el suero, lo alzó sin ningún esfuerzo, se lo entregó al camillero y se hizo pasar por un enfermo en muy mal estado. Me lo dijo en las siguientes palabras: “Me hice pasar por un enfermo adolorido de dolor” por lo que se puso a gritar como si le estuvieran arrancando los tuétanos y con los gestos y contorsiones de alguien que necesita inmediata urgencia; logró que lo trasladaran de un lado a otro del edificio, sin despertar las sospechas de tanto militar que ocupaba los rincones estratégicos y se camuflaba bajo las sombras oscuras de las escaleras y los cruces de los corredores; pasó de urgencias 72


a traumatología, a radiología, a cardiología y a cuidados intermedios, hasta que vio pasar a un cura, como los que describe Umberto Eco en el Nombre de la Rosa; y ahí fue, ante esa visión de un representante de Cristo, que se le ocurrió una forma de proteger a mi General Padrenuestro. Se disfrazó de cura, obvio y al cura lo disfrazó de militar y al militar, a quien encontró metiéndole la mano a una enfermera detrás de un biombo, lo amarró con una cortina del baño y lo golpeó con una bala de oxígeno que lo dejó inconsciente; a la enfermera le arrancó los calzones y los metió entre el bolsillo de la sotana, sólo para decirle al cura, con su voz de hiena afónica: “¡Hace lo que le digo o lo meto en un problema el verraco!” Mientras tanto en Villachica, su finca de recreo, Caterpillar se encontraba, en el estadero del segundo piso, cruzando los dedos y rezando por la salvación de mi General Padrenuestro; le había tomado aprecio porque compartían la moral, esquiva e irredenta, a veces, de estar siempre del lado de los buenos –que no es lo mismo que estar del lado de la ley–. Los guardaespaldas se encontraban afuera, patrullando los inmensos jardines y bosques de la propiedad, dos de ellos en el piso de abajo y otros durmiendo, mientras él, frente al televisor, compartía gozosamente cerveza y salchichas de tarro, con el hombre que lo había tratado de matar. Le decían “Belarmiño” por su cara de niño –era mayor de lo que su piel de porcelana y sus cachetes de ángel renacentista revelaban– y resultó que, a falta de una, tenía dos destrezas extraordinarias: una puntería de los mil demonios, podía dejar tuerto un colibrí a tres estadios de distancia y era –no sé cómo explicarlo mejor– un “subalterno carismático” capaz de cumplir con los encargos que se le pidieran, con prudencia y sin demoras; cualquier diligencia la realizaba con una alegría tal, con un agradecimiento tan grande de que le pidieran el favor más ínfimo, que la gente se apegaba a él con facilidad. Diez días antes, subido en las ramas altas de un eucalipto y con el ojo en la mirilla de un rifle con capacidad telescópica distinguió, a más de quinientos metros, el perfil de Caterpillar parado, en la mitad de una terraza con marquesina y con el gesto de estar hablando con otra persona. La posibilidad de que hubiera más de un interlocutor no lo intranquilizó; Belarmiño dio un respiro seco hacia adentro retuvo la respiración, afinó la puntería, corrigió la dirección en una centésima de milímetro y disparó. Se quedó inmóvil, invisible, vestido de negro como los ninjas de las películas que tanto disfrutaba; se concentró en sus propios latidos y al cabo de cinco minutos ya estaba tranquilo y consciente de que de la quietud que conservara dependía su inmediata suerte. Su historia –o la que contaba– es que aprendió a disparar en Israel, donde estuvo de intercambio un año, de los tres que prestó en el Batallón 23 de Infantería, después del 73


servicio militar obligatorio. Se retiró del ejército para montar un negocio de ebanistería que le supliera los suficientes ingresos para irse de cacería los fines de semana, seguir mejorando la puntería y cumplir con su sueño de matar un tigre de Bengala o un rinoceronte negro, sin saber que para tales hazañas le tocaba salir del continente y bandearse en otras latitudes. Sucedió que tenía un tío –aunque, a veces, decía que era un primo– con influencias en el Bajo Mundo, la discoteca de moda en Chapinero y epicentro de la distribución de marihuana a los rumbeaderos del norte de Bogotá y éste lo contactó con matones que asesinan desde desconocidos que les señalan con el dedo, hasta capos de otros territorios o “amigos” que, inocentes o culpables, cargan con la cruz de la traición por hablar más de la cuenta, haberse robado la novia de alguien más encumbrado o haber dormido una borrachera en la esquina equivocada. Su tío –primo– le recomienda no revelar su oficio de ebanista y “ponga cara de coyote hambriento” le decía, también, mientras proponía su nombre para cualquier trabajito, a la espera de que algún mafioso lo contratara a sueldo, que es como se vuelven, los delincuentes, parte de una pandilla o “familia” a la usanza de los sicilianos y los calabreses. “Para surgir como criminal, uno debe volverse cómplice de los cómplices” decía Belarmiño, despreocupadamente, a quien lo quisiera escuchar, como si fuera su eslogan personal; y no le faltaba razón porque mi General Padrenuestro pronunciaba, a veces, una frase con un sentido parecido: “No se le olvide, Lugarte, cada cual tiene un amigo, del amigo, del vecino, de la hermana boba, que necesita a alguien capaz de hacer el trabajo sucio”. El caso, es que después de haber disparado –reconociendo que no fue su iniciativa, contaba el joven francotirador– a un par de metros de la copa de un eucalipto, tenía rasquiña en la planta de los pies y unas ganas galopantes de pegarse una copiosa meada, por cuenta de una monita flaquita, de teticas chiquitas y pelito corto, que durante una noche de rumba, en el Bajo Mundo, dijo necesitar un muchacho con buena puntería, pero que nunca hubiera matado a nadie; que no oliera a ese almizcle parecido a la creolina que distingue a los asesinos. Lo encontraron, a los dos días, perdido en el bosque, con el pantalón mojado, oliendo a orines, desmayado y con una contusión en la cabeza; negó ser el dueño del rifle y lo llevaron frente a Caterpillar, quien lo hizo admitir que el golpe coincidía con la caída de un árbol y que sus manos olían a pólvora y algunos residuos, de ésta, se veían en la ropa. “Entonces ¿cómo fue que me mataste, pedazo de hijueputa?” le espetó, cogiéndole la cara y acercándole el radio, a las orejas, donde no se hablaba de otra cosa que del asesinato del dueño de los juegos de caquitos. En la requisa le encontraron un pase para conducir según el cual era natural de Fosca y su nombre 74


aparecía como Belarmino José Congote Palmarín. “Bueno, con esto, ya pueden ir marcando la lápida” dijo el Zar de las Apuestas, mientras sostenía el rifle que atravesó su propio cerebro y dejó pedazos de plastilina pegados al papel de colgadura recién puesto. Las manchas nunca salieron, pero decidieron dejarlas para recordar, a diario, lo peligrosa y frágil que es la vida. Así lo decía Caterpillar, con aire filosofal: “¡Cuidado! Existir es peligroso, precisamente porque hay gente que hace del peligro: su vida”. Era difícil sentirse delante de un asesino; primero, porque lo único que se perdió fueron ochenta y dos barras de plastilina y el trabajo de un fabricante de pesebres de arcilla y segundo, porque la cara juvenil, del hombre que tenía al frente era la de un adolescente cuya única habilidad sólo podía ser la de espicharse los granos de la cara y masturbarse viendo los videos de Madonna. No voy a cometer el improperio de decir que Caterpillar, en una semana y media, le tomó cariño, pero lo cierto es que lo escondió de las autoridades con una mentira insulsa que –estoy seguro– tuvo el efecto de causar malestar entre sus hombres que eran hasta buenas personas pero celosos de cualquier aparecido que se le acercara a su jefe y más con el objetivo de eliminarlo. Con la falsa noticia de la muerte de Caterpillar, aprovechando la intromisión del joven francotirador en Villachica –quien nunca reveló el nombre de la mujer con teticas chiquitas que lo contrató, porque no lo conocía– y el sacrificio de un molde de plastilina blanca para un busto que le estaban vaciando en bronce para poner en la plaza mayor de Guayabetal –de donde era oriundo– los distribuidores de marihuana asumen que los puestos de caquitos quedan sin dios y sin ley; amedrentan a los vendedores y toman sus puestos pensando que triplicarán o por lo menos, duplicarán la clientela. Mi General Padrenuestro decide no acorralarlos –como estrategia para venderles la idea de que la policía reconoce a los actuales dueños del negocio– y les monta un aparato de seguimiento que lo conduce a averiguar, en escasos días, quiénes son los cabecillas, los peces gordos, sus sitios de operación y sus contactos más cercanos. En los Estados Unidos hay conmoción por un escándalo mediático que trasciende a nivel mundial, una operación encubierta del FBI, llamada The Abscam Tapes, que filma a parlamentarios recibiendo plata de un jeque árabe a cambio de favores políticos. El jeque era, por supuesto, un agente con capacidades histriónicas que sirvió de carnada para sobornar a los más altos representantes del pueblo; con ese mismo esquema, mi General Padrenuestro consiguió que Reyes y Polanía tomaran un curso extra-rápido de actuación –que duró un fin de semana– y los hizo pasar por un par de sobrinos de Caterpillar, únicos herederos de su fortuna y marihuaneros de profesión. Se hicieron los despistados en la gran ciudad y aunque el negocio de caquitos, en su mayoría, les fue 75


arrebatado, los recién acaudalados jovencitos propusieron legalizar la compraventa de los puestos –a nombre de quienes los sediciosos decidieran– y así, ayudarles a evitar mayores problemas con la autoridad y por el módico precio de tres kilos de marihuana cada uno. Una oportunidad tan caída del cielo no se podía dejar pasar y los cabecillas alborozados se reunieron en las termales de Choachí para repartirse cada una de las esquinas trabajadas por el fallecido magnate. Imaginemos, entonces, una veintena de delincuentes, nuevos ricos, metidos entre agua caliente, rodeados de guardaespaldas e intercambiando puticas de buena pechuga y alegre andar; imaginemos más bien el color del agua, pasado el mediodía, después de haber almorzado sancocho de viudo de capaz, que les sirvieron en barquitas flotantes y tomado aguardiente, a pico de botella, de las garrafas de a galón que se rotaban entre todos. Imaginemos, mejor, el regurgitar de los desagües y la nata viscosa acumulada en los bordes de la piscina, mientras se repartían los puestos de caquitos, según el área de distribución que cada uno dominaba en la ciudad. A la hora de partir el ponqué, algunos glotones quedaron insatisfechos pero no dijeron nada porque malquistarse con los mellizos Velandia –los verdaderos favorecidos con la repartición– era un motivo grande de intranquilidad. Los sobrinos recibieron a cada uno de los “nuevos patrones” en una notaría adecuada para filmarlos en el momento de la entrega de la hierba; pacas macizas envueltas en costal plástico eran pesadas antes de subirlas a un Jeep Willys cabinado que fue y volvió, a un lugar indeterminado, cuantas veces fue necesario. La charla era escasa; los sobrinos presentaban al notario con una confianza infinita y éste tomaba las cédulas de identidad de los delincuentes –sus esposas o sus testaferros ¡todo vale!– y mientras llenaba unos formularios ficticios y les sacaba fotocopias, la transacción se efectuaba en un patio adyacente a la mesa donde estaban sentados. La imagen de la filmación era bastante deficiente y la marihuana casi siempre era entregada por un chofer o un subalterno con cara de yo no fui. Pese a esto, la mayoría se incriminó verbalmente por lo que las grabaciones –incluido el audio y el video– constituyeron la prueba reina de un juicio que encerró a los traficantes de marihuana más reconocidos de la ciudad. Reyes y Polanía todavía guardan los bigotes y las pelucas utilizadas para el engaño. Recuerdo que faltaron unos pocos por arrestar, pero la infraestructura delincuencial fue desmontada y para conseguir hierba tocaba ir por los lados del matadero municipal y sólo los más osados o adictos, tomaban ese riesgo. En Villachica, Caterpillar hizo una rueda de prensa para revelar su colaboración con la policía de Bogotá, mostró las evidencias del montaje de su asesinato –liberando, con esto, de cualquier posible responsabilidad a Belarmiño frente al aparato de justicia– y lo importante de haberse 76


hecho pasar por muerto para lograr los sorprendentes resultados de la operación. El hombre quedó como un héroe nacional, mas no así los puestos de caquitos que fueron presa –y con razón– de una ola total de desconfianza. Se les hizo un cambio de maquillaje “de imagen corporativa” –como dicen ahora– y hoy se reconocen como puestos de chance y aunque los hay de muchas marcas, apellidos y colores, los originales, establecidos por Caterpillar, siguen siendo los mejores, los más acreditados. Uno de los mellizos Velandia fue arrestado en su casa del barrio Teusaquillo donde vivía con discreción, pero con lujo y mucha gente a su servicio. Lo sentenciaron –durante un juicio exprés que duró diez meses– a ocho años de prisión pero en realidad estuvo encerrado cuatro porque, cada dos semanas que tenía visita conyugal, su hermano iba disfrazado de mujer y se turnaban la estadía en la cárcel. “Al fin y al cabo somos igual de culpables” decían por joder y como fuera, se querían con un amor llevado al extremo, tanto que compartían la misma mujer, la misma flaquita de pelito corto y teticas chiquitas que parecía un niño. Ella, aunque parecía no matar una mosca, era el cerebro financiero de la operación criminal por lo que, caído el negocio de la marihuana, tenían ahorros de sobra para seguir viviendo con holgura y echarle cabeza al imperio que tenían pensado montar. Había miles de oportunidades y dentro de la mafia capitalina eran considerados unos duros; eran temidos y respetados, protegían a los suyos y aprovechaban las debilidades de sus enemigos para vencerlos y doblegarlos. Sus logros les llegaron fácil y contrario a muchos grupos delincuenciales con más cancha y recursos, ellos no habían tenido tantos altibajos, como la mayoría de las bandas criminales que contaban, con bastantes muertos y torturados, entre parientes cercanos, amigos e inclusive padres, hijos y miembros de sus familias más cercanas. Aunque no era fácil estar presos, se consideraban unos tipos con suerte y nunca se dieron cuenta –por ese machismo que nos ciega a los hombres– de que era ella la que tomaba las decisiones, daba las órdenes y tenía los sartenes por el mismo mango. Veía la estadía de sus dos amantes-concubinos-compañeros en la cárcel como una etapa de crecimiento y fortalecimiento económico porque, estando privados de la libertad –así fuera por turnos– disminuían considerablemente las sospechas sobre cualquier empresa delictiva, nueva, que decidieran emprender. Se llamaba Saskia Leuenberger Wagenknecht y nació en Coburgo; curioso que no tuviera los rasgos extra large de las mujeres bávaras, pero sufrió una fiebre reumática durante la pubertad que le afectó el crecimiento, decía ella, como excusando sus 77


cuarenta y seis kilos y su 1,61 metros de estatura. Tenía una fuerza descomunal para su tamaño y una inclinación genética a llenar su organismo de cerveza. Se conocía y frecuentaba los sitios de Bogotá donde vendían cerveza del barril y una de cada tres veces, la sacaban, sus guardaespaldas, jeteando a la madrugada. Se tomaba un litro y a los cinco minutos orinaba un litro; con unos riñones y una vejiga tan coordinados, la gente de su confianza –que no era mucha– decía en voz alta: “Mesero, a la señora, por favor cámbiele la silla por un inodoro”; todo lo calculaba –a sus veinte y pico de años– la secuencia de la seducción y los orgasmos, por ejemplo; sus descontroles eran escasos, pero violentos: en tierra caliente, una vez, los mosquitos la dejaron tan inflamada, después de una prolongada siesta al aire libre, que cogió un encendedor y un aerosol y a punta de llamaradas, que acabaron con los techos de la casa, trató de calcinarlos a todos. Esa característica, esa bravura, sumada a una fuerza de voluntad forjada por la reciedumbre del abuelo que la crio, un militar que logró huir del nazismo pero que murió de malaria organizando safaris a orillas del río Putumayo, la hacía, por decir lo menos: peligrosa. Era una jugadora de ajedrez inescrutable capaz de mirar muchas jugadas hacia adelante, sin esfuerzo y eso asustaba a sus amigos y enemigos, quienes preferían tenerla muy cerca o fuera de su alcance. Sus dos amantes, inclusive, consideraron como uno de los alivios de estar en la cárcel, el hecho de poder alejarse del control e intensidad de su mujer, a la que llamaban Saskia, a secas, porque no se sabía cuál de sus apellidos, Leuenberger o Wagenknecht, era más difícil de pronunciar, en este continente tan distante de la cultura germana. Saskia hubiera podido, entonces, ser heredera de la prepotencia del Tercer Reich y esa posibilidad –como quien se salva de morir ahogado y le coge miedo al agua– la hizo odiar cualquier organización política, grande o pequeña, que fuera totalitariaconservadora-facha-derechista y se convirtió en una conocedora profunda y combativa de las ideas marxistas. Lo suyo era, según sus palabras un “marxismo-chauvinista” lo que a algunos les podría parecer hasta contradictorio pero que, para ella, representaba, a cabalidad, la animadversión hacia sus raíces y su amor por esta patria cundinamarquesa a la que apreciaba por su democracia, libertad de cultos y la amalgama de razas a la vez tan colorida y dispar en sus tonalidades. Su precocidad era tal que a los cinco años se leía los periódicos matutinos y vespertinos de la capital y anotaba las noticias relevantes, con resúmenes y comentarios, para enterar a su abuelo de los hechos de actualidad cada vez que llegaba de sus viajes; su heroína eterna era Simone de Beauvoir cuyos libros devoraba escondida en los entrepaños del convento donde hizo el bachillerato, por los lados de la antigua Estación de la Sabana. 78


Su decisión de dedicarse a la delincuencia fue premeditada, las acciones políticas se hacían con dinero y con influencias, pero estas últimas también era factible comprarlas. Utilizar a los mellizos Velandia se dio por añadidura y estaba fundamentado en algo muy distinto e igual de importante para ella: tenían un aparato sexual monumental que la atravesaba hasta la garganta y le gustaba sentirse, así, montada como una perrita chihuahua por un labrador, un fila brasilero o un dóberman, cualquiera con ancas de toro y cabeza de cuadrúpedo. Ella no gozaba de las curvas pronunciadas de las modelos de los calendarios de los talleres automotrices, pero por lo chiquita y apretadita enloquecía a los hombres, pues, no en vano, le decían: “Mira, me la pones tan grande que no me cabe toda en tu cosita” o la hacían vestir de faldita roja y colitas para que les abriera la bragueta y decirle: “Aquí está, niña, este salchichón para que se lo lleves a tu abuelita”. Ella era más proactiva que ellos, sabía qué contestarles para excitarlos aún más y era de las pocas, en esa época, que conocía y practicaba las delicias anales y que condimentaba sus encuentros con cosas que iba sacando de la cocina como pimienta negra, manteca, pepas de mango, tuzas de mazorca, aceitunas o el rodillo para amasar el hojaldre. Le gustaba enredarse con agentes de la policía para que le metieran el bolillo y la punta del revólver al tiempo y por distintos orificios. Si doy este tipo de detalles, es para puntualizar en el hecho de que con el mismo ímpetu y detalle con que expresaba su sexualidad, era de adelantada y recursiva para todo efecto y circunstancia que le tocó vivir. Dispuesta a satisfacer sus sólidas necesidades de justicia, se embarcó en el naciente negocio de la droga y con el tiempo, se fue desdibujando lo mejor de ella, pero su historia es relevante porque aunque, mi General Padrenuestro lo hubiera negado de plano, fue una determinadora sagaz y huidiza de su destino. El mellizo Velandia salió temprano, tomó la mitad de los guardaespaldas e hizo un recorrido por cada uno de los puestos de caquitos que nunca fueron de su propiedad, pero que se sentía pagando por ellos con el arresto y sentencia proferidos, con el pago que le hicieron a los “herederos” del negocio y una aversión inocultable contra Caterpillar y sus hombres; contra quien Saskia estaba pensando una venganza tan extremadamente carnicera, que a él le generaba serias dudas, pero no había surgido una idea mejor para recuperar la confianza de su organización. Pasado el mediodía y después de almorzar huesos de marrano, asistió a una reunión con los jefes de cada barrio; esperó a que rotaran una cajita de palillos, les sirvieran café y prendieran sendos cigarrillos, para darles las instrucciones planeadas por teléfono, con su hermano, quien desde las instalaciones de la cárcel Modelo se mantenía en contacto, pagando 79


llamadas telefónicas con marihuana y remedios farmacéuticos de alto consumo en el penal. Acordaron –los mellizos, con la aprobación de Saskia– echarle fuego a los puestos de caquitos pero, a la postre, fue contraproducente porque ayudaron, con eso, a acelerar el proceso de sacarlos de la calle y de transformarlos en locales comerciales pequeños, donde sentaron a unas muchachas de sonrisa generosa, con uniformes ceñidos a la cintura y con botones en el escote que se cerraban o se abrían, de acuerdo con el poder adquisitivo de cada cliente. Caterpillar se mantuvo siempre del lado de “los buenos” como él decía y el suyo se volvió un negocio vigilado por agentes de la policía quienes, además, eran –por cercanía urbana– los pretendientes naturales de las mujeres que lo atendían. Recuerdo que, después del juicio y el desafortunado desenlace para los mellizos Velandia, sus hombres –con un ánimo inútil de reivindicación y bastante faltos de inteligencia– se desquitaron, una noche de Viernes Santo; se emborracharon durante el sermón de las siete palabras y atentaron contra los avisos de neón de los locales: los cogieron a bala y los despedazaron. La policía se tomó la afrenta como propia, los persiguieron hasta meterlos a la cárcel y hacerlos pagar por los nuevos avisos, que también eran de neón pero, por lo menos, ya había quedado claro que era mejor no meterse con ellos. Caída la noche, después de la reunión con los jefes, el mellizo Velandia se sentía deprimido sin la compañía de su hermano –hacían muchas cosas juntos– así que decidió mitigar esa molestia emocional con un par de copas de aguardiente; entró a un establecimiento –que no conocía– llamado la Taeña y vio a unos hombres muy extraños. A la media hora, las dos copas se convirtieron en media botella y el Mellizo seguía mirando a esos hombres, sentados en una misma mesa, con pipa algunos, con barba otros; hablaban frunciendo el ceño. Leían en voz alta cosas que sonaban bonito y lo que más lo sorprendió: hablaban con pasión sobre Cundinamarca, sobre este país lleno de huertos sin fin que comparaban con otras dimensiones lelas y lejanas, pero similares en cadencia y verbo con el nuestro. El Mellizo, había interrumpido el primer año de bachillerato, porque lo cogieron robando un carro, huyó de su casa, aún con pantalones cortos, dejando también la historia y la geografía que, mal que bien, le gustaban, en contraposición a su hermano que era bueno en biología y matemáticas. Ahí sentado, tuvo la sensación de estar desperdiciando su vida; se la pasaba entre delincuentes y gente de bajísimo perfil; se relacionaba día a día con personas que buscaban la oportunidad de tumbarlo y perdió, a propósito, el contacto con sus padres que tuvieron buenas intenciones en su crianza y que le dieron el ejemplo de siempre: cumplir con la palabra, nunca mentir e ir a misa. Se le vinieron a la memoria recuerdos 80


de una infancia feliz llena de tíos y primos, con quienes compartía una pobreza digna, sin hambre; en la plaza del pueblo se realizaban eventos culturales y permanecía abierta una biblioteca con libros de aventuras y cuentos mágicos. No tenía por qué haberse torcido de esa manera; no había matado a nadie –todavía– por su propia mano, pero había generado la infelicidad de mucha gente, incluida la propia. Qué vida era esa si uno no podía ir a ver a su padre, mirarlo a la cara, pedirle perdón y empezar de ceros nuevamente; casarse con una muchacha buena de Viotá o Tibacuy y reírse con ella de las cosas simples de la vida; tener un perro y ponerle Caifás ¿por qué no? Y estando en esas profundidades del alma que nos llenan de nostalgia y frustración, fue que pensó en su abuelo: vestido de corbata, hablaba de la ciudad luz, como si hubiera ido alguna vez; la describía con minucia: la piedra enmohecida debajo de los puentes del Sena y la gente que llora frente a la tumba de Napoleón; se sabía, entre muchas otras cosas, los itinerarios de los trenes que salían a Berlín y a la Costa Azul y el nombre de las colecciones de invierno y verano de Coco Chanel. Había inventado tantas historias de gente deslumbrada con París, que podía tener a una decena de chicos, por las tardes, contando la vida de poetas y personajes, de estatura mundial, caminando por los Campos Elíseos y paseando a lo largo del Quartier Latin. A esas alturas el mellizo Velandia pensó que si la vida estuviera bien hecha él debía ser tres veces más instruido que su abuelo y no sólo ir a París y recorrerla en honor al viejo, sino tener la capacidad de entenderla y recitarla citando sus autores favoritos, al pie de la letra. Los guardaespaldas, afuera, metidos en un jeep Toyota, lo esperaban, pero a él le daba hartera llegar donde Saskia borracho porque –como siempre– le repetiría el motivo de sus requiebros y –como siempre– ella le respondería “deje de hablar sandeces, Mellizo, que usted es un hombre de acción y no de pensamiento. Usted es como Stalin que puso en práctica el milagro ruso y no como Lenin que se hubiera quedado merodeando tertuliaderos si no fuera por hombres como usted, Mellizo, valientes, entradores y sagaces, con la capacidad para mover el mundo”. El mellizo Velandia se quedó dormido sobre la mesa y cuando se despertó sólo quedaba el señor que le recordaba más a su abuelo: con el índice en la frente, las cejas negras y espesas y como leyendo un diccionario invisible; el poeta se cambió a una mesa con sombra, más discreta; miraba el reloj incesante y tenía el tic de acomodarse la boina, hacía atrás, de medio lado y hacia adelante, en ese orden sin equivocarse. En un acopio de valor el Mellizo se decidió a presentarse y hablarle sobre cualquier cosa: sus quejas sobre la vida, lo que fuera y en el momento de pararse, el viejo tendía la mano pero para saludar a Orlando Carrascal Guillén, alias El Crespo, el hombre más 81


buscado por las autoridades de Cundinamarca desde que se robara, por cuenta del Comando Machacán, el Bastón de Mando que llevaba Gonzalo Jiménez de Quesada cuando fundó nuestra ciudad capital; lo extrajeron de la Casa Museo Emblemático de Bogotá y proclamaron, con este acto, la puesta en marcha de su movimiento ideológico-político-guerrillero-delincuencial. “¿Con que, así es la cosa?” murmuró Saskia mordiéndose los nudillos, ensimismada, a la vez que lanzó un suspiro: “¡La pluma al servicio del fusil; esto se pone bueno!” exclamó cuando, por la mañana, el Mellizo le contó su encuentro fortuito. Él no entendió, en realidad, tal exclamación y tampoco preguntó nada al respecto, porque estaba distraído en tomarse un Mejoral para pasar el guayabo; ella, en cambio, anotó la información, en su mente y la subrayó en color rojo. Había cosas importantes para hacer, antes que meterse en los asuntos de los demás y esa tarde, tenía una cita interesante; estaba pensando qué ponerse y pasaría al mediodía por la peluquería. Saskia llevaba un par de años siguiéndole la pista al Comando Machacán. Se trataba de un grupo subversivo que decidió luchar desde el monte por una democracia más justa e igualitaria para Cundinamarca. Ella misma pensaba que los grupos políticos de izquierda no tenían ninguna oportunidad de ganar en las urnas o eventualmente de tomarse el poder, si no representaban una alternativa muy fuerte, frente a los partidos tradicionales; y que como estaban las cosas, el cambio sólo era posible tomando las armas. Aunque existían estructuras revolucionarias desde antes, los hermanos Reynaldo, Julio María y Octavio Machacán Lurido fundaron un movimiento propio, que se distinguía de los otros por tener una ideología de raigambre nacional, sin nada de “ismos” importados de Rusia, China u otro país detrás de la cortina de hierro. Al principio, la organización político-militar se llamó Movimiento 15 de Febrero, en honor al día en que el Ejército Nacional emboscó y asesinó a Camilo Torres, el cura guerrillero y a quien se referían como: “El Precursor”. Sus primeras avanzadas fueron tímidas, pero se fueron consolidando en una corriente que suscitaba cariño por parte de la gente; procuraron evitar el secuestro y otros crímenes mayores, salvo el cobro de mensualidades a los latifundistas, so pena de matarles el ganado, quemarles las cosechas o contaminarles el agua. “¡Es lo mínimo!” decía Julio María Machacán “que los ricos paguen por la explotación desconsiderada de nuestros recursos naturales y humanos, mientras hay cundinamarqueses sin qué comer o dónde caerse muertos”. Eran tres hermanos inteligentes, educados, con oportunidades; “familia bien de provincia” que tuvo muertos en cuanta contienda civil había tenido el país, desde la Independencia. Sentían como propias las injusticias propiciadas por nuestros 82


gobiernos de centro-izquierda, centro o centro-derecha: las concesiones de explotación minera y del petróleo en manos de unas pocas familias; las divisas dejadas por la floricultura, por ejemplo, invertidas en proyectos capitalinos mientras Funza y sus alrededores, donde están los cultivos, siguen sumergidos en una pobreza franciscana; la falta de planes de educación y de salud capaces de cubrir a los cundinamarqueses sin distingo de lo que ganen o de donde vivan; el poco o nulo, reconocimiento de las poblaciones indígenas como nacionales con los plenos derechos que contempla la ley; la repartición, absurda, de puestos administrativos para pagar favores políticos y beneficiar los grupos político-económicos de cada municipio –en una época en que alcaldes y gobernadores se escogían a dedo por el Presidente de la República y su Ministro de Gobierno–; y entre muchos otros atropellos, la forma indiscriminada en que el poder judicial beneficia a unos por encima de los otros y a otros por encima de los de más allá, de acuerdo con el patrimonio e influencias de cada sindicado. Reynaldo Machacán era el militar, el encargado de ir formando un ejército y entrenarlo a escondidas, de conseguir y proveer las armas para cualquier acción y los equipos de campaña, así como de amedrentar a los latifundistas que no pagaran sus cuotas y aplicar los correctivos contra ellos, cuando fuera necesario. Julio María era el político y pensador, tenía dotes de escritor y las pocas veces que habló en una plaza pública fue convincente en sus propuestas y demoledor con los adversarios; su oficio era el de darle un fundamento ideológico al Movimiento 15 de Febrero y como tal, escribió y reescribió un manifiesto de más de mil páginas, que contemplaba y justificaba los pasos que se debían dar para pasar de la teoría a la práctica revolucionaria. Y Octavio era el financista; no se movía un peso sin su aprobación y su responsabilidad crucial era la de poner a producir la plata, invertirla, negociar los insumos, mantener al día la contabilidad y responder por que, hasta el último reclutado, recibiera un salario justo y acorde con su conformación familiar y sus conocimientos prácticos o profesionales. Los tres hermanos se complementaban, eran una unidad eficiente que se fortalecía con miras a librar, en el monte, una guerra sin cuartel contra el establishment; y en las ciudades, a establecer una especie de “sindicato de entusiastas” que recibía colaboradores para diversas causas y que, para cada una, organizaban marchas y huelgas, con consignas pegajosas y perifoneos que alentaban a la gente a manifestar su malestar, salir a la calle y blandir pancartas de protesta. A esto último, le pusieron mucho esmero, porque se dieron cuenta de que la ciudad representaba un terreno de lucha bastante inexplotado para fines de proselitismo, con el fin de lograr sus objetivos iniciales y de darse a conocer; además –y nadie había sido lo suficientemente sagaz en 83


aprovechar la circunstancia– los medios de comunicación eran como roedores y los acontecimientos que amenazaban la estabilidad política y social, del país, eran como el queso. Feo decirlo, pero la prensa y los noticieros en Cundinamarca han sido más cómplices que detractores o meros observadores imparciales, en los procesos revolucionarios y eso, mirado hoy, cuarenta años después, se revela como una constante de nuestra historia que merece ser revisada y analizada con lupa. La intromisión indebida de micrófonos y cámaras guiadas por la codicia noticiosa le ha hecho un daño inmenso a la democracia, pero ese no es el tema; aquí lo que importa es que tales aparatos informativos fueron claves en la difusión del ideario Machacán y algunos periodistas parecían hasta embellecerlo y hacerlo más digerible para el común de las personas ¡qué paradoja! Las cosas se fueron calentando –por supuesto– porque el gobierno empezó a fastidiarse con las acusaciones constantes de un grupo insurgente que decía tener armas, que decía estar organizando una revuelta y que en cada pueblo aparecía los días de mercado a despotricar contra el oficio público y contra los gobernantes. Con la iglesia eran más parcos pues en muchos municipios los curas eran más de izquierda que los mismos guerrilleros. Si los machacanes hubieran dado excusas para que los persiguieran de frente, la historia hubiera sido distinta, pues se hubieran escondido en el monte como los demás grupos alzados en armas y su beligerancia no hubiera hecho presencia constante en los medios de comunicación que ya estaban empezando, éstos también –y como recién se escribió– a darles una desproporcionada importancia. Era un grupo que se estaba especializando en dar golpes de opinión, teniendo buen cuidado de que ninguna acción –comprobable– se enmarcara en el articulado del Código Penal, por lo que a un desprevenido turista canadiense, por decir algo, le hubiera podido parecer que eran personajes de la televisión, de esos que pueden desde animar un programa concurso, hasta poner en entredicho el último libro de Henry Kissinger. “¡Ni armas deben tener esos oportunistas!” decía el Presidente Zacarías Paipilla Rebanada quien, aunque se posesionó de su cargo siendo civil, fue chafarote toda su vida y tenía una paranoia acentuada a tal grado que, para él, cualquier reunión de más de cinco personas, debajo de un semáforo, era una asonada; y si estaba de mal humor, mandaba a requisar e investigar a las personas que iba señalando con el dedo, de la misma mano, con la que sostenía un tabaco prendido, marca Molinar de la Caña, que le tenía la piel de la cara de un color amarillento, como el de la hepatitis o la piel de las gallinas que ofrecen en los tendederos a lo largo de la carretera BogotáSubachoque. Su gobierno fue traumático para Cundinamarca porque no dejaba de 84


taconear cada vez que saludaba, sus discursos tenían el tono de regaño que se usa en las barracas y lo más grave, la fuerza pública vivía envalentonada y ejercía un poder, en cada esquina, que no dejaba de ser impropio dentro de la civilidad expresada por nuestra Constitución, en esencia pacifista. El Presidente Zacarías tenía una hija de gordura superlativa, que hacía las veces de: Secretaria del Despacho –lo que hoy llaman “secretario privado”– pero se tomaba unas atribuciones que ni los ministros se hubieran atrevido. En esa época era imperceptible su influencia, pero hoy es claro que muchas de las decisiones que nublaron nuestra historia durante esa presidencia, con modales de dictadura, se debieron a que ella era el poder detrás del trono y su amargura, la determinante de los actos que a la postre resultarían dolorosos, porque –entre otras cosas– el primer mandatario brillaba por su ausencia: dedicaba sus mañanas a la cacería de torcazas, dormía unas siestas monumentales y leía Corín Tellado, desde las siete de la noche, entre las cobijas. El despacho, entonces, estaba controlado por su hija y lo que es aún más grave, por su amante de turno y hay que decir que los tuvo en cantidades insospechadas pues ella sí sabía ¡para qué es el poder! Se pavoneaba por los corredores con ese aire de matrona inalcanzable de las emperatrices y fue la primera que utilizó a la Guardia de Corps para su servicio personal, soslayando su seguridad; le gustaba que cada invitado tuviera su propio guardia-mayordomo, de guante blanco y zapato de charol; apostaba, un guardia-estatua, en cada escalón de la escalera, de entrada, sosteniendo un ramo de flores y varios guardias-cargadores tenía la función de alzarla –a ella– al tiempo con una poltrona, para trasladarla de un lado a otro de Palacio, llevarla al baño y meterla entre la cama, los días en que la hinchazón de los pies le impedía hacerlo por sí misma. Sus entrometimientos eran a todo nivel: se propuso que Cundinamarca tuviera embajadas en la mayoría de los países y sin preguntarle a la Cancillería, mandó gente a la Corea que faltaba, a ambas Chinas y en las hermanas repúblicas de Santander y Rionegro nombró de a dos embajadores, por país, en razón a que “dos cabezas piensan más que una”. El erario se disparó pero, ese tipo de problemas, los solucionaba a puerta cerrada con su padre y siempre aplicaban el mismo correctivo: gravar a los municipios con más impuestos –como los recaudos de la época feudal– sin importar de dónde tuvieran que sacar la plata los entes administrativos. El caso es que las órdenes de la Secretaría del Despacho de la Presidencia de la República, que ya tenía puesto en los consejos de ministros y en las comisiones de hacienda y crédito público y de relaciones internacionales, había que cumplirlas; y pues, le llegó el turno a los cundinamarqueses, al pueblo, de acomodarse a sus caprichos impositivos, para 85


saciar ese vacío que la obesa niña-de-los-ojos-de-su-padre intentaba llenar con los paliativos del exceso. Ese desajuste en la toma de decisiones por parte de la dirigencia del país era lo que, en la base de la pirámide social y económica, se manifestaba con las consabidas variantes que tiene la injusticia de agredir el sentimiento y el bolsillo de nuestros nacionales. Honda herida, por ejemplo, la que ayudaron a abrir las páginas sociales de los periódicos, que no tenían ningún reato en mostrar el despilfarro de las clases altas, de su desmesurado amor por los lujos y su forma, inútil, de pasar el tiempo. Cuando un pobre atravesaba la frontera con un televisor era contrabandista y cuando un rico lo hacía era importador. El desequilibrio era galopante y ahí es donde a los hermanos Machacán les dolía Cundinamarca y no ahorraban esfuerzos por alertar y demostrar, a quienes quisieran escucharlos, estas diferencias tan sustanciales entre seres humanos, unidos por un mismo territorio y con derecho a un trato, estatus y calidad de vida igualitario y justo. De ahí que su discurso hiciera mella. El Movimiento 15 de Febrero fue ganando terreno y los juristas expertos en derecho penal estaban divididos, entre los que pensaban que el solo hecho de amenazar al gobierno, de expresar una intención delictiva era sancionable, teniendo en cuenta la noción implícita en la ley de que la “apología del delito” no debe tolerarse; y los que pensaban que se trataba de puro bla, bla, bla y bla hasta que no se descubrieran las evidencias legales de un delito. Ese terreno fangoso, esa forma tortuosa en que la ley sirve para apoyar unos argumentos y con la misma certeza, los argumentos contrarios, era lo que tenía a los hermanos Machacán en el ojo del huracán y para bien o para mal, en boca de la gente cundinamarquesa. Ellos –en especial Julio María– explicaban con claridad cómo y con qué intenciones se movía cada serpiente de la Medusa –refiriéndose al gobierno–; recorrían barrio por barrio atendiendo a las inquietudes de quienes los escuchaban y contestando preguntas con sencillez. Es más, tengo la impresión –aquí sentado, mientras Blas me destapa el sifón del lavaplatos– de que fue la indignación de sus interlocutores, de los copartidarios potenciales que visitaban en los centros comunales de cada ciudad y población, lo que generó la fuerza machacana; los tres hermanos fueron subiendo el volumen de sus acciones y de sus palabras, al percatarse de la empatía que tenían entre sus seguidores. Es de suponer que los procesos revolucionarios tienen esa dinámica, pero lo que quiero decir es que ellos, como los verdaderos caudillos, también fueron un pueblo. Pero ¡bueno! el caso es que la historia tiene sus designios y el Movimiento 15 de Febrero llamó a una marcha nacional para responder a una carta del Ministro de Gobierno que sugería a los hermanos Machacán 86


dejar tranquilas a las personas de bien y del campo, que disfrutaban de la extensión de sus tierras para montar a caballo, hacer picnic, cazar, jugar golf y dar paseos vespertinos; y que dado que lo suyo era el proselitismo “más que la subversión” –escribió con hipocresía– los invitó a que fundaran un partido político alternativo que le hiciera una tercería electoral a los partidos tradicionales. En pocas palabras, era un cordial acercamiento para que aseguraran su legitimidad, antes de que las cosas pasaran a mayores. Ahora bien, aceptar los ofrecimientos del gobierno era impensable, pero sirvió como incentivo para organizar la marcha, pacífica, que partiría de los tres extremos del país –Puerto Salgar, Girardot y Villapinzón, para ser exactos– y que terminaría en la Plaza de Bolívar un domingo con discursos, gallina y voladores, como decía el volante que circuló, desde quince días antes, que fue a parar al despacho del Presidente de la República y que se mandó también a los medios de comunicación; algunos de los cuales –no puedo decir nombres– no se limitaron a dar la noticia sino que le echaron leña a la estufa en la que, a fuego lento, se fueron recalentando los ánimos, entre los más y los menos, los ricos y los pobres, los que viven en las nubes y los que se descalabran contra el piso. La Plaza de Bolívar estaba a reventar; dos o tres programadoras usaron sus espacios para hacer el cubrimiento por televisión y de manera misteriosa, dejaron de trasmitir justo antes de los discursos. Un alto porcentaje de cundinamarqueses recorrió nuestro territorio nacional a pie y celebró la libertad de expresar sus resquemores políticos a lo largo de su movilización hasta la ciudad de Bogotá, donde verían, tocarían y escucharían a los hermanos Machacán en vivo y con la oportunidad de descargar sus malaventuranzas y miserias, a gritos y en el terreno mismo del gobierno y sus ministerios. Era sorprendente ver a familias completas; que niños y viejos hubieran hecho el periplo, era significativo. Los parlamentarios estaban perplejos y convencidos de que no pasaría el día sin ver el nacimiento de un nuevo partido político que, al parecer, tenía un respaldo importante de diversos sectores de la comunidad y cuya conformación cambiaba drásticamente el panorama electoral; razón por la cual, los siguientes comicios podían convertirse en un dolor de cabeza para ellos. La preocupación de las élites políticas y económicas era general y después de la frustrada experiencia de Salvador Allende, en Chile, hasta los menos gobiernistas abogaban por evitar que los Estados Unidos fueran a pensar que la situación podía descarrilarse y acordaron –para evitar los zarpazos del Tío Sam– mantener el apoyo institucional a las grandes industrias privadas: cerveza, gaseosas, corporaciones de ahorro y vivienda, automóviles, textiles, gasolina, arroz, papa, prensa y radio, entre otros; y a los servicios 87


estatales: energía, licor, transporte, acueducto, carbón, telefonía y obras públicas, por sólo nombrar algunos. Las columnas de opinión de los periódicos eran ambivalentes porque las plumas más liberales trataban de celebrar el fenómeno como una muestra de libertad de opinión y de participación plural del pueblo, pero entre dientes señalaban innumerables contradicciones que preocupaban a los lectores; los más conservadores, dejaban ver que por halagüeño y democrático que fuera ver al pueblo entusiasmado por el compromiso del grupo guerrillero 15 de Febrero de entregar las armas y volverse adalid del cambio social, el Estado no podía dejar de ejercer una vigilancia extrema a movimientos populares, formados de la noche a la mañana, de los cuales no se supieran los antecedentes jurídicos de sus integrantes, ni la procedencia real de los fondos para su funcionamiento. Había, para ser honestos, una reacción bastante fuerte, aunque discreta, de los poderosos –“los dueños de los bienes de producción” por ponerlo en términos revolucionarios– pero nadie más consciente que éstos ante el hecho de que manifestarse en contrario y con intenciones amenazantes, daba como resultado el fortalecimiento de discursivas, como la de los hermanos Machacán que, desde la toma de La Bastilla, avivan a las masas. En Cundinamarca se estaba volviendo un parámetro de normalidad ver que los campesinos llegaban a la ciudad con una mano adelante y la otra atrás; el espejismo de la urbe era la alternativa al sufrimiento del campo; “el azote de las pequeñas violencias diarias” decía mi General Padrenuestro, con acierto, porque nada es más duro –explicaba– que no poder alimentar a los hijos, parados sobre una tierra fértil que no es de uno o está hipotecada o inundada o invadida o boleteada y de la cual no existen incentivos para su cultivo, ni beneficios sociales para quienes dedican su vida a las labores de alistar y esperar la cosecha. Las guerras civiles-partidistas se acabaron, es cierto, pero las huestes de los pobres seguían siendo minadas por el “progreso” de los ricos; el privilegio de los dueños de algo, oprimiendo a los dueños de nada, nunca ha dejado de ser, en términos históricos, una situación incómoda para “el proletariado” –otro término revolucionario–; por eso, elevar protestas en grupo y participar en manifestaciones se volvió una forma de cambio, lento e imperceptible, pero cambio, al fin y al cabo. Ese domingo por la tarde, entonces, en la Plaza de Bolívar, además de ilusionados, lo que reverberaba era una muchedumbre feliz de estar respaldando a unos hermanos a quienes consideraban sus iguales. Valga repetir que se trataba de una marcha y del remate de la misma, autorizada por el gobierno; se construyeron, entonces, unas graderías de madera, frente a la Alcaldía de Bogotá, inestables pero lo suficientemente altas para que los participantes apreciaran el evento en su amplia 88


dimensión, con la ventaja de poderse sentar durante los discursos. La tarima, improvisada en las escaleras del Capitolio, estaba acordonada. Reynaldo, Julio María y Octavio Machacán entraron por la izquierda –cada uno venía de uno de los tres recorridos, a través de nuestra geografía– y por la derecha dieciséis hombres de la Policía Militar –pe-emes, los llamaban– cuya presencia debía garantizar el orden público, entraron disparando ráfagas de ametralladora, matando, en el acto, a cincuenta personas –estudiantes, muchos de ellos– hiriendo a doscientas y dejando a los cundinamarqueses con un dolor tan profundo que, aún hoy, se palpan sus heridas y se sufren sus consecuencias. La orden de Presidencia fue la de disparar hasta poder rematar a los hermanos Machacán en la cabeza. Así se hizo y ahí debió terminar la tragedia, pero la gente agolpada en las graderías de madera no pudo moverse porque la policía taponó las dos salidas, a lado y lado y para terminar –para no perder la euforia de la tarde, supongo– subieron a la parte más alta y empujaron a las personas que se encontraban a su paso, para que se estrellaran contra el pavimento, desde una altura de tres o cuatro metros, que dejó todavía más huérfanos, más minusválidos y más malheridos. Sus gritos –retomo– se escuchan hasta nuestros días porque esa es una de las infamias que le ha quitado más brillo a nuestra democracia republicana entregada, desde el primer párrafo de la Constitución, a los designios de dios. No se conoció, nunca, el contenido de los discursos. Los hermanos Machacán fueron incinerados, sin pedirle permiso a la familia para que su entierro no fuera la causa para reunir otras muchedumbres, con el peligro de otras revueltas, otros liderazgos y otras masacres posteriores. Quienes vivieron esa tarde de infortunio se devolvieron a sus casas, con la rabia entre las piernas. Los pocos que hablaron, sobre todo viejos que hubieran preferido haber muerto, coincidieron en decir que, desde una ventana del Palacio de Justicia, la hija del Presidente de la República miraba la escena con unos binoculares de esos, plegables, que se usan para ver en detalle las escenografías y la gesticulación de los actores de la ópera. A la semana siguiente, Orlando Carrascal Guillén, el mejor amigo de Julio María Machacán, se metió con treinta y cinco hombres a la hacienda Hato Grande, la finca de recreo del Presidente de la República, se puso la ropa de los guardias de turno y esperó un día y dos noches, hasta que apareció la limosina verde oscura de la familia presidencial; en ésta encontraron, solamente, a la hija, redonda y gris como un cachete de morsa y a un señor con pinta de hippie rockanrolero; a ella la encapucharon, le hicieron un juicio sumario a nombre del pueblo y la asesinaron mientras tomaban fotos de la ejecución. Desnudaron el cadáver, le escribieron consignas a punta de navaja en su extenso cuerpo y lo dejaron tirado en la 89


Plaza de Bolívar, en el mismo sitio de la masacre que ella propició. Pagó la que tenía que pagar –lo que prueba que el universo tiene sus formas de equilibrar las cargas, de ejercer una justicia divina–. Al otro día, el señor con pinta de rockanrolero fue obligado a entregar las fotos en las oficinas de los medios de comunicación, con un comunicado que informó, a las entidades gubernamentales, militares y eclesiásticas de la nación, el nacimiento del Comando Machacán, con la voluntad de reivindicar los derechos del pueblo, de reclamar retribución económica –a las buenas o a las malas– a los conglomerados que se aprovechan de la riqueza del país y de fortalecerse como los justicieros de Cundinamarca, en nombre de los tres hermanos, de quienes, orgullosos, toman su nombre. Al final, trece páginas de firmas y la frase-consigna-eslogan: “Si el poder es del pueblo, también debe serlo la justicia”. Saskia sabía que terminaría despernancada en algún motel, por los lados de Álamos, su maquillaje corrido y su centro atravesado con intermitencia por las arremetidas de un joven que apenas conocía, pero con el que hizo buenas migas la tarde que se lo presentaron sin muchas sutilezas. “¡Belarmino Congote a sus órdenes!” le balbuceó con un lánguido apretón de manos, mientras se lo recomendaban como un recién egresado del ejército con excelente puntería. Ella le dijo, a boca de jarro, que su misión era pegarle un tiro, en la mitad de la sien, a un bloque de unos quince kilos de plastilina; le explicó que se trataba de un molde para hacer una escultura y que lo peor que podía pasar era que lo metieran a la cárcel un par de días y el peligro –plausible– de que lo inhabilitaran, de por vida, para servir a su país, en caso de un reclutamiento forzoso o voluntario. Accedió –pensó Saskia– porque la paga era una suma que nunca había visto reunida en su vida y porque las nalgas apretaditas, de ella, se le antojaron deliciosas y dignas de abrirlas por la mitad y chuparles su dulzura con la lengua, como a una galleta wafer. Hizo que sus guardaespaldas la llevaran a un centro comercial, donde podía pasarse el día entero y donde por alguna de las muchas salidas se escapaba del cuidado de ellos para ocasiones, como ésta, en las que además de sacar a ventilar sus afeites y acomodarse, de manos y rodillas, para recibir el goce de perra callejera que tanto le gustaba, tenía la oportunidad de seguir infiltrándose en la organización de su encarnizado enemigo. Ella no se andaba con rodeos y mezclar sexo con negocios se le daba con naturalidad. A Belarmiño, mientras le acariciaba con la punta del meñique el hueco del culo, le preguntaba detalles de la organización criminal y de apuestas de Caterpillar, con quien, el joven, había logrado una estrecha cercanía; mientras lo cabalgaba, ella encima y agarrada de la cabecera de la cama, le preguntaba nombres, sitios y detalles operativos del negocio en la calle, sobre sus inversiones y 90


propiedades de finca raíz; con la cara roja y apretando los tobillos contra las costillas de su pálido amante, evitando el roce del clítoris, con dos dedos, para demorar y espaciar los orgasmos, seguía preguntando sobre el manejo de cuentas, sobre la manipulación de los resultados de las loterías y sobre la forma de sobornar a las autoridades; y cuando los resoplidos se vuelven imparables, en ese momento a la vez eterno y finito en que esperamos esa electricidad al unísona que nos expulsa de nuestra propia órbita, ella, Saskia, paró y exclamó: “¡Jueputa, entonces es cierto, Caterpillar no tiene nada de delincuente, es más honesto que un párroco sin zapatos!” Mientras ayudó a Belarmiño a terminar lo suyo, con la otra mano se fumó un cigarrillo y sosteniendo la mirada fija en el horizonte, a través de la luz que dejaba pasar la cortina mal cerrada y que filtraba la incandescencia del atardecer, ella no salía de su asombro: o sea –pensó– que en las calles de Bogotá, infestadas de unas manos que contaminan otras manos, de malnacidos para los cuales cada día es un albur en que pueden acabar con la cabeza reventada o el vientre abierto con el almuerzo digerido a la vista de sus familiares; de miserables, de bajísima calaña, tratando de pasar el día sin hambre o de gastar adrenalina con una cuchillada rastrera en una estación de bus o en un baño de gasolinera; en ese maremágnum desigual y putrefacto Caterpillar era un hombre honesto, de los buenos, de los que nada deben, ni temen. Eso, repito –como lo repitió incesante Saskia mientras se ponía la ropa– cambiaba las cosas. Se sintió manipulada; el ardid para abrirle las agallas, a ella, a los mellizos, a sus secuaces y a los demás cabecillas, con el disparo a una cabeza de plastilina, era uno de los muchos anzuelos que, con mi General Padrenuestro, se cranearon para poner en marcha el desmonte de la mafia de la marihuana. Cayeron como principiantes, la prueba –le bastó corroborarlo al otro día– fue que en Guayabetal no iban a poner, en la plaza mayor, ningún busto de Martín Gualteros, por la sencilla razón de que nadie lo conocía, ni por su nombre, ni por su alias y menos que hubiera nacido en ese pueblo donde la mayoría de las lápidas del cementerio sólo mostraban un punto de interrogación. Se sintió, además, ofendida con el engaño, de pensar que sólo les bastó generar el rumor –como en el patio de una escuela– de que Caterpillar estaba feliz porque lo iban a inmortalizar con una escultura, sobre un pedestal, en un municipio cualquiera; de que primero hacían un molde y después el vaciado en bronce de su egregio perfil; de que el metal incorruptible lo glorificaría con un par de discursos, aplausos y fanfarrias; y con eso lograron simular su muerte por un rato y poner a los medios de comunicación a dar una noticia que, ni siquiera, se tomaron la molestia de verificar. Saskia no tenía un pelo de boba y decidió no amargarse la vida, con el asunto. Admitió, para sus adentros, la belleza misma de la argucia y pensó: “Recurrieron a la envidia, antes que al sentimiento de venganza y eso, 91


es de admirar”, “¡de quitarse el sombrero!” exclamó en voz alta –como hablando para sí misma– y se rio, para sorpresa de Belarmiño, durante un par de minutos. El Presidente Nicéforo usaba ligueros para las medias y calzoncillos hasta la rodilla. La enfermera le pidió que estorbara lo menos posible, que se sentara del lado de mi General Padrenuestro y que le cuidara ese sueño espeso y extraviado en que había caído inmerso, para ella poder estar pendiente de Celina, con mayor holgura. Le tomaba la temperatura cada media hora, la tensión arterial y el pulso, le cambiaba las compresas frías cada minuto, vigilaba el goteo del suero y actualizaba la historia clínica con esmero y buena letra; dejó el cuarto en orden y se retocó el peinado antes de salir, porque dos amigas la habían llamado a decirle que la vieron por la pantalla chica y eso, pues, entusiasma al menos vanidoso. El Presidente Nicéforo prendió la televisión y se alegró de que hubieran retomado la transmisión; vio a la enfermera salir del cuarto y al final del corredor, responder las preguntas de los periodistas. “Ellos, lo que pasa es que están enfermos de amor y eso, no lo cura sino el tiempo” contestó con ingenuidad y acto seguido, les reveló que “la cosa va para largo porque, a la señora Celina, nada que le baja la fiebre” fue que dijo, con exactitud, lo que impacientó al Ministro de Guerra, parado afuera y que, dadas las circunstancias, le hubiera gustado apurar el arresto. Sin embargo, era claro que cualquier avanzada militar estaba suspendida mientras el Presidente de la República estuviera en el área del conflicto, buscando un protagonismo cuya única manera de ganárselo, con creces y frente al pueblo cundinamarqués, era salvando a la pareja. El asunto tenía sus bemoles, pero para el primer mandatario no tenía misterio el hecho de que una situación de tal magnitud mediática y militar era una muestra del poder soterrado de sus generales y que la posibilidad de adoptar una postura distinta a la de ellos, de darles la espalda, apoyando a mi General Padrenuestro, podía significar que la próxima amenaza que pusieran en marcha fuera la de un golpe de Estado en su contra. Como quien dice, la crisis se agudizó, al punto de estarse jugando su pellejo, su cargo y su prestigio. El Presidente Nicéforo minimizó la gravedad del asunto, pensaba que a grandes problemas grandes soluciones, decidió, entonces, actuar en consecuencia e invocó las palabras del poeta melgareño Jesús Impala: “Si la vida muestra su reverso / Y todo parece claroscuro / Siéntate a fumarte un puro / Y haz que tu espada se convierta en verso”. No tenía el puro, por lo que tomó un Paquistán del bolsillo de los pantalones de mi General Padrenuestro y por detrás de la historia clínica de Celina Ancízar arrancó a escribir “un tormentoso pero sentido poema endecasílabo” –definirían sus críticos– que, años más tarde, publicaría con el título de: El amor acorralado. “El Presidente rimó con garbo 92


excelso” –escribiría, también, algún biógrafo– inspirado por la situación militar que, de alguna manera, exacerbaba el tono romántico-épico del escrito; llevado por el paroxismo, los espacios en blanco de la historia clínica no dieron abasto, por eso borrando lo que las enfermeras pusieron en lápiz, se dio cuenta de que en la casilla: Estado emocional del paciente, el médico puso: “Acusa sentimientos de culpabilidad por razones indeterminadas. Expresa palabras autodestructivas, mientras delira. La paciente declara sentirse impropia para el amor”. Esta última frase estaba anotada tres veces y por distintas cursivas. Al tiempo con este descubrimiento, sobre el estado anímico de la paciente y mientras seguía embebido en las tonalidades líricas de la situación, al Presidente Nicéforo le pasaron, por debajo de la puerta, un descriptivo estratégico del perímetro que había solicitado al entrar al edificio, como por mostrar interés en los aspectos militares, de la operación en curso, sobre los que nada entendía; las dos hojas quedaron en el piso. Afuera, al rato, se acercó un enviado de la comandancia al Ministro de Guerra quien ya, por lo menos, se sentó en una silla que le acercaron las enfermeras y asegurándose de retirar el micrófono de los periodistas, le susurró al oído un parte de apoyo: “Tenemos el respaldo de los demás generales” dijo, refiriéndose –supongo– a la posibilidad de realizar un arresto que pusiera en peligro la vida del primer mandatario. Mi General Padrenuestro se despertó agitado, de su corto e intermitente sueño, apretó a Celina como si la quisiera incorporar a su cuerpo y captó con dificultad al Presidente Nicéforo gritándole: “Yo voy a ser su Cyrano de Bergerac ¡General, levántese y vístase!” El subalterno, no es que estuviera ido o sedado, sino que no tenía ni idea de quién o qué era Cyrano de Bergerac, cuyo nombre se le pareció al de un queso, de esos que entre más podrido huele, más caro es. Tenía un aspecto macilento y encorvado pero, ante la voz de mando, su rigor militar lo hizo quitarse las esposas, levantarse de un salto, vestirse, enfundar su pistola y saludar al superior que le dio la orden, con la propiedad que impone la deferencia jerárquica; “lo cortés no quita lo valiente” pensó y se echó a llorar; o por lo menos, eso dice la versión oficial del Presidente de la República –consignada en sus memorias– en las que asevera que cogió al General Padrenuestro del cuello y le dio una cachetada, que lo mandó a pararse en posición de firmes y que llamó al Ministro de Guerra, para apaciguar los ánimos. Los televidentes vieron salir al Presidente de la República, en calzoncillos pero altivo; la cámara lo mostró mientras cruzaba dos palabras con el Ministro de Guerra y ambos, en tónica más bien amistosa, entraron al cuarto. Con la puerta cerrada enfocada, los 93


comentaristas buscaban qué narrar, qué inventar, para mantener a la audiencia despierta; lo que no fue problema porque, acto seguido y con violencia, se vio irrumpir a un cura encapuchado que traía arrastrando, de rehén, a un militar. Cundinamarca entera, dio un sobresalto y se asustó porque escuchamos golpes y palabras que sin clemencia gritaban: “¡Se me echan al piso, grandísimos hijueputas y al que hable o se mueva, lo mato ya mismo!” Nadie se echó al piso, salvo el rehén y muy a tiempo, mi General Padrenuestro empezó a cantar una de sus rancheras predilectas: “Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera voy a rodar y rodar, rodar y rodar, rodar y rodar” esa era la clave que tenía con Blas –y con nosotros, sus subalternos– para abortar cualquier acción en caliente que estuviera sucediendo y esperar sus inmediatas órdenes. Blas bajó la pistola, le atravesó el seguro, se la puso al cinto y le devolvió la sotana al verdadero cura, disfrazado de militar, quién pedía en voz alta y arrodillado en el piso, a Cristo nuestro señor, la salvación de nuestras almas. El Presidente Nicéforo recibió su ropa de la enfermera, se la puso, guardó la historia clínica con su elegía en el bolsillo y le añadió a la escena, dentro del cuarto, dos camarógrafos que vio en el corredor, quienes no dejaban de transmitir en vivo y una periodista que se coló blandiendo un micrófono, como si fuera una colombina. Sólo faltaba sumar otra persona al elenco: ¡yo! Entré sudando, por el carrerón que me pegué y temiendo lo peor desde que vi la transmisión de Blas embistiendo enardecido. Me alegró ver que los presentes estaban con vida, pero no alcancé a decir nada porque Blas me sacó, me llevó a una pieza, casi sin luz, que parecía un clóset de ropa limpia y me dijo: “Lugarte, léame este par de hojas que encontré en el piso, debajo de la puerta” y así lo hice, mientras Celina –en un acto de lucidez– al ver al cura, le pidió los santos óleos, a lo que el Presidente de la República respondió con un susurro: “Primero te casas conmigo” y le hizo señas –por fuera de cámara– a mi General Padrenuestro para que repitiera, la misma frase, delante de todos; así lo hizo: “Pero, Celina, primero te casas conmigo” el Presidente siguió susurrando –con el tono de los romeos frente a sus respectivas julietas– y mi General Padrenuestro siguió repitiendo: “Celina, si te vas de este mundo, no me quedan sino la soledad y el desconsuelo; por lo menos déjame decirte que te amo y pedirte sin que me tiemble la voz que te cases conmigo –sacó el aro metálico que une las llaves al llavero y se arrodilló– porque la vida que me falte, corta como una chispa de tu luz o larga como tu cabellera amazona, sería insoportable sin ti”. Celina sacó fuerzas para sentarse y recibió el aro de lata que le ofrecían, como si tuviera montado un diamante de Elizabeth Taylor; para enseguida escuchar: “Celina, ¿me harías el gran honor de casarte conmigo?” ella sintió la fiebre bajar de inmediato y contestó llorando que sí, que sí, que sí, mientras se colgaba del cuello de su amado; se 94


azaró, un poco, al verse por televisión y sin que nadie la ayudara, se levantó y se encerró en el baño. Se duchó, se maquilló, volteó su babydoll para que le quedara la espalda descubierta y al salir dispuso, con el cura, los detalles para casarse en una pequeña ceremonia privada, a la vista de los televidentes quienes, al filo de la medianoche, seguían despiertos. Blas me entregó unos papeles sucios y como estaba en paños menores –desde que entregara la sotana– se puso un uniforme azul como el de los asistentes de cirugía, que encontró colgado en el perchero de un locker abierto. Leí con atención, analicé los diagramas cuadriculados y sólo pude pensar que para arrestar a mi General Padrenuestro íbamos a terminar en una guerra. Dos batallones de infantería a lo largo de la carrera quinta, treinta francotiradores en los techos y árboles circundantes, la fuerza antimotines, disponible, en los corredores y escaleras del edificio y cinco tanquetas torpederas frente a la puerta del hospital. No quiero exagerar, ni que parezca que nuestro ejército lucha –o luchaba en ese entonces– con las uñas, pero lo ahí descrito era, más o menos, la mitad del personal y armamento con que contaba Bogotá en esa época, lo que quiere decir que –mal contada– era, por lo menos, la cuarta parte de nuestra estructura militar a nivel nacional. En ese instante, yo no sabía que mi General Padrenuestro y Celina se estaban casando, pero me sorprendía que algún descuidado no hubiera iniciado ya, por impaciencia con el gatillo o vencido por el sueño, un enfrentamiento en el que, técnicamente, no había enemigos; el caso es que estábamos sentados en un barril de pólvora que explotaría cuando el Presidente de la República y su Ministro de Guerra salieran del lugar. El operativo daba una impresión grande de improvisación, no se sabía qué general ordenaba qué, porque los que tiraban la piedra, escondían la mano; ninguno era de confiar, ninguno estaba de nuestro lado, era impensable, entonces, que fueran a desistir sin cumplir su cometido; el primer mandatario podía ser el jefe supremo de la fuerzas armadas pero desautorizar a la plana mayor del Ejército Nacional lo hubiera puesto –como él lo intuía– en una situación de desequilibrio institucional difícil de manejar, con el agravante de que cada vez que podía repetía, inoficiosamente: “Es que yo no tengo astucia para la cosa militar” que era un reconocimiento, literal, de su incapacidad para enfrentar este tipo de situaciones; pero también significaba que era mejor dejar a los militares hacer su oficio con autonomía. Cuando volvimos al cuarto, Celina se veía radiante como si sólo hubiera tenido un catarro y aunque ver a mi General Padrenuestro recuperar sus energía, nos infundió coraje, Blas me susurró algo poco alentador pero que lo definía a cabalidad: “Entre más estemos dispuestos a morir, Lugarte, más posibilidades tenemos de 95


salvarnos”. Aplaudimos después del beso nupcial y Blas me volvió a susurrar “apenas Celina esté a salvo, cogemos de rehenes a este par de cacaos” y me señaló con la trompa al Presidente y al Ministro, únicos miembros –en esa difícil circunstancia– con algún valor de canje. Blas se aseguró, previendo un contrataque de altísima peligrosidad, de que no alcanzáramos de ninguna manera a ser captados por las cámaras de televisión, cuya transmisión se trasladó, de nuevo, al corredor donde debía llevarse a cabo el arresto; entre una escena y la otra los programadores pusieron Rhapsody in Blue, del compositor George Gershwin, que para la época era la música de unas muy bien publicitadas camisas para hombre. Brindamos con gaseosa de piña, que era lo más cercano que había por ahí a la champaña; el Presidente Nicéforo levantó su vaso de plástico, auguró bienaventuranza para el futuro y dijo, con palabras graves que retomaron la importancia de su investidura, lo siguiente: “Es mi voluntad, tome nota señor Ministro, que los recién casados consuman su matrimonio, sin afanes, ni presiones indebidas externas y que, antes del amanecer, mi General Padrenuestro se entregue de acuerdo a la ley castrense, para ser juzgado, en consecuencia, por sus actos” el General Valverde asintió con la cabeza, haciendo un sobrehumano esfuerzo por disimular su insatisfacción y al escuchar esto, a Blas no se le ocurrió nada distinto que agarrarme del brazo y arrastrarme de nuevo al cuarto de la ropa limpia. Escondidos, alcanzamos a escuchar las despedidas de rigor, el taconeo del Ministro, los besos en la mano a Celina y apenas la enfermera puso en la chapa de la puerta un letrero de “No molestar” decidimos aprovechar esa tregua tácita como caída del cielo y sobre fundas y sábanas blancas con olor a lavanda y detergente, nos echamos a dormir. Por la mañana, todos se habían ido. No encontramos militar alguno, ni resistencia alguna; inspeccionamos los recodos posibles pensando que se escondieron por alguna extraña razón y nada. Asumimos, entonces, que se habían llevado a mi General Padrenuestro o que, éste, se había entregado. Frente a su cuarto seguía el letrero de “No molestar” pero Blas no le comía cuento a nada, se cuadró para patear la puerta –como en las series de televisión en que la policía patea las puertas sin, al menos, cerciorarse si están con llave o no– y la enfermera le dijo: “Están de luna de miel, en el techo, vaya y se cerciora porque se nota que usted es como el apóstol Santo Tomás”. Después supe que mi General Padrenuestro puso a Celina a empujar –con trabajo, porque seguía bastante débil– una silla de ruedas en la que él se hacía pasar por un enfermo –“hubiera sido demasiado obvio hacerlo al revés” me contó alguna vez–; salieron a la terraza que circundaba el edificio en el último piso y se dieron cuenta 96


–como nosotros– de que no quedaba nadie, de que todos se habían ido. Mi General Padrenuestro tenía una intuición infalible para el peligro, pero se sintió tan seguro que besó a Celina bajo la noche estrellada y ella sintió que, ahí, fue que se dio su mejoría. La realidad –como quedó consignada en los anales de nuestra historia– es que nuestro país llevaba unas horas en vilo, apenas se supo la tremenda e infausta noticia, que le quitó gran parte de la recordación a los sucesos recién vividos y que nosotros escuchamos en el pequeño transistor de una de las enfermeras: “Pasada la medianoche el Comando Machacán se tomó el Geriátrico Nacional de Cundinamarca; no ha sido expedido ningún comunicado oficial pero se calcula una cifra no menor de ciento cincuenta secuestrados y de unos cinco muertos durante el asalto”. La maquinación del golpe se le debe a Calixto Molina Baute, alias Francachela, quien tenía antecedentes de ser un profesor querido y renombrado de la Universidad Salgareña de Ingeniería; inclusive fue de los pocos que quedó “en tablas” cuando el norteamericano Bobby Fisher vino a enfrentarse en simultánea contra quinientos ajedrecistas de máximo nivel, sin perder ninguna partida. Desde antes de la madrugada, el Comando Machacán atrajo la atención del concierto noticioso local e internacional; los primeros análisis arrojaron conclusiones prematuras pero valiosas, sobre todo el hecho de que la mayoría de los cundinamarqueses teníamos un conocido, cercano o lejano, pasando sus años dorados en el Geriátrico Nacional. No se trataba –valga aclarar– de un grupo de abuelitos, abuelitas, padres y madres, tíos y tías, en temporada permanente de reposo senil, sino de personas a las cuales se dirigía la sociedad a que dirimiera asuntos decisivos para la nación. Eran los jueces por antonomasia que velaban por el respeto a los valores morales y al cumplimiento de los principios éticos heredados de nuestros padres de la patria y de los próceres que nos dieron un sistema republicano para garantizar, costara lo que costara, nuestro libre albedrío; ellos eran –en resumidas cuentas– los árbitros y conciliadores de cuanto problema se presentaba en Cundinamarca y se convirtió en un mecanismo consuetudinario de consulta, previo a cualquier disputa en los estrados judiciales. Eran, entonces, personas de una enjundia a toda prueba, seres humanos de frente alta y limpia, gente como dios manda, salomónicas, sabias, esenciales para el equilibrio de nuestra sociedad y sin quienes sería fácil que se diera la tiranía, que comienza siempre con el desafuero injustificado del poder y la permisividad a que las instituciones se salgan de su cauce. El Geriátrico Nacional era un faro y por dar un golpe de opinión, con el secuestro de sus residentes como muestra de autoridad, lo que hicieron fue apagarlo durante uno de los episodios más cruentos y tristes de la historia del país. Los 97


sobrevivientes, después de tres semanas de tire y afloje de los plagiarios con las fuerzas militares, no volvieron a sonreír; cuando uno se los encuentra, por la calle, a duras penas reaccionan y no desprenden la mirada del piso, daría la impresión de que hubieran preferido morir en el siniestro porque, aunque vivos, los machacanes les quitaron lo más importante: su calidad de intocables. La mañana que siguió al asalto, muchos de los secuestrados estuvieron en contacto telefónico con sus familias y con los medios de comunicación; se percibían preocupados pero es claro que no dimensionaron la gravedad de la situación; escuchaban tiros, era evidente que no podían salir de su oficina –algunos estaban pensando en esconderse– y más tarde se supo que gran parte de ellos no tuvo contacto con el grupo guerrillero sino varias horas después y mientras tanto, pusieron en orden sus pensamientos, rezaron, lloraron por Cundinamarca y trataron de evadir ese sentimiento de frustración que les producía pensar que los esfuerzos personales y profesionales, pudieron haber sido en vano. Cortadas las comunicaciones, al caer la noche, los miembros del Comando Machacán seguían encontrando hombres y mujeres agazapados en los clósets y en los conductos de la ventilación, principalmente; la mayoría alzaron las manos y se entregaron sin chistar, con la esperanza de que no los identificaran pues era evidente que los patriarcas más notorios, por sus ideas y sabiduría, eran piezas claves de la negociación. En la medida que los rehenes más importantes empezaron a ser reconocidos, utilizaron sus nombres para comunicarse con el Presidente de la República; los dejaban que pidieran el respeto a su integridad física como condición sine qua non para desarrollar cualquier tipo de diálogo y enseguida, los ponían a leer un listado de delitos cometidos por el gobierno en contra del pueblo. Sin concretarse nada los primeros días, convirtieron el edificio centenario del Geriátrico Nacional en un fuerte lleno de barricadas, con los retenidos, de espaldas, cerca de las ventanas y los captores encapuchados portando insignias del Comando Machacán en los brazos. El Presidente Nicéforo se apersonó del asunto y mantuvo largas conversaciones con los expresidentes de Cundinamarca, con los presidentes y exmandatarios de otros países que hubieran padecido una situación de orden público similar y con su mujer para asegurarse de que, mientras pasaba la crisis, al almuerzo no le echaran comino; había descubierto que dicho condimento le irritaba el colon y las hemorroides, dolencia que calmaba con largos y pausados lavados intestinales que, dada la situación, no tenía tiempo para practicárselos; recurría, entonces, a unos supositorios marca Colomerol cuyo eslogan, cantadito y con música de feria dominical, decía: “Siéntase y siéntese mejor, aplíquese 98


un Colomerol”. La Toma del Geriátrico, en su primera semana, fue –según se sabe hoy– una masacre que sólo asesinos llevados por la cobardía y las ínfulas de sentirse poderosos, pudieron cometer; se descarta que personas medianamente conocedoras de la teoría y la práctica políticas o estudiosas de la filosofía o tan siquiera miembros de familia, fueran capaces de montar una fábrica de muerte de tales dimensiones. Se supo, por ejemplo, que el viejo Eustorgio Fonseca Grisales, prominente académico de la lengua, llamó por teléfono, acorralado en la enfermería, a varios noticieros antes de perderse las comunicaciones y sus respuestas a todas las preguntas fueron del mismo tenor: “Estoy seguro de que, esto, es una equivocación que no demora en solucionarse por la vía del entendimiento. Los cundinamarqueses somos gente de buenos sentimientos y respetuosos de la vida de los demás. Lo peor que puede pasar es que los promotores de este acto censurable lean un discurso frente a la nación en pleno y se vayan. Es impensable que se vaya a producir algo distinto a un diáfano y cordial intercambio de argumentos entre las partes”. Apenas lo encontraron –porque cometió el error de decir por radio dónde estaba y dónde quedaba la enfermería– le rompieron la boca a rodillazos, le clavaron lápices entre las costillas y lo amarraron con alambre a las bisagras de la puerta. Su cadáver fue de los primeros que tiraron desde la terraza del cuarto piso y el análisis forense arrojó el resultado de que le quemaron, en vida, las plantas de los pies. La incredulidad de las víctimas acerca de lo que estaba sucediendo se hizo manifiesta de muchas formas; el viejo Silvio Veraguas Lafaurie accedió a salir con una bandera blanca y entregar un comunicado a los periodistas apostados detrás de los muros de un colegio que quedaba enfrente; no alcanzó a atravesar la calle antes de que le dispararan por la espalda, frente a las cámaras noticiosas de Cundinamarca y del mundo entero. Agonizó durante unos tres minutos y hasta el último aliento, con el cuerpo boca arriba, sostuvo su brazo derecho extendido con la bandera blanca en alto, como tratando de tocar el cielo. La imagen fue recibida con dolor por ciudadanos alrededor del planeta y aún hoy, es un símbolo de valentía, de esperanza como último recurso frente a la opresión y contra la violencia arbitraria de que somos capaces los hombres; todavía la pasan repetidas veces por televisión, tanto como el chino que se paró al frente de los tanques militares en la Plaza de Tiananmen, en Pekín o como los bomberos cubiertos con el polvo amarillo que quedó en Nueva York tras la caída de las Torres Gemelas. Otra pérdida sensible fue la de Jorge Eduardo Sinisterra, un viejo que fue embajador quince años en el Japón y que escribía haikús acerca del amor a la naturaleza y la belleza de los sentimientos y sobre las vivencias inmateriales como la 99


compasión y la caridad hacia los menos favorecidos; recuerdo, ahora, uno que se le enseña a los niños de la escuela primaria: “Los cielos enarca / Su fértil sapiencia / Así es Cundinamarca” alegoría que la rabia ciega no tuvo en cuenta en el momento de pegarle dos tiros en el vientre que no lo dejaron muerto: lo metieron en una pileta con las cabezas y torsos cercenados de otras víctimas y vinieron a rematarlo tres días después cuando se despertó, a gritos, flotando entre intestinos propios y ajenos. La ignominia de esos días hubiera, incluso, hecho morir de vergüenza a los mismísimos hermanos Machacán que dios tendrá, sin duda, en su infinita gloria. El Geriátrico Nacional funcionaba bajo el reglamento de la propiedad horizontal, tenía una junta de administración y un presidente de la junta de administración quien, en este caso, hizo las veces de interlocutor con el gobierno y en las pocas oportunidades que hubo, con las fuerzas militares. Se llamaba Deogracias Gayón Mosquera y lo primero que le dijo al Presidente de la República fue: “Le advierto, de antemano, estimado Presidente –eran amigos– yo no creo que éste sea un problema que usted pueda arreglar en calzoncillos, por eso le ruego el mayor aplomo y la mayor consideración por las vidas que se encuentran en juego”. Era la única persona que los machacanes dejaban ver, de frente, por la ventana panorámica del segundo piso, que daba a una especie de biblioteca con mesas para jugar cartas y los televidentes vimos a este pobre hombre demacrarse frente a nuestros ojos; vimos en su humanidad la impotencia de poner de acuerdo a quienes ostentaban el poder con quienes creían tenerlo. Vimos por el otro lado, también, a un gobierno de muchas cabezas porque la figura del Presidente Nicéforo se desdibujó desde el principio; era un hombre sin discurso y sin recursos prácticos para una situación como ésta y se limitó a esconderse de los medios de comunicación que, como era de esperarse, se sirvieron de otros interlocutores más activos en el conflicto, como el Presidente y el Vicepresidente de la Corte Constitucional, el Presidente del Concilio Parlamentario, el Contralor General de la Nación, algunos generales en retiro, el Director Nacional para la Defensa de los Derechos Humanos y el Cónsul de los United States of Mexico en Bogotá, entre otros; entre ellos capearon el temporal las dos primeras semanas, pero coincidieron en que, para bien o para mal, era el Presidente de la República quien debía tomar alguna decisión, cualquiera que fuera, so pena de debilitar su investidura y de poner a temblar la infraestructura institucional de nuestra democracia. El Presidente Nicéforo no encontraba solaz con nada: ni la poesía, ni el aguardiente cerrero de su tierra, ni los supositorios calmaban su ansiedad. Le dolía la situación –por supuesto– pero estaba en babia acerca de los mecanismos político-militares para aplacar tan profundo grado 100


de violencia. El Comando Machacán, con cada día que pasaba, se empoderaba más y hacía peticiones cada vez más absurdas: cuotas laborales para los alzados en armas en los ministerios y en las entidades del servicio público; la posibilidad de inscribir candidatos en las elecciones populares; diez millones de dólares; un helicóptero con capacidad para veinte personas que los llevara al Aeropuerto Internacional y un avión listo para llevarlos a un destino no revelado; expedición de una ley de perdón y olvido para los participantes en la Toma; un área de despeje, en el territorio nacional, donde pudieran estar a sus anchas y el uso a perpetuidad de una frecuencia radial para el Comando Machacán, una vez quedara registrado como movimiento político al servicio de las causas más apremiantes de nuestro país; exigencias que cambiaban, a su amaño, con cada día que pasaba. Aunque la sevicia del acto delictivo no era aún de pleno conocimiento por parte de la opinión pública, desde que empezaron a botar cadáveres desde la terraza del cuarto piso el Presidente Nicéforo no aguantó más y antes de declararse impedido por razones emocionales, entregar su cargo y posesionar a su reemplazo –para esos casos nuestro sistema de gobierno contemplaba la figura del designado: una figura, escogida a dedo, sin mayores atribuciones que se mantenía al tanto de los sucesos políticos, en una embajada, por ejemplo, a la espera de que el Presidente de la República renunciara, enfermara, muriera o le diera una palomita de un par de semanas mientras se iba de “vacaciones médicas” por fuera del territorio cundinamarqués– tomó la decisión que cambiaría el rumbo de los acontecimientos y le permitiría vivir en su propio parnaso, el resto de sus días: puso al mando de la operación a mi General Padrenuestro. Los expedientes castrenses en su contra, por el contrabando de electrodomésticos, los rompió y los botó al cesto de la basura, frente a los demás generales y amenazó con el exilio a quienes se interpusieran en su camino. El Ministro de Guerra fue el primero en felicitar al Presidente Nicéforo por la decisión, mientras le ardían las tripas de la rabia y dijo que él vería porque mi General Padrenuestro cumpliera a cabalidad sus funciones. “¡Ministro Valverde, usted no ha entendido nada!” exclamó el primer mandatario, fue hasta su despacho y volvió con una caja de tabacos Molinar de la Caña, le dio uno a cada general y prosiguió con la seguridad de estar jugándose su suerte y de paso, la de Cundinamarca: “Aquí tienen un tabaco por cada culo; me hacen el favor y se lo meten lubricado por su propia mierda, se lo sacan y lo prenden el mismísimo día que celebremos la salida del Comando Machacán del Geriátrico Nacional; el General Padrenuestro sólo me responde a mí y cualquier intromisión de alguno de ustedes en el desarrollo de los acontecimientos la paga fumándose el tabaco de los demás ¿está claro?” Los generales contestaron afirmativamente, apoltronados en sus sillas, con 101


risitas nerviosas y mirándose con inocultable sorpresa entre ellos. A grito herido el Presidente Nicéforo Cuervo de Pedroza, hijo y nieto de los caciques más bravos de Potrero Grande, con la cara roja como las lunas de septiembre y desde lo más hondo de sus entrañas, gritó: “Se me paran hijos de putas, en posición de firmes, me taconean tres veces, me dan el saludo militar otras tantas y me dicen al tiempo, con voz de macho cabrío: ¡Esta claro, Señor Presidente! Y salen de aquí; el que olvide el tabaco amanece destituido ¿Está claro?” Los generales de la república que eran, en realidad, unos subalternos disfrazados de bolívares y santanderes, se pararon y –como en una secuencia de nado sincronizado– se pusieron la gorra, alinearon, perpendicular al piso, sus columnas vertebrales, pusieron la mano derecha en la frente a cuarenta y cinco grados del horizonte y en posición de firmes, taconearon tres veces mientras decían en altísimo volumen “¡Está claro Señor Presidente!” A la mañana siguiente mi General Padrenuestro sacó de la mesa de negociaciones cualquier petición política del Comando Machacán; “les vamos a dar trato de delincuentes” informó y antes de que saliera el sol había llenado de brea los lentes de las cámaras de televisión y escondido ocho cadáveres de los que botaban, sin previo aviso, desde la terraza del cuarto piso. Antes del mediodía reunió a los medios de comunicación y les comunicó que sólo podían filmar de día, que lo que dejaran por la noche les sería decomisado y que la única voz oficial de los acontecimientos era la del Presidente de la República. Al mediodía, formó y saludó, uno por uno, a los militares asignados a la misión de acabar con los sucesos criminales en curso y sacó de las filas a los que no conocía; agregó a la treintena de hombres y mujeres que siempre lo habíamos acompañado, salvo a Blas, a quien mantuvo oculto para lo que se pudiera ofrecer. Me presentó a mí como su lugarteniente, a secas –así dijo: “¡Ah! Y éste es mi lugarteniente”– y nos puso a cantar el Himno Nacional mientras izaba una bandera que el viento levantó como la famosa falda que deja las piernas de Marilyn Monroe descubiertas por la corriente de aire de un tubo ventilación. El augurio fue tan claro y tan positivo que mi General Padrenuestro, al terminar por la tarde una reunión de más de cuatro horas con los oficiales de inteligencia, instruyó: “Y con estos lineamientos doy comienzo, a las diecinueve horas y treinta y cinco minutos del día de hoy, a la operación: Las Piernas de Marilyn Monroe y que dios nos acompañe”. Antes de dirigirse al cuarto de mando improvisado en el colegio que quedaba frente al Geriátrico Nacional, pasó por su casa, le bajó los calzones a Celina, donde la encontró –en la mitad de la cocina– le besó su sexo de madriguera, perdiéndose en su abundante vello púbico, le repitió como quince veces que la amaba y salió corriendo a cumplir con su deber. 102


Saskia dormía frente al televisor; no se movió del sofá de la sala hasta que los noticieros dejaron de transmitir por las noches. Su curiosidad ilimitada la sacó de la casa y la hizo merodear por los lados del Geriátrico Nacional. El mellizo de turno la acompañó –nada de guardaespaldas– auscultó cada esquina, analizó el movimiento de la tropa; se dio cuenta de que había otra dinámica, otro actor en juego y se preguntó en voz alta: “¿Será el General Padrenuestro?” El Mellizo se molestó y prendió un cigarrillo; “entre más poder tenga ese hijueputa, más poder tiene Caterpillar” dijo, con latente rabia. Sus bocanadas de humo eran profundas, como las de quienes adquirieron primero el hábito de la marihuana que el del tabaco. Iban en una Land Rover negra y trataban de mimetizarse entre las sombras de los edificios. A tres cuadras a la redonda del Geriátrico Nacional se instalaron retenes, pe-emes cada diez metros y barricadas hechas de costales llenos de arena y piedras de río; se alcanzaban a ver los francotiradores en las terrazas circundantes, aunque ninguna con la suficiente altura para proveer un ángulo afortunado. Donde se acercaban, llamaban la atención de más de quince efectivos, lo que hacía imposible intentar cualquier soborno para poder pasar. Saskia quería inspeccionar el sector mucho más de cerca porque tenía la hipótesis de que el Comando Machacán iba a utilizar una vía de escape subterránea, un túnel o una vieja salida de acueducto; algo así que, de existir, daba la posibilidad también de que estuvieran entrando munición y armamento, por ahí; o refuerzos, previendo un enfrentamiento. Lo otro es que esa posibilidad hubiera sido soslayada tanto por las fuerzas subversivas como por las del gobierno; en cuyo caso ella, Saskia, entraría en escena con una solución a la mano. Valga decir –lo contó mil años después el mellizo Velandia cuando se volvió respetable– que ella conocía el barrio porque pasó parte de su infancia en los traspatios, lotes baldíos, caños y alcantarillas del sector, saltando, jugando a policías y ladrones, mientras auguraba un futuro lleno de aventuras como las de los libros de Emilio Salgari que devoraba en su época preadolescente. Sabía, por ejemplo, que el edificio donde quedaba el Geriátrico Nacional fue una extensión del colegio que quedaba enfrente y que fue construido con la idea de internar a los graduandos que optaban por el seminario y a quienes, en las postrimerías del siglo XIX, mandaban a una abadía que perteneció a la Orden del Presbiterio Paulista de los Santos Apóstoles en un pueblo llamado Junín, al que se llega por un desvío de la carretera que va para Gachetá; pero igual recuerda que después de medio siglo de alojar seminaristas, también, fue una cárcel y que por los recodos de un caño estancado y maloliente, muy fácil de identificar, existía un escondedero lleno de ratas que debía ser grande y profundo pues, no en vano, lo llamaban “las catacumbas”. El Mellizo se consideraba –por cuenta de los sermones de Saskia– un hombre de acción, 103


por eso no hacía preguntas ni comentarios impertinentes sobre nada; sin embargo, esa noche le señaló a su compañera, a lo lejos, una casa dentro del perímetro militar sin desalojar y donde era evidente el movimiento aleatorio de personas; o sea, aunque no parecía tratarse de un punto estratégico de la policía, ni del ejército: podría serlo. “Eso va a ser un puteadero” musitó Saskia y vio que, junto a donde estaban parqueados, un apartamento estaba en arriendo y memorizó el teléfono para llamar a primera hora del día. Buscaron una droguería, de las escasísimas con servicio de 24 horas que tenía en Bogotá, compraron dos ampolletas de Clorosomnitrol y al llegar a la casa, el Mellizo desempolvó y limpió un telescopio de largo alcance que tenían en el ático. Durmieron un rato, se lamieron la lengua y se hurgaron sus intimidades otro rato, pasaron la mañana concretando la cita para ver el apartamento y después de almuerzo, cambiaron de carro, les dieron la tarde libre a los guardaespaldas y estuvieron puntuales en el edificio donde parquearon la noche anterior. “Hola, sigan por favor, yo soy la dueña” dijo la señora que los recibió, a quien tumbaron al piso, apenas cerró la puerta, inmovilizaron, inyectaron y amarraron a la tubería del calentador, debajo de un techito en el patio de ropas. Al salir, un par de horas más tarde, la desamarraron y la dejaron sentada en el único mueble que decoraba el apartamento, un sofá isabelino roído por las inclemencias del tiempo y lleno de cagadas de gato. Era un puteadero, desde luego; como lo determinaron al chequear, el sitio, con el telescopio durante un largo rato. “Hay cosas que se reglamentan porque son de sentido común, Lugarte” decía mi General Padrenuestro, cuando se trataba de decisiones controversiales; por ejemplo: el establecimiento de puntos estratégicos de prostitución (PEPS) –así los llamaban– cerca de los cuarteles y puestos de policía. No era de extrañar que, por haber un acuartelamiento provisional producido por un hecho delictivo en progreso, durante el cerco al Geriátrico Nacional, se hubiera escogido cualquier casa para tener, a la mano, alivio para las ansiedades del cuerpo que, de no recibir el cuidado necesario, podían incidir –de forma negativa– en el desempeño militar cuya tensión, como es obvio, se agudiza en situaciones de alto riesgo. Lo que no sabía Saskia, al respecto, es que, en este caso, se trataba de las mujeres entrenadas por mi General Padrenuestro para prestar apoyo militar a las operaciones dirigidas por él. Por eso, cuando ella llegó esa noche y se acercó al perímetro con un disfraz de putica de pueblo que le quedaba perfecto, pasó los retenes protegidos por hombres –que poco faltó para que la arrinconaran contra algún parapeto– pero no pasó la detección intuitiva de las mujeres, cuando timbró y la hicieron esperar en un saloncito sin sillas; sobre todo –me dirían posteriormente– porque se notaba que el maquillaje 104


era demasiado costoso para una provinciana que, además, tenía un acento extraño “como si un papagayo cae en la jaula de los loros” comentó una de ellas. No alcanzó a decir “me llamo Saskia y vengo a …” porque la apresaron de inmediato y esa misma noche se la llevaron, amarrada de pies y manos, a mi General Padrenuestro. Su primer error fue tratar de seducirlo y el segundo tratar de mentirle; él se preciaba de conocer las motivaciones femeninas –pienso ahora que no le faltaba razón– y la mantuvo escondida bajo la certera vigilancia de Blas, hasta que supiera qué hacer con ella. El Comando Machacán peleó el estatus político de su movimiento y de la Toma guerrillera; mi General Padrenuestro, que odiaba las leguleyadas y le parecía peligrosa la reivindicación mediática de unos forajidos, se metió por la noche al Hospital San Juan de Dios y se robó un niño muerto que llevaba tres días sin ser reclamado; lo bañó, le cambió su pinta de indigente por una más acomodada, lo volvió a ensuciar, lo tiró desde el cuarto piso de la Oseta y lo dejó, por la noche, entre los muertos del Geriátrico Nacional, que aparecían por las mañanas. La conmoción fue total. La Organización de Naciones Unidas expidió un comunicado diciendo que, de ninguna manera, las acciones en curso contra la sociedad cundinamarquesa se podían enmarcar como una lucha por la justicia o contra la opresión de un régimen autoritario, por lo que mi General Padrenuestro exigió –con amenazas de multas y recorte de los espacios radiales y televisivos a las diversas emisoras y programadoras– que la mención del Comando Machacán estuviera acompañada, sin excepción, del apelativo de terroristas o grupo terrorista, haciendo parte, así, del repudio mundial suscitado contra grupos como la ETA vasca, el IRA irlandés o la Baader-Meinhof alemana, que nunca tuvieron reparo en sacrificar mujeres y niños con bombas en lugares públicos o en extorsionar, secuestrar y asesinar personas acaudaladas y figuras públicas, la mayoría de las veces. La respuesta, el día siguiente, fue la de dejar salir hasta la última mujer y cuatro niños que visitaban a sus abuelos. Las cámaras filmaron la salida de cincuenta y cuatro personas, quedando adentro, mal contados, ochenta y seis hombres de los cuales cinco estaban muy enfermos y dos eran mayores de noventa años –según información de sus familiares– sin contar los que pudieran estar heridos, muertos o torturados en el desarrollo de los hechos. De los cincuenta y cuatro liberados, diez eran el total de las señoras que manejaban la cocina; por eso, se volvió imperativo que mi General Padrenuestro hiciera los arreglos para la alimentación diaria de las personas que debían quedar adentro. Las mujeres adultas liberadas, sin excepción, fueron retenidas por mi General Padrenuestro, cosa que él nunca negó; era importante escucharlas, dentro de un ambiente de confianza, pues muchas salieron bajo la amenaza de 105


buscarlas y matarlas o matar a sus padres, hermanos o hijos, si hablaban. De ellas se supo que los viejos fueron encerrados en los baños, con los colchones tirados en el piso y con falta de privacidad para las mínimas necesidades físicas y de higiene; que dos de los captores eran mujeres; que quien dirigía la operación respondía al nombre de Francachela; y que seguían en la tónica de matar dos o tres rehenes al día y estrellarlos contra el piso por las noches. Veinte años después las filmaciones, a lo largo del suceso, seguían siendo motivo de alarma, porque mujeres que salieron ilesas de la tragedia desaparecieron ese mismo día; mi General Padrenuestro atestiguó, en innumerables deposiciones juramentadas, que habló con la mayoría de ellas y niega que hubieran sido torturadas por la fuerza pública; y en su defensa y la de sus subalternos, alega la razón más sencilla de todas: “¿Con qué tiempo?” La tortura es un proceso demorado; se debe determinar la información que se necesita –primero– hacer algo de investigación sobre la víctima, para ver si puede proveer tal información –segundo– el dolor se debe infligir de manera gradual –tercero– y lo más importante, se debe verificar cada retazo del testimonio obtenido por incoherente que parezca –cuarto y último– se deben cruzar los resultados de los procedimientos que, sobre un mismo hecho, se le realicen a varios torturados, lo que presenta una amplísima variable de complicaciones. “Para este caso, se buscaron soluciones más expeditas” declaró muchas veces mi General Padrenuestro, aseverando que la tortura no fue una de ellas, pero sin descartar que, dicho mecanismo, hiciera parte del modus operandi de los aparatos de inteligencia del Estado. Palabras más, palabras menos, aún recuerdo lo que, él, pensaba al respecto: “Diga lo que diga, el torturado es un condenado a muerte y éste lo sabe, por eso su colaboración es un carisellazo. La mentira pospone la muerte pero alarga el dolor y la verdad acorta el dolor pero hace inmediata la muerte. La pregunta, entonces, es siempre igual de indeterminada que la respuesta; Lugarte: ¿cuántas mentiras es usted capaz de decir antes de decir la verdad?” y después de soltarme esa perla, mi General Padrenuestro –quien muchas veces se refirió a la cuchilla, que llevaba en el bolsillo de la camisa, como la “mujer verdugo” o la “reina del martirio”– siempre reiteraba lo mismo “sólo quedan vivos o viven más tiempo, los que tienen más de una verdad que contar”. La realidad era que el Comando Machacán tenía secuestradas a personas de la tercera edad; entregaron a las mujeres y a los niños, es cierto, pero a los periodistas de otras partes les llamó la atención que un grupo terrorista en Cundinamarca estuviera ejerciendo una violencia indebida a un grupo de viejos que promediaban, en edad, casi setenta y cinco años. Los equipos de reportería globales se multiplicaron en Bogotá y 106


mi General Padrenuestro se molestó mucho con ellos: estar en la primera plana internacional retrasaba muchísimo las acciones; y la demora en tomar una decisión efectiva, a nivel militar, podía parecer como una incapacidad del Estado para defender el derecho a la libertad, entre otros principios inalienables de nuestra Constitución. Prendiendo paquistanes para vencer el sentimiento de zozobra y teniendo la claridad de que se debía actuar de inmediato, me decía: “Es que, Lugarte, me siento como Moisés en el Mar Rojo” y mi interpretación de esa metáfora era muy clara: tenía por un lado a los generales, que no se quedaron quietos tratando de entorpecer las acciones militares emprendidas y del otro, al Presidente de la República quien estaba empezando a convencer a la opinión pública de que la Toma del Geriátrico Nacional era la excusa para iniciar un gran diálogo con los alzados en armas. Estaba mi General Padrenuestro, entonces, en la mitad de las dos aguas y con una presión desmedida en la yugular; se enteró, por la mañana, de que una junta militar de generales de tres soles se reunió, en secreto y que estaban decididos a tomar el asunto en sus manos a la medianoche y al rato, el Presidente Nicéforo lo llamó a pedirle que organizara una encuentro a campo abierto –en un estadio de fútbol vacío; el Campín, por ejemplo– con Francachela y sus hombres y que, para el efecto, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas le prestó un helicóptero para cincuenta personas que estaba en camino y que llegaría esa misma noche. A la hora de almuerzo, mi General Padrenuestro se sentó conmigo y se quedó mirando un punto fijo en el horizonte de concreto que se le presentaba frente a la ventana. “Me llegó la hora de la verdad, con los pantalones abajo, Lugarte, lo que suceda esta noche es definitivo y no tengo la posición estratégica, ni las fichas, para un contundente jaque-mate”. Sentía una ansiedad galopante y no se le ocurrió otra cosa que encerrarse en el baño a masturbarse y buscar cierto relajamiento por la vía rápida. Ahí se encontró con Blas que estaba sentado en el retrete y que tenía a Saskia amarrada a una correa de perro para no perderla de vista y tratar de domarla porque le había mordido los brazos y el cuello. Mi General Padrenuestro tomó la correa y con movimientos humillantes la obligó a seguir de rodillas, a poner los codos en el piso y los hombros hacia adelante en la posición de una gata montuna. Ella, incluso, colaboró soltando una especie de rugido y mostrando las uñas. Mi General Padrenuestro esperó a que Blas soltara el agua, se subiera los pantalones y le ordenó que vigilara la puerta. “Te voy a requisar las entrañas, perra” le dijo, la acercó sin que ella opusiera resistencia y le metió los dedos entre las piernas, por detrás; con la otra mano dejó al aire el contenido de su bragueta, un trozo pulposo y escamado que ella se metió en la boca y aprisionó con su garganta. Él sacó su pistola y se la puso de frente: “Si me la muerdes, te mato aquí mismo”. Saskia se sentía tan excitada que la amenaza 107


de muerte lo único que hizo fue sacarle su instinto animal. Se arrancó la blusa y se acarició los pezones con el cañón del arma y como cualquier cuadrúpedo se volteó sobre la espalda y se quitó los bluyines y los calzones, halándolos y rasgándolos como si tuviera verdaderas garras, se puso la mano de mi General Padrenuestro entre los muslos y apretó para que sintiera su vaginita peluda y lubricada y antes de invitarlo a penetrarla, le sacó las güevas para acariciárselas con la lengua. Se reincorporó y manteniendo el culo arriba se dejó clavar, sumisa como una esclava y apretando, ella misma, la correa alrededor de su cuello. Tenía la cara, los pezones y su sexo enrojecidos en extremo como si la piel estuviera en carne viva. Mi General Padrenuestro bufaba como un trompetista; lo excitaban los gritos de ella, como si le estuviera metiendo un metal candente por detrás. Así, atravesada –como le gustaba estar, a punto de ahogarse y llenarse, por dentro, de un semen nuevo– abrió la boca para decir: “General, yo sé por dónde entrar al Geriátrico Nacional”. Él explotó como un toro de esos que sueltan en los rodeos y se apoyó, con tanta fuerza, sobre sus diminutas nalgas que el grito de ella fue de verdadero dolor. “Se nos apareció la virgen. Lugarte” me dijo mi General Padrenuestro a las cinco de la tarde, después de estar a puerta cerrada con Saskia, Quesada y Reyes. El reto, entonces, fue el de ir implementando acciones sobre la marcha y con discreción. A Blas le ordenó buscar no menos de cincuenta machetes; a mí me puso a conseguir treinta radios –transistores– con las pilas nuevas; a Quesada le pidió que reclutara, incluido él y Reyes, a los veinticinco hombres de más confianza y que los esperaba, a las siete de la noche, en el “burdel” donde estaban las mujeres entrenadas por ellos; y a Reyes le pidió que, también a las siete, llegara con las mujeres liberadas que trabajaban en la cocina del Geriátrico Nacional. Mientras tanto, él y su nueva amante-cómplicecolaboradora de pelo cortico como un niño, fueron a reconocer el lugar por donde entrarían sus hombres a las ocho de la noche, hora de la alocución presidencial en la que el Presidente de la República le pediría a los secuestradores que se retiraran sin hacer más daño y que el gobierno iniciaría un diálogo, sin precedentes, con los alzados en armas. Se organizarían mesas de discusión en las grandes ciudades; sus representantes serían amnistiados –temporalmente– y tendrían la oportunidad de tratar con comisiones delegadas, designadas por el gobierno, mientras se llegaba a decisiones permanentes aprobadas como leyes por el Concilio Parlamentario. Se negociaría con base en el pliego de peticiones que pasara cada grupo de discusión, de acuerdo a cada tema propuesto y se llegaría a un gran acuerdo nacional por la paz para que, ésta, quede entronizada y reine hasta en los rincones más apartados de nuestro 108


país; también dejaría planteada, como muestra de buena voluntad por parte del Estado, la intención de crear una zona de despeje: un territorio desmilitarizado, en el cual, dentro de la más honesta civilidad y espíritu de camaradería, los guerrilleros podrían diseñar, con tranquilidad y sin sentir amenazada su integridad, el camino hacia el cambio pacífico y donde se llevarían a cabo las reuniones más importantes y en las que ¿por qué no? hasta los altos mandos del poder ejecutivo pudieran encontrarse con los jefes guerrilleros e intercambiar ideas en confianza. De ser aceptada esta iniciativa, en contraprestación a liberar los rehenes, Francachela y sus hombres tendrían a primera hora de la mañana un helicóptero ruso que podrían abordar, al sitio de su preferencia, siempre y cuando quedaran firmados, en un primer encuentro, los lineamientos del diálogo. Tal propuesta excluía –por supuesto– las otras demandas hechas durante la Toma, aunque, de ser necesario, el Presidente Nicéforo tenía listo un millón de dólares para darle a los subversivos un incentivo de última hora. De forma similar, se invitaría a dialogar al Ejército Patrio de Liberación, EPL, a las Milicias Armadas Revolucionarias, MAR, a los Camiseros de San Cayetano y a los Cascos Rojos. Valga aclarar que por esa época, aunque se desarrollaron comunidades civiles que se armaron para defenderse por su cuenta del soborno y del secuestro, la noción del paramilitarismo aún no tomaba impulso. Mi General Padrenuestro no precisó mayores detalles con Saskia, pero ella sí le contó que había vivido en ese mismo barrio y cómo en día y medio que llevaba vigilada por Blas logró reconstruir el mapa subterráneo de unas cinco cuadras a la redonda, con sólo mirar por las ventanas del colegio donde estaban instalados. La edificación sólo tenía dos pisos pero la capilla quedaba sobre una colina y tenía un campanario que bien servía de mirador, aunque estrecho para dos personas, adonde Blas la llevó un par de veces. Le contó también sobre su pubertad, los novios que poco se interesaban por leer en voz alta a Ernesto Cardenal o jugar ajedrez y –como si a mi General Padrenuestro le incumbiera– las primeras reacciones que tuvo su cuerpo cuando dejaba que los niños más grandes la miraran hacer chichí. Ella se preocupó por demostrarnos, lo antes posible, de que no nos estaba engañando, conocía la localización exacta de lo que recordaba como “las catacumbas” que resultaron ser las conexiones subterráneas formadas por un sistema de alcantarillas que iba a parar a un riachuelo que se había secado y que la oficina de planeación, del sector, tapó para dejar un espacio donde guardar maquinaria pesada y material de reparcheo de las calles. El área estaba protegida por un alambrado que decía: Propiedad de la Empresa Bogotana de Aguas y Alcantarillados; pero Saskia sabía lo que estaba buscando e identificó el túnel que 109


llevaba directamente a un desagüe enrejado en el jardín del Geriátrico Nacional. Mi General Padrenuestro no podía creer su suerte; no sólo cupo parado hasta estar debajo de la edificación, sino que la reja tenía exceso de óxido pegado a los bordes, lo que indicaba las únicas dos cosas que le interesaban: que no había sido abierta en quién sabe cuánto tiempo y que era fácil de remover, porque no era de bisagras y se podía halar hacia adentro sin que se notara, ni hiciera tanto ruido. Mi General Padrenuestro también necesitaba un francotirador experto y mientras fueron a recoger a Belarmiño, Saskia lo ilustró, cruzando los datos de las fechas en que se construyeron las primeras alcantarillas de la ciudad, con las fechas en que el Geriátrico Nacional hizo las veces de cárcel, sobre cómo los presos, enemigos del régimen, debían utilizar esa vía de escape tan adecuada para propiciar cierto contrabando de comodidades o para entrar y salir según las circunstancias histórico-políticas de cada momento. En fin, a mi General Padrenuestro sólo le interesaba el uso presente de una opción tan milagrosa y ahí la dejó hablando sola cuando, sin apagar el jeep con cabinado de tela y con ventanas laterales plásticas, en el que iban, se bajó de un salto e hizo una llamada telefónica; cuando colgó, del otro lado de la ciudad, en la Escuela de Carabineros de Suba, un camión encendía motores, con unas instrucciones muy precisas. Apenas comenzó la alocución presidencial televisada, a las ocho y quince de la noche, la situación era la siguiente: los generales, con el beneplácito del Ministro de Guerra, triplicaron, en fuerza, a mi General Padrenuestro; rodearon el perímetro con un doble cinturón de soldados para darles la orden de entrar y matar –victimas o victimarios– a todos los que se encontraran vivos, cuando el Presidente acabara su discurso. Las mujeres en el “burdel” se vistieron con camisa y pantalón camuflado y pasamontañas, incluidas las cinco señoras de la cafetería que se arriesgaron a participar –no pudieron convencer a las otras– y cada una de ellas estaría protegida por dos de las que estaban armadas. La luz del Geriátrico Nacional fue cortada, cinco minutos antes, obligando así a que los terroristas tuvieran que llevar armas y linternas al tiempo y no pudieran encender la televisión, lo que los pondría más ansiosos. El helicóptero ruso estaba parqueado en la mitad del estadio de fútbol Nemesio Camacho El Campín y mi General Padrenuestro, seguido de nuestros hombres, armados de machetes, estaba a la entrada de la alcantarilla-túnel por donde entrarían y sacarían a los secuestrados –era impensable, dejar a los captores vivos y en manos de un sistema judicial que les daría un estatus de divas, para soltárselos a los fotógrafos de las revistas–. La idea de llevar machetes, se implementó para no tener que disparar un solo tiro que alertara a los generales y los obligara a adelantar su ignominioso operativo, dirigido a desprestigiar a 110


mi General Padrenuestro con un desenlace inhumano y sangriento. A nuestro favor estaba el conocimiento de que Nicéforo Cuervo de Pedroza nunca hablaba en público, menos de dos horas, lo que nos abría una ventana de tiempo, suficiente, para lograr el rescate. El camión que salió de Suba y atravesó la ciudad llegó puntual y de su interior salieron veinte perros pastores alemanes dispuestos para matar; la decisión de usarlos estaba fundamentada en que son animales que, por instinto, perciben la más mínima agresión; pueden determinar entre dos personas, por ejemplo, cuál es la sometida y cuál está ejerciendo violencia sobre la otra. En este caso, eran capaces de distinguir entre captores y cautivos, independientemente de quienes llevaran o no, brazaletes del Comando Machacán, de saber quiénes estaban en estado de indefensión y protegerlos y lo más importante, en la oscuridad eran más eficientes para desarmar a un delincuente que cualquier soldado. Los metieron por el túnel, con la orden de atacar y a cada uno le colgaron un radio transistor al máximo volumen, en el cuello; por eso el bullicio fue lo primero que alertó a los secuestradores: pensaron que había vuelto la luz, que les estaban gritando por altoparlantes, que los estaban intimidando con el sonido indistinto de música, voces y estridencias múltiples, cuando en realidad, durante minutos valiosísimos, el sonido natural de los cuadrúpedos pasó desapercibido. Con la confusión –esto también estaba previsto– los rehenes tenderían a quedarse quietos y los perpetradores a moverse, a dejarse percibir, para su desgracia, por el sexto sentido de los canes. Los primeros flashes de las linternas fueron engañosos, para los guerrilleros, porque los dirigían, a la altura media de las paredes, sin poder ver ni encontrar a nadie. Para cuando se dieron cuenta que el ataque era de carácter animal, la mayoría de los que sacaron un arma o alcanzaron a apuntarla, perdieron la mitad del brazo, la mano o los dedos. Los pastores alemanes alcanzaron a herir a los que fueron desenfundando en actitud amenazante; no los dejaron disparar y en la medida que fueron cayendo al piso, les mordieron el cuello y los dejaron remojados en su propia sangre. El peor librado fue Francachela porque lo cogieron escondido detrás de dos rehenes y los perros, que no perdonan la cobardía: lo cogieron entre cuatro, de las extremidades y lo fueron desmembrando por las articulaciones, hasta roerle y dejarle al descubierto las cabezas del fémur y las clavículas mientras, aún, seguía con vida. Blas calculó veinticinco minutos para restituir la corriente eléctrica; mi General Padrenuestro y sus hombres, a la luz de los bombillos que se encendieron, dejando el campo de batalla al descubierto, inmovilizaron a los miembros del Comando 111


Machacán, con rapidez. Los que no quedaron severamente mutilados en las extremidades superiores y se estaban desangrando, recibieron golpes mortales de machete mientras gritaban consignas que, a esas alturas, eran bastante inútiles. Detrás de ellos venían las señoras de la cafetería, que recibían a los viejos que padecieron el cautiverio, los miraban de frente y a las caras amigas les fueron indicando la dirección del túnel, inclusive algunos las llamaron, agradecidos e incrédulos, por sus nombres; los pocos que desconocieron, fueron quedando esposados, en una especie de garaje lleno de llantas y rines usados. Una hora y media más tarde, terminaron las palabras del Presidente de la República, dirigidas a la ciudadanía y el Geriátrico Nacional se llenó de soldados, mandados por los generales y el Ministro de Guerra, que entraron disparando a los pedazos de cuerpo que estaban regados en los pisos, porque no encontraron nada más; los oficiales a cargo de ese “operativo alterno” obligados –como estaban– a mostrar un resultado positivo, así tuvieran que inventarlo, les llevaron, a sus superiores, las cuatro o cinco personas que encontraron esposadas, en un cuarto “que parecía un montallantas abandonado” explicaron; los metieron en un camión-jaula y nunca se volvió a saber de ellos. Un señor identificado con el nombre de Jesús Morantes apareció dieciocho años después en una fosa común y se comprobó que era uno de los que sacaron esa noche; sus familiares demandaron a la nación, pero no pasó nada. Aún hoy, no se tiene claridad acerca de la suerte que corrieron esas personas que, al parecer, no vivían, ni trabajaban en el Geriátrico Nacional. Incluso, dos de ellos fueron filmados, por los medios de comunicación, saliendo del edificio y tampoco hubo respuesta acerca de cómo y por qué volvieron a entrar, ni mucho menos de su verdadera identidad porque de las cédulas de ciudadanía encontradas entre los escombros, ninguna coincidía. Los generales llegaron al sitio y de inmediato se alegraron y se felicitaron entre ellos, al ver que de los secuestradores, amontonados en una masa multiforme de brazos, piernas y cabezas llenas plomo, no se escapó ninguno; estaban convencidos de que mi General Padrenuestro había sufrido un rotundo fracaso porque nadie les contó que no hubo ningún enfrentamiento y que sus hombres remataron los cuerpos agonizantes e inermes, que encontraron, con ráfagas de metralleta hasta dejarlos irreconocibles. Sólo el cuerpo de Francachela quedó con la cabeza intacta y les pareció apropiado –por tratarse de un protocolo utilizado por los vencedores de una guerra cualquiera, a lo largo de la historia de la humanidad– llevársela al Presidente Nicéforo y darle, de primera mano, el parte de victoria. En esas estaban, dándose palmadidas en la espalda, mientras Belarmiño los miraba desde el campanario de la capilla del colegio, 112


esperando a que apareciera el Ministro de Guerra para disparar y matarlos a todos; por la mirilla telescópica, los vio pararse juntos, detrás de la cabeza de Francachela, cogida del cabello por uno de ellos y apenas Belarmiño se dio cuenta que un fotógrafo iba a inmortalizar la escena, sintió vibrar el piso, extrañado, bajó el arma y vio cuatro tanquetas torpederas voltear la esquina. Los generales identificaron su armamento y debió ser una sorpresa grande constatar, en lo que dura un parpadeo, que les dispararon y que los mataron sus propios subalternos. Se salvó el Ministro de Guerra porque durante la alocución presidencial se quedó dormido; a la mañana siguiente y temiendo por su vida, reunió, además de su escolta habitual, cinco jeeps de soldados armados hasta los dientes y en caravana, se dirigió a la Quinta de Nariño. Cuando llegó, el Presidente de la República estaba a puerta cerrada con mi General Padrenuestro, quien le hizo un relato pormenorizado de los hechos. En el campanario-mirador en que estaba, Belarmiño pasó la noche; “no supe qué hacer” le dijo a Blas cuando fue a rescatarlo, pues se quedó sin generales que asesinar, porque un error de comunicación, entre las columnas de ataque del ejército, los dejó impávidos, ante su propia muerte. Le pregunté a Blas por Belarmiño, ese mismo día y me salió con una de sus rabiosas andanadas: “A mí ese malparidito no me gusta, con su carita de yo no fui y los gestos que hace de imbécil, como si estuviera siempre confundido, me saben a mierda” lo dejé hablando solo, porque Blas cuando coge entre ojos a alguien, lo vitupera durante horas. Los que si quedaron muy confundidos, fueron los jugadores de Santa Fe y Millonarios, que no pudieron jugar el clásico de fútbol capitalino ese domingo, en al Campín, porque un helicóptero ruso –sin piloto ni llaves pegadas al encendido– estaba parqueado en la mitad de la cancha. Las Piernas de Marilyn Monroe resultó ser una operación exitosa para mi General Padrenuestro. La situación de orden público normalizada fue motivo de agradecimiento por parte de la sociedad capitalina y la comunidad internacional aplaudió que la mayoría de los rehenes hubieran salido ilesos; eso fue un alivio para sus familias y para el país. A los que fueron sacrificados a quemarropa y arrojados desde el cuarto piso del Geriátrico Nacional, así como a Silvio Veraguas Lafaurie, el hombre símbolo-banderalibertad, se les dio un funeral conjunto con todos los honores posibles para la ciudadanía civil; y como nadie reclamó el cadáver del niño que murió en el Hospital San Juan de Dios, en su tumba se encendió una llama eterna como la de un soldado desconocido. Como siempre sucede, se llamó a descargos a los actores principales del conflicto, saliendo bien librados mi General Padrenuestro, a quien los rehenes reconocieron como su salvador y guía durante el rescate y los perros pastores 113


alemanes, entrenados por los carabineros, capaces de discernir, bajo presión, la agresión del sometimiento. El General Valverde Ortegón trató de utilizar sus influencias como Ministro de Guerra para salvar su pellejo y lo logró diciendo que sus subalternos actuaron sin su consentimiento. El Presidente Nicéforo nunca creyó mucho en ese cuento; inclusive en el tomo catorce de sus memorias deja claro que los generales desautorizaron su orden de darle autonomía a mi General Padrenuestro y que, de no haber muerto, les hubiera tocado responder por su traición; además, la foto de ellos, sosteniendo la cabeza de Francachela, se salvó y fue tan deshonrosa que la opinión pública no hubiera creído nada distinto a que, obnubilados por su supuesta victoria, se olvidaron de dar el cese al fuego que hubiera detenido su propia matanza. Tampoco se puede olvidar que el General Valverde Ortegón era un cobarde consumado y que de haber ordenado una masacre de ese calibre, con seguridad “se hubiera orinado en la cama” comentó el primer mandatario cuando supo que su ministro, esa noche, se había quedado dormido. En fin, nunca sabremos muchas cosas de lo sucedido en la Toma del Geriátrico Nacional, pero sí se pudo comprobar que ni mi General Padrenuestro, ni sus hombres y mujeres, dispararon un solo tiro, por lo que la sevicia desquiciada que revelan las ráfagas de fuego finales fueron obra de los ejércitos al mando de los demás generales. En alocución presidencial, la semana siguiente, el Presidente de la República invitó a los grupos políticos al margen de la ley a alzar la voz y no las armas y ese se volvió el eslogan de una serie de conversaciones a nivel nacional que perjudicaron a Cundinamarca porque, con la excusa del diálogo, la guerrilla que siempre había estado en el monte se infiltró en las ciudades y el ideario político –que alguna vez tuvo– se cambió paulatinamente por un discurso mediático cuyo único objetivo se convirtió en justificar su intrusión en el secuestro masivo y en el narcotráfico. Hoy, como decía mi General Padrenuestro “son todos delincuentes” pero los políticos los siguen buscando en épocas de elecciones y hacernos creer que trabajan, en conjunto, por la misma paz que prometen cada cuatro años. Todavía quedan grafitis sobre ladrillo, estuco y piedra, en perfecto estado y en muchísimas partes de la ciudad –como si hubiera una secta oculta cuyo objetivo fuera el de repintarlos, a cada rato y mantenerlos legibles– que rezan: ¡Alza la voz, no las armas! El día en que Celina Ancízar y Saskia se encontraron, se odiaron; la una reconoció la inteligencia estratégica de la otra y la otra la bestialidad guerrera de la una. Celina no necesitaba marcar ningún territorio, no tenía peligro de ser desbancada pero se olió, a leguas, la peligrosidad intrínseca de la alemana y sacó, con discreción, las uñas; estaba embarazada lo que le daba una amplia ventaja sobre las mujerzuelas –como 114


Saskia– que se le acercaran a su marido. Tuvo el buen juicio de no ilusionarse con la fidelidad en su matrimonio: acordémonos que conocía la esencia masculina mejor que nadie y pensar así, por lo menos, dejaba la puerta abierta para tener, ella misma, aventuras sin significado una vez se le pasara ese amor apabullante e inepto, que nos ataca en algún momento de la vida. Ella era una mujer práctica y sabía que mujeres como Saskia iban y venían, pero que lo suyo con mi General Padrenuestro era para siempre. Entre clases de glamour y de dicción, se propuso volverse una mujer aceptable, para una sociedad tan reconcentrada en sí misma, cosa que lograría con creces, pues, la suya era una de esas bellezas que ocupa todos los espacios y que disimula, por su carácter divino, cualquier torpeza. El Presidente Nicéforo pensó que entregándole a mi General Padrenuestro la medalla Antonio Ricaurte al valor militar, obviaba tener que imponerle otro sol; estaba cansado de promover a los oficiales de la milicia porque su experiencia le estaba dando la fuerte impresión de que encumbrarlos era peligroso; y estaba convencido de poder salirse con la suya, hasta que terminara su mandato y dejarle la disyuntiva al siguiente presidente. Además, nadie reclamó una distinción mayor, ni siquiera los medios de comunicación y la verdad es que mi General Padrenuestro nunca lo ayudó en la realización de las conversaciones de paz y una vez iniciadas, con otros grupos alzados en armas, se hizo el pendejo. La Quinta de Nariño organizó la entrega de la medalla e invitó a aquellas personas que tuvieron que ver con la operación de rescate de la Toma del Geriátrico Nacional. Celina estaba radiante –quería verse bien y hacer sentir orgulloso a su marido– se puso una falda apretada color topacio, zapatos de piel plateada, media de nylon canela, blusa amarilla, abierta con discreción y candongas con brillos magentas, lo mismo que su cinturón y su cartera; era el centro de todas las miradas y la felicitaron por su semblante lozano –en comparación a lo demacrada que la vieron por televisión, supongo–. Saskia llegó tarde, con bluyines apretados, pegados al cuerpo hasta la rodilla y bota abierta con flores pintadas; tacones muy altos, también y peluca rubia y lisa con capul; conocía con exactitud el poder de su trasero y lo mostraba con un tumbadito arrabalero. Apenas llegó el Presidente de la República hicieron sentar a los asistentes; mi General Padrenuestro lo recibió y ambos subieron al estrado y se pararon frente a las banderas de Cundinamarca y del Ejército Nacional para que les tomaran fotografías. El acto comenzó y las muchachas acomodadoras, de quepis blanco y media velada blanca, no pudieron impedir que Saskia se sentara al lado derecho de Celina y al lado izquierdo del Ministro Valverde Ortegón; como dicen: “¡No tenía vergüenza!” Si de ella hubiera dependido estaría sentada en el regazo del 115


Presidente Nicéforo quien, dicho sea de paso, ya había notado su presencia o sea la de su culo, puesto por el mismísimo dios de los cielos en ese cuerpito insignificante pero desbordante de energía. Se volteó hacia Celina con un movimiento elíptico de la peluca rubia, le tocó el antebrazo, con un roce casi imperceptible y le dijo: “Amor, debes hacer más ejercicio, tienes los tobillos hinchados” a lo que Celina respondió, sin sutilezas, mirándola de frente, torciéndole el pulgar y hablándole al oído: “Me vuelves a dirigir la palabra perra malparida y te hincho los tuyos a patadas” retomó el aliento y como si no hubiera pasado nada, las dos supieron, en ese instante, que estaban hechas del mismo material, que su ímpetu y capacidad para manipular el entorno eran del mismo calibre, por lo que sería difícil quererse; pero, se me ocurre pensar que, paradójicamente, igual de difícil sería odiarse y que sólo estaban delineando los límites entre la una y la otra. Después del acto pasaron al comedor y les tocó sentarse en distintas mesas; alrededor de cada una fueron gravitando cuanto civil y oficial estaba en el recinto –la jauría se vuelve previsible cuando hay una hembra en celo– y esa especie de danza del instinto no se hubiera roto si mi General Padrenuestro, en la mitad de su brindis, no hubiera felicitado a Martín Gualteros –Caterpillar– por su ayuda en la operación de saneamiento de la que fueron copartícipes, antes de la Toma del Geriátrico Nacional; mayor aún fue el desconcierto cuando se hizo evidente que el hombre fuerte de las apuestas estaba presente y muy sonriente con el reconocimiento en pleno –y frente al Presidente de la República– de su honestidad. Celina y Saskia, sintieron la misma nausea en la boca del estómago y se encontraron en dirección al baño; se ayudaron a pasar el mal rato, compartieron una menta e intercambiaron cremas y perfumes, pero no dijeron nada acerca del hombre que, por distintas razones, aborrecían y querían ver muerto. El Ministro de Guerra, General de tres soles Facundo Valverde Ortegón, se sintió, durante la ceremonia, como un soldado de tercera línea, un cero a la izquierda; ni siquiera lo dejaron hablar ni durante el acto, ni durante la comida; la semana anterior había enterrado a sus compañeros de armas –“los generales de la foto” los llamarón los medios de comunicación– y el Presidente de la República estuvo parco, casi que, si hubiera tenido la más mínima oportunidad para agredirlo verbalmente, lo hubiera hecho. Por más Ministro que fuera se sentía solo y en la cuerda floja: en el ejército la cúpula es estrecha y cuando alguien va de subida, como mi General Padrenuestro, pues otro va de bajada y en este caso y dado el desarrollo nefasto de los acontecimientos, pues era él. Se venían días difíciles, pero Valverde Ortegón era recursivo para ganar terreno político, incluso no sobraba ser un poco maquiavélico 116


–pensó– y sin tener noción alguna de la correcta oportunidad para hacer las cosas y del protocolo, se acercó al micrófono, lo golpeó con su anillo de oro macizo y propuso un brindis. Entiéndase bien que en una recepción de matrimonio, por ejemplo, si el tío que vive en Zimbabwe ofrece un brindis, pues ¡no importa! porque nadie lo conoce y con seguridad no lo volverán a ver nunca; pero durante una ceremonia oficial, en la que todo se planea de manera milimétrica para evitar improvisaciones al calor del whisky y de los sentimientos que afloran en razón a que somos seres humanos llenos de contradicciones e incongruencias, rabias y ollas, en el pasado, con cocidos putrefactos y por destapar, puede tener consecuencias graves o por lo menos, inadvertidas; sin embargo, el General Valverde se lanzó al agua convencido de que sus palabras y su tono mesiánico le iban a devolver su merecido estatus de prócer y mandacallar. “Estimado y muy bien amado Presidente Cuervo de Pedroza” comenzó diciendo y continuó, aclarando la garganta “durante mi larga vida al servicio de esta patria grande y sustantiva que me vio nacer, he conocido hombres excepcionales pero nada como usted, estimado y querido Presidente o en tiempos más recientes, como el General Aquiles Padrenuestro quien demostró en los últimos acontecimientos, deplorables para nuestra democracia, un valor y capacidad de liderazgo sin pares. Me enorgullece que lo hayamos podido –nótese el uso del plural– condecorar como merecen quienes tienen en tan alta estima la limpidez de nuestras instituciones y me parece, señoras y señores, que no es suficiente y si usted me lo permite, estimado y querido Presidente, mañana mismo emito la resolución ministerial, dirigida a su despacho, que le otorgue otro sol a la deslumbrante carrera de este nuevo e insigne General”. Dicho esto, él mismo emprendió una desaforada ola de aplausos y hubiera ovacionado, con hurras y vivas, al homenajeado, si no es porque el Presidente Nicéforo –visiblemente enojado– se levantó de su silla y de tres zancadas se paró frente a su Ministro de Guerra y apagó el micrófono; lo vimos manotear, a diestra y siniestra, arrancarle sus lustrosas charreteras y después de su inaudible regaño, salir por la puerta principal, seguido de su edecán y sus cercanos colaboradores. Al otro día, la noticia levantó toda clase de suspicacias: “El Presidente de la República le quita un sol al Ministro de Guerra y se lo entrega al General Padrenuestro”.

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Hágase tu voluntad

Una tarde de nubes pesadas entró una mujer por el patio de atrás y Saskia sintió la imperiosa necesidad de abrirle la blusa, cogerle las nalgas y esquinearla contra el lavadero; bajó las escaleras corriendo, sin preguntar nada ocupó su boca, la llenó de babas, le quitó la peluca y le mordió el cuello, como una vampira, hasta marcarle los dientes. En la piedra inclinada donde se restriega la ropa, el Mellizo –que recién llegaba de ver a su hermano, de pasar quince días en la cárcel– se recostó, se levantó la falda y le ofreció su masculinidad, roja como un trozo de lomo crudo y dulce como un brazo de reina. Ella se la untó de jabón y lo cabalgó durante unos minutos largos como las olas que forma el desierto; la irritación del detergente les fue sacando sangre pero no pararon hasta lograr esa epilepsia que celebraron apretándose hasta la asfixia y gritando como una bandada de pájaros migratorios. Después de apurar sendos pases de perica, que Saskia mantenía en diversos escondrijos de la casa, se lavaron el cuerpo con el agua de la pileta, llena de agua hasta la mitad y se secaron con las toallas colgadas y pinzadas en las cuerdas, que estaban algo húmedas; se sentaron desnudos, en las sillas plásticas del patio y se hubieran quedado, exponiendo sus genitales amoratados, frente al sol frío de la cordillera y hablando nimiedades el resto de la tarde si Candy –una perra labrador dorada, vieja y algo obesa– con briosos ladridos y saltando alrededor, no les hubiera anunciado las primeras gotas de lluvia; subieron las escaleras paralelas al jardín interior y se metieron a la cama, le echaron vaselina a la piel encarnizada y terminaron entretejidos otra vez como dos redes de pescar llenas de anzuelos. Sus gritos, esta vez, eran de dolor pero seguían el uno dentro de la otra, como buscando, en un interminable vaivén, un vacío más allá de la atmósfera, más allá del aire del planeta. Saskia era una experta en repetir las peripecias de la pornografía que, antes del betamax, estaba circunscrita a unos pocos 119


teatros rotativos a los costados de la carrera trece, la mayoría –y unos, más poquitos, en el centro de Bogotá– pero donde no entraban sino hombres y se distinguían por ser unos antros como inventados por Onán donde la mezcla de cagadas de rata, cigarrillo, comida –entraban pinchos de chunchullo y pollo frito– y el olor reconcentrado a requeñeque era insoportable. Cuando hacer el amor con Saskia se convertía en una carrera de resistencia que podía durar tres días o hasta una semana –cuando salían de vacaciones, por ejemplo– los mellizos se preocupaban porque era el síntoma inequívoco de que les iba a pedir algo importante, de que se estaba cociendo en su cabecita algo grande. Ella pensaba que la denodada entrega de sus artes amatorias debía verse recompensada con creces y en esta ocasión, no se demoró en manifestar sus deseos. Quería cambiar el rumbo de la organización delictiva que tenían juntos y que se dedicaran al negocio de traficar cocaína; el margen de las utilidades de la marihuana era cada vez más estrecho porque la demanda del mercado norteamericano la estaba cubriendo, desde hacía poco, la mafia californiana; eso es ¡si a unos intermediarios de bermudas y camisas floreadas, parados en las esquinas con sus walkmans y dientes amarillos, se le puede llamar: mafia! Los gringos se pasaron veinte años haciendo experimentos en invernaderos bajo tierra, en los sótanos de las casas y en los parajes inhóspitos de Nevada hasta que dieron con una semilla del Cannabis que crecía en cualquier parte de las extensas zonas desérticas aledañas a las montañas Rocosas; no era un producto de mejor calidad que el nuestro pero, en las calles, entregaban los cigarrillos –joints– hechos, a precios irrisorios y vaya uno a saber qué otros productos, de mayor poder adictivo, le mezclaban. A los países de la región nos hicieron la vida miserable porque no hacíamos los esfuerzos suficientes para acabar con su cultivo, pero una vez que empezaron a producirla ellos, le bajaron el volumen a sus efectos dañinos y aunque tampoco fueron capaces de legalizarla –en esa época– sí la volvieron un estilo de vida permisible, sin que perdiera el encanto de lo prohibido; de manera inteligente dejaron de perseguir a los consumidores y focalizaron las acciones policivas en los distribuidores. Los usuarios de la costa oeste, desde entonces, cultivan, con alegría, sus dosis personales en sus huertos y jardines, lo que deja un olor de hierba dulzona en las aceras; por eso es que los californianos –cuyas propiedades se extienden hasta Acapulco– caminan a cinco centímetros del piso –como si nada pasara– pensando, como Forrest Gump, que la vida es como una caja de chocolates. Los mellizos deliberaron durante sus encuentros maritales y no hallaban cómo 120


contradecir a Saskia. Sabían en su fuero interno que hubieran preferido mantenerse en lo seguro, crecer de nuevo en lo suyo: la marihuana, después del descalabro con los juegos de caquitos; pero había que evolucionar o morir y más cierto, aún, en el medio del hampa, en que al que se duerme, no sólo se lo lleva la corriente sino que se lo comen los cocodrilos. También existía otra particularidad en nuestro país y era que los actos caprichosos de quienes se enriquecen ilícitamente, eran bastante notorios, por lo que quedaban en evidencia con facilidad y a la vuelta de la esquina los cogían, los encerraban y lo peor, salían buitres, de los huecos más insospechados, a quedarse con sus pertenencias. Los mellizos –cosa curiosa en un par de rateros venidos del campo– le tenían miedo a las veleidades del dinero porque habían visto y la cárcel era un muestrario de esto, que la opulencia repentina era difícil de manejar, por el choque cultural –supongo– o porque el que tiene más plata que la que puede contar, tarde o temprano, se convence –como Tony Montana, el personaje de la película Scarface– de que “el mundo es suyo”. Al canódromo de Nemocón, por ejemplo, sólo le faltaban los perros, pero no lo abrieron al público porque el dueño mandó techar la pista y construirles un tren eléctrico a los nietos; éstos crecieron y las primeras prácticas de tiro las tuvieron destruyendo locomotoras y vagones en movimiento y estaciones llenas de vaqueros y animales domésticos de plástico. A esta forma disparatada de tomar decisiones la llaman en otras latitudes “la lógica del nuevo rico” pero en Cundinamarca utilizamos la expresión: “yegua de Troya” que no tiene que ver nada con la historia griega; aquí se usa para indicar que algo se hace o no se hace, de acuerdo a una señal del universo o a un evento sobre el que no tenemos ningún control; pero, también, puede querer decir que algo se hace “porque sí” o porque a cualquier individuo con poder, simple y sencillamente “¡le da la gana!” Si alguien pregunta, por ejemplo: “¿Por qué no tiene agua la piscina?” y le contestan “eso es una yegua de Troya” quiere decir que no la llenan hasta que salgan dos números iguales seguidos de la lotería o porque, en últimas, decidieron usarla para jugar frontón. Si alguien dice: “Le voy a meter o a inventar, una yegua de Troya a mi socio” quiere decir que, por ejemplo, no le paga sus ganancias hasta que haya un eclipse lunar o hasta que comulgue tres domingos seguidos, que es lo mismo que decir “le pago cuando yo quiera”. Si a un matón le dicen: “le tengo un trabajito” es distinto a si le dicen: “le tengo una yegua de Troya” esto último significa que por extraño que le parezca violar a una anciana en silla de ruedas, con un pitillo y después matarla, debe hacerlo sin hacer preguntas porque los caprichos irracionales, de los que mandan, no se discuten. Es una expresión con sutiles variables, que tuvo su origen en una finca ganadera llamada Troya; su dueño –un sexagenario, poseedor de los dos casinos más lucrativos del centro de Bogotá– estuvo en la India y 121


quedó maravillado cuando le contaron la historia del Taj Mahal; volvió y para celebrar el amor inconmensurable que le tenía a su esposa le mandó esculpir un caballo de oro macizo. Ella, quien –me faltó aclarar que recién había cumplido catorce años– después de una rabieta le hizo cambiar la cabeza por la de la Barbie. Fundieron de nuevo el metal, usaron para hacer el molde a una modelo traída de Suecia y quedó una especie de centauro-amazona, sin pezones, bautizada la “Yegua de Troya” que se ha vuelto en un verdadero sitio de peregrinación y turismo. Obviamente, hoy en día es de bronce y aunque no brilla tanto, por lo menos nadie se le lanza a rasparla o arrancarle pedazos de pelo o de crin. Valga decir que el viejo quedó tan maravillado con la belleza áurea, que se enamoró de ella; por eso, cuando su infantil consorte –con otro ataque de llanto– le exigió transformarla toda en mujer, él le contestó “cuando salgan dos arcoíris al mismo tiempo, cariño” y la niña se quedó mirando las nubes hasta que el viejo murió y la escultura fue declarada patrimonio nacional. Hicieron una reunión de socios, Saskia y el mellizo de turno se reunieron a la luz de las velas en un céntrico restaurante de la ciudad, famoso por sus mariscos y postres con cabello de ángel dulce como la ambrosía de la caña; brindaron con cerveza que mandaron servir en vasos pandos y anchos para la champaña y con el “clink” del cristal declararon el nacimiento de uno de los aparatos de violencia más bravos que han existido en Bogotá, comparable apenas con los que ya se escuchaban nombrar en Cali, capital del Estado Occidental del Cauca y en Envigado, capital de la República de Rionegro, que más tarde serían los carteles más perseguidos por las oficinas especializadas que los Estados Unidos tenían para desarrollar la lucha frontal contra el narcotráfico. Ese empeño de los gringos por satanizar a las cabezas más notorias de las familias que, desde esos dos países, lograron meter –o coronar– más cocaína que la nieve que cae en los inviernos prolijos de la Nueva Inglaterra, fue lo que hizo que las organizaciones bogotanas conformadas por gente más inteligente y culta, pasaran desapercibidas a nivel mundial; y esto, sumado al hecho de que mi General Padrenuestro no les dio tregua desde que probó la droga y calibró, por sí mismo, la capacidad adictiva de ese polvo blanco y astringente que lo que hace es poner en fila las neuronas y empoderarlas para que sigan, a pie juntillas, lo que dictamine la ínfula inflamada y desbordada de quien la consume. “Uno aspira esas dos líneas y de ahí en adelante, sin que te frene una burra con piquiña en el culo, eres como un tren de solo locomotoras” le dijo mi General Padrenuestro, la primera vez que lo recibió en el despacho, al recién posesionado Presidente Plutarco Cascarón Ibarra, para hablar sobre los nuevos retos que debía perseguir su gobierno en lo militar y sobre todo, en lo 122


relativo a mantener a raya los movimientos guerrilleros que se estaban aclimatando en las ciudades. Llama la atención que a esa reunión no estaba citado el Ministro de Guerra y que el Presidente hizo preguntas de grueso calibre, que mi General Padrenuestro –¡como si no lo conociéramos!– contestaba como Marte dándole instrucciones a Zeus, en los abullonados aposentos del Olimpo. En Cundinamarca, no tuvimos pablos escobares, ni rodríguez orejuelas, ni ochoas, ni abellos, ni herreras, ni porras, ni aretes, ni ositos, ni pininas, ni boliquesos, pero sufrimos a Atanasio González Barbosa, El Sangrón, quien cometió el grandísimo error de subestimar a mi General Padrenuestro, con quien hizo buenas migas al principio pero al que nunca le entendió su carreta sobre el bien común y la soberanía del pueblo y las maravillas del frailejón del que hablaba como si fuera la panacea del siglo XX. Cumplo con advertir –para desmentir de una vez las habladurías que corrieron esos años– que entre los dos no hubo alianza de ninguna especie, ni una relación que se pudiera considerar amistosa. La verdad es que no se vieron más de tres veces pero ambos, dentro de esa medición constante de fuerzas en la que estaban metidos, trataron de vigilarse de cerca, durante un buen rato, hasta que El Sangrón, por esa regla del consumismo occidental de que “entre más plata, más poder” fue a buscar lo que no se le había perdido donde nuestros vecinos de Rionegro, quienes lo hicieron crecer de manera desmedida pero que debilitaron su posición original e infectaron ese lazo genético, de sangre, con su tierra natal: Pacho, ciudad paramuna y apacible que antes de la bonanza de la coca se dedicaba a las labores del campo con parsimonia y alegría; donde sus habitantes nunca pensaron que cambiarían las cosas, al extremo de ver pisoteados sus principios y muertos a sus hijos por esa ansiedad, tan propia de los negocios ilícitos prósperos, de amar el dinero más que a la propia madre. Nuestro cristianismo tan centrado en la caridad y las virtudes de la pobreza, falló y se quedó sin argumentos frente a la ilusión de bienestar de la plata fácil y a la solución inmediata de los problemas de la vida diaria que se cuecen bajo la ruana y al amparo de los leños del hogar. El Sangrón, entonces y sin mayores esfuerzos, se adueñó de un rebaño dócil y domesticado por la iglesia y eso tendría sus consecuencias. Los mellizos arrancaron con pie derecho su experiencia como traficantes de cocaína. El empeño de Saskia fue el de controlar todas las fases del proceso, desde el cultivo y recolección de la hoja de coca hasta la distribución del polvo blanco en las calles de Nueva York; pasando por la instalación de laboratorios, la consecución de otras materias primas involucradas en el procesamiento, la obtención de un producto 123


reconocido por su alta pureza, el debido control de calidad, el transporte –contrabando– a los Estados Unidos, las conexiones, el reforzamiento del aparato de seguridad y el lavado del dinero. Manejar el círculo completo garantizaría una independencia que los mantendría al margen de la guerra interna entre las mafias en Cundinamarca y en la región: esta esquina noroccidental de Suramérica, tan bien abonada y localizada para tal efecto. Ese era el “pensado” de Saskia o por lo menos su listado de buenas intenciones, cuando viajó a Leticia con el nombre de su primer contacto: Jim Tsakarias, un baqueano de origen chipriota quien fuera socio de su abuelo en los safaris que organizaron en territorio Yaguarí, una de las comunidades más tranquilas de indígenas, entre las tribus ribereñas del Río Amazonas. Salvo el hotel, el yate y el zoológico de su nuevo amigo, lo demás era de una pobreza triste de atestiguar: una vía principal que remataba en un muelle de madera y a lado y lado, venta de pescado fresco, jabón y artesanías de colores encendidos; a unas diez cuadras a la redonda había un trazado de calles, más o menos cuadriculado, con casas de cemento pintadas de un color rosado o amarillo pálidos; los escasos jeeps y motos funcionaban con alcohol de caña, razón por la que la ciudad tenía un tufo propio que la hacía propicia al desafuero y eso fue ¡claro! lo que retuvo a Saskia por más tiempo del que pensaba quedarse. Aunque sus habitantes hablaban español, se expresaban también en un portugués dulzarrón, fácil de entender. Los lugareños resultaron ser bastante amables, mientras mediaran las propinas o la posibilidad de algunas monedas que, por no llamarlas limosna, la gente y los niños, en especial, respondían a cambio: “le debo un favor, monita”. El caso es que Leticia pertenecía a la República Central de Tabatinga, pero estaba más arriba del área productiva de dicho país, cuya capital era Manaos y mucho más distante aún de las áreas de explotación de los consorcios internacionales; presentaba, por lo tanto, un panorama ideal para dar, tentativamente, los primeros pasos de la producción de la coca, al amparo de una selva tan espesa como la cabellera de un león que, valga decir –y para decepción de los mellizos– es un animal que no se encuentra en nuestra jungla de micos y guacamayas, como tampoco hay jirafas, ni elefantes, ni rinocerontes, pero sí anacondas que se tragan a un hombre entero, jaguares con colmillos de oro, ranas del color de la gelatina de fresa, pirañas que en manada son más peligrosas que un nido de tarántulas, delfines rosados y un hombre-caimán llamado Kapax, mitad hombre y mitad pescado, con branquias detrás de las orejas. Otro punto a favor del negocio, allá, es que Jim Tsakarias resultó ser el hombre más influyente de la región y dueño de una recursividad a toda prueba. Tenía una de esas 124


embarcaciones planas, con un ventilador enorme atrás, que lo llevaba a todos lados como flotando sobre el agua; la manejaba parado y sólo cabía él, por lo que pasaba mucho tiempo con sus pensamientos y abierto a esa naturaleza que uno no imagina tan excesiva para los sentidos. Los turistas que llegaban a Leticia tenían que ver con él y los agasajaba con paseos en yate, pero nunca se transportaba en nada distinto a su sofisticada embarcación; llegaba primero a cualquier parte, con un ruido particular –como el de un carro de Fórmula Uno pasando por un túnel de viento– anunciando su cercanía. Viejos y jóvenes buscaban su consejo; “sí, soy como un oráculo” decía con poca modestia. Su negocio fachada era turístico: una veintena de cabañas alrededor de una piscina en forma de armadillo, con el nombre de Estadero Yaguarí y la organización de paseos por agua o por tierra, con almuerzo incluido y varias distracciones como la aparición de una anaconda –la misma siempre– que dominaban entre cinco hombres; el aprendiz de cubierta que se resbalaba y caía al río para ser rescatado por un palo de diez metros que hundían, durante un tiempo imposible, para que el hombre apareciera cuando lo daban por muerto, sin saber los espectadores que el palo era hueco por dentro y el muchacho respiraba, por ahí, tranquilo; los hijos de los indios que se paraban y saltaban sobre las victorias regias, teniendo buen cuidado de no dejar ver los andamios de madera debajo de éstas; los micos, de la Isla de los Micos, que jugaban con la gente –de tres a cuatro por persona– y lo que hacían era robar joyas y billeteras a la vista de los entretenidos turistas; y entre muchas más, los caimanes a los que alimentaban con botellitas plásticas de shampoo metidas entre pescados muertos que, al morderlas y tratar de expulsarlas por la garganta y la nariz, llenaban el agua de burbujas y se veía como una ciudad flotante de cúpulas doradas. Estas argucias entusiasmaron a Saskia y en esa primera estadía le propuso que él manejara la operación de cultivar la coca y procesarla en la mitad de la selva. Jim Tsakarias aceptó y al otro día viajaron en hidroavión hasta un punto llamado Zacambú donde los cultivos ya existían. Tocaba montar el laboratorio y abrir una pista en tierra, retirando la maleza, para permitir la entrada de aeronaves más modernas; es como si a su nuevo aliado sólo le hiciera falta un inversionista-socio-cómplice y además –eso fue lo que más entusiasmó a Saskia– que estuviera, desde antes de empezar, pensando en grande. Llegaron a una ranchería, sobre un terreno fangoso donde pasarían la noche y donde las ocho o nueve personas que no eran indígenas estaban pegadas al único radio de la región, con una antena de alambre que sostenían por turnos, escuchando la pelea del argentino Carlos Monzón contra el pegador cartagenero Rodrigo “Rocky” Valdez.

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A la mañana siguiente, a Saskia le quedarían claras dos cosas: que la tierra en esos parajes del Amazonas no tiene dueño –es de quien la reclama como propia y la protege a su nombre– y que Jim Tsakarias, para su pesar, no mezclaba sexo con negocios, lo que no le gustó, pues era su consabida forma de mantener el control de las operaciones. Se devolvió a Bogotá, después de un fin de semana pagando whisky a precios exorbitantes y teniendo un sexo bastante egoísta –de ver y no tocar– porque al parecer había que viajar seis horas en barco hasta Benjamin Constant para conseguir un preservativo. El Mellizo la recibió en el muelle internacional, la notó, en exceso, alerta y dicharachera; “¡es la coca!” exclamó ella, antes de que le preguntaran y al subirse al carro lo primero que hizo fue describir la noche que llevaba en la cabeza: mujeres y hombres, del color del alquitrán, desnudos lamiéndose el sudor unas con otros, unas con unas y otros con otros pero, al Mellizo y a Saskia, no les alcanzó la cordura sino hasta el primer motel cercano –de los muchos que hay cerca del aeropuerto– donde se quitaron como tres capas de piel antes de ponerse a hablar de negocios. Estaba el asunto pendiente y sin el cual no valía la pena arriesgar el pellejo, de cómo meter la droga a los Estados Unidos; “hay que ser muy listos” dijo el Mellizo, como si decir eso aliviara la responsabilidad de dar con una solución factible; “hay que ser muy listos, muy inteligentes y muy vivos” volvió a decir a los cinco minutos, desde el baño, donde estaba, con la puerta abierta, expulsando, con fuerza, un tronco maloliente y sonoro, al tiempo que exclamaba “¡acabo de tener un hijo, mi amor y es tuyo!” En realidad, Saskia no prefería a un mellizo por encima del otro y aunque había hecho una labor titánica en pulirlos y educarlos un poquito, a cada rato se les salía “ese pintor de brocha gorda que llevaban dentro” como ella lo definía; se fastidiaba, un rato, pero pensaba que esos detalles impropios eran, más bien, comunes al género masculino y se le olvidaba el asunto. Durmieron y a las seis de la mañana pidieron desayuno, se fumaron un par de porros y le dieron una buena plata a la camarera por desnudarse y tocarse delante de ellos; incluso la señorita, con unas pecas como monedas de cincuenta centavos, se emocionó y se untó el sexo de tocineta para que, entre los dos, se lo chuparan, al tiempo y antes de recibir el par de lenguas, entre su boca, hasta terminar los tres más amarrados que una hallaca margariteña y llenos de saliva en el cuello y escurrida por la mitad de ese valle interminable que queda en la mitad de los pechos. Esa misma mañana Celina daba a luz a su única hija; “parió con dolor” haciendo honor a lo postulado en el Génesis y apenas vio esa bebita cubierta de una baba gris y la oyó llorar con unos bríos iguales a los de su padre, se enterneció y le dio gracias a dios 126


como mil veces. Le seguía costando trabajo lidiar con tanta ventura, le contó los deditos, revisó hasta el último pliegue de la piel y la acobijó en su canto; sintió sus pequeños latidos y le dijo en secreto: “Serás una reina de belleza”. Le pusieron Martina y la criamos entre todos. Celina nos acompañaba por las mañanas, durante las prácticas de los que fuimos sus compañeros y los entrenamientos de los cadetes, para no aburrirse en su casa y para obligarnos a ver la telenovela argentina del canal siete, después del almuerzo y tener –según nos contó, después– una excusa para estar juntos y que Martina creciera con una sensación verdadera de seguridad y no con ese miedo que a ella –aunque no se le notaba– la volvía desconfiada y predispuesta a evitar la soledad. Mi General Padrenuestro disfrutaría esas tardes, a su manera, con el alborozo de sentirse el paterfamilias, pero con esa sensación de estarle dando tregua a la delincuencia que a galope tendido se nos venía encima. Al Presidente Cascarón le llegó el rumor de que en el Concilio Parlamentario había miembros cuyas mejoras patrimoniales eran procedentes del narcotráfico y pidió una investigación. Lo que se descubrió, en primera instancia, fue grave pero impreciso y pandito, aunque suficiente para darle argumentos a la comandancia militar y de policía para crecer e invertir en tecnología de inteligencia; con todo y eso se subestimó al enemigo y Cundinamarca viviría durante los años siguientes una guerra frontal, sin cuartel, con la población civil como carne de cañón. Nadie estaba preparado para eso, porque muchos de quienes recibieron ese dinero nuevo, para sus campañas políticas y para sus bolsillos, fueron parlamentarios de alcurnia y honesta descendencia, por lo que se trató de “un golpe moral” como escribiría Emilio Esparta, un periodista de cabello cano que dirigía El Independiente, el periódico de mayor circulación en nuestro país y el primero en tener el valor de revelar la nube negra y cargada de violencia que teníamos encima. Recuerdo, por ejemplo, que los militares retirados, con los que uno se encontraba en los saunas del club, eran viejos que –refiriéndose a la dictadura y a las guerras partidistas del medio siglo XX– decían: “Pensamos que nosotros ya habíamos sufrido por nuestros hijos y nietos” pero eso había dejado, hace tiempo, de ser verdad. Lo que no se supo acerca de dicha investigación, porque mi General Padrenuestro lo mantuvo en secreto para lo que se pudiera ofrecer, fue que los agentes de la Oseta, encontraron una foto del Ministro de Guerra, General –rebajado a dos soles– Facundo Valverde Ortegón, bebiendo aguardiente con Atanasio González Barbosa, El Sangrón, durante una feria caballística. El asunto hubiera podido quedar guardado en un cajón durante un buen rato, si no es porque Blas y yo identificamos, en la foto, detrás del Ministro y el poderoso narcotraficante, a un hombre que llamábamos El Autista –porque 127


desvariaba al hablar con una jeringonza incomprensible– y a quien, recién arrestado por robarse una caja registradora que cargó, corriendo, a lo largo de veinte cuadras, teníamos guardado en una de las salas de interrogatorio de la Oseta. Del desespero por no entenderle nada estábamos a punto de mandarlo al sanatorio de Sibaté, pero con la foto, en la mano, mi General Padrenuestro se hizo cargo de su suerte: lo hizo amarrar con los tobillos en alto y empezó por hacerle cortes, con su cuchilla, en la planta de los pies y con más profundidad, en el tendón de Aquiles. El hombre se revolcó del dolor, pero como no decía nada coherente, mi General Padrenuestro le mostró la foto y le gritó: “Aquí te ves hablando, malparido” a lo cual el Autista hizo esfuerzos inauditos por señalarle algo con la trompa. Blas estaba con ellos y supo cómo seguirle la corriente; le señaló en la foto al señor que estaba con él y El Autista negó con la cabeza; le señaló unas pesebreras que se veían al fondo y seguía negando con furia; le señaló muchas otras cosas sin una respuesta positiva, por lo que le soltó una mano y con el índice, el hombre señaló la cachucha que, él mismo, tenía puesta. Trajeron una lupa y mi General Padrenuestro vio, claramente, el signo de la hoz y el martillo. “¡Entonces eres ruso, gran cabrón!” exclamó y le quitó las ataduras, le mandó traer comida, le mandó comprar un ungüento para que se echara en las heridas y me ordenó: “Lugarte, póngame de frente a la señorita Saskia”. Era raro ver mujeres en los socavones de la Oseta, por eso cuando Saskia entró, al otro día por la mañana, causó cierto revuelo entre tanta testosterona; la hicieron entrar directo a la sala donde estaba el interrogado fumando, al tiempo que compartía señas con mi General Padrenuestro quien estaba desarmado, jugando con la cuchilla entre los dedos y con el cuello de la camisa suelto; al verla entrar le acercó una silla, mientras le decía: “necesito que me sirvas de traductora con este reo, no quiero llamar a la embajada Rusa porque seguro es desertor y se quedan con él”. Saskia soltó una carcajada: “¿habla en serio, General?” le preguntó; “soy alemana, nada que ver” a lo que él respondió con titubeos “lo sé, pensé que algo se entendería”. A mi General Padrenuestro no le gustaba que su falta de educación quedara en evidencia: siendo un General de la República, no se podía dar el lujo de que sus raíces humildes se interpusieran ante cualquier ascenso. Por su lado Saskia, quien lo descifró desde que lo conoció, le explicó –sin que su voz sonara prepotente– que una cosa eran las tribus germanas que se mantuvieron detrás del Rhin hasta la caída del Imperio Romano y otra, muy distinta, eran las tribus tártaras y mongoles que más tarde, a la cabeza de gengis kanes y tamerlanes, conquistaron –mientras Europa renacía– gran parte del Asia y de las estepas escandinavas. En algún punto, se mezclaron ambas razas, por 128


supuesto, pero no lo suficiente para que hubiera una fusión de idiomas. “Los alemanes, somos más guturales” expresó Saskia y pronunció unas palabras en alemán que, en efecto, sonaban dichas desde la garganta y con un tono más bien bravucón. En ese instante “¡puta vida, qué suerte tan berrionda!” exclamó mi General Padrenuestro, porque el Ruso contestó en alemán; lo hablaba porque, según dijo, prestó su servicio militar en Alemania Oriental, aislada de occidente por el Muro de Berlín –que no demoraría en caer–. Mi General Padrenuestro le pidió a Saskia, en nuestro idioma: “Averigüe lo que pueda acerca de este hombre y sobre sus nexos con El Sangrón” subió a su oficina y los dejó solos. Y como, al decir de Quesada “el que menos corre, es Superman” Saskia y el Ruso, en una sala de interrogatorios, a quince metros bajo tierra, al amparo de la Oseta, la entidad militar más protegida de Cundinamarca y hablando el idioma de Marx y de Engels, resolvieron el problema de cómo entrar la mayor cantidad de cocaína a los Estados Unidos: utilizando avionetas que despegarían desde alguna de las pocas islas holandesas que quedaban en el Caribe y que, volando a escasos metros debajo de la cola de un avión comercial, serían imperceptibles para los radares localizados en la Florida. Después de que hablaron durante más de dos horas, Saskia salió diciendo que el Ruso era un imbécil que muy poco era lo que tenía que decir y apenas llegó a su casa llamó a la embajada de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a decir que el piloto del helicóptero parqueado en el Campín no era desertor, sino que lo tenían escondido en la Oseta y lo pensaban acusar de espionaje. Como siempre sucede, para evitar un conflicto internacional lo soltaron, le devolvieron sus pertenencias y un Mercedes Benz negro con placas diplomáticas lo recogió y lo entró, sin problemas, hasta la pista atlética alrededor del campo de fútbol de nuestro glorioso estadio. Al despegar, el helicóptero dejó un par de líneas marcadas en el césped, paró en el Aeropuerto Internacional donde llenó el tanque por cuenta del Estado de Cundinamarca y se perdió en la bruma de la tarde, en dirección a Mosquera. Mi General Padrenuestro quedó muy dolido con el asunto y no demoraba en actuar como un toro cuando le ponen las banderillas; había perdido la foto que incriminaba a su jefe inmediato y se estaba dando cuenta de que Saskia era más peligrosa que una culebra entre los calzoncillos. Por esos días lo vi apesadumbrado pese a su recién adquirida paternidad, pero nada podía considerarse grave, todavía, teniendo en cuenta los golpes que le propinaría la vida, más adelante y que lo convirtieron en el hombre temible y desmandado que, a la par con Simón Bolívar, han sido, con doscientos años de diferencia, los artífices de nuestra Independencia. Lo que más preocupó a la organización de los mellizos fue constatar que el tráfico de 129


cocaína no era, para nada, un negocio nuevo en Cundinamarca; existían grupos muy poderosos que llevaban la delantera y tocaba, por lo tanto, empezar con una sustanciosa inversión para entrar a competir sin tener que hacer componendas ni asociaciones con nadie. También era evidente que el mercado interno estaba cubierto con efectividad, pues la perica –o el perico– como se le llama coloquialmente, era la droga de moda: bastaba entrar al baño de una discoteca para darse cuenta de su popularidad. De una sola papeleta, de un gramo, echaban mano hasta diez personas, con la punta de las tarjetas de crédito y poniendo, con el dedo, el remanente en las encías para sentir el ácido en la boca. Lo que en Bogotá costaban ciento cincuenta gramos, en Nueva York costaba un gramo: esa era la relación. Se decía que era una droga bondadosa que mejoraba el desempeño mental; que Freud la había consumido y la recetaba a sus pacientes; que no importa las cantidades que uno se metiera era imposible sufrir una sobredosis; que, en contacto con los genitales, retardaba los orgasmos; una panacea como pocas, que permitía mantenerse alertas y despiertos, con funcionalidad plena, a los ejecutivos de la bolsa, a los pilotos de un 747, a los neurocirujanos y a los fabricantes de relojes, por ejemplo. Todo mentira, la exacerbación del cuerpo y de la mente es tal que el desmoronamiento es proporcional al éxtasis; sin embargo, es considerada una droga recreacional –aún se consume en grandes cantidades– y su principal virtud es que quita la borrachera producida por el alcohol en segundos y da la sensación maravillosa de sentirse, uno, inteligente; es muy adictiva y genera una tolerancia, en pocos meses, que invita a probar los opiáceos, las anfetaminas y otras delicias aún más peligrosas dentro del recetario narcóticoestupefaciente-alucinógeno-médico. No es raro que cuando algo es considerado una novedad, se consigue y se adapta al sistema de vida, a la rutina diaria, se descubre que es más común de lo que se pensaba, en un principio; eso le pasó a los mellizos, pero era muy tarde para echar para atrás el proceso; además, no se avizoraban serias razones de alarma: el consumo de cocaína seguía creciendo de manera galopante. El primer contratiempo grande se presentó cuando, en Envigado, el Cartel liderado por Pablo Escobar en la República Central de Rionegro, sufrió la baja sensible de uno de sus socios: el ciudadano alemán Carlos Lehder Rivas fue capturado después de una fiesta-debacle-orgía en la que hasta los guardaespaldas participaron y de inmediato, fue extraditado a los Estados Unidos. Los medios de comunicación dieron parte de sus más reconocidas hazañas y lo que más preocupó a Saskia es que el esquema de tener una pista en una isla del Caribe tocaba cancelarlo, pues así fue como el famoso Capo operó durante mucho tiempo, metiendo aviones pequeños que despegaban de Cayo 130


Norman, en Las Bahamas, volando a poca altitud por debajo de los radares, aterrizando en aeropuertos clandestinos y por hidroavión, en los ríos y lagos de la Florida. La vigilancia de la Drug Busters Agency (DBA) debía ser absoluta, hasta en las carreteras, porque también en un par de oportunidades las avionetas de Lehder Rivas aterrizaron, por fuerza mayor, en las interestatales 95 y 110, por los lados de Jacksonville y Pensacola. El Ruso dejó el helicóptero en los alrededores de Puerto Salgar, en lo que parecía ser un sembrado de arroz y tomó un planchón que lo llevó por el Río Magdalena hasta su desembocadura, en diez días. Desde ese momento, sí podía considerarse un desertor de la URSS. Atravesó la frontera de tres países con un morral lleno de dólares que Saskia le entregó; le dio billetes de cien a quienes le dirigían la palabra y cuando vio que la playa estaba llena de marines, escondió la plata entre las raíces de una palma de coco, la marcó con su navaja multiusos y nadó hasta el primer barco que divisó en el horizonte. Trató de hacerse pasar por náufrago pero eran pescadores guantanameros, a quienes poco les importaba tener una persona de más, en la embarcación, siempre y cuando ayudara en las labores diarias. El Ruso había desovado esturiones y pescado atunes, con red de arrastre, en el Mar Negro, por lo que en tres días estaba integrado al grupo. Cuando llegó a La Habana una semana después, donde –después del conato de revolución– renacieron los casinos y las jineteras se paseaban impúdicas frente a los hoteles, llamó por teléfono a Saskia quien le dijo que era imperativo cambiar el sistema de transporte de la droga, que pensara en algo y rápido porque, en breve, la mercancía empezaría a llegar del Amazonas. Después de dieciocho cirugías plásticas, era la primera vez que Reina se miraba al espejo; lloró, por supuesto que lloró, pues mi General Padrenuestro la convirtió en un monstruo la tarde en que la botó por la puerta de la limusina negra y vino tinto, que había pertenecido al Presidente Robusto Arcángel de la Peña, en movimiento y que la debió dar por muerta pues su cuerpo se despedazó contra el pavimento con un sonido de nuez machacada. Apenas vio su reflejo, Reina corroboró el único pensamiento que, desde hacía muchos meses, recurría a su mente: “¡Hubiera preferido morir!” y no podía pensar nada distinto, tampoco, viendo que el pelo del lado izquierdo le empezaba detrás de la oreja, que le injertaron piel de la nalga en la frente pero que se veía hundido el cráneo y el color de la superficie se veía postizo como un esparadrapo mal puesto; que no podía cerrar bien un párpado y una cicatriz le atravesaba la mitad de la cara hasta quedar oculta debajo del mentón y dejando el labio superior dividido, como los 131


niños que nacen con el paladar hendido; de la punta de su busto izquierdo, reconstruido, asomaba un bultico en forma de lengua que hacía las veces de pezón, con una cicatriz longitudinal, hasta las costillas que se fracturaron hasta perforar ambos pulmones; el ombligo le quedó corrido como diez centímetros y su preciada vagina era la continuación de la cicatriz que le bajaba del estómago y que dibujaba como un nudo, en el sitio donde había tenido un tubo por donde se vaciaban los intestinos. Le quedó una pierna visiblemente más corta que la otra y como se rehusó a ponerle plataformas ortopédicas a los zapatos, renqueaba y eso le daba aún un aire más grotesco. Estaba segura de que, tarde o temprano, se suicidaría, pero la venganza era un sentimiento mucho más fuerte y éste empezó a volverse factible el día en que el cirujano que le salvó la vida –después de sacarla del coma inducido en que la tuvo hasta bajar la inflamación del cerebro– le puso una llave en la mano y le dijo al oído: “Encontré esto en el segmento colorectal de su intestino grueso”. En los medios de comunicación hubo conmoción cuando no llegó a recibir el premio Súper Diva Star que ofrece la Asociación de Estilistas Cundinamarqueses, pero a la semana siguiente nadie volvió a hablar del asunto y aunque no encontraron sus restos mortales en la matanza de las lechonas, su familia cercana la dio por muerta y la piecita que dejó cuando tenía quince años –porque la eligieron Miss Tajalápiz, entre las niñas más lindas de los colegios de Soacha, se fue de gira y nunca regresó– la declararon camposanto. Nunca reclamó sus posesiones muebles, ni inmuebles, por no tener que salir del anonimato forzoso que le tocó vivir por el resto de su vida; además de varias esmeraldas enormes, en la caja de seguridad del Banco Estatal conservó dinero de sobra y gargantillas precolombinas para vivir a su antojo y hacer pagar, con la misma violencia, a quien le dejó su cara y su cuerpo desfigurados. Se instaló en una mansión oscura de un barrio bogotano llamado El Nogal y desde ahí, lo primero que hizo fue recoger información sobre mi General Padrenuestro y montar un operativo –lo más invisible posible– para espiar sus movimientos y su más guardada intimidad. Llenó la casa de peluqueros y maquilladores, manicuristas y gente de la moda; la decoró con esa estética de los decoradores homosexuales que hasta cierto punto es exquisita pero con detalles que la hacen excesiva y “loba” término, éste, que ha cambiado de sentido, pero que se entiende como la suma de elementos, a un contexto, sin los cuales se podría considerar elegante, que chocan por su baja categoría y por su pretensión de tener clase y distinción. Reina tenía, por ejemplo, cupidos dorados para sostener el papel higiénico en los baños; cuadrados minúsculos de cerámica, de colores plata con brillos de cristal, estilo Liberace, en el piso de la cocina; un estanque con el fondo de 132


vidrio, en el jardín, en el que flotaban velas en forma de cisne, blancas y azules, que Reina prendía por las noches para que se viera una Afrodita de mármol rosado que botaba agua del centro de sus piernas abiertas y que le mandó esculpir al Maestro Insignares del Campo quien, con dos whiskys, exclamaba: “Soy como el emperador Julio César, me gustan los niños de catorce años”. Su casa era su reino, resguardado por dobles y pesadas cortinas en las ventanas para sentirse ajena al barullo exterior y dejar que el olvido la hiciera reinventarse como una mecenas del arte. Cuanto maricón ponía una pluma dorada “sobre un bollo de mierda” –como destacó un afamado crítico local, invitado a sus fastuosas fiestas– era presentado como un hombre del Renacimiento. Paradójicamente, la casa-mansión-escondite de Reina se llenó de la misma gente que la conoció como reina de belleza y ella, de alguna manera, rescató algo de felicidad. Por lo menos su vida ya no giraba alrededor de la muerte y de las armas, de los resentimientos del Milongas, de la droga y de los conciliábulos a puerta cerrada, en los que se decidían secuestros y asesinatos. Nadie la reconoció nunca y eso era un alivio que la libraba de la mirada lastimera de los demás; engordó bastante y una mañana, se miró al espejo y reconoció a una mujer amargada por la sed de venganza, pero capaz de vivir de la adulación de los demás, como los políticos y las damas de buenos apellidos. Reina supo que mi General Padrenuestro se convirtió en padre de familia y eso la llenó de rabia; redobló esfuerzos en su labor de espionaje y dedicó un cuarto de su inmensa casa para pegar recortes y fotos de él en las paredes; se reunía con Mauro y Andulima, la pareja de espías que le ayudaban a recoger información, con la idea, no de infiltrarse en sus operaciones, eso sería peligroso, sino de vigilarlo, conocer sus itinerarios y los de sus cercanos colaboradores, hasta descubrir un punto débil por donde hacerle daño. Su mujer y su hija eran un blanco atractivo, pero el más difícil porque las cuidaba con un empeño al que le ponía el alma y sus recursos de General de la República. Si bien es cierto que seguía habiendo un Ministro de Guerra por encima, mi General Padrenuestro no volvió a rendir cuentas de nada y actuaba con total independencia; la figura ministerial se mantenía para guardar las apariencias y porque el Presidente Cascarón, en realidad, no tenía, aún, una excusa fehaciente para cambiarlo. Faltaría poco, sin embargo, para que esto sucediera, mientras tanto mi General Padrenuestro acumulaba poder y riquezas y experiencia para lidiar con cualquier tipo de escoria, pues Bogotá se volvió una ciudad tan grande como Nueva York en delincuencia, aunque cuatro veces más pequeña en número de habitantes. Había dejado de ser extraño que los taxistas fueran guerrilleros, que los parlamentarios fueran 133


narcotraficantes, que las meseras y los choferes fueran asesinos a sueldo, que los estudiantes universitarios anduvieran armados, que los ministros le sacaran tajada a los contratos y que, por primera vez en Cundinamarca –tierra de hombres probos e íntegros como los caballeros de la Cámara de los Lores inglesa– se viera el dinero correr a rodos, dando una sensación de riqueza en los principales sectores de la economía. Con un agravante, la sociedad se enorgullecía de compartir sus espacios con presuntos narcotraficantes; Atanasio González Barbosa, El Sangrón –para no ir más lejos– compró una de las casas más hermosas de Bogotá y además de los enchapes de oro, las porcelanas de Sèvres, los tapetes traídos de Damasco y los cuadros de Fernando Botero, entre muchas otras maravillas, lo que más lucía era una pared con fotografías en las que aparecían sus caballos montados por la crema y nata del círculo farandulero, político y económico cundinamarqués; incluso, la foto más grande y con un marco de oro de quince centímetros, era la de su caballo Huiracocha, avaluado en cuatro millones de dólares, montado por Rocío Dúrcal cuando la trajo de México –en un vuelo comercial del que compró todos los tiquetes– para que le cantara “… y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres y desnudos al amanecer nos encontró la luna” el día de su cumpleaños –el del caballo, que era como el iris de sus ojos o como “el rabo de su culo” dirían sus enemigos–. La podredumbre empezó a salir a la luz pública y al Presidente Cascarón le tocó esa revelación, como al público en general, de que el narcotráfico había permeado los estamentos de nuestra sociedad. “No se le olvide, Lugarte, que, tarde o temprano, la mierda flota” increpaba mi General Padrenuestro al cerciorarse –lo que intuía desde mucho tiempo atrás– que los campesinos se estaban armando y que, con este fenómeno, sumado a otras comunidades igual de vulneradas en el campo y en el monte, se crearon los grupos armados mal llamados: autodefensas y bien llamados: paramilitares. Nacieron del permiso, tácito al principio y aprobado por la ley, después, que el Estado le dio a los particulares para armarse y defenderse ante la imposibilidad de recibir protección del Ejército Nacional. Con nombres como: Cooperativas de Socorro, Trinchera Comunitaria, Mejorvivir, Defensores del Charco o los Cerdos Azules y la excusa de defenderse, emularon con los guerrilleros: traficando, matando, secuestrando y amedrentando a los más pobres, reclutándolos a la fuerza, boleteando a los minifundistas y comerciantes y cobrando cuotas con el pretexto de velar por sus mínimas pertenencias. Ese fue uno de los últimos legados del General Valverde Ortegón y las alianzas de su ministerio que, inclusive hoy, permanecen ocultas. La tensión, entre fuerzas contrapuestas –me refiero al tire y afloje entre narcotráfico, 134


guerrilla y paramilitarismo– hizo perentorio que los delincuentes justificaran sus ejércitos unipersonales –muchos de viejísima data– se equipararan a la ley como grupos de autodefensa y más grave aún, sacudieran el diccionario para sacar a orear palabras como “revolución”, “proletariado” y “burguesía” entre otras y así poder reclamar derechos políticos, al ser apresados y ampararse con las amnistías que los miembros del Concilio Parlamentario diseñaron para salvarle el pellejo a quienes pudieran demostrar que su lucha –o sus crímenes– eran por la democracia y por los derechos de los oprimidos. El Presidente Cascarón, sin darse cuenta y quien lo sucedería Guillermina Otúnez Neira, haciéndose la que no se daba cuenta, coadyuvaron con la causa criminal porque permitieron ese mecanismo de impunidad, a la máxima potencia y con los subterfugios de un sistema penal lleno de goteras, durante los años incrédulos en que el lavado de dinero narco-guerrillero-paraco nos dio la grata ilusión de pensar que estábamos progresando. “El problema, Lugarte” me dijo un día, acongojado porque trataron de matarlo con una bomba-bus de quinientos kilos de dinamita estando en el último piso del edificio de la Oseta “es que en este país se habla de paz pero no se habla de justicia” y tenía razón: aún sucede que hablar de justicia es entablar un enfrentamiento con la clase dirigente, con quienes ponen los votos, ir en contra de las ruedas dentadas del poder que la manipulan y malquistarse con los más ricos que la usan a su amaño y en beneficio propio. ¡Ningún político que emprenda tal cruzada, puede ganar unas elecciones! En cambio, hablar de paz es muy fácil, da un aire de interés por el bien común y lo más importante, distrae la atención de la podredumbre de la clase política y de quienes conforman el gobierno. Mi General Padrenuestro hizo esfuerzos para pacificar nuestro territorio pero nunca pudo emprender ninguna acción –no estaba dentro de sus fueros– para hacer de Cundinamarca un país más justo; me atrevo a decir que fue un justiciero frustrado, que sirvió de contrapeso en la balanza de violencia y terror que vivimos. ¡Ese fue su deber; combatir el fuego con fuego y de la única manera que supo: rebajándose al nivel de los más corruptos, pensando y actuando como ellos, respondiendo a una bomba con un campo minado y a un asesinato con una carnicería. Los soles, títulos y condecoraciones que se ganó en el camino, los recibió con orgullo pero, si bien es cierto que los lucía con rozagante gallardía, los hubiera cambiado sin parpadear por algo tan intangible, esquivo y necesario como la verdadera justicia. La bomba contra el edificio de la Oseta, en Paloquemao, lo hizo ponerse la armadura, afilar el temple y prepararse para lo peor. La onda explosiva lo mandó contra una pared 135


y lo dejó sin aire durante varios minutos, que se pasaron en cámara lenta mientras se levantó y miró por la ventana el horror de lo sucedido. Cuerpos inocentes esparcidos por el piso, desmembrados; gente gritando con la piel llena de esquirlas y la ropa quemándose; pedazos de brazos y piernas y troncos y cabezas dejando ver el hueso y las tripas enflaquecidas, contra el piso, inermes, algunas aún botando sangre con espasmos de última hora, imitando una fugaz chispa de vida. La explosión se oyó en toda Bogotá y el Presidente Cascarón, de un sobresalto, se asomó a la ventana y vio una columna de humo negro que ensombrecía el cielo. “Esto no puede ser nada bueno” le comentó a su secretaria privada y siguió leyendo The Economist hasta que su edecán le diera informes más certeros sobre lo sucedido. Le trajeron un vaso de agua con sus pastillas del día, Ginko Biloba y otros paliativos para tratar de demorar lo más posible los efectos del Alzheimer que le diagnosticaron desde antes de lanzarse como candidato a la primera magistratura de la nación. Su gobierno era, sin duda, más serio que el anterior, más centrado en los asuntos importantes del Estado, aunque él se viera zurumbático y distante durante los consejos de ministros y que desvariara en privado para preocupación de su esposa e hijos. Tenía una amante, a la que veía una o dos veces al mes y a la que siempre le dejaba plata en efectivo en la mesita de noche. Hacía el amor con método, con la respiración medida y en las posiciones más comunes de dominación masculina, cualquier otra hubiera sido impensable. Su esposa le conocía sus necesidades amatorias: el brandy y el tabaco esperando cerca de la chimenea, el preámbulo de besos en los senos y la lengua seca en la parte baja del cuello, los dedos entre las piernas pero sin aventurarlos más allá de la pelirroja vellosidad de ella, quien abría con gentileza el camino al miembro viril del Presidente de la República, como parte de los deberes a los que como esposa y primera dama estaba comprometida. Se extrañó mucho la noche en que la llamó por otro nombre y le dijo: “Te agradezco los favores recibidos” mientras le dejaba un fajo de billetes al lado de la lámpara de calamina. No hizo nada al respecto; sin embargo, sabía de las aventuras de su marido desde hacía mucho tiempo y las prefería a tener que acompañarlo en sus correrías políticas, por los municipios del país, en las que se bebía y se comía gallina amarilla a la par con el populacho y eso no le quedaba bien a una mujer de linaje escandinavo y descendiente, en línea directa, de los primeros soberanos vikingos que llegaron a Norteamérica. Estaba preocupada por la salud mental de su marido, pero con los presidentes que, durante el siglo xx, había padecido Cundinamarca, pues, era imposible que nadie, por fuera de su círculo de amigos, lo notara. Sin importar lo errático que pudiera mostrarse, el Presidente tenía unos principios morales inamovibles que fueron la dirección a seguir durante su mandato. No tenía necesidad 136


de robar porque sus ancestros lo hicieron por él como usufructuarios de contratos que el Estado le concedía a la empresa privada; ostentaba una prominente calvicie que combinaba con sus bufandas de cachemir compradas en Saville Row, antes de salir a la calle; a veces se envolvía en sábanas, como si tuviera toga y salía al jardín de su casa a recitar el parlamento de Marco Antonio a la muerte del Julius Caesar, de Shakespeare, que empieza: “Amigos, romanos, compatriotas (…)” La situación recrudeció pero la sociedad bogotana vivía en negación –es nuestra forma de lidiar con los problemas, pretender que no existen hasta que nos golpean de frente y con un margen bastante reducido para poder esquivarlos–; aunque leíamos, con perplejidad, los editoriales de Emilio Esparta y sus denuncias contra las mafias, nos hicimos los desentendidos hasta que las bombas empezaron a explotar en los centros comerciales y en las calles por donde pasábamos a diario. Esa fue la herencia que nos quedó del diálogo que, a nivel nacional, sostuvo el gobierno anterior con los alzados en armas: una guerrilla que nos asalto en nuestra buena fe; un narcotráfico que identificó las debilidades del Estado y pensó que se lo podía tomar o en su defecto someterlo; y una criminalidad desatada que se amparaba en las dos primeras para generar temor entre la policía y las fuerzas armadas, por lo que el primer reto de mi General Padrenuestro era el de subirles la moral a sus hombres “que no es lo mismo, Lugarte, que subirles el morral a los hombros” decía siempre que podía y le respondíamos con risitas falsas de satisfacción. Pero para eso debía tener un control total y deshacerse del Ministro de Guerra, quien era un títere fácil de manipular, pero que tenía un apego demasiado grande por los viejos vicios de la administración castrense; o sea, por hacerse el de la vista gorda y por lucrarse del manejo amañado de los magnos presupuestos militares para la guerra y la inteligencia, que sufrían de un pillaje continuado en detrimento de la calidad del armamento y de los avances tecnológicos, en lo táctico y en las comunicaciones. Mi General Padrenuestro –sin hablar con Saskia– contactó a Belarmino Congote directamente y lo apostó, con un rifle de alta potencia, en el observatorio astronómico, una construcción decorativa entre la Quinta de Nariño y el Capitolio Nacional que existe desde antes de la Independencia. Ahí lo tuvo encerrado durante tres semanas, mirando hacia la carrera séptima, con el ángulo de la esquina por donde, en el momento menos pensado, el Ministro pasaría. Reyes y Polanía idearon un sistema de poleas para subirle la comida hasta la cúpula, pues la construcción estaba destruída por dentro. Belarmiño utilizaba los pliegos de papel con indicaciones de la bóveda celestial dejados por Julio Garavito –el científico que aparece en los billetes de veinte mil pesos– como individuales o servilletas o para las 137


necesidades básicas de higiene y salubridad; hasta que tocó sacarlo, también a escondidas, pero no porque su cuerpo estuviera lleno de hongos y mordido por las ratas, sino porque nos enteramos, por el periódico, de que el General Valverde Suescún, Ministro de Guerra y amigo personal de varios expresidentes, sucumbió ante una encefalitis bacterial producida por haberse comido el pellejo completo de una lechona durante el cumpleaños de Facunda Berrocal Rivadeneira de Gorgonzola, directora de la Casa Museo de la Chicha y el Mondongo, mujer corajuda y lenguaraz cuyo harem de jovencitos, que se levantaba en las conferencias sobre historia del arte y estética que dictaba en la Universidad de la Cordillera, era uno de los chismes recurrentes de nuestro jet set capitalino. Mala idea resultó la del General Valverde Suescún morirse y la de mi General Padrenuestro quererlo muerto. El Presidente Cascarón aprovechó la circunstancia para nombrar un Ministro de Guerra civil; un ejecutivo de corbata y mocasines, quien durante las larguísimas y extenuantes paradas militares pedía una silla y se sentaba con binoculares a mirar el desfile, sólo le faltaban las palomitas de maíz y la gaseosa. A la postre, se supo que el señor tenía cierto grado de consanguinidad con la primera dama y que nunca prestó el servicio militar por ser hijo mayor de madre soltera; sin embargo, nadie lo pudo tumbar. A los medios de comunicación les dijo que sus credenciales para ejercer el cargo eran las de haber criado, con disciplina y aplomo, tres excelentes ejemplares machos dóberman los cuales, una vez adiestrados, ladraban, acompañados de tiple y guacharaca: La cucharita se me perdió, que era la canción más famosa de la carranga. Se quedó, entonces; y por lo menos tuvo la sensatez de tratar de aprender el oficio, de interesarse por la cosa militar. Las secretarias se empezaron a referir a él como el Hijo de Mami porque ella, su mamá, se autonombró Jefe de Protocolo del Ministerio de Guerra y se pasaba la mayor parte del día indicándole al personal femenino cómo sentarse, cómo estornudar y en general, cómo servir a los hombres; era la prueba viviente de que el machismo es, a veces, cosa de mujeres. Pero, no es importante extenderse sobre eso, el caso es que eran inseparables y esa edípica situación hizo que los militares los fueran aislando, pues comprometía la confidencialidad de los temas de seguridad al extremo de que, a cargo de mi General Padrenuestro, se generó una comandancia alterna –de sólo militares– que tomaba las decisiones. Crearon una comisión encargada de que hijo y madre se mantuvieran distraídos: redecorando los casinos de oficiales y cambiando los muebles de las oficinas, por ejemplo; incluso unos uniformes camuflados que diseñaron en tonalidades de fucsia y magenta los mandaron confeccionar y pusieron a unos 138


soldados a usarlos alrededor de ellos porque la consigna, era la de mantenerlos contentos y ocupados en asuntos distantes de lo fundamental. El Hijo de Mami, a veces, pedía planos estratégicos de las operaciones y en las mesas de la cafetería, le armaban escenarios completos de montañas pintadas en crayola sobre cartón y soldaditos plásticos, con sus tanques, granadas pequeñitas y jeeps a escala y distintos tipos de delincuentes vestidos como los chicos malos de los cómics y los programas de dibujos animados. Lo curioso, además de entretenerse inventando emboscadas y rescates en helicóptero, era que él tenía una faceta histriónica de actor en potencia; aprendió bien su papel de Ministro de Guerra y lo representaba, con éxito, frente a los demás ministros y a las cámaras de televisión. Todo lo que decía era inventado, por la imaginación de ese niño interno que nunca logró crecer a causa de los consentimientos de su madre; pero desarrolló un discurso muy convincente para distraer la atención, ante la opinión pública, de la ventaja que nos estaban tomando los carteles, grupos, pandillas y galladas que asediaban a Cundinamarca. Afortunadamente, el Ministro Hijo de Mami se aferró a mi General Padrenuestro y lo apoyó en cuanta proeza se le ocurrió para minimizar los daños y neutralizar las arremetidas del terrorismo narco-bandoleroguerrillero-paramilitar que nos tuvo en jaque y que poco faltó para que –al decir de Polanía, que a veces tenía sus chispazos– “nos dieran sopa, seco y postre y nos metieran la vajilla, los cubiertos y los trinches para ensartar la mazorca por entre el culo”. Mi General Padrenuestro compró una casa por los lados de La Porciúncula. La vivían una abuela como de cien años y su única hija, una señora que sin tener a nadie en la vida se hacía llamar tía, amargada y tacaña hasta más no poder y desconfiada al punto de sentirse amenazada por cualquier persona que buscara su cercanía o que le ayudara con el oficio de ese caserón enorme. Libraba una pelea diaria contra el polvo, por eso cuando Celina timbró por primera vez, la señora se demoró en atender mientras quitaba las cobijas y sábanas con las que cubría la mueblería, abría las ventanas y dejaba pasar el aire para que se fuera ese olor a mausoleo que se sentía desde la entrada. Tenía las facciones de una mujer “muerta en vida” y una mandíbula que se movía contra su voluntad; con Celina estuvo cordial, le contó sobre su matrimonio con un gringo descendiente de eslovacos y aunque primero manifestó haberse casado en la Florida, después dijo que fue en Wisconsin o Michigan, parecía una mentira destinada a sacudirse de una soltería irrevocable que cargaba, a sus espaldas, como la cruz de una existencia que ella misma había convertido en su propio viacrucis. Pese al ambiente lúgubre y los colores opacos de un encierro tan prolongado, Celina se 139


enamoró de la casa porque detectó –con esa videncia de india que llevaba en su sangre– un pasado de niños felices, fiestas y memorable alegría. Tenía un patio de piso cuadriculado, con entrada independiente que le sería muy útil para no tener a los escoltas de mi General Padrenuestro poniendo sus trajinadas botas en el área de recibo, varias terrazas, pisos de parqué y baños inmensos. La casa estaba rodeada de arbustos de pino que se mantenían peluqueados y llegando a la esquina, por la carrera, se erigía un árbol en el que Martina Padrenuestro Ancízar forjaría sus sueños adolescentes y daría el primer beso de su vida a un niño del barrio con el pelo liso y el sistema solar en su mirada. El trasteo fue poco lo que se notó, así de grande sería la casa, pero en la medida en que se fueron allanando las propiedades de los narcotraficantes la irían decorando o abarrotando –sería más exacto decir– como un mercado persa variopinto y excesivo pero con enseres que, aunque extravagantes, eran muy finos. El comedor auxiliar y los baños que daban al patio, en primera instancia, hubo que ampliarlos porque, en cuanto a su propia seguridad se refería, las tres reglas principales de mi General Padrenuestro –y no le faltaba razón– eran: “Primero, alimenta bien a los que te cuidan; segundo, pregúntales sobre sus padres, sus esposas-amantes-novias-compañeras y sobre sus hijos; y tercero, míralos a los ojos cuando les hablas y generarás un vínculo indestructible con ellos”; diariamente, entre veinte y treinta soldados desayunaban, almorzaban, comían, tomaban onces, hacían del cuerpo y gravitaban alrededor de ese patio donde también jugaban guayabita y se tomaban sus aguardientes los domingos y las fiestas de guardar. Nadie conocía mejor estos detalles que Reina, quien llenó las paredes del cuarto, dedicado al espionaje de mi General Padrenuestro, con fotos polaroid de su sitio de vivienda y de trabajo y de la mayoría de la gente a su alrededor. Mauro y Andulima –los espías de Reina– se acercaron por la casa un día de mañana, ofreciendo sus servicios de chofer y mucama, respectivamente. Blas les abrió la puerta y se entusiasmó con la mujer; la requisó con sus manos como palas, la tocó entre los muslos y le recorrió la espalda como contándole las vértebras, a Mauro lo miró a los ojos, no más y le dijo: “Te he visto, por aquí merodeando y me preguntaba ¿cuánto tiempo te demorarías en mostrar tu cara de pelmazo comemierdas?” Andulima entendió que estaban en problemas, pero Mauro se empeñó en explicar que muchas personas se parecen, entre ellas y que recién habían llegado de Sasaima. Celina entraba por casualidad y se molestó con Blas por ser tan desconfiado; no necesitaba un chofer pero sí una mujer a la cual ponerle un uniforme y que se hiciera cargo de cuidar a Martina para ella volver a ponerse en forma y a forjarse una vida social entre las demás 140


esposas de los militares, quienes bien creídas y criticonas que eran. Estaba cansada, además, de cargar ella sola con las miradas lascivas de los hombres que medio vivían en la casa y era hora, también, de que otra mujer la relevara de esa energía que, desde que se había convertido en madre, ya no necesitaba. Para Andulima, por su lado –contratada de inmediato– era la primera vez en su vida que se sentía tan deseada y eso le desató una libido difícil de controlar; se la pasaba con los pezones duros como bolas de billar y a veces, le daba temor que la humedad entre las piernas se le fuera a traspasar al uniforme faldicortico y verdecito que le pusieron. Consciente de la situación, Celina le revisó sus pertenencias una tarde en que la mandó al parque con Martina y cuatro soldados más; encontró la cámara Polaroid y una decena de fotos del interior de la casa y de Martina, pero no encontró evidencia alguna de que estuviera tomando o utilizando, alguna forma de protección anticonceptiva. Eso, la preocupó: no quería que nada y menos un embarazo, la distrajera de cuidar a su hija, por lo que la esperó ahí, en el cuarto de la servidumbre que compartía con Marciana, la cocinera y Julieta, la encargada del aseo, una flaca, mueca, sin curvas y sin gracia que no inspiraba un mal pensamiento. Se acordó de su pobreza: bien hubiera podido ser esa su pieza y estar al servicio de una mujer con más mundo que el de ella, como las mujeres de la mayoría de los oficiales, que frecuentaban el Club Militar y masticaban la comida como conejos y cambiaban de mano el tenedor después de cortar un trozo de carne; mujeres bien, de provincia, educadas para ser mujeres del hogar y cumplir con los preceptos católicos, apostólicos y romanos. Andulima entró con Martina en los brazos y se asustó cuando vio que la cámara Polaroid estaba al descubierto y antes de inventar alguna excusa creíble, Celina la interrumpió para decirle: “Gracias”. La muchacha se sentó con las rodillas juntas en el borde de la cama y puso a la niña en su regazo “gracias, por cuidar de mi Martina” siguió diciendo y la abrazó, se tomaron una foto de las tres, sonrientes y felices y le cambiaron el pañal a la bebita. Celina, después de disculparse por revisar sus pertenencias, le pidió que, de tener relaciones sexuales, las tuviera con protección y por fuera de la casa. Hablaron del Sida, de las arbitrariedades de los hombres, de los noviazgos y los matrimonios; Andulima abrió su corazón comentó sobre su virginidad y cómo la quería conservar hasta el día en que se casara; le dijo que le molestaba ser tan bonita porque eso la ponía en un estado de ansiedad constante; y le dio las gracias a Celina por confiarle a Martina, su más preciado tesoro. El domingo, donde Reina, Andulima estuvo callada; mostró las últimas fotos pero alegó sentirse indispuesta para que no le hicieran preguntas; durmió después del almuerzo y cuando bajó a las cinco de la tarde, para 141


tomar el chocolate con pandebono y queso, Mauro se sintió bastante molesto con su silencio. Reina, en el fondo, sabía que no podría contar con ella para hacerle daño a Celina y no era, en realidad, contrario a sus planes que se hicieran amigas; también sabía que Mauro descuidaba sus pesquisas pero era un fiel subalterno que se esmeraba en hacer las cosas bien o por lo menos, al pie de la letra, como ella se lo exigía. Nunca supo Reina, porque no se lo contaron, que a Mauro lo tenían pillado por estar merodeando la casa –que además quedaba bastante cerca, en el mismo barrio– de mi General Padrenuestro; nunca supo, tampoco, sobre la guardada virginidad de Andulima, pero no se hubiera sorprendido al respecto, pues se trataba de una muchacha tímida, aunque no lo pareciera; sabía, eso sí, por intuición, que Mauro era homosexual y que no demoraría en salir del clóset, pese a que él y su hermana eran de naturaleza reprimida, criados bajo la férula del temor a los designios de dios, a las tentaciones del pecado y a un padre que los azotaba un día sí, un día no, a correazos y golpes con el plano del machete. Ambos, le debían a Reina el haberles ofrecido la hospitalidad de su casa a cambio de seguirle los pasos a mi General Padrenuestro y de aprender a odiarlo, con el mismo ímpetu y las mismas ganas que ella. A mí, me gustaba mucho Andulima, su cabello ondulado, sus ojos y mejillas encendidas como el sol del mediodía y su voz vibrante de armónica, sus dientes parejos y blancos y su forma de ser amable y comedida; se interesaba genuinamente por uno y mientras Martina dormía en sus brazos, ella conversaba en voz baja, por lo que parecía estar contando secretos o hablando de amor, con la suavidad de una brisa cálida o un chorro de agua tibia. Para mí fue una sorpresa cuando Blas me pidió seguirla; “ya que le gusta la hembrita, sígala y me cuenta cualquier cosa” dijo, me contó del merodeador con el que la vio por primera vez y manifestó su preocupación por la seguridad de Celina y de Martina. Las cosas de Blas no eran para tomárselas a la ligera, por eso esperé su salida del domingo para seguirla. Los resultados fueron imprevisibles; ella caminó diez cuadras hacia el sur por una encrucijada de parques y caminos peatonales, tomó un bus para devolverse las mismas diez cuadras, hacia el norte y después de darle dos vueltas completas a la misma cuadra se metió por la puerta trasera de una casa inmensa que quedaba a escasas tres cuadras de la casa de mi General Padrenuestro. Mi informe multiplicó la paranoia de Blas; nos reunimos de manera urgente y las instrucciones de mi General Padrenuestro fueron muy claras: “Lugarte, enamórela y hágala suya, esa es su misión”; se extendió acerca del hecho de que Celina le había tomado cariño –algo le debió haber dicho– y de que Andulima era virgen –por supuesto que algo le debió haber dicho– por eso, con un carraspeo seguido de un escupitajo 142


monumental, me ordenó: “Y apenas pueda, me le arranca esa virginidad o lo hago yo mismo con el pico de una botella”; ya lo había hecho antes, con una cerveza Corona sin destapar, a una muchacha de Tibabuyes que, en vez de tetas, tenía un brassier relleno de cocaína. Me puso también a averiguar lo que pudiera sobre la casa donde ella pasaba los domingos y sobre sus inquilinos. No le gustaba dejar cabos sueltos. Bastantes semanas llevaba yo tratando de invitarla a cine para que, de un momento a otro, me tocara por obligación; ¡bueno! si no fuera así, de pronto no lo hubiera hecho nunca. Además, desde hacía bastantes semanas, también, ella estaba esperando que algo así sucediera, pues dejaron de ser casuales nuestros encuentros en las escaleras del patio y en el antejardín, a la sombra de los arbustos de pino, mientras Martina daba sus primeros pasos, conocía sus primeras lombrices y tomaba, en pañales, sus primeros baños de sol. Yo iba a aprovechar la navidad para hacerle una primera invitación, pero el asesinato del periodista Emilio Esparta cambió la agenda de mi General Padrenuestro y la de nosotros, a su alrededor. Dos motociclistas lo abalearon, saliendo en el carro de su oficina; uno de esos era El Zancudo de quien, a la postre, se descubriría que le pagaron con un cheque de la misma cuenta de la que la esposa de Pablo Escobar pagaba, desde finca raíz, hasta servicios de peluquería. El acopio probatorio inicial fue entregado al gobierno de Rionegro; la investigación fue conjunta entre ambos países y de ese esfuerzo, después de varios asesinatos relacionados con el proceso, una juez corajuda –que, hoy sigue viva de milagro– logró emitir una orden de detención contra El Patrón, así le decían al Capo di tutti capi: Pablo Escobar Gaviria; cosa que poco le importó o le importó menos que su temor más reverencial: que lo cogiera la DBA o que los jueces buscaran un subterfugio político-diplomático-judicial para mandarlo a los Estados Unidos. Lo demás era pan comido o como él mismo decía “arepa comida”. Hasta su muerte –¿o debo decir: dada de baja?– siete años después, el tire y afloje entre su gobierno y los narcotraficantes fue sobre el tema de la extradición, mecanismo por medio del cual un delincuente apresado en un país puede ser mandado –extraditado– a responder por crímenes cometidos en otro país. Dicho “temor reverencial” se exacerbó desde que mostraran a Carlos Lehder Rivas pagando más de cien años de condena en una cárcel de Marion, Illinois, engrillado de pies y manos y sin posibilidad alguna de comprarse a los jueces, de mandarlos asesinar o de ver la luz del sol por más de media hora por semana. “Preferimos una tumba en nuestro país que una cárcel en los Estados Unidos” era el decir de los narcotraficantes con posibilidad de ser extraditados a los países donde lograban “coronar” la droga.

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En Cundinamarca se trataba, también, de un tema candente y El Sangrón González Barbosa, era quien tenía la mayor posibilidad de ser extraditado e ir a templar detrás de los barrotes gringos. Mi General Padrenuestro le perdió la pista porque el narcotraficante se había convertido en uno de los brazos armados de los carteles de Rionegro y como tal, era poco lo que delinquía en nuestro territorio, hasta que su enfrentamiento con los esmeralderos de Cundinamarca, quienes fueran sus amigos, se agudizara y lo obligara a retomar las viejas rencillas sobre nuevos problemas –traiciones, en su mayor parte– que tenía con ellos. Lo primero que hizo nuestro Capo, a su regreso, fue contactar a mi General Padrenuestro y entablar una relación amistosa que resultara productiva para ambos. Lo invitó a su finca Veracruz, lo atendió como a un rey, le ofreció manjares y mujeres, le regaló trescientas esmeraldas, dos caballos campeones, un terreno aledaño a la finca, de mil doscientas hectáreas y tres canecas llenas de dólares, durante una pitanza de tacos al carbón, mole poblano, mexcal, sangrita y cerveza Tecate; por cada trago y cada mordisco el anfitrión pedía un favor, pensando, tal vez, que con dos o tres que le hiciera, era más que suficiente y sellaría una alianza delincuencial sin precedentes en la historia de Cundinamarca. De testigos estaban Blas, Quesada, Reyes y Polanía, muy regalados también y medio Ejército Nacional en las inmediaciones. Se trataba de una medición de fuerzas que podía terminar mal, por eso yo no estaba: desde esas épocas, protegerme se había vuelto importante. Después del almuerzo, alargado por los delirios pedigüeños del narcotraficante, nuestros soldados salieron a la luz y se escucharon un par de helicópteros en el aire; el Sangrón se asustó y envalentonado lo miró a los ojos, pero no alcanzó a abrir la boca; mi General Padrenuestro se le adelantó y le dijo: “Don Atanasio, entiéndame, no lo puedo ayudar con sus problemas, no le puedo reforzar su seguridad con policías pagados por el Estado, no le puedo prestar ni un solo hombre, no puedo asesorarlo en tecnología militar, ni hablar bien de usted frente al Presidente de la República. Muy a mi pesar, no le puedo recibir la finca, ni las esmeraldas, ni los caballos, ni la plata, ni puedo levantar un dedo en contra de sus socios en la zona esmeraldífera, pero cuente conmigo para hacerme el pendejo, el de la vista la gorda, el tarugo, como dicen los gringomexicanos. Mientras usted no se meta conmigo, considéreme ciego, sordo y mudo”; tomó un palillo de la mesa que atravesó entre un par de muelas y se levantó. Al salir, escupió y apagó su mentolado Paquistán en un laguito artificial con peces dorados traídos del Japón; se despidió con un apretón de manos descolorido y se retiró entre hombres, de ambos bandos, con las armas desenfundadas. Mi General Padrenuestro no pensaba cumplirle tal promesa al Sangrón, pero, eso, no podía intuírlo El Capo, todavía: sólo en los segundos anteriores 144


a su muerte, supo que su gran error –como el de la mayoría de los mafiosos– fue el de creer que cualquiera, sobre la faz de la tierra, tiene un precio. A Saskia, el negocio le dio para comprarse un yate a los seis meses de haber comenzado a traficar cocaína, desde la mitad de la selva hasta una bodega de pescado en la Florida, en el cayo de Islamorada. Con un muelle de casi cien metros en la parte de atrás –back yard– donde atracaban barcos de pequeño calado para vender la pesca del día, se escogían los pescados más grandes y se pagaba en efectivo. En la parte de adelante –front yard– frente a la Autopista de los Cayos, que corre de Cayo Largo a Cayo Hueso, una puerta enorme de garaje decía: We buy, sell and transport fish y de la cual, diez a doce veces al día, salían y entraban camiones-congeladores que llevaban la droga a todas partes de los Estados Unidos. La mayoría de las veces el pescado se pudría pero –¡qué importaba!– entre más fétido era el olor, menos ganas de requisar la carga le daba a las autoridades. Cada pescado venía relleno con su propio peso en droga y se veían gorditos y sustanciosos al meterlos entre el hielo. Ningún camióncongelador, de los setenta y pico que constituía la flotilla, era igual al otro y tenían sólo diez choferes de confianza que los llevaban hasta una serie de parqueaderos y estaciones de servicio en Homestead y Hialeah, donde se recibía el dinero y se entregaba la carga, para que la tomaran choferes, contratados por los compradores, que no conocían el lugar de origen. A ese mismo sitio devolvían los camionescongelador, de modo que los choferes de confianza los retomaban vacíos, descongelados, listos para volver a Islamorada y cargarlos de nuevo. Las autoridades costeras cometían siempre el mismo error: dos o tres veces al mes revisaban los barcos pesqueros que llegaban al muelle y nunca encontraron ni el más minúsculo polvito de cocaína, razón por la cual les pareció inútil revisar los camiones-congelador que salían de la bodega. No se les ocurrió pensar que la droga llegaba por otro lado y ese detalle garantizó que, kilo que salía de la selva era kilo que llegaba al distribuidor final, quien recibía la droga pura –o semi-pura– y la rendía como le daba la gana, incluso le ponía marca a la papeleta para ganarse la fidelidad de los usuarios: existían –o existen todavía– la Blue Demon, la Oasis, la A Piece of Heaven, la Bolivian Star, la Amazon Trip, la Rosario, la Galaxy Blow, la Scarface, la Highlander, la Belushi y la Hiper Viper, entre miles de otras. Aunque la mayoría alegan ser puras, se distinguen las unas de las otras por su mezcla, en la que se usan productos para rendirla como bicarbonato de sodio, talco para bebés, jabón en polvo, vitamina C en polvo, azúcar pulverizada y leche en polvo y productos para que el “trance” sea mejor: metanfetaminas u otros narcóticos según el gusto y el presupuesto del distribuidor. Lo cierto es que entre la hoja de coca y 145


el consumidor final, los intermediarios rinden y mezclan la droga con distintas fórmulas, por lo que la experiencia de cada usuario es diferente y el único consumidor de cocaína pura es el que la produce, en un laboratorio, en la mitad de la selva –o del monte– y que –por obvias razones– tiene prohibido probarla. El caso es que el Ruso había construido y hecho el mantenimiento de oleoductos entre el Mar Caspio y Vladivostok, por eso tenía los contactos y el conocimiento para lograr pasar un tubo de acero de dieciséis pulgadas de ancho, entre Guantánamo y los Estados Unidos; ni siquiera tuvieron que soldar sus partes –eso hubiera sido demorado y poco discreto– se lo robaron entero. Atravesaba, de lado a lado, el Golfo de Venezuela y lo dejó la Maracaibean Oil Company a que se pudriera como cualquier desecho en el fondo del mar cuando lo reemplazaron por uno más ancho y de mejor material. Para alivianar su peso y poderlo transportar, lo llenaron de aire –el golfo no tiene más de sesenta metros de profundidad– lo recogieron por las puntas y lo sostuvieron, a flote, con boyas industriales remolcadas por barcos ligeros, cada cincuenta kilómetros; la travesía duró catorce días y como todo el Caribe –o casi todo– es jurisdicción de los Estados Unidos, pues la guardia costera norteamericana los paró un centenar de veces y siempre contestaban lo mismo: “Somos una compañía rusa que va a instalar un oleoducto en la Florida” los barcos en los extremos eran tan grandes, las boyas industriales –como edificios flotantes de tres pisos– tan llamativas y la tipografía rusa, en los documentos que presentaron, tan seria, que habría sido desproporcionado pensar que detrás pudiera haber narcotraficantes cundinamarqueses. Para los técnicos soviéticos, que hicieron el traslado, la instalación y la puesta en marcha del ducto –igual a como lo hacen con tubería, aún más grande y pesada, a lo largo del Ártico, desde el Mar del Norte hasta el Estrecho de Bering– la operación no pasó de ser un juego de niños; por fortuna, se trataba de los restos, en relativo buen estado, de un oleoducto que también era ruso. Lo instalaron desde Punta Tijeras en Guantánamo, hasta Islamorada en los cayos de la Florida, suspendido a veinticinco metros de profundidad; lo dejaron lleno de petróleo con suficiente remanente, de lado y lado, para que fuera posible reciclarlo –mover el mismo petróleo de ida y de vuelta–. Fue una empresa –repito– tan descabellada que nadie sospechó nada. Incluso los marineros rusos pensaron que estaban, en realidad, haciendo las labores propias para el reúso de un oleoducto y no tuvieron ningún problema con el asunto, que se desarrolló sin contratiempos, salvo los treinta o cuarenta insolados que se confiaron del sol del Caribe cuya suavidad es, apenas, aparente. Saskia, quien costeó por completo la odisea, era la más preocupada; de fracasar le tocaría desaparecer del planeta. Cuando habló con 146


el Ruso le dijo, por minimizar la tensión, que al menos lograron meterle, por el culo, toda esa toda esa tubería a los gringos; él se rio, entre dientes, porque sabía todo lo que estaba en riesgo. La geografía complicaba las cosas en extremo. El mar Caribe es más profundo y más abierto que el Golfo de Venezuela y por lo tanto más susceptible a corrientes marinas muy fuertes y a casos fortuitos imponderables como terremotos, submarinos e incluso embestidas de tiburones. Lo otro es que no hubo manera de instalar estaciones intermedias de bombeo: el petróleo, entonces, viajaba entre la isla y el continente, ida y vuelta, a muy baja velocidad; la tubería, entonces, se llenaba de residuos con mayor facilidad. Lo otro es que sólo se pudieron poner puntos de anclaje cerca de los extremos, dejando un trecho central de casi ciento treinta kilómetros, sin sostenimiento de ninguna clase. El mínimo rompimiento podía acabar, de tajo, con la maniobra; por eso, tocó contratar y poner en conocimiento del negocio a Yuri y Volodia, dos expertos buzos ucranianos, cuyo trabajo era recorrer el oleoducto cada semana y prevenir o corregir, a tiempo cualquier fisura. Lo demás era supervisado y realizado por el Ruso, ayudado por el personal que los mellizos le mandaban, recomendado por su fidelidad y por su docilidad en recibir órdenes. El petróleo fluía de un sitio a otro y cada seis horas, arrastraba –en sentido sur-norte– una longaniza plástica de varios metros de longitud y recubierta de grasa de pescado, a la que le cabían ciento cincuenta kilos de cocaína. A ese ritmo la inversión se pagó en el primer semestre y al año y medio sucedió lo que le sucede a los negocios que tienen éxito tan pronto: bajó la calidad del producto. Jim Tsakarias se vio a gatas para cumplir con la cuota de más de tres toneladas semanales de cocaína y empezó a mandarla cada vez menos pura y a recurrir a cultivos y laboratorios de terceros. Guantánamo es como Puerto Rico: sus habitantes son norteamericanos pero, por ejemplo, sólo pueden votar en el territorio continental, fuera de la isla. Es un Estado Libre Asociado que depende, para el desarrollo de sus políticas internas, de sus “dueños” pero no representa estrella alguna en su bandera. Es un enclave estratégicomilitar, en su punta oriental y en su punta occidental queda La Habana que compite como sitio turístico con Las Vegas, por su cantidad de casinos, burdeles, entretenimiento y apuestas de cualquier tipo. Aunque los negocios ya no son controlados por mafias sino por multinacionales muy poderosas, éstas lograron –a diferencia de otras islas– mantener el encanto de los años dorados en que la Cosa Nostra manejaba un estilo de entretenimiento, con los lujos del trópico, que se 147


consideraba prohibido en las grandes ciudades de los Estados Unidos. Esto hace, por ejemplo, que el aeropuerto internacional Fulgencio Batista sea reconocido por tener el mayor tráfico aéreo del Caribe. Las autoridades son vigilantes y competentes –por supuesto– sin embargo no dan abasto para estar pendientes de tanto movimiento; al fin y al cabo son caribeños, les hace falta la reciedumbre de los anglosajones y el hecho de que no dejan pasar la siesta después del almuerzo, ni la tertulia cuando cae la tarde. Saskia llegaba en su yate a Playa Girón –la del nombre del barco de la canción de Silvio Rodríguez– una bahía extensa, transformada en un muladar de nuevos ricos buscando sexo, drogas y las experiencias más extremas del libertinaje; recogía sus ganancias, organizaba unas fiestas en las que los invitados debían llevar los genitales al aire mientras jugaban a la gallina ciega y después de dejarse penetrar hasta un centenar de veces durante tres o cuatro días de insomnio y de abrir papeletas de cocaína y preservativos, arrancaba para las Islas Caimán a consignar un dinero que los empleados del banco se demoraban dos días contando. Le hacía falta un mecanismo para legalizar tantos ingresos en Cundinamarca y ahí fue que cometió un error garrafal: creer que Caterpillar tenía un precio y que ella podría quedarse con sus puestos de chance –o caquitos– para lavar su propio dinero y de paso, lograr una venganza que le tallaba en la espina dorsal. El problema de tener tanta plata es, también, creer que cualquier proeza es factible, a la par con encumbrarse a un nivel en el que se pierden el sentido humano y práctico de las cosas. Bastantes problemas tenía ya mi General Padrenuestro para, encima de todo, lidiar con Saskia, quien se apareció un día como salida de un película de James Bond; llegó a la Oseta en un Maserati naranja, se bajó mostrando las piernas y parada sobre unos tacones, de trece centímetros, con una falda de cuero, rojo, apretada y una blusa transparente que dejaba ver sus pezones, como pequeñas aldabas; llevaba gafas Ray Ban a la moda y joyas que parecían compradas por kilos y que relucían como enchufadas al sol del mediodía. Entró sin pedir permiso, sin que nadie la requisara –las mujeres hermosas en Cundinamarca gozan de una inmunidad otorgada por las divinidades del cielo– y subió al último piso del edificio reconstruido con la tecnología más sofisticada de blindaje arquitectónico. Le tocó esperar más de una hora y mi General Padrenuestro la recibió con desdén; ella alabó la seguridad del edificio y él le respondió: “Estamos dedicados a coger narcotraficantes, ahora” carraspeó, escupió y prendió un Paquistán, no sin antes ofrecerle uno a su inesperada visita. Saskia agradeció el gesto pero sacó una pitillera y un cigarrillo negro y largo, que la hacía ver como Audrey Hepburn en la película Desayuno con Diamantes, se sentó mostrando lo 148


más posible las piernas que, con esa falda tan corta, parecía como si le salieran desde el ombligo; se inclinó para botar la ceniza del cigarrillo y dejar que sus teticas y sus pezones, que se pusieron como moras, hicieran lo suyo, mientras ella acariciaba la posibilidad de utilizar sus manos y su boca para dejarle al descubierto, como una catedral, su miembro viril duro como una piedra de mármol y voluminoso como un solomillo de ternera. Se atragantaría de sexo con el militar más importante de Cundinamarca. En esas estaba, pensando en las necesidades de su cuerpo, cuando mi General Padrenuestro se le acercó, la tomó como un bulto de papas, se la echó al hombro sin ningún esfuerzo y mientras ella gritaba toda clase de improperios, la llevó así, con el culo al aire y la cara roja de la rabia, hasta el carro; la sentó detrás del timón, le metió su pistola debajo de la falda y le dijo: “Usted me inspira desconfianza, Saskia, como las hienas; lo único que logrará que le meta es una bala entre las piernas” le susurró, mientras le dejaba sentir el gatillo contra los muslos y el cañón lastimándole el clítoris, por debajo de sus calzones, también rojos. Caterpillar golpeó en la casa de mi General Padrenuestro antes de la medianoche; llegó sin guardaespaldas en un Renault 4; fue requisado en el patio y lo hicieron pasar a la sala de recibo, al lado de la puerta principal. No había sido invitado, por eso el dueño de casa se tomó su tiempo en atenderlo: tenía a Celina con la lengua consintiéndole los testículos, mientras ella se tocaba los pezones con la punta de los dedos, cogiéndolos entre el pulgar y el índice y presionándolos con suavidad. Con sólo media vuelta, la posición invertida fue mucho más divertida para los dos, un poco más incómoda, sin embargo, pero mi General Padrenuestro le puso una almohada debajo de la espalda para levantarle las nalgas y parado, al borde de la cama, la agotó hasta los gritos con el roce incesante que le propinaba como rellenando un pavo, mientras ella no lo dejaba parar hasta que sus orgasmos se convertían en dolor, gritándole sin parar “sigue, sigue, sigue más, haz de cuenta que soy una de tus puticas; lléname con tu porquería, como la perra que soy, dame, dame, dame más duro, castígame; soy la más puta entre las putas, rómpeme, párteme en dos”. Y así, era como ambos botaban su energía reprimida y quedaban encharcados, en un abrazo feliz que los apartaba de la realidad por unos segundos fugaces pero, a la vez, rebosantes de eternidad. Celina era una guerrera, a quien le hacían falta la sangre, el peligro, la barbarie; a veces la lucha entre dos pieles no era suficiente, pero mi General Padrenuestro se negaba a pegarle, a azotarla con la correa, como ella le pedía entre gemidos de felina; otras veces se sentía enjaulada, pero su bestia interna se calmaba con sólo sentir a Martina entre sus brazos. En noches como esa, la fiebre de la carne no la dejaba dormir y se paseaba desnuda 149


por la casa, llena de hombres, con el ánimo –supongo– de provocarles, también, un estado de vigilia. Caterpillar pidió miles de disculpas por llegar sin avisar; explicó que no llevaba guardaespaldas, ni carro lujoso, para no llamar la atención y después de ese obsequioso preámbulo se lanzó a contar, con sumo detalle, las andadas de Saskia: “Hace un mes irrumpió en mi oficina, con cincuenta hombres; pensé que trataría de matarme, pues usted y yo le dañamos el negocito de marihuana que tenía con los mellizos”; mi General Padrenuestro –como siempre– hizo los gestos propios de quien sabe lo que está escuchando y le dio cuerda para que siguiera su relato; sirvió dos vasos de whisky y le siguió poniendo cuidado. Se enteró que Saskia ofreció comprarle el negocio de chance y que, sin ningún tipo de vergüenza, ella le confesó: “¡Es que necesito lavar un dinerito!”; quería, sin duda, convertirlo en cómplice para que, en el caso de que no quisiera vender, por lo menos dejarle claro que, de soltar la lengua, lo matarían. Se utilizaban miles de formas para lavar activos, las dos más usuales eran: crear empresas fantasmas, cuyo único ejercicio real era llevar una contabilidad con buenas utilidades y tener, por lo general, bodegas y vehículos de fachada; y servirse de empresas, con un prestigio y credibilidad ganadas, que inflaran paulatinamente sus utilidades –para no despertar sospechas– como mecanismo para poner a circular unos excedentes que se consignaban en cuentas de terceros –socios o testaferros– con hojas de vida limpias y sin problemas con la ley. El negocio del chance era ideal, porque por el tipo de transacción y la poca cuantía no quedaba registro de los miles de compradores que a diario se quedan con una boletica. La cantidad de dichas transacciones podía, sin mayor problema, aumentar, de forma imperceptible; se trataba de un lavado de dinero, a cuentagotas, que no levantaría sospechas. Sin embargo, a Saskia se le fueron las luces recurriendo a un enemigo jurado y capaz de alertar a mi General Padrenuestro, quien, al conocer el ardid, por boca de un colaborador de confianza, tenía las herramientas para desarticular la nueva operación de los mellizos que, fuera cual fuera, los estaba enriqueciendo a pasos agigantados. Caterpillar llevaba meses pagando información sobre las actividades de Saskia y su gente y contó, además, sobre el contacto chipriota en Leticia, los vuelos a ras del piso en avionetas de fumigación hasta Urabá, las lanchas rápidas panameñas hasta Guantánamo y las reuniones con un ciudadano ruso –que masacraba el idioma español– en La Habana y a veces, en Ciudad de Panamá y Cartagena. Cómo llegaba la cocaína a los Estados Unidos seguía siendo un misterio. Entre los dos hubieran podido especular al respecto, el resto de la noche, si no es porque Caterpillar pidió permiso 150


para usar el baño, salió a un pasillo oscuro y al encender la luz, se encontró a Celina desnuda; se reconocieron en cuestión de segundos y ella lo cogió por el cuello y antes de estrangularlo, le sacó los ojos con los pulgares y le pegó rodillazos entre las piernas. Los gritos de dolor se escucharon en toda la casa, pero mi General Padrenuestro ordenó, con esa voz de mando que atraviesa las paredes, que nadie saliera de su cuarto. Celina corrió hasta la alcoba principal, se puso una bata encima y volvió a la escena del crimen con el picahielo delante del cual juró venganza y se lo clavó en el corazón, al hombre cuyos guardaespaldas, una vez, trataron de matarla. Blas, que nunca duerme y sabe todo lo que sucede a su alrededor, como los indios de las películas de vaqueros que con poner la oreja en el piso saben qué hacer, se apareció en la escena, sacó del cuerpo las llaves del carro, lo entró al garaje de atrás, envolvió al occiso en el mismo tapete persa donde se orinó, se murió y se desangró; puso en su sitio los ojos que quedaron colgando de sus órbitas y se lo llevó en el mismo Renault 4, en el que llegó. Blas nunca reveló dónde dejaba los cadáveres que, él mismo, desaparecía y cuando alguien de mayor rango le preguntaba, él respondía: “Pierde su tiempo, oficial, mi único cómplice soy yo mismo y no soy un soplón” y asunto concluido. Con la desaparición de Caterpillar se volvió a poner en tela de juicio su honestidad, pero ya no importaba. Saskia compró la empresa de chance y aunque siempre tuvo dudas sobre la autenticidad de dicha transacción –no se nos olvide que Caterpillar se había hecho el muerto antes– sus multimillonarias ganancias la volvieron temeraria y le quitaron las aprensiones que alguna vez tuvo cuando hacía las cosas por convicciones políticas; éstas se fueron desvaneciendo y aunque más tarde en la vida descubriría que seguían latentes, la riqueza la tenía obnubilada y esa sensación de no sentir miedo se le trastocó en una megalomanía galopante que le sacaba el corazón del pecho y las venas de su cauce. Lo quería todo de inmediato y el sexo era su droga, su impulso, sin el cual no podía pasar el día. A los mellizos los empezó a maltratar verbalmente y tomaba decisiones que la distraían de sus objetivos, como cruzar el océano Atlántico sin previo aviso, a la tripulación de su yate, comprar un hotel en Santa Cruz de Tenerife porque, una noche, no la pudieron hospedar y ofrecerle a la embajada rusa un millón y medio de dólares para que le vendieran el helicóptero que el Ruso dejó tirado en Puerto Salgar. Sobre esto último, valga añadir que los soviéticos nunca le recibieron la plata y a la aeronave –mientras los trámites para legalizar su traslado iban y venían– se la comió la manigua y hoy, está enterrada bajo la maleza; sobresale su hélice que los niños utilizan como rueda de parque o para jugar a terrícolas y alienígenas, la versión moderna y mejorada, de policías y ladrones. Saskia, además, fue de las que estuvo 151


dispuesta, con el Sangrón, los Espinel Ricaurte, los Espinel Antequera, el Topo de Quebradanegra y el Cartel de Fontibón a pagar la deuda externa de Cundinamarca a cambio de la no-extradición de nacionales a los Estados Unidos. Nunca recibieron respuesta, ni chica, ni grande, por parte del Banco Estatal ni ninguna otra entidad gubernamental. Nos debió dar vergüenza –supongo– frente al concierto internacional utilizar, con desfachatez, dineros mal habidos, aunque en realidad no sean muy distintos, por ejemplo, de los que se mueven en las transacciones de armas, que producen más muertos y que nutren, con creces, las economías de más de veinte países industrializados que las producen y exportan generando incontables divisas, sin importar que sean vendidas a otras naciones o a cualquier grupo subversivo, idealista o libertario, que se encuentre en la mitad de guerras verdaderamente infames. Y es que tenemos el defecto, en Cundinamarca, de vivir avergonzados: nos dio pena, al principio, apoyar la extradición, debido a nuestra falta de justicia y la imposibilidad de imponer las condenas reales que contempla nuestro Código Penal; pero también nos dio pena, después, dejarnos torcer el brazo por el narcotráfico para revocarla con la excusa de que “la ropa sucia se lava en casa”. En fin, acordémonos de que “estamos en Cundinamarca y no en Dinamarca” como dijo un avezado político tolimense respetado en nuestra esquina del continente, para significar que somos países subdesarrollados en los que las cosas suceden a la misma velocidad con que se revuelve una mazamorra. Menciono lo anterior porque la extradición fue uno de los problemas que, como decía mi General Padrenuestro “por resolver de manera contradictoria a la norma o que por adecuar la norma a la contradicción” nos obligó a doblegarnos por incapaces, a los Estados Unidos y por cobardes, a los narcotraficantes. El exceso de confianza de Saskia y la convicción de que su cuarto de hora, en la vida, estaba corriendo, hicieron que le diera por vender la droga por adelantado –a futuro–; razón por la cual tenía treinta o cuarenta, toneladas de cocaína pagada, para ser entregada en los siguientes tres meses. El Ruso no llamaba a Bogotá sino una vez a la semana por razones de seguridad y desde distintas ubicaciones; a veces, por extrema precaución, cambiaba de isla para comunicarse y generalmente, llamaba los domingos. Sin embargo, un jueves por la mañana llamó en estado de alteración; estaba en la Florida e informó que llevaban cinco días sin recibir droga. La alarma fue total. Saskia viajó a La Habana, se trasladó a Punta Tijeras en un BMW 325i nuevo, comprado para ir a recogerla al aeropuerto, acompañada de una flotilla de jeeps para garantizar su protección. Le aseguraron, desde la primera conversación, que la droga estaba saliendo sin falta. Se trataba de hombres, amigos de los mellizos, que los habían 152


acompañado desde siempre; imposible dudar de ellos. Hicieron, sin embargo, una prueba: en presencia de ella enviaron una longaniza plástica a la medianoche, de la cual debían corroborar el recibido por la mañana. Saskia atravesó la isla y llegó antes del amanecer a Playa Girón, donde estaba anclado su yate; puso a los guardaespaldas en fila, los miró uno por uno con una linterna, devolvió ocho a los jeeps y a los otros cuatro les pidió que se bajaran los pantalones y los calzoncillos; les miró con cuidado su hombría, se las cogió como revisando aguacates en el mercado y se quedó con la que más le gustó, al tiempo con el hombre a la que iba pegado. “Pasarás la noche conmigo” le dijo y sin soltarlo, lo condujo hasta su cuarto como si lo hubiera llevado de la mano. El radioteléfono de la embarcación sonó a las ocho de la mañana; era el Ruso para informar que el cargamento no había llegado. Saskia exclamó conmocionada: “¡Jueputa, vida cacorra, nos interceptaron el oleoducto!” a lo cual el Ruso contestó: “Eso no es posible porque ha seguido saliendo la misma cantidad de petróleo, sin interrupción, por este lado”. Yuri y Volodia redoblaron esfuerzos e insistieron en que se debía hacer una revisión interna, tal y como lo solicitaron, desde el principio, que se debía hacer con regularidad; pero el Ruso, aunque conocía la importancia de hacerlo, evitaba el tema, concentrado en cumplir las metas, cada vez más apretadas, impuestas por su jefa, a quien ya le estaba tomando antipatía. “Esto opera de la siguiente manera” le explicó Yuri a Saskia, en su recién y mal aprendido español: se introduce y se pasa, de un extremo al otro, una especie de supositorio –no se me ocurre otra palabra– llamado “marrano” con sensores que detectan una gama amplia de problemas en el recorrido y subsecuentemente, se introducen otros marranos especializados que aplican los correctivos necesarios y que, para finalizar, dejan limpio y lubricado el oleoducto. El proceso dura de dos a tres días una vez se compren y lleguen, los aparatos y materiales de Rusia. No se podían comprar en ninguna otra parte porque a la tubería rusa, se le debe aplicar tecnología rusa; de no ser así, el par de buzos importados de las estepas ucranianas no garantizaban el trabajo. De aparecer una fisura imposible de soldar, por parte de los buzos, el colapso podría ser inevitable porque reemplazar una sección, del ducto, es impensable sin vaciar y sacar el oleoducto completo, del agua o sin hacer una operación de bypass, para lo cual, con cualquiera de las dos opciones, la demora los quebraría o los podría dejar al descubierto. “Lo más fácil y rápido” puntualizó Yuri demostrando su profundo conocimiento del tema “es sumar, a la lista de compras, un marrano especializado en detectar fisuras y emitir señales que, identificadas desde el exterior, indican el punto exacto y el tamaño de la grieta” agregó y se extendió en cómo se refuerza el sitio afectado, con soldadura, debajo del agua; detalles que poco le importaron a Saskia a 153


quien le quedó claro quién era el mejor preparado de sus subalternos, en cuestiones de plomería marina. Para hacer el cuento corto, se perdieron diez días de trabajo. Resultó que el oleoducto se astilló por dentro –en un punto específico– y rompía las longanizas plásticas; la cocaína suelta se mezclaba con el petróleo y pasaba desapercibida. El plástico se pegaba a los bordes, se acumulaba en lugares indeterminados y hubiera podido producir un infarto, de no haberse descubierto el problema a tiempo; “como el colesterol que se acumula en las arterías” dijo el Ruso, cuando le explicó al Mellizo lo sucedido. Con el oleoducto a punto, después de los arreglos y el mantenimiento, se duplicaron la carga y la cantidad de envíos, durante los siguientes días, para cumplir lo pactado con los distribuidores. Se perdieron algo más de tres toneladas de cocaína y la organización debía cubrir la pérdida. Saskia viajó a Leticia y su estadía estuvo llena de contrariedades, encontró más problemas que soluciones. Es bueno hacer la advertencia de que el tráfico de estupefacientes no es para nada como lo muestran en las películas: no se solucionan los problemas matando a los responsables y listo. En el mundo real, se trata de un negocio basado en generar confianza, en tener claridad en las conversaciones y como en todo: poner la cara; salvo el caso extremo de descubrir algún engaño y Jim Tsakarias había estado mintiendo. Eso fue muy aburridor; trató de minimizar su falta, pero era evidente que le quedó grande el encargo. El laboratorio propio no producía ni la mitad de lo que se enviaba, se le debía mucha plata a otros laboratorios de la región y Saskia descubrió algo que no estaba en sus cuentas: el desecho o “zuco” que quedaba de los procesos químicos que transformaban la hoja de coca en un polvo blanco era mezclado con ACPM, brea, gasolina y otros combustibles más baratos, para producir una pasta amarillenta mucho más barata que, mezclada con tabaco, era trescientas veces más adictiva que la cocaína y con el nombre de bazuco se vendía a la gente de las barriadas, de los bajos fondos, al lumpen; ese era su negocio paralelo y la razón por la que estaba fallando su sociedad con Saskia y los mellizos; negociaba con los pilotos un espacio para su producto en las aeronaves, más un porcentaje por mantener la boca cerrada. Saskia no podía imponer su voluntad a la fuerza con Jim Tsakarias, por la sencilla razón de que la selva era su casa y uno no llega a la propiedad de otra persona a hacer exigencias; en eso estuvo comedida y mientras buscaba hombres para llenarlos de trago y de lascivia, conoció a la gente amazona: desconfiada, mentirosa, peligrosa y traicionera como la selva misma; ponían a sus congéneres, los indígenas, a hacer los trabajos pesados, bajo la amenaza de diezmarlos y reducirlos, con sus familias, a una fosa común. Saskia optó por considerar 154


su viaje como una inversión: mandó traer una avioneta llena de dólares que aterrizó en Zacambú dejó el dinero y volvió a levantar vuelo llena de droga; compró cocaína al doble de precio a los laboratorios cercanos, les pagó lo que se les debía, mandó botar al río más de quinientos kilos de purgante para ganado, casi una tonelada de yeso y otros productos, como talco, con los que estaban rindiendo el alcaloide y le dejó a Jim Tsakarias suficiente dinero para que terminara la pista y para que agrandara el laboratorio hasta que se convirtiera en el más grande al sur del Río Amazonas. Al día siguiente de su llegada a Bogotá, Saskia instruyó al Mellizo para que no descuidara la supervisión del laboratorio a cargo de Jim Tsakarias y para que lo mantuviera, a él, bajo estricta vigilancia. Una semana más tarde llegaron a Zacambú veinte familias importadas de Ucrania, que atravesaron el Mar Negro en canoa, Turquía en bus, El Mediterráneo en barco y el Atlántico en avión, para hacer una nueva vida lejos del polvorín del Bloque Soviético que no demoraba en explotar. Era gente buena que, las primeras semanas, enfermó de malaria, fiebre amarilla, insolación y deshidratación; fueron atacados y picados por cuanto animal, chiquito o grande, habitaba los alrededores y muchos cayeron en la adicción a la cocaína y algunos también en la del bazuco que el chipriota no dejó de producir; pero aprendieron el oficio –en escasos meses sacaron la mejor cocaína del continente– y lo más importante, sobrevivieron y lo hicieron por la razón más poderosa del mundo: no tenían otra opción. Sus primos Yuri y Volodia los visitaban de vez en cuando y les llevaban algo que nunca en su vida habían visto ni probado y que no había llegado aún a la mitad de la selva: cocacola. El principal obstáculo de mi General Padrenuestro, en la lucha contra el narcotráfico, era la falta de presupuesto para acceder a los recursos de inteligencia que permitieran contrarrestar las adquisiciones de los mafiosos en seguridad. Bogotá se llenó de carros capaces de trancar ráfagas de ametralladora y tiros de grueso calibre; los concesionarios de carros finos, europeos, último modelo, ofrecían el servicio de blindaje para las llantas, la carrocería, el tanque de gasolina, los puntos neurálgicos del motor y diversos grosores de vidrios según la vulnerabilidad del cliente. Todo el que tenía apellido israelí y cara de pocos amigos, abrió una tienda de lujo donde vendían equipos de espionaje, alambrados con púas y electricidad, dispositivos de grabación de voz en forma de artículos personales y caseros, armas, sistemas de alarma para fincas, casas y carros, servicios de celaduría, perros adiestrados y escoltas, transmisores de rastreo y entre otros, un aparatico –que no era ni costoso– para pinchar líneas telefónicas y que uno pedía como “véndame, por favor, un watergate”. El narcotráfico, la guerrilla, el paramilitarismo y sus diversos grupos, facetas, frentes, 155


comandos, capos y carteles, tenían ejércitos combatientes-delincuenciales-terroristas armados con tecnología sofisticada y entrenados por mercenarios venidos del medio oriente, sin distingos; al que tenía una circuncisión perfecta, redonda y blanca como un rábano pelado, lo llamaban: judío y al que se arrodillaba en un tapetico a decir incoherencias, lo llamaban: majito. Era, como dijo mi General Padrenuestro cuando lo entrevistó la BBC de Londres el día en que sobrevivió a la bomba de Paloquemao: “Somos la Jerusalén suramericana”. La frase fue inmortalizada por los medios de comunicación y en privado y con media botella de whisky encima, mi General Padrenuestro la convertía en discurso: “Somos la Jerusalén suramericana; convivimos diversas razas, religiones e idiomas, pero la incomprensión y el desapego nos tienen al borde de la guerra. Pasamos de ser hijos a ser hijos de puta; nos volvimos carroñeros y aprendimos a vivir entre las ratas. Los más altos blasones cundinamarqueses son, hoy, los logotipos de las cajas de ahorro y vivienda que exprimen a los pobres. Nos atrevemos a luchar por falsos orgullos pero no por verdaderos ideales; somos guerreros, más no cruzados. Yo, Aquiles Padrenuestro Chacón, hijo de la tierra que en este instante piso, soy el adelantado que nos salvará del infierno”. Martina aplaudía al escuchar a su padre, lo llenaba de besos y se le pegaba al pecho, con fuerza, porque él era su universo. Celina, en cambio, se aburría con sus borracheras, porque le había dado por poner la misma canción hasta el amanecer, inventarse groserías, hablar de sus conquistas y decir que, como los árabes, él merecía un harem y que el día menos pensado llegaba con otra mujer; que a los ojos de dios, entre más amáramos, más se nos abrían las puertas del cielo y que el deber de los hombres cristianos era el de evitar el martirio de las once mil vírgenes e impregnarlas de nuestra semilla para, así, merecer la eternidad. Para nosotros, sus hombres, era obligación beber a la par suya o morir en el intento; “vaya vomite y vuelve” ordenaba cuando uno caía exhausto. Nunca se descuidaba ¡eso sí, no! “Firmes, formación, mar” gritaba y por sus apellidos escogía a los que quedaban de guardia –en sobriedad completa– y a los que tenían que acompañarlo hasta el final de cada botella. Los que podían, se escapaban, paulatinamente y con las excusas y ardides más pendejos, pero siempre quedábamos Blas y yo, porque para nosotros él, también, era nuestro universo. Una mañana, pasadas las nueve, llegaron las dos hermanitas de Martina, ambas eran de brazos y venían con sus respectivas mamás; mi General Padrenuestro exclamó: “Son exiladas, de otra parte” cuando la verdad es que eran tan bogotanas como la mayoría de nosotros. Quedamos sorprendidos, menos Celina, quien, desde que las vio, supo de qué se trataba el asunto: amaba a su marido pero, para seguir amándolo 156


debía compartirlo, porque era demasiado hombre-bestia-viril para una sola mujer. “Cuando se nace pobre, lo demás es ganancia” era la filosofía de Celina y como tal, se alegró de la compañía, de las risas de las niñas y de la vida que se respiraba en una casa donde sobraba el espacio. A las madres, las puso en cuartos separados para que mi General Padrenuestro no tuviera problemas de privacidad en su propio hogar y a las niñas, las puso cada una en su cuna, en un cuartico chiquito con dos clósets de palo de rosa, en la mitad del mismo corredor. Desde ese día, con tal de ver crecer a sus hijas sanas, protegidas y felices, congeniaron las tres mujeres –un poco a la fuerza, al principio– pero si iban a constituirse en un harem –pensaba yo– que fuera uno amable y donde prevalecieran la comodidad y la paz. Bautizaron a las tres niñas al tiempo, en la Catedral Primada de Bogotá. Los acompañaron el Ministro Hijo de Mami y su mami; el Presidente no fue porque saliendo de Palacio se le olvidó para dónde iba, lo encontraron a las tres horas comiendo arequipe, con dieciséis escoltas que creyeron que ese era el plan, como las veces que los hacía bajar del carro en el Cementerio Central, rezarle y ponerle flores a la tumba de Rafael Uribe; o cuando paraban en las plazas de los pueblos a darle de comer a las palomas. A Martina la ungieron con su nombre: Martina y como estaba crecidita no se dejó echar agua en la cabeza, apenas un poquito en la frente; a las otras dos les pusieron Carmen y Eulalia, en honor a la Virgen del Carmen y a Santa Eulalia de Supatá, patrona del pueblo de Supatá, de donde era su familia materna. Existe la creencia tácita en el inconsciente colectivo –como dirían los académicos– que si le ponemos a nuestras hijas el nombre de una santa, eludimos la posibilidad de que se vuelvan putas, lo cual es una curiosidad porque en los burdeles, aunque los nombres de las prestadoras del servicio son falsos, los que más se escuchan son: María, Ana, Paula, Teresa, Rita y sin exagerar, el listado completo del santuario femenino de la cristiandad; y de pronto pienso –o piensan ellas– que eso las hace menos casquivanas y que equilibra las cargas frente a Jesucristo, cuando le rindan cuentas en el purgatorio, si es que logran llegar hasta allá. Lo otro es que, alrededor de la pila bautismal, las mamás se veían hermosísimas, trincadas en sus vestidos, entaconadas hasta la garganta y perfumadas con fragancias compradas en Sanandresito pero traídas de París, eran tres mujeres que se distinguían por su belleza. Tal vez lo vea así, ahora, obnubilado por los recuerdos del afecto; lo cierto es que a los hombres, bajo esa misma bóveda celestial, nos quedó grabada esa escena, sin que ninguno tuviera ni la más verraca idea de quién era Rafael o Miguel Ángel, por lo que sería inapropiado hacer una analogía con las madonas del Renacimiento. Para no meterse en problemas legales, ni moral-religiosos, mi General Padrenuestro dijo hacerse cargo de la paternidad de las dos niñas más pequeñas, a quienes presentó 157


como “sobrinas huérfanas” razón por la que él asumía “en un acto de la más elevada generosidad cristiana” –como manifestó en su sermón el Cardenal Poncio Carrillo– la responsabilidad de ser su padre, ante los ojos de dios y de la iglesia de Cristo. Amén. Me gustaría pensar que esa noche festejaron la efemérides iniciática, regando sus cuerpos con champaña y lamiéndose, entre los cuatro, la piel. Me gustaría pensar que mi General Padrenuestro las satisfacía a las tres, al tiempo, como un dios del Olimpo, que las ponía a acariciarse entre ellas y que su miembro de macho cabrío, como un calamar gigante, se dividía en tres y que tres cabezas, al unísono, crecían a su antojo y las hacían gemir, gritar y sacudirse al mismo ritmo, para retomar el placer entre ellas y dormir juntas, abrazadas y levantarse al otro día desnudas y jabonarse las tres bajo la ducha y… la verdad… eso nunca sucedió; no fue ni remotamente cercano a la realidad porque, así el patio se la pasara lleno de soldados y mi General Padrenuestro se pusiera pantalones y cinturón todos los días, el segundo piso de la casa, en la que vivió el resto de su vida, era el único sitio donde, por supremacía de un acentuado matriarcado, él no tenía, ni siquiera, la última palabra. El municipio de Soacha es de los más grandes del país: es como una tripa cancerosa adherida al cuerpo de la ciudad de Bogotá; contiene toda la pobreza y la delincuencia posibles en su seno, se debate entre la situación infrahumana de los menos favorecidos y las mafias conformadas por bandas y pandillas que responden a capos más acomodados –intocables, en sus casas blindadas del norte– pero que, en ese sur inmenso de nuestra ciudad capital, son la ley, habida cuenta de que las autoridades brillan por su ausencia y si no es, como parte de contingentes numerosos en efectivos, armas y escudos antibalas, prefieren no entrar, evitar el sector y de paso, evitar también a Ciudad Bolívar, su apéndice más purulento. Mi General Padrenuestro esperaba ansioso el día en que el gobierno central le diera carta blanca –presupuesto– para librar una guerra suburbana, enfocada a ese zona específica, con posibilidades de éxito; porque la verdad: meterse allá sin apoyo de tecnología e inteligencia y sin una fuerza militar y policial tan grande como la del resto del país, era un suicidio. “Dejemos que el tumor crezca, se gangrene y cuando la infección llegue a Palacio, me darán lo que yo pida” me dijo una noche mi General Padrenuestro, molesto porque Soacha era como una especie de Triángulo de las Bermudas donde se perdían los rastros más firmes, de las pesquisas en curso. Pues, ese día llegó. El Presidente Cascarón recibió a mi General Padrenuestro, en el renovado Salón de los Próceres de la Quinta de Nariño –que, dicho sea de paso, quedó con el aire taciturno de nuestros cejijuntos compatriotas– para decirle que Jorge Beltrán, el candidato a la presidencia que logró el 158


apoyo de la mayoría centro-izquierda del país, sería asesinado durante una manifestación política en la Plaza de Soacha y que era su deber detener el magnicidio. Y como lo que se necesitaba era flujo de caja para emprender una redada histórica y efectiva, aplazada mil veces, el Banco Estatal –a escondidas del Ministerio de Hacienda y Crédito Público– creó de afán una “ventanilla siniestra” –ya se había hecho antes– cuyo objetivo era comprar dólares sin preguntar su procedencia, por lo que se pagaban sustancialmente más baratos y entregar a cambio dinero nacional y legal emitido para el efecto. En pocas palabras, se trataba de un lavado de activos por cuenta del Estado de Cundinamarca y que le convenía tanto a compradores, como a vendedores; después se vería cómo controlar la inflación porque lo inminente y además paradójico, era recoger los dólares de los narcotraficantes y con esos ingresos comprar suministros militares, para quebrarles el espinazo a ellos mismos. Era una buena forma de robustecer el presupuesto militar, sin tener que preguntarle nada a nadie y menos aún a los parlamentarios, no porque no fueran comprensivos o no se les pudiera dar su consabida tajada, sino porque las gestiones las demoraban hasta el cansancio y ese era un lujo que, en ciertas circunstancias históricas, mi General Padrenuestro no se podía dar. El candidato Beltrán basó su campaña en una cruzada contra el narcotráfico y su muerte significaría un triunfo desmedido para los capos que aún creían que se podían tomar el poder o al menos, torcer sus extremidades. Jorge Beltrán era descendiente de La Comunera, Manuela Beltrán, insurgente que durante el siglo XVIII se levantó contra la opresión que el poder español le impuso a nuestro pueblo, en forma de tributos imposibles de pagar. Natural de El Socorro, rompió frente a las autoridades el edicto que listaba los impuestos a los que estaban obligados, por cuenta del producido de las tabacaleras y la manufactura de textiles; rebeldía, ésta, que prendió la mecha de una de las rebeliones más sonadas y que más levantó y alertó a los campesinos durante la recta final previa a las guerras de Independencia. En línea directa, ocho generaciones después, la misma sangre seguía batallando por la libertad, por el no miedo y contra un yugo igual de asfixiante: el narcotráfico. Mi General Padrenuestro conocía bien al candidato, la virulencia de su palabra versus la candidez de sus actos lo exasperaba un poco y aunque trató de protegerlo en infinidad de circunstancias, él no dejaba; rechazó la protección del Estado hasta que le fue impuesta obligatoriamente, sin permitirle una decisión en contrario. A mi amiga Floriana le parecía que si Beltrán hubiera tenido el pelo largo se parecería a Jesús, lo que demostraba, más que un verdadero parecido con el Mesías, su modo de ser transparente, su honestidad sin tacha, su apostura amorosa y su proclividad al 159


sacrificio; sus afiches lo mostraban futurista y decisivo, con esa capacidad que tienen muy pocos de cambiar la historia. Hoy, algunos partidarios aseguran que lo vieron caminar sobre las aguas, curar leprosos y multiplicar el aguardiente, la morcilla, la papa y el hogao, durante sus correrías a lo largo y ancho de Cundinamarca. Desde muy joven, recogió a su alrededor el entusiasmo por cambiar los esquemas políticos tradicionales y tener más logros concertados entre los sexos, las razas, las comunidades, los diferentes credos y corrientes ideológicas; el único impedimento insalvable, para alcanzar sus loables objetivos, era la infiltración del narcotráfico en la vida nacional. Beltrán fue de los primeros en señalar que los ideales políticos de los alzados en armas también habían, desde hacía rato, sucumbido a la avidez por el dinero y a la ambición de ser, ellos mismos, quienes tuvieran el control del cultivo, el procesamiento y las rutas del tráfico de la cocaína en nuestros territorios, paralelo –por supuesto– al secuestro, al boleteo, al asesinato y al terrorismo; alianzas del mal impuestas, asimismo, por asociaciones transnacionales de cooperación delictiva con otros “bandoleros” –como a veces los llamaba– locales. Las fronteras con nuestros países hermanos se volvieron zonas calientes, en conflicto; ni siquiera los gringos –o por lo menos eso creíamos– lograron domar estas mafias político-guerrilleras, lo suficiente para utilizarlas en su beneficio. Jorge Beltrán lideró –antes de recoger las banderas supra-partidistas que lo pondrían en dirección a la presidencia– su propio partido independiente, Alianza Comunera, la primera organización política cundinamarquesa que tuvo el valor de identificar, desde temprano, personajes de dudoso comportamiento y riqueza dentro de sus filas y sacarlos, literalmente, a patadas. En una de las convenciones en la que lo proclamaron candidato a la primera magistratura de la nación –por primera vez– unos policías reconocieron, agitando unas banderolas, a Ferdinando Ezequiel Urquijo Aguachica, alias El Chancleta y como se hizo el pendejo, le dieron puntapiés y bolillo hasta sacarlo del recinto. Declarados enemigos, de su persona y del movimiento político, buscaron su descrédito: mandaron –como rampante soborno– a las oficinas de la campaña canecas llenas de dinero, que el candidato devolvía a los remitentes y por si las moscas, les hacía firmar un recibo donde constara la devolución. Mientras gran parte de la clase dirigente se dejó comprar por el narcotráfico y la otra, decidió mirar hacia el otro lado, Jorge Beltrán fue sentenciado a muerte; “si no nos recibe plata, pues que nos reciba plomo” fue lo último que le dijeron y como Julio César Imperator, recibió los más claros augurios en contra de ir a la manifestación de Soacha; y sin embargo, mi General Padrenuestro sabía que sólo las balas lo retractarían de su empeño.

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La operación Diablo Rojo se inició la mañana en que sitiamos a Soacha y Ciudad Bolívar; jamás en la historia de Cundinamarca se había visto un cerco parecido, en una área tan grande, con más de setecientos mil habitantes. Partimos de la base de que el que nada debe, nada teme. Diseñamos una grilla imaginaria, cuadriculada y pusimos grupos mixtos de militares y policías, distanciados cada quinientos metros en los puntos de cruce. Con los primeros destellos de sol, cada grupo se dividió por cuatro y unos tomaron hacia el norte, otros hacía el sur, otros hacia el este y otros hacia el oeste, sin desenfundar, sin responder a ninguna clase de improperios, ni a ninguna pregunta por parte de los particulares. La geografía intrincada del terreno era la que determinaba cada rumbo, cada dirección; cuando un grupo se topaba con otro se subdividía y cada partícula volteaba noventa grados y seguía caminando; se logró, con este mecanismo, que no quedara ningún habitantes sin advertir la presencia de los uniformados y con la apreciación, bastante clara, de que se trataba de una fuerza armada imposible de evadir y potencialmente letal. Nadie podía quedar aislado, la mínima subdivisión era de dos hombres –mujeres incluidas– y al caer la noche cada fracción, con sus armas y equipos, se escondía o camuflaba en el sitio donde había quedado. A las siete en punto de la noche, podemos decir que, con un margen de error bastante reducido, se localizaban mínimo dos y máximo siete hombres, cada dos o tres cuadras, al acecho, con la seguridad de que los habitantes, que nada deben, salieron tranquilos de día y de que, los temerosos, saldrían al amparo de la oscuridad. El efecto fue positivo, cualquiera que tenía líos con la justicia salió esa noche a reubicarse, a huir o a buscar mayor protección. Arrestamos, con base en una estricta selección, a quienes estaban armados o en posesión de sustancias ilícitas; por cuestiones de logística, a los indigentes los dejamos tranquilos. En los siguientes diez días, a cada uno, de los casi ocho mil sospechosos arrestados, se le ofreció una recompensa y algún tipo de inmunidad por señalar las guaridas, las ollas, los antros y los muladares existentes en el perímetro; en general, los metederos más recónditos de criminales, pandilleros, cómplices o familiares, mujeres u hombres considerados escoria por gente que era, de por sí, escoria. Lo vivido esos días nos cambió a todos o por lo menos a mí ¿quién sabe? uno no entiende lo que era el pillaje de un pueblo que conquistaba a otro pueblo; por ejemplo, los ostrogodos que, dirigidos por una sola furia, invadieron Roma o los hunos que arrasaron Bagdad. Yo entraba a los sitios después de cada allanamiento, antes, inclusive, de que los oficiales llegaran a rematar algún cuerpo aún retorciéndose o de que las mujeres soltaran a sus hijos muertos. Se incautaron armas, que acrecentaron, obvio, los arsenales de la Oseta; droga, de la cual 161


un pequeño porcentaje se incineraba frente a los medios de comunicación; objetos de valor, que mi General Padrenuestro repartía entre los hombres que los encontraban; pasaportes de diversas nacionalidades, escrituras de bienes inmuebles, cédulas de ciudadanía; pesos y dólares falsos; registros de exportación, certificados de aduana y grandes cantidades de pagarés a nombre de personas comunes y corrientes que caían en las garras de la usura y sus brutales cobradores. Parte de la millonaria inversión que se hizo para recuperar la autoridad en Soacha y Ciudad Bolívar se hizo en tecnología informática, los computadores eran cosa de un futuro cada vez más cercano y asequible. La Oseta destinó un piso entero a homologar la información, pasada y presente, con este nuevo formato de bits y discos duros. Nos dimos cuenta también, durante el allanamiento, de que la gente era cada vez menos ajena a estos aparatos que –recuerdo– tenían pantallas enormes y letras verdes. El primero que yo utilicé no contaba, ni siquiera, con un ratón; ningún programa tenía interface gráfica y se manejaban con líneas de código, sencillas, pero poco amigables. A las mujeres que tecleaban información, las veinticuatro horas, en turnos de ocho horas, las llamábamos las floppies y los solteros nos inventábamos las excusas más tontas para desviar por ahí, a pasar el rato; en mi caso, era más fácil porque mi General Padrenuestro me motivó a volverme experto en el manejo digital de la información y como tal, me la pasaba con ellas; aunque aún me tocaba cumplir con la misión, mil veces aplazada, de enamorar a Andulima y resolver las inquietudes de Blas al respecto de ella, del muchacho con el que se presentó a pedir trabajo y el sitio donde pasaba los domingos. Yo no soy una persona multifuncional y mi General Padrenuestro lo sabía, por eso me ponía misiones muy puntuales. Durante el cerco a Ciudad Bolívar me puso el reto de descubrir alguna posible amenaza contra el candidato Jorge Beltrán; con ayuda de las floppies logré, por lo menos, hacer una pila con los miles de documentos encontrados que tenía algún tipo de tinte político y entre manifiestos, afiches, cartas, faxes –cantidades de faxes– y escritos panfletarios sin mayor sentido, no encontramos nada; nada que pudiera indicar un atentado en desarrollo, una contratación o un pago adelantado a algún sicario conocido o a alguna banda como los Carracas, los Moriscos o los Boyescauts; sin embargo, el trabajo de campo continuaba y entre los proxenetas cayó Gaspar Ovidio Estrada Pajares, alias Estropajo, un soplón que lo que no sabía se lo inventaba, pero que había probado ser de utilidad antes, en localizar un par de secuestrados y varios núcleos de guerrilla urbana; vivía rodeado de prostitutas que, más que ganar plata con el usufructo de su cuerpo, acompañaban a clientes, con poder adquisitivo, a drogarse durante días enteros a punta de cocaína y bazuco; clientes que perdían la conexión con la realidad y terminaban hablando más de la cuenta, 162


entregando datos de utilidad delante de las puticas que le retransmitían la información al Estropajo; algunas, hasta lo hacían por escrito en las hojas cuadriculadas de sus cuadernos escolares. Una de ellas, ya mayorcita y con dentadura postiza, señaló que entretuvo a un hombre, reconocido como el Ronco, que le ponía nombres de mujer a sus metralletas y las abrazaba como si fueran sus amantes; “ésta es Mónica” le dijo a su acompañante “y ahí donde la ves, está destinada a cambiar la historia de Cundinamarca” y la abrazó como a una novia y durmió con ella pegada al cuerpo, contó la mujer. Me pareció demasiado anecdótico pero, de todas maneras, se lo hice saber a mi General Padrenuestro, por falta de indicios más serios. Prendió un Paquistán, escupió la brizna de tabaco que le quedó en el labio, jugó con la tapa metálica de su encendedor –éste, decía habérselo encontrado en el cajón de la lencería de una conocida protagonista de telenovela– escupió contra la pared y musitó “un hombre que duerme con una metralleta que se llama Mónica y que ésta, además, tiene un destino histórico” de lo puro absurdo y repito, por no tener más pistas, mi General Padrenuestro ordenó encontrar y arrestar al Ronco, él mismo lo interrogaría. Para nuestra alegría, a la prostituta veterana que estuvo con él se le mostraron fotos de varios modelos de metralletas y ella identificó la sub-ametralladora Mini Atlanta 380, lo que hizo crecer nuestras esperanzas de estar siguiendo huellas certeras. Se trataba de un tipo de arma apreciada por lanzar ráfagas a mayor velocidad que las otras, por lo que tenía la capacidad de atravesar un chaleco blindado, con disparos repetidos sobre un mismo punto. Faltando tres días para la manifestación de Soacha, el sector estaba limpio de delincuentes. Las fuerzas armadas y la policía tenían pleno control de la plaza y sólo faltaba atrapar al Ronco, que –según averiguamos– era un hombre de la cuerda de El Sangrón, encargado de la consecución y entrega de armas costosas y sofisticadas, como rockets y metralletas, que compraba en el mercado negro de Panamá City y entraba a Suramérica por el Océano Pacífico, por el puerto de Buenaventura para ser más exactos; lo encontramos en una olla de la Primero de Mayo, metiendo droga con dos niñas de menos de quince años que tenían la ropa guardada, entre bolsas para la basura, con el fin de evitar que se les impregnara ese olor como a manteca y letrina que deja el bazuco. El delincuente no opuso resistencia, pero no llevaba armas de fuego; “no le encontramos ni un cortauñas” le contó Blas a mi General Padrenuestro, quien se dirigió de afán a los socavones de la Oseta para sacarle información. En el camino –recuerdo– el Ministro Hijo de Mami lo retrasó en la puerta del edificio con unos requerimientos acerca de cómo mejorar la comida de los casinos y sobre los protocolos 163


que se debían implementar durante los cambios de guardia, para atraer más turistas, como en Londres o en Ciudad del Vaticano; dos oficiales de alto rango tuvieron, precisamente, en ese lapso, preguntas sobre la suerte que correrían los sitios allanados en Soacha y dos llamadas telefónicas lo retuvieron en la recepción, durante dieciocho minutos; cuando llegó al cubículo donde se encontraba el Ronco, esposado a dos argollas, con cadenas que colgaban del techo, le habían rajado la garganta con un filo; el corte era tan reciente que la sangre le corría por el cuerpo sin tocar, aún, el piso; las tres últimas personas que lo vieron vivo fueron encerradas y cualquier persona, extraña a la Oseta, que estuviera en el edificio o en los alrededores, fue arrestada por presunción de asesinato. A mi General Padrenuestro no le quedó más remedio que interrogar a las niñas menores de edad que estaban con él; era un pecado dirigirse a ellas como putas o apelativos más fuertes, parecían de quince –por el maquillaje y las medias veladas– pero eran de doce y trece años; sin embargo, mi General Padrenuestro fue demasiado fuerte con ellas, las trató con violencia, esperó a que el síndrome de abstinencia de la droga hiciera efecto y les puso papeletas con bazuco y cigarrillos enfrente; las tenía esposadas de pies y manos y amarradas a las sillas, lo mismo hizo con la comida: les trajeron unas hamburguesas con papas fritas y se las puso, en las narices, sin que las pudieran alcanzar; una de ellas se orinó y recibió sus gritos: “Esto no es un pichal, cuénteme qué más habló el Ronco o la hago limpiar el piso con la lengua”; la pobre niña lloraba y fue la otra, la menorcita, la que habló: “Yo fui la que estuvo con ese hijueputa, me forzaba para penetrarme, pero no se le paraba el pipí”. A mi General Padrenuestro no le interesaba sino lo que el Ronco decía, pero la niña insistía en contar los detalles del encuentro sexual, como si la preguntadera fuera para incriminarla a ella; trataba de demostrar que se encontraba amenazada, en peligro, que fue obligada a atenderlo como a un cliente especial, de los que hay que complacer hasta la saciedad. Manifestó, sin mosquearse, que el sujeto se molestó cuando supo que ninguna de las dos era virgen y que las maltrató al darse cuenta de que estaban tratando de no aspirar los cigarrillos de bazuco; desfallecida, hacia el amanecer se acordó que “el Ronco malparido“ –como lo llamó– no hacía sino hablar de Mónica, de Lilí y de Marcela y de cómo le tocó entregarlas a unos “quiebraculos” dijo también; “eran como sus amantes o algo así” reiteró. Nos quedamos en silencio; al ver nuestra ansiedad, las dos trataron de elaborar sobre lo mismo, volvieron sobre el asunto varias veces y siempre dijeron “quiebraculos” en vez de asesinos u otra palabra más frecuente. “Estamos hablando, señor Presidente, de tres sub-ametralladoras Atlanta 380 en manos de homicidas” le contestó mi General Padrenuestro al primer mandatario, cuando llamó a preguntar por la situación. El Ronco estaba muerto, no era 164


posible especular nada más allá de eso, Blas habló con las niñas una vez más y no dijeron nada distinto que pudiera servir a la investigación, les desató las manos para que comieran y las dejó solas pensando que, de pronto, el mismo infiltrado, asesino del Ronco, trataba de acercarse para eliminarlas, pero no sucedió. Lo único que logró mi General Padrenuestro, cuando habló –en persona– con Jorge Beltrán fue que aceptara cambiar su aparato de seguridad; se negó rotundamente a cancelar el acto multitudinario. Se le asignó un nuevo jefe de escoltas –de plena confianza nuestra– que decidió qué uniformados acompañaban y cuáles no, al candidato, esa noche. Fue un día de malos augurios: la formación circular de los pájaros sobre Monserrate, la gente abriendo paraguas entre las casas y los transeúntes poniendo escaleras en las calles y haciendo fila para pasar por debajo de ellas; gatos negros rompiendo espejos en los centros comerciales; en fin, el universo entero tratando de que el candidato entrara en razón. Uno habla con los que asistieron esa noche a la Manifestación de Soacha y cada cual, tiene una versión de cómo trató de convencer a Jorge Beltrán para que cancelara el compromiso. “A mí no me va a pasar nada” manifestaba con tono mesiánico, pero en su fuero interno tenía claro que no le quería dar victorias al narcotráfico, por pequeñas que fueran; no quería mostrar debilidad. Tampoco es absurdo suponer que esa nociva combinación entre la egolatría ineludible del liderazgo y la certeza de que uno ya no es un hombre, sino un pueblo, lo haya encandelillado, lo haya hecho sentir inmortal. ¿Quién sabe? Sus amigos y copartidarios cercanos lo abrazaban con demasiada efusividad, pero no porque presintieran lo peor y le quisieran dar un último adiós, sino para asegurarse de que llevaba el chaleco antibalas; se lo puso sin chistar, por exigencia de su esposa y los ruegos de su amante. Cuando sintió el clamor y el manoseo de los manifestantes, se tranquilizó; él encarnaba una alternativa necesaria para el país y ese genuino amor de las masas lo hacía resplandecer y convencerse, a cada paso, de que el resultado de sus sacrificios sería el triunfo. Aunque el perímetro estaba bajo vigilancia extrema, había demasiados puntos de entrada y demasiada gente, haciendo imposible una requisa general; nosotros, los subalternos cercanos a mi General Padrenuestro, hombres y mujeres, estábamos de civil entre la multitud. Las sub-ametralladoras que estábamos buscando, de modelo recortado, estaban diseñadas para ser llevadas bajo el brazo, debíamos, entonces, mezclarnos entre la muchedumbre y tocar, en la espalda y los costados, a cuanta persona pudiéramos, escrutar caras y gestos corporales –en la medida de lo posible– identificar, señalar y neutralizar a quienes no levantaran los brazos o dejaran al descubierto algún tipo de metal. El objetivo era lograr que los entusiastas, entre más 165


cercanos a la tarima, más posibilidades tuvieran de estar limpios; los edificios y las alcantarillas alrededor estaban revisadas y era imposible que hubiera bombas plásticas o de dinamita. Hoy, recuerdo las palabras de Blas: “Cualquiera puede parecer un asesino y un asesino parecerse a cualquiera” por lo que, la verdad, estábamos esperando un golpe de suerte, un milagro que revertiera esa sensación mortecina que invadía a Bogotá desde por la mañana. El candidato entró a la plaza en una camioneta de techo abierto, venía parado saludando al tumulto abigarrado a su alrededor, volteaba la cabeza y alzaba los brazos, con las palmas abiertas, hacia adelante y hacia los lados; apenas se bajó, una sola avalancha de hombres y mujeres lo sintió cercano y lo que era una amalgama de cabezas, hombros, rodillas, brazos, cuellos, troncos y piernas, arremolinados en torno suyo, se comprimió al extremo de convertirse en un monstruo de carne y hueso, con un centro vital: Jorge Beltrán quien al subir y llegar a la baranda de la tarima sonrió a la tupida y multitudinaria turba encendida y roja y para abarcar a sus seguidores, con un saludo global y agradecido, levantó los brazos y recibió ráfagas de ametralladora por debajo del chaleco antibalas, que lo doblaron y lo pusieron contra el piso, al tiempo con todo el país. En pleno tiroteo, mi General Padrenuestro se abrió paso con un escudo antimotines para no ser repelido por la barbarie, se subió a la tarima y aunque el candidato seguía vivo, fue el primero en llorarlo “nadie se salva de un designio así” musitó y se aseguró de que, por lo menos, se lo llevaran los escoltas de confianza; se quedó ahí parado, embebido en su propia frustración, hasta que la plaza quedó vacía. Mientras tanto, en una sala de urgencias no tan próxima, el hombre cuyo destino –de haberse salvado esa noche– hubiera sido, tarde o temprano: el mismo, se desangró por completo dejando a Cundinamarca a la deriva y presa de la corrupción y el miedo. Mi General Padrenuestro se culpó de no haber previsto una tarima más segura y de no haber puesto –como hacen los rusos– escoltas enanos delante de él; se bajó cuando se le acabaron los mentolados y me gritó: “Lugarte, necesito las grabaciones en video de esta puta manifestación”; durmió en la Oseta y no salió en dos días revisando las cintas proporcionadas por los medios de comunicación. Su tesis del magnicidio era sensata, pero nunca pudo probarla: en las imágenes identificó unas enfermeras, pertenecientes al Voluntariado Médico del Sur, que llevaban el botiquín de primeros auxilios en unos morrales blancos, a la espalda. Antes de llenarse la plaza de manifestantes, esas mujeres gravitaban alrededor de la tarima; entraron por la tarde, con la gente de la alcaldía de Soacha y los jóvenes de la Defensa Civil, con sus uniformes naranja y blanco. El asesino o los asesinos, por el flanco que lograran llegar –después de haber 166


sorteado las posibles requisas– iban a encontrar un arma entre, mínimo tres, de esos morrales blancos de rayas fluorescentes. Interrogamos –por lo tanto– a las enfermeras; resultaron ser unas almas de dios entregadas a su trabajo –esa noche, además, su labor fue heroica con los heridos por el atropello y la conmoción–. Mi General Padrenuestro les montó un aparato de seguimiento, durante muchos meses y ninguna incurrió en acciones que fueran sospechosas. Diez o más años después, las técnicas digitales y los programas de reconocimiento facial lograron demostrar que había diecisiete voluntarias distintas en la Plaza de Soacha y la alcaldía demostró que, registradas, eran solo quince, de las cuales estuvieron disponibles, esa noche, catorce; ya no importa, igual, el mejoramiento de imágenes por computador, aún hoy, no se admite en las instancias probatorias de los procesos penales. El Presidente Cascarón perdió, con el tiempo, cualquier asomo de cordura; hizo una alocución presidencial dándole el pésame a la viuda del prócer caído y la llamó por el nombre de su amante –la de Jorge Beltrán– una mujer que era el nervio y la vida de Alianza Comunera. A ambas mujeres las nombraron en puestos diplomáticos en países apartados de la geografía mundial y a los copartidarios, reconocidos como beltranistas furibundos, se les dieron puestos administrativos en los que se destacaron por su pobreza de carácter e ineptitud. Les hacía falta –sin duda– el líder que los cohesionaba y los hacía marchar por ideales de grupo y no por alicientes personales. Enfatizó el Presidente, en su alocución, que desde ese momento aciago pero histórico, las fuerzas democráticas estaban en pie de guerra contra el narcotráfico. Mi General Padrenuestro se inventó un ataque de gota y se quedó metido entre su cama, mientras el Ministro Hijo de Mami pedía todas las excusas posibles y daba las explicaciones, del caso, sobre las fallas en la protección del líder asesinado; a él y a su madre los destituyeron pero esa pequeña alegría no bastó para aplacar el sentido de impotencia y la rabia acumulada que mi General Padrenuestro sentía. Para enfrentar a los medios de comunicación, que llevaban un fin de semana, durmiendo en la acera frente a su casa, buscando la oportunidad de entrevistarlo, les entregó la noticia –inventada y producida por Blas, quien en una calle mal iluminada del centro de Bogotá encontró a un tipo con cara de pocos amigos, lo cogió, lo esposó y lo increpó: ”¡Mataste a Beltrán, ¿no? gran hijueputa!”– de que un terrorista reconocido, fanático del Sisga Juniors –equipo de fútbol de Sesquilé– acababa de ser arrestado y llevado a la Oseta como presunto asesino del candidato y quien tuvo el problema de inventarse una mentira demasiado insulsa para salir del problema: manifestó que estaba tomando un curso de cultivos hidropónicos, cuando sucedió el magnicidio; mientras se descubría su inocencia –pensó mi General Padrenuestro– tendría tiempo de atrapar a los verdaderos 167


culpables y aunque logró evadir la responsabilidad que le tocaba, ante la opinión pública nacional, le quedó grande cargar una culpabilidad de ese tamaño y para recuperar el pedazo de autoestima perdida, se ensañó contra El Sangrón, que ya se había convertido en uno de los hombres más ricos del hemisferio, según saliera en los listados de una prestigiosa revista norteamericana. Los siguientes tres meses, mi General Padrenuestro no tuvo descanso y se siguió aprovechando de situaciones de altísima sensibilidad, como el asesinato de Jorge Beltrán, para seguir modernizando la inversión bélica de la nación; la declaración de guerra, en boca del Presidente de la República, hizo que, por lo menos, el presupuesto fluyera a la par con los acontecimientos y que, por primera vez en veinticinco o más años, los recursos del ejército fueran mejores que los de la delincuencia armada; sin embargo, esa era una ventaja inútil frente al elemento sorpresa del narcoterrorismo que nos azotó, sin piedad, durante el periodo pre-electoral, al final del mandato del Presidente Plutarco Cascarón Ibarra quien pasaba, días enteros, hurgando las macetas de Palacio “buscando mis raíces” según respondía, con lastimera entonación, a sus interlocutores. Al mediodía de un día soleado, una bomba destruyó el Centro Comercial Milpitas, asesinando familias enteras y oficinistas que estaban en su hora de almuerzo; el artefacto explosivo fue puesto en un carrito de helados y esa era, precisamente, la hora en que a los adolescentes de un colegio cercano les estaba permitido pasear y comerse un postre, antes de las clases de la tarde; los medios de comunicación fueron muy criticados en el cubrimiento de esa noticia porque mostraron el cadáver de una niña, de escasos nueve años, descuartizada por la onda explosiva, cuyas extremidades quedaron fritándose, en la cuadra de enfrente, entre el aceite de una venta de chicharrones. Los narcotraficantes le pagaban a la delincuencia común –conformada, en gran medida, por pandillas de menores de edad– quinientos mil pesos por la muerte de un periodista, un millón de pesos por la de un policía o un soldado y de dos a cinco millones de pesos por quitarle la vida a un oficial. Para evitar que otros cobraran la plata, los sicarios tenían sus firmas particulares y que, la mayoría de las veces, informaban por televisión; se sabía, por ejemplo, que los cadáveres que aparecían con los testículos en el lugar de los ojos, eran de la banda de los Moncaleanos, que aquellos que eran encontrados sin cuero cabelludo eran de los Comanches y que los que eran hallados con heces fecales –de los asesinos– entre la boca, eran los asesinados por la pandilla de los Guisos; “que mueran como vivieron” decían estos últimos “comiendo mierda” agregaban. Por su indefensión, los periodistas eran, entonces, la base de la pirámide sicarial y como si no hubiera bastado el 168


asesinato de Emilio Esparta, al edificio del periódico que él dirigía –que siguió denunciando la infamia criminal de los narcos y su intromisión en la política nacional– le metieron cien kilos de dinamita, lo dejaron semi-destruido y a los miembros de la opinión pública nacional, adalides de la libertad de prensa en Cundinamarca y Latinoamérica, sumidos en un estado de perplejidad absoluta. A la juez encargada de la imputación de cargos a León Buscaniguas Cediel, alias Alquitrán, segundo a bordo del Sangrón en lo que tenía que ver con la repartición de dineros para las campañas políticas de candidatos al Concilio Parlamentario, le fue ofrecido un soborno de doscientos millones de pesos y por no aceptarlo, le dieron ocho cuchilladas en la cara, frente a sus hijos, mientras los acompañaba a tomar el bus del colegio. Al mesero del Club Ecuestre Los Campos de Charalá, que le negó al Sangrón la entrada al comedor, por no llevar zapatos, lo llenaron de plomo, al tiempo con su mujer y su hijo recién nacido, los rociaron con cocinol y les prendieron fuego; éste se extendió a cuatro cuadras a la redonda, dejando más de veinte familias sin techo y a dos niños con quemaduras de segundo grado. Al mediocampista de uno de los equipos de fútbol, finalista del campeonato profesional cundinamarqués y seleccionado como deportista del año por una revista de la capital, le rompieron las rodillas con un martillo por meterle dos goles de penalti al equipo local propiedad del Sangrón. Al director de la Ofaca, Oficina Aerocivil de Cundinamarca, le secuestraron sus dos hijos, para presionar el otorgamiento de dos licencias aeroportuarias, a nombre de la empresa Aeroservicios La Yucateca y al Consorcio de Transportes Aéreos Multimodales Morelia, propiedad de Edelmiro Changuas y Vladimiro Zabaleta, testaferros del Sangrón; como sólo pudo otorgar una, le devolvieron, entre bolsas de la basura, la mitad de un hijo y la mitad del otro. Entre el marasmo de tal carnicería, mi General Padrenuestro daba palos de ciego, hasta que descubrimos la compraventa de la finca Monterrey, propiedad del Sangrón, vendida por una suma irrisoria al cirujano plástico Ramiro Astoria, quien atendía en uno de los centros hospitalarios más cotizados al norte de Bogotá. El especialista resultó ser un personaje vanidoso, perfumado y con una forma extraña de taparse la calva; de no ser por esa incongruencia, hubiera podido pasar por un tipo buenmozo; gozaba de la estámina y el poder adquisitivo para rodearse de mujeres hermosas y hacer unos comerciales de televisión en los que salía –él mismo– bailando en la discoteca de moda, con las modelos de moda y una frase de locución que decía, al final: “Si bailar sola es tu historia, ven donde Ramiro Astoria”. Había logrado un reconocimiento mediático aún mayor por ser jurado, durante cinco años consecutivos, del Concurso Nacional de la Belleza y por haberse casado con Verónica San 169


Sebastián, la modelo del Shampoo Brisa y Viento “suave y sedoso en cualquier momento”. Nos hizo esperar en su sala de recibo, decorada de forma minimalista, según explicó la recepcionista, mientras mostraba sus piernas largas y sus calzones oscuros. A los quince minutos mi General Padrenuestro se impacientó e irrumpió en el consultorio, sin pedir permiso, justo cuando el doctor Astoria estaba palpando las teticas de una quinceañera; la muchacha ni se inmutó, siguió su explicación acerca del tamaño y el color que quería para el aura de sus pezones y se las tocaba delante nuestro; mi General Padrenuestro le puso una bata encima y le pidió esperar afuera. “Es tan maleducado el que llega tarde como el que llega demasiado temprano” dijo el cirujano plástico y era cierto, nos adelantamos a la cita como media hora. La idea de Blas era desnudarlo, amarrarlo sin taparle la boca –el doctor no gritaría mientras estuviera en su consultorio con pacientes afuera– ponerle esparadrapo en los testículos y amenazar con arrancárselo de un tirón. Apenas Blas tomó impulso para cogerlo del cuello, el doctor Astoria chilló: “Yo declaro lo que haya que declarar y soplo lo que haya que soplar”; sacó una botella de whisky y nos sirvió, a cada uno, disculpándose por los vasos de plástico y se intercomunicó con la secretaria para que le despejara la agenda que restaba del día. Al cabo de tres rondas del licor reconoció lo obvio, lo que ya imaginábamos: que por cambiarle la cara al Sangrón, le pagaron con la finca Monterrey para no tener que llegarle al consultorio con cuatrocientos millones de pesos metidos entre bolsas plásticas y cajas de zapatos; legalizaron la transacción con una compraventa ficticia en la que, el testaferro de turno, le escrituró la propiedad por un precio ciento cincuenta veces menor que su valor comercial. “Operé a Don Atanasio –así se refirió a él– en un quirófano muy bien equipado, al que me llevaron vendado, después de trasladarme, en avioneta, a un pueblo bastante cercano, perdido en el páramo” contó el doctor Astoria y puntualizó en detalles, como que el Sangrón se dejó poner anestesia general de un anestesiólogo de confianza y que le tocó operar en presencia de cuatro guardaespaldas que no quisieron ponerse el tapabocas. “Cuando empecé a martillar el tabique, creyeron que lo estaba matando” masculló, con algo de risa y siguió el relato de cómo le pusieron una ametralladora en la cabeza, en medio de la cirugía; si no es porque el anestesiólogo gozaba de cierta autoridad y les explicó el proceso, como a niños chiquitos, no hubiera estado vivo para echarnos el cuento. Nos confesó lo que quisimos saber, con pelos y señales, porque necesitaba nuestra protección. El Capo lo llamó, por teléfono, para hablarle de otro “encarguito” dijo –sin preguntarle si estaba interesado, dando por hecho que se trataba más de una orden, que de un ofrecimiento– y le aconsejó abrir una cuenta bancaria en las islas Caimán, para no enredarse con el pago de sus honorarios. Estaba asustado, esperando a que 170


vinieran por él, un día cualquiera, sin avisar, para someterlo a una jornada parecida; “después de esta intervención, me matan, General” se lamentó y no le faltaba razón, tres de sus colegas desaparecidos, en circunstancias desconocidas, eran prueba suficiente. Sin registro fotográfico, como se hacía con los demás pacientes, ni documentación del procedimiento, el único testigo capaz de reconocer al Sangrón era él; antes de salir del edificio de consultorios, mi General Padrenuestro exclamó lo que Blas y yo, teníamos en la cabeza: “¡Es muy extraño que, no lo hayan asesinado, todavía!” Le daba miedo, inclusive –al doctor Astoria– irse para los Estados Unidos donde había estudiado, realizado la práctica en medicina interna y tenía amigos que lo ayudarían a pasar desapercibido; pero, también, era inútil, los acontecimientos hablaban por sí solos: si los narcotraficantes fueron capaces de acribillar a un exministro de Corrección, Equidad y Justicia frente al garaje de la embajada a su cargo, en un país de la Europa Oriental, pues no era garantía, de ninguna clase, irse para otra parte; y –hagamos claridad, al respecto, de una vez– eso de los programas de protección de testigos que uno ve por televisión, en nuestras tierras, no existe. Ramiro Astoria –quien no conocía su propiedad porque, por obvias razones, nunca se animó a visitarla– y mi General Padrenuestro fueron a la finca Monterrey acompañados de treinta y cinco efectivos, entre soldados y oficiales de inteligencia y no encontraron sino un par de fotos –después de desbaratar pisos y paredes, excavar jardines, levantar la piscina y revolcar las pesebreras– pero fueron definitivas para atrapar al Sangrón; en éstas aparecían él y su familia posando para la cámara durante una cabalgata, con la mala suerte de que un sobrino –no pudo ser nadie más– las marcó con flechas, señalando al Capo –antes de su reconstrucción facial– como “mi tío y Huiracocha” –su caballo amado– a su esposa, como “mi tía la sangrona” a unos amigos por sus nombres y a su hijo mayor como “mi primo Alfy”. El hallazgo fue extraordinario porque Ramiro Astoria se acordó de un joven, pasado de kilos, invadido sin piedad por el acné y con la nariz desviada, que estuvo en consulta e hizo muchas preguntas sobre la posibilidad de corregir el tabique, hacer liposucción y retirar tejido adiposo, en la misma cirugía; pero que, antes de dejarse examinar, salió corriendo con la excusa de que escuchó saltarse la alarma del carro y nunca regresó. Se trataba del primo Alfy, según lo señaló en la foto; lo que nos permitió concluir que, el día menos pensado, el doctor Astoria, volvería a un sitio indeterminado, de nuestros extensos páramos, para cambiarle la cara al hijo mayor del Capo Atanasio González Barbosa, El Sangrón. Mi General Padrenuestro se ponía hiperactivo con una oportunidad así; consiguió con sus contactos locales –para no tener que hablar con la Interpol y ponerlos en modo de 171


alerta; ni con los gringos, que todo lo vuelven un complot contra ellos– un aparatico de seguimiento implantable, quirúrgicamente, capaz de hacer rastreable un cuerpo dentro de un radio de diez o un poco más, kilómetros de distancia; el único problema es que se trataba de una tecnología que sólo se utilizaba en ballenas. Fuimos a buscarlo a unas oficinas secretas, por el aeropuerto, en las que era obligatorio hablar en voz baja; se trataba de un “secretor de hierro con sensor” según nos explicó un técnico, con pinta de Jacques Cousteau, que presentaba dos problemas básicos: que su tamaño era el de una pila AA y que parte de su función era contaminar el cuerpo con hierro, para hacer detectable la señal, causando, en escasos dos meses, daños en el hígado del implantado y dolores articulares irresistibles. “Vale verga, se trata de una bestia, hijo de otra bestia” dijo mi General Padrenuestro y escupió con fuerza entre una caja de formas continuas, creyendo que era una caneca. “Doctor Astoria, prepárese para trasladarse, ya mismo, al sitio operación” le gritó un hombre que lo abordó desde una moto, esperando a que cambiara, a verde, un concurrido semáforo de Bogotá. Siete cuadras más abajo, parqueó frente a su oficina y no se demoró más de cinco minutos en subir a su consultorio y bajar con un maletín, que fue requisado antes de subirse a una camioneta Subaru que lo llevó a un destino indeterminado. Le preocupó mucho que no le vendaran los ojos –como hicieron antes– porque era un fuertísimo indicio de que podía, no estar dentro de los planes del Sangrón, el de devolverlo con vida al final de la jornada. Sin embargo, estaba preparado, a conciencia de que estaba en peligro y de que debía, pensando en su seguridad futura, colocar el localizador en el cuerpo de Alfy. Lo llevaron a una sala de cirugía distinta, menos moderna y más cerca a la ciudad, en el interior de unas bodegas de electrodomésticos; estaba presente el mismo anestesiólogo que, además –como lo había hecho antes– se comprometió a ayudar con el instrumental, a mantener limpia el área quirúrgica y a coser. Alfy estaba nervioso, no tanto por el procedimiento sino por su adolescente vanidad; en su caso, su semblante era tan desagradable que no existía posibilidad alguna de que quedara peor; al contrario, las facciones se afinarían y los cachetes disminuirían, se vería menos abotargado y con un perfil menos rudo; sin embargo, se miraba en el espejo, incesante, como despidiéndose de sí mismo, como pensando que dejaría de ser él. El doctor Astoria se acordó de la conversación en el consultorio, sobre la posibilidad de hacer la liposucción pero se reusó, por falta de tiempo y recursos quirúrgicos; el anestesiólogo estuvo de acuerdo “!sería una locura!” exclamó y tranquilizó al paciente, antes de dormirlo. Esta vez, los guardaespaldas guardaron una prudente distancia y se pusieron, sin chitar, los tapabocas; lo único 172


distractivo eran sus radioteléfonos y ese ruido, de interferencia, tan particular que hacen. Por su tamaño, el localizador-secretor de hierro no podía implantarse en la cara; podía dejarse en el tejido adiposo del glúteo, con la excusa de necesitar grasa corporal, para aumentar los labios; pero el lugar ideal era, sin dudarlo, el intestino grueso. El anestesiólogo era un profesional muy hábil y sin duda, bastante preparado, sería difícil hacer creíble cualquier astucia; optó, entonces, el doctor Astoria por hablarle en inglés –no tenía nada que perder– calculando que los guardaespaldas no entenderían lo que hablaran. La respuesta fue positiva y natural, ambos conversaron fluidamente y consideraron que, una vez que Alfy despertara, sus vidas corrían peligro; el anestesiólogo declaró tener cierta confianza con el Sangrón y su familia, pero eso no garantizaba nada, porque le había tocado atender, en contra de su voluntad, a personas, aún más cercanas, presas del carácter violento y desprovisto de piedad con que el Capo las mandaba golpear o cortar, en presencia de sus hijos. Hablaban nimiedades, en español y sobre la incertidumbre de su presente, en inglés; discutieron varios planes y decidieron poner en marcha el más arriesgado: salvar la vida de Alfy después de ponerla, adrede, en peligro. La razón para hacerlo era de peso: es más difícil matar a sangre fría a quien ha salvado la vida de un hijo y tenían la ventaja de que para nadie era difícil pensar que un glotón de tal envergadura y en avanzado estado de drogadicción, a juzgar por el deterioro interno de los senos paranasales, podía estar a punto de un colapso. No dijeron nada más, los dos entendieron el asunto y fueron improvisando, sobre la marcha; el anestesiólogo interpretó su papel de forma histriónica: gritaba, gesticulaba y lloraba, mientras el doctor Astoria reparaba la perforación que él mismo había propiciado; con el vientre lleno de sangre, le suplicaron a los guardaespaldas llamar a sus padres para que autorizaran una exploración más profunda del estómago de su hijo; de todas formas la iban a practicar, para que se notara el esfuerzo de salvarle la vida, pero era una forma recursiva de informar a su familia que Alfy enfrentaba la muerte y que estaba en sus manos evitarla. En el momento que el anestesiólogo se ocupó de recibir la llamada del Sangrón, el Dr. Astoria realizó la única parte del plan que no compartió con él: introdujo el localizador y lo fijó a una de las paredes del colon transverso. Superado el impase, después de coser y dejar instrucciones muy precisas, sobre el seguimiento médico obligatorio, llegaron dos emisarios que recibieron el relato de lo sucedido y que no sólo agradecieron, en nombre de Don Atanasio, la prontitud y pericia de los galenos, sino que los dejaron en su casa sin tocarles un pelo y a la semana siguiente le mandaron, a cada uno, como encime de la paga, un Rolex Cosmograph Daytona. Contactamos al doctor para hacerle saber que el localizador estaba en pleno funcionamiento y para ponernos a sus órdenes, por el 173


favor recibido y en caso de que tuviera problemas de seguridad. Hoy por hoy, el doctor Astoria sigue prestando el mismo servicio a los mafiosos, pero nos sigue ayudando a implantar artefactos cada vez más pequeños y sofisticados y a suministrarnos fotos de las nuevas caras de los narcotraficantes. Alfy no había cumplido la mayoría de edad y ya era una mala semilla, maltratador y déspota. Mientras tuviera al lado un arma se sentía el hombre más poderoso del planeta; tenía problemas de eyaculación precoz y por esa causa, se inventó un juego que llamaba la Ruleta Pachuna: ponía cinco o más, mujeres desnudas en fila y por turnos les metía su masculinidad en la boca; cada una tenía que chuparla durante un minuto, Alfy contaba los segundos en voz alta y la que lo hiciera eyacular perdía; la penitencia se decidía según su estado de ánimo: la mayoría de las veces era tragarse el semen pero hacer gárgaras primero, escupirlo en la mano y jugar con éste como si fuera melcocha; a veces, la perdedora debía recoger el néctar de los guardaespaldas que estuvieran presentes, en una copa y compartirlo, de boca en boca, con las demás mujeres. Con la acumulación de hierro en su sangre, la lengua y las palmas de las manos se le estaban tornando azules e hipersensibles; era cuestión de tiempo antes de que Alfy fuera al médico y descubriera el ardid; sus articulaciones le estaban empezando a fastidiar pero, para nuestra fortuna, vivía las veinticuatro horas drogado, por lo que el dolor no era constante, ni atribuible a nada distinto de sus dosis diarias de cocaína, alcohol y barbitúricos. El radar que ubicaba la señal, no sólo cabía entre un carro con comodidad sino que, mientras estuviera en Bogotá, era bastante nítida a distancias entre los veinte y treinta kilómetros; pero cuando Alfy visitaba sus fincas, se perdía el rastro con facilidad, pues se trataba de latifundios extensos a los cuales no nos podíamos acercar mucho, so pena de ser descubiertos; a veces instalábamos el radar, en una avioneta de fumigación y con vuelos rastreros, nos cerciorábamos de que nuestra presa no hubiera salido por otro lado. En dos meses, no obtuvimos ni un solo indicio de que estuviera con su padre, por eso era mucho más inteligente darle espacio, preocuparlo lo menos posible y distanciarnos lo más que pudiéramos. Extraviamos la señal durante diez días y pensamos que estábamos perdidos, hasta que el día del cumpleaños del Sangrón, la señal de Alfy apareció, de nuevo, por la vía a La Calera y lo vimos, más tarde, comprar un ponqué y seis paqueticos de velitas. “Ahora o nunca” gritó mi General Padrenuestro y puso en marcha un aparato de seguimiento guiado por Quesada y Reyes, quienes participaron en el rastreo hecho por la oficina de inteligencia. Alfy iba en una Toyota blindada seguido de cinco vehículos iguales y nos localizamos, con el radar, a la altura de la Estación de Policía, de Patios, hasta saber 174


con certeza hacia dónde iban. La caravana volteó por la carretera a Guatavita y con eso, quedó firmada su sentencia de muerte; Quesada y Reyes, tenían estudiada el área, aseguraron que se dirigían para la finca Pátzcuaro al lado de la laguna-embalse de Tominé y advirtieron que había que prepararse para evitar el escape de los sediciosos por hidroavión, por lancha rápida o por tierra, a través del monte, en una flotilla de más de cuarenta jeeps que se mantenían, cada uno, con chofer, uno o dos hombres armados atrás y dos tanques de veinte galones de gasolina de repuesto dentro de la cabina. Mi General Padrenuestro exclamó: “¡A menos que tenga un submarino, este hijueputa está muerto!” Dejamos que la fiesta de cumpleaños tomara su curso; decidimos sólo utilizar francotiradores alrededor de la laguna y unos rockets dirigidos al parqueadero. Las instrucciones eran: no buscar, bajo ninguna circunstancia, el cuerpo a cuerpo y evitar lo más posible el uso de las ametralladoras porque tienen la desventaja de que revelan la ubicación de quien las dispara. Todos en posición, lo único que hizo mi General Padrenuestro fue mandar uno de los helicópteros para que volara, rasante, encima de la casa. Entre los cabecillas y el cuerpo de seguridad se podían contar unas doscientas personas armadas que, con el ruido endiablado de las hélices, salieron en desorden y disparando como locos. Como no les respondimos enseguida pensaron que, de pronto, no era nada contra ellos; sin embargo, hicieron lo que Reyes y Quesada habían previsto, a los choferes y guardaespaldas les ordenaron estar listos y vigilantes para emprender la huida; tomaron sus posiciones entre los carros y los primeros rockets fueron dirigidos hacia los vehículos del parqueadero; disparamos bazucas e hicimos explotar la parte frontal de la finca, dejando, como única opción, el escape por la laguna. Habiendo escuchado y sentido los rockets era casi imposible que el Sangrón pensara en utilizar el hidroavión, sería un blanco demasiado fácil. Se dispusieron lanchas rápidas para los invitados, pero una a una fueron cayendo con balas de fusil, disparadas desde la espesura; era como cazar unos patos inmensos, muy pesados para levantar el vuelo. Las lanchas que lograron atravesar más allá de donde empieza la cola de la laguna –Tominé tiene una forma como de caimán– chocaron y se voltearon con una cadena que, atravesada de lado a lado, mantuvimos a flote con neumáticos inflados imposibles de ver por la noche; cuando ésta se hundió, dos helicópteros artillados acabaron con las pocas lanchas que quedaban. Alfy cayó al agua y las hélices del motor de la lancha, en la que iba el Sangrón, le pasaron por encima de la cabeza; el cráneo de su hijo inutilizó el motor fuera de borda, con un sonido venido del centro de la tierra; el Sangrón, con la camisa llena de pedazos de sesos, ensangrentada, vio los reflectores gigantes de las 175


aeronaves sobre él, les gritó palabras inaudibles y prepotentes, enfrentándolos, les hizo pistola con las dos manos y le quitó el seguro a una granada hasta que le explotó en la cara. Al día siguiente, la única preocupación de la Compañía de Seguros Pomerania era la de averiguar la suerte corrida por Huiracocha, pues estaba asegurado por millones de dólares; afortunadamente el equino pastaba, con placidez, en otra de sus fincas de la Sabana. Varios presidentes de Europa y de nuestro continente llamaron a felicitar al Presidente Cascarón por su proeza, en la captura y muerte del Capo; las llamadas las contestó su mujer, la primera dama, quien hablaba con fluidez siete idiomas, en los cuales explicó que su marido estaba indispuesto a causa de una fiebre muy alta. En una ceremonia privada, se le impuso el tercer sol a mi General Padrenuestro y el Presidente de la República hizo acto de presencia –una de las últimas veces que se le vio en público– para nombrarlo Ministro de Guerra, personalmente y de una especie de discurso, entre incoherencias y tartamudeos, lo único que se entendió fue: “Volveremos a nombrar un ministro civil cuando tengamos un país libre de violencia” dijo y esa frase –se me ocurre– no era más que otra yegua de Troya.

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Así en la tierra como en el cielo

“¡Deja de decirme Caramelo, me fastidia!” gruñó “es que eres como un dulcecito” le respondí, confundido, porque Andulima nunca se salía de sus cabales. Está bien que se le triplicó el trabajo con las dos niñas que llegaron a la casa, pero su reacción fue desmedida para una mujer tan cariñosa y amable. Desde que supe que era virgen, me ponía muy nervioso delante de ella, como si la “obligación” de enamorarla y de tratar de ser el primero en usurpar su halo divino fuera demasiado para mí. Me empecé a masturbar pensando en ella, en el color miel de su piel, en la forma de sus pezones que imaginaba como la cima de unas montañas mágicas, esperando el permiso de instalarme a vivir, ahí, sin tener necesidad de nada distinto a permanecer en ese sopor extracorpóreo, en el centro de una tibia cobija. Le comenté a Polanía –porque él sólo habla de esas cosas– y me dijo “usted es mucho cochino, Lugarte, uno no se masturba pensando en una virgen” y me repitió varias veces que, entonces, mi amor no era tan puro. Andulima se negó a que saliéramos un domingo, pero me aseguró que cualquier otro día le parecía bien ir al cine, que ella le pedía permiso a doña Celina. Fuimos a ver Betty Blue y como se trata de una historia sobre un amor desmedido, pues nos asustamos y esa tarde, fue imposible pasar a un plano romántico. El tiempo se nos fue respondiendo preguntas sobre la película que acabamos de ver: ¿por qué el amor y la locura son tan parecidos? ¿por qué la realidad es tan dura? ¿cómo así que alguien puede matar a quien ama? Hablamos de unas cosas, para evadir las otras, que es lo que uno hace, a diario, porque si no la vida sería áspera, llena de callosidades: nada como la negación y el circunloquio. Yo sentía que nuestro amor era mutuo, pero mi General Padrenuestro lo volvió un asunto de Estado; él miraba a Andulima con desconfianza, hasta que supiera el resultado de mis pesquisas inconclusas. Ella usaba tenis blancos y medias tobilleras, como las tenistas; se peinaba con cola de caballo; el 177


uniforme verde pálido, le quedaba pegado al cuerpo, con un listón alrededor de la cintura; sus labios y su lengua eran del mismo color y estaban siempre húmedos, siempre atentos a responder cosas bonitas y simples; hablaba de su hermano Mauro, pero siempre circunstancialmente y dejando la sensación de que poco lo veía o sabía de él. Una tarde de lluvia, me dijo que yo era luminoso y que me imaginaba desnudo y que sería rico tocarme y darme besos y pasarme la lengua debajo de los brazos y dejarme babas en el cuello y debajo de las orejas. Yo me animé y le contesté lo mismo: que ella era luminosa y que me la imaginaba desnuda y que sería rico tocarla y darle besos y pasarle la lengua por detrás de las pantorrillas y dejarle babas en el cuello y debajo de las orejas. Estábamos a la vista de los demás, bajo un alerón del patio; la lluvia, pertinaz, nos alcanzaba a mojar la punta de los zapatos; nos quedamos inmóviles, abstraídos en lo que fuimos capaces de decir, hasta que Celina la llamó y ella salió corriendo, por las escaleras de piedra, sin techo, mojándose; sin embargo, paró, se volteó y me miró con cara de infinita ternura, pero con notorio miedo; yo esperaba que ese miedo no significara mayor cosa y seguí adelante en mi empeño de amarla, de principio a fin y lo más difícil: sin condiciones. La mamá de Carmen y la mamá de Eulalia eran compinches, hablaban de “la primera esposa” para referirse a Celina, haciendo, sin saberlo, una analogía con ciertas culturas polígamas; salían juntas a cualquier lado y lo que más disfrutaban era echarse la suerte; no hacían nada sin corroborarlo con hechiceros, magos, nigromantes, adivinos o encantadores de serpientes, aunque, ellas mismas, eran muy intuitivas: desde antes que nosotros mismos, se dieron cuenta del sentimiento que nacía entre Andulima y yo, por lo que urdieron un plan para juntarnos, para forzar un idilio, antes de que nuestra timidez echara una linda historia de amor por la borda. Después de nuestra mutua declaración, nos buscábamos menos y nos veíamos con afanes y con otra gente alrededor; nuestra torpeza se hizo manifiesta y de cierto modo, dolorosa; ellas se inventaron unos paseos al Club Militar para que sus hijas se metieran a la piscina y le dijeron a mi General Padrenuestro que Andulima necesitaba apoyo en el cuidado y seguridad de las niñas y que yo era el único hombre de la casa con el que se sentían cómodas. Celina estuvo de acuerdo y esas tardes, tal vez, fueron las más felices de mi vida. Alejado de la Oseta durante esas horas escasas, me di cuenta de que la comunidad de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca veneraba a mi General Padrenuestro, pero que eso no le impedía a los oficiales tener vida propia, familia y espacios distintos a los de la constante alerta y el temor a las consecuencias del estado de “guerra tibia” –al decir de Reyes– en el que estábamos viviendo. ¿Qué rango eres 178


tú? me preguntó Andulima y no supe qué responderle porque yo era Lugarte y durante los últimos diez años, eso me había bastado; lo mismo, Blas era Blas; los dos éramos como extensiones de mi General Padrenuestro y como tal, el pedazo de gloria que nos tocaba, era más que suficiente para sentirnos colmados, henchidos de autoestima y felices: ¡qué tamaño de güevones en los que nos convertimos! Lo hablamos un día con Blas, esperando un convoy que venía con unos presos de Facatativá y él me dio un pellizco, el verraco, en una tetilla, con los nudillos y me dijo “de mi General Padrenuestro, usted es el hijo y yo soy el espíritu santo”; me di cuenta, entonces, de que es la trascendencia que le damos a nuestro quehacer diario lo que cuenta. Cuando Andulima me volvió a preguntar, le dije: “Soy el lugarteniente de mi General Padrenuestro” y le brillaron los ojos, por la seguridad con que lo dije –estoy convencido–; de ahí en adelante, todo fue más fácil –con ella, quiero decir– y para mí quedó muy claro que es imposible definir algo, con alguien, si uno no se define a sí mismo, primero. Las mamás de Carmen y Eulalia nos dejaban solos mucho tiempo, a veces sin las niñas, en la piscina y en el parque, rodeados de sauces, fuentes y caminitos de agua; cuando vieron, con los ojos del corazón, la lentitud con que nos estábamos acercando, ella y yo, nos encerraron en la guardería del club y pusieron, afuera, un letrero de “cerrado por remodelación” para que no nos molestaran; “cuando salgan, a la hora que sea, los llevan a la casa” le pidieron a un tercio de los escoltas y entre risas de compinchería, se marcharon. El lugar olía a talco, de afuera llegaba la parsimonia de las conversaciones de los golfistas ocasionales que pasaban; era un martes por la tarde, el club estaba bastante vacío, al fondo se oía el aullido del Ferrocarril de la Sabana y en la ventana daba tumbos una abeja; había cuatro mesitas juntas y sillas para niños alrededor, dibujos inocentes en las paredes y una esquina con muchos cojines y pelotas de plástico; en la mitad del cuarto una hamaca con estampados de La Sirenita y a un costado un catre de enfermería con sábanas de Los Picapiedra y almohadas amarillas. Andulima se quitó la ropa y la dobló sobre una de las mesitas; primero los tenis blancos y después las tobilleras “voltéate” musitó y mirando la pared, sentí que la sangre me llegaba al pelo y a las uñas y se me colaba entre las piernas como un oleaje, de esos que arrastran a los marineros que se distraen; “ven” escuché, prefirió la hamaca, me alegró ver su cara de durazno y apaciguar el balanceo de su cuerpo; ella misma se tocaba el pubis y entre sus dedos, acariciaba una acuosidad resbalosa, cuya abundancia la sorprendió. Estábamos maravillados con la reacción de nuestros cuerpos; yo me quité la ropa con ansiedad, como si se fuera a pasar el momento, como si su duración no dependiera de 179


mí –del universo, tal vez–; juntamos nuestras lenguas en un abrazo largo, le ofrecí mi erección arqueando el cuerpo hacia adelante, la tocó con precaución, como si se fuera a quemar, la miraba incesante y el aire se nos estancaba en los pulmones; con sus dos manos pequeñas la sostuvo, un rato largo y con ella acarició sus tetas blancas y sus pezones hinchados; cerró los ojos, como concentrando la felicidad en los sitios donde se tocaba; estábamos colorados; dimos un traspié, no era fácil sostenerse en la hamaca y casi imposible cambiar las posiciones que nos mantenían en equilibrio; nos levantamos y nos seguimos besando, hasta llegar al catre; nos entrelazamos como si quisiéramos abarcarnos por completo, como si nos faltaran manos y piel y latidos; “vamos, estoy lista” susurró y se abrió por completo, como los cerezos cuando llega la primavera –por parafrasear a Neruda– y ella me impulsó hacia adentro, hacia adentro de ella misma, hacia su centro, hacia donde sentía que era lo correcto, lo sensato para manifestar, sin margen de error, el amor. Sentí su sangre y su grito, me apretó rodeándome con sus piernas; por fracciones de segundo fuimos el mismo magma, la misma atmósfera, el mismo planeta; “¡estoy llena de ti!” exclamó y yo le respondí “quedémonos así por lo que resta de la tarde” y así lo hicimos, hasta que el frío nos obligó a pararnos y atestiguar la costra que quedó en la mitad de nuestros muslos y que intentaríamos no borrar de la memoria, nunca. De ahí en adelante, la vida –aunque más difícil– sería más diáfana y tendría un nuevo sentido; en mi caso, un sentido distinto al de cargarle la mica a mi General Padrenuestro. El Mellizo viajó a Leticia con Alicio Aramburu Cote, alias El Lagaña, su esposa –una mujer de piel cobriza y gruesa– dos primos y el hermano; desde antes de salir del Aeropuerto Internacional se separaron y los Aramburu llegaron, con reservaciones, al Estadero Yaguarí, como grupo familiar, de vacaciones; los primeros tres días hicieron turismo, compraron collares de pepas amarillas y azules, fueron a una pelea de gallos y participaron en la cacería de una anaconda; al cuarto día, alquilaron el yate de Jim Tsakarias para ellos solos y salieron con rumbo a la Isla de los Micos, comieron gamitana al almuerzo –un pez con espinas tan grandes que parecen huesos– con arroz atollado y puré de fríjol con plátano frito; por la tarde se emborracharon y cuando Jim Tsakarias pasó en su ventilador flotante lo invitaron a tomarse un trago. El chipriota los acompañó a las cabañas de madera y techos de zinc, donde dormirían, les presentó al Mellizo y fingieron no haberlo visto nunca, con todo y eso El Lagaña le conversó amistosamente y terminaron, después de garrafadas de aguardiente, contando historias de narcotraficantes –en tercera persona, por supuesto–; por la noche, Jim Tsakarias y el Mellizo se retiraron para hablar sobre asuntos de plata, entre socios y se 180


quedaron dormidos en las hamacas junto al río. Por la mañana, el chipriota se había ido y los demás, salieron de pesca; el Mellizo subió al yate con cañas ligeras, cucharas, plomos y un contenedor pequeño con peces vivos para las carnadas de los anzuelos; a última hora se unió al grupo, una pareja de australianos inmersos en la experiencia amazónica y con la ilusión de atrapar ejemplares de tucunaré, curubina y palometa real; eran, los dos, pescadores deportivos por lo que venían preparados con cañas de fibra de vidrio, carretes de doble freno marca “Shakespeare” y lo que consideraban más indispensable: camisetas de manga larga, bloqueador solar y repelente contra insectos. Dos ayudantes al mando de un alagoano de piel azucarada, eran la única tripulación, ese día y debían reportar la localización de la nave cada seis horas, razón por la cual Figueras –así se llamaba el capitán– se retiró, después de almorzar y fumarse un amasijo de tabaco negro que enrolló en una hoja seca de maporro, subió a cubierta, tomó el radioteléfono, dio dos o tres referencias geográficas y apenas pronunció las palabras “cambio y fuera” lo amordazaron y con una pistola en la sien lo obligaron a detener la marcha, anclar la embarcación y arrodillarse mientras los dos primos asesinaban a los dos ayudantes con cuchillo y al australiano de cuatro tiros en el pecho. La australiana fue amarrada a una cama y la rifaron, con un número de uno a diez, a ver quién la violaba primero; el Mellizo se negó a participar pero se cruzó de brazos, no quería generar ningún tipo de discordias hasta que no viera el cadáver de Jim Tsakarias flotando en el agua; contaban con que él iría a rescatar su costoso yate, cuyo radioteléfono pusieron en el modo que emite señales de auxilio. El Lagaña se hundió en el agua con una careta y un arpón e inmediatamente se sintió un golpe en el costado, el río escupió un hilo oleaginoso, con los visos del arco iris: el tanque de gasolina había quedado perforado. La esposa de El Lagaña ganó la rifa, desnudó a la australiana y le puso un chuzo en la garganta, se levantó las polleras y dejó al descubierto su sexo árido, de roca o cactus; trató de meterle la mano completa entre las piernas, a la extranjera y le quitó la mordaza para oírla gemir su miedo; “te me quedás como una estatua, hijueputica” le gritaba, como emitiendo graznidos y los primos miraban, con un morbo animal, esperando su turno. El Mellizo sabía que el radioteléfono comunicaba con el hotel y no con las autoridades, por eso consideraba que el plan era infalible; estaban preparados, además –aunque no hubo necesidad de hacerlo– para asesinar a cualquiera que llegara antes que el dueño, en su hidronave de viento. Faltaba sólo ultimar un detalle, el Mellizo sacó una bolsa plástica con veinte millones de pesos y le dijo al capitán: “Si usted nos ayuda, me comprometo a que sale vivo de aquí ¡esta es su paga!” el alagoano seguía arrodillado y levantó el pulgar en señal de aprobación, apenas lo dejaron hablar exclamó: “¡Por esa plata, yo hasta mato 181


a ese cabrón cara de verga!” y reiteró “soy el Capitán Figueras, a sus órdenes” y extendió la mano en señal de compromiso; a la media hora estaba tomando trago a la par con todos, metiendo cocaína a la par con todos, fumando bazuco a la par con todos y para involucrarlo más en el asunto, le dieron un turno para que él, también, se gozara a la mona ojiverde, que salió de su mínimo continente para tener emocionantes aventuras y conocer el resto del mundo. La australiana dejó de gritar, resignada a su suerte, vencida por un designio indigno de dios cuya permisividad con la violencia y la injusticia nunca entendió; al verla inerme y sin fuerzas, uno de los primos se bajó la pantaloneta y los calzoncillos, se le sentó en la cara y le insistió “chúpeme el culo, monita, saque la lengua y chúpeme el culo” al tiempo que le ponía la punta del cuchillo en el ombligo; la mujer, en un último esfuerzo, acercó más la cara, no le pareció para nada extraño que la muerte oliera a mierda, le agarró un testículo entre los dientes y se lo arrancó de un tirón; el grito espantó a las aves en la copas de los árboles, el primo cayó de rodillas, pero se reincorporó, ensangrentado, para hundir el puñal en el vientre de su atacante, se lanzó contra ella, con la rabia en el filo y El Lagaña trancó la chuzada, lo levantó, le tapó la boca y le ordenó tirarse al suelo; Jim Tsakarias venía en dirección a ellos, el Mellizo le hacía señas desde cubierta. El chipriota se acercó con desconfianza –era su naturaleza– el Capitán Figueras le alcanzó una vara de palo para que arrimara la embarcación, mientras le decía: “Algo nos golpeó por debajo, se vació el tanque de la gasolina” bastó el solo impulso de tomar el extremo de la vara para que El Lagaña lo inmovilizara, le lanzó, desde el techo, una inmensa atarraya hecha de púas, cosidas en cada cruce de los hilos, que lo dejaron imposibilitado para reaccionar y malherido porque al lanzarse al agua y tratar de zafarse, lo único que hizo fue enredarse más, en la malla-anzuelo-garra y sangrar profusamente. No era un sitio de pirañas, que hubieran dejado la red limpia en minutos, por lo que El Lagaña, llevado por la droga y con ganas de mostrar que estaba cumpliendo, con creces, el trabajo asignado, le metió una bala en el cráneo que le despedazó la nariz y la boca. “La escena era de vomitar las entrañas” le diría el Mellizo a Saskia, en esos términos, afectado, pues había perdido la costumbre de participar en las acciones criminales que llevaban, desde hace muchos años, contratando con terceros. A la media hora llegaron tres lanchas veloces, conducidas por ucranianos, venidos desde Zacambú y el Mellizo abordó la primera con el Capitán Figueras quien le ayudó a subir a la australiana, arropada entre sábanas ensangrentadas; los demás, se subieron a las otras dos lanchas y se toparon de frente con ocho ucranianos más que venían escondidos bajo unas lonas y que dispararon sus metralletas hasta matar al 182


Lagaña y a sus familiares; llenaron de gasolina el yate, le prendieron fuego y le abrieron una tronera en el fondo, con explosivos, para tener la certeza de que se hundiera. Por último, subieron el cadáver de Jim Tsakarias al ventilador flotante, lo amarraron al rotor y prendieron la turbina; mala idea porque la hélice alcanzó a succionar sólo medio cuerpo del chipriota y se trancó con las pesas de la atarraya, haciéndola girar fuera de su eje y disparando sangre en todas las direcciones; los ucranianos se quitaron las camisetas, se limpiaron la cara y aunque era de noche, también quitaron la sangre que cayó en la cubierta y los costados de las lanchas. Antes de arrancar le dispararon a los flotadores del ventilador y lo amarraron al yate para que se hundieran juntos. Llegaron a Zacambú entrada la medianoche. el Mellizo se quedaría una semana más mientras dejaba organizado el negocio que quedaría en manos de los ucranianos; se echó a dormir, no sin antes llamar a Oksana. Ella llegó desnuda y lista para satisfacer a su benefactor, pero al verla le dijo “vístete Oky” –así le decía, con cariño– “cuida a la australiana que llegó con nosotros” y se volteó para dormir, bajo una sábana limpia, con la que cubrió también su cabeza para evitar la arremetida de los insectos nocturnos. El cargo de Ministro de Guerra le llegó en un buen momento a mi General Padrenuestro; “ahora sí tengo el toro por las güevas” me decía y haciendo uso de su poder absoluto y reluciente sobre las fuerzas armadas y de policía, implementó –¡como si no lo hubiera hecho antes!– operativos sin preguntarle a nadie y menos al Presidente de la República, su jefe inmediato. Después del asesinato del candidato de la Alianza Comunera, la directora alterna del partido Guillermina Otúnez Neira tomó las banderas del líder caído y a las dos semanas de su proclama, como candidata a la primera magistratura del Estado, se disparó en las encuestas; a tres meses de las elecciones era la virtual ganadora y el pueblo, para presionarla a enfrentar a las mafias, gritaba en las calles: “¡Guillermina no es gallina! ¡Guillermina no es gallina! ¡Guillermina no es gallina! Ella –la primera mujer en llegar al cargo más alto de Cundinamarca– se aprendió de memoria el discurso de Jorge Beltrán y con eso tuvo para unir a su causa las grandes vertientes políticas y los votos de opinión. Su principal problema era la seguridad, la suya y la de su familia, por lo que redobló el esquema de escoltas de su predecesor. La campaña se hizo, estrictamente, en recintos cerrados y a través de los medios de comunicación, sin embargo una estratégica sincronía con el Ministerio de Guerra se impuso para evitar problemas que se pudieran, a la postre, lamentar. La candidata se reunió con mi General Padrenuestro y él no dejó pasar el hecho de que, desde que ella le habló, lo hizo con un tono de mando que no le pareció el adecuado; “le recuerdo señora candidata que usted no es todavía presidente de la nación y que, si yo 183


le ayudo, es porque la situación es delicada y no porque usted me lo esté pidiendo” fue lo primero que le dijo y lo subrayó con un carraspeo gutural interminable y un escupitajo que salió por la ventana y se alojó, justo, entre una maceta de novios enanos. “Yo le tengo la solución a sus problemas, pero le toca morderse la lengua, alinear a los herederos políticos de Beltrán, para que no salgan a desautorizarla y afinar diplomacias con los Estados Unidos, de lo contrario vaya haciendo los arreglos de su funeral” le fue advirtiendo, sin cortapisas, mi General Padrenuestro. La candidata se deshizo en llanto y exclamó: “¡General, soy toda oídos!” Durante las siguientes dos horas, el Ministro gesticuló, fumó, carraspeó, escupió, miró al horizonte y le expuso a Guillermina Otúnez las dificultades para garantizar su protección; le detalló, para el efecto, los ingentes esfuerzos que se hicieron en Soacha; lo infructuoso que fue evitar el magnicidio de su predecesor y en resumidas cuentas, le explicó cómo llegar a la presidencia de Cundinamarca y no morir en el intento; cuestión, ésta, que delineó la política en que se basó su gobierno: “Usted, señora candidata, sale mañana frente a los medios de comunicación y dice que para poner en alto y hacer públicos los ideales de Alianza Comunera se debe modernizar la Constitución de Cundinamarca y que será un proceso con la participación del pueblo. Debe ser muy explícita en decir, entonces, que el debate de la extradición queda abierto y esa posibilidad es, estimada candidata, su pasaje para llegar, sana y salva, a la Presidencia”. Le explicó, también, las múltiples ventajas de esa decisión: “Se diferencia de la figura de Beltrán, para que la gente deje de pensar en el facilismo de que usted lo único que hizo fue ponerse en sus zapatos. Sacrifica algunas cifras positivas en su imagen, es cierto, pero repuntarán, de inmediato, cuando sus electores entiendan que se necesita mucha verraquera para buscar un cambio de tal magnitud; le da un parte de tranquilidad a la delincuencia para que se relajen, para que retraigan sus afiladas uñas y así, los podamos perseguir con mayores posibilidades de éxito””. Guillermina Otúnez Neira, a quien le gustaba la idea de mantenerse con vida, comprendió que, desde antes de posesionarse, ya estaba en deuda con mi General Padrenuestro, razón por la cual, al despedirse, cambió el tono de su voz por uno neutral y algo zalamero. Salió de la Oseta en su caravana blindada, sin mirar atrás y puso en marcha, de acuerdo a lo recién escuchado, dos ideas que, además de salvarle el pellejo, le permitirían gobernar, sin mayores contratiempos: torcerle el brazo al pueblo para cambiar la Constitución a favor de la no-extradición y –para contrarrestar las reacciones externas– abrirle las piernas, en lo económico, a los Estados Unidos. Guillermina Otúnez era una mujer sensata y equilibrada, se rodeó de gente joven 184


porque la consideraba menos contaminada y más enérgica en el cumplimiento de sus metas. Aunque el discurso de la no-extradición le vino como anillo al dedo, prefirió distraer –hasta donde pudo– la plataforma de su campaña hacia otros temas: la seguridad democrática, la globalización, la política laboral y como siempre, en época de elecciones, al tiempo con los demás candidatos, sacaron a orear el tema de la paz. Invitó a los machacanes a acompañarla en las urnas, con todo y que se rumoraba, con posibilidades altas de certeza, que el Comando Machacán se estaba haciendo a un suculento pedazo del pastel narco-productor; no en vano, el monte era de ellos y esa era una soberanía que no estaban, sus militantes, dispuestos a entregar, arriesgar o feriar; al contrario, una de sus metas era la de ir absorbiendo a los demás grupos guerrilleros hasta lograr el suficiente poder para luchar de frente, contra la bola de nieve que se les venía encima: el paramilitarismo. Los observadores internacionales, que vinieron para los comicios, destacaron, como un factor político preponderante, que Cundinamarca cuenta con los movimientos al margen de la ley, como parte de la ecuación electoral y eso, es claramente una forma de legitimarlos y de poner en peligro el equilibrio democrático. El día de las elecciones, los narcotraficantes debieron pensar que el país era de ellos; a los herederos del Sangrón que se habían dividido los territorios, los laboratorios y las rutas se les vio fortalecidos; con cabecillas en cada ciudad y con un mandatario favorable, a la no-extradición, muchos de ellos se consideraron por encima de la ley y empezaron a actuar como tal, subestimando a mi General Padrenuestro quien les dio a entender –a la manera de una chupeta-ceboincentivo-señuelo– que su complicidad era comprable, al tiempo con su honestidad y su apostura de ministro insobornable. Pronto, empezarían a buscarlo y nos preparamos para engañarlos y para poner a los unos en contra de los otros, que es como, poco a poco, se fue tejiendo la guerra en contra de ellos. La única prevenida era Saskia quien tuvo la oportunidad de calibrar a mi General Padrenuestro y de darse cuenta de que, detrás de esa persona llena de vicios y vulnerable a los excesos, había un megalómano cuya felicidad más grande era el cumplimiento del deber; por eso buscó acercarse de formas más inteligentes –por no decir: sexuales– mientras los demás lo cortejaron como a “una meretriz en descuento” sin saber que estaban engordando al monstruo que se los comería vivos. Y hablando de herederos, a Guillermina Otúnez le tocó lidiar con los de Jorge Beltrán, quienes el día de su posesión como Presidente de la República estaban en primera fila, sacando pecho como si ellos la hubieran elegido. A sus espaldas y de frente, los llamaban “carroñeros” porque se alimentaron de las sobras de Alianza Comunera, hasta no dejar ni las moronas; pidieron ministerios, embajadas, direcciones de entidades descentralizadas, venias y 185


tapetes rojos; algunos se enriquecieron –después de vivir en una pobreza franciscana– y otros se creyeron poseedores, también, de las calidades del líder y eso, fue inaceptable para los cundinamarqueses. Más tarde que temprano, el descontento se vio en los comicios municipales y en la forma imperceptible en que fueron desapareciendo, pero para la Presidente Otúnez fueron un dolor de cabeza que le tocó aguantar callada y con una sonrisa que practicaba frente al espejo, a diario. Los carroñeros –pienso hoy– actuaban como si les hubieran sido otorgados títulos nobiliarios y eso les daba el derecho a estorbar, sin el más mínimo asomo de vergüenza. Con la primera magistratura del Estado en manos de una mujer, a mi General Padrenuestro no se le podía salir el machismo por ninguna parte, ni en su casa, ni en la Quinta de Nariño, cosa que le costaba trabajo pero que, de alguna manera, lo suavizó durante algún tiempo; aunque seguía pisando con su fuerza descomunal y adonde entraba se caían los floreros, se movían las porcelanas y se desajustaban las bisagras. Convirtió a la Oseta en un centro de comunicaciones y de informática, sin precedentes, con un poder de investigación del que no se disponía antes; capaz, por ejemplo, de chuzar teléfonos de forma inalámbrica y rastrear personas, vehículos y billetes, por satélite. Con la modernización tecnológica, mi General Padrenuestro –con la discreción del caso, o sea sin compartirlo con la Presidente Otúnez– dirigió esfuerzos de inteligencia para vigilar la embajada de los Estados Unidos; siempre tuvo la opinión de que esos gringos eran unos solapados, que con sus cuellos almidonados y sus buenas maneras los seguía animando un irrefrenable afán de conquista. Le parecía inadmisible que ningún gobierno les hubiera pedido, nunca, un registro pormenorizado de las personas asignadas a esa, específica, delegación diplomática, como se hacía con las demás; porque, con la excusa de hacer esfuerzos conjuntos para luchar contra el narcotráfico, Bogotá se llenó de agentes que usaban gafas oscuras hasta en las discotecas –perdón el cliché, pero era cierto– la mayor parte decían ser de la DBA independientemente de que se dedicaran a otras labores de espionaje o de infiltración político-económico-militar. Ser de la DBA abría más puertas que ser actor de televisión o tener tetas de silicona; además, eran una calaña de sinvergüenzas, de todas las raleas, que se querían comer a las putas sin pagarles, golpear a quienes se les atravesaran por el camino sin responder por las consecuencias, entrar a las fiestas privadas sin invitación, denigrar de cualquiera sin fundamento y mostrar sus armas en la más mínima querella, como signo de poder y para generar un temor que les diera información, la que fuera; porque hay que ver la cantidad de comerciantes, hombres de 186


negocios y empresarios, entre otros, serios y exitosos, que fueron tratados como delincuentes, con pruebas inocuas y fabricadas, mientras los hampones más reconocidos se tomaban fotos frente a la Casa Blanca, en los casinos de Las Vegas y con el Pato Donald, Mickey Mouse y Tribilín, en Disney World. “Nos están inflamando” dijo mi General Padrenuestro en un consejo de ministros. Nadie entendió; yo fue el único que supo, cuando me contó más tarde, que quiso decir “difamando” y el señalamiento era tan cierto como el fenómeno mismo: bastaba ver una serie de televisión sobre la lucha contra las drogas en Miami, en la que se mostraba a cundinamarqueses de la más baja estopa: transgresores de motosierra, chuzo y cadena al cinto, muecos, con bigotes maltrechos, enjutos, mal encarados y con la malaventuranza pintada en la cara, que eran –en efecto– los culpables de siempre, como la gangrena que pudría ese pipicito chiquito y mal circuncidado que es la Florida. El Embajador, míster Leland Harrisburg era un diplomático que sirvió, con distintos cargos, en las principales zonas de conflicto del planeta y se le distinguía por sus capacidades de negociador y sus dotes de Don Juan; era soltero y dejaba –de acuerdo a los rumores– una novia en cada puerto; le gustaba aparecer en las secciones sociales de los periódicos, jugaba al bridge y era filatelista. Mi General Padrenuestro se propuso encontrarle los fantasmas colgados en el clóset y puso en marcha la misión secreta de infiltrar a una empleada doméstica, en la casa de la embajada. La mujer tenía unos muslos como tenazas que, además de letales, eran torneados y con el color de la canela; los mostraba con una fingida cautela, pero emanaban un oleaje de feromonas que se infiltraba en todas las braguetas y abría todas las cerraduras. Tenía la confianza de mi General Padrenuestro porque, él, la había entrenado y la utilizó en esta misión, específicamente, porque había tenido amoríos con un agente encubierto norteamericano que le prometió –antes de partir– una casa en las planicies de Utah, un perro San Bernardo y tres hijos, por lo que conocía la idiosincrasia gringa: prepotente y vacía; cuando descubrió que, el hombre, le prometió lo mismo a otras mujeres, ni corta, ni perezosa, se le apareció en su apartamento desnuda, debajo de un abrigo azul de piel sintética y zapatos de punta plateados comprados en Sanandresito; lo sedujo, lo esposó a la cama –igual a como lo tenía acostumbrado– lo rodeó con sus piernas para que le metiera la lengua lo más hondo que pudiera, más allá del clítoris y entre gruñidos de felina herida, lo estranguló, le pintó una carita triste en el pecho y se marchó para siempre de Bogotá. A los dos días la atraparon cruzando la frontera con el Tolima en un bus transnacional y la metieron a la cárcel. Se habló de una sentencia de por vida y los medios de comunicación se interesaron con avidez por el suceso. Resultó ser que el 187


muerto, que fue reconocido como miembro de la DBA, era un personaje tan sombrío, tan dedicado a la tortura y al asesinato a sangre fría, tan drogadicto y degenerado, tan abusador y tan aprovechador de su estatus de agente secreto, que los Estados Unidos prefirió que soltaran a la chica, inventarse un equívoco y distraer la atención, de los medios de comunicación, lanzando la bomba noticiosa de que Michael Jackson estaba en Cundinamarca, haciendo una presentación para la primera comunión del hijo de un magnate de las comunicaciones y que, por esas seis horas de estadía en nuestro territorio, le pagaron ochenta millones de dólares. Se levantaron un negro que caminara de para atrás, lo blanquearon con decol y lo dejaron ver subiéndose, de lejos y a la carrera, en un avión ejecutivo que lo sacó del país. Para trabajar en la embajada y no causarle más estrés del necesario, le pusieron su mismo nombre: Roxana y a los pocos meses, el embajador Harrisburg ya le contaba cosas: de lo lindas que son las flores cundinamarquesas, de las veces que se lanzó en paracaídas, de su afortunada participación en la guerra del Vietnam y también le habló de las planicies de Utah, porque –sin dar nombres, obviamente– Roxana le contó cosas personales y compartió, con él, su infancia ordeñando vacas y su adolescencia ordeñando a hombres mayores que la buscaban para tener sexo. Se hizo pasar por una mujer presa de su belleza, de su culito respingado y de sus teticas, como las almojábanas de su tierra, donde aprendió a hacer confituras y dulces de panela con arequipe y anís. La cambiaron a un cuarto sola –porque dormía con Bártula, la cocinera– le doblaron el sueldo y le quitaron las responsabilidades de limpiar baños, trapear pisos y aspirar escaleras. Durante las recepciones, ella se paraba en la puerta con guantes blancos hasta los codos y daba la bienvenida en cinco idiomas. El Embajador la buscaba por las noches para conversar y poco a poco, le fue tomando cariño y lo más importante, confianza; le contó, por ejemplo, que se enamoró de una mujer de raza negra en Paramaribo, que conoció a Hemingway y que vio a Churchill, en Boston, saliendo de un delikatessen; que tuvo problemas, de joven, con el alcohol y que nunca se casó porque su gran amor, una canadiense de British Columbia, se marchó a vivir con un griego. Tuvo la paciencia de escucharle, a ella, las historias con sus hermanos, cuando hacían paseos al río, pescaban truchas, las medían y las devolvían al agua si eran de menos de quince centímetros. Le confesó a Harrisburg sus insatisfactorias relaciones homosexuales cuando llegó a Bogotá y las rarezas que le pedían los clientes, en los puteaderos donde había trabajado. Los domingos, mi General Padrenuestro la interrogaba y al cabo de un año, comprobó que el embajador Harrisburg era un hombre simple y cortés, a punto de pensionarse y que su estadía en 188


Cundinamarca era un último escalón de su carrera, en el que no arriesgaría su prestigio, ni tenía pensado ir más allá de disfrutar de la vida social, sibarita, que se merecía por haberle dedicado su vida a la diplomacia. No tenía contactos clandestinos con nadie, no intervenía en ninguna clase de reunión secreta, no guardaba armas propias en su casa, no se emborrachaba, no puteaba, no metía drogas y a las mujeres con que salía las dejaba en su casa sin bajarse del carro –ni los pantalones– sin hacer el más mínimo intento por seducirlas o besarlas o prometerles amor eterno, nada. Cuando mi General Padrenuestro no podía recibir a Roxana, los domingos, ella se ponía a conversar con Celina –eran compañeras de entrenamiento– y le hablaba de lo linda que era la casa de la embajada, lo lujosa; le describía las losas de los baños importadas de Hong Kong, los tapetes turcos, el papel de colgadura con diseños plateados y las vajillas con dibujos de perros de cola puntuda, hombres a caballo con escopetas, casacas vino tinto y breeches azules oscuros. Una tarde, le dijo que tenía miedo, que todo era demasiado bonito y tranquilo, que cuando uno ha tenido una vida tan pobre y atropellada, tanta comodidad es motivo de alarma. Celina le aconsejó salir de su zona de confort, no esperar ninguna iniciativa del Embajador y forzar la situación con insinuaciones sexuales más claras; sólo así lograría sacarle secretos más profundos, si es que los tenía. “La soledad y la timidez son un karma muy hijueputa, cualquiera agradece que se le empeloten de frente” siguió diciendo Celina y por otro lado, para que no se sintiera insegura, le aconsejó acostarse, también, con alguno de los marines de mayor rango; “si se enamora, te protegerá y si no, por lo menos, puede que mejores tu inglés” puntualizó, con cariño; por último, para garantizar que no fueran a descubrirla, le aconsejó no volver los domingos y contactarse con mi General Padrenuestro o con ella, de acuerdo con los protocolos de seguridad de la Oseta; las cosas podrían ponerse difíciles. La australiana se volvió pareja del Capitán Figueras –como era de imaginarse– pero se acostaba con ambos mellizos, les gemía con la misma intensidad y agradecimiento por haberle salvado la vida y porque sentía que el milagro de tener una segunda oportunidad, en este reino terrenal, se debía pagar con creces. Los ucranianos resultaron ser unos trabajadores recursivos, pero despelotados a la hora de organizarse, por eso vieron con buenos ojos que la australiana se hiciera cargo de la línea de producción de la cocaína; además –entre las ucranianas, lechosas y desabridas– ella era como un pedazo de cielo en Zacambú, con pantorrillas templadas, como las cuerdas de un arpa y muslos de surfista; tenía don de gentes, sabía tratar a los ucranianos que eran, en esencia, personas nobles que se dejaban mandar mientras los 189


trataran con justicia, de lo contrario eran como pirañas en un jacuzzi. El día en que Saskia llegó en un minijet privado –la pista fue, por fin, asfaltada y la cubrían después de cada despeje y aterrizaje con las hojas de una palma que permanecen verdes después de cortadas– quedó impresionada con el trabajo de los mellizos, los ucranianos, la australiana y el Capitán Figueras. La ranchería constaba de una casa cálida techada con zinc y cubierta con enredaderas de hojas grandes y flores amarillas, terrazas y ventanas con angeo, ventiladores en los cuartos principales, paredes blancas, baños amplios y cómodos y jaulas con pájaros fantásticos. El laboratorio era inmenso, las áreas delimitadas por colores y a los trabajadores les suministraban tapabocas y delantal plástico; le gustó que los generadores eléctricos fueron puestos bien lejos, para evitar su constante ruido, era suficiente con el zumbido universal de la selva que orada, con su inacabable siseo, cada poro de la piel. El zuco –para la producción de bazuco– pasaba a otro laboratorio más pequeño y mezclado con brea y alcohol-gasolina de caña de azúcar o querosene, se vendía sin más añadidos. Los ucranianos hicieron, ellos mismos, unas casas de fango sólido, con techo de una especie de guadua, medio anaranjada, que se da en la región; construyeron –bien al fondo– con la misma técnica pero reforzadas en ladrillo, unas barracas donde dormían los jornaleros que trabajaban a destajo y que llegaban con los ojos vendados, en avión y se devolvían igual, tres o cuatro semanas después, sin tener ni idea del sitio donde habían estado. La primera vez que volvió uno de esos jornaleros, a quien reconocieron de inmediato, se pusieron felices porque siempre supusieron que les disparaban en el aire y los botaban de los aviones, en pleno vuelo. Un cuarto de la ranchería, reforzado con concreto, era la armería y encima, por la misma entrada, el centro de comunicaciones; la antena era retráctil, por lo difícil que era camuflarla sin sacrificar la calidad de la recepción y el mirador se reforzó con vigas de metal, externas, pintadas de verde. Los seis ucranianos casados y con familia eran los únicos permitidos en ese sector y entre ellos, se repartían los turnos de guardia. Tenían el latifundio rodeado con foto-sensores de onda radial y alambrado eléctrico; siempre, en las noches se disparaba alguna señal de alarma y resultaban ser animales electrocutados; sin embargo, se obligaron, en todas las circunstancias, a ir hasta el sitio a chequear, con el objetivo de no darle gavela a la confianza y para mantenerse alertas y despiertos; las dos o tres veces que encontraron personas malheridas o “perdidas” las asesinaron sin mayores excusas; tenían la política de “dispare antes, pregunte después”. El día del comité ejecutivo convocado por ella misma, la australiana se recogió el pelo y se vistió con una blusa de lino blanco y unos bluyines forrados de marca –la mayoría de 190


los pilotos, vendían en cada aeropuerto clandestino artículos finísimos a precios exorbitantes–; aunque intimidada por la presencia de Saskia, habló de expansión, de poner a competir por precio a los distribuidores de la hoja de coca y de construir una piscina; el Mellizo y el Capitán Figueras presentes, estaban conformes con lo que ella decía, mientras la blusa se le siguiera pegando al cuerpo por la insoportable humedad; Saskia, en cambio, saltó como una pantera, manoteó sobre la mesa y de un grito dejó a sus interlocutores blancos como un papel; los guardaespaldas, afuera con mini-uzis, se alcanzaron a voltear; la tensión aumentó en un segundo y lo único que se vio fueron los ojos desorbitados de la alemana vomitando improperios, por esa boquita chiquita y pintada de un rosa pálido; miraba de frente al Mellizo y le decía, palabras más, palabras menos, que era inconcebible que su imperio, en una de las partes cruciales del proceso, estuviera a cargo de una pareja de advenedizos que debieron ser asesinados al tiempo con Jim Tsakarias y que si le quedaba grande la responsabilidad, pues que ella misma conseguiría a alguien con suficientes cojones para no dejarse seducir de una monita culipronta, con ínfulas de matrona de puteadero. ¿Quién la entendía? Un día estaba contenta y satisfecha y al otro día se salía de los chiros; su ataque de ira hubiera sido creíble si no es porque llevaba una semana en Zacambú alabando la efectividad de la operación. El Mellizo consideró que había llegado el momento de ponerle un “tate quieto” a su socia para frenar sus cambios de humor tan sucesivos; se levantó, tomó aire y se retiró; se alzó con el minijet y los guardaespaldas, se le llevó la ropa y dejó a Saskia tirada en la mitad de la selva, con sus tacones altos y un maletincito con un brassier, cuatro cucos y un repelente para los mosquitos. Ella quintuplicó su furia pero se dio cuenta de que sus rabietas, en la mitad del Amazonas, se ahogaban entre el marasmo de la naturaleza y se reducían al acto de animalidad pura que, verdaderamente, eran. Esa noche, sin el Mellizo y en estado de indefensión, le hizo falta su ración diaria de sexo, fue a la cocina, desgranó una mazorca, puso la tuza en agua caliente para suavizarla y presionándola, con suavidad, entre la vagina, se quedó dormida y se soñó en Babilonia, fastidiada por una repentina escasez de semen que dejó la ciudad regada de falos marchitos. Al otro día, se levantó como nueva, salió a caminar y vio a la australiana dando órdenes y organizando a las mujeres ucranianas; notó que lo hacía con propiedad y de manera amable, pero sin perder su voz de mando. “¿Quién dijo que por vivir entre narcotraficantes y drogadictos, entre la sangre y las armas, tenemos que tratarnos a los putazos?” le preguntó la australiana al Mellizo, con su español chapuceado, una noche de rumba en Leticia, cuando lo vio bufando como una bestia y lastimando, con el cañón de su pistola, a una adolescente que no le abría las piernas. Ella tenía claro que se debía humanizar el ambiente, por lo menos, 191


alrededor y al interior del laboratorio y así se lo hizo saber a Saskia cuando, a regañadientes, las sentaron a almorzar juntas, bajo unas palmas con hojas como techos, que amainaban el calor y sonaban como olas de brisa. El argumento era muy sencillo, entre más se consolidaran como una familia, más fidelidad y protección recibirían de los ucranianos por lo que también, en un tono empresarial, le dijo a Saskia: “Mi meta es que, cualquiera que trabaje con nosotras, no sienta que le pueden dar, inadvertidamente, una cuchillada por la espalda”. Sabía de antemano que utilizar la palabra “nosotras” debía disparar algo en ella, molestia o solidaridad, no sabía cuál; pero, Saskia lo tomó como se estaba acostumbrando a tomar todo: “¡Esta vieja se quiere acostar conmigo!” pensó; pidió una botella de whisky, dos vasos y conversando, temas más mundanos, se pasó la tarde esperando la oportunidad de meterle los dedos a esa humedad, guardada entre sus muslos, que se le antojaba densa y combustible como el sudor de sus axilas depiladas; le dijo, de frente, que quería culeársela, que quería montarla por detrás y halarle el pelo como a una potranca salvaje; eso hicieron: durante los días siguiente, ninguna de las tres salió del cuarto, ni ella, ni la australiana, ni la tuza de mazorca. Saskia necesitaba estar feliz del cuerpo, para que su alma y su mente vieran las cosas de forma positiva; le tocó reconocer el acierto del Mellizo en confiar la operación de Zacambú a una pareja, cuyo desempeño era productivo y al parecer ¿quién lo creyera? realizado dentro de unos márgenes, fehacientes, de honradez. Desayunando jugo de piña con vodka, pidió un gramo de cocaína y se lo trajeron sobre un espejo limpio, acompañado de un filo para picarla, una cucharita y un billete de cien dólares enrollado en forma de pitillo, ya fuera que se la quisiera meter cuchareada o por líneas. Mandó llamar a su amante y al Capitán Figueras para ofrecerles droga; la pareja se miró, dejaron el espejo a un lado y la australiana se animó a decirle: “Los que trabajamos aquí no metemos la droga, no lo permitimos, nos da pena pero está prohibido”. Saskia le puso un dedo en la boca, con cariño –aún seguía deseosa de sus babas y de su lengua– y acto seguido, botó la cocaína al piso; aunque le hubiera encantado un pericazo en ese instante tuvo, por lo menos, la voluntad para rechazarla, no quería ser ella la que diera mal ejemplo y de paso, aprovechó para pedirles disculpas por su gritería irrespetuosa durante la reunión anterior. El lunes siguiente, llegó el Mellizo para asistir al comité ejecutivo que quedó interrumpida; notó que la australiana estaba aún más hermosa –se veía como un ramo de claveles sabaneros–. Su piel había tomado un tono carmín y los vellos de los brazos se le veían erizados y magnéticos. Saskia estaba igual, pero pasó desapercibida para el Mellizo, de quien empezaba a distanciarse a 192


cuentagotas. Durante la reunión se discutieron dos ideas que harían crecer el negocio, aún más, pero no fueron aprobadas hasta que se hicieran algunas pruebas “y estudios de factibilidad” dijo Saskia, cuando en realidad lo único que le rondaba la cabeza era meter a la cama al Capitán Figueras; bastaba, para desearlo, que estuviera a la mano, que le provocara rasgar su piel color dorado atlántico y que fuera su subalterno. Al otro día, improvisaron una especie de sesión solemne, se reunió al personal en el comedor y Saskia apoderó –delante de todos– a la australiana y al Capitán Figueras, como los jefes y responsables de toda la operación; el Mellizo hinchó el pecho y los ucranianos aplaudieron y gritaron consignas, incomprensibles, de felicidad. A puerta cerrada, con las maletas hechas, antes de partir acordaron otro comité ejecutivo, a seis meses vista, para ver los resultados de lo decidido la víspera; se tomaron unos tragos, almorzaron y para la siesta Saskia y el Capitán Figueras entraron juntos a la habitación principal y la australiana y el Mellizo entraron a otra, la de atrás, con vista a una improvisada cancha de fútbol donde iría la piscina. El Mellizo no aguantaba más la erección reprimida que tenía entre los bluyines, desde antes del almuerzo y la expuso en su máxima extensión, botado sobre la cama; la australiana la tomó entre sus manos y mientras la acariciaba de arriba abajo, le preguntó: “¿Por qué no mataste al Capitán Figueras después de que te ayudó a subirme a la lancha rápida? Pensé que lo ibas a hacer” preguntó y la cara de extrañeza, en el rostro de él, la obligó a corregir “no me malinterpretes, me he acercado mucho a él y me parece grandioso que esté vivo; pero cuando veníamos para acá y yo estaba inmóvil, medio muerta en esa lancha llena de sangre y pedazos picados de cuerpo, me acuerdo que me quedé esperando el tiro de gracia en su cabeza y su caída al agua …” no terminó la frase pero se quedó atenta, esperando una respuesta; escupió en la punta de su pene para lubricarlo y masturbarlo mejor y el Mellizo, sin ninguna turbación, dijo: “Lo pensé, es cierto, pero por el camino se me olvidó matarlo”. Nunca había vomitado tanto; yo me sentía experimentado en aguantar escenas criminales: cadáveres mutilados, fosas comunes, cuerpos o partes de cuerpos humanos disolviéndose en ácido y drogadictos hacinados en baños sin agua, por dar sólo unos ejemplos, pero cuando mi General Padrenuestro me pidió un reporte de la situación carcelaria en Cundinamarca, mi estómago no fue capaz de sobreponerse al grado de porquería en el que personas, de carne y hueso, se acostumbran a vivir; en un ambiente que, se supone, debería propender por la dignidad y facilitar algún grado de rehabilitación. En los baños siempre hay fila y algunos reos se han ganado el derecho exclusivo de vender, en esas filas, elementos para la higiene personal e íntima; a los más urgidos les proveen –por precios absurdos– bolsas para la basura y botellas 193


vacías, para que hagan del cuerpo, ahí mismo, delante de los demás y puede suceder que, por un menor precio, se facilite una bolsa usada –por otros– a alguien con el mismo apremio. Por plata, la policía otorga derechos y protección; por plata, los presidiarios más pobres venden su cuerpo o asesinan a los compañeros de pabellón, por contrato o para robarlos; por plata, nuestras cárceles son un comercio de pornografía, droga, armas y prostitutas; éstas últimas entran, con anuencia de las autoridades penitenciarias –quienes cobran un porcentaje de las ganancias– para satisfacer a cuantos hombres alcancen a pagarles; les cobran también a los que quieren mirar y hacen descuentos por excitar a hombres que se masturban en grupo. Para dar un ejemplo de la degradación sexual que se vive en las celdas, me contaron que a los primíparos –por regla general– los violan la primera noche, los exhiben en una tarima, los obligan a desnudarse y los subastan. Si alguno reclama, los mismos carceleros les dicen siempre la misma frase lapidaria: “¡Pone plata o pone culo, así es la cosa!” En las cárceles de mujeres la situación era igual, pero mucho más chocante constatar que ellas son capaces de incitar la misma degradación y violencia, con un agravante: por el pago de una mensualidad que debía ser bastante onerosa, a muchas de ellas les estaba permitido entrar, de forma temporal o permanente a sus hijos pequeños quienes –por supuesto– crecían pensando en la cárcel como su primer hogar. “Es una tristeza” le dije a mi General Padrenuestro “que no seamos capaces, de proveer cierta calidad de vida entre la comunidad carcelaria” me calló de un zarpazo y exclamó: “No se me ablande, Lugarte. Si mete marranos en un palacio, éste se volverá una marranera y si mete príncipes en una cárcel bogotana, éstos se volverán marranos”. Levantó la ceja derecha y me miró de manera condescendiente para, antes de despedirme, agradecer mi buena voluntad y contarme que me llevaría –al día siguiente– a la Quinta de Nariño, donde almorzaríamos con Massimo Chafotti y Lando Boccini, los artífices de la lucha frontal que los italianos libraron y ganaron, contra la mafia siciliana y la camorra napolitana; habían estado en Bogotá, antes, como asesores en seguridad carcelaria y dando conferencias sobre sus innumerables proezas. Lo único que recuerdo bien es que mi General Padrenuestro alegaba, las veces que los escuchó, que se sentía perdiendo el tiempo porque poco tenían qué enseñarle y que no se cansaba de llamarlos “Nalgoni y Caradeverguini” en privado. ¡Qué lugar tan desapacible, la Quinta de Nariño! Tan incómodo, tan de cuello blanco y a la vez tan descuidado; muebles del estilo de algún Luis amanerado y en las esquinas canecas de plástico verde, pupitres y archiveros metálicos en la mitad de los corredores, frente a cuadros de Arce y Ceballos; y lo que más me llamó la atención, una 194


jauría de perros chiquitos, esponjosos y chillones que tenían socavadas las macetas y cagados los tapetes; tal vez por eso se sentía, en los rincones, un olor a creolina, de la misma con que desinfectan las barracas. Está bien que Guillermina Otúnez era de provincia, de por los lados de Tibacuy, pero el buen gusto para un Presidente de la República era algo que se podía comprar; asesores en los campos de la decoración y la combinación de colores, pululaban entre la corte de asexuados y políglotas que gravitaban en los cocteles y kermeses que se llevaban a cabo en Palacio. El marido de Guillermina era una persona insustancial que se presentaba como Marcelo de Otúnez “pero me pueden decir Muma” agregaba, con tono simpaticón; hacía chistes como “me hubiera ido mejor casado con Margaret Thatcher” o “sólo soy Primera Dama en la intimidad de nuestra habitación”; era de gestos y vestir ramplón, usaba colonias dulzarronas y vestidos de dril claro, con zapatos blancos, como si viviéramos a orillas del río Magdalena. Le arreglaban, pulían y brillaban las uñas a la hora del desayuno y a veces, se delineaba ligeramente, muy ligeramente, las pestañas; se enorgullecía de las alabanzas que los invitados le hacían a la comida, porque él, desde el primer día, se hizo cargo de la cocina. Contrató los chefs y el personal, pasaba horas diseñando los menús y ese esfuerzo se convirtió en una pantalla para ocultar su atracción por las muchachas con uniforme: meseras, ayudantes de cocina, mucamas, aseadoras, cualquier coimita indefensa y barata, con cofia y delantal, lo excitaban hasta el paroxismo; las asaltaba en los corredores, en las áreas de servicio y sin preguntar, les subía la falda, les bajaba los calzones y les sacaba las teticas por un placer instantáneo, mínimo y afanado, que la mayoría de las veces lo metía en problemas con su mujer, pero que ella se acostumbró a solucionar, a la par con sus responsabilidades como Jefe de Estado. Muma era, por múltiples razones, motivo de vergüenza general, pero los medios de comunicación lo calificaron como excéntrico y de ahí en adelante, los cundinamarqueses le aguantamos sus frivolidades, salvo mi General Padrenuestro quien, cada vez que podía le escupía la flema amarilla y turbia producida por sus carraspeos, en los zapatos. El almuerzo con los distinguidos italianos –desde mi punto de vista– estuvo animado, pero mi General Padrenuestro se fastidiaba mucho en ambientes tan delicados, con tanta pompa y etiqueta; estaban también el embajador de Italia y su señora, una Claudia Cardinale decadente que miraba, sin parpadear, a través de las varias y evidentes cirugías en los ojos y el Ministro de Corrección, Equidad y Justicia, doctor Ildefonso de Mier Dávila y su secretaria privada. La Señora Presidente se explayó en las palabras de bienvenida, nos recibieron con vino blanco –francés, craso error– y cuando pasamos a la mesa el Ministro de Mier expuso, como un hecho cierto y en marcha, la nueva organización carcelaria del país: lo único que se escuchó, 195


mientras los demás comíamos, fue: bla, bla, bla, blablá, blablá y a lo último “… y una cárcel de máxima seguridad para los narcotraficantes más peligrosos y con los juzgados a cargo de sus casos en el mismo edificio o en la cercanía, para evitar los problemas de traslado de los reos”. “¿Usted qué opina, Señor Ministro?” preguntó la Señora Presidente, dirigiendo la mirada a mi General Padrenuestro, a lo cual él contestó: “Si me hubiera consultado, con anticipación, le hubiera contestado lo que pienso; a estas alturas sólo puedo decirle: estoy para servirle, Señora Presidente”. Se paró, taconeó, hizo el saludo militar y se retiró como buen subalterno; yo salí corriendo detrás de él, como un perrito faldero y una vez en el carro sentí, desde el asiento de adelante, el bufeo que le producían la rabia y las ganas de estrangular a alguien, en este caso al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia quien, seguro, era un vendido y un corrupto; lo digo, porque quienes desarrollaron acciones a espaldas de mi General Padrenuestro, la mayoría de las veces lo fueron. “Lugarte, averígüeme lo que sea sobre ese comemierdas” me pidió cuando llegamos a la Oseta. Andulima era mía de lunes a sábado; los domingos desaparecía con mil excusas, daba pocas explicaciones, tomaba buses en varias direcciones y pedía demasiadas disculpas; se volvía otra, menos cariñosa, obnubilada por alguna situación que no podía controlar; yo le decía siempre lo mismo, que confiara, que yo no la juzgaría por nada ni ante nada, que éramos los dos contra el mundo. Ella me miraba con sus ojos blandos, su sonrisa a medio abrir y su falda a cuadros, me pedía cerrar los ojos y se escondía detrás mío; yo fingía no verla, hasta que me abrazaba y con su solo aliento, su solo suspiro, me metía entre sus pulmones y me llevaba a cada extremo de su cuerpo, para cargarme con ella adonde fuera que ella iba; tomaba el bus y corría, rápido, hacia la ventana de atrás para verme partir. “El que se queda, también se va” me decía y me prometía versos, estampitas de chocolatinas y silencios bajo la luz de la luna, pero yo –¡cómo fui de guevón!– le preguntaba “¿dime a dónde es que vas los domingos?” y ella se molestaba porque no estaba preparada para decírmelo o pensaba que yo no estaba preparado para escucharlo; aunque conocía su exacto destino, era importante oírlo de sus labios, conocer las razones del misterio, saber a quién visitaba y de qué se trataba ese pedazo de vida que me estaba ocultando. La urgencia de obtener respuestas era con el objetivo de poder evitar que Blas tomara cartas en el asunto, porque no demoraría en seguirla por su cuenta, si no lo había hecho todavía. No se me ocurrió qué hacer o me demoré mucho pensando qué hacer. Blas me cogió corto, delante de mi General Padrenuestro y me invitó a que la siguiéramos entre los dos; me quedé callado –algo se me ocurriría– pero nada se me ocurrió. Al siguiente domingo, mi complicidad 196


con Blas me hizo sentir que estaba violando esa línea imaginaria entre los espacios de Andulima y los míos; la dejé en el bus y apenas volteó la esquina, apareció Blas en un Renault 4 y nos fuimos detrás, hablando poco, porque Blas era un hombre circunspecto que nunca reía ni hablaba más de la cuenta; me preguntó que si ya la había desflorado; le respondí de manera afirmativa y comentó que eso era muy bueno “las mujeres enamoradas cometen muchos errores” fue que me dijo, con el tono de un experto calificado. Andulima se bajó en Chapinero, compró un paquetico de habas tostadas, caminó una cuadra y en la Avenida Caracas pensé que iba a tomar un bus en sentido contrario pero se devolvió, se paró frente a nuestro carro y se nos quedó mirando a los ojos; nos comentó algo así, sarcástico, como: “Espero que ustedes no sean los agentes secretos más eficaces de la Oseta” se rio con desparpajo y nos invitó a ver una película. Fuimos caminando hasta el Radio City, un teatro que estaba en franca decadencia y vimos Ballena Asesina. Blas nunca había ido a cine y por primera vez, lo vi nervioso: el haz de luz en la oscuridad, las imágenes nítidas frente a él y la trama sangrienta con personajes armados y duros, como él, le fascinaron, lo tuvieron estático y sin moverse por hora y media. Mientras tanto, yo estaba recibiendo el trato de la indignación: Andulima no dejó ni que le cogiera la mano. Al salir, Blas volvió al carro y se fue; nos dejó a nuestra suerte y con mucho que discutir, con la obligación de poner sobre la mesa la sinceridad que –se supone– son los pilares fundamentales de una relación amorosa. Le conté las razones por las cuales Blas consideraba que ella podía ser un problema de seguridad. “Él te había seguido antes” le mentí y proseguí “hasta una casa cerca a la de mi General Padrenuestro”. Ella empalideció, no sabía que estuviéramos tan cerca a la realidad; antes de dejarla hablar, lo último que le dije fue “pero eso no es grave, lo que genera sospecha es la cantidad de vueltas que das para llegar allá” insistí en eso, en la razón de ocultar su destino dominical y aproveché para contarle que el hombre, con el que fue a pedir trabajo, era un merodeador y que lo teníamos fichado. “Es mi hermano” musitó llorosa “los dos le debemos mucho a Reina, la dueña de esa casa” agregó y fue ahí que, entre sollozos, me aseveró que no quería poner en peligro lo nuestro, ni su trabajo y que, la mentada señora, la salvó, junto con su hermano, de haber sido enrolados en la guerrilla, porque el frente Polanco Chicha, de las Milicias Armadas Revolucionarias, se los quería llevar al monte y quedarse con la finquita que cuidaban, en Sasaima; pero “¡cómo es mi dios de milagroso!” exclamó y me aclaró que Reina llegó un día, en un taxi y los sacó de allá “qué se metan la finca por el culo” gritó y dejó la propiedad botada, sin importarle, pues es una mujer acomodada. “Andulima” le dije, con cariño “conmovedor lo que me cuentas pero, la verdad, no explica la necesidad de 197


mantener el asunto en secreto” ella, después de fingir un ataque de tos, se molestó y me reprochó que yo no la dejaba terminar su historia; tosió otro poquito y prosiguió: “Para qué, pero la señora Reina me cogió cariño” y me reveló que, por eso, no la puso a putear, como a las demás mujeres que viven con ella y que le permitió salir, a trabajar, para que se contaminara lo menos posible del ambiente promiscuo de la casa y concluyó: “Por eso el misterio, mi amor lindo, no quería que me pillaran entrando a una casa de citas y que fueran a pensar mal de mí”. Esa parte me la dijo llorando, se calmó un poco y con voz lastimera, reiteró: “Nadie puede saber, mi lindo ¿me lo prometes?” preguntó, ahogada y conmovido se lo prometí. Se extendió en detalles de su pasado y de su vida, para que el contexto la ayudara a justificarse –supongo– puntualizó en su vida de huérfana, en cómo perdió a sus padres y sobre la tristeza cotidiana de los albergues infantiles. Tuvimos la conversación en una cafetería mal iluminada y con mesas afuera –cosa muy rara en Bogotá, por el viento frío que baja de las montañas– donde tomamos tinto y compartimos un pastel de yuca; entre otras cosas, reconoció que su hermano era un mirón y lo tachó de metido e interesado en los asuntos de otros, pero lo describió como “inofensivo y buena papa” y por supuesto: yo me lo creí. Tomando el bus de vuelta, en la Avenida Caracas, sentí que esa confesión me acercaba a ella, por eso estaba tranquilo; “corazón hermoso, esta noche me quedo –dudó unos segundos– en la Bombonera, así se llama el burdel. ¿Tú me haces el favor de decirle a Celina que llego, a primera hora, mañana?” preguntó y yo le respondí que “sí” que “¡claro!” que “¿cómo no?” Nos separamos al bajar del bus, la despedida fue un poco cortante –era bastante lo que debíamos asimilar– pero reconfortante porque hablar con la verdad es como tomarse un reconstituyente balsámico. Llegué a la casa de mi General Padrenuestro, entré por el patio y me estuve un rato jugando con Martina –“ya era compañía” como dicen– hablaba hasta por los codos y tenía sus propias opiniones sobre todas las cosas, estaba estrenando un triciclo y ponía a los soldados a cuidárselo; vi a Celina un par de minutos, le comenté lo de Andulima y me fui a dormir. Yo no vivía todavía en la casa, pero había cinco o seis camarotes para la guardia y los escoltas; encontré uno libre y por eso, me quedé esa noche. La llegada de Andulima a la casa de Reina fue un poco más atropellada; los reunió a ella y a Mauro, habló en voz baja y les contó, sobre la marcha, los pormenores de lo que se había inventado para sacudirse de mis pesquisas. No omitió detalle y el relato se los hizo de la misma forma actuada y contundente con que me lo hizo a mí; Reina la felicitó por su oportuna ocurrencia y al otro día se levantó, con renovados bríos, a asumir un nuevo reto: montar un puteadero, en su propia casa y ponerle de nombre: La Bombonera.

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Reina engordaba, el recuerdo de su belleza física era, todavía, una espina latente, se sobreponía a esa amargura disfrutando de los placeres de la comida y de la cercanía de aquellas personas a las que el dinero podía comprar; se consiguió, por ejemplo, un psiquiatra, diplomado en Trinidad y Tobago, quien le recetaba lo que ella le señalara en el vademécum, actualizado, que mantenía en su mesita de noche. Planear la venganza contra mi General Padrenuestro “estaba bien” pensaba; era un propósito para seguir adelante con las cargas de la vida, pero tenía el problema de que la espera –que podía llevar años– de la oportunidad para llevarla a cabo, producía una inaguantable ansiedad; por eso, contando con el arsenal de psicofármacos que consumía, la experiencia de volverse la matrona de un burdel, con clase y para la gente pudiente, fue un incentivo que le cambió la existencia. ¿Cómo no lo había pensado, antes? Tendría su propio jet set, personal. Estaba feliz, radiante, sacó ideas de las revistas de moda, las fusiló a su manera y las puso a funcionar, teniendo buen cuidado de aparentar que el sitio llevaba, por lo menos, dos años de funcionamiento. Estaba agradecida con Andulima por la ocurrencia, pero sentía que se le estaba saliendo de las manos, que ella estaba tomando vuelo propio y que podría poner en peligro sus planes; procuró no preocuparse más de la cuenta, al respecto, pero se mantuvo vigilante; de todas maneras Mauro le haría saber sobre cualquier extrañeza en el comportamiento de su hermana y con más entusiasmo, desde que lo puso a cargo de ayudarla a escoger y contratar las chicas que atenderían el negocio. Hizo un shower de cosas de burdel y sus amigos peluqueros, fisio-culturistas y actores de teatro la llenaron de artefactos para lubricar, intensificar, facilitar, demorar y hacer más divertido el amor. Los invitados le alabaron la decoración; en vez de hacer diferentes cuartos temáticos, como pensó al principio, Reina prefirió darle a la decoración general un estilo árabe: tapetes rojos, cojines con visos dorados, colchas con arabescos y potpurrí con los olores de las especias más afrodisíacas de la antigua Persia. Casi que, al tiempo, le tocó montar una escuela de danza del vientre porque las chicas que decían practicarla, simplemente, se clavaban una fantasía brillante en el ombligo y movían las caderas, pero no el estómago. Trató de que la obra no se demorara demasiado, limitó las refacciones a dos calentadores que añadió a la tubería del agua caliente y creó distintas salas de recibo para tratar, al máximo, de proteger el anonimato de la clientela. Inspirada en las prostitutas florentinas, le hubiera gustado que sus chicas gozaran de alguna estatura intelectual, pero la mayoría, a duras penas, sabían leer y escribir; tenían, eso sí, una cultura de telenovela que les permitía hablar sin descanso sobre los galanes de la televisión y las devoradoras de hombres que nos traían, por esas épocas, las producciones méxico-californianas, bastante mal traducidas al español –por cierto–. 199


Reina se inventó una supuesta re-inauguración privada y como se trataba de un servicio para la alta sociedad, el nombre: la Bombonera, fue puesto, pequeñito, en letras doradas sobre la madera oscura de la puerta. La publicidad corrió por cuenta de las chicas que se pararon en distintas esquinas de Bogotá y le entregaron tarjetas, a los taxistas, para que fueran conociendo el lugar y llevando clientes a cambio de sustanciosas propinas. Lo demás era poner avisitos discretos en los periódicos: “¡Melcochas, chocolates, caramelos, colombinas! Variados sabores de chicas, en la Bombonera. Tarjetas de crédito, shows en vivo y parqueadero vigilado”. Regaron el cuento de que el burdel pertenecía a una dama de la alta sociedad, que además era presentadora de televisión y promotora de eventos filantrópicos y con eso, tuvieron para arrancar con pie firme el negocio. Al principio, se trató de un comercio de piel y sensualidad, con un ambiente de “solaz entretención” –le gustaba pensar a Reina– pero, con el tiempo, se fue transformando en un rumbeadero en el que, por controlado que estuviera, se llenó de viciosos y delincuentes de cuello blanco y la no tan nueva, escoria de nuevos ricos –producto del narcotráfico– que podían, en una noche, consumir todo lo consumible y entregar tanto efectivo que muchas chicas pagaban su carrera, sus gastos y les alcanzaba para enviar a sus familias dinero para que vivieran bien en provincia. Bastaba administrar con cuidado “lo que mi dios les puso entre las piernas” como lo expresó Blas la mañana que, en una oficina de la Oseta, frente a mi General Padrenuestro, rendí cuentas de mis averiguaciones. Sobre los adelantos en Zacambú, se planeó una reunión en la mitad de la selva, pero debió realizarse en Bogotá porque Saskia acababa de hacerse una cirugía para aumentar el tamaño de sus senos y no quería exponerlos a las inclemencias tropicales. La australiana quedó impresionada con lo grandes que le quedaron, lo que se prestaba para un par de sarcasmos pero, salvo palabras de admiración y aliento, prefirió quedarse callada. El Capitán Figueras no asistió –alguien debía quedarse a cargo del laboratorio– y el Mellizo no se pudo concentrar, ni un minuto, en la conversación, pensando que, si jugaba bien sus cartas, podía tenerlas a las dos, al tiempo, esa misma noche; evitó, hasta donde pudo, una erección por debajo de la mesa, pero su animal a flor de piel fue más poderoso que los requerimiento de su mente y se disculpó para ir al baño. Cuando volvió, la australiana le dijo, con orgullo “te presento la Blue Kiev” y le pasó una papeleta de cocaína con un logotipo estampado: dos alas formando la letra K; al abrirla, la droga era un polvo de color azul: la tan esperada ventaja competitiva, planeada para irrumpir en el mercado con una fuerza sin precedentes. “¡Cocaína azul! ¡Ahora si no nos para ni el mismísimo putas!” exclamó el Mellizo, con Saskia picaron 200


varias líneas y se las metieron, primero por una fosa nasal y después por la otra, emocionados; la sensación era, en esencia, la misma, pero el color azul celeste y brillante hacía que la experiencia fuera –de alguna manera– diferente. Era un producto de altísima recordación, sin duda, llamado a crecer como el éxito comercial más famoso de la ilegalidad. Faltaba un último detalle que, un par de días después, surgió cuando le mostraron la cocaína azul, al otro Mellizo, la tarde en que lo relevaron de sus quince días en la cárcel. “Pongámosle mentol” manifestó cuando se la dieron a probar y la idea fue recibida con agrado por las dos mujeres. La semana siguiente fue el Capitán Figueras quien volvió de la selva con la perica mejorada y con cada aspiración, el mentol producía una mayor dilatación del tracto respiratorio, lo que hacía más explosiva, no sólo la experiencia, sino también la sensación al consumirla; sin embargo, acordaron comercializar la Blue Kiev sin ninguna modificación, salvo el tinte azul, inocuo, extraído de las pepitas minúsculas de una planta amazónica, la Rachiblorea Arbusta, reconocida por los lugareños como rachís –o rachiza– y la Blue Kiev Special, con mentol, más cara, en estado de prueba y en cantidades mínimas, no fuera a ser que no le gustara a los usuarios. “Los ucranianos se van a poner felices” dijo el Capitán Figueras –refiriéndose al hecho de que el nuevo producto llevara un nombre de sus afectos– y pasó al siguiente tema, el desarrollo de la segunda idea expuesta en la reunión anterior realizada en Zacambú: el negocio del bazuco. Se consideró que esta droga, por ser tan barata, era contraproducente seguirla transportando en avión, por lo que era mejor comercializarla a lo largo y ancho del Amazonas, utilizando lanchas rápidas, barcazas y canoas. El río era, además, la geografía que el Capitán conocía como la palma de su mano; tenía contactos en los puertos y en las áreas de las concesiones, llenas de egipcios, eritreos –y desde hacía unos años, etíopes– que seguían haciendo el trabajo pesado y eran como esponjas para meter vicio. Así se hizo y a dichas utilidades que, mal que bien, ascendían a una cantidad apreciable de cientos de miles de dólares, la llamaban la caja menor; con ésta se pagaban de sobra los gastos fijos del laboratorio, el remanente servía para seguir invirtiendo en el negocio y hacerle mejoras a las instalaciones. Varios meses después, la tarde en que inauguraron la piscina de Zacambú, todas las familias estaban allí y fue la oportunidad esperada por Saskia para mostrar las enormes siliconas que se puso; un trabajador, de los cundinamarqueses, de los que llegaron por recomendación de los mellizos, tomó más de la cuenta y le decía: “Doña Saskia, no se vaya a meter al agua que nos vacía la piscina”, “doña Saskia, no le dé por broncearse topless que nos descubren los satélites”, “doña Saskia, ¿dónde dejó a Rómulo y a 201


Remo?” repitió lo mismo como diez veces, sin descanso, dele, dele y dele que dele y cuando, ya jeteando, afirmó “a doña Saskia, le falta operarse el culo para equilibrar” ella le vació su nueve milímetros en la cabeza y enfrente de los niños; los desperdigados sesos volvieron roja la piscina y ordenó, de inmediato, que la llenaran de Rachís para que el agua se tornara azul –o al menos vino tinto– y todos se siguieran bañando, pero nadie lo hizo; se alzó de hombros y se fue a dormir la siesta, no sin antes llevarse al único par de ucranianos solteros a la cama. La mañana siguiente llegaron Yuri y Volodia; los recibieron con la deferencia reservada a los benefactores: les prepararon la comida de su tierra y les escucharon sus historias sobre el Caribe, los arcoíris de peces, debajo del agua y las olas de espuma amarilla y resplandeciente, que los conquistadores españoles creyeron, en un principio, que eran de oro; distinto al mar grisáceo frente a las costas de Crimea donde lo más animado es un banco de merluzas. Cometieron el error de hablar más de la cuenta y de criticar la forma, improvisada, como el Ruso estaba manejando la operación en Miami. Saskia –como ya se estableció– no hablaba su idioma y de haber conocido, en ese momento, las deficiencias de su socio Ruso, poco o nada hubiera hecho al respecto, por la sencilla razón de que era irremplazable: sólo él conocía los pormenores técnicos del oleoducto –se lo había inventado– y lo más importante, compartían la visión de que, más allá de ser la forma más creativa jamás utilizada para traficar droga, estaban metiendo una sonda entre el culo de los Estados Unidos, con supositorios dirigidos a corroer la energía medular de la sociedad: la gente joven. Tocaron el tema del Ruso –por supuesto– pero en Zacambú el interés de Saskia por hablar con Yuri y Volodia era el de estudiar las posibilidades de mejorar el oleoducto, de evitar lo más posible el desgaste de una tubería que estaba vieja y tener un plan B en caso de que fallara; algo así como ir construyendo uno más moderno, al lado o pasar uno más ancho por debajo del lecho marino o construir uno terrestre desde Tijuana o Monterrey hasta Sandiego; si bien es cierto que las tres ciudades eran de los Estados Unidos, las dos primeras lo eran “por adopción” –como ellos decían en sus discursos amistosos– la verdadera frontera en cuestiones de contrabando, tráfico de estupefacientes y trata de blancas seguía siendo el Río Grande, sus muros de contención y sus alambrados paralelos. Tal vez –y en eso no le faltaba razón a Saskia– porque los tiene sin cuidado que los nacionales de raíces centroamericanas o mexicanas, se friten los sesos a punta de droga; la realidad era –y sigue siendo– que los gringos le sumaron a la discriminación racial una más grave, de índole fronteriza, que los divide entre conquistados y conquistadores. Yuri y Volodia estaban encantados de tratar directamente con Saskia, cuando se empezó a poner confianzuda con ellos –a presumir sus nuevas tetas y rozarles las pantorrillas– le 202


confesaron que eran pareja, cosa que al cabo de dos botellas de whisky, más, se les empezó a notar a leguas, con griticos como de loros o chiribiquetes. Saskia les agradeció la franqueza con que le hablaron: construir un segundo oleoducto era una empresa imposible sin llamar la atención y tendría, salvo una pocas mejoras, el mismo riesgo del actual frente a sismos, huracanes o maremotos, con el peligro en ciernes que, de romperse en dos sitios a la vez, el ducto sería irrecuperable pues la profundidad de las aguas, en ese sector del Caribe, es, para cualquier efecto: infinita. La operación se había vuelto tan exitosa que, con la Blue Kiev en ciernes, Saskia mandó a construir una casa espectacular en Tortuga, la punta nororiental de la isla Gran Caimán; desde ahí estaba más cerca de la acción. Ella decía, por mamar gallo, que en un día despejado se veían las letrinas blanquecinas e inmensas, instaladas por los gringos, en Bahía de Cochinos. Se demoró un año y medio en la construcción de la casa y la inauguró una semana después de que los mellizos salieron de la cárcel; los dos se asombraron con la tecnología: radares conectados a computadores, de pantallas verdes, señalaban intromisiones terrestres, marítimas, aéreas o subacuáticas, con la novedad de que se podían distinguir los guardacostas norteamericanos de las demás naves. Las antenas podían hacerle seguimiento a transmisiones radiales, de onda corta, a quinientas millas a la redonda y descifrar el mensaje de, por lo menos, el cincuenta por ciento de las señales encriptadas. La casa era un fortaleza blindada con entrada secreta, por una caverna, para lanchas rápidas; “sólo nos falta tener una ojiva nuclear escondida, para aparecer en una película de James Bond” decía animosamente el Ruso quien –dicho sea de paso– con la caída del bloque soviético describía su labor, a quien lo quisiera escuchar, como si fuera la continuación de la Guerra Fría. Sus comentarios no eran muy bien recibidos por los mellizos, quienes no querían politizar el negocio, ni que hubiera filtraciones de información; pero era inútil hablar con él, porque se hacía el pendejo y respondía en una jeringonza que ni siquiera Yuri y Volodia entendían. Una cárcel de máxima seguridad para los capos de la droga fue tan buena idea que ellos mismos pusieron la plata para su construcción; se pensó, en un comienzo, hacerla en el perímetro urbano, pero hubo una reacción bastante agria por parte de la ciudadanía capitalina. Si existía el compromiso ineludible de no extraditar a los cundinamarqueses por crímenes cometidos en el extranjero, tenían que mostrarse los esfuerzos de la administración Otúnez por reforzar la infraestructura de la justicia y ¡qué mejor! que una penitenciaría inexpugnable “como Alcatraz o el Castillo de If” dijo la 203


Señora Presidente en la rueda de prensa, en la cual expuso la idea ante los medios de comunicación nacionales e internacionales. El tire y afloje con las alcaldías municipales que no querían la cercanía de un sitio de reclusión “de alta peligrosidad” según lo expresaron, fue muy fuerte y ante el afán por presentar resultados, se tomó un hotelcasino-resort en decadencia y se reformó para el efecto. Nació, entonces, la Cárcel del Peñón y donde solía el jet set bogotano pasar fines de semana y vacaciones, una década antes, se convirtió en un terraplén alambrado e inhóspito, con rejas de cinco metros, miradores artillados, paredes como murallas y un lago –otrora paraíso de esquiadores y practicantes de canotaje– al que se trasladaron comunidades enteras de cocodrilos con dientes afilados y pirañas asesinas. Las casas alrededor, lujosas alguna vez, se remodelaron para transformarlas en unas residencias más austeras y homogéneas donde quienes impartieran justicia podían vivir con comodidad, por lo menos, de lunes a viernes o cuando tuvieran responsabilidades procesales. El complejo habitacional debía tener las restricciones propias para que sus moradores permanecieran anónimos; porque parte del éxito, en Italia, para evitar el asesinato de los jueces fue el de mantenerlos a la mano, pero escondidos y protegidos –sin rostro– al igual que a sus esposas y a sus hijos. Las instalaciones se inauguraron con la presencia de los altos estamentos sociales, políticos y militares de Cundinamarca y con el traslado –esposados y amordazados– de delincuentes menores que mi General Padrenuestro pensaba reemplazar lo antes posible por capos de verdad, una vez los atrapara. Doña Guillermina Otúnez Neira, Presidente de la República Unitaria de Cundinamarca, echó, con vehemencia, un fuerte discurso contra el intervencionismo de las naciones más poderosas –sin especificar cuáles– en materia punitiva; alabó las virtudes de juzgar, nosotros mismos, a nuestros propios criminales; ofreció una copa de champaña y le pidió a Muma que cortara la cinta azul y roja que declaraba en funcionamiento el presidio. Mi General Padrenuestro trató, de manera infructuosa, que le dieran el manejo de las instituciones carcelarias del país, pero el Ministro de Corrección, Equidad y Justicia, de forma categórica y aireada, se negó. Parte de mis averiguaciones sobre este personaje lo señalaban como uno de los sobrinos consentidos del expresidente Cascarón y ese tipo de blasones aún pesaban, demasiado, para la repartición de puestos en el seno del poder ejecutivo; la rama de su ascendencia no era poseedora de riqueza significativa, pero éste siempre ha sido un país en el que bastan un par de apellidos bien puestos para presuponer currículo, patrimonio y principios morales extraordinarios en aquellos “ungidos por la rancia estirpe” –frase sacada de los estatutos del club campestre Camporrancio uno de los más exclusivos de la ciudad de Bogotá–. Mi General Padrenuestro no se preocupó por 204


el asunto porque hijos de papi o de mami, era lo que le había tocado lidiar y además tenía bajo la manga –con la ayuda de nuevos descubrimientos hechos por la Oseta– un mecanismo infalible para que los capos más buscados de Cundinamarca se entregaran sin tener que disparar un tiro, ni torcer un brazo, ni esperar un augurio. El nuevo aparato de inteligencia de la Oseta empezaba a rendir sus frutos; a la manera de J. Edgar Hoover, en Estados Unidos, mi General Padrenuestro se interesó por la vida privada de los dirigentes cundinamarqueses: parlamentarios, ministros, gobernadores, alcaldes, magistrados y sus familiares, allegados y amigos, quienes tenían una carpeta, en algún disco duro, con sus pecados y sus milagros. Terminamos poniendo dispositivos de audio o video en alcobas, baños, cuartos de hotel, oficinas, salones de conferencias, carros, confesionarios, cabinas telefónicas, aviones y –éxito total– en los hoyos de los campos de golf, que eran menos de diez, en el país; descubrimos más secretos en los micrófonos puestos en los agujeros de cada green que en los saunas de los moteles, por dar un ejemplo. La primera en caer fue la Iglesia, el Cardenal Poncio Carrillo, para nuestra sorpresa, pues tenía una cara y una barriga de Papá Noel que hubiera pasado por el tipo más buena papa del vecindario, era un pederasta consumado; con decir que mandó diseñar un púlpito donde cupiera un niño que le acariciara sus partes pudentas mientras, él, decía el sermón del domingo; o que, en la privacidad del altar de la Catedral Primada, por las noches, se rodeaba de niños empeloticos, como las esculturas de Verrocchio y Donatello, se acostaba en la piedra fría, se echaba vino en su cáliz erecto y les decía: “Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, sangre de la alianza nueva y eterna” y del mismo modo, acabada la cena, el Cardenal animaba a cada niño a cogerse lo suyo, mientras los seguía aleccionando: “Tomad este cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados” acto seguido les tomaba fotos, en diversas posiciones, prefiriendo aquellas –por supuesto– en que se veían como angelitos rozagantes o como el niño dios acurrucado en el canto de la Virgen María. Las fotos eran reveladas en un cuarto oscuro, oculto, detrás de las estanterías de la sacristía y allá fuimos a parar un lunes por la mañana; sólo Blas, mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes y yo tuvimos acceso a las fotografías, las clasificamos desde la menos hasta la más explícita, sacamos una docena, intercaladas –entre más de doscientas– y con eso tuvimos para sobornar al Cardenal Poncio Carrillo a quien obligamos a inventarse, de acuerdo a los lineamientos bastante claros de mi General Padrenuestro: la bula cardenalicia Requiem Aeternam por medio de la cual se ofrecía la certeza, en vida, de que se llegaría al paraíso, después de la muerte. Y como –repito– seguimos siendo un 205


país pío y temeroso de dios, éstas indulgencias –aplicadas por la iglesia católica hace más de quinientos años, antes del sisma luterano, por lo que no se trataba realmente de algo novedoso– se ofrecieron a los delincuentes que declararan tener más de cien propiedades, más de mil toneladas de cocaína coronada en los Estados Unidos y más de diez mil millones de dólares; al tiempo con la aceptación, por escrito, de ser encerrados en la recién inaugurada Cárcel del Peñón y procesados por el nuevo sistema de Jueces sin Rostro que funcionaría en el mismo sitio del complejo penitenciario. El ardid resultó, se entregaron los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel Ricaurte, Marlon Brando Arévalo, Filipino Salcedo Gil, Bauzán González Perico, Eladio Palma Supatá, Matías Fómeque Candil, Walter Zúñiga Barberena, Rolando “El Zopilote” Paternina, Calixto “El Furúnculo” Espatarra, María del Rosario “Pajita en Boca” Caviedes y Damaris Miranda Dosquebradas, alias La Calientagüevos. La opinión pública empezó a reconocerlos como los Doce del Patíbulo y el Presidente de los Estados Unidos salió por las cadenas de televisión felicitando a Cundinamarca por sus logros contra el narcotráfico y aunque pronunció mal el nombre de mi General Padrenuestro, él creció como veinte centímetros por el simple hecho de que “la vaca que más caga en la pradera” como decía levantando la ceja derecha, lo hubiera nombrado frente a las cámaras del planeta entero; pero, inversamente proporcional a esa alegría fue tener que entregarle al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia los presos para que tuviera, él también, su cuarto de hora, en el momento de encerrarlos en la Cárcel del Peñón y al tiempo e inflando pecho, hacer un recuento, pormenorizado, de la cantidad de hombres, armas, acero, concreto, blindaje y tecnología que velaba por la seguridad de doce de los hombres y mujeres más buscados por la DBA, la CIA y la Interpol. En alocución presidencial televisada, la Presidente Otúnez le dio un parte de tranquilidad a los cundinamarqueses: “Ahora, el siguiente paso, de acuerdo con la carta de navegación que guía a este gobierno en el empeño por conseguir la paz, es el de juzgar a cada uno de los Doce del Patíbulo –acuñó el apelativo– y advertir que ante el hecho de haberse entregado, por voluntad propia, se contemplaría una sustancial rebaja de penas, en la tierra y luz verde para llegar a la derecha del padre, en el cielo” manifestó e invitó a quienes tuvieran cuantiosas deudas con la ley a hacer lo mismo. Las cortes internacionales pusieron el grito en el cielo –les pareció demasiada generosidad– Juan Pablo II vetó la bula cardenalicia Requiem Aeternam, cosa que hubiera podido echar por la borda el proceso, si no es porque el papado también tiene sus abogados y éstos lograron una solución expedita, condicionados a que tuvimos que cubrir parte de la deuda del Banco Vaticano con la International Immobiliare, la compañía dueña de la mayor cantidad de finca raíz, en el mundo. La plata salió de los 206


guardados de mi General Padrenuestro, en los socavones de la Oseta, a cambio de agregarle, al texto de la bula, en letras más pequeñas y al margen: “Aplican condiciones y restricciones”. Cuando el embajador Harrisburg no estaba en la casa, Roxana solía meterse a su cuarto e imaginarse situaciones en las que ella era la embajadora; muchas veces le echaba seguro a la puerta, sentada con las piernas cruzadas, en la otomana forrada de terciopelo azul perla; fingía fumarse un cigarrillo y seducir al Embajador con poses de las actrices de sus películas favoritas, se quitaba la ropa y desnuda, se metía en la cama y se concentraba en el olor que dejaban los afeites y colonias del Embajador, impregnadas en la seda de las sábanas y las fundas de las almohadas. Esa representación no era, para nada, un recurso masturbatorio, sino una forma de aplacar la envidia que sentía por no ser de alcurnia, por haber nacido entre catres y retretes, por no tener la oportunidad de aprender a conversar sobre la hospitalidad japonesa, sobre las tardes lluviosas de Hamburgo, sobre las innumerables combinaciones del vodka y la ginebra con las frutas; “es envidia, de la buena” pensaba para sí misma, pues nunca se le ocurrió hacer nada drástico al respecto, salvo imaginar –empezando por el embajador Harrisburg– a los hombres ricos y cultos protagonistas de sus fantasías. Su vida de mujer sofisticada era cada vez más ocupada, más elaborada; sus encierros en la alcoba principal de la embajada trascendieron, al extremo de que el servicio secreto la puso en evidencia con el Embajador, pero él la defendió y la protegió porque disfrutaba del relato de las ilusorias aventuras sexuales, que se sucedían en su propia cama, mientras estaba ausente. La inventiva de Roxana no tenía límite pero, una tarde de viernes, quedó al descubierto: al calor del brandy se le insinuó al Embajador, lo llevó de la mano hasta su dormitorio, se quitó la ropa frente a él y cuando lo fue a tocar, él exclamó: “¡No, quédate quieta!”; ella quedó fría y se metió entre las cobijas –para sentirse menos vulnerable– mientras tanto, él tomó el uniforme de ella, sus medias, sus calzones, su brassier y se los puso con cuidado, siguiendo una especie de ritual; abrió un cajón con candado de clave y mirándose en el espejo del cuarto, frente a la cama, se maquilló: se aplicó un tono nácar en los labios, pestañina brillante, sombras grises en los párpados y con una peluca mona, al estilo de Verónica Lake, bailó de una forma lenta –como practicando los pasos de una coreografía personal– mientras tarareaba Moonlight Serenade. Se acostó al lado de Roxana, la abrazó y amanecieron juntos; ella, durante la noche, se puso la piyama de él y no despertó en ninguno de los sueños que su imaginación había previsto; se sintió cómoda, sin embargo y aunque el Embajador, en un tono tajante, quitándose la ropa y el maquillaje le dijo “ahora te vistes 207


y te vas” en las noches, por venir, logró lo imposible, que el embajador Harrisburg se dejara tomar fotos con distintos atuendos de mujer; sin embargo, nunca tuvo el valor de mostrárselas a mi General Padrenuestro, ni de contarle sobre su discreto travestismo. Como no era un asunto de seguridad nacional, nunca se lo mencionó a nadie; pero disfrutaba pensando que, por ejemplo, cuando el embajador Harrisburg presentó credenciales en la Quinta de Nariño, llevaba puestos unos calzones de encaje amarillo y lacitos azules; de igual manera –y contado por él durante las muchas amanecidas en las que usó su piyama– en la foto que ponían de él, a cada rato, en el periódico, saludando a Ronald Reagan, tenía puestas unas medias veladas de nylon, debajo del pantalón, que pertenecieron a Jayne Mansfield y que compró en una subasta. Su vida –llegué a la conclusión– era tan aburrida que lo único que le permitía aguantar la hipocresía propia de la diplomacia y las interminables e inútiles conversaciones de la alta sociedad era pensar que, entre dirigentes de la mayor importancia, mientras hablaban de tabacos, paquetes turísticos y marcas de relojes, él podía, perfectamente, estar usando pantaletas fucsia con lentejuelas doradas o tener amarrado un lacito de algodón perlado en la punta del pene, como lo tenía la vez que habló ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en pleno. Lo que resultó positivo de la relación de Roxana, con el Embajador, es que para cuando llegó a reemplazarlo John Paxton Cobbs, exmilitar, exmiembro de la Marina Naval de los Estados Unidos y distinguido con la Insignia Corazón de León por su valor durante la guerra, tenía excelentes recomendaciones para quedarse, sin que recayera sobre ella ninguna razón de duda o antecedente que no hubiera sido subsanado por su mentor y amigo Leland Harrisburg, con quien se siguió escribiendo por computador, como él le enseñó; sistema que, todavía, no era una forma popular de correspondencia, como es ahora. El embajador Paxton Cobbs se instaló con su esposa, una mujer hacendosa y sin gracia y desde el primer día cambió la dinámica de la residencia por una más estricta y austera. Era un hombre, en exceso, prevenido que planeaba, con puntual estrategia, sus acciones y sus palabras; desde sus primeras declaraciones fue claro que no venía a hacer amigos y que su compromiso con el gobierno republicano –que estaba de salida– en su país, era el de lograr una alianza militar favorable con Cundinamarca, con la excusa de ayudar en la lucha contra el narcotráfico. Mi General Padrenuestro resintió su postura, desde que lo conoció, cuando el Embajador se auto-invitó a la Oseta y se pasó la tarde hablando de sus hazañas como soldado y marine de los Estados Unidos de América; salió de ahí y con la escasa información que obtuvo pontificó sobre las necesidades, aciertos y desaciertos de nuestro ejército y nuestra policía. En rueda de 208


prensa, convocada por la Universidad de la Cordillera para conocer sus inquietudes sobre Cundinamarca en lo social y en cuanto a derechos humanos, Paxton Cobbs sólo se interesó por hablar de la capacidad operativa y la experiencia militar de su país, para mermar la insurgencia delincuencial y guerrillera en territorios del tercer mundo; sacó a relucir la exitosa campaña contra los rebeldes en El Salvador, la recuperación de la soberanía kuwaití en el Golfo Pérsico y la reciente escalada contra las bases militares de Muamar Gadafi, en Libia; manifestó, sin que nadie le preguntara, que nuestra guerrilla y narcotráfico eran un solo cuerpo que se movía como un pulpo de muchas cabezas y extremidades, cosa que ya se sabía, pero que no dejaba de ser, en extremo, antipático que el representante de los Estados Unidos, con mayor rango diplomático, lo dijera como una novedad, como si no fuéramos conscientes del asunto y estuviéramos actuando en consecuencia. Para acompañar las declaraciones de míster Paxton Cobbs, la embajada mandó a los noticieros imágenes de rescates militares realizados en helicópteros ultra-silenciosos y por soldados con entrenamiento especializado para tomarse una edificación, rescatar un secuestrado o eliminar un foco criminal urbano o rural, sin dejar rastro; unos ninjas de pelo mono, bajando del cielo por cuerdas, con visores nocturnos, intercomunicados, dotados con armas de fuego, armas blancas y explosivos; a los televidentes les fue muy fácil pensar que si no mandábamos los delincuentes a los Estados Unidos, pues los gringos iban a venir por ellos. Esa intervención, con ínfulas de manipulación, causó fricciones entre ambos países y la Presidente Otúnez le llamó la atención a la delegación diplomática; “Fucking bitch” fue lo único que exclamó el Embajador, delante de sus subalternos y para calmarse, vació parte de su irritación haciendo prácticas de tiro. Los Doce del Patíbulo se inquietaron mucho y le mandaron al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia una petición formal para que les fuera instalado un radar en la Cárcel del Peñón y así poder defender la soberanía del presidio; tamaño despropósito no llegó a los medios de comunicación pero demostraba, a las claras, lo empoderados que se sentían los doce internos, al estar protegidos de sus demás enemigos por el Estado de Cundinamarca y tener el derecho a que se les tratara como inocentes –¿no faltaba más?– hasta que la terminación de los juicios a los que, voluntariamente, accedieron, demostraran lo contrario. Era una situación ideal para ellos, pues igual seguían a cargo de sus organizaciones criminales, al amparo de la estructura carcelaria del país, a la que se le quintuplicó el presupuesto manteniendo viva lo que, a todas luces, se estaba convirtiendo en una farsa. Mi General Padrenuestro se mantenía al acecho, esperando tacar una carambola que le pegara a los Doce del Patíbulo, al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia –porque le parecía un güevón– y a los Estados Unidos. 209


Ese año, Cundinamarca se ganó el Reinado de Miss Universo en cabeza de Lily Delmar, candidata del Municipio de Fómeque y novia del actor argentino Eduardo Cortisona; el Atlético Caparrapí se ganó la Copa Libertadores, gracias a los cuatro penaltis que tapó Oscar “El Paredón” Valbuena; y la Kika Tutti Frutti se ganó el Festival de la Canción de Piña del Lago, con el bolero-rap: Te faltan cojones para amarme. Fueron nombrados, los tres, personajes del año por la Presidencia de la República y condecorados por Guillermina Otúnez Neira, en ceremonia televisada que se realizó en el Salón Esmeralda del Hotel San Francisco; posteriormente, a los galardonados se les ofreció una fiesta privada en el Club Hipocampo que fue donde el Comando Machacán entró, sin pedir permiso, con una decena de hombres armados, pusieron a los invitados contra el piso y se llevaron a los tres homenajeados, dejando consignas en las paredes con pintura roja en spray, en las que se leía: “La burguesía y los gringos: dos nalgas del mismo culo”. Reivindicaron el hecho, llamando a los medios de comunicación y pidiendo la inmediata remoción de John Paxton Cobbs, de la embajada de los Estados Unidos, por considerarlo Persona Non Grata; de lo contrario, asesinarían a los tres secuestrados. Llevaron a los cautivos al monte –según dieron a entender en sus comunicados– pero la verdad es que los encerraron en casas distintas de la ciudad, remodeladas para el efecto, con cuartos escondidos y sin luz del sol, con dobles paredes y puertas metálicas vaciadas con concreto; la fachada era de viviendas familiares donde, seguramente, entraban y salían niños que asistían al colegio, esposas que iban al mercado, un marido con horario de oficina y dos o tres tíos, arrimados, que nunca se acercaban a las ventanas. La Kika Tutti Frutti fue la peor librada porque la metieron en una casa pegada a la montaña, dentro de un socavón frío y húmedo, con el piso de tierra y un hueco profundo para sus necesidades, al que le echaban arena cada dos días; además, era diabética y aunque no era dependiente, todavía, de inyecciones de insulina, su condición era bastante delicada y llevaba una dieta estricta basada en verduras y proteínas, sin azúcares y muy pocos carbohidratos; cantaba para no sentirse muerta, pero la callaban a gritos, desde afuera, unas personas que no mostraban la cara, ni la más mínima piedad o remordimiento. Al Paredón Valbuena, lo metieron en un cuarto donde no cabía parado; lo sacaban al baño por un corredor sin techo y lo dejaban, una vez a la semana, ducharse y afeitarse; cuando la situación se ponía desalentadora –porque la tónica de los Estados Unidos nunca ha sido la de dejarse presionar por criminales– y era mejor que no albergara falsas esperanzas, lo dejaban ver el noticiero: le metían un televisor, a la piecita, al que no se le podía cambiar el canal y aunque se lo sacaban, lo más rápido posible, a veces los plagiarios se dormían y alcanzaba a ver una película o algún partido de fútbol. Su 210


relación con los captores era de total desolación y extrañeza porque había nacido en la pobreza absoluta y no podía entender las razones de su cautiverio; les gritaba “¡soy como ustedes!” y preguntaba, cada vez que podía, si sabían la injusticia que estaban cometiendo, pero sólo recibía una respuesta: “Cumplimos órdenes”. Lily Delmar estaba en una habitación más cómoda, con televisión, conectada a un VHS, baño contiguo y cama doble; incluso, tenía un afiche enorme, de un paisaje suizo, con un marco sencillo, colgado de la pared y cortinas recogidas a los lados, imitando un ventanal y una repisa llena de perfumes baratos como si, eso, la fuera a hacer sentir mejor. Le hacían buena comida; sin embargo, era una niña consentida que no movía un dedo y vivir en constante amenaza era como protagonizar una película de terror; así lo expresaba, se cogía la cabeza y gritaba “¡por dios, no quiero ser más la protagonista de esta película de terror!” y lloraba sin parar durante días enteros; a las dos semanas, cuando los indicio revelaban que la iban a violar, llegó a un acuerdo con sus captores: que no opondría resistencia siempre y cuando usaran preservativo. La única vez que uno de ellos intentó saltarse esa regla, recibió rodillazos que lo mandaron al hospital y cuando volvió la cogió a latigazos, con un cinturón de hebilla metálica, hasta que se le vieron las costillas. Su padre era rico y la sacaría de ahí, eso no lo ponía en duda, pero ella no creía que la fueran a rescatar viva, por lo que fue sumando requisitos por el derecho a penetrarla: empezó pidiendo marihuana y se quedó atrapada, al cabo de una semanas, en un círculo de alcohol, cigarrillo y cocaína para pasar, lo que consideraba, los últimos días de su vida. No volvió a llorar, salvo el día en que la cogieron cuatro de sus captores y le practicaron un sexo salvaje, al tiempo y por turnos; le hicieron una tiara en cartulina forrada de papel dorado y la pusieron a caminar desnuda por una pasarela, de papel periódico, mientras la aplaudían y le gritaban obscenidades. Es increíble, Cundinamarca había probado ser un país que resistía cualquier cosa, que se sobreponía a las situaciones económicas y de orden público más complicadas, pero entrar en desgracia con los Estados Unidos era nefasto: los noticieros internacionales nos hicieron ver como un nido de ratas corroído por la inmundicia, la desolación y el miedo; mostraron –injustamente, porque nuestro país es de naturaleza y gente bellísimas– viviendas infrahumanas con gente desaseada y metiendo droga, basura entre ríos de excremento y paisajes de alcantarilla con hombres y mujeres sin destino, enfermos, dueños de una fatalidad signada por la descomposición social más infecta y despiadada; ¡todas! escenas filmadas en otra parte: “El Hole” de Iztapalapa, en Mexico City; Skid Row, en el centro de Los Angeles; y en las cocinas del Bronx, en Nueva York, donde se escogieron las locaciones más nauseabundas. Tal esfuerzo estaba 211


encaminado a vender la idea de lo necesitados que estábamos de una intervención divina, materializada en forma de ángeles verdes, vestidos de camuflado; santos con hélices y zumbido de mosquitos y rezos dictados por el tableteo de las ametralladoras. Nuestro pasaporte levantaba demasiadas suspicacias en los aeropuertos; en las discotecas de Madrid, Buenos Aires o Miami se asumía que cualquier cundinamarqués, entre un baño, era un dealer con los bolsillos llenos de cocaína y nuestras embajadas eran vigiladas, en extremo, por los servicios secretos de cada país en que las teníamos. El descalabro de nuestra imagen fue total, con el agravante de que cuando invitamos periodistas internacionales, para mostrarles lo positivo de nuestra tierra, lo primero que encontraron fue que los Doce del Patíbulo vivían en un hotel de cinco estrellas en el que los cocodrilos eran caimanes desdentados y las pirañas eran millones de bailarinas de acuario –lo que hacía ver el agua de color anaranjado– donde los capos esquiaban tirados por las lanchas de las fuerzas militares y cada habitación tenía nevera, sauna y servicio de valet y restaurante; donde entraban chicas y chicos a repartir favores sexuales y a broncearse desnudos alrededor de la piscina –la misma del resort original, que las autoridades carcelarias nunca taparon, como fue su compromiso–; y en la que los cabecillas de las demás organizaciones delictivas iban, los fines de semana, a disfrutar de la comida de un famoso chef que cocinaba en francés, de los cocteles servidos por modelos topless, con hielo en forma de diamantes, sombrillitas de colores y a solazarse bajo la sombra de unas palmeras enormes traídas de Madagascar que le daban un aire fresco a toda la cárcel –si se la podía llamar así– pues la realidad es que algunos de los presos fueron vistos en otros sitios de nuestra geografía, inclusive en distantes parajes turísticos del continente, pero la gente decía que eran sus dobles que habían quedado desempleados. Para completar el cuadro, desolador y desmoralizante, Paxton Cobbs salió por CNM, la cadena noticiosa británica, con mayor cobertura en Occidente, a decir, con los pulgares metidos en las trabillas para el cinturón, que el secuestro de Miss Universo era un mínimo contratiempo, comparado con el peligro que Cundinamarca representaba para la estabilidad del hemisferio; le preguntaron por la Kika Tutti Frutti y el Paredón Valbuena, sobre los cuales respondió que, desafortunadamente, su rescate no era prioritario. Su declaración elevó la rabia de los cundinamarqueses, pero la oficina de prensa de la embajada de los Estados Unidos, en Bogotá, transmitió un comunicado insistiendo en que hubo problemas en la traducción al español y trató, como pudo y sin éxito, de “tapar la cagada, cosiendo el culo” como lo expresó mi General Padrenuestro durante un consejo de ministros en la Quinta de Nariño.

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Dentro de sus funciones ministeriales, mi General Padrenuestro tuvo que imponerle soles a otros generales, cinco de los cuales quedaron con tres estrellas; eso les daba el derecho y la responsabilidad de tomar decisiones, de guerra, como parte de un comité ejecutivo al que asistían también la Presidente de la República y el Ministro de Corrección, Equidad y Justicia; las acciones militares se autorizaban, a puerta cerrada, entre Guillermina Otúnez y mi General Padrenuestro, pero era interesante –o preocupante– constatar que, las conclusiones de dichas reuniones –pese a las airadas reacciones de mi General Padrenuestro– eran todas propuestas que se originaban en el miedo: el miedo a las sanciones económicas de los Estados Unidos, el miedo a la retaliación de los narcotraficantes, el miedo a una avanzada temeraria de los alzados en armas y el miedo –como sucede en las democracias– a perder los afectos del pueblo; la verdad es que, en esa coyuntura tan particular de nuestra historia, todo estaba en juego. La Presidente Otúnez hacía pataletas de niña chiquita durante los consejos de ministros cuando mi General Padrenuestro no asistía, pero él era muy claro al expresar que la más mínima urgencia militar o de orden público, era más importante que oír a esa manada de sapos leguleyos hablando güevonadas; ella, se resentía, pero reconocía, para sus adentros, su incapacidad para tratar, incluso, los asuntos de su propia seguridad, por lo que no tenía más remedio que confiar en su Ministro de Guerra, quien, a su vez, se alarmaba con que la Señora Presidente le hiciera tanto caso al Ministro de Corrección, Equidad y Justicia cuya preocupación mayor era la de ocultar su incompetencia y mediocridad porque nunca encontró la fuerza interior, ni las ganas, de dejar de ser un soplón, un vendido a las causas de los delincuentes, de quienes recibía dinero a cambio de unas órdenes que debía cumplir y unos temores que se debía pasar enteros, sin permiso para masticarlos. Paradójicamente, los comités ejecutivos fueron útiles para que mi General Padrenuestro se afianzara en sus fortalezas, para darse cuenta de que era, de verdad, temerario, combativo en extremo, más inteligente y dotado para sobrevivir los embates de la violencia, que esas personas con alma y presencia de subalternos, que pululan como luciérnagas sin pilas en las cercanías del poder. “Lugarte, no se le olvide poner, en alguna parte de mi biografía que su General Padrenuestro no le tiene miedo a nada” me dijo saliendo de la Quinta de Nariño y en el carro recordé esa escena de El Padrino en la que Michael Corleone se mira las manos, que no le tiemblan, después de evitar una balacera y se da cuenta de lo mismo, de que basta no tener miedo para que le tengan miedo a uno. Durante los días venideros, los cundinamarqueses se aglomeraron alrededor de la casa y el búnker donde quedaban las oficinas de la embajada norteamericana, a tirar piedra, a gritar consignas y a escupirle al carro del 213


Embajador y a los de sus guardaespaldas, cuando los veían pasar. La situación de orden público desmejoró y los Estados Unidos, por intermedio de sus agencias, de sus medios de comunicación y de las organizaciones-no-gubernamentales, bajo su influencia, le pedía al gobierno de Cundinamarca resolver la situación, de lo contrario la resolverían ellos. Nos estaban aplicando la misma tenaza con que se tomaron otras naciones, con la anuencia de sus aliados y en las que intervinieron en sus asuntos internos hasta forzar transformaciones de índole política-administrativa-económica sin contemplar ningún futuro distinto al de ponerlos de rodillas frente a su imperturbable prepotencia. De ahí que –asumo– mi General Padrenuestro tampoco le tenía miedo al Tío Sam, ni a su tecnología, ni a su poderío económico y militar, como tampoco le interesaba hablar inglés, ni comer hamburguesas, ni ir a Disneylandia, ni masturbarse pensando en Madonna, Julia Roberts o Madeleine Albright; era un hombre de su tierra, un tubérculo de páramo amamantado directamente de la ubre de las vacas sabaneras y formado a punta de machete y mazamorra; nada lo hacía más feliz que los rayos de sol que salen después de la lluvia y el olor del pasto recién cortado, de los paisajes de nuestra cordillera. Como ya se dijo, el embajador Paxton Cobbs no era diplomático de carrera y como tal, sus soluciones tampoco eran diplomáticas; mandó subir los muros de contención alrededor de la casa de la embajada para que quedaran de cinco metros de piedra y tres metros más de alambrado de seguridad con púas y electricidad; duplicó las cámaras y los hombres a cargo de la vigilancia y le subió el nivel de blindaje a los vehículos; le pidió a mi General Padrenuestro permiso para utilizar mangueras antimotines contra la gente que decidió pasar sus días y sus noches, gritando desde la calle y mostrándole pancartas desobligantes a los medios de comunicación y contestó que: “¡No!” que cualquier acción contra la sociedad civil corría por cuenta de la Policía Urbana y que, con un solo gringo armado que desenfundara, así fuera una pistola de agua “se las tiene que ver conmigo” amenazó, con su tono de Ministro de Guerra y mostrando su falta de aprecio por ese tipo de autosuficiencias. El embajador de los Estados Unidos recibió la negativa, de forma literal y las relaciones diplomáticas de ambos países peligraron, porque a Paxton Cobbs nadie supo explicarle, a cabalidad y en su idioma, la expresión “se las tiene que ver conmigo” y –como siempre pasa– él sólo entendió lo que quiso entender y además de sentirse retado, le pareció una ofensa descomunal: pensaba que un generalucho de un país de mierda más chiquito que Alaska, en la mitad de un continente que consideraba más gringo que la Estatua de la Libertad o el pollo frito de Kentucky, no le llegaba ni a los talones y que era una 214


impertinencia tratar de una forma tan igualada al embajador de Los Estados Unidos de Norteamérica. “Habla con desprecio de usted y dice que se va a culear a su mamá” le reveló Roxana –quien entendía cositas en inglés– a mi General Padrenuestro la tarde en que se vieron para intercambiar información; le contó, además, que con la excusa de subir los muros de contención se estaba construyendo, algo siniestro, debajo de la casa de la embajada; mi General Padrenuestro le pidió estar pendiente e intentar, también, conseguir datos de posibles acciones militares: movimiento de tropa, vuelos de reconocimiento, operaciones de infiltración, de extracción, de inteligencia o de apoyo a países fronterizos, con indicios serios de querernos hacer daño. Mi General Padrenuestro le pidió audiencia privada a la Señora Presidente, pero se la pospuso tantas veces que cuando al fin se realizó, él inventó una excusa administrativa y se calló sus temores; para nadie era un misterio que, ella, ya empezaba a gobernar en negación de la realidad cundinamarquesa y es porque no logró dilucidar, de forma coherente, la manera de enfrentar los problemas del Club Mediterranée que le construyeron, en sus narices, los narcotraficantes, ni la exabrupta recompensa que le estaba pidiendo el Comando Machacán, a cambio de la vida de los secuestrados que tenían en su custodia. Lo que ella dijera la hacía ver como una vieja pendeja, por eso era mejor acompañarla en su negación y hacer de cuenta que las cosas andaban bien porque ¿qué más? Los comités con los generales eran cada vez más esporádicos, sus respuestas a los medios de comunicación cada vez más aprendidas y su agenda social y cultural, cada vez más congestionada. El tiempo apremiaba y las dificultades se recrudecían, mi General Padrenuestro nos reunió, a los de su confianza, a los hombres y mujeres de siempre, salvo a Roxana quien sería una pieza clave en los acontecimientos venideros. “No tengo pruebas de lo que voy a decir, pero no puedo esperar a tenerlas, debemos actuar de inmediato” empezó diciendo y nos planteó la teoría sobre la cual trabajaríamos –así fuera cierta o falsa–. Según mi General Padrenuestro, el Comando Machacán le estaba haciendo el trabajo de los secuestros a los Doce del Patíbulo, quienes vivían aterrados de pensar que los gringos se los fueran a llevar –como en las películas– y necesitaban ganar tiempo mientras compraban jueces, testigos y hacían los arreglos necesarios para lograr sentencias positivas. Pedir la cabeza del embajador Paxton Cobbs era una forma de manipular, a su favor, los acontecimientos –o por lo menos eso pensaban–; por otro lado, de manera unilateral, los Estados Unidos estaba –de verdad– pensando en sacar a los Doce del Patíbulo de la cárcel, llevárselos –en flagrante violación, de nuestra soberanía y voluntad jurisdiccional– y alegar, ante la opinión internacional, que nos quedó grande el reto de luchar, por la vía militar y jurídica, contra el narcotráfico y que gran parte del problema 215


se debe a que Cundinamarca es un foco de corrupción que amenaza la tranquilidad de los países vecinos, de la región, del continente y del mundo entero. Roxana se esmeraba en espiar al Embajador, pero no era fácil porque él no llevaba trabajo a la casa; no usaba portafolio, en su escritorio no tenía sino las invitaciones de carácter social, no hacía llamadas telefónicas y contestaba sólo las que le hacían sus familiares, desde los Estados Unidos; para cualquier otra cosa, su respuesta era, cada vez, la misma “que me llamen a la oficina” donde la información era canalizada por su secretaria; no le contaba infidencias a su mujer, no se reunía con nadie a puerta cerrada y le instalaron un computador que utilizaba, con cierta desconfianza, para revisar sus discursos y para jugar solitario. La verdad, es que no hacía ninguna actividad fuera de lo normal, salvo la de supervisar la construcción subterránea de lo que parecía ser, a duras penas, un galpón: un espacio de paredes en ladrillo con poca luz, varios grifos de agua, desagües y buena ventilación; una puerta de garaje sólida, de metal, por donde entraron un par de camiones y volvieron a salir vacíos, ésta se selló y no se volvió a ver a nadie entrar, ni salir, del lugar. “Eso es muy extraño” musitó mi General Padrenuestro y le pidió a Roxana que buscara otras entradas al sitio, oculta en el jardín o que se cerciorara de que el espacio no fuera utilizado, a escondidas, durante las horas nocturnas; incluso le sugirió: “¡Pregunte!” y no le faltaba razón, ella podía, sin mayor problema, preguntar de forma casual para qué o qué era esa nueva división, tan disimulada y de paso podría darse cuenta, por el tono de la respuesta, con qué sigilo trataban el asunto. En la Oseta existía la frustración de no haber podido infiltrar a nadie en las oficinas, de alto nivel, de la embajada de los Estados Unidos; en el llamado búnker, una fortaleza hundida bajo la tierra, construida para sobrevivir cualquier tipo de ataque subversivo y en la que utilizaron las tecnologías más avanzadas de seguridad, como la de un sofisticado polígrafo de inmejorables resultados, pues se lo aplicaron a todos los nacionales que trabajaban, en las áreas de cocina y de limpieza y cayeron los delatores nuestros, que eran como tres o cuatro; pero no es que los hayan descubierto, si no que el detector mostró las señales suficientes para dudar de su integridad, para considerar que era mejor pedirles la renuncia. A uno de ellos –me acuerdo– le siguieron la pista mucho tiempo, pero sin mayor éxito, pues el trabajo encubierto de los agentes norteamericanos seguía siendo deficiente y eso se debe a que nunca el FBI, la CIA o la DBA han sido muy conscientes de lo fácil que es identificar un gringo entre la multitud, no importa lo heterogénea que ésta sea; por más rasgos latinos que tenga: un gringo, es un gringo, aquí y en Cafarnaún y si abre la boca, aún peor, quedan expuestos como ballenas en una piscina de leche. La presión, entonces, por los hallazgos de Roxana, 216


era grande y ella se esforzó por descubrir algo valioso, pero no se le ocurría dónde más buscar; sucedió, entonces, que un domingo el embajador Paxton Cobbs y su esposa estaban de viaje; Roxana se decidió, entonces, a echar otra mirada, antes de salir y aprovechar su día libre; conocía de memoria los clósets, los cajones de las cómodas y los sitios donde iban a parar, indistintamente, las llaves o lo que llevara en los bolsillos de los sacos y las gabardinas, el Embajador, así se los quitara en el cuarto, en el estudio, en el garaje o al bajarse del carro, como a veces ocurría. Hizo, primero, un recorrido mental de los rincones que, de nuevo, revisaría y cayó en la cuenta de que los cajones de las mesitas de noche, de la alcoba principal, estaban llenos de cosas que parecían inofensivas pero, muchas, que ella no reconocía o le quedaba difícil descubrir su eventual significado incriminatorio, por eso –sin pensarlo dos veces– les tomó fotos para dejarlos después igual de organizados, vació su contenido entre la cartera y se marchó corriendo; se subió la falda para distraer, con sus bien delineadas piernas, a los miembros de seguridad, en la entrada principal, a quienes, de vez en cuando, les daba por requisar a los empleados del servicio interno. Se encontró con mi General Padrenuestro en la sala de conferencias de la Oseta, adonde llegó después de meterse a un cinema y salirse por la puerta de atrás; vació el contenido de su cartera y distribuyó las cosas del Embajador sobre la mesa. Durante más de tres horas, los expertos analistas descartaron cosa por cosa, hasta que llegó Blas y con una sola mirada, tomó en sus manos una caja de fósforos que decía: La Bombonera: placer discreto, ambiente distinguido. Bogotá se llenó de periodistas, era la primera vez que Miss Universo sufría un acto contra su integridad física de tal magnitud; entrevistaron a sus familiares en varios idiomas, a sus amigos y a las modelos de revistas y pasarela que, en algún momento, trabajaron con ella; rescataron pedazos de su vida, de niña y de adolescente, fueron a su colegio y a su universidad, hablaron con sus profesores e hicieron programas enteros con sus pretendientes que, obviamente, apreciaron el baño de popularidad que la situación les brindaba; lo positivo es que, por añadidura, a los otros dos secuestrados se les dio una relevancia que no tenían, a nivel internacional y creció, por ellos, una empatía que hacía más difícil su eventual asesinato, en el caso de que el embajador Paxton Cobbs insistiera en quedarse en Cundinamarca. Los Estados Unidos estableció que no aceptaban, de nadie, exigencias que amenazaran la investidura diplomática de sus representantes en el exterior y dejó muy claro que ni siquiera la renuncia del Embajador sería aceptada. Por seguridad, el Secretario de Estado canceló una reunión con nuestro Canciller, en Bogotá –agendada, hacía meses, para 217


tratar otros asuntos– pero reiteró que su país ponía, a nuestra disposición, los recursos militares que fueran necesarios para solucionar la problemática que nos estaba afectando. Mi General Padrenuestro se negó a recibir ayuda y declaró sentirse ofendido de que los norteamericanos, de forma implícita, fueran instigadores de una situación de orden público que se podía convertir en una guerra, siendo que era mucho más sencillo cambiar a un Embajador, de corte beligerante y talante militar, por uno que fuera sedoso y de palabras inofensivas, como Leland Harrisburg o como el finado embajador Desmond Larrabee quien jugaba bridge y tomaba clases de baile mientras sus coterráneos terminaban, con un drasticismo inimaginable, la Segunda Guerra Mundial. En fin, el caso es que –con su calculada recursividad– mi General Padrenuestro determinó que al embajador Paxton Cobbs había que anularle su capacidad de hacer más daño, porque estaba propiciando más violencia y porque Roxana descubriría, dos semanas más tarde, que el galpón debajo de la casa de la embajada norteamericana, al cual, efectivamente, accedió por una puerta lateral oculta dentro de una caseta donde se guardaban los implementos de jardinería, era una sala de torturas que ella describió como llena de cadenas y aparatos para producir dolor. Celina me invitó a desayunar en familia, una mañana que me vio con Andulima en el patio; conversaban las tres mujeres –¿o debo decir esposas?– de mi General Padrenuestro y él mismo, sobre los colegios donde estudiarían las niñas; faltaba un buen rato para eso, pero era bueno ir pensando en los beneficios de aprender un nuevo idioma; hablaron de las bondades del inglés, de la cantidad de programas de televisión que las niñas podrían entender, de lo extendido y popular que es y de lo divertido que sería visitar Disney World, cuando estuvieran más grandecitas. “El idioma es lo de menos, lo importante es que vayan a un colegio de monjas” exclamó mi General Padrenuestro, mientras prendía un mentolado y se paraba de la mesa “igual se van a volver casquivanas y pendencieras, pero entre salmos y faldones grises por lo menos el mal de sambito, de la adolescencia, no las pica tan pronto ¡qué carajo!” remató y le puso fin a la discusión. Las mujeres, en la mesa, se miraron –incluida Andulima– quienes sabían, de antemano, que eso no pasaría: suficiente machismo se respiraba en los ambientes militares, como para reforzarles, lo mismo, con su educación. La única monja que conocerían, sería Sor Juana Inés de la Cruz, con su poema: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…” Uno sentía en las calles el pesar y la impotencia; era como si nos hubieran secuestrado a todos. Los noticieros contaban los días del encierro forzoso de personas tan 218


allegadas al alma de nuestra gente y nada que el Embajador se iba; el orgullo imperialista era –es– una vaina muy fregada. Los gringos se negaron a hablar del asunto, como si no pasara nada, como si no fuera con ellos. El Presidente de los Estados Unidos, ni siquiera, le devolvía las llamadas a su homóloga cundinamarquesa y a las dos semanas, los medios internacionales relegaron la noticia a un tercer plano. El Comando Machacán, otrora aliado del pueblo, mostraba su faceta delincuencial; empezaba a evidenciarse la certeza de que, los alzados en armas y los criminales eran una misma salmuera y como tal había que tratarlos, evitando tantos diálogos de paz: que no eran más que publicitadas y onerosas mamaderas de gallo con reuniones en ultramar en las que sus delegados, de usar camuflado en el monte, pasaban a vestir bluyines Levi's, camisetas Lacoste y a peinarse con gomina, ya fuera en Benidorm o en Lausana. El Crespo Carrascal, por ejemplo, viajaba en primera clase y en un par de oportunidades –a sabiendas de que le sería negado– le pidió a la Quinta de Nariño el avión presidencial, “por joder” decía. Se preciaba de conocer, como la palma de su mano, el Prado, el Guggenheim y el Hermitage; y desde antes de que se inventaran el retoque digital –por lo que nadie las puso en duda– se conocieron fotografías de él pasando vacaciones con Gadafi en la Costa Amalfitana, rodeados de modelos y paseando en Lamborghini. Guillermina Otúnez era la más dolida con los desafueros del Comando Machacán porque siempre había reconocido el valor de la disidencia política y aunque recriminaba –para el efecto– el uso de las armas, con El Crespo Carrascal tuvo lazos ideológicos que ella consideró, alguna vez, fraternos e indisolubles. “Cómo soy de güevona” le escuchó decir, al respecto, mi General Padrenuestro cuando se reunieron a discutir la situación; le revelaron a la Señora Presidente un video en el que mostraban a los secuestrados demacrados y rodeados de encapuchados, con la bandera e insignias de la organización y en el cual deploraban que el embajador Paxton Cobbs siguiera en el país y amenazaban que, por cada día de su indeseada presencia, iban a cortar un dedo de las manos de los cautivos. El primero que cortaron fue uno de los meñiques del Paredón Valbuena y la secuencia completa, del ignominioso acto, aparecía en ese mismo video; no mostraron ninguna piedad ante los gritos adoloridos del futbolista, ni las mínimas condiciones de higiene, un cuchillo de sierra y un limpión fue lo único que utilizaron mientras, en el fondo, se veía la primera página del periódico del día anterior. La Señora Presidente no lo podía creer y antes de echarse a llorar, se levantó y dijo: “Yo lo siento mucho pero nos toca estar de acuerdo con los Estados Unidos: no podemos hacer exigible la petición de los captores, el gobierno no puede ceder ante el secuestro, esa es mi última palabra”. Por dura que fuera su afirmación, no le faltaba razón, porque existía el peligro de que se institucionalizara ese tipo de plagio 219


para presionar al gobierno. Quedó claro, sin embargo, que había que inducir, al público en general, a que pensara que existía una negociación en curso “mientras usted, General Padrenuestro, trae de vuelta a los secuestrados” articuló la mandataria, tratando de que le sonara con un tono enérgico que le saliera de las cavernas del tórax y se retiró, sin despedirse de nadie. Nos quedamos en babia, sin haber podido tratar los otros temas de la agenda propuestos por el despacho presidencial: la situación en la Cárcel del Peñón y el manejo de las asonadas que, contra los Estados Unidos y acuñando consignas ofensivas, se estaban multiplicando delante de los McDonalds y Blockbusters que, hacía poco, habían empezado a funcionar en Bogotá. A mi General Padrenuestro le pareció afortunado que no se hubieran tratado esos temas, porque le hubiera tocado poner de presente –incluído él mismo– que los altos ejecutivos del gobierno –y principalmente los de la Presidencia de la República– eran los hazmerreír, a nivel internacional, de la forma infantil como fuimos engañados por los Doce del Patíbulo. Al día siguiente llegaron por mensajería dos dedos de mujer, uno con la uña carcomida y otro con un esmalte opaco y amarillento; el primero llegó a la Oseta y el segundo a la casa de mi General Padrenuestro. Celina abrió el paquete y de inmediato, supo de qué se trataba; su marido lo mandó recoger, pero por la noche ella le dijo que no le pareció que fuera el dedo de una cantante o de una reina de belleza “¡se los están cortando a quién sabe quién!” exclamó y era cierto: alguien perdería más dedos hacia el final de la semana, porque hasta que no los mandaron a los medios de comunicación y se supo de su existencia en los noticieros, mi General Padrenuestro negó tener conocimiento del ultimátum, lanzado por el Comando Machacán y le siguió la corriente, al gobierno, con la pantalla de “¡aquí todo está bajo control!” que se había vuelto consuetudinario. Nacido Jamshidel Marmrüt, hijo de inmigrantes turco-libaneses dedicados al negocio de los tapetes hechos a mano, traídos de Izmir y de Bodrum que, aunque turcos, eran vendidos como persas pese a ser de nudos distintos y menor densidad de tejido. De ese negocio vivieron sus padres hasta que Jamshidel, el décimo de catorce hijos, se enriqueció con el negocio de los textiles y la confección y trasteó con su familia a uno de los barrios más elegantes de Bogotá. Dos semanas antes de casarse, se cambió el nombre por el de Jaime Delmar para estar más acorde con la sociedad capitalina, tuvo tres hijos hombres y una hija bellísima, por la cual era capaz de hacer lo indecible. Desde el secuestro de su amada Lily, unos meses después de su coronación en Kuala Lumpur, Malasia, como la soberana de la belleza universal, que le costó un ojo de la cara en vestidos de lujo y de fantasía, para ser usados una sola vez, se impuso una 220


rutina estricta de Valium pasado con whisky que, a veces, acompañaba con mujeres ligeras de moral y de ropa; ellas, por una paga sustanciosa, le acolitaban sus borracheras y le bajaban la ansiedad, hasta el amanecer, manteniéndole su erguida entrepierna lubricada a dos, tres o más bocas. Compró la libertad de su hija de la misma forma que hacía sus negocios: regateando; y no porque no hubiera pagado lo que fuera por ella, sino porque su intuición y experiencia le enseñaron que responder a un precio, con uno más bajo, es la manera más clara de decir “estoy interesado, esto ya no tiene reversa” y por más dura que sea la contraparte, por lo menos actúa con la certeza de que no está tratando con cualquier güevón al que se le puede incumplir, así no más y eso, en este caso, mejoraba exponencialmente las posibilidades de que su hija volviera a casa, sana y salva. Cuando tenía el dinero listo, en dólares, en tres maletines distintos y en billetes de baja denominación, para realizar el intercambio, se presentó el inconveniente –o la suerte– de que el negociador del Comando Machacán mostró la cara y aseguró que por la tercera parte de esa plata y un pasaje a Río de Janeiro, él, señalaba el sitio donde tenían retenida a la señorita. Pienso ahora –al margen– que esa fue una deplorable demostración del desapego ideológico, la pobreza intelectual y política que, poco a poco, fue permeando las filas del movimiento guerrillero; los hermanos Machacán fueron hombres grandes y murieron muy a tiempo, antes de que la ambición por el dinero fácil hiciera sus estragos. Con buen juicio, el industrial Jaime Delmar se apareció en la Oseta y de inmediato, fue recibido por mi General Padrenuestro quien lo escuchó con atención; él, que poco es lo que se emociona con algo, abrazó al doctor Delmar y le dijo, mirándolo a los ojos “esta noche su hija queda libre” y le pidió que la sacara del país en un avión ejecutivo y que la tuviera oculta por lo menos tres semanas, sin hablar con nadie, mientras amainaba la tormenta. Por supuesto que el industrial aceptó pero puso una condición que yo no supe, ahí mismo, pues la hablaron en secreto; lo que sí escuché fue que, de aceptar la condición y rescatar a su hija, él donaría la plata del rescate para la creación de una fundación de ayuda a las familias de los soldados muertos en combate. Se dieron la mano y Jaime Delmar salió, en compañía de Quesada y Reyes, a encontrarse con el negociador. Por esa época, la gente rica de Cundinamarca ya usaba celular, unas panelas tan grandes como los bolsillos y cuya comunicación no era muy nítida. Jaime Delmar le envió uno al negociador, para hablar con él desde cualquier parte; lo llamó y le contestó con cierto afán –me imagino que le tenía desconfianza a esa nueva tecnología–; le dio la dirección de una estación de gasolina desde donde, el industrial, debía volverlo a llamar. Quesada y Reyes se adelantaron, empujaron un carro viejo desde dos cuadras 221


atrás y simularon estar varados; al pedir combustible, simularon también un estallido del radiador y se quedaron, ambos, revisando el motor, ensayando el encendido y caminando de un lado a otro, buscando la ayuda de dos hombres que estaban trabajando en el montallantas. Jaime Delmar condujo, él solo, su Audi sedán azul oscuro; de acuerdo con lo instruido, se parqueó donde no estorbara a nadie, se bajó del carro y volvió a marcar su teléfono celular; del otro lado de la línea le contestó el buzón de voz; tres veces llamó y tres veces no le contestaron. Él estaba advertido de ese tipo de tácticas para desalentarlo, ponerlo nervioso y así el delincuente –que podía ser más de uno– estaba en capacidad de manejar mejor la situación. Para Quesada y Reyes fue evidente que estaban vigilando el lugar y que harían contacto en vivo y en directo, por eso el carro –por fin– prendió y salieron de ahí lo más pronto posible, antes de levantar sospechas. Blas era uno de los hombres en el montallantas y estaba pendiente de las señales: si el doctor Delmar se quitaba el saco quería decir que el hombre que se le acercara era, efectivamente, el negociador y si se desapretaba la corbata quería decir que tenía la dirección que estábamos buscando; lo que nadie más sabía es que nos bastaba con la primera señal para actuar; si nos esperábamos a la segunda, la operación tendría mucho más posibilidades de fracasar, que el negociador reclamara el pago, lo tomara, diera una dirección falsa sin tener, nosotros, el tiempo de verificarla, huyera y se perdieran el esfuerzo y la plata. Un hombre con impermeable negro apareció, de entre los árboles y apenas Jaime Delmar abrió la cajuela del carro, para mostrar el contenido de uno de los maletines y se quitó el saco, con la excusa de mostrar que no estaba armado, Blas –con sus pasos de felino enorme– les cayó encima y mientras preguntó en voz alta: “¿Señor, le echo aire a las llantas?” y los dos se voltearon, ya el negociador tenía un tiro en el muslo que lo tumbó sin darle tiempo de sacar el arma, ni de quejarse siquiera, pues Blas lo inmovilizó con una inmediatez sorprendente y lo requisó, para cerciorarse que no tuviera otro revólver o alguna arma blanca. Quesada y Reyes aparecieron de nuevo y cuatro policías, más, chequearon el perímetro buscando sospechosos. “Mirá, gran hijueputa” le dijo Quesada en la ambulancia, mientras le curaban la pierna “te vamos a torturar hasta que hablés” y moviéndole la camilla, para adolorirlo más, seguía diciéndole “te vamos a poner ratas en las tetillas, cuchillas en las axilas y te vamos a clavar el escroto al piso mientras te despellejamos la barriga para echarte sal y limón. Si nos das la dirección donde tienen a Lily Delmar te curamos las heridas, como estamos haciendo ahora y te damos comida y una cama. Si la dirección es falsa, pues, muy sencillo, retomamos la tortura donde la dejamos, teniendo buen cuidado de no dejarte morir y si de verdad estás decidido a no hablar, para cuando las ratas lleguen a los ojos, habremos descubierto a un familiar 222


cercano tuyo para hacerle lo mismo en tu presencia”. Quesada lo cacheteaba, cuando cerraba los ojos y lo seguía interpelando: “¿Me entendés, hijo de la gran puta?” Cuando llegaron a la Oseta, ipso facto prepararon el operativo porque el negociador había trinado “como picaflor en primavera” decíamos; incluso dio información clave, como descripción del lugar y el número posible de habitantes en la casa. Su colaboración le ahorraría muchos años de cárcel, si no lo mataban por soplón, primero, obviamente. Identificamos la casa y a las tres y media de la mañana estacionamos un bus en la acera de enfrente y bajamos una orquesta de mariachis con un arpa, tres guitarras, un guitarrón, cinco violines, una vihuela y un cantante, tan estruendoso como Jorge Negrete, conectado a dos parlantes amplificados. Si los secuestradores se “pusieron mosca” –como dirían en Mexicoland– no debieron estar alerta mucho tiempo mientras se acostumbraron al ruido y se dieron cuenta de que el novio borracho –interpretado por Reyes– pedía una canción tras otra y se salía de los chiros porque no bajaba la novia, ni abría la ventana, ni salía a la puerta. Se llamó la operación Araña porque esa era la señal para atacar, pues al tocar la ranchera que dice “ya estás tejiendo la red, como en aquella mañana, en que te di mi querer cuando te vi en la ventana; muy tarde vine a saber que te llamaban la araña” salieron dieciocho hombres del bus, rompieron la puerta de una sola patada y entraron con violencia; en un minuto tenían a los delincuentes a punta de cañón, ninguno alcanzó a desenfundar, ni a musitar palabra; una mujer les señaló las escaleras que llevaban al cuarto de la secuestrada, mientras pedía por sus hijos, quienes fueron sacados de primero y separados de sus padres; se hicieron los arrestos de rigor y Lily Delmar, consternada de alegría y con los dedos intactos, fue uniformada de soldado para sacarla de incógnito; al amanecer seguía nerviosa y con el dolor marcado de una mujer que ha sido mancillada, pero, a sus anchas, en un avión privado, con destino desconocido. Mi General Padrenuestro pasó la mañana en el sitio del plagio, una casa estrato medio, llena de corredores, a la que mandó meterle canecas de éter, dólares en bolsas de basura, armas semiautomáticas y cien kilos de cocaína; los medios de comunicación entrarían, mirarían de reojo y darían la noticia sobre el desmantelamiento de otra banda de narcotraficantes; eso no era gran cosa, le dedicarían media columna en una página interior de los periódicos. Sin embargo, después de almuerzo, las órdenes cambiaron: se acalló a los vecinos –con plata– para que guardaran silencio –igual, ellos no sabían muy bien de qué se trataba el alboroto– no se avisó a los medios de comunicación, se reparó la puerta, se canceló el pedido de bodega, salvo las armas semiautomáticas y devolvieron a sus labores, a las mismas madres y a los mismos hijos que encontraron; Quesada y tres 223


agentes, de los más pesados de la Oseta, se quedaron adentro, se pusieron la ropa y las insignias de los secuestradores y en colaboración con las mujeres –bajo amenaza y algo de persuasión– reanudaron las rutinas de la casa, como si no hubiera pasado nada. Mi General Padrenuestro les ordenó, no salir hasta nueva orden; la primera vez que sonó el teléfono no supieron qué hacer pero Quesada, con su natural agudeza, decidió que no contestaran y cortaron la línea hasta que el Comando Machacán mandara un emisario de carne y hueso. No se encontraron otros aparatos de comunicación, asumieron, por lo tanto, que, en el mejor de los casos, ni siquiera la célula encargada del plagio sabía, todavía, sobre la liberación de Miss Universo, lo que evitaría –el mayor temor de mi General Padrenuestro– que los autores intelectuales mandaran a tomar represalias contra los otros dos secuestrados: la Kika Tutti Frutti y el Paredón Valbuena. La paranoia de los Doce del Patíbulo se incrementaba, las películas de ladrones y policías o de guerra los inquietaban; entre ellos mismos se presentaron graves disputas que se dirimían a tiros o aplicando revanchismos infames; identificaron a los jueces sin rostro, a cargo de sus sentencias y los tenían bajo control por la vía del soborno o de la amenaza; faltaban sólo detalles de procedimiento para que adquirieran la libertad y fueran declarados inocentes, libres de pecados y de deudas con el sistema judicial cundinamarqués. Para ellos, era una oportunidad urgente e impostergable de evitar el desahucio; era lo único que los entusiasmaba para aguantar un rato más en la Cárcel del Peñón; pero la ansiedad los hizo cometer cada vez más imprudencias. Enriquecieron a los guardias del penal, quienes descuidaron la labor de vigilancia; se hacían los de la vista gorda para favorecer a quien les pusiera, en las narices, un fajo de billetes, como periodistas buscando una primicia o políticos buscando que, los multimillonarios reos, les colaboraran en la financiación de sus campañas políticas o les untaran la mano por torcer el brazo de la ley. Se volvió usual que aparecieran cuerpos flotando en el lago, mutilados e irreconocibles, que nadie enterraba y que iban apilando dentro de unas bodegas refrigeradas para que no olieran a feo, en el mismo sitio donde guardaban el pollo, la carne y el pescado de las comidas diarias. Por las noches tiraban pólvora y disparaban al aire, vivían en una sola embalada producida por el consumo de drogas y la necesidad de adrenalina, jugaban al póker y apostaban apartamentos, lujos de todas clases, fincas y cargamentos de cocaína puestos en la Florida. Se inventaron un juego al que llamaban La Gallina Rusa: vendaban a uno de los doce, le daban vueltas mientras sus subalternos –guardaespaldas, sobre todo, que entraban al penal como jardineros, ayudantes de cocina, plomeros, lancheros, limpia 224


ventanas, electricistas, enfermeros o médicos, etcétera y que se iban quedando a cargo de una nómina paralela y supernumeraria de guardias– se metían en la piscina y se tapaban unos con otros –como cristianos en un circo romano–; al vendado le daban un revólver con una sola bala y guiado por el ruido debía apuntar a la piscina y disparar: si mataba a alguien, cada uno de los otros once le pagaba un millón de pesos, salvo el patrón del muerto quien pagaba diez millones; si lo hería, sólo le pagaban cien mil pesos cada uno y el patrón un millón de pesos; y si el disparo se perdía, él era quien le pagaba un millón de pesos a cada uno de los demás jugadores; la plata se entregaba después de cada ronda de doce turnos y en la medida que se acostumbraron a jugar seguido, iban implementando reglas, como vendar también a las potenciales víctimas que se metían a la piscina o apostar si los heridos alcanzaban, antes de morir, a pararse sin ayuda de nadie, contar hasta diez o tararear –al menos– el himno nacional. En las azoteas, los capos pusieron unos vigías, con binoculares, a cuidar el cielo, los terrenos aledaños y la laguna; consiguieron un radar y nunca lo pusieron a funcionar porque los técnicos que fueron con la intención de instalarlo –el aparato fue comprado de segunda mano en Barquisimeto– les explicaron que también era más fácil para las aeronaves enemigas identificar el lugar y derribar la antena; cierto o no, había que construir y acoplar una infraestructura como de tres pisos y ponerle encima un plato enorme mirando a la estratósfera que de día brillaba y de noche emitía una luz de faro, visible a grandes distancias; lo dejaron a medio armar en un lote baldío y lo cubrieron con ramas para que nadie lo viera; y en ese sitio, fue donde mi General Padrenuestro –aprovechando la acústica del semicírculo cóncavo de aluminio– puso los parlantes más potentes que consiguió en el mercado y la noche menos pensada hizo que sonara, al máximo volumen, el audio de la escena de los helicópteros sobre el río Nung, de la película Apocalipse Now, que retumbó durante varios minutos; no pasó nada –descubrieron la mofa, de inmediato y así estaba previsto– pero fue otro de los elementos que asustó y fue mermando la bastante exasperada paciencia de los presos, quienes, por momentos, sentían que estaban perdiendo el mando de sus propios destinos y cuya zozobra los hizo cometer el peor error de sus vidas: escaparse y dejar que les aplicaran la ley de fuga, lo que hacía lícito dispararles durante la huida; no importa si caían, ahí mismo o en los días, meses o años sucesivos: quedaron fichados. Pero no nos adelantemos, eso no sucedería sino el lunes siguiente y a plena luz del día, en razón a que mi General Padrenuestro, conjuntamente con la Señora Presidente y el voto unánime de los altos magistrados de la nación, le exigieron al Ministerio de Corrección, Equidad y Justicia retirar de la Cárcel del Peñón, a los Doce del Patíbulo y trasladar, a cada prisionero, a una cárcel distinta. El Ministro, doctor de 225


Mier, sabía que lo estaban invitando a arriesgar su vida o por lo menos su carrera, pero poco o nada podía hacer después de haber expresado, frente a los medios de comunicación, que la seguridad carcelaria, de Cundinamarca, estaba bajo su férula y que ningún retenido, ni presidio, se escapaba a su control. Tales afirmaciones –eventualmente– fueron usadas en su contra por los reporteros y corresponsales que destaparon la Olla del Peñón, mientras en privado se comentaba que nada que estuviera “bajo la férula” de un personaje tan rechonchito, bien puestecito y con la voz como la de un silbato metido entre el culo, podía ser tomada en serio. Andulima era una mujer hermosa –sin duda– inteligente, tenía un positivo afán por salir adelante y lo más importante: me amaba; me lo decía a cada rato. Entre ella y yo, con las timideces normales de las relaciones que involucran el cuerpo, las cosas se dieron, sin contratiempos, salvo la invitación tan esperada, por mí, de llevarme a la Bombonera a conocer a su benefactora, a quien llamaba Reina y quien la libró cuando pequeña –contaba ella– de la orfandad más injusta. Llevábamos más de tres semanas vigilando el lugar, desde que Blas encontrara las sensuales cerillas, entre las cosas del embajador Paxton Cobbs que Roxana extrajo y repuso, después, de su mesita de noche; “no dejemos ese cabito suelto” decía mi General Padrenuestro al tiempo con la frase “uno nunca sabe dónde salta el montes”. Quesada y Reyes fueron una noche y gastaron, a sus anchas, por cuenta de la Oseta; quedaron maravillados, duraron días enteros hablando del trato de las mujeres más suaves, limpias y lindas que habían visto en su vida; los atendió Lorena y aunque no se acostaron con ella –estaban en labores estrictas de reconocimiento– ambos quedaron enamorados. Lorena llevaba una faldita plateada que dejaba ver unos calzones rojos “rojos como el amor” según Reyes y una blusa transparente amarilla que dejaba ver unas teticas chiquitas, pero duras, con un sostén, también rojo “rojo como el amor” decía, otra vez, Reyes como idiotizado; la forma de atenderlos, la magia del sitio, las otras mujeres que pasaban, coquetas y dispuestas a cualquier satisfacción, por precios exorbitantes ¡claro! “Esa noche, me moría por ser millonario” repitió Quesada como ocho veces, obsesionado por esa lujuria disfrazada de encanto, a la que se rinden, impotentes, las billeteras de los hombres. En cuanto a Paxton Cobbs y su relación con la Bombonera: estábamos por pensar que la caja de fósforos, que nos llevó a seguir ese indicio, le fue regalada por otra persona o fue recogida inadvertidamente en alguna parte; opciones bastante improbables, ambas, pues el Embajador no fumaba. Dábamos tumbos y pasos de ciego, por eso empezó a darme vueltas en la cabeza la idea de involucrar a Andulima, en el asunto, pedirle que nos sirviera de espía, los domingos –“de observadora” le 226


hubiera dicho yo para no ser tan drásticos– pero Blas pensó que era peligroso hasta no calibrar bien la relación de ella con su patrona. Me mantuve callado pero con ansiedad y durante un almuerzo –sancocho de cola con patacón pisado– Celina tocó el tema del burdel elegantísimo que funcionaba, en el vecindario, a escasas cuadras de distancia y donde –al parecer– tenían una clientela tan exclusiva como El English Pointer –lo pronunció con corrección, tomaba clases de inglés cada semana– el club de caza, donde nadie cazaba desde el siglo XVIII y sólo dejaban entrar hombres que se reunían a tomar brandy y a hacer negocios, en su mayor parte imaginarios. Sentí que Andulima se puso tensa, inmóvil, le estaba probando unos tenis nuevos a Martina, sentada en un butaco al lado de la puerta y trataba de mirar para otro lado. Mi General Padrenuestro le contestó a Celina “sí, se llama la Bombonera” y sin medir sus palabras –al fin y al cabo estaba en la privacidad de su hogar– le contó a su esposa y a la madre de Eulalia –que iba por el segundo postre– la situación de las pesquisas contra el embajador de los Estados Unidos: la caja de cerillas, las dudas de que frecuentara el mentado burdel y la improbable posibilidad de que, de ser cierta, tal información, pudiera ayudarnos para sacarlo del país y salvar la vida de los secuestrados. Andulima trató de levantarse, buscando el aire del patio, pero la retuve del brazo; Celina se dio cuenta, pero debió pensar que yo la quería tener al lado otro ratico. Mi General Padrenuestro –quien parecía estar pensado en voz alta, más que haciendo sobremesa con su familia– entró en detalles innecesarios, demasiado reveladores; prendió dos mentolados al tiempo, sin percatarse y tosió como un loco –le estaba prohibido, por puro decoro, escupir en la casa–. En realidad, su interés no era el de contarle el rollo, a los presentes, sino el de oírse a sí mismo, como mecanismo para revisar la secuencia de sucesos, aislarlos y descubrir una posible pieza faltante, un olvido, algo ínfimo que le permitiera vislumbrar la solución correcta y evitar la avalancha que, en esa circunstancia de decisiones históricas, se nos venía encima. Me miró con sus indescifrables ojos opacos y dijo: “Estoy por pensar, Lugarte, que Paxton Cobbs fue alguna vez a la Bombonera pero, lo más seguro, es que no sea un sitio que frecuente con regularidad; además ¡debe ser marica ese malparido, hijo de su puta madre!” –tampoco le estaba permitido decir groserías, pero como Martina estaba absorta en sus mínimas distracciones, descargó, sin problemas, el galopante agobio que lo corroía por dentro–. “¡Va todos los viernes!” exclamó Andulima, se volteó con timidez, miró a mi General Padrenuestro de frente y se sobrepuso al miedo; debía ganarse su confianza de una vez por todas y repitió: “Va todos los viernes, Paston va todos los viernes a la Bombonera, mi hermano trabaja allá” interrumpió, se llevó el puño cerrado a la boca y tosió con esa toz simulada que le daba unos segundos para organizar sus pensamientos y como acababa de comprobar que 227


mi General Padrenuestro desconocía los hábitos epidérmicos del diplomático, prosiguió con imperceptible titubeo “es que mi hermano es el que consigue y maneja las chicas, en la Bombonera y pues, General, él habla demasiado y me cuenta lo que pasa, allá, donde la señora Reina”. Estaba emocionado, a mi General Padrenuestro se le abrieron, como a la mayoría de los mamíferos cuando huelen algo que les llama la atención, las fosas nasales y le pidió a Andulima más información; fue muy detallada en lo que –ella intuía– mi General Padrenuestro necesitaba para continuar su indagación; en resumidas cuentas: Paston –como ella se refirió a él y que debía ser igual a la familiaridad con que lo mencionaba su hermano– salía los viernes, temprano, de la oficina, con su caravana de gorilas del servicio secreto detrás, armados hasta los dientes y con cables blancos metidos en las orejas, lo dejaban en el centro comercial Unicentro y lo acompañaban hasta un local bastante grande, del segundo piso, donde asaban una carne argentina famosa y donde había cubículos privados para practicar golpes de golf. Tres o cuatro horas de swings y putts, a puerta cerrada y sin testigos, para alguien que jugaba por razones sociales, era un poco exagerado pero coherente con el hecho de que los sábados se reunía, con la crema y nata de este país, a recorrer los dieciocho hoyos del Club Camporrancio, fundado en 1917 y que tenía una extraña mezcla de miembros con apellidos heráldicos, con otros de deslucidos blasones. Le di las gracias a Andulima por tener el valor de despejar, algo, de las dudas que recaían sobre ella y me fui para la Oseta; una vez reunidos con mi General Padrenuestro, Reyes, Blas, Polanía y otros ocho hombres de confianza, planeamos una serie de acciones ¡tan contundentes! que llevarían al Concilio Parlamentario a crear el título honorífico de Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación para concedérselo al General de la República que, en cumplimiento de las labores propias de su cargo y en defensa de la libertad y el orden jurídico expresado por nuestra Constitución y nuestras leyes, así lo mereciera; y otorgable como premio a un acto de heroísmo “comparable al milagro de un santo” decía la resolución. El título quedó guardado en un cajón del despacho presidencial, en la Quinta de Nariño, a la espera de la oportunidad en que Cundinamarca, una democracia, como las demás, en la que “el que menos corre, vuela” necesitara brillarle el orgullo, al militar que ostensiblemente hubiera tomado una ventaja histórica y que, de alguna manera, preocupara o levantara suspicacias entre los verdaderos dueños del poder civil: dirigentes políticos e industriales acaudalados –principalmente– que, muchas veces, eran los mismos –entre los mismos– y cuyas familias no sumaban más de quince o veinte, en Bogotá y sus alrededores, desde las postrimerías del siglo XIX. Blanco es, gallina lo pone y frito de come. 228


Verificamos la historia de Andulima con Mauro, su hermano; lo sorprendimos temprano comprando leche, huevos y tamalitos para el desayuno y lo retuvimos hasta el mediodía; le explicamos la situación y el importante e invaluable servicio que su declaración le ofrecería a la patria; “me importa un culo, la patria” contestó y lo único que pidió, por su ayuda, fue que le cambiaran el nombre de su cédula de ciudadanía por uno que nos daría a conocer más adelante. Por supuesto que aceptamos y nos contó la historia, casi con las mismas palabras de Andulima, a la que le agregó detalles y arandelas inútiles de novelista frustrado. Al parecer, los viernes, apenas anocheciendo, el Embajador contaba con Mauro para demorarse lo menos posible en la Bombonera, donde llegaba, entrada por salida, en taxi, sin corbata, con un sombrero playero y un bigote de color mono, que lo hacían ver como un proxeneta de South Beach. Nunca nos quedó muy claro cómo se salía del cubículo de golf sin ser visto, pero lo cierto es que tomaba el servicio de taxis del centro comercial, casi en las narices de quienes eran responsables de su protección; llamaba a Mauro, por celular, quien quedaba pendiente para abrirle la puerta de atrás y en el comedor auxiliar, adyacente al patio de ropas, ponerle en fila ocho o diez chicas, para que escogiera las de su gusto o capricho del día. Ese viernes, fatídico, lo vimos entrar a la Bombonera y salir con tres mujeres, en un lapso no mayor a veinte minutos, se subió de nuevo al taxi, sólo que esta vez lo seguimos hasta el club nocturno Alí Babá, donde se bajaron las chicas y él siguió hasta Unicentro. No era lo mismo –para evitar escándalos– que alguien o sus mismos guardaespaldas lo vieran buscar entretención en un centro nocturno que en un burdel reconocido; eso era evidente. Tomamos nota del sitio de encuentro y vimos, por el espejo retrovisor, cómo repartía fajos de billetes entre las prostitutas, mientras les prometía –en un español bastante machacado– encontrarse con ellas más tardecito. Alí Babá era, como su nombre lo indica, una cueva sin luz llena de reservados semicirculares y gente sin nombre –Finger Palace lo llamaban, también– donde él llegó más tarde, sin bigote, recién bañado y con su caravana de guardaespaldas que lo esperaron afuera, revisando, con ojo avizor, los alrededores –como siempre hacían–. El Embajador pidió trago y las chicas, que se quitaron sus chaquetas y se perfumaron el escote, le siguieron la corriente; el sitio ofrecía una garantía de anonimato, cómoda para el diplomático, las meseras atendían con linternitas para no tropezarse a cada paso y no regar los cocteles encima de los clientes, ni ponerlos –eso sería gravísimo– encima de la cocaína, que ellas también proveían recibiendo el pago contra entrega y regalando pitillos de papel encerado, para su correcto consumo. Se sentaron en un sofá capitoneado en forma de media luna, frente a una mesa de vidrio, en el que cupieron apretaditos y donde, con ánimo festivo, se pusieron a tono. La rutina era 229


llevarlas, después, a la embajada. Lo que sucedía, de ahí para adelante, no era de nuestro conocimiento: ¿cómo y a qué parte de la casa entraba, con mujeres en grado sumo de ebriedad, para que no lo viera su esposa? ¿cómo lograba la condescendencia de los marines para armar una pequeña bacanal delante de ellos? ¿por dónde, a qué horas y en qué estado salían las chicas? Era turbio el asunto, claro está y las respuestas se sabrían, más temprano que tarde, pero contestarlas cuando Paxton Cobbs estaba en pleno regocijo, como los cuarenta ladrones, con tres hembritas nuevas que lo hurgaban, con gentileza de geishas, en la oscuridad, no era necesario porque el Embajador saldría, de ahí, directo al destino que él y su país estaban empeñados en evitar. “My pretty bitch” le susurraba, a cada una, mientras las manoseaba, como un panadero y les daba palmadas, cada vez más fuertes, en los muslos, sin saber que dos de ellas eran agentes de la Oseta. Recién entrenadas, se prestaron de voluntarias para, éste, su primer trabajo encubierto, desde que Polanía entró a las barracas gritando: “Se necesitan, por lo menos, cinco agentes con buenas piernas y un culo como para cogerles las tetas”; estuvimos de suerte que Paxton Cobbs escogió a dos de ellas porque hubiera podido no escoger ninguna, en cuyo caso –con la ayuda de Mauro– nos hubiera tocado meterle alguna por los ojos. Se les explicó, de antemano, que se trataba de un operativo peligroso, pues tocaba meter droga y manipular escopolamina; lo primero no les importó –les debió parecer, más bien, sugestivo– pero lo segundo se lo tomaron con reticencia porque hacer malabares con dos polvos blancos, no era un asunto para novatos. El laboratorio de química de la Oseta, les dio una conferencia práctica sobre el uso del tóxico, también llamado burundanga: se trata de un alcaloide –como la cocaína– que inhibe la voluntad de la víctima y permite constreñirla sin que, ésta, sea consciente de lo que se le pide y sin la posibilidad de que recuerde, en un corto plazo, lo que le suceda –al Colombina Fernández, por ejemplo, lo subieron emburundangado en un avión privado, lo llevaron hasta las Islas Caimán, él mismo vació y entregó el contenido de sus cajas de seguridad, lo devolvieron el mismo día a su apartamento en Bogotá y su esposa lo recibió y lo trató, los días siguientes, como a alguien gravemente enguayabado–; les explicaron, también, las formas más convenientes de utilizarla y puntualizaron, con drasticismo, en el hecho de que no veían una forma más segura para que, dos o tres jovencitas, doblegaran a un marine del tamaño de un orangután. Quedaron convencidas, les entregaron sesenta miligramos, divididos en tres recipientes metálicos, parecidos a los que se usan para guardar un lente de contacto, con calaveras rojas en las tapas. Reyes les dio las últimas 230


instrucciones, las hizo repetir la secuencia del operativo y antes de salir, pasaron por la tesorería y pidieron plata para ir de compras y vestirse como “putas finas” dijeron y exclamaron: “¡No nos vayan a confundir con alguna guaricha de fonda melgareña!” En el trayecto de la Oseta, a la Bombonera, les contaron que los marines, de los Estados Unidos, reciben entrenamiento para defenderse de posibles envenenamientos, por lo que optaron, las nuevas agentes, de mi General Padrenuestro, por utilizar la espolamina pero “con un twist” y en Alí Babá, tres minutos después de hacerlo tomar, de un jalón, medio vaso de whisky al que le mezclaron la escopolamina, le pegaron un tiro, en un pie, con lo que lograron dos cosas: crear confusión y obligar al Embajador, con empujones cariñosos, a subir, saltando en una sola pata, unas amplias escaleras y salir a una terraza donde Blas lo levantó y lo puso, con un solo impulso, en el techo; Paxton Cobbs gritaba: “Wait, wait, the ladies are coming with me” y Reyes que lo recibió arriba le decía “I love you too, gringo hijueputa”; lo arrastraron entre él y Polanía, lo bajaron a otra terraza, por el lado posterior de la manzana y lo botaron, como a un bulto de papas, sobre el platón de atrás –si se le puede llamar así– de una zorra; Polanía le saltó encima, lo tapó con cartones y Blas, que venía detrás, le saltó encima, también, pero con su arma favorita, un tábano –de esos para electrocutar toros y atontarlos, antes de matarlos– con el que le pegó dos cimbronazos que lo dejaron inconsciente. Afuera, el dispositivo de seguridad del diplomático mostraba su desespero; la zorra, tirada por un famélico caballo, llena de basura y con su particular olor a orines y estiércol, con las riendas en manos de Blas y Polanía mimetizados entre la inmundicia, pasó enfrente de ellos; voltearon, dos cuadras más adelante, hacia una calle cerrada donde metieron en un carro al Embajador y donde Reyes –quien había llegado caminando– dio un parte de éxito a mi General Padrenuestro desde un teléfono público –para dificultar la rastreada de esa particular comunicación–; acto seguido, según lo instruido, llamó al periódico más importante del país y anunció que el Comando Machacán reclamaba la autoría del secuestro del embajador de los Estados Unidos; los periodistas verificaron el hecho y detuvieron la impresión de la primera página del día siguiente para titularla: “Embajador de los Estados Unidos en manos de la delincuencia”. Por la mañana, antes de salir para la Oseta, mi General Padrenuestro miró al cielo como pidiéndole fortaleza de más a las divinidades; Celina lo despidió en el patio y le dijo que no se preocupara, que todo iba a salir bien; antes de ir a su oficina, fue a la Quinta de Nariño donde Guillermina Otúnez lo estaba esperando; él la puso al tanto de los acontecimientos, pero sólo del pedazo de historia que ella debía saber. Mi General Padrenuestro, como siempre, fue persuasivo, antes de salir y para curarse en salud le 231


anticipó: “Cualquier cosa que le esté ocultando, Señora Presidente, es por su seguridad” taconeó y se despidió, con la deferencia de un subalterno. Por la tarde, fueron parcas las declaraciones frente a los medios de comunicación; por su lado, la Presidente Otúnez hizo un llamado a los cundinamarqueses a mantener la calma y expresó que “el gobierno deplora el secuestro del embajador norteamericano”; desde la Oseta, mi General Padrenuestro negó tener mayor detalles sobre el plagio y pidió que lo disculparan, hasta no estar mejor informado. Reiteró, a regañadientes, que su esfuerzo inmediato estaría destinado, con la colaboración de los Estados Unidos, a rescatar al embajador Paxton Cobbs y repartió entre los periodistas diez copias del video que había llegado al mediodía y cuyo contenido –según les dijo– la Oseta, la CIA y la Interpol estaban analizando. El video, grabado en el mismo sitio, con las mismas armas y con las mismas cámaras que quedaron en la casa donde rescataron a Lily Delmar, fue visto hasta nuestras antípodas, ida y vuelta. Quesada y sus subalternos lograron montar una escenografía escalofriante: de fondo un muro de azulejos chorreado de sangre, ellos disfrazados de machacanes con pasamontañas y los correctos distintivos del grupo guerrillero, en el brazo izquierdo, una luz de interrogatorio colgando del techo y amarrado a una silla metálica, mostraron a la víctima amordazada, con los ojos desorbitados: un Paxton Cobbs mojado –parecía orinado– por el agua que le echaron para despertarlo y con un revólver apuntándole a la cabeza como expresando lo que, en Cundinamarca, sentíamos “vamos a matar a este hijueputa gringo”. Mientras los Estados Unidos reunió a un grupo de investigadores expertos, los puso en un avión privado y mi General Padrenuestro los autorizó para revisar la escena del crimen, los detectives de la Oseta hicieron la pantomima de seguir el rastro de sangre sobre la tapia de atrás y dijeron, frente a los noticieros, que sospechaban –por las huellas dejadas en un antejardín, a la vuelta de la esquina– que habían sacado al Embajador en una camioneta Land Rover Discovery de color gris oscuro. Los expertos gringos pasaron la mañana del domingo en Alí Babá y sus alrededores, pero la escena del crimen estaba contaminada y casi nada servía como prueba forense; esto se debió a que la misma policía comió pizza sobre la mesa donde estuvo Paxton Cobbs departiendo con sus invitadas, a que el dueño de la cueva-barmanoseadero limpió y reorganizó, el local, pues lo que saliera en los noticieros era publicidad gratis para su negocio y a que los perros callejeros se metieron a buscar sobrados de comida y a curiosear. El domingo, por la tarde, en un operativo conjunto entre la policía de Bogotá y las fuerzas militares, liberamos a la Kika Tutti Frutti y al Paredón Valbuena, con base en la información entregada por los secuestradores de Lily Delmar, a quienes indagamos, a cuchilla limpia, en los socavones de la Oseta. Por 232


la noche, mi General Padrenuestro llegó a la casa de la embajada de los Estados Unidos de América y sin la ayuda de nadie, llevó al Embajador hasta su cama, saludó a su esposa, se sentó en la otomana sin pedir permiso y prendió el televisor: se veían imágenes exteriores de la casa mientras, de acuerdo con el comunicado entregado por la Oseta, una voz decía: “Después de los afortunados rescates, en las horas de la mañana, de la cantante y el futbolista más queridos de Cundinamarca, a las siete de la noche, pasadas, en una casa del barrio Andes, etapa tres, fue liberada Lily Delmar, ilesa pero con problemas estomacales y migraña; pidió no ser entrevistada por los medios de comunicación hasta no recuperarse y declaró que en otra parte de la casa, donde pasó su cautiverio, tenían a otro secuestrado traído la noche anterior. Un piso más abajo, miembros de la Oseta encontraron, inconsciente, al embajador Paxton Cobbs, quien resultó estar en buen estado de salud y se encuentra reposando, ahora, en la comodidad de su propia cama. Por su parte, Lily Delmar prefirió salir del país, en un avión privado, contratado por su padre el industrial Jaime Delmar”. A las tres semanas, el mundo vería otra vez a Miss Universo radiante y hermosa, posando para las cámaras –en algún sitio de la Costa Azul– y con el dolor de su mancillada intimidad cubierto por el maquillaje y las sonrisas de plástico. La señora embajadora de los Estados Unidos lloraba de agradecimiento y le preguntó a mi General Padrenuestro: “¿Qué puedo hacer por usted?” a lo que él contestó “me alcanza, si es tan amable, un cenicero”. Ella le acercó un bote de la basura y él encendió un Paquistán, carraspeó, escupió en el entreverado de una cortina y dijo, con su voz gruesa de tenor urbano: “Embajadora, tengo afuera a los paramédicos y a cuarenta hombres más de mi confianza. No los puedo dejar entrar hasta que los marines no bajen la guardia y la verdad, no confío en unos hombres que dejaron secuestrar al Embajador. Le ruego …” ella interrumpió, no necesitaba oír más, salió y frente a la puerta principal se dirigió al jefe de seguridad, delante de los demás, para ordenarle, de parte de su marido, que dejara entrar al ejército cundinamarqués; el oficial le explicó que eso estaba prohibido, que habría que validarlo, en Washington, con las secretarías de Estado y de Defensa; a lo que la embajadora respondió abriendo, ella misma, las puertas de acceso vehicular, mientras gritaba “pues, que se jodan los marines y los Estados Unidos” expresión que nunca había pronunciado pero que soltó con unas ganas inmensas, porque estaba harta de su intromisión en todas las instancias de su vida; además, su familia era de Filipinas, un país que sufría también su cuota de entrometimiento gringo desde hacía varias décadas. Mi General Padrenuestro se dirigió con Roxana al nuevo galpón subterráneo y se cercioró de que los medios de 233


comunicación vinieran detrás de ellos; abrieron con soplete la puerta de garaje que lo protegía y dejaron entrar cámaras y periodistas para que gozaran del banquete noticioso que les estaban regalando; volvió al cuarto del Embajador, quien se encontraba con los paramédicos, consciente por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas, viendo por televisión el final de su carrera. Los noticieros internacionales, fueron los primeros en dilucidar que no se trataba de una sala de torturas, pero que –de alguna manera– era parecido: una sala con los elementos para prácticas sexuales sadomasoquistas, donde a las mujeres que sacaba de la Bombonera las forraba en látex negro, con los genitales afuera y lo mismo hacía él, antes de que lo colgaran de las cadenas que bajaban del techo, lo cogieran a latigazos y lo amordazaran con una correa de cuero pegada a una pelota de caucho para meter en la boca. Los noticieros nacionales, no fue mucho lo que lograron explicar porque esa parafernalia, como sacada de una ferretería, no encajaba muy bien en nuestras costumbres de alcoba o de garaje. Temprano, el lunes, el Ministro de Corrección, Equidad y Justicia llegó a la Cárcel del Peñón, a realizar el traslado de los presos y ya todos se habían ido; hizo cara de sorprendido y delante de las cámaras de televisión, dejó en evidencia que, de pronto, sabía más de la cuenta porque pronunció la siguiente perla: “¿Quién sabe por dónde se salieron? Porque nadie les abrió la puerta” lo que sonó a autoincriminación pero que, sin darle vueltas al asunto, quería decir que hizo lo que estaba a su alcance “con diligencia y cuidado” como dicen los abogados y que, desde ese momento, era responsabilidad del ejército y la policía volverlos a detener. “Hay idiotas y hay imbéciles, Lugarte y los Doce del Patíbulo pertenecen a ambas especies” dijo, mi General Padrenuestro cuando nos enteramos, de boca de uno de los presos, Walter Zúñiga Barberena a quien cogimos, al mediodía, porque se devolvió a recoger un aparato, en forma de Torre Eiffel, para aplicarse los ungüentos de las hemorroides, que el doctor De Mier los convenció de que los Estados Unidos estaba armando un equipo como el de Los Magníficos para sacarlos de Cundinamarca; se trataba de un programa de televisión en el cual un equipo de mercenarios, con entrenamiento militar, rescataba y desaparecía gente, con sigilo, en la mitad de la noche. Se fueron hasta los caimanes; no quedaron ni siquiera los guardias que ya pertenecían a la nueva clase social de enriquecidos por el narcotráfico; sólo quedaron unos cuerpos apilados en los congeladores industriales; unas muchachas, menores de edad con joyas en el cuerpo, los labios pintados y en estados diversos de embarazo; closets llenos de ropa, celulares, armas, fármacos, instrucciones para armar una bomba nuclear, binoculares 234


y –entre miles de cosas inútiles– miles de estampitas religiosas del Divino Niño con la frase: “Nada te será negado”. Grande, debió ser la frustración de esos doce pobres diablos, cuando se vieron escondidos en físicas ratoneras, dudando de su entorno, habiendo perdido las indulgencias de la bula cardenalicia –que aplicaba una cláusula cancelatoria en caso de abandonar el penal sin autorización–; armados para defenderse de nadie y de todos, desconectados de sus hijos, de sus amores y lo peor, limitando sus placeres a los que un escondite en una casa anodina, de un barrio de tercera, cerca de una tienda de mierda, pudiera proveer; atravesando lodazales, con el agua hasta la cintura y alzando bolsas de la basura llenas de dólares que sólo servían para limpiarse el culo, hacer un pitillo para meter cocaína o tratar de convencer a un campesino, que nunca salió de su vereda, de que esos billetes verdes eran, de verdad, mejores que los pesos con nuestros patriotas pintados. Se equivocaron, descubrieron la verdad demasiado tarde: que huir del peligro era una cosa pero que huir de una vida de riqueza, de poder, de determinadores entre el vivir y el morir de otros, de libertad para traer un felino del Serengueti si era lo que les dictaba la voluntad, era una suerte muy hijueputa, muy cagada y que los obligó a cometer muchos errores, a ver con desconfianza el día por venir o la siguiente hora, a escucharse los latidos en noches, de silencio absoluto, sin la más mínima esperanza y con la certeza vertiginosa de que no había manera, ya, de evitar los acantilados del infierno. “Mejor muerto” pensarían algunos en sus horas fatales, salvo los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel Ricaurte quienes se escondieron a orillas del Orinoco, al amparo de uno de los grupos delincuenciales con más auge durante los años venideros. Mi General Padrenuestro sabía perfectamente que la ley de fuga es aplicable “en caliente” mientras la huida de un delincuente está en acción; pero él, sin preguntarle a ningún entendido ni hablar con ningún abogado penalista –porque no era su estilo– le vendió la idea a los cundinamarqueses de que era lícito disparar a matar a cualquiera de los Doce del Patíbulo donde los encontraran y a la hora que fuera y que el suministro de información o la entrega de alguno de ellos, vivo o muerto, sería recompensada con amplia generosidad; lo que no le contó a nadie es que con las solas grabaciones que la Oseta logró obtener –a escondidas del Ministerio de Corrección, Equidad y Justicia– durante la estadía de los delincuentes en el penal, era suficiente para buscarlos y dar con ellos; sin embargo –pensaba mi General Padrenuestro– que para qué gastar horas-hombre y presupuesto en tal esfuerzo, si tarde o temprano irían cayendo, como casi siempre sucede: a manos de sus más fieles allegados. Tenía razón: a los dos días El Zopilote Paternina llegó a su casa, abrazó a sus hijos, se comió un ajiaco hecho por 235


su madre y al echarse un polvo con su esposa, ella, después de desnudarse con una sensualidad de meretriz hawaiana y después de haberle dado una mamada extraordinaria, le susurró: “Mi amor, cierra los ojos que te tengo una sorpresa”. Él cerró los ojos, feliz y pensando “ya estoy, de nuevo, con mi familia” ella metió la mano debajo del colchón, sacó un filo brillante y rotundo, se llenó los pulmones de aire y lo molió a machetazos, mientras le gritaba: “Estamos mejor sin ti, malparido, hijueputa, cabrón de mierda, cacorro, gonorrea” una grosería por cada golpe, hasta que quedó una sopa que la policía se llevó entre unas canecas de poliuretano, mientras felicitaban a la señora y le daban las gracias por aplicar la ley de fuga. El Presidente de los Estados Unidos dio agradecimientos públicos al Estado de Cundinamarca por la prontitud en liberar al embajador Paxton Cobbs, quien sería juzgado por conductas impropias a la integridad de su cargo. El Ministro de Corrección, Equidad y Justicia se puso un revólver entre la boca cuando supo de las grabaciones, en manos de la Oseta, que lo incriminaban y disparó. El tiro le salió por la garganta, rebotó y la bala le quedó alojada entre las vértebras; ahora no come sino compotas, no pronuncia sino sonidos de grulla o codorniz y no se acuerda dónde fue que anotó el número de la cuenta cifrada en Suiza. La Kika Tutti Frutti se dedicó a la canción protesta –que había estado en boga veinte años antes– y el Paredón Valbuena mandó disecar el meñique que le quitaron, se lo colgó al cuello y cada vez que metía un gol, lo besaba y se persignaba mirando al cielo. Miss Universo volvió a brillar en el escenario del jet set internacional y a su padre, cuando volvió a Bogotá, mi General Padrenuestro le puso una cita en los socavones de la Oseta –para cumplir con el compromiso adquirido– donde a los captores de su hija los tenían desnudos, engrillados a una pared; con los párpados cosidos a las cejas para que no se perdieran del espectáculo que estaban a punto de protagonizar. Jaime Delmar, con tapabocas y guantes de cirugía les quitó, uno a uno, los testículos y el pene, utilizando tijeras de jardinería y alicates; se sentó frente a ellos y los miró a los ojos hasta que se desangraron, entre gritos de horror que el industrial estoicamente, pero con el alivio de la venganza, aguantó hasta el final. “Uno es capaz de atrocidades inimaginables, sólo es que le saquen la bestia que lleva adentro” diría mi General Padrenuestro, al respecto. La Señora Presidente –por su parte– insistió tanto en el trabajo en equipo de su administración, insistió tanto en el flujo de colaboraciones entre las entidades del Estado, que el cuarto sol de mi General Padrenuestro –como dicen– fue entregado por ventanilla y el título de Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación postergado hasta nueva orden –para no darle tanto brillo a una sola persona– y en alocución presidencial 236


informó al pueblo cundinamarqués que el ministerio a su cargo cambiaría el nombre a Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia y que tal dignidad sólo podía ser ostentada por generales con un rango de cuatro soles o superior. Dejó, así, una puerta tan abierta a cualquier tipo de ambición militar, que la agudeza periodística de alguien, cuyo nombre ahora se me escapa, no lo pudo expresar mejor: “Como siempre, ¡el cielo estrellado es el límite!” En el consejo de ministros siguiente Guillermina Otúnez pidió un aplauso para mi General Padrenuestro y no dijo nada más, pero se entendió, de lejos, cuál era el verdadero equilibrio del poder en Cundinamarca.

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Danos, hoy, nuestro pan de cada día

Por más de que hubiera ayudado a las autoridades, Mauro era incondicional con Reina, pero ella temía que Andulima estuviera cambiando de bandos; ennoviada con un militar, viviendo en un ambiente familiar y bajo la protección de mi General Padrenuestro, era muy probable que ella no supiera manejar el conflicto de ¿a quién serle fiel? o ¿quién espía a quién? y eso la desvelaba porque Andulima estaba en una posición inmejorable para ayudarla a lograr su meta. Tampoco valía la pena compartir el motivo de sus preocupaciones con Mauro, pues no le parecía conveniente ponerlo en una situación incómoda; sin embargo, lo instó a que pasara más tiempo con ella, a que la visitara en su lugar de trabajo, a que él también lograra ganarse un espacio en la casa de mi General Padrenuestro; a que, por lo menos, le transfirieran la misma confianza y cariño que le tenían a su hermana. Mauro era más realista y le dijo a Reina lo que ella no quería oír: “No va pasar, Señora Reina, esa bestia mal encarada del Blas me la tiene jurada”. Tenía razón, una cosa era adoptar –como hicimos siempre– a los amores propios y a los de nuestros compañeros, pero otra muy distinta era incluir, en nuestro círculo, a sus hermanos no militares y con el agravante de que le teníamos cierta animadversión a Mauro por considerarlo un mirón entrometido, al que se le notaba, a la distancia, la clase de comemierdas, clava-cuchillos-por-la-espalda, que era; en el reino animal, habría sido un roedor de color gris mugre y habitante reconocido de los antros más pútridos de la carroña. “¡La caca le sale limpia!” exclamaba Blas, de él, para decir que era un puerco que retenía la pestilencia por dentro. A Reina le tocó reconocer que la idea de Mauro era mucho mejor: atraer a esos machos cabríos, militantes de la hombría, arrechos por naturaleza y por mandato glorioso, a la Bombonera. “Nos les abrimos de piernas” fue como él lo expresó y ella pensó, para sus adentros, que no descansaría hasta tener a mi General Padrenuestro comiendo de su mano antes de dar 239


el golpe letal y de hacerlo sufrir en el proceso. Con los dos mellizos por fuera de la cárcel, los Doce del Patíbulo en la huida –sin poder controlar, a cabalidad, sus negocios– y el oleoducto trabajando a full capacidad con la droga procesada en Zacambú y –en un porcentaje mayor– la de otros carteles, Saskia estaba en la cima del mundo; con los problemas propios del lavado de tanta plata, de la incontable cantidad de arribistas que buscaban su cercanía y de la ansiedad que le producían tantas responsabilidades a la vez, por supuesto. Mi General Padrenuestro todavía no atisbaba la magnitud del imperio de Saskia y ella lo sabía, por eso le pareció que era la oportunidad de saber qué tan insobornable era su amante fortuito. Necesitaba mayor influencia en Cundinamarca; decidió quedarse en el país porque, para su negocio, era importante afianzarse en un territorio en el que los Estados Unidos tuviera la menor influencia posible y a la sazón –por debajo de The Caribean Belt como llamaban sus vastas posesiones al sur de la Florida– ese era el nuestro. Lo llamó una mañana y en tono chispeante le dijo “General, quiero mostrarle mis nuevas tetas” y él respondió, más rápido de lo imaginado, que sí, que claro y se pusieron una cita en un almorzadero de huesos de marrano cercano al aeropuerto, donde Blas podía desplegar –como lo hacía a cada rato– un dispositivo “seguro de seguridad” como él mismo decía. La intuición de mi General Padrenuestro le indicaba que esa llamada, tarde o temprano, se daría y la venía esperando hacía un buen rato. Estaba en el proceso de averiguar y sopesar la verdadera extensión de los negocios de Saskia y seguía con ojo avizor su crecimiento; sabía, en su fuero interno, que ambos habían acumulado el suficiente poder para que sus caminos se volvieran a cruzar y se mentalizó para que, bajo ninguna circunstancia, fuera él quien diera el primer paso; por eso y porque las ponderadas redondeces de su cuerpo lo despertaban sudando, aceptó, sin mayores reatos, el ofrecimiento. Saskia llegó presumiendo su opulencia: haciendo alarde de sus joyas, su vestimenta y sus gafas doradas; no quería, por ningún motivo, aparentar algo que ya no era, ni jugar cartas que no estuvieran al descubierto y sobre la mesa. Se trataba de una medición de fuerzas y ambos lo sabían, de “compararse el pipí” expresión que no es tan inadecuada teniendo en cuenta que Saskia, incluida su vitalidad sexual de diosa del Olimpo, salió adelante y se batió como una fiera en el ámbito de los hombres, adoptando roles masculinos. Ahora convertida en una “lady” trató de comerse los huesos de marrano con cubiertos, mientras mi General Padrenuestro les echó mano apenas se enfriaron un poquito; él sí no tenía problemas en coger las papas o la yuca con los dedos, meterlos entre el guiso y sacar con el meñique la médula –o como se llame– en el centro de cada hueso; no masticaba 240


casi nada y pasaba la comida con Cundinamarquesa, una bebida gaseosa que usualmente se mezcla con cerveza, en planes sociales de campo o de finca y jugando al tejo. Es importante mencionar que mi General Padrenuestro no pasaba desapercibido en ninguna parte, se había vuelto más reconocible que las divas de telenovela, los animadores de concursos o los políticos más beligerantes. Era bien conocida su poca amabilidad, por eso nadie lo importunaba con nada; sus fanáticos, lo que hacían era esperar a que escupiera las briznas de tabaco de sus paquistanes o a que botara las insignificantes colillas, al piso, como dando un pastorejo, las recogían y las guardaban entre páginas de la biblia y por intermedio de esa basura glorificada pedían por la familia, por los números del chance y por los partidos de fútbol. En un par de ocasiones, mi General Padrenuestro se refirió, a él mismo, como “poco entusiasta de las tetas operadas” y pese a que las de Saskia quedaron –por ponerlo de alguna manera– en su sitio, las miraba de reojo con cierta desconfianza; sabía que eran el anzuelo para mantenerlo cerca y tratar de manipularlo; el problema es que era imposible no verlas, hacer caso omiso de éstas: estaban ahí, apuntándole a la retina, directo a pirograbarse en el cerebro, como dos eclipses. Por su lado Saskia, sentada de lado en la mesa y no al frente, cada vez que podía le miraba el bulto entre sus pantalones, lo presentía caliente, inflamado, a juzgar por las cantidades de picante que le echaba al guiso; ella no podía pensar en otra cosa que no fueran sus raciones diarias de sexo y eso, era un problema. Se había dado cuenta de que responder a sus deseos ya no era un complemento de su vida sino su propósito; se le atravesaban con unas envestidas, de tal brío, que la obnubilaban hasta impedirle sumar uno más uno y eso en su tipo de negocio era bastante peligroso. Los dos estaban dispuestos a no dejar pasar la oportunidad. Haber aceptado reunirse –ambas partes– en un restaurante cerca del aeropuerto, era aceptar también la cercanía de los moteles: el Botafuego, el Pereira Star, el Calidoso, entre muchos otros y uno nuevo, el Sumapaz, con el atractivo de que lo construyeron al lado de un desayunadero llamado La Mesa de Lina, famoso por su caldo de costilla y su sopa de menudencias. Escogieron el Motel Casa Rosada porque lo conocían y porque su dueño, un argentino rioplatense y querido amigo de Saskia, era exmilitar y puntilloso en cuanto a la seguridad de su negocio. Mi General Padrenuestro no tenía inconvenientes en meter a sus escoltas al cuarto, si fuera el caso, sin embargo era bueno saber que se trataba de un sitio interesado en garantizar un mínimo de protección a sus huéspedes. Se subieron al carro de Saskia, previo despliegue de escoltas, con caras de perro, mandaron a dos de ellos adelante para realizar los protocolos de rigor, avisar y preparar 241


su llegada; los siguió una caravana de automotores blindados hasta la puerta de la suite, donde los esperaban dos camareras todo terreno, vestidas de corsé, amarrado atrás, con los pezones al aire y nada, de la cintura para abajo, sólo una botas de charol rojo hasta las rodillas; se agachaban arqueando los muslos para mostrar los pliegues de sus vaginas y ofrecieron diversos tipos de sales para echarle al jacuzzi y un menú completo de juguetes sexuales, ungüentos y aceites de varios colores. Saskia escogió con una habilidad pasmosa las entretenciones que quería: se las trajeron en sus cajas originales, las desempacaron, las limpiaron con alcohol y las lavaron con agua caliente; ayudaron a desvestir a mi General Padrenuestro, no se cansaban de decirle: “Ministro”, “¡Uuy Ministro!” y lo invitaron a meterse al jacuzzi. Saskia se le adelantó y se dejó levantar por las burbujas, para que el monte de su sexo quedara a flor del agua, como una isla solitaria y misteriosa. Fue un encuentro bastante organizado e higiénico, pues las mucamas-acompañantes-ayudantes-de-recámara se encargaban de lo instrumental y mecánico: recogían y colgaban la ropa, le daban palmaditas a las almohadas, servían los cocteles, bajaban y subían la intensidad de la luz y el volumen de la música, se daban besitos entre ellas y le ponían las baterías a los juguetes; al Ministro, antes de pasar a la faena, lo metieron a la ducha y le enjabonaron el cuerpo, lo hurgaron con copitos de algodón y le limpiaron hasta el ombligo. “¡Vine a pichar y recibo un tratamiento de belleza!” pensaba mi General Padrenuestro; llegó a la cama, oliendo a lavanda primaveral, en una bata ridícula abierta por el frente y mientras las chicas le ponían a punto su pesada verga, con sus manitas untadas de un aceite rojo importado de Tailandia, Saskia llevaba un buen rato jugando con un pipicito, como el de un coreano, de plástico amarillo y punta de colombina, que sonaba como una abeja buscando aire en un incendio. “Es especial para la glándula clitoriana” dijo ella y ese comentario rebosó la copa de mi General Padrenuestro quien había tratado de mantener una actitud cortés y abierta: sacó corriendo al par de puticas, tiró los juguetes a la caneca, puso una película porno en la que cincuenta tipos masturbándose hacían fila para derramarse encima de la misma mujer, por turnos, hasta dejarla como un postre gigante de tres leches y se le abalanzó a Saskia con el mismo ímpetu de la primera vez, la penetró sin descanso contra la pared, con los bramidos de semental que la dejaron, a ella, llena de un almizcle feroz que duró supurando como diez días. Saskia llevaba demasiado tiempo dando órdenes en la cama, sojuzgando hombres y ese espontáneo arranque de mi General Padrenuestro, esa brutal e impuesta sumisión, no le era placentera; al contrario, se sintió humillada, victimizada, recobró la compostura y se metió un pase de perica; él prefirió la marihuana y la mandó traer, sus 242


hombres sabían cuál le gustaba; quería conversar, saber más de ella, descubrir sus puntos débiles, desenredar su madeja o por lo menos, tratar de hacerlo. Hablaron de la huida de los Doce del Patíbulo, él le contó los detalles de la muerte de El Zopilote, que a La Calientagüevos Miranda la ahogaron sus propios hijos, sosteniéndola de cabeza entre la letrina de una estación de gasolina y que Eladio Palma Supatá se entregó en una comisaría de Villapinzón donde, apenas se identificó, le dijeron “bueno, ya puede bajar las manos” y lo llenaron de plomo hasta que la hebilla del cinturón la salió por el hueco del culo; sólo quedaban ocho y no demorarían en caer pero, le confesó que, la de los hermanos Espinel, era la única muerte de la que se quería encargar personalmente. Era cierto, las horas interminables de grabaciones tomadas en la Cárcel del Peñón los señalaban como unos individuos con nexos en Washington, Moscú, Tokio, Canberra, Buenos Aires y Johannesburgo, como las ruedas dentadas de una maquinaria global y peligrosa en el sentido de que, aún, la Oseta no había podido calibrar el tamaño de su organización; esto último no lo dijo, pero se quedó mirando a Saskia para ver la reacción de sus ojos al mencionar el apellido Espinel y nada, no percibió nada. “La mujer es inescrutable” pensó y le escuchó, en tono de comentario casual, que no los conocía pero que eran los amos y señores de las rutas del narcotráfico a lo largo y ancho del Orinoco, lo que les facilitaba sacar la droga, por Trinidad y Tobago, hacia España y de ahí, a los demás países europeos y de la cuenca del Mediterráneo. De un salto, ella sacó del cajón de la mesa de noche la biblia –la que ponen, por costumbre, en los cuartos de los moteles para amainar los tormentos del pecado– se arrodilló en la cama –su reflejo se veía multiplicado en los espejos angulares del techo– se puso una sábana, alrededor del cuerpo y la amarró a la altura del hombro, como un senador romano y exclamó: “¡Hablaré con la verdad General!” al fin y al cabo estaba llena de su semen y eso, es un vínculo que permite un cierto grado de familiaridad y entrega: tomó su pene y como un cetro lo sostuvo sobre la biblia, elevó la otra mano en señal de juramento y agregó: “Yo, Saskia Leuenberger Wagenknecht me comprometo, ante dios y ante el General Aquiles Padrenuestro Chacón, a matar a los hermanos Espinel, como un servicio desinteresado con, ésta, mi patria adoptiva”. Esa no era, para nada, la reacción esperada por mi General Padrenuestro pero, con su ceño fruncido, le hizo saber que ese tipo de promesas se las tomaba muy en serio, pues, a él, le resultaba magnífico que alguien ajeno a la Oseta le hiciera ese favorcito. Ella, también le dejó claro que sus juramentos eran de vida o muerte, dejó poco a poco las solemnidades pero los efectos de la cocaína no le permitían callarse: le contó, sin detalles, el éxito de sus empresas; reconoció que estaban de lados distintos de la ley, pero aseguró que, entre los dos, podían tomarse el mundo; así lo expresó: “El mundo” con toda su agua 243


dulce, la salada, los continentes, ambos hemisferios y supongo que también la atmósfera y la órbita geoestacionaria. Mi General Padrenuestro la dejó hablar y elucubrar sobre el destino del planeta tierra, sobre los pros y los contras de nuestra economía abierta –desde hacía poco– al mercado de los Estados Unidos, sobre nuestra envidiable posición en el sistema solar, sobre Wall Street y los precios del oro, sobre lo humano, lo divino y lo menos trascendental. En los interregnos de su monólogo, él le hizo un recuento de los parlamentarios que, contados con los dedos de la mano, eran honestos y veraces en la búsqueda del bien común; a los demás los trató como a unos miserables interesados en su propio bienestar; le compartió su sueño de cerrar, un día, el Concilio Parlamentario porque le parecía injusto que fueran, sus representantes, los más proclives a robar las arcas de la nación, a coadyuvar con el enriquecimiento ilícito, en todos los niveles de la administración y los más interesados en que se adjudicaran, a dedo, los grandes contratos del país entre sus amigos o empresas aliadas. Saskia se sintió cansada, se tomó unas pepas que sacó de un estuche perlado y cayó rendida antes de la medianoche; mi General Padrenuestro le dejó doscientos mil pesos debajo del control de la televisión, por humillarla, por hacerla sentir como lo que realmente era; le echó una última mirada a su pubis en reposo, apagó la luz y dejó a tres de sus escoltas pendientes de llevarla a su casa cuando despertara; al salir pensó que buscar conversación entre una persona fumando marihuana y otra metiendo perica, era una pésima idea; y como si se le hubiera bajado, de repente, una fiebre aguda, se decidió a no volver a verla nunca; sacaría a Saskia de su vida, como a una espina clavada en la palma del pie o esa, por lo menos, fue su intención. El Comando Machacán decidió prenderle una vela a dios y otra al diablo; después de los fallidos secuestros, que los Doce del Patíbulo ayudaron a determinar con su patrocinio, aprovecharon que, éstos, estaban concentrados en su huida, en velar por sus vidas –porque por televisión, cada hora, mostraban sus fotos con precios sobre sus cabezas– y se apoderaron de sus laboratorios, cultivos, suministros, toneladas de droga empacada, lista para enviar y rutas de narcotráfico. Ampliaron, por lo tanto, su poder exterminador, implantaron el terror en los municipios del país e hicieron ver a los carteles de la cocaína como a ositos de peluche comparados con la máquina de sicariato que montaron para proteger el negocio; le dedicaron, además, un esfuerzo descomunal a renovar su imagen política, a volver a hablar de la falta de paz, de la inequidad en la repartición de las tierras agrícolas, de la poca estabilidad laboral y todo ese revuelto de rumiante palabrería que se ventila para las elecciones. Guillermina 244


Otúnez, que prefirió no malquistarse con nadie durante la recta final de su mandato, se agachó, se puso en cuatro patas y metió la cabeza entre su propio culo cuando el Comando Machacán se inventó un partido político con plena capacidad de inscribir candidatos a las elecciones legislativas, siguientes, para escoger los nuevos miembros del Concilio Parlamentario, que se realizarían dos meses antes que las elecciones presidenciales y en esa tónica de dejarse manosear –común a los mandatarios que van de salida de su cargo– aceptó que su partido nombrara de candidato a la Presidencia de la República a Dartañán Henríquez Arepuela, un hombre dormido en sus apellidos, heredero de las prácticas malsanas de la política y glotón, glotón para comer, glotón para hablar y glotón para recibirle dinero al narcotráfico, con el cuál pagaría su campaña electoral y le sobraría para que se enriquecieran sus amigos. “¿Qué puede salir mal? Ya lo hicimos antes” era su respuesta cuando sus allegados se asustaban con la afluencia de dinero mal habido destinado a ganar adeptos por la vía rápida del soborno, la compra de votos y rebasar, de paso, los límites de gastos previstos por la ley para la financiación de las campañas políticas. En fin, los rumores le llegaron primero a mi General Padrenuestro y cuando se los transmitió a la Señora Presidente la tarde en que presidieron ambos una parada militar, se alzó de brazos y dijo: “No más cruzadas morales, General, éstas murieron con el beltranismo” afirmación que, desafortunadamente, era cierta; nadie, ningún grupo político, volvió a hablar de moralidad y, menos, cuando los medios de comunicación, los fallos de la procuraduría o las sentencias de los juzgados ponían el dedo en la llaga; en tales casos, los aludidos conformaban, de afán, una Comisión de Ética –se tomaban fotos para acompañar los comunicados de prensa– y prometían llegar al fondo de los asuntos más turbios, mientras dejaban pasar el tiempo: lo dilataban hasta las fronteras del olvido que, en nuestro país, son, más bien, cercanas. Dartañán Henríquez Arepuela tenía tres hombres de confianza y los periodistas –expertos en acuñar la trivialidad y abusar de los lugares comunes– se referían a ellos como los Tres Mosqueteros; sin embargo, cuando se hizo evidente que eran homosexuales de alto vuelo, los empezaron a llamar los Tres Rosqueteros, así se quedaron y así los recuerda la memoria colectiva que es cáustica e inconmovible. Eran socios de una firma de relaciones públicas y su oficio, además de organizar eventos, era el de conseguir y recoger la plata de la campaña, para tal efecto se organizaron de acuerdo con el campo de influencia y la experticia de cada uno: el Clubman pasaba el sombrero entre sus compañeros de golf y los amigos de su padre y de su madre, el Perro –llamado así por su cara enjuta de lebrel constipado– recibía las donaciones 245


corporativas y el Fashionista organizaba subastas, fiestas y cocteles; esa era la fachada y algo de plata levantaron, pero diseñaron un plan secreto, con el candidato, que les permitiera no pasar aulagas durante el durísimo tire y afloje de la puja electoral. Empezaron con los narcotraficantes que estaban en fuga desde que dejaran la Cárcel del Peñón, les prometieron una amnistía por interrupción de proceso (procesus interruptus), latinajo que no quería decir nada y que se les ocurrió a las volandas, pero como se trataba de engañar a unos nuevos ricos más incultos que una mula con dislexia, les hicieron creer –a los ocho que quedaban vivos– que, con unos ajustes, una vez conseguida la Presidencia, ellos podrían dejar de huir y andar como Pedro por su casa en toda Cundinamarca; siguieron con los carteles de narcotraficantes extranjeros, de nuestros países cercanos y les prometieron –Henríquez Arepuela era economista– la legalización de cualquier cantidad de dinero, siempre y cuando mínimo la mitad fuera invertida en nuestro país y en esas estaban cuando se les apareció la gallina de los huevos de oro, que lo único que pedía a cambio, de sus cuantiosos aportes, era que le pusieran a su compañero-hombre-amado-concubino de primeras en una de las listas de candidatos al Concilio Parlamentario. La gallina era por supuesto Saskia y los mellizos Velandia serían quienes se relevarían, en su curul, igual a como hicieron en la cárcel; ella sola aportó el cincuenta por ciento de los dineros que gastaron –despilfarraron– durante la campaña y como muestra de cariño –¡ni más faltaba!– le pusieron el apelativo de: Ricitos de Oro. A mi General Padrenuestro –como siempre sucedía, en épocas electorales– lo buscaban los candidatos por cuestiones de seguridad: el Estado tenía la obligación de proteger la integridad del proceso electoral y eso significaba custodiar a los candidatos que pudieran estar más amenazados y urgido, como estaba, de infiltrar a alguien que vigilara al virtual ganador de la contienda y futuro huésped de la Quinta de Nariño, le dijo a Henríquez Arepuela, la mañana en que se citaron en la Oseta, que entre tanto maricón lo mejor era tener un jefe de seguridad que fuera mujer y que estuviera siempre a su lado para las fotos; el candidato aceptó, pero no se pudo aguantar las ganas de hacer el comentario inútil de: “Para las fotos tengo a mi mujer” lo que produjo una sonrisa interna en los presentes –Blas y Quesada– cuya velada mofa se debía a que la candidata a Primera Dama era una mujer marimacha, de pelito corto, caderas inmensas y cara de forajido buscado por la ley, que arrastraba a su marido como si fuera un carrito de supermercado; cómo sería, que a los caricaturistas de los periódicos les quedó grande mostrar algo más divertido e hilarante que la mera fotografía de ella. Fue, así, entonces, que Roxana pasó de las veleidades de la diplomacia a las 246


arbitrariedades de la política; estaba feliz de dejar la casa de la embajada de los Estados Unidos en la que rondaban fantasmas bilingües y donde espantaban los agentes del servicio secreto, con sus orejas cableadas y su don de la ubicuidad. Se cambió el look por uno más sexy, con el pelo largo y los brassieres más apretados. Desde la primera semana se percató de que mandar hombres se le daba con naturalidad; le tocaba de vez en cuando –eso sí– hacer demostraciones de poder como interrogar un sospechoso a golpes, echar delante de sus compañeros a un escolta o a un policía, por descuidar su trabajo o lanzarle un piropo y presumir –cada vez que podía– de su cercanía con mi General Padrenuestro. Pero lo que más le gustaba de su nuevo trabajo era que no fuera encubierto: por más que le tocara estar pendiente de las actividades del candidato, no tenía que pretender ser otra persona y eso, fue una mejoría notable en su vida romántica. Quesada y ella empezaron a salir; siempre se gustaron, pero el trabajo, de una u otra forma, los había distanciado; él consideró que el entrenamiento militar de los escoltas era susceptible de mejorar y le propuso a mi General Padrenuestro ayudar a fortalecerlo e ir, de paso, haciendo un balance de las debilidades y fortalezas del próximo Presidente de la República. Mi General Padrenuestro intuyó la verdadera razón de su petición, pero no dijo nada porque –y no se cansaba de decirlo– Juan Emilio Quesada Charria era el mejor oficial en sus filas y que pretendiera a Roxana era una bendición de dios; y no es que jugara a ser celestino sino que Celina lo hacía caer en cuenta de la importancia de preocuparse por construir una familia y no un batallón de fufurufas y tirapedos. “Debes humanizarte, Aquiles” le decía ella, así como también le repetía “no se te olvide que tienes tres hijas mujeres y no las puedes tratar como si estuvieran en las barracas”. Las niñas entraron al colegio; sus padres escogieron uno distinto para cada una, pero los tres eran mixtos, laicos y con libertad de creencias religiosas, pese a que mi General Padrenuestro hubiera preferido uno de sólo mujeres, dirigido por monjas; la verdad es que no tuvo argumentos para sostener la caña, pues –como Celina se lo hizo ver– era inconcebible que hubiera sido el primer oficial en Cundinamarca que le impartió entrenamiento militar a mujeres, desde mucho antes de que les fuera permitido prestar el servicio, pero que con sus hijas tuviera el rubor de que crecieran a la par con los hombres. “Es que, Lugarte, yo en mi casa no llevo ni los pantalones, ni las charreteras, ni nada” me dijo un día y hoy pienso que eso lo equilibraba porque su casa marchaba sin que estuviera obligado a decidir ninguna cosa; era un espacio donde podía guarecerse de las responsabilidades de tanta comandancia y ministerio. Saskia tenía múltiples fuentes de información porque los mellizos hicieron muchos 247


contactos en la cárcel y como pagaban, en efectivo, por las razones –chiquitas o grandes– que les dieran los soplones que gravitaban a su alrededor, pues eso los facultaba, la mayoría de las veces, para ser los primeros en reaccionar frente a un problema o en anticipar un descalabro. Fue por ese medio que supieron que los hermanos Espinel estarían en Isla Perico, un enclave panameño en aguas del Pacífico donde se cocían muchos de los grandes negocios del narcotráfico. Los mellizos se asustaron de que a Saskia le diera por explorar posibilidades “comerciales” en sitios distantes de su área de influencia, porque parte del éxito de las mafias –como se ve en las películas sobre la prohibición del alcohol en los años veinte– es el de mantener y proteger su territorio. Saskia no le dio tanta importancia a la preocupación de sus socios, pero tampoco los hizo partícipes de la promesa que le hizo a mi General Padrenuestro la noche en que la trató como a una prostituta de cafetín. Con la sola excusa de informar el paradero de los hermanos Espinel y refrendar el pacto lacrado con el sudor de sus cuerpos, se apareció en la Oseta y para su sorpresa, le pidieron la cédula de ciudadanía y le dijeron que el sistema –de computadores– no permitía su entrada y que estaba prohibido anunciarla y que, de insistir, se estaría arriesgando a un arresto preventivo; se puso a gritar como una descocida, a mi General Padrenuestro le contaron que por poco se arranca las mechas del desespero; insultó a quien pudo y para cerrar con broche de oro, lanzó la expresión que –en mi sentir– lleva la carga más grande de auto-humillación posible en un ser humano: “¿Y es que ustedes no saben quién soy yo?” Dicho esto, en la circunstancia que sea, no queda más remedio que batirse en retirada y rogar al altísimo para que lo olviden, a uno, con prontitud. Esa rabieta demostraba, a las claras, lo mal que estaba Saskia; que pasó de reconocerse como una criminal organizada, con planes de expansión pero discreta y gozona en la cama, a ser un buitre maquillado de mil colores, con los ojos en la nunca, los pensamientos desorbitados e irrespetuosa de su propia piel. Sin duda el consumo de droga estaba causando estragos, en su cuerpo y en su mente; esas victorias diarias que le reclamaba su sexualidad y esa megalomanía de querer conseguirlo todo –o por lo menos todo lo comprable– la volvieron, cada vez más, vulnerable al rechazo, por eso, el de mi General Padrenuestro, le dolía en lo más profundo de su ser porque era la comprobación fehaciente de que entre más puta, más puta. A Saskia se le ocurrió que necesitaba, con urgencia, asesinar a Eduardo y Gustavo Espinel para poderse enfrentar, de tú a tú, con mi General Padrenuestro y presionarlo en beneficio de sus necesidades de narcotraficante en ascenso y de perra en constante celo; no le parecía suficiente tener entre el bolsillo al virtual ganador de las elecciones presidenciales –inflando el caudal de su campaña– porque sabía, con esa intuición de pitonisa infalible 248


que le envidiaban los mellizos, que mi General Padrenuestro tenía el poder detrás del trono para rato. Sabía, también, que nunca podría manipularlo, pero tendría que ponerlo de rodillas así fuera para guillotinarle la lengua cuando la volviera a meter en su vagina. De lo contrario, pasaría noches de desvelo, en La Habana o en Veracruz, planeando el daño que le haría; empezaría a odiarlo, a desearle dolores intolerables, a maquinar formas inauditas de asesinarlo pero con torturas previas y sufrimientos extensivos a sus mujeres y a sus hijas. Contrató detectives privados, algunos de los cuales se preciaban de conocer al dedillo las nuevas tecnologías de la información, pero ninguno descubría secreto alguno sobre mi General Padrenuestro que no se supiera: era polígamo declarado, deshonesto, puto, asesino, ratero, torturador, mentiroso, traicionero, había quemado personas vivas, violado mujeres, metido droga, contraído gonorrea y una vez –de niño– le vendaron los ojos en una fiesta infantil y –sin culpa pero con sevicia– con el palo que le pusieron en sus manos para romper una piñata molió a golpes a cuatro adultos y dos viejos; sobre él se rumoraban muchas atrocidades pero, en los malos sueños de Saskia, mi General Padrenuestro aparecía en un pedestal por encima de la ley de los hombres y de la ley divina, como Zeus, el anticristo o el espíritu santo. Lo único que Saskia averiguó y le dio risa saberlo fue que mi General Padrenuestro ¿quién lo creyera? no conocía el mar. “Yo te he visto en algún lado, corazón hermoso” fue lo primero que me dijo Reina cuando me conoció; no supe qué responderle y con esos ojos escrutadores clavados a los míos, me puse tímido y sólo contesté: “Me alegra conocerla, Señora Reina, Andulima me ha hablado mucho de usted”; como una tromba, entró Mauro a la salita de recibo donde estábamos y la contrariedad pintada en su mirada me incomodó; Andulima lo notó y me sacó corriendo del comedor auxiliar por donde entramos. Lo primero que hizo fue relacionarme con las chicas: me presentaba con un auténtico orgullo y me di cuenta de lo importante que era, para ella, tener novio y que además fuera militar; era pasado el mediodía y algunas de ellas se veían recién levantadas. Andulima me explicó que algunas eran internas, que otras dormían en sus casas y llegaban por la noche; nunca faltaban una o dos externas que por razones de trabajo se quedaban a dormir, por no decir que caían rendidas de tanta rumba, trago y drogas. Sobre esto último supe, más tarde, que Reina no permitía que sus chicas se drogaran y las mantenía vigiladas para que no se excedieran con la bebida. A ellas les rendían los cocteles con mucha agua y les servían el whisky y el vodka, al tiempo con botellas con cerveza a medio llenar, lo que quería decir que, técnicamente, tomaban a la par con los clientes, pero cada trago lo devolvían entre la botella oscura de las maltas nacionales. 249


Los meseros eran habilísimos en cambiar a tiempo unas botellas por otras, porque también era un buen mecanismo para que el trago se consumiera con mayor rapidez y por lo tanto, los clientes pidieran más y les aumentara la cuenta. Fumar marihuana estaba permitido –a Reina le gustaba su olor dulzarrón a chamizo quemado y húmedo como cuando, a cielo abierto, cae la lluvia sobre las quemas de las hojas secas– pero las que metieran cocaína eran despedidas en el acto; incluso, para evitar una consecuencia tan drástica, tenían un código: cuando una de las chicas le decía a un mesero “tráigame una crema de menta con gotas de vainilla y canela” quería decir que el cliente la estaba forzando a consumir cocaína u otra droga y la sacaban con cualquier excusa del cuarto. A Reina le gustaba pensar que la Bombonera era un refugio de amor donde los hombres debían salir satisfechos y pensando en volver, ya fuera para estar con otra chica que vieron pasar y les gustó o para seguir intimando con la misma hasta enamorarse con ansia y dolor. Ella quería descargar de sus hombros el peso inadmisible de su pasado; añoraba, con rabia, su belleza y la cantidad y variedad de sudores compartidos; le afligía, haber sido tan hermosa por fuera pero tan podrida por dentro; eso pensaba durante sus interminables vigilias; quería, por lo menos, volverse linda por dentro, pero tendría que ser más tarde en la vida porque la sed de venganza no se le calmaba con nada: su odio por mi General Padrenuestro seguía intacto y su nirvana personal no llegaría mientras, él, no hubiera pagado por su monstruoso crimen. Reina cumplía, a cabalidad, con la definición de “matrona de burdel”: seguía engordando sin mesura y cuidaba a sus chicas como si fueran sus hijas; las aleccionaba sobre cómo no dejarse joder de los hombres, les hacía ver los peligros del machismo y les enseñaba a quererse y a apreciar su capacidad de dar placer y de bandearse solas en la vida. “Ustedes no necesitan de un hombre para lograr sus metas: ¡necesitan de varios!” les decía y las prevenía de los abusadores, de los maltratadores y de la peor clase que hay, los que “no matan una mosca”: esos no te pegan, no te exigen nada, montan un acto de pareja y padre ideal, mientras sin groserías y con una ficticia amabilidad te ofenden verbalmente, de a poquitos, te erosionan el alma, te aplican una sumisión a largo plazo que te asfixia y te acorralan hasta que terminas de esclava, de lava-calzoncillos y de cocinera vitalicia, esperando el día de ponerle veneno para las ratas a su comida. Las hacía sentir orgullosas de ser putas; las apartaba por completo de su crianza judeo-cristiana y las despojaba, a la fuerza, del pecado original que alimentaban desde pequeñas por cuenta de tanta castidad y tanto miedo al placer; paradójicamente, les enseñaba a cuidar y a querer su cuerpo, mientras ella misma trataba el suyo como una cloaca: se llenaba de chocolates, postres y 250


caramelos “no en vano esto es una bombonera” profería, con todo y que le diagnosticaron un estado pre-diabético que, sin duda, se consentía. La rigidez de su cara había cedido, su creciente redondez le fue suavizando las cicatrices y las inmensas cantidades de dinero gastadas en dentistería y tratamientos maxilofaciales, le quitaron amargura a su sonrisa. No volvió a estar con hombre alguno, compraba perritos salchicha que le lamían el pedacito de carne que encontraban detrás de la turbulencia peluda que se dejó crecer entre las piernas; le bastaba con eso, veía películas pornográficas de sólo mujeres, pero no porque le gustaran sino para arrancarse de la memoria la cara de tanto delincuente-sicario-chacal-hiena-carroñero que la poseyó, creyendo en la ilusión, en el espejismo, de que sus almas hediondas, por alguna gracia terrenal, hubieran podido conquistar el paraíso. Debo confesar que me gustaba ir a la Bombonera; Mauro no era de mi agrado, pero estar entre prostitutas era grandioso. Andulima lo permitía porque después de “dejarme en remojo” con sus amigas, como ella decía, mi cuerpo cambiaba por el de un pulpo rojo en el que ella se envolvía, al tiempo que se desenvolvía y se volvía a envolver; entre jadeo y jadeo, me mostraba sus costuras y me indicaba dónde lamer, con qué intensidad morderle el cuello y qué tanto se le hinchaba el gallito –le encantaba decirlo en voz alta “amor, mira cómo me tienes de hinchado el gallito”– antes de penetrarla y abrirla por dentro; se presionaba el vientre con los dedos para palparme más, yo sentía la cabeza de mi pene rozarle las costillas, alojarse en su garganta y asfixiarla hasta el grito final. Poníamos en práctica lo que las chicas me enseñaban y que ella me dejaba aprender; muchas veces me regañaba por ponerme confianzudo con ellas, pues me encontraba escuchando explicaciones de mecánicas íntimas con mujeres que utilizaban su cuerpo y sus dedos como herramientas didácticas para que, yo, entendiera bien sus lecciones; ellas se reían, gozaban conmigo porque me ponía vulnerable y nervioso; utilizaba cojines para tapar mis erecciones. “Cuéntame qué más te dijo Almendra” me preguntaba Andulima y se metía la mano entre los calzones mientras yo me enredaba explicándole cosas de la piel; “¿y le viste las tetas?” me seguía preguntando para que le respondiera que sí, que sí se las había visto –así no fuera cierto– porque eso la excitaba y le enrojecía su centro; “¿y le viste su chochita?” y yo contestaba que sí; “¿y le metiste los dedos para sentir su humedad?” y yo afirmaba, de nuevo y complementaba: que su baba me la había, por ejemplo, untado en la palma de la mano y puesto en mis labios o en la nariz, con lo que me decía “toma, huéleme la mía” y sacaba la mano de donde la tenía, llena de ella misma, de su adentro, de ese vapor lubricado que expulsaba de la profundidad de sus muslos. Nos gustaban mucho 251


los preámbulos, las argucias para terminar entretejiéndonos, amándonos, compartiendo palabras y caricias que se originaban en el amor que estábamos dejando crecer entre ambos. Gozábamos de un sexo vital, cualquier estrategia para llevar al otro a la cama era válida; una tarde Andulima me llevó a la Bombonera y me mostró el secreto mejor guardado del lugar: un hueco que, tapado por un espejo falso, daba a uno de los cuartos y por el que se podía fisgonear, desde el closet de la ropa de cama; nos metimos ahí y nos dimos cuenta que mientras, de este lado, estuviéramos a oscuras no había riesgo de que nos vieran desde afuera y nos descubrieran. Se nos volvió costumbre meternos ahí; nos encerrábamos a mirar, recostados en las pilas de sábanas, fundas y toallas; incluso le pusimos a la puerta un pestillo pequeño –donde se viera menos– para cerrarla por dentro; nos quedábamos quietos, mirando una cama doble, la entrada al baño y un sofá en forma de labio, desde mucho antes de que entrara alguien. Cuando escuchábamos: “Servicio, alcoba cinco” nos emocionábamos y ella me metía la mano entre el pantalón y yo a ella entre los calzones y así nos quedábamos quietos sin movernos, mirando a las chicas con sus clientes, en una mutua masturbación que podía durar horas enteras. A veces nos salíamos antes de tiempo, no nos gustaban los latigazos, ni nada que produjera dolor físico; tratamos de verlo, de encontrarle algo positivo, pero no lo entendimos; éramos más convencionales, tal vez, el placer que recibían los viejos o los minusválidos, de mujeres tiernas y dispuestas a hacerlos sentir bien nos llenaba de ternura; las parejas con varios años de casados buscando una nueva excitación, entre tres, nos daban pistas sobre el futuro juntos; las clientas que descubrían tardíamente su lesbiandad eran divertidas, ese reencuentro con su propio cuerpo las reivindicaba con la vida y les permitía cambiar ese sentimiento de mueble estorboso por el respeto hacia sí mismas; salvo algunos hombres que tenían sexo como si fuera una exigencia del cuerpo –como afeitarse u orinar– nos dimos cuenta de que pagar por sexo no le restaba humanidad, ni belleza, ni dignidad a la búsqueda por apaciguar las arideces del cuerpo. Andulima miraba a sus amigas desnudarse y trabajar, exponer su cuerpo ante desconocidos y descubrirle a cada uno su magia; no todos la tenían, por supuesto, muchas veces ellas se veían en la obligación de pedir, con sutilezas, respeto y exigir amabilidad e higiene; no es una profesión fácil, como tampoco lo es la biología marina, el manejo de maquinaria pesada, la física cuántica o la escultura. Al cabo de un tiempo, nos empezamos a sentir mal, estábamos violando la intimidad de las personas que llegaban a la alcoba cinco a tener sexo consensual por dinero, a expresar con su cuerpo lo que muchas veces no podían hacer de otra manera o con nadie más que no fuera una 252


persona ajena a sus vidas y experta en lo que verdaderamente necesitamos: que no nos juzguen. Me pareció y se lo comenté a Andulima, que nuestro voyeurismo cambió mi concepto de la belleza del cuerpo –como lo hiciera mi Tía Rosalba alguna vez, con los libro de arte griegos y bizantinos–; descubrí que hay una frontera, una línea imaginaria, en la que un encuentro sexual deja de ser un fenómeno estético-vanidoso signado por la sociedad de consumo, por los juicios y aprehensiones de que somos capaces y se convierte, en esencia: animal. Abandonamos los ardides del pensamiento y entronizamos el prodigio epidérmico; nos dejamos envolver por un sopor, por una levitación extracorpórea en la que nada importa, en que las cicatrices, las falencias, la orografía abrupta o desgastada, quedan suspendidas, se anulan unas con otras y sólo prima el más desnudo brío. Durante ese limbo atemporal después del orgasmo, Andulima y yo buscábamos siempre temas de conversación –como una sobremesa– y terminábamos, siempre, hablando de lo trascendental de la vida –nuestras vidas– por lo que hubo un tiempo, maravilloso, en que nada se decidía entre los dos, sin preguntarle, primero: a la piel. Esos encuentros ajenos de los que fuimos alguna vez espectadores, nos quedaron archivados en la memoria y había oportunidades en que los recordábamos de viva voz, los describíamos con detalle para excitarnos, los repetíamos y en nuestra imaginación nos convertíamos en cuatro y al rato en seis, para terminar rodeados de una multitud: nuestra audiencia, los verdaderos testigos de nuestro amor. La cocaína azul se volvió en una moda, el problema era que expendedores de todas las calañas empezaron a teñir la propia con métodos químicos poco recomendables; trataron también, a la fuerza, de posicionar otros colores entre los usuarios: la Floridaemon amarilla, la Ethiopian Berry morada y la Pink Tomate rosada, tirando a rojo, llamada también la Trip Trip Trip. Ninguna tuvo el éxito de la Blue Kiev y quienes trataron de copiarla fracasaron porque sacrificaron calidad por color. Su área de acción, el mercado que la posicionó como la droga play del momento, fue el neoyorquino; no se podía caminar más de dos cuadras en Manhattan, Brooklyn o Queens sin que fuera ofrecida a los transeúntes, especialmente a quienes parecieran tener mayor poder adquisitivo, pues se convirtió en un producto de élite. La guerra entre las mafias por los territorios de Broadway y de Soho era cruenta: entre los distintos bandos se peleaban el derecho a atender las filas de las discotecas, el sitio principal donde la clientela se acostumbró a conseguirla. Un fin de semana se movía más plata, afuera, en la calle, que, adentro, en los baños y corredores oscuros de los rumbeaderos; entre semana los más adictos –por lo general– tenían a alguien que les llevaba la droga a la casa y esa 253


intimidad, con el jíbaro, no se daba a menos de que la calidad cumpliera con las más exigentes expectativas y en eso, la Blue Kiev, era insuperable porque el comprador final ya tenía recordación de la finura de su polvo –que casi no tocaba picar– de la papeleta de papel mantequilla blanco doblada en triángulo y del logotipo impreso con nitidez: una K azul en forma de alas. El complejo aparataje de su comercialización, control de calidad y la defensa de los territorios de distribución corrían por cuenta de la mafia ucraniana de Brighton Beach, un barrio de mayoría rusa al sur de Brooklyn donde los ánimos se habían caldeado desde la disolución de la Unión Soviética. Los ucranianos se fortalecieron con la Blue Kiev y se crecieron frente a los demás excompatriotas; no podía ser de otra manera, pues el Ruso era nikopolita y le entregaba a los suyos, directamente, la droga; era su forma de celebrar la nueva independencia de su tierra: Ucrania, formando una mafia a la cual llamar familia; igual a como lo hiciera en Zacambú, donde –como era de esperarse– tenía ahijados y sobrinos de piel carmelita clara, ojos negros y profundos como el Río Amazonas. El Ruso delegó muchas responsabilidades en Yuri y Volodia quienes demostraron fidelidad, equilibrio, capacidad de trabajar bajo presión y un excelente manejo de la parte técnica del oleoducto, el cual mantenían funcionando como un relojito; no en vano tenían a su servicio otros diez buzos expertos traídos de las refinerías del Mar Caspio y a quienes nunca se les ocurrió pensar que por tan frágil tubería pasara algo distinto a petróleo; entre ellos, equipados de sonares portátiles, podían detectar, en cuestión de horas, amenazas de grieta o ruptura; de una forma muy recursiva lograron darle mayor estabilidad al ducto: le amarraron, a lo largo, de principio a fin, un cable de acero externo que minimizó bastante las oscilaciones producidas por las corrientes marinas. Lo que nunca supo el Ruso, porque era antimperialista y sus reacciones cada vez más impredecibles, fue que en cada unión entre tubo y tubo colocaron un letrero de metal blanco que decía: Property of the United States of America. El Ruso hacía los contactos en Brighton Beach, en persona, donde sacaba la bestia desatada que llevaba adentro; la riqueza lo volvió sanguinario, su vicio era la sangre y le gustaba descuartizar cuerpos con sus propias manos mientras trataba de mantenerlos agonizando lo más posible. Desde que los rusos entraron al negocio de la cocaína, en nuestra región, era vox populi que los narcotraficantes de Rionegro o del Cauca parecían mansas palomas comparados con ellos; su fuerte temperamento era atribuido a su ascendencia de mezcla bárbara y mongol, al nomadismo de su historia que les facilitó la conquista del mundo conocido, desde la ribera norte del Danubio hasta el mar Amarillo, pero les dificultó el sentido de pertenencia hacia una tierra en 254


particular. Los habitantes de las estepas siberianas, por ejemplo, miran al horizonte y dicen “de aquí hasta allá, todo es mío” por eso cuando decidieron narcotraficar, en la selva tropical, era parte de su esencia, de su heredada costumbre: pensar en dominar la extensión completa del negocio; “o todo o nada” fue la reflexión que, estando en Brighton Beach, motivó al Ruso a tomar una decisión que esperaba no haber demorado mucho: matar a Saskia y a los mellizos, tomarse la organización y quedarse con lo que consideraba suyo. Se dedicó a reclutar mercenarios y los escogió de entre la gente más cruel, del lumpen más mísero y maligno de las colonias bielorrusas y uzbecas del Bronx. Uno de ellos, por ejemplo, tenía fama de romper cráneos, como nueces, entre las rodillas y otro de amarrar mujeres, abrirles un hueco en el vientre con una navaja y penetrarlas sexualmente, por ahí, entre gritos de lujuria animal y untándose la sangre de sus víctimas en la cara. Los llevó a vivir a La Habana, con la idea de realizar el golpe letal que lo convertiría en el dueño de su propio cartel. Se reunía con ellos, día de por medio, en el piso de hotel donde los tenía alojados y compartían con alboroto mujeres y vicios, jugaban con armas y se botaban a la piscina desde las terrazas de los cuartos. Aprendieron a bailar salsa y se fueron, poco a poco, aclimatando, esperando la orden de abordar el yate de Saskia en Playa Girón y sacrificar a quienes se encontraran a bordo. Se trataba de una sola masacre y luego desaparecerían –no habría una segunda oportunidad– por eso era muy importante que estuvieran en el yate también los mellizos y en lo posible, otros subordinados que se volvieron indispensables y de confianza para ellos. Una vez puestas las fichas sobre el tablero, el Ruso citó, para el efecto, a una reunión técnica e insistió en que estuvieran los socios presentes, porque era para decidir el futuro de la empresa: “Es urgente que todos vengan a Guantánamo, las cosas están cambiando, necesitamos tomar decisiones” fue lo que dijo. Saskia se la olió desde que levantó el teléfono: si había llegado lejos –pensaba ella– era por esperar, siempre, lo peor de las personas a su alrededor. Muchas veces se sorprendía de su propia mezquindad, por lo que suponía que cualquiera era capaz de ser, cada día, peor y con las motivaciones adecuadas, cometer atrocidades cada vez mayores; le contestó al Ruso –quien, por fin, aprendió a hablar español– que “por supuesto” que fuera organizando el encuentro y que le comunicara cuándo podían ir a visitarlo. Saskia de inmediato llamó a Belarmiño y lo mandó a Guantánamo, donde nadie lo conocía, a que averiguara las andanzas del Ruso, misión que no le costó ningún trabajo porque en la isla –¡vaya discreción!– no se hablaba sino de los desmanes de unos soviéticos –todavía los llamaban así– que llegaron para aniquilar a una de las mafias del narcotráfico cundinamarquesas. A los mellizos les pareció muy divertido –cuando conocieron los detalles– porque estaban acostumbrados al carácter indiscreto del 255


Ruso, cuyos descuidos pusieron en peligro, varias veces, la operación de la Florida. Desde antes de definir cómo defenderse, Saskia consideró a Yuri y Volodia para reemplazar al Ruso; los mandó venir a Bogotá para prevenirlos y para que los sucesos, próximos a ocurrir, no los fueran a asustar o en su defecto a intranquilizarlos. Henríquez Arepuela ganó las elecciones a la Presidencia de la República y mi General Padrenuestro no fue a la ceremonia de posesión porque ese día tenía agendada una cita para hacerse el pedicure; sin duda, sus uñas encarnadas eran más importantes que sentarse a sonreír, con incomodidad y aplaudir el mismo discurso de promesas vacuas de los presidentes entrantes. Los salientes eran otra cosa, Guillermina Otúnez dedicó los últimos meses de su gobierno a candidatizarse y a hacer el lobby conducente para ser nombrada Directora de Expresur (Asociación de Expresidentes Suramericanos) con sede en Buenos Aires y puso a su gabinete a trabajar en ese sentido, nada era más importante, al punto de que el último consejo de ministros se realizó entre un avión con destino a Valparaíso donde buscaría el voto chileno durante un encuentro con Augusto Pinochet, a quien alguna palanca le debía quedar, pues, a pesar de haber sido reemplazado por un civil en la Presidencia de la República por la vía electoral, seguía siendo Comandante en Jefe del ejército chileno. El octogenario estuvo molesto durante la reunión porque creía que el Presidente de Cundinamarca era mi General Padrenuestro, lo quería conocer y agradecerle la deportación de dos prófugos chilenos –quienes después desaparecieron–; el viejo no tuvo problema en manifestar su disgusto y el Canciller cundinamarqués contestó lo que creyó ser una cortesía: “No se preocupe General, yo también pensé que usted era el Presidente de Chile”. Finalmente se logró el nombramiento y después de diez años en el cargo –con reelección incluida– la expresidente Otúnez obtuvo el mejor reconocimiento de su vida, entrar al Libro Mundial de Records por conocer a la mayor cantidad de jefes de Estado, en retiro, con incontinencia urinaria. Cuando volvió a Cundinamarca, su prestigio de mujer conciliadora le permitió enderezar la suerte de su partido político que perdió el poder después del gobierno del Presidente Henríquez Arepuela y se hundió en las aguas profundas de la discordia entre sus distintas corrientes políticas, que ya no eran ideológicas sino por conveniencia económica y personal de sus miembros. Entramos con el nuevo siglo a la era del oportunismo político y las tumbas de nuestros próceres en el Cementerio Central amanecían revolcadas, como las cobijas de la cama después de un mal sueño. Pero no nos adelantemos, durante su discurso de posesión Henríquez Arepuela afirmó que el nuevo Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia sería el General Oswaldo Malapata Valladares, sin tener en cuenta –porque no la 256


conocía– la resolución de que sólo se podría nombrar en ese cargo a generales de cuatro soles o más, razón por la que le tocaría esperar o adelantar la siguiente promoción de militares. A mi General Padrenuestro le tocó reconocer –para sí mismo– que le había tomado un cariño inmenso al poder y que no se sentía capaz de volver a recibir órdenes de otro militar; “a menos que nombraran a un militar de presidente ¿verdad Lugarte?” –me gritó un día cuando hablábamos del asunto entre varios oficiales– a lo cual él mismo se respondía “y ese tendría que ser yo ¿verdad Lugarte?” y se reía a mandíbula batiente porque estaba entre los suyos y sabía que esas impertinencias quedarían entre nosotros. Se trataba de un comentario, de los muchos que él hacía “por mamargallo” porque sabíamos, sin asomo de dudas, que mi General Padrenuestro odiaba las intrigas de la Quinta de Nariño y que la Presidencia de la República le “sabía a mierda” como muchas veces dijo, a la par con una de las frases que, él mismo, se inventaba “si llegaran a darme ganas de ser Presidente de la República, por hecho o por derecho, quiere decir que entré en un coma profundo; por favor, les ruego, que alguno de ustedes me desconecte”. Llamó, al recién nombrado Ministro, esa noche: “Malapata, qué buena pata la suya, felicitaciones” y lo citó a la Oseta para poner en marcha las gestiones del empalme. No sabíamos con qué iba a salir, esta vez, mi General Padrenuestro, pero lo cierto fue que por esos días no se le vio ningún tipo de desasosiego, acostumbrado –supongo– a los imponderables vaivenes palaciegos. El lunes siguiente me presentó su nuevo encendedor, “me lo mandó el General Augusto Pinochet” me dijo y me mostró que por debajo, al lado de donde se le echa el gas butano, decía: “Gracias”. A las diez de la mañana apareció, en la Oseta, el candidato perdedor de las elecciones con un video: lo vimos; después de almuerzo, recogimos a Roxana, llegamos sin avisar a la casa del General Malapata, quien seguía recibiendo llamadas de felicitación por su nombramiento y sin que mediaran más que unos pocos y lánguidos saludos, le entregamos el video: lo volvimos a ver; por la noche, pusimos la televisión y la par con Cundinamarca entera: lo vimos por tercera vez. El video mostraba al recién posesionado Presidente cuando era candidato, sentado alrededor de una mesa con sus tres relacionistas públicos; la cámara es de alta resolución, pero está oculta, estática y no muestra sino las caras. No se ve la mesa ni lo que hay sobre la mesa; es evidente que están contando dinero y el Perro asegura no haber visto tanta plata junta en su vida. El Fashionista se para, contesta su celular y saluda a su interlocutor, se aleja demasiado y no se escucha el diálogo; después de varios minutos le entrega el teléfono a Henríquez Arepuela quien hace gestos de no querer pasar, pero 257


los otros dos le insisten; él permanece sentado en su sitio, esa parte de la conversación se escucha muy bien: “¡Ricitos de Oro qué dicha oírla! Gracias por el regalo y usted sabe que estamos para servirle” se despide y cuelga, después de lo debió ser, también, un halago y una despedida. Hasta ahí nada incrimina a nadie. Unos segundos después, el Fashionista prende un cigarrillo e informa: “Son seiscientos mil dólares, sobre la mesa, en la caja quedan cuatro millones doscientos” a lo cual el Clubman responde: “¡Ricitos de Oro hijueputa! Nos prometió diez millones de dólares. ¿Qué pasó con el resto?”, “¡dejemos de joder, seis millones es suficiente!” exclama el Perro; el Clubman, alterado, se para y sigue con la cantaleta: “!Malparida, le mete billones de dólares en mercancía, al mes, a los gringos y nos viene, aquí, con chichiguas!” El Fashionista cuenta cincuenta mil dólares, se los da al candidato y le dice “para Silvania” le da otro tanto al Perro y le dice “para los bravos, allá, de tu tierra”; cuenta ochenta mil dólares y le dice al Clubman –por molestarlo, me imagino– “para tus gastos personales” y corrige “mentira, para pagar los espacios radiales del fin de semana”. El Clubman mira al Fashionista, en dirección a la cámara hace un gesto de desaprobación y antes de concluir la reunión manifiesta, mientras están guardando la plata en los bolsillos: “Lo que es, yo, le cobro el resto de la plata a esa Ricitos de Oro chupaculos, creída, cabrona de mierda” y cuando el video se está acabando y los cuatro están saliendo del recinto, el Fashionista en tono de “se me estaba olvidando” agrega: “Y estos veinte mil dólares son para el General Malapata para tenerlo de nuestro lado, cuando lo nombremos ministro”. La primicia fue contundente: por primera vez en Cundinamarca, después de tanto rumor sobre los dineros llamados calientes en las campañas políticas, aparece una prueba fehaciente y también, por primera vez en Cundinamarca, después de tanto rumor sobre lo solapados que son nuestros mandatarios aparece el Presidente de la República Dartañán Henríquez Arepuela, en rueda de prensa, a contarle a los cundinamarqueses que por razones personales el General Malapata desiste de su nombramiento, como reemplazo de mi General Padrenuestro y a la pregunta de un periodista sobre el contenido del video, contesta con una seriedad pasmosa: “¡Estábamos jugando Monopolio!” respuesta de la que nunca se retractó, ni siquiera el día de su muerte. Belarmiño estaba como espía, en Guantánamo, sin nunca haber espiado a nadie –contaba él– por eso, parece que le fue muy fácil a los mercenarios descubrirlo escondido detrás de unos binoculares que le quedaban grandes y con un estuche de ganzúas para abrir cerraduras, colgado del cinturón; lo alzaron como a un maletín de mano y antes de dejarse propinar una golpiza Belarmiño sacó, de su bolsillo, un 258


diccionario español-ruso ruso-español y buscando cada palabra, les habló: “Yo francotirador ayudar ustedes matar personas”. A ellos les cayó en gracia y como se trataba, apenas, de un muchacho lampiño, no le hicieron daño, pero con la condición de que les regalara el diccionario; lo llenaron de alcohol y droga, lo habrían podido violar porque la mitad de ellos eran –como dicen– de motor y de pedal, pero el Ruso llegó después del atardecer y no sólo les dañó la fiesta, sino que se molestó con el intruso. Sus compatriotas, lo pusieron al tanto de la situación, por eso, inquieto, entró a un cuarto contiguo, sacó un rifle con mirilla telescópica y le dijo a Belarmiño “si le atinas a esa luz roja que se ve allá al fondo del malecón, te perdono la vida”. El Ruso tradujo el requerimiento a los demás; de fondo, una emisora radial mal sintonizada tocaba la canción Luna sobre Matanzas, cantada por Celia Cruz y los presentes, a la expectativa del reto, hicieron silencio. El joven cargó el arma, la revisó, sin nerviosismo, cuadró la mira y desistió del disparo, se levantó de hombros y pidió ser escuchado: “Señor Ruso, máteme de una vez porque esa luz está a casi cuatrocientos metros y con este viento, con este rifle barato y con el cañón desviado, sin limpiar y con un silenciador tan largo, no hay manera de dispararle con éxito a esa luz” indicó, como si le hubieran pedido un dictamen y antes de que sus anfitriones se fueran a molestar, propuso un reto igual de interesante: desinflaría con disparos seguidos los flotadores de tres niños que se estaban bañando en la piscina, sin lastimarlos y sin demorarse más de quince segundos entre cada tiro. De nuevo, el Ruso hizo la traducción correspondiente y de inmediato los mercenarios sacaron dinero de los bolsillos, hicieron sus apuestas y le entregaron la plata a un par de puticas que se encontraban, embaladas, echadas en una hamaca. Belarmiño se recostó contra una pared, puso la culata en su hombro, apuntó, retuvo la respiración e hizo los tres disparos, cargando manualmente la recámara. Los niños, en el agua, se pegaron un buen susto, pero nadie se dio cuenta de lo sucedido; los pocos que miraron hacia arriba, porque oyeron aplausos y gritos de emoción, exclamaron: “¡Otra vez esos jodidos rusos!” Belarmiño se salvó y lo aceptaron como parte del equipo, pero cuando le consiguieran el arma apropiada tendría que despedazar, de un tiro, la luz roja, intermitente, al fondo del malecón; mientras tanto, le siguió la corriente a sus nuevos amigos, los acompañó el fin de semana completo a tomar vodka, a putear y a recorrer los centros nocturnos de La Habana buscando camorra y pasó la siguiente semana desencajado en una cama, con calambres en el estómago y dolor de cabeza. El Ruso se apareció una tarde y se sentó frente a la cama en la que Belarmiño cuidaba sus malestares y le reveló que necesitaba un francotirador para el golpe, en ciernes y le explicó el plan de asesinar a unas personas reunidas en un yate –no dio más especificaciones– pero insistió en que los 259


asesinos tampoco podían salir vivos, por lo que, sin más rodeos, le asignó su misión: buscar una panorámica del muelle desde donde pudiera disparar y matar a los perpetradores o víctimas, que pudiera quedar de testigos. El solo tono con que le fueron dadas las instrucciones no daba la posibilidad de reusarse; de todas maneras, el Ruso le ofreció cien mil dólares por “el trabajito”; lo que omitió contarle es que si todo salía bien, no tendría la oportunidad de dispararle a nadie porque, de igual forma, puso a los unos a asesinar a los otros, con el mismo tipo de soborno y el mismo tono de voz impositivo. Belarmiño, como para ganárselo un poquito, para que se diera cuenta de que a diferencia de esa manada de bestias caucásicas él tenía, por lo menos, cabeza, le preguntó: “¿No le preocupa, don Ruso, que, aquí, la gente sepa que ustedes van a matar narcotraficantes?” a lo que su interlocutor respondió con risas y con un acento ruso-gringo-guantanamero muy particular “para nada, muchacho, en esta tierra a los rusos nos reciben como reyes, nos tratan como delincuentes y nos escupen cuando nos ven muertos” y después de un breve contexto histórico remató “es mejor que sepan, de antemano, que somos unos asesinos ¡así nos dejan tranquilos!” Cuando Saskia identificó la llamada desde Guantánamo, en su celular, contestó según lo acordado: “De tin marín” Belarmiño del otro lado de la línea respondió “de do pingüé” y prosiguió “apenas atraquen, van a ser abordados por rusos asesinos” y colgó. Esa forma de validar claves, por teléfono, era aprendida –como muchas de las argucias utilizadas por los narcotraficantes– de la televisión y películas gringas; se debía, como siempre, colgar antes de treinta segundos para evitar que la llamada pudiera ser interceptada o identificado su destino; esa, como muchas otras rutinas de seguridad, no eran planeadas por expertos contratados para el efecto –como se podría pensar– sino copiadas de programas como Miami Vice o Hawaii 5-0. Saskia puso las cartas sobre la mesa con Yuri y Volodia, quienes respondieron lo adecuado: que le debían al Ruso el favor de haberlos traído a trabajar a esta tierra llena de bendiciones, pero que su trato insultante y bárbaro se volvió intolerable; que su mal genio e intemperancia estaban poniendo en riesgo el negocio y se ofrecieron para encargarse de su homicidio; necesitarían el yate: el mismo que el Ruso conocía y unos cincuenta bultos de papa, traídos de su tierra –que es un tubérculo distinto, más seco y con vetas de color púrpura– no era más. Saskia no podía esperar nada mejor: salir del Ruso sin arriesgar su propio pellejo era un buen arreglo; le haría falta conseguir un contacto poderoso en Brighton Beach pero, para eso, habría tiempo. El Mellizo, ahora parlamentario, le pidió audiencia a mi General Padrenuestro y éste lo recibió con curiosidad; le parecía extraño que alguien que estuvo ocho años en la cárcel 260


llegara al Capitolio Nacional, pues era más común que sucediera lo contrario: que un congresista, después de uno o dos periodos legislativos templara en la cárcel, ya fuera por recibir sobornos, por hurto, hurto agravado, por nexos con el narcotráfico y grupos alzados en armas, por constreñimiento al elector o concierto para delinquir. De un par de lustros para acá, el incentivo para ser parte del selecto grupo de Padres de la Patria era el de aprovechar cualquier forma posible e ilícita de enriquecimiento; “porque el poder es así” decía mi General Padrenuestro “invita a más poder y no se puede ejercer más poder sin más plata” y seguía “porque el poder es así” como el cuento del gallo capón “y la plata es así, invita a más plata y de qué vale tenerla si no se tiene más poder”, “y el poder es así, invita a más plata” y era capaz de seguir, con su desordenada secuencia, un buen rato, hasta cansarse, porque cada repetición era una forma, para él, de reafirmación, de convencerse que hacía lo correcto acumulando ambas cosas, sin las cuales no tendría cómo mantenerse donde estaba y con la seguridad de desempeñar sus deberes y cumplirle a Cundinamarca. “No importa que, a veces, nos mordamos la cola, Lugarte, eso nos ayuda por lo menos a cuidarnos la espalda” me decía, cuando sentía que no progresábamos, que nos quedábamos en un mismo punto, sin poder avanzar, sin respuestas a las incógnitas por resolver. El Mellizo le pareció un hombre zalamero y de modales aprendidos; llegó, a la Oseta, con un despliegue de seguridad impresionante –qué imbécil– como si llegara al sitio, de la jungla, donde se reúnen las serpientes con las tarántulas o al retrete, en el viejo oeste, de un saloon lleno de pistoleros. Estábamos al tanto de quién se trataba antes de darle la cita; sabíamos que él y su hermano eran la mano izquierda y la derecha de Saskia; mi General Padrenuestro se decidió a recibirlo porque era muy posible que hubieran dado con el paradero de los hermanos Espinel. Para romper el hielo, lo primero que hizo fue ofrecerle un mentolado; la charla se inició con el tema político, comentaron los nuevos planes del poder legislativo, del fracaso electoral del Comando Machacán y cuando tocaron el tema del video que incriminaba al Presidente de la República, con el narcotráfico, el Mellizo interrumpió la conversación, para decir que su benefactora –refiriéndose a Saskia– ya sabía dónde estaban los hermanos Espinel, pero que sólo revelaría esa información en persona. “¿Benefactora o concubina?” le preguntó mi General Padrenuestro con disgusto, mientras prendía otro Paquistán; en ese escasísimo lapso, lo que la llama se demora en darle vida al tabaco, puso todo sobre la balanza: Saskia quería su cercanía, por eso mandó al Mellizo –después de que no la dejaron entrar a sus oficinas– para estrechar lazos y dejar claro que su organización se haría cargo de lo prometido, por ella, en el motel: matar a los hermanos Espinel, pero que, a cambio, lo quería, a él, a mi General Padrenuestro, cogido de las güevas, 261


literalmente hablando y en mayúsculas: “Cogido de las Putas Cacorras Malparidas Güevas” según lo masculló después, estando solo con nosotros: Blas y yo. “No me parece que eso sea de su incumbencia Ministro, sólo vengo a darle una razón; dese por informado” aseveró el Mellizo y tal vez, bajo la creencia de que su nueva investidura le permitía mucha más displicencia de la desplegada como capo del narcotráfico, como mandacallar de un territorio lleno de fieras mal domesticadas, dio la espalda sin despedirse y salió dando pasos de animal grande, como de búfalo o mandril. Mi General Padrenuestro marcó a otra extensión telefónica de la Oseta y para cuando el Mellizo se bajó del ascensor, en el primer piso, sus ocho guardaespaldas habían sido desarmados, puestos contra el piso y sus burbujas Toyota inmovilizadas. El Mellizo alcanzó a ver lo ocurrido, antes de atravesar la salida y al acelerar el paso, la puerta de vidrio blindado se cerró en sus narices; en dos zancadas Blas –quien a veces es invisible– con sus cuatro dedos de la mano derecha lo agarró de la corbata y de un cabezazo, contra las costillas, lo tumbó; el Mellizo trató de musitar algo y Blas, con el codo, le rompió la nariz y la boca; sin ayuda de nadie lo arrastró por las escaleras, doce pisos, hasta la oficina de mi General Padrenuestro quien apenas lo vio, molido como el cristo del calvario, lo increpó: “Mellizo, se le olvidó despedirse; espero que no se le vuelva costumbre” y con una orden mínima, dada por el índice y un giro de su muñeca, lo sacaron y lo echaron entre el ascensor, como a un trapero sucio. Al Mellizo le tocó devolverse en taxi porque los carros en que se movilizó, hasta allá, estaban recién comprados, sin placas y aunque los permisos de circulación estaban en regla, no tenían los manifiestos de aduana; antes de mandarlos al Departamento Nacional de Transito y Transporte, los chequearon, de arriba abajo, pero, de seguro –como estaban tan nuevos– no se encontraron trazas de droga, ni de sangre, por lo que al otro día, a cambio de unas multas insignificantes, se podrían sacar de los patios donde pasarían la noche. Nos dimos cuenta, unos meses atrás, de que de los Doce del Patíbulo sólo quedaban vivos los hermanos Espinel y nos llamó la atención que, por la muerte de los siete últimos, nadie reclamó las recompensas. Debió ser que entre ellos mismos se mataron o sucumbieron en los enfrentamientos, contra el Comando Machacán, por el control de los negocios ilícitos locales. Sus cadáveres reventados y con indicios de haber sido congelados, fueron apareciendo con cortes de cuchilla en el cuerpo –sin mucho método– y al unísono, la delincuencia, regó el cuento de que esa era la marca de mi General Padrenuestro. Para nadie era un misterio que él llevaba una cuchilla en el bolsillo de la camisa, pero se sabía que era por agüero, porque hubiera podido cortar 262


los filtros de sus cigarrillos con una navaja suiza o un rebanador de espárragos; la utilizó para defenderse en algunas ocasiones y a veces picaba cocaína con ella, pero –repito– la llevaba por agüero, si había alguna historia detrás de ésta, nunca la supe; como tampoco recuerdo ninguna anécdota o fragmento de su pasado que explique su trascendencia. Lo que pasa –pienso hoy– es que mi General Padrenuestro en esa parábola tan inaprehensible de irse convirtiendo en leyenda, al estar bajo el escrutinio de la opinión pública, los elementos que identificaban su vida y su persona –en la que todos confiaban y lo más importante, a la que todo le perdonaban– se iban convirtiendo en parte de su gloria, en su simbología. Si su encendedor, su cara y su calva rojas, sus mentolados Paquistán, su forma de fumarlos y sus mínimas colillas, sus escupitajos estruendosos y las alpargatas que a veces usaba al tiempo con el uniforme militar, eran parte de ese mito en ciernes, pues la cuchilla era de los distintivos que más se destacaban. Ahora bien, que los machacanes la estuvieran utilizando para tratar de incriminarlo en unos asesinatos que, desde que escaparon sus víctimas de la Cárcel del Peñón, se daban por ejecutados, pues era francamente inútil. Cuando, a un hombre, el pueblo le concede potestades sólo permitidas a dios, pues deja de ser hombre para entrar en un estadio donde, mientras siga en su ascensión divina, es intocable y sus actos, a todas luces: excusables. Mis dudas sobre mis facultades de escritor son recurrentes; tengo tema de sobra, historias inacabables, pero siento, todavía, una condescendencia muy grande hacia mi General Padrenuestro; estoy obviando mucha de la algidez propia de los hechos que nos tocó vivir y me siento más cómodo narrando las generalidades que los detalles. Exponer la encarnizada realidad de un país consumido por la corrupción y la violencia es inherente a la vida que, aquí, estoy tratando de revelar; pero sigo escribiendo con la misma timidez con la que he vivido, por lo que la hoja en blanco me reclama, en cantidades letales, más sudor y más sangre. Los personajes que han influido en el devenir de Cundinamarca, los últimos treinta y pico de años, gozan de una historia dignificada por ellos mismos, por su poder y capacidad de reinventar las mentiras con que han construido su propia realidad; por eso y por ejemplo, nuestros expresidentes son tan activos en la vida nacional, tan reacios a abandonar su oficio de titiriteros, pues la lucha por el prestigio de sus gobiernos es un esfuerzo que, de descuidarse, puede dejar al descubierto el hecho de que el bienestar del pueblo ha sido la última de sus prioridades y que han antepuesto, a los altos intereses de la patria, la vanidad –la propia– en sus formas más retorcidas, incluida la porción de ésta que heredan a prorrata sus hijos y epígonos políticos. Blas tiene los recursos menos sutiles de 263


presionarme a continuar, a terminar mi encargo; me conoce demasiado bien y es consciente de las múltiples maneras en que yo me dejo engatusar por mi saboteador interno; identifica, con facilidad, mis épocas de dubitación total y entonces, se instala días enteros en el sofá de la sala, rodeado de armas, con el radio encendido las veinticuatro horas y sin descuidar sus rondas obligatorias por el barrio, en las que –me imagino– supervisa a los demás hombres a cargo de cuidarme. A veces habla, como resultado, de las porquerías que rumia, porque a él no se le ocurre nada distinto a reflexionar sobre los cuerpos inermes con los que tuvo que ver. Me despertó una noche, preguntando: “¿La mujer que se sacó las tripas con un gancho de colgar la ropa, porque dijo que la embarazó el diablo, era la hermana del Bocachico Pertuz, verdad?” Otra vez lo encontré llenando de cruces un periódico, con visible molestia “¡creo que no llego a mil muertos todavía!” exclamó. Tenemos breves conversaciones, a la hora del café y los roscones de arequipe y bocadillo que tanto le gustan; ayer, me dio por comentar el asunto de la cuchilla de mi General Padrenuestro, a lo cual exclamó “¡esa malparida sí llegó, fácil, a los más de mil muertos!” Con la sola emoción, en los ojos de Blas que, generalmente, se muestran imperturbables, me toca enfrentar el hecho de que no tengo, pese a los esfuerzos que se hicieron por evitarlo, toda la información sobre mi General Padrenuestro y eso se debe a que, él, me fue soltando las riendas, me fue descuidando, cuando se dio cuenta de lo indispensable que me había vuelto en su casa, del cariño que profesaban por mí y lo interesadas que se sentían sus mujeres por ser partícipes de mi romance con Andulima; se debe, también, a que cada vez que mi General Padrenuestro dirigía una indagatoria o entraba solo al salón de torturas, yo me hacía el pendejo para no ser testigo, de ese tipo de violencia que, aunque necesaria, me sigue pareciendo excesiva. Blas me confesó, también, que tenían un código entre ellos y que no me incluía: cada vez que mi General Padrenuestro mencionaba la cuchilla, la sacaba o cantaba “si no me querés, te corto la cara con una cuchilla de esas de afeitar, el día de la boda te doy puñaladas, te arranco el ombligo y mato tu mamá” él, Quesada y Reyes debían sacar a los demás presentes y quedarse –solo ellos– adentro o detrás del espejo de observación. “Me caería bien verlos a todos” le comenté a Blas y “hacerles algunas preguntas” reiteré, a lo que él me contestó “no se distraiga, Lugarte, cuente su verdad” y para no tener que decirme, de frente, que yo era su rehén temporal y que se hacía lo que a él le diera la gana, se enredó en un cuento incomprensible sobre un espejo roto cuyos pedazos, por más cuidado que se tenga para pegarlos, de nuevo, pierden la fidelidad de su reflejo. Tuve un par de días de depresión, me parecía estar fallando en mi encargo de contar lo 264


que me tocaba contar y el que yo no tuviera plena consciencia del uso que mi General Padrenuestro le daba a sus cuchillas me molestó porque mi oficio era, precisamente, que ningún pormenor de su vida me fuera ajeno o pasara desapercibido. Me acordé, por ejemplo, de que Reyes y Quesada eran expertos en su manejo y convirtieron el uso de la cuchilla en una ciencia –impracticable, sobra decir, por parte de Blas, dada su falta de pulgares– pasaban horas con una cuchilla entre los dedos y escondiéndola en la palma de la mano y en la boca, sin cortarse; pero fue otro el recuerdo que me tranquilizó: la noche en que atrapamos a la Leoparda, una prostituta de por los lados de Muzú, que recibía en su casa a Fabricio Espinel Amador, primo de los Espinel Ricaurte y que venía bastante a Bogotá. Mientras la llevábamos en la patrulla, esposada al enrejado que separa la cabina –yo iba manejando y mi General Padrenuestro fumando, uno tras otro, sus Paquistanes mentolados– ella, desesperada, le gritaba “un honor que me arreste el General Padrenuestro en persona”; le daba golpes al techo con la cabeza y seguía “¿cuál es la necesidad de esposarme? ¿Le tiene miedo a una mujer indefensa?” gruñía, pedía droga y seguía diciendo “seguro que no se le para, seguro que la hombría sólo le funciona con una mujer amarrada”. La mujer, le mostraba sus atributos, por el enrejado “¿qué espera? Venga, General, culéeme a golpes, le apuesto que no conoce otra manera; venga, General ¿hace cuánto no prueba una hembra de verdad?” El caso es que la prisionera no dejó de provocar a mi General Padrenuestro durante el trayecto hasta la Oseta. Cuando entramos al parqueadero, yo me salí del carro, él me pidió la llave de las esposas y me ordenó: “Retírese, Lugarte” y se metió a la parte de atrás de la patrulla: llevaba la cuchilla entre el índice y el dedo del corazón. Los gritos de la mujer se fueron ahogando, mientras me alejaba y mi General Padrenuestro, cuando entró a la oficina, me mandó llamar para decirme “¡que quede claro, lo que usted no vea: invénteselo!” se me quedó mirando con ojos inyectados y repuntó “¡use la imaginación, pero escriba desde las entrañas, Lugarte!” En el empeño de no volver a ver a Saskia, mi General Padrenuestro, a cada rato, cambiaba de parecer; se inventó que ¡bueno! que la podía ver pero no a solas, en un lugar público. La citó en un restaurante pero se arrepintió y le canceló; le incomodaba su indecisión o le preocupaba: “una mala decisión trae consecuencias funestas pero la indecisión te mata” solía decir. Sabía que no le podía dar ventajas a Saskia, porque no sólo tuvo la oportunidad de calibrar su peligrosidad, sino que ella le confesó su calidad de enemigo del Estado y de él mismo; con todo y eso, hacía esfuerzos extenuantes para no reconocer que las ganas de ese cuerpecito no se le iban, que ese estartazo de sangre en su pene, con sólo oírla mencionar, no era imaginario. Odiaba la superioridad 265


manifiesta de algunas de sus debilidades y le costaba trabajo lidiar con ellas. “Cuando dude, absténgase, mi General” le decía yo, pero él carraspeaba más de la cuenta, escupía con la fuerza de su impotencia e imaginaba, sin quererlo, ese pubis amaestrado de niña de colegio, pero con olor a mujer perruna y capaz de gozarse cualquier tipo de embestida. “Taládreme esa chocha, General” gritaba sin parar, en su mente, allá donde sea que se desborde, lo más arrecho de nuestra memoria animal; las palabras “no se olvide que soy su puta, General, deme duro, pártame en dos, lléneme con su lava, General” le martillaban la cabeza y no podía desoírlas. “Saque esa bestia de la bragueta y pícheme contra la pared, General, póngame a aullar, en cuatro, que yo nací para ser su perra cochina, su puta cacorra; cójame por el culo y cláveme hasta sacarme la mierda” le decía Saskia, en ausencia y durante horas enteras del día: tal era su poder. Era obvio que mi General Padrenuestro le pedía mucho, de ese palabrerío, a las puticas que se la pasaban en la Oseta, para mantener aceitada la maquinaria varonil de sus efectivos, no fuera que se mariconearan y bajaran la guardia. Pero no era lo mismo: como si el origen de ese paroxismo verbal –que a mi General Padrenuestro le inflaba las extremidades de la piel– fueran los labios y la boca casi infantiles de Saskia; a las otras les sonaba como repitiendo una lección, como recitando inventarios caducos en los escondederos de las trastiendas. Terminé yendo, yo, a la casa de Saskia, que vivía desde hace poco en la mansión que fuera de Nepomuceno Garmendia Cañizares, el zar de los enlatados, cabeza de una de las dinastías más adineradas de Cundinamarca y quien pasó los últimos meses de su vida poniendo, en orden, sus pertenencias a nombre de su esposa, de sus amantes y de cada uno de sus hijos, para no complicarlos con un testamento incierto e impugnable; murió tranquilo pero, aún así, sus herederos encontraron la forma de hacerse la vida miserable y como en río revuelto ganancia de pescadores, Saskia consiguió el inmueble por un precio excelente. Se trataba de una de las casas construidas por el arquitecto de ascendencia griega, Pontas Maracaropoulos la cual, por haber sido declaradas patrimonio de la nación, no se podían tumbar y sus dueños estaban obligados a mantener el estilo original en las remodelaciones; quedaba en el exclusivo barrio de La Cabreja y era tan grande que no hubo problema en separar las áreas privadas de los amplios salones del ala oeste, con salida independiente, donde se instalaron las oficinas del negocio y donde pastaba, día y noche, el rebaño de guardaespaldas que comía, dormía y quién sabe qué otras cosas, bajo el mismo techo. Saskia dejó intactos: el cascarón de techos arqueados, las columnas, las terrazas voladizas, las fuentes de los jardines y los sauces llorones, para no meterse en líos con 266


las autoridades; pero por dentro la cambió por completo y creó tantos ambientes como países visitó en una vuelta al mundo que hizo, en un tiempo record, de tres semanas y que no le costó menos de cincuenta millones de dólares, planeada exclusivamente para aperar de lujos su nueva casa. Me recibió en un estadero, con un sofá, de siete puestos, forrado en piel de tigre siberiano, en cuyo centro se erigía, sobre un bloque de mármol negro, un auriga de porcelana sosteniendo, con una mano, las riendas de cinco delfines, sobre un oleaje con infinitas gamas de azul, la espuma de las crestas era de plata y el tridente, en la otra mano, de oro. No sabía uno para dónde mirar; reparé también en un piano pequeño “clavicordio” me corrigió ella, que movía las teclas, solas, al darle cuerda con una manivela. Me saludó con cordialidad, de beso y abrazo; estaba con faldita de bluyín, casual, se veía de maravilla; de la mona desabrida que conocí, no quedaba ni el recuerdo. Me preguntó por mi General Padrenuestro y la razón por la cual se había vuelto tan esquivo; no supe qué contestar, salvo que estaba muy ocupado con el nuevo gobierno, las nuevas políticas y responsabilidades. Ella sabía que esa respuesta era una formalidad, se sentó mostrando el bronceado de sus muslos, tan cerca, que sus rodillas rozaban las mías; me quería poner nervioso y así inicié la conversación: “¿Me quiere poner nervioso, doña Saskia?” y contestó –pienso hoy– de forma melodramática: “Dime Saskia, si te quisiera poner nervioso, mi corazón, te presentaría a los guardaespaldas que ustedes atacaron, sin razón, en la Oseta” al tiempo me tocaba la pierna y me rozaba el brazo; decidí que, así se me notara el nerviosismo, iba a cumplir con mi encargo –de acuerdo con las palabras que practiqué con Andulima– y marcharme. Retiré su mano de encima mío y con un tono imperativo, la interpelé: “¡Mire, Ricitos de Oro!” de inmediato se puso seria y aunque debía estar tranquila, con el desarrollo de los sucesos acaecidos en los últimos días, porque su identidad no había sido descubierta, durante unos segundos, alcanzó a perder la compostura, a revaluar su presente y sus acciones inmediatas; nadie tenía por qué saber el apodo que la relacionaba con la campaña de Henríquez Arepuela, de no ser él o alguno de los Tres Rosqueteros. La idea de mandarme, a mí, a hablar con ella, se debió a que yo cumplía con dos características importantes: ser reconocido como el vocero de la Oseta más cercano a mi General Padrenuestro y mi imposibilidad de incurrir en alguna acción violenta porque, según él mismo afirmó: se me nota, en la cara, que soy muy buena persona; frase que Polanía tradujo como “lo que pasa, Lugarte, es que usted tiene una cara de güevón inocultable” y hasta razón tendría –aunque utilizó un tono de mofa inofensivo– pero hubiera preferido que no me lo dijera, en la cafetería, enfrente a la mayoría de nuestros conocidos. Estaba dispuesto, de cualquier manera, a no dejarme manosear por esta mujer venida a mucho más y quien 267


se sentía capaz de todo para lograrlo todo. Me agarró de los testículos y me los apretó; me garantizó que, si iba a amenazarla, tuviera cuidado porque me devolvería a la Oseta en una bolsa plástica. No sé de dónde saqué tanto aplomo: “Suélteme las güevas o chúpemelas” le grité furioso y ella retrocedió; aparecieron sus hombres, dejando sonar el pestillo de sus armas de fuego, me abrí la chaqueta y les dije que sacaran la cinta de VHS que llevaba en el bolsillo interno y que mi General Padrenuestro les mandaba con mucho cariño. Saskia supo, al instante, de qué se trataba; con un gesto de ella los guardaespaldas se volvieron a ocultar y me acompañó a la puerta, para despedirme y susurrarme “dígale a su General Padrenuestro que yo sólo quería invitarlo a que conociera el mar, no era más”. Mientras me alejaba, a la vista de los hombres de la Oseta que me esperaban afuera, oí que ella vociferaba palabras que no escuché, pero que sin duda eran de rabia, porque sentir que uno tiene la sartén por el mango y darse cuenta, inadvertidamente, de que uno es el mango, debe ser un golpe muy duro. En un concierto para delinquir hay dos tipos de cómplices: quienes saben en qué se están metiendo y cuidan sus espaldas y quienes no lo saben; éstos últimos, a su vez, se dividen en dos: a quienes les importa saberlo y sufren mucho con las consecuencias de estar a ciegas y a quienes no les importa porque se sienten por encima del bien y del mal y aunque vayan a la cárcel, sus amigos los eviten en los corredores o paguen multas extraordinarias sufren menos o casi nada; puede que pidan disculpas o que no las pidan, da lo mismo, de todas formas nacieron perdonados: la razón es que tienen padres que, más que progenitores, son el reemplazo de dios y de la ley. En este cuadro se enmarca cada uno de los Tres Rosqueteros, ninguno de los cuales tuvo que ver con la entrega del video a las autoridades, pero Henríquez Arepuela aprovechó la circunstancia para distanciarse del Fashionista y del Clubman quienes no sabían en lo que se estaban metiendo y lo hizo ante el instinto natural de protegerse él y su investidura, así le tocara pisotear algunos amigos, lo que indica que ya había empezado a actuar como un verdadero Presidente de la República. Siguió, eso sí, confiando en Roxana y la nombró su edecán; a ella no le llamó mucho la atención el cargo, pues quería seguir teniendo personas al mando pero le gustó que se trataba de una posición que la acercaba más al centro del poder. El edecán es un militar que está siempre al pie del primer mandatario, para su protección, desde que se levanta hasta que se acuesta, conoce sus rutinas mejor que nadie y se constituye en el primer eslabón de su seguridad personal; el problema es que se ha vuelto, también, la primera persona a la que le piden que pase un recado, que sirva el café, que mande comprar una aspirina o que conteste el teléfono, por eso Roxana sentía que su situación laboral 268


desmejoraba, pero entendía el envidiable servicio estratégico que le podía brindar a mi General Padrenuestro quien tuvo el brillante plan –para motivarla y mejorar aún más la vigilancia en la Quinta de Nariño– de nombrar a Quesada comandante de la Guardia de Corps, con la misión de convertirla en un verdadero cuerpo de seguridad y limpiarla de tanto mequetrefe y sabandija inútil que tenía; la idea fue de Celina, por supuesto, ilusionada de que el romance, entre ellos, prosperara. El Presidente declaró, en una entrevista radial, sentir su alcurnia y su nombre mancillados por la sola sugerencia de que enriqueció ilícitamente su campaña y prometió renunciar si se probaba algo más contundente que cuatro amigos contando dólares de papel; en público, soltó la mentira de que Ricitos de Oro era el nombre, en clave, adoptado para mencionar a la tesorera de su movimiento político y en privado instó, a quienes pudo, para que sospecharan de ella: una señora equis de la cuerda del Clubman y del Fashionista; a ellos también los echó al agua sin prevenirlos, sin ayudarlos a construir una cuartada, sin nada; al Perro, a quien sí conocía desde el colegio, lo nombró su secretario privado, lo que demostraba una confianza mutua o que hicieron las paces por conveniencia ¿quién sabe? Entre los dos, su mujer –la Marimacha– y un cuñado que tenía cierto prestigio como ventrílocuo, decidieron que aunque el escándalo les mermara –como efectivamente lo hizo– la capacidad de gobernar, su meta era quedarse en la Presidencia, así fuera para ejercer un mínimo poder, con tal de no pasar a la historia como una familia y un mandato deshonrados. Los Henríquez y los Arepuela eran familias que, si bien es cierto, tuvieron miembros de gran importancia en la vida política y económica del país, no escaparon al escarnio público por cuenta de uno de los bisabuelos que se casó con la muchacha del servicio, un tío que desfalcó y quebró uno de los bancos más sólidos de Latinoamérica y una prima segunda que se trajo del Caribe a un jamaiquino negro como el carbón, al que presentaba como un sirviente eunuco, experto enólogo y bartender y quien le dio cuatro hijos del color del chocolate, a los que nunca dejaron entrar al Club Camporrancio, con la excusa de que ella era madre soltera. “Familia que se respete, debe tener un futbolista, un homosexual y un torero” dice la sabiduría popular –en su profunda ironía– por lo que Dartañán, consciente de su miseria, pensó muchas veces en renunciar y comprarse un vestido de luces. No lo hizo porque su mujer –conocedora de su rampante cobardía– se lo prohibió y el pobre hombre se vio acorralado, sin tener para dónde coger, pues ella era bastante más furiosa que un toro; siguió, entonces, como siempre lo había hecho, la línea del menor esfuerzo y pese a que nadie le creyó su historia y a que murieron unos testigos claves, durante la investigación, logró quedarse al frente de la primera magistratura del Estado. El hecho le dejó claro a los cundinamarqueses que, aquí, también hay una justicia distinta para los Henríquez 269


Arepuela o por lo menos para el Presidente, quien, de acuerdo a las leyes, es juzgado por el Concilio Parlamentario y por medio de un mecanismo muy sencillo: entre los escasos congresistas que no tienen líos con la justicia, se sacan, a la suerte, diez nombres y se conforma, con éstos, una Comisión de Juicio e Investigaciones encargada de juzgarlo. Tuvo la oportunidad, entonces, el Presidente Dartañán que, mientras fue procesado por personas de su misma calaña, los demás cómplices lo fueron por la justicia ordinaria y quedaron –por supuesto– en la picota pública, pagando por el error más común que se comete en política: pensar que lo único grave que puede suceder en las elecciones es no ganarlas y que los inconvenientes son subsanables sirviéndose del poder, una vez adquirido. Los cundinamarqueses reaccionaron con violencia ante tal injusticia y armados de mogollas, atacaban a los miembros del congreso y del gobierno cuando salían a la calle; Henríquez Arepuela creyó poder cambiar su imagen, por una más recia y combativa, atrapando los mogollazos en el aire, comiéndolos y pasándolos con Cocacola, sino que la embajada de los Estados Unidos hizo saber, por medio de un breve comunicado a la Quinta de Nariño, que no veía con buenos ojos que el Presidente de la República consumiera productos gringos, en público, hasta que no se resolvieran sus problemas con la justicia. Por primera vez, a lo largo del proceso, al Presidente se le vio indignado; eso sí lo enardeció, como a cualquier glotón que se respete y herido, en su amor propio, improvisó una rueda de prensa, frente a un McDonalds, para decir lo único cierto –y de alguna manera previsto– que salió de su boca: “¡Es que esto se convirtió en un proceso de todos contra uno y uno contra todos!” El Perro llamó una mañana a la Oseta y le pidió a mi General Padrenuestro que cancelara, de su agenda, sus compromisos y se encontraran en la Quinta de Nariño, después del mediodía; “hagamos una cosa mejor, Perro” le contestó y le dijo “yo le mando mis botas y usted me las devuelve limpias, las lame con esa lengua secuaz suya y yo mando por ellas más tarde ¿le parece?” El Perro entendió el exabrupto de tratar al Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia como a un subalterno y a los veinte minutos, llegó a la Oseta, en taxi, para pasar desapercibido y solicitar, una vez lo recibimos en la sala de juntas, que nos hiciéramos cargo de Ricitos de Oro porque se estaba pasando de la raya con sus exigencias: por cuenta de las millonarias sumas que entregó a la campaña, quería ¡qué tal el descaro! ser invitada a los eventos sociales de la Quinta de Nariño, un puesto consular vitalicio en el Caribe y la condecoración Lanceros del Gualanday por servicios prestados a la patria. “¡No es mucho, pero es demasiado!” exclamó el Perro y en tono mandatorio manifestó, lo siguiente: “Dejo el asunto en sus 270


manos Ministro” y mi General Padrenuestro no pudo evitar una estruendosa carcajada. “Mire Perro” volvió a decir y pronunció una de sus sentencias preferidas: “mientras yo tenga un testículo suyo en una mano y uno del Presidente de la República, en la otra, cualquier problema, inconveniente o contrariedad que ustedes tengan ¡cualquiera! lo arreglan en la Quinta de Nariño” se levantó, puso dos carros a la disposición del secretario privado, para devolverlo a sus oficinas y le dijo, de espaldas, antes de atravesar el umbral de la puerta “lo otro es que el Fashionista declare que recibió esos dineros y negocie una sentencia moderada, con los tribunales; usted y el Presidente se hacen los pendejos, con eso neutralizan las amenazas de Ricitos de Oro y dejan que la culpa recaiga, toda, en ese otro hijueputa”. Por “ese otro hijueputa” se refería al Clubman quien, con seguridad –dada su intrínseca cobardía de niño consentido– haría, hasta lo imposible, por negar su complicidad, al extremo de cavar su propio hueco, lo que en la Oseta reconocemos como: un conejillo de indias adobado, cocinado al horno, pasado por mantequilla, decorado con ramitas de perejil, comido con cubiertos de plata y pasado con vino francés. Así se hizo y así sucedió; el Perro llegó a la Quinta de Nariño y expuso los consejos de mi General Padrenuestro como si fueran una exigencia para contar con su colaboración; el ardid resultó, sin tener que matar a Saskia, quien tenía, con nosotros un compromiso adquirido irrevocable y cuya sexualidad contaba, aún, según Reyes: “Con muy buen kilometraje de ida y de vuelta”. La destitución del Presidente Henríquez Arepuela se daba por descontada, pocas horas después de que el Fashionista agotara hasta la última posibilidad de que funcionara su coartada; se llevaron a cabo, en el centro de Bogotá, varios mogollazos, por parte de la sociedad civil y en alocución presidencial televisada el primer mandatario manifestó, esa noche, lo esencial, justo como aquí lo transcribo: “Me duele la traición de dos de mis más cercanos colaboradores. Debo reconocer, ante Cundinamarca entera que sí entraron dineros del narcotráfico, a las finanzas de mi campaña por la Presidencia de la República; razón por la cual, declaro, con dolor en la consciencia, tanto como en el corazón, frente a mis queridos compatriotas que no soy inocente” acto seguido, dejó ver una lágrima furtiva, tomó un sorbo de agua, lo vimos –como dicen– pasar ese trago amargo y prosiguió “pero tampoco soy culpable” se extendió, claro, sobre el hecho de que una pléyade de parlamentarios destacados, honestos y de intachable moral, tenían su destino en las manos y terminó su intervención, con tono más de farsante que de prócer, diciendo “de haberme equivocado, queridos compatriotas, que dios y la patria me lo demanden”. Ningún televidente podía creer tanto cinismo y la decepción fue general; sólo Saskia estaba radiante de felicidad porque era obvio que, admitido el delito –por el Presidente mismo– mi General Padrenuestro no tendría que revelar el 271


video que, para su mala fortuna, era la prueba fehaciente de que ella era la Ricitos de Oro de la que tanto se especulaba en los noticieros. Ella lo vio, apenas yo salí de su casa y sabía que, de por vida, para bien o para mal su suerte dependía de mi General Padrenuestro, a quién, vencidas las arbitrariedades de sus impulsos sexuales, logró, por fin, verlo como lo que realmente era: el enemigo. Después de las palabras televisadas de Henríquez Arepuela, le mostró a los mellizos, el video incriminatorio: era la continuación del que se conocía con el nombre, acuñado por los medios de comunicación, de “el juego de Monopolio”; en éste, después de indicar el soborno dirigido al General Malapata, se despiden (el candidato Henríquez Arepuela y los Tres Rosqueteros) y cuando van saliendo, por el lado izquierdo de la cámara, aparece una secretaria que le dice al Candidato: “Doctor, una llamada para usted de Saskia Leuenberger, por la línea cuatro ¿se la paso?” a lo cual él asiente, de nuevo a regañadientes y se decide a contestar, por el teléfono fijo sobre la mesa de conferencias: “¡Ricitos! ¿Otra vez usted? ¿Qué pasó?” En ese momento entra un señor con un carrito de limpieza y lo sitúa justo enfrente de la cámara, razón por la cual se pierden la imagen y el audio del resto de la conversación. Con las interminables horas de grabación, tomadas en la Cárcel del Peñón nos enteramos de que los hermanos Espinel hicieron de Bogotá su burdel y su sitio de entretenimiento; estaban lavando cantidades inmensas de dinero con el negocio de los casinos: unos antros en el centro de la ciudad donde la peligrosidad del vecindario hacía posible que sólo fueran visitados por delincuentes –asesinos, estafadores y proxenetas de poca monta– capaces de pequeños crímenes, por poquita plata, seguidos de una noche –o varias– de putas y drogas. El centro de Bogotá, como la mayoría de las grandes ciudades, era una zona crítica dominada por distintas bandas, en constante pelea por la delimitación de cada territorio; los Espinel identificaron ocho áreas de influencia, en el sector y por cada una montaron un casino en el radio de acción correspondiente. Más que centros de juego y de rumba, se convirtieron en guaridas; en ratoneras donde, cada vez que se daba un golpe criminal –pequeño o grande– gastaban, sus perpetradores, un alto porcentaje de las ganancias. Estos lugares infames alentaban el peor de los vicios: la adrenalina producida por la violencia, donde la gente valía por la cantidad de asesinatos, violaciones, raptos, golpizas y robos de bancos, autos y dinero que efectuaban, con el agravante de que durante las juergas lo contaban todo, con pelos y señales: incluido las formas de tortura, el uso de explosivos y la combinación de ácidos para disolver un cadáver: la deshumanización total del crimen, si es que alguna vez fue humano. Mi General Padrenuestro nos 272


contaba que antes, por lo menos, se seguían unos códigos de comportamiento delincuencial: no matar mujeres, no matar niños, descansar los domingos, respetar las iglesias, no matar a nadie por la espalda y nunca delatar a los cómplices, reglas que se seguían para diferenciarnos de los animales, para evitar la barbarie y cuyo incumplimiento traía la deshonra del castigo y del olvido porque cesaba, inmediatamente, la protección de la banda; no teniendo más remedio, los descastados, que huir hacia otras ciudades en busca de nuevos comienzos. Hoy, las mafias privilegian el resultado: el cómo no importa, siempre y cuando se logren objetivos, como en cualquier empresa comercial. “Antes, Lugarte, así le suene ridículo: se honraba al enemigo” decía mi General Padrenuestro y aseveraba “ahora, hasta la dignidad se negocia en los billares”. Saskia salió para Panamá en un yate nuevo y le entregó el viejo a Yuri y Volodia para la misión de eliminar al Ruso; se fue con los mellizos y durante el trayecto discutieron la situación nacional, volvieron a ver varias veces el video del “juego de Monopolio” y decidieron que ella no volviera a Cundinamarca, que viviera, a sus anchas, en su mansión de las Islas Caimán y que delegara en gente de confianza el manejo diario del negocio. “¡Entre mayor es la fortuna, menor es la cantidad de personas en quienes se puede confiar!” exclamó Saskia, a la defensiva y la invitaron a que dejara el pesimismo; pero ella no dejaba de halarse las mechas, de vociferar, de llamarlos “parlamentarios de pacotilla” de acusarlos, a ellos, de quererla apartar de su camino, quejándose de que no la ayudaban, de que le tocaba cargar sola con las responsabilidades y de que la estaban exprimiendo. “Yo no soy trapero de nadie” gritaba y seguía gritando “yo soy la única que puede mandar aquí, los demás son unos inútiles”. Trataron de callarla, de forzarla a tomar unas pastillas que la tranquilizaran, pero de nada sirvió –los esfuerzos por mitigar su furia, la sobresaltaron aún más– al punto de que exteriorizó algo que estremeció a los mellizos y que marcó una línea imaginaria, en sus vidas, desde la que nada volvería a ser igual: “Estamos tan podridos en plata” empezó, de nuevo, su diatriba, con esa vocalización aletargada de quienes están embalados por la cocaína “tan putamente ricos, tan cagadamente millonarios, que mañana no voy a confiar ni siquiera en ustedes”. Ellos se miraron con cierta incredulidad –me imagino– y se hubieran ido a dormir pero ella no paraba de lanzar improperios “estamos tan, asquerosamente, tapados en billetes que nos vamos a terminar matando, peleando por ver quién descuartiza a quién, quién le corta la yugular a quién y es que, no nos digamos mentiras, nos convertimos en unos hijos de puta, en unas fieras salvajes que no vivimos sino ¡puta vida! para pichar y cagar y meter y matar; eso y matar; somos unos asesinos 273


y nos gastamos la plata para no dejarle a nadie más ¡vida de mierda! y vamos a terminar matándonos entre nosotros ¡qué hijueputa! Vamos a llenar inodoros con nuestra sangre y nos vamos a ahogar en éstos” terminó, articulando con dificultad, antes de caer hacia atrás y darse un golpe que la dejó desmayada. La alzaron entre los dos, la pusieron sobre un sofá y ahí la dejaron, entre el desorden de la cocaína y el alcohol, cuya visión es lo que más deprime, al otro día. Al rato, entraron dos de los guardaespaldas encargados de su seguridad y la arroparon, limpiaron la mesa y se expresaron de una forma muy bonita y agradable, de ella, con palabras como “doña Saskia es una verraca, una vieja de admirar, doy mi vida por esa malparida” o “doña Saskia tiene ganado el cielo, mi dios le cumpla sus deseos” besaban las cadenas con cruces que tenían colgadas al cuello y se persignaban como frente a una santa; sólo les faltó arrodillarse y rezarle un rosario completo a su jefa, pero habría sido exagerado; hicieron lo más creíble que pudieron su actuación, pues supieron –desde que se subieron a la nave, lista para estrenar– que una de sus características –incluida pensando en la paranoia de los narcotraficantes– eran las cámaras escondidas en las áreas públicas de la embarcación y que Saskia puso a funcionar desde que zarparon de los muelles de Pensacola, en la Florida. Por su lado, Yuri y Volodia llamaron al Ruso desde Cartagena de Indias, una ciudad en ruinas saqueada por sus propios habitantes, con murallas, fortalezas y construcciones coloniales olvidadas, dejadas al albedrío de la manigua y la mala administración; perteneciente al Estado Libre Asociado de Maracaibo, una Commonwealth de los Estados Unidos, dedicada a la explotación y refinación del petróleo con concesiones a lo largo de la Guajira a nombre de empresas árabes y del Golfo de Venezuela –como ya vimos– a nombre de empresas rusas. Al área, en general, se le conocía como el Emirato Guajiro y no era extraño ver camellos, tiendas de campaña, caravanas de Mercedes Benz y Hummers, serallos, una mezquita tan grande como Hagia Sophia y un fabuloso centro comercial, por uno de los desvíos a Riohacha, llamado la Calle de los Turcos. Le dijeron que doña Saskia llegaría a Guantánamo en tres días y que ellos estaban comprando un “marrano” especial para detectar acumulaciones de aire en el oleoducto y que apenas consiguieran uno del tamaño adecuado, volarían a la Florida. Saskia, a su vez, llamó unas horas más tarde al Ruso para decirle que le tuviera listas cinco langostas vivas, Ron Bacardi, cocos para sacarles el agua, limón y papeletas de Blue Kiev; que llegarían a almorzar, que después harían la reunión planeada por él y que le tuviera una sorpresa para por la noche; se rio con complicidad y colgó. Con eso sería suficiente, volver a llamar sería un error porque lo tenía acostumbrado a que sus 274


llamadas eras espaciadas y “extraordinarias” como se lo expresó alguna vez. Estaba nerviosa, sin embargo, no dejaba de pensar en que la operación suya, la de asesinar a los hermanos Espinel, en Isla Perico podía resultar en un desastre; ella se encargaría del asunto sola –¡como cosa rara!– porque los mellizos no se querían involucrar, tomarían un helicóptero hasta la isla de Contadora, donde pasarían el fin de semana. Ellos estaban muy molestos y alarmados por su comportamiento errático, pero “que comieran mucha mierda” pensaba ella; no había hecho más que consentirlos y ahora que estaban en el Concilio Parlamentario la querían tener lo más lejos posible. Nada en su vida iba por buen camino y mandó a poner, como cien veces y a todo volumen, la canción que dice: “Ni se compra ni se vende, el cariño verdadero. Ni se compra ni se vende. No hay en el mundo dinero para comprar los quereres, que el cariño verdadero, que el cariño verdadero, ni se compra ni se vende”. La Oseta retrasó las operaciones contra los casinos de los Espinel; no queríamos, por ningún motivo, que desistieran de su viaje a Panamá; conseguimos un informante cercano a ellos, residente panameño, dueño de tiendas de víveres en San Miguelito, Ciudad de Panamá, quien le debía favores a Reyes y accedió a cooperar a cambio de que le sacaran una mercancía que le confiscó la aduana, aquí, en Cundinamarca; sin embargo, para incentivarlo, le dimos veinte mil dólares y le prometimos otros veinte mil por información relevante de lo que sucediera, en su ciudad natal, durante los siguientes días. Eso le daba, a mi General Padrenuestro, un descansito y la oportunidad de estar en familia durante la semana santa; le tocó, eso sí, fingir un ataque de gota para que no lo llevaran a recorrer las iglesias de Bogotá, ni asistir a las procesiones. Fueron, sin embargo, el domingo de ramos, a la misa en la Catedral Primada organizada por la Presidencia de la República; a mi General Padrenuestro, le fue casi imposible entrar ante la avalancha de gente que quería saludarlo y tocarlo y abrazarlo y desearle toda clase de bendiciones. La más impresionada era Martina: con su vestido de flores, peto de encaje, zapaticos de charol y lacitos en la cabeza, quien lo tomaba de la mano y la gente le decía: “Señorita Martina” con deferencia, como si la conocieran. Celina tuvo, siempre, buen cuidado de que los medios de comunicación no entraran a la casa, ni violaran la intimidad familiar, ni acecharan a sus hijas, sin embargo el común de las personas conocía sus nombres y les transferían el mismo cariño que le tenían a su padre. Cuando por fin se sentaron, sólo los Padrenuestro ocuparon un banco completo, frente al altar: él, sus tres hijas, sus respectivas madres y Andulima; yo me quedé a prudente distancia con Blas, en una banquita frente al confesionario; nos alegramos de ver a Quesada dirigiendo la seguridad del perímetro y a Roxana detrás 275


del Presidente Henríquez Arepuela. Éramos la verdadera familia presidencial, pues el Presidente no tenía hijos y su mujer no lo acompañaba a nada, pues se fastidiaba, fácil, con la demás gente: no podía acercarse a los pobres sin sentir rasquiña, sin desesperarse, sin pensar que se estaba perdiendo de una tarde de bridge, de tomar el té con sus amigas del club o de supervisar pormenores en la Quinta de Nariño. La Primera Dama sólo tenía gestos de cariño con unos perritos chillones comprados en Inglaterra, las flores que cuidaba con el esmero de la diosa Pomona y un sobrinito, con Síndrome de Down, que le inspiraba el poquito de ternura que le era posible expresar. Además, ella, le confesó a su marido que, en lo posible, quería evitar la cercanía de mi General Padrenuestro por considerarlo de menor categoría y porque le decía “mi gordis” a cada rato y le dejaba briznas de cigarrillo en el vestido. No lo quería, pese a que sus buenos oficios fueron determinantes para no quedar de paticas en la calle, desprovista de la única gloria que conoció: Primera Dama de la República Unitaria de Cundinamarca. Dos maricas solos, en la mitad del Caribe, a cargo de un yate, era una oportunidad romántica sin igual que a Yuri y Volodia poco se les presentaba debido a la excesiva responsabilidad de sus ocupaciones: no en vano estaban a cargo de la forma más increíble –jamás imaginada– de coronarle cocaína a los gringos, desde que Eliécer Mujuy Fuenmayor se las arreglara para meter aves muertas, rellenas de droga, entre los trenes de aterrizaje de los aviones que, con destino a Estados Unidos y Europa, hacían escala en Bogotá. El primer día se relajaron e hicieron el amor hasta insolarse las nalgas; pero de ahí en adelante, además de acomodar estratégicamente los bultos de papa, se dedicaron a diseñar un plan de trabajo para mejorar la operación del oleoducto, para cuando cayera la cabeza del Ruso y ellos quedaran al mando. Cometerían un deleznable asesinato y estaban conscientes de su aventurada suerte: se dirigían a enfrentar a una docena de rusos mercenarios corta-extremidades, adoraculos, saca-intestinos, sin más armas que ochocientos kilos de dinamita, cincuenta bultos de papa y una cama de orugas negras que sólo se consiguen en las faldas de los montes Cárpatos. Su inmejorable delantera, era que las intenciones del Ruso estaban al descubierto, lo mismo que el sitio y la hora de su golpe mortal; de no haber sido así, Yuri y Volodia hubieran podido seguir derecho, rumbo norte y buscar algún escondite, familiar, por el Mar Negro; sin embargo, la sencillez de su estrategia los animó a no desistir: llegarían con una anticipación de dos o tres horas a la cita, atracarían el yate, se pondrían sus trajes de buzo y esperarían la hora acordada, con las caretas a ras del agua y a prudente distancia para detonar la dinamita; dejarían la embarcación en el 276


puesto, más a la vista, que encontraran en el muelle, con música a todo volumen y la cubierta con el desorden de una reunión entre socios: cocaína, vasos, licor, colillas de cigarrillo, bloqueador solar, marihuana, gafas de sol y algo de comida. Los asesinos, por cuenta del Ruso, pensarían que los descubrieron, a la distancia, por su forma de ser ruidosa y poco inclinada a la discreción; se tomarían como una tromba el yate y bajo cubierta, con las orejas pegadas a la puerta de seguridad y a las ventanas blindadas, de vidrio oscuro, tapadas con cortinas gruesas, de la cabina de mando, escucharían a varias personas moviéndose pasito, tratando de no hacer ruido: el efecto de los bultos de papa a merced de las orugas negras. Pensarían que Saskia y los mellizos se habrían escondido, sin alcanzar a escapar y que se escondieron en la parte medular de la nave, construida para ser inexpugnable. Los bultos de papa, puestos en fila unos contra otros e invadidos del Gusano de la Papa (Gnathospodes Spiruliansis) como se le reconoce en Moldova, Polonia y Ucrania, se mueven y suenan como gente conversando, hablando en voz baja y recostándose los unos contra los otros; los costales se van rompiendo y cayendo, lo que se percibe como humanos, agazapados; la sensación de gente oculta es bastante creíble y salvó muchas vidas, de las perseguidas por los nazis, entre Varsovia y Sebastopol. Yuri y Volodia hicieron pruebas y se dieron cuenta de que los cincuenta bultos calculados, al principio, eran la cantidad perfecta; no entendieron bien y se les olvidó preguntar por qué, los hombres de los mellizos, les mandaron casi el triple, razón por la que les tocó echar, casi cien bultos, por la borda y les dolió hacerlo porque ambos nacieron en la pobreza y la papa fue un lujo durante su crecimiento; por otro lado, habían desarrollado, gracias a su oficio, una consciencia ecológica que los hacía sentir mal llenando el mar de basura. Llegado el momento crucial, Yuri y Volodia atracaron sin llamar la atención y abandonaron el yate, con tan buena suerte que encontraron una boya, justo, donde podían tener una visual del muelle, la carretera y la bahía; de entrada se preocuparon porque vieron un francotirador apostado en el mástil de un bergantín militar que parecía abandonado: era Belarmiño, quien prefirió tomar su puesto desde más temprano para no fallarle al Ruso; y si los vio, debió imaginar que eran buzos aprovechando las aguas transparentes de Playa Girón. El nuevo yate tenía jacuzzi; Saskia lo mandó llenar con agua caliente, pese al sol que a pasos agigantados se acercaba al mediodía; vio a los mellizos subirse al helicóptero y se despidió de ellos ondeando el brazo como una bandera; ellos no la vieron –o se hicieron los pendejos– se elevaron y se perdieron llevándose consigo ese zumbido de abejorro, tan molesto en un paisaje tan azul, calmado y tan impropio para cometer asesinatos. Los hermanos Espinel llegarían al otro día, temprano, en un velero llamado 277


el Conquistador, propiedad de Otoniel Asprilla, uno de los contrabandistas más conocidos de la región y que hizo su fortuna de la forma más sencilla que uno se pueda imaginar. Los Estados Unidos tenía áreas estratégicas en el Caribe para desplegar búsquedas exhaustivas de tráfico de drogas: en los Everglades de la Florida, la costa de Surinam, la península de Yucatán, la isla de Jamaica y el Canal de Panamá; sitios que los narcotraficantes evitaban por sentido común y donde los novatos sufrían sus primeros descalabros; entendible estrategia la de los gringos pues, ante la imposibilidad de cuidarlo todo, era más inteligente focalizarse en unas pocas zonas terrestres y marinas que –no sobra subrayar– también eran supremamente extensas y complicadas. En el Canal de Panamá, muchas embarcaciones de diverso calado que se dirigían del océano Pacífico al océano Atlántico, llevaban drogas y su preocupación eran las requisas aduaneras mientras pasaban de una esclusa a la otra –los alcanzaban a revisar hasta tres veces–; subían a las cubiertas veinte, treinta y hasta cincuenta efectivos de la policía y la guardia costera, provistos de perros sabuesos capaces de discernir entre diversos narcóticos, explosivos, armas e inclusive entre trata de blancas e inmigrantes ilegales e indocumentados: era un quebradero grande y lo habría sido aún en mayores dimensiones si Otoniel Asprilla, por una comisión del ocho por ciento, no hubiera tomado la droga de un lado y entregado del otro, transportándola por carreteras en las que, como él decía “la única autoridad que uno encontraba era los boy scouts”. Saskia se tomó la ida a Isla Perico como un paseo dominical; llegó en extremo relajada, ropa sencilla y chanclas; estaba en rulos cuando le informaron del puente de mando, por el intercomunicador interno, que estaban haciendo maniobras de acercamiento y que estarían atracando en quince minutos. Saskia salió, a la terraza frontal, para echarle un vistazo al paisaje y se encontró en un parqueadero inmenso para embarcaciones. Su yate –al que le puso el nombre de: Saskia Blue– era, sin duda, de los mejores, pero es que ella imaginaba descubrir América, encontrar indios en taparrabo o por lo menos, una isla-letrina-basurero como Guantánamo; o sea, Pedro Arias Dávila y Vasco Núñez de Balboa eran unos angurrientos comparados con Saskia, quien se impuso –o le impusieron– la misión de ir a matar a unos hermanitos de la caridad, armados de macanas y caucheras, a una islita, tan chiquita e indefensa que la llamaban Perico. “Hijo de la gran puta madre de dios, ¿dónde estamos?” exclamó y abría esos ojazos desorbitados, porque detrás del pedacito ínfimo de bahía y su muelle –en forma de ele– donde cabían innumerables navíos, se alzaba una ciudad enorme con construcciones como las de Bogotá, con un horizonte tan diáfano y brillante de fondo que las aves pasaban de largo para no cagarse en los ventanales de los edificios. “Estamos en Ciudad de Panamá” le dijo el 278


Capitán Otero, quien sacó su clichetuda y humeante pipa; a Saskia, la mezcla de olores: tabaco marino, como remojado en diesel y el almizcle portuario de una ciudad tan reluciente: la subyugó. Isla Perico era una superficie, escasa de extensión, pero amarrada, al tiempo con otras islas pequeñas, a la capital de Panamá por un corredor vial al que se le veía un inmenso flujo de carros; el Canal, a poca distancia, hacía, del área, un enclave naval de grandes proporciones. “¡Qué inculta te has vuelto, Saskia!” decía para sus adentros y le prometió al universo volverse una turista mejor informada: conocía Estambul, Leningrado, París, Atenas y Las Vegas, por dar un ejemplo y su memoria sólo registraba puteaderos y centros comerciales. Lo suyo era, como se lo dijera el Mellizo “una paradoja” y recordó, al pie de la letra su explicación: “¿Cómo es posible que puedas, amor, masticar y digerir El Capital, de Marx, pero no puedas desenredar la bouillabaise –pronunciado: bullabais– geográfica que tienes en la cabeza?” Saskia mandó revisar los lujosos muelles del sector de Amador, que además de su “cariñoso nombre” pensó ella, tenía una de las vistas más hermosas del continente y cuando le confirmaron que ningún velero con el nombre de El Conquistador había atracado, almorzó tranquila –con media docena de tripulantes y guardaespaldas– patacones fritos, arroz con coco y cuatro merluzas negras, también fritas, que alcanzaron sin problema, para todos. Después de dormir una siesta larga y volverse a bañar, se puso una pañoleta, el pelo se le encrespaba con la humedad del clima y no le gustaba dejarlo suelto; escogió, de su improvisado guardarropas, unos bluyines apretados, una blusa blanca de algodón y una cartera de lagarto verde grisáceo que venía con zapatos compañeros, perfume, lencería comprada por catálogo de las tiendas del centro comercial Milpitas, en Bogotá, aretes y un collar sencillo de perlas cerúleas, que quiere decir: azules, como la cocaína que llevaba entre su cartera, en la que había, también, no menos de treinta mil dólares en efectivo, preservativos, pasaporte alemán, tarjetas de crédito internacionales y una pistola con la cacha de carey y dos cargadores. Saskia salió a dar un paseo con tres de sus hombres, en una van enorme, alquilada, como de veinte puestos. Fueron primero a un almacén por departamentos y a sus colaboradores –los conocía desde que fueran unos simples distribuidores de marihuana– les dio plata para que se vistieran con ropa más playera “que no se note que son guardaespaldas” les gritó y se preguntó en voz baja: “¿Por qué será que cualquiera que lleva un arma quiere verse como un agente del FBI?” Para ella y las puticas que tenía pensado contratar, escogió una tonelada de ropa de marca entre vestidos de gala cortos, vestidos de baño enterizos y pareos de colores tropicales 279


verde-guacamaya, amarillo-nicaragua, naranja-ecuatorial y café-piragua; colores súper alegres como, ella misma, los ordenó porque se sentía animada a rumbear, putear, tirar, drogarse y cometer un crimen que pondría a mi General Padrenuestro a comer de su mano –como si eso fuera posible–. Pasados casi cuatro años de la muerte de Pablo Escobar, agazapado y solo en su última ratonera, a manos de las autoridades de su país y después de la reciente entrega a la justicia de los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, los rionegreros y caucanos, del valle, quedaban fuera del negocio a causa de las pugnas internas por la sucesión de los capos. “Es tu hora, Saskia” se decía, frente al espejo del baño de una discoteca a la que entró por recomendación del chofer de la van, donde se tomó un whisky y se metió los primeros dos pases de cocaína de lo que sería uno de los fines de semana más largos de su vida. Acompañada de sus hombres, quienes ahora parecían de turismo en Hawaii, se tomaron varios tragos y salieron de ahí con el objetivo de llenar la van de putas hasta que reventara; la idea era escoger las más lindas y provocativas, porque ese era su anzuelo para acercarse a los hermanos Espinel. Llegaron a un burdel de rumba muy pesada, el Extravaganzzia –con doble zeta– donde les dieron un reservado y antes de mostrar a las chicas, los meseros, de corbatín dorado y camisa negra, preguntaron que cuánta plata, más o menos, iban a gastar, para saber qué tipo de mujeres presentar, a lo cual Saskia –tal vez pensando que su donaire aristocrático era inocultable– contestó fastidiada “lo que cuesten las mejores”. La presentación se realizó por una especie de pasarela delineada por conchas de mar; seleccionaron cinco –de categoría VIP– con un precio de mil quinientos dólares la noche, cada una, más la multa para poder sacarlas del establecimiento; eran muy poquitas, pidieron, entonces, ver la categoría de las profesionales y la de las universitarias; estas últimas, no eran tan atractivas, es cierto, pero llamaban más la atención, por su cara de adolescentes a punto de estrenar la piel y esas visibles ganas de putear, de corromperse aún más. En total escogieron catorce y al tiempo de pagar, uno de los hombres de Saskia se le acercó y le susurró al oído algo muy breve; ella pidió, entonces, verlas a todas desnudas y dos de ellas, efectivamente, tenían genitales de sobra: por más de que se estiraran el pene hacía atrás y retuvieran los testículos contra la parte baja de las nalgas, no pudieron pasar la minuciosa inspección porque las hicieron abrirse de piernas y elevar el culo frente a una linterna. Una de las travestis era de origen brasilero, tenía unas piernas torneadas y fuertes “¡como un buey canadiense!” exclamó el administrador del local; homosexual, quien, como disculpa por la equivocación, les hizo una discreta rebaja, pero les encimó la mujer-hombre-plátano-en-mano que se quisieran llevar y Saskia eligió a la brasilera –por supuesto– porque la otra, por más esfuerzos que hacía, no lograba ocultar una 280


inmensa y puntuda manzana de adán que, a plena luz del día, no pasaría desapercibida. El Bastidas Grand Hotel no era el más lujoso de la ciudad pero sí el de más alcurnia, exclusivo de la gente pudiente y los jefes de Estado que visitaban el país. Aceptaba reservas con mínimo dos o tres meses de antelación, pero como “la plata manda” esa misma noche, después de salir de la discoteca y dejando en la van un relajito que se estaba convirtiendo en juerga, Saskia se apareció en el lobby del edificio centenario, pero decorado con renovada modernidad y solicitó hablar con el gerente, a quien tuvo que llamar “director manager” para que le entendieran. “¡Tiene suerte!” exclamó una de las muchachas del front desk “Don Ruby muy rara vez se queda hasta tan tarde” le hizo saber, otra de las recepcionistas, quien la acompañó a una oficina –que más parecía una terraza– donde le presentaron a Rubicundo Cornejo, un cincuentón engominado hasta las orejas, con un botón de clavel rojo en la solapa, vestido de color marfil, camisa blanca –sin corbata– y una gordura en concordancia con su nombre, como si lo hubieran inflado para un carnaval. Al ver los ojos verdes de su interlocutora saludó en un perfecto inglés, pero Saskia le respondió en español y pidió tener la conversación en privado; apenas cerraron la puerta y los dejaron solos, ella, calculando una demora milimétrica, cruzó las piernas, abrió la cartera y sacando una pitillera y un briquet Dunhill de oro macizo, dejó ver un considerable fajo de billetes; “hay que actuar con finesse” pensó, sin darse cuenta de que su pinta gritaba sus pocos años de nuevorriquismo adquirido. Se cambió de ropa, varias veces, desde que salió del yate por la mañana; se dejó lo que más le gustó, de las pruebas en los dressing rooms donde pasó la tarde: un vestido recto, sin cintura, escotado más en la espalda que al frente, color limón pero con bordes de tejidos amarillos y blancos, hasta la rodilla y zapatos de hilos color plata; todavía se usaban los panties enterizos pero se reusó a ponérselos en ese calor, sin viento, que dificultaba la respiración; tocó con los dedos la gargantilla precolombina que llevaba desde Bogotá, pero, más, como una forma de sentir que tenía las tetas en su sitio y dispuestas a reafirmar sus cautivadoras palabras: “Don Ruby, disculpe la familiaridad” empezó diciendo y sin ningún preámbulo –¡qué descaro!– pidió que le alquilaran la suite donde se iban a quedar los hermanos Espinel; agradeció, de antemano, que, al respecto, no le hicieran preguntas y cerró su monólogo –sus pezones quedaron casi al descubierto– con una inclinación hacía adelante e hizo la siguiente observación: “Ponga su precio, Don Ruby”. “Usted lo que quiere, señora Saks …” contestó el mánager con la lengua enredada “Saskia” corrigió ella y Don Ruby prosiguió “es que mañana, después del mediodía, cuando lleguen los hermanos 281


Espinel, que son clientes de este hotel desde hace más de veinticinco años, yo les diga que no hay reserva ¿verdad?” Saskia lo interrumpe ansiosa: “¡Exactamente, nos estamos entendiendo y eso me gusta! ¡Me llena de alegría!” Él, sin perder la compostura y con esa leve sonrisita que entroniza el sarcasmo, respondió: “Señora Saskia, el hotel no tiene ningún inconveniente en hacerle el favor ¡ni más faltaba! siempre y cuando usted, mañana, se disculpe con los hermanos Espinel y me traiga, en efectivo, la suma de diez millones de dólares”. Don Ruby evitó sobreactuar su pretendida benevolencia y durante los cinco segundos en que ella trastabilló la secuencia de su propuesta, él se adelantó: “Serían los mismos trescientos cincuenta mil dólares que ellos –los hermanos Espinel– ya nos adelantaron, pues van a tomar los últimos cinco pisos, de los seis que tenemos, que reservaron por una semana para sus invitados, además del área de la piscina y el salón Veranda. El precio incluye, como usted lo supondrá, señora Saskia, la suite Imperial, la Renacimiento, la Balmoral y la Gran Derby en el último piso y con acceso independiente al helipuerto; y serían, nueve millones seiscientos cincuenta mil más por los inconvenientes”. Saskia, consciente de que tan difícil es parar un tren, como fácil es descarrilarlo, retomó el aliento, puso su chequera sobre el escritorio y preguntó: “Cuénteme Don Ruby, ¿qué tipo de inconvenientes pueden ser tan costosos?” a lo cual, él, respondió, lacónico, pero directo a la yugular: “Los inconvenientes propios de dejar a una esposa viuda, tres hijos huérfanos y en el mejor de los casos, de tener que esconderme de por vida en el pueblo más miserable de Bolivia o de Somalia” no pudo Don Ruby, en realidad, ocultar una sonrisita feroz, para concluir: “Déjeme, más bien, la platica que tiene ahí y yo hago de cuenta que usted nunca estuvo por estos lados. Sería, por ponerlo de alguna manera, inapropiado comentarle su propuesta a los hermanos Espinel”. Saskia, como le sucediera dos noches antes, no se pudo contener; habría podido darle la plata, lo que no garantizaba su silencio pero sí, por lo menos, cierta condescendencia y una oficiosa cercanía con la administración del hotel; habría podido, simplemente, hacer lo que hacen las mujeres ofendidas, tirarle un vaso de agua en la cara o en su defecto, agredirlo de forma verbal y decirle: “¡Cerdo cebórreo comepipís! ¡Esputo de la cabrona más cuadrúpeda de la cuenca del Pacífico!” vomitarle la cara, incluso o –como se hace ahora– gritarle el nombre de alguna enfermedad venérea; pero ¡no! guardó la chequera en la cartera, sacó la pistola y usando la enorme barriga como silenciador, le descargó todas las balas por un mismo agujero mientras Don Ruby trataba de gritar, sin éxito, porque la lengua y la sangre se le salieron por la boca como a los toros mal estocados. ¡Santo remedio! Esa masa multiforme de hombre, muerto en equilibrio 282


sobre una silla de oficina, con los pantalones orinados de sangre, ahí, inerte por causa de su rabieta, la tranquilizó. Esa liberación de adrenalina por la vía del homicidio le devolvió el poder de concentración y el valor de buscarle una solución expedita a su desafuero; eso y un par de líneas de cocaína azul que más parecían una pista de aterrizaje. La sangre quedó tan adherida a su vestido, salió en tantas direcciones que hasta el brassier blanco quedó con salpicaduras. Se metió al baño contiguo, sin ducha; se desvistió, se limpió con unas toallas también blancas que humedeció y pasó por su cuerpo; se sentó en el inodoro a pensar y determinó –por reloj– que se levantaría a los quince minutos y pondría en práctica la mejor de las ideas que se le hubiera ocurrido durante ese lapso. Mientras tanto, en la van, se seguía metiendo cocaína, uno que otro barillo, alcohol y cigarrillos; sólo el chofer se estaba impacientando porque estaban en un lugar público, vigilado y por experiencia sabía que las reacciones químicas y dipsomaníacas de las mezclas que sus clientes consumían, podían, en ocasiones, salirse de su cauce; miraba para atrás con cierto rubor, porque uno de los hombres ofrecía el alcaloide en montecitos que ponía en la cabeza rosada y sensible de su pene y a cada putica, después de aspirar la droga, le solicitaba, con cortesía, que recogiera el poquito que quedara, con la lengua; algunas devolvían el favor, de antemano, metiendo el órgano viril, en la boca y dejándolo bajar por la garganta para que cupiera entero. La única que se atragantó, una de las supuestas universitarias, dijo con timidez “lo siento, aún no sé bien cómo se hace”; pasaron un buen rato, entonces, las demás prostitutas, explicando los pormenores de una buena mamada, como si se tratara –digo yo– de un seminario teórico-práctico y a la vista del chofer quien, de mil amores, se hubiera hecho masturbar por una de ellas, sino fuera porque su sentido de responsabilidad –curioso atributo en un hombre de la zona costera– era más grande que los dictámenes de sus erecciones. A los quince minutos, Saskia, desnuda, se puso los zapatos descubiertos de tacón alto e hilos de plata –que también tocó limpiar– metió sus pertenencias entre la cartera, incluidos el vestido y el brassier y así, sin ropa-desnuda-viringa, como salida de una nuez, con una gargantilla en forma de luna brillante y como si no pasara nada, caminó por el ancho e iluminado corredor del lobby, pisando fuerte y con gesto decisivo y enfático se acercó a las recepcionistas que la atendieron antes y mientras algunos hombres se voltearon a mirar y las mujeres a codearse, Saskia vociferó: “Tengan la bondad de recordarle, mañana, a Don Ruby que, yo, Matilde Cruz –dijo para despistar– estoy muy disgustada, pero no por haberse quedado él dormido, sino porque me despedazó mi vestido y mis calzones favoritos; dígale, entonces, que le sume 283


doscientos dólares a los quinientos que me debe”. Enderezó la espalda y elevó el mentón, como le enseñara alguna vez su abuela y al atravesar la puerta, a la vista de un dignatario trajeado de lino blanco, quien entraba como Fred Astaire por su casa, la cogió un viento liberador que le llegó hasta las trompas de falopio, se subió a la van y gritó, alzando los brazos: “¡Lista para la rumba¡”; volvieron al yate y a Saskia, la encontró el amanecer sin haberse puesto la ropa; se despertó de un sueño lleno de empujones y sanguinolentas concavidades, se desamarró de otros cuerpos, entró a su cuarto, se quitó los zapatos y fue en ese instante que se sintió vulnerable. Era su primer muerto: un buen entrenamiento para la noche que la esperaba en algunas horas; cuando tuviera a los hermanos Espinel entre la cama, el Capitán Otero entraría a quitarles la vida y ella los remataría para arrebatarles hasta la última posibilidad de salvarse. Los invitaría a su estupendo yate, los llenaría de vicio y su par de tetas los llevarían directo al matadero; ese era su plan y se dio cuenta, de repente, de lo descuidada que se había vuelto, porque empezó a verle fallas al propósito proyectado. Primero, porque ya tenía un gordo, mánager del Bastidas Grand Hotel “pasado por el papayo” como diría uno de los mellizos; segundo, porque la podían reconocer en dicho hotel; tercero, porque no era seguro que dos hermanos, por más drogados que estuvieran, se quisieran acostar con la misma mujer; cuarto, porque no venían a una fiesta, entrada por salida, sino a un magno evento para el cual alquilaron cinco pisos y zonas comunes; quinto, porque estaba en un país con otro tipo de delincuencia y de justicia, donde no conocía a nadie; y sexto, séptimo, octavo y noveno, porque no sabía con quiénes se estaba metiendo. Saskia estaba subestimando al enemigo y ese es el peor error que se puede cometer; el problema es que no podía echarse para atrás, tampoco, eso le produciría una ansiedad espantosa, además de darle una inmerecida ventaja a mi General Padrenuestro, situación que la haría sentir peor y que la pondría en peligro. Estaba asustada, hasta el cuello en una encrucijada bien complicada y lo único que se le ocurrió –como para cambiar– fue meterse un larguísimo pase de cocaína que le devolvió el coraje. Las prostitutas se levantaron “qué feas se ven estas putas, mujeres, a la luz del sol” pensó y apenas tomaron el desayuno –un brunch, para ser exactos– y estuvieron listas, se fueron para la peluquería; no encontraron ninguna que las pudiera atender, porque estaban ocupadas emperifollando a la alta sociedad panameña para la fiesta de los Espinel. Optaron, entonces, por comprar toda clase de lacas, cepillos, aparatos eléctricos y maquillajes en un supermercado y en el yate se arreglaron entre ellas y se probaron los vestidos de gala, nuevos, hasta saciar rasgos insospechados de sus vanidades. Llegada la noche, 284


se volvieron a ver lindas y hermosas y bonitas y arrechas y mamadoras y culiadoras, pero no distinguidas –precisamente– porque; como dice el dicho: “Las putas, aunque se vistan de seda …” Hacía tiempo, desde la presidencia de Pernambuco Aquimindia, quien despachaba en calzoncillos para no arrugar los pantalones, no regía los destinos de Cundinamarca alguien tan débil de carácter como el Presidente Henríquez Arepuela: sus obras quedaron a medio hacer porque él se rendía ante la más mínima inconveniencia y dejaba a mitad de camino, por comprometido que estuviera, cualquier proyecto; su gobierno fue llamado el gobierno del “miti-miti” por eso y porque se estableció el cincuenta por ciento de tajada en los negocios del Estado, se convino abrir las oficinas administrativas sólo medio tiempo y se institucionalizó, por la fuerza de la costumbre, que los mandatarios de Cundinamarca trabajaran la mitad por el pueblo que los eligió para tan alto designio y la otra mitad en beneficio propio, de su familia, de sus amigos y de sus intereses varios. Consciente de eso, de ese permiso tácito para lucrarse del puesto –por no decir delinquir– mi General Padrenuestro siempre tuvo a muchos dirigentes de las güevas, porque bastaba la más pequeña intervención telefónica o filmación privada para probar malversaciones e indiscreciones. Establecida esa normatividad consuetudinaria –por ponerlo de alguna manera– el Presidente de la República, hizo sólo la mitad del esfuerzo por sacar adelante a nuestro país, lo que era inconcebible, teniendo en cuenta que le dedicó, con su equipo de colaboradores y juristas, casi cincuenta horas de trabajo por semana a evitar su destitución. La blanda justicia parlamentaria finalmente lo exoneró y –pienso hoy– las cosas hubieran sido distintas si el Clubman y el Fashionista no hubieran dado tanta papaya porque, ellos, además de servir de facilitadores del ilícito se embolsillaron la plata que pudieron, pese a que eran –de por sí– personas de alto poder adquisitivo. Fueron víctimas del círculo vicioso de la sociedad de consumo: entre más tuvieron, más les hizo falta, no se conformaron con nada y ninguna retribución pecuniaria fue suficiente porque siempre hubo gente más adinerada por emular y cosas más caras por adquirir y sitios más lujosos por visitar; y no lo digo como un lugarteniente que estaría muy contento de aumentar su magro sueldo, sino porque mis vivencias, cercanas a la gente más poderosa de este país dejan, como constancia, dos verdades: que delincuencia y política se han vuelto sinónimos y que basta ser o considerarse millonario, para entrar en una vacaloca que no tiene componenda sino hasta el día de la quiebra material o física, dejando al espíritu vacío y vapuleado, como los cadáveres a cargo de mi General Padrenuestro. En fin, los que defendieron al Presidente Henríquez Arepuela tuvieron 285


rabo de paja y actuaron por intereses propios, en representación de otros menos conspicuos o poniendo la cara por organizaciones ilícitas, necesitadas de contactos, de lobby y de habladores de mierda profesionales, principalmente. Cundinamarca, al decir de mi General Padrenuestro “está atascada en su propio excusado” lo que era su forma de decir que se venía una intensa labor de plomería; fue por esas épocas que las fuerzas militares empezamos a “pensar por fuera de la caja” como dicen los creativos de la publicidad, a trabajar de manera distinta para que se vieran cambios positivos, de una forma más sistemática y con el ánimo de lograr, a cabalidad, el propósito impuesto por la férrea garra de mi General Padrenuestro y que expresaba así: “No importa cómo lo logremos, Lugarte, ningún costal debe quedar sin sacudir, ninguna papa sin pelar y ninguna palangana sin hervir”. Al Clubman, cuyo nombre era Marciliano Berenjenal Botines, le cayó bastante de sorpresa que se lo llevaran preso: nunca pensó que sus buenos oficios por repartir la riqueza, entre los suyos, de forma más equitativa y mantener a su partido político en el solio de Bolívar, le granjearan la antipatía de los fiscales que le tocaron en suerte. Lo enorgullecía, eso sí, que al gobierno le hubiera tocado inventarse un aparataje jurídicopolicivo para poder agarrarlo, al tiempo con otros de su nivel estratosférico, para los cuales el apelativo de delincuentes de cuello blanco era, por decir lo menos, inexacto, teniendo en cuenta que no sólo se mancharon la camisa sino las manos de sangre: delitos que, aunque evidentes para los investigadores de la Oseta, no se pudieron probar en la corte y no por falta de pruebas sino de voluntad política porque Berenjenal Botines, afamado hijo del torero Alonso Berenjenal –El diestro zurdo de la muleta– y de Doña Agria de Masato y Botines según se hacía llamar después de su quinto matrimonio –heredera de la más rancia alcurnia de Sutatausa– era un hombre con suerte, al que los verdaderos dueños del poder no querían ver afligido porque “pobrecito” y aunque fue encarcelado, nosotros le improvisamos, su lugar de reclusión, en un casino de suboficiales, donde podía bañarse en la piscina, jugar billar –una de sus pasiones desde la universidad– y recibir –esto es muy importante– a su madre sin que ella tuviera que incomodarse viendo gente pobre, percibiendo, de pronto, malos olores o teniendo que encontrarse de frente con un delincuente común “que no fuera su hijo” quiero decir. Mi General Padrenuestro permitió tal generosidad sólo por llevarle la contraria al Presidente de la República, quien lo quería meter a la Modelo o a la Picota; “para que le metan la cuchara de plata, con la que nació, por el culo” fue que dijo y al rato corrigió “bueno, no creo que eso, para él, sea demasiado sacrificio”. No salió para nada mal librado; se robó dos o tres millones de dólares destinados a la campaña y trató de 286


vender el argumento de que se trataba de dinero ilícito al que, él, le iba a dar un uso digno, pero su madre lo reprendió “deja de decir tanta güevonada Clubmancito que lo tuyo es el arte” y lo mandó –una vez recobrada su libertad– a instruirse en estética y filosofía de la belleza, en París, donde le compró una galería, le consiguió un novio artista y le inventó una vida, lejos de Cundinamarca, donde aún era posible que los narcotraficantes fueran a tomar represalias contra él, pues nunca les cumplió la andanada de favores a los que se comprometió, desde las encumbradas magistraturas del Estado. Estar tan protegido, por nosotros –y eso se lo debe a mi General Padrenuestro– lo puso a salvo de tener que poner su culo al servicio de un nivel socioeconómico al que no estaba acostumbrado; Reyes se lo encontró varias veces en el sauna, donde pegaba salticos y griticos cada que le subían la temperatura “es un cobarde consumado” comentó y nos reímos de sólo imaginarlo como a un delfín rosado en un estanque de tiburones. “¡Esto se vino a la mierda por un puto video!” vociferaba el Perro, como señalando una desproporción del destino, una irregularidad subsanable a corto plazo, pero que los historiadores, en un futuro lejano, no iban a dejar de investigar y de sacar, con truculencia absoluta, a la luz: la ocultación, a ultranza, del delito, causada para atornillarse en el poder nunca había sido tan descarada en Cundinamarca. Al Fashionista le dieron su casa, de varios estilos decorativos, canchas de bolos y gazebo, por cárcel y cuando no hubo nada más por defender, al Perro lo mandaron de embajador a Marruecos donde murió sodomizado por un primate de zoológico. Cuando amainó el escándalo –porque contrario a las palabras de Antonio Machado en Cundinamarca “todo pasa y nada queda”– el Presidente Henríquez Arepuela sintió que había gobernado lo suficiente y delegó, en cabeza de su mujer, las responsabilidades del Estado; la levantaba temprano y le decía “ve y manda tú mi amor que yo estoy con reflujo” y la llevaba, él mismo, hasta el despacho presidencial para, de vuelta a sus habitaciones, fumarse un porro y mirarse el ombligo. A su esposa, se le debe la firma, postergada varias veces, que ratificó la creación oficial de las Cooperativas de Vigilancia Agraria –las cuales, en la práctica, existían hacía un buen rato– y que ratificaban el derecho privado a autodefenderse, a legitimar ejércitos, supervisados –supuestamente– por las fuerzas militares, lo que se constituyó en la aceptación flagrante del paramilitarismo en Cundinamarca; a dicha ley se le dejaron, de forma deliberada, los suficientes subterfugios y vacíos para que, con cierta holgura, esa nueva casta de centinelas pudiera comprar armas y tecnología militar sin problemas. Lo más grave, como lo dijo, en buena hora, mi General Padrenuestro, es que “¡ahora sí nos jodimos: atrapamos a los narcotraficantes, les aplicamos los beneficios de los guerrilleros y los soltamos como paramilitares!” Íbamos a organizar marchas para 287


tumbar esa vagabundería; íbamos a sacar plata de nuestras arcas secretas para sobornar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia para que nos ayudaran a tumbar ese adefesio jurídico; íbamos a traer a las comisiones de derechos humanos, de Ginebra y Bruselas, para deshacer tal entuerto, hasta que mi General Padrenuestro nos llamó a una reunión de urgencia y exclamó: “¡Detenerse soldados! Vamos a hacer algo mucho mejor: ¡los vamos a carnetizar!” Nos pusimos de inmediato en la labor maratónica de diseñar una reglamentación que, a grandes rasgos, permitiera la participación de cualquier civil –incluidos, por supuesto, los militares retirados– en dichas cooperativas, con la condición sine qua non de que estuvieran registrados ante una superintendencia creada para el efecto. Produjimos cuñas de televisión en las que invitamos, a los interesados, a cumplir con dicho registro y palabras más, palabras menos, les informamos que debían completar formularios indicando antecedentes privados y públicos, suministrar referencias familiares, de amigos cercanos y compañeros de trabajo y realizar, de paso, un sinnúmero de exámenes médicos. Las fotos debían ser tomadas por nosotros mismos, así como las huellas dactilares de las manos y de los pies. En quince días, la Oseta formó un departamento completo para procesar los datos y trajimos expertos de la Interpol que nos ayudaron con el software idóneo para el cruce de tanta información. Mi General Padrenuestro estuvo jubiloso por esos días hasta que, una semana antes de cumplirse los plazos obligatorios, se hizo evidente que nos había salido el tiro por la culata y no me refiero a que hubo un porcentaje muy bajo de éxito sino al hecho –el cual se mantuvo en secreto– de que nadie se registró. Esto fue, en realidad, un alivio, dado los gastos burocráticos que nos ahorraríamos y –como si nada hubiera pasado– mi General Padrenuestro dio a entender que él no esperaba otra cosa. El esfuerzo fue una verdadera pérdida de tiempo y un campanazo grandísimo, de alerta, para quienes estábamos del lado de la ley porque demostró que no existía, en Cundinamarca, dentro de este tipo de cooperativas, ninguna persona armada que no fuera un delincuente, que no tuviera asuntos pendientes con el Estado o que no temiera por las inconsistencias de su pasado; era eso o que la credibilidad de las fuerzas armadas como garantes de procesos sociales y administrativos, era nula. “Me importa un culo tal conclusión, Lugarte: ni somos cómplices de la delincuencia, ni somos políticos culiprontos buscando credibilidad” contestó a gritos y fue a tres consejos de ministros, consecutivos, para tratar de echarle la culpa del fracaso a otra institución, pero fueron cancelados, con la misma excusa de siempre: “El Presidente se encuentra indispuesto” mientras tanto, los periódicos, publicaron caricaturas de Henríquez Arepuela volando por las nubes, con órbitas de pajaritos y notas musicales alrededor de su cabeza, 288


echando globos o botando humo por las orejas y siempre con trasfondos “subliminales” en los que aparecían hojas camufladas de cannabis. Rumiando esa derrota se encontraba mi General Padrenuestro cuando entró Roxana –como una tromba– a vociferar que ella entregaba lo que fuera, por la causa militar y lo que se necesitara por una Cundinamarca más justa, pero que quería dejar muy en claro que no se iba a dejar coger el culo, ni las tetas, ni nada, de “esa vieja cabrona, de la Primera Dama” como nos dijo; quien la arrinconó en el comedor auxiliar de la Quinta de Nariño contra el mueble de la cristalería y le metió la mano, con el dedo índice erecto, por debajo de los calzones. “Me cogió tan de sorpresa, mi General” manifestó con rabia delante nuestro “¡que la empujé con fuerza!” exclamó y siguió contándonos que lo único que se le ocurrió fue gritarle “¡por lo menos, lávese las manos, vieja hijueputa!” y salió corriendo enfurecida. Eso –si mal no recuerdo– fue el lunes por la mañana, siguiente a la reunión de los Espinel en Panamá, porque nuestro informante llegó antes de almuerzo a contar lo que pasó o mejor dicho, a explicar por qué no pasó nada o ningún suceso lo suficientemente importante para ser registrado por los medios de comunicación. Tuvimos, entonces, que Saskia –en su estado normal de encontrarse embalada por la droga, lo que la volvía temeraria y descuidada, a la vez, como ella misma lo reconocería más tarde– llegó al Bastidas Grand Hotel con su corte de putas y guardaespaldas disfrazados de gente bien del trópico y como era de esperarse, no los dejaron entrar, con el agravante de que Saskia no podía, como era su costumbre, descomponerse y alegar como una medusa desaforada, pues hacía menos de veinticuatro horas le había llenado de plomo el estómago al mánager del establecimiento; optó, entonces, por mantenerse callada y mientras pensaba qué hacer, ella y su séquito se sentaron en unas sillas de madera cerca a la entrada principal techada de palmeras, luces como piñas brillantes y desde donde podían ver a los carros llegar, los invitados entrar, los guardaespaldas desplegar sus dispositivos de seguridad y las mujeres mostrar sus elegantes atuendos como en una pasarela o como en los tapetes rojos de Hollywood. De pronto, inadvertidamente, un hombre que entraba solo, se acercó, tomó a una de las puticas del brazo y sin preguntarle, entró a la fiesta con ella. En el Caribe –más que todo en Guantánamo– es muy normal que las jineteras busquen a sus clientes a la vista y bajo la luz de las lujosas balaustradas de los hoteles, además Saskia y su grupo tenían la pinta idónea para que se pensara, eso, que prestaban un servicio de acompañantes para la velada que, apenas, estaba por comenzar. A la media hora y de la misma manera entraron al hotel otras cinco chicas y –¿quién lo fuera a pensar?– una invitada bastante avejentada pero embellecida por su 289


peinado y sus diamantes, tomó del brazo a uno de los guardaespaldas y le susurró: “Dedícame esta noche, precioso y amanecerás millonario”. Así fueron entrando, uno por uno, hasta que Saskia fue invitada por un señor que se bajó de un Mercedes Benz rojo, la tomó, de una, por la cintura y la levantó como a veinte centímetros del piso; él se presentó como José María Espinel y ella se sintió, ahí mismo, atraída por el personaje y más cuando en el ascensor le dijo: “Vas a ser mi reina por esta noche”. Panamá tiene una relación federal con los Estados Unidos, es un Estado más de la Unión y funciona como tal, salvo que el gobernador es llamado presidente, lo que despista un poco. Pero esa particularidad –como muchas otras– se origina en la realidad lastimera de que los panameños todavía creen que el Canal es de ellos, con todo y que la anexión de su país a la súper potencia anuló el tratado que suponía su devolución al finalizar el siglo xx. Tampoco se logró –cumplido el lapso– que por lo menos las utilidades del Canal fueran invertidas en el Estado panameño, pues era evidente –como lo es de manera más acentuada en el presente– que en los Estados Unidos hay estados de primera, de segunda y de tercera categoría; la generalidad de los caribeños no tiene las oportunidades, ni la calidad de vida que otras comunidades han luchado y ganado a lo largo de las generaciones: “The beans” como les dicen ahora, son los nuevos filipinos o vietnamitas. Pareciera que los gringos se avergüenzan de sus más recientes conquistas, porque fuera del poder estratégico que les da ser los dueños de la cuenca caribeña, la siguen tratando como un desagüe-basurero-cloacaorinal-desperdicio porque la impresión de que el trópico es para chimpancés y turistas –que son lo mismo– nunca se les ha quitado. En fin, el Presidente de Panamá estaba presente en la fiesta de los Espinel cuyo motivo principal era el de presentarlos en sociedad como grandes inversionistas interesados en el desarrollo de proyectos con grandes utilidades financieras; leyó un corto mensaje de bienvenida del Presidente de los Estados Unidos contenido en una carta, con su firma y el sello de la Casa Blanca, que fue enmarcada y puesta a la vista en una vitrina con vidrios de seguridad. La fiesta se desarrolló en tres ambientes, según el gusto de cada quien y lo que a Saskia más la impresionó es que no había menos de cien personas con el apellido Espinel, siendo, de acuerdo a lo poco que sustrajo de su acompañante, los más importantes: Don Félix Espinel Zúñiga, el patriarca a quien –Saskia no lo podía creer– le besaban el anillo como al Papa o como a los padrinos de la mafia siciliana y sus dos hijos: William “El Toro” Espinel y su hermano Juan Carlos “El Avión” Espinel; los que estuvieron presos en la Cárcel del Peñón y en quienes mi General Padrenuestro tenía puesta la mira, eran apenas primos de los primos de los primos y estaban es una de las mesas más 290


distantes de la tarima donde se realizaron los homenajes: discursos de agradecimiento, brindis y condecoraciones. A Saskia le quedó claro que se trataba de una familia con estrechos vínculos en Maracaibo, la Guajira y Barinas Apure; los Espinel de otras regiones, como Cundinamarca, no parecían ser de la rosca. Su improvisada pareja, la puso, como a la putica que pensó que era, a servirle los tragos y a mandarle mensajes, al oído, a otros contertulios, como: “No te vayas a vomitar en la hielera”, “te mariconeaste del todo con ese corbatín” o “qué le pasa a tu mamá que anoche me obligó a usar condón” lo que le demostró a Saskia, una vez más, que “los hombres no crecen sino que mejoran sus juguetes” como diría Batman y porque esa distancia con el culo, con el moco y con el pedo, por ejemplo, nunca la pierden; a ella no le hubiera extrañado, para nada, que en la oficina oval de la Casa Blanca el Presidente de los Estados Unidos le diga a su Secretario de Estado, mostrándole el meñique, “venga y háleme este dedito”. Ella no se dio cuenta del trato impropio que estaba recibiendo porque la verdad es que, sí, se sentía como una miserable puta, ante tanta fastuosidad por parte de una organización de narcotraficantes que excedía, en influencia y savoir faire, la suya. “Estos vergajos” pensaba “lograron internacionalizarse mientras yo todavía manejo una operación demasiado local” y con ese dilema en la cabeza fue que escuchó decir a José María Espinel que ya quisieran ellos haber inventado la cocaína azul que se estaba tomando el mercado y quitándoles millones de dólares y de clientes. De un segundo, al otro, la autoestima de Saskia se disparó más allá de la galaxia y se sintió, de nuevo, hermosa e inteligente y muchísimo menos prostituida, que cuando había entrado, sentimiento que estaba a punto de revertir porque pensaba abrirle las piernas a los hermanos Espinel, que pudiera, hasta conocer al patriarca, Don Félix, a quien consultaban por turnos, como a Vito y Michael Corleone. En esas estaba, pensando que ella no tenía que rendirle cuentas de nada a un generalucho cundinamarqués tan apartado de la grandeza real –como mi General Padrenuestro– y tratando de igualarse con los invitados principales, hablando de sus viajes, sus joyas y sus dos yates y cotizando su escote-acantilado-anzuelo entre la muchedumbre, cuando la arrestaron, la sacaron por la puerta de atrás y la metieron en una cueva donde se concentraban, como en un lupa, el calor y la humedad de la zona tórrida; se arrancó las extensiones de pelo, gritó, durante horas, por una ventana que más parecía una claraboya y una vez, que el cansancio le dio algo de sosiego pensó que, bien vistas, las instalaciones de la Oseta en Bogotá eran de lujo. Nuestro informante, en tierra panameña, era metódico hasta en la forma de hablar; repitió varias cosas que le parecieron significativas: que siguió a Saskia, desde que se 291


bajara del yate y que vio cuando, ella, salió desnuda del hotel insigne de la ciudad; dio más detalles sobre la apoteosis que fue la fiesta de los Espinel y agregó –dato importante éste– que entre ellos se reconocían como miembros de una organización similar a la “Cosa Nostra”; soltó la novedad “de muy buena fuente” según dijo, que la carta enmarcada del Presidente de los Estados Unidos era falsa y se guardó lo mejor, para el final, que Saskia fue arrestada por el asesinato de Rubicundo Cornejo pero que le querían achacar varios más, de los cometidos en los últimos meses. Mi General Padrenuestro sacrificó su almuerzo en familia por quedarse en la Oseta y sacarle toda la información, que pudiera, a este soplón –de cuello blanco– que no tuvo problemas para codearse con la crema y nata de un país extranjero con tal de conseguirnos algo sustancioso. Reyes, quien consiguió el contacto, tomaba notas y pidió que repasaran el orden jerárquico de los Espinel; ejercicio que resultó algo infructuoso, pues su misión –la del informante– estaba focalizada en “olfatearle el culo a la teti-sabrosa germana” así lo explicó y en general, con cada nueva alusión, se corroboró, en esencia, la desconfianza que mi General Padrenuestro les tuvo, a los Espinel, desde que supo de ellos y desde que, a través de las grabaciones hechas a los Doce del Patíbulo, descubriera su poder y peligrosidad. Preguntó por los protocolos de protección, las marcas de los carros, los comentarios de la gente sobre nuestro país, los casinos, la eficacia de la policía, la influencia real de los gringos en la administración de justicia y los detalles más nimios de la celebración; no dejó de parecerle curioso un festejo tan desmedido para una efemérides tan anodina como atar lazos de amistad y presentar a una gente prestante en el seno de la sociedad panameña; “¡esa excusa es una excusa!” exclamó, mi General Padrenuestro y se quedó ensimismado un rato; le pareció que no había nada de qué preocuparse, en el corto plazo, pero manifestó que, en el largo plazo, los Espinel le darían mucha brega a las Fuerzas Armadas de Cundinamarca. “Nos vamos a preparar como para una guerra” dijo y tomó un palillo para escarbar sus inmensos molares, al tiempo que invitó a Reyes para que llevara al informante a un lugar discreto donde le pudiera pagar por el servicio realizado; sin embargo, se quedaron un rato más hablando de putas y de armas, que son los dos temas preferidos del ejército y mi General Padrenuestro pidió un café bien oscuro mientras escuchaba las descripciones de las mujeres del trópico, influenciadas por el vaivén de las olas y el influjo incisivo del sol, distintas de las mujeres de la cordillera: más discretas y sabias, más precavidas a la hora de amar pero conocedoras de que el oído es la verdadera llave de la sexualidad masculina; y se estaban levantando, de la mesa, cuando el informante, refiriéndose a una mujer exuberante que llevaba un diamante de un millón de dólares incrustado en el ombligo, mencionó “que esa perra si se había quedado 292


hasta el amanecer con un General de apellido Malapata”; en ese instante, mientras mi General Padrenuestro lo tomaba del cuello y le escrutaba los ojos, contra la pared, el informante aseveró no haberlo visto nunca en su vida y que estaba seguro de lo que estaba diciendo. Con el nombre del General Malapata sobre la mesa –quien tramitó su retiro, como servidor del Ejército Nacional– la información, además de dar un giro de ciento ochenta grados, cobraba otro sentido hacia la malignidad y la inmediatez de lo que se podía estar fraguando contra nuestra país. Nos llamó y nos reunió, incluida Roxana quién ya era parte esencial del equipo, para decirnos: “Necesitamos cantidades insospechadas de sangre fría porque se está planeando algo grande e irreversible contra Cundinamarca” apagó un Paquistán en el pocillo del tinto, se levantó y dejó a Reyes para suministrarnos los detalles que nos permitieran listar y analizar los factores de riesgo. En el mejor de los casos se trataba de especulaciones infundadas, pero sin duda: es mejor prevenir que escarmentar. El informante, de vuelta en Ciudad de Panamá, tramitó, haciéndose pasar por un tinterillo, local, contratado por el consulado cundinamarqués, ante la oficina encargada de administrar las cárceles, el papeleo necesario para ver a Saskia y le dijo que mi General Padrenuestro esperaba su lealtad y que si ella lograba infiltrarse a la organización de los Espinel y averiguar los detalles de un posible golpe de Estado en contra de nuestro país, él olvidaría el asunto del video y buscaría cómo distraer la atención de los medios de comunicación que parecían ansiosos de descubrir quién era la famosa Ricitos de Oro de quien se empezaban a tejer muchas conjeturas. La pobre, vulnerable, sin poder ver a su gente, en un hueco infame e irritada por la falta de sus drogas básicas, le soltó al informante una retahíla de palabras que demoró más de veinte minutos gritando y que se podrían resumir de la siguiente manera: “¡Dígale al General Padrenuestro que se pudra, que prefiero morirme en este nido de ratas antes que volverlo a ayudar!” él recibió el agravio, un par de horas más tarde y se dio cuenta de que su paso fue en falso, dado que Saskia se sentía por encima del bien y del mal, en razón a que el dinero le había dado los aires de una ciudadana del mundo, una mujer sin fronteras que, salvo la nimiedad de que estaba presa e incomunicada, tenía metas superlativas y designios equiparables a los de los ángeles y los santos, exentos de purgatoriedad. Quesada chuzó los teléfonos de la Quinta de Nariño, abusando de la confianza de mi General Padrenuestro porque no pidió su autorización; evitó, también, utilizar los servicios de la Oseta, lo que hacía evidente, el hecho, de que se estaba tomando de 293


manera personal lo sucedido a Roxana, con la Primera Dama; buscaba una cascara de plátano capaz de hacer trastabillar el prestigio de la Marimacha y anular de tajo su poder presidencial. “¿Estás loco?” le increpó Roxana y con razón, cuando supo su argumento y le reviró que los Henríquez Arepuela llevaban trastabillando a lo largo de todo su mandato y nada que caían, cualquier escándalo sería menor y no les haría ni cosquillas; “entre ambos” dijo, por enfatizar su opinión “podrían escribir un libro sobre cómo atornillarse en el poder sin machucarse los dedos” remató, puso la rodilla entre las piernas de su amante, se le acercó hasta rozar sus labios con su pecho y le ofreció una recompensa para más tarde; “gracias, amor, por preocuparte por mí” le susurró. Quesada no cejó en su empeño: las conversaciones entre las alcobas y los despachos principales, ida y vuelta, fueron sometidas a un seguimiento exhaustivo y en diez días, la verdad, fue que le tocó reconocer la inutilidad de su rastreo; “El Presidente que casi se cae” –como precisaron tres agudos periodistas que, hasta donde pudieron, son la fuente fidedigna del cuerdiflojismo que vivió Henríquez Arepuela durante aquellos años– y su mujer, la Marimacha, sólo hablaban de listas de invitados, de menús y de nombramientos diplomáticos; los temas de gobierno se trataban superficialmente, previo a los poquísimos consejos de ministros que hubo hasta el término de su mandato. De resto, para que se viera algún movimiento en los corredores de la Quinta de Nariño, para que se pensara que algún propósito quedaba entre tanto buche y tanta pluma, la Marimacha organizaba reuniones –“inn-formativas” las llamaba– para discutir temas, varios, que se escogían de una hipotética lista, de su marido, que contenía asuntos pendientes de suma urgencia; a veces se invitaba expertos expositores, a veces a los mismos protagonistas de las situaciones en discusión, a veces embajadores y siempre, se invitaba a los asistentes para ver alguna película en el salón de proyecciones, al cual le cambiaron las sillas por unas reclinomáticas de alto espaldar y con apoyo para los pies. A la media hora, la mayoría roncaba y al rato ¡qué lindo! empezaban todos a roncar acompasados: modorra al unísona causada por el tamal con chocolate y las milhojas que les servían. Mi General Padrenuestro nunca asistió –sobra decir– pero lo divertía mandar películas al despacho presidencial con post-its que decían “importante para la seguridad del Estado” o “cuidado, esto nos puede pasar en Cundinamarca”. Una vez, enterado de que algunas de esas reuniones terminaban, entre sólo mujeres, mancillando la honra y ¿quién sabe qué otras cosas? de los próceres de nuestra nación, cuyos óleos, presentes en los salones de recibo de la Quinta de Nariño, amanecían –según el testimonio de los guardias de Corps– con brassieres y pantaletas colgados de sus marcos, hizo llegar películas –“de carácter histórico” decían los post-its– de épocas, menos afortunadas, en que el lesbianismo se 294


pagaba con la guillotina, con la hoguera o con el escarnio; las asistentes femeninas a dichos boatos: ministras, directoras de institutos descentralizados, parlamentarias y jueces, entre otras, se dieron por aludidas y adonde fueron por compromiso social, de ahí en adelante, tuvieron la precaución de estar siempre acompañadas de sus maridos y cada que constataban la presencia de los noticieros, los tomaban de la mano, los besaban o los ponían de frente a las cámaras para que Cundinamarca los reconociera como sus parejas. Lo cierto es que su deserción acabó con las reuniones “innformativas sobre asuntos pendientes de suma urgencia” y su confirmación a estar presentes en otros eventos, al que asistiera la Marimacha, estaba supeditada a que hubiera una mayoría, superior a las dos terceras partes, de hombres invitados. Los actos impropios, si los hubo, nunca trascendieron del consabido chismorreo y el repentismo de los cocteles y los paseos de finca domingueros; lo que pasa es que el otro Presidente que tampoco se cayó, el de los Estados Unidos, fue atrapado con la bragueta abajo y una empleada interna arrodillada chupándole el tabaco, por lo que existió una alarma general sobre este tipo de situaciones, incómodas, de talla presidencial. Más tarde que temprano, la Marimacha le pidió disculpas a Roxana pero eso no impidió que se la quedara mirando de la cintura para abajo, en los sitios más extraños y buscara su cercanía en cualquier oportunidad. Era notorio, eso sí, que le preocupaba mucho más la situación de su marido que la suya propia porque –no nos digamos mentiras– la homosexualidad ya no despeluca a nadie, se considera un asunto privado y respetable mientras así permanezca; pero tener como Presidente de la República a un economista graduado en Harvard, conferencista en el Banco Mundial y en Davos, que se queda dos horas diarias sentado en el inodoro –al que llama trono– leyendo revistas de droguería, que duerme siesta y juega guayabita con los escoltas, es un problema bastante más serio. Por eso, después del infortunado suceso con la Primera Dama, Roxana y Quesada se dieron cuenta de que, la pobre, no tuvo más remedio que hacerse cargo de la nave mientras su marido llevaba, varios meses, en piloto automático. Las crisis grandes se evadían dándole importancia a crisis más pequeñas y a una que otra inventada, como cuando Henríquez Arepuela salió a decir que lamentaba la muerte –asesinato– de uno de los líderes más preclaros del partido opositor, pero que se sentía en la obligación moral de bogotano, compungido, de dedicar encomiables esfuerzos para recuperar el río Bogotá, el cual había mandado dragar por un consorcio extranjero samario-guajiro-maracaibero y que quedaría, en muy pocos años, translúcido como el alma de Santa Librada; símil que lanzó sin conocimiento, pues Santa Librada era una santa anoréxica, con facha de hombre, que dio a luz una decena de hijas y las mandó matar porque pensó que tanta fertilidad era, 295


más bien, una prueba de sus afinidades con el diablo. Para garantizar que no le salieran –como lo hacían con regularidad– con una excusa circunstancial, como por ejemplo: “El Presidente espera una llamada de su homólogo chileno”, “está jugando canasta en la embajada inglesa” o “se está probando el sacoleva que utilizará en un matrimonio que tiene el sábado” mi General Padrenuestro se fue, de improviso, a la Quinta de Nariño y llegó primero a la oficina de Roxana para que anunciara su visita, con discreción, al Presidente de la República y a la Primera Dama. Lo atendieron, encantados, en el salón de los gobelinos, ella llegó primero y mandó servir polvorosas, mi General Padrenuestro quedó con el uniforme lleno de la harina y el azúcar finitica que sueltan ese tipo de galletas. El Presidente Henríquez Arepuela llegó, veinte minutos más tarde, con las marcas de la almohada, todavía, sobre el cuello y la mejilla y saludó con relamida deferencia, lo que para Roxana fue una sorpresa pues le parecía innecesario tan almibarado recibo; no se había dado cuenta, antes, del excesivo respeto –¿o sería temor?– que el Presidente le tenía a su Ministro. Sin más preámbulos, mi General Padrenuestro, sin pedir permiso, encendió un mentolado, escupió una brizna de tabaco que fue a caer sobre la hebilla del zapato de la Primera Dama y soltó la bomba que llevaba adentro: “Estamos en peligro de un golpe de Estado”. Contó sobre la reunión-fiesta-bacanal de los Espinel en Panamá, con presencia del General –en retiro– Malapata y de altos dignatarios de la CIA; esto último era improbable pero en los países del tercer mundo basta nombrar a la Agencia Central de Inteligencia para que presidentes, dictadores y monarcas de todas las estirpes, empiecen a temblar; “era mejor tener un Presidente asustado, que dubitativo” pensó, de acuerdo a la circunstancia y mi General Padrenuestro se extendió sobre el contenido de las grabaciones, tomadas, hacía más de cinco años, de los hermanos Eduardo y Gustavo Espinel –en la Cárcel del Peñón– en las que manifestaron su interés por entregarle un país completo a los Estados Unidos y de ser así, los únicos con derecho a jugar, con ellos, al gato y al ratón, en lo referente a llenarles, a sus ciudadanos, las narices de cocaína. Lo siguiente fue más difícil, pero hizo que los Henríquez Arepuela colaboraran, irrestrictamente, en evitar una hecatombe y fue la mención de que la Oseta conoció, durante el viacrucis, que les tocó vivir, la identidad de Ricitos de Oro y la existencia del video que se constituía, ésta sí, en la prueba reina que nunca apareció para relacionar al Presidente de la República con el conocimiento, cierto, de los dineros calientes que entraron a su campaña política. El momento fue muy incómodo, por supuesto; pero había que presionar la circunstancia al extremo de sacar alguna, palmaria, información sobre el General –en retiro– Malapata. La pareja dio 296


demasiados rodeos, demasiadas miradas entre ellos, se sentían como dos supermanes en una jaula de kriptonita, no llamaban nada por su nombre, miraban el techo y el reloj, asediados pero como si la cosa no fuera con ellos; acto seguido, mi General Padrenuestro le ordenó a Roxana que se quitara la ropa y él hizo lo mismo; su subalterna entendió la situación y entre los dos, se quedaron en ropa interior para demostrar que no llevaban micrófonos ocultos. Los Henríquez Arepuela estaban tan nerviosos que agradecieron el gesto, a la vez que pidieron disculpas por la desconfianza y de algo sirvió porque revelaron que Malapata amenazó con arruinarlos y repitieron, con algo de rubor, sus palabras: “Ustedes son unos asquerosos de mierda y no descansaré hasta sacarlos, yo mismo, a patadas de la Quinta de Nariño”; también contaron, con más desparpajo, que Ricitos de Oro fue quien los buscó para entregarles la plata, para la campaña y que lo único que sabían de ella era por los paseos en yate, alrededor del continente, rodeada de efebos de todos los colores y sabores, con que la “monita” –así la llamó– sobornó las consciencias del Perro y del Fashionista porque la del Clubman ya venía teledirigida hacia el delito desde que viera a su madre, utilizar sus tácticas de arpía contra sus padrastros, para obligarlos a cambiar beneficiarios tanto de cuentas bancarias como de clausulas testamentarias. Agregó la pareja, con el mismo carácter confidencial y eso lo guardó mi General Padrenuestro en la caja fuerte de su alma que, la primera vez que Ricitos de Oro los abordó, lo hizo diciendo que era muy amiga del General Aquiles Padrenuestro Chacón. Cuando el Presidente de la República supo que Ricitos de Oro estaba presa en Panamá, por asesinato, exclamó: “¡Qué dios nos libre, nos ampare y nos favorezca!” entendió la importancia de hacerla reaccionar a nuestro favor y a eso se comprometió. Cuando Roxana y mi General Padrenuestro tomaron su ropa, se la pusieron y se fueron; el Presidente de la República y la Primera Dama pidieron por la lealtad de mi General Padrenuestro porque sabían que, más allá de la zalamería con que llenaron sus vidas y las intromisiones de un cuñado metiche y atrabiliario a quien, con los años, se le engordó el rocín, se le perdió la adarga y se le acobardó el galgo, no les quedaba un colaborador, un copartidario, un amigo o un familiar en quien confiar. Al otro día, Roxana y Quesada salieron para Panamá, con una carta del Presidente de la República; faltó lacrarla, pensaron con cierta mamadera de gallo, pues el internet se había impuesto como la forma más expedita de comunicarse por escrito, haciendo innecesaria tanta pompa para entregar una misiva; era natural, por supuesto, que mucha gente, todavía, le tuviera desconfianza a las facilidades del computador y más cuando la carta debía llegar a una prisionera de los Estados Unidos cuyo acceso a la 297


tecnología informática era prohibido o vigilado. Encontraron a Saskia por señas, porque siguió la farsa de hacerse pasar por indocumentada, le pareció más inteligente que las autoridades panameñas pensaran que, el cometido por ella, era el homicidio de una putica mal pagada, a que la reconocieran como una mujer de incontables recursos económicos; no demorarían en averiguarlo, pero necesitaba ganar un tiempo precioso, mientras lograba hacer llegar, a su celda, el dinero en efectivo necesario para abrir con sobornos las puertas de la cárcel. El runrún era que hasta la calle, cada salida –eran cinco– costaba cien mil dólares y que con fajos de diez o veinte mil dólares, por cada vigilante que se interpusiera en su camino, estaría muy pronto en libertad. Los mellizos ya estaban en Ciudad de Panamá y el dinero, en bolsas plásticas, para ser entregadas por el Capitán Otero, apenas le permitieran su visita a Saskia, en el penal. No querían levantar suspicacias por parte de las autoridades carcelarias, por eso optaron por hacer acopio de una paciencia, que ninguno de los dos poseía, en tales circunstancias, pero que les garantizaba el bajo perfil necesario para no volver un delito de baja estopa, en un incidente internacional. La nueva visita de los emisarios de mi General Padrenuestro fue sorpresiva, porque Saskia seguía empeñada en negar su colaboración; sin embargo, la mañana que llegaron, a ella le pareció interesante el acercamiento, por lo alto, que le propusieron, leyó el mensaje del Presidente de la República y comprendió que Henríquez Arepuela estaba en peligro porque, de otra manera, no iba a ser tan pendejo de firmar lo que, básicamente, era una confesión que probaba sus nexos, con ella, la famosa Ricitos de Oro. La narcotraficante, trató de conservar la carta pero Roxana no le quitó los ojos de encima y sin mayores aspavientos, se la rapó y la quemó en su presencia. No se habló del remitente en voz alta –era la mínima precaución– se dieron mañas para entenderse, sin revelar demasiados detalles y lograr un acuerdo tácito: Saskia, los pondría en contacto con José María Espinel –no tenía nada más que ofrecer– quien dijo vivir en Coral Gables y ellos la sacarían de la cárcel por la vía de un requerimiento judicial-castrense de urgencia que mi General Padrenuestro tramitaría con la embajada de los Estados Unidos. Durante los dos días siguientes, no nos dedicamos a otra cosa; para ir tanteando el terreno, nos pusimos en contacto con el FBI, la DBA y preparamos un operativo para sacar a Saskia de Panamá, que se pondría en marcha si las gestiones “diplomáticas” fracasaban. La seguridad del Estado estaba en juego y era muy posible que detrás del asunto estuvieran también los norteamericanos, pues hicieron presencia en la mayoría de situaciones que, en los últimos doscientos años, habían puesto a tambalear democracias como la nuestra; de ser ciertas las elucubraciones de mi General Padrenuestro lo más posible era que los servicios secretos de los Estados Unidos, por no entorpecer alguna operación en marcha, 298


accediera con rapidez a nuestras demandas y lo hicieron. El problema fue que les tomó quince días llevar a cabo el papeleo y cuando vinimos a ver, Saskia había escapado: los mellizos pensaron, con acierto, que si un millón de dólares sacan a una persona de la cárcel, dos millones podían, perfectamente, entrar a una persona, con la plata, hasta su celda y acompañarla de salida; además, estaban al amparo de la bien llamada “lógica del maleo” y es que: el que se deja untar la mano por un favor, por el doble de la plata hace dos favores “¡matemáticas humanas puras!” manifestó uno de los mellizos “no tienen pierde” remató y fue así como el Capitán Otero se presentó en la entrada principal de la cárcel, levantó los brazos y puso la tula llena de dinero en el piso, mientras lo requisaban y lo chequeaban desde los miradores; informó que venía por la putica que mató a don Rubicundo Cornejo; puso cien mil dólares en la ventanilla y fue sacando fajos más pequeños para los hombres que iban apareciendo; los llamaba por su apellido –que leía en las placas del pecho– y se dio paso, como quien abre trocha, con mil machetes, entre los matorrales más tupidos; cuando llegó a la celda, lo estaban esperando, los verdaderos cancerberos, con los bolsillos abiertos. En el recorrido de vuelta –hacía la salida– al frente de Saskia entaconada, perfumada y trincada en un vestidito floreado –que la hacía ver como la atracción de una feria de pueblo– el Capitán Otero abría su tula, como una tómbola de premios y gritaba: “Tabares, aquí tiene, que dios lo llene de bendiciones”, “Mojica, Zapacuy, Chontes y Fornaguera, aquí, les duplico la generosidad y que el futuro les depare prosperidad e inmunidad celestial”; a diestra y siniestra fue soltando más plata y la verdad es que no hubo la intención de nadie por ofrecer la mínima resistencia, ni siquiera por decoro o por cumplir con su juramento a la bandera; con una mano recibían el pago y con la otra abrían paso, como los botones de los hoteles; y no sólo eso, fueron ellos mismos, aquellos con “sangre maleva” al decir de Rubén Blades, quienes distrajeron a los cuatro o cinco guardias que hablaban inglés, no fuera a ser que les dañaran su aguinaldo adelantado y feliz. Roxana y Quesada se sentían como en luna de miel, en un modesto hotel frente a la playa, pero se quedaron viendo un chispero porque Saskia se les escapó de las manos y desapareció con sus hombres y las mujeres, feas de día y bonitas de noche, que se instalaron a vivir en su yate; le pareció peligroso atravesar el Canal de Panamá, por lo que le ordenó al Capitán Otero: “¡Lléveme a Tortuga, pero por otro camino!” Él abrió unos ojos como de búho empericado, dio las coordenadas para virar hacia el Cabo de Hornos y se persignó, esperando –supongo– una benévola corriente de Humboldt. Mi General Padrenuestro maldijo la hora en que se metió con Saskia y se aguantó sus desplantes, cada vez más agravados; apoderó a Roxana y a Quesada para hacer lo 299


que fuera necesario, con el objetivo de poner al descubierto los planes de Malapata. Era urgente, por lo menos, confirmar o desconfirmar, los temores de golpe de Estado sobre los cuales estábamos trabajando. “Aprenda a desconfiar de usted mismo, Lugarte y eso lo mantendrá siempre alerta” era uno de los consejos que siempre daba mi General Padrenuestro y uno de los que hacía mejor uso; le aplicaba a sus actos una duda metódica que le permitía ir a lo seguro. “Si usted no puede garantizar resultados antes de un operativo, absténgase de realizarlo” era otra de las frases que, al respecto de su rigor militar emitía con escupitajo, carraspeo y mentolado quemándole los dedos. No era del todo descartable que, en la mitad de un escándalo sexual, al Presidente de los Estados Unidos le diera por distraer la atención, de sus oprobiosas conquistas en los retretes de Washington invadiendo un país, por eso nos mantuvimos al tanto de los movimientos de tropa norteamericanos que, hacia las postrimerías del siglo XX, se veían cada vez más reforzados hacia el sur del continente. Si bien es cierto que existe un grupo de países no alineados para defender nuestros intereses, por fuera de la Orgasmatrón (Organización Militar del Atlántico Norte y Otras Naciones) siempre era bueno acudir a fuentes más primarias, por lo que mi General Padrenuestro –sin tener que asistir a cumbres, ni conferencias mundiales, ni reuniones con propósitos tan grandes como inútiles– mantenía una relación telefónica cercana con cada uno de los mandos militares en los demás países del área; sin presentaciones formales, ni vanas relaciones públicas, llamaba a sus homólogos para celebrar triunfos electorales, para avivar las glorias del fútbol o para transmitir y recibir información, delicada, que manejada por subalternos pudiera perder credibilidad. “Somos una cofradía de culos” decía mi General Padrenuestro para significar dos cosas: que se trataba de un grupo amistoso y con ánimos de ayuda, mutua, que ascendieron al poder, a punta de nalgadas y que los participantes eran militares que cagaban oro, representado en las más altas condecoraciones de sus respectivos países: soles, estrellas, cruces, medallas e insignias doradas, a las que mi General Padrenuestro llamaba, sin distinción: culos; y lo hacía para puntualizar en el hecho de que le importaban, precisamente, un culo, tales galardones. Cuando notaba que un militar extranjero, de alto rango, llevaba más metal en el pecho del que podía cargar; se le escuchaba decir, entonces: “Ese es un General de varios culos” como él, paradójicamente, por eso llegue a considerar que era, esa, la forma más extraordinaria de burlarse de sí mismo; por eso “entre más culos, más estrechos los lazos, Lugarte, no se le olvide” me gritó un día y exclamó: “Los que nos vamos quedando solos, en el curubito, no tenemos a quién más acudir sino a los cofrades ¡a los que son como uno! cada vez más escasos”. Me acuerdo, por ejemplo, de un general barinés apureño –algo deschavetado– al que mi 300


General Padrenuestro ayudó, sin conocerlo, con sólo saber que tenía más medallas que un campeón olímpico; lo escondió en una finca, plagada de frailejones porque después de ser indultado y sacado de la cárcel por promover un movimiento disidente, igual fue perseguido y amenazado de muerte, en varias oportunidades. Así pues, mi General Padrenuestro pasó días enteros pendiente de vigilar nuestras democracias, hablando con el uno y con el otro y colocando piezas imaginarias en el inmenso ajedrez suramericano. Al Presidente Henríquez Arepuela, lo tuvo haciendo lo mismo con los presidentes de la región, con el agravante de que decidió ir a visitarlos y era, entonces, recibido y atendido, cada semana, por una nación hermana, donde lo llenaban de las opíparas excentricidades que a él y a su insaciable mujer, les gustaban. Faltándoles un año largo de mandato, se olvidaron del poder pero, con la excusa de estar bajo el peligro de un golpe de Estado, soterradamente –porque nada de esto fue de conocimiento público– como en una especie de estatuto íntimo de seguridad, le dejaron a mi General Padrenuestro los destinos de la patria cundinamarquesa; él los acogió con la entereza acostumbrada y aprovechó, a la usanza de regímenes más de derecha, para allanar, sin mayores excusas, casas y oficinas de gente cercana a la persona de Oswaldo Malapata Valladares quien fue visto por última vez en malas compañías, indignas de la pulcra estela que se espera de un excombatiente de las fuerzas militares de nuestra amada República Unitaria del Sagrado Corazón de Jesús, como se refería, a nuestra nación, Poncio Carrillo en sus sermones dominicales. El Bastidas Grand Hotel se vio “engalanado” –palabra de su nuevo gerente Asdrúbal Colunge– por la presencia de Pedro de Jagua, Duque de Ubalá y su señora Jazmina Yute de Jagua; revisados los pasaportes y autorizados los débitos de sus tarjetas de crédito emitidas por el Banco Estatal de Cundinamarca, fueron instalados en la suite Balmoral, con vista al océano. El valet que les mostró el cuarto, abrió las ventanas y repitió, en tono de lección aprendida “el Pacífico es el cuerpo de agua más grande del globo terráqueo y llega por allá, muy lejos, hasta Tasmania” recibió su propina y salió silbando la tonada: “Voy por la vereda tropical …” de inmediato, el duque se abalanzó sobre la duquesa y con palabras románticas como “me lo pones muy grande y muy duro” o “asfíxiame entre tus muslos” Roxana y Quesada disfrutaron, al calor vespertino, de las comodidades de sus recién adquiridos títulos nobiliarios; bajaron a la piscina y demostraron, según lo planeado, ser muy adinerados; invitaron a tomar cocorrón a los bañistas y se hicieron servir langostas bañadas en mantequilla y caviar traído de las orillas del Volga. A los tres días, la mayoría de los huéspedes tenían que ver con ellos y en cuanto a vestuario, lujos y accesorios procuraron no usar nada repetido y todo por 301


cuenta de las arcas secretas de mi General Padrenuestro, que –a tales alturas– las considerábamos como de una magnitud mitológica. El informante panameño –amigo de Reyes– venía a Bogotá y se devolvía con maletas llenas de riquezas inventariadas, por la Oseta, de las incautaciones realizadas a las mujeres y amantes de los narcotraficantes. Los duques ya eran conocidos, también, por visitar cada noche alguno de los enormes casinos de la ciudad y perder mucho dinero, sin inmutarse. Panamá era un envidiable destino turístico que se vendía en brochures y paquetes matrimoniales y corporativos con apelativos como: Las Vegas Latina o Las Vegas Hispana. Adonde llegaban, el Duque y la Duquesa contaban su historia: salieron amenazados de Cundinamarca, por agentes del gobierno –decían en voz baja– y estaban esperando a que les dieran una cita en Washington, en la Secretaría de Estado, para tratar el tema de ser admitidos, como exilados, en los Estados Unidos. Con personas más selectas, las que delataban su tendencia a estar hacia el lado oscuro de la ley, soltaban frases como “lo que cueste, nos vamos a vengar del gobierno actual”, “no vamos a descansar en el empeño de restituir nuestro honor”, “que se pudran los que nos hicieron daño”, “a Henríquez Arepuela y a esa advenediza de su mujer, toca tumbarlos”, “apenas podamos, vamos a formar un ejército de mercenarios golpistas” y muchas otras perlas, con el ánimo de acercarse al avispero, de llamar a la codicia que alimenta la traición y la urgencia de poder. Mientras tanto, Roxana y Quesada vivían un amor auténtico, sabían que el derroche de dinero era un asunto circunstancial y se apegaron más bien el uno al otro, se prometieron la vida y cuidarse hasta la vejez; se arrunchaban bajo las sábanas a sentirse, a abrazarse, envueltos por la quietud del mar y la brisa que entraba por las ventanas. La complicidad hizo, de ellos, una misma argamasa; se declararon un amor que los devolvía al origen, al sentimiento primario, a los besos que privilegian el presente: desnudos, frente a la inmensidad del océano Pacífico, se juraron un amor tan grande como la distancia que hubiera hasta Tasmania, ida y vuelta, por diez, por cien, por mil, por diez mil, por cien mil, por un millón y hasta el infinito, más uno por cada segundo que les restara de vida. Con su actuación Roxana y Quesada se la estaban jugando toda, solos, sin ningún apoyo-hombre en campo de la Oseta, cualquier detalle, pasado por alto, podía arruinar el operativo, en un territorio desconocido para nosotros; hicieron un trabajo de gestualidad, peinado y maquillaje digno de un premio Oscar y no era para menos, pues pertenecían al mismo ejército del que Malapata fuera General y eso no dejaba de ser bastante arriesgado. Una mañana se encontraron en la playa, frente al hotel, Malapata los abordó dejando claro que los estaba buscando; estaban, los tres, en vestido de 302


baño por lo que, ese primer encuentro, nadie se sintió amenazado; sin embargo Roxana y Quesada avistaron agentes encubiertos –que, repito, no eran nuestros– tomando agua de coco y tratando de pasar por pescadores en el malecón; no se veía que fuera un dispositivo con dinámica militar por lo que era fácil suponer el respaldo de una organización privada y seguramente delincuencial. El papel de Roxana era el de una aristócrata imprudente, que hablaba más de la cuenta, mientras que Quesada, interpretó un personaje de respuestas cortantes y en esencia desconfiado; a él, le molestó el poco disimulo de su interlocutor para dirigirse, con maneras lascivas, a su esposa –la Duquesa– decidió, entonces, poner en evidencia esos comprensibles celos y de paso demostrar un inicial desinterés. “Yo sé quién es usted” le dijo con displicencia a Malapata “y en Cundinamarca nadie lo quiere; no es mucho o nada, lo que usted me puede ofrecer” siguió diciendo y lo interrumpió, sin dejarlo hablar, para rematar “además, usted dice una cosa y sus ojos dicen otra; mi mujer no es una vitrina, General” se despidió con antipatía y tomó a Roxana fuerte del brazo. A ella le salieron unos gestos perfectos de niña consentida y cuando ya estaban alejados, comentó: “Quedó extremadamente interesado, créeme, mi amor y no porque este cuerpito –hizo, con picardía, un giro como de modelo– lo hubiera chiflado, sino porque estamos utilizando la naturaleza humana, a nuestro favor: desconfiamos de quienes nos aceptan de entrada y confiamos en: los duros de roer”. Después de comer y caminar por el malecón, antes de hacer su recorrido de casinos y bares nocturnos, volvieron al hotel y encontraron el cuarto despedazado, lo esculcaron, de cabo a rabo, pero no se robaron nada. Era su manera, la de Malapata y quienes estuvieran detrás de él, de entrar al juego, de expresar: “Estamos interesados pero el control es nuestro”. Quesada se cercioró de que no hubieran descubierto el teléfono satelital y se despreocupó, de inmediato, porque ahí seguía, en el baño, entre el hueco mal cincelado del registro del agua; lo tomó, salió del hotel y se adentró en la espesura de la noche para llamar a mi General Padrenuestro y darle un parte positivo, al tiempo que hizo una descripción bastante acertada de nuestro enemigo. “Cuidado con ese hijueputa, Quesada, no se confíe que Malapata es de los que come tachuelas y caga puntillas” fue lo último que manifestó antes de colgar, apretar a Celina entre sus brazos y sentir el calor de horno, de Carmen, quien se quedó dormida en el canto de ella, tapada con una mantilla de Hércules, la última película animada de Disney. Los días empezaban lentos y terminaban lentos, pasaban, sin mayores variaciones, con una desmesurada y agobiante quietud; cuando eso sucedía y por más diligencia y trasnocho, los asuntos de inteligencia se ralentizaban, de tal forma que el aire tomaba una viscosidad inestable, para mi General Padrenuestro siempre era un indició de que el peligro acechaba con 303


mayor fuerza y en este caso: su olfato, lo previno de la gravedad histórica que nos esperaba a la vuelta de la esquina; se pasó a vivir a la Oseta, Celina lo acompañaba y le llevaba a las niñas cada vez que podía, pues nada tenía el poder de subirle el ánimo como sus gritos y sus risas; se arrastraba por el piso como una locomotora y llevaba a Martina, a Carmen y a Eulalia, a lomo, de un lado a otro de su inmensa oficina; a Martina se le notaba la condescendencia, pues era evidente que ya pensaba en otras cosas: percibía, en su vida, la diferencia entre ella y sus amiguitas del colegio, pues estaba siempre rodeada de hombres y mujeres con radioteléfonos en las hombreras; vivía en apretado contacto con militares que la cuidaban por ser hija de su padre, pero no sabía si eso era malo o bueno y le molestaba preguntar, al respecto, porque los adultos eran poco precisos y esquivos en las respuestas. La verdadera utilidad del Presidente Henríquez Arepuela y de la Primera Dama era que –sin mayores esfuerzos– daban la sensación al público, en general, de que no estaba pasando nada grave a su alrededor; llevaban una vida festiva, sin preocupaciones y ante los inconvenientes aconsejaban “dejar el pesimismo” apoyados en las buenas nuevas de que Cundinamarca fue considerada por una encuesta, desarrollada en la Universidad de Wildstone, como el país más feliz del mundo; felicidad que en parte –argumentaban ellos, en privado, como para evadir los sentimientos de rotundo fracaso– se debía al “laissez faire, laissez passer” de sus mandatarios; esto último lo aprendieron a pronunciar, en francés, porque así sonaba más filosófico y daba la impresión de ser una postura ideológica de alto turmequé, como Joie de Vivre o Vivre Aujourd'hui (Carpe Diem) o Les hommes viennent de Mars, les femmes de Vénus. Cuando se debe y se teme, la vida se vuelve una constante pesadumbre y todo hay que volverlo efemérides social para ahuyentar la paranoia. Mucho les ayudó, a evitar mayores contactos con la realidad, las nuevas didácticas de la Alcaldía de Bogotá que puso en las calles payasos y árbitros, con tarjetas rojas y amarillas, para enseñarnos, a los ciudadanos, a ser más considerados: no comer frente al hambriento, no reír frente al afligido, no mostrar plata frente al desempleado y no botar el chicle al pavimento pues, el año anterior, murieron dos palomas y una tingua porque la goma de mascar les cerró el pico. Lo otro, lo no mencionable, es que el Jardín Botánico fue cerrado por remodelación; se perdieron cientos de especies vegetales, por cuenta de la Presidencia de la República que mandó sembrarlo con un surtido diverso de marihuana y en los más de treinta debates televisados en que se trató el tema de su legalización, por parte del Concilio Parlamentario, se aprobó la dosis mínima pero no su distribución y venta; contradicción que se mantiene, hoy, en la que se puede fumarla con libertad, 304


pero comprarla a escondidas. A los Henríquez Arepuela, entonces, les era fácil transitar entre el sibaritismo y el hedonismo y verse ante las cámaras de televisión como si viviéramos en Cundinamarca Méditerranée; o sea que, salvo el hecho de que las carreteras se volvieron intransitables por tanto secuestro, asesinato, retenes y requisas por parte de cualquier tipo de autoridad legal o ilegal, salvo a que un militar –en retiro– estaba viendo a ver cómo se entronizaba a la fuerza al solio de Bolívar, salvo a que los precios de la finca raíz se derrumbaron y los arquitectos se dedicaron a vender tamales y a escribir poesía, salvo a que los parlamentarios persistían en su cruzada por enriquecerse a costa del erario público y salvo a que clasificamos al mundial de fútbol con más pena que gloria, los Cundinamarqueses nos dedicamos, tiempo completo, a vivir en negación y a imaginar una ciudad capital más cordial, donde todos lleváramos un Jardín Botánico en el corazón. Por lo menos, creemos todavía que, ese lapso sin memoria en el calendario, en el que fuimos al decir de Fito Paéz: “Psicodélica star de la mística de los pobres (…) no pasaba nada pero un circo vi (…)” y en el que convivimos entre elefantes, cebras, palomas, lagartos, sapos, ratas de alcantarilla, aves rapaces, perros, zorras, micos haciendo malabares y tigres saltando matones, nos hizo mejores ciudadanos. “¡Ay, General Malapata, usted cómo es de coqueto!” le dijo Roxana a su enemigo, con un escote que le llegaba dos dedos más arriba del ombligo –Quesada lo midió– y una vocecita de mujer descerebraba. Esto fue cuando decidieron, una semana después del encuentro en la playa, utilizar de anzuelo la inocultable lascivia del militar –en retiro– y simular un viaje, de su marido el Duque, a Lyon, Francia, para entablar conversaciones sobre su estatus, de perseguido político, ante delegados de la Interpol que podrían influir positivamente en sus planes de vivir un cómodo exilio en Europa porque, en los Estados Unidos, esperaban audiencia desde hacía más de un mes y no se había llevado a cabo, supuestamente, ningún acercamiento. “Era insultante” pensaba ella para sus adentros “que un hombre tan fofo y descuidado, con una caja de dientes más grande que su mandíbula, crea que una mujer puede encontrarle algún encanto” seguía pensando y –como alguna vez me lo comentó– estaba segura de que otra de las contrariedades del machismo –para las mujeres– es la creencia de que, a los hombres, la superioridad nos hace irresistibles; y eso está bien como fortaleza del carácter, sino es porque –inversamente proporcional– hay una subvaloración implícita de la autoestima femenina y eso es inaceptable. Los hombres exitosos, poderosos y millonarios deben tener claras las razones materiales, mundanas y circunstanciales, por las cuales una mujer cede a sus pretensiones y no inflarse el ego pensando que nos 305


están vendiendo un paquete completo “basado en el despertar de un amor incontenible y etéreo” decía Roxana, con risa malévola. Además, para ser un hombre dos mil seiscientos metros más lejos de las estrellas, a Malapata se le veía ridícula la camisa abierta, el vestido de lino blanco y las palabras pronunciadas sin consonantes, como masticando las eres y las eses; su reinvención como hombre del trópico era un signo inequívoco de la distancia inconsciente –común a los traidores– que estaba tomando con los suyos. En fin, Roxana, mientras actuaba como una calentadora de güevos chillona y culipronta, maquinaba las acciones inmediatas que debían producir, también, respuestas inmediatas. El tiempo apremiaba y muy a su pesar, al de los dos, ninguno de los innumerables hermanos Espinel apareció en el panorama y menos al que buscaron, como aguja en pajar ajeno, en Coral Gables, de acuerdo a lo poco que Saskia cantó, viéndose enjaulada. Si se estaba fraguando un golpe de Estado, existía el temor inmenso de que fuera una iniciativa gringa y eso era más grave, que grave, porque mi General Padrenuestro no iba a retroceder, ante el imperialismo yanqui, con esas palabras lo decía: “No voy a retroceder ante el imperialismo yanqui hasta no dejar mi sangre en el campo de batalla”; le sonaba, hasta patriótico, pero su ánimo era el de aniquilar la causa de los males del continente. Fueran seals, marines o carne de cañón puertorriqueña o nicaragüense, la defensa de Cundinamarca, se anteponía a cualquier prioridad; para él, el nuestro, era un país con las debilidades del capitalismo pero con el talante paramuno y la clorofila del frailejón en nuestras venas y con las condiciones para defendernos, en la comunidad internacional, de manera independiente, sin deberle favores a nadie, sin una deuda externa galopante como la de nuestros países hermanos que tiemblan frente a Silvester Stallone y no vacilan en proclamar a Rico Mac Pato como el sucesor de Adam Smith o en seguir, a pie juntillas, la filosofía del pez grande que se come al pequeño, como orden natural de las cosas. Mi General Padrenuestro no quería violentar el orden público con especulaciones aún no comprobadas pero llegó al extremo de pensar que: tenía suficiente información sobre el grueso de la delincuencia organizada, en Cundinamarca, para obligar a sus cabecillas a aportar sus ejércitos en el caso eventual de una guerra; porque sabía que los principales interesados en hacer tiro al blanco con monos, angloparlantes y camuflados, eran nuestros mismísimos guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares. Pensaba, también, que “la única ventaja de nuestra delincuencia es que es nuestra, nadie la conoce mejor” y con ese argumento, ante el Concilio Parlamentario, ganó, eventualmente, la pelea para asumir, de nuevo, nuestra propia justicia y no extraditar a ningún cundinamarqués por crímenes cometidos allende nuestras fronteras. Que estuviéramos fracasando en nuestro empeño era un problema, bien diferente, al de 306


volvernos permisivos con las grandes potencias “además, pronto seremos una potencia, como ellos, Lugarte, no se le olvide” decía mi General Padrenuestro, disparando sus colillas al mapamundi de plástico, que tenía encima de un archivero en su oficina de la Oseta y al cual le había quemado casi todo el norte de América. “¿Qué clase de idiota es éste?” seguía preguntándose Roxana en su monólogo interior, a los tres días de tire y afloje con Malapata, lo que a decir verdad era mucho “afloje” y nada de “tire”. Su objetivo era cansarlo y obligarlo a pensar que, para ella, la confianza debía venir antes que el sexo y qué mayor confianza que la de compartir un plan secreto, contra el gobierno de Cundinamarca, del cual podrían ser partícipes unos duques ricos y merecedores de las mieles del exilio. Quesada se estaba desesperando, en parte porque no quería más a ese cabrón cerca de su mujer y también porque los días de ausencia en Francia, los que se inventaron para agilizar la compenetración de la Duquesa y el militar en retiro, lo intranquilizaron, más de la cuenta, porque no calculó que se pusiera tan celoso; se bajó del avión con la determinada intensión de retorcerle el pescuezo a Malapata: “Es hora de poner a hablar a ese hijueputa” le dijo a Roxana y sacó, como un mago, una cuchilla de entre los dedos; “mi amor, estás dejando que los celos te nublen el entendimiento, me parece muy poco profesional tu actitud” pronunció con suavidad para explotar, al instante, con insospechados bríos: “¡Qué pena decírtelo, pero si no me meto la verga de ese asesino-hampón-rastrero-chupaculos-traicionero en la boca y pronto, estamos perdidos!”; estaba descompuesta, Quesada trató de acercarse y ella con un gesto de rechazo y antes de irse y tirar la puerta exclamó, tratando de bajar el tono y el volumen de su voz: “¡Tú haces tu trabajo y yo el mío!” Quesada nunca supo si la aseveración hecha, por la mujer de su vida, se cumplió; el caso es que Roxana estaba haciendo algo muy bien porque, en la tarde, frente a la piscina tomando mimosas fue, el mismo Malapata, quien inició la conversación que pondría las ruedas a moverse: “¿Y cómo le fue con la Interpol, Señor Duque?” a lo que Quesada contestó, sopesando cada palabra, con un gruñido de ogro incómodo: “Dígame Duque, sin antecederlo de la palabra Señor, porque parecería que mi apellido es Duque y no que hago parte del escaso remanente de nobleza que queda por estas tierras” y guardó silencio con esa sensación placentera de “tengo a este malparido comiendo de mi mano”. Pasó menos de un minuto antes de que Malapata recompusiera la pregunta: “Duque, cuénteme ¿cómo le fue con la Interpol?” y Quesada se sentó, miró alrededor, hizo cara de estar fastidiado y por fin contestó: “Aquí entre nos, Malapata, tomé un tiquete a Francia para no generar sospechas en inmigración, pero mi intención inicial era pasar a Suiza 307


¿usted me entiende, verdad, General?” Tomó un sorbo de su mimosa y agregó “llegué con los números de mis cuentas bancarias, en la mente y me dio miedo que la memoria me fallara” lo que le sonó con una voz de marrullero, demasiado ensayada, tal vez. Roxana se acercó, lo que hubiera podido retardar el proceso, pero Malapata –de quien se fueron cansando de llamarlo General– era una olla a presión a punto de explotar, ansioso por compartir su secreto: urgido de liquidez, de plata, de marmaja, que es lo único, hoy por hoy, que transforma a un hombre, hecho y derecho, en una retorcida sabandija; porque, como lo expresó, rendido y con la voz queda: “Estamos planeando un golpe al Estado de Cundinamarca y necesitamos un último empujón de dinero”. El Duque y la Duquesa de Ubalá se miraron con brillo en los ojos y un alborozo sin medida; sus gestos manifestaron una total aceptación y la siguiente pregunta de Quesada fue: “¿Estamos quiénes?” y las respuestas se dieron en cascada: los hermanos Espinel, tres generales cundinamarqueses en retiro “incluida mi persona” dijo, la SUSIE y trescientos paracaidistas puestos por el Comando Machacán pero entrenados por los gringos en Surinam. “Pero, si tiene una familia de narcotraficantes, un grupo guerrillero también narcotraficante y a los Estados Unidos ¿por qué están necesitando plata?” preguntó Quesada, apelando a la sensatez; “porque los treinta millones de dólares aportados por la organización Espinel, se perdieron con la muerte de Don Ruby” y corrigió, asumiendo que los duques no sabían nada al respecto “de Don Rubicundo Cornejo, asesinado la noche anterior a la fiesta en la que los Espinel botaron el Grand Hotel, por la ventana, para sellar un pacto de colaboración con El Crespo Carrascal y los directivos de la SUSIE”. Malapata tomó aire y prosiguió “porque, estimados duques, tomarse el poder de Cundinamarca es apenas el primer paso hacia una alianza para repartir la región entre sus dueños de verdad”, “El General Padrenuestro es apenas una piedra en la alpargata” musitaría, más tarde, con risita de hiena; Roxana y Quesada prefirieron –como si se hablaran por telepatía– no reaccionar al respecto, pasar agachados con el comentario para no generar la más mínima suspicacia; cuando las mimosas habían causado su efecto y estaban los tres contentos por el nuevo lazo, puntualizó el exgeneral: “Enfrentémoslo, los países pequeños son del mejor postor y hasta su soberanía la toman los grandes consorcios, sin garantía, ni posibilidades de devolución”. En la Oseta recibimos la llamada satelital de Quesada; quien repitió los diálogos con exactitud y antes de tomar los correctivos pertinentes, mi General Padrenuestro pidió analizar dos cosas: la aparición del nombre del Crespo Carrascal en un asunto que parecía ser planeado, de afuera hacia adentro del país y la utilización, por parte de Malapata, de la expresión: “grandes consorcios”; “evitemos que nos capen, primero y después nos rascamos las güevas” observó y colgó la llamada. 308


Confirmada la intención de golpe de Estado y eliminado el elemento sorpresa, mi General Padrenuestro volvió a dormir en su casa. Sus ronquidos eran, ahora, los de un hombre tranquilo y resuelto acerca del inmediato porvenir: bastaba, para él, mantener aplacada la revuelta en su cabeza para dilucidar qué hacer y obtener su victoria, exitosa –por cierto– porque estaría matando tres pájaros de un tiro, lo que le garantizaría a Cundinamarca la autonomía, la paz y el progreso que, mal que bien, hemos tratado de que prevalezcan por encima de la mezquindad y la violencia. Al día siguiente, mi General Padrenuestro retiró de las cajas fuertes de la Oseta treinta millones de dólares con destino a Ciudad de Panamá en tulas de lona, cerradas con candados de clave, de esos que se compran en las droguerías, que mandó con el informante panameño y con Reyes en un vuelo de reserva militar, dinero que Roxana y Quesada le entregaron a Malapata en persona. “¡Esperamos que nuestra retribución sea la de volver a un país con menos padres nuestros y más aves marías!” exclamaron, con gesto inspirado y Malapata les ofreció algún consulado en España, una vez instaurado el nuevo gobierno; brindaron con Dom Pérignon y no volvieron a verse nunca. Mi General Padrenuestro no dejaba cabos sueltos “por ahí es que se nos meten al sistema nervioso, Lugarte” decía, acerca del enemigo y exclamaba “¡lo que no se puede atar, se cauteriza!”; además, desde que se verificó el entrenamiento de los paracaidistas –con vuelos de reconocimiento nocturno, sobre Surinam, por parte de nuestros aliados de Barinas Apure– mi General Padrenuestro tenía el contrataque planeado y no quería que nada lo fuera a entorpecer y menos la falta de una plata que estaba, ahí, en las arcas de la Oseta, creadas, precisamente, para este tipo de eventualidades. Por eso mandó la plata, lo más rápido posible; se habría podido, también, pedir una partida presupuestal a la Presidencia de la República, pero el papeleo inaudito hubiera prendido alarmas en diez oficinas distintas del Estado y en no menos de cincuenta empleados ansiosos de recibir una tajada; lo que me recuerda otra de las famosas frases de mi General Padrenuestro: “¡Entorpecer un operativo es muy fácil: llamen a Palacio!” En un fin de semana, mi General Padrenuestro acordonó el cielo de alambre de púas; la producción nacional no dio abasto por lo que tocó robarse del campo, casi tres mil kilómetros de cercas, dejando burros, mulas, vacas, toros y caballos a su libre albedrío, vagando y pastando en cualquier parte del país; llegaron inmensas cantidades de quejas, a varias instituciones gubernamentales, pues ¿quién se roba cercados completos? pero, nadie supo dar explicaciones de ninguna clase. En el centro de Bogotá, en un área circular delimitada, con la Quinta de Nariño como centro: postes, edificios, antenas, vallas publicitarias, árboles y campanarios ayudaron 309


a suspender, en el aire, una enredadera de alambre y púas que diezmó, en un par de noches, la población de palomas de la Plaza de Bolívar y sus alrededores. Partimos de la base de que los bogotanos no miran para arriba, somos más bien ensimismados, de caminar encorvado, pendientes de los obstáculos y los huecos de nuestras calles y aceras; no nos faltó razón: aunque se tuvo buen cuidado, por las noches, de descolgar los centenares de aves que, interrumpidas, en su vuelo, morían, era, por lo menos, evidente que si éstas no veían el peligro, pues menos los transeúntes y menos aún los golpistas, con ínfula de pájaros, que, en mala hora, les dio por participar en la desmembración de nuestra democracia. Mi General Padrenuestro, orgulloso de su ocurrencia, no se confió de nada, podían ser más de trescientos paracaidistas acompañados de cuadrillas, previamente escondidas, en la ciudad, para acompañar el combate y era posible que utilizaran también helicópteros; artillería terrestre no se atreverían a utilizar porque sería muy fácil identificarlos a la distancia. Lo otro a nuestro favor es que el ataque iba a ser, sin asomo de duda, nocturno, pues no había otra forma de llegar sin ser vistos y de minimizar las víctimas civiles. El noventa por ciento de nuestra fuerza militar estaba apostado alrededor de la Quinta de Nariño, mientras el Presidente Henríquez Arepuela, con miedo de salir del área de protección, se dedicó a escuchar vallenatos, hacer crucigramas y actualizar su colección de estampillas. En la terraza del último piso de la Torre Colpatria, el edificio más alto de la ciudad, se improvisaron miradores pendientes de vigilar el firmamento, las faldas y los picos de las montañas para prevenir ataques u otro tipo de amenazas. Cabe aclarar que se rompió el contacto con Malapata y con sus presuntos colaboradores; entregado el dinero, con seguridad, la suerte del Duque y la Duquesa de Ubalá no hubiera sido una de sus preocupaciones inmediatas. Dos días después, a las siete de la noche del 31 de octubre, mi General Padrenuestro recibió la llamada del Comandante de Pará Mato Grosso, General Joao Camotes Parga, Ministro de las Fuerzas Militares de la República Central de Tabatinga y su aliado en las interminables deliberaciones del G2, para decirle que en un aeropuerto clandestino, cerca de la Sierra de Tumucumaque, había dos aviones DC-9 McDonnell Douglas Skytrain equipados militarmente con, por lo menos, ciento cincuenta efectivos cada uno, provistos de paracaídas y mini-uzis, que fueron avistados, por radar, antes del atardecer, abandonando el espacio aéreo de Surinam. Mi General Padrenuestro agradeció la información, pidió vigilar mas no intervenir las aeronaves y según sus cálculos llegarían a Bogotá en pleno Halloween, lo que le ayudó a desarrollar una idea que ocultaría el suceso de la opinión pública, porque parte de las pretensiones del Presidente Henríquez Arepuela –si se podía dar el lujo de tenerlas– era que, en lo posible, el asunto de su derrocamiento pasara 310


desapercibido. “Desarticular y además, ocultar un golpe de Estado ¡los gobernantes no tienen vergüenza!” exclamó mi General Padrenuestro, sin embargo haría lo posible porque tal era su deber. Pasada la medianoche, contamos doscientos ochenta y cinco hombres colgando del cielo, entre muertos, heridos y uno que otro ileso que se mató tratando de bajarse de las nubes; la mayoría alcanzaron a disparar, pero se lanzaron juegos artificiales, de forma ininterrumpida, para que los bogotanos confundieran el ruido de los disparos con el de los voladores; antes del amanecer nuestras fuerzas armadas remataron a los desahuciados, soltaron los cuerpos de los arneses y encontraron, allanando inquilinatos, moteles y sacristías, una decena de comandos que, en tierra, debían servir de apoyo una vez tomada la Quinta de Nariño. Descubrimos, por la mañana, basados en los testimonios de quienes milagrosamente quedaron vivos, que los paracaidistas eran cundinamarqueses ¡qué paradoja! ¿quién iba a pensar que se pudieran conseguir, en el extranjero, tantos mercenarios dispuestos a tomarse su propio país? ¿En tal estado de descomposición moral estábamos? Los pocos ilesos alegaron falta de garantías democráticas y dijeron ser los adalides de una revolución, cuando lo cierto es que el sacrificio, para el que se prestaron no tiene nombre; o bueno, sí lo tiene: fratricidio; de parte y parte, pero eso era lo de menos, teniendo en cuenta que, por nuestro lado, defendimos a Cundinamarca y establecimos, ante nuestros enemigos, con un solo acto de barbarie, que nadie se mete con nosotros. El centro de Bogotá quedó techado por telas de colores, dirigiendo la atención de los transeúntes hacia los alambres de púas y como el imaginario colectivo rebasa, con creces, los límites de la cordura: gente de todas las latitudes vino a admirar la supuesta instalación artística a la que, por darle cuerda a las circunstancias, le pusimos el nombre de “Paz celeste” y le buscamos un autor entre los pacientes del Psiquiátrico de Sibaté; la bufonada, cayó como anillo al dedo, porque, en Cundinamarca, hasta la mezquindad más inaudita nos damos maña para venderla como un esfuerzo por la paz. No hubo manera de ocultar los pormenores del golpe de Estado, porque nadie es bobo y los medios de comunicación antes que investigar los hechos y salvaguardar a la comunidad de cualquier inminencia, son: cacatúas imprudentes; pero, para nosotros fue positivo porque se volvió a poner el tema de la seguridad nacional sobre el tapete, lo que ayudó a desencadenar un fortalecimiento mayor de nuestras fuerzas militares. Después de que periódicos y noticieros revelaron lo que se debía revelar, imaginaron lo que se debía imaginar y endiosaron a quien se debía endiosar, se devolvió el alambre de púas a las fincas de donde lo sacamos y todavía se ven cercas por la sabana de Bogotá con 311


girones naranja, amarillo, verde y magenta de los cientos de paracaídas que llovieron esa noche. Está bien que los detractores de mi General Padrenuestro digan que bajo su ministerio hubo personas desparecidas –como sucede en la defensa de cualquier soberanía– pero, en este caso, de los nacionales reclutados para entrenar en Surinam y hacerle daño a su propio país, por ejemplo, él estaba convencido de que para los padres era mejor dar por vivo a un hijo y tener una vana esperanza de encontrarlo, que enterrarlo como a un traidor. “¡La patria, no lo olvide Lugarte, reprende al aprendiz y se asusta con el brujo!” pronunciaba mi General Padrenuestro, con el dedo índice alzado, para afirmar que somos inflexibles con los autores materiales y demasiado manguianchos con los autores intelectuales: existe un acantilado entre perpetradores y determinadores que los historiadores soslayan para evitar el descalabro: ¿qué tal que por un descuido se conozcan las mentes que afilaron las hachuelas de Galarza y Carvajal, contra Rafael Uribe Uribe; que aceitaron el gatillo de Juan Roa Sierra, contra Jorge Eliécer Gaitán; o, que conocieron los nombres de mujer de las ametralladoras que atravesaron el cuerpo de Jorge Beltrán? Pese a dicha realidad, a que todo es relativo y a que cada regla tiene sus excepciones, en la Oseta no se tuvo ninguna deferencia con Malapata, lo agarraron –entre los comando que, en tierra, nunca recibieron la orden de ataque– disfrazado de hare krishna, comprando un pasaje de bus a Gachetá, el pueblo que lo vio nacer; intercambió información frente a mi General Padrenuestro sobre los hermanos Espinel –sin pedir clemencia– por un tiro en la sien, certero, de una mano experta, antes que someterse a las atrocidades que ocurrían en los socavones de la Oseta; el mismo Quesada lo sacrificó, lo miró de frente, vio la rabia mezclada con indignación en su cara y le atravesó el ojo izquierdo con una nueve milímetros. Su traición pagó al tiempo con la de los demás porque, pese a los reclamos de su familia, fue sepultado boca abajo, en el mismo hueco de los amotinados: de los pájaros que, en la mitad de la noche: ¡sorpresa! quedaron agarrados a inmensas coronas de espinas, con tiempo en sus manos para rezar y arrepentirse. Sus cadáveres, por orden directa de mi General Padrenuestro, recibieron el peor de los tratos que a un fallecido se le puede dar: la fosa común. Faltaba ver, con el tiempo, quienes fueron los intelectos, los autores que, sin mover un dedo, empujaron al vacío a los golpistas. Entregarle otro sol a mi General Padrenuestro le pareció insuficiente al Presidente Henríquez Arepuela, pues, en su nombre, había salvado a Cundinamarca; entonces, además de darle un quinto brillo a sus charreteras, lo nombró Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, el rango militar más alto del país y 312


vacante desde que el Concilio Parlamentario creara tal distinción y su respectiva ley de honores. El nombramiento fue, como dicen ahora “socializado” pero mi General Padrenuestro se negó a recibirlo en público o a realizar celebraciones al respecto, porque decidió honrar la memoria del Presidente Henríquez Arepuela, quien al acercarse a su mesa de votación, en las elecciones parlamentarias, para escoger a los legisladores del siguiente cuatrienio, se encontró, por cuenta de los desvaríos del destino, en la mitad de un fuego cruzado entre sus escoltas y los asesinos del dirigente de un partido popular de izquierda, que salió ileso del atentado. Camino del hospital, era imposible tener conocimiento de que las balas que recibió el mandatario, en el pecho y en la ingle, fueran dirigidas a otra persona, razón por la cual –bajo la creencia de que la vida de los grandes políticos es a su vez un apostolado– perdonó a quienes lo inmolaron, se persignó frente a la cruz roja de la ambulancia y acercándose infructuosamente al oído de los paramédicos, antes de exclamar un último suspiro, exhaló: “¡Estábamos jugando Monopolio!”

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Perdona nuestras ofensas

Los mercenarios rusos se sentían como sitiando Tiro, Masada o Cartagena; se tomaron el yate de Saskia con el ánimo de inmovilizar y luego asesinar a quienes encontraran y resultó que tanto pasajeros como tripulación alcanzaron a esconderse en la planta a desnivel, blindada y amplia, equipada con suficientes suministros para aguantar vivos una semana, a lo sumo; o más, cuando se dieron cuenta que el escondrijo tenía las características de un panic room: diseñado para proteger vidas humanas, de depredadores como ellos. Pensaron, también, como en las películas de James Bond, que se habían escapado por debajo del agua pero, no, los mercenarios ponían sus orejas en la puerta y las escotillas y se escuchaba gente moviéndose y susurrando palabras. La situación era más drástica aún porque, antes de cortar pescuezos, rajar estómagos y apuñalar costillas, el Ruso quería mirar de frente a Saskia y a los mellizos; hacerlos entender quién estuvo, siempre, al mando y encarnar su papel ¡como dios manda! de verdugo y de haber tiempo, de necrófilo, pues siempre quiso fornicarse a la alemana y viva o muerta le daba lo mismo. Mientras el Ruso hacía su entrada, esperando que sus víctimas estuvieran arrodilladas y amordazadas, los mercenarios no tenían pensado dejar las botellas de licor y las papeletas de cocaína que encontraron en cubierta sin abrir, iba contra su naturaleza. Por su parte, Yuri y Volodia estaban listos para hacer estallar la dinamita, pero no podían hacerlo por dos razones: la primera, porque, todavía, no habían visto subirse al Ruso y sería gravísimo dejarlo vivo; y la segunda, porque en el yate de al lado se realizaba una fiesta de adolescentes y la explosión, con seguridad, los afectaría; era impajaritable, entonces, esperar y reconocer que algo de escrúpulos tenían. Los victimarios se dieron, pues, al derroche y sin nada que temer porque las personas que, escondidas adentro, trataban de ser sigilosas, hacían, cada vez, más ruido; para estar más tranquilos, interpolaron las 315


frecuencias, del sistema de comunicación de la nave y crearon una divergencia magnética que impedía cualquier comunicación inalámbrica, radial o celular, con el exterior; mientras tanto, miles de gusanos puestos a engordar y cincuenta bultos de papa los retenían, haciendo los ruidos propios que hacen los humanos de acomodarse, reacomodarse y dar tumbos, con los mínimos movimientos de la marea. Belarmiño, apostado –como ya vimos– en el mástil lejano de otra embarcación, tenía ganas de orinar, pero estaba rumiando su propio predicamento: porque si bien es cierto que no quería fallarle al Ruso, se le ocurrió pensar que, asesinarlo, lo dejaría muy bien parado con Saskia; pero, igual, éste no aparecía y sin otra alternativa que seguir esperándolo se echó en la cara y los brazos, otro poco de bloqueador solar para que no le fuera a dar ninguna calentura. Yuri y Volodia mantenían los ojos fuera del agua, como los cocodrilos y dejaron el detonador colgado a la boya, protegido, para no mojarlo, ni accionarlo por equivocación; guardaron una quietud infinita pues se jugaban su futuro y sabían que el Ruso debía estar vigilando palmo a palmo el escenario desde algún promontorio, cómodo y con binoculares. Lo conocían bien, al Ruso le era imposible no involucrarse hasta en el último detalle: de haber sido estratega militar, no se habría aguantado las ganas de estar en primera fila; era cuestión de esperar, de lo contrario estarían obligados a provocar la explosión, buscarlo y matarlo, lo que los dejaba en desventaja, porque acordémonos que ellos eran técnicos submarinistas o plomeros de mar –como les decían por estas tierras– y no asesinos a destajo; estaban, sin embargo, en mejor situación que Belarmiño porque, por lo menos, ellos podían orinar en el agua y estaban en su elemento natural, con sus trajes enterizos de buzos que, además, eran térmicos, de los mismos que se usan en el Mar de Azov o en el océano Ártico. Pasaron los minutos y nada que el Ruso recibía de sus esbirros la señal para acercarse, pero los chequeaba, a través de un potente telescopio y los veía instalados en cubierta como si el yate fuera de ellos; sin señal satelital, estaba en ascuas y era innegable que el plan original estaba fallando; le debieron dar ganas de cancelar la operación pero, se abstuvo, porque de sobrevivir sus socios, Saskia, los mellizos o alguno de ellos, no existiría sitio en Brighton Beach o en cualquier parte del mundo, para esconderse. Cometió finalmente el error más humano de todos: creer que su vida era, más, un compendio de aciertos que de equivocaciones, se terció una ametralladora al hombro, se la tapó con una camisa amplia, de poliéster barato, se cogió las güevas, las apretó con un rugido apagado, como si fueran su propio talismán y se dirigió al yate a enfrentar su destino. Pese a que el nombramiento no se hizo público, por su propia voluntad, a mi General 316


Padrenuestro ya lo llamaban “comandante” en los medios de comunicación y en las conversaciones anónimas y casuales, de los cundinamarqueses. Dentro de la milicia, él lo prohibió: “Seré General hasta que muera” expresó de mil maneras y para mí fue claro –algo que nunca comenté con nadie– que en nuestra vida mediada por las guerras y las treguas, los ejércitos en contra nuestra estaban dirigidos por “comandantes” y sólo la milicia legítima, la milicia respaldada por el Estado de derecho, tiene “generales”. Por eso –ahora que lo pienso– cada sol en sus charreteras refrendaba esa legitimidad que representaba –en resumidas cuentas– los valores que entre nosotros manteníamos en alto. Recuerdo el fragmento de una de sus arengas, más significativas, antes de un operativo sangriento en la Serranía de las Palomas: “Vamos a enfrentar la muerte, es cierto, pero aquí ningún soldado carga una cruz a sus espaldas sino el estandarte de la libertad que recibimos, con nuestro juramento, de las manos del pueblo de Cundinamarca”. Los soldados aplaudían, cagados del susto e igual, los caídos, eran enterrados debajo de una cruz, pero al morir, en ese segundo eterno de la partida, su vida entera cobraba sentido, por eso no es de extrañar que los soldados más aguerridos de la patria, los que vencen el miedo y doman a su amaño las dificultades, los que se levantan mirando el cielo, los que miran de frente al enemigo, los que definen, en últimas, un operativo o determinan una guerra, son los sobrevivientes, quienes habiendo resucitado en la millonésima fracción de luz, antes de la oscuridad, han mirado a dios, poniendo cara y voz de argentinos, para decirle: “¡Mirá hijo de la gran puta, me cagás si me matás ahora ¡tengo deberes qué cumplir, ché!!” La mamá de Carmen nunca descuidó sus carnicerías y al cabo de los años había amasado un considerable capital. La Fiscalía descubrió, durante una investigación al Ministerio de Defensa, Guerra e Inteligencia, que ella era una de las principales proveedoras de los comedores y casinos de oficiales y no era de extrañar: distinguía la calidad de la carne con sólo mirarle el color y meterle la uña; calculaba, al ojo, las porciones diarias para un pelotón, un regimiento o una fiesta en el Club Militar; sabía cuáles eran los mejores cortes de las reses que compraba enteras y tenía fama de que, cuando joven, era capaz de desollar un marrano, sola, aprovechando hasta las pezuñas. Lo que no sabía era que mover influencias para contratar con la institución comandada por el padre de su hija era ilegal. La arrestaron en la casa, sentada en el patio, a la sombra de la ropa secándose en las cuerdas; le leyeron sus derechos y no fueron capaces de sacarla porque Carmen se opuso y como a sus diez años era tan malgeniada como su padre, la policía se asustó con la andanada de amenazas que salieron de la boca de la niña, cuya figura mostraba una belleza natural y cuya 317


imaginación verbal ahuyentó a los emisarios de la ley. Su madre la reprendió, le pidió que no se metiera en los asuntos de los adultos, a lo cual ella respondió “me meto donde me da la gana”; le lavaron la boca con agua y jabón y cuando terminaron los alaridos, la joven impúber dijo que se iba de la casa, empacó sus cosas y se hizo llevar a la Oseta con una mentira piadosa –que nunca supimos– pero que convenció a los escoltas de transportarla, de comprarle unos chicles de bomba y de conseguirle un colchón que ella puso debajo del escritorio de su padre; dio vueltas por los corredores, saludó a quienes se encontró, preguntó que si los presos peligrosos estaban bien guardados, bajó y subió por el ascensor setenta veces y cuando su padre llegó pasadas las cinco de la tarde, la encontró abrazando a una especie de peluche en forma de pato o avestruz, dormida en el piso sobre un colchón de barraca, tieso como las longanizas de Cáqueza. Mi General Padrenuestro se acostó junto a ella y la abrazó fuerte como para meterla entre su corazón, no sin antes cerrar la puerta de su oficina, con seguro, pues ese espectáculo tan sensiblero no se lo iba a dar a nadie. Los problemas de la madre de Carmen no pasaron a mayores porque no existía conocimiento de causa por parte de ella; en su caso, la ignorancia de la ley sí sirvió de excusa; pagó la multa, con su propia plata y le aconsejaron liquidar el negocio, comprar una finca o un lote de taxis, pero cuando los sancochos de cola tomaron un color verde, los churrascos salieron sin gordo, los pedazos de chuleta, tocino y pollo de las picadas se perdieron entre montañas de papa criolla y las quejas de los militares, alegando mala e insuficiente alimentación, se volvieron un asunto de Estado, tocó volver a contratarla y que facturara a través de otro proveedor, un tercero, mecanismo que –como es de suponer– no le era, al Ejército Nacional, para nada desconocido. A los dos o tres días del entierro del Presidente Henríquez Arepuela, le pedí audiencia a mi General Padrenuestro; quería preguntarle algo que no se perdiera en el marasmo interminable de conversaciones diarias entre un subalterno y su jefe. Durante la quema de un cultivo de amapola que, así sea bajo invernadero se da muy mal en estas tierras, esperando el convoy que nos recogería en un terraplén, mi General Padrenuestro mandó traer dos sillas y ordenó retirarse a la decena de soldados que nos acompañaron en el operativo. “¡Listo! Esta es su audiencia, Lugarte, ¿que quiere decirme?” Heme aquí –allá– que en la mitad de un campo baldío, mi General Padrenuestro sacó la cuchilla del bolsillo de su camisa, le quitó el filtro a un Paquistán mentolado, lo apretó en sus labios, sacó el encendedor de mecha plateado –que fuera de un soldado muerto inútilmente durante la guerra del golfo pérsico– encendió su cigarrillo, aspiró la primera bocanada de humo hasta el último escondite de sus 318


enormes pulmones, escupió pedacitos de tabaco antes de un carraspeo monumental y un escupitajo que, de haber caído en un hormiguero, habría diezmado a más hormigas que el fuego del cultivo donde estábamos parados; sostuvo el mentolado entre el pulgar y el índice y como, en ese lapso, yo no acerté a preguntar nada, él se adelantó: “Es sobre Andulima, ¿verdad?” asombrado le dije que sí, a lo cual me contestó: “Eso ya fue arreglado ¡háblese con Celina, Lugarte!” se levantó, me mandó retirar las sillas y devolverlas al camión de suministros; a lo lejos se escuchaba el ruido de los bomberos, que venían retrasados por conveniencia del operativo. De repente, como quien cambia de canal, mi General Padrenuestro se devolvió a preguntarme: “¿Quién era la gorda, a la que usted saludó, en el entierro del Presidente Henríquez Arepuela?” le dije que “se llama Reina: es la dueña de la Bombonera, la madre putativa de Andulima y le gusta ir a los entierros de la gente importante”. “No crea tanta güevonada, Lugarte, háblese con Blas ¡investigue!” me dijo, mientras nos llamó a formación para devolvernos a Bogotá encaravanados. Blas me llevaba bastante ventaja en el asunto, me contó que la Bombonera estaba ofreciendo un nuevo servicio: el de las prepago. Nada nuevo en la historia nacional de la intimidad, teniendo en cuenta que Reina, misma, había sido usufructuaria de esa modalidad: el Sangrón –por ejemplo– pagó cincuenta millones de pesos por tener sexo con ella, antes de ser la novia del Milongas; alquiló un jet pequeño, la llevó a Salinas, en el Ecuador y en el penthouse del mejor hotel de la zona la poseyó durante un fin de semana completo “dándole por ese ñango” como, él decía, hasta quedar de reina de belleza hasta la coronilla. Reina recuerda haberse excitado bastante, pero ella era un caso sui generis –acordémonos– porque tener sexo por bienes económicos se le daba con naturalidad y le causaba un especial estado de paroxismo. El de las prepagos es un negocio que funciona así: ¿A quién no le gustaría tener sexo con una actriz, una presentadora de televisión, una modelo o cualquier mujer idealizada por los medios de comunicación? Teniendo en cuenta, entonces, que las mujeres bonitas se acuestan con hombre bonitos o no tan bonitos pero dentro de su escala de valores sociales y que evitan las relaciones por fuera de estos parámetros; existen hombres ricos, millonarios y que no reparan en gastos, dispuestos a agregarle a la fórmula otro componente embellecedor y altamente afrodisiaco: el dinero. Una suma de tantos ceros que elimine como por ensalmo la animadversión, el miedo, el asco o los tres al tiempo; una oferta tan absurda y superlativa, que la mujer pase de sentirse mancillada en su amor propio a honrada y dispuesta a ganarse con creces ese respeto de ser deseada a cambio de tanta plata. Una vez dispuestos los ánimos, la transacción pecuniaria se hace antes del encuentro acordado, de ahí que se le llame “prepago” por la ventaja de poder cerrar los ojos, retener la respiración y dejarse introducir fluidos 319


indeseables que quedan entre un forro de látex o que salen con una ducha, pero con el depósito confirmado, con anterioridad, en la cuenta bancaria de la mujer-receptorahembra-inalcanzable-recién-prostituida. De igual manera, al día siguiente la susodicha se sentirá como una puta –así la enseñaron– pero como una puta rica, que es menos grave, salvo la indignación de que esos hombres –venidos a más, la mayoría– pagan lo mismo por cualquier cosa que tenga la marca del éxito, incluso por una tonelada de mierda si con ésta es que abonan los jardines del Palacio de Buckingham. El Ruso apareció, airado, por el malecón que lo dirigía hacia la definición de su vida; era su show, quería hacer una aparición de estrella de cine. Belarmiño lo vio atravesar el muelle con su barriga grande e inflada en el abdomen, sin contrapeso en el culo, su cara abotargada por el vodka y su ego superlativo; cargaba, a cuestas, con incomodidad, su parábola existencial: la de un niño mal alimentado, en un pueblo a orillas del Dniéper, que logró cumplir sus sueños por cuenta de un polvo azul y agradecido. Apenas lo ayudaron a subir al yate, Belarmiño vio su oportunidad de ponerle una bala, entre el cráneo, presentarse ante Saskia como el héroe-traidor de la jornada y volverse su hombre de confianza, pero la mirilla quedó untada de bloqueador solar –según le contaría después a ella– imposibilitando un disparo que, de errar, echaría todo por la borda. Al ver al Ruso, sus camaradas ni se inmutaron; lo invitaron a seguir la rumba y lo llevaron hasta la puerta cerrada detrás de la cual se escondían sus socios; pegó su oreja al metal blindado y escuchó con atención: oyó gente que se movía con sigilo; acto seguido llamó de su celular a Saskia y a los mellizos, pero se acordó que, por obvias razones, hubo que bloquear las comunicaciones. En cubierta vio a unas mujeres y a unos hombres divinos, jovencitos: invitados que, de la embarcación de al lado, se pasaron a gozar de la droga y a exhibir sus desnudeces para gratificar a unos extranjeros que imaginaron millonarios y sofisticados, como ellos, cuya presencia era la razón por la cual Yuri y Volodia seguían reteniendo la detonación que volaría la nave en pedazos; el asesinato a mansalva de incautos adolescentes los perseguiría por el resto de sus días, por lo que aguantaron un rato más. El Ruso se sentó a pensar sobre su inmediato futuro pero, entre pase y pase de cocaína, se inclinó por la hipótesis de que tenía atrapados a sus socios y de que bien podían sufrir, un poco más, en su involuntario encierro y procedió a participar de lo que paulatinamente se convirtió en una tremenda orgía; no se distinguían los brazos y piernas de los unos, de las cabezas, genitales y torsos de los otros; la fiesta se había convertido en un solo gemido. A punto de anochecer –mientras Yuri, Volodia y Belarmiño, por su lado, exasperados, hacían lo posible por soportar la impaciencia– el Ruso, los mercenarios, los efebos olímpicos y 320


las adolescentes tetichiquitas, dobladas hacia adentro y hacia afuera, como el origami, perdidos en ese sopor armónico que produce la droga cuando se mete en grupo y en el que la piel de uno es la piel de los demás, lograron, por fin una exhalación al unísona e intemporal: un clímax que los dejó en ese estado maravilloso del placer después del placer. Pero como no todos los participantes compartían las mismas formas de saciar sus urgencias, uno de los mercenarios sintió un afán inevitable de acelerar y desbordar la adrenalina de su cauce, se levantó, gritó unas palabras enérgicas en una especie de cirílico popular –que sonaron como “¡a la carga!”– y arrancaron a descuartizar a sus invitados, cuyo único crimen había sido el de desperdiciar su adolescencia y salud a cambio de henchir sus sentidos de sol y otros elementos narco-farmacéuticos que, de igual forma, fritan la cabeza. Se desató una verdadera masacre de matadero municipal, estrellaron sus cráneos contra las paredes, les quitaron a mordiscos pedazos de cuello, les cercenaron la cara con vidrios de botellas rotas, les dispararon sin tomar distancia por los orificios del sexo y con los intestinos de unos ahorcaron a los otros. El horror de la gritería, el dolor universal que estremeció las raíces, mismas, que afirman la certeza de dios, obligó a que, sin esperar más y por pura piedad, Yuri y Volodia hicieran explotar el yate y más allá de lo previsto, hasta veinte embarcaciones a la redonda fueron afectadas. Belarmiño amaneció orinado, acurrucado contra el mástil y con un golpe en la frente; parece que el arma de largo alcance le cayó sobre la cabeza; fue el primer sospechoso, pero se determinó que su arma no fue disparada, por lo que los investigadores escucharon su testimonio y lo soltaron a la semana siguiente. Su argumento fue que la dueña del yate lo mandó a cuidarlo, pero que cuando vio que la nave se la tomaba una gente extraña, se retiró a un sitio donde pudiera ejercer un cierto grado de vigilancia; relató pormenores de la fiesta pero negó saber algo sobre cocaínas azules, tubérculos o desmembramientos humanos. Belarmiño se encontró con Yuri y Volodia en Bogotá y los tres ya sabían sobre la participación de los unos como perpetradores y el otro como francotirador, pero no mencionaron nada sobre la masacre-tragedia que les tocó vivir: hubiera sido obsceno, sin embargo comentaron que un tramp steamer que venía del Mar Báltico, desde donde se ven, de un lado a otro, las cúpulas brillantes de Leningrado, había rescatado cien bultos de papa encallados en una islita de plancton cerca de Guantánamo, por Playa Girón, donde antaño se cocinaran, en marmitas taínas de barro, sin saber –las papas– que volvían a su hogar, a su continente original. La figura vicepresidencial en Cundinamarca es bastante accesoria –por no decir estorbosa– se le llama Delegatario, pero no hace parte de la fórmula electoral sino que 321


es nombrado a posteriori por el Presidente de la República y debe cumplir sus mismas condiciones: ser mayor de edad, haber nacido en suelo cundinamarqués, no tener ningún fallo judicial vigente en contra –incluida cualquier interdicción interpuesta por terceros– no estar inhabilitado por la procuraduría para ejercer un cargo administrativo del Estado y haber vivido en nuestro país un mínimo de diez años, no consecutivos; y dos condiciones más relativas al cargo: ser del mismo partido político del presidente y no tener menos de un tercer grado de consanguinidad con él. En el caso del Presidente Henríquez Arepuela y para los casi tres meses faltantes de su gobierno –después de su vil asesinato– se posesionó como Presidente de la República, en temporal ejercicio –sobra decir– Argemiro Aguascalientes Cabanzo y como Primera Dama doña Blanca Mochuelo de Aguascalientes. Los trajeron de su cómodo puesto diplomático en Costa de Marfil y cuando terminaron de trastear y desempacar sus pertenencias en la Quinta de Nariño ya les tocaba salirse. Su breve mandato hubiera podido pasar inadvertido, pero lo traigo a colación porque lograron sacar adelante el proyecto más insustancial de nuestra historia patria, que se venía fraguando hacía muchos años y que tenía más adeptos que el de pavimentar los ríos, ponerle marquesina a Bogotá o trasladar las ciudades más contaminadas al campo, ideas que Gabriel Antonio Goyeneche expuso –con buena letra y cálculos de factibilidad– como plataforma de sus varias candidaturas a la Presidencia de la República; se trató, esta vez, de entronizar a la Virgen de la Mazamorra como patrona de los cundinamarqueses, desbancar a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá y quitar del Cerro de Guadalupe a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción o María Inmaculada como le dicen los fervientes. Resulta ser que, en el pueblo de Anolaima, una pareja de feligreses, casados por treinta y seis años, probos, castos, de misa diaria a excepción de los lunes –día en que trabajaban sin descanso, pues eran zapateros– vieron la imagen de la virgen en un plato de mazamorra; no dijeron nada –pues parecía una locura– pero dejaron de comer, maravillados ante la aparición que trascendía el mero cocido de maíz, habas, arveja, costilla de res, nabos, ajo y cebolla larga. Congelaron el plato tal como estaba para conservar la evidencia y olvidaron el asunto hasta que, meses más tarde, se descongeló la nevera por una falla eléctrica y al sacar la mazamorra –a temperatura ambiente– la imagen seguía igual: un velo amarillo caía detrás de unos ojos píos y penetrantes, una cara lánguida, un cuello limpio y un escote de madona florentina, discreto, parcialmente cubierto por sus brazos de nácar, suaves y cálidos: una composición divina que invitaba al recogimiento y a la calma cristianas. Decidieron instalar en su casa, modesta pero resplandeciente, un altar con la mazamorra en el centro; incluso, realizaron una última prueba de fuego, después de la cual no habría 322


marcha atrás: la cambiaron a un plato hondo más bonito que perteneció a una vajilla del virreinato y la figura de la virgen permaneció inalterable. Se persignaron ante lo que consideraron o consideraría cualquiera, un verdadero milagro y abrieron sus puertas al público, de ocho de la mañana a seis de la tarde, las semanas enteras, contando también los lunes pues dedicarían –de ahí en adelante– sus días y sus horas a la veneración de la Virgen de la Mazamorra. Lo que, con Blas, investigamos en la Bombonera no tenía sentido y lo supimos en el momento de contarlo –que es cuando la generalidad de los mortales nos damos cuenta de nuestras incoherencias– y es que el seguimiento al negocio de las prepago en la Bombonera, aunque bastante interesante, no explicaba la presencia de Reina en el entierro de Henríquez Arepuela. “No le queda más remedio a usted, Lugarte, que preguntarle” dispuso mi General Padrenuestro y salió del cuarto donde estábamos interrogando a un hombre, por haberse gastado en una noche más de lo que se había ganado en toda su vida y que dijo haber encontrado un cofre, lleno de dólares, debajo de una palmera por las cercanías de Bocas de Ceniza, en el Caribe. El eje del negocio prepago era Mauro, quien, por esos días, se salió del clóset con bombos y platillos y a quien le organizaron una fiesta iniciática donde lo pusieron a jugar: Póngale el pipí al burro; de regalo le sacaron un molde de yeso a su par de nalgas, para luego vaciarlo en bronce y eternizarlo en forma de pisapapeles; después del brindis de Reina y el abrazo de su hermana Andulima –yo estuve ahí– Mauro tomó el micrófono y lo único que alcanzó a musitar, antes de caer vomitado, por la intoxicación alcohólica, sobre el ponqué en forma de las gafas de Elton John, fue: “De ahora en adelante pueden llamarme Queen”. Lo que nadie supo esa noche fue que cuando cumplimos con el encargo de cambiarle la Cédula de Ciudadanía –ilícito al que nos habíamos comprometido cuando nos ayudó a descubrir las mañas secretas del embajador Paxton Cobbs– su nombre quedó rubricado como: Cuin. “¿Como Anthony Quinn?” preguntó el registrador, a lo que Mauro contestó “¿quién es ese?” y escribió en un papel su nuevo nombre, así, como suena: a lo criollo; para la foto sí le tocó quitarse la escarcha del pelo y el delineador de los ojos. Su primera responsabilidad, como Cuin, era una mina de oro, pero conllevaba el problema de que se trata de un delito; porque así la prostitución entra dentro del marco de lo consensual entre dos personas –mayores de edad– y es una acción reparadora físicamente para la una y económicamente para la otra; la inducción a la prostitución sí está –como dicen los abogados– tipificada en el código penal como proxenetismo y aunque las chicas llegan a la Bombonera “más inducidas que un berriondo” –al decir del mismo Cuin– eso de 323


acercarse a una mujer pública y preguntarle que si por una plata, que no ha visto nunca, le abre las piernas y se mete en la boca el miembro viril de alias El Chichón, por ejemplo, de un industrial pedorreo, de un papero con escarbadientes o un transportador dueño de quinientas busetas y que no se ha echado desodorante en la vida, pues se presta mínimo para un cachetadón y Cuin recibió más de uno, sin inmutarse, porque sabía que era parte del proceso, del mecanismo de acercamiento a las candidatas que, pese a sus altibajos, resultó: exitoso. El negocio se originaba en lo que escuchaba Cuin, de los hombres muy ricos que frecuentaban La Bombonera; no era extraño oírlos decir, por ejemplo “¿quién pudiera, echarse a la muela a esa Erika, la que hace de niña huérfana en la telenovela Chicas Descuadernadas?” o “me gustaría poner a rebuznar, en cuatro, a la modelito de Free Tangas” –los cucos de moda– o “¡qué rico moteliarse a Xiomy Santurbán, la tetoncita del noticiero del mediodía!” Puede que algún cliente manifestara algo parecido en voz alta, como una exclamación espontánea, viendo televisión o hablando por celular o que lo mencionara en privado y de forma discreta en la intimidad del cuarto o en la ducha ¡no importaba! porque, fuera como fuera, las chicas recibían comisión por repetir ese tipo de infidencias. De ahí en adelante, lo que Cuin hacía no tiene paralelo en el contexto de la desvergüenza universal: se disfrazaba de hombre elegante, pelo engominado peinado hacia atrás, conjunto Armani a rayas, uñas nacaradas brillantes, zapatos de punta de charol, tacón alto de plata y empeine de cuero perlado, medias de seda esmerilada, camisa blanca de tejido berlinés con cuello rígido, corbata de Hermenegildo Brancusi, vino tinto, con pequeños jugadores de polo, dorados, estampados, cinturón del mismo cuero perlado de los zapatos, capullo de rosa blanca en la solapa, leontina de plata y un toque de Agua Brava; se presentaba con el nombre de Roberto Cuin y pese a su aire morochongo y algo arrabalero, le abrían las puertas en cualquier parte, sin invitación, como si viniera de las estratósferas de Montecarlo o Westminster. Con cigarrillera en mano, se paraba en una esquina, solo, sin cruzar más de dos palabras con nadie; y curiosamente, lograba ese difícil equilibrio –posible entre los expertos del feeling social– entre no pasar desapercibido, pero tampoco llamar la atención; una vez localizada alguna de sus presas –mujeres con séquito rodeadas de fotógrafos, divas robadoras de miradas– en vez de acercarse, las esperaba a la entrada del baño de mujeres por la sencilla razón de que, por regla general, ninguna mujer aguanta más de dos horas sin hacerse un retoque del maquillaje o del peinado, orinar, perfumarse, hablar con su cuquita y decirle “todo va a estar bien” ajustarse el brassier, mirar que el pintalabios no haya quedado en los dientes, meterse un pase de cocaína o 324


mirarse en el espejo; es el único espacio donde a una mujer la dejan tranquila, por lo tanto era, también, la oportunidad de Cuin para hacer un primer y demoledor avance: ponía su tarjeta de frente, miraba a la escogida a los ojos y musitaba, con esa voz de hombre destestosteronado de peluquero o decorador en el que las mujeres confían: “Disculpa, primor, si me permites” con ese solo tono e introducción lograba la cercanía suficiente para susurrarle “conozco a alguien que paga cien millones de pesos por tener sexo contigo ¿llámame!” la mujer, por reflejo, tomaba la tarjeta entre sus dedos, pero el shock era de tal impacto-fuerza-tremor, que para cuando sus neuronas daban la orden de soltar un estentóreo golpe a la mandíbula, a su abusivo interlocutor, ya Roberto Cuin estaba afuera pagando el tiquete del parqueadero. Lo siguiente era un problema de tres días a una semana, que la mujer solucionaba, limando las asperezas morales aprendidas de nuestra sociedad y recrudecidas por nuestra crianza jodido-cristiana, comprando condones reforzados-doble-punta-todo-terreno y programando una cita al confesionario para la absolución de su alma; después de una tímida llamada, podía arreglarse un segundo encuentro con Cuin pero, generalmente, una vez conciliada la conciencia, la consigna era “salgamos de este asunto lo más rápido posible” y lo que menos se tardaba era la transferencia del dinero. No había lugar a desplante alguno, a menos que se devolviera el pago, pero los contratantes eran en su mayoría narcotraficantes e ilusionarlos, para después hacerles un desplante no era lo más indicado, además ¿por qué volver, de vida o muerte, una cuestión en la que no era sino abrir las piernas, cerrar los ojos y hacer ruidos de montallantas en el momento adecuado? Eulalia era una niña distinta, callada y pensativa; cuando le contaron la historia de una mujer que subió al cielo mientras extendía las sábanas recién lavadas y secadas, para doblarlas, pasó semanas, durante los recreos y en los parques, mirando para arriba mientras caminaba, sin parpadear, a ver si pasaban otros seres “tan livianos” que fueran levantados por el viento y obligados a vivir en las nubes o en esos planetas extraordinarios que se veían en el libro de geografía de segundo elemental, con páginas para colorear, que, ella disfrutaba a su manera: pintaba el sol de rosado, las plantas azules, los ríos lilas con piedras curuba, las casas verde limón con techos negros como la noche y ventanas amarillas como el día. La vez que, del colegio, llamaron a sus padres para comentar la extraña escogencia de colores para un paisaje, entre pedagogos y psicólogos, mi General Padrenuestro le preguntó delante de todos a su hija “Eulalia, ¿por qué haces eso?” y ella contestó: “¿Quién les dice a ustedes que el cielo es realmente azul?” Ninguno de los expertos presentes sabía qué responder. En 325


otra ocasión su madre, la cantante de rancheras, la encontró metiéndose monedas en el sexo y le gritó, golpeándole las manitos: “No hagas eso que te vuelves puta” a lo que ella contestó con una pregunta y su pre-adolescencia a cuestas: “¿Las lesbianas pueden ser putas?” Su madre, dadas las circunstancias, la puso a tragar ají, la dejó dos semanas sin ver televisión y la acusó de decir palabras adultas, sentadas a la mesa, frente a la familia. A mi General Padrenuestro le parecía genial lo que hicieran sus hijas, reprochable o no; tenía, sin embargo, la cordura de no ser demasiado permisivo con ellas, les establecía límites: “¡Sí: la Muralla China!” decía Celina enfurecida, a veces; pero esa incapacidad de reprenderlas no era grave, porque tenían tres madres más bravas que lobas hambrientas, lo que nivelaba las cargas. Refiriéndose, entonces, al incidente de las lesbianas y las putas, mi General Padrenuestro le preguntó a Eulalia “¿Sabes cuál es la diferencia entre las unas y las otras?”, “¡Claro papá!” contestó ella: “Putas son las amigas de Andulima y las lesbianas son como yo”. Mi General Padrenuestro supo, al segundo, que no estaba interesado en escuchar el resto de la respuesta –no porque no le importara, sino porque no sabía cómo reaccionar– por lo que hizo el ademán de que le estaba sonando el celular y salió de la casa como alma que lleva al diablo. Andulima se incomodó, pero no por llevar a la casa a sus amigas de la Bombonera y dejarlas hablar con desparpajo, sino porque hacía varias noches Eulalia se metía a su cama y la buscaba entre las cobijas para acomodarse entre sus pechos. Yo, llevaba un par de semanas viviendo con Andulima en la casa de mi General Padrenuestro, de acuerdo a lo dispuesto por Celina; hubiera preferido algo más privado, más de ella y yo, pero mi autonomía era precaria. Los Padrenuestro compraron y anexaron la casa vecina –de unas señoritas Peláez– para instalarnos nuestro apartamentico, alojar más soldados y hacerle un cuarto de juegos inmenso a las niñas que, muy pronto, sería el sitio para recibir a los amigos y organizar sus primeras fiestas. Éramos una gran familia y Celina era su centro, sin ella hubiéramos estado perdidos: aprovechaba cualquier oportunidad, por mínima que fuera, para reunirnos al calor de unos canelazos con limón que nos soltaban la lengua y nos alejaban del rigor militar, en ocasiones insoportable. Roxana, Quesada, Andulima y yo nos volvimos inseparables, hablábamos del futuro y en éste siempre contemplábamos los planes que Celina tenía para nosotros: una finca en tierra templada para organizar asados alrededor de la piscina, en una urbanización llena de jardines y caminos donde viviéramos puerta a puerta; bautizos, primeras comuniones, compromisos, matrimonios y cumpleaños juntos, lo que también significaba compañía y sustento 326


emocional ante las dificultades, que las habría, teniendo en cuenta que los ímpetus de fortalecimiento de la estructura militar en Cundinamarca, auspiciados por mi General Padrenuestro, crecían de forma desmesurada, con ansiedad, como si la vida fuera un lapso demasiado limitado para cumplir tantas metas. Celina no lo expresaba abiertamente pero tanto poder, en manos de una sola institución y de un solo hombre, la aterraba; compartía con su marido, casi a diario, la satisfacción de perseguir la excelencia militar en los aspectos importantes de la profesión, pero ella notaba que, con el éxito, iban quedando secuelas y animadversiones, al descubierto: rabos de paja, envidias malsanas y enemigos maltrechos; el peligro engendrando más peligro y que solo se podía enfrentar con una vigilancia cada vez más incesante y minimizando los descuidos. Celina se encargaba de los malabares sociales sin la ayuda de nadie: presidía la junta directiva del Club Militar; reunía una vez al mes a las esposas de los ministros; vivía pendiente de la Primera Dama y la llamaba con regularidad para ponerse a sus órdenes; organizaba eventos, varios, de beneficencia y creó, a pulso, una fundación para ayudar a las viudas de los soldados muertos en combate o en cumplimiento de sus funciones militares. Una noche se sinceró conmigo, me dijo que no era fácil aguantarse a un hombre-bestia-sangre-pesada como mi General Padrenuestro, pero que su amor seguía intacto, desde el día en que lo conoció y que era capaz de aguantarle, mucho más, porque un segundo en sus brazos justificaba la vida entera. Como la mayoría de las mujeres mulatas, Celina era más bella cada día, su pelo cada vez más negro y su sexualidad cada vez más a flor de piel; se había atemperado con la cercanía de los cuarenta años y viajó un par de veces a París y a Nueva York con un grupo de amigas de la alta sociedad con quienes se cultivaba y quienes le ayudaron a perfeccionar su forma de vestir y sus modales, que harta falta le hacía. Celina trasmitió, con generosa paciencia, sus conocimientos a las mamás de Carmen y de Eulalia, pero ambas eran mujeres de pocas aspiraciones que se contentaban con ilustrarse a punta de telenovelas y que tenían la misma clave de la felicidad: cualquier dieta que les quitara tres o cuatro kilos, de encima, para asistir a los compromisos sociales o para cuando les tocaba ponerse vestido de baño. Celina, para no ir más lejos, logró institucionalizar las clases de etiqueta para los rangos oficiales del Ejército Nacional de Cundinamarca y cuando supo, mi General Padrenuestro, que les estaban enseñando, a sus hombres, a limarse las unas, exclamó en tono de premonición: “¡Vamos a terminar depilándonos las güevas!” y aunque dichas clases no eran obligatorias y las tomaban las mujeres oficiales, las esposas y las hijas de los militares, principalmente, empezó a verse en las duchas una tendencia a llevar los genitales peluqueados. En las mujeres era normal, la pornografía había hecho la mitad 327


del trabajo por ellas; pero en los hombres era visto como una debilidad, por eso, los primeros que se atrevieron, los adelantados –obligados, sin duda, por sus mujeres– se bañaban contra la pared y se echaban jabón con bastante espuma para que “sus mamoncillos” –como empezaron a decirles– no fueran descubiertos. Oficiales más machos que el cañón de un tanque, empezaron a ser llamados maricones; los verdaderos maricones, que felices abrazaron la posibilidad de raparse el escroto y de paso, dejarse el culo como una porcelana, fueron vituperados y a los que alegaron razones higiénicas les aplicaron jabón, como si fueran supositorios. La situación estaba a punto, de volverse un asunto de Estado, cuando Celina se inventó que “por decreto” y para lidiar con una clase nueva de garrapata que estaba transmitiendo una infección, muy dolorosa, todos los soldados, hombres y mujeres, de las fuerzas militares, debían afeitarse los genitales; el tono obligatorio de los comunicados, con fotos repugnantes de clítoris y prepucios deformados y en carne viva, logró su cometido. Santo remedio, Celina le explico a mi General Padrenuestro que un pene “empelotico” se ve más limpio y es estéticamente más bello, como las estatuas griegas y romanas, de la época clásica. “Nunca pongas un diminutivo al lado de la palabra pene, güevas, prepucio, verga, escroto o genital masculino” le explicó con calma su marido y cuando Celina, esa noche, se apareció en su cuarto con unas tijeras, una cuchilla Gillette, espuma para afeitarse y le dijo: “Aquiles abre las piernas” él, le contestó: “Soy como Sansón, mi fuerza viene, también, de mi pelo púbico” y cogió a Celina, como si fuera una burra caribeña; le puso su cinturón en el cuello y fue apretando, casi hasta la asfixia, mientras ella gritaba “dame, dame más, dame más de tu vergota peluda, no pares; no pares Aquiles” gimoteaba con los ojos salidos, la cara roja y seguía gritando “no esperes más Aquiles, saca de tus güevotas ese mar de semen, hasta que lo vomite por la boca” y en la última arremetida, la más profunda, con la que Celina más grito y sintió sus entrañas arder, escuchó que mi General Padrenuestro exclamaba, antes de caer, juntos, en un abrazo, también descomunal: “¡Te amo!” y ambos se sintieron vulnerables. La SUSIE logró que no se descubriera su participación en el golpe de Estado contra el gobierno de Cundinamarca. La Masacre de los Pájaros, como se le conoció en lo sucesivo, tuvo un solo culpable que se encontraba bajo tierra y cuyo silencio liberó a los cómplices de su responsabilidad; incluso los hermanos Espinel y El Crespo Carrascal escurrieron el bulto –como se dice vulgarmente– y evitaron, también, ser asociados con un fracaso tan grande, en los anales de las tomas del poder. El único que le puso el pecho al asunto, en lo relativo al resultado, fue mi General Padrenuestro quien fue acusado de sanguinario en los medios de comunicación globales. Como los 328


perpetradores fueron en su mayoría cundinamarqueses, algunas fuentes –con seguridad influenciadas por los gringos– sugirieron la posibilidad de un auto-golpe con el objetivo de inculpar tanto a enemigos internos como externos; y ¡cómo son las cosas de dobles y de falsas! después de tantas críticas, del desamparo mediático en que nos tuvieron, en Hollywood produjeron una película con un desenlace en el cual: una alianza de hombres-cometa norcoreanos, sirios y paquitanís se lanzan sobre Washington, para tomarse la Casa Blanca y terminan enredados de la misma manera, en alambre de púas, más sofisticados y electrificados; pero, de igual forma, telas de mil colores aparecen, por la mañana, dándole un aire artístico al centro neurálgico de la capital de los Estados Unidos. La noche de la entrega de los premios Oscar, a la película, con tres nominaciones y titulada Sky Siege, le fue otorgado el premio de Mejor Guion Original y el personaje-escritor-guionista que lo recibió dijo, en su medio minuto de popularidad, que su ánimo fue el de escribir una denuncia para acabar con el despotismo militar en los países del tercer mundo, con lo cual se hizo evidente que mi General Padrenuestro había entrado a engrosar la lista de los hombres más poderosos en contra de los Estados Unidos y eso le pareció –indistintamente de que lo compararan con Muamar Gadafi o Saddam Hussein– sin exagerar: honroso. Al día siguiente de instalada la legislatura que posesionaría –quince días después– al presidente electo Ananías Metileno Collazos –de los Metileno de Nemocón y Sesquilé– mi General Padrenuestro tramitó un proyecto de ley para proclamar a la Virgen de la Mazamorra como patrona de la República Unitaria de Cundinamarca y a cambio recibió, de forma incondicional, el apoyo del Presidente Aguascalientes, Delegatario a cargo de la Presidencia de la República, para ordenar, por resolución presidencial y razones de Estado, el visado obligatorio de quienes ingresaran a nuestro país con pasaporte de los Estados Unidos. Dicho y hecho, mi General Padrenuestro hizo un lobby de diez días con cada uno de los miembros del Concilio Parlamentario, quienes estuvieron de acuerdo con el cambalache, pero le pidieron que, para el asunto de la virgen, consiguiera, él mismo, permiso del Vaticano. Yo me preocupé y cuando le pregunté: “Mi General, ¿usted sí cree que la iglesia nos ayude en esto?” me contestó: “¡En Cundinamarca, mientras yo tenga los testículos del Cardenal Poncio Carrillo entre el bolsillo, me puedo hacer bendecir los míos si quisiera!”; se refería, por supuesto, al caso de pederastia en el que lo descubrimos y esa amenaza no pronunciada fue suficiente para recibir el beneplácito del Papa. Cambiar de virgen no tuvo ningún problema, pero pedirle visa a los gringos levantó ampollas a nivel internacional y nos respondieron de forma teledirigida los países del hemisferio occidental arrodillados al Tío Sam, cosa que –en realidad– no cambiaba, para nada, nuestra situación planetaria. 329


“Sacamos las uñas cuando haya que sacar las uñas y la piedra cuando haya que sacar la piedra” decía con sobrada calma mi General Padrenuestro y traía a colación cómo, asesinado Allende y caído el gobierno socialista en Chile –otro once de septiembre aciago– poco a poco, como tejiendo filigranas y por medio de pequeños esfuerzos de escritores, periodistas y gente del común que, entre todos, sumaron un mismo heroísmo, se supo que la infiltración de la CIA fue determinante para cortarle la yugular a la voluntad del pueblo. Nos preocupamos, eso sí, por no pisar más callos de los necesarios, salvo en una de las cumbres de los Países No Alineados donde sabíamos que, de dientes para adentro, muchos de los merecidos aplausos al Presidente Metileno eran de apoyo a nuestra resuelta medida y nos desmandamos a dar explicaciones de por qué los gringos no entraban sin permiso a nuestro país; las razones fueron tan obvias que muchos parlamentarios y gobernantes, de muchos países, declararon poner dicha posibilidad en remojo. Sumado a eso, cabe destacar que, paradójicamente, nuestro mandatario se preciaba de tener cercanía con la Casa Blanca, pero apoyó e impulsó nuestra línea dura porque sabía que, desde una posición más fuerte, se lograban acercamientos más asertivos e inclusive más productivos, con los Estados Unidos. Martina era una hija ejemplar. Los reportes del colegio eran para enmarcar y los profesores no sabían qué más palabras elogiosas utilizar para referirse a su inteligencia, a su capacidad para aprender fórmulas complicadas y extensas poesías, a lo responsable que era con sus tareas, a su puntualidad, a sus genuinos deseos por ayudar a los demás y a su inalienable compromiso con la verdad. No decía mentiras, ni grandes, ni pequeñas; para ella, las cosas eran lo que eran, sin empobrecimiento o embellecimiento de lo que percibían sus sentidos; estaba ansiosa por llegar al bachillerato pues quería estudiar materias más interesantes y aunque sabía que no estudiaría filosofía, sino en los últimos tres cursos escolares, ya tenía un gusto adquirido por cuestionarlo todo. Le regalaron una enciclopedia en multimedia para leer en el computador de la casa y no volvió a salir: del colegio a la casa y de la casa al colegio. “Se le pasará cuando se enamore” decía Celina, a sabiendas de que algunos niños rondaban la cuadra preguntando por ella, llamaban por teléfono y le escribían mensajitos en los cuadernos. Un sábado, a la hora del hambre, mi General Padrenuestro estaba esperando una información urgente de la Oseta, porque la Auditoría General de la Nación iba a pasarse la semana husmeando cuentas, levantando sifones y alcantarillas; quería estar preparado, pero los datos le llegaron en un disquete. Sus madrazos se oyeron hasta el tercer piso: “¿Ahora qué hago yo con 330


esta mierda?” gritó y se sentó a almorzar malhumorado. Aunque tenía la sana costumbre –que casi nunca cumplía– de no hablar por celular en la mesa, se puso aún más molesto con la explicación que le dio una de las floppies: “Son casi ochocientas páginas, mi General; se trata de un archivo Excel en el cual usted puede chequear el rubro que le interese con sólo aplicar el buscador”. En la medida en que escuchaba, mi General Padrenuestro iba repitiendo en voz alta, pensando que así iba a retener las instrucciones; afortunadamente, cuando colgó Martina le dijo: “Papá, es muy sencillo, ahora te muestro cómo se hace”. Después de la siesta, encontró a Martina frente al computador y le entregó el disquete, ella se rehusó a ayudarle porque la etiqueta decía: “Confidencial” pero su padre le explicó que se trataba de información contable, que no se preocupara, sin embargo ella le advirtió: “Acuérdate que soy una niña sensible e impresionable y no quiero saber más de la cuenta sobre lo que tú haces”, “No te preocupes” le repitió y la abrazó con sus manotas, pensando –con pavor– que, casi adolescente y la adultez ya se la estaba arrebatando. Martina, sin embargo, se impresionó: las cantidades de papel sanitario, jabón, betún, escarbadientes, dentífrico, salsa de tomate, estropajo, Aspirina, Alka Seltzer, cuchillas, crema de afeitar, cubos de azúcar, ají, repelente de insectos, bloqueador solar, entre miles de cosas más, que gastan los soldados era inimaginable; las cuentas de luz, agua y teléfono, eran astronómicas. “Papá ¿y no han pensado en ahorrar un poquito?” opinó Martina, agarrándose la cabeza con aspavientos de niña responsable. Mi General Padrenuestro sintió un orgullo afectuoso y trató de explicarle: “Es el ejército Martina, ¡se trata de casi cuarenta mil hombres!” ella, con el ánimo de responderle, hizo aparecer, en pantalla, una pequeña calculadora y presionando los números con inusitada rapidez tecleaba en la medida en que hablaba “cuarenta mil hombres… van al baño dos veces al día… durante un año… utilizan de cinco a diez cuadrados de papel… cada vez… un rollo tiene, en promedio quinientos cuadrados… cuesta alrededor… y supongamos que se utilizan… no sé… digamos que unos cincuenta cuadrados, por soldado, para otras cosas: como sonarse, mantener brillantes las hebillas y los zapatos, limpiar gabinetes, etc…” Ahora, el impresionado era mi General Padrenuestro, por la seriedad con la que su hija asumió sus cálculos para concluir “mira papá, éste es el resultado: se están llevando más del triple del papel higiénico que utilizan para sus casas y eso suponiendo que, yo me quedé corta en mis cálculos y que usan el doble de lo que necesitan”. Celina pasaba por ahí y exclamó algo así como “¡si eso es sólo para limpiarse el culo, no más ¡cómo será con lo demás!” Ese mismo día mi General Padrenuestro ordenó requisar a los soldados que salieron de permiso la semana siguiente y en un ochenta por ciento, efectivamente, encontraron entre uno o dos rollos de papel higiénico en sus morrales, 331


maletines y bolsas que llevaban a sus casas. Cuando tuvo la oportunidad, felicitó a Martina, a la hora del almuerzo y nos contó sobre las nuevas medidas de racionamiento que se iban a tomar, en el ejército, gracias a su hermosa e inteligente hija, quien –dicho sea de paso– no se quedó callada: “Me parece muy bien, papá, siempre y cuando una de tus medidas sea, también, la de subirles el sueldo”. Martina terminó de masticar un pedazo de carne antes proseguir y para nadie fue un misterio que mi General Padrenuestro –aunque lo ocultó muy bien– se debió incomodar con el comentario, pues una cosa era motivar a Martina, como padre y educador, con palmaditas en la espalda y otra muy distinta que le dijeran qué hacer delante de todos, incluidos los tres uniformados que estábamos presentes. “¿Por qué dices eso, Martina?” preguntó, entonces, con un acopio de tranquilidad y la niña se puso contenta de poder contestar, de que su padre estuviera interesado en su opinión: “Es evidente, papá” prosiguió, dándose cuenta de que era el centro de atención “si se llevan suministros, a sus casas, es porque no les alcanza la plata”. Por supuesto que no le faltaba razón, mi General Padrenuestro optó, entonces, por la salida fácil “no volver a mencionar el puto racionamiento” –le escuché decir– y pasó la relación de gastos a la Auditoría –como cada año– con diez días de retraso, esperando que no la fueran a examinar con la misma minucia de su hija Martina. Mi General Padrenuestro sentía que comprar una finca era dar papaya. Sus múltiples enemigos verían una oportunidad más factible para hacerle daño y su familia estaría más expuesta –dios no lo quiera– a cualquier tipo de retaliación en su contra. Habría que dedicar ingentes esfuerzos a la seguridad de una larga extensión de terreno, a las caravanas de transporte los fines de semana, ida y vuelta y al chequeo de los subcontratistas y personas que entraran a prestar algún servicio. Sus argumentos se fueron agotando frente a la insistencia de Celina, quien después de recorrer el país entero encontró un “remanso de paz” así lo describió, en San Antonio de Anapoima, donde la brisa es dulce, la tierra es agradecida y la gente cordial “donde se puede tener una iguana y ponerle de nombre: Mar” comentó Quesada, pero nadie entendió el chiste sino hasta que lo explicó. “Qué tonto eres, Quesadilla” le dijo Eulalia y se le encaramó en el cuello para que la cargara hasta su cuarto y relinchara al subir las escaleras. Mi General Padrenuestro no se pudo sustraer a la emoción de la familia por emprender esa nueva aventura y negoció la finca a su amaño porque descubrió que el dueño tenía sus deudas con la justicia; logró reducir sustancialmente el precio a cambio de un par de componendas con los mandos medios del Ministerio de Corrección, Equidad y Justicia. Al principio era, sólo, una piscina con una casa prefabricada al lado; los 332


primeros paseos fueron en carpas y toldos de campaña prestados por el Ejército Nacional de Cundinamarca. Reyes les enseñó a pescar a las niñas y un vecino –por ganar puntos con el nuevo e importante propietario– les dio entrada libre a sus caballos y a sus pesebreras, que –era de esperarse– mi General Padrenuestro terminó comprando, remodelando y ocupando con ejemplares equinos que conseguía en la región –sin tener mayores conocimientos, al respecto– pero a las niñas les decía que los traía de Arabia, de Mongolia o de la Argentina. Lo que más le gustaba a las niñas era ponerles los nombres, por eso los caballos se llamaban: Aladino, Buzz Lightyear, Barbie, Esmeralda, Shrek, Fiona o Sirenita. Celina mandó construir la casa de sus sueños, con mármoles de colores y columnas en granito. La construcción terminó en un año y seis meses y la casa fue inaugurada con el Presidente de la República a bordo, los ministros del despacho, los generales y la gente de moda. Celina entregó cincuenta hamacas coloridas, tejidas por encargo, entre sus más cercanos amigos para que ellos las instalaran entre columna y columna, lo que se constituyó en el toque que hacía falta para transformar un lugar maravilloso, en un paraíso; se tiraron un total de trece mil voladores, se cocinaron cinco terneras y se tomaron cien litros de aguardiente; la Orquesta Guantanamera de Cundinamarca amenizó la fiesta y el Cardenal Poncio Carrillo bendijo la casa y la bautizó con el nombre de Las Hamacas. Como dato curioso que casi nadie logró explicarse, estuvieron invitados Saskia y los mellizos; fue la última vez que, ellos dos, se dejaron ver en público juntos; se hicieron sentar en mesas distintas y evitaron las fotografías porque, si bien, la gente los conocía: querían mantener vivo el mito de que el uno podía hacer las veces del otro y viceversa; ese día ambos vestían bluyines y chaqueta de gamuza color cámel y era evidente que hacían bastantes esfuerzos por aumentar su parecido: el mismo corte de pelo, la misma cantidad de gomina, el mismo tipo de gafas y la misma forma de usar la chaqueta sobre los hombros. Celina los invitó sin decirle nada a mi General Padrenuestro y éste, cuando vio a Saskia, se hizo el pendejo pero decidió no molestarse con Celina porque, fueran las razones que fueran, era una forma indirecta de acercamiento que lo excitaba y eso le parecía permisible mientras no fuera él quien la buscara; Saskia no daba puntada sin dedal “se debe estar craneando una cabronada bien espesa” pensó y olvidó el asunto cuando empezaron los discursos. Mi General Padrenuestro pasó agachado, como siempre; no le gustaba hablar en público sino frente a la tropa, pero el Presidente Metileno sí dijo una palabras muy lindas. Saskia interpretó su papel de mujer-de-mundo-inversionista-nueva-rica y se me ocurre que ella debía pensar algo distinto: que mi General Padrenuestro tenía su agenda propia y que fue, él, el que la invitó, precisamente para no saludarla, ni cruzarle la mirada, como los adolescentes 333


cuando, de verdad, tienen interés en una niña. Cada una de las hamacas llevaba el nombre de quien la instaló, de quien escogió su sitio, nombre que quedó grabado en placas de cerámica que Celina mandó empotrar en las columnas correspondientes. Cuando invitaba a los unos o a los otros, a almorzar los domingos, les ofrecía su propia hamaca para dormir la siesta, la del Presidente Ananías Metileno era carmesí con rayas lilas y amarillas, tejida por unas mujeres de Quetame quienes, cuando se enteraron de tal honor, le pidieron permiso a Celina para tejerle la banda presidencial en los bordes; esa era una de las hamacas más utilizadas porque el Presidente iba casi todos los domingos y casi siempre dormía la siesta. “Es que en ninguna otra parte estoy tan protegido” le dijo a Celina y a la postre le fue tomando un cariño inmenso a las niñas, quienes le pintaban bigotes con corcho quemado mientras dormía sólo para oírle hacer el mismo apunte: “¡De verdad que ahora sí me parezco a mi abuelo Rasputín!” ellas se reían y repetían: “Rasputín, Rasputín, Rasputín” porque les causaba gracia; por eso años después, cuando estudiaron la historia de Rusia en cuarto de bachillerato, se mencionaba a Rasputín y ellas, cada una en su colegio, levantaba la mano para decir: “Se trata del abuelo del expresidente Metileno”. Las profesoras las desmentían pero ellas no le creían, de a mucho, pues era posible suponer que no podía haber más de una persona, en toda la historia universal, que se llamara así. El Presidente Ananías era viudo y no tenía hijos, por eso se apegó tanto a la familia del General Padrenuestro, sobre todo a Celina a quien le contaba sus asuntos personales y los del Estado; nada que mi General Padrenuestro no supiera sobre los intríngulis del poder porque, como él decía “mientras el Presidente Metileno duerma siesta en Las Hamacas, yo soy el Estado”. Cuin era el perfecto subalterno. No le interesaba, para nada, malquistarse con Reina, su único afán era complacerla y serle fiel como un limosnero a su esquina; incluso, ahora, que estaba ganando tanto dinero, su mayor placer era el de entregarle las utilidades a su madre putativa, mentora y jefa; ella lo hacía sentir protegido y eso era invaluable, por eso la cuidaba y le aguantaba sus malos genios y sus desvaríos. Le alimentaba su sed de venganza, también, por eso Cuin ideó un plan para atraer a mi General Padrenuestro a la Bombonera pero, después de darle vueltas por un rato, decidió aplazarlo porque otro factor entró en juego y debía ser calibrado, con cuidado: Reina y Saskia se conocieron y –como dicen– “¡ahí fue Troya!” se juntaron el hambre con las ganas de comer, simpatizaron desde que se vieron y sin conocerse casi, unieron fuerzas. Con renovados bríos enfilaron sus baterías contra mi General Padrenuestro, dispuestas a llegar hasta las últimas consecuencias; dos cabezas 334


piensan más que una, es cierto, pero, además, dos personas, con un enemigo en común, retroalimentándose el odio y motivándose por turnos era, sin ir más lejos, una alianza letal y eso sin tener en cuenta que había otros posibles interesados en ayudar a su causa y ellas estaban dispuestas a encontrarlos. El plan de Cuin era que la cantante, de moda, Pili Vanilli enamorara, con acercamientos culiprontos, a mi General Padrenuestro, le calentara los güevos desdeñándolo, cuantas veces fuera necesario, hasta obligarlo a prepagar una noche a su lado y después otras hasta convertirla en una informante de primera línea. El servicio estaba en su apogeo, sin duda se le ocurriría tal alternativa –sin intermediación ni consejos de nadie– y sería el anzuelo para sacar a mi General Padrenuestro de su cinturón de seguridad. Pili era amiga incondicional de Cuin porque trabajó en la Bombonera, él la descubrió cantando bajo la ducha y no sólo la motivó a tomar clases de voz sino que Reina se las pagó y como si fuera poco, le consiguió su primera audición; de ahí, en adelante, con los agentes musicales correctos y las ganas de llegarle a los corazones adolescentes, en cuestión de un año, su canción: Te regalo mi piel, se escuchaba en todas las emisoras del país. A Pili le gustaba el poder, rodearse con el jet set y esas veleidades que se logran cantando y con el atractivo de su cuerpo del color y el sabor de la frambuesa. Cuando alcanzó cierta notoriedad y salía en las carátulas de sus discos como una lolita: con medias de colegiala, falditas con cremallera al frente y gafas en forma de corazón, Cuin le contrató su primer trabajo, como prepago, con Leonidas Maya, un negociante de oro, nacido en Mámbita y conocido por manejar un Lamborghini dorado al que le pegó una calcomanía de su equipo del alma, el Santa Fe y rines mandados a hacer en forma de león, el símbolo de su empresa, la Garra Gold Enterprises. La primera noche que don Leonidas estuvo en la Bombonera coincidió con que Pili Vanilli envió treinta boletas de regalo para que fuéramos a su primer concierto; cuando el viejo comentó algo así como “qué envidia, daría lo que fuera por estar cerca de ese bizcochito” Cuin vio la oportunidad de inmediato, se acercó, zalamero y cortés, le entregó una boleta, le picó el ojo y le dijo “cortesía de la casa”. Noté que a las chicas les encantaba decir, refiriéndose a mí “el militar es novio de Andulima” y murmurar “es la mano derecha del General Padrenuestro” por lo que muchas, de ellas, buscaban mi cercanía. Al principio me preocupó, pues el burdel se volvió un frecuentadero de los criminal que pasaban a mejor estatus, pero lo hablé con mi General Padrenuestro y él me manifestó: “Déjese manosear, Lugarte, que de algo nos servirá algún día”. Santo remedio, pero otro problema apareció y Andulima me lo advirtió: “Estás cambiando mi bonito y eso no me gusta” dijo, tratando de no disgustarse por el evidente interés que podría estar prestándole a otras mujeres; pero mantuve un bajo perfil, para no preocuparla más de 335


la cuenta, lo que era muy sencillo porque yo era siempre “como la sombra de los demás” y recordé las palabras de Blas: “Usted y yo, Lugarte, somos como la sombra de los demás”. No pude ir al concierto, pero me contaron que Cuin evitó que se percibiera su estrecha relación con la cantante y entre una canción y la otra, él le preguntó a Don Leonidas: “Don Leo, ¿cuánto pagaría usted por revolcarse a la Pili, que yo le consigo a la hembrita?”, “Ofrézcale cien mil dólares y un paseo en Lamborghini” contestó y repuntó “y no le cobre comisión que yo a usted le tiro un buen pedazo de carne”. Cuin no logró, al principio, cumplirle al viejo y éste, a su vez, pensó que a Cuin le estaba quedando grande el compromiso; Pili Vanilli se fue un tiempo de gira por la Península Ibérica y así se lo explicó a Don Leo; por fortuna, no le había pedido, aún, la consignación de la plata pero, a través de las chicas, se supo que el magnate del oro, no dormía por pensar en ella y que las ponía, sin excepción, a cantar: “Te regalo mi piel, tan sabrosa y tan fiel; te regalo mi vientre, tan suave y caliente, te regalo mi amor, con todo mi ardor, con calor, sin pudor… Te regalo mi piel …” y a todas se lo pedía en los mismos términos: “¡Cójame el micrófono, mamita y cántame como la Pili!” Eventualmente estuvo con ella cuatro o cinco veces y un par de años después, estando en la cárcel, le ofreció esta vida y la otra para que fuera de visita conyugal a la Modelo pero ella se negó, no porque pensara que se estaba rebajando –la Pili hacía lo que fuera por plata– sino que le pareció –como dicen ahora– “muy boleta” aparecerse por allá y que la fueran a reconocer; además, estaba entusiasmada en llegar a algún arreglo con mi General Padrenuestro, pues eso sí era –por no decir otra cosa– agarrar al toro por los meros testículos. El Crespo Carrascal era considerado un hombre camaleónico. Nos convenció, incluido mi General Padrenuestro, que el Comando Machacán estaba dirigido por tres cabecillas, a cargo de tres áreas de influencia: Bogotá, donde mandaba él; el Oriente hasta San Lorenzo y Puerto Libre, liderada por El Turco Chadid; y el Occidente, donde Ibrajím Rojas Gaza, llamado “El Jeque” era dueño y señor de los territorios entre Simijaca y la Serranía de las Palomas. Siendo los tres una misma persona, obligaba al Crespo Carrascal a implementar medidas extremas para mantener tan ingenioso cañazo. Tanto El Turco, como El Jeque, tenían historias apasionantes, mujeres e hijos en varios vecindarios; su ascendencia musulmana daba pavor con sólo mencionarlos, pues los asociábamos con el terrorismo, el fanatismo y la falta de piedad; a ambos, tan escurridizos como el mismo Crespo, se les veía en las ferias caballísticas o de vez en cuando, en los días de plaza de mercado, en los pueblos más desconocidos de nuestra geografía. Las pocas fotos que rotaban, incesantes, por los medios de comunicación 336


eran distantes y borrosas, con mucho personal armado alrededor, vestidos con camuflajes, mimetizados entre verdes oscuros, cambuches improvisados y días sin sol. Las caras de El Turco y El Jeque eran siempre unas manchas irreconocibles y distantes, como las fotos –para darnos una idea– de los ovnis, tomadas por los que creen en esas cosas y dicen tener pruebas de sus avistamientos. Sumado a este ardid, entrada la recta final –el sprint– del siglo xx, el Comando Machacán era considerado como uno de los grupos terroristas más peligrosas del mundo por su recorrido histórico, su división en frentes de combate que desarrollaban operativos cortos, muy específicos y poco reveladores de misiones mucho más grandes, compartimentados con rigor, sin conocimiento de quién o quiénes daban las órdenes; lo que hacía impensable agarrar a los peces gordos, con el agravante de que los sistemas de información se volvieron muy sofisticados y también, por la realidad –poco conocida– de que el grueso de las tecnologías de vanguardia, proporcionadas por la era digital, llegaban primero al monte que a la industria de las comunicaciones, por ejemplo. En la Oseta, aunque competitiva en este sentido, nos estábamos viendo a gatas para desencriptar mensajes interceptados por internet, casi siempre para descubrir que se trataba de distracciones diseñadas para distraernos de las operaciones reales. La situación se alcanzó a poner color de hormiga y no porque nos hubiéramos descuidado, en el ejército –como insistía la prensa– sino porque las partidas presupuestales de la nación para costear inteligencia militar eran debatidas hasta el cansancio en el Concilio Parlamentario, lo que demoraba cualquier mejora o actualización. Era tan nociva y retardataria, por no decir: viciada, la toma de decisiones en el seno del Capitolio Nacional, que mi General Padrenuestro se apareció a una plenaria, sin avisar, blandiendo un molinillo para moler carne, de esos manuales, de hierro colado, lo apretó al borde de la mesa del presidente de la corporación, doctor Ovidio Lamprea Lenguazaque, sacó, de su abultada casaca, una paloma viva y blanca “como el alma de Cundinamarca” dijo y empezando por el pico, la fue triturando a la vista de todos, hasta que quedó una masa irreconocible, porque ni las paticas pudieron distinguirse, del resto, de esa masa desplumada y amorfa; tomó el molinillo, lo levantó y exclamó: “¡Miren lo que ustedes verdaderamente representan!” Eso fue cuando aún las sesiones de nuestros padres de la patria no se televisaban y muy pocos celulares tenían cámaras de fotografía, ninguna de video; lo que es una lástima porque la justa dimensión del acontecimiento fue, de inmediato, tergiversada por los garantes de la imparcialidad: los medios de comunicación salieron, a decir, a los pocos minutos que el General Padrenuestro había asesinado la paz. Es válido decir, entonces, que el poder de mi General Padrenuestro tenía sus límites, 337


pues, sus enemigos políticos –los que no gozaban de su aprobación ni lograban lagartearle nada– armaron una estructura incisiva para vigilar los gastos fijos y operacionales del Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia y los de instituciones adscritas como la Oseta, el Comando de Asalto y Operaciones Tácticas de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca, la Estación de Vigilancia Estratégica, la Policía Urbana, la Policía Militar, la IMES (Industria Militar Especializada), la Supermil (Empresa de Suministros Militares) y Corpomías (Cooperativa Militar Asociada). Los gastos por fuera del presupuesto, los que venían de los “guardados” que mi General Padrenuestro cuidaba, cada vez con más celo, se utilizaban en operaciones que él mismo supervisaba; no podía ser de otra manera porque –contrario a lo que uno pensaría– el mero reconocimiento público de ese caudal hubiera exacerbado los problemas económicos del país, tal como lo venían haciendo las arcas “siniestras” del Banco Estatal que estaban en los rines y que, además del efecto inflacionario, fueron a parar subrepticiamente a los abonos de la deuda externa que, por más esfuerzos, seguía creciendo a la par “con los intereses de los ministros de hacienda por sus finanzas personales” decía mi General Padrenuestro sin inmutarse. Mientras tanto, el grueso del erario público se seguía utilizando para mantener ajustadas las tuercas de la maquinaria política: la vía más expedita de pagar por los compromisos adquiridos y la redención de favores electorales, seguía siendo las megatajadas de los contratos para el desarrollo de obras públicas cuyo sobrecosto era, casi siempre, para garantizar que no quedara mano sin untar, ni pedazo del ponqué sin repartir; no tenía la menor importancia que, éstas, se terminaran sin cumplir los requisitos mínimos de habitabilidad, servicios públicos y seguridad o quedaran inconclusas, como en efecto sucedía y sigue sucediendo. Los ingenieros civiles, por ejemplo, tuvieron fama durante mucho tiempo de mantener sus costos y ser honestos al justificar sus contratiempos; hasta que se descubrieron contratos, paralelos, de adecuación de tramos de vías urbanas y carreteras que no necesitaban arreglo y estaban en buen estado; llegaron al descaro de ofrecer, los unos y aceptar, los otros, sumas multimillonarias por construir vías, túneles y puentes que ya estaban construidos: el puente Sumapaz –por dar sólo un mínimo ejemplo– sobre el río del mismo nombre, fue diseñado, trazado, levantado, corregido, arreglado, ampliado, adecuado y vuelto a arreglar con más de ciento cuarenta y ocho partidas presupuestales, giradas a lo largo de veinte años, a una ingente cantidad de firmas –algunas de las cuales no fueron constituidas por lapsos mayores a los especificados en la contratación– que suman mil trescientas veces más el presupuesto inicial y si se comparan las fotos iniciales, con algunas tomadas, en la actualidad, el puente es el mismo, no ha cambiado una higa. Este fraude consolidado y 338


sin fondo no tenía explicación –por lo menos para mí– era como abrir una herida y volverla abrir, hasta la saciedad, sin importar sus efectos sistémicos, hasta que mi General Padrenuestro me explicó, con ese tono paternal que casi nunca abandonaba: “Aplique la lógica electoral, Lugarte y verá como todo cobra sentido” tenía razón: ¡qué bien común ni qué nada! en Cundinamarca la riqueza se mide en cantidades de votos; la administración del Estado es una pesca milagrosa en la que se turnan –o se arrebatan– los unos a los otros la caña de pescar. Aquí, como en la mayoría de las democracias, los militares no votan, precisamente, porque se considera vital para el equilibrio del poder que el ejército se mantenga al margen del tejemaneje político; falacia ésta que mi General Padrenuestro sufría en carne propia porque, a veces, le hubiera gustado volver a las redadas de las cinco de la mañana para apresar y agarrar a bolillo a unos cuantos maleantes, en vez de estar cuidándose las espaldas de los gobernantes-dirigentes-ejecutivos-legislativos-jurisdiccionales quienes, por definición, debían ser sus coequiperos en la lucha por cuidar y mejorarle la calidad de vida a los cundinamarqueses. Me excuso, de antemano, por la vena veintejuliera que a veces se me escapa, pero es que –bien pensado– hacemos parte de un mecanismo de ruedas dentadas, que, en la forma de una parábola circular, se origina y termina, cada cuatro años, con el voto de cada ciudadano. Dicho esto, es importante puntualizar en el hecho de que el Comando Machacán se convirtió en una fábrica de poner votos. Cambiaron la demagogia por la intimidación y obligaron a los alcaldes –que desde hacía unos años se escogían por elección popular– y a sus concejales, a imponer medidas convenientes para ellos o para los políticos que se arrimaban a su sombra. Donde encontraron influencia paramilitar, hicieron alianzas alrededor de candidatos en común y donde encontraron ejército buscaron a las familias de los soldados para intimidarlos y en últimas, cambiarlos de bando, sacarles información estratégica o matarlos; se valían de acciones sanguinarias como sacarle los ojos, a algún lugareño escogido al azar, para echarlos, los domingos –como un par de huevos duros– en la pila del agua bendita de la iglesia principal; o botar cuerpos desmembrados y despellejados, de ene-enes a las reservas de agua potable y dejar que los perros arrastraran sus extremidades por la plaza del pueblo; o, abandonar girones de carne humana en las marraneras, con el único fin de generar desconfianza hacia la fuerza pública, de hacer parecer inútil la presencia militar y policial amparada por el Estado. El Comando Machacán se habría podido inventar un partido político –rescatar el proselitismo social de los hermanos Machacán– pero era más lucrativo venderse al mejor postor y aprovechar las cuotas de poder que su 339


padrinazgo iba ganando en los municipios, en el Concilio Parlamentario y en la Quinta de Nariño donde lograron que se originara, desarrollara y se aprobara un proyecto que había sido planteado en el pasado y que sería el dolor de cabeza más lacerante que padecería, en su vida, mi General Padrenuestro: la zona de despeje –o distensión– de San Juan de Rioseco. El Presidente Ananías consideró que para lograr la paz con el Comando Machacán, el gobierno debía empezar por un acto de buena voluntad y delimitó un área territorial sembrada de caña, aguacate, arracacha, café, ahuyama, habichuela y frijol, desde donde se encuentran las quebradas de Aguas Claras y Chaguaní hasta la cima del cerro La Tabla cerca de la frontera delimitada por el Río Magdalena, colindando con los municipios de Guaduas, Viani, Pulí y Beltrán y se la entregó a los alzados en armas con la condición, expresa “de que en ese terreno fértil, como el vientre de Bachué, se sembrara la simiente de la nueva y anhelada paz cundinamarquesa”. Se trataba de cientos de kilómetros cuadrados de tierra soberana, desmilitarizada, donde los guerrilleros podían instalarse y vivir a sus anchas, con el compromiso de hacer ellos lo que estuviera a su alcance para darle fin al conflicto armado, con base, por supuesto, de que quienes no hubieran cometido crímenes de lesa humanidad pudieran volver, sanos y salvos, a la vida civil. Por su parte las fuerzas militares debían garantizar un corredor fluvial, terrestre y aéreo para proteger la integridad de los “despejados” que llegaran. Se invitó a la inauguración de tan anunciada tregua, delimitada y dialogada, a las altas esferas de las tres ramas del poder público, a los machacanes de más alto rango, a los medios de comunicación nacionales e internacionales y a diversos veedores de organizaciones-nogubernamentales extranjeras. A última hora, mi General Padrenuestro se enteró –por medio de comunicaciones interceptadas por la Oseta– que El Crespo Carrascal, El Turco y El Jeque no se presentarían, razón por la cual convenció al Presidente de la República de que ninguno de los dos asistiera, tampoco, ahorrándose así un desplante de marca mayor porque: ¿se imaginan al Jefe de Estado sentado ahí solo, mirando un chispero, frente a una mesa y un vaso de agua, con los brazos cruzados y espantando mosquitos? Por fortuna, el Presidente Ananías decidió, tragarse su orgullo, creer que los tres jefes estaban indispuestos por un virus gripal y perseverar en hacer funcionar el naciente proceso. Las penurias fueron las mismas de cualquier proceso de paz, que termina volviéndose en una medición de fuerzas, en lo político-mediático, más que en lo militar. Cuando le preguntaban en público al respecto, mi General Padrenuestro se limitaba a decir: “El Ejército Nacional respeta la legalidad del despeje” pero, en privado, levantaba la ceja izquierda para responder: “No se nos olvide que del despeje, al despojo, sólo hay una sucesión de buenas intenciones”. 340


Sabemos que mi General Padrenuestro no comía entero y que la mayoría de las veces tenía la situación bajo control; sin embargo, se le vio confundido por unos días y con migrañas, mientras encontraba la pieza faltante del rompecabezas; “se me está rompiendo el coco” musitaba, se tomaba un par de acetaminofenes y a la primera recepcionista que le contestara, del conmutador, la hacía subir para que le diera masajes en la cabeza con alcohol. San Juan de Rioseco era una comunidad agrícola, de campesinos pacíficos, a quienes se les ofreció participar de buena fe y prestar sus tierras en comodato temporal a cambio de lucrarse de las oportunidades de trabajo que se abrirían con los nuevos “inquilinos”. Aceptaron el arreglo gozosos porque, paralelamente, el gobierno les ofreció prebendas como si fueran empleados del Estado, lo que se equipara en Cundinamarca –aún hoy– a entrar al reino de los cielos. La participación de los oriundos, de la región, los convirtió en actores accesorios del conflicto y aunque, en primera instancia, hubiera parecido conveniente para conseguir aliados e informantes y hacerle seguimiento a los guerrilleros, no lo era tanto, porque la influencia del Comando Machacán viviendo y compartiendo con ellos podía dar como resultado una sólida cercanía, lo que terminaba siendo contraproducente para nosotros. Optó, pues, mi General Padrenuestro por mandar a Blas, encubierto, en razón a que vivió su infancia en la región y a que nadie lo reconocería –porque no había vuelto nunca– y porque su fisionomía cambió de chico malo a psicópata de una película de los hermanos Coen. Blas sabía mucho de trapiches y eso lo ayudaría a mezclarse con la población; el único problema era su total ineptitud para entender la tecnología, por eso, a él mismo, se le ocurrió mantenerse en contacto, con la Oseta, yendo y viniendo a Bogotá en un camión para transportar panela. Los permisos para entrar y salir de la zona debían ser avalados de lado y lado y partimos de la base de que nos aprobarían tantos como nosotros les aprobáramos a ellos. Era importante que Blas pudiera viajar, mínimo una vez a la semana, a rendir sus informes; él no se destacaba, tampoco, por hacer amigos, pero era un excelente observador y muy hábil para salir de problemas y –por así decirlo– eliminarlos; estaba emocionado de volver a la que consideraba su tierra, adonde llegó a sus seis años adoptado por unos tíos, a la muerte de sus padres, que cayeron en el fuego cruzado de uno de los cruentos desmanes de la dictadura. “¿Se acuerda, Lugarte, del cirujano que le cambió la cara al Sangrón? Póngamelo de frente, lo antes posible” me expresó con urgencia mi General Padrenuestro y muy temprano, al otro día, se apareció, en la Oseta, Ramiro Astoria con cuatro bultos llenos de guayaba, cultivada en su hacienda Monterrey y una caja grande de madera con 341


bocadillos hechos, también, en su finca. Primero lo primero, probamos los bocadillos y mandamos traer queso doble crema para acompañarlos; “como siempre” dijo el cirujano plástico “aquí estoy a su servicio, Ministro, para lo que se ofrezca” y cruzó las piernas con exagerada elegancia. En media hora nos explicó que desde la muerte del Sangrón se propuso no operar delincuentes, ni familiares de delincuentes, que no le interesaba poner en juego su tranquilidad, pero que visitaron su consultorio unos hombres de apellido Espinel, con hablar bastante golpeado, a quienes ahuyentó inventándoles el cuento de que no operaba ya con la misma destreza; “me dio un ataque de epilepsia, en la sala de cirugía” les manifestó y les mostró la foto de una mujer, muy emperifollada pero deforme, que no había podido volver a salir de su casa. “Los hombres nunca volvieron” reiteró y le creímos porque le teníamos confianza y era evidente que no le interesaba dañar su relación con mi General Padrenuestro a quien –uno nunca sabe– era preferible tener de amigo que de enemigo. La reunión, sin embargo, fue de mucha utilidad porque nos contó que existían programas de computador que –aunque todavía con ciertas deficiencias– podían hacer reconocimiento facial de personas con base en fotografías y videos; él mismo se comprometió a instalar una copia del programa en un computador de la Oseta para que lo ensayáramos y detalló los útiles e ingeniosos avances digitales en materia de mejoramiento y retoque de imágenes. Con motivo de ese encuentro y de su trato más que afectuoso, Ramiro Astoria se convirtió en invitado regular, de domingo, a Las Hamacas, donde Carmen y Eulalia le repetían a cada rato que cuando tuvieran plata le iban a pagar para que les corrigiera las orejas que las tenían muy salidas y muy grandes, decían ellas, sin darse cuenta de que eran tan hermosas que no necesitaban de ninguna cirugía estética. Saskia le contó a Reina los pormenores de su viaje alrededor de Suramérica, mientras tomaban té “como en Kensington Palace” se ufanaban, porque sacaban una vajilla finísima, compraban galleticas danesas, ponían música de Bach y levantaban el dedo meñique cuando alzaban las tacitas; tampoco llegaron a contárselo todo, entre ellas, porque siempre estuvieron a la defensiva, la una de la otra, que es la relación idónea entre conspiradores. El pasado de Reina y el presente de Saskia eran temas nebulosos que se iban tanteando con comentarios escuetos y marginales, pero sobre los cuales evitaban gravitar demasiado; la máxima entrega de privacidad se produjo cuando la alemana le confesó a su nueva amiga que quería probar cómo se sentía ser prostituta; Reina se sonrió y mandó llamar a Cuin; entre los tres idearon un nuevo servicio en la Bombonera, el de las veteranas, mujeres entre treinta y cincuenta años, sin el ombligo 342


redondito y la piel para estrenar de las jovencitas pero con la experiencia de las que saben proveer y obtener placer de formas inimaginables. A los hombres les gusta pensar que son capaces de tener a una mujer a punta del colapso: que la pueden llevar hasta los gritos y mencionar a dios a los máximos decibeles y sacudirlas, además, como si un cable de alta tensión las penetrara hasta el centro del sistema nervioso; las puticas no saben de eso, creen que un par de griticos y tres inhalaciones cortas y seguidas son más que suficientes para mantener su clientela. Saskia se miró en el espejo del baño donde se desnudó; dejó, encima del bidet su vestido, su brassier, sus bragas y sus joyas –de un valor no menor a los quince mil dólares– las que cambió por la ropa strapless de una de las chicas, comprada en el siete de agosto, en rebaja dominguera, al tiempo con los cuquitos rojos satinados que le quedaban estupendos y pensó: “¡Ah, malparida! ¡qué bien te ves de puta!” y agregó en voz alta y en tono de pregunta: “¿Cómo me veo?” y la chica que se estaba afeitando las piernas, con la que mudó de ropa, le contestó: “Se ve súper arrecha, señora, yo quiero unas tetas como las suyas”. Saskia sintió, por primera desde el colegio y en muy contadas ocasiones con los mellizos, que un hilo caliente salía de su sexo y le mojaba el muslo, pero no producido por el cumplido sino por la pequeña gran contravención que estaba a punto de cometer, la de vender su cuerpo, algo tan distinto a comprar el de los demás como si su entorno fuera su Amsterdam personal, como si sus encuentros fueran producto de un catálogo de cuerpos desechables, apenas reusables, algunos, por una noche o dos. En ese momento se oyó sonar un timbre y a Cuin gritar desde la sala de recibo: “¡Presentación!”; las jovencitas se agolparon en una escalera circular y en la medida que bajaban, Cuin les indicaba el reservado al que debían entrar, dar una vuelta para mostrar sus atractivos, saludar al cliente y darle su nombre artístico. Algunas sobreactuaban, para distinguirse de las demás o porque se trataba de algún conocido; mostraban un pezoncito o se levantaban la falda, como diciendo “hoy estoy peludita para ti, mi amor” o le ponían –literalmente– el culo en la cara al cliente o se llenaban de babas los dedos y hacían el ademán de tocarse el clítoris para acercar la humedad y decir cosas como “mira, ya me estoy derritiendo, corazón” o “aquí está tu muestrica, para que me lleves” o “huéleme, mi lindo, hoy estoy demasiado perra”. Ese día, Cuin anunció, después de “los bombones” –como le decía a las chicas cuando las presentaba– a la veterana “venida de las fiestas orgiásticas de Alexandría y de los burdeles neoyorquinos” a Maritza –pronunciado Marikza– pero ni ese, ni ningún cliente la determinó para nada. “No me miran ni para escupirme” comentaría Saskia más tarde y se fue para su casa pasada la medianoche, cuando a la Bombonera siguieron llegando mujeres que ella consideró: fuera de competencia, por lo que antes de 343


subirse, a su Maserati naranja, musitó: “Me voy antes de matar a una de estas putas hijas de puta”. Esa noche lloró; Saskia lloró. Su descorazonadora velada en la Bombonera tocó fibras profundas que le devolvieron la película de sus últimos años: la secuencia de una vida sin estima, sin valores, obnubilada por la plata, abandonada a los placeres del cuerpo, sin nada distinto para ofrecer que noches interminables de alcohol y drogas como incentivo para meterse entre las piernas tamaños, colores y sabores diversos e interminables de lenguas y cualquier tipo de extremidad genital, sin importar la persona que la proveyera, o el material: plástico, porcelana, silicona, metal, látex, con pilas o sin pilas. Ella no se lo había contado a nadie, pero durante el periplo, de estrenar su yate nuevo, desde Panamá alrededor de Suramérica, se bajó en Río de Janeiro, adonde llegó con la expectativa de meterse la mayor cantidad de hombres y drogas psicotrópicas de su vida, conseguir mujeres en los burdeles, entre Copacabana y Leblón, tomar un piso entero del hotel más costoso frente a la playa para llenarlo de cariocas con mente abierta, farandulera y showbiznera que en Río eran: travestis y modelos de carnaval; pero sin darle explicaciones a su tripulación, en visible estado de shock, sin maletas ni nada –a duras penas el pasaporte y las tarjetas de crédito– tomó un taxi que la llevó al aeropuerto. Allí espero sentada, con los ojos vidriosos y enmudecida, siete horas para volar a Bogotá. Hasta esa noche, se había negado a recordar el episodio; pero, entrando a la ensenada de Botafogo, ella y sus tripulantes, fueron abordados por las autoridades marítimas; al verlas acercarse el Capitán Otero se dio cuenta que no se trataba de una requisa aduanera, porque se les venía encima una fuerza militar apreciable, botó al agua las pocas drogas recreacionales que les quedaban a bordo y le entregó a Saskia –pues eran su responsabilidad– las grabaciones de video tomadas, de las áreas internas del yate, durante el viaje “guarde estas muy bien, Doña Saskia, que podrían resultar incriminatorias” le dijo. A ella le pareció muy juicioso por parte del jefe de su tripulación preocuparse por esos detalles; estaba contenta, la ciudad latía a sus pies, las caipiriñas la estaban esperando y su piel auguraba un clímax, en secuencia, al ritmo de la lambada que se puso de moda como por tercera vez en diez años; pero esa alegría, premonitoria de los convites del cuerpo, se vino al piso como cuando el azote de los bárbaros aparece en el horizonte: Saskia introdujo, en su reproductor de VHS, el casete correspondiente a su última noche con los mellizos, antes de llegar a Panamá y como una espectadora, sobria y casual, atestiguó la brutalidad con que los trató, las ignominias que les gritó, la forma como quiso obligarlos a satisfacerla, peor que si fueran capataces o los animales de un domador 344


desmesurado. Vio su cuerpo desecho, inflamado por la droga, los ojos inyectados y grises, como muertos, su vientre que alguna vez considerara inmaculado lleno de manchas rojas e irritado por la violación incesante de la piel, nuestra frontera íntima, distante de sí misma, con una caneca entre las piernas para hacer sus necesidades frente a los demás, como una película porno alemana filmada en una porqueriza o imitando los artilugios más recónditos de sodomas y gomorras, reinventadas por los siglos de los siglos, amén, llevados más allá de las indigencias del alma. Le entró la ventolera de ser puta en la Bombonera y esas chicas a su alrededor, faltas de cuidado paterno y proscritas del amor en pareja y de romanticismo, posiblemente, le parecieron las mujeres más higiénicas y bienintencionadas sobre la faz de la tierra; su responsabilidad de madres solteras cabezas de familia –la mayoría– o su determinación por utilizar el único instrumento conocido para salir de la miseria –su cuerpo– de una forma práctica y desprovista de juicios morales era inalienable; al día siguiente, Saskia le llevó regalos a todas, le pagó el semestre de la universidad a dos de ellas y consiguió un ginecólogo experto en profiláctica para que las examinara y les diera consejos para ejercer la prostitución de manera responsable. Reina se enterneció con la reacción y entendió a cabalidad el drama de su amiga, a quien abrazó y le ofreció un chocolate santafereño para que ahogara sus penas. Imposibilitada para llorar delante de los demás, Saskia se sintió como en su casa, puso con una cucharita los pedazos de queso doble crema, entre el chocolate caliente y los fue sacando derretidos, como cuando era niña; por segundos, cerró los ojos y recordó los latidos del corazón de su madre durante los únicos meses en que se sintió protegida: en su vientre, antes de nacer. El Presidente Ananías Metileno fue invitado a la Casa Blanca –los norteamericanos querían limar asperezas con Cundinamarca– y le aceptaron una comitiva de treinta personas para la visita; como sabía que mi General Padrenuestro se negaría a acompañarlo –por muchas razones, la principal era que no hablaba inglés, ni volaba en avión– invitó a Celina para tener con quién asistir a la cena de gala ofrecida en su honor y para que ella socializara con la esposa del Presidente de los Estados Unidos, mientras los dos mandatarios trataban temas de Estado; mi General Padrenuestro le pidió a su mujer que, en lo posible, no los fuera a dejar solos porque quería saber el contenido de sus conversaciones, tal vez creía que, allá, como en la Quinta de Nariño, los invitados pueden romper los protocolos y volver fiesta lo que empieza con un brindis. Era evidente que el acercamiento con la gran potencia debía ser a espaldas del Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia pues, desde la Masacre de los Pájaros y 345


con las restricciones en las medidas de inmigración, el Ejército Nacional y la Oseta demostraron que nos podíamos fortalecer sin contar con la ayuda de los gringos, lo que tenía una innegable ventaja pues las fuerzas militares gozaban de una autonomía, en sus acciones, como nunca antes, en su historia, la habían tenido y que era importante mantener a toda costa. Eso de tener que contar con tecnología importada y personal especializado, traído de Massachussets –por decir algo– para diseñar planes de seguridad nacional o para chuzar un teléfono, no era una colaboración entre países asociados para compartir, combatir y reparar los perjuicios de un mismo flagelo, sino una estrategia del pez grande para comerse al pequeño. El Presidente Ananías se preciaba de ser amigo del Presidente norteamericano; sin embargo, mi General Padrenuestro fue muy enfático en manifestarle que, por más amigos que fueran, las negociaciones eran más efectivas, si se mantenía en la férrea decisión de no ceder, de no dar pasos atrás, ante la posibilidad de dejarlos, de nuevo “ayudarnos” con nuestras dificultades, con la traqueada excusa de que, nuestros problemas, también eran de ellos. Ananías Metileno era un hombre astuto, se molestaba –y con razón– de que mi General Padrenuestro le diera la misma cantaleta cada vez que podía, siendo que estaban sintonizados en el mismo derrotero de fortalecer al Estado, en lo militar, para adquirir poder de negociación y no sólo con los Estados Unidos sino con nuestros vecinos de frontera, con nuestra delincuencia, a nivel local y nuestra narco delincuencia, a nivel global. Para enfrentar, esta última, mi General Padrenuestro no contaba sino con la Interpol, pero a él le daba la impresión –inmerso en su creciente autoestima– de que era más lo que nosotros los ayudábamos a ellos, que ellos a nosotros. Ahora que lo pienso, puede que estuviera en lo cierto, Bogotá había cambiado, era epítome del mundo libre y por lo tanto, mucho de lo que aquí se fraguaba, al amparo del respeto por la disidencia y de los procesos de denuncia internacionales, sobre absolutismos en otras latitudes, omisión de los derechos humanos, abusos de poder y otros atropellos, eran voces, en contrario, que encontraban un ambiente propicio al debate y a la organización de resistencias civiles y militares; siempre y cuando –obviamente– que estos grupos no incurrieran en delitos que afectaran a nuestros ciudadanos o que se perpetraran en nuestro suelo. Fue así como recurrió a nosotros la República de Barinas Apure; uno de los países más hermosos de la tierra, desde las llanuras del Arauca hasta la desembocadura del Orinoco, que logró deshacerse de una clase política opresora, de familias advenedizas y enriquecidas por el petróleo, liderado por un chafarote cuyo título era el de Comandante Zamorano de la Nación en honor al prócer Ezequiel Zamora quien en el siglo XIX, después de la Independencia, fue el principal impulsador de la reforma agraria 346


en los territorios de Guárico y Apure. Si bien se quedó más de la cuenta en el poder, el Comandante Zamorano logró devolverle los privilegios de la democracia al pueblo; muy amigo de mi General Padrenuestro, aquí estuvo en Bogotá las veces que tuvo que replegarse a pensar en la forma de alcanzar la presidencia; finalmente –después de dos golpes de Estado, fallidos– fue elegido por voto popular y nunca dejó de ser un aliado nuestro contra el vasallaje de los Estados Unidos. Era un hombre altisonante, no se callaba nunca, todo lo decía sin que mediara –entre la formación cerebral de la palabra y su expulsión por la boca– reflexión alguna; “ese mancancán habla sin puntuación” le escuché decir un día a mi General Padrenuestro cuando lo ayudamos con un diferendo que tenía, su país, con la República de Santander, un Estado con el que compartimos frontera, nosotros por el norte, ellos por el sur y que alegaba ser dueño de más de la mitad del Arauca, región ganadera y rica en hidrocarburos; estuvieron muchas veces, a punto de irse a la guerra, pero los buenos oficios de juristas e internacionalistas lograron dilatar las decisiones que no fueran unánimes y hasta casi finalizado el siglo XX existía una línea fronteriza, bastante difusa, entre el río Arauca y el río Casanare que los barineses apureños corrían a su antojo con el argumento de que los santandereanos no habían tenido, desde la Independencia, voluntad de explotar esas tierras. Barinas Apure, en cambio, hasta refinerías construyó para beneficio de la región, ofreciéndole precios especiales del crudo a los santandereanos y a sus demás vecinos. Cierto o no, al Comandante Zamorano, un hombre “de acción y no de reacción” –como repetía, él, en interminables alocuciones radiales, dominicales, en las que trataba los problemas álgidos del país a la luz de su sapiencia en los temas más profundos del devenir humano– se le ocurrió una solución inusual, al diferendo, que la República de Santander aceptó ipso facto: firmarían un tratado fronterizo definido por los resultados de un partido de fútbol que se jugaría entre las selecciones nacionales de ambos países. El encuentro se llevaría a cabo en Bogotá, en el Campín –cancha neutral– y el Presidente Ananías sería garante y testigo del proceso junto con la Fifa, que exhortó a los demás países en conflicto, a hacer lo mismo. Se determinó de antemano que, de ganar Barinas Apure, la frontera quedaría en el río Casanare y de ganar Santander quedaría en el río Arauca; de empatar, se trazaría una línea divisoria entre las dos delimitaciones geográficas. Perdió Barinas Apure, que no metió ningún gol y se dejó anotar tres. Esa tarde apoteósica ambos países trajeron cantantes, porristas y actos circenses; mi General Padrenuestro aprovechó para llevar a sus hijas y los medios de comunicación se pelearon por tomarles fotos: Martina se fastidiaba un poco con ese protagonismo 347


gratuito, Eulalia modelaba y Carmen ahuyentaba las cámaras con la amenaza de untar los lentes con bolas de helado. Andulima y yo las cuidábamos y no era tarea fácil porque las tres, gracias a que su padre las dejaba hacer cualquier cosa, eran dueñas de una holgada independencia y la ejercían bajo el influjo de esa imperiosa necesidad, que tienen los hermanos, de quererse diferenciar entre ellos. Mi General Padrenuestro parecía más entretenido con sus binoculares que con el partido y antes de finalizar el primer tiempo, se levantó de un salto y con voz queda pero enfática, exclamó: “¡Pero cómo soy de guevón!” y se hizo a dos soldados para que lo acompañaran al parqueadero. Se había acostumbrado a guardar fajos de billetes grandes en las guanteras, de los vehículos que lo transportaban, para lo que pudiera ofrecerse; urgió a Reyes y a Polanía para que le pusieran de frente a un par de fotógrafos, de los que se encontraban en las graderías del estadio y ellos le llevaron cinco. “Soy el General Padrenuestro” les dijo, los formó como si fueran soldados y a cada uno le dio quinientos mil pesos para que tomaran fotos de las personas alrededor del Comandante Zamorano; ofreció además dos millones de pesos –se los mostró– a quien tomara la mayor cantidad en menor tiempo y reiteró, para dejar las reglas claras antes de volver al palco presidencial: “Al que se pase de listo y se ponga de sapo, yo mismo le meto la cámara y los lentes por el culo”. Mi General Padrenuestro era malpensado por naturaleza –eso lo sabemos– pero sentía que la vida cómoda y la distancia que su investidura ponía entre él y el peligro, le hicieron perder la habilidad de olfatear los riesgos; “puede que no sea nada, Lugarte, pero me pareció ver entre la muchedumbre a Eduardo y a Gustavo Espinel Ricaurte y eso no me gusta” me susurró, con dudas, cuando volvió del parqueadero. Después de la Masacre de los Pájaros, lejos de haber guardado un bajo perfil, sus actividades delincuenciales se multiplicaron, al igual que sus ingresos y su posición dentro de la, cada vez más poderosa, familia Espinel. Quién sabe quién más estaría en el Campín en esa ocasión, aprovechando que las autoridades cundinamarquesas no iban a causar un escándalo que empañara nuestra, bien ganada, imagen de país neutral y proveedor de garantías, sede de diálogo y componenda de litigios entre otros países. “Es que esto nos da buena prensa internacional” le comentaba el Presidente Ananías a mi General Padrenuestro cuando, éste, le decía que a duras penas alcanzábamos a lidiar con nuestros problemas internos como para estar pendientes de los de los demás; pero ¡la verdad! es que el Presidente tenía razón: pasamos de ser un país que se mira el ombligo, a uno que estaba empezando a actuar de acuerdo a su posición global; reconocimiento, ciertamente, importante y que privilegiaba nuestra independencia, dentro del marasmo de las naciones que los gringos, con tono de poca importancia, llaman “south of the 348


border”. Con relativo éxito tratábamos de sacudirnos el estigma de ser los amos y señores del negocio de la cocaína, señalamiento que, entrado el tercer milenio, habría de cambiar. Cuando llegamos de vuelta a la casa, la tarde del partido, Celina nos recibió y Carmen pasó de largo, subió las escaleras del patio y desde la baranda de arriba, para que todos la oyéramos, gritó: “¡Mi papá dijo la palabra: güevón!” Mi General Padrenuestro fue el primero en reírse, subió de dos zancadas las escaleras y entre resoplidos y falta de aire la llevó alzada hasta su cuarto, que aún compartía con Eulalia; detrás de ellos, llegaron las otras dos niñas y como tres bellas, le hicieron cosquillas a la bestia y se dejaron inmovilizar, hasta caber en uno sólo de sus abrazos sobrehumanos que eran como de oso o manatí. Las fotografías del partido de fútbol llegaron a la Oseta al día siguiente, pero las floppies tardaron tres días en escanear las que no estaban digitalizadas –que eran la mayoría– y en vincularlas con el programa de reconocimiento facial que, en hora y media, clasificó las fotos de acuerdo con cada persona; me explico: si a una misma persona le tomaron veinticinco fotos, no importa que estuviera de frente, de lado, hacia arriba o hacia abajo, el programa las agrupaba y seleccionaba la foto más precisa de sus rasgos físicos. De casi dos mil fotografías, identificamos a sesenta y cinco personas, cuyo único elemento en común era haberse sentado junto o relativamente cerca al Comandante Zamorano en el estadio El Campín. Aunque identificamos a los hermanos Espinel que mi General Padrenuestro había visto, a seis ministros de Estado, dos modelos, una cantante, una presentadora de televisión, dos diplomáticos, uno europeo y el otro africano, que, en el pasado, presentaron credenciales en Cundinamarca y un par de soldados, entrenados por nosotros, que fueron a parar de escoltas del líder barinés apureño, los demás eran desconocidos, pero algunos rostros parecían familiares. Desde el principio, la idea fue comparar esas caras con las de las fotografías que Quesada y Roxana consiguieron en Panamá y por las cuales pagaron cifras astronómicas a los escasos y discretos fotógrafos contratados para el magno evento del Bastidas Grand Hotel; con éstas se hizo el mismo ejercicio y voilá –hace rato quería poner una palabra en francés– aparecieron once coincidencias de las cuales solo una se pudo identificar: la inefable y nunca bien ponderada Saskia, con su piel tan alborotada como sus ojos y “con los calzones, en las orejas” diría Polanía, refiriéndose a esas tanguitas de un solo hilito que se marcan en el vestido a la altura de los riñones. Llamamos a Saskia de inmediato y con la escandola de siempre, hablando por el celular como si fuera un altavoz, llegó aperada de joyas y dejando una estela fragante de Primavera Lusitana –by Fabrizio Ercole– a su paso. La sentamos frente al 349


computador, pero ella manifestó que estaba de afán y que no prestaría un ojo, ni movería un dedo hasta no ver a mi General Padrenuestro; la recibió en su oficina del último piso, con él estaban Celina y el Presidente Ananías; ambos recordaban, por supuesto, el atavío de esmeraldas –como si fueran lentejuelas– ceñido al cuerpo que Saskia llevaba para la inauguración de Las Hamacas. A Saskia le dio pena –porque el rubor se le salía cuando se sentía en desventaja– poner a funcionar sus artimañas de ave rapaz frente a Celina, sin embargo cuando el Presidente le preguntó con cuál de los mellizos estaba casada, ella contestó: “Con ninguno, estimado Presidente” y triangulando el punto más visible de sus piernas con el del escote, hizo un giro hacia él, muy preciso, se sentó al otro extremo del mismo sofá y siguió diciendo: “Vivo con los dos pero soy soltera y estoy disponible para lo que sea”; mi General Padrenuestro interrumpió –muy a tiempo– con palabras amables y un titánico carraspeó gutural y acto seguido, el primer mandatario se despidió de Celina cariñosamente y a Saskia le pidió permiso, evitando cualquier acercamiento, más allá de la mera diplomacia, pues algo conocía sobre su prontuario social y delictivo. Las dos mujeres se fumaron un cigarrillo y hablaron cosas de señoras, cosas de señoras ricas que se podían compartir, aunque entre las dos existiera un velado recelo; Celina le contó sobre su invitación a la Casa Blanca y Saskia, con disimulo, se llenó de rabia, pues se trataba de una afrenta directa a una de sus más recurrentes fantasías: ella de Primera Dama de la Nación, llegando a la Base Aérea Andrews, en verano, saludando a las cadenas de televisión y luciendo su vestido corto de Carolina Herrera, sus joyas de Valentino, su perfume de Oscar de la Renta, sus zapatos de Louboutin, su cartera de Prada, su lencería de Sherazade y su lipstick de Chanel: ¡no era más! sus elegancias quedaban esparcidas, por la oficina oval, mientras el Presidente de los Estados Unidos salvaba al mundo, de una crisis nuclear, al tiempo que la penetraba sobre el mismo escritorio debajo del cual se escondió una vez John Kennedy cuando tenía dos años. Lo cierto es que ese sueño recurrente de Saskia –tal y como se lo contó a Reina, tomando chocolate en la Bombonera– rara vez pasaba de las escaleras del avión y en noches de desaliento, ella, rodaba hasta el asfalto y los altos dignatarios sacaban sus garras, retráctiles, de aves carroñeras que, entre chillidos bestiales, la despojaban de todo; ella los veía aletear con el pico lleno de brillantes y alejarse mientras la dejaban botada, desnuda, junto a la rueda gigante del Air Force One, sola, con la vagina en forma de cuerno de la abundancia pero vacía, abierta de par en par: por donde salía un eco que, a martillazos, la despertaba con sobresalto. Mientras bajaba en ascensor al piso de la tecnología informática, Saskia pensó que le 350


quedaba, aún, la oportunidad de que alguno de los mellizos fuera, algún día, elegido a la Presidencia de la República y eso, por lo menos, le sacó una sonrisa inadvertida. La requisaron de nuevo, con un detector, se lo pusieron tan cerca que ella se molestó “tengo una T de cobre, si eso es lo que quieren saber” manifestó, más contrariada que sarcástica y cuando mi General Padrenuestro entró al recinto, veinte minutos después, Saskia estaba frente al computador, frente a las caras de once personas que asistieron tanto a la fiesta del Bastidas Grand Hotel en Panamá como al partido de fútbol entre las selecciones de Barinas Apure y Santander: coincidencias que dejaban de ser coincidenciales; ella, con sólo verlas, levantó la voz: “¡Todos son Espinel!” y por más que se esforzó no se acordó de ningún nombre, salvo del de José María, a quien identificó y quien la invitó a la fiesta –según dijo– con varias semanas de anticipación. “¡Pura mierda, vieja hijueputa!” rugió Blas, quien esa mañana había transportado panela entre Bogotá y San Juan de Rioseco, la zona de despeje; mi General Padrenuestro se molestó con su rabieta y le pidió que se retirara; éste salió regañado pero permaneció cerca a la puerta de cristal blindado, mirando hacia adentro y con cara de estar entendiendo lo que podía ver, pero no oír. En los últimos años, los investigadores y técnicos de la Oseta no dejaron de alimentar, con información visual, nuestros computadores y refinaron la creciente base de datos, clasificándola entre delincuentes de alta, mediana y mínima peligrosidad. Al cruzar los campos de información con las once fotos, el programa reconoció a dos de ellos: Saturnino y Venancio Pascuas y ¡oh sorpresa! al mentado José María Espinel lo identificó, nada más ni nada menos, como al Crespo Carrascal, Comandante en Jefe del Comando Machacán y quien llevaba un tiempo haciéndose llamar Comandante Septentrional, para distinguirse del Turco y del Jeque. Desesperado Blas le pegaba al vidrio, pero nadie lo escuchaba, ni los golpes con su manojo de llaves, ni sus gritos; por fin logró entrar de nuevo al recinto, al tiempo con dos floppies que activaron la puerta con sus claves cifradas y de inmediato señaló las mismas fotografías de los dos personajes, plenamente identificados y a quienes manifestó haber visto en la zona de despeje. “Los conocen como a los Primos Pascuas, a esos malparidos y son los dueños de una licorera” manifestó Blas, mostrando sus dientes afilados y amarillos de perro bravo o “bestia del apocalipsis” como lo llamaba Reyes a sus espaldas, no se fuera a ganar uno de sus famosos pellizcos de alicate que aplicaba retorciendo sus nudillos en extremo huesudos. “¡Puta! Muchos güevones haber hecho cipote descubrimiento delante de Saskia” expresó mi General Padrenuestro apenas ella salió de la Oseta. La vimos, desde la ventana, subirse a su Maserati color naranja, rodeada de un séquito de cuatro automotores y veinte guardaespaldas. “Es curioso” comentó Reyes “siempre llevan lo 351


último en armamento ruso” remató, dejando, en el aire, la pregunta implícita de ¿cómo será que lo consiguen? Mi General Padrenuestro dio la orden de seguir cruzando información con el programa de reconocimiento facial y obtener bases de datos de la Interpol, de la DBA y de la SUSIE, de ser posible y aprovechando que los gringos se estaban mostrando colaborativos, de nuevo. Estaba prohibido fumar en el piso de la tecnología y a mi General Padrenuestro le costaba trabajo acostumbrarse, por lo que se le vio ansioso y con ganas de irse, desde que entró; yo hubiera jurado que él no sintió nada o que su cuerpo no reaccionó –como era usual– con la presencia de Saskia, pero estaba equivocado: mi General Padrenuestro nos reunió, a puerta cerrada, para decirnos que Saskia pasaba a la categoría de Enemigo Público Número Uno de la Nación, lo que demostraba que no íbamos a dejarnos manipular más por sus retorcidas intenciones, ni a quedarnos pegados a sus tetas como si fueran biberones de aguardiente. “¿Explíqueme, Lugarte, por qué razón esa vieja hijueputa me mandó al infierno y ahora se aparece en Las Hamacas y aquí como si nada hubiera pasado?” preguntó mi General Padrenuestro –como para sí mismo– en el ascensor, donde tampoco se podía fumar pero ahí, sí, no le importaba; sus profundas bocanadas llenaban el escaso aire y procuraba escupir en la franja de espacio que queda, en el piso, hacia el vacío, cuando se abre la puerta automática. Saskia se reivindicó con la vida; se demostró a sí misma que no era una zorra y una drogadicta empedernida; llevaba casi dos meses limpia de sustancias que alteraran su mente o dañaran su cuerpo. Un psiquiatra le explicó que el sexo era, también, una forma de mandarle señales al cerebro para segregar potentes químicos, a nivel de las neuronas, capaces de producir una tremenda sensación de tranquilidad, de luchar contra esas angustias acumuladas con el paso de los años y aquellas, más fuertes, que tenemos guardadas desde la infancia. Salieron a relucir durante las sesiones, la total ausencia de sus padres, muertos en circunstancias desconocidas y el maltrato de su octogenario abuelo durante su niñez, austera, desprovista de abrazos y llena de baños obligatorios con agua fría a las cinco de la mañana. La psicoterapia la hizo acordarse de las grandes cucharadas de aceite de hígado de bacalao que se tragaba, a la fuerza, mientras le tapaban la nariz, lo mismo que la falta de preocupación del viejo por las cosas de ella, su única familia, su casi hija; salvo de sus tareas escolares que revisaba con minucia extrema y sobre las cuales le tomaba la lección, con una regla plástica, en mano, para pegarle en los muslos yertos de la madrugada cuando se equivocaba, no le importaba imponerle cargas inauditas con libros sacados de la Biblioteca Nacional de Cundinamarca; pero, esto, lejos de crear una alianza con su abuelo, le daba excusas a 352


él para meterse entre su cama de niña impúber y justificar actos horrendos que, por sufrirlos en carne propia, le parecían aún peores que los de sus lecturas: un hombre que asesinó con una hacha a la dueña de una casa de empeño; un joven que, como Blancanieves, no fue sacrificado al nacer y terminó matando a su verdadero padre, teniendo sexo con su verdadera madre y sacándose los ojos; una mujer que, entre la pasión y el rigor social, no encuentra más alivio que ofrecer su cabeza a las ruedas de un tren, saliendo de la estación; un doctor inglés que se inventa una poción que lo convierte en su yo abominable, asesino, cuyo antídoto le juega malas pasadas; una madre que se come la carne de sus propios hijos preparados como la menudencia de una exquisita torta y es asesinada después por quien organiza el banquete. Entre muchas otras obras escogidas por su abuelo, Saskia conoce también una formulación del infierno, del purgatorio y del paraíso que puntualiza en las penas impuestas a las debilidades de los hombres, la cual la devora por dentro y la enfrenta a los miedos del ser humano, mientras sus amiguitas demoran un año escolar en leer Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, que si bien es una obra que ella amó por su gran poder metafórico, le parecía ridículo que la profesora dijera, como si nada, que el Conejo Blanco era: el mismísimo Ángel de la Guarda. Saskia contrató al fisioterapista más gay de Bogotá, para no tener tentaciones y para que, por las mañanas, le hiciera ejercicios de estiramiento, con bandas elásticas de color amarillo, una pelota roja grande, que le generaba calorcito en los labios de su vagina y un aparato de madera que parecía más un instrumento de tortura, utilizado para practicar unos ejercicios que se estaban poniendo de moda: El Pilates. Después iba al gimnasio, dedicaba un par de horas a sus rutinas cardiovasculares o pasaba el día en su finca de La Vega nadando en su inmensa piscina. Almorzaba de forma equilibrada y por la tardecita era que le entraban unas ganas irrefrenables de sexo; se contentó –por un rato– a punta de juguetes mágicos que guardaba bajo llave, en el baño, mientras recuperaba la confianza con los mellizos y se les arrodillaba, pero no a pedirles perdón, sino, a sacarles ese pedazo de ellos que era, dentro de su particular escala de intensidades, lo más cercano a la felicidad. Imaginó, durante ese pequeño lapso de recuperación, una vida lejos del recuerdo del cuerpo infame, con una esvástica tatuada en la tetilla, que repetía los estragos de las Schutzstaffel en su montecito de Venus, cuando malamente creía que era un sitio destinado a los dioses. Una mañana visitó a su amiga Reina; necesitaba hablar con alguien. La encontró cocinando bizcochuelos, a los que les echaba brandy en grandes cantidades: le pidió disculpas por ponerla en el problema de hacerla pasar por una de las prostitutas de la 353


Bombonera y le habló de sus esfuerzos, los que estaba haciendo, por salir de sus vicios; “la plata es dañina” le dijo y no sabía, muy bien, cómo llegar al meollo de la conversación, cómo arrancarse esas puntadas mal hechas, esos cosidos, esas grapas quirúrgicas que le estaban sosteniendo el alma. Reina la invitó a pasar a la cómoda sala de estar, le sirvió un chocolate gigante y le acercó bolsitas de sacarina para que su invitada se lo tomara tranquila. Al rato, Saskia empezó a soltar la lengua: le contó a Reina –ocultando detalles íntimos– de su relación con los mellizos y la forma como los trató en Panamá; le confesó su afán desmedido por acostarse con hombres y mujeres y le hizo un relato –este sí pormenorizado– de su vida criminal. Reina teniendo la vida, que tuvo, no se sorprendió con nada; además, la fama de narcotraficante de Saskia y de sus interminables rumbas era bastante conocida; suponía, sin embargo, que debía haber algo más de fondo en la visita de su amiga a quien, dicho sea de paso, le había tomado cariño porque la sentía como un alma gemela y con razones de sobra, también, para desquitarse de los abusos que marcaron su juventud. No le extrañó, tampoco, lo que le dijo a continuación: que decidió olvidarse de su odio hacia el General Padrenuestro, porque le parecía sano reconocer que no podía desearle la muerte, a todos los hombres que no pudiera manipular, que la ofendieran en su amor propio, de la misma forma como ella lo hacía con otros y que –sin duda– eran más poderosos que ella. Reina la dejó llorar, recostarse en el sofá capitoneado de tela chintz cereza y oro de referencia Madagascar que mandó traer del Corte Inglés; cuando Saskia cayó dormida, Reina le puso una cobija de lanilla encima y la miró, enternecida y con una caricia amable, le quitó el pelo de la cara “ya se le pasará” pensó “¡el odio no se quita, así no más, con sólo decirlo; no existe el conjuro!” “¿Te puedo decir algo, mi bonito, pero no te vayas a molestar?” me preguntó Andulima en el patio, mientras Eulalia jugaba oaa… sin moverme… oaa… sin hablar… oaa… con una mano… oaa… con la otra… y hacía rebotar, en cada frase, una pelota contra la pared. Asentí y señalando con los labios hacia la baranda de la escalera, nos corrimos, hacia allá y me habló al oído “no te vayas a voltear pero ese es el tipo más divino que he visto en mi vida”. Pues claro que me volteé y claro que era un tipo bien parecido: era el profesor de inglés de Celina que la asistía en un curso de conversación intensiva en el cual, durante días enteros, hablaban el idioma durante las veinticuatro horas, sobre cosas de la vida cotidiana, sobre temas de actualidad y con lapsos para leer en voz alta, compartir y analizar las lecturas; una tutoría personalizada, costosa pero efectiva, para llegar preparada al encuentro con el Presidente de los Estados Unidos y con su esposa. Celina hablaba con acento, pero bastante bien, porque, antes de cumplir veinte años, 354


había atendido a un cliente californiano que se enamoró de ella y que la invitó a una larga travesía, sin hablar ni papa de español. Celina conoció con él los siete mares, pero como los techos de los hoteles no difieren mucho, de una ciudad a otra, confundía a Estambul con Trípoli o a Liverpool con Lisboa; en la correría final por Acapulco, Zihuatanejo y Puerto Vallarta y con la seguridad que infiere el conocimiento de otro idioma, a la altura de Mazatlán mientras esperaban en una gasolinera, Celina le dijo: “My love, let me go to the bathroom, I'll be right back” y hasta el sol de hoy no volvió a verlo, ni a encontrarse con él. Celina le mostró una teta a un camionero para que la sacara de ahí y a la media hora le mostró la otra para que la llevara hasta el aeropuerto internacional más cercano. Dos días después, en una esquina de San Diego, el camionero la despojó de su plata y de los calzones blancos, que llevaba puestos, con puntos en forma de mandarina y agregó: “To remember you by, sweetheart”. Cuando la fue a patear para botarla de la tractomula, Celina le puso una cruceta en las costillas y le gritó: “Now, you take me to Disneyland, fucking son of a bitch or I'll break your balls” y así fue como conoció a Tribilín, su héroe de las historietas que leía de niña y que bien valía la mamada que le pegó al camionero cuando, éste, le devolvió la plata. “Keep the panties” terminó diciendo, ella, antes de saltar a la acera y alejarse sin despedirse. Celina nunca nos contó cómo regresó pero lo que sí nos dio a entender es que fue un viaje muy didáctico, que impulsó su carrera porque, en lo sucesivo, tuvo muchos clientes turistas que, por “culear en inglés” así dijo, la contrataban en dólares, como acompañante mientras duraban sus estadías en Cundinamarca. En Washington, Celina causó sensación; sus piernas color canela recorriendo el Capitolio con una falda de pliegues abiertos a un costado, es una imagen que los senadores de Utah, Idaho y Nevada, designados para mostrarle los frescos y los frisos de la historia norteamericana y el monumento a Lincoln, aún no olvidan. Cuando las autoridades se enteraron de que era la esposa de mi General Padrenuestro, redoblaron la seguridad de la comitiva cundinamarquesa, no fuera a tratarse de alguna treta peligrosa pues la mujer no era, técnicamente, una primera dama y su esposo era lo que llamaban “una persona de interés” para indicar que sus movimientos no sólo no pasaban desapercibidos, sino que eran analizados por la CIA, la SUSIE y el FBI. Como era de suponerse, le pararon más atención a ella que a nuestro Presidente quien, como todos los hombres, prefirió ser envidiado por estar al lado de una mujer con las curvas de la Cordillera de los Andes y el trópico entre sus muslos y axilas, que por ser uno de los lideres del continente, de un país que se estaba dando el lujo de rechazar las magnánimas alianzas de cooperación con la poderosa unión de los Estados Unidos de 355


Norteamérica. El éxito diplomático de la visita fue limitado, pero en los medios, Celina la hizo memorable: salió en la portada de Newsweek y apareció en el listado de las mujeres más influyentes del mundo de la Revista People. A los gringos, entre dirigentes y políticos que estuvieron en su presencia, nunca les volvió a encajar la mandíbula y Hugh Hefner le mandó propuestas decentes de modelaje, pero indecentes para una mujer en visita diplomática; Celina rechazó el ofrecimiento pero el magnate, con hablar almibarado y grueso, la llamó, en persona, para decirle que la estaría pensando mucho la próxima vez que se quitara sus piyamas. Por su parte, el Presidente Ananías duró meses enteros masturbándose con la fantasía de que ella era en realidad la primera dama, su primera dama; sus siestas en Las Hamacas se le volvieron insoportables; Celina intuía, este desbordado sentimiento, pero a la vez se sentía agradecida porque, por primera vez, su vida gozaba de la cercanía de un hombre culto, capaz de dar contextos históricos a las conversaciones o de distinguir un vino cálido de uno más frío o astringente. Ávido conocedor de la geografía y de la actualidad económica, política y social, Ananías Metileno conoció muy joven, en Bogotá, a Salvador Allende; se involucró por intereses periodísticos en la crisis del Líbano y fue convocado, en más de una ocasión, por el Rey Juan Carlos de Borbón para escuchar sus opiniones sobre el Frente Polisario y la suerte del Sahara Occidental. Aunque Celina la pasó muy bien en Washington, él no se aguantó las ganas de hacerle alguna sutil insinuación verbal que ella dejó pasar con suma habilidad. Al volver, Celina buscó al hermoso profesor de Inglés y dedicó las tardes a desvestirlo con un furor de mujer madura, mientras, desde su celular, colaboraba con las múltiples organizaciones-no-gubernamentales, en las que el Presidente Ananías la involucró, en un fallido intento por tenerla cerca y llenarla de atenciones; que no fueron tantas, pero sí distantes e indirectas, teniendo en cuenta que, al tiempo con su marido, tenían a cargo los avatares e imponderables de nuestro país. Los primos Saturnino y Venancio Pascuas sabían que la legislación de Cundinamarca, en lo referente a los puntos estratégicos de prostitución (PEPS), había cambiado; fueron aprobados y reglamentados, a una distancia no mayor de veinte kilómetros a la redonda de las guarniciones militares y su puesta en marcha debía ser por cuenta del Estado o de particulares que contrataran con éste “(…) para salvaguardar la integridad física, mental y espiritual de las fuerzas militares encargadas del orden público, su aflojamiento y distensión, así como un desinteresado servicio comunitario para la población masculina (…)” como versaba el inciso y con eso tuvieron, el par de primos, para ponerse a la tarea de hacerlos realidad, con el argumento de que, aunque no 356


hubiera Ejército Nacional circundante, se trataba de “una zona de distensión” es decir que, por definición, era imperativo proveer este tipo de asistencia “so pena de generar un decaimiento de la moral que pudiera afectar los ánimos del gran acuerdo por la paz de nuestro país” así lo expresaron “estas joyitas de a peso” como los llamó Blas, desde que decidió tenerlos entre su par de ojos. El Comisionado Mayor para la Paz, doctor Aldemar Esteban Chupacabras –cargo que existe desde las épocas del Presidente Nicéforo– se reunió con el General Padrenuestro para discutir el comunicado de tal requisición y optaron por acceder a que, sin hacer mayor alharaca al respecto –pues “¿qué daño podían hacer unas cuantas puticas cerca?” pensaron ambos– debían aceptar e impulsar tal complacencia pues, al fin y al cabo, se trataba de una región que, en pocos meses, se sobrepobló de hombres. Cuando la prensa y los noticieros se percataron del hecho, ya estaban instalados y funcionando tres establecimientos PEPS: La Pájara Pinta, la Cucharera y la Piragua de Guillermo Cubillos –atendidos por “chicas de todos los vecindarios” según su publicidad– y cuando los medios de comunicación fueron a poner el grito en el cielo se dieron cuenta de que, también, eran lugares indispensables para que sus periodistas se amañaran, en el enclave noticioso del momento y muy a su pesar se callaron; aunque no hubiera sido una estentórea primicia, sí se perdió la oportunidad de poner titulares como: “El amor y la paz van de la mano”, “Se distensiona aún más la zona” o “San Juan ya no es un río seco” etcétera, etcétera, etcétera. Se trasladaron de Zipaquirá, Girardot, Silvania, Puerto Salgar, Choachí, Villapinzón, Ubaté, Facatativá y otras ciudades importantes del país, mujeres dadivosas con su cuerpo, dispuestas a cuadrarse una buena plata y ¿por qué no? a levantarse un machacán-guerrillero-narcotraficante para asentarse y tener familia una vez reinsertados a la vida civil. Esa posibilidad sería la salvación de muchas y no dudaron en hacerse los exámenes médicos necesarios, declararse a regañadientes trabajadoras sexuales y para estar a tono con el proceso, abrirle las piernas a la paz. Los primos Pascuas, que tenían una historia complicada de adulteramiento de bebidas alcohólicas, proxenetismo y distribución de drogas, fueron los beneficiarios absolutos de ese ingente esfuerzo por llevar lo mejorcito de nuestra sociedad femenina y participativa a San Juan de Rioseco donde, por no pisar callos, a las cuatro puticas que ejercían en la zona, las nombraron guías turísticas y ganaban comisión por cada cliente que llevaran a los mencionados sitios de esparcimiento y relajo. A Blas no le hizo falta evidenciarlo en la Oseta para darse cuenta de que los primos Pascuas eran un par de tipos peligrosos, como ellos solos; vivían rodeados de un enjambre de ayudantes que, a juzgar por la forma como interactuaban, parecían más 357


subordinados de una organización a la cual le rendían cuentas, que meros muertos de hambre haciendo trabajitos a destajo. Por lo menos, tres de ellos, tenían teléfonos satelitales y se movilizaban en unas camionetas demasiado lujosas, incluso para los estándares de Bogotá. “Estos tipos traman algo grande, mi General” recalcó Blas durante las reuniones siguientes al partido en el Campín, sobre el cual manifestaron varios periodistas que Barinas Apure se había dejado ganar y que, así las fronteras del Arauca cambiaran, los santandereanos estarían obligados, por costos y falta de experiencia, a contratar con las empresas de explotación y refinería existentes dentro del área redemarcada. Mi General Padrenuestro viajó a Ciudad Barinas, la capital, para verse con el Comandante Zamorano y recorrió los más de setecientos kilómetros en una caravana de ciento cincuenta vehículos, entre camionetas, carros y motocicletas; quería demostrar el poder y la eficiencia de nuestros dispositivos de seguridad, a la vez que se vio obligado a revelar ante la prensa lo que era un secreto a voces, que mi General Padrenuestro, en los días de su vida, nunca se subió –ni se subiría– a un avión. “Soy un animal de tierra, rastrero, de sangre caliente, no tengo nada que hacer en el aire” se le escucho decir varias veces y de esas, algunas añadía “y si me tocara ir a una isla en la puta mierda, pues mando traer la isla ¡qué carajo!” Los mellizos trabajaron en el Concilio Parlamentario con inusitado ahínco, con el objetivo primordial de limpiar su nombre, de desligarse de sus negocios ilícitos y generar otros que estuvieran dentro del marco de la ley, que funcionaran y que produjeran los suficientes dividendos para justificar su estilo de vida; era importante que no fueran empresas fachada –de papel– con contabilidades inventadas, dedicadas al lavado de capitales, a veces más truculentas que el mismo tráfico de los estupefacientes. Su estrategia estaba también, tristemente, diseñada para liberarse de Saskia, de su intemperancia y de sus cambios abruptos de personalidad, que acabaron con lo que fuera motivo de felicidad para los tres, mientras duró; la querían, eso era cierto y aún la deseaban –cómo no– nadie se sustrae con facilidad a una sexualidad tan arrolladora, pero los seducía más el poder y estaban dispuestos a actuar en consecuencia. Saskia, por su lado, retomó el riguroso control de las operaciones del negocio, para calmarlos y devolverlos al redil –al fin y al cabo eran su familia– y porque no podía haber un significado más demostrativo de la derrota, que perderlos, con el dolor, además, de que los alejó por situaciones en las que ella se consideraba la única culpable. El problema es que rebasaron, hacía rato, la frontera de las conversaciones, ellos no querían volver a verla y se lo hicieron saber de la peor forma posible, por medio de una firma de abogados: Rolando Javier Tarrazona e Hijos, que la requirió para 358


disolver el conglomerado económico que crearon juntos. Decidida –repito– a retomar el control de las operaciones viajó a Zacambú, donde encontró un pueblo ucraniano en la mitad del Amazonas. Figueras y la Australiana tenían dos hijos que hablaban un mazacote de ruso, inglés y portugués; habían construido una escuela para los niños más grandecitos y respondían, administrativamente hablando, a Yuri y a Volodia a quienes los mellizos apoderaron para dirigir lo que, entre ellos, llamaban la Blue Kiev Corporation. La organización se vio obligada a recurrir a productores externos, en su mayoría guerrilleros, que aprendieron a elaborar la cocaína azul y vendieron la fórmula en el exterior, razón por la cual la competencia, en los mercados internacionales, se volvió feroz; se mantuvieron a flote gracias al oleoducto, porque eran de los pocos narcotraficantes que tenían un porcentaje tan alto, de éxito, en el contrabando de la droga hacia los Estados Unidos, pero su participación en los nuevos mercados: la Cuenca del Pacífico, el Medio Oriente, el Mediterráneo y Suramérica, era nula. De nuevo, Saskia se sintió culpable por no haber explorado otras posibilidades y haberse diversificado a tiempo; durante su estadía en la selva se dio cuenta que proliferaron, en un santiamén, los focos de violencia porque el negocio del bazuco operaba entre el lumpen de los asentamientos humanos a orillas del Amazonas y porque el Comando Machacán y las demás narcoguerrillas, de otras latitudes, estaban cerrando el cerco sobre Zacambú para quedarse con el laboratorio y ofrecerle mayor participación a los ucranianos. Ampliamente conocidos, los nuevos actores, eran sanguinarios y protagonistas ocasionales de masacres –la mayoría innecesarias– pero montadas con mucha teatralidad: sangre a chorros –estilo Tarantino– gargantas degolladas, vísceras como enredaderas, donde se posaban las aves carroñeras a negociar el botín, con el único objetivo de demostrar poderío y control en la región. Hasta los niños andaban armados y muy jóvenes, se independizaban como asesinos a sueldo, cobradores o simples rateros que, en cada atraco, dejaban un cuerpo o más, abaleados sin piedad. En Leticia el robo de un tomate o un cigarrillo, por ejemplo, terminaba en un enfrentamiento en el que terciaban pistolas de nueve milímetros y mini-uzis. Saskia se sintió compelida a regresar a Bogotá y vomitó durante el trayecto, sin siquiera terminar su periplo a Punta Tijeras e Islamorada. Se refugió en su inmensa casa de la isla Gran Caimán para tomarse dos semanas de descanso, pero a los dos días –los últimos dos días de calma que tendría en su vida– llegaron Yuri y Volodia para darle la dura noticia del desastre, aquel que la empobrecería y del cual sólo vivenció una tarde gris, un aguacero de millones de agujas, el mar picado y un fuerte viento que le tumbó la antena parabólica: un sismo con epicentro en Mérida, en la Península de Yucatán, ocasionó la tormenta tropical Angelina, la cual cruzó el centro del Estrecho de la Florida y 359


despedazó en seis partes el oleoducto, con una carga de una tonelada y media de droga, contratada con otros proveedores. Cualquier esfuerzo por recuperar la cocaína o el oleoducto era infructuoso –eso se sabía– y Saskia lo tenía bien claro; se arrancó a llorar –como nunca en sus abyectos treinta y ocho años– y se llenó de rabia, pero no sucumbió al mecanismo, reincidente, de lamentarse llenando su organismo de semen y de droga; eso fue lo que, finalmente, la mantuvo viva o por lo menos, quiso pensar que, eso, era cierto. “Me gustaría seguir con mis clases de inglés, si no te importa” le dijo Celina a mi General Padrenuestro en la intimidad de su cama; ella repitió la solicitud porque, expresada al tiempo con uno de sus incontrolables accesos de tos, él no la escuchó. Celina esperó a que volviera de escupir en el baño, había levantado la tapa del inodoro y aprovechando que estaba ahí, excretando flemas ennegrecidas, orinó y sacudió su potente instrumento, que no dejaba de gotear, precisamente, cuando su mujer lo urgía con su preguntadera. De vuelta al cuarto, mi General Padrenuestro tomó uno de sus mentolados Paquistán, le cortó el filtro con la cuchilla que sacó de un sobrecito nuevo del cajón de su mesa de noche, lo prendió y con esa primera bocanada que le devolvió la energía, preguntó: “¿Qué me preguntaste, Celina?” ella lo miró a los ojos y lo descifró “me escuchaste la primera vez, Aquiles ¿qué opinas?”, “haz lo que se te dé la gana” respondió él, pues era claro que no le estaban pidiendo ninguna clase de permiso, sino informando que habría más conversaciones, en un idioma extranjero, con el hombre que le estaba esculcando, por las tardes, los rincones de su piel. El tono de mi General Padrenuestro indicaba sospechas de su parte o de pronto, pensaba ella “me está mandando seguir y lo sabe todo”; pero, no había vuelta atrás, volverse a sentir la mujer arrecha que era, cuya putez poco o nada tenía que ver con la interpretación, por encargo, de primera dama refinada que hizo en la Casa Blanca, justificaba, inclusive, malquistarse con su marido; ella no era de guardarse entre cuatro paredes, ni de evitar escándalos –si los hubiera– porque se sentía en su sacrosanto derecho de responderle a las infidelidades de su marido con la misma moneda. El machismo imperante de “tú me jodes y yo me resigno” no estaba a tono con su personalidad y mi General Padrenuestro lo tenía claro; él habría echado de la casa, sin pensarlo dos veces, a la mamá de Carmen o a la de Eulalia, pero Celina era su columna vertebral y hacía bien en reconocerlo porque ella sí era capaz de echarlo, a él, de su propia casa. Entre otras, aclaremos que los bienes que usufructuaba mi General Padrenuestro eran de Celina: la casa, la finca, los edificios de apartamentos, las rentas de los edificios de apartamentos, las acciones, los terrenos verdi-rojos-azules-amarillos frente al embalse 360


del Sisga y las cuentas de los bancos; todo estaba a su nombre y nadie más conocía las claves, ni guardaba las llaves de las treinta o cuarenta cajas de seguridad que, a buen recaudo, estaban en las bóvedas del Banco Estatal. De igual forma, él ignoraba los portafolios de inversiones que ella tenía constituidos, así como desconocía los montos de dinero que Celina depositó en Zúrich, adonde viajó varias veces con la excusa de que las niñas tenían que aprender a esquiar en los Alpes suizos. Habría podido hacer desaparecer, de un pastorejo, al profesor de inglés pero esa opción, habría creado un acantilado entre los dos, razón por la cual prefirió, esa noche, tomarla por asalto cuando estaba tratando de dormir y meterle la lengua entre sus piernas, como a ella le gustaba, con el clítoris suavemente entre los dientes, como si se lo fuera a arrancar, como preámbulo a sus embestidas de minotauro acorralado por la fuerza del amor, que es la que aprisiona a los hombres. Por eso, profesor de inglés o no profesor de inglés, desahogos sexuales en los baños de la Oseta o no desahogos sexuales en los baños de la Oseta, la relación entre él y su mujer era estable porque se respetaban sus mezquindades, por más de que a veces les costara trabajo. Los temas álgidos los echaban entre una olla pitadora y permanecían imperturbables, siempre y cuando ninguno de los dos prendiera el fogón o amenazara con hacerlo. En Las Hamacas, Celina había diseñado la casa de manera que Carmen tuviera un espacio para estar con su mamá y Eulalia, otro para estar con la suya, de manera que mi General Padrenuestro tenía menos opciones de salir a buscar recreo que no fuera, con ella, en la alcoba principal, la cual, además, estaba lejos de la de Martina, una adolescente independiente, con inquietudes distintas a la de estar con sus padres. En cuanto a Saskia, era tal vez la única pelea que Celina daría cuando lo considerara oportuno porque sus recurrentes apariciones, al tiempo con sus maquinaciones, le parecían un peligro para la familia entera, por eso prefería mantenerla cerca, hasta descubrir sus verdaderas intenciones. Mi General Padrenuestro fue recibido en Ciudad Barinas como un Jefe de Estado; los medios de comunicación estuvieron pendientes de su arribo y aunque se mostró prevenido con los periodistas, en las noticias lo presentaron como a un hombre equilibrado, que iba a buscar acuerdos bilaterales en materia de seguridad regional, pues ellos sufrieron también las arremetidas del narcotráfico y sus ciudades eran paso obligado de las rutas de la droga que salían por el Golfo de Paria, hacia Trinidad y Tobago, con dirección a España, principalmente. Sus inmensas sabanas de tierra fértil con cultivos y ganado, su gente amable y sonriente y sus niños uniformados de colegio con sus maletas, llenas de libros, que cargaban animados pese al calor y la excesiva 361


humedad del ambiente, le revelaron a mi General Padrenuestro los esfuerzos de una nación por sacar al pueblo adelante, por repartir mejor la riqueza; me refiero –yo también estuve en Barinas– a que se veía la humildad pero no la pobreza. Nos alojaron en el hotel balneario Marquesa, frente al río Santo Domingo; al día siguiente nos hicieron un recorrido turístico por la ciudad y a través de cada pieza de museo, cada iglesia, cada plaza y cada monumento, los guías se explayaron en contextos históricos, desde épocas remotas, de la colonia e inclusive precolombinas. Después de almuerzo nos invitaron a dormir la siesta y mi General Padrenuestro se molestó con su homólogo, el Ministro General Elías Ovidio Delacorte, y le espetó que no iba en plan turístico y que tenía urgencia de ver al Comandante Zamorano; el Ministro le contestó: “¡Claro que sí! Duerma su siesta tranquilo” y a las cinco y media de la tarde, cuando bajó el sol, le informaron que lo esperaba un buffet-aperitivo en la piscina, lo que lo obligó a ponerse un vestido de baño y unas sandalias tejidas regalo del hotel. Mi General Padrenuestro alcanzó a pensar que le estaban mamando gallo, que le seguían retrasando el esperado encuentro, cuando vio al Comandante Zamorano saltar en bomba del trampolín y salpicar a unos cuantos meseros; en el “Área de Nado” como decía un letrero, en material plástico. Nadie más estaba –a nosotros ni nos invitaron, ni nos dejaron entrar– era evidente que el encuentro sería privado y ¿qué más privado y a la vez seguro, que dos hombres piernipeludos bajo un parasol y al calor del ron guantanamero que, con el jugo de mandarina, con que se los sirvieron obró de maravilla? Los dos hombres se habían visto y hablado por teléfono muy pocas veces, en los últimos años, pero se seguían la pista –difícil no hacerlo: eran los militares más importantes de la región– se admiraban y con el primer apretón de manos fue suficiente para manifestarlo. Ambos empezaron de ceros su carrera militar, pobres y en situación desfavorecida y eso los hacía destilar una confianza de alegre camaradería; se sabían poderosos y de su afinidad podrían surgir proyectos determinantes para nuestros destinos. Hablaron, de entrada, sobre temas globales, nada comprometedor: las nuevas escaladas de Sadam Hussein, en Irak; el asesinato de musulmanes, en Bosnia; el regreso de Augusto Pinochet a Chile, después de ser retenido en Europa por crímenes de lesa humanidad; y las eliminatorias al mundial de fútbol, el año siguiente; discutieron asuntos estratégicos, relativos a la vigilancia fluvial y apenas sirvieron el segundo ron con mandarina y una picada de distintos pescados cocinados a la parrilla, ahí, frente a ellos, el Comandante, con sólo tronar los dedos, hizo salir a los cocineros, los meseros y las muchachas encargadas de servir los tragos y retirar las colillas de cigarrillo. Quedaron ellos dos, en vestido de baño y sandalias, la soledad del poder compartida, lo que le daba al encuentro una vulnerabilidad propicia para decirse la 362


verdad y para sellar una alianza personal e indestructible: de eso se trataba. “Yo sé por qué está usted aquí, General y me disculpo” empezó a decir el Comandante; “usted tuvo un acto de buena voluntad conmigo y yo le metí a unos personajes de baja estopa en el Campín” remató con verdadera cara de compungido. Mi General Padrenuestro, sorprendido –ese era el motivo, alterno, de su visita– no supo bien qué responder y durante ese milimétrico instante, de duda, el Comandante retomó la palabra: “Me disculpo” repitió y agregó, mientras mi General Padrenuestro tomaba un sorbo de ron y reorganizaba sus pensamientos: “Los hermanos Espinel me tienen jodido y mi intuición me dice, General, que lo quieren joder a usted también. ¿Estoy en lo cierto?” Enfático, el Comandante se respondió a si mismo: “¡Sí, por eso es que estamos aquí, mi estimado General: para luchar contra los enemigos del pueblo latinoamericano, del pueblo libertado por Simón Bolívar!” Brindaron, se emborracharon, mandaron traer unas mujeres barinesas apureñas con el vientre como una llanura y la piel ardiente como los pajonales del Arauca, bailaron con ellas al son de la Fania All Stars, que sonó en discos de acetato y se abrazaron, ambos hombres, en varias oportunidades, con una fuerza de dos países que no necesitaba de ningún palabrerío. “Mañana por la tarde nos reunimos en mangas de camisa. Traiga a sus hombres de confianza” manifestó, por último, el Comandante y los dos se fueron a dormir. Pasada la medianoche, mi General Padrenuestro golpeó a la puerta de mi cuarto, para decirme: “Ponga a Quesada, a Roxana y a Reyes en un avión militar. Los quiero aquí, mañana, antes del mediodía”. Saskia entró a su casa de La Cabreja y la encontró desolada; los mellizos desaparecieron y echaron a los trabajadores sin pagarles quienes, en conjunto con los guardaespaldas, arrasaron con lo que encontraron. Yuri y Volodia crearon el pánico total para aprovechar el caos de la pérdida del oleoducto y quedarse con la droga que no se perdió durante el sismo y que aún no había quedado introducida entre la tubería. Viajaron hasta Zacambú, en su calidad de jefes de las operaciones, llenaron un avión con dinero en efectivo y salieron corriendo, no sin antes alertar a sus compatriotas que el negocio estaba caído y que se daba por empezada la fase de “¡sálvese quien pueda!” La australiana, que nunca dejó de sentir que su vida era prestada, desde la masacre en la que murió su pareja, agradecida con el milagro de haber encontrado el apoyo del Capitán Figueras, a quien amaba y con quien formó una familia y en constante estado de alborozo divino, por vivir en uno de los sitios más hermosos del planeta, convenció a los ucranianos de que se quedaran. “Si nos vamos nos matan” le manifestó a sus colaboradores y era cierto, a cualquier hueco los irían a buscar para saldar las deudas 363


de la cocaína perdida; en cambio, si se quedaban, estaban en su territorio donde no los podrían atacar sino reuniendo un ejército poderoso, pues el terreno era demasiado intrincado: una selva espesa de difícil acceso que nadie conocía mejor que ellos. Además, la competencia les tenía miedo; los actos sanguinarios de los rusos, prevenían a los más baqueanos asesinos de irlos a buscar sin primero tratar de negociar y les quedaba, para el efecto, un as bajo la manga: de la Blue Kiev Special que –acordémonos– no dio resultado porque el mentolado resultó ser demasiado irritante para las fosas nasales, quedaba un remanente de once o doce toneladas que podían mezclar con bicarbonato de sodio y talco, hasta anular su efecto nocivo para intercambiarla o venderla; sumado a esto, los proveedores de la hoja de coca y de los insumos para el laboratorio eran “de confianza” y seguirían surtiendo por un rato, mientras sus finanzas se recuperaban. Lo otro –en lo que la australiana no estaba dispuesta a ceder– es que ayudarían, en lo que fuera posible, a Saskia y a los mellizos; hasta ahora el universo había amparado la relación con ellos y una traición les podía cambiar la suerte, eso no era conveniente. La australiana viajó a Bogotá con el propósito de exponerles sus planes de contingencia; los mellizos se negaron a recibirla, sin dar la cara, con excusas infantiles y mal elaboradas; lo que a ella le pareció extraño porque la noticia, en los mentideros del hampa, era que: una buena cantidad de droga no llegó a los Estados Unidos y a esas alturas debía existir más de un grupo mafiosoproveedor-distribuidor fastidiado con ellos. En eso pensaba la Australiana camino a la casa de La Cabreja, en un taxi, cuyo conductor no dejaba de mirarle las piernas por un retrovisor pequeño puesto frente a la palanca de cambios; se bajó, contó las vueltas y frente a la casa de Saskia encontró policía urbana, militar y forense. Entró sin importarle las posibles consecuencias o sin pensar en ellas; su reacción inmediata fue de nauseas al ver cortado en pedacitos el cuerpo de un perro, que parecía ser un labrador dorado, cuya sangre utilizaron, sus asesinos, para dejar una señal de advertencia en la pared, una amenaza. “¿Por qué tanto movimiento por la muerte de un perro?” preguntó ella a uno de los oficiales vestido de civil –lo identificó por su insignia colgada del cuello– “era una perra; hembra, quiero decir” respondió él; la mujer se retiró para no estorbar –hacía muchos años no usaba zapatos de tacón y se sentía un poco insegura– le pareció curioso que nadie le preguntara nada, que nadie manifestara ni la más mínima sospecha por su presencia; incluso merodeó por la casa con libertad, entre regueros de cosas, entre el flagrante pillaje; habría podido alterar alguna evidencia sin que nadie se diera cuenta y cuando volvió a la escena del crimen canino el mismo oficial le contestó su pregunta inicial: “Es la mansión de una famosa narcotraficante, por eso el alboroto; la buscamos para interrogarla, sus guardaespaldas huyeron, algunos están muertos”. 364


A la australiana le entró la pensadera, recorrió la cocina, el patio y el garaje donde se encontraban estacionados un Maserati naranja y ocho burbujas Toyota con todos los fierros; antes de salir volvió a pasar frente al investigador, quien seguía pensando en voz alta: “Fue desmembrada a machetazos” lo miró con ojos sobresaltados y lo siguió escuchando “la perrita fue asesinada con sevicia, con mala leche” ella prefirió mirar para otro lado, que no se notara su interés y exclamó: “¡Es un carro muy bonito el que hay en el garaje!” Alzando la vista, el hombre la detalló, su figura sexual y atlética, su pelo rubio y sus piernas de bronce; se presentó “detective Aguilera, a su servicio” se quitó el guante de látex azul, de la mano derecha, pero ella prefirió no tomarla cuando la extendió para saludar; él, en vez, la tomó del brazo, le dijo: “venga le muestro algo” y le indicó el camino hacia el jardín. Al fondo, detrás de una hilera tupida de pinos se hallaba un cobertizo con otro Maserati idéntico, también naranja; “son dos Maseratis, éste es el que utiliza la señora; el otro carro sale siempre con destinos opuestos y con una mujer muy parecida, al volante, para despistar; cuando ella sale de viaje, dos monas pelipintadas manejan los carros alrededor de la ciudad para dejarnos locos –se refería: a la policía– para que siempre pensemos que Doña Saskia no tiene más vida que la de pasear sus encumbradas tetas por los centros comerciales de Bogotá” explicó, en una sola retahíla. “¡Oiga esa potencia de motor!” decía el detective dándole vuelta el encendido “Óigalo cómo ruge” siguió diciendo; en la medida en que él aceleraba el auto, como para calentarlo, pensaba que la mujer, a su lado, estaba experimentando la misma reacción y que no demoraba en echársele encima, como una pantera. En realidad fue él quien se emocionó, más de la cuenta, cuando ella inclinó su cuerpo, hacia él, para tomar del asiento de atrás una cajita de fósforos con el logotipo de: La Bombonera. Al dejar la mansión, la australiana se sorprendió de que nadie se hubiera preocupado por saber quién era ella o por qué estaba allí. El detective Aguilera le entregó su tarjeta de presentación y se despidió con la frase “lo que se te ofrezca, baby”. Ella tomó un taxi y fue sólo a las dos cuadras cuando se rio de las osadías del detective; el taxista le informó que La Bombonera era una casa de lenocinio y eso era un indicio serio de que iba por buen camino; ella no sentía que pudiera manejar la crisis sin el apoyo de su amante fortuita y benefactora, además tenía como regla de supervivencia: no saltarse a sus superiores. Celina terminó fastidiándose con las llamadas del Presidente Metileno porque era una interrupción estresante de las rutinas diarias; “¡llaman de Palacio!” gritaba la servidumbre y ella tenía que dejar lo que estuviera haciendo para correr a contestar. El tiempo se detenía en esos minutos “si el Papa golpeara a la puerta, no le hubieran 365


parado tantas bolas” decía Andulima, además el Primer Mandatario de la Nación se había vuelto como de la familia, se sabía los nombres de todos, en la casa, tanto en Bogotá como en Las Hamacas y cada vez que podía exigía que, por favor, le dijeran Ananías y no Presidente, lo que causaba un rompimiento serio de los protocolos y que, a los ojos de terceros, era de muy mal gusto; por reverencia, por jerarquía y por no ver a Celina salida de los chiros, nadie hacía caso a tal demanda; salvo las niñas, quienes sí lo llamaban “Ananías” porque le tenían un auténtico cariño y porque fue el primero que les regaló cosas para niñas grandes, cercanas a la adolescencia: maquillajes, perfumes, camisetas que no llegaban a la cintura, bluyines descaderados y escarcha para el pelo; artículos que mandaba comprar a Sanandresito y que supieron, cuando grandes, que era Roxana la que los compraba. Eulalia tenía un medio hermano, mayor que ella y que no vivía en la casa, pero que le decía “tío Ananías” con la esperanza de que, algún día, algo le regalara. Desde el viaje a Washington, Celina oficiaba como primera dama en muchos eventos y eso la alejaba de su agenda que, una vez hechos los ajustes diarios, para ella era sagrada: como sus escapadas vespertinas con el profesor de inglés, los días de mercado en el Veinte de Julio y las extensas horas que pasaba en la piscina del Club Militar y que eran la clave para mantener su figura de amazona tonificada. Llevaba varias semanas, dedicada a las preparaciones del Banquete Milenario, una obra de beneficencia del Cardenal Poncio Carrillo para beneficiar a niños menores de edad y así tratar de borrar, con el codo, lo que le hizo con la entrepierna a otros niños, cuando sus mañas de pederasta se le salían de madre; curiosa forma de resarcirse, al estilo Michael Jackson, quien creó un parque de diversiones para tener cerca el motivo de sus tentaciones. El Banquete Milenario era un acto con el apoyo del Estado, al que se le había otorgado una importancia insigne porque participaba lo más granado de la sociedad cundinamarquesa, la élite industrial y bancaria, las empresas, la gente del común, la iglesia y las fuerzas armadas; es decir, Cundinamarca entera sentada a la mesa, tomando caldo, comiendo pan y haciendo importantes donaciones, con la humildad impuesta por la ocasión. No faltaban los artistas que interpretaban un par de canciones y los consabidos discursos que por fortuna –al cabo de diez años– los lograron reducir de dos horas a veinte minutos. Celina estaba honrada con la responsabilidad –¡ni más faltaba!– pero era enfática en evitar, lo más posible, que los periodistas se metieran en su vida íntima. Los medios de comunicación, en complicidad con los paparazzis, no dejaban chisme por reproducir, foto por publicar, ni contexto al cual darle segundas y terceras variaciones sobre una misma historia; así, la vida de las luminarias –y Celina era una de ellas– se tornaba asfixiante y en cierto sentido vacilante porque en cualquier balcón, árbol o alcantarilla 366


podía esconderse una poderosa lente fotográfica que revelara alguna infidencia y los perjudicados no sabían dónde, cuándo o para quién actuaban. Celina, sin embargo, no perdía la compostura y recordaba, en todas las situaciones, de dónde venía, para que cuando descubrieran la cruda realidad de sus orígenes, tuviera una vida pública que equilibrara las cargas y no tanto para ganarse un puesto en la historia, sino para que sus futuros nietos no tuvieran nada de qué avergonzarse, en su afán por ser personas de bien y dedicadas al cumplimiento del deber, como su abuelo el General Aquiles Padrenuestro Chacón, de quien mandó hacer un óleo –como los reyes europeos– sobre un caballo y con cubilete, mirando al horizonte con fe ciega en el futuro y en las bienaventuranzas del cielo. Para el Banquete Milenario, Celina tenía preparada una sorpresa; usualmente la Reina y Virreinas de la Belleza nacionales habían sido las invitadas de honor, esta vez, utilizaría sus palancas con Hugh Hefner para invitar a unas conejitas de Playboy y así darle, al evento, un estatus mediático más elevado que los anteriores. Con su amigo Hugh, a quien le habló por medio de una conexión de video por internet y pudieron verse las caras, convinieron que las conejitas vendrían acompañadas de Antonio Banderas, quien se estaba hospedando en su mansión y quien manifestó su disposición por colaborar con la niñez abandonada de Cundinamarca y por conocer, las más que pudiera, a sus hermosas mujeres. Con el respaldo total del Presidente Metileno, Celina nunca estuvo tan activa, ni tan preocupada por verse espectacular, al fin y al cabo se trataba de la efemérides más importante del año y ella quería ser reconocida como una adalid de causas sociales y brillar como sus heroínas la Madre Sor Teresa de Calcuta y Lady Di, de cuya muerte el mundo llevaba dos años de consternación. Celina quería agarrar el sol con las manos y ayudar a una buena causa o a muchas; quería, un día, ser embajadora de buena voluntad de Naciones Unidas y dedicarse a obras de caridad en beneficio de la humanidad y quería antes que cualquier cosa, verse bonita para Antonio Banderas. En Barinas, la reunión en mangas de camisa con el Comandante Zamorano se estaba yendo al traste porque, de nuestra parte, estuvo Roxana y pese a que Quesada estaba presente y a que, con agarraditas de mano furtivas y secreticos melosos, dieron a entender que eran pareja, el Comandante no le quitaba los ojos de encima. Bueno, ninguno de nosotros lo hacía; siempre la habíamos visto en uniforme, con faldita verde militar, a veces, pero “¡vida triste la del pobre Lara, que escupió p'arriba y le cayó en la cara!” como recitaba Polanía cuando veía una mujer fuera de su alcance –que todas lo estaban– Roxana era monumental. La recuerdo en la terraza mirando al río y más allá, la llanura, el viento fisgón entre su pollera y su blusa de algodón blanco, translúcida, sus 367


calzoncitos verde limón y su brassier amarillo; insistía, además, en inclinarse hacia atrás para que el parasol no le hiciera sombra; cuando las larguísimas bocanadas a su cigarrillo le hinchaban el pecho, todo en el horizonte se quedaba quieto, a mil kilómetros a la redonda todo se interrumpía por milésimas de segundos. Ella, con conocimiento de causa o sin éste, no se daba por aludida y era la más interesada en la reunión: repasaba las instrucciones del Comandante con un criticismo asertivo y ofrecía propuestas que mejoraban notoriamente el plan y el resultado, en últimas, de la operación que decidieron llamar: Carabobo, en honor a la batalla que, durante la Independencia, liberó las tierras nororientales de América del Sur del dominio español. “Porque nos vamos a emancipar del yugo de los hermanos Espinel” repitió el Comandante varias veces, como para reafirmarse en su voluntad y atraer la fuerza de las divinidades en favor de sus designios. Durante una pausa de trabajo, Roxana manifestó, abanicándose con la mano: “Estoy caliente” y con las yemas, de los dedos, se quitó las gotas de sudor que se le acumulaban en los valles del pecho, se levantó, se amarró la blusa más arriba del ombligo dejando ver su cintura y fue ahí que perdimos la cordura; ni las jarras enormes de jugo de sandía, mango y algo parecido a la grosella, ni el agua embotellada, ni las amplias hieleras dieran abasto para liberarnos del bochorno. El Comandante fue, él mismo, por una botella de ron guantanamero y lo sirvió en vasos llenos de pedazos de fruta congelada: mandarinas, limones y pedazos triangulares de piña. La situación –que se hubiera podido tornar incómoda– fue, sin embargo, productiva porque acercó afectividades y lo más importante, nos unió frente a un enemigo en común: los hermanos Espinel, que era claro, a esas alturas, que colaboraron, con su imparable mala fe, en la conformación del Gobierno de Barinas Apure. Sobra decir que, mientras hablaba, el Comandante se dirigió siempre a Roxana, a quien ocasionalmente llamó “bella y corajuda dama” y de quien, hacia la medianoche y después de ofrecernos una cena festiva con anécdotas fascinantes que nos acercaron a esas pampas que, desde ese día, dejaron de ser ajenas, se despidió con un beso en la mano y una reverencia galante. Me adelanto en establecer que mi General Padrenuestro quedó inquieto con lo que supimos de los hermanos Espinel y del control galopante, de delincuencia y narcotráfico, que ellos estaban ejerciendo en la región. Recapitulemos: los hermanos Espinel eran un grupo de narcotraficantes conformado por múltiples cabecillas unidos en primeros, segundos, terceros y quién sabe en cuántos más grados de consanguinidad; se codeaban con la gente más poderosa de Panamá, territorio –valga repetir– de los Estados Unidos, lo que demuestra la rampante osadía de la organización; sus integrantes, por si fuera poco, estuvieron involucrados –por no decir que posiblemente fueron los autores 368


intelectuales– en el golpe de Estado a nuestro país y respaldaron con dinero y un ejército de más de mil quinientos mercenarios al Comandante Zamorano en las fallidas dos tomas del poder en su país, para después sacarlo de la cárcel y hacerlo nombrar Presidente de Barinas Apure por la vía electoral, lo que en plata blanca quiere decir que se infiltraron dentro de la clase política, compraron conciencias, votos y –sin duda– montaron el mecanismo de fraude electoral –descubierto y comprobado más tarde– pero que se manejó sacando a los medios de comunicación del país y mandándolos a un agrio pero cómodo exilio en la Florida. El Comandante Zamorano, a punta de carisma, devota pasión por su pueblo y un inconmensurable amor por su tierra, se ganó el apoyo de los suyos y determinó que así como el dinero de la cocaína lo llevó al poder, el del petróleo lo iba a mantener en éste, para lo cual debía deshacerse de los hermanos Espinel y una manera inteligente de lograrlo era uniéndose a mi General Padrenuestro, con quien tenía la afinidad de estar hechos del mismo cuero, haber nacido en la miseria y contar con mujeres extraordinarias a su lado. Eso último todavía no lo sabíamos pero, él también, contaba con la fortuna de estar soportado por un matriarcado familiar que le reencauchaba el alma en momentos de desfallecimiento y le proporcionaba los alicientes del espíritu, necesarios, sin los cuales su vida no tendría sentido. Para ayudarle a combatir su aguda depresión, Reina le contó su historia a Saskia; la dolorosa historia, la que la hizo ir al infierno y volver; no se ahorró ningún detalle porque tenía la firme intención de que ella cambiara de parecer hacia mi General Padrenuestro y se decidiera a acompañarla en su objetivo por hacerle daño. Relató la vida de fantasía que tuvo como Reina de Belleza, su intención –nacida en una infancia de abusos e iniquidad– de enriquecerse y manipular a los hombres y de cómo descubrió que la belleza no era suficiente para tal empeño, a menos que estuviera acompañada por la entrega insaciable de su cuerpo; se refirió a la explosión de las lechonas en La Cordial, le mostró a Saskia los recortes de periódico sobre esa tarde aciaga y le reveló que las fuerzas armadas minimizaron la matanza frente a los medios de comunicación. Habló de mi General Padrenuestro, lo describió como a un mandril en ciernes, su lengua roñosa, su olor penetrante a cigarrillo y sudor, la cojinería en cuero rojo de la limusina contra la cual la penetró sin preguntar, sin esperar un mínimo gesto de invitación, con su hombría sanguínea, su bufar intermitente, su pecho lampiño y la nervatura de su cuello fuera de su cauce; la violencia con que la volteó, sin desprenderla de sus genitales, la incómoda hebilla del cinturón que quedó debajo de su rodilla, la forma torpe y burda como la halaba del cabello, con relinchos desbocados mientras la martillaba como si le 369


quisiera atravesar los intestinos, el orgasmo fingido de ella contra la ventana; el seguro de la puerta, destrabado con un sonido seco y el ruido de su cráneo contra el asfalto. No perdió el conocimiento de inmediato, alcanzó a arrastrarse hasta una zanja donde se echó a morir; se acuerda que prefirió esa opción a que vieran su desnudez encarnizada y maltrecha. Se despertó en un corredor del hospital de Meissen, sobre una colchoneta; oía los gritos de ayuda de mucha gente ahogada en dolor, pero ella guardó silencio, enrolló la lengua, pensó en las cosas bonitas de su vida y cuando le preguntaron su nombre respondió: “Reina, me llamo Reina” y así quedó en el brazalete de plástico, que le pusieron en la muñeca, mientras ella se alejaba por un camino de luz blanca más brillante que el sol. Abrió los ojos cuando le asignaron un cuarto, tuvo la impresión de que fue al día siguiente, pero habían pasado cinco semanas; escuchó a un cirujano decir que contuvo la hemorragia interna, que el cerebro se desinflamó con éxito y que ambas cosas eran un milagro; también escuchó que no la podrían volver a operar ni hacerle ninguna cirugía estética hasta que no bajara la fiebre y dejara de drenar una fístula producida por la infección en su bajo vientre. Cuando la vio despierta y la oyó hablar con coherencia, fue cuando el cirujano le devolvió la llave que encontró en su intestino grueso. Le daban una droga, contra el dolor, que la sumía en el sopor de los días, de infancia, que pasaba en el cuarto de su abuela, en sus brazos: el único lugar, en toda su existencia, donde se sintió segura. Cuando le preguntaron por sus familiares ella fingió amnesia, pero tenía en mente a Mauro y a Andulima, dos hermanos huérfanos desplazados por la violencia, a quienes nunca conoció pero con quienes hablaba por teléfono con frecuencia, porque cuidaban una casita en las afueras de Sasaima, donde su suegra vivió hasta morir y que El Milongas conservó por razones sentimentales y porque ahí tenía una de las muchas caletas donde escondía dólares y esmeraldas. Una mañana le retiraron el tubo que tenía en el estómago y Reina se dio cuenta de que sobreviviría, que le tocaría enfrentar la calle y la gente; se prohibió mirarse en el espejo, pues presentía lo peor, notaba la cara de espanto de quienes la miraban y cuando la volvieron a acostar sobre una colchoneta cerca de los ascensores porque necesitaban la cama, ella decidió pararse y caminar, no sin antes concientizarse de que, de dar el primer paso, sería para no retroceder en la búsqueda del único alivio posible: causarle a mi General Padrenuestro un sacrificio igual o peor, al padecido por ella. Los dolores eran horribles porque las costillas seguían rotas, la nariz fracturada, la cadera izquierda fisurada y sentía una costra hirviendo que le cubría parcialmente la cara y una dificultad enorme al respirar. “Señora, sin su identidad completa, sin familiares que avalen los costos hospitalarios o que la tengan a usted asegurada, no podemos ayudarle más” le repitieron varias veces, pero ella empezó un 370


duelo y se obstinaría en aceptar que la Reina de Belleza había muerto. Las enfermeras le dieron pastillas para el dolor que le durarían una semana, le prestaron ropa, le dieron una dirección donde la recibirían sin cobrarle arriendo durante unos días y le prestaron lo del taxi; la despidieron en la puerta, sin abrazos ni nada: era como dejar un indigente a su suerte y a Reina se le antojó pensar que, para las enfermeras, también se trataba de una situación difícil, con el agravante de que pacientes que entran por urgencias, que se quedan lo suficiente para tomarles cariño y que deben irse sin el tratamiento completo, es una realidad que hace parte de sus vidas diarias. Caminó hasta una avenida principal, se gastó la platica del taxi en un caldo de costilla y cada que un carro de servicio público le paraba, le echaba el mismo cuento: “Señor conductor, buenas tardes, usted no tiene por qué creerme, pero si me lleva hasta Sasaima yo le doy un millón de pesos”; se le reían y se alejaban, la mayoría, otros la miraban con lástima y seguían su camino. Doña Pánfila, dueña del establecimiento del mismo nombre donde se había tomado el caldo de costilla, salió a gritarle: “¡Deje de ser güevona! No le pida limosna a los taxistas, apenas tienen lo suyo” y no dejó de parecerle curioso que lo siguiera haciendo cada vez con más ahínco y método: los abordaba justo, en la parada del semáforo, cuando se ponía en rojo y les hablaba más de la cuenta. “Esta vieja güevona” seguía pensando Doña Pánfila “se va a morir de hambre”; pero no paraba de mirarla; desde la caja de su negocio llevaba treinta y cinco años con los ojos dirigidos hacia la misma esquina y lo inusual, obvio, captaba su atención. Se acercaba la noche y Doña Pánfila no veía que a la pobre indigente le hubieran dado un céntimo; optaría más tarde –si seguía ahí– por ofrecerle otro caldito, a cuenta suya, era lo mínimo que podía hacer; era viernes, ella cerraba los fines de semana a las once de la noche, pero desde las ocho atravesaba una reja en la puerta para evitar a los atracadores y a los drogadictos y aprovechaba para vender cigarrillos, aguardiente y en ocasiones, una que otra botella de whisky que le dejaba márgenes de ganancia más altos. Su marido le ayudaba con frecuencia, pero él prefería no trabajar tarde, por el reumatismo; esa noche por coincidencia, uno de los taxistas que paró en el semáforo, activó las luces intermitentes, apagó el carro y se bajó corriendo a comprar un cigarrillo. Al pagar, exclamó: “¡Vieja loca esa! Quiere una carrera a Sasaima y dice que paga un millón de pesos”. Doña Pánfila coincidió con el taxista “está loquita, pobrecita”; sin embargo, no le pareció que ella fuera una amenaza por lo que abrió la reja y la dejó pasar, la sentó en una de las mesitas de adentro y le sirvió el caldo, incluso, después de prestarle el baño, se quedó mirándola, sin hablar. En un par de minutos se dio cuenta de que el ofrecimiento del millón de pesos podía no ser un invento: la mujer se veía limpia, tenía todavía, en la muñeca, la banda del hospital de Meissen, pidió tenedor y cuchillo para 371


comerse la costilla, tomó la servilleta y rozó sus labios, en ésta, como una princesa; Doña Pánfila se arriesgó a preguntar “¿que va para Sasaima, escuché decir?”; a Reina le brillaron los ojos y quiso echarse a llorar pero se contuvo y contestó “estoy ofreciendo un millón de pesos por la carrera”. Agradeció la amabilidad de la sopita caliente y como su prioridad era no contar su historia a nadie, estaba dispuesta a pasar la noche en la calle “¡qué hijueputa!” pensó “si me matan, que me maten”. Doña Pánfila percibió en Reina un orgullo estoico que los indigentes no tienen y se decidió a ayudarla; “señora, el domingo la llevo a Sasaima” le garantizó y la llevó hasta un catre que tenía al lado de un orinal para hombres en la parte de atrás, para que pasara la noche; Reina sintió el olor penetrante y picoso de la falta de higiene y con miedo a poner en riesgo el mínimo de credibilidad que había ganado con la viejita, dijo: “Si me lleva ahora, le doy cinco millones de pesos”. Doña Pánfila, con una sonrisa serena y luchada durante una vida de inconformidades, le respondió: “El domingo la llevo, no se preocupe”. Ese domingo, Reina lo marcó en la memoria como el día de su resurrección; encontró a Mauro y a Andulima, quienes reconocieron su voz y a quien adoptaron como madre y la acompañaron –antes de volver a ser persona– a una incontable cantidad de cirugías que la debilitaban y la deprimían. Ese día, no encontraron la caleta, por lo que Doña Pánfila y su marido se devolvieron a Bogotá sin la plata pero con una promesa y el gesto transparente del deber cumplido; se despidieron conmovidos, después de un almuerzo de mondongo con fríjoles que a Mauro le quedaba delicioso. Aún hoy, cada año, por esas fechas, Reina pasa por el establecimiento a tomarse un caldo de costilla y a llorar junto a su dueña, pues la vida cambió para ambas: ella inició su recuperación y Doña Pánfila recibió una cuenta bancaria, a su nombre, con cien millones de pesos; se mostró reacia a recibirlos, el día que Reina, apareció como un milagro, para decirle “usted me dio, a mí, un regalo de dios, ahora reciba el suyo”. Saskia compartió el dolor del recuerdo con su amiga y después de un largo abrazo, Reina, le mostró un álbum de recortes con su vida anterior y un pedazo de periódico que informaba, entre varios recuadros similares, en su columna: Crónica roja: “Mujer irreconocible y desahuciada es dejada en el Hospital de Meissen por un desconocido. No tiene heridas de bala, quemaduras o esquirlas causadas por efectos de la explosión de una bomba, razón por la cual la policía descartó que se relacionara con la Masacre de las Lechonas donde murieron el narcotraficante César Afranio Traslaviña, alias El Milongas y su esposa, una de las reinas de belleza más queridas por los cundinamarqueses, cuyo cuerpo, como muchos otros, nunca se recuperó de los escombros”. Celina revisó la lista de invitados al Banquete Milenario y vio que Saskia había 372


declinado su asistencia; “menos mal” pensó, no le gustaba la envidia con la que miraba a su familia y especialmente a sus hijas a quienes se les acercaba a decirles que la hermosura no era todo en la vida, pero que debían mostrar más las piernas y caminar moviendo las caderas y parando la cola. Además, su estatus de narcotraficante estaba en boca de la gente, desde el allanamiento a su casa y desde que los mellizos empezaron a culparla, a ella, de las imputaciones en su contra por el exagerado aumento de su patrimonio, en los últimos años; una táctica jurídica bastante utilizada: los cómplices se involucran lo suficiente en un proceso para no mentir, sobre los hechos por los que son acusados, pero no lo suficiente como para ser culpados por narcotráfico y acomodarse a los delitos relacionados con el testaferrato involuntario, cuyas sentencias son mínimas, con base en el abuso de confianza de terceros quienes por amor o conveniencia regalan, donan o engañan para poner a su nombre bienes de valiosas cuantías. Tenía muchas otras cosas de qué preocuparse, Celina no se había cambiado y el evento empezaría en una hora; cuando llegamos con Roxana y Quesada al Centro de Convenciones, nos dejamos deslumbrar por la decoración, flores y detalles cundinamarqueses en los rincones, en cada mesa y colgando de los techos: artesanías de colores, gualdrapas en las paredes, sombreros, figuritas en tagua pisando las servilletas y angelitos de madera sosteniendo pergaminos de agradecimiento. Se estaban haciendo las últimas pruebas de sonido para la música y los discursos; los perros antibombas terminaban su trabajo y como se confirmó la presencia del Presidente de la República, de los ministros, de la mayoría de los embajadores y de los industriales más ricos del país, agentes, en los sitios más insospechados, husmeaban, preguntaban, escarbaban y determinaban los puestos en los que se apostaría cada uno, de ellos, según parámetros de seguridad distintos a los de nosotros: la Policía Militar, que acordonamos el lugar y tomamos los mejores puestos de vigilancia, pero que nos propusimos ceder a sus exigencias, un tanto caprichosas, con la intención de que se sintieran tranquilos. Los medios de comunicación empezaron a transmitir desde temprano; entrevistaron a Poncio Carrillo en el Palacio Cardenalicio y a los transeúntes sobre sus impresiones previas al evento, a la cocina llegaron cámaras y reporteros a cubrir la elaboración del consomé y la horneada del pan que se serviría a los comensales. El cocinero Eustaquio Miramonte le insistía a los periodistas que lo llamaran “chef” y se pavoneaba de lado a lado como una vedette; siempre, recibía un fuerte aplauso de agradecimiento y esos eran sus dos minutos de fama anuales que disfrutaba como un niño. Las mamás de Carmen y de Eulalia ayudaron a Celina sin descanso. se les notaban las inacabables horas de peluquería y cada una se hizo cargo de lo suyo, la una de proveer y escoger los 373


suministros para el consomé y la otra de organizar a los grupos musicales. La mamá de Carmen conocía al Chef Miramonte “mi amigo de vieja data” le dijo y se preocupó por seleccionar menudencias de gallinas de finca y costillares de ganado cebú importados del Sinú, sin pagar aranceles por tratarse de un acto de beneficencia; los ingredientes eran de primera calidad y sin embargo, sentía, con sólo poner la nariz en el hervor del caldo, que le faltaba riqueza al cocido; ella estuvo presente cuando elaboraron el guiso, pero algo fallaba en la cantidad de condimentos: mandó traer más cilantro y cebolla larga y echó igual medida en cada una de las cuatro inmensas ollas. Las cámaras de televisión mostraron a los invitados saliendo de sus carros, de la mano de niñas y niños –de los beneficiados por el evento– quienes los acompañaban hasta sus mesas. La mamá de Carmen se emocionaba mucho, con esas cosas, por lo que entraba constantemente al cuarto de control, para no perderse la transmisión por televisión; ahí tenían, los editores de los noticieros, una pantalla por cada cámara, en vivo y saltaban de una a otra según la circunstancia: vio a la presentadora maquillarse y ajustarse el escote, vio a las conejitas de Playboy alistarse, a Celina recibir al Presidente Ananías y en una pantalla aparte, a un montajista hacer los últimos ajustes del segmento que mostraba la secuencia de la cocinada del consomé; notó, de repente, algo extraño en la imagen, se acercó y le pidió al montajista el favor de retroceder la cinta de video; él se hizo el pendejo, estaba de afán, le dio mil excusas, pero Quesada se encontraba en el recinto y le repitió al técnico el requerimiento de la señora. Retrocedieron varias tomas, en distintas velocidades; la mamá de Carmen señaló, en dos de éstas, que al echar la sal se producía una curiosa efervescencia y que eso no era normal. “La sal no hace eso” aseveró y para cuando volteó, ya Quesada había salido y se había puesto en contacto, por radioteléfono, con el escuadrón canino. “¡Tráiganme al perro más viejo de todos!” gritó y se hizo cargo de la vigilancia de las ollas para que nadie probara su contenido, guardó silencio, durante esos minutos interminables, para no generar pánico. Afortunadamente el Chef Miramonte seguía distraído respondiendo preguntas de la prensa y no vio que le estaban dando de su sopa a un perro, pero sí lo vio –cinco minutos más tarde– muerto al pie de la estufa y con el cuello torcido por las convulsiones. Quesada metió al personal de la cocina entre la bodega y a tres soldados para que los vigilaran; “¡a quien trate de escapar me le pegan un tiro!” exclamó y llamó a mi General Padrenuestro quien estaba sentado a la mesa con el Presidente de la República “disculpe Presidente” dijo y se levantó con parsimonia, el auricular en la oreja. Enterado de la situación, le ordenó a Polanía recuperar la cinta de video y las posibles copias; a Reyes, que ampliara el perímetro y mandara reclutar más efectivos y 374


detectives para buscar a los sospechosos; a Quesada, que con la mayor discreción y sin entrar en detalles, alertara a los agentes privados de seguridad y les pidiera colaboración en el reforzamiento de la vigilancia; a Roxana, que ayudara a Celina a resolver el problema de la falta de consomé; y a mí, que revisara la cocina porque podía haber otros indicios importantes sobre los perpetradores. Yo mandé traer técnicos forenses de la Oseta y le di del pan a otros perros para asegurarme de que no estuviera también envenenado; no les pasó nada. Cundinamarquesa es la bebida gaseosa que más se toma en nuestro país; tiene un color naranja fuerte, tirando a rojo y un sabor apanelado y sonriente; el dueño de la empresa que la produce, asistía al Banquete. Al inaugurar el evento, Celina rindió homenaje a una industria “que nos enorgullece llamar: nuestra” así la presentó, señaló sus innumerables beneficios para el país e hizo subir al estrado, inadvertidamente, al dueño de Cundinamarquesa, el industrial Pancracio Arredondo Puche e hizo que la audiencia, en pleno, lo ovacionara; Celina presentó el discurso del Cardenal Poncio Carrillo y por la derecha, sacó al doctor Arredondo hacía los camerinos y en un rellano, le pidió disculpas por volverlo protagonista del evento, sin su consentimiento; le contó lo sucedido y le explicó que no había más remedio que servir pan con Cundinamarquesa, que por favor le ayudara. El viejo Arredondo, apoyado en sus muletas –después de recuperarse de una caída en el baño que casi lo mata– reconocía una buena oportunidad cuando se le presentaba y un escote con el maretaje de las mujeres mestizas; con un par de palabras –porque no dijo más a través de su celular– invadió, en media hora, el sector de camiones y en términos generales: se robó el show. Esa noche comimos pan con Cundinamarquesa, el alimento básico de las clases trabajadoras de nuestro país; la gente aplaudió, los reporteros –era de esperarse– que vieron cocinarse el consomé se pusieron preguntones, los guardaespaldas estaban intranquilos con la petición de Quesada y durante un corto descanso, Roxana le susurró a Celina que era mejor acelerar el evento antes de que se produjera una debacle. Se cancelaron los grupos musicales y eso no fue problema porque los televidentes masculinos querían, era, ver a las Conejitas de Playboy, quienes modelaron ropa de una casa de modas bogotana, cada una alzando o caminando con un niño de escasos recursos o afectado por la guerra –¡todo muy lindo!–. Las Conejitas salieron juntas, rodeando a Antonio Banderas quien cantó: Don't cry for me Argentina, pero le cambió la letra por: Don't cry for me Cundinamarca. El Cardenal Poncio Carrillo habló sobre la pobreza, el racismo y condenó la violencia intra-familiar y el Presidente Ananías –alertado por mi General Padrenuestro– clausuró la noche sin la usual 375


rimbombancia a la que acostumbraba, pero revelando las cifras astronómicas del recaudo en dinero y expresando los agradecimientos de rigor. Los invitados salieron contentos, agradecidos por la brevedad del programa, al contrario de los años anteriores; a los periodistas les fue prohibida la entrada a la cocina pero algunos se estacionaron, con micrófonos y cámaras, esperando a que saliera el Chef Miramonte o alguien a quien preguntarle por el cambio repentino del menú. Mi General Padrenuestro se despidió de Celina quien se quedaría para desmontar el evento y agradecer, uno por uno, al personal que la ayudó. Reyes, Quesada y Roxana en el cuarto de control, miraban a la gente abandonando el lugar a través de las cámaras, pero con más de mil doscientas personas era casi imposible identificar a los infiltrados; salieron en orden, nadie tenía aire sospechoso. “¡No entiendo por qué no los requisamos a todos!” exclamó Roxana “nadie se ve sospechoso en traje de gala” siguió diciendo, en tono de regaño y tenía razón; lo que sucede es que, paradójicamente, cuando se encuentran en un mismo sitio –y más en un acto de caridad– las élites más encumbradas del país –valga la redundancia– la eficacia de los protocolos de seguridad aminora porque una requisa pormenorizada resulta bochornosa. Roxana no dejaba de pensar que tenía que haber cómplices del fallido envenenamiento en el recinto, delincuentes que se hubieran abstenido de tomar la sopa y su oficio fuera el de rematar a las víctimas agonizantes. “Deja de amargarte la vida, Roxana” la consolaba Quesada “evitamos una masacre sin precedentes, en este instante no hay un sitio en el planeta más custodiado que éste”. Perfeccionista como era, Celina no quedó contenta con los resultados; salió a lidiar con los periodistas que trataron de sacarle una declaración con algún valor noticioso, pues también se dieron cuenta de otros cambios repentinos: los grupos nacionales no cantaron, ni tocaron, los camiones de Cundinamarquesa llegaron de improviso y mi General Padrenuestro se paró de su puesto en demasiadas ocasiones con cara de perro bravo; inclusive, se supo, que se le saltó la piedra cuando un mesero, medio maricón, se le acercó, blandiendo una servilleta, para limpiarle el tabaco que le ensuciaba las solapas. Cuando Celina se retiró para cambiarse de ropa, en un camerino improvisado, un camarógrafo la siguió, se escondió y la grabó desvistiéndose; el pobre hombre temblaba –sabía en lo que se estaba metiendo, la policía no descuidaba el lugar– pero le rogaba a dios que Celina Ancízar de Padrenuestro –la protagonista del momento– se quitara sus prendas íntimas; ese sería el culmen de su carrera, los tabloides pagarían millones. Despreocupada con su desnudez, Celina dejó la puerta abierta; el camarógrafo respiraba profundo, ella colgó 376


el vestido verde esmeralda que le ponderaron tanto; Antonio Banderas le dijo “estoy profundamente enamorado de usted, señora, no hay una mujer más hermosa, ni siquiera en Hollywood” esas palabras hicieron que la noche, no hubiera resultado un absoluto desastre. Se quitó primero los panties, la moda de afeitarse el sexo –que practicara hacía unos años– terminó por parecerle odiosa y antinatural y su maraña tupida, negra, hubiera podido esconder un enjambre de hombres en su bajo vientre; sus pezones, cuando se quitó el brassier, brillaron como lunas de plata –hubiera dicho Lorca– y fue cuando el camarógrafo vio un cuchillo atravesarle el vientre a Celina ¡sí! ¡a Celina! y cortarla de lado a lado ¡qué dolor! vio sus intestinos caer al piso antes que su cuerpo y un hilo de sangre salir de sus labios que se tornaron morados al instante. Celina murió frente a una cámara, desnuda y con los zapatos puestos; su gemido, con el eco cavernoso del Hades, alertó a cinco agentes que encontraron al asesino, huyendo por el techo, disfrazado de mesero; lo patearon hasta matarlo, con ese sentimiento de impotencia y rabia que nos reduce a la animalidad y nos obliga a una respuesta inmediata del mismo calibre, igual de brutal. Roxana llegó antes que los paramédicos, la cubrió, le limpió la boca y lloró con desesperación, con un rictus de amargura extrema. No hubo resucitación posible, el camarógrafo huyó entre el barullo de lamentos, vomitó mientras corría y cayó exhausto al lado de una alcantarilla donde botó la cinta de video que, con la muerte del asesino, ni siquiera, servía ya de evidencia y prefirió echarse a llorar, ante las punzadas de desconsuelo que lo doblaron contra el piso. Mi General Padrenuestro se rehusó a ver el cadáver y sus esfuerzos fueron inconmensurables para ocultar la rabia; ofrecí escribirle unas palabras para que él pronunciara en el entierro, pero me replicó: “Lugarte, deje así, no suframos más de la cuenta que eso nos resta energías para vengarla”. Se encerró en Las Hamacas por casi dos meses y un día me mandó llamar para decirme: “Voy a construir un mausoleo del cual yo voy a ser el primer habitante, pero apenas puedan me ponen a Celina al lado”. El Presidente Ananías le otorgó otro sol como General de la República, el sexto, pues se salvaron más de mil vidas esa noche, pero lo hizo llevado por la lástima y porque no sabía qué más hacer por el dolor de la nación y por el suyo propio.

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No nos dejes caer en tentación

La Oseta, por medio de nuestros aliados en Tabatinga, recibió fuertes indicios de que el Comando Machacán se paseaba a sus anchas en los territorios de Barinas Apure, por los lados del Arauca; cuando el Comandante Zamorano llamó a ofrecer el pésame por la muerte de Celina, mi General Padrenuestro lo recibió con cuatro piedras en la mano y lo increpó por dejar que los sediciosos cundinamarqueses se instalaran –tan tranquilos– por los lados de Saravena, que se había convertido en una guarida de narcotraficantes protegida por los hermanos Espinel. Su interlocutor, que harto privilegiaba el sentimiento de los hombres, cambió su tono de Jefe de Estado por el del amigo y le dijo: “General, usted, ahora, es una bestia herida, no cometa equivocaciones” así empezó; de manera condescendencia, le explicó que Saravena estaba bajo control, que de acuerdo a las prioridades de la estrategia militar, decidieron no atacar, hacerse los de la vista gorda, para no prevenir a los Espinel –para no mermar su confianza– hasta no desmantelar sus operaciones a lo largo del Orinoco, siguiendo la línea de lo convenido, con anterioridad, entre ambos. “¡General chequee con la oficial Roxana, lo que le estoy diciendo y de paso dígale, a la bella dama, que estas llanuras han perdido la pátina de luz y color, que las cubría, con su ausencia!” exclamó. Mi General Padrenuestro respiró profundo, agradeció las condolencias del Comandante y a la semana siguiente, como si se tratara de organizar una campaña de conquista en la antigua Roma, levantó un ejército de trescientos mercenarios –no podía disponer de ninguno de nuestros soldados sin levantar sospechas– mandó confeccionarles uniformes copiados de la Guerra del Golfo pero con camuflado en tonos menos desérticos, más tropicales: verdes caimán, verdes culebra, verdes iguana y uno que otro brochazo de amarillos quemados, guacamaya y tucán. Compró armas en Tabatinga, que entraron por el Amazonas, con la condición de que fueran rusas o 379


chinas, pues no quería que ningún dinero de las arcas privadas del Ejército Nacional fuera a llegar al bolsillo de los gringos; adquirió –en el mercado negro, por supuesto– sistemas de comunicación en la India y mandó aviones de las Fuerzas Aéreas de Cundinamarca, al norte de África –donde el Comandante Zamorano tenía contactos– para pertrecharse de explosivos de última generación y material inactivo para armar dispositivos sobre la marcha, de acuerdo a que hubiera que volar un campamento completo, un parque vehicular o un encierro de bestias. Nos habíamos comprometido a participar en la operación Carabobo en beneficio de la región, de acuerdo a nuestras áreas de experticia y a grandes rasgos, nos encargamos de la inteligencia y el manejo de la tecnología militar, mientras el ejército barinés apureño se encargó de los abastecimientos terrestres, de las previsiones tácticas –era su territorio– del apoyo a las fuerzas fluviales y del ataque. Roxana y Quesada viajaron a Puerto Carreño para hacer la entrega oficial de nuestros hombres, armas y municiones, dotación y equipos; cuando regresaron, no pudieron más que mostrar la positiva impresión que se llevaron: lo que habíamos acordado con el Comandante Zamorano en el hotel de Ciudad Barinas se cumplió, en su primera fase, a cabalidad; sumado a esto, el Comandante anunció por radio que su gobierno y él mismo, se iban a encargar de atravesar El Orinoco para identificar los problemas fundamentales de su gente –lo que, en términos generales, era cierto– y para asegurar una acogida cálida y sin resquemores prometió distribuir recursos en especie –materia prima, instrumentos de labranza, semilla, artículos para el hogar y mercados, principalmente– para subsanar las necesidades inmediatas de sus habitantes. El Comandante Presidente y la plana mayor de su administración, en barcazas y navíos de mediano calado, atravesarían el tramo de Puerto Carreño a Ciudad Bolívar en diez días, bajándose en las ciudades intermedias y recorriendo hasta el último caserío, acompañados por el pueblo y copartidarios interesados en el desarrollo de la zona. Los medios de comunicación nacionales –de Barinas Apure– fueron instruidos para mencionar el carácter “proselitista” de tal aventura, como también de comunicar la intención festiva, de diálogo y buena fe que llevaría el importante séquito. La prensa amarillista, desde sus cómodas oficinas en la Florida, destacó –como era de esperarse– que el Comandante Jefe de Estado y sus ministros viajarían en cómodos yates que se estrenarían para el efecto, comprados en los astilleros holandeses y donde pasarían las noches, dormirían las siestas y se mantendrían en comunicación con la civilización, rodeados por una holgura absoluta, entre la opulencia a la que estaban acostumbrados. En resumidas cuentas, la táctica sería la siguiente: la comitiva presidencial viajaría de día y entre el barullo de los recibimientos, los voladores de bienvenida y los interminables saludos y diálogos, con 380


las autoridades municipales y los lugareños, infiltrados de inteligencia se encargarían de averiguar la localización de aeropuertos clandestinos, laboratorios de cocaína y campamentos de narcotraficantes. Aunque, se había puesto en marcha una extensa labor de reconocimiento, previo, se debían delimitar aún más la mayoría de los perímetros narco-criminales; analizados estos resultados, los reclutados mercenarios –nuestros– y las fuerzas armadas –de ellos– viajarían de noche y guiados por la avanzada de inteligencia –la Oseta envió algunos expertos en triangulación satelital– arrasarían con cuanto enclave delincuencial encontraran a su paso, teniendo buen cuidado –y eso era perentorio– de proteger la vida de cualquier víctima de secuestro que se encontraran, así como la de los civiles casuales o aquellos que estando armados se rindieran y colaboraran con los operativos. No se otorgaría ningún tipo de clemencia –valga decir– para quien opusiera resistencia o fuera descubierto en flagrante delito; la norma penal imperante y los tratados de guerra –aunque pudieran no aplicar– serían respetados para evitar conflictos internacionales, en lo relativo a derechos humanos y a las reglas convencionales de enfrentamiento y combate. La investigación del asesinato de Celina recayó en Roxana, por voluntad propia y en mí, porque mi General Padrenuestro no quería que las relaciones entre ella y Quesada fueran a entorpecer el proceso, a multiplicar los descuidos; lo entendimos –claro está– como un recrudecimiento de sus aprensiones, como una de las muchas formas en que, él, se dejó llevar por su inmenso dolor. Planteamos una primera hipótesis: la de que quien envenenó el caldo del Banquete Milenario, fue quien cometió el asesinato; sin embargo, hubo que exonerar a los auxiliares de cocina que habíamos encerrado y vigilado en la bodega, pues eran empleados del Chef Miramonte con quien tenían una familiaridad de muchos años. Los programas de reconocimiento facial no descubrieron nada, las personas no identificadas fueron verificadas por sus acompañantes, los meseros y ayudantes no sólo dieron la cara, sino que se sometieron sin levantar sospechas a larguísimos interrogatorios. El cuerpo del asesino seguía en los laboratorios de la Oseta, se le hicieron todas las pruebas, posibles, de que disponía la tecnología forense y la conclusión es que hubiera podido llegar de otro planeta, el día anterior, porque no hubo manera de reconocerlo, de ponerle un nombre o reconstruirle unos antecedentes, nada, tuvo buen cuidado de no quedar registrado en las fotografías, ni en las cámaras de video, lo que demuestra que –de alguna manera– pensaba salir vivo después de cometer el crimen; no se trataba –valga la aclaración– de un kamikaze, guiado por los designios de dioses más severos o de un lunático programado para matar sin pensar en las consecuencias de sus actos. Los asistentes 381


de dudosa reputación invitados, al evento, se podían contar con los dedos de la mano –uno de los mellizos, para no ir más lejos– pero según las grabaciones permanecieron en sus puestos; fuimos a visitar a los catorce o quince, de ellos, considerados amenazas públicas, para no dejar cabos sueltos; el Mellizo, por ejemplo, nos recibió con cordialidad y no le molestó la requisa total que le hicimos a su apartamento y otros inmuebles de su propiedad; permitió, sin mosquearse, la confiscación de sus computadores personales y los de sus empresas, en los cuales la Oseta no encontró nada incriminatorio, ni ningún indicio de ilegalidad o de encubrimiento. Hoy, se me ocurre que la labor del Mellizo por limpiar su nombre estaba resultando efectiva; ni siquiera incurrió en el error –que esperábamos– de incriminar a Saskia; nunca la mencionó, con todo y que Roxana lo presionó durante un interrogatorio casual que le hicimos en una de sus fincas. Por su parte, la excusa de Saskia para no asistir al Banquete se constituía en una coartada contundente: estuvo hospitalizada tres días por una corrección estética –así lo mencionó y así fue corroborado– en los párpados y en los glúteos. El tiempo pasaba y nos estábamos quedando sin pistas a seguir. El atentado del Banquete Milenario se trataba de uno de los más mortíferos que se hubieran planeado en nuestro país y no era creíble que fuera la acción de un hombre solo pero, por otro lado, era difícil pensar que la autoría de varias personas o una organización delincuencial, más grande, no hubiera dejado, ya, al descubierto, un mínimo de cabos sueltos. El móvil era, sin duda, el de causar terror, por lo que no se podía descartar al Comando Machacán, quienes, era posible, por aquellas contradicciones de que está hecha la democracia, que fuera el cimbronazo que estaban buscando para obligarnos a firmar la paz; no tuvimos, tampoco, indicios pequeños, ni grandes, para culpar o dudar de los hermanos Espinel, que buscaban la inestabilidad de la región; ni de los demás grupos alzados en armas; ni de los Estados Unidos, quienes persistían en mostrarse colaborativos; ni de los delincuentes comunes; ni de nadie. Estábamos en ceros, adoloridos, con la autoestima emocional, personal y militar por el piso, sin consuelo, con ganas de atrapar, torturar y ajusticiar a cualquiera con tal de encontrarle un reposo a nuestras almas. Mi General Padrenuestro tenía una teoría: “Se debe tratar de un enemigo personal mío” repitió varias veces, bajo el supuesto de que el objetivo fue siempre Celina y lo demás un encubrimiento, incluida la puesta en evidencia del veneno. A Roxana y a mí nos pareció que su teoría no aclaraba para nada el asunto: pues los enemigos de mi General Padrenuestro eran, básicamente, los mismos de la nación cundinamarquesa, los mismos que habíamos descartado. Alguna otra 382


elucubración era posible, desde una conspiración internacional o un complot interno, hasta el acto de alguien con una irreprimible necesidad de venganza. Estábamos tan jodidos, que aunque publicamos su foto en los diarios del país, mostramos su cara en los canales de televisión y pusimos afiches en los postes de luz, del territorio nacional, nadie dijo conocer al asesino, ni encontrarle un parecido con nadie; es más, en casos similares mucha gente se inventa historias para darse protagonismo o mamarle gallo a las autoridades, pero tampoco se recibió llamada, ni visita alguna en ese sentido. El famoso profesor de inglés –sospechoso por antonomasia– nos buscó, él mismo, lloró frente a nosotros, se le arrodilló a mi General Padrenuestro quien casi lo mata a patadas en un arranque de ira; el pobre hombre con el cuerpo ensangrentado le pedía unas disculpas ininteligibles. Inclusive, con Roxana descubrimos a otro par de amantes que Celina frecuentaba y ellos se mostraron igual de “vueltos mierda” según sus propias declaraciones y por lo que vimos, igual de capaces a dejarse golpear inútilmente, tal era su abatimiento. La última suposición era que Celina tuviera enemigos directos; yo conocía la verdadera historia de la muerte de Caterpillar –y las faltantes, en la secuencia de los hechos, se la podía preguntar a Blas– pero no dije nada porque, salvo sus dos sobrinos, el uno encarcelado y el otro en rehabilitación por consumo de anfetaminas, no existía nadie más que pudiera estar interesado en descubrir cómo murió y menos en vengarlo. La Interpol nos dio nombres de criminales de interés, en otros países, que entraron a Cundinamarca, en los últimos dos meses e investigamos a los que encontramos: sus coartadas y sus razones para estar en el país; tres de ellos fueron interrogados en la Oseta y otro pasó por la cuchilla torturadora de mi General Padrenuestro: nada, nada de nada. Fuimos, incluso, hasta Buenos Aires a buscar una mujer que salió del Aeropuerto Internacional Jorge Beltrán con pasaporte falso y peluca rubia, con el antecedente de haber asesinado por contrato a una pareja de especuladores inmobiliarios en Las Vegas; la encontramos en un hotel cinco estrellas y resultó ser una agente del servicio británico; ella nos llevó a la embajada inglesa y nos ayudó en lo que pudo; nos contactó, además, con el Mosad israelí quienes nos aseguraron –como lo concluimos nosotros– que el modus operandi descartaba por completo una acción encubierta de la CIA o de la DBA. Los medios de comunicación de nuestro país –solidarios como nunca antes– nos hicieron partícipes de las investigaciones que desarrollaron los periodistas y quedaron tan perplejos como nosotros al constatar que, cada uno de los indicios iban a parar a un callejón sin salida. Roxana y yo nos golpeamos, de frente, contra una realidad aún más dura: que nuestra irrevocable 383


voluntad de no darnos por vencidos no era suficiente; con un dolor infinito sufrimos, en carne propia, el hecho de que los asuntos, emanados del expediente de Celina, se fueron diluyendo. En un acto de desespero mi General Padrenuestro nos gritó, de forma injusta y desmesurada, nos cantó la tabla, nos trató como a una partida de zánganos, acostumbrados a la vida cómoda, a la deriva de la realidad y que nos volvimos “una parranda de gallinas consentidas” rabió. Mandó traer a Blas de la zona de despeje y lo puso a cargo de la investigación: “Ese sí es un hijueputa que sabe para qué tiene las güevas” gritó, nos echó de su oficina dando alaridos y hacía, como si no nos viera, cuando nos encontraba en los corredores; sin embargo, llamó a una reunión para que actualizáramos a Blas sobre nuestras infructuosas pesquisas. Atento y sin hacer preguntas durante las cuatro horas en que estuvimos “brifiándolo” Blas, por fin, se dirigió a mi General Padrenuestro y le dijo, sin ambages: “Mi General, no necesita sacarme de mi misión en San Juan de Rioseco, estoy convencido de que alguna relación encontraremos y de que algo aparecerá sobre la muerte de doña Celina, por allá: ¡Es mucho lo que se cuece en ese hueco!” Las cosas, en la casa, no volvieron a la normalidad, por mayores que fueran los intentos de las mamás de Carmen y de Eulalia, ellas no tenían el don de gentes, ni la paciencia, ni el savoir faire de Celina. La falta de sostén vertebral del hogar le dio a las niñas una independencia y un poder inusitados; como asistían a distintos colegios, cada una tenía a su servicio un carro blindado y escoltas que permanecían cerca de ellas, parados frente a la puerta de las clases; en los recreos los ponían a recoger los balones y a comprar pastel gloria y cocacola para los amigos cercanos y a sostener y dar vuelta a las cuerdas, con que saltaban lazo; las ayudaban, por las tardes, a hacer las tareas, pero se trataba de un divertimento, para ellas, pues era muy poco lo que soldados u oficiales, de menor grado, podían explicarles a unas estudiantes bilingües, viajadas, cultas –gracias a que Celina las había obligado a leer y les apagaba la televisión a las siete de la noche– y expertas en navegar por la internet. Tenían a mano muchos recursos para manipular a los responsables de su seguridad, para que las llevaran al centro comercial a comer helado, recogieran a sus amigas y las devolvieran a sus casas, las llevaran al club donde nadaban, jugaban tenis y socializaban con los hijos hombres de otros militares, por quienes sentían más atracción que por los niños del colegio, a quienes conocían desde el kínder y trataban como hermanitos. Martina respondió a la tragedia, de perder a su verdadera madre, reconcentrándose en sus estudios, pero encontraba solaz emocional abrazando a sus dos hermanas menores y repitiendo: “¡Somos más huérfanas que la oveja Dolly!” 384


Sin ser la mayor, Carmen era la líder indiscutible: las cosas debían hacerse a su modo y punto. “Voy a conseguirte un novio” le decía a Martina para hacerla poner roja de la timidez y de la rabia y quien cercana a cumplir quince años, se sumergía en la lectura de historias de caballería, de damiselas en castillos inexpugnables, pendientes de las aventuras de los príncipes de la comarca y esperando a que uno, de ellos, tocara a su puerta con la esperanza de que fuera del tono correcto de azul que combinara con su corazón. Eulalia, la menor –por escaso margen con Carmen– era consciente de su belleza: sentía hasta en el último poro de su cuerpo la mirada de los hombres y diferenciaba –sin definirlas aún– la lascivia de la ternura; era distante, protegía sus espacios con las uñas o a mordiscos, de ser necesario, pero sin ser antipática; se mimetizaba con facilidad en cualquier ambiente, aunque en algunos de éstos, como en el Club Militar o en la piscina de Las Hamacas, le costaba trabajo pasar desapercibida pues le gustaba mostrar su cuerpo, su cintura, sus senos prematuros y sus pantorrillas gruesas y fuertes por la equitación; enfrentaba su precoz adolescencia, a horcajadas entre sus juegos con las muñecas y las preguntas que, sobre sexo, le hacía a Andulima y a Roxana, quienes eran sus heroínas absolutas y su ejemplo a seguir: le gustaba que –esta última– era de las que se hacía sentir donde entraba, tenía opiniones distintas a las de los hombres y desplegaba una independencia que protegía por sobre todas las cosas. Carmen, un asunto que no le interesaba lo desechaba de inmediato, sin dudas, sin mirar atrás; era de las que se tiraba al precipicio o no se tiraba al precipicio, pero no se quedaba ahí, en el borde, mirando al vacío, pensándolo dos veces, ni analizando los pros y los contras durante horas; tomaba decisiones con urgencia; cumplidos los trece años, con la muerte de Celina, fue la que más perdió el norte por ser la más parecida, con su misma fortaleza de carácter y su necesidad desmedida por complacer al mundo entero. Las tres hermanas comprenderían más tarde –en instancias distintas de sus vidas– que Celina era irremplazable porque, además de tener el estatus de una abeja reina, fue una intermediaria tan efectiva del amor, entre ellas, que cada una tenía pedazos de las otras dos; física, emocional y espiritualmente se cruzaban, unas con otras, como tres cintas de Moebius enlazadas en círculo. Mi General Padrenuestro se volvió sobreprotector, pero era demasiado tarde: la estela de libertad y autodeterminación que Celina dejó, con esa pizca esencial de rebeldía, en las tres niñas, las rondaría por el resto de sus vidas. El Presidente Ananías Metileno –también y a su manera– había quedado viudo; volvió a Las Hamacas porque Carmen, con esa precocidad tenaz, lo mandaba invitar y lo entretenía con cuentos, inventados, sobre presidentes tristes que se volvían contentos 385


con sólo plantar una flor o pedir un deseo por la prosperidad de su reino; a él también, varias veces, le dijo “le voy a levantar una novia Presidente” y reiteraba “¡como Celina, pero que esté viva!” así era de punzante la niña –en el buen sentido de la palabra– en sus apreciaciones. El Presidente Ananías, además de apoyar a mi General Padrenuestro: al fortalecimiento de la fuerza pública, al acopio de más tecnología digital para inteligencia, al mejoramiento académico de la Universidad Militar, a la capacitación de los oficiales en países más desarrollados y al reforzamiento de la seguridad fronteriza, entre otros asuntos y aunque tuvieran distintas perspectivas en el manejo de la zona de despeje y en el manejo de los recursos naturales, dedicó los esfuerzos de su gobierno a la consabida paz, en primera instancia y en segunda: al saneamiento del Río Bogotá. Para principios del tercer milenio, las agendas oficiales de los mandatarios, alrededor del mundo, estaban comprometidas con el medio ambiente, en la reducción de los efectos nocivos del hombre contra el planeta. Se enseñaba ya, por ejemplo, a los niños el valor de reciclar las basuras –así vayan a parar revueltas en el mismo relleno sanitario– y la importancia de reconocer que compartimos las maravillas de la naturaleza con seres, animales y vegetales, que merecen respeto; y para no entrar en una extensiva enumeración de las prepotencias humanas, se les concientiza sobre el hecho, irrefutable, de que no tenemos otra casa en nuestra galaxia, ni en ninguna cercana, a donde podamos trastear nuestra torpeza. Por eso y considerando que el Río Bogotá es la aorta de nuestro país y que desemboca en el Río Grande de la Magdalena que a su vez nutre y alimenta a otros países hasta el Océano Atlántico, en Bocas de Ceniza –donde el Ruso escondió un morral lleno de dólares debajo de una palmera– el gobierno de Cundinamarca arreció los esfuerzos encaminados a tratar sus aguas residuales, a dragar su cauce y librarlo de la mayor cantidad de impurezas posibles; así, como a crear políticas ambientales para que los artesanos, empresarios e industriales de Bogotá, la Sabana de Bogotá y las numerosas comunidades vecinas al río, dejaran de usarlo como un cagadero-botadero-sumidero y lo trataran como si fuera parte de nuestro propio cuerpo. A mi General Padrenuestro le importaba un culo el porvenir del Río Bogotá y así lo decía, con desparpajo; en el ascensor del edificio del Concilio Parlamentario, diagonal al Capitolio, exclamó, terminando una conversación que tuvimos entre el carro: “¡Que manden a cagar a los indigentes a otra parte y ¡listo el pollo! verán que el Río Bogotá se limpia solo!” con tan mala suerte que, por razones de seguridad, recién habían instalado cámaras y micrófonos en las áreas comunes, hasta en los baños de la corporación y la grabación terminó en los noticieros de las nueve y media de la noche. La avalancha de críticas no se hizo esperar; los periodistas rodearon la casa, de mi General Padrenuestro, 386


esperando una declaración y cuando los vimos, llegando, a media cuadra de distancia, nos fuimos a dormir a Las Hamacas, donde aparecieron al otro día, cuando estábamos desayunando. Atrapados, mientras discutíamos una posible y apropiada respuesta –bastante improbable– que aclarara las cosas, entró una llamada de la Quinta de Nariño; el Presidente Ananías reprendió a su Ministro de forma amistosa: “Cómo es de guevón, General, si lo hubieran encontrado tirando con una parlamentaria del Movimiento Cristiano le habría ido mejor” y se rio de su propio chiste. El Presidente Ananías propuso una solución, la misma que le ofrecimos a los periodistas a la salida de la finca; mi General Padrenuestro se bajó del carro, dejó que se acercaran los micrófonos, sacó una cuchilla de su camisa al tiempo con un Paquistán que tacó en la uña del dedo gordo, le quitó el filtro –esto lo hacía siempre que quería demostrar tranquilidad– y lo prendió; dejó que le preguntaran lo que tenían que preguntar, escupió pedacitos de tabaco al piso y carraspeó, antes de contestar: “Ni más faltaba, señores y señoritas periodistas, que yo no estuviera de acuerdo con las nuevas políticas de descontaminación del Río Bogotá” y prosiguió de forma enfática: “¡Eso sería una traición a mi gobierno y a los cundinamarqueses!” tomó otra bocanada de su mentolado y aseguró “mañana voy a acompañar al Presidente Metileno en un recorrido desde Chocontá, hasta Mosquera y Soacha, para verificar el estado en que se encuentra el afluente más importante del Río Magdalena”. Su popularidad estaba en juego; el titular de uno de los noticieros vespertinos fue: “El Río Bogotá tan contaminado como los pulmones del Ministro Padrenuestro”. El asunto empeoraba, a pasos agigantados y estábamos muy preocupados; cuando dije, en voz alta, que eso era una Ley de Murphy, nadie me entendió o me entendieron mal y creyeron que yo también le restaba importancia al suceso. Al día siguiente, mi General Padrenuestro desayunó longaniza, huevos fritos, una baguette entera de pan francés, con mantequilla, dos tazas de café, una de chocolate con queso derretido y una jarra de jugo de mandarina. Cuando llegamos a Chocontá el Presidente, frente a los medios de comunicación, lo invitó a subir a un helicóptero y mi General Padrenuestro no encontró, en su cabeza, los argumentos para devolverse, pues había pensado que el recorrido sería terrestre, pero creyó –durante un intervalo de treinta segundos– que sería capaz de subirse, de vencer su miedo a volar, de un tirón, como desprendiendo un esparadrapo; en cambio, vomitó lo ingerido al desayuno, sobre los zapatos del Presidente Ananías, quien no podía dejar esperando, en la aeronave, a los técnicos franceses que harían el diagnóstico del río, por lo que no tuvo más remedio que dejar a su Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia, ahí, botado en la mitad de un enjambre de periodistas que lo masacró en la prensa, la radio y la televisión, durante los días siguientes, en los que –obviamente– se 387


asoció su desmadre estomacal con la fetidez y el estado lamentable de nuestro imprescindible río. La Oseta formó, por esos días, un comité para el efecto de no dejar, a la deriva, los manejos de la imagen de la institución; dirigido por un publicista, de cabello blanco, sabedor de las argucias de la comunicación y que hubiera podido pasar desapercibido –como todos en ese oficio diletante e ingrato– si no es porque hacía esculturas de neón: felinos, Cleopatras y cerebelos de colores inventados y que conjugados con el gas, algo encendían en el alma de los desprevenidos. Sobra decir, que mi General Padrenuestro nunca llegó a la primera reunión; mandó decir que, sólo, en el caso de que el narcotraficante Gerardo Belén Niño, alias Jesús, apareciera caminando sobre las aguas del río Bogotá, lo volvieran a llamar. La zona de despeje era un desastre anunciado; en tres años San Juan de Rioseco se volvió la ciudad más costosa de Cundinamarca, una cocacola podía costar hasta tres mil pesos y la finca raíz aumentó en seiscientos por ciento; había varias urbanizaciones en construcción y se vendían como las más seguras del país: el único sitio donde era prohibido el porte de armas, sin militares, ni policía y los guerrilleros, presuntos delincuentes –cómo cambian las cosas– estaban a punto de ser amnistiados y declarados almas de dios por decreto gubernamental; el noventa por ciento de las mujeres eran prostitutas y eso era un atractivo para los hombres que gustan de saltarse la conquista, el romance e inclusive las etapas de seducción previas a lo que se llama, propiamente: el coito –una palabra tan fea, para designar algo tan bonito– o “la inserción de la envergadura entre la cuquiblanda” en términos de Polanía, quien rara vez hablaba o pensaba en algo distinto. La zona de despeje había pasado a ser una inmensa zona de tolerancia, con lo que eso, de verdad, implica: tolerancia a la inmoralidad, tolerancia a la contravención y tolerancia al desacato; a Blas se le ocurrió una idea que, de plano, era bastante mala pero mi General Padrenuestro la aceptó sin mayores discusiones, pues estaba harto de tener el poder pero no el control. Parece una perogrullada pero cuando se habla de “la soledad del poder” o de “¿el poder para qué?” se hace referencia a la grieta que se forma entre el líder y sus subalternos, entre el líder y la realidad, entre el líder y la minucia diaria, fisura que el tiempo va horadando hasta que se vuelve abismal; por eso y porque mi General Padrenuestro estaba convencido de que nos estábamos ablandando, aceptó infiltrar armas en San Juan de Rioseco: minas quiebrapatas, más exactamente, con el único argumento de “¿cómo más me gano a esos hijueputas?” por parte de Blas y de tener una forma de ensuciar las negociaciones de paz, por parte suya. Aldemar Esteban Chupacabras cuyo reto era lograr el desarme y la desmovilización de la guerrilla a consciencia de que se trataba de 388


bandoleros dedicados al narcotráfico, el secuestro y el boleteo –sobre eso, en buena hora, dejamos de decirnos mentiras– era un hombre estudioso y conocedor de la problemática de la violencia; fue negociador en insurrecciones campesinas, trabajó el tema de los derechos humanos en organismos internacionales y padeció la invasión de sus fincas de Potrero Grande, por parte de sediciosos que asesinaron a su padre y violaron, sin miramientos, a una hermano menor que sufría de un severo retraso mental. Era, por otro lado, un hombre que poco arriesgaba, consentido y medio sibarita, cuyo único interés –se decía en los corredores de Palacio– era llevar con decoro las labores a su cargo y ser nombrado embajador en un país europeo, preferentemente Francia, Suiza o Bélgica, pues hablaba el francés con fluidez. El universo se encontró de nuestra parte: el Embajador en Suiza, de vacaciones en Madrid, se metió al Corte Inglés en sudadera, escogió el vestido Armani más costoso, una camisa con las puntas del cuello redondas –a la moda– mancornas, corbata, pisacorbatas de oro y madreperla, calzoncillos, medias y zapatos de charol opaco –también a la moda– se puso el conjunto completo en un vestidor y salió a la calle, sin pagar, pensando que el pasaporte diplomático en su bolsillo era suficiente para capear cualquier eventualidad; y sí lo fue, con eso logró que no lo desnudaran debajo de un semáforo, al subirse a un taxi, pero el escándalo fue mayor y le tocó renunciar a su misión diplomática; con una ínfima prerrogativa: que, de vuelta a Bogotá –gracias a su estatus diplomático cuando cometió el robo– el Corte Inglés le devolvió, por correo, la sudadera y los tenis que había dejado botados en el vestidor de la sección masculina. Aldemar Esteban Chupacabras, entonces, dada su cercanía con el Presidente Ananías de quien era condiscípulo de la universidad, no tuvo problemas en proponer, sin reato alguno, su nombramiento en Suiza; a su partida, después de innumerables cocteles y fiestas de despedida, dejó un reporte de mil ciento veinticuatro páginas sobre los avances de las conversaciones con los alzados en armas, que hoy guarda –en el mismo sitio donde fue dejado– esa pátina de polvo, inmune al trapo y al plumero, tan usual en las bibliotecas de nuestros políticos. El Presidente de la República, en ascuas, recibió con beneplácito el ofrecimiento de mi General Padrenuestro para hacerse, él mismo, cargo del proceso que lograría la paz y en el cual –como siempre se decía– reposaban sobre la mesa resoluciones, sin precedentes, en la historia de Cundinamarca. Los medios de comunicación señalaron la contradicción de que fuera un militar quien, con su sola presencia en San Juan de Rioseco, estuviera violando la esencia de la zona de despeje; pero eso dejó de importar cuando El Crespo Carrascal envió un comunicado a la Quinta de Nariño aceptando a mi General Padrenuestro, como interlocutor y Comisionado Mayor para la Paz, con la condición de que vistiera de civil y por supuesto, 389


de que no portara ningún tipo de arma. El parte de victoria del Comandante Zamorano fue contundente. Viajamos, con mi General Padrenuestro, a Ciudad Bolívar –en carro, otra vez– para recibirlo, después de su travesía que él llamó “libertadora”. Llegamos de forma desprevenida y encontramos una escena sin precedentes en el ámbito de nuestras democracias: desde que la comitiva, integrada por el alto gobierno de Barinas Apure, partió de Puerto Carreño y fue parando en los primeros pueblos, la gente se unió a su Presidente Comandante para acompañarlo a lo largo del río; como una bola de nieve de carne y hueso, caminado –la mayoría– y en embarcaciones pequeñas y artesanales, los que pudieron y cupieron. El líder atrajo una estela de copartidarios, en un número no menor de medio millón, que se unieron a otra cantidad parecida, venida de las demás regiones del país, en su destino final: Ciudad Bolívar, capital del Estado de Bolívar. “El pueblo está enamorado de este hombre” dijo Quesada y era cierto, la euforia, causada por su cercanía, se hizo sentir y el Comandante Zamorano mostraba una cara de regocijo que bien recompensaba los sacrificios que padeció para llegar al poder. Parado sobre el Puente de Angostura, las ovaciones no cesaron, duraron hasta la medianoche, con dos antorchas por cada hombre y me atrevería a decir que había más entusiastas en el río, parados sobre canoas y planchones, que en tierra. Al estilo del Comandante Zamorano, por cada cien hombres se instaló un altoparlante y su arenga no paró, durante nueve horas y de la cual destaco la siguiente perla: “¡Copartidarios! Esta noche he recibido, también, entre los millares de mensajes de felicitación a nuestra gesta zamorana, una nota de la Nasa: se ve desde la Estación Espacial Vesubio VII, sin telescopio, la Muralla China, las Pirámides de Egipto y de este lado del mundo: este río de seguidores entusiastas, este monumento a la libertad, este fuego que hemos encendido y que perdurará hasta que Barinas Apure sea una potencia comparable a los Estados Unidos de Nuestra América”. Nos costó trabajo llegar hasta donde él se encontraba, pero lo logramos atravesando el tumulto con paciencia y con más de treinta escoltas, al frente nuestro, abriendo el paso. Mi General Padrenuestro, parco en sus contactos con las masas, se emocionó y recibió los saludos de quienes se acercaron a tocarlo y abrazarlo porque, aún sin conocerlo, su apostura imponente y sus brillantes charreteras impelían a la muchedumbre a trasmitirle un cariño similar al del paladín indiscutible de un país que auguraba, junto a él, un futuro pujante y exitoso para una nación que salía del abuso recurrente de las élites y la extorsión de los hermanos Espinel. Roxana no estaba tan extasiada –que digamos– porque fue bastante lo que la manosearon en el corto pero demorado trayecto; sin embargo, logró una panorámica 390


envidiable, durante los discursos. Con la demagogia tropical del Comandante Zamorano, la opinión pública internacional no supo si sentirse ofendida por las referencias ramplonas e hirientes contra el Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica –posesionado en su cargo hacía menos de tres meses– o si sentir contentura de que, por fin, alguien le cantara unas cuantas verdades al imperialismo, al “imperialismo yanqui” como repitió, bufando rabioso, varias veces: expresión que desde la muerte de Herbert Marcuse, hacía más de veinte años, había perdido vigencia. Mi General Padrenuestro, parado en la cúspide del Puente de Angostura, quedó perplejo ante la apoteosis del Orinoco: su caudal, su vitalidad y protagonismo en el progreso de Barinas Apure aumentaban, sin duda, su imponencia; se tocó el pecho –dijo muchos años después, en una rueda de prensa– y compartió la revelación de que “¡estremecido por la magia energética de la circunstancia!” sintió un escalofrío que describió como una epifanía: “¡El hombre y la naturaleza somos una unidad y el río Bogotá es la artería de nuestros corazones” agregó, como recitando el guion de una telenovela. El Comandante Zamorano, a sabiendas de que su recorrido político había sido “extrañamente” seguido por asaltos continuos en las selvas y en los llanos y que muchos de estos ataques se filtraron entre los periodistas, remató el discurso –con descaro– diciendo: “No puedo dejar de mencionar que los pocos soldados y oficiales que me acompañaron en esta jornada social, en beneficio de mi pueblo y de mi gente, encontraron a su paso grupos sediciosos de narcotraficantes que fueron puestos bajo custodia y laboratorios que fue preciso desmantelar en el acto”. Con esas palabras no creo que haya calmado las dudas de sus opositores pero sí ganó el albedrío que tanto necesitaba pues, como expresó aquella noche que nos atendió en el balneario “yo no puedo dejar que me manejen a mí, ni a mi país, una camarilla de delincuentes”. Al día siguiente, a puerta cerrada, mi General Padrenuestro y el Comandante Zamorano se sentaron a la mesa con una cafetera enfrente y dulces varios de los regalados a lo largo del Orinoco. Previo al encuentro, los dos consideraron imperativo rastrear el lugar en busca de explosivos o dispositivos de grabación; ningún oído entrometido era conveniente y los protocolos de seguridad se realizaron por duplicado, por parte nuestra y por la de ellos. Las cifras de la operación Carabobo fueron impresionantes: veintidós laboratorios allanados, trescientos cuarenta delincuentes muertos, quinientos apresados, incluidos cuatro cabecillas –contra dieciocho militaresmercenarios dados de baja– quince toneladas de cocaína decomisada, diez millones de dólares en efectivo y casi la misma cantidad en bolívares –la moneda de Barinas 391


Apure– insumos por un valor no menor de cien millones de dólares, armas –gringas e israelíes, en su mayoría– en una cantidad indeterminada y costalados inmensos de marihuana y bazuco. El único motivo de desilusión fue que sólo cayó uno de los Espinel, Juan Carlos “El Avión”. En cuanto a la repartición del botín, el Comandante mencionó una cifra astronómica y mi General Padrenuestro lo paró en seco: “De eso no hablamos, ni vamos a hablar, no me interesa y punto. Considere lo que usted piensa ofrecerme como una donación, de la nación cundinamarquesa, a las causas democráticas de nuestro continente” dijo y exclamó “¡yo no le recibo un peso!” El Comandante se puso bravo y levantó la voz: “Entiéndame, General, no le quiero deber nada a usted tampoco” se sentó, tomó una bocanada del mentolado que mi General Padrenuestro se estaba fumando –eso no lo había hecho, nadie, nunca– y más calmado siguió diciendo: “Me temo, estimado General y amigo, que debo insistir: tómelo como un adelanto al inmenso servicio que usted le ha prestado a Barinas Apure, mi patria; el saldo queda pendiente, en forma de favor, para cuando usted me necesite y lo atenderé con la misma urgencia y denodado empeño con que usted lo ha hecho conmigo”. Mi General Padrenuestro se dio cuenta de que lo que estaba en juego era la total independencia que el líder de una nación necesita para gobernar tranquilo y aceptó, con la condición de que se le pagara en lingotes de oro, los cuales necesitaba para llevar a cabo una idea que estuvo fraguando desde que parado, en el Puente de Angostura, lo sobrecogió el Orinoco. Nunca se volvieron a ver; hablaron muchas veces por teléfono y se apoyaron en otros esfuerzos, pero el futuro no les brindó la oportunidad de compartir otros atardeceres en las tierras heredadas de la gesta del Libertador Simón Bolívar. Esa noche, igual, se emborracharon, compartieron mujeres de ojos como el sol y cinturas como el horizonte, me pidieron recitar a Martí y a Ernesto Cardenal y escuchamos a un mulato guayanés cantar a Silvio Rodríguez. “Me has dejado a Cundinamarca grabada en el alma” le susurró el Comandante, a Roxana, al despedirse con un beso en cada mejilla; con el recuerdo del jolgorio y los abrazos, nos devolvimos esa misma noche para Bogotá. En el presente, el Comandante Zamorano sigue siendo el Presidente de la ahora llamada República Zamorana de Barinas Apure. Mi General Padrenuestro se volvió cada vez más descarado, llegó con la mamá de Carmen y la mamá de Eulalia a la entronización de la Virgen de la Mazamorra como patrona de Cundinamarca; ellas se vistieron “como para la inauguración de un desvirgadero” según palabras de Polanía quien no dejaba de mirarles las piernas, los strapless ceñidos y el dobladillo de sus faldas para ver si algo se les descosía. Tres meses atrás se había mandado quitar la estatua de la Virgen de Guadalupe –de uno de 392


los cerros que simbolizan nuestra ciudad de Bogotá– tiesa e inexpresiva, pintada mil veces de blanco y se cambió por la de la Mazamorra, una estatua –¡perdón: escultura!– tres veces más grande, con pretensión de Corcovado, con los brazos desmesuradamente abiertos; una madona como para dar de lactar al país entero: con mantos largos, desde sus hombros hasta sus pies descalzos, superpuestos, azules y rojos para que fuera del gusto de ambos partidos políticos –los mayoritarios– con lazos dorados alrededor de la cintura, piel cobriza-moreno-blanca, en un intento por abarcar todas las razas –según donde uno se parara y dependiendo del clima se veía de distinto color– y unos ojos a lo Michelangelo Buonarroti mirando de frente el horizonte que, en Bogotá, es una línea ocre-grisácea-amarilla de contaminación que tapa los cerros occidentales y que le da tonalidades de verdolaga oxidado a los atardeceres. La escultura quedó montada en una bóveda cuadrada, rodeada de vitrales que representan la historia de Jesús pero con la particularidad de que el entorno es cundinamarqués: frailejones, vacas lecheras, pepas de eucalipto, cercas de piedra caliza, geranios, campesinos en bicicleta, canchas de tejo y entre muchas otras cosas, nuestras, la laguna de Guatavita y el Salto del Tequendama. José aparece con ruana y María con trenzas y alpargatas, los reyes magos le llevan al niño recién nacido esmeraldas, chocolate con almojábanas y palo santo. El Cardenal Poncio Carrillo lo declaró lugar de peregrinación y como si hubiera contratado a un publicista, destacó los beneficios de visitar el monumento, distintos a los del Señor Caído de Monserrate –en la cumbre del otro cerro simbólico de Bogotá– donde había gran afluencia de penitentes: subiendo a pie, arrodillados o con bultos de papa a las espaldas; era claro que sin un buen acopio de fieles, regulares, el santuario no se podría mantener y para lograr ese cometido, en el centro de la bóveda se instaló una vitrina de cristal con el plato de mazamorra, donado por la pareja de Anolaima a cambio de una vida eterna en el paraíso, sin juicio final, ni escala en el purgatorio. Los medios de comunicación trajeron expertos de la Universidad de Harvard para que explicaran por qué el caldo no se pudría, por qué la imagen permanecía incorruptible en un medio líquido y por qué, en los días de guardar, la mazamorra se calentaba como recién sacada de la olla. Los científicos se salieron por la tangente aseverando que tendrían que llevar una muestra a un laboratorio especializado, en Maryland, con la certeza de que les sería prohibido tomar, así fuera, una micropartícula del “brebaje” como lo llamaban, despectivamente. Se fueron, por donde vinieron, alegando que algo se les estaba ocultando y que así no se podía investigar nada; se supo después que, uno de ellos, de vuelta en Boston, se convirtió al catolicismo y cambió la ciencia orgánica por la teología.

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La cinta inauguratoria fue cortada por la hermana Sor Cecilia Angarita, de la Orden Carpinteras de Nazareth, a quien acusaron de no cumplir los requisitos de castidad, necesarios, para tal empresa; por lo que algunos obispos, que llevaban años tras el fuero cardenalicio, consideraron espuria la entronización de la Virgen de la Mazamorra y elevaron una queja al Vaticano, el cual contestó, con un lacónico mensaje: que “la virginidad es un estado del alma” y que no procedía poner en tela de juicio la santidad del acto. Después del discurso del Presidente Ananías, en el que ratificó la voluntad de la iglesia por participar en el proceso de paz, invitó a sus miembros –o sea a la feligresía católica, apostólica y romana de las ciudades y pueblos de Cundinamarca– a creer más en las positivas acciones emanadas de la zona de despeje. Después de sus palabras, una mujer se acercó a felicitar al Presidente Ananías y era innegable que se conocían; a mi General Padrenuestro le llamó la atención porque, qué mujer tan hermosa –le pareció– no sólo delicada sino con unos labios que prefiguraban una vagina de voluptuosas carnosidades; dejó, el lugar, plagado de feromonas con su escote vaporoso y sus muslos templados; tomó al Presidente del brazo y algo le susurró que lo hizo sonrojarse un poco; se despidieron de beso y ella con sólo caminar hasta el mirador y quedarse extasiada frente a la ciudad, condimentó con pensamientos pecaminosos las bendiciones con las que el Cardenal Poncio Carrillo cerró el evento y que acompañó con el Coro de los Niños Cantores de Sutatausa. Ese domingo en Las Hamacas, después del almuerzo mi General Padrenuestro esperó a que la familia se hubiera levantado de la mesa para preguntarle al Presidente Ananías que quién era la mujer; él le respondió que se trataba de quien fuera la amante del fallecido expresidente Dartañán Henríquez Arepuela, que se llamaba Jésica y que, al parecer, le tomó el gusto a la cercanía del poder porque le hizo todas las insinuaciones que pudo para llevarlo, a él, a la cama. Ananías reiteró –con aire de mejor persona– que no tenía intenciones de ceder, a sus pretensiones, porque sus ideas conservadoras iban de la mano con un altísimo estándar de sus principios morales; cosa que era “pura mierda” pensó sin decir palabra mi General Padrenuestro porque Celina le había contado acerca del ínfimo desliz, con ella, en Washington; lo que sí dijo mi General Padrenuestro fue “ qué importa, Presidente, aproveche su soltería”. El mandatario le contestó que sería arriesgado porque los medios de comunicación se enterarían, tarde o temprano, de que Jésica era una de las prostitutas más cotizadas de un burdel llamado La Bombonera. Mi General Padrenuestro se dio por enterado, pensó que merecía la pena conocer un puteadero con mujeres así de lindas y masticando la información, atando cabos, cayó en la cuenta de que se trataba de una de las casas del vecindario, donde Andulima pasaba los domingos, donde vivía el hermano al que le cambiamos el nombre y donde 394


la matrona era la señora, con pinta de pavorreal, que vio en el entierro de Henríquez Arepuela; subió a su cuarto, se cambió para bajar a la piscina, pero –en vez– se metió entre las cobijas, las que ordenó no cambiar, nunca, porque conservaban el olor distintivo de Celina y aún lo hacían desear que ella no hubiera tenido un destino tan corto o ¡mejor! él no uno tan largo. Retomados los diálogos de paz en San Juan de Rioseco, pospuestos a causa del rompimiento de la tregua por la matanza de Los Borricos, un pueblo casi fantasma –en territorio reconocido del Comando Machacán– donde las fuerzas militares encontraron una fosa común, recién cavada, con docenas de campesinos muertos y sus familias, los niños y las mujeres por tiros de gracia; los cuerpos mostraban, al tiempo con la sevicia inaudita, laceraciones infligidas por azotes y quemaduras en espaldas y genitales. Mi General Padrenuestro llegó con una nueva comitiva que puso a los guerrilleros –y presuntos narcotraficantes– a la defensiva, pero ellos la aceptaron porque, en realidad, se les estaban acabando las opciones para seguir usufructuando del paraíso que les montó el gobierno. El Crespo Carrascal se presentó con una camiseta Lacoste, un reloj Rolex de oro y unas gafas de sol que no tuvo empacho en decir que le costaron dos mil dólares; llegó con un grupo de diez hombres y dos mujeres, muy dicharacheros, pero la verdad es que sólo unos pocos hablaban de corrido y de ellos, sólo dos manifestaban bases filosóficas y políticas claras. El Crespo Carrascal asistió a la primera reunión, presentó a su gente y desapareció; lo que a mi General Padrenuestro “le cayó por las güevas” en esos términos lo expresó y aunque era evidente de que el incidente no dejaba de ser una humillación a su rango, a su valía y a su cargo, se obligó a calmarse para no echar por la borda el proceso; él no estaba particularmente interesado en seguir con esa farsa, pero no podía retirarse de la mesa de negociaciones y que con ello la culpa de un recrudecimiento de la guerra recayera en el gobierno o peor aún, en las fuerzas militares. El Crespo Carrascal debía pensar que su homólogo, por naturaleza, era el Presidente de la República y sus desplantes, aunque inofensivos –sacaba la lengua y hacía pistola en público como si eso tuviera algo de original– no dejaban de producirle escozor a mi General Padrenuestro, teniendo en cuenta que estaba vestido de civil y se sentía como un mariquita frente a sus interlocutores quienes vestían, las más de las veces, camuflados de uso privativo del Ejército de Cundinamarca; los cuales se robaron o los mandaron hacer igualitos para causar confusión. De sus primeras impresiones, lo único claro fue corroborar la hipótesis de que el Comando Machacán había dejado de ser el grupo frentero y ávido en buscar soluciones a la situación social y política de los cundinamarqueses; al 395


contrario, se mostraron mezquinos, desagradecidos y con la actitud de estar bendecidos por el pueblo quien, según las encuestas, los consideraba, a la sazón, menos que “limpiadores de culos”, “coimas de letrina” o “excremento de carroñeros”. Mi General Padrenuestro prefería ir y volver a Bogotá, los días que la Comisión de Paz se fuera a reunir, antes que pasar la noche en un territorio que nada tenía de distensionado, como se planeó al principio; sino en el que imperaba un ambiente que se tornó amenazante y peligroso. Blas lo mantenía informado acerca de la cantidad, cada vez mayor, de minas quiebrapatas que él mismo les estaba vendiendo y que estaban sembrando a lo largo de la frontera. Las conversaciones eran anodinas, un batiburrillo ideológico lleno de contrasentidos; se barajaron muchas propuestas de lado y lado y aquellas pre-aprobadas, por ambos bandos, eran las que se discutían, como la liberación de ciertos secuestrados con nombre propio; la realización de un mapa pormenorizado de la ubicación de los distintos frentes guerrilleros a lo largo y ancho del país; la puesta en marcha de una amnistía para exonerar de responsabilidad penal a los guerrilleros que no hubieran cometido crímenes de lesa humanidad y permitirles la reinserción a la vida civil, con prioridad en los efectivos más jóvenes; la garantía de un sueldo de tres salarios mínimos vigentes para los amnistiados, durante dos años y de forma vitalicia a quienes tuvieran más de sesenta y cinco años; la construcción de un club campestre con piscina, cancha de fútbol y helipuerto para que la adaptación a la cotidianidad resultara menos traumática; el pago de cinco millones de pesos por cada arma entregada y mil millones de pesos por cada secuestrado devuelto y lo más importante: la permanencia de la zona de despeje por cien años contados a partir de la firma del acuerdo. Mi General Padrenuestro descartó todas las propuestas que fueran de “borrón y cuenta nueva” por considerar que generarían un marcado desequilibrio en la justicia; rechazó, por la misma razón, la creación de un tribunal exclusivo para los beneficiados de dicho acuerdo y se rehusó tajantemente –al punto de perder los estribos– a permitir que los reinsertados pudieran ingresar a cursos de oficiales del Ejército Nacional y ¡lo más ridículo! que se les fuera a homologar su experiencia en el monte; ese golpe a la moral de sus hombres no lo permitiría “igualar a los guerrilleros con los soldados se hará sobre mi cadáver” expresó, frente a los medios de comunicación. En un tiempo récord se generó un documento final “apurémosle, Lugarte, con el papeleo ¡que no veo la hora en que estos hijueputas se descuiden para matarlos a todos!” me confesó a solas, en su oficina de la Oseta, dándome a entender que cualquier resolución aprobada por el Concilio Parlamentario y ratificada por el Presidente Ananías, sería firmada por él, ante el convencimiento de que ¿para qué 396


seguirle poniendo trabas a un proceso que en realidad no cambiaba nada, distinto a mostrar buena voluntad en el concierto internacional? Mi General Padrenuestro se sentó a la mesa de negociación –pienso, hoy, escribiendo estas líneas– para conocer mejor a su enemigo, calibrarlo, identificar sus fortalezas y debilidades y corroborar su teoría de que quienes terminan dedicándose al narcotráfico y a crímenes atroces relacionados con éste, relajan sus costumbres, se descuidan y caen “de culo” como han caído los imperios, sus gobernantes y sus mafias a lo largo de la historia de la humanidad. En nuestro caso era cuestión de agarrarlos en esa parábola descendiente; “debemos quitarles el inodoro en la mitad de la cagada, Lugarte, escriba eso en mi biografía” agregó, dándome palmaditas en la espalda y las buenas noches. Yo seguía viviendo en su casa, con Andulima, mejor dicho, en la casa contigua que empezaba a volverse ruidosa e invivible por la precoz adolescencia de las niñas. Al día siguiente de la firma del acuerdo de paz con el Comando Machacán, que Cundinamarca entera festejó, sin pensar en las consecuencias y con la misma euforia etílica con que se celebra un reinado de belleza o un campeonato de fútbol, el Presidente Ananías llamó temprano a mi General Padrenuestro para informarle: “¡Le acaban de arrancar ambos testículos al Presidente de los Estados Unidos!” el grupo terrorista Al Qaeda estrelló dos aviones contra las torres gemelas en Nueva York y contrario a cualquier presagio, los edificios se desmoronaron como un castillo de naipes; ese crimen atroz cambiaba, como por ensalmo, el equilibrio internacional: con los ojos de los gringos y los de sus aliados, mirando al medio oriente, mi General Padrenuestro adquirió de forma inusitada mayor libertad de movimiento en la región. Acordada y firmada la paz “se respiran nuevos aires en Cundinamarca” expresó en alocución televisada el Presidente Ananías, desde el Teatro Colón y acto seguido presentó la sinfonía Pax Regurgitae Opus 44 para instrumentos de viento, compuesta por el arreglista zipaquireño Verbigracio Polanco Cuestas en honor a la efemérides. “¡Lo que nos faltaba: una orquesta de pedos!” comentó mi General Padrenuestro antes de comenzar a roncar, recostado en las cómodas sillas de su palco privado y pensando: “Gracias a dios, mis testículos son sagrados”. Reina disfrutaba de la telenovela nocturna en uno de los canales nacionales, al tiempo que miraba las imágenes de las cámaras instaladas en las zonas comunales de La Bombonera. Cuin la acompañaba; de pronto, él, dio un gritico sobrecogedor –nada nuevo desde que había salido del closet y se iba reafirmando en su homosexualidad, vestido como un árbol de navidad, daba griticos sobrecogedores a cada rato– pero esta vez sí tenía sus razones: le señaló a Reina que por la puerta grande de la casona entró 397


mi General Padrenuestro, uniformado y con sus botas de campaña puestas, debía venir de algún operativo en la sabana o de supervisar algún entrenamiento a campo traviesa. Ella sabía exactamente cómo reaccionar; había soñado la secuencia de acontecimientos, incontables veces y la repetía en voz alta: “El General Padrenuestro vendrá a la Bombonera, cuando el lugar adquiera fama y prestigio y yo me le presentaré como la dama de alcurnia que soy; entablaremos una amistad –a los enemigos hay que tenerlos cerca– y él me contará poco a poco sus pesares y entre chistes y chanzas, entre mujeres, trago y jolgorio, cuando nuestra relación parezca de confesionario, él me enumerará sus más recónditas cabronadas y el día que me diga que culeándose a una reina de belleza le pareció divertido, o digno del más entretenido sadismo, botarla por la puerta de un carro en movimiento, yo buscaré la manera de acercarme por su espalda y le pegaré un tiro en la parte baja de la columna; cuando, parapléjico o cuadripléjico, se haya recuperado, lo buscaré, le revelaré mi identidad y lo mataré, esta vez de frente para que no pueda borrarme de su mente por toda la eternidad”. Con la rapidez de un sueño, volvió a repetir, con ansiedad, el hilo de los acontecimientos en su cabeza y ordenó a Cuin que entretuviera a mi General Padrenuestro; mientras tanto, en la planta principal, bajo el candelabro de Murano, éste abrió un paquete de mentolados Paquistán; ya en el reservado realizó la rutina completa para encender su cigarrillo y una chica coquetonga, de faldita corta y zapatos de tacón bastante altos, se le sentó al lado y procedió a quitarse la chaqueta abierta y larga, dejando al descubierto sus hombros y un escote por el que se podían ver las antípodas. La chica le explicó el funcionamiento del lugar: tenía la posibilidad de beber acompañado, con la chica o chicas de su predilección, pero para pasar a un cuarto debía pagar una tarifa de permanencia o comprar una botella de licor por cada una de las chicas que entraran con él, además de lo que negociara, por aparte y con cada una de ellas, de acuerdo a los servicio deseados. La chica finalizó su bienvenida, con un beso y recitando como una autómata: “Aquí trabajamos jovencitas universitarias, cultas, muy bien presentadas, buenas conversadoras, discretas, higiénicas y dispuestas a complacer las fantasías de nuestros clientes, con la única condición obligatoria de la protección profiláctica ¿Quiere el señor que le sirva un trago? ¿O quiere que antes le presente a las chicas?” Mi General Padrenuestro optó por lo segundo, con la esperanza de que se presentara Jésica, la mujer que lo obnubiló durante el evento de inauguración de la Virgen de la Mazamorra; pero no se presentó, dio su descripción y le fue informado que ella no había vuelto y que “de pronto volvía pero, por allá, en diciembre”; se quedó entonces con Pamela y con Berenice, la una blanca y la otra morena, que nada tenían que envidiarle en belleza a Jésica, aunque les faltaba picante –por así decirlo–. No importó, mi 398


General Padrenuestro las subió a un cuarto, pagó lo que tenía que pagar, aceptó lo que ellas le cobraron y las sentó, por turnos, sobre su arisco pene, que llevaba un estado de vigilia prolongado. Sólo se bajó los pantalones y de forma intermitente –como quien pone las luces de parqueo– las sacudió, recostado en un sofá, con la cara roja del esfuerzo, acalorado y feliz de gozar “la carne fresca, casi cruda” –de acuerdo con la descripción que me dio días después– y que no probaba desde hacía mucho tiempo. Quedó, sin duda, satisfecho con el servicio; hubiera preferido menos condón y más roce animal, pero el lugar le agradó y fue fácil darse cuenta que era el mejor en su categoría. En La Bombonera hacían sentir a cada cliente como a un jeque árabe o un corredor de bolsa hongkonés o neoyorquino; las chicas eran perfectas, sin estrías, sin tatuajes invasivos, los dientes blancos y parejos, la piel luminosa como las actrices de cine y con olor a azahares como las mujeres de Macondo; y no es que cautivaran a los clientes con instrumentos de cuerda como las geishas o las chalanas llaneras, pero sí los tocaban como tal: les sacaban música de las entrañas, de los intestinos, al fin y al cabo de eso están hechas las liras y de eso es que se tratan realmente los asuntos del amor, que no son más que la búsqueda de una cadencia, de recuperar los acordes perdidos entre jadeos cercanos a la divinidad. En ese nirvana temporal en el que permaneció hasta después de subirse los pantalones, ajustarse el cinturón, sacar un Paquistán del bolsillo y salir al corredor, estaba mi General Padrenuestro cuando se le acercó Reina; él la saludó con cierta distancia, más por no tener alternativa que por alegrarse de que lo sacaran de su sopor; ella, cordial, le manifestó: “General, qué maravilla tenerlo aquí. Yo soy la dueña, la mamá de Andulima” y lo invitó a tomarse un trago por cuenta de La Bombonera, trago que él rechazó porque no quería quedarse más tiempo del necesario en un sitio al que no le había tomado confianza, todavía; sin embargo, le dijo a Reina que volvería, que Andulima era muy estimada en su casa, que se alegraba de conocerla y alabó la calidad del trato recibido. Reina le sintió ese olor a bestia, esa que la agazapó contra el blindaje del lujoso carro desde donde la empujó hacia su vida de deformidad y dolor; el recuerdo la acostó durante varios días, durante los cuales Cuin puso en marcha su pospuesto plan de utilizar a Pili Vanilli para llegarle al corazón de mi General Padrenuestro con una flecha letal y certera; procedió a llamarla y ella se entusiasmó ante la perspectiva de seguir ascendiendo en la escala social, haciendo lo que mejor sabía hacer: poner su cuerpo al servicio de sus intereses. La dieta del ejército cundinamarqués constó, durante mucho tiempo, de grandes cantidades de agua de panela, debido a que Blas sacaba su camión lleno de la panela que se elaboraba en la zona de despeje –pagada por los rubros que la Oseta tenía para 399


las operaciones encubiertas– y se devolvía con listas de pedidos de muchas personas que le encargaban cosas; productos, la mayoría, que sólo se conseguían en Bogotá: repuestos de automóviles y electrodomésticos, principalmente, dentro de los cuales escondía las minas quiebrapatas que le vendía a los machacanes. En los retenes, previos a entrar a la zona desmilitarizada, se manejaban contraseñas para dejar pasar a Blas sin requisarlo; con la pantalla de prestar ese particular servicio de encomiendas fue que Blas se compenetró con los primos Pascuas y con los cabecillas del Comando Machacán quienes con las minas quiebrapatas que él les “contrabandeaba” estaban consolidando una frontera inexpugnable y protegiendo la región donde se asentaron con comodidad y al amparo de las múltiples prebendas otorgadas por el Estado para que desarrollaran lo acordado por la paz consensual recién firmada. Por esa época, fue que Blas conoció a Víctor Canallas Garrido, natural de San Juan de Rioseco, donde había sido alcalde por cuatro años; a quien se le debía el progreso de la ciudad, gracias a que era un hombre culto y emprendedor, con buenos contactos en Bogotá y heredero –por el lado materno– de vastos latifundios que empleaban a más de la mitad de las familias de la zona rural. Su visión sobre los logros de la paz era positiva, siempre y cuando las tierras que lo vieron crecer y que eran como las niñas de sus ojos siguieran en franca mejoría y aumentando su valor intrínseco. Para él, que a la zona de despeje se le hubiera dado una elongación, de cien años, representaba una victoria de sus lazos con el poder central. No era, en realidad, un hombre conciliador –como la gente y sus pares lo veían– sino que tenía intereses en ambos bandos del conflicto, razón por la cual transaba con los unos y con los otros. Gran lector de Coprolíades, el censor beocio epígono de Solón, pensaba que los conflictos de la democracia no eran entre buenos y malos sino entre fuerzas electorales y –partiendo de esa base– la estructura de su pensamiento se resumía en cuatro reglas sencillas: la primera, la obtención del voto; la segunda, hacer lo que fuera para conseguirlo; la tercera, las consideraciones éticas; y la cuarta, el reconocimiento de que el orden precedente es inalterable. Don Víctor fue puesto en contacto con Blas porque necesitaba un nuevo sistema para el filtrado y limpieza de la piscina de su hacienda la Chucuita, conformada por una casa estilo español pero sin balcones, con ventanas dobles, de vidrio y angeo, cubiertas de enredaderas, espesas, de flores anaranjadas y amarillas que se habían tomado la totalidad de la fachada; era prácticamente imposible abrir las ventanas, por eso en las épocas de más calor permanecían abiertas las puertas de los recintos y cuartos que daban al patio central, con fuente en la mitad y pescaditos que, como pasa en esas tierras mágicas, toman el color de los ojos y los labios de las mujeres de la familia; la 400


piscina era semi-olímpica, detrás de la casa, donde don Víctor nadaba, sin falta, por las mañanas; y lejos, al fondo, atravesando un inmenso potrero donde, a veces, se jugaba al fútbol, una porqueriza en la que se engordaban marranos para hacer las lechonas dominicales, pero la familia se encariñaba tanto con ellos que, la verdad, eran muy pocos los que se sacrificaban. El resto de la hacienda consistía en tierras de cultivo que don Víctor le entregaba a terceros para la labranza, con equidad en la repartición y en la negociación de su producido, además con la ventaja para los agricultores de que cuando un plantío se perdía, a causa de las intemperancias del clima, él asumía la totalidad de las pérdidas; por ese tipo de generosidades era que a don Víctor lo querían y respetaban en la comunidad y muchos recurrían a su sapiencia para escuchar sus consejos. Blas era un hombre callado y siempre parecía estar al acecho; sus precauciones extremas lo alejaban de las personas que encontraba a su paso, pero un mediodía canicular le aceptó una cerveza a don Víctor y se les volvió costumbre sentarse a hablar; o sea, se le volvió costumbre a Blas escucharlo porque, él, no era mucho o nada lo que musitaba, pero sí le interesaba el enfoque de alguien poderoso sobre el manejo de lo que los medios de comunicación dieron en llamar “el postconflicto” dentro de la zona de despeje; supo, por ejemplo, que don Víctor fue parlamentario y ponente de una de las reformas agrarias más afortunadas que se desarrollaron en el país, que en sus años mozos perteneció a los grupos políticos de izquierda pero que apenas heredó su fortuna, a la muerte de su padre –como siempre pasa– se volvió más de centro en sus creencias políticas, encontrando su equilibrio ideológico en las filas del Partido Liberal, del cual uno de sus antepasados fuera de los principales legisladores contra la tenencia improductiva de tierras por parte de los latifundistas. A Blas mucho de lo que le contaban podía no interesarle pero estaba dotado de una grande y recursiva memoria que le permitía reconstruir conversaciones completas; se enteró, también, que don Víctor había participado en los fallidos diálogos de paz del Presidente Nicéforo Cuervo de Pedroza y que, de joven, estableció una cercana amistad con Julio María Machacán y que fue uno de los oradores durante el sepelio de los tres hermanos; por eso no le extrañó cuando, una mañana, en que le llevó a don Víctor una medicina que le compró en Bogotá para la psoriasis, lo encontró desayunando con El Crespo Carrascal y los primos Pascuas; Blas guardó un silencio de mármol y con esa manera muy suya de pasar desapercibido, de lograr una casi total invisibilidad, inclinó la cabeza lo suficiente para significar un saludo cordial, sin molestar a nadie y señalando respeto por los primos Pascuas, a quienes conocía y a quienes entregaba, para su bodegaje e inmediata instalación, la totalidad de las minas quiebrapatas. Su posición privilegiada dentro del curubito de la zona de despeje, hizo 401


que su presencia se volviera normal en cualquier parte y como su extrema quietud era signo de discreción pues, a nadie, se le ocurrió poner en duda, el interés puramente lucrativo de sus negocios. El Crespo Carrascal, en cambio, lo trataba como a un subalterno más, pero le dio el chance de conseguir en Bogotá granadas de fragmentación; y como le compró más de las que había solicitado y se las cobró a un precio menor del estipulado –con el argumento de que un conocido, que trabajaba en la IMES, las sacaba antes de que fueran inventariadas– lo empezó a encargar de suministros más especializados y por supuesto, a considerarlo como a un coequipero, lo que era un gran avance. Como el neurocirujano que destapa el cerebelo y debe intervenirlo sin dañar ningún punto vital, así de delicada era la situación de Blas, por eso los acercamientos con la Oseta y con mi General Padrenuestro eran cada vez más medidos y complejos; diez personas, de la oficina de inteligencia, estaban encargadas de prestarle apoyo, conscientes de que El Crespo Carrascal y sus secuaces no demorarían en investigarlo y seguirlo. En la zona de despeje se desarrolló un programa social y cooperativo para ofrecer vivienda y trabajo a los reinsertados, por lo que San Juan de Rioseco se convirtió en la tierra de las oportunidades; su población se triplicó y continuó en ascenso porque “ningún sitio puede ser tan pacífico como el lugar, mismo, donde se fraguó y se firmó la paz” era lo que la gente pensaba y por lo tanto su reputación de paraíso fue divulgada con amplitud. El Presidente Ananías, aunque veía con preocupación que la sustancia de lo pactado no se cumplía, mantuvo el cañazo de la paz concertada por el resto de su mandato; nunca se enteró –porque hubiera sido una dolorosa traición– que mi General Padrenuestro estaba fraguando un plan para acabar con esa mancha de reinserción-despeje-y-distención-casi-vitalicia en nuestra geografía, apenas fuera elegido el próximo Presidente de la República. El Ejército Nacional dedicó meses enteros, después de la firma de la paz, a formar un cinturón reforzado de fuerzas militares alrededor de San Juan de Rioseco: instalamos un sistema de vigilancia satelital que permitía seguir los movimientos del Comando Machacán y diseñamos –bajo la certeza de que la paz firmada era el instrumento más peligroso que tendría la subversión para extorsionar al gobierno y sojuzgar a los cundinamarqueses– un plan de acción secreto, de seguridad nacional, a menos de un año de las elecciones. Si mi General Padrenuestro veía, en ese momento, del color de las hormigas el futuro de nuestro país; éste no era lo suficientemente negro hasta que una noche, a las tres de la mañana, Blas llegó a la casa, saltó la tapia cubierta de pinos del jardín, se dejó desarmar de pies a cabeza, se identificó con los casi cincuenta hombres que nos cuidaban y enruanado y con pasamontañas, entró al cuarto de mi General Padrenuestro y le prendió la luz, en la mitad de un largo ronquido, sólo para 402


manifestarle, con la privacidad del caso, que los hermanos Espinel habían llegado a San Juan de Rioseco y que se habían reunido con El Crespo Carrascal. Después de su epifanía en el Puente de Angostura, mi General Padrenuestro adquirió un genuino interés por el Río Bogotá; no tenía que molestarse pero el esfuerzo, por limpiarlo, del Presidente Ananías requería, sin duda, del respaldo de la fuerza pública, pues no existía un verdadero control sobre quienes estaban contaminando sus aguas. La primera medida fue contratar –por tercera vez– un par de dragas chinas que parecían flotando sin ningún sostén, pero que se anclaban, a la ribera, con unos garfios metálicos; desde el aire parecían arañas cortadas por la mitad; de sus vientres salían unos tubos enormes que succionaban un lodo negro, un residuo repulsivo que era “como alquitrán” o “ como el vómito de Satanás” según los vecinos del lugar, entrevistados por un noticiero del mediodía. Se trató de pañitos de agua tibia, porque era más la podredumbre que entraba al río, que la que salía; el Presidente Ananías sabía que las labores, de limpieza, debían ir acompañadas por un paquete de restricciones, a la industria cundinamarquesa, para evitar que sus desechos llegaran al río pero, éste, no fue aprobado por el Concilio Parlamentario. La influencia –o lobby como dicen ahora– de los grandes grupos económicos pudo más que la buena voluntad del gobierno; razón por la cual, salvo las dragas y el desplazamiento de las mujeres que lavaban ropa en sus orillas, a otros ríos –¡vaya inutilidad!– no fue mucho más lo realizado y el primer mandatario perdió el impulso y el ánimo de seguir buscándole una salida frontal al asunto; se rindió y mi General Padrenuestro se sentía, de alguna manera, culpable. Una tarde, en Las Hamacas, le propuso una aproximación más puntual y severa al problema: se analizarían, sin preguntarle a nadie y sin pedir permiso, los desechos que cada fábrica despide al río; se calcularían las cantidades de químicos perjudiciales para la naturaleza y el hombre, discriminados por las empresas responsables de cada botadero y se impondrían, de acuerdo a las normas de bioseguridad, vigentes, las multas correspondientes. Se darían, por añadidura, otros fenómenos: los medios de comunicación tendrían argumentos y excusas para meter sus narices, en el sector industrial y hacer lo que ellos saben hacer: preguntar más de la cuenta y poner nerviosos a los protagonistas; los consumidores pondrían en tela de juicio la calidad, la higiene y la pureza de muchos de los productos del mercado y algunos, se esperaba que fueran de los que más confianza generaban entre los cundinamarqueses; y muy importante, las redes sociales que empezaron, por esas épocas a plagar la internet, harían el voz a voz suficiente para causar una debacle; la cual –por qué no decirlo– se podía acentuar produciendo, con un montaje casi teatral, 403


unos cuantos allanamientos. Mi General Padrenuestro estaba seguro de que para evitar un escándalo entre los consumidores, las industrias se decidirían a participar, ellas mismas, en la recuperación del río y dejarían de ejercer presión entre los parlamentarios y hacer más fácil el tránsito de las medidas ecológicas, más urgentes, en el Capitolio. El Presidente Ananías asintió con la cabeza y mi General Padrenuestro cambió de tema, antes de que el primer mandatario se arrepintiera. El lunes siguiente, buscamos a los técnicos franceses que diagnosticaron el nivel de contaminación del río y nos informaron sobre un problema, aún más grave: las talas, las quemas y la múltiples causas de la deforestación agotaron, a tal grado, la capa vegetal ribereña, que las aguas recibían, constantemente, también, grandes cantidades de tierra y piedra, lo que hacía que los dragados fueran inútiles. Los técnicos señalaron que el problema era sistémico –que abarcaba un ecosistema mucho más amplio– por lo que se debían examinar los residuos líquidos –no tratados– y sólidos que vierten los ríos afluentes y a la vez, tener en cuenta –como se había mencionado– que el río Bogotá es uno de los depositarios de contaminación más grandes del Río Magdalena. La mayoría de los cultivos de los municipios aledaños reciben riego de ambos ríos; entonces, es dable concluir, con pasmosa desolación, que lo más nocivo de los desechos industriales va a parar a las lechugas, papas, apios, curubas, moras, etcétera, que servimos en nuestra mesa. Los técnicos franceses nos tuvieron al borde de las lágrimas y a Roxana le tocó excusarse cuando, al tiempo que proyectaron fotos –tomadas los días anteriores– nos informaron que nuestro ecosistema fluvial adolece de extensas áreas donde no existen ni los más mínimos indicios de vida microcelular y que, entre muchas otras calamidades –de las que mi General Padrenuestro tomó atenta nota– lo más impresionante es que, por su fetidez intolerable y sus inhumanas condiciones sépticas, en los registros internacionales el Río Bogotá no es considerado “río” sino que está clasificado bajo la categoría de “alcantarilla abierta”. Mi General Padrenuestro, a quien no le dolía una muela para hacer las cosas, pensó que, en cuanto a la variedad de venenos encontrados en los vertederos de cada una de las fábricas, podríamos –¿por qué no?– agregarle, nosotros mismos, otros ingredientes, más perjudiciales, con el ánimo de lograr, de forma más expedita, los cambios propuestos, pero no fue necesario el ardid, pues aparecieron cantidades absurdas de cianuro provenientes de las papeleras y las textileras; fluoroacetato de sodio presente en los plaguicidas contra roedores; toxina botulínica –cuya ingesta mata dolorosamente– usado por la industria cosmética con el nombre de Botox; biocloruro de mercurio y arsénico utilizados en productos farmacéuticos; plomo, presente en los 404


cables de electricidad, teléfono, televisión e internet; benceno, sin el cual no se pueden hacer pegantes, tintas, ni barnices; metanol, que además de causar ceguera en licores adulterados se utiliza en la elaboración de resinas, plásticos y grasas; tetracloruro de carbono y sulfuro de carbono, entre millares más. Los resultados de nuestro trabajo, de la mano con expertos en química y bioquímica de la Universidad Nacional, arrojaron conclusiones aterradoras pero lo que activó las alarmas y cambió, ciento ochenta grados, el panorama de nuestra misión, fue la de constatar una realidad que nunca imaginamos: se descubrieron cantidades, en excesivas proporciones, de disolventes orgánicos, carbonatos, hidróxidos, permanganatos y soluciones utilizados en la producción de cocaína; productos, éstos, que también se utilizan en procesos de producción lícitos y que no habrían generado, ninguna duda, si no es porque tales cantidades son, inclusive, inusuales, en los entornos de explotación química o mineral y no se habían detectado, nunca, ni siquiera en resumideros cercanos a las industrias farmacéuticas, de acuerdo a la experiencia y datos de los técnicos franceses; de los cuales, uno de ellos, repetía mi General Padrenuestro: “Es un técnico que viene del Instituto Pastor”. La posibilidad de que hubiera laboratorios de cocaína en nuestras narices enfureció a mi General Padrenuestro; aunque este descubrimiento o sospecha, le daba una delantera sobre el narcotráfico urbano que no podía desaprovechar. Por otro lado, la aplicación y puesta en marcha del programa de manejo de desechos era de tal envergadura –el reciclaje, el tratamiento de aguas, la conversión a otro tipo de materias menos dañinas o inocuas y su reutilización en otros procesos industriales, el transporte a rellenos adecuados para aminorar el impacto de las basuras y otras alternativas, más sofisticadas, que requerían de cuantiosas inversiones e importación de tecnología– que mi General Padrenuestro tomó dos decisiones sin que nadie lo convenciera de lo contrario: la primera, que cada fábrica pequeña, mediana o grande tuviera su propio pozo séptico, para evacuar residuos orgánicos; sistemas obligatorios que correrían por cuenta de las empresas y como retribución al ecosistema que, con conocimiento de causa o sin éste, venían contaminando desde hacía mucho tiempo; desde hacía más de cien años, como en el caso de la industria cervecera, por ejemplo. La segunda, fue la de construir un acueducto de aguas negras paralelo al río, a donde fueran a parar los desechos, domésticos e industriales, inorgánicos y que desembocara en el Río Magdalena después de haber pasado por una planta de tratamiento que se construiría en inmediaciones de Puerto Salgar. Ninguno de nosotros entendía, muy bien, por qué mi General Padrenuestro se daba el lujo de tomar decisiones sobre temas que no eran de su incumbencia y cuando, yo, me referí a este asunto en privado, él me contestó: “Mientras el Ministro para el Bienestar de la 405


Naturaleza y la Protección del Ecosistema siga frecuentando los moteles del centro de Bogotá y contratando puticas menores de edad, el medio ambiente, Lugarte, también es cosa mía”. La mamá de Carmen y la mamá de Eulalia convencieron a mi General Padrenuestro de llevar a las niñas –si todavía se les podía llamar así– al concierto de Pili Vanilli; la gran sensación entre adolescentes, con las canciones de su álbum: Mi primer amor. A todos en la casa se nos pegó el sonsonete “… te veo… te persigo… te encuentro… derrites mis labios… te acaricio… te beso… y sin pensarlo… estreno mi cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo …” Andulima y yo los acompañamos, fuimos con cortesías que nos mandó Cuin –de la Bombonera– y nos sentaron en primera fila; las niñas, felices, nos presentaron a sus amigos, que sentados en distintos lugares del Coliseo Cubierto El Campín fueron a saludarlas; pero estaban ansiosas de que llegara su padre, quien venía demorado, no querían pasar la vergüenza –como les había pasado– de que interrumpieran el programa para darle tiempo de que se sentara y de que se acabara la procesión interminable de gente que se paraba a saludarlo. Cuando por fin entró al recinto, efectivamente, muchos adultos lo abordaron para estrechar su mano, pero Carmen no tuvo problema en acapararlo, sentarlo a su lado y decirle a quienes se seguían acercando que la hora de “los saluditos” –así dijo– se había terminado, cosa que a mi General Padrenuestro le causó mucha gracia. El concierto fue una sola gritería de muchachos, un paroxismo juvenil impresionante; Pili Vanilli se cambió de atuendo para cada canción y su sexualidad, a flor de piel, llenó hasta el último rincón del coliseo; sus senos parecían de metal porque, sin importar lo que se pusiera, se veían hinchados y sólidos, a punto de atravesar la escasa tela que los cubría; sus tangas blancas, como de niña, quedaban al descubierto con cada vuelta y cada maroma; pasaba el micrófono sobre su vientre y debajo de los brazos y lo sostenía entre las piernas mientras animaba a la audiencia a seguir el ritmo con las palmas de las manos. Mi General Padrenuestro no esperaba que la cantante se le sentara sobre las piernas mientras cantaba “estreno mi cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo… estreno mi cuerpo contigo …” se hizo el desentendido pero –conociéndolo– sentir a esa mujer eléctrica y con la excitación multiplicada por un público desbordado, al ritmo de sus movimientos, lo mantendría en vela por muchas noches. El sábado de la semana siguiente llegó por la tarde, temprano, a La Bombonera y escogió a una mulata curvilínea que le recordó a Celina, por lo que al comienzo primaron las caricias y los besos, demorando el final, sintiendo mi General Padrenuestro la piel oscura contra la suya; al cabo de unos minutos él se desnudó por 406


completo, lo que era inusual, su sistema nervioso estaba concentrado en conectarse con esa mujer, girardoteña, con la humedad de la tierra caliente en la curvatura de sus pantorrillas. A ella, esos afectos manifiestos, aunque pequeños, por parte de un hombre enrazado con animal y un uniforme plagado de insignias, la excitó sobremanera, lo que también era inusual; se convirtieron en un solo amasijo, ninguno de los dos quería soltar; mi General Padrenuestro eyaculó como un semental equino y sin embargo, la mulata le pedía más, incesante, clavándole las uñas en la espalda, con los muslos recogidos contra las costillas, apretando y jadeando y gritándole: “Soy su puta, General, pártame por la mitad, déjeme la chocha como un campo de batalla, atraviéseme como si se fuera a acabar el mundo”. Lo demás eran chillidos de gata callejera que se apagaron con una última embestida que la dejó mordiendo las cobijas, ahogando la gritería, para que, en la casa, no fueran a pensar que la estaban matando, con un hierro candente o con la sodomía de los minotauros. Mi General Padrenuestro se fumó tres mentolados seguidos; no quería salir de ahí, se sentía a gusto, sin embargo se vistió y pidió una botella de whisky que Cuin se encargó de llevarle porque quería presentarse como el hermano de Andulima y ponerse a sus órdenes; conversaron, ambos, mientras la mulata, recién salida de la ducha, se ponía sus calzoncitos de encaje oscuro que poco se distinguían de su cuerpo color tabaco, se refrescaba la piel con una loción olor a menta-océano y se ponía un vestido plateado que, a duras penas, le tapaba el montículo de su sexo, de por sí notoriamente abultado, que ella sabía aprovechar: se paraba con la pelvis hacia adelante, mostrando su centro con el convencimiento de que esa voluptuosidad era un anzuelo automático para atrapar clientes. La mulata salió del cuarto y Cuin puso el tema –adrede, pero con tono de casualidad– de las confiancitas de la Pili Vanilli durante el concierto y las fotos, de la cantante sentada en las piernas del ministro, que habían salido en las revistas de farándula; dejó que mi General Padrenuestro contara el cuento a su manera y se le saliera esa lascivia que le produjo el sólo recuerdo de esos muslos y ese culito recalentados por la música a todo volumen y las peripecias con el micrófono. Cuin se extendió en la historia de la chica, que, con dieciocho años, había llegado a La Bombonera con una alegría contagiosa y la manía de cantar en los baños y corredores con una voz como la de los ángeles; contó la motivación de Reina –y la suya propia– para que “Pilarrica” como le decían las otras chicas, persiguiera una carrera en el espectáculo; ahondó en las circunstancias en que ganó su primer concurso, organizado por una disquera cazatalentos que le costeó sus primeras giras, le hizo los primeros arreglos y la sacó del anonimato. “Es una culiadora incansable y recursiva” dijo Cuin y puntualizó en la tristeza inconsolable, en que quedaron varios clientes 407


cuando ella se fue; acto seguido, al margen y hablando con rapidez, entre una cosa y la otra, comentó algo así como “por supuesto, que ella todavía se cuadra su platica como prepago”, “¡Usted me entiende General!” exclamó, tapándose la boca como si se tratara de una infidencia, pero poniendo las cartas sobre la mesa. Mi General Padrenuestro pensó en hacerse el desentendido, pero sabía exactamente lo que le estaban insinuando y su cuerpo se alegró de que existiera la oportunidad, real, de acostarse con ella, de poseerla, por eso preguntó: “¿De cuánta plata estamos hablando, don Cuin?” y sin ambages, sin que le temblara la voz porque en ese campo era un experto, Cuin contestó: “¡Cincuenta millones de pesos!” y sin notar ningún asomo de sorpresa en la cara de su interlocutor, remató: “Usted, General, consigna la plata en la cuenta que yo le doy y arreglamos el encuentro”. Reina esperaba, afuera, ansiosa de relacionarse con mi General Padrenuestro, pero Cuin consideró que era mejor no presionar los acontecimientos por lo que prefirió dejarlo, tranquilo, con su botella de whisky y le mandó dos chicas para que lo acompañaran; a la una, como iniciando un juego infantil, la llamó Pili, a la otra Vanilli y las puso a tocarse y a besarse entre ellas. Después de un rato mandó traer, de nuevo, a la mulata para que lo masturbara con la boca mientras él miraba a las melcochudas –recién bautizadas– chuparse los pezones y escupirse entre las piernas para lubricar sus sexos pelados y abiertos como mangos dulces. Mi General Padrenuestro se fue pasada la medianoche y le entregó a Cuin una suculenta propina para sellar el acuerdo. Cuando llegó a su casa, Martina estaba llorando y llamando a su mamá porque se sentía muy sola; sin quitarse los zapatos, se acostó a su lado, la abrazó y se durmió pensando: “¡Qué falta, tan hijueputa la que me haces, Celina!” Al otro día, domingo, en Las Hamacas, llegó Blas a caballo después de almuerzo. Dejó su camión en un hostal cercano y atravesó el monte, durante la mañana, para evitar que lo siguieran. Las niñas se botaron a saludarlo, lo llamaban “el monstruo comeniños” y como estaban demasiado grandes para montársele en los hombros y colgarse de sus enormes brazos, lo llenaron de besos. A Blas, el inconmovible, el asesino por naturaleza, se le vio la alegría en su cara que ellas definían: entre carcelero y bulldog y cuando eran más chiquitas: entre Shrek y Úrsula, la mujer pulpo, de la Sirenita. Mi General Padrenuestro observó la escena y le reconfortó saber que, por lo menos, tenía quien protegiera a sus hijas en caso de que él faltara o alguien indeseable se metiera con ellas; para él no podían existir tres mujeres más hermosas sobre el planeta, sabía que pronto iba a estar espantando pretendientes como moscas y se dio cuenta, además, de que, sin que todavía ninguna tuviera novio: ¡ya los odiaba a todos! Blas nos 408


reunió para actualizarnos y para decirnos que en la zona de despeje había un descontento general por la alocución televisada del Presidente Ananías tres días antes, aseverando que el Comando Machacán estaba incumpliendo lo pactado en los acuerdos de paz, que estaban demorando –a propósito– el reintegro de sus soldados a la vida civil, que entregaron un número poco significativo de armas y que, según información clasificada –no mencionó la fuente– se estaban armando dentro del perímetro de San Juan de Rioseco. Mi General Padrenuestro tenía muy claro, paradójicamente, que haber firmado la paz era una flagrante declaración guerra; era una manera de decir “ahora, vamos a hacernos pasito” y de ocultar acciones narcoguerrilleras con acciones políticas e infiltrarse en el aparato del poder público que, en este país, es la clave para lavar el pasado, el dinero y seguir delinquiendo al amparo de la más rampante impunidad. Las fuerzas militares dábamos la impresión de estar mirando los toros desde la barrera, pero, nada más alejado de la realidad: estábamos esperando que se exaltaran los ánimos, por cualquier motivo que no fuera propiciado por nosotros y que la tan mentada zona de despeje –el experimento socio-económicocultural ponderado por sociólogos y politólogos de todas las latitudes– se convirtiera en el campo de batalla que, en realidad, era. El Crespo Carrascal, antes huidizo y ubicuo, ahora –de acuerdo a los testimonios de Blas– actuaba como un verdadero mariscal de campo: recorría el perímetro a diario, le tomaba diez horas y en cada punto de vigía, formaba filas de hombres cuyos ejercicios y consignas revelaban un alto grado de acuartelamiento y entrenamiento militar. Mi General Padrenuestro le rogaba al Presidente Ananías, en privado, que buscara argumentos fehacientes para volver a militarizar la zona, que, aunque, fuertemente acordonada y vigilada por las fuerzas del ejército, era como un tumor canceroso que crecía con desmesura, se enraizaba cada vez más profundo y que, así, sin tratar, no demoraría en hacer metástasis. La presencia de los Espinel empeoraba las cosas, el hecho lo clasificamos como el más peligroso augurio: la familia había perdido su negocio multimillonario en el Orinoco y existían fuertes indicios de que estaban trasladando su operación a Cundinamarca. Mi General Padrenuestro sacó su cuchilla del bolsillo de la camisa, cortó el filtro de los Paquistán que quedaban entre la cajetilla y los alineó frente a él. La reunión se extendería y mandó traer agua de panela, queso sabanero y mogollas para todos; Roxana se lanzó a decir que ella podía ir a San Juan de Rioseco, hacerse pasar por prostituta y castrar al Crespo Carrascal “yo le arranco esas güevas a ese triple cabrón de la mierda, con mis propios dientes” fue que dijo y Quesada, con una sola mirada, la apaciguó. Por ahí no era la cosa, mi General Padrenuestro estaba convencido de que 409


no necesitarían ampliar la operación encubierta; “dejemos los santos quietos” repitió varias veces, pues Blas había logrado algo insólito: el Comando Machacán lo tenía a cargo de los suministros, estaba infiltrado hasta la médula, entre los duros de la comandancia y no quería poner en peligro ese esfuerzo; se arremangó, dio dos bocanadas seguidas a su mentolado y concretó “primero lo primero” y propuso el desarrollo de dos planes paralelos: por un lado, continuar la revitalización del río Bogotá, apostando policías en ambas riberas para evitar que se siguiera utilizando como un basurero y retorciendo –con la ley en la mano– el pescuezo a las industrias aledañas para que se hicieran cargo de sus propios desechos; y por el otro, desenmascarar las fábricas que estaban funcionando como fachadas del narcotráfico, para lo cual teníamos a nuestro favor el factor sorpresa y la puesta en marcha de una buena idea, surgida de la mente maquiavélica de Reyes y que llamaría la atención de los delincuentes porque, ellos la pusieron de moda para intercambiar dinero, tener un espacio para hacer negocios y de paso, rumbear y rotarse las puticas de turno: una pirámide. Me encontré a Blas en la Oseta; estaba, con unos técnicos, incorporando un microdispositivo de grabación, al sistema de un teléfono celular de la más alta tecnología; se encontraron con el problema de que el aparato, así se viera apagado, no lo estaría, seguiría gastando pila y eso obligaría a Víctor Canallas Garrido –quien le pidió a Blas que se lo comprara en Bogotá– a mandarlo arreglar él mismo y que se descubriera el engaño, la intrusión cometida. La solución al problema se demoraría una semana: por medio de la Interpol conseguimos un dispositivo secreto más delgado, ligero, con pilas iguales, tres veces más potentes y –lo más increíble– con casi el mismo tiempo de recarga; Blas volvía a San Juan de Rioseco esa misma tarde, le tocó, entonces, dejar ese celular en la Oseta para que lo terminaran de engallar y compró otro que sumergió entre una cocacola. Al día siguiente llegó a la hacienda de don Víctor y le dio las malas noticias: “Patroncito, usted me disculpará, pero saqué el celular, del estuche, anoche, para traérselo cargado y se me regó una gaseosa encima; la semana entrante le traigo otro y no se preocupe, patroncito, que va por cuenta mía, usted ha sido muy generoso con mi persona y yo estoy muy apenado” dijo, le mostró el aparato dañado, pegajoso y don Víctor le respondió: “Ni más faltaba Blas, usted ha sido incondicional conmigo y yo le estoy muy agradecido; tráigamelo cuando pueda”. Así quedaron las cosas y durante esa semana Blas se dedicó a hacer unas averiguaciones que no daban espera y recorrió los alrededores de San Juan de Rioseco hasta que encontró lo que quería: un galpón abandonado que debieron utilizar, en el pasado, para 410


almacenar material inflamable porque las paredes y pisos tenías las manchas ennegrecidas del ACPM y había bidones y mangueras deterioradas, en un rincón, donde, además, se debió cometer un asesinato, a juzgar por lo que fuera un profuso charco de sangre. Bajó de su camión carretes de alambre de púas y tablas de pino corriente, del mismo de las cajas de la panela que transportaba; cercó el lugar y forró con la madera el interior del cuartucho maloliente y después lo recubrió con brea; la puerta era de metal y no fue sino martillarla para que entrara de nuevo en sus goznes; finalmente colgó en las cercas unas señales preventivas: “Propiedad privada, los intrusos serán perseguidos”; los letreros mostraban un perro, parecido a él, con dientes enormes, que a Blas le parecieron graciosos. El lunes siguiente, Blas llegó a la tienda de los primos Pascuas, entrada la noche –ni lunes, ni martes recibían clientela–; había salido al mediodía, no quería que nadie viera su camión, por eso caminó siete horas vestido con un impermeable negro que le cubría la cabeza, una bolsa de tela con tres botellas de aguardiente agarradas con los cuatro dedos de una mano y un tábano, al cinto, que les llevaba de encargo –de esos cuya descarga eléctrica es capaz de detener un toro embravecido pero que a un ser humano deja inconsciente–; los primos celebraron su llegada con copitas plásticas puestas sobre la mesa y coquitas con gajos de naranja, limón y coco. Blas entregó el artefacto con discreción y Venancio –como siempre hacía– le trajo del cuartico de atrás, donde guardaba sus cosas, una propina por haberse puesto en el trabajo de comprarles el tábano en Bogotá, le agradeció el aguardiente “¡para qué se puso en ese pereque!” exclamó y con el ánimo de armar conversación contó que el gobierno estaba empeñado en hacer un censo, para contar a todos los que estaban en la zona desmilitarizada y carnetizarlos, lo que era motivo de descontento porque –se supo después– muchos delincuentes oportunistas, después de la firma de la paz, llegaron a la zona de despeje para hacerse pasar por guerrilleros y lograr rebaja de penas o exoneraciones por delitos menores; asesinos y secuestradores que no lograron quemar los juzgados donde reposaban sus procesos, ni sobornar a los jueces encargados de sus sentencias, algunos de los cuales mataron a sus cómplices para que nadie pudiera señalarlos por la autoría de las masacres y purgas cometidas en los tiempos aciagos de las guerras entre carteles y la rapiña por los negocios y territorios que fueran del Sangrón, principalmente. Esto lo narraban los primos como si le hubiera sucedido a otras personas; pero con brillo en los ojos, como si se tratara de verdaderos actos de heroísmo. Se referían, por ejemplo, a los múltiples mecanismos para encubrir crímenes, como si fueran las acciones de hombres verracos y con temple, 411


engrandecidos por la superioridad de las armas y el talante de la hombría; ese era el tono épico y sublime de sus historias: protagonistas que tenían la audacia de matar a sangre fría y el valor de enfrentar a la autoridad matando a sus mujeres y a sus hijos. Se extendían, con minucia, en el morbo de los detalles, como la vez que un campesino logró escaparse con su cabeza reventada, cayó en un charco y se lo comieron los cerdos; o cuando una mujer asfixió a su hijo entre las tetas para que no le rociaran gasolina y lo quemaran vivo; o el día en que unos guerrilleros caparon a unos soldados prisioneros por haberse robado unas morcillas –les fritaron los testículos en aceite caliente y se los hicieron comer con tajadas de plátano maduro–; o cuando untaron a unos secuestrados extranjeros con mierda y los dejaron amarrados a un cepo, bajo el sol canicular, para que los mosquitos acabaran con ellos; o la vez que, durante la toma de un pueblo, le indicaron a las familias por dónde escapar a sabiendas de que atravesarían un campo minado. “Lo que uno inventa, tomando trago entre amigos… ¡Ah compadre Blas!” le decía Saturnino Pascuas mientras le propinaba palmaditas en la espalda como para esquilmarle algo de veracidad a sus propios recuerdos. Blas se paró a orinar dos veces y a la tercera se le dio el milagrito de poder entrar, sin que lo vieran, al cuartico de atrás, de donde tomó el tábano que Venancio dejó sobre un arrume de dinero. Al atravesar, de vuelta, el mal iluminado pasillo y salir detrás del mostrador, ambos primos se encontraban de espaldas a él; les aplicó dos corrientazos rápidos en el cuello y tumbados en el suelo, les volvió a descargar tabanazos largos que les quemaron el pecho y el estómago. Doña Marcelina –la mujer que había puesto las copitas plásticas sobre la mesa– alcanzó a tomar un machete pero Blas saltó sobre ella como un arquero de fútbol y arrancándole el filo se cortó la muñeca izquierda pero inmovilizó a su atacante contra el piso, le hundió el metal por la boca del estómago hacia los pulmones para mocharle la tráquea y matarla por falta de aire –evitando así que cayera sangre en el piso–. Alrededor de la cintura Blas llevaba alambre y cinta vulcanizada gruesa que utilizó para amarrar a los primos de pies y manos y para taparles la boca; al meterlos en la parte de atrás de una de las dos burbujas Toyota blindadas que encontró en el garaje, les propinó golpes en la cabeza para demorar su despertar; encima de ellos echó el cuerpo de Doña Marcelina, a quien cargó bocarriba para que la sangre no se le saliera del cuerpo. Encontró las llaves del vehículo al lado de la caja registradora –donde siempre las dejaban– y se puso uno de los sombreros de fieltro oscuro que usaba Venancio, apagó las luces, cerró la puerta, salió a la calle, quitó la tranca y abrió las puertas del garaje haciendo el mayor ruido posible, para alertar a los vecinos –un testigo que los viera salir era parte del plan–; sacó el carro, se bajó a cerrar las mismas puertas, poner la misma tranca y hacer el ademán de agacharse y 412


asegurar el candado que ponían siempre por las noches y que no encontró por ningún lado. Arrancó chirriando llanta y se perdió en la oscuridad cundinamarquesa que, a veces, por más luna que haya, tiene un espesor de nata impenetrable. A las siete de la mañana se encontraba Reina en el comedor auxiliar de su casa, es decir, en el área privada de La Bombonera, cuando sonó el timbre. “Deben ser los bomberos para recibir la donación que les prometí. Hazlos seguir, Esmeraldita” le pidió a la empleada, cuando levantó la vista, Reina se encontró con los ojos de mi General Padrenuestro, parado en el patio de ropas, con un maletín en la mano; se ofuscó tanto que sólo se le ocurrió regañar a Esmeraldita y recriminarla: “¿Eso se le parece a un uniforme de bomberos? ¡Por dios!” antes de decir más, su visitante inoportuno se le adelantó: “Aquiles Padrenuestro a su servicio, Señora Reina”. Alcanzó a taconear, por la fuerza de la costumbre y estiró su mano para saludarla; debió suponer que el negocio prepago era exclusivo de Cuin, por lo que, sin entrar en detalles, preguntó por él y enseguida, Reina le pidió que se sentara; repuesta de la sorpresa, le ofreció un chocolate con queso y almojábana que mi General Padrenuestro, gustoso, aceptó –nunca se negaba a un chocolate santafereño con cubitos de queso para derretirlos y una almojábana recién salida del horno–; además porque si pensaba vincular su vida sexual a La Bombonera, era conveniente hacer buenas migas con su dueña. Esmeraldita bajó y dijo que Cuin estaba indispuesto, que se había acostado hacía media hora, después de tomarse un Trabacután para el dolor de cabeza; en pocas palabras: estaba noqueado. Mi General Padrenuestro se sintió cometiendo una fuerte intromisión, respondió que volvería más tarde y al levantarse de la silla fue que le sirvieron los manjares prometidos; Reina, bajando un poco la voz, lo tranquilizó: “Si se trata del asunto de Pili Vanilli, puede dejar el maletín conmigo”. La complicidad con Reina, le daba mayor seriedad a la transacción, no fuera a ser que Cuin, de descarriado, saliera corriendo con la plata. Sin embargo, la situación no dejaba de ser incómoda, mi General Padrenuestro sintió la necesidad de explicar que timbró en la puerta de servicio, siguiendo las indicaciones de Cuin y ofreció disculpas por llegar sin avisar. Reina se alzó de hombros y le contestó que hacía rato quería conversar con él “¡tomando chocolate o whisky, cualquiera de los dos!” exclamó con cierta chispa; le agradeció haber recibido a Andulima en su casa de forma incondicional y reiteró que se sentía honrada de recibirlo en La Bombonera. Reina siguió diciendo: “General, a este negocio lo distingue la discreción; tenemos un jardín enorme con entrada independiente; usted nos avisa por su celular dos cuadras antes de llegar y le abrimos, por atrás, para que entre sin que nadie lo vea. ¿Qué le parece?” “No hay necesidad, 413


Señora Reina” contestó él “por favor, dígame Reina” interrumpió ella y él prosiguió: “Un militar entrando a un burdel es tan normal como un cura masturbándose en el confesionario”. Reina se rio de verdad, por eso mi General Padrenuestro no se disculpó por el tono subido del comentario. Terminada la segunda almojábana, seguían conversando como si se hubieran conocido desde siempre; discutieron la situación del país, coincidieron en lo importante que era mantener la tranquilidad del barrio y en que, definitivamente, era más fácil trancar una pelea entre soldados que entre prostitutas, pues sus garras de felinas son más peligrosas que las armas. “Me queda debiendo el whisky” dijo, al despedirse, mi General Padrenuestro, tomó el maletín y se lo entregó a Esmeraldita; “se nota que es una niña esperando la mayoría de edad para dedicarse a putear” pensó, al detallarle su culito respingado y salió por donde entró, ensuciando con su cigarrillo, recién encendido, una de las sábanas blancas extendidas en las cuerdas de colgar la ropa. Cuin se levantó a las cuatro de la tarde del día siguiente; su cuarto estaba decorado con regalos de las chicas: pompones, estampitas del Divino Niño y de la Virgen de la Mazamorra, postales, recortes de Ricky Martin, ositos de felpa, colonias, afiches de Batman y Robin, guirnaldas, banderas, instrumentos musicales, flores, animalitos en origami y luces de navidad en el techo formando las constelaciones del Zodiaco. Apenas vio el maletín, lo abrió y contó billete por billete los cincuenta millones de pesos. “Obvio que el General no quiera hacer una consignación bancaria” pensó y sacó los siete millones que le correspondían a Reina y los tres para él. Llamó a Pili Vanilli desde su celular con forro de chispitas doradas; ella no contestó, pero le dejó un mensaje: “Pili, mi amor, llámame, nos ganamos la lotería”. Reina, descompuesta, le relató, trasbocando las palabras, los detalles del encuentro con mi General Padrenuestro y le manifestó que, aunque pasó un tiempo agradable con él, quedó sumida en los recuerdos de su tragedia: el asfalto, la sirena de la flota y las costillas, como lanzas, metidas en su corazón. El domingo, mi General Padrenuestro nos levantó de madrugada. Estábamos en Bogotá y pensamos que le había entrado la ventolera de arrancar, más temprano que de costumbre, para Las Hamacas y no fue sino hasta que estuvimos en el carro que dijo que nos tenía una sorpresa: “Vamos a conocer el Salto del Tequendama”. Carmen, amodorrada, le contestó que eso era como un inodoro inmenso y destruido, que fue con el colegio y que muchos de sus compañeros vomitaron por el mal olor; Martina, en cambio, daba brinquitos de satisfacción y nos contó que lo que antes era una caída de agua, hermosísima, que llamaban, hace más de un siglo, Catarata de San Antonio de Tequendama, era ahora un hilito de agua sucia que caía sin mucha gracia. “Además 414


hay un hotel, papá, donde espantan los espíritus de las personas que se han suicidado en los acantilados vecinos”. Ella no lo conocía, pero aprendió en la clase de sociales que cuando terminaron de construir el hotel en 1927, una estación cercana del Ferrocarril del Sur facilitaba que la gente más rica de Bogotá pasara temporadas de reposo y vacaciones; “es de estilo francés y lo construyó un señor Pedro Nel Ospina” agregó Martina y a mí me hubiera gustado puntualizar que ciertamente “se construyó durante la presidencia de Pedro Nel Ospina” y corregirla, pero no quise incomodar a mi General Padrenuestro, quien todavía pretendía ser un sabelotodo delante de sus hijas, pero poco se interesaba por los temas históricos que no tuvieran relación directa con la tradición militar. Llegamos a la vieja casona y el panorama era desolador; las niñas se rehusaron a entrar al ver un par de ratas, en la cornisa de la puerta, los ventanales que dan hacia el abismo y se abren sobre la vista de la caída de agua estaban rotos y sin vidrios, por donde se colaba un viento pertinaz de mil neveras; lo que fueron elegantes papeles de colgadura eran heridas suspendidas, del tiempo, a punto de caer como costras; los cuartos eran inhabitables, las escaleras se sostenían porque, en una época reciente, las reforzaron con cables de acero; los decorados de los techos eran apenas cicatrices queloides de un pasado de abolengos caducos. Mi General Padrenuestro no sabía de arquitectura, ni de ingeniería, pero pudo corroborar que la infraestructura era sólida –la construcción fue levantada piedra sobre piedra, al borde de la ladera, con vaciados de argamasa ferrosa incorruptible–. Cuando miró por la ventana vio que Carmen reunió a más de treinta escoltas para que Martina les contara la historia del sitio y cómo perdió su interés turístico cuando el río Bogotá disminuyó su caudal y el Salto del Tequendama pasó a ser “un desagüe chiquitico” dijo Martina en su aleccionamiento y mi General Padrenuestro se sonrió con la ocurrencia de su hija. Era cierto, el río Bogotá, antes majestuoso, formaba la catarata, pero la realidad había pasado a ser dolorosa porque la corrupción de nuestro país se veía reflejada en sus aguas: al fondo de los ciento cincuenta y cuatro metros de caída, de lo que fuera uno de los paisajes distintivos de Cundinamarca, lo que existía era un muladar lleno de cadáveres y basura, de desidia administrativa y de torpeza en la toma de decisiones; se construyeron dos represas hidroeléctricas que le mermaron la fuerza, al agua del río, para saltar con la gracia que admiraran nuestros antepasados. Eulalia, mientras tanto, miraba la niebla con un desinterés total por el paisaje o los detalles históricos que relataba su hermana; sentada con Roxana en la baranda del mirador, hablaban de mujer a mujer; la niña estaba emprendiendo el largo camino de descifrar su sexualidad y le inquietaba, desde su escasa adolescencia, el asunto de que no lograba comprender si los hombres eran tan básicos como parecían ser o si detrás de su 415


pensamiento elemental se alojaba algún insondable misterio, alguna maravillosa revelación. Por la tarde, en familia, en Las Hamacas, mi General Padrenuestro nos manifestó sus irrevocables intenciones de salvar el río Bogotá y aseveró que ese sería su legado a las futuras generaciones de cundinamarqueses y por ende, extensivo a sus hijas, a sus nietos y a su estirpe venidera que imaginaba de tronco fuerte y ramas frondosas como los sauces llorones de la Sabana de Bogotá. Al otro día, durante una reunión que duró más de cuatro horas, se lanzó la operación Asalto del Tequendama. Necesitábamos como aliado a un narcotraficante de primera línea; Saskia era la candidata precisa pero no fue posible encontrarla, había desaparecido del planeta; nunca volvió a su casa de La Cabreja que se estaba cayendo, a pedazos, sobre los dos Maseratis color naranja, que un detective inoficioso encendía una vez por semana sólo para oírlos rugir. La mansión en la isla Gran Caimán se convirtió en una estación táctica de los marines de los Estados Unidos; sus demás propiedades, por un valor incalculable, pasaron a nombre de una australiana y un brasilero sobre quienes nadie daba ninguna razón. Sus cuentas bancarias fueron congeladas –por lo menos en Cundinamarca– y la Interpol no pudo encontrarla ni en su país de origen, ni en Estados Unidos, donde la buscaron con método, por razones fiscales, según un reporte que llegó a la Oseta. Mi General Padrenuestro decidió entonces echar mano de una segunda opción; nos mandó ponerle de frente a los mellizos Velandia y sólo encontramos a uno; “con ese basta” dijo y lo llevamos directo a una de las salas de interrogatorio-tortura-tirabuzón en los socavones de Paloquemao. Lo sacamos empiyamado de su lujoso apartamento en los cerros orientales de Bogotá y lo engrillamos a una pared como a un delincuente, pese a que él tuvo la precaución de sacar su identificación como miembro del Concilio Parlamentario de Cundinamarca; documento que mi General Padrenuestro cortó con su cuchilla en cuatro, antes de encender uno de sus mentolados Paquistán. Es bueno aclarar que el Mellizo, en su afán por limpiar su nombre y cambiar su imagen, ya no gozaba de las atenciones de sus guardaespaldas personales, sino que lo cuidaban nuestros hombres –como a cualquier servidor del Estado cundinamarqués– por lo que le fue difícil oponer resistencia y por supuesto, alegó hasta lo imposible para que lo soltáramos. Gritó, lloró, vomitó y respondió todas las preguntas, con la misma frase: “Me acojo a mi inmunidad parlamentaria”. Con la ausencia de Blas, mi General Padrenuestro llamó a Polanía, le entregó la cuchilla y le susurró, en voz alta para que el Mellizo oyera “necesito grabar a este hijueputa incriminándose por cuanta malparidez, cierta o inventada, haya cometido en la vida de narcorroedor que ha tenido” se levantó, escupió una flema 416


pantanosa, a los pies del detenido y remató: “Cuando termine de hablar me llaman” y salió de la sala de interrogatorios. Dejando su suerte, en un subalterno, era una manera de darle a entender, al Mellizo, que, esta vez, no habría escapatoria y que le iba a cobrar hasta la última violación u omisión de nuestro código penal, a costa de su sufrimiento y el de su hermano, quien por esa extraña forma en que los mellizos comparten el mismo sistema nervioso, también iba a sentir el dolor de la carne, separada de las costillas, por finos cortes horizontales y el escarnio de verse al descubierto y de tener que pagar por los crímenes imborrables de su pasado. El encuentro con Pili Vanilli se hizo por lo alto. Cuin reservó la suite más hermosa de la ciudad, en el Hotel Estrella Calpurnia, con vista al Jardín Botánico donde todavía, entre follajes y flores endémicas, crecía la marihuana. Sobre eso empezaron a hablar; mi General Padrenuestro le contó a la cantante –para ir rompiendo el hielo– cómo un Presidente de la República, por mandato y para demostrar los poderes curativos de la hierba, decidió plantarla en el Jardín Botánico; “¡poco faltó para que la instituyéramos como símbolo nacional!” exclamó y ella se rio a carcajadas, se puso a saltar sobre la cama, prendió el jacuzzi, pidió un Long Island Ice Tea, encendió la televisión y se detuvo en un canal en el que una niña –Avril Lavigne– cantaba y saltaba y bailaba y en cierto momento ambas cantaban y saltaban y bailaban al ritmo de la misma canción. Pili Vanilli se fue desnudando, de a poquitos, dejó una media aquí, una blusa allá, un guante por otro lado, una bufanda colgada, un zapato al lado de la puerta y el otro sobre el lavamanos; mi General Padrenuestro pensó que la hiperactividad se debía a que estaba nerviosa pero, para nada, ella estaba feliz de compartir su chispeante energía con alguien influyente; estaba feliz de tener cerca un pipí que pudiera sacar de su envoltura –como un regalo– y metérselo a la boca y llenarlo de babas y restregárselo por todo el cuerpo y hacerlo escupir como una fuente y hacer buches con su semen; estaba feliz de poder quitarle el uniforme a un ministro de la guerra, de mostrarle el hueco de su culito, de chuparle el de él, de cogerle esas güevotas y acariciarse con ellas sus teticas rosaditas, de abrirle las piernas en la cara y ponerle su “gallinita ciega” –así le decía– en la lengua, mientras tomaba su “bom bom bum” con las manos y le exprimía su sabor a rojo cereza, su frambuesa rubí, su fresa encarnada. Mi General Padrenuestro alzó a Pili Vanilli y la metió en el jacuzzi, le miró su sexo afeitadito y minúsculo, la vio jugar con los chorros de agua y pensó que sólo le faltaba un patico de hule amarillo con pico naranja para estar totalmente extasiada; su cara en el espejo, del baño, le mostró las canas alrededor de su calva, la oscura sombra debajo de sus ojos y las rugosidades de su piel oxidada como los herrajes de los cinturones que le fueron 417


quedando cortos y que aún guardaba porque, de alguna manera, contaban su historia. Mi General Padrenuestro se quitó el uniforme, lo dejó doblado sobre una silla, se metió en la cama y se quedó dormido. Amaneció en la misma posición y Pili Vanilli, a su lado, acurrucada entre sus brazos, se chupaba el dedo; la levantó a regañadientes y se la llevó para Las Hamacas. “¡Niñas, les tengo una sorpresa!” gritó desde que llegó; encontró a sus tres hijas en su cama; ellas no podían creer que estaban viendo a la Pili Vanilli de carne y hueso; las cuatro, entonces, se pusieron a saltar en la cama y a cantar y a bailar sin descanso; por la tarde, improvisaron un espectáculo imitando a Shakira, Cristina Aguilera y Britney Spears. El Presidente Ananías, quien era, desde hacía rato, huésped permanente de las Hamacas, al final de la presentación, preguntó: “¿Esa no es la cantante de moda Pili Vainilla?” y mi General Padrenuestro le contestó: “Sí, Presidente, otra niña que no tuvo infancia” y siguieron aplaudiendo los dos. Mi General Padrenuestro estaba contento, con él mismo, por su determinación de no haberse acostado con ella; en lo sucesivo, lo que tuviera que ver con los intereses de sus hijas y que no fueran los suyos propios, dejó de atraerle, sin mayores esfuerzos; las leyes de la vida –supongo– se impusieron a su moralidad de padre que, con los sentimientos encontrados por la rabia aún latente del asesinato de Celina, lo volvieron cada vez más sanguinario en la Oseta y más humano y presente en la interacción con su familia. Por la noche, cuando Pili Vanilli se iba a despedir con un beso en la boca, mi General Padrenuestro la apartó con suavidad y le susurró: “Lo siento, ahora eres amiga de mis hijas”. Ella entendió de inmediato y lo abrazó con un agradecimiento que no entendería sino después de los muchísimos errores que seguiría cometiendo y después de los cuales, siempre, terminaría almorzando en Las Hamacas con las únicas personas que le abrimos el corazón, incluido Reyes quien la enamoró y la llevaría al altar con la condición expresa de que fuera ella la encargada de dar las serenatas. La noche que retuvo a los primos Pascuas y que asesinó a Doña Marcelina, Blas se obligó a dormir sólo una hora; le faltaba un último detalle para pasar un par de días torturándolos, tranquilo, sin despertar sospechas por la desaparición de dos de las personas más notorias en San Juan de Rioseco. Se fue para la Chucuita donde encontró a don Víctor desayunando; le ofrecieron agua de panela con queso, pero él aseguró que estaba de afán, que lo esperaban en Bogotá y que iba tarde, sin embargo, musitó: “Patroncito, es que quería pedirle un favor” dijo, con la voz tímida que le servía para acentuar su posición subalterna “lo que se le ofrezca, Blas, diga no más” respondió don Víctor “es que, patroncito, no vuelvo sino hasta la próxima semana y pasé por la tienda de los Pascuas y nadie me abrió”, “muy extraño eso, doña Marcelina 418


siempre llega temprano” manifestó su interlocutor. Blas se tomó un sorbo del agua de panela recién servida; tuvo buen cuidado de no mostrar el antebrazo y que se le viera la herida en la muñeca y prosiguió: “¿Será, patroncito, que usted le puede entregar este tábano a Don Venancio que él me mandó comprar?”, “por supuesto, Blas, no se preocupe y no olvide el asunto de mi celular” respondió don Víctor. Blas dejó el tábano sobre la mesa, en su caja original envuelta en papel periódico, se comió el queso casi sin masticarlo, lo pasó con un último sorbo de agua de panela y salió pidiendo disculpas por la visita tan corta; apuró el paso y tomó su camión rumbo al galpón donde había dejado a sus rehenes amarrados. Los encontró despiertos –al lado del cadáver de Doña Marcelina que yacía bocabajo en un charco de sangre– los miró a los ojos y se rio como lo habría hecho Satanás; les quitó la cinta plástica de la boca y los dejó gritar y desbocarse hasta que se cansaron y se dieron cuenta de su total indefensión. Es claro que no tenían escapatoria, que iban a morir; sin embargo –como siempre sucede– le ofrecieron a Blas, por su libertad, esta vida y la otra –más la otra, dada la situación–. Cuando Blas les mostró su insignia de la Oseta con nombre y foto, ellos se calmaron, pensaron que tratándose de un asunto de Estado tendrían, de pronto, la posibilidad de salvarse. Blas, cortante con sus exigencias, les dijo: “Ustedes van directico a la cárcel, par de hijueputas, pero si no me dicen lo que quiero saber, los dejo medio muertos y los tiro de un helicóptero en la plaza de este pueblo de mierda”; les permitió gritar de nuevo, putearlo y amenazarlo de todas las formas posibles, mientras él orinaba contra la pared y dejaba que el hedor les llegara hasta las narices; les volvió a cubrir la boca con cinta y se fue a dormir a su camión; se echó una ruana encima y sus ronquidos revelaban la tranquilidad de un hombre que no se incomoda con nada. Por la noche, entró con una olla de caldo de papa, comió frente a ellos y les preguntó: “¿Quién ordenó envenenar a los invitados del Banquete Milenario?” durante un rato largo dejó que ellos, amordazados, chapucearan palabras, expresiones y sonidos; con una navaja, sostenida entre los nudillos, les cortó la tela de los pantalones, les hizo pequeños cortes verticales en las piernas y cada vez que oponían resistencia les clavaba un tenedor dentro de la carne viva. Trajo del camión una bolsita de sal y les quitó la cinta de la boca: “¡Respondan!” gritó, sin prisa y agregó: “Les advierto que yo sé las respuestas a las preguntas que les voy a hacer, sólo quiero corroborar ciertos detalles con ustedes”; los invitó otra vez a responder y ellos siguieron ofreciendo plata y soltando amenazas inútiles, por lo que Blas le puso un poquito de sal a las heridas de las piernas y les explicó en su jerga militarizada que ellos, por más masacres que hubieran protagonizado y más gente que hubieran visto morir, no conocían el dolor y que la sal tenía las propiedades de llevarlos al infierno y hacerlos conocer sus más profundas 419


cavernas, porque les iría carcomiendo la carne, hasta el hueso y les haría desear su propia muerte. “Si usted, Blas, no dispone de tiempo, no se le ocurra torturar a nadie” decía mi General Padrenuestro, pero Blas no le creía, pensaba que la aplicación constante y progresiva de dolor era la clave y así lo había hecho siempre. En la Oseta ordenaban, muchas veces, limpiar las heridas de los torturados y ofrecerles desayuno, para ablandarlos, pero Blas veía eso como cariñitos innecesarios. Otras veces mataban a los torturados sin obtener ninguna información y se los llevaban al monte para hacerlos pasar como bajas de algún operativo, mecanismo que se iría volviendo cada vez más frecuente dentro de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca. Se hacía para cumplir con la cuota de enemigos muertos que exigían los superiores y para el efecto cualquier cuerpo servía: podían ser muchachos atrapados en alguna redada en Bogotá, manifestantes tirando piedra frente a una universidad o campesinos muertos a quemarropa durante alguna marcha de solidaridad; ¡eso no importaba! los cadáveres eran disfrazados de guerrilleros y amontonados frente a una comisaría para contarlos y enterrarlos en una fosa común, desnudos, para así reciclar los uniformes de la delincuencia guerrillera o paramilitar, en otros cuerpos y conservar sus insignias, cinturones, herrajes y calzado en el mejor estado posible. Esta situación engañosa, para dar la impresión de estar venciendo a los alzados en armas, mostraba la podredumbre de los mandos medios del Ejército Nacional y la inercia del gobierno; mi General Padrenuestro no era ajeno a tal argucia: él mismo, había recurrido a otra modalidad con el objetivo de sabotear las treguas de los diálogos de paz: mandaba recoger una treintena de indigentes en Bogotá, los bañaba, los afeitaba, los vestía de campesinos, les ofrecía un suculento almuerzo y montaba, con ellos, una masacre guerrillera con tiros a sangre fría, gargantas cercenadas y fosas comunes que las víctimas cavaban antes de su ejecución. Dos días permaneció Blas abriendo pequeñas cortaduras en el cuerpo de los dos hombres y echándoles pequeñas y proporcionales cantidades de sal; no les dio comida, les orinó encima, cortaba pedazos del cadáver de Marcelina y se los ponía sobre las heridas para acentuar la sensación de podredumbre. “¡Por piedad!” chilló Venancio, en un último esfuerzo “mate a mi primo y yo le digo lo que necesita saber” repuntó y no alcanzó a decir más, pues Blas le atravesó el cráneo, de un tiro, con el cañón en la oreja. Por regla general quien utiliza este recurso es el más fuerte y el más capaz de esperar la muerte sin abrir el pico y lo determinante, con seguridad, es que, también, ha logrado evitar que el otro cante; y así fue, Saturnino se lanzó a hablar de manera ininterrumpida: no sabía nada del atentado al Banquete Milenario pero contó la 420


historia de Víctor Canallas Garrido: un hacendado que logró mantener su fachada de hombre honesto y administrador justo y organizado, pero que se convirtió en el aliado más útil del Comando Machacán y que, asociado con El Crespo Carrascal habían formado, armado y entrenado un ejército para poner en jaque a las autoridades de la mayoría de los pueblos bajo su influencia. Compraban niños a las familias campesinas desde que estaban pequeños y les pagaban, con cuotas mensuales, que a los padres les permitían cultivar y mantener bien alimentados a los futuros delincuentes; esas mismas familias tenían la obligación de votar por los candidatos a los puestos locales, municipales y nacionales que les fueran indicados, dar información equívoca a la policía y a los militares sobre la localización de los puestos de mando o el sitio de cautiverio de los secuestrados; y entregar la virginidad de sus hijas como premio a los hombres que se distinguían en los grupos de entrenamiento, manejo de armas, capacitación bélica, combate y pruebas de peligrosidad y pertenencia a la organización guerrillera. Además de poner a marchar ese mecanismo de reclutamiento, don Víctor era el nexo del Comando Machacán con los parlamentarios y los estamentos clericales; a los primeros los sobornó, les untó la mano –con eso era suficiente– y a los segundos los manipuló para influenciar los sermones dominicales y para que reportaran lo que los soldados dijeran en los confesionarios. Antes de morir, exhausto y pidiéndole perdón a dios, Saturnino Pascuas confesó sus pecados; Blas le escuchó la secuencia de su vida inútil esperando que, de pronto, aflorara alguna perla de información. Le llamó la atención que el torturado se refiriera a los Espinel como una organización, no los llamó “hermanos” –como todos lo hacían– por lo que se podía inferir que se trataba, no de un grupo de cohesión familiar sino de una multinacional delictiva heterogénea y compartimentada, una milicia soterrada con una fachada doméstica que podría estar ocultando unos tentáculos globales con el apoyo de los grandes enemigos de la humanidad, cualquiera que éstos fueran. A Blas no le faltaba razón, mi General Padrenuestro estuvo de acuerdo con su especulación y retuvo las mismas dudas en su cabeza; Blas no le ofreció mayores detalles sobre la tortura, sino que se extendió en la vida paralela de Víctor Canallas Garrido, tal y como se la contaron, pero se guardó el dato más importante para el final: “Les di una buena muerte a ese par de hijueputas” aseveró y “esto le va a gustar, mi General” siguió diciendo, dejando que su interlocutor se impacientara un poco y buscando cómo expresarlo de la mejor manera: “El plan es lanzar a don Víctor Canallas Garrido como candidato a la Presidencia de la República, con el apoyo electoral y económico de la subversión y de los gringos” remató; “¿de los gringos?” preguntó mi General Padrenuestro, sin dejar pasar la significativa revelación “de los gringos” repuso Blas porque fue lo ultimo que pronunció Saturnino Pascuas, con 421


el cañón en la frente: “!Mejor morir, porque esta mierda se la tomaron los gringos!” Mi General Padrenuestro permaneció callado durante un cigarrillo completo y después de pararse, carraspear y escupir por la ventana del último piso de la Oseta, ordenó: “Está bien, Blas, llévele esta semana el celular chuzado al señor Canallas Garrido y no vuelva más por allá. Vamos a hacerles la guerra desde aquí”. Antes de salir, Blas se volteó, con su timidez acostumbrada y dijo: “Mi General, de lo que sí no pude averiguar nada fue lo del asesinato de Doña Celina”. Eran las cinco de la tarde, mi General Padrenuestro se quedó mirando la ciudad nublada, entre bocanadas de Paquistán, viendo el horizonte asimétrico de los edificios y los cerros del centro de Bogotá. Adosado a la pared con garfios y cadenas alrededor de las muñecas, el mellizo Velandia estaba dispuesto a guardar silencio el tiempo que fuera necesario. No se iba a dejar amilanar por alguien del poder ejecutivo ¡ni más faltaba que un ministro lo fuera a interrogar! Estaba convencido de que “quienes legislan mandan” y que el orden lógico en una democracia es que quienes ponen las reglas son los primeros. En el Capitolio Nacional hay una frase, en latín, a la entrada que dice: “Gutta cavat lapidem, non vi, sed saepe cadendo” se trata de una frase de Ovidio, que él le traducía a sus amigos como: “Primero dios, segundo la patria y después los parlamentarios”; y como la ignorancia es atrevida, uno de esos amigos lo corrigió, por molestarlo y se la tradujo como: “Primero dios, segundo la patria y por último los parlamentarios”; hicieron una apuesta, para ver cuál de las dos frases era la correcta y le preguntaron al celador, de la centenaria edificación, sobre la frase que tenía encima de su cabeza, cincelada en la piedra, a lo cual él respondió: “Ahí lo que dice es que la gota horada la piedra, no por su fuerza sino por su constancia al caer”. El Mellizo se enfadó, trató al pobre hombre de inculto y lo amenazó con hacerlo echar de su trabajo. El Concilio Parlamentario de Cundinamarca era un cuerpo colegiado que convocaba a los grandes hombres de la nación; primero, en el siglo XIX, a los próceres y después, en la primera mitad del siglo XX, a la crema y nata de la sabiduría, patriotas afianzados a la médula del derecho, la filosofía y las letras, cundinamarqueses probos y respetados por sus contiendas ideológicas por el bien común y las causas más nobles del quehacer humano. Hoy, es otra cosa: la rama legislativa, la conforman individuos cuyas acciones se centran más en los mecanismos de acopio de poder y en el fortalecimiento y legitimación del estatus. Pareciera que todos fueran mellizos, salvo unos pocos cuya honestidad y estima por el deber cumplido son ofensivas para la gran mayoría y cuyos debates son, las más de las veces, un riesgo para su integridad. Atrapado en los socavones de la Oseta, el mellizo Velandia pensaba en su merecida alcurnia, en su casta intocable que justificaba las 422


ilicitudes del pasado, en el campo de fuerza, invisible, que lo protegía –como a los superhéroes de los comics que leía en su infancia– pero cuando le empezaron a doler los huesos, su estómago sintió el vacío de la impotencia y sus gritos rebotaron contra las paredes de kryptonita; cuando se dio cuenta de que el valor en las buenas no es el mismo que el valor en las malas, afloró su verdadera esencia: una cobardía visceral que lo hizo vociferar y llamar con alaridos de bestia acorralada al Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia. Mi General Padrenuestro apareció al otro día, vio al Mellizo ahí colgado con sus piyamas ensangrentadas, orinado y sucio y utilizó su acostumbrada estrategia; gritó en voz alta: “¿Por qué está el parlamentario Velandia engrillado, si ya se decidió a colaborar? Me lo bajan ahora mismo, me le traen ropa y me le dan de comer” se fue, con aire de benevolencia –repito, como siempre hacía para aumentar la ansiedad de los apresados– volvió al mediodía y encontró al Mellizo bufando, enfurecido, pero con la suficiente voluntad de guardarse sus rabietas. “Usted me va a ayudar, Mellizo” manifestó mi General Padrenuestro, con ese tono de mando que no admite contradicción y en un par de horas le expuso la Operación Asalto del Tequendama y lo convenció de ser él su organizador, o sea que, a puerta cerrada, lo amenazó –¿cómo más se convence a alguien que ha pasado la noche parado en sus propios excrementos?–. Al principio del interrogatorio, el Mellizo estaba confiado –asustado pero confiado; pensando que no eran muchos los trapos que le podían sacar al sol– hasta que mi General Padrenuestro llamó a Reyes y éste le hizo un relato pormenorizado de sus delitos y los de su hermano; inclusive, anteriores al concierto para delinquir que armaron con Saskia Leuenberger Wagenknecht, como por ejemplo: haber guardado la marihuana de un capo de por los lados de Cáqueza en unas bodegas madereras, cuyos dueños fueron asesinados en dudosas circunstancias y haber ayudado a distribuirla reclutando niñas uniformadas de las escuelas públicas de Bogotá; las menores de edad, en vez de estudiar, deambulaban por el centro de la ciudad vendiendo la hierba que llevaban en sus loncheras y las más cancheras, de paso, negociaban en las esquinas de los moteles de Chapinero “el rosconcito que llevaban entre sus calzoncitos blancos” como lo expresó una de las profesoras indagadas después de que el negocio fue delatado a la policía; haber creado la compañía Taxis Velandia, que comenzó con cinco automotores y al cabo de pocos meses había crecido a más de cien: los taxistas alternaban las carreras, de usuarios comunes y corrientes, con entregas puerta a puerta de la marihuana y algunas marcas de metacualona como la Mandy, la Mandrake y la Macumba. Reyes enumeró también los territorios sobre los que los mellizos tuvieron dominio absoluto y donde llevaron a cabo los negocios clásicos de cualquier mafioso: burdeles, casinos y centros de 423


apuestas y usura. Por último y fue cuando el Mellizo se cimbronó y juró actuar en el operativo como el más comprometido colaborador; Reyes le mencionó “la Yayita” una central de usura, llamada así en honor a la voluptuosa novia, con cintura de avispa, de un personaje de tiras cómicas, llamado Condorito, el cual, cuando se sorprendía, caía hacia atrás al tiempo con la expresión: “¡Plop!” al final de cada una de las historietas; la misma expresión que los mellizos dejaban escrita, con sangre, en las paredes de los sitios donde castigaban a golpes a quienes no pagaban sus deudas. Al Mellizo se le vio la cara de angustia; nunca pensó que su prontuario delictivo estuviera tan claro para las autoridades. En la Oseta teníamos información suficiente para llenarlo de procesos penales el resto de su vida –y él lo comprendió esa tarde– además de la posibilidad de que la procuraduría lo inhabilitara para ocupar su curul de parlamentario. Reyes terminó su informe e hizo alusión, muy por encima, de la forma indebida cómo los mellizos se quedaron con los puestos de chance de Caterpillar y el agravante de que éste había desaparecido sin dejar rastro. “Lo tenemos de las güevas, Mellizo malparido y no me interesa si me ayuda conjuntamente con su hermano, tal como han hecho sus marrullerías en la vida. Lo único cierto es que si me fallan, me importa un culo desperdiciar los rondas de ametralladora que sean necesarias para dejar sus cuerpos irreconocibles” le espetó, desmandado, mi General Padrenuestro a sabiendas de que hombres tan vanidosos no soportan la idea de quedar desfigurados para toda la eternidad. Con los años, el juego de la pirámide se sofisticó y se popularizó, para aprovechar la inmensa cantidad de incautos que arriesgaban su patrimonio y sus ahorros, con la ilusión de multiplicarlos por arte de magia y con los beneficios de participar en rifas de carros y electrodomésticos, con tantas boletas como familiares y amigos se llevaran a participar y quienes también obtenían créditos, tarjetas plastificadas redimibles en dinero, viajes y la promesa de tener su dinero produciendo, hasta cien veces, más que en un banco y eso, sin contar que los organizadores del engaño lavaban grandes cantidades de activos ilícitos en el proceso. El mecanismo propuesto al Mellizo y con el que pondrían a jugar a potenciales mafiosos, con la excusa de estar ayudando a la recuperación del Río Bogotá, era más sencillo, menos exponencial y requería de una inauguración para sortear los puestos iniciales de la pirámide. El Mellizo se entusiasmó con el asunto y en un acopio de hipocresía, le dijo a mi General Padrenuestro que esperaba, de su parte, que sepultara su pasado para poder ayudar al pueblo cundinamarqués y a las fuerzas militares desde el gobierno. Mi General Padrenuestro se rio a carcajadas y lo mandó para su casa “¡no me dé excusas para meterlo a la 424


cárcel, otra vez, señor parlamentario!” le respondió mientras prendía un Paquistán; enseguida escupió en el corredor y subió a su oficina, donde decidimos dedicar la semana santa a profundizar nuestras investigaciones sobre Víctor Canallas Garrido quien había lanzado su candidatura a la Presidencia de la República, con una multitudinaria manifestación en San Juan de Rioseco; durante su discurso se pronunció a favor de las inversiones sociales y de infraestructura en la zona de despeje, por considerarla el ámbito simbólico de la paz. Eso a los militares nos pareció abominable, pero nos sacudimos, de los hombros, la rabia y nos impusimos el reto militar y político de seguir en el empeño de recuperar ese pedazo de territorio. Blas arrendó una casa en San Juan de Rioseco para recibir la señal del celular del candidato y constató que el dispositivo de audio y auto-grabación estuviera funcionando perfectamente; Roxana y Quesada quedaron a cargo del seguimiento de las pesquisas que se hicieran en ese domicilio porque Blas, dispuesto a cumplir la orden impartida por mi General Padrenuestro, no debía volver por la zona donde ya lo conocían como un comerciante oportunista y, posiblemente, como sospechoso de la muerte de los hermanos Pascuas, cuyos cadáveres encontraron en la casa-cambuche-escondrijo donde fueron torturados; esa era una señal de alarma que los machacanes no dejarían pasar. En la casa, todavía era mucha la falta que hacía Celina; la mamá de Carmen y la mamá de Eulalia cumplían con sus deberes –es cierto– pero fuera de ser mamás comedidas y de atender las urgencias sexuales de mi General Padrenuestro, las vencían las minucias diarias, los detalles que mantienen a un hogar marchando. Olvidaban, por ejemplo, prender las chimeneas durante las tardes de lluvia o reemplazar los bombillos fundidos o cerrar las cortinas al caer la noche. Mi General Padrenuestro cayó en cama por un violento ataque de gota y no hubo quien lo calmara; sus gritos se escuchaban en toda la cuadra y a nadie se le ocurría aplicarle compresas calientes; además lo atacó una bacteria que le convirtió las amígdalas en piedras del desierto y para su desgracia, cada bocanada, de sus amados mentolados, era un suplicio; alucinó durante cinco días, porque sólo lo calmaba la morfina; llegado el jueves santo, creyó que su familia estaba en Las Hamacas y mandó llevar de La Bombonera un par de chicas vestidas de enfermeras, que lo consolaran. Carmen se había quedado en la casa porque tenía que estudiar –o por lo menos eso dijo– y cuando vio a las enfermeras con sus voluptuosidades aposentadas en la cama de su padre, fumando y usando el estetoscopio para escucharse el corazón y los intestinos, las echó corriendo; mientras bajaban las escaleras, mi General Padrenuestro escuchó los gritos de su hija: “¡O putas 425


o enfermeras, decídanse!” el suceso, le produjo una conmoción incontrolable; cuando ella volvió al cuarto, él, la abrazó y notó que su cercanía le aliviaba el dolor. Carmen mandó traer a los galenos más reconocidos del Hospital Militar, pero sólo le hizo caso a la doctora Nieves, la única que se dirigió a su padre sin zalamerías: “Usted, General, en este momento no es Ministro, ni nada, sino un paciente más; o se ayuda o se ayuda. No son muchas sus opciones”; Carmen se juntó con sus hermanas y entre las tres se dedicaron a cuidarlo; escondieron los cigarrillos, le colocaron el pie hinchado sobre amplios cojines, eliminaron de su dieta las carnes rojas y el vino tinto, le pusieron películas para distraerlo y se turnaron para cuidarlo y ahuyentar a las enfermeras piernilargas, atajar los subalternos con ansias de ganar indulgencias y alejarlo de las noticias –grandes o pequeñas– que llegaran de la Oseta. Lo aislaron, interpusieron entre él y el mundo exterior la única barrera capaz de mantenerlo concentrado en su recuperación: el cariño. Martina le leía la prensa de manera selectiva, Carmen le tomaba la temperatura, le aplicaba ungüentos en la hinchazón y le daba sus medicinas y Eulalia lo distraía con crucigramas, adivinanzas y anécdotas del bachillerato, de las fiestas y de los amigos y amigas que frecuentaban la casa. Pero mi General Padrenuestro no dejaba de pensar en la seguridad del país y conmigo, al pie de su convalecencia, hicimos un mapa mental de lo que estaba ocurriendo. Cuando se levantó de la cama, diez días después, ya tenía claro el curso de los acontecimientos que lo llevarían a liberar a Cundinamarca de sus enemigos más aguerridos. Acabar con la zona de despeje y limpiar el Río Bogotá seguían siendo sus prioridades y la claridad que le dieron el reposo, al tiempo con la morfina y el contacto con sus hijas, le permitió complementar con juicio y detenimiento los planes que estaban en marcha. De esos días de revitalización, sólo me falta destacar un hecho curioso: Reina se apareció, una tarde, a llevarle un pastel de banano y para su sorpresa, él la hizo subir al cuarto; conversaron durante varias horas y la tertulia –me contaron los escoltas– se celebró entre risas y murmullos como si una extraña complicidad hubiera nacido entre ellos. Para esa época, Andulima y yo nos fuimos a vivir a las casas fiscales, recién construidas, en el Batallón Anselmo Gutiérrez Anzola que quedaba un poco a trasmano, pero cuando uno toma decisiones enamorado nada le importa; la nuestra era una casita de un piso, con enchapados en madera y persianas en las ventanas. Gozábamos de todas las comodidades aunque su decoración era un poco rechinante, para mi gusto, pero como corrió por cuenta de Cuin, yo no dije nada, pues me alegró mucho el entusiasmo que él tuvo con los arreglos de nuestro “nidito de tórtolos” como no se cansaba de llamarlo. Nos sentíamos en el cenit de nuestro amor: sin la mirada de 426


nadie más, sin los ruidos de las niñas, sus reuniones para hacer tareas y sus entrometidos amigos, sin los soldados entrando y saliendo, y sin Roxana, Quesada y Reyes asaltando la nevera y viendo televisión en nuestro sofá; pero, sin la cercanía de La Bombonera que era un oasis para nosotros dos, nuestra relación empezó a fracturarse; resultó que yo era demasiado callado y Andulima mucho más animada, sin ser bulliciosa y esa diferencia, entre los dos, empezó a notarse. Salíamos muy temprano para la casa de mi General Padrenuestro, yo pasaba en la Oseta el día y parte de la noche y la recogía, muy tarde, para llegar juntos a nuestro hogar. La vida se volvió extenuante y para agravar la situación, ella me confesó que estaba aburrida de cuidar a Martina, Carmen y Eulalia quienes, desde hacía rato, no necesitaban de una niñera; su oficio se había vuelto desalentador, consistía en recogerles la ropa que dejaban amontonada en los rincones –mucha sin estrenar– después de botar el uniforme del colegio al piso y ya fuera que pasaran la tarde en el club, donde los amigos, en Las Hamacas –a veces– o los viernes y sábados en los centros comerciales donde se planeaban las fiestas de por la noche, Andulima se sentía desperdiciada; se comparaba con Roxana y sentía que su trabajo era poco provechoso, sin emociones y sin un verdadero propósito de vida. Era muy poco lo que, ella, podía contar conmigo, pues mi tiempo le pertenecía a mi General Padrenuestro y eso le fue generando cierto resentimiento; lo que antes no le importaba, ahora le estaba creando un hueco en el estómago, sobre todo desde que compartimos, con él, nuestro deseo de tener un hijo y nos respondió: “Ahora no es una buena idea” y yo agaché la cabeza y no defendí nuestra decisión de pareja. La vida juntos se nos volvió cargante, quedamos a la deriva, el uno del otro y esa distancia paulatina subrayó nuestras diferencias, las puso sobre la mesa, a la orden del día y ninguno de los dos reaccionó a tiempo. Andulima decidió devolverse sola, por las tardes, de la casa de mi General Padrenuestro y yo me demoraba, cada vez más, en la Oseta; durante el día nos llamábamos por celular, al menos un par de veces, pero en nuestro “nidito de tórtolos” ella se pegaba del teléfono y yo metía el computador a la cama donde –dicho sea, de paso– pasaban muy pocas cosas que no fueran mecánicas, como dictadas por un “ambiente rutinario y escaso” al decir de uno de mis poetas favoritos. Y ¿cómo son las cosas? el universo no siempre ayuda, frente a la ventana de nuestro cuarto instalaron una valla de neón cuya luz se filtraba por los huequitos y los aires de las persianas y que proyectaba, directo, sobre nuestra cama un mensaje que decía: “¡Mentolados Paquistán, los que más arranque dan!” En fin, la vida que me ha tocado en suerte ha sido de completa subalternez o subalternancia –¿a quién le importa?–. Apenas termine esta biografía llena de cabos sueltos, como la vida misma, me voy a buscar a Andulima, quien una tarde se fue a vivir 427


a La Bombonera, no sin antes dejar un papel cuadriculado pegado a la nevera con un imán en forma de tapa de gaseosa, que decía: “Te espero”. A los pocos meses, me mudé al apartamentico en el que vivo ahora, para facilitar la negación de tan inmenso fracaso. “Los acuerdos de paz no pueden convertirse en una camisa de fuerza” decía el Presidente Ananías dándole la razón a los medios de comunicación que lo increpaban sobre los abusos que se estaban cometiendo en San Juan de Rioseco y que eran de conocimiento público. Además, empezó a surgir el problema de que los reinsertados a la vida civil, que se venían a vivir a Bogotá, no sabían hacer nada distinto a robar, extorsionar y matar a sus congéneres; el descontento de la comunidad iba en aumento. La gente suponía que una vez firmada la paz habría paz y nada parecía estar más lejano de la realidad. Las elecciones se venían encima y los candidatos sacaban de la manga las promesas recocidas de siempre y basaban sus campañas en las debilidades del gobierno de turno, hasta que apareció en la palestra Víctor Canallas Garrido cuyo discurso, vibrante y firme, destacaba lo contrario: que la zona de despeje era el mejor sitio de Cundinamarca, donde se vivía en paz gracias a que la fuerza pública se mantenía al margen de sus procesos internos; su plataforma política se basó en resaltar el remanso de tranquilidad que supuestamente existía en San Juan de Rioseco; los comerciales de televisión mostraban una tierra prometida y pujante: cascadas de imágenes revelaban un nuevo paraíso lleno de oportunidades de trabajo, de campos cultivables y propicios para la ganadería, de proyectos de vivienda en construcción, de infraestructura en ciernes, gente feliz, aire descontaminado, ausencia de indigentes, calles limpias, canchas de fútbol, parques, alamedas, fuentes y agua, electricidad, teléfono, internet y gas natural más barato que en las restantes ciudades del país. “Nadie se va a ir a vivir a ese peladero” decía mi General Padrenuestro en tono indignado y es como si lo hubieran escuchado porque el discurso de Canallas Garrido tomó un giro distinto en los días venideros, tratando de venderle a los electores que el progreso y la paz eran extensibles a todo el territorio nacional y con más veras a Bogotá que bien necesitaba de un saneamiento sustancial en lo social, político, económico, educativo, jurídico, ambiental, policial y militar. En escasas tres semanas, las encuestas señalaban a Canallas Garrido a la par con sus más cercanos contendientes y diez días antes de las elecciones lo mostraban “escapado del grupo” –para usar una frase ciclística– y casi inalcanzable por los demás candidatos. Mi General Padrenuestro no se preocupó por difundir el pasado incorrecto del virtual ganador, pues la experiencia le había enseñado que dichos fenómenos son imparables: existe un 428


periodo, en toda avanzada proselitista, en el cual los seguidores se cierran a la posibilidad de asimilar cualquier imagen, frase o idea contraria a la de su candidato; una frontera imaginaria, después de la cual hasta los argumentos negativos se convierten en una oportunidad de alimentar y enriquecer su discurso. Además, no estaba ocurriendo ningún distanciamiento real, ni tácito, entre Canallas Garrido y mi General Padrenuestro ¿qué necesidad podía existir, entonces, de ir a patear el avispero? Lo que no descuidamos, en la Oseta, fue el hecho contundente y definitivo de que lo que el próximo Presidente de la República, hablara por su teléfono celular estaba quedando grabado digitalmente y a buen recaudo, en una casita de San Juan de Rioseco, donde una pareja joven y dinámica montó una papelería. La llamaron: “Papelería y miscelánea La Perla” y se llevaron a Andulima para atenderla, mientras Roxana y Quesada, que interpretaron, de nuevo –como hicieran en Panamá– a un matrimonio establecido, se encerraban a escuchar las grabaciones y a tomar nota de las infidencias que pudieran servir para neutralizar el poder del futuro mandatario, que, de acuerdo al testimonio de Saturnino Pascuas –¡qué dios tenga en su infinita gloria!– estaba dictado por los móviles más oscuros y soterrados de nuestra dependencia narco-gringo-paramilitar-guerrillera. En camisa de once varas estaba metido el Presidente Ananías cuando llegó la CMN, uno de los noticieros con mayor influencia, a nivel global, a realizar un reportaje sobre la limpieza del Río Bogotá. Hubo que llevar a los periodistas a otro río, mostrarles, desde las alturas, en un helicóptero, las dragas chinas para que no sintieran la dentina espantosa invadir sus narices y decirles, palabras más, palabras menos, que gracias a medidas jurídicas –todavía sin aprobar– se había logrado torcer el brazo de las industrias para que, éstas, se hicieran cargo de sus propios desechos. Se habló de pozos sépticos en las fábricas, inmensos y profundos; de plantas de conversión de aguas sucias en aguas de riego y consumo para el ganado vacuno; de recanalización de aguas negras para desechos humanos; de centros de investigación para desarrollar novedosas formas de tratamiento de aguas; de ambiciosos planes de reforestación para evitar la erosión de las riberas y de los terrenos aledaños; se les mostraron, además, comerciales de televisión creados para la concientización de los cundinamarqueses sobre la utilidad de ahorrar el agua, el reciclaje de las basuras y el respeto por los ríos. Todo era un sartal de mentiras; incluso, el Presidente condujo a los reporteros hasta un campo donde se instalaron miles de recolectores de agua de lluvia, en forma de paraguas al revés, que no era nuestro sino de la República Democrática del Tolima, nuestro país vecino, cuyos gobernantes se prestaron para el engaño a 429


cambio de que les pagáramos, por adelantado, los intereses de una deuda que teníamos con ellos. El reportaje fue un éxito y la alegría del Presidente Ananías pronto se convirtió en una nube negra cuyas aguas –valga la alegoría– lloverían sobre su administración, con el potencial de hundirlo hasta el cuello y ahogarlo entre sus propias patrañas; pues, las organizaciones-no-gubernamentales dedicadas a los cuidados ecológicos del planeta se entusiasmaron por venir a Cundinamarca para ver, con sus propios ojos, nuestras iniciativas limpia ríos-aguas-cauces-alcantarillas; inclusive la OPA, Organización Mundial para la Preservación del Agua, anunció la apertura de oficinas en Bogotá y declaró que un cambio, de tal magnitud, merecía de su apoyo y el de la comunidad internacional. Así las cosas y teniendo en cuenta que nuestros ministros y ministras para el medio ambiente han sido, por lo general, hijos e hijas de papi con latifundios propios que proteger, con amigos dueños de terrenos para valorizar y con más sellos en sus pasaportes que planteamientos serios, el Presidente Ananías recurrió, en buena hora, a mi General Padrenuestro para que desarrollara los proyectos que tenía entre el tintero; los que, entre tarde y tarde, en Las Hamacas, le había expuesto esperando las circunstancias correctas para llevarlos a cabo. La verdad es que estábamos dentro del margen propicio para realizar la pirámide, de la Operación Asalto del Tequendama, en pro del ecosistema fluvial; hacía falta un apoyo mediático que convenciera a los participantes de que sacaran sus chequeras y más importante, aún, de que hicieran, acto de presencia, en su inauguración. Con el apoyo incondicional del gobierno, la sucesión de los acontecimientos fue milimétrica. Primero, a mi General Padrenuestro se le cambió el título de Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación por el de Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Fluviales de la Nación para otorgarle capacidad de acción sin la intervención de otros ministerios y de manera temporal, pues nunca hemos renunciado a buscar, un día de estos, nuestra salida al mar. Segundo, trasladamos –también temporalmente– el noventa por ciento de los soldados que estaban protegiendo y vigilando la zona de despeje y los alineamos, a lo largo de ambas orillas del Río Bogotá, con la misión de evitar que se botara hasta la más mínima partícula de mugre en sus aguas, por parte de las fábricas –cuyos desagües y botaderos estaban identificados– por parte de las empresas de recolección de basura que muchas veces, por ahorrar plata en transporte, no utilizaban los basureros municipales que quedaban bastante lejos o por parte de los particulares, como las pequeñas y medianas empresas, lavanderas, cartoneros, agricultores, acarreadores, areneros y gente del común que hacía sus necesidades en el río o 430


botaba desde envolturas de chicle hasta colchones viejos. Por último, dimos el toque mágico que distinguía las acciones de mi General Padrenuestro: los lingotes de oro que adquirimos por nuestra participación en el saneamiento militar del Orinoco fueron derretidos en miles –por no decir millones– de pepitas pequeñas y redonditas que fueron desparramadas a lo largo del río, desde su origen hasta su desembocadura, por ocho aviones de fumigación, los mismos que le incautamos a los Estados Unidos cuando vinieron, sin autorización, a llenar de glifosato nuestro cultivos de mazorca, zanahoria, sorgo y arroz. La fiebre del oro no se hizo esperar; bastó que tres personas encontraran un par de pepitas y que un noticiero informara al respecto para que el tercio de los bogotanos y otro tanto, venido de todos los rincones del país, invadiera el río para buscar esos ínfimos pedacitos de paraíso preciados por la humanidad entera. Bueno, la maniobra no fue tan sencilla, pero fue planeada hasta en sus últimos detalles: la fuerza pública tenía dominio absoluto del río con camiones en ambas riberas, cada cien metros, canastillas para el mazamorreo de las aguas y una especie de peajes por donde la gente entraba y salía. A cada persona se le retenía la cédula de ciudadanía y a los niños menores de edad se les asignaba un número relacionado con el documento de su padre o su madre; a nadie con antecedentes penales le era permitido entrar, como tampoco a ningún familiar –hasta en un segundo grado de consanguinidad– de miembros de las Fuerzas Armadas de Cundinamarca o de la policía. Se calcula que más de dos millones de personas se lanzaron, al agua, a buscar oro, pero para conservarlo –así fuera una sola pepita o un puñado– cada quien debía sacar, diariamente, su propio peso corporal en basura y cargarla hasta el camión más cercano, que llevaría toda la porquería al Relleno Sanitario Doña Juana. A los hombres jóvenes y saludables, entre dieciocho y treinta y cinco años, se les exigía el doble o el triple de su peso en desechos. El apoyo del Ejército Nacional fue esencial, en el proceso, porque tan sucio, como el río, era el ambiente de reyerta que, con la ausencia de la autoridad, hubiera podido transformarse en violencia absoluta; mucha gente tratando de entrar armas para intimidar a los más débiles y bastante otra tratando de reclutar, bajo amenaza, a grupos indefensos para quedarse con su recolección diaria de oro. La policía por su parte, se hacía cargo de los cuerpos o pedazos de cuerpo humanos que yacían en el fondo: víctimas de asesinato, metidas entre costales llenos de piedras, con grilletes de concreto amarrados entre las costillas o entre la tibia y el peroné, algunos tan llenos de plomo que parecía como si les hubieran descargado ráfagas de ametralladora por entre la garganta; cada hallazgo de carne humana, era un pedazo de evidencia y su ADN era clave para reabrir casos penales de homicidio y secuestro o para aportar pruebas de procesos en curso. También se hallaban armas de 431


fuego, navajas y cuchillos, droga, ropa, cadáveres de animales, herrumbre de todas clases, pilas, baterías y basura orgánica en descomposición. Las autoridades sanitarias municipales y nacionales estuvieron pendientes de los brotes infecciosos que aparecieron y se aplicaron programas preventivos y correctivos, sobre la marcha, con jornadas de vacunación, tapabocas, botas de caucho y guantes de látex, suministros de antibióticos y antipiréticos; dermatólogos, hematólogos y neumólogos, entre muchos otros especialistas, participaron en el esfuerzo de que no se fueran a volver más graves los remedios que las enfermedades e instalaron tiendas de campaña para hacerle seguimiento a los inoculados, a los infectados por bacterias resistentes a los fármacos comunes, a los contagiados y a quienes presentaron síntomas de difícil diagnóstico. El precio del oro bajó pero mi General Padrenuestro se las arregló para seguir pagándolo a los valores iniciales; éste, se acabó a los diez días y así como no enriqueció a nadie, si mejoró sustancialmente la calidad de vida de muchas familias de bajos recursos. Igual, durante varias semanas más logramos que se remuneraran, entre quienes se quedaron trabajando, las cargas remanentes de desperdicio. Al mes, el río quedó libre de impurezas, el agua transparente y millones de peces reaparecieron vestidos de millones de colores como para festejar la recuperación de sus dominios. La fuerza pública se retiró –volvió a la vigilancia en las fronteras de la zona de despeje– y el Concilio Parlamentario aprobó el paquete de medidas legales expedidas para mantener limpio el río Bogotá y sus afluentes. Los países colindantes con el Río Magdalena mandaron felicitar al Presidente Ananías, pues desde La Dorada hasta Bocas de Ceniza la flora reverdeció y sus aguas se volvieron a llenar de carpas, coroncoros, tilapias rojas, mojarras plateadas y azules y otras especies que habían caído en el olvido de los pescadores. En buena hora, aprendió a reconocer, el Mellizo, que agachar la cabeza ante quienes pueden hacernos daño es más un signo de inteligencia que de debilidad; por eso, dedicó sus esfuerzos en congraciarse con mi General Padrenuestro poniendo de su bolsillo el dinero para la adecuación del hotel en el Salto del Tequendama. En realidad, lo quería remodelar, por completo, pero no hubo tiempo; se limitó a cambiar los pisos y las ventanas de la planta principal y a reconstruir, estucar y pintar de blanco paredes y techos; con las tuberías no se pudo hacer nada porque habría tocado tumbar la mitad de la casa, por lo que se recurrió a la instalación de baños portátiles –de esos que se usan en las construcciones y los conciertos musicales al aire libre– para el evento de reinauguración del Salto del Tequendama que pasaría de ser un hilito de agua impotente a convertirse de nuevo en una catarata. “¡Cómo las del Niágara!” gritó 432


Martina, emocionada, cuando su padre les contó del acontecimiento por venir, mientras desayunaban en el comedor auxiliar; Carmen, por su lado, participó que ya había escogido el vestido para la ocasión y exclamó: “¡Vamos a cotizar un resto, Papá!” reiteró. Mi General Padrenuestro sabía que “cotizar” quería decir gustarle a los hombres, pero ese no era el asunto, les dijo que ellas no estaban invitadas y punto. No hubo ruegos, ni rabietas; al contrario, Martina y Carmen sabían cuando un “¡no!” era rotundo y cuando se podía negociar; éste era de los rotundos; él, les anunció, además, que ellas pasarían las vacaciones de mitad de año en Europa y que les permitiría –por supuesto– hacer una fiesta de despedida en Las Hamacas. En la Oseta quedamos pasmados ante los nombres y apellidos importantes que surgieron de las pesquisas derivadas de los desechos tóxicos de varias industrias –fábricas en su mayoría– que podían estar produciendo cocaína en nuestras narices y a las cuales no les era permitido botar desperdicios al Río Bogotá. Se trataba de presuntos narcotraficantes, pero no a la manera comedida de los noticieros; que suelen llamar “presuntos narcotraficantes” a los verdaderos narcotraficantes –incluso después de muertos– a sabiendas de que sobornaron o ajusticiaron a los jueces que llevaron procesos en su contra; sino de la manera soterrada como hombres ricos y algunos famosos, decidieron invertir su platica en el tráfico de drogas, el negocio más lucrativo desde el boom de la marihuana y el espejismo de las bonanzas cafeteras. No se hizo ningún allanamiento a las fábricas, previo a la reinauguración del Salto del Tequendama y al lanzamiento de la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro, para no alertar a nadie, pero tuvimos un indicio de que íbamos por buen camino: se mandaron primero las invitaciones, cuyo programa anunciaba el discurso de apertura a cargo del Presidente Ananías y por el cual recibimos confirmación de asistencia de menos del diez por ciento de los invitados. Unos días después enviamos una segunda invitación para la Pirámide Ríos Limpios Mejor Futuro, cuyo dinero recaudado –un porcentaje de cada pago que se hiciera durante el juego– se consignaría en la Fundación, con el mismo nombre y a la que aseguraron su presencia casi todos los que la recibieron; tal respuesta constituía un parte de victoria de nuestra estrategia. Durante la planeación del operativo, la situación más delicada a tratar –y en la cual tuvimos más cuidado– era que también habría, con seguridad, invitados inocentes o sea personas intachables de la sociedad que, en realidad, si nada debían, nada tenían que temer; pero la prioridad número uno sería la de garantizar su protección y, en últimas, hacerlos ver como los héroes de la jornada.

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Mi General Padrenuestro convocó a una reunión de fin de semana en el club militar, sin celulares, para ultimar los detalles de la pirámide; nos llamó la atención de que el Mellizo incluyó en las listas de invitados a gran parte de sus exsocios de las varias empresas para lavar fondos que tuvo, lo que era una señal de su compromiso con el operativo y el objetivo de atrapar peces gordos del narcotráfico, así fuera sólo por mera conveniencia personal. Mientras almorzábamos el domingo, apareció –¿quién lo creyera?– precisamente, el Mellizo a hacer la sobremesa y tomarse un café con nosotros. Lo vi esta vez como un hombre fuerte: fue humillado en dos ocasiones por mi General Padrenuestro y ahí estaba, sonriente y dispuesto a colaborar, sin que se le notara ningún temor. Incluso Roxana, que se las daba de experta en leer a las personas, de encontrarles las fisuras, quedó impactada con su resuelta figura y espíritu indoblegable; “de pronto el otro mellizo es un imbécil” pensamos, pero las pocas personas que los habían visto juntos coincidían en su indetectable parecido, tanto en el físico como en la personalidad; y no era cuestión de que se hubieran cambiado, de que estuvieran jugando con nosotros, pues éste tenía las marcas de los grilletes a la altura del “tobillo de la mano” como Roxana llamaba a ese huesito redondo de la muñeca, del que, salvo los ortopedistas y profesores de anatomía, nadie más conoce su nombre. El Mellizo fumaba la misma marca de cigarrillos que mi General Padrenuestro y con la misma ansiedad, pero no les quitaba el filtro; nos concientizó acerca del crecimiento exponencial de la pirámide y expresó que, si todo resultaba acorde con los planes, en un par de meses estarían involucrados la mayoría de los delincuentes de la ciudad; antes de marcharse y después de hacer esfuerzos inauditos por caernos bien, el Mellizo nos pidió los lineamientos generales de seguridad y mi General Padrenuestro le manifestó que ese no era su problema, dando por terminada la reunión; sin embargo, lo acompañó hasta el carro y noté que, durante el corto trayecto, pararon tres veces a conversar, no en forma acalorada sino amistosa, lo que significaba un logro importante para el Mellizo, máxime que se despidieron de manera casi fraternal, a juzgar por el alegre y largo apretón de manos que se dieron. Mi General Padrenuestro me comentó más tarde que le inventó al Mellizo una mentira monumental que garantizaba el éxito de la operación y que neutralizaba cualquier descontento de su parte: le manifestó que él no podía hacer nada sobre los procesos jurídicos en su contra o en contra de sus antiguas empresas, pero que existía un indulto presidencial, que se tramitaba, en privado, para los servidores a la patria, que impedía acciones penales en contra de los amparados por esa disposición “soberana e irrevocable” puntualizó categóricamente y se comprometió a que, él mismo, se haría cargo de que a los hermanos Velandia les fuera otorgado tal beneficio una vez que identificaran y encarcelaran, con su ayuda, a la 434


nueva generación de narcotraficantes que funcionaban en Bogotá y que, de paso, contaminaban el río. Mi General Padrenuestro se había acostumbrado a recibir soles por sus encomiables logros en la defensa de la patria y ésta no fue la excepción; cuando llegó a la Quinta de Nariño a informar al Presidente de la República de cómo se desarrollarían los operativos, el mandatario le dijo que le daba todas las bendiciones del cielo, que lo consideraba su más cercano aliado y amigo y que ya tenía el séptimo sol listo para que le brillara aún más el pecho –el Presidente Ananías tenía, él también, sus maneras de asegurarse de que la misión emprendida, por su reputado ministro, tuviera mayores posibilidades de éxito–. La protección del Presidente Ananías durante el evento era lo más importante porque se encontraría solo, entre personas de dudosa reputación; ofrecería su discurso a las seis de la tarde y tendría que salir por la puerta de atrás, de urgencia, mientras se lanzaban los juegos artificiales y justo antes de las palabras del Mellizo quien, sin duda, aprovecharía para darse palmaditas en la espalda antes de cumplir con su responsabilidad de presentar la pirámide. De los parlamentarios, sólo fueron invitados los de la comisión de asuntos ecológicos –eran cuatro– no se invitó a ningún otro general, a ningún diplomático o a ningún miembro del gabinete presidencial –aunque aparecieron algunos sapos– pues el operativo podría complicarse, por lo que era imperativo minimizar los riesgos al máximo. Valga la pena señalar, de que éste era el tipo de ocasiones en que mi General Padrenuestro tenía oportunidad de repetir una de sus frases favoritas: “¡Quesada, minimizar al máximo!”, “¡Reyes, minimizar al máximo!”, “¡Lugarte, minimizar al máximo!” y no es que fuera uno de los puntales de su filosofía –si es que tenía alguna– sino que, básicamente, es lo que hacemos las fuerzas armadas: minimizar al máximo los riesgos, los estragos, los heridos, los dados de baja, las fugas de información, el presupuesto, la cadena de mando, etcétera. Los invitados comenzaron a llegar temprano, muchos querían instalarse en primera fila y tomarse fotos con el Presidente de la República –de ser posible–; de entrada se presentó el inconveniente de que uno que otro llegaba con su esposa, a pesar de que la tarjeta de invitación puntualizaba: “No llevar acompañantes”; éste era un imponderable con el que no contábamos, sólo había sillas para los confirmados y contratamos sólo un baño para damas, más amplio y con espejo. Los guardaespaldas tenían la obligación de dejar a la persona a su cargo en la puerta de la casa y estacionar cien metros más arriba, en un lote baldío adecuado como parqueadero. El que quisiera cuidar a su jefe más de cerca, podría hacerlo con la condición de permanecer en los alrededores de la 435


casa, no adentro. Teníamos la orden de registrar a todos los invitados y afortunadamente nadie se opuso ni se molestó, al fin y al cabo se trataba de medidas que se volvieron rutina en un país considerado: violento, en el concierto de las naciones. Los únicos con protección autorizada dentro de la casa, eran el Presidente de la República y mi General Padrenuestro; los medios de comunicación tenían restringida la entrada al recinto donde se realizarían los discursos –nada de cámaras– con la idea de que desde el mirador cubrieran el portentoso renacimiento del Salto del Tequendama. El Presidente comenzó su discurso explicando la importancia turística y ecológica del lugar, después hizo un recuento de las malas decisiones tomadas sobre el Río Bogotá y su desafortunada evolución; y fue cuando Reyes –encargado del dispositivo de seguridad y del emplazamiento estratégico del ejército y la policía durante el operativo– se le acercó a mi General Padrenuestro y le musitó al oído: “Mi General ¡Alerta roja zeta! ¡Nos descubrieron!” Alerta roja zeta era el estatus máximo de urgencia militar que obligaba a poner bajo protección inmediata a los altos funcionarios del Estado, empezando por el Presidente de la República, pero sólo podía ser puesta en marcha por el General con mayor rango, quien tenía la responsabilidad de dar una de dos respuestas: “Zeta confirmado” en cuyo caso habría que sacar, de inmediato, al Presidente Ananías de donde estuviera y una vez bajo protección, declarar Estado de Sitio, a nivel nacional –confirmado por él– y sofocar por la fuerza cualquier peligro inminente contra Cundinamarca o contra los máximos representantes de las tres ramas del poder público; o “zeta en espera” en cuyo caso mi General Padrenuestro tendría quince minutos para confirmar el estado de alerta roja o para cambiar el status de la alerta y de no hacerlo –de viva voz y frente a un oficial de alto rango a su cargo– dar por comprometida la salvaguardia del alto mando y de la presidencia de la república y transferir la autoridad a la junta de generales. Mi General Padrenuestro cerró los ojos durante veinte segundos, le respondió a Reyes “zeta en espera” se acercó al oído del Presidente Ananías y le pidió que alargara su discurso lo más que pudiera; y salió a la calle, donde más de treinta escoltas lo rodearon mientras hablaba con Reyes. El subalterno le reveló que Roxana y Quesada acababan de intervenir una conversación del candidato a la presidencia Víctor Canallas Garrido, en la que un informante, con excitación en la voz y sin identificarse, le dijo: “Don Víctor, mi contacto en la Oseta dice que debemos tener cuidado, que la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro es tan sólo una fachada para atraparnos” y colgó, sin esperar ninguna respuesta. Le tomó diez minutos a mi General Padrenuestro valorar la situación y la única prioridad que le vino a su mente, con esa intuición alimentada por la experiencia, fue la 436


circunstancia irrebatible de que nunca volvería a tener, en un solo lugar y con actitud tan desprevenida, a tanto “presunto” narcotraficante. Consciente de que había una fuga de información, se subió a su Toyota negra blindada, en la que nos encontrábamos Reyes y yo, cerró la puerta y preguntó: “¿Quiénes, de confianza, están en la Oseta?”, “Blas y Polanía” le contesté, habló con Blas primero y le recordó una de la operaciones alternas que teníamos planeada la noche de la Masacre de los Pájaros y que no hubo necesidad de realizar, pero que de haberse realizado, hubiera habido que subirse al techo de un edificio al norte de la ciudad. Aunque mi General Padrenuestro estaba en una línea celular segura, Blas no quería tomar riesgos y fingió no acordarse de nada, se hizo el pendejo, pero devolvió la pregunta: “¿Está, mi General, pensando en los explosivos que metimos en las carteras de unas prostitutas o en la del bazucazo?”, “¡la del bazucazo, Blas, póngala en marcha inmediatamente!” respondió con apremio; acto seguido, habló con Polanía y le mandó que se dirigiera a la oficina de comunicaciones e implementara, también de inmediato, la comunicación radial-satelital entre los oficiales; “lo dejo con Lugarte y él le dirá qué oficiales conectar al sistema y cuáles no” terminó diciendo; me pasó su celular y me rogó que involucrara sólo a quienes eran de nuestra plena confianza. “Lo dejo a su criterio, Lugarte, acuérdese que tenemos un soplón en nuestras filas” me manifestó y salió del carro con Reyes, reunió a los escoltas a su alrededor –soldados y de la Policía Militar, por supuesto– y dirigiéndose a Reyes anunció en voz alta: “¡Declaro, desde este momento, alerta naranja equis!” Antes de volver al recinto, dio otro par de órdenes: “Devuélvanme los guardaespaldas privados al parqueadero y queda prohibido que alguien salga o entre de la casa” volvió a su puesto y se dio cuenta de que le hizo falta fumarse un cigarrillo. Por su parte, Reyes improvisó otra medida: acordonó el patio, donde estaban los baños portátiles y a los pocos invitados que salieron les prohibió llamar o contestar llamadas por sus celulares; una persona se fastidió, a la cual le rapó el teléfono, lo tiró al precipicio y sólo atinó a comentar “es que, disculpe usted, la señal del celular impide que se puedan halar los inodoros”. El Presidente Ananías tenía la habilidad innata de la mayoría los políticos: era capaz de volver un discurso de cinco minutos en una letanía interminable de logros, promesas y agradecimientos tanto a vivos como a fallecidos. Su mandato estaba por terminar, por eso era entendible para la audiencia de invitados, que el Presidente se extendiera en los éxitos que sus acciones le habían proveído a la nación y a los cundinamarqueses; cada diez minutos miraba a mi General Padrenuestro quien, dibujando remolinos con los dedos, le indicaba que siguiera. Blas llegó al edificio acordado en un tiempo record, 437


con treinta y cinco policías; le indicó al portero, mostrando su identificación, que se comunicara con todos los apartamento por citófono y les informara que se encontraba en curso un allanamiento, por lo que nadie podría salir a la calle, ni a las áreas comunes del edificio. En cada uno de los diez pisos escogieron un apartamento el azar y entraron sin generar ningún tipo de violencia; las órdenes eran muy claras: hacer unas cuantas preguntas irrelevantes y retirarse a los quince minutos, amablemente y pidiendo disculpas por la intromisión. Mientras tanto, Blas subió solo a la terraza, instaló la bazuca sobre el trípode y dirigió el telescopio hacia el techo del edificio de enfrente, donde quedaban las instalaciones de Cundicel, el único proveedor de telefonía celular que funcionaba en nuestro país; apuntó a la antena central enorme y semicircular que transmitía a las demás repetidoras de la ciudad y de cada municipio del país; respiró profundo, pero antes optó por llamar desde su propio teléfono móvil a mi General Padrenuestro, quien de inmediato salió del recinto donde aún se encontraba hablando el Presidente de la República. “¿Qué pasa, Blas?” preguntó con cierto afán “mi General, tendríamos entre cuatro y cinco bajas civiles. La antena no se puede tumbar sin afectar el puesto de control ¿Usted dirá, mi General?” preguntó, casi que conociendo la respuesta “me importa un culo, Blas, rece un padre nuestro antes de disparar” contestó y colgó ahí mismo. En ese lapso, llegó Reyes con los aparatos satelitales que se utilizarían para dirigir el resto de la operación y a los treinta segundos mi General Padrenuestro comprobó que en la pantalla de su celular apareciera el mensaje de “señal interrumpida” y se tranquilizó; volteó, miró a Reyes fijamente y exclamó: “¡El que sea narcotraficante sale de aquí directo para la cárcel!” el subalterno comprendió, al vuelo, la colosal dimensión de los sucesos y se le adelantó a su jefe: “Ahora mismo pido refuerzos”; “que los traigan por helicóptero, no me importa cuántos viajes tengan que hacer” respondió mi General Padrenuestro y prosiguió: “Reyes, cranéese la forma de inmovilizar a los guardaespaldas durante los fuegos artificiales. ¡Cuento con usted!” le puso la mano en el hombro, en señal de confianza absoluta, para rematar: “Y otra cosa, Reyes. Prepárese para una noche de varios días”. Cuando volvió al recinto, los invitados aplaudían alborozados el discurso del Presidente de la República. Entre discurso y discurso se notó la molestia de algunos por la falta de señal celular; uno de los parlamentarios, por razones personales, se dirigió al parqueadero para irse, pero no lo dejaron subirse al carro “doctor, son órdenes de seguridad, nadie sale antes del Presidente de la República” le dijeron y fastidiado se devolvió. Mi General Padrenuestro le ordenó también al Mellizo que alargara su discurso, esgrimiendo que los encargados del servicio de comidas estaban demorados; salió al patio de los baños portátiles y se comunicó por teléfono satelital con Polanía en la Oseta; “mi General, los 438


medios de comunicación ya están en Cundicel, sintieron el cimbronazo”. Después del disparo explosivo de la bazuca, Blas trasladó su comando al edificio de enfrente y acordonó el lugar; a quienes se acercaron, incluidos los periodistas, les dijo que se trataba de un atentado del Comando Machacán y que la investigación estaba en curso, por lo que no podía dejar entrar a nadie. “Polanía, necesito toda la fuerza pública, disponible y no disponible, a las cinco de la mañana en el Batallón Aguirre. Mande venir a Roxana y a Quesada y dígales que ahí los espero” agregó mi General Padrenuestro a la conversación que tuvo con la Oseta y se aseguró, con el Departamento de Tecnologías de la Información, que las comunicaciones satelitales, entre ellos, estuvieran encriptadas; los invitados quedaron aislados pues no había ningún teléfono fijo en el hotel, ni en los alrededores del Salto del Tequendama; pero ellos no lo sabían todavía, ni percibían la gravedad del asunto. Afortunadamente las ventanas del recinto que daban a la calle estaban clausuradas y los invitados no alcanzaban a ver el inusual movimiento de la tropa. El Mellizo, con su discurso, no sólo estaba cumpliendo su parte del trato, con palabras sugestivas y motivadoras sobre la importancia de ayudar a la Fundación Ríos Limpios Mejor Futuro, sino que estaba haciendo reír a su selecta audiencia. Mi General Padrenuestro se rodeó de varios uniformados y se dirigió al mirador del Salto del Tequendama donde los periodistas se veían contrariados por la falta de señal celular; dos de ellos disponían de comunicación satelital e informaron que el Comando Machacán hizo explotar la antena madre del edificio Cundicel y matado a cuatro personas. “¿Qué hacen aquí? ¡Vayan a cubrir esa noticia!” vociferó mi General Padrenuestro, mientras los militares y policías que lo acompañaban –sin preguntarle a nadie– recogieron las cámaras, desconectaron aparatos y sacaron a empujones a cuanto periodista estaba en el lugar; ninguno de ellos recibió órdenes expresas de cubrir la explosión, que dejó sin telefonía celular a Cundinamarca entera, pero, en realidad no les estaban dando mayores alternativas y se fueron como borregos. Se podría pensar, haciendo uso de la lógica hollywoodiense que algún sagaz periodista habría sospechado una noticia más sustanciosa en la forma urgente como los estaban sacando del lugar y se hubiera arriesgado a quedarse, escondido o utilizando algún recursivo ardid pero, no, se fueron todos como borregos, regañados y con el rabo entre las piernas. Reyes le comentó a mi General Padrenuestro que para neutralizar a los guardaespaldas tendría que valerse de casi toda la comida, destinada a los invitados; “vale verga, Reyes, haga lo que tenga que hacer que después pedimos pizzas a 439


domicilio” respondió mi General Padrenuestro con ese tono socarrón, tan suyo que, no abandonaba ni en las situaciones más apremiantes. En breve empezarían los fuegos artificiales, una de las instancias claves de la operación; más de cincuenta mil voladores se soltarían desde el fondo del barranco y se abrirían frente a los invitados, el ruido sería tan tremendo que nadie notaría que el embalse Del Muña y la hidroeléctrica El Charquito serían también voladas para dejar salir el agua, del río Bogotá, contenida durante más de cincuenta años y cuyo caudal liberado le daría un nuevo impulso al Salto del Tequendama. La electricidad sería suplida, inmediatamente, por los Diques de San Lorenzo, sobre el Río Magdalena, terminados hacía poco por los holandeses y costeados por una empresa mixta cuyos principales socios eran los gobiernos del Tolima y de Cundinamarca. Reflectores potentísimos de esos que se usan para hacer comerciales de televisión –bien difíciles de conseguir, por cierto– dejarían ver cómo el preciado chorro cambiaría a catarata. Ese se constituiría en el símbolo de los esfuerzos de saneamiento de nuestras aguas y a la postre sería uno de los puntos de partida de los programas ecológicos para proteger también el aire, los suelos y los recursos minerales; y que repoblarían de flora, fauna y buenas intenciones a nuestra bello país. Antes de volver al recinto de los discursos, mi General Padrenuestro se paró en el mirador, sacó su cuchilla, cercenó el filtro de un Paquistán mentolado y escupió hacia el precipicio; la carraspera de su garganta y pulmones era cada vez más arisca, le costaba más trabajo expulsar la flema acumulada en la tráquea; él nunca pensaba en la vejez, tomaba el devenir de los años con naturalidad, pensaba eso sí en sus hijas y en el futuro que le quedaría a una generación de jóvenes desprovistos de patriotismo o ideales políticos. Se sentía afortunado –me lo dijo muchas veces– de tener la oportunidad de truncarle la vida a tanto hijueputa y tanta lacra social “es que Lugarte, en Cundinamarca existe un lumpen con riqueza y mi deber es exterminarlo” fue como me lo expresó y en alguna ocasión se refirió a esa noche y a los días que le seguirían, como aquí lo recuerdo: “Me paré en el mirador, con mi pucho, miré a la puta mierda y pensé: que caigan los que tienen que caer y los demás, Lugarte, los inocentes que resulten sacrificados: ¡qué se den por bien servidos! La mayoría son una mano de inútiles que dedican su vida a las causas más culas”. Terminado su discurso, el Mellizo recibió un abrazo del Presidente de la República quien también había quedado exaltado por sus palabras y sus menciones históricas a la patria. Al explotar los primeros voladores y las primeras luces pirotécnicas los invitados se acercaron a los inmensos ventanales; con un cielo negro de fondo, se empezaron a ver dragones de luz con lenguas verdes, ramilletes de chispas doradas formando efímeros bosques y frondas de bengalas 440


multicolor; el ruido era bárbaro y desmesurado, como la visión misma de lo que parecían ser manadas de corceles de neón atravesando el firmamento, en la mitad de una batalla intergaláctica. Los invitados manifestaban su estupor con gritos ahogados, menos el Presidente Ananías a quien mi General Padrenuestro retiró del recinto, aprovechando la oscuridad; lo haló del brazo y una caravana de quince carros y la misma cantidad de escoltas, en motocicleta, procedieron a sacarlo del perímetro; antes de subirlo a su Toyota azul oscura blindada y recordarle los protocolos de seguridad, se le entregó un teléfono satelital para mantenerlo en contacto durante el trayecto hasta la Quinta de Nariño. Reyes contaría años más tarde que puso en marcha una técnica aprendida durante sus entrenamientos, en Corea del Norte, que podía dejar fuera de combate a más de trescientos soldados, en este caso personal de seguridad que, en realidad, no sumaba más de setenta u ochenta hombres; aunque distraídos con los fuegos artificiales, logró reunirlos alrededor de una mesa con comida que instaló en el potrero habilitado como parqueadero; jamás habían visto estos sujetos, acostumbrados a la morcilla y a la papa chorreada con gaseosa, manjares tan suculentos y en tal cantidad; de eso se trataba, no en vano, a los invitados no fue mucho lo que les quedó. Se acercaron –tanto choferes, como guardaespaldas– y procedieron a servirse, con las manos, mientras descuidadamente soltaban sus ametralladoras –las dejaron sobre los asientos, apoyadas contra las llantas de los carros o recostadas contra el alambre de púas que los rodeaba– se añadieron, por supuesto, tres pacas de cerveza para reforzar la estrategia. Reyes emplazó a diez de sus hombres, armados con mini-uzis y camuflados –en los potreros aledaños– y les dio la orden de disparar ráfagas continuas, a ras del piso, para tumbar al enemigo sin matarlo y dejar las llantas de los automotores inservibles. La acción sirvió para inmovilizarlos y siendo hombres, como nosotros, destinados a proteger a otros hombres, inclusive muchos de ellos conocidos y algunos excompañeros, Reyes tomó la determinación de no matarlos, pero los gritos de dolor causados por las piernas y tobillos heridos fueron de espanto. La mayoría sacó sus armas personales, pistolas y rifles de cañón recortado, pero no había a quién dispararle, ni claridad acerca del lugar desde donde eran atacados y los que lograron arrastrarse hasta sus metrallas, igual no supieron adónde apuntar. Cerramos el perímetro sobre ellos y en la medida en que iban desfalleciendo y separándose del grupo, nuestros hombres los desarmaban y esposaban a los postes de la cerca. Las miles de veces que rememoró tal emboscada, Reyes terminaba diciendo lo mismo: “¿Podrán creer que esos mancancanes heridos, con la muerte a la vuelta de la esquina 441


y adoloridos como un verraco, muchos seguían comiendo y que arrastrándose como perros se pelearon hasta el último pedazo de carne?” El resto de la tropa rodeó la casa y cuando acabaron de abrir los últimos voladores se sintió un silencio infinito que mi General Padrenuestro rompió, desde afuera, con la ayuda de un altoparlante: “Les habla su General Aquiles Padrenuestro, Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia y Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Fluviales de Cundinamarca; estamos bajo un ataque terrorista, repito: ¡estamos siendo atacados por terroristas, pero no podemos protegerlos si salen de la casa! Queda prohibido salir de la casa, repito: ¡queda prohibido salir de la casa!” Los invitados comenzaron a gritar y a vociferar y se abalanzaron contra las puertas y ventanas; mi General Padrenuestro ordenó dar varios tiros al aire y por el altoparlante, siguió diciendo: “Todos los guardaespaldas han sido asesinados, repito: ¡todos los guardaespaldas han sido asesinados y los carros destruidos! Si salen, no los podremos proteger; por favor guarden la calma; no conocemos la suerte del Presidente de la República, repito: no sabemos quién está al mando de este país”. El silencio dejó de ser infinito y se volvió sepulcral. Los primeros helicópteros en llegar, dos horas más tarde, fueron de primeros auxilios; para entonces los guardaespaldas estaban desarmados y bajo custodia, ningún muerto, la mayoría heridos y dos en estado de gravedad que fueron los primeros atendidos. Una vez estabilizados, fueron trasladados por aire al tiempo con los demás, por tandas, al sitio más cercano con control militar; era clave aislarlos para que no se pudieran comunicar con nadie, pero en el Batallón Aguirre –donde los llevaron– no habría ningún problema porque contaba con instalaciones hospitalarias y personal médico militar, por lo que no habría que llevar a los heridos a otra parte. Los helicópteros seguían aterrizando llenos de soldados y al amanecer contábamos, alrededor del Salto del Tequendama, con una fuerza suficiente para contener las intervenciones indirectas que se pudieran presentar por parte de los ejércitos privados de algunos de los retenidos o de cualquier grupo guerrillero, narcotraficante o paramilitar que hubiera podido ser –subrepticiamente– alertado. El grueso del personal disponible permaneció en el Batallón Aguirre esperando las órdenes que mi General Padrenuestro impartiría por la mañana; y el estado de extrema precaución se mantuvo porque así como había un soplón, podía haber cien y porque el candidato Canallas Garrido conocía la realización de un serio operativo en contra de la delincuencia y eso no podía ser dejado a la ligera; “¡lo único que puede hacer, ese hijueputa, es cagarse del susto!” y no le faltaba razón, a mi General Padrenuestro, al hacer esta afirmación porque, muy seguramente, caerían, durante el operativo en curso, piezas claves para la financiación de su campaña, que estaba entrando en la recta final. Las elecciones a la Presidencia de la República 442


tendrían lugar en dos semanas. Mi General Padrenuestro mandó traer chalecos blindados de varios tamaños, que le servirían para imprimirle dramatismo a la situación de los invitados-rehenes-carne-decañón; entró a la casa, donde ellos estaban esperando una hecatombe y donde se las arreglaron para protegerse, dentro de las restringidas circunstancias: esperando lo peor, se apretujaron, entre ellos, para darse calor y valor, en los rincones más alejados de los ventanales, sobre todo en los momentos tensionantes en que se escuchaban aterrizar los helicópteros. La noche seguía en un estado de letal oscuridad y la linterna de mi General Padrenuestro asustó a quienes se escondieron en lo que debió ser un patio de ropas o un comedor auxiliar; en el tono más comedido que pudo, les informó que la situación era de suma gravedad, que el país entero estaba sin luz y sin comunicación celular –falso lo primero, cierto lo segundo–. Los ahora prisioneros le hicieron mil preguntas, al tiempo y en desorden, pero mi General Padrenuestro se ciñó al guion escrito en su cabeza; difícil interrumpirlo, además, pues se trataba del hombre más impetuoso de Cundinamarca y su apostura de bestia al acecho estremecía; les respondió, con urgencia, que se escondieran en los pisos inferiores de la casa, del lado del precipicio, que cualquier ataque sería por la carretera o por el monte y descartó, de plano, la posibilidad de un ataque aéreo. “El aire es lo único que tenemos controlado” afirmó, no sin antes agregar que, sin embargo, por la noche habían dejado maltrecho a uno de los helicópteros de la Cruz Roja que venía a rescatar a los guardaespaldas heridos; terminó asegurando que arriesgaría su vida tratando de llegar al Batallón Aguirre y que, dios mediante, volvería al mediodía con víveres y noticias de Bogotá; exclamó al salir: “¡Espero traerles noticias alentadoras”. Al rato, entró Reyes a pedirles que escogieran, como interlocutores, a un grupo de diez personas que representara a la mayoría, para facilitar las comunicaciones y a quienes les serían entregados los chalecos antibalas para ser repartidos entre los retenidos. A Reyes le tocó, también, racionar la poca comida que sobró, la noche anterior y él contaría –años después– que algunos de los invitados, acostumbrados a llevar mucho dinero entre los bolsillos, lograron que los meseros y encargados de la cocina les reservaran comida y que –con el mayor descaro– se las llevaran servida, como si no estuviera pasando nada. Por supuesto que hasta el más corajudo estaba asustado pero, muchas cosas no cambian –supongo– incluso en condiciones azarosas ¡la plata manda! Cuando llegamos al Batallón Aguirre faltando cinco minutos para las cinco de la mañana, mi General Padrenuestro nos hizo formar a todos. Quesada le informó que 443


tenía acuartelados a un poco menos de mil quinientos efectivos, contando los que estaban en licencia; se volteó y gritó: “¡Saludar al Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia!”, “¡a sus órdenes, mi General!” respondimos con mano terciada en la frente, hacia afuera, en un ángulo de cuarenta y cinco grados y chocar de tacones. Quesada pegó otro gritó: “¡Saludar al Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación!”, “¡a sus órdenes, mi General!” respondimos de nuevo; y un último grito: “¡Apoyo, discreción y fidelidad a nuestro General Padrenuestro!” y con más energía contestamos: “¡Cuente con nosotros mi General!” A puerta cerrada, Roxana y Quesada recibieron con atención las órdenes del día: “Lugarte tiene la lista de las empresas que vamos a allanar, sospechosas de narcotráfico” empezó diciendo mi General Padrenuestro y a las dos horas ya teníamos el operativo sobre la marcha. A cada una de las empresas –cuyos desechos al Río Bogotá mostraban exagerados contenidos de la materia prima utilizada en el procesamiento de la cocaína– entrarían treinta hombres armados hasta los dientes. Supusimos que, en cualquier caso, encontraríamos resistencia por lo que se trataba de allanamientos a la fuerza –no necesitaban de orden judicial– habilitados legalmente por la alerta naranja declarada por mi General Padrenuestro unas horas antes; para poder hacerlos al mismo tiempo y con la misma secuencia de acciones, se dividió el número de soldados por el número de empresas-fábricas-industrias y cada contingente tenía instrucciones expresas de neutralizar el contrataque, pedir refuerzos ante el más mínimo fuego cruzado, asegurar el perímetro y buscar la droga. La policía recibiría órdenes perentorias de no intervenir. El mensaje de mi General Padrenuestro fue enérgico: “No nos sirven indicios, laboratorios hay de mil clases y todos son parecidos. Su misión es encontrar droga y nada más”. Quesada y Roxana, comprometidos con el resultado positivo de las maniobras repitieron, antes de salir, los detalles finales: “Encontrada la droga, arrestamos a los involucrados, incluidos los celadores y lo llamamos a usted, Lugarte, para que nos suministre los datos de los dueños y socios de cada empresa que deberán ser detenidos. Cualquier falla reportarla directamente a mí General Padrenuestro” los cuatro asentimos y ellos dos se retiraron, con el apremio que demandaba la situación. De vuelta al Salto del Tequendama dentro de una ambulancia blindada que usábamos para circunstancias extremas –y que fue incautada durante los allanamientos realizados a la muerte del Sangrón– mi General Padrenuestro me pidió llamar a Blas para repetirle que debía evitar, fuera como fuera, que se restableciera el servicio celular. Blas tenía claro que ese era el meollo de su misión y me respondió: “Dígale a mi General que pierda cuidado, que arreglar este mierdero sería como coserle las tripas a un muerto con una engrapadora; además, dijeron que toca traer 444


técnicos del extranjero”. Nosotros también fuimos presa de los trancones causados por las desviaciones norte-sur y sur-norte que se implementaron para que ningún carro pasara frente a la casa donde teníamos a los cautivos; pero gracias al refuerzo de nuestros escoltas en motocicleta logramos abrirnos paso y llegamos pasado el mediodía. Mi General Padrenuestro observó cómo el Salto del Tequendama se convirtió, de nuevo, en una catarata imponente “con la fuerza de cien mil caballos” –diría él, después, contándole el suceso a sus hijas y afirmando que fue una de las emociones más satisfactorias de su vida; la caída de agua describía un arco hacia adelante como la melena de una diosa blanca y espumosa y con un rugido que salía de las entrañas mismas de la tierra. La noche anterior no se vio nada porque el agua salió expulsada mucho más lejos de lo previsto y no se lograron redireccionar los reflectores; y aunque se trataba de personas amedrentadas por una situación que los vejaba y empobrecía, cuando llegamos con víveres, sudaderas y cobijas la mayoría de los rehenes estaban extasiados con el influjo reparador del agua, con la visión de una naturaleza monumental que, por más que neguemos a dios ante los tiempos sombríos, nos conecta con él y su justicia divina. La diferencia entre Quesada y Reyes, para mi General Padrenuestro, era que, el primero, se distinguía por ser más activo y emprendedor en las acciones del día a día y en los operativos puntuales, pero, el segundo, era más visionario, veía el bosque y no los árboles, pensaba más como general y ejercía una mayor independencia en la toma de decisiones. A nuestra llegada, Reyes nos rindió un informe pormenorizado de la jornada matinal; mi General Padrenuestro no esperaba tanta efectividad: reportó, por ejemplo, que las llantas de muchos de los carros en el parqueadero eran blindadas y las mandó pinchar con un cortafuegos de esos que se usan para romper candados; dividió por pisos a los rehenes de acuerdo con su peligrosidad, pues empezaba a evidenciarse quiénes eran gente decente y quiénes no –lo que no quería decir que los decentes no fueran narcotraficantes y viceversa, pero sí era de vital importancia mantener a los alborotadores aparte–. Cinco de ellos, incluido un parlamentario –siguió informando Reyes– fueron esposados y amordazados porque estaban violando a una mujer: la susodicha era una acompañante que uno de ellos contrató para el evento, pero esto no daba pie para que abusaran de ella; cada cierto tiempo, también, mandaba unos cuantos soldados a internarse en el monte y hacer disparos al aire para mantener el estado de miedo y alerta y evitar que los rehenes se salieran de madre; las rondas de vigilancia, además, se cumplieron con exactitud y no parecía existir ninguna amenaza externa. Reyes comentó por último que trató de sacar a los meseros y a los encargados 445


de la cocina, pero que ellos prefirieron quedarse porque se estaban llenando los bolsillos de dinero, escondiendo, racionando y vendiendo la comida y el trago sobrantes. Mi General Padrenuestro no había pensado en eso, se dirigió a la cocina y entre las neveras que se instalaron provisoriamente y que se estaban descongelando, aún quedaban unas cuantas botellas de whisky, vodka y vino. Permitimos que “los sirvientes” –como se dirigían a ellos los rehenes más encumbrados– siguieran con su negocito y caímos en cuenta de que muchos llevaron efectivo para pagar su puesto en la Pirámide, sin saber que se trataba apenas del sorteo de los puestos y que sólo la siguiente semana se empezarían a pedir los pagos. Antes de comunicarse con los diez personas retenidas escogidas como interlocutores, mi General Padrenuestro fue arrinconado por el Mellizo, sus escoltas se le fueron encima, pero no pasó nada, los dos entraron a hablar a un cuartico sin puerta, que a juzgar por los tubos que salían de las paredes, debió haber sido un baño. “Quiero ayudarle, General, quiero ganarme con creces lo prometido por usted” fue lo primero que le dijo y reiteró “sé que me están ocultando cosas” y señaló, a grandes rasgos, que él podía ayudar internamente en lo que fuera necesario, que lo pusiéramos a prueba. Mi General Padrenuestro, que aprovechaba una buena oportunidad apenas la veía, lo tomó del brazo, se dirigió hacia los rehenes –todos llevaban sus sudaderas y chalecos blindados– y les informó que autorizaba al Mellizo a mediar entre ellos y el ejército. “Estamos en guerra, yo no puedo permanecer aquí con ustedes, es peligroso porque es posible que esta avanzada terrorista sea para acabar conmigo y no quiero poner a nadie más en riesgo” manifestó con el tono entre intimidatorio y magnánimo que ameritaba la circunstancia. Mi General Padrenuestro salió de la casa y a la altura del mirador mandó llamar al Mellizo para aleccionarlo: “Improvise, Mellizo, necesito ganar tiempo. Al mediodía de mañana debe haber acabado este horrible episodio”. “General, cuente conmigo como su más irrestricto aliado” expresó el parlamentario con un genuino ánimo de servicio –a sus propios intereses, por supuesto–. Los motores de la caravana se encendieron, mi General Padrenuestro consideró necesario darle un apretón de manos y manifestarle, antes de despedirse: “Prometa lo que quiera, Mellizo, lo único que no puedo suplir es ni radios para que oigan noticias, ni teléfonos satelitales para que se comuniquen con el exterior, ni computadores portátiles. Hágales sentir que esto va para largo”. Se montó a una Land Rover plateada –usaba distintos vehículos para despistar– donde yo lo estaba esperando y apenas arrancamos con dirección a la Oseta, me dijo: “Este Mellizo es o un actor consumado o un grandísimo hijo de perra”; “¡o los dos!” contesté yo, mi General Padrenuestro lanzó una carcajada perruna, cosa 446


que sucedía muy pocas veces con mis comentarios. La vista desde la terraza de la Oseta hacia los cerros orientales le recordaba a mi General Padrenuestro la noche en que Celina agonizaba en el Hospital Militar esperando sus palabras de amor para salvarse y recuperarse y casarse con él frente a Cundinamarca entera. Una cadena de televisión le pidió los derechos sobre la historia de su vida para llevar, a la pantalla chica, una telenovela que se llamaría: Un padre muy nuestro, no accedió porque le pareció muy boleta –como decían sus hijas– y porque volverían su vida una secuencia de eventos triviales y “nada más ajeno a su vida que la trivialidad” pensaba esa noche en su oficina-penthouse-bunker-anti-rockets. Se quitó las botas, se desabotonó la camisa y le cortó el filtro a dos cigarrillos que puso junto al encendedor encima del tapete persa que le regaló José Roberto Verborrea de la Peña, embajador de España, que se la pasaba en los moteles de Chapinero de donde mi General Padrenuestro lo sacó drogado y rasguñado por una menor de edad, que hubo que esconder, de afán, entre un bote de basura para que los medios de comunicación no la vieran. Pensó en sus hijas y dibujó –como siempre con los vaivenes del sueño– mapas mentales del cuerpo de Celina, con sus colinas, sus valles y su isla del tesoro. En esas estaba cuando a su teléfono satelital entró la llamada de Blas para informarle que Cundicel podría restablecer la señal celular, en menos tiempo del estipulado, utilizando la antena de un operador en Ibagué –la capital de nuestro país vecino– “mi General, tenemos cuarenta y cinco minutos antes de que eso suceda” agregó Blas antes de colgar. Mi General Padrenuestro se despabiló de un salto, se puso las botas, bajó al parqueadero y se montó a la primera burbuja blindada que encontró. Durante los diez minutos que estuvo ahí, solo, esperando a que llegara el mínimo de treinta efectivos que necesitaba su dispositivo de seguridad, llamó a Reyes, le expuso la situación y le ordenó que entrara un soldado por cada tres rehenes y que simulara un enfrentamiento guerrillero; también le dijo que contara con el Mellizo para calmar los ánimos dentro de la casa y que le entregara un teléfono satelital para comunicarse con él; le dio un tremendo ataque de tos, de esos que lo dejaban sin aire; se dio cuenta que se estaba apresurando y de que estaba a punto de tomar decisiones afanadas. Esta vez, en la mitad de una noche sin luna y sin estrellas, no podía equivocarse; apenas llegó el conductor, le pidió que esperara, que ni él ni nadie se moviera de su sitio ni para orinar y subió de nuevo a su oficina, sacó una botella de aguardiente y me llamó por su teléfono satelital; yo estaba, en mi cama, tratando de conciliar un sueño, máximo, de media hora. En treinta segundos me narró los sucesos y me ordenó que pasara por la Bombonera, que sacara a la mulata y dos chicas más y que me esperaba en la Oseta; 447


era la una y quince de la mañana. El Mellizo entendió, de una, la problemática; llamó a la Oseta y mi General Padrenuestro le inventó una mentira, no tan piadosa: “Mellizo, fájese ahora sí. En dos semanas va a ganar las elecciones Canallas Garrido y antes de que se posesione yo le puedo ayudar a limpiar su nombre por completo, no le puedo decir más” colgó, tomó otro trago de aguardiente, se bajó los pantalones y los calzoncillos, sintió sus testículos calientes y se los agarró mientras miraba por la ventana: “¡Ésta es la verdadera soledad del poder!” se dijo para sí mismo. Sacó del cajón de su escritorio un cartón completo de mentolados Paquistán, sacó los cigarrillos de sus cajetillas y los puso en fila sobre el tapete; fue pasando, uno por uno, por la guillotina y los devolvió a las cajetillas. La inútil secuencia se demoró porque, mi General Padrenuestro, se dio a la tarea mental de recordar, con cada uno de los filtros que caían al piso, a una persona que él mismo hubiera matado, por su nombre o en su defecto por su cara o le bastó, en algunos casos, con la memoria de un chorreón de sangre en una pared o un pedazo de intestino por fuera de los muchos vientres que reventó a balazos. En eso estaba –pensando también en los cuerpos inermes que sus hombres pateaban, con rabia y sin medida, antes de llevarlos a medicina legal o botarlos en una zanja sin bendiciones, ni cruces– cuando llegué, yo, con la mulata y dos chicas monas, con cuerpos del color de las mazorcas dominicales, tan parecidas entre ellas que disfrutaban diciendo que eran hermanas; nunca se imaginaron encontrar al hombre más poderoso de Cundinamarca, de rodillas, con su virilidad colgándole por fuera de la bragueta y ensimismado en una labor de autista. La mulata lo conocía bien, pero le debió parecer que con mi presencia y la de las otras dos chicas era incómodo revelar las argucias de su mutua intimidad en las que, ella, se dejaba llamar Celina y él le declaraba un amor más allá de la muerte, con cada aliento ronco con que le besaba el cuello y mientras le peinaba con la lengua el pelo cortico de su “chochita a fuego lento” como él le decía que la tenía; por eso, optó por quitarse la ropa, sentarse en el centro del sofá y abrir las piernas, en toda su extensión, apretar uno de sus pezones entre el índice y el pulgar, como si fuera el botón de un radio y con la otra mano darse palmaditas en el clítoris, hasta ponerlo rojo como los icacos en dulce. “Tú eres el guapito de Andulima” me dijo una de las monitas acomodando su rodilla entre mis piernas, mientras la otra se tomaba un sorbo grande de aguardiente, a pico de botella y alzaba con sus dos manos el desproporcionado miembro de mi General Padrenuestro quien, apenas terminó de cortar el último filtro y las felaciones de la pequeña mujer, con una garganta de estrella porno, lo pusieron a punto, se abalanzó sobre la mulata y eyaculó casi en el momento de penetrarla con un 448


resoplido de locomotora llegando a la estación; o debería decir, más bien “saliendo de la estación” porque, con la misma inmediatez con que se vino, se paró, se subió los pantalones, prendió un Paquistán de los recién cortados y me apuró: “¡Puye la burra, Lugarte!” exclamó y para mi sorpresa –porque era una faceta que no conocía de mi General Padrenuestro– ayudó a la mulata a ponerse el vestido, la abrazó y le dio las gracias. Me pareció –aún, hoy, no estoy seguro– ver algo de ternura en esos gestos de carnicero y esas ojeras de latigazo que tenía. De vuelta en el carro y con las energías renovadas, mi General Padrenuestro hizo tres llamadas: la primera, al presidente del Consorcio Petrolero de Cundinamarca, Cundipetrol, quien se comprometió a prestarle ocho helicópteros; contábamos, entonces, con una flotilla de catorce aeronaves listas para despejar del Batallón Aguirre en una hora, a las cuatro en punto de la mañana; la segunda, al Instituto Meteorológico Nacional, Inma, donde le pasaron a un experto en cuestiones de clima –medio dormido– que le aseguró que amanecería, con exactitud, a las cinco y veinte de la mañana; y la tercera, a Roxana, a quien le dio órdenes explícitas de citar a una rueda de prensa en el mirador adyacente a la casa del Salto del Tequendama, a las cinco en punto de la mañana y que despertara, a quien hubiera que despertar, en la oficina de comunicaciones de la Oseta, para que le ayudaran. El terraplén detrás del improvisado parqueadero era lo suficientemente plano y extendido para la operación aérea que mi General Padrenuestro tenía diseñada en su cabeza. “¡Ese Mellizo es un mago!” gritó Reyes apenas llegamos; parecíamos estar en la mitad de una guerra y el Mellizo había logrado contener a los rehenes con una diatriba –que después nos contaría en detalle– que exaltaba la esperanza y el valor ante los desafíos de la vida; no sólo eso, sino que se inventó que las comunicaciones celulares eran peligrosas porque servían de guía a los radares de los sediciosos y con esa patraña –sin sentido pero que entre el miedo y la inminencia de la muerte funcionó– logró que hasta el último aparato digital fuera dejado en una canasta, la cual el Mellizo mojó con gasolina, encendió y botó al precipicio en forma de una bola de fuego que terminó perdiéndose en el vacío. Cuando mi General Padrenuestro apareció de nuevo en el hotel, el alborozo fue total porque –como les fue anunciado– los rehenes estaban bajo la impresión de que su suerte era incierta; prendiendo un Paquistán tras otro, se reunió con los diez interlocutores, escogidos y mantuvo el hilo completo de la invención: “El Comando Machacán nos tiene rodeados, no nos queda otra alternativa que sacarlos a todos ustedes por aire” y agregó, como si eso tuviera alguna relevancia: “el Cardenal Carrillo está rezando por ustedes”. Salió al patio donde estaban instalados los baños portátiles y le dio la orden a Reyes de 449


interrumpir el tiroteo ficticio, para que “los honorables retenidos” –así los llamó– pudieran salir con cierta tranquilidad y que los medios de comunicación, asimismo, llegaran al Salto del Tequendama sin contratiempos. Los helicópteros, fueron y volvieron hasta cinco veces cada uno, en sucesión milimétrica y trasladaron a los rehenes y a los miembros del Ejército Nacional –en una proporción de cinco militares por cada presunto delincuente– al Batallón Aguirre; fueron congregados en el casino de oficiales donde se instalaron camas, camillas y sillas de ruedas, al tiempo con el personal médico que proveyó atención a los más afectados, emocionalmente, a quienes se les ofrecieron tranquilizantes en grandes cantidades, sobre todo después de que Quesada se parara en una tarima acompañado de soldados con los dedos en los gatillos, tomara el micrófono y anunciara con una voz que sonó a parlante de misa dominical: “Sus vidas están a salvo, pero no su futuro”; acto seguido, procedió a informarles su situación: las inspecciones masivas, en curso, a sus empresas; la posibilidad grande de encontrar laboratorios para la producción de estupefacientes; los mecanismos de arresto que se impondrían después del mediodía y describió –“de puro hijueputa” anotaría Roxana más tarde– las frías celdas que estarían esperando en la Oseta a quienes resultaran implicados en narcotráfico u otras acciones al margen de la ley. Para donde se mirara había hombres armados y detrás de los amplios ventanales del casino del Batallón Aguirre, sin verse, porque aún no amanecía, varias hileras circulares de francotiradores escrutaban sus movimientos por las mirillas de sus telescopios. Bogotá era un hervidero de agentes de seguridad, socios, secuaces y familiares buscando a los hombres que verdaderamente tomaban las decisiones en cada empresa; la zona industrial estaba paralizada y mientras tanto, los medios de comunicación estaban al borde del Salto del Tequendama, escuchando el estruendo del agua nueva magnificado por el eco del acantilado y viendo a mi General Padrenuestro aparecer de la penumbra, como si no pasara nada. Saludó a los periodistas, uno por uno, les agradeció su presencia; miró su reloj, generó una expectativa de tres interminables minuto y exclamó: “¡Les presento el nuevo símbolo de Cundinamarca!” El primer rayo de sol cayó sobre el chorro más imponente que esta tierra haya visto, en el último medio siglo y los presentes sintieron un escalofrío tan conmovedor, que es como si el mismísimo Bochica hubiera reencarnado en las aguas del Río Bogotá. Los periodistas entraron en un estado de magnificencia tal que olvidaron, con el estupor, la retahíla de preguntas que tenían sobre los recientes acontecimientos nacionales.

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Los allanamientos terminaron a las nueve de la mañana y para las doce del día, se habían hecho todos los cruces de información entre los dueños y sus propiedades: laboratorios, bodegas, armarios, oficinas, muros dobles, cajas fuertes, pisos falsos, tanques de inodoro y agua, cañerías, ductos de ventilación, caletas, archiveros, baúles de carro, camiones de reparto, llantas de tractomula, costales, cojines, refrigeradores, productos terminados, envases, cajas de embalaje, carrocerías y maquinaría en desuso donde se encontró droga, cocaína, bazuco y también envoltorios de látex, llenos de heroína, entre el abono de uno de los campos floricultores más importantes del país. Esa misma tarde se realizaron ciento setenta y cuatro arrestos en el Batallón Aguirre; treinta y dos más de personas que hubo que buscar en sus propias casas y un incalculable valor en decomisos de droga, de los cuales un alto porcentaje fue quemado frente a los medios de comunicación nacionales e internacionales. A los liberados –incluido el Mellizo, por supuesto– se les ofrecieron disculpas oficiales por parte del Presidente de la República quien los llamó, a cada uno, en persona y a quienes, dos semanas después, condecoró con la Orden de Cocorná al valor civil por su participación en una de las operaciones más exitosas contra las mafias de Cundinamarca. Nunca supimos quién le sopló la información del operativo al Canallas, pero desde, ahí, mi General Padrenuestro no volvió a confiar en nadie distinto a quienes nos consideraba: su familia. Cuando mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes, Roxana y yo llegamos a la Oseta, Polanía nos recibió con abrazos y salticos de alegría; sin embargo, mencionó estar un poco alterado porque no había logrado encontrar a dos hermanitas, monas, que vio por la ventana, de un piso a otro, vagando desnudas por los corredores. El domingo siguiente, en Las Hamacas, el Presidente Ananías le colgó el séptimo sol a su amigo Aquiles Padrenuestro delante de Martina, Carmen y Eulalia; por la noche, al despedirse, lo abrazó y le dijo: “¡Mi General gracias por todo!”

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Líbranos del mal

“Las peores democracias, son aquellas en las que los corruptos pasan desapercibidos” expresó una tarde mi General Padrenuestro, durante la sobremesa en Las Hamacas. La frase la expresó como propia, pero la tomó de un documental que vio por televisión sobre las mafias italianas y cómo, éstas, lograron amalgamarse con el poder político para mantener y acrecentar sus fortunas y sus negocios. El domingo de elecciones, por la mañana, acompañamos al Presidente Ananías a votar y hacia el mediodía la plana mayor del gobierno fue llegando a la Quinta de Nariño, de donde el mandatario se escabulló para pasar la tarde con la que consideraba su más cercana familia. Le sirvieron –como lo hubiera hecho Celina– el mejor ajiaco santafereño del país, con alcaparras de las pequeñas y crema agria, el toque secreto que sorprendía, a los invitados, porque la receta original es con crema de leche sencilla. Ananías Metileno se preciaba de haber robustecido el presupuesto y la capacidad militar del Ejército Nacional, pensaba que no se podía negociar con los alzados en armas sino desde una posición de fuerza, pero le atemorizaba que dicho esfuerzo, hacia el futuro, se aprovechara para defender la Presidencia de sus opositores, que la recién adquirida tecnología en inteligencia y espionaje se usara con intenciones personales, con el propósito de privilegiar un ideal de gobierno continuista o hegemónico. Sin las cuantiosas inversiones en defensa no se habrían logrado los acuerdos de paz de San Juan de Rioseco y éstos prevalecerían, sólo, en la medida en que la destinación de los recursos militares y sus continuas actualizaciones, se siguieran usando con el mismo criterio pacifista. Ese temor dejó de ser infundado desde que la Quinta de Nariño conociera, en secreto y por medio de las agencias internacionales de seguridad, lo que nosotros ya sabíamos: el prontuario delictivo de quien ganaría las elecciones ese mismo día; Víctor Canallas Garrido anunciaría su triunfo electoral a las nueve de la 453


noche y desde ese momento quedaría en vilo el poder de mi General Padrenuestro o por lo menos eso pensaba el Presidente Ananías quien –tres meses después– el siete de agosto, siguiente, se retiraría para dedicarse a sus negocios y para hacer lo que hacen los expresidentes de Cundinamarca: seguir defendiendo la posición histórica de su nombre y de su mandato, hasta el día de su muerte. Cada cuatro años hay más gente con capacidad de votar en este país y nuestra sociedad está tan politizada que una abstención electoral del cincuenta por ciento es considerada grave; con todo y eso, Canallas Garrido fue elegido Presidente de la República por una cantidad de votos que superó todas las expectativas y con una concurrencia sin precedentes a las urnas, razón por la cual sintió un respaldo popular que –pensó– le permitiría gobernar sin inconvenientes. Su intención de desmontar la infraestructura militar que apoderaba, casi sin limitaciones, a mi General Padrenuestro, se hizo evidente desde sus primeras intervenciones ante los medios de comunicación. Para sucederlo, se barajaron los nombres de otros generales que ya contaban con las credenciales y requisitos para acceder al cargo de Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia; todos ellos, con hojas de vida impolutas –hasta no demostrarse lo contrario– y dedicados en cuerpo y alma a defender la patria de las amenazas externas e internas, además de su vocación civilista, su respeto por la democracia y toda la retahíla de adjetivos sobrevaluados de los que echan mano los periodistas cuando especulan sobre los principales nombramientos de un nuevo presidente electo, aún no posesionado. Durante esos días, de limbo gubernamental, mi General Padrenuestro buscaba a su mulata en la Bombonera, pero –en mi sentir– lo que más disfrutaba eran las interminables conversaciones con Reina, quien lo tenía hipnotizado a punta de almojábanas y chocolate y con quien había adquirido una confianza que le permitía exponer, sin cortapisas, los asuntos más recónditos de su alma. Incluso, le pareció importante mi presencia pues “a ella le cuento cosas que no le cuento a nadie” me dijo y como yo era el depositario final del compendio de excesos e incorrecciones que fue su vida, asistí como convidado de piedra, a dichas tertulias, con la idea de hacer lo mismo que venía haciendo durante los últimos veinte años: escuchar y observar a mi General Padrenuestro, como si mi existencia dependiera de ello. Hablábamos –o hablaban– de las minucias de la vida, que son las que nos marcan como seres humanos; los dos mostraron –figuradamente, por supuesto– sus heridas. En esas conversaciones me acuerdo que mi General Padrenuestro, dada la coyuntura histórica, alcanzó a pensar en retirarse, en permitir que nombraran en su ministerio a quien les diera la gana, a abandonar la comandancia e irse a vivir a Las Hamacas “engordar como un cerdo, 454


pasarme las tardes en la Bombonera y vivir pendiente de mis hijas” manifestó y en la siguiente frase exclamó: “¡No, ni por el putas voy a dejar sola a Cundinamarca!” Dejó claro que esa no era una opción “moriré guerreando en las trincheras del poder” remató y ese habría sido un epitafio apropiado –se me ocurre– si hubiera querido uno. Belarmino Congote que no había logrado matar a nadie desde que se decidió a seguir una carrera como asesino a sueldo, fue contratado por la Oseta para cubrir, como periodista, la Cumbre sobre Amnistía y Reinserción a la Vida Civil que el Comando Machacán iba a realizar para explicarle al país las razones por las cuales existía una gran reticencia, por parte de sus integrantes, a cumplir con los acuerdos de paz y para responder por el hecho de que, a su nombre, se perpetraron asesinatos y ajustes de cuentas en los municipios cercanos a Ubaté y Villapinzón: rifirrafes entre los dominios del Jeque y del Turco; lo que demostraba, con poco margen a la especulación, que persistía un forcejeo interno en la organización por los negocios ilegales que aún usufructuaban. De todas maneras, una sensación general de tranquilidad creció, de nuevo, en el territorio y a lo largo de las carreteras y los cundinamarqueses volvieron a sus fincas, sin ser asaltados, ni boleteados; el apoyo en las urnas a Canallas Garrido significaba también un voto de confianza por el desarrollo rural, por la equitativa repartición de las tierras y por mantener el supuesto impulso de progreso y bienaventuranza de una “paz firmada y afirmada” como lo repitió, una ingente cantidad de veces, durante su campaña. Que los machacanes salieran a dar unas explicaciones que nadie les estaba pidiendo era, para mi General Padrenuestro, un indicio inequívoco de lo empoderados que se sentían con el nuevo Presidente de la República, quien –sin duda– los apoyaría en la recuperación del estatus de movimiento político que alguna vez tuvieron, proceso que necesitaría de un “remozamiento de su imagen pública” como dirían los publicistas. Lo único que tendría que hacer Belarmiño sería disparar su cámara fotográfica y mandar las fotografías, de los participantes, a la Oseta, con el ánimo de lograr una plena identificación de aquellos que, ahora, se sentían en plena libertad de salir a la luz pública, sin importar la cantidad de cocaína coronada en otros países, su pasado extorsivo o el peso de los cadáveres sobre sus hombros. Se llegó, pues, el siete de agosto, temido por mi General Padrenuestro pero esperado por todos los cundinamarqueses: nunca se había entronizado en el solio de Bolívar un mandatario en el que se fincaran tantas esperanzas por parte de la gente del común: la clase trabajadora, las madres cabeza de familia, los comerciantes, los necesitados de atención médica, los vendedores ambulantes, los poetas, los educadores, los 455


agricultores, los ancianos, los homosexuales, los minusválidos, los desempleados, los campesinos, los idealistas, los taciturnos, los rumberos, los políglotas, los editorialistas, los presos, los fugados, los abogados, los indocumentados, los reinsertados, los estafadores, los raponeros, los violadores, los rateros, los asesinos, los secuestradores, los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes, los parlamentarios, los terratenientes, las élites y los Estados Unidos. No dejaba de ser emotivo que el pueblo entero pensara –al atestiguar el juramento con la mano derecha del nuevo presidente sobre la biblia y la consabida e inútil frase “y que si así no lo hicierais, que Dios y la Patria os lo demanden”– que Víctor Canallas Garrido nos iba a mejorar el futuro. Al pronunciar los nombres de quienes ocuparían los más altos cargos de la nación y con la banda presidencial cruzada en el pecho, la sorpresa de los asistentes y de los televidentes, fue la ratificación de mi General Padrenuestro en su cargo. La hipocresía fue absoluta; lo felicitaron con desmesuradas sonrisas, le dieron palmadas en la espalda, le recordaron sus más grandes triunfos, le auguraron toda la ventura posible entre los mortales y sólo le faltó, a los sapos y lagartos de turno, sacar sus lenguas y brillar con sus babas los siete soles de sus charreteras. No podía ser de otra manera “uno se labra su vida con azadón o con machete” decía mi General Padrenuestro y los noticieros informaron, una y mil veces, como discos rayados, las proezas de sus merecidos galones. Lo que no contaron –porque nunca se enteraron– es que esa mañana mi general-ministro-comandante-jefe-de-policía se apareció en San Juan de Rioseco –de allí saldría la caravana con rumbo al patio Núñez, donde se realizaría la posesión presidencial– vestido de civil y pidió hablar en privado con el presidente electo; iba solo, sin conductor y sin escoltas pero con su cajetilla de mentolados Paquistán, su cuchilla en el bolsillo de la camisa y su actitud desbocada de prócer contemporáneo. Canallas Garrido se molestó con la visita y no trató de ocultarlo, estaba desayunando con el General Mendieta Insignares quien sonaba para reemplazarlo, con cuatro oficiales de la Guardia de Corps y con algunos familiares; en tono displicente le pidió que lo esperara afuera. Mi General Padrenuestro recibió el saludo de los militares presentes –así estuviera de civil era perentorio hacerlo– él les dio permiso de sentarse, enseguida se le acercó a Canallas Garrido y susurrando pero con volumen suficiente para que todos oyeran, exclamó: “¡Yo no espero a nadie!” sacó una grabadora de su bolsillo, la puso sobre la mesa, tomó un pedazo de huevo perico con los dedos y se lo metió a la boca. “Voy a hacer caso omiso de que usted trajo militares a la zona de despeje y de que se trata de una violación a los acuerdos de paz” empezó, los militares invitados, sin saber qué hacer, optaron por lo más fácil: quedarse; mi General Padrenuestro continuó: “Voy a hacer caso omiso de que afuera hay gente 456


armada y de que se trata de otra violación a los acuerdos de paz”. Doña Glenda, su mujer, le indicó un puesto para que se sentara y le sirvió un plato colmado de panes y huevo y un café negro con bastante azúcar; mi General Padrenuestro dio las gracias y siguió desenredando el hilo de sus palabras: “La Oseta tiene grabadas las últimas reuniones suyas con El Crespo Carrascal, tres de los hermanos Espinel y más de diez personas buscadas por la DBA y la Interpol” alargó su cuerpo sobre la mesa para alcanzar la sal, miró al virtual Presidente de la República directo a los ojos y le preguntó: “¿Quiere que hablemos en privado?” Canallas Garrido hizo salir a su familia del comedor pero le pidió a los militares que se quedaran “bajo mi responsabilidad, no se preocupen” les dijo, visiblemente alterado y apenas salieron los niños –sobrinos y nietos– mi General Padrenuestro, por debajo de la mesa, le agarró los testículos y le gritó en la cara: “Hasta que las conversaciones privadas, que tengo aquí grabadas, se vuelvan públicas y usted responda por la repetida traición a la patria en la que ha incurrido, aquí mando yo ¿está claro?” y volvió a preguntar, con un grito seco: “¿Está claro?” Canallas Garrido asintió con la cabeza y no musitó palabra alguna; prefirió quedarse callado. Al salir, mi General Padrenuestro ordenó a los cinco militares volver con él a Bogotá. El General Mendieta Insignares era un excelente militar, pero tenía el problema de tener una marcada obsesión por la honestidad; estaba claro que la idea de Canallas Garrido era usarlo como un títere; apenas cruzaron los límites de la zona de despeje, mi General Padrenuestro bajó a los militares del carro, no quería que lo vieran con quien se daba por hecho que lo relevaría en el ministerio. Antes de cerrar la puerta, le dijo: “De la que lo salvé, General Mendieta, me debe una”; él también optó por quedarse callado. Canallas trató, desde el principio, de caerle bien a la nación entera, pero incurrió en contradicciones imposibles de conciliar, pues sus políticas fueron tan radicales que no pudo favorecer a los campesinos y al mismo tiempo a los terratenientes; con ese criterio causó graves desequilibrios entre los industriales y los importadores, entre los bancos y los ahorradores, por dar sólo unos ejemplos; pero lo más notorio y que soterradamente fue causándole daños irreparables a su mandato fue la enorme distancia que tomó la justicia de los narcotraficantes, como si la ley fuera “para los de ruana” como dice el dicho. Estos últimos ya no asesinaban en la calle a los jueces que por reparto recibían sus expedientes, sino que desarrollaron unos mecanismos de extorsión sofisticados –para ablandar a quienes en primera instancia no se dejaban sobornar– que incluían montajes fotográficos –y en video– porno-sexuales con menores de edad; apertura de cuentas millonarias, en ultramar, a nombre de los fiscales, sin su consentimiento, con la 457


indispensable falsificación de firmas, la duplicación fraudulenta de pasaportes y cédulas de ciudadanía; amenazas por internet con fotos de los hijos y los cónyuges en sus colegios, oficina y en la propia casa; alteración de los programas de computador que manejan la información de los procesos, para causar confusión en las fechas de las notificaciones, expedidas por los juzgados y las de los términos señalados por la ley. Su primera acción contra mi General Padrenuestro no se hizo esperar, fue la de quitarle el título de Comandante Militar de la Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación; como se trataba, sólo, de una ley de honores sin efectos reales en las funciones ejecutivas, militares o jurisdiccionales derivadas de la Constitución Nacional de Cundinamarca y que nació de un capricho presidencial –como muchas de las leyes de nuestro país– se le pidió dictamen a la Corte Suprema de Justicia y en un comunicado, que se demoró más de la cuenta, lleno de adendas y repeticiones superfluas, no concluyeron nada distinto de lo que intuíamos: que mi General Padrenuestro no era comandante de nada porque: un honor no es, de ninguna manera, homologable a: un cargo. Los asesores jurídicos de la Quinta de Nariño, con sus corbatas como lenguas retorcidas, señalaron –a puerta cerrada, por supuesto– que lo que la Presidencia de la República otorga asimismo lo puede desotorgar o retirar con el mismo capricho con que fue entregado. En resumen, la historia de nuestro país está llena de situaciones parecidas: a una discrepancia político-jurídico-legislativa le dan una importancia superlativa, piden el concepto de los altísimos oráculos del Estado y se demoran meses en armar un mamotreto indigerible cuya única lectura posible es: “¡Presidente, haga lo que se le de la gana!” Por su parte, mi General Padrenuestro decidió dejar tanta proactividad y volverse reactivo “vivir el día” decía él, como si acabara de inventarse el carpe diem. Se volvió un solucionador de problemas puntuales y decidió, sólo para sacarle la piedra al Canallas, ir a los consejos de ministros de los jueves por la mañana. En la Quinta de Nariño se prohibió fumar, pero nadie se atrevía a decirle nada cuando prendía sus mentolados; al contrario, las señoras de los tintos y las secretarias –que sentían absoluta adoración por él– le alcanzaban los ceniceros que guardaban en los cajones y le acercaban las canecas y macetas para que escupiera a su antojo. Mi General Padrenuestro pontificaba sobre la mayoría de los temas y cuando se trataba de finanzas retardaba la toma de decisiones porque ponía a su homólogo de Hacienda y Crédito Público a explicarle los conceptos básicos de economía. La mayoría de los ministros lo criticaban enérgicamente a sus espaldas, pero nadie se le atravesaba. Era como el Cardenal Richelieu, como Rasputín o como Fouché, actuaba a la sombra para que ningún 458


advenedizo viniera a tumbarle lo que había construido y porque sentía que si quienes debían procurar no procuraban y quienes debían controlar no controlaban, pues no tenía más remedio que mantenerse vigilante y pendiente de los movimientos de la carroña trepadora y oportunista. La Oseta tenía una de las bases de datos criminalísticas más completas de Latinoamérica, tanto así que la Interpol cruzaba información con nosotros; sin embargo, la estructura de la organización Espinel, el don de la ubicuidad del Crespo Carrascal y el asesinato de Celina, seguían siendo las espinas que mi General Padrenuestro no se podía arrancar y cada día trataba de hacer avances al respecto; estaba de acuerdo con Blas en que todo podía estar relacionado y por eso, cualquier averiguación se filtraba y se cruzaba: las conversaciones telefónicas, entre unos y otros; las revelaciones de los cientos de informantes a lo largo del país; las fotografías públicas y privadas de los sospechosos y las indagaciones de otras agencias de inteligencia internacionales, incluidas las de la DBA –quienes se preciaban de tener infiltrados, hasta en la sopa y con quienes estábamos volviendo a afianzar lazos–. La cumbre del Comando Machacán fue un desastre anunciado, pero las fotografías de Belarmiño resultaron impecables, como “de paparazzi italiano” le dijo Roxana como por hacerle el cumplido, cuando lo recibió en una de las salitas de juntas de la Oseta; sin embargo, una de las floppies identificó unos retoques digitales sospechosos en las fotos del Crespo Carrascal almorzando, en privado y en la piscina del Hotel Sochagota; se veía acompañado de una mujer cuya cara siempre quedaba detrás del codo de alguien, tapada por una cartera o difusa. Mi General Padrenuestro lo hizo comparecer, en un socavón de la Oseta y Belarmiño, que era un cobarde consumado, reveló, con sólo mostrarle las fotos, que se trataba de Saskia. “¡La muy perra desaparece y ahora está de pipí cogido con este hijueputa!” exclamó Roxana mirando las fotos con desconfianza; convocamos a una reunión para hablar del asunto, tres días después, para darle tiempo a los de inteligencias que actualizaran la información sobre Saskia. Otra curiosidad de las fotos fue que al Jeque, al Turco y al Crespo Carrascal nunca se les vio juntos, ni siquiera coincidieron los mismos días, lo que indicaba que no querían pisarse los cayos o que pretendían –también era posible– que nosotros pensáramos que existía entre ellos una pugna interna de poder. Doña Glenda Másmela de Canallas invitó a mi General Padrenuestro a tomar el té. Había redecorado la Quinta de Nariño, la cundinamarquizó con artesanías y símbolos patrios, como matas de frailejón forradas en laminilla de oro y réplicas en arcilla de los 459


principales monumentos de Bogotá, en los colores azul cielo, amarillo quemado y rojo fresa de nuestra bandera. La Primera Dama sirvió chocolate santafereño porque sabía que a mi General Padrenuestro el té “le sabía a orines” –como lo manifestó en una entrevista para una revista de farándula– y almojábanas recién horneadas. Doña Glenda habló de cuanta nimiedad se le ocurrió hasta que, pasadas la cinco y media de la tarde, el Canallas apareció con su edecán –quien se quedó en la puerta– saludó con cordialidad y se sentó en una mecedora, como las de su tierra; Doña Glenda se disculpó y salió del recinto, sin importarle el inocente ardid para que se reunieran los dos hombres. Mi General Padrenuestro prendió un Paquistán y le explicó al Presidente de la República que le quitaba el filtro para que el tabaco le supiera más fuerte y que lo hacía con una cuchilla –y no con los dedos– para que el cigarrillo no se desbaratara con las bocanadas finales que “son las más sabrosas” puntualizó y esperó a que su interlocutor tomara la palabra. Después de muchos rodeos, Canallas habló de Roma y de los cónsules que se dividían el poder para no matarse entre ellos; habló de los papas que se trasladaron, del Vaticano a Aviñón, porque los responsables de su destino dejaron de ser ellos mismos y finalizó, afirmando que a dios le quedaría muy difícil dirigir un gobierno celestial, magnánimo y bondadoso si no existiera el diablo. “Me saben a mierda sus metáforas históricas o religiosas, Presidente. Dígame, con exactitud, lo que tiene que decirme, sin tanto bla, bla, bla” vociferó mi General Padrenuestro, poniendo de presente –por el tono de voz y sus gestos despreciativos– que le había perdido todo el respeto. “Usted está dividiendo al país, en dos, General Padrenuestro y le voy a demostrar que, pese a su inmenso poder, yo voy a gobernar a mi antojo y que, al final, será suya la culpa del descalabro que sufrirá nuestra amada Cundinamarca” dijo el Canallas como fraseando una premonición. Mi General Padrenuestro carraspeó, escupió sobre una hoja brillante de frailejón y se levantó para irse “soldado avisado no muere en guerra, Presidente” se le ocurrió decir y la única réplica que obtuvo fue: “Sólo quisiera pedirle un favor, General”, “qué será, Presidente?” contestó de mala gana mi General Padrenuestro y se dio cuenta, en un momento ínfimo de lucidez, que estaba perdiendo ese forcejeo intelectual en el que la contraparte, Víctor Canallas Garrido, lo estaba acorralando, con el objetivo de dejarle claro que la fuerza bruta no determina la inclinación de la balanza. “Le prometí a mi esposa que usted se quedaría a comer, General” y con esa respuesta lo desarmó por completo. A mi General Padrenuestro sólo le quedaba –despelucado como estaba– hacer gala de su malparidez cósmica y largarse, como el chafarote inculto y acomplejado que en realidad era o recobrar algo de dignidad durante la cena.

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A veces, la mezquindad de los hombres –incluida la suya– lo cegaba para ver lo positivo en los demás. Su visión generalizada de que el universo era un cruce infinito de cañerías y los hombres –sin excepción– “ratas de alcantarilla” como lo decía después de mirar el cielo nocturno tomando aguardiente en Las Hamacas y exclamar: “¡Para mí que Dios es un plomero!” hacía que mi General Padrenuestro –sumado a sus complejos y resentimientos– fuera poco dado a fraternizar con las personas ajenas a su pequeño círculo de confianza; estaba reacio a participar de la encerrona que le montó la familia presidencial, pero para cuando sirvieron el postre se dio cuenta de que se sentía contento y cómodo entre ellos. Los Canallas tenían tres hijas mayores, casadas, sus maridos eran de la alta sociedad, la rancia, la que no ostenta su fortuna sino se prepara en Harvard para servir a la sociedad desde sus puestos de influencia. Sentados a la mesa había ocho nietos, tres de la edad de sus hijas y otros más pequeños, juiciosos y divertidos que le hicieron preguntas que revelaban su nivel cultural, sus viajes y su interés por la lectura y el conocimiento, con discreción, sin sentirse más que los demás, ni ufanarse por estar sentados, en el mismo comedor, donde Jorge Tadeo Lozano accedió a que Antonio Nariño se hiciera cargo de la Presidencia de la República durante los años esperanzadores previos a la reconquista española. Los adultos trataron temas álgidos de la realidad nacional y para su sorpresa, escucharon a mi General Padrenuestro con un respeto infinito y lo interpelaron con interesantes argumentos. “La verdad, General, me da la impresión de que usted privilegia la estrategia militar por encima de los intereses de las diversas fuerzas en conflicto” le dijo la menor de las hijas, quien –según lo comentó al margen– era la representante en Cundinamarca de algunas firmas de inversión internacionales. Mi General Padrenuestro le contestó sin ambages: “Mire, señora …”, “Melissa, General, dígame Melissa” interrumpió ella y él prosiguió: “Melissa, como yo lo veo, existe un país progresista, conectado con la globalización, pero existe otro país, al que yo me enfrento, representado por delincuentes que buscan su sustento de la única forma que conocen: la violencia, con el agravante de que lo que, ellos, entienden por: progreso, es la generación de más violencia y así es como, al tenor de las enseñanzas de Jesús, crecen y se multiplican”. Doña Glenda le trajo ella misma de la cocina un cenicero –como tácito permiso para fumarse uno de sus mentolados– y mi General Padrenuestro siguió su perorata: “Es muy triste, por ejemplo, que la bonanza de la droga lo único que nos haya aportado sean señalamientos ofensivos por parte de las grandes potencias y que los herederos de los enormes capitales mal habidos no tengan más interés que el de seguir coronando toneladas de cocaína, en los cinco continentes” en ese punto sintió que el interés por su discurso crecía y que sus planteamientos, lejos 461


de revelar su escasa cultura personal, tenían la validez de su experiencia y todos, durante la sobremesa –los niños se fueron a acostar– estaban atentos a su opinión y motivados en avivar la discusión, no en vano estaban frente a las dos figuras más poderosas del país. Mi General Padrenuestro prosiguió, entonces, a sabiendas de la controversia que generaría: “Y ustedes me disculparán, pero la problemática política y socio-económica del Estado no es de mi incumbencia; ustedes pensarán que estoy haciendo como la avestruz, pero la realidad es que mi oficio es el de apagar el fuego con fuego” hizo una pausa y Melissa lo interpeló con rabia y cierta irreverencia; mi General Padrenuestro se sonrió con la reacción, pero no le importó –o estaba acostumbrado– porque era el mismo tratamiento cáustico e incisivo que recibía de su hija Carmen y –mal que bien– la expresión de la independencia de carácter que admiraba de Roxana, Quesada y Reyes; de mí no tanto pues no era mucho lo que me gustaba contradecirlo. “General, ¿cómo va a decir que no le importa? Lo mínimo que se le pide a un ministro es que ponga sobre la balanza los principales factores e imponderables que influyen en la toma de decisiones” manifestó Melissa y en ese punto el Presidente Canallas se levantó dando por terminada la velada. No le debió parecer conveniente la controversia y no quería arruinar su plan, hasta ahora exitoso, de acercarse a mi General Padrenuestro; sin embargo, él, respondió con agudeza: “Créame, Melissa, dios no lo quiera, pero si a usted le secuestran un hijo, lo mínimo que exigiría de mí es su recuperación, sin detenerme a pensar si la presión atmosférica es la correcta o si la temporada de caza de patos está vigente”. Melissa siguió su diatriba en el corredor: “Veo, General, que usted le ha aprendido a los políticos que cuando no tienen respuestas utilizan el sarcasmo” él le contestó, entre los apretones de mano de la despedida: “Yo prefiero que le pidan tesis profundas a los sociólogos, a los humanistas, a los pedagogos, que organicen foros en la Universidad Nacional, si quieren, que traigan catedráticos extranjeros, lo que yo no puedo permitir es que tanta conjetura interrumpa mi trabajo. Los que tengan tiempo de mirarse el ombligo, pues que se lo miren” dijo y salió, cuchilla en mano, para fumarse otro par de cigarrillos camino a su casa. Belarmiño fue interrogado sobre sus nexos con Saskia, pero no se sacó nada en concreto, salvo que, mal que bien, estaba diciendo la verdad: no la había vuelto a ver y decidió ocultar su rostro en las fotografías con recursos digitales porque le debía “una fidelidad personal” según argumentó y nos pareció razonable dado que ella lo protegió y le arregló la vida, a cambio de trabajos a destajo que nunca realizó a cabalidad, pero que el pobre hombre resarció recogiéndole la ropa en la lavandería, polichando sus 462


maseratis y ahuyentándole a los indeseables que la buscaban para sacarle plata. La cosa no era por ese lado, fue lo primero que se definió en la reunión que realizamos con el objetivo de emprender su búsqueda y hablar con ella. Mi General Padrenuestro insistía en que podría ser de suma utilidad tenerla de infiltrada en las filas del Comando Machacán, tan cercana como se le veía al Crespo Carrascal en las fotografías. Además, no olvidemos que fue en la Oseta donde se enteró que él era el mismísimo José María Espinel, con quien compartió tragos –y quién sabe qué más– la noche en que se conocieron en Panamá –¡vaya casualidad!– haciendo parte del concierto de cuellos blancos que le propinaron el frustrado golpe de Estado a nuestro gobierno. Hacía tres meses, unos submarinistas que buscaban el galeón Aberdeen que, en 1614, los españoles le hundieron a los ingleses en su empeño por tomarse –por segunda vez– la fortaleza de San Pedro de la Roca del Morro en la isla La Juana –hoy Guantánamo– encontraron una tubería de oleoducto llena de cocaína. La Blue Kiev fue identificada y la DBA, efectuando las investigaciones de rigor, descubrió la que fue considerada, la forma más ingeniosa de meter droga a los Estados Unidos y así lo publicaron los medios de comunicación a nivel mundial; razón por la cual Saskia, después de perder hasta la blusa, no se atrevió a salir de su agujero. La perseguían los carteles a los que les transportó la droga, los mellizos para ajustar cuentas y ahora los Estados Unidos o eso pensaba ella, pues la información suministrada a nosotros por las autoridades de la Florida sólo responsabilizaba al Ruso –cuyo nombre era Fiódor Poporovich Golintsky– de tan aparatosa operación de narcotráfico. El expediente hacía una somera descripción de su muerte y aseveraba que, según varios testigos, había enterrado cofres llenos de monedas de oro debajo de un cocotero en Bocas de Ceniza; se hablaba de una amante alemana –sin nombre– y se especulaba que el negocio fue enteramente montado por la mafia ucraniana de Brighton Beach, desde el Estado de Nueva York y que la cocaína era producida en el Caquetá, en las inmediaciones de lo que fue Tranquilandia, uno de los enclaves cocaleros más importantes de Pablo Escobar con diecinueve laboratorios y ocho pistas de aterrizaje, allanado y desmontado por una fuerza conjunta transnacional para la que la Oseta prestó apoyo logístico. En resumidas cuentas, a Saskia sólo la buscaban las autoridades de Cundinamarca por enriquecimiento ilícito y eso era favorable, para ella, a menos de que la DBA estuviera reteniendo información de carácter más inculpatorio. Con respecto, entonces, a su situación ante nuestra justicia, mi General Padrenuestro tenía suficientes argumentos para negociar con Saskia una rebaja sustancial de penas si le ayudaba a servir de informante sobre las operaciones non sanctas del Crespo 463


Carrascal. La operación de espionaje en San Juan de Rioseco se cerró porque al Presidente Canallas le quedó muy fácil inferir que las grabaciones, que mi General Padrenuestro le tiró en la cara, venían de su celular; a Andulima, entonces, no le quedó más remedio que volver a Bogotá y nos encontramos, en la Bombonera, en una de las tertulias vespertinas con Reina. Mi General Padrenuestro se alegró de verla y le contó que ya la había recomendado para que tomara el curso de inteligencia militar y policial; ella, se puso muy contenta con la noticia, preguntó por las niñas y dijo que pasaría a verlas; él, sabía de nuestro distanciamiento, sin embargo, me imagino que se daba cuenta de la falta que nos hacíamos: nos sugirió que pasáramos el fin de semana en Las Hamacas, tendríamos el sábado para estar juntos y el domingo iría toda la familia. Andulima respondió con un sí lánguido y lo que yo tuviera que decir, al respecto, no fue de su interés. El sábado por la tarde la recogí y antes de saludar, dejó claro que se trataba, sólo, de un paseo entre amigos. ¡Cómo era de hermosa Andulima y yo cómo era de güevón! por tratarla a la ligera la estaba perdiendo; en Las Hamacas, sentados a la mesa comiendo una picada de carnes y ensalada de papa, estábamos más lejos que nunca; ella llevaba una camiseta que mostraba su cintura de mariposa y acentuaba sus senos templados; con sus botas de tacón alto y bluyines ajustados, caminaba de un lado a otro con desenfado; le había dado por fumar. Su timidez se había vuelto imperceptible y yo, escondido detrás del uniforme, sentía las ramificaciones del amor que se manifiestan a lo largo de la piel. La deseaba, ahí mismo, pero me encontraba estático, como una piedra, imposibilitado para sacar del pecho mis más hondos sentimientos o para tomarla por asalto, tumbarla en la cama y desnudarla a punta de besos y caricias. “A las mujeres se les seduce hablando” decía Roxana y no se me ocurría nada que pudiera interesarla a reanudar las conversaciones que nunca concluimos; no tocó el vino, habló de sus experiencias en San Juan de Rioseco y sus intensiones de trabajar para las fuerzas militares. “Por primera vez me sentí realmente útil” dijo y me contó que la convivencia con Roxana y Quesada fue maravillosa porque ninguno de los dos avasallaba al otro, ni se indilgaban culpas y se extendió sobre la relación de ellos “lo único que hacen es amarse, ayudarse y alegrarse, cada día, de seguir juntos y vivos; toman cada día como un milagro y siempre se les ven las ganas de tener sexo, de pichar, de comerse entre ellos” yo sentí las indirectas, cada una como una puñalada al corazón, pero ni así musité palabra. Es como si llevara bultos de mierda a cuestas, le dedico tanto tiempo y esfuerzo a cargarlos que no me resta energía para nada más; para empeorar las cosas, esa noche dormimos en la misma cama, 464


como hermanitos; ella se quitó los bluyines, se dejó la camiseta que decía: “Tome Cocacola” y se echó a dormir; yo salí del baño con mi piyama de cuadritos azules, apagué la luz y me quedé mirando el techo o mejor dicho: el universo sin estrellas, porque “¡jueputa, qué noche más oscura!” pensé. Nos conocíamos nuestras respiraciones, a la media hora, era evidente que los dos seguíamos despiertos y pasaron unos largos minutos, antes de ella decir: “Conocí a alguien”; prendí la luz “¿por eso has estado tan comemierda conmigo?” pregunté, envalentonado, pues me acababan de dar un argumento válido para molestarme y seguir con el círculo vicioso de recriminaciones que nos incapacitaba para amarnos, como Roxana y Quesada o como las parejas felices, distintas a la de uno. “¡Comemierda!” gritó ella “porque no quiero hacer el amor contigo soy una comemierda?” se quitó los calzones y la camiseta, abrió las piernas y siguió gritando: “Ven, culéame, salgamos de eso, pero no vaya a ser que se te arrugue tu piyamita nueva”; pues, quién lo creyera, la rabia me hizo soltar el par de bultos de mierda a los que mi subconsciente se aferra con desespero, hasta los calzoncillos y las medias rompí, con manos y dientes, para terminar desnudo, frente a ella; la penetré como en las películas porno, con rugidos como de rey de la selva, como Tarzán a Jane, como recién salido de la cárcel. Ella se me pegó al cuerpo, sin soltarme, asfixiándome con su lengua, amándome con ferocidad, sin tregua; entregamos todo, quedaron en el piso las armaduras y los puñales, pasamos a la agresión de los labios y de las babas “soy tuya, sólo tuya” me susurraba, en la medida en que el ritmo frenético se fue convirtiendo en un oleaje calmo y reparador, en el nirvana íntimo de quienes rechazan alternativas distintas a la de amarse. Los Padrenuestro llegaron el domingo a la hora del desayuno; en el comedor auxiliar, al lado de la cocina, los recibieron con tocino, huevos con crema, almojábanas y chocolate caliente recién molido. “¿Dónde estarán Lugarte y Andulima?” preguntó con curiosidad mi General Padrenuestro y Eulalia respondió: “No te preocupes, papá, están en el cuarto de huéspedes, abrazados en la cama, desnudos” él se sonrió, con la complicidad de Martina. Hacia el mediodía llegó la familia presidencial; mi General Padrenuestro quería devolver las atenciones y ¿por qué no? conocer mejor a Melissa, quien lo dejó intrigado; llegaron con sus vestidos de baño y Martina se alegró de ver a Sebastián, uno de los nietos del Presidente Canallas, algo mayor que ella y como estudiaban en el mismo colegio, se sentían en confianza; fueron los primeros en meterse al agua, seguidos por los demás jóvenes. Uno a uno, los escoltas se sentaron alrededor de la piscina y mi General Padrenuestro los mandó al parqueadero; “me basto y me sobro para cuidarlos, a todos, yo solo” les gritó; eran de los hombres 465


entrenados, a escondidas en San Juan de Rioseco, por eso esperaron la aprobación del Presidente de la República y se alejaron con tranquilidad. Cuando nos acercamos con Andulima, las niñas se salieron del agua a saludarla, abrazarla y expresarle su cariño “te vez divina y nos haces mucha falta” le repitieron. Cualquiera pensaría que se trataba de unas niñas consentidas y antipáticas, de esas que critican a la gente y se creen poseedoras de la verdad, pero no, las hijas de mi General Padrenuestro eran unas niñas –mujercitas ya– en extremo amables y conscientes de la responsabilidad, que el poder y la fortuna de su padre, les imponía de convertirse en personas útiles para la sociedad y el país. “Oye, está muy lindo ese amigo tuyo” le comentó Andulima a Martina y ella le respondió sonrojada: “No, nada que ver, es sólo un amigo del colegio, le decimos Popeye porque es el único que se come las espinacas a la hora de almuerzo”, “pues está muy lindo y se ve que te quiere mucho” dijo Andulima con picardía y Martina la abrazó y le confesó, en secreto, que él le quería dar un beso; “qué rico” respondió ella y Martina, ofuscada, se tapó la cara. Melissa debía ser una mujer de cuarenta años, sus hijos eran los menores de la familia, su marido era uno de los miembros más respetados de la Junta del Banco Estatal, bastante mayor que ella –incluso mayor que mi General Padrenuestro– pero se conservaba muy bien, montaba en bicicleta y jugaba al golf. Melissa era un espectáculo en vestido de baño, llevaba un bikini ceñido, color naranja, que muchas mujeres menores y sin hijos no hubieran sido capaces de ponerse; mojada se veía casi desnuda y ella misma se encargaba –me dio la impresión– de que la hendidura de la vagina se le notara lo más posible. “Mi estilo es ser sexy” había confesado para una revista de modas que la puso de terceras en el ranking de las mujeres más bellas de Cundinamarca; además era influyente, las pocas empresas nacionales que cotizaban en la Bolsa de Nueva York no hacían un solo movimiento sin su consejo. Esa tarde en las Hamacas, utilizó el trampolín de la piscina como una pasarela y después de lanzarse al agua esperaba a salir por las escalerillas para ajustarse sus escasas prendas. No me pareció –ni a Andulima tampoco– que tal despliegue feromónico estuviera dirigido a mi General Padrenuestro; se trataba más bien de su personalidad exhibicionista, de un comportamiento con el cual, sin duda, se apoderaba de los entornos masculinos, herramienta que bastante le debía servir en su trabajo y en su vida pública. En la privada –valga decirlo– de pronto no tanto, porque su marido parecía uno de esos hombres que se encuentran en una etapa, de su recorrido vital, en la que los placeres epidérmicos han pasado a un honroso tercer lugar, por debajo del club y los negocios. A mí me parecía desatinado –por decir lo menos– que a mi General 466


Padrenuestro le diera por arrebatarse con una mujer casada y tan mediática, pero ¡qué raro! preferí no meterme. El día siguiente en la Oseta, me comentó que había notado cierta incomodidad entre los miembros de la familia presidencial, pero no precisó sobre qué podría tratarse; sobre Melissa no dijo nada, a pesar de que los vi conversando, al caer la tarde, por los lados de las caballerizas. De vuelta a Bogotá, Andulima me pidió que la dejara en la Bombonera; me expresó su amor, pero volvió a adoptar una actitud lejana; “se trata de la persona que conociste ¿verdad?” pregunté y ella me contestó con evasivas, que quería que tuviéramos un segundo noviazgo; frené en seco, dos cuadras antes de llegar y le dije: “Cuéntamelo todo, tarde o temprano lo sabré” y eso no quedó muy bien dicho porque ella lo interpretó como si yo la fuera a espiar –como en el pasado– o a utilizar los servicios de la Oseta para hacerlo; estaba a punto de un enfado mayúsculo, pero la volví a besar, encendí el carro, lo puse en marcha y le dije, en un acopio de madurez, que cuando estuviera preparada me podía contar lo que fuera, que lo único que me importaba era no perderla. Igual, me respondió a la defensiva: “Lo haces sonar como si te estuviera ocultando un gran romance, como si hubiera pasado algo, entre él y yo, pero no es así; me hizo sentir deseada y bonita, no más. Parte del problema, es que tú eres el único con quien me he acostado y eso es una carga enorme para una mujer tan joven como yo”. “¡Ah, entonces!” alcancé a musitar, pero me di cuenta de que era yo quien se estaba enfureciendo, entonces volví a lo seguro: “Tómate tu tiempo, Andulima” le dije y pregunté: “¿Entonces somos novios?”, “Te amo, te amo, te amo” repitió, varias veces, me besó con ese escupis delicioso de ella y se bajó del carro. Cuando llegué a mi apartamento, me esperaban Roxana y Quesada, la pareja estrella del amor; ellos notaron mi sorpresa; “tenemos que hablar” me dijeron. Los hice pasar y les serví café y galletas polvorosas; “Lugarte, el asunto es que Andulima conoció a alguien en San Juan de Rioseco, se trata de Eduardo Espinel Ricaurte”. Roxana esperó mi reacción, que fue demasiado lenta, por eso Quesada reviró: “¡Uno de los Espinel, güevón!” Traté de hacerme el tarugo, como dicen los mexicans, pero era obvio lo que estaban pensando, uno no trabaja al lado de dos personas, a las que quiere y admira, sin conocer los móviles que los hacen reaccionar: el posible romance y mi posible decepción, eran lo de menos, ellos tenían pensado infiltrar a Andulima en la zona de despeje porque la alternativa de buscar, encontrar y convencer a Saskia de que lo hiciera, tenía demasiados imponderables y era mejor no correr ese riesgo; ella generaba desconfianza, por más de que mi General Padrenuestro quisiera volver “a ponerle las manos encima” en el sentido verdaderamente literal de la expresión. 467


Roxana y Quesada revelaron que los servicios prestados por Andulima en el encubrimiento de la operación y en el manejo de la información de las grabaciones del celular del Presidente Canallas que, además de invaluables, fueron realizados con método y con una habilidad innata para determinar las conversaciones importantes y desechar las inservibles. Lo único certero –y en esas apreciaciones, es que se basa el éxito del espionaje y la subsecuente infiltración de un informante– es que Eduardo Espinel consideraba a Andulima sólo como el papel que ella había representado: el de una mujer bonita, encargada de atender una tienda de papelería y miscelánea en San Juan de Rioseco. Entre semana, mi General Padrenuestro reservaba uno o dos días para almorzar en alguno de los restaurantes de moda, de los que quedaban al norte de Bogotá y después se iba para la Bombonera a retozar con su mulata y las amigas de ella, mientras Reina arreglaba la mesa del comedor auxiliar con flores y cubiertos importados para ofrecerle su chocolate santafereño a las cinco de la tarde y quedarse conversando con él hasta por la noche. Por los corredores y los salones de espera, que cambiaron sus decorados árabes por exquisiteces más internacionales, se sentía el olor de sus cigarrillos Paquistán y se escuchaban los gruñidos de sus ejercicios amatorios y los chillidos de las mujeres que se le medían a su rejoneo y a sus estocadas. Sucedió más de una vez ¡qué descaro! que, entre un agite y otro, llegaban a la Bombonera, las secretarias de la Oseta y golpeaban a la puerta de su reservado, con papeles urgentes para firmar o con recados del Presidente de la República. Siempre que podía, mi General Padrenuestro iba conmigo, le seguía pareciendo importante que yo escuchara, durante las tertulias, sus opiniones sobre todas las cosas –la mayoría de las cuales resultaron no ser relevantes a este compendio, de retazos biográficos, hilvanados por la memoria– así como tampoco quería que mi relación con Andulima se acabara, éramos su familia; nunca lo expresó abiertamente, pero Celina sí lo hizo en varias ocasiones y él sentía que honrar sus designios era una forma de capear los temporales del olvido. Es válido señalar aquí que, aunque mi General Padrenuestro no tenía mayores aprehensiones ante la eventualidad de quedarse solo, prefería estar acompañado, como los tiburones que arrasan su entorno pero que se amañan con los pescaditos que se pegan a sus aletas y a su cola. Cuin era el único que se fastidiaba, con nuestra presencia, pues nuestras visitas empezaron a tener un efecto negativo en el costo-beneficio del negocio: muchos clientes importantes –dirigentes, industriales, jueces y parlamentarios– preferían no entrar a la Bombonera cuando veían a los escoltas de mi General Padrenuestro en el parqueadero. Por otro lado, nunca entendimos, muy bien, 468


por qué Reina sabía tanto sobre Saskia; supimos de su amistad y que ambas eran mujeres con la afinidad de haberse labrado una fortuna, a pulso; tampoco era de extrañar que la alemana recurriera, también, a las prostitutas para darle rienda suelta a sus desafueros, pero, ahí, había, sin duda, una madeja que desenredar y mi General Padrenuestro ponía el tema con bastante frecuencia. Reina pensaba, sin explayarse al respecto, que su amiga era un mar de contradicciones, pero entendía las razones de su alianza con El Crespo Carrascal: vivía perseguida por narcotraficantes-asesinosquiebrahuesos insatisfechos; se quedó sin plata o sin la suficiente, por lo menos, para manipular su peligroso entorno, ni para rodearse de un ejército de mercenarios que la protegieran; no tenía verdaderos amigos desde que los mellizos le voltearon la espalda y tenía cuentas pendientes con la justicia. Pegarse al Crespo Carrascal le permitía a Saskia estar tranquila, alejada de sus más inminentes amenazas. Fue mi General Padrenuestro el que me hizo notar que, siempre que Reina hablaba de Saskia, escogía sus palabras con cuidando, como evitando hablar más de la cuenta; curioso, porque con los demás temas o sobre otras personas, era cizañera y excesiva en sus comentarios. Una de esas tardes, mi General Padrenuestro estaba intranquilo porque nos informaron que aviones extraños estaban aterrizando en la zona de despeje y aunque él fue quien más insistió en encontrar a Saskia, su búsqueda había sido infructuosa, principalmente por la restringida capacidad de acción que teníamos en San Juan de Rioseco, donde era lo más seguro que estuviera. Nos quedamos sin informantes, en la zona, desde que se hizo imposible que Blas volviera; por eso, mandó llamar a Andulima y en mi presencia le soltó, sin escrúpulo alguno, lo que estaba pensando: “Andulima, siento mucho decirle que, a usted, le va a tocar saltarse el curso de instrucción de inteligencia” dijo y ella se asustó, pensó que le estaban truncando su sueño. “Usted sabe, Andulima” siguió hablándole de frente y mirándola a los ojos: “Lugarte me cuenta todo y me hizo una infidencia suya porque la quiere y no desea verla en peligro” ella se asustó aún más todavía y me miraba como diciéndome: “¿Qué hiciste?”, “Eduardo Espinel Ricaurte, el hombre que quedó ilusionado con usted, allá, en San Juan de Rioseco, cuando trabajó con Roxana y Quesada, es uno de los individuos más peligrosos de Cundinamarca. Necesito que finja un romance con él y que nos sirva de informante”. Mi General Padrenuestro no dijo nada más, su mulata lo estaba esperando en el cuarto de siempre, con una chica nueva llegada de Silvania y yo me quedé lidiando, en la cocina, con las emociones encontradas de Andulima quien, aunque vio la oportunidad de entrar por la puerta grande a la vida de servicios patrios que le daban 469


sentido a su vida, sintió que no estaba preparada para una misión que representaba más un riesgo fatal que una aventura. Sus sentimientos, desatados, no eran nada comparados con los de Reina, quien se sintió mareada y se fue a acostar; sentir que la vida de Andulima podía estar en peligro la hizo redimensionar su vida: se dio cuenta que existía, en su corazón, un sentimiento más grande y alentador que proferir la venganza, mil veces planeada, contra mi General Padrenuestro y eso la descompuso, pues, a esas alturas, no sabía sí apegarse al único motivo por el cual se mantuvo viva o si dejar su pasado en el olvido, en razón a que sus prioridades cambiaron y a que el aprecio, por el hombre que no merecía sino su escarmiento y odio, había dejado, hace mucho tiempo, de ser fingido. La revista Casanova dirigida –como su nombre lo indica– al género masculino, publicó un artículo titulado: “El poder detrás de la Oseta” con fotos y sustanciosas, pero ficticias, reseñas de mi General Padrenuestro, Quesada, Reyes, Blas, Roxana, Polanía y mías. Las personas de confianza, del Ministro y Comandante, quedamos al descubierto; si bien era cierto que los delincuentes nos tenían identificados, existía un velo secreto que nos daba cierta flexibilidad de acción y éste se desvaneció por completo. El más molesto fue Blas, quien siempre supo ocultarse y con mayor razón, durante esa etapa, en la que tenía varios enemigos en San Juan de Rioseco que lo querían muerto, además del Presidente de la República por haberle chuzado su teléfono celular. Reyes fue el más indignado pues en su reseña decía que su romance con la cantante de moda, Pili Vanilli, hacía parte de una operación encubierta para meterse en el ambiente de los productores de conciertos, que tenían fama de drogadictos y pendencieros distribuidores de cocaína. Mi General Padrenuestro nos prohibió desmentir tal publicación y nos obligó a seguir guardando un bajo perfil, no quería que por salir a reivindicar unas anécdotas, que más parecían chismes de cafetín, los medios de comunicación siguieran metiendo la cabeza en el departamento de inteligencia y se agravara la situación. Realizamos, sin embargo, algunas indagaciones y nos enteramos de que los mismos periodistas estuvieron husmeando en la Bombonera; pero Cuin, con ese olfato de hiena en celo, los sacó corriendo y no insistieron en volver, pues descubrieron que el accionista mayoritario de la revista era uno de los clientes que más frecuentaba el lugar. Teníamos otros agentes, por supuesto, pero de la entraña misma de nuestro grupo sólo Andulima quedó a salvo de las miradas amarillistas y la oportunidad, fortuita, de infiltrarla en el seno de la familia Espinel, no la podíamos dejar pasar; ella entendió su responsabilidad y la asumió, a sabiendas de que pasar de ser una muchacha de tímidos flirteos a una espía efectiva y útil, no era una transición fácil. 470


Tampoco tuvo mucho tiempo de alimentar sus dudas porque, sin perder un segundo, Roxana la enlistó en un entrenamiento intensivo: preparación física, manejo de armas, informática, comunicaciones, logística y personalmente le enseñó –desde su bien ganada experiencia– la manera de infiltrarse y los mecanismos básicos para conseguir y pasar información sin ser detectada. Sin importar los sentimientos, Andulima debía focalizar sus esfuerzos en acostarse con Eduardo Espinel, sobre eso no había ninguna duda y le tocaría enamorarlo y hacerlo sentir como si ella fuera indispensable en su contexto diario; eso era lo difícil de la misión: lograr la suficiente confianza para hacer parte de sus rutinas y ser reconocida, en últimas, como un miembro valioso de la familia. “Es un reto muy bravo” le repitió Roxana, como un martilleo, para que tuviera mucho cuidado pero, al tiempo, la preparó como a un actor de cine que tiene la oportunidad de representar el papel de su vida. Antes de que extrañaran demasiado su ausencia, Andulima volvió a San Juan de Rioseco a hacerse cargo de La Perla, con la pantalla de que sus hermanos –Roxana y Quesada– le dejaron el negocio; llegó con dos supuestos primos, Mosca y Gutiérrez, expertos asesinos, agentes y deshuesadores entrenados por Blas, ni más ni menos. El plan era esperar a que Eduardo Espinel volviera a pasar por el local –buscarlo sería un error– y mientras tanto, la Oseta le mandaba cajas con mercancía para vender en la papelería, mucha de la cual era de dudosa demanda; podía poner los precios que quisiera, al fin y al cabo no importaba que el negocio funcionara, como tal; sin embargo, no quería despertar ni las más mínimas sospechas y mandó a Gutiérrez a Bogotá, para que averiguara los precios de las cosas en una papelería de verdad. Lo que sí pidió, fue una fotocopiadora, que era el servicio que más solicitaban los clientes, lo mismo que los implementos para coser, en la parte de miscelánea, como hilos, agujas y telas de diversos estampados. Andulima me llamaba a diario, pero cuando Roxana pasó a chequear sus avances –ella era la responsable de la operación– le cambió el celular y la obligó a que no me llamara sino en casos urgentes y por teléfonos públicos, pues no se podía dejar nada al azar; las llamadas por el móvil debían ser estrictamente a Roxana –su hermana, la que le dejó el negocio– y a nadie más de la Oseta. Podía –eso sí– llamar a sus amigas de la Bombonera, a Reina, a su hermano y era bueno también que buscara amigos en la zona para que no diera la impresión de estar aislada de la sociedad. “¡Me contaron que andabas por aquí, hermosura!” exclamó Eduardo Espinel entrando a La Perla. Andulima se sonrojó y lo saludó de mano: “¿Cómo le va, Eduardo?” y él se lanzó con preguntas, que ella contestó con asertividad y coquetería. Le contó que estuvo de vacaciones en Bogotá, en la casa de una mujer que era como su madre y que sus hermanos le dejaron el negocio porque prefirieron vivir en Sopó, donde tienen un 471


restaurante. También le reveló que seguía “solterita” intercambiaron los números de celular y Eduardo se despidió clamando, mientras se dirigía a su carro: “Usted, mi preciosa, lo que necesita es un príncipe”. Los burdeles en Bogotá son como laberintos: salitas de espera para tomar trago con las chicas antes de escoger a alguna y subir con ella –o ellas– a un reservado; es necesario que estas salitas sean privadas porque los clientes, desde que se bajan del carro, caminan afanados, timbran afanados, entran afanados y corren a esconderse donde nadie más los pueda ver; no hay vistas panorámicas, todo son recovecos para garantizar la máxima discreción. De la salita de espera, al reservado, se despliega un sistema de señales, entre las chicas y los encargados, para que un cliente no se encuentre con otro: se cierran puertas, se vigilan los corredores, se escuchan expresiones como “despejado hall de entrada”, “escaleras libres” o “corredor comprometido” parece un servicio proveído por agentes de contraespionaje. En el caso de la Bombonera, Cuin era la persona a cargo de ese tejemaneje; sin embargo, a veces la coordinación fallaba y algunos clientes –casados, generalmente– se fastidiaban con encontrones desafortunados y no volvían o volvían con toda clase de condiciones y advertencias. A mi General Padrenuestro lo tenía sin cuidado que lo vieran, incluso él era de quienes saludaban a los conocidos; era impermeable a la doble moral de quienes se acuestan con prostitutas porque le parecía normal que los hombres gozaran de esa alternativa; “cuando uno va y orina en un baño público, no tiene que rendirle cuentas al inodoro de la casa” decía. Una noche, la ducha del baño donde se encontraba con su mulata se atascó, disparando agua hacia todos lados; mi General Padrenuestro se amarró una toalla en la cintura y al salir en busca de otro baño se encontró, de narices, con el marido de Melissa, quien dijo –sin que nadie le preguntara– que estaba atendiendo a unos clientes, pero Reina le confirmó que el señor era un cliente regular y que le gustaba que le metieran jugueticos por el ano, lo que “de ninguna manera es un indicio de homosexualidad, sino que hay hombres que disfrutan con la estimulación anal” se apresuró a explicar Reina, pero mi General Padrenuestro, no entendía de esas sutilezas pueriles y preguntó, por molestar: “¿O sea que el tipo ve un lápiz bien tajado y se excita?” Reina se rio con el comentario, pero en su fuero interno se sintió incómoda al revelar las mañas sexuales de uno de sus clientes. Mi General Padrenuestro sabía que había algún repentismo más mordaz, al respecto, pero como no se le ocurrió lo único que hizo fue exclamar: “¡De cacorro a maricón sólo hay un paso, créame, señora Reina!”

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Después del encontrón con su marido, mi General Padrenuestro volvió a pensar en Melissa, no lograba sacársela de la cabeza; su personalidad arrolladora le quedó rondando como por el estómago, sólo recordar su cuerpo al lado de la piscina y su forma altanera de ser le producían un vacío, de deseo, arriba del ombligo, como una úlcera abriéndose camino. Además, su marido debía ser un fiasco en la cama “con esa mano de caprichitos culiprontos” pensó, ninguno de los cuales Melissa debía tener interés en satisfacer y le pareció que, muy probablemente, ella no estaba recibiendo el gozo que esas curvas suyas anhelaban. Siguiendo ese hilo de pensamiento, mi General Padrenuestro se estaba preparando para cortejarla, a conciencia de que, por ser una de esas mujeres que quieren lo que quieren y lo buscan salvando cualquier impedimento, lo más probable es que tuviera un séquito de amantes desechables o algún tinieblo nocturno al que amara con esa sinrazón en que los romances se fundan; sin importar cuál fuera la situación, le entró la ventolera de verla y la citó en la Oseta con la excusa de querer comprar acciones de la bolsa de Nueva York. Ella confirmó, pero no apareció nunca; él le pidió, entonces, otra cita y llegó a la oficina de Melissa con media hora de antelación; ella lo hizo esperar casi una hora y salió por fin, a la recepción, para informarle que no lo podía atender, que lo sentía mucho, que hablara con su secretaria para arreglar otro encuentro. Mi General Padrenuestro le pidió su número celular y ella le contestó que le parecía demasiado prematuro entregárselo y con el presagio de esa sola expresión “demasiado prematuro” y la sonrisa tan hermosa con que se lo dijo, mi General Padrenuestro se aguantó como tres desplantes más hasta que, incapaz de aguantarse unas ganas de ese tamaño; incurrió, incluso, en la niñería de masturbarse, en el baño de su oficina, con las fotos que salían de ella en las revistas sociales; no sirviendo, para nada, este recurso ¡tan a la mano! y llevado por sus instintos más bajos allanó el edificio donde quedaba su firma de asesoría en inversiones. Habría podido tomarse sólo el piso catorce, pero se inventó un operativo de trescientos hombres, con la excusa de que estaban buscando a un delincuente de alta peligrosidad; a la media hora asumió el control del perímetro, subió al bufete de asociados del que Melissa era la presidente, entró a la sala de juntas donde estaba reunida con una veintena de personas, las hizo salir, instaló una guardia de treinta soldados afuera y la violó: se sacó la verga que ya no le cabía entre los pantalones, le tapó la boca, la alzó contra la pared mientras ella le mordía la mano hasta hacérsela sangrar, mientras peleaba y gritaba sordamente, con toda la fuerza de sus extremidades, clavándole las uñas en el cuello a su agresor, quien procedió a arrancarle la ropa con su fuerza descomunal, la tiró hacia atrás sobre la mesa de caoba roja traída de Madagascar, le escupió las tetas, se las metió entre la boca y con los pezones entre los dientes la agarró de la cintura con 473


ambas manos y la aprisionó contra él, recibiendo golpes en la cara y aruñazos en la cabeza; la volteó, le amarró los brazos a la espalda con los calzones que le había quitado y así, doblada, con las piernas colgando y las nalgas al aire, Melissa sintió los embates de mil caballos turnándose para penetrarle su amplia vagina y dejarla llena de un semen almidonoso y agrio que sintió hasta la garganta y en el culmen de esa violencia, de esa barbarie no provocada, lo único que ella alcanzó a decir fue: “Ahora, métamela por el culo, General” lo que revivió al instante la gruesa animalidad que le reventó las entrañas, la hizo gritar como nunca lo había hecho y le arrancó de lo más hondo de su ser, la represión de la carne a la que estuvo sometida por culpa de las conveniencias sociales. Desde ese día se amaron a mordiscos, se desgarraron la piel como bestias y se aniquilaron el cuerpo hasta dejarlo libre de los nudos que nos atan a lo que no somos. La capacidad de trabajo de Canallas Garrido era inmensa, pero se le iba demasiado tiempo en protocolos de seguridad; cualquier persona era un enemigo potencial hasta que no demostrara lo contrario: saludaba de mano a sus setenta escoltas antes de subirse al carro y con frecuencia descartaba a alguno porque no le gustó su mirada o porque lo vio mal afeitado; el más mínimo desliz era válido para prescindir de los servicios de alguien y el temor a ser víctima de una traición o un intento de asesinato era extensivo a las secretarias, a los cocineros, a quienes le pedían una cita y por supuesto, a sus más cercanos colaboradores. “Yo no creo esa güevonada de que a los enemigos hay que tenerlos cerca” vociferó, un día, que vio a un jardinero acercarse a la ventana con un cuchillo para podar las rosas; el hombre fue inmovilizado de inmediato por la Guardia de Corps y “desarmado” en el acto; al otro día se le informó al Presidente que la empresa de jardinería fue reemplazada, por una menos peligrosa; se mostró aún más molesto y a gritos preguntó que por qué, más bien, no habían quitado los rosales. Aunque irracional a veces, su miedo no era una invención, dado el empeño de su gobierno por mantener a ultranza una zona de despeje que sirvió para firmar la paz pero que se convirtió en un remedio más grave que la enfermedad. Sin embargo el país mejoró, el alarmismo constante y la cobardía intrínseca del Canallas se convirtieron en el ímpetu para asegurar aún más las carreteras, las fronteras, los estadios y los aeropuertos, entre otros, en franca concomitancia con mi General Padrenuestro y el ejército quienes lograron lo inimaginable: que a los cundinamarqueses se nos quitara el miedo. Llegaron, por consiguiente, más turistas, se multiplicó la inversión, se crearon más ferias caballísticas y más reinados de belleza; pero la ilusión de paz y prosperidad duró poco: subyacían –como siempre– los verdaderos problemas, como la 474


desigualdad en la justicia, la falta de salud pública y los esfuerzos inútiles en educación, entre otros, que fueron generando resentimientos, en nuestra sociedad, avivados por la deslenguada imprudencia de los medios de comunicación que hicieron de un vaso de limonada una amarga tormenta. En un debate televisado sobre la situación en San Juan de Rioseco y ante la pregunta de si no consideraba apropiado que el ejército retomara el control de la zona de despeje, el Presidente Canallas se salió de casillas con su respuesta: “No somos nosotros quienes vamos a incumplir los acuerdos de paz. Si es del caso ¡voy a llenar la región de minas quiebrapatas para que nadie se atreva a entrar!” Los periodistas, sorprendidos con la gravedad de la afirmación, se quedaron mudos; “y como no hay más preguntas, me largo de aquí” rugió, en caliente, el Presidente de la República, se soltó el micrófono que le colgaron en la corbata y salió, dando manotazos en el aire, del estudio de grabación. Pese a la controversia, en la que medió la opinión pública calificada con su mala leche y su sarcasmo, las encuestas de la semana siguiente demostraron que la imagen de Víctor Canallas Garrido repuntó y que una mayoría apreciable de cundinamarqueses sintió que, por fin, un primer mandatario se había puesto los pantalones; de ahí en adelante se dio un fenómeno muy particular: en la medida en que el Presidente Canallas mostraba una posición de fuerza, cualquiera que ésta fuera e independientemente de contra quién fuera, el respaldo del pueblo aumentaba. Era cierto, los analistas políticos revisaron las encuestas y constataron que se realizaron con transparente metodología y loable precisión. La única explicación plausible era que llevábamos –desde la dictadura de los años cincuenta– una seguidilla de presidentes aguas tibias que actuaban sólo para caerle bien a la gente y que Cundinamarca vio con buenos ojos el repentino cambio de actitud del gobierno por uno más decidido y frentero. Mi General Padrenuestro permaneció neutral: “¡Entre más alto suba el Canallas, más duro será el porrazo!” decía en privado y aunque, él mismo, era blanco directo de muchos de los improperios de la nueva discursiva presidencial, se hizo a un lado, pero terminó cometiendo un error garrafal llevado por la rabia –que es, en definitiva, una mala consejera–. La comisión de ética del Concilio Parlamentario, lo citó para que corrobora la destinación de una cuantiosa suma de dinero que se utilizó para adquirir drones de vigilancia; mi General Padrenuestro iba tranquilo porque explicaría, primero, lo que eran los drones –naves aéreas de vigilancia manejadas a control remoto– y su utilidad en las labores de inteligencia militar y segundo, la importancia de tener más de uno. Negaría lo obvio y es que los drones eran la forma más efectiva para mantener custodiada la zona de despeje; nadie lo sacaría de un “¡no!” rotundo, a ese 475


respecto; por eso se encontraba imperturbable, hasta antes de entrar al Capitolio Nacional cuando le pidieron que se dejara requisar: “Es por la seguridad del Presidente” le dijeron con timidez dos uniformados; le tomó dos segundos irritarse: “¡El Presidente no está aquí!” exclamó mientras sacaba la cuchilla, el cigarrillo y el encendedor; “mi General, son órdenes de más arriba”, “¿de dios?” preguntó mi General Padrenuestro; “del Presidente, mi General, tiene miedo de que lo maten o algo así” respondió el pobre subalterno, amilanado y sin imaginarse que el general con las charreteras más brillantes de Cundinamarca montaría en cólera: “¡Si el Presidente no está muerto es gracias a mí, soldado!” Tomó unas cortas y profundas bocanadas de su mentolado, escupió en el piso y tratando de dominar la furia, se dejó requisar, pero siguió gritando: “Y sepa, soldado, que no necesito estar armado. ¡Yo mismo podría despescuezar al Canallas con una sola mano!” Esa frase mandó al traste los esfuerzos por mantener la neutralidad; se demoró menos en pronunciarla que en salir por televisión: los medios de comunicación la utilizaron para inventar una nueva polarización de poderes entre civiles y militares, agravada por el Cardenal Carrillo –entrevistado para avivar el cotarro– quien declaró delante de la prensa que “gracias a dios la iglesia era el pegamento que mantenía a Cundinamarca unida” y ante la lluvia de preguntas que se le vinieron encima, contestó que “la justicia divina también tiene sus espías y sus armas, para luchar contra la mala ventura” y sofocado, frente a los micrófonos increpándolo sobre la posibilidad de que él, también, tuviera un ejército propio, el Cardenal Carrillo respondió: “Mi ejército son el arcángel Gabriel y su camarilla de efebos alados y las armas son las de la buena voluntad” pero el daño estaba hecho. ¡Quién dijo miedo! Pasamos a ser un país tripolarizado –por llamarlo así– y nos sumimos en un oscurantismo que atentó contra la democracia. Los poderes públicos se sintieron amenazados, la gente salió a las calles a apoyar a uno de los tres bandos y por obra y gracia de los medios de comunicación, los cundinamarqueses entramos en un estado de guerra, sin precedentes desde el Bogotazo, como se le conoce a los días posteriores al asesinato del líder político liberal, de raigambre popular, Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. El Segundo Bogotazo –así fue bautizada la conmoción de esos días– empezó en la Universidad Nacional donde los estudiantes quemaron carros, lanzaron piedras contra las instalaciones educativas y bombas molotov a los buses con pasajeros; la Plaza de Bolívar se vio asaltada por encapuchados que gritaban consignas contra el gobierno, contra la iglesia y contra los militares. El ejército estrenó los uniformes y el aparataje antimotines que no se usaban, desde que se compraron, cuando se pensó que el golpe 476


de Estado al Presidente Henríquez Arepuela pasaría a mayores; se sacaron a las calles las tanquetas que disparaban agua y la retaliación militar indignó a la ciudadanía, al punto de que por salir los cundinamarqueses a protestar, el país colapsó: los transportadores dejaron de prestar el servicio, las oficinas públicas cerraron, los almacenes tapiaron o soldaron las puertas y enrejaron las vitrinas para evitar el vandalismo; lo mismo hicieron los bancos, los restaurantes, los supermercados, las tiendas de abarrotes, las universidades y los centros comerciales. Los hospitales expandieron, hasta donde se pudo, la prestación de las urgencias médicas y se vieron ante la imperiosa situación de recibir a los heridos que fueran, así no tuvieran cobertura de salud privada o por cuenta del Estado. Las cadenas noticiosas internacionales apuntaron los ojos hacia Cundinamarca y en sus titulares no faltaron expresiones como “guerra civil”, “amotinamientos fuera de control”, “polvorín”, “fratricidio”, “sublevación”, “paro nacional”, etcétera; se habló de la intervención de mediadores internacionales, incluido los Estados Unidos –cómo no– quienes detectaron la oportunidad de ser juez y parte en la contienda y le ofrecieron a mi General Padrenuestro el armamento más sofisticado, existente en sus arsenales, para contrarrestar las hostilidades. Mi General Padrenuestro los mandó para la mierda, así dijo: “¡A la mierda los Estados Unidos, la ropa sucia se lava en casa!” y reprendió por teléfono al Presidente Canallas por no ofrecer una solución, cuando, a falta de una mejor, salió por televisión a decir que acababa de crear otro día feriado en el calendario nacional dedicado a la Santísima Trinidad, a realizarse el martes siguiente –estábamos en viernes–. Esas eran las buenas noticias; las malas noticias eran que ese día –dedicado al misterio de un hijo, un padre y un espíritu santo, pero un solo dios verdadero; que era lo mismo que decir una presidencia, un ejército y una iglesia, pero una sola Cundinamarca inseparable– habría toque de queda total: durante veinticuatro horas sólo podrían salir a la calle las fuerzas militares; los civiles fuera de sus casas serían arrestados y los delincuentes atrapados en el desarrollo de una acción ilícita serían inmovilizados con descargas eléctricas o balas de goma y en el caso de ofrecer resistencia podrían ser dados de baja. Cinco minutos después de la alocución presidencial que anunció la medida, el Canallas se comunicó con mi General Padrenuestro para decirle: “la pelota está en su cancha General, si no pacificamos este país para el próximo martes, ¡que dios se apiade de nosotros!” La reacción de la ciudadanía fue contraria a las amenazas de nuestro Presidente y Cundinamarca entera se preparó para salir ese día a la calle, vestir camisetas blancas y protestar contra la desesperada situación; “Caminata por la Reconciliación” la llamaron y la idea era tomarse las vías principales de todas las ciudades. Mi General Padrenuestro habría visto con buenos ojos la manifestación e 477


incluso la habría apoyado, de no ser porque la subversión aprovecharía el papayazo para desestabilizar el país, con una avanzada delictiva –sin precedentes– que le diera la oportunidad de amedrentar a la sociedad civil y así devolvernos el miedo que teníamos antes, cuando los presidentes eran asustadizos y cedían, fácilmente a las demandas de la guerrilla, del narcotráfico y del paramilitarismo. Disponíamos de un fin de semana para preparar nuestra estrategia de defensa; era imperativo lograr que la gente, la común y corriente, no saliera a la calle y que la delincuencia se quedara sin carne de cañón para cometer actos terroristas y sin motivo para enfrentar la fuerza pública; para el efecto, mi General Padrenuestro utilizó los servicios de una compañía cinematográfica. Producciones Cine Chitá, domiciliada en Bogotá, se hizo cargo de la difícil encomienda de filmar, en tres días, diez homicidios, tres masacres de más de veinte personas cada una, tres violaciones a dos muchachas menores de edad y a una tendera de por los lados de Carmen de Carupa, ocho atracos y catorce incendios a almacenes, albergues y puestos de chance, todos ficticios –por supuesto–. Se utilizó sangre de verdad donada por soldados voluntarios, pues los hospitales –no les faltaba razón– se negaron a colaborar dada la nefasta situación que estábamos viviendo y –sobra decir– la sangre ficticia sólo se ve bien en Hollywood. Los productores buscaron locaciones urbanas y rurales discretas o que se pudieran aislar para evitar curiosos y posibles infiltrados; trajeron, en secreto, ciento cincuenta actores y extras del Ecuador en aviones que aterrizaban en el sigilo de la noche y en helicópteros que los dejaban en las escenografías de los crímenes: unos hacían de malos, otros de buenos, se improvisaron gritos de terror y una que otra frase de cajón, para terminar –de acuerdo a guiones bastante improvisados– muertos a retorcijones frente a sus familias ahogadas de dolor y desesperanza. Se les pagó con dólares en efectivo y de inmediato, fueron devueltos a su lugar de origen. “Ni Tarantino hubiera logrado unas escenas tan sangrientas y dolorosas” comentó Reyes cuanto vimos las secuencias finalizadas el lunes por la tarde, en uno de los comedores de la Oseta. En alocución televisada y radial esa misma noche, mi General Padrenuestro le informó a los cundinamarqueses: “¡Estamos en Estado de Sitio!” y rogó a los televidentes respetar el toque de queda que sería impuesto desde las doce de la noche. “La oportunidad de una manifestación pacífica ya pasó” y repitió varias veces que los sediciosos, de todas las pelambres, no tenían otro objetivo que el de hacerle daño a los civiles; les pidió tener confianza en las fuerzas armadas y por último soltó la frase: “Tengan en cuenta que en río revuelto, ganancia de delincuentes” y después de una pausa remató con una advertencia que acentuó el dramatismo de la situación, cuya 478


intención fue meramente estratégica: “Hemos repartido al Ejército Nacional a lo largo y ancho de nuestro país para garantizar que el Día de la Santísima Trinidad transcurra en paz. Nuestro objetivo es el de ejercer control militar absoluto de los territorios, salvo San Juan de Rioseco, donde tenemos prohibido entrar. El toque de queda será de veinticuatro horas pero el Estado de Sitio durará hasta que se normalice la situación de nuestra amada Cundinamarca y que dios y la patria nos protejan”. Su intervención duró cinco minutos y fue transmitida por los canales nacionales y las grandes cadenas noticiosas internacionales la replicaron, casi al instante. Se trataba, básicamente, de una acción golpista pues el Estado de Sitio no podía ser declarado de forma unilateral sin la confirmación del Presidente de la República; mi General Padrenuestro pensó que el Canallas pasaría la noche rodeado de sus juristas de confianza analizando la situación y que saldría por televisión a desmentir a su Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia y Comandante Militar de las Fuerzas Terrestres, Aéreas y Marítimas de la Nación, pero ninguna de las dos cosas sucedió: se debió dar cuenta de que ese era un pulso que, mediado por la opinión pública, no podía ganar y se quedó callado. Tal reacción preocupó mucho a mi General Padrenuestro porque lo confundió: no sabía si el Presidente le descubrió la jugada y como un buen ajedrecista, lo dejó estar a la ofensiva o si, como un Fisher o un Karpov, tenía una visión estratégica del tablero y tenía calculados todos los movimientos posibles. Sea como fuere, no había vuelta atrás; mi General Padrenuestro fue al baño, se abrió la bragueta y orinó en el piso, dejó que el líquido llegara al sifón, sacó un par de monedas del bolsillo y las lanzó al río amarillento salido de sus entrañas, diciendo en voz baja: “la jalea harta es” –que era su forma, bastante parroquial, de decir, como Julio César cruzando el Rubicón, que la suerte estaba echada–. Mi General Padrenuestro no durmió, se pasó la noche con la lengua entre las nalgas abiertas de Melissa y forzando sus orificios –como a ella le gustaba– sin descanso, hasta terminar retozando entre el espesor de sus cuerpos. Con los primeros rayos del sol, los medios de comunicación recibieron las imágenes de video filmadas durante el fin de semana y las transmitieron –de acuerdo con lo previsto– como si estuvieran sucediendo en vivo: las atrocidades de la delincuencia contra la sociedad civil exacerbaron el miedo y aunque, para muchos noticieros –y así lo manifestaron– fue evidente que se trataba de un montaje –la luminotecnia era demasiado cinematográfica y los mismos actores aparecieron muertos en distintas secuencias– se logró el cometido de que nadie, en su sano juicio, se arriesgara a salir a la calle y que hasta los posibles infractores, criminales y terroristas permanecieran escondidos. Los actos 479


delictivos fueron escasos; el personal de los hospitales y los periodistas, principalmente, que portaban sus salvoconductos a la vista, se movilizaron a sus anchas por la ciudad y la gente, desde sus casas y por la redes sociales de internet, alabó con feliz orgullo a mi General Padrenuestro, con el agravante de que la multiplicidad de voces que se alzaron en Cundinamarca fueron convergiendo en una sola: “¡Abajo el Canallas, arriba el General Padrenuestro!” A las cuatro de la tarde, en un asomo de torpe y rabiosa osadía –porque hubiera podido izar, él mismo, las banderas del triunfo de la jornada y nadie le iba a quitar ese derecho– el Presidente de la República agradeció el ánimo pacífico de los ciudadanos y acto seguido, pidió el arresto pacífico de mi General Padrenuestro: explicó que su Ministro había declarado un Estado de Sitio sin preguntarle a él y que tal desacato era intolerable. “Mi deber es proteger la potestad que el pueblo me entregó en las urnas y mi voluntad ha sido soslayada, en breves minutos parto para San Juan de Rioseco, mi pueblo, que será proclamado mañana: Capital de la República y desde donde despacharé, hasta que el General Padrenuestro renuncie a sus fueros y le devuelva a nuestro país la democracia que nos ha quitado. Le reitero mi fidelidad al pueblo cundinamarqués y le encomiendo a dios mi destino y el de mis compatriotas”. Con estas palabras se despidió y dos horas después, los medios de comunicación lo mostraron entrando a su finca donde, uno a uno, fueron llegando su familia y los otros ministros, salvo Melissa quien permaneció en la Oseta apoyando al único hombre merecedor de su amor y por quien estaba dispuesta a entregar su vida, si fuera necesario. “¡Este Canallas es mucho güevón! ¿Cómo se le ocurre entregarme el país en bandeja de plata? ¿Quién se cree que soy: un oportunista?” fue lo único que dijo mi General Padrenuestro y nos citó en la Oseta. Durmió un rato abrazado a Melissa y pensó en decirle algo así como: “Mi amor por ti es más fuerte que cualquier encrucijada histórica” pero le pareció tan cursi –tan telenovelesco– que a duras penas musitó: “Te amo”. Nos reunimos hasta la medianoche, mientras los medios de comunicación esperaban que Aquiles Padrenuestro Chacón llegara a la Quinta de Nariño y formalizara, con un valiente discurso, su toma de poder, pero esto no sucedió, ni sucedería, simple y sencillamente porque nunca fueron, esas, sus intenciones. La situación ni siquiera se le presentó como un dilema que lo hiciera dudar de sus principios; sus reflexiones en voz alta, frente a nosotros, mientras cortaba y se fumaba un mentolado tras otro, fueron de otra índole; sus dudas eran otras, las identificó y a cada una le aplicó un correctivo posible, aunque, a la postre, el resultado fuera distinto a como lo imaginamos esa noche. 480


Hoy pienso que mi General Padrenuestro era un atador de cabos: cualquiera que veía suelto no descansaba hasta entenderlo, darle su justa dimensión e incorporarlo al tejido de las circunstancias y fue con base en ese mecanismo –aprendido por ensayo y error durante su vida– que se desarrollaron los hechos que salvaron a Cundinamarca de la catástrofe. Es importante revelar, en este punto, que mi General Padrenuestro nunca movió los ejércitos alrededor de San Juan de Rioseco; no quería dejar de vigilar a los machacanes, no quería aflojar el cerco porque estaba seguro que harían alguna estupidez, como salir del perímetro asignado donde podíamos –según los acuerdos de paz– arrestar a quienes, a la fecha, no estuvieran reinsertados a la vida civil. “El Presidente Canallas no sólo me está entregando el poder para que la comunidad internacional me señale, me saque del país y me juzgue, como a tantos otros dictadores, sino que, también, me está invitando a invadir la zona de despeje para tener la prueba reina de mi insubordinación” nos dijo, se quedó pensativo un rato largo, dando bocanadas a su Paquistán y finalmente, gritó golpeando la mesa: “¡Pues el muy hijueputa no me conoce!” Miró a Melissa como disculpándose –al fin y al cabo se trataba de su padre– y asignó, con método, cada una de las acciones a seguir: Quesada salió, de inmediato, a dirigir los ejércitos que vigilaban las fronteras de San Juan de Rioseco –como venía haciendo– con la orden perentoria de no realizar ninguna clase de ataque sino de arrestar a quienes trataran de huir; Reyes se inventó, sobre la marcha, un concierto de Pili Vanilli en Ciudad de Panamá y la acompañó, con el objetivo de averiguar lo que nunca supimos a cabalidad sobre El Crespo Carrascal; Roxana diría que a mi General Padrenuestro lo enloqueció el poder y tomó una lancha rápida por el Orinoco para buscar al Comandante Zamorano en Barinas Apure y pedirle protección, ganar su confianza –o retomarla– y averiguar quiénes eran, en realidad, los hermanos Espinel; Blas, arriesgando su vida –pues había quedado como un traidor dentro de la zona de despeje– tenía la misión de buscar a Saskia en San Juan de Rioseco, sacarle hasta el último pedazo de información que tuviera y coaccionarla para que nos sirviera de informante “esa vieja malparida no ha hecho sino jugarme sucio, Blas, recurra a todas las porquerías que usted sabe hacer” le dijo mi General Padrenuestro antes de verlo partir. “¿Y usted, Lugarte, no creerá que mis reuniones con Reina, su suegrita, eran de pura cortesía?” yo sentí un inesperado baldado de agua fría “esa señora es más lo que oculta que lo que dice” puntualizó y viendo mi cara de perplejidad exclamó: “¡Deje de ser tan marica, Lugarte, esa señora sabe más de la cuenta sobre Saskia; hágala hablar y comuníquese con Blas”. En una especie de sopor incrédulo, sentí que mi General Padrenuestro era un total desconocido y hubiera podido sentirme ofendido o muy confundido, pero yo era, ya, uno de los herederos de 481


su obsesión por los altos designios del deber, que es lo que justifica, hoy, mis interminables tardes de lluvia alejado de Andulima. Al día siguiente, miércoles, el orden público había mejorado, pero el ánimo de los cundinamarqueses seguía siendo de incertidumbre; la gente, por inercia, salió a trabajar, pero atemorizada; satanizado el Presidente Canallas y endiosado mi General Padrenuestro, la sensación seguía siendo de inestabilidad pero el miedo detuvo las protestas: una cosa era ejercer el derecho –intrínseco y constitucional– a disentir y otra, muy distinta, estar al borde de una guerra. Cundinamarca reaccionó y tuvimos una prueba positiva de la índole democrática de nuestro país pues, ante el impropio comportamiento de nuestro primer mandatario, el pueblo retomó las riendas habituales de la vida e hizo lo que pudo por normalizar la situación. El mayor indicio de esta férrea voluntad fue el de mandar a los hijos al colegio, el día entero se constituyó en un acto de valor civil: se abrieron las oficinas, se barrieron los andenes y los buses –polichados y brillantes– salieron a recorrer sus rutas desde temprano. Hubo algunas protestas, claro está, pero sin conatos de asonada ni abuso por parte de los manifestantes; los noticieros le dieron la palabra a la población y desde la Plaza de Bolívar hasta las plazas principales de la mayoría de los municipios, los cundinamarqueses le pidieron a mi General Padrenuestro que se hiciera cargo del poder constitucional. Su mutismo fue absoluto, los periodistas lo asediaron como nunca antes y fue Melissa quien salió a defenderlo: “Mal podría el General Padrenuestro contradecir la decisión de las mayorías que votaron en las últimas elecciones”; las especulaciones no se hicieron esperar, corrió el runrún de que, en breve, se llamaría a elecciones extraordinarias, pero Melissa, también públicamente, desmintió tal rumor diciendo que, sin importar el lugar desde donde realizara sus labores, había un Presidente de la República en ejercicio y que, por lo tanto, poco o nada tenía que cambiar. El problema es que, estas palabras, en boca de la hija del Presidente Canallas tenían muy poca credibilidad, sumado al hecho de que mi General Padrenuestro nunca formalizó, ni respaldó, su vocería. Sin embargo, la opinión pública, más calificada, en la prensa, la radio y la televisión expresó, desde sus tribunas locales hasta los salones y corredores entapetados de la ONU, lo mismo: que lo que estaba sucediendo en Cundinamarca no era un golpe de Estado, pese a que los críticos más punzantes señalaron que “el General Padrenuestro no necesita de más investiduras para gobernar a sus anchas”. El Presidente Canallas se inventó que la figura político-administrativa-militar del Estado de Sitio, instaurada unilateralmente por mi General Padrenuestro, le permitía –sin 482


consultar ni pedir aprobación alguna al Concilio Parlamentario– declarar a San Juan de Rioseco como Capital de la República y así lo hizo. El revuelo mediático fue de magnas proporciones y el Presidente de Francia salió a decir, en tono sarcástico: “Bueno, a mí también me gustaría gobernar desde la Costa Azul”. En el ámbito internacional el asunto se tomó como una particularidad, más, de un país subdesarrollado y se trajeron a colación otros ejemplos que poco tenían que ver con lo nuestro pero que cumplieron el cometido de las grandes potencias: seguir trivializando la realidad del tercer mundo. Incluso, un gobernante de una nación –de las tantas que ahora quedan en Eurasia del Norte– que tenía fama de reunir a sus ministros en un jacuzzi, exclamó: “¡Eso no sucede sino por allá, en las repúblicas bananeras!” En fin, no éramos –ni somos– un país que, en el contexto de la globalización, sea tomado en serio; sin embargo, dimos de qué hablar y pasamos de ser la patria de la cocaína a la que tiene dos capitales de la República; no fue –para nada– un mal negocio. Los esfuerzos de Quesada por atrapar delincuentes no amnistiados –no reinsertados a la vida civil– estaban fracasando; los retenes en las principales vías de acceso y en los caminos veredales más utilizados hacia San Juan de Rioseco estaban –ante la confusión– atestados tanto de ida como de vuelta, como si la gente tratara de adivinar cuál de los bandos terminaría cediendo ante el otro, por lo que muchos optaron por tener un pie en Bogotá y otro en la zona de despeje –que de despejada no tenía nada y así se lo reportó Quesada a mi General Padrenuestro después de informarle que pululaban mercenarios armados y uniformados con insignias del Comando Machacán por todos lados–. Con evidente agobio, Quesada exclamó: “¡Esto, mi General, parece como otro país!” y fue ahí, en ese instante, que mi General Padrenuestro encendió las alarmas y exclamó con rabia: “¡Otro país, eso es lo que quieren estos hijueputas!” De inmediato pidió que lo comunicaran con Roxana, quien llevaba tres celulares desechables entre su morral para reaccionar ante cualquier eventualidad, lo que le permitía hacer o recibir una llamada de urgencia, por cada uno y deshacerse después del aparato; estaba llegando, por el río Orinoco, al Puente de Angostura y contestó la llamada sin delatar la identidad de quien le timbró; al otro lado, mi General Padrenuestro ordenó: “Roxana, cambio de planes” y le explicó que no necesitaba buscar asilo, ni maldecir contra él, ni inventar que se había escapado de sus garras. “Dígale al Comandante Zamorano que usted va de mi parte a interrogar al Avión Espinel; yo lo llamo enseguida y le cobro el favor que me debe” colgó, echó el asiento para atrás y los técnicos de la Oseta le pasaron, por la línea que encripta las voces, la llamada a Barinas Apure. Sentada en el sofá, frente al escritorio de mi General Padrenuestro, a Melissa le pareció excitante echarle seguro a la puerta, abrirse la blusa, bajarse los bluyines y los calzones y acariciarse su 483


enrojecido clítoris mientras, él, hablaba con el Comandante Zamorano. Mi General Padrenuestro trató de darle a la conversación la misma cadencia con la que ella se masturbaba, se manoseaba las tetas y se apretaba la punta de los pezones y pensó en la posibilidad –no tan remota– de que su interlocutor estuviera en las mismas. Le habló –sosteniendo el auricular con una mano y abriéndose el pantalón con la otra– y le manifestó que, efectivamente, se trataba de momentos aciagos, que necesitaba de su ayuda y que Roxana no demoraría en llegar a Ciudad Barinas. Cruzaron dos o tres palabras de viejos amigos y a la pregunta del Comandante “¿cómo va la vida?” mi General Padrenuestro contestó: “No me puedo quejar, aquí tengo a una hembrita mostrándome el coño” y ambos colgaron, entre risas de complicidad. Melissa no era una mujer a la que le gustara pasar desapercibida y si todavía no había desarrollado, a cabalidad, su papel protagónico como “la segunda primera dama” –por decirlo de alguna manera– era porque el reencuentro con su sexualidad le ocupaba un porcentaje importante de su mente; desde su precoz adolescencia hasta el día en que se casó por conveniencia “con una persona digna y de estatus capitalino” como lo mencionaba su padre, no le había dedicado tanto tiempo a los regocijos de su cuerpo. Para mi General Padrenuestro –tratándose de sexo– nada de lo que ella hiciera estaba fuera de lugar; de día o de noche, por estrafalaria que pareciera, cualquier avanzada era bienvenida, si se trataba de saciar las ganas que ambos tenían por compenetrarse en el otro. Siempre que se quedaban solos en el carro o en la oficina, Melissa se quitaba los calzones y los metía entre su cartera como diciendo: “Aquí está tu chochita, tu arepita al aire, para cuando te la quieras comer”. Muchas veces se los quitaba antes de entrar a una reunión y se sentaba en un ángulo específico, estudiado, para que él le pudiera mirar su entrepierna afeitadita y su labia vertical que le colgaba, un poquito y cuya humedad, él, percibía en el ambiente, entre más corta fuera la distancia entre los dos. Mi General Padrenuestro alcanzaba, incluso, a oler el almizcle que se salía por el quiebre abierto de las falditas cortas y los escasos vestiditos que le dio por ponerse para poder desnudarse, sin demora. No pasaba un solo minuto del día en que ella no quisiera tener el sexo de su amante metido entre sus muslos; llegó al extremo de irse detrás cuando él iba al baño, para sostenerle el miembro mientras orinaba o para verlo cagar mientras se masturbaban juntos. Esa misma semana, un escuadrón de asalto recibía instrucciones de mi General Padrenuestro; su misión era la de apoyar a las tropas de Quesada en una emboscada nocturna al campamento donde, presuntamente, se encontraba El Crespo Carrascal y que quedaba en la zona de despeje pero, justo, al borde de la frontera como para alegar –si fuera el caso– un error 484


de cálculo admisible. Asistió con Melissa a la izada de bandera y al cambio de guardia en el patio del Batallón Aguirre; frente a ellos, doscientos cincuenta hombres les daban el saludo militar. Él le preguntó en voz baja a Melissa si quería que se la culearan todos esos hombres al tiempo y ella le siguió el cuento: “¿Cuántos son, cien, doscientos?” preguntó e imaginó al batallón completo con sus pantalones abajo, haciendo fila, esperando turno para mancillarla, para horadarle su sexo de par en par; pensó que podría suceder ahí mismo, con la falda corta de su sastre marrón subida hasta la cintura, las tetas hinchadas al sol y la cabeza recostada contra el asta de la bandera de Cundinamarca que, igual, se la podrían meter una vez saciado hasta el último soldado; sintió un hilo de humedad correrle por la pierna hacia la pantorrilla pero entendió que, de agacharse a detenerlo con la yema de los dedos, habría podido causar una conmoción apocalíptica; no importa, en pocos minutos no se notaría, el calor espeso auguraba una lluvia torrencial. Los hombres de Quesada entraron, antes del amanecer del día siguiente, por Cambao, a la zona de despeje y atraparon, en una casa de campo, a cinco machacanes que estaban contando una cantidad inmensa de dólares. No encontraron rastros de ningún cabecilla, pero, sí, una putica de cuatro pesos que dejaron ahí tirada –según dice el reporte– y armas a granel, explosivos, computadores y propaganda: “San Juan de Rioseco libre: libre de crimen, libre de policías y militares, libre de todo mal” se leía en la mayoría de líbelos, calcomanías y pancartas ocultos entre cipote arsenal. “El comemierdismo histórico” al que se refería mi General Padrenuestro cuando se las daba de politólogo y filósofo, para expresar, en voz alta y levantando la ceja derecha, su frase favorita: “¡Si la Monalisa tuviera culo, su hueco sería el centro del mundo!” El Comandante Zamorano estuvo galante con Roxana, la llenó de frases hermosas, como: “Tiene usted el brillo de la madrugada, bella dama” o “está usted como la fruta recién caída del árbol”; las insinuaciones sexuales vendrían después, Roxana lo sabía y pasara lo que pasara estaba dispuesta a disfrutarlo; “a una no la tratan como a una reina muy a menudo” pensó, ante tal eventualidad. Su relación con Quesada estaba a salvo pues la infidelidad no era achacable tratándose del cumplimiento de sus funciones militares o de inteligencia. La buena noticia, para ella, fue que le asignaron el penthouse más suntuoso de Ciudad Barinas y la mala, que iba a pasar los días que fueran necesarios en la cárcel, pues la encerrarían en la celda contigua al Avión Espinel. Al Comandante se le ocurrió que teniendo en cuenta la imposibilidad de haber cedido a interrogatorios anteriores, en los que fracasaron diversas técnicas de tortura, era mejor intentar otro tipo de acercamiento, más íntimo o amistoso, que pudiera arrojar 485


información más certera. El operativo se puso en marcha; al otro día un ala de la cárcel de mujeres se incendió y hubo que trasladar a las reclusas a otras penitenciarías del país. Menuda sorpresa la que se llevaron los hombres del pabellón catorce de la Cárcel de Sabaneta, en el Zulia, cuando vieron llegar a las mujeres con la excusa de que “será, sólo, por unos días”; por supuesto que ninguno se puso bravo, lo que no sabían era que se trataba de agentes destacadas de la fuerza pública y potencialmente más peligrosas que ellos. La consigna era nunca permanecer solas; se movían en grupos y el primer día, no más, cortaron a más de cuatro tipos y le patearon los testículos a otros tantos. “Nos trajeron una ráfaga de mapaneras” fue el comentario general de los hombres y a los pocos que quisieron acercarse les tocó a las buenas, con alguna clase de modales, porque además –sin que necesitaran mayores argumentos– los guardias del penal las defendían. El Avión era un hombre culto, distante, tenía ocultos varios teléfonos celulares; era notorio que, desde su encierro, seguía pendiente de la chamba, del trabajo, cualquiera que éste fuera; se comunicaba bastante con su familia y sus amigos, pero cuando contestaba el único teléfono que siempre llevaba consigo, pegado a la espalda, se le notaba la tensión y su esfuerzo por alejarse o por hablar en clave, como si pesara sobre él una amenaza universal, una espada de Damocles. A veces parecía como si estuviera en la cárcel por voluntad propia, porque hasta el director del centro penitenciario le rendía cuentas de los antecedentes de cada reo que entraba o salía, delitos cometidos, bandas a las que pertenecía, valoración de su peligrosidad y posibles nexos con el partido Zamorano, no fuera a ser que les infiltraran a un enemigo. Pero en el caso de las mujeres que llegaron de improviso, ni siquiera él tuvo precauciones suficientes porque, pese a su presencia de hombre duro y calculador, tener tetas, cinturas y piernas depiladas, alrededor, era un favor de dios que no se ponía en discusión; podían ser asesinas despiadadas o portadoras de enfermedades incurables, a nadie le importó y pronto todos los hombres de ese peladero de roedores dejaron de afilarse el diente y descuidaron el instinto de la supervivencia por el de la complacencia carnal, lo cual –valga aclarar– sólo sucede en la raza humana; ningún otro animal es tan pendejo. Bastó una semana para que se notara el cambio: las cuchillas de afeitar se agotaron en el repositorio de suministros, entraron de contrabando colonias y jabones aromáticos y disminuyeron las peleas entre los reos; la enfermería recibió heridas del corazón pero no producidas por armas cortopunzantes sino por los vapuleos del sentimiento; incluso proliferaron los encuentros homosexuales “por el alto contenido de feromonas en las moléculas del aire” según dictaminó el internista que pasaba dos o tres veces a la semana –según las urgencias médicas del penal– y que previno a Roxana ante la posibilidad de que los 486


semáforos de El Avión pasaran de fucsia a verde limón. El The Channel Between my Legs Tour se presentó una noche en Colón y dos noches en Ciudad de Panamá; Pili Vanilli no estaba muy contenta con el asunto de involucrar su carrera artística con los aparatosos operativos de la Oseta pero es que, la verdad, estaba muy enamorada de Reyes y en esos términos lo expresó en su última composición titulada: “I'm truly in love with my King” primera canción de su repertorio en inglés y que lanzó con el ánimo de abrirse paso en el mercado disquero de los Estados Unidos. Las pistas entregadas por la Oseta eran muy pocas, Panamá era un cabo suelto y además deshilachado. Malapata mencionó antes de su muerte, antes de que le pegaran un tiro de gracia sin torturarlo, que para dar con los Espinel tocaba encontrar a su madre. Incluso Reyes vio el video de su testimonio, varias veces, para cerciorarse de sus palabras y sí, así fue: Malapata mira de frente a Quesada, su verdugo, piensa, durante infinitos segundos en el destino, en el universo ¿quién sabe? pero la verdad es que se gastó el último aliento de su vida dando una clave –que parecía más una tontería– con la intención –supongo– de ayudarnos a vengarlo: “Para acabar con los Espinel, hay que dar con Mamá Susana” dijo. Reyes pensaba que era posible colegir que algo de resentimiento le tuviera a la hermandad de hombres apellidados Espinel, al fin y al cabo ellos fueron los “productores ejecutivos” –así los había llamado el finado Henríquez Arepuela quien podía “ser tarado pero no idiota” como decía Quesada– de la fracasada Masacre de los Pájaros. De la grabación le molestaba que, antes de decir “Susana” un escupitajo de mi General Padrenuestro no dejó escuchar la palabra inmediatamente anterior; podía no tener ninguna importancia, pero Reyes se obsesionó con ese detalle; buscó en Ciudad de Panamá un instituto de sordos y salió, de ahí, con una mujer y dos jóvenes expertos en leer los labios y después de un par de horas y mucha paciencia –que a Reyes no es que le sobrara– los tres coincidieron en que la palabra era; mamá. “Mamá Susana” era, según Malapata, la forma de encontrar a los Espinel o en el mejor de los casos: de descubrir su identidad. Antes de recurrir a los taxistas, que son por antonomasia los informantes de una ciudad y que con un billete de cien dólares se convierten en soplones –o en espías por el doble del dinero– Reyes recorrió los muelles; estaba convencido de que Mamá Susana era el nombre de un yate o cualquier otra embarcación sofisticada, con lo último en tecnologías de comunicación, desde donde se movían los nuevos narcotraficantes: más astutos que los capos precedentes y sin las ínfulas de pensar que con tener enterrados, en el jardín, miles de canecas de dólares son los dueños del universo; 487


capaces de buscar cambios políticos sin llamar la atención, a punta de alianzas, trabajando con grupos y subgrupos secretos, aislados, apenas con el suficiente contacto entre ellos y funcionando como una multinacional; pero nada. Reyes perdió dos días buscando de malecón en malecón y lo más parecido que encontró fue una embarcación llamada “Súper mamita”; al parecer, no se estila ponerle el nombre de la mamá a los yates. Llamó a la Oseta y mandó trasladar a Polanía a Colón, en el otro mar, en la otra boca del Canal de Panamá, para que buscara en los muelles y desembarcaderos caribeños y de paso, desarrollara sus propias pesquisas; no pasó nada tampoco. Pili Vanilli insistió en quedarse, porque su presencia podía ser de gran ayuda; encontró a Mamá Susana en la forma de un brazo de reina, un postre largo de masa esponjosa enrollada con crema y mermelada y azúcar pulverizada por encima y llevó a Reyes a probarlo, ella creyó que la panadería era la guarida de un complot internacional y fingiendo necesitar el baño, se metió husmeando a la cocina, la reconocieron como la diva que era y le cambiaron una gallina por autógrafos para toda la familia; “¡no me la puedo llevar, ¡está viva!” exclamó la cantante y una muchacha que se sabía sus canciones, se la despescuezó sin miramientos y después le preguntó: “¿Quiere que se la desplume y se la corte en pedacitos?” Hasta ahí llegaron las buenas intenciones de Pili Vanilli quien, esa misma tarde, compró un pasaje aéreo para devolverse a Bogotá y se habría devuelto –de muy buena gana– si no es porque el taxista, camino del aeropuerto, le reveló que Mamá Susana era el nombre de un burdel, “un bar putero” fue que dijo y Pili Vanilli se devolvió pensando que lo peor que podía pasar era que Reyes fuera con ella y de no encontrar, allí, una oficina secreta de contraespionaje o una madriguera de forajidos, le conociera, al menos, esa faceta putolesbiana con la que a tantos hombres había rendido a sus pies. En su relación con Eduardo Espinel, Andulima se fue reafirmando en el hecho de que, ella, era una mujer para un solo hombre, le costaba trabajo tener el corazón de un lado y el cuerpo del otro; la experiencia le sirvió para hacer comparaciones y darse cuenta de que le gustaba el arrunchis, la tibia presencia y compartir tardes enteras alrededor de un simple café y tomarse tiempo en el conocimiento de la pareja. Eduardo la recogía en una camioneta lujosa, la llevaba a comer y a beber –o sólo a beber– y de ahí al motel o a su apartamento de soltero, lo que quedara más cerca; no se tomó el tiempo de enamorarla: asumió que su camioneta cuatro por cuatro engallada con un paral sobre el techo de dieciséis luces halógenas y exploradoras al frente, sus cadenas de oro puro colgadas al cuello, su pelo en el pecho, su revolver entre la guantera y sus maneras de hombre cerrero, era lo que Andulima y las mujeres, en estado de merecer, necesitaban. 488


Durante una de esas citas, por la carretera a Lomalarga, ante un atardecer púrpura y dorado, Espinel frenó en seco, en una especie de mirador, se bajó de la camioneta y orinó contra la llanta; Andulima lo regañó con cierta parsimonia: “Al menos hubieras orinado de frente al atardecer, está precioso” y él contestó: “Yo sé que te gusta, si me lo quieres ver mejor, espérame que ya voy” ella se sonrojó y antes de poder dar explicaciones, Espinel se subió con la bragueta abierta y antes de ponerse el cinturón de seguridad, tomó su mano y la puso sobre su miembro, que aún seguía goteando. Provocar malentendidos, como éste, era lo que él consideraba divertido, pesadeces que se multiplicaban cuando estaba entre sus amigos; cualquier nimiedad era tomada en doble sentido, al límite de que Andulima no había logrado escucharle a su amante ningún comentario serio, ningún argumento sobre nada. “Eduardo, ¿qué haces en la vida?” le preguntó y su respuesta, monosilábica, fue: “Cultivo” enseguida cambió de tema. Su vida era, en apariencia, apacible: trasteaba campesinos de un lado a otro, cargaba semillas y por el color de sus uñas, abonaba él mismo la tierra de sus plantas; por celular, hablaba con agricultores, con sus amigos y le marcaba, bastantes veces al día, a su madre, como ella lo corroboraba en el listado, de las llamadas registradas en la memoria del celular, que chequeaba cuando él se metía a la ducha o hacía su rutina de ejercicios, por las mañanas. Andulima sentía que no estaba haciendo bien su trabajo; en una de sus llamadas a Roxana, ella la tranquilizó y le repitió que la paciencia era la clave en las labores de infiltración; le compartió, también, que no veía que su relación pudiera convertirse en noviazgo y que Espinel tampoco la hacía partícipe, en absoluto, de ninguna de sus actividades; “Eduardo va a lo que va, Roxana” dijo y se echó a llorar. En tono de oficial a cargo Roxana la paró en seco, se limitó a recordarle sus obligaciones y que su vida estaba en juego; Andulima entendió que era perentorio sobreponerse a las flaquezas y que el éxito de la operación dependía de su compostura. Mientras Gutiérrez acompañaba a Andulima en La Perla y la asistía sacando fotocopias, llevando el inventario y sacudiendo el polvo, Mosca se dio a la tarea de seguir a Eduardo Espinel; de la Oseta le mandaban motos que le cambiaban cada semana, al tiempo con el casco, por unos de distinta marca y color, para no levantar sospechas; pero, los resultados continuaban siendo desalentadores; Espinel repetía las mismas rutinas, los mismos recorridos, los mismos contertulios a la hora del almuerzo y durante las dos o tres noches a la semana en las que no veía a Andulima, se iba para su apartamento y se acostaba temprano; ni siquiera los últimos acontecimientos del Presidente de la República viviendo y trabajando en San Juan de 489


Rioseco cambiaron sus horarios, ni sus temas de conversación. Nada lo alteraba, los sábados pescaba en el río y los domingos por la mañana iba a la Parroquia San Juan Bautista acompañado de dos tías y un primito y por las tardes visitaba el cementerio. Mosca tomaba fotos digitales y Andulima las descargaba en el computador, las miraba, una por una, detenidamente, en busca de pistas que pudieran ser valiosas. Cuando estaba con Eduardo y en razón a que se estableció que lo de ellos no era de carácter romántico, ella se dedicó a mejorar sus artes amatorias; “si no se enamora de mí, que por lo menos se vuelva adicto a mi cuerpo” le dijo a Quesada, quien le contestó –mientras Roxana andaba por Barinas Apure– con los modales de guache, que a veces se le salían: “Buena idea, Andulimita, no se le olvide que pelo de chocha retiene más que ancla de barco”. Así las cosas, Andulima compró aceite de almendras, Eduardo Espinel celebró el detalle y se dejó untar el sexo con lo que resultó ser un elíxir; la renovación del placer los invitó a probar cosas nuevas: miel, crema de leche y mermelada de naranja; con una evolución tan positiva en la cama y gracias a ese nuevo aire de liberalidad, ella, le sugirió: “Eduardo, me gustaría mucho si me metes un dedito por el culito” le pidió, con exactitud y él lo hizo; hasta parece que lo disfrutó porque, cuando terminaron, él cambió su actitud por una más jovial y mamagallista del todo desconocida; inclusive comentó: “Sería bueno, preciosa, que me acompañaras a misa, al padre le va a tocar santiguarse con tu confesión”. El domingo siguiente, Andulima entró a la parroquia colgada de su brazo y al lado del primito y las dos tías; ella, trató de no ilusionarse demasiado pero vio, en ese compartir familiar, una señal de avance en su objetivo; la otra señal fue que, él, le aceptó una invitación a comer a su casa una semana después. Andulima compró toallitas y jabones en forma de estrellas, para poner en el baño del segundo piso de La Perla y se apersonó de la cocina: preparó arvejas con tocineta –le quedaban deliciosas– puré de papa, arroz con cilantro y lomo de res en salsa de champiñones. Quesada la felicitó por el progreso de la operación y le dijo que Mosca y Gutiérrez instalarían micrófonos y estarían pendientes de cualquier imprevisto, que se pudiera presentar; eso puso a Andulima muy nerviosa. Además, se alarmó bastante cuando, revisando las fotos de nuevo, se dio cuenta de que el primito que conoció en la iglesia no era el mismo del domingo anterior y que, esos dos, tampoco eran los mismos de las otras fotos; alcanzó a contar, entre primitos y primitas, a diez distintos. Imaginó que los niños eran mensajeros entre mafiosos, que se trataba de prostitución infantil, que los ponían a transportar droga o que los vendían en el extranjero para sacarles los riñones y los ojos; se le ocurrió, también, dejándose arrastrar por las conjeturas, que su amante 490


era un pederasta consumado o que estaba planeando perpetrar un ataque terrorista en Bogotá –contra mi General Padrenuestro, por ejemplo– con unos niños-bomba rellenos de dinamita. Cuando su invitado timbró, Andulima trató de disimular su estado de alteración: lo invitó a subir las escaleras y sirvió el vino en el comedor, comentó lo espumoso y rico que le supo, pasó los platos servidos y fue cuando notó que Eduardo Espinel, uno de los sobrevivientes de los Doce del Patíbulo, sindicado de crímenes de lesa humanidad y miembro de la familia más temida de esta región del continente, estaba llorando. “¿Qué te pasa, mi amor lindo?” preguntó Andulima; cuando lo fue a abrazar él la retiró con fuerza, sollozando le ofreció disculpas, se levantó de la mesa, se puso su chaqueta que había dejado colgada en el respaldar del asiento y salió corriendo; ella le tiró por la ventana los platos llenos de comida, las copas, el vino, su frustración y las cosas que fue encontrando; le habría gustado cerrar los ojos y al abrirlos aparecer en la Bombonera para tener con quien lamentar su suerte, pero decidió bañarse. El agua caliente sobre su cuerpo obró maravillas, la distanció temporalmente de un romance-trabajo-relación-sexo-misión que le estaba quedando grande y le permitió llorar sin que Mosca y Gutiérrez la oyeran; cerró la ducha, se paró desnuda sobre la tapa del inodoro para ver su cuerpo reflejado en el espejo y cerciorarse de que, por lo menos, aún era bella. Me gustaría poder escribir que pensó en mí, pero ¿quién sabe? se secó sin afanes, se enrolló una toalla en el pelo, se puso una bata y unas sandalias y desde la habitación vio que Eduardo seguía entre el carro, fumándose un cigarrillo tras otro, según reportó Mosca quien lo observaba desde la penumbra. De manera casi irreflexiva, Andulima bajó las escaleras, encontró la puerta abierta y con paso firme salió a su encuentro; “es lo que una novia enamorada haría, ante las circunstancias” pensó en el escaso trayecto; a dos metros de la camioneta, creyó que Eduardo le abriría la puerta pero, en cambio, hizo un ademán de despedida y nunca más lo volvimos a ver o a saber de él. Blas a veces se pregunta, mientras duerme: “¿Qué habrá sido de ti, Eduardo malparido?” y al rato, vuelve y juega, como un disco que se salta: “¿Qué habrá sido de ti, Eduardo hijueputa?” Con los indicios de las fotos, las pesquisas y lo poco que supimos de él, descubrimos –por medio de las tías– que su verdadero apellido era Simbaqueba, que tenía bastante parentela en el municipio y que tenía como veinte primos pequeños. Andulima se quedó en San Juan de Rioseco buscándolo, que “es lo que una novia enamorada haría, ante las circunstancias” y dedujo que si nunca llevó a todos los primos juntos, a misa, fue para no llamar la atención sobre su numerosa familia; que si la llevó de su brazo a la iglesia fue para que no pensaran que ella era una puta –lo que concuerda con la visión judeocristiana del machismo– y lo más importante, Mosca descubrió que a quien visitaba en 491


el cementerio, los domingos por la tarde, era a su madre, quien había fallecido por culpa de una tuberculosis. “¡No sólo lleva más de diez años bajo tierra sino que se llamaba Tranquilina” le dijo Andulima a mi General Padrenuestro y de forma inmediata, se le pidió a la sección de inteligencia de la Oseta que rastrearan las llamadas hechas a una tal Mamá Susana desde el celular de Eduardo Espinel y que los resultados los compartieran con Reyes para que él hiciera todas las conjeturas posibles acerca de esa sorpresiva coincidencia. Con el primer café y el primer cigarrillo del día, mi General Padrenuestro recibió en su celular una llamada de Quesada; se demoraron en hablar, porque, con el Estado de Sitio, las comunicaciones telefónicas debían pasar, primero, por la Oseta para su encriptación y una operadora, con voz de sargento, indicaba el inicio de la conversación; “Alcanfor Cuatro conecta con Bravo Veintiuno, comunicación habilitada” dijo y Quesada, del otro lado del auricular, estaba eufórico: le contó a su superior, con el atropello propio de la excitación, que inteligencia militar acababa de detectar un cargamento de armas con destino a San Juan de Rioseco, apilado en un planchón, por el Río Magdalena, a la altura de La Dorada. “Espero su autorización, mi General, para tomarlo por asalto” manifestó; “hace bien en llamarme, Quesada, pero déjelo pasar” le respondió mi General Padrenuestro y le dio las explicaciones del caso, aunque no tenía que hacerlo, porque sintió una inocultable frustración del otro lado de la línea; le reiteró sus sospechas sobre la creación de un segundo país, lo previno sobre la inminencia de un duro enfrentamiento y le esbozó los argumentos principales por los cuales la situación de Cundinamarca, con una capital de sobra y un presidente rodeado de delincuentes, era insostenible. “Estamos preparando un cocido sin precedentes, Quesada y sus hombres serán los héroes del acontecimiento” reveló mi General Padrenuestro y luego exclamó: “¡No quiero darle al enemigo ningún motivo de alarma!” el subalterno recuperó el tono de voz y antes de colgar respondió: “¡Cuente conmigo, mi General!” A la operadora de telecomunicaciones de la Oseta se le escuchó anunciar: “Bravo Veintiuno cancelado” pero mi General Padrenuestro alcanzó a gritar: “¡No, señorita, comuníquemelo otra vez!” pasaron unos segundos: “Alcanfor Cuatro, conecta con Bravo Veintiuno, comunicación habilitada” y se le escuchó preguntar: “¿Qué pasó con los cinco machacanes atrapados, en la emboscada de la otra noche y qué se supo del contenido de los computadores?” Quesada había colgado con premura, con la intención de evitar esas dos preguntas, pero no tuvo más remedio que contarle la verdad: “Mi General, no ha pasado nada” dijo, con la voz entrecortada –no estaba acostumbrado a parecer negligente en su trabajo– pero siguió hablando, más por 492


nerviosismo que porque tuviera algo que decir y reiteró que los sujetos resultaron ser menos que nada; “están en la base de la cadena alimenticia, esos hijueputicas” comentó y acerca de los computadores aseguró que estaban limpios, a no ser por una cantidad absurda de comunicaciones por internet, tanto de entrada como de salida, con una tal Mamá Susana, en las que sólo se escribían nimiedades cotidianas: listas de mercado, la alimentación de los animales domésticos, el clima, los suministros de algunas fincas y muchas otras pequeñeces, acompañadas de un lenguaje almibarado, con expresiones de cariño filial y siempre respetuoso hacia la “doña” que era como los interlocutores se referían a ella; le decían indistintamente mamá o madre, según la ocasión y a veces también: ama o patrona. “Hablan mucho de claveles y espinas, mi General” dijo Quesada y como escuchó “ajás” y “hums” de interés del otro lado de la línea, se extendió en la descripción de los dibujos, de claveles espinados, que aparecían en los correos electrónicos. Mi General Padrenuestro, refrenando el entusiasmo y para no ilusionarse, tampoco, con lo que podía ser una distracción creada por el enemigo, se despidió: “Los claveles no tienen espinas, Quesada, mándeme a los cinco retenidos y los computadores, a la Oseta, hoy mismo” remató y le contó a Melissa, durante el desayuno, una a una, las coincidencia alrededor del nombre de Mamá Susana. Efectivamente, El Avión Espinel resultó ser un homosexual consumado; su distanciamiento de las mujeres no era, entonces, el efecto de un disciplinado estoicismo sino debido a un flagrante desinterés por recorrer la geografía femenina. Esto echaba al traste el arriesgado operativo de Roxana y estuvo a punto de rendirse si no es porque Felicia, su compañera de celda, una salgareña de ascendencia guajira le contó, durante los innumerables ratos libres de que disponían, que ella, terminado el servicio militar y antes de tomar el entrenamiento de inteligencia, para entrar a la Oseta, se ganaba mucha plata disfrazada de travesti, participando en shows como drag queen en el Exhosto Dorado, un bar de Chapinero frecuentado por parejas de hombres. A Roxana no le sorprendieron las historias de Felicia a ese respecto, porque, aunque no era hombre –bastaba verla, mientras se duchaban, esa cavidad inmensa entre muslo y muslo, que tanto le gustaba mostrar– tenía una voz ronqueta de fumadora, pómulos salientes, piernas musculosas, profusión de pelo y levantaba la pierna para tirarse pedos –nada más varonil que eso– por lo que bastó acentuar dichas facetas y regar en los patios el rumor de que Felicia tenía unos pezones duros y templados como monedas de un dólar y un platanudo pene, tan grueso, que éste mismo roncaba por las noches. Si bien es cierto que las motivaciones de los hombres no son, siempre, 493


sexuales, Roxana era consciente de que ella no se defendía muy bien en otras áreas; el acercamiento al Avión Espinel habría podido ser de índole intelectual, futbolístico o numismático –coleccionaba billetes que hubieran salido de circulación– pero el afán por obtener respuestas, por parte de él, ya no permitía cambiar de táctica; Felicia averiguaría lo que pudiera, hasta cuando le tocara inventarse una jaqueca o un desajuste hormonal, que les permitiera salir corriendo, antes de que se descubriera la trampa. Pasaron tres días y Roxana alcanzó a pensar que generar interés por la “mujer barbuda” –como empezaron a llamarla– no resultaría en nada positivo pero, como la curiosidad es la madre de todos los vicios y se trataba, además, de una circunstancia que rompía con la cargante rutina del presidio, los reos estaban esperando la oportunidad de caerle al hombre-mujer-taco-buchaca-tres-bandas-bola-ocho y necesitaban, para poderlo hacer, saber si el Avión Espinel –tal era su poder– tomaría el primer turno, para estar con Felicia, que por derecho sobre muchas de las cosas, de la cárcel, le tocaba; de lo contrario, se la rifarían e intentarían entre varios accederla carnalmente, ante la vista gorda de los guardias a quienes habría que pagarles u ofrecerles la oportunidad de aprovechar el juguete que les caía del cielo. “Le voy a dar una probadita” manifestó, por fin, el Avión y esa misma noche se la llevaron a la celda; “puedes sacar a tus matones, mi lindo, que vengo por mi propia voluntad” dijo Felicia y agregó: “Además, me gustaría invitar a dos amiguitas para que nos miren, si no hay inconveniente”, “lo primero sí, lo segundo no” respondió el Avión y con un par de chasquidos, después de requisarla, los otros hombres se fueron y los dejaron solos, él con la expectativa de pasar un buen rato y ella con las instrucciones de Roxana de abrir los ojos y como la loca desaforada que pretendía ser, gritar en caso de peligro. El Avión la invitó a quitarse la ropa y él se desnudó pero se dejó las medias, se acercó a una estantería de donde sacó una cuchara, una jeringa y una especie de arcilla grasosa de color ámbar oscuro, miró a Felicia de frente y asumió, sin problema, que tenía que haber, entre ese bulto-protuberancia-maraña-de-pelo, una portentosa verga, esperándolo, debajo de los calzones amplios y rojos que, ella, aún no se había quitado; le pidió que le apretara el torniquete alrededor del brazo y mientras se pegaba palmadas, en el antebrazo, para que las venas afloraran por encima de la piel, le entregó la cuchara con la droga y le indicó que la pusiera sobre la llama del encendedor; apenas el contenido se derritió y se convirtió en líquido, él la succionó con la jeringa y se la inyectó. En escasos segundos, la felicidad le llegó a los rincones del sistema nervioso; cuando el sopor lo dejó hablar, le dijo a Felicia que lo abrazara y que le cantara una canción de cuna, le cogió, con la boca y ambas manos, uno de los pechos como si 494


fuera un biberón y no lo soltó hasta quedarse dormido en sus brazos. El Avión se despertaba a medias, cuando ella trataba de soltarse o dejaba de cantar, por lo que Felicia, inmovilizada, sin mayores posibilidades de acción, optó por lo más sensato: robarse los siete u ocho celulares que estaban entre una misma gaveta; cuando vio que un guardia pasaba frente a la celda, ella le hizo señas, pero el hombre pareció no escucharla; la segunda vez que pasó, al inspeccionar con la linterna hacia adentro, hacia donde ellos estaban, Felicia le mostró la billetera del Avión llena de dinero; el guardia abrió la reja y ella se soltó de un empujón, tomó los celulares, le dio una propina al guardia; a dos vigilantes más que se encontró en el camino y corrió hacia donde la esperaba Roxana, quien llamó, sin chistar, al Comandante Zamorano; en cinco minutos, llegaron ciento cincuenta hombres y dos helicópteros a sacar a las mujeres. Tal despliegue –Roxana lo supo por experiencia– tan rápido y efectivo, era parte del cortejo de atenciones que la esperaban los siguientes días. Felicia resultó ser una mujer esencial, con hilo argumental propio, creativa, poseedora de esa facultad –difícil de encontrar– de distinguir sobre la marcha lo que sirve de lo que no sirve. Mientras la preocupación de Roxana se focalizó en el contenido de los celulares, Felicia le hizo una revelación: “Olvida eso, Roxie, están con clave, debes mandarlos a la Oseta. Lo que sí te puedo decir es que ese cabrón nunca ha sido torturado, como tú crees. Tiene la piel sin marcas y un tatuaje en la espalda que es como una flor, con una sola espina”. A Roxana se le iluminaron los ojos y Felicia siguió hablando: “El hombre está llevado por la droga, es lo único que tiene en su celda; con el síndrome de abstinencia que le dé en un par de días, cantará como un ruiseñor, te lo aseguro”. Para sorpresa de las dos, no hubo que esperar tanto; el Avión Espinel era un cobarde, antes que cualquier otra cosa; abrió los ojos en un socavón desconocido y apenas se dio cuenta de que se encontraba por fuera de sus dominios, que no reconocía a ninguno de los vigilantes y que sobre un mueble de metal había aparatos como baterías de carros, alicates, cables eléctricos y collares de ahogo para perros, declaró lo que sabía sin tener que tocarle ni un solo pelo. Roxana se levantó al mediodía, llamó a mi General Padrenuestro y le soltó la retahíla que escuchó durante la noche: “El Avión le responde a una organización cuya identificación es: Mamá Susana; tiene un clavel y una espina tatuados en la espalda; asegura que El Crespo Carrascal es una figura simbólica, un monstruo de mil cabezas y que Víctor Canallas es un muñeco de ventriloquía” también le explicó, durante la larga conversación, que para ser Espinel hay que cumplir con los requisitos de delincuencia, obediencia y compromiso meritorios para ser hijo de Mamá Susana; estos son estipulados y evaluados según cada caso, según pruebas impuestas a cada candidato y una vez aceptado, éste, jura –en una ceremonia secreta– servirla 495


incondicionalmente, dedicar la vida a la supremacía de la Orden del Clavel y de la Espina y ser su vasallo, a cambio de crecer, dentro de la familia y lograr, con cada misión, más comodidades materiales y mayor influencia y respeto por parte de la susodicha Hermandad. “¿Quién está detrás de la Hermandad, como tal? Eso sí es algo que no sabemos, mi General” se preguntó y se contestó Roxana y sin hacer ninguna pausa, dejó lo más importante para el final: “El Avión Espinel también dijo, mi General, que la República Independiente de San Juan de Rioseco es una realidad, a estas alturas, imparable”. El Comandante Zamorano, al lado de Roxana y atento a la conversación, tomó, sin pedir permiso, el teléfono y a los gritos vociferaba: “¡Eso son los Estados Unidos, General, eso son los gringos que se creen dioses! ¡Vamos a acabar con esos hijueputas, General, son un cáncer que nos está infectando a todos! Usted tranquilo, General, que yo mañana hablo con los muamares, los ayatolas, los osamas, la resistencia iraquí, el Hezbollah, las organizaciones de los estados islámicos, los talibanes, los palestinos, los sandinistas, los norcoreanos, los comunistas, los sirios, los chinos, los iraníes, los pakistaníes, los neonazis, los neosoviéticos y hasta con los guaguas, miembros del Grupo Alianza Libertaria Guantanamera”, “gracias, Comandante. Sólo le pido que no haga nada hasta que tengamos un operativo en marcha” respondió mi General Padrenuestro, se despidió y colgó; por la noche volvió a hablar con Roxana y fue enfático en decirle que hiciera lo que tuviera que hacer para evitar que el Comandante Zamorano emprendiera acciones por su lado; le pidió, por último, que le anunciara a Felicia su merecido ascenso y que enviara con ella los celulares, a Bogotá “no quiero que se pierdan en el trayecto” remató y colgó sin despedirse. Roxana tenía, de nuevo, una misión; al lujoso penthouse donde estaba alojada, llegaba a diario el Comandante Zamorano con su bonhomía de espíritu, rosas y galanterías, pero nunca rebasó el límite de alabar las curvas escultóricas de su cuerpo, ni sus frutos tórridos como la zona tropical que compartían ambos países; por fortuna, él, que a veces perdía la noción de su propio discursiva, en lo referente a las menciones sobre Cundinamarca por radio o por televisión, fue muy cuidadoso en consultarlas con ella; de resto, el matriarcado a su alrededor –como imaginó Roxana– era responsable de su agenda política, social y familiar; era un milagro que pudiera escaparse para verla y conversar con ella, lo que no sucedió sino en cuatro o cinco oportunidades y cada vez con más apremio y afán, tanto así que no tuvo la ocasión de contarle que el Avión Espinel no había sido torturado nunca, como él creía, lo que implicaba que, internamente, el Comandante tenía gente cercana, en la cual no podía confiar; pero, ese, no era nuestro problema. La última tarde que se vieron, se quejó de un dolor agudo en la cadera y le contó que los estudios médicos exhaustivos, 496


practicados en Moscú, mostraron una artrosis avanzada de la cabeza del fémur y que, en el futuro, habría que reemplazarla por una de metal “como el hombre nuclear” dijo, al despedirse, con cariño denodado y expreso, pero Roxana no entendió la analogía; sollozaron con un abrazo largo y agradecido. De ahí, en adelante, las investigaciones sobre los hermanos Espinel: archivos digitales de texto, imagen y sonido, evidencias físicas, archivos muertos y el contenido de otras informaciones, en la Oseta, arrojaban los mismos resultados: Mamá Susana, claveles y siempre, una sola espina; “por su simpleza, se debe tratar de algo muy elaborado” le planteó mi General Padrenuestro a Melissa mientras le mostraba el cartapacio de evidencias que le mandaron del departamento de inteligencia, tres pisos más abajo; ella estaba conectada a internet, en su laptop, sobre la mesa donde les acababan de retirar los platos de la comida y el símbolo le pareció familiar; tecleó unos cuantos segundos y se encontró una imagen muy similar: el logotipo de una de las compañías de suministros militares más grandes de los Estados Unidos. El problema era que, abstrayendo ambos elementos –el clavel y la espina– muchos otros símbolos, en varios entornos y culturas, se parecían; quedó tan inmersa, en su propia curiosidad, que no tuvo ánimos para aceptar las insinuaciones sexuales de mi General Padrenuestro, pues se le presentaba un enigma que quería ayudar a solucionar. A las pocas horas, en el silencio de la noche y mi General Padrenuestro dormido en el sofá, de su oficina, con una mano entre la camisa –como un Napoleón en reposo– Melissa llamó a sus amigos relacionados con la compañía de suministros militares en cuestión y a todos –en Nueva York, Tokio, Hong Kong, Melbourne, Kuala Lumpur, Dubai, Telaviv, Johannesburgo, Roma, Londres y Sao Paulo– les preguntó lo mismo: “¿Cuál podría ser la relación entre un clavel, una espina y una madre llamada Susana?” en un inglés perfecto y poniendo en práctica las expresiones de cortesía que se sabía en Chino, italiano, japonés, árabe y portugués; con la ayuda de las operadoras de la Oseta, le dio la vuelta al mundo pero quedó todavía más confundida; escuchó tantas elucubraciones entre lo absurdo y lo real, tantas teorías dispares que, al sentir los primeros rayos de sol, del día siguiente, sobre su cara, decidió tomar en cuenta las únicas dos hipótesis que se relacionaban con Cundinamarca: el comentario de un amigo australiano, muy querido, quien, al no ocurrírsele ninguna respuesta coherente, le dijo: con cierto sarcasmo “Sólo acuérdate, Melissa, que a las susanas, las llaman: Susie” refiriéndose, claro, a la South American Ultra Secret Infiltration Endeavour, organización ultra secreta –como su nombre lo indica– sobre la cual se especuló que hubiera podido estar detrás de la Masacre de los Pájaros; y la versión de otro amigo, experto en los movimientos financieros de las 497


empresas agrícolas que cotizan en la bolsa, que le aseguró a Melissa que la Thorn Carnation, una compañía discreta pero en existencia desde principios de los años cincuenta, no sólo se dedicaba al suministro de armas sino que, desde hacía más de dos décadas, se había convertido en la principal proveedora de semilla barata de trigo, sorgo, arroz, maíz y centeno para países subdesarrollados y que, inclusive, era la primera en proveer ayuda, con traslado y distribución de alimentos, cuando la hambruna azotaba a países surasiáticos y del África central. Sin embargo –le recordó, también, su amigo financista– que en Cundinamarca los aviones de la Thorn Carnation fueron asociados a la fumigación, no autorizada, de glifosato que los Estados Unidos realizó, en el valle del río Veraguas, sin que después se hubieran encontrado rastros de cultivos de coca y el gobierno hubiera tenido que lidiar con los pescadores que aseveraron que hasta los anzuelos se chamuscaban en el agua. Sin revelarle la regular confiabilidad en sus afirmaciones, Melissa convenció a mi General Padrenuestro de que averiguara los posibles movimientos, en el país, de la compañía militar-agrícola Thorn Carnation y compartió con él, además, la curiosidad de que tal nombre significara “thorn”: espina y “carnation”: clavel; mi General Padrenuestro –fastidiado porque no entendió ni papa– la puso en contacto con Reyes. A las cinco y cuarenta y cinco de la tarde, Melissa vio el atardecer desde un avión con destino a Ciudad de Panamá para encontrarse con él, ayudarlo en su investigación y servirle de apoyo en relaciones públicas y con los contactos internacionales que se pudieran necesitar. Al mismo tiempo, Roxana miraba las luces de Bogotá, desde la ventanilla del avión comercial que la trajo de vuelta de Ciudad Barinas; aunque la noche estaba lluviosa y no descansó, durante el vuelo, pasó por la Oseta antes de ir a su casa y encontró a mi General Padrenuestro con la cuchilla entre los dedos, amedrentando a los cinco pobres diablos, sacados a la fuerza de San Juan de Rioseco, que ni siquiera fueron formalmente arrestados, ante la eventualidad de tener que eliminarlos sin, por supuesto, dejar rastro de ellos. Los dos mayores eran: un hombre de más de cincuenta años –cercano a los sesenta, de pronto– pero con una contextura, fuerte, de tronco enraizado entre la maleza y el otro, también robusto, algo más joven, tenía ese aire invencible e idiota de “¡es mejor no meterse conmigo!”; los dos hombres, de esos a quienes no les pesa lo vivido porque son, en esencia, sobrevivientes, llevaban tatuajes de vieja data –y retocados varias veces– con el clavel y la espina, en la espalda y en el muslo. Roxana no había visto el símbolo porque al Avión Espinel, como no hubo necesidad de torturarlo, lo interrogó con la camisa puesta, pero le bastó una ojeada para acordarse del que llevaba el embajador Paxton Cobbs en la base del cuello, el que tenía buen cuidado de taparse cuando se peinaba; así se lo hizo saber a mi General Padrenuestro, 498


quien exclamó en voz alta: “¡puta madre, lo que tenemos entre manos es real y es más grande que nosotros mismos!” Melissa se instaló en el mismo hotel de Reyes y Pili Vanilli, pero no los acompañó al bar Mamá Susana, que resultó ser, como lo explicó el taxista, un icónico burdel de la ciudad con fotos de gente famosa que ha visitado el Canal de Panamá, colgadas en las paredes, entre las cuales se encontraban, por ejemplo: las de ocho presidentes norteamericanos, incluida una, muy vieja y amarilla, de Theodore Roosevelt cuando en 1906 fue a inspeccionar las obras de los ingenieros franceses que lo proyectaron y construyeron. Por la mañana, Pili despidió a Reyes y Melissa que lograron tomar un avión a la Florida, con escala en Mérida y desde Bogotá, Roxana, con el mismo destino, tomó un avión directo a Miami; la Oseta descubrió, por fin, de las declaraciones de los últimos cinco torturados, que la Thorn Carnation aterrizaba casi a diario, en la zona de despeje, con vuelos rasantes desde un aeropuerto clandestino en Planeta Rica, violando nuestro espacio aéreo y que sus oficinas principales quedaban en Jacksonville, a mitad de camino entre un nido de marines –la Estación Militar Aérea Naval de Jacksonville– y la casa de Paxton Cobbs, el exembajador que –de acuerdo a las fotos de la prensa y las descripciones de Roxana– más parecía una mala combinación entre John Rambo y Rocky Balboa. “Demasiadas coincidencias, constituyen una verdad” manifestó mi General Padrenuestro, antes de ordenar el viaje, de sus tres emisarios, a los Estados Unidos. Roxana, sin desayunar y con los tobillos hinchados, pensaba que ni siquiera tuvo tiempo de bañarse en la tina, como anhelaba hacerlo, con sales aromáticas y en compañía de una cerveza helada, pero sus prioridades –como las de cualquiera de nosotros– eran las de mi General Padrenuestro; la azafata se acercó y le recordó que se abrochara el cinturón de seguridad porque se acercaba una turbulencia; ella cerró los ojos y exclamó en voz baja: “¡Dios, líbranos del mal!” La australiana, cuya nobleza era su faceta más acentuada, buscó a Saskia, hasta el cansancio; después de encontrar, en su Maserati, la cajetilla de fósforos con el logotipo de la Bombonera, pasó muchas veces por allá, donde –al principio– creyó que se la estaban negando; pero, en una de sus incursiones se emborrachó con Cuin, quien se dio cuenta de que a la mona ojiverde, con piernas dóricas y cintura de carnaval, no le cabía la plata entre la cartera, por lo que le pidió su dirección de correo electrónico y la invitó a hacerse miembro de la página de Facebook donde podía ver las fotos de las chicas y ordenar la que quisiera con anticipación a su visita; le dijo, también, para 499


mantenerla interesada, que apenas supiera algo de Saskia le mandaría un email de inmediato. La australiana se entusiasmó con el ofrecimiento; desde que descubrió su bisexualidad buscó mujeres hasta en los burdeles más finos, de Río de Janeiro, en compañía del Capitán Figueras; sin embargo, cuando comprobó que la Bombonera era una zona de tolerancia de cuello blanco, donde entraban, indistintamente, militares del más alto rango, políticos e industriales ricos y poderosos, recapacitó: se dio cuenta que Saskia, en su huida de la justicia, no podría estar en un lugar tan notorio y que ella tampoco se sentía cómoda en un ambiente tan extraño, frío e indiferente a las caricias. Se volvió costumbre que las prostitutas cobraran una tarifa básica por entrar, con el cliente, al cuarto y de ahí en adelante era como tomar una carretera de peajes: se pagaba extra por cada capricho y hasta por los besos en la boca, sin lengua eran más baratos y por cada docena hacían rebaja. La australiana, entonces, se devolvió para Zacambú a llorar durante muchos días, como parte de un duelo que consideraba definitivo. Nunca supo que Saskia se fue para el monte persiguiendo al Crespo Carrascal y tratando de revivir su sueño antimperialista post-adolescente; que cuando se vio perdida, buscada y traicionada por todos, tuvo claro que primero muerta antes que vivir escondida como una rata; y que, además, su fantasía de tener sexo durante un tiroteo seguía sin cumplirse: Saskia imaginaba que mientras ella disparaba y mataba enemigos, hombres detrás de ella la agarraban de sus caderas mientras arriesgaban sus vidas para penetrarla, por turnos; que era capturada y como prisionero de guerra, sus captores hacían lo mismo, pero con la brutalidad de la dominación, la lubricación de la sangre y una tremenda humillación; o sea, soñaba con esas sensaciones extremas que le gustaban tanto y que determinaron –desde el inconciente– el curso de sus acciones. Los acuerdos de paz, que llevaban dos años largo de estar en vigencia, se firmaron –entre muchas otras faltas– sin la entrega del Bastón de Mando de Gonzalo Jiménez de Quesada, robado a la Casa Museo Emblemático de Bogotá, por el Comando Machacán; “se lo quedamos debiendo a la nación cundinamarquesa” dijo en tono de perorata, El Crespo Carrascal y como en la mayoría de los puntos del documento final, se hizo el pendejo; ni él, ni los miembros de su élite, volvieron a mencionar nada, ocupados –como estaban– inventando, a su imagen y semejanza, un país en las inmediaciones de San Juan de Rioseco. Era fácil concluir, por lo tanto, que ellos no conocían su paradero; pero quienes lo buscaron, supieron, como Saskia –hacía mucho tiempo– que se encontraba en manos de un poeta altanero y pobre, fallecido, cercano a sus causas: su tumba fue abierta varias veces, sus huesos dejados en desorden y la 500


calma de su reposo alterada por la inútil exhumación. Lo que, al parecer, no se le ocurrió a los profanadores –o no tuvieron el recurso metafórico-lírico-deductivo para averiguarlo– fue que “la poesía homologa a los poetas” pensó Saskia y “los hace a todos altaneros y pobres y a uno sólo portador de las causas de todos” afirmaba para sí misma, recordando las lecturas que, impuestas por su abuelo eran –paradójicamente– su único haber intelectual, por eso se propuso no llegar donde El Crespo Carrascal con las manos vacías y entregarle el Bastón de Mando como muestra de su buena voluntad: lo buscó en la tumba de la luna, aquella que merodea por los alrededores de Bogotá, barnizada de blanco; en la tumba de Teresa, en cuya frente el cielo empieza; en la tumba que retumba; en la tumba que fue de Ricard; en la tumba de la rosa, la que inaugura su forma deseada en el vago espejo del amor; en la tumba de la doncella, con el sexo apenas sombreado; y en la tumba de Sergio Stepansky, quien cambiaría su vida por lámparas viejas o por un anillo de hojalata; ahí lo encontró. El Bastón de Mando es un palo de guayacán con incrustaciones de esmeraldas y agarradera de oro que Gonzalo Jiménez de Quesada le robó a los Chibchas porque sus hombres observaron que los indígenas lo adoraban como a un instrumento de dios; el conquistador se lo apropió y supo de una mujer, de nombre Huitaca –“la Malinche de Quesada” la llamaría un historiador, en el siglo XX– que era el cetro con el que Bochica salvó a su pueblo de la gran inundación –el “diluvio universal precolombino” haría referencia el mismo historiador– tocando un par de rocas que se abrieron sobre un abismo, desaguaron el altiplano y formaron el Salto del Tequendama. Cuando Saskia lo empacó en una maleta, al tiempo con sus consoladores de varios colores, ya las esmeraldas eran vidrio y el oro era bronce, pero su poder simbólico había crecido con su desaparición y podía –a esas alturas– volverse en una buena excusa para avivar la llama machacana, venida a bastante menos desde que el Presidente Canallas buscara su inefable protección, en San Juan de Rioseco. Cuando El Crespo Carrascal lo vio, no lo reconoció; hasta el otro día que llegó a la tienda, que le asignó a Saskia, con cara de consternación a decir: “Cómo se nubla el entendimiento, a veces; dormí con esa reliquia durante noches interminables, asediado por las autoridades pisándome los talones” le contó y después de salir de un supuesto trance emotivo, le dijo: “Yo te he visto en alguna parte” y la puso al tanto de que, antes de que el Bastón de Mando se volviera una pieza de Museo, el Banco Estatal depositó sus gemas y su oro en una de las cajas de seguridad, en el subsuelo a cincuenta metros de profundidad debajo del Parque Santander, al lado de las custodias desamortizadas, retenidas a los jesuitas a finales del siglo XIX, de la copia de Los Derechos del Hombre y del Ciudadano traída por Antonio Nariño desde Burdeos con comentarios al margen del Marqués de Lafayette; y 501


del machete con cacha de marfil que un miembro de la Junta Militar, que nombró a Zacarías Papilla presidente, le regaló a Guadalupe Salcedo antes de mandarlo matar a la salida de una cafetería en un barrio industrial de Bogotá, violando los acuerdos de paz firmados, por esas épocas, para tratar de mermar la violencia partidista. “¡No soy una máquina de pichar!” exclamó Saskia, sorprendida de sí misma, ante El Crespo Carrascal después de tenerlo tres días sorteando las encrucijadas de su cuerpo; hacían el amor sin razón, ni medida, inclusive mientras, él, hablaba por su teléfono satelital, en inglés y con una pronunciación impecable. Se encontraron "el hambre con las ganas de comer” como se dice cuando dos personas encajan, perfectamente, la una en la otra y con los bríos de una atracción impetuosa; se compenetraron, además, en diversos planos de la existencia y como sucede entre las parejas que logran recitar el verbo existir en todas sus conjugaciones: se enamoraron. Ella se peluqueó bien cortico y rescató, de la memoria de sus años impúberes, el acento alemán para facilitar la tarea de mantenerse oculta; y él, para reducir su exposición al peligro, dejó de disfrazarse de jeque, de turco, de oficial del ejército cundinamarqués, de vendedor de seguros, de esmeraldero, de drogadicto y de payaso –de esos que se paran al mediodía en la puerta de los restaurantes a gritar “frijolitos con plátano maduro, arroz y chorizo, huevo, aguacate y carne molida, venga por su bandeja tocaimuna, calientica, sabrosita, barata, con encime de gaseosa y postre tres leches”– disfraz que utilizó para infiltrarse en Bogotá y participar en las manifestaciones que terminaron en el segundo bogotazo. Saskia y El Crespo cometieron la estupidez de asistir, juntos, a la deplorable Cumbre sobre Amnistía y Reinserción a la Vida Civil donde Belarmiño tomaba fotografías y donde no hubo forma de evitar que los vieran; sabían que, irremediablemente, se pensaría en una alianza entre el Comando Machacán y el narcotráfico pero no les importaba, lo de ellos era Amor –con mayúsculas– y se sintieron más fuertes que nunca: ese sentimiento mutuo, embrutecedor y sin reversa, los llenó de una seguridad que se traducía en valentía para enfrentar el presente, olvidar las arideces del pasado e imaginar un futuro juntos, a salvo de la tormentosa vida que se habían forjado. “Iba a matarte cuando me trajiste el Bastón de Mando y ahora, prefiero morirme si me alejan de ti” dijo él, la tarde en que le prometió el cielo, la tierra y las estrellas; Saskia se acurrucó bajo sus brazos y con su pie balanceó la hamaca, en la que durmieron la siesta, al resguardo de hombres armados, hasta los dientes, quienes, para sorpresa de ella, eran grandes como paredes de concreto, monos y también hablaban inglés con fluidez. Como la mujer del Crespo Carrascal, Saskia recorría la región a sus anchas, protegida por unos guardaespaldas que hacían 502


bien su papel de hacerse pasar por hispanos, sólo llamaban la atención cuando abrían la boca porque, aunque el acento gringo no se les notaba, tenían un vocabulario escaso y hacían traslapos literales que sonaban extraños, en nuestro contexto, como: “lakuna” en vez de laguna; “awa” en vez de agua; o “miusica” en vez de música; manejaban, además, equipos militares que trataban de hacer pasar por tecnología china, rusa o coreana pero sus acabados, mecanismos y sistemas electrónicos y digitales de diseño norteamericano, eran inconfundibles. Para Saskia, nada pasaba desapercibido y pensaba, mucho, en mi General Padrenuestro y la utilidad de la información que podría entregarle a cambio de su inmunidad, pero no sólo no quería arriesgarse a que la tratara como a cualquier soplona sino que ya había signado su destino y el de su cuerpo, al Crespo Carrascal; notó, eso sí, que, en la medida que comprometía el corazón a su nueva causa, que tomaba impulso su nuevo amor, el odio por mi General Padrenuestro crecía exponencialmente por lo que no albergó, en su conciencia, ningún tipo de arrepentimiento que la hiciera dudar de su futuro, ni de las arbitrariedades de su pasado. Con su pelo corto, ahora, volvió a las mismas sensaciones de cuando tenía cara de niño y de mil amores habría ido donde el doctor Ramiro Astoria para dejarse las tetas como las tenía antes, más cómodas para una guerrillera iniciática que se encontraba, de nuevo, en un sitio privilegiado para cumplir sus objetivos más recurrentes: llenarse los bolsillos de dinero y el más oculto e imborrable –grabado en su alma por el mismo fierro candente con que se marcan las vacas– la necesidad de ver “revolcándose en la mierda” –así lo pensó– a mi General Padrenuestro, el único hombre que sin dejarse manipular por sus caprichos, ni dudar de su alta peligrosidad, le chupó su sexo hasta dejarlo seco y abierto al punto de ver la irredenta podredumbre de su alma. “Si San Juan de Rioseco tuviera mar, se parecería mucho a Guantánamo” le comentó Saskia al Crespo Carrascal una tarde en que la lluvia metía el calor adentro de las casas y él respondió con algún monosílabo, se alistaba para un viaje y dejó una serie de pasaportes al descubierto que Saskia había visto esculcando sus pertenencias: eran falsos. Mientras él se bañaba, ella vació el maletín de mano con el que El Crespo tomaría un vuelo comercial en la Florida –según le dijo– y encontró una tarjeta de identidad y una licencia de conducción del Estado de Virginia a nombre era Edward Frontino Larimer; ella lo confrontó, su relación amorosa había tomado un cariz tan serio que ya reclamaba la más inflexible honestidad. “Entiendo que seas gringo, que hagas parte de un plan mayor para garantizar la supremacía norteamericana en nuestro continente pero ¿quién eres? ¿Me puedes decir?” El Crespo se sentó y le reveló que esa era su verdadera identidad, señalando las identificaciones que ella sostenía en la mano y le explicó que crespos carrascales, jeques, turcos y hermanos 503


espineles eran muchos, la mayoría marines, otros agentes del servicio secreto y otros, como él, actores entrenados en disciplinas militares para asistir en misiones encubiertas. El Crespo Carrascal que buscó la cercanía con los hermanos Machacán para llevarlos al matadero, era uno; otro, el que abrió los primeros diálogos de paz –que permitieron entronizar la guerrilla en las ciudades– y que se dio un abrazo con el Presidente Nicéforo; otro –el más peligroso de todos– el que por una vendetta interna en el seno de los servicios secretos gringos, secuestró a Lily Delmar, al Paredón Valbuena y a la Kika Tutti Frutti para demandar la cabeza de John Paxton Cobbs; y otro, el que no se pudo presentar a la inauguración de la zona de despeje con el Presidente Metileno porque, éste, cuando era periodista, había conocido, de cerca, al Crespo Carrascal anterior y se hubiera descubierto el encubrimiento. “Así de fácil como uno se enamora, se desenamora” se le escuchaba decir a uno de los mellizos Velandia. Saskia recordó sus palabras porque amar al Crespo Carrascal era amar a Ricardo Corazón de León, a José de San Martín, a Alejandro Magno, a León Trotsky, a Jesús, pero amar a Edward Frontino, originario de Radford, Virginia, era como llegar a una fiesta de aristócratas y levantarse al mesero. Afloró de nuevo la rabia en sus acciones y comenzó a tratar a los militares y a los campesinos “a los vergajazos” según ellos atestiguaban. La tuvieron entre ojos, porque un día –mientras su amante se encontraba de viaje– la vieron pegarle a un capitán porque no quiso acostarse con ella, con una gallina que agarró y zarandeó del pescuezo mientras gritaba: “My name is Saskia, and I'm German, ¡gringo malparido!” como si eso la distinguiera de los demás; poco a poco se quedó sola, sin guardaespaldas, porque los fue alejando con su grosería y su complejo de superioridad. Su idea era meter las narices por donde no estuviera permitido y usar su camuflaje de Comando Machacán para pasar desapercibida y cuando fuera necesario, disfrazarse de putica de pueblo –que harto le gustaba– para escuchar a los hombres hablar, después de los actos amatorios, que es cuando más sueltan la lengua. Los marines eran más difíciles de roer, por eso los evadía, pero los seguía cada vez que podía, porque ellos eran los verdaderos dueños de San Juan de Rioseco: instalaron un radar especializado en control de drones, construyeron un bunker para proteger a Víctor Canallas e implementaron un programa, llamado, con torpeza: “Lingüística estratégica” para introducir y desarrollar entre los lugareños la enseñanza del idioma inglés; también instalaron ultra sofisticados aparatos de requisa en las entradas fronterizas y establecieron unos controles de aduana más estrictos que los de Tijuana o Laredo y multiplicaron los puestos de vigía, con el mismo tipo de patrullaje implementado en Iraq o en Afganistán. El descontento se 504


hizo presa de la gente de la región y de quienes se fueron a vivir a “la nueva tierra prometida” atraídos por la publicidad de los nuevos proyectos arquitectónicos, la promesa de una paz duradera y la discursiva de Víctor Canallas, quien se veía radiante, decidido y con aires de conquistador por las cadenas noticiosas inglesas y norteamericanas. Saskia sintió deseos de iniciar una revolución por su cuenta; estaba asqueada y como una alemana enraizada desde niña a su amada Cundinamarca, estaba dispuesta a liderar acciones contra los Estados Unidos, hasta que descubrió lo que quería, la oportunidad de volverse a enriquecer: unos aviones de la compañía Thorn Carnation que traían suministros de guerra, volaban muy bajo, evitando los radares y pensó que perfectamente se podrían devolver a su país cargados de droga. Apenas volvió de su viaje, Edward se mando oscurecer y enrizar el pelo para retomar su identidad del Crespo Carrascal. Saskia empezó, con indirectas, a tratar de manipularlo: “Mi amor ¿qué nos quedará de esta vida tan arriesgada y tú trabajando tan duro?” y él siempre le contestaba lo mismo: “Conmigo serás ciudadana de los Estados Unidos”, “¡vida hijueputa, lo que me faltaba!” exclamaba ella para sus adentros con esa respuesta y se agarraba sus escasas mechas pensando: “Moriré como una gringuita culipronta, engordada a punta de McDonalds”. La visión de su futuro le parecía tan escabrosa que volvió a su refugio: el alcohol y las drogas; y como los adictos no arrancan de nuevo a consumir de a poquitos, en un par de noches, con sus días, el embalaje fue de tal magnitud que sin ninguna clase de cortapisas le contó a Edward lo que nadie sabía de su vida, incluidas las coordenadas para llegar a Zacambú y la fórmula de la descontinuada pero aún famosa Blue Kiev. Lo que menos le interesó, a su pareja, fue la idea de devolver los aviones de la Thorn Carnation a Estados Unidos cargados con droga y esa particularidad le sonó a Saskia como si no fuera nada nuevo para él, como si, desde hiciera rato, lo estuvieran haciendo; Edward, ni corto, ni perezoso, preparó un operativo para atacar Zacambú y quedarse con ese enclave en el Amazonas, pues adueñarse de laboratorios de cocaína, en completo estado de operabilidad, era lo que los machacanes-espineles-marines pertenecientes a una misma familia supranacional y orgullosos de ser americanos –como si no hubiera otros, en su propio continente– hacían para costear sus operaciones gringo-invasivas, procapitalistas y tumba-naciones independientes. Cuando Zacambú estuvo cercada por más de trescientos hombres, que se mantuvieron sigilosamente ocultos, Edward y Saskia llegaron en avión, con la idea de dar la orden de ataque, desde adentro, una vez que se identificaran los puntos neurálgicos, que no se podían ver en los reconocimientos aéreos. Efectuaron un vuelo 505


rasante en forma de letra ka, que era la clave para que, en tierra, retiraran la maleza y las hojas de palma africana con que tapaban la pista de aterrizaje, pero esa tarea fue innecesaria porque la pista se encontraba al descubierto; al tocar tierra y frenar en un espacio tan reducido, se levantó una inmensa nube de polvo pero aún así cantidades de niños se acercaron a recibirlos. Los ucranianos más viejos reconocieron a Saskia y le mostraron los maravillosos cambios que habían efectuado en el lugar. El laboratorio fue convertido en una línea de control de calidad y empacado de huevos, en la que el trabajo era manual: la cortada de la guadua, la manufactura de las cajas, la selección de los huevos y el empaque; las barracas eran, ahora, galpones de gallinas ponedoras de unos huevos enormes del color del sol, que se distribuían por las mismas rutas que antes fueran del bazuco; lo único que permanecía intacto era la piscina alrededor de la cual se construyeron casas –también de guadua– metidas en una exuberante vegetación llena de pájaros, micos y boas constrictor, que son las que mantienen el lugar libre de sapos venenosos y roedores. Apenas se apareció la australiana con los cachetes iluminados, Saskia se le abalanzó, la agarró del pelo, la botó contra una cerca, le clavó las uñas en el cuello y le gritó: “¿Qué hiciste con mi negocio, cabrona desagradecida hija de puta?” ella respondió con la misma violencia y después de unos cuantos zarpazos, de parte y parte, el Capitán Figueras las separó, saludó a Edward y le dijo: “No se deje confundir, están felices de verse” y lo invitó a tomar vodka, con jugo de piña, al lado de la piscina. Sin orden chiquita ni grande, los trescientos hombres –la mayoría mercenarios– alrededor de Zacambú, se fueron para sus casas antes de que se los comiera la selva; algunos de ellos se devolvieron, justo, en el momento de llegar porque les contaron que la región estaba habitada y custodiada por unos ucranianos peligrosos y arrebatados que le tomaron el gusto, como los indígenas de la región, al caldo de menudencias humanas con tallos de yuca amarga. Lo que Saskia vislumbró como un recreo, en el paraíso, con su amante gringo, fue lo contrario: un infierno; porque Edward, aunque no dio la orden de atacar –por obvias razones– sabía que tendría que pagarle a los efectivos y oportunistas que se fueron hasta allá en aviones militares y helicópteros fantasmas que los dejaron y soltaron, en paracaídas, aprovechando los descampados que encontraron entre la tupida selva; sabía, también, que Mamá Susana, que era como, él, se refería a sus superiores, pondría en tela de juicio su decisión de arriesgar el operativo de San Juan de Rioseco por ir a buscar suerte al Amazonas con el sólo testimonio de su noviecita alemana; y sabía que Saskia tenía razón: “Tanto joderse, ¿para qué?” acabar con una pensión de militar retirado en un conjunto cerrado, lleno de mosquitos, cerca de los Everglades, de pronto le pareció muy poca cosa, a cambio de todo lo que le había entregado y estaba dispuesto a seguir 506


entregándole a la gloria de los Estados Unidos de América. La australiana les hizo el relato de cómo trataron de mantener el negocio, pero que perdidos los contactos de los mellizos en Bogotá y a Yuri y a Volodia –quienes no volvieron a dar señales de vida– para alcanzar y atravesar el Caribe, no pudieron sobrevivir a la competencia desmesurada que se les vino encima y menos sin tener un medio de transporte propio para meterle la cocaína a los gringos o a los europeos; “vinieron españoles y marroquís a proponer grandes negocios” continuó diciendo, mientras Edward hacía una cara de desinterés total por escuchar los antecedentes del golpe financiero, pero apenas se mencionó la caleta con seis o siete millones de dólares para Saskia –dinero que les quedó después de pagar la droga perdida de otros proveedores y vender el remanente de la Blue Kiev Special que nunca salió de Zacambú– en cuestión de segundos, el gringo actor-marine-oportunista, planeó el resto de sus vidas: esconderían la plata en San Juan de Rioseco, terminarían la misión encomendada de fundar un país; insistiría –por supuesto– en el protagonismo de Saskia, para que en agradecimiento por sus acciones, le fuera otorgada la inmunidad suficiente para viajar a los Estados Unidos y casarse con él; pero, ella, no compartió el mismo entusiasmo. El cuarto principal seguía ocultando, en los techos, pequeños escondites con cocaína que solo Saskia conocía y al tiempo, con su vicio preferido, reanudó los acercamientos rasantes de su lengua sobre los valles y altiplanicies del cuerpo de la australiana, volvió a untarse la lubricación de su vagina en los labios para besarla y volvió a quedarse abrazada, a ella, bajo los inclementes aguaceros del Amazonas –unas cataratas más espesas que la misma vegetación– bajo la mirada encantada del Capitán Figueras quien dormía junto a ellas, pendiente de espantarles los alacranes que se les subían al cuerpo. Cuando Saskia le pidió a Edward que se fuera, que se pensaba quedar a vivir en Zacambú, le puso cuatro ucranianos en la puerta de su cuarto para que lo acompañaran hasta el avión; impertérrito, Edward le pidió al más alto y acuerpado de ellos que se adelantara con la maleta, a escasos diez metros, la maleta explotó, dejando sólo a medio hombre; con el despiste de la explosión, mató a otro de una puñalada, a otro de un tiro y al último lo ahorcó con un aparato que le colgó alrededor de la nuca, con ruido de reloj de cocina, que enrolló un fino cable de acero, hasta que le cercenó la cabeza. Buscó a Saskia, la forzó a subirse al avión y le gritó: “Ordena que traigan tu dinero, ¡nos vamos de aquí!” Ella lo miró con cara de “¡a mí no me manda nadie!” y él, con el pulgar presionándole la tráquea, la obligó a escucharlo: “Trescientos efectivos, entre marines y mercenarios, saben dónde estás. en caso de que yo no aparezca. Me imagino que tampoco te arriesgarás a que yo le cuente a los panameños y al General Padrenuestro quién es y dónde está la asesina de Rubicundo Cornejo y de Celina Ancízar”. Saskia lloró durante 507


el trayecto a San Juan de Rioseco, pero no de arrepentimiento –“lo hecho, hecho está” era su sedante argumental– sino por la estupidez de que, por meterse otra vez con la cocaína, había quedado a merced de quien hubiera podido ser su redentor. Pasada la medianoche, entraron a la zona de despeje por un aeropuerto clandestino paralelo a la carretera que lleva a Cambao. Mientras Edward contaba la plata –la herencia de Saskia– con otros hombres que se encontraban en la casa de campo a la que llegaron, más de doscientos soldados cundinamarqueses, camuflados, los inmovilizaron y se los llevaron al tiempo con el dinero. Saskia, desde el dormitorio principal, escuchó el barullo, alcanzó a desordenarse el pelo, destender la cama, arrugar las cobijas y a echarse, encima, un cuncho de aguardiente que quedaba de una botella que llevaba en la cartera; colocó billetes en forma de abanico en la mesita de noche, se corrió el maquillaje con los dedos, se pintó ojeras, escupió en la almohada para simular un hilo de babas chorreándole de la boca, se inventó un ronquido de perra a punto de vomitar y se hizo la dormida, asegurándose –para darle un tono roñoso y barato a la escena– de que se notara la toalla sanitaria sucia, por fuera de los calzones. Los militares la requisaron, la manosearon con voluptuosidad y Saskia alcanzó a escuchar a uno de ellos por su radio: “Sacamos todo, mi coronel Quesada, sólo dejamos a una putica de cuatro pesos, hincha de la perra y nada más; arrasamos con todo, mi coronel, nos vemos en el punto de encuentro, cambio y fuera”. Desde que mi General Padrenuestro dejó de visitar la Bombonera, por estar atendiendo sus apuros carnales con Melissa, Reina me recibía en su cuarto; como las venerables matronas patricias de la antigua Roma que preferían moverse lo menos posible y estar siempre listas para recibir a su prole, sus ahijados y sus amantes, mandó instalar, para el efecto, unos sillones para las visitas al lado de su cama. Con Andulima y conmigo jugaba al rol de chaperona, como si apenas fuéramos novios, como si no tuviéramos una historia juntos; era claro que quería tenerla cerca día y noche, pues ella le hacía masajes en las pantorrillas, le inyectaba la droga para evitar los calambres, le tomaba y controlaba la tensión arterial, le organizaba el pastillero semanal, le preparaba la tina y la ayudaba a vestirse y a peinarse; en su ausencia, Cuin coordinaba esas labores con las demás chicas, pero no era lo mismo: la descuidaban, con facilidad, por estar pendientes de sus clientes, de sus comisiones, de sus afeites y algunas de sus hijos. Reina entendió que mi General Padrenuestro desapareciera a juzgar por su ardoroso romance y la compleja situación del país, pero le hacían falta las tardes de almojábanas con chocolate en compañía de su desprevenida charla; el único contento era Cuin, quien odiaba el olor a mentolado que se alojaba en los rincones de la casa; de 508


resto, las chicas añoraban sus jugosas propinas y la mulata, de su predilección, trataba de disimular su pena, pero, aún así, dejaba de arreglarse y se presentaba ante los clientes en bluyines, camisetas playeras y el cabello recogido. Para mí era un misterio la –no tan súbita– desconfianza de mi General Padrenuestro hacia Reina, pero Blas me aseguró que Cuin “cuando aún carburaba con testosterona” había dedicado tardes enteras a seguir los movimientos de mi General Padrenuestro, a fotografiar su casa y a examinar las canecas de basura cuando se sacaban para recolección; “y esa incógnita, mi estimado Lugarte, todavía no ha sido resuelto” agregó Blas, tratando –como siempre– de pellizcarme una tetilla. Confronté a Andulima; le inventé la mentira de que en los anales digitales de la Oseta su hermano aparecía como un merodeador y que era imperativo solucionar ese problema; inventé también que estaba de vacaciones, que mi apartamento lo estaban fumigando y pintando y le pedí el favor a Reina de que me dejara quedar en la Bombonera un par de semanas. Andulima no tragaba entero y me replicó: “Tú no tomas vacaciones nunca y fumigar y pintar tu apartamentico, demora media hora” tomó mi cara en sus manos “si quieres estar conmigo, Amor, no necesitas inventar excusas” reiteró y me besó, agradecida. Pienso, ahora, que en el fondo, ella tenía razón y que mi incomodidad de espiar a Reina era menos grave, casi que inocua, si se trataba de volver a estar, con ella, durante algunos días. Sobrevivir a mi General Padrenuestro y escribir su historia, es posible gracias a que inmediatamente después del punto final está la A mayúscula, de Andulima, esperándome para reanudar la vida juntos, de no ser, así, bien puede Blas echarme veneno de ratas en las mazamorras y ajiacos que me trae los domingos. Una de las prostitutas más viejas de la Bombonera –que llegó, al negocio, porque no tenía con qué pagar los pañales de su hijo y ahora el muchacho, casado y con hijos, daba clases de filosofía en la Universidad Nacional– me contó que recordaba haber visto un cuarto, de los de atrás, de los que después convirtieron en saunas y baños turcos, con una pared llena de polaroids del Ministro de Guerra, Defensa e Inteligencia; recordó, también, que Reina se refería a él como “un monstruo” o como “el anticristo” y cada vez que encontraba su imagen, en los periódicos, se persignaba y echaba, en los rincones de la casa, agua bendita –de la que le traía el párroco de La Porciúncula a cambio de una eximia donación– como para alejar su maldad y mantenernos libres de malaventuranza, de su influencia perversa; bajando la voz, agregó que tenía la impresión de que “la patroncita” –como le decían con cariño las más antiguas– se suscribía a los diarios y revistas, sólo, para buscar las noticias relativas a mi General Padrenuestro y así poder realizar ese tipo de lavatorio, ese exorcismo. Fue muy fácil identificar la ubicación de la pared porque otras chicas –también de la vieja guardia– se acordaban del collage al que Cuin le montaba guardia 509


con recelo y las tardes interminables que, con Reina y Andulima, pasaban ahí encerrados. La pared fue cubierta con listones de madera para el sauna y nos inventamos un problema de plomería para retirarlos; A Cuin no le importó porque creyó, cuando se remodeló, que con la orden de raspar el estuco se sobreentendía que, se debía botar el material pegado con goma y colbón, pero los pintores decidieron –sin preguntar– que sobre el estuco nuevo se volvían a poner unas fotografías, que parecían importantes; por su lado, los que instalaron el sauna, que eran distintos contratistas, sólo tenían la urgencia de acabar el trabajo, lo más rápido posible; pusieron los listones de madera encima de las fotos y listo ¡sauna para rato! O sea, que los unos por proactivos y los otros por negligentes permitieron que yo pudiera tener una prueba que Andulima no podía negarme; la volví a confrontar in situ y –“¡cómo son las mujeres de perras”! me acuerdo haber pensado– sin pestañear, ella, decidió que me iba a contar lo que sabía, pero a medida que hablaba y le daba rodeos al asunto, me abrió la bragueta, me desabrochó el pantalón y cuando logró sacar mi pene de su zona de confort, ocupó su boca en hacerlo sentir activo, seguro de sí mismo, por lo que permaneció callada un buen rato –me imagino que mientras pensaba qué decir– demoró cada movimiento, cada succión, recibió mi eyaculación adentro de su garganta y después de saborear mi semen lo escupió en su mano, jugó con éste, se lo metió entre los calzones que estaban mojados; con la mezcla de nuestros efluvios se masturbó, al tiempo que sostenía, con la otra mano, mi recién adquirida flacidez, que empezaba a renacer, de nuevo; y –“¡cómo somos de güevones los tipos!” me acuerdo, también, haber pensado– dejé que practicara el acto completo que terminara “a satisfacción” por usar un término militar y lo único que reveló, ahí parada, con los pantalones y calzones abajo, frente a un centenar de fotos, tomadas por su hermano con una máquina Polaroid, fue: “Reina odiaba a tu General Padrenuestro pero, créeme, por favor, si te digo que no sé por qué”. Andulima salió corriendo y a la postre descubrí que era cierto: ella nunca supo el motivo por el cual Reina odiaba a mi General Padrenuestro y aunque hubiera podido contarme que pensaba hacerle daño, hoy, entiendo, que su obligada nobleza con la mujer que la sacó de la miseria fue su verdadero impedimento. Camino de la casa de Paxton Cobbs, cerca de Jacksonville, en un carro rentado, Melissa pensaba que sería más acertado hacer una denuncia, a través de los organismos internacionales, divulgar los atropellos de la Thorn Carnation, apelar a ambas embajadas, a la de Washington y la de Nueva York, ante las Naciones Unidas y recurrir, paralelamente, a los medios de comunicación. Reyes llamó a mi General 510


Padrenuestro y le expuso la disyuntiva, después de saludarlo, su superior le preguntó por su tía moribunda: la clave que utilizaban para hablar en privado, para alejarse –con cualquier excusa– de otros que pudieran escuchar la conversación. “Mi general, ¡no le oigo, no le oigo!” gritó Reyes, hasta que volteó la esquina; Roxana se sonreía con la pésima actuación de su compañero. “Reyes coja desprevenido a Paxton Cobbs, póngale un revólver, a ese hijo de la gran puta, entre la boca y dispare; cuando los sesos, de tamaño cabrón, empiecen a escurrirse de la pared, usted me llama” ordenó mi General Padrenuestro, con el mismo tono procaz, pero tranquilo, con que hubiera pedido que le barrieran la oficina o que le despincharan una llanta. Reyes entendió el mensaje, el exembajador era un marine entrenado, necesitaba sentir la inminencia de la muerte para hablar; se propuso tener a Paxton Cobbs arrodillado y dispuesto a cantar como un ruiseñor, cuando volviera a llamar a mi General Padrenuestro. La comunicación se dio, efectivamente, cerca de la media noche, pero Paxton Cobbs ya estaba muerto “era de los duros de roer” pensó, en voz alta, mi General Padrenuestro “¡o no sabía nada, mi General!” reviró Reyes, mientras Roxana y Melissa entraban a la casa de la víctima –habían esperado en el carro a que Reyes hiciera el trabajo sucio– prendieron las linternas y aunque la cara del cadáver quedó desfigurada, Roxana aseguró que ese no era Paxton Cobbs, por lo menos no el diplomático que estuvo en Cundinamarca. Entre los tres emprendieron la requisa del cuarto de estudio y de la alcoba principal; de las fotos enmarcadas, a lo largo de la escalera que subía al segundo piso, llegaron a la conclusión de que no se trataba de ninguna duplicación de identidad sino que acababan de matar a un hermano del exembajador; otros papeles, entre los cajones del escritorio, corroboraron que se trataba de Francis Alexander Paxton Cobbs, también integrante de la Marina de los Estados Unidos y homosexual a juzgar por las fotos, el contenido de los cajones de las mesitas de noche y la pornografía sobre los estantes de la televisión. Las diferentes tallas de ropa y las etiquetas de los remedios farmacéuticos indicaban que, en la casa, vivían dos hombres y que, sin duda, eran pareja; optaron por esperar al otro hombre y sacarle información a la fuerza. Con cierta reciedumbre, Reyes ordenó a Melissa que se fuera, porque no la podía seguir involucrando; Ella reconoció la gravedad del lío en que se metieron y salió tapándose la cabeza; por seguridad, tomó el carro alquilado a su nombre y lo devolvió en Atlanta al amanecer. Roxana no era de autoflagelarse emocionalmente y no le importó mucho el error cometido, menos aún cuando percibió, en las costillas, debajo del brazo del cadáver, un tatuaje con el clavel y la espina; ella y Reyes lograron una espera productiva, hurgando entre archiveros baratos de cartón armable, de esos que se compran en los stationeries japoneses, se toparon con un sobre que contenía una llave, 511


cuadrada y grande, con el número 315 en letras rojas y un logotipo borroso que parecía un marrano. Habrían podido restarle importancia pero, revisando una laptop que encontraron sobre la mesa de la cocina, leyeron una serie de correos electrónicos, entre John Paxton Cobbs –el exembajador– y su hermano, de los cuales se infería que John vivía en Filipinas y que dejó sus pertenencias en una bodega arrendada: la 315 de Big Pig Storage for Rent, en Pensacola, a un poco más de cinco horas por carretera; la pista –es cierto– no parecía mayor cosa, sin embargo revisar la bodega podría resultar más eficiente que torturar a un desconocido que, de pronto, no sabía nada. Reyes y Roxana decidieron salir mientras estuviera oscuro, escucharon el pestillo de la puerta y ambos apuntaron sus armas al hombre que entraba, a la casa, pero estaba tan borracho que acertó, sólo, a llegar al sofá, balbucear: “¡I´m home, my love!” y caer privado. Reyes y Roxana procedieron a montar un escenario que simulaba el suicidio de su amante; salieron corriendo, con el temor de haber dejado una escena del crimen plagada de fallas, a pesar de que nunca se quitaron los guantes y Roxana se cubrió el pelo con una gorra plástica que encontró en la ducha. “Esperemos que los técnicos forenses, de verdad, no sean tan efectivos como los de las televisión” comentó uno de los dos, pero fue muy poco lo que se rieron. En Pensacola se reunieron, de nuevo, con Melissa; ella y Roxana entraron a la compañía de bodegaje; conscientes de las cámaras de seguridad, utilizaron cachuchas deportivas, se cambiaron de peinado y de maquillaje; mantuvieron contacto con Reyes por celular. Las pesquisas resultaron infructuosas porque no encontraron nada incriminatorio: ni armas, ni drogas, ni fotos, ni listas de espías enemigos, ni códigos sospechosos entre maletas con clave, ni aparatos con luces de colores, ni nada que hiciera tic tac; no había ninguna cajita negra con un microship adentro, ni una palanquita capaz de desencadenar la tercera guerra mundial, sólo muebles de cocina, de comedor y de sala baratos apilados unos sobre otros. En un restaurante, desapacible, de comida tex-mexican, los tres se sentaron a esperar a que los atendieran y con base en una propuesta de Melissa, tomaron una decisión: la única forma de no levantar sospechas –“porque el que huye, otorga” decía mi General Padrenuestro– era llegar, pisando fuerte, a las oficinas de la Thorn Carnation y a nombre del Ministerio de Guerra, Defensa e Inteligencia de un país soberano, pedir las explicaciones, del caso, sobre la invasión del espacio aéreo por cuenta de sus aviones que, reiteradamente y durante los últimos meses, infringían las leyes internacionales y los tratados entre ambos países. De vuelta a Jacksonville, las dos mujeres compraron ropa nueva, mientras Reyes ultimaba algunos detalles con mi General Padrenuestro; estaban con la moral en el piso, pero los animó pensar, por lo menos, que se estaban librando de ser arrestados y de tener que dar explicaciones por 512


un crimen sin móvil aparente o algo peor, como ocultar información criminal o conspiración internacional. Al día siguiente llegaron a la Thorn Carnation ofreciendo disculpas por llegar sin cita previa. Melissa tomó la vocería y amenazó con volver más tarde, con periodistas de las principales cadenas noticiosas, si la más alta autoridad de la compañía no los recibía; su figura decidida, su gestualidad de mujer poderosa y una dicción perfecta del inglés, lograron que los tomaran en serio; se presentó como asesora de asuntos internacionales especializada en derechos humanos, Reyes como representante de las fuerzas militares de Cundinamarca y Roxana como su asistente. Los recibió un hombre viejo –el director general, en persona– en una oficina amplia y decorada con fotos de los últimos ocho presidentes de los Estados Unidos –exceptuando a Jimmy Carter– y una muy particular de J. Edgar Hoover entregándole un diploma, a un joven, ante una audiencia de universitarios; las demás imágenes, en las paredes, eran dibujos de niños, africanos y asiáticos, la mayoría, mostrando su agradecimiento por la ayuda de la Thorn Carnation en desastres naturales y paisajes desolados de hambruna y guerra. La edificación parecía de un solo piso, pero el viejo les contó, mientras los guiaba por interminables jardines de invernadero, que había más niveles bajo tierra, dedicados a la investigación. Los impactaron varios proyectos, especialmente el de la modificación genética de un plancton para ser cultivado en lagunas artificiales de muy poca profundidad, la creación de ecosistemas vegetales en el desierto y la invención de un filtro de agua con capacidad para eliminar bacterias y al tiempo proteinizar y vitaminizar el liquido con extractos vegetales y leguminosos. A la hora del almuerzo, los cuatro se dirigieron a una cafetería rodeada de fuentes y estanques de agua cristalina y azulejos plateados como espejos; “es como estar en la mitad de una biosfera” comentó Melissa y el viejo contestó en español que estaban debajo de una cúpula o domo, de ambiente controlado y se puso feliz de poder contarles que su mujer era costarricense y sus hijos bilingües. Roxana retomó un nuevo aire al comprobar que podía hablar en español –la intimidaba su regular manejo del inglés– y se lanzó a preguntar en tono de reportera: “¿Podría explicar usted, señor director, por qué se ven marines uniformados caminando por sus instalaciones?” sin asomo de excitación, el viejo les explicó sobre el programa de colaboración que manejaban, con el ejército naval de los Estados Unidos, para acceder con rapidez a los sitios más remotos y peligrosos de la tierra, con el propósito de llevar alimentos a los más desfavorecidos y repartir equitativamente –hasta donde la buena voluntad fuera posible– los recursos alimenticios de las regiones con superávit agrícola. Después se extendió por varios minutos sobre el 513


carácter esencial y proactivo de la participación de los marines en los países subdesarrollados y fue cuando Melissa aprovechó para introducir el motivo de la visita, poniendo sobre la mesa un reporte pormenorizado del itinerario de sus aviones y la frecuencia con que aterrizaban en San Juan de Rioseco, seguido de la pregunta: “¿Por qué, su compañía, señor director, está violando nuestro espacio aéreo?” El viejo no perdió la compostura y explicó que la Thorn Carnation goza de la misma credibilidad que la Cruz Roja, en las zonas de conflicto y que muchas aeronaves de traficantes de armas y otros tipos de actividad delictiva, se hacen pasar por ellos; se comprometió, sin embargo, a investigar más a fondo el asunto y rendir un informe, al gobierno de Cundinamarca, que le tomaría un par de semanas. La respuesta del viejo fue la esperada, sólo les quedaba despedirse de él y apurarse en llegar al aeropuerto de Jacksonville, antes del último vuelo a Guantánamo y de ahí, hacer la conexión para regresar a El Dorado; tenían tiempo para tomarse el café que se acababan de servir y recapacitar ante el hecho de que al no encontrar el ambiente hostil que esperaban, alertarían a los medios de comunicación, desde Bogotá, para acelerar la entrega del informe y las respuestas, por parte de la Thorn Carnation y eventualmente del gobierno de los Estados Unidos. En el televisor del híper moderno establecimiento, la noticia de última hora mostraba la casa y el cuerpo inerme que, ellos, dejaron esa noche; Roxana se levantó con la excusa de buscar más azúcar para su café, pero con el ánimo de discernir si el reportaje hablaba de suicidio o de asesinato; cerca del dispensador, cruzó la mirada con uno de los marines que conversaban frente al televisor. Se reconocieron al instante; ella trató de agarrarlo por la camisa color caqui, no pudo y se lanzó a perseguirlo; el uniformado conocía la edificación, entró por una puerta lateral tumbando canecas a su alrededor; Roxana gritaba: “¡Stop him! ¡Stop him!” pero nadie se entrometía, ni colaboraba. Quienes atestiguaron la persecución, pensarían que una mujer descalza, en bermudas y blusa playera –porque fue dejando atrás la chaqueta y los zapatos que le incomodaban para correr– persiguiendo a un marine en una de las instalaciones más protegidas de la Florida, debía ser un lío de faldas –supongo, yo, que debía pasar a menudo porque nadie se inmutó, ni sonaron alarmas, ni se cerraron puertas de seguridad, ni nada– continuaron corriendo a través de espacios de experimentación biológica, que era como pasar de una atmósfera, a otra; entre más pisos subterráneos bajaban, más iluminados los invernaderos artificiales, más amplios y más oxigenados; Roxana sentía un aliento irrefrenable que le permitía correr sin cansarse y al mismo tiempo soltar improperios y amenazas. Finalmente, el perseguido se deslizó en un barrial y cayó al suelo, ella tomó un cable de hidro-alimentación para atraparlo por el cuello y agachada, con su rodilla en la espalda del marine, le presionó 514


las carótidas. A cuatro o cinco pisos de profundidad, en un sitio que parecía Wyoming, en verano y al mediodía, Roxana le había causado un desmayo a Belarmino Congote –el tonto, el retraído, el bueno para nada, coime por excelencia, capaz de ganar indulgencias limpiando orinales con la lengua o disparando con una puntería extraordinaria– lo escondió en un baño donde lo amarró, con su propio cinturón, a la tubería de un inodoro y enseguida lo despertó a cachetadas. Lo primero que el hombre musitó –con acento de norteamericano, para no sentirse rebajado en su propio país– fue: “¿Usted cree, señorita Roxana, que va a poder sacarme de aquí?” a lo que ella contestó: “No creo, por eso la idea, es matarlo aquí mismo, a menos que usted me diga algo que merezca mantenerlo con vida” se le sentó en las rodillas para inmovilizarlo, le introdujo los pulgares entre la garganta hasta tocarle la tráquea y Belarmiño, nacido en la Ciudad de Belice –un puerto gringo-asociado-turístico-caribeño frente al Golfo de Texas– y bautizado Manuel Hernando Salmuera, se sacudió para salvar su vida, pero el espasmo de su propio vómito no le permitió articular palabra. Mientras golpeaban del otro lado de la puerta para derribarla, Roxana la trancó atravesando unos casilleros de metal, se sentó sobre la tapa del inodoro, le rodeó la cabeza con las piernas y ejerció presión para estrangularlo; su víctima alcanzó a balbucear: “El celular, las fotos del celular” antes de caer inconsciente, de nuevo; después de mirar las fotos y exclamar “¡Puta vida!” Roxana lo soltó, le dio respiración boca a boca y apenas Belarmiño reaccionó, cinco guardias de seguridad forzaron su entrada al baño. Reyes había corrido detrás de ellos y los alcanzó; él y Roxana mostraron sus credenciales de la Oseta que, por el reverso, los habilitaban como agentes internacionales reconocidos por la Interpol y declararon: “Este hombre ha violado las leyes penales internacionales, ha cometido crímenes en nuestro país y debe ser arrestado inmediatamente”. Una vez enterados de las causas del incidente, a Melissa no le costó ningún trabajo negociar con el viejo director general: “Nos llevamos al marine y nunca hemos visto aviones suyos en los cielos de Cundinamarca”. No sólo aceptaron el trato sino que dispusieron de un avión de la Thorn Carnation –para evitarles contratiempos en inmigración– que los trajo hasta Bogotá. Reyes se acuerda haberse preguntado: ¿Por qué se pusieron en evidencia tan fácil? La aeronave que los trasladó estaba equipada con la última tecnología en espionaje y los miembros de la tripulación ni se ruborizaron, al relatar, por ejemplo, sobre desembarco de hombres, equipos y dotación militar en zonas estratégicas secretas y el uso compartido, con el narcotráfico, de pistas de aterrizaje clandestinas; inclusive se ufanaron de su avanzado sistema de camuflaje aéreo, capaz de evadir los rastreos de las torres de control de los aeropuertos internacionales y de los radares fronterizos. Hablaron, también –los tripulantes de la nave– como un hecho 515


cierto e irreversible, de la conversión de San Juan de Rioseco en un nuevo país: la República de Marquetalia, cuya capital sería Dry River City. Manuel Hernando Salmuera, alias Belarmino Congote, llamado: Belarmiño, murió antes de llegar a Bogotá. Roxana se sintió mal con mi General Padrenuestro porque nos quedamos sin saber qué tan enterado estaba, el imberbe infiltrado, de nuestras operaciones o sobre la posibilidad de que existieran espías en niveles más altos de la Oseta; y lo más importante, qué tan involucrada podía estar Saskia con los objetivos norteamericanos. Tampoco logramos reconfirmar la sospecha –casi cierta– de que la Thorn Carnation fuera –y siga siendo porque aún existe– una empresa de espionaje y de infiltración militar disfrazada de Sor Teresa de Calcuta. En todo caso, quedamos asustados, con un fuerte sentimiento de vulnerabilidad; mi General Padrenuestro se preguntó: “Si una mosquita muerta como Belarmiño logró servir de agente encubierto por tantos años ¿en quién podemos confiar ahora?” lanzó conjeturas al aire, se comunicó con Blas para averiguar cómo iba su búsqueda de Saskia en San Juan de Rioseco y éste le contestó que desde la presencia permanente del Presidente Canallas –quien seguía rehusándose a volver a Bogotá– él sólo veía incremento de ejército, de armamento y la instalación meticulosa de las minas quiebrapatas, a lo largo de las fronteras, que él mismo –antes de quedar al descubierto su traición– había llevado y que los machacanes ensayaron, delante de él, haciendo saltar un perro y un cerdo por los aires; reiteró que Saskia era inalcanzable, pues usufructuaba del mismo círculo de protección del Crespo Carrascal y que sólo lograba verla, desde sus escondites, con potentes binoculares, muy de vez en cuando, recorriendo la región y actuando –pienso, yo, ahora– como una Manuelita Saenz o una Eva Perón, en la sombra –si se me permite el exabrupto–. El expediente de Saskia estaba lejos de quedar cerrado, pero estuvo a punto de pasar a un segundo plano, hasta que Roxana, con el ceño fruncido y una extraña solemnidad, le mostró a mi General Padrenuestro las fotos del celular de Belarmiño: diversas tomas de Saskia, apoyada en la baranda de un muelle, conversando con el asesino de Celina. Primera y última vez –porque no recuerdo otra– en que mi General Padrenuestro sintió la rabia de su propia ingenuidad, tenía la cuchilla en la mano y cerró el puño hasta cortarse, hasta ver salir la sangre; pasó la noche en su oficina, solo, sin Melissa, sin nadie, frente al ventanal, asimilando el horizonte de la ciudad al del cuerpo de Celina y sintiendo, con las andanadas del recuerdo, su fuerza de mujer nervio-cordillera-asfalto. Mi General Padrenuestro hizo venir a Quesada y a Blas de San Juan de Rioseco; antes de la reunión, citada para el mediodía, nos enteramos que Belarmiño no murió de las 516


heridas infligidas por Roxana, que los exámenes forenses revelaron una dosis letal de Bromitán que le ocasionó un paro cardíaco y que le fue suministrada, en el avión, por los supuestos paramédicos que de buena voluntad se ofrecieron a acompañarlos de la Florida, hasta nuestra capital; mi General Padrenuestro hizo subir su cadáver a la sala de juntas y lo colgó, frente a nosotros, desnudo y atravesado por los cosidos de la autopsia, de un gancho de esos que se usan en los congeladores de las carnicerías. Melissa se disculpó y salió corriendo después de suplicar con rabieta de niña consentida: “Aquiles, ¡no hagas una locura!” Mi General Padrenuestro sacó del cajón de su escritorio una pistola Macarov –regalo del terrorista Ilich Ramírez Sánchez por haberlo escondido, en el segundo piso de una casa en arriendo, en la misma cuadra de la embajada de Francia, en Bogotá– y vació el cargador en el cuerpo inerte que con la potencia de los disparos se balanceó durante un rato: un acto simbólico que sólo él entendió. Blas descolgó al hombre, muerto dos veces y de una brazada se lo echó a la espalda, lo devolvió a la morgue y dio instrucciones claras de que lo disolvieran en ácido hasta que quedara irreconocible. Mi General Padrenuestro declaró a Saskia objetivo militar número uno del Ejército de Cundinamarca, salió a buscar a Melissa y cuando volvió sembró sus ojos, en los de ella y exclamó: “¡lástima no haberme dado cuenta antes!” y concluyó que, de la misma manera como la familia Espinel-CarrascalMachacán-marines-Estados Unidos manipuló al Comandante Zamorano para ponerlo al mando de Barinas Apure, facilitado su ascenso al poder y coaccionado sus decisiones –antes de que él se sacudiera de su asfixiante yugo– estaban haciendo lo mismo con el Presidente Canallas para crear un nuevo país: la nueva República de Marquetalia, la cual –dicen las malas lenguas– ya aparecía en los mapas secretos de la CIA. Mi General Padrenuestro golpeando la mesa, con las venas del cuello a punto de estallar, gritó: “¡Vamos a extirpar ese tumor canceroso que nos está matando!” y aún, hoy, debatimos si se refirió a Saskia, a los Estados Unidos o a ambos. Teníamos dimensionado al enemigo y el escenario no podía ser peor; como los adversarios que sucumbieron frente a los estandartes de las águilas romanas o –cientos de años después– frente al águila imperial alemana, estábamos enfrentados, nosotros, al águila norteamericana: majestuosa, sí, pero con sus patas de mil garras se había convertido en la gran conquistadora-avasalladora-subyugadora de nuestra época. Los Estados Unidos logró polarizar a Cundinamarca, pero mi General Padrenuestro no les dio el gusto de tomarse el poder y se quedaron sin un enemigo personalizado con el cual justificar una guerra o una invasión soterrada; como lo hicieran, en nuestra región, con Salvador Allende, en Chile y eso, por no dar nombres 517


propios de sus intervenciones en otras partes como: Corea, Indonesia, Vietnam, Líbano, Libia (dos veces), Iraq (dos veces), Somalia, Bosnia Herzegovina, Sudán, Afganistán (dos veces), Yugoslavia y Filipinas, entre otros. Por mi parte, quedaba un cabo suelto y mi General Padrenuestro no demoraría en preguntarme por mis averiguaciones sobre Reina, en la Bombonera; Andulima debió creer que después de sus evasivas, condimentadas de sexo, se libró de mi insistencia por conocer el origen del odio, de su madre putativa, por mi General Padrenuestro y nada más lejano de la realidad: ella, tendría que ayudarme a resolver la incógnita. La discusión seguía vigente y en eso fui muy claro; la invité a comer, no pudo ocultar su molestia de que tocara el tema, desde antes de llegar al restaurante, pero entendió que yo tenía órdenes expresas que cumplir, así, como ella, las tenía, también, implícitas de colaborarme, no tanto porque entre los dos hubiera un lazo romántico sino para no echar por la borda los esfuerzos que, ella, había hecho por pertenecer al departamento de inteligencia de la Oseta, para lo cual sólo le faltaba el grado y un diploma con la firma de mi General Padrenuestro. Logró convencerme sobre su desconocimiento de los móviles de Reina, entonces debatimos, hasta la saciedad, las distintas estrategias para lograr conocerlos y escogimos la más idónea y que no involucraba a Cuin, cuya fidelidad con su mentoraamiga-patrona nos hubiera puesto en su contra –era lo más seguro–; Andulima se reuniría con Reina en el cuarto donde quedaba el espejo falso y la confrontaría, mientras yo grabaría la conversación para tener una prueba física definitiva; ella no entraba nunca a ese cuarto, salvo cuando le hacían la terapia antivárices, por eso Andulima –a escondidas– canceló dicha cita y cuando la masajista no apareció, le sugirió a Reina que, ella misma, podía frotarle las pantorrillas y los muslos con vaselina y azúcar, que era como le estaban tratando el problema, dos veces a la semana, previo a sus interminables baños con sales aromáticas. Mientras preparaba la cámara de video, me encontré rezando para que el asunto fuera un malentendido; si me iba a casar con Andulima –algún día– y hacer el esfuerzo de que lo nuestro funcionara, lo mínimo que necesitaba era que mi General Padrenuestro –figura paterna mía y de los cundinamarqueses– se malquistara con mi futura suegra. Me sentí mal cuando empecé a filmar; Reina celaba su intimidad debido a las inseguridades que le causaban las deformidades de su cuerpo, por eso aborrecí, tener que hacerlo pero fui lo más discreto que pude con los encuadres del lente. Después de unos masajes con los nudillos, Andulima consideró oportuno comentar: “Reina linda, no sabe cómo me alegro de que usted haya hecho las paces con el General Padrenuestro”. Reina no dijo nada; Andulima, entonces, para no frustrar nuestro plan, fingió reflexionar en voz alta: “¡Es tan querendón, mi General –no se le ocurrió otro adjetivo– es una especie de padrino para 518


nosotros y siempre me he preguntado, mi Reinita linda ¿usted por qué lo odiaba tanto?!” Antes de lo esperado y para su sorpresa logró una respuesta: “Andulimita, cariño, mirémoslo de esta forma” le hizo señas para que no interrumpiera el masaje y prosiguió: “Tuve la oportunidad de vengarme y la dejé pasar, a consciencia: compré una pistola e hice prácticas de tiro y en la alacena tengo, todavía, el arsénico, sin destapar, para ponerle a las almojábanas que se come con tanto deleite” se volteó boca abajo para que Andulima le masajeara la espalda, se bajó los calzones hasta la mitad de las nalgas; pensamos que iba a seguir hablando, a poner un punto final, pero no lo hizo; al cabo de unos minutos lloró, en silencio, con lagrimones que de haberse prolongado, hubieran podido inundar una ciudad; se volteó hacia un costado y sólo se escuchó un resoplido profundo, como salido del alma y fue cuando: ¡le vi el tatuaje! Acercándome, con el zoom de la cámara, ahí, donde termina la columna vertebral, le vi el mapa de Cundinamarca y lo entendí todo: recordé la limusina del Presidente Robusto Arcángel de la Peña, su cojinería de cuero rojo, el cuerpo desnudo más bello que he visto en la vida, la tarde infernal y los ininterrumpidos sonidos de las flotas volviendo a Bogotá. Interrumpí la filmación, ya no necesitaba de ningún testimonio. Reina se sentó en la camilla y con sus ojos en los de Andulima, preguntó: “¿O esperabas otra respuesta?” y quedó, en el aire, un punto de interrogación definitivo. Andulima no tuvo más que quedarse callada y pensar que la irrestricta evasiva de Reina, bien podía ser, por la razón que fuera, la antesala del perdón. “Un hombre sin cabeza está muerto y con dos cabezas está desahuciado” le dijo mi General Padrenuestro a Roxana, refiriéndose al estado crítico de nuestro país, antes de pedirle que organizara una rueda de prensa, para esa misma tarde, en la que anunció que al día siguiente, a las cinco de la mañana, entraría a la zona de despeje por la fuerza, recuperaría la soberanía en San Juan de Rioseco, traería sano y salvo al Presidente en ejercicio, Víctor Canallas Garrido y lo reinstalaría en la Quinta de Nariño. Quesada, Roxana, Reyes, Blas, Polanía y yo nos reunimos enseguida a compartir nuestra preocupación y era que sin tener una evaluación clara del despliegue militar de los Estados Unidos en la zona, mi General Padrenuestro, cegado por la furia y con el único objetivo de sacar a Saskia de su guarida, nos estaba llevando a una derrota segura; manoteamos y nos halamos las mechas; menos Blas, quien se mantuvo –como de costumbre– callado en una esquina, con esa cara de “aquí no pasa nada” que siempre tenía, pero con sus maquinaciones siempre atentas. Nuestra reunión resultó inútil, por dos razones: porque nadie sería capaz de señalarle a nuestro comandante su equivocación y porque todos lo apoyaríamos, al otro día, convencidos, 519


como lo habíamos estado siempre, de que mi General Padrenuestro era invencible y muy posiblemente: inmortal. Los medios de comunicación internacionales titularon en un mismo sentido: “Se agrava la crisis en Cundinamarca; el General Padrenuestro a punto de romper acuerdos de paz”; sólo la primera plana de uno de los periódicos locales tituló algo distinto: “General Padrenuestro busca su octavo sol”. Me pareció digno de enmarcar, porque ese titular es el símbolo de que nuestro periodismo –después de la muerte de Emilio Esparta– siempre ha estado a la altura de las circunstancias –no digo que no– pero en el bando equivocado, es decir: en el de la parcialidad, al servicio de los tejemanejes políticos y de las componendas económicas, aliados con las grandes potencias. Lo único cierto, de ese acontecimiento que se presagiaba histórico, era que mi General Padrenuestro, por apresurado, tenía la adversidad en su contra: el enemigo más peligroso, del hemisferio occidental, mal evaluado cualitativa y cuantitativamente; una toma de decisiones motivada por la sed de venganza; un cinturón de minas quiebrapatas alrededor del campo de batalla con niños, niñas, mujeres y familias enteras en la mitad de las hostilidades y el hecho –para no entrar en más detalles desafortunados– de que a Cundinamarca, la opinión global le estaba otorgando el mismo tratamiento de paria que, en su momento, le otorgó a países que no demoraron en hundirse en la desidia movediza de la diplomacia y el escarnio internacional. Con el preaviso televisado de nuestro intento de reunificación nacional, las vías de acceso a San Juan de Rioseco fueron clausuradas, las filas de carros y de gente que, antes del amanecer, intentaron alejarse de un campo de batalla anunciado, encontraron barricadas de hombres uniformados que se negaron, en español y en inglés, a dejarlos pasar. Sólo tenían vía libre los periodistas de los medios de comunicación, locales y extranjeros, a quienes situaron en puntos estratégicos con la clara intención de garantizar un cubrimiento noticioso efectivo, para que –por supuesto– hicieran lo propio y mostraran familias completas de padres, madres, abuelos, tíos, hijos, perros y gatos estancados en una situación de tragedia involuntaria. Los televidentes se compadecieron de la barbarie que estaban a punto de atestiguar; los reporteros se peleaban, de antemano, la primicia del primer disparo, de la primera explosión y del primer niño muerto y los comentaristas de siempre –los que narran generalidades para no comprometerse– distrajeron la atención de los verdaderos hechos: los de un país llevado a la demencia por los mismos intereses imperialistas, de conquista y manipulación, desde Babilonia hasta nuestros días. 520


El primer rayo de sol pegó en la frente de mi General Padrenuestro, al mando de la fuerza militar y de policía disponible en Cundinamarca entera. A cualquiera que hubiera querido cometer un delito, en otra parte distinta de nuestra geografía, no le habría faltado la oportunidad de hacerlo, pero nadie estaba en ánimos de aprovechar una situación tan desventajosa y lamentable; “se puede ser un asesino desnaturalizado, un estafador o un raponero, ninguno sale a quebrantar la ley con su madre enferma” decía mi General Padrenuestro, en ocasiones, lo que demuestra un asomo de fe en la bondad, supongo; por eso, verlo por televisión acercarse a la entrada principal del municipio de San Juan de Rioseco, al mando de tantos hombres y rodeado de tanto valor, con una ametralladora terciada a su espalda y dispuesto a matar a un Goliat –cancerbero y medusa al mismo tiempo– hubiera sido el final idóneo de su vida y de su biografía póstuma. Nuestros adversarios esperarían a que entrara armado y él sería el primer caído en una guerra de uno, treinta, quinientos o mil días ¡qué importaba! La historia es un ringlete y se trataba, otra vez y como muchas otras, de verdaderos monstruos de brazos inalcanzables y no de molinos de viento.

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Amén

“¿De verdad pensó eso, Lugarte, que yo iba directo al paredón? ¡Pero usted sí es mucho güevón!” exclamó mi General Padrenuestro, un par de meses después, en Las Hamacas. La mañana fatídica, en San Juan de Rioseco, con cámaras y armas de largo alcance apuntándole a la cabeza, él miró al cielo, apagó, después de una larguísima bocanada, su mentolado Paquistán, tomó su ametralladora, de la punta del cañón, con dos dedos –no se movieron ni los mosquitos– la puso lentamente en el piso y se quitó su uniforme militar hasta quedar en calzoncillos; mientras tanto le hacía señas a un niño para que se acercara, lo levantó en sus brazos y ordenó a los uniformados hacer lo mismo: a entrar acompañados, abrazados o de la mano con un civil, pues, no en vano, se trataba del futuro de todos. Ciertas cosas no cambian, las cámaras de televisión se distrajeron con las mujeres-soldados-curvilíneas cuyas tanguitas y brassieres lilas, anaranjados, amarillos, azules, rosados y verde limón colorearon el acontecimiento. Una vez las armas fueron dejadas de lado en su totalidad, las municiones tiradas hacia atrás –como se hace con la sal para rechazar la mala suerte– y las tanquetas y motocicletas de combate se alejaron hasta no verse más, una avalancha humana –como un plancton multicolor– de militares en ropa interior, abuelos, tíos, tías, padres, madres e hijos entraron corriendo por diversos flancos sin dejar un solo metro sin cubrir y al irrumpir en los inmensos sembrados de minas quiebrapatas –que los Espinel y los machacanes instalaron, proveídas por Blas y con la anuencia de los Estados Unidos, para ganar la batalla sin mover un solo dedo– el mundo entero lo que observó fue un espectáculo de dulces, colombinas y algodón de azúcar asaltar el espacio, al accionar los mecanismos que, del piso, de debajo de la tierra, disparaban –como piñatas invertidas– toda clase de cosas infantiles y pacíficas que volaron por los aires como pompas de jabón, con visos de luz como los del arco iris y al ritmo de la música de Led 523


Zeppelin; para terminar de joder a los gringos: “I wondered how tomorrow could ever follow today. The mountains and the canyons started to tremble and shake. as the children of the sun began to awake. Seems that the wrath of the Gods got a punch on the nose and it started to flow (…)” La escena más transmitida por las cadenas internacionales –como sacada de una secuencia del Correcaminos– fue la pataleta de un marine que, furioso por el engaño, fue pateando lo que encontró a su paso hasta que se topó con un dispositivo, encondido debajo de un tronco, que disparó una banderita en la que se leía: “Bang”. Quienes hubieran podido disparar no lo hicieron, debió ser porque cuando se puede tirar la piedra, pero no esconder la mano, la maldad se abstiene para no ponerse roja; de resto: los gringos, invisibles como vinieron, se devolvieron; los miembros del Comando Machacán que no se habían reinsertado a la civilidad, lo hicieron –por fin– “en nombre de la paz” dijeron; los narcotraficantes quedaron con las uñas negras de desenterrar caletas y echárselas al hombro; y Víctor Canallas golpeó al Crespo Carrascal en la cara, ese fue el único acto de violencia que aconteció ese día. A Saskia la encontró Quesada en uno de los puteaderos de San Juan de Rioseco –tratando de repetir el truco de pasar desapercibida– comiendo chicle y “patiabierta como la lengua de una serpiente venenosa” repetiría él, durante su larga vida; la sacaron con todo y catre y así la dejaron en los socavones de la Oseta, separada por una pared de su amante gringo: el penúltimo Crespo Carrascal que le prometió la residencia en Estados Unidos, como si fuera el paraíso. Cuando mi General Padrenuestro bajó a matarla, los guardias la sacaron de su celda y no le permitieron ni lavarse la cara; cuando vio a Edward Frontino, empezó a gritar: “¡Ese señor de allá es El Crespo Carrascal, lo juro! ¡Ese trigueñito con raíces claras en el pelo es El Crespo Carrascal!” vociferaba en un tono embrutecido, sin poderse controlar; la sentaron a la fuerza, esposada a una silla de metal y cuando sintió los pasos recios y la presencia de quien fuera su bestia, no pudo mirar de frente; para cuando lo hizo, ya tenía una bala alojada en el cerebro, entre la ínsula y el núcleo estriado, que es donde se origina el deseo sexual. Mi General Padrenuestro, se paró frente al cadáver y miró al infinito desde un cuarto, con poca luz, sin ventanas y techos de concreto; el cielo, sin embargo, le mostró una estrella enorme y pertinaz en su brillo, como Celina. A las ocho de la mañana del día siguiente, fue reinstaurado en la Quinta de Nariño el Presidente de la República Víctor Canallas Garrido, primer mandatario de nuestra 524


democracia que, mala o buena, es la nuestra, la propia, la que tiene tanto de río, como de cordillera, tanto de sabana, como de frailejón. Para otorgarle el octavo sol a mi General Padrenuestro, se invitó a una ceremonia sin precedentes: el salón Independencia de la Quinta de Nariño, que no se había vuelto a utilizar, desde las kermeses sabatinas organizadas por la hija del Presidente Zacarías Paipilla, abrió sus puertas a lo más granado del gobierno y la sociedad y a las cadenas de noticias locales. Las cámaras hicieron primeros planos de varios de los invitados principales, inclusive del embajador de los Estados Unidos, quien paladeaba su whisky con mesura y compartía pasabocas con sus pares diplomáticos. En primera fila, estábamos los que le importaban a mi General Padrenuestro: Martina, cuyo color de piel le recordaba a Celina, ruborizándose, aún, con la mirada de los jóvenes cadetes; Carmen, estrenando el poder de su escote y su minifalda; Eulalia –la más bella– soñando con estar en otra parte; Quesada y Roxana, con sus meñiques entrelazados; Reyes, molesto con Pili Vanilli porque salió muy desabrigada; Polanía, emparejado con una de las floppies; Reina, la más emocionada, luciendo un sombrero ornamentado y enaguas de crinolina, como una matrona victoriana; y a Andulima y a mí, nos tocó sentarnos a lado y lado de las mamás de Carmen y de Eulalia que ya no se separaban ni para ir al baño. Blas permaneció parado en una esquina, con las manos atrás y el cuerpo inclinado hacia delante “en posición de pingüino” como nos gustaba decir, porque era capaz de no moverse por horas, como si estuviera congelado. Melissa se abstuvo de ir a la ceremonia; se fue a vivir sola y empezó los trámites de su divorcio; no asistió, con el argumento de no quitarle protagonismo a las hijas de mi General Padrenuestro, excusa que funcionó varias veces, incluso para no casarse con él, pues a ellos los unía el desapego: la fórmula más duradera del amor. Pasamos la tarde, tomando chocolate con queso y almojábanas, en la Bombonera; rememorando viejos cuentos y empezando a fortalecer nuevos lazos. Cuando Reina se disculpó para irse a arreglar, sacamos a los clientes de los cuartos y los reservados, con el ardid de siempre: “¡La policía volteó la esquina!” gritamos, los ayudamos a salir, en ventolera y con las demás chicas corrimos muebles, prendimos luces, inflamos bombas y colgamos serpentinas; a las dos horas, Reina bajó las escaleras y se topó, de frente, con una mesa de centro y una champaña Viuda de Clicquot entre cubos de hielo. ¡Se veía radiante! –debió pensar que alguien, estaba celebrando algo– Llamó a Cuin, sin alzar la voz, pues no quería despeinarse y ahí fue cuando entramos todos al salón, por las puertas corredizas que daban al comedor y nos quedamos aplaudiendo, hasta que mi General Padrenuestro tomó la botella e hicimos silencio, de acuerdo a lo 525


planeado. “Señora Reina, permítame pedir, a nombre de Lugarte, la mano de Andulima en matrimonio” dijo con solemnidad y apenas descorchó la champaña, se llenaron las copas y gozamos, en familia, la estridencia de los abrazos y las felicitaciones. Después de dar el “sí” y agregar: “Se la entrego toda” Reina y mi General Padrenuestro –¡buen augurio!– compartieron la limosina y otra botella de champaña, camino a la Quinta de Nariño. Antes de subir al estrado, donde se pronunciarían los discursos de rigor, Víctor Canallas y mi General Padrenuestro coincidieron en un camerino; el primero ordenó a la maquilladora, encargada de quitarles el brillo de la cara, que los dejara solos y –con atropello en sus palabras– tomó a mi General Padrenuestro del brazo y se lanzó a decir: “Esos hijos de puta llegaron una noche y sin sentarse, ni dejarse invitar a un tinto, me pidieron que fuera Presidente de la República” después de una pausa incómoda, continuó: “¿Usted me entiende, mi General?” y sin esperar respuesta, pero lanzando una pregunta al universo, exclamó: “¡¿Usted cree que alguien puede sustraerse a una dignidad así?!” Con la mirada fija en las luces alrededor del espejo, mi General Padrenuestro le contestó: “Yo lo entiendo, Presidente, no se preocupe” y no tuvo más remedio que poner su mano sobre la del primer mandatario, quien aún no le soltaba el brazo. En vez de uno, le impusieron dos soles a mi General Padrenuestro: el octavo y el noveno “uno, mi General, que le otorgan las instituciones de nuestra democracia y otro que le otorga el pueblo” expresó, con tono alegórico, Víctor Canallas, al tiempo con otras frases de cajón. Yo le había escrito un discurso para agradecer sólo un sol y me intrigaba comprobar cómo se las arreglaría para corregir el entuerto; sin embargo, por más pendiente que estuve, mi mente no registró sino bla, bla, bla, blablá, blablá y bla. Los titulares del día siguiente, fueron predecibles: “Tomó uno y se llevó el otro gratis”, “tiene más soles que una constelación”, “al que no quiere caldo …” El fin de semana siguiente, en Las Hamacas, mi General Padrenuestro comentó: “Menos mal que la ceremonia no cayó el día de mi cumpleaños porque, fijo, son capaces de ponerme tres soles”. Mi General Padrenuestro dedicó sus días a espantar sin misericordia a los novios de sus hijas, que eran “unos imbéciles hasta que no demostraran lo contrario” decía él y a ninguno le dio la oportunidad de desmentirlo; le tocaba a Melissa interceder cuando alguno de ellos se convertía en pretendiente. Quesada y Roxana se casaron cuando 526


ella quedó embarazada de una niña a quien bautizaron Celina. Reyes y Pili Vanilli se fueron a vivir a Miami, él renunció a su carrera militar y se dedicó a vender equipos de alta tecnología militar. Polanía se fue como socio de Reyes. Blas siguió trayendo panela de San Juan de Rioseco y llevando mercancías a La Perla, negocio que convirtió en ferretería. Las veces que logró reunirnos a todos, a la familia de su corazón, en Las Hamacas, mi General Padrenuestro señalaba el cielo y decía: “Celina nos está mirando”. El Presidente Víctor Canallas logró acomodar la Constitución para hacerse reelegir y duró ocho años en el poder; una mañana se levantó nadando entre un hedor nauseabundo y sus subalternos le confesaron que el Río Bogotá llevaba un par de meses desbordado; llamó, con alarma, a la Oseta y vociferó: “¡Estamos de mierda hasta la coronilla, mi General, hay que hacer algo!” mi General Padrenuestro contestó “Presidente, ese ya no es mi problema”. Del otro lado de la línea salieron, por la bocina, palabras ininteligibles y al rato se escuchó decir: “Habría otro sol disponible para usted, mi General, si nos presta su ayuda” y prendiendo su mentolado, con dos bocanadas seguidas, contestó: “Presidente, eso ya sería demasiado” y colgó; Melissa lo esperaba, sentada en el inodoro del baño de mujeres, a donde mi General Padrenuestro entró, golpeándose el pecho y dando un grito como los de Tarzán en la selva. A mí, sólo me faltaban dos últimas tareas para honrar la memoria de mi General Padrenuestro: la primera fue llevar a Reina a la Casa Museo Emblemático de Bogotá, donde hacía un par de años exhibían la limusina negra y vino tinto que fuera del Presidente Robusto Arcángel de la Peña; se subió temblando la pobre, adolorida por el recuerdo, acarició el cuero rojo, pero se repuso de inmediato. “Siempre supe quién era usted, Lugarte, el enfermero imberbe de aquella tarde aciaga” confesó y me explicó que cuando el tiempo le sanó las heridas –las del alma– rogaba a dios para que yo no descubriera la verdad pero “¡ya no importa!” exclamó y reiteró: “La Reina que murió en esa carretera no habría sido una mujer feliz” y sonó con la seguridad de quien ha descubierto la justa dimensión de su propia vida. Reina no logró contener un llanto enorme, que calificó como “liberador” y que duró tantos días como años duró planeando su venganza, cuando le expliqué que la limusina tenía un botón escondido debajo del tapete –imposible de ver– que el dictador utilizaba para deshacerse de sus enemigos, mecanismo que mi General Padrenuestro desconocía. La segunda tarea fue leerle esta biografía a Blas, en voz alta, quien aseguró haberse 527


emocionado mucho, aunque ni sus palabras, ni sus gestos, en algún momento lo revelaran. A duras penas emitía unos ruidos como de burro bien alimentado cuando yo leía su nombre y mencionaba sus proezas. Lo último que dijo, antes de irse, pellizcarme la tetilla, cerrar la puerta y por la fuerza de la costumbre, echarle llave por fuera, fue: “Por si acaso no se ha dado cuenta, Lugarte, esta también es nuestra biografía”.

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