El horizonte vertical
Fabio Lozano Uribe
Verde magenta Eres como una isla solitaria. Con tu marea de silencio te cubres toda, a veces. Las otras veces cuentas de tu liación con las estrellas y, aunque te calles de repente, las marcas de cascos, fogatas y tiendas de campaña, que se esconden en tu piel... hablan. En tus orillas han atracado paramilitares. Se te han metido, cuesta arriba, abriendo trochas de malicias. Hasta tus muslos han llegado y presumido sus machetes. Hasta la cueva de Alí Baba han entrado sin mayores articios, sin abras cadabras, sin pedir permiso. Te quiero cuando estás conmigo. Cuando no estás –que es el tiempo tuyo en que no me necesitas– otros navegantes llegan y construyen muelles y juegan a ser Robinson Crusoes y sacuden tus cocoteros y desgastan tus lianas y buscan tu tesoro. Se llevan, nalmente, lo que brilla, lo que puede ser fundido o vendido en Sanandresito o en el mercado de las pulgas. Te roban pero no te descifran. Pasan de largo y cuando me ven, solo, en mi barquita atormentada, no prestan interés a mis respuestas. Igual, cómo explicarles que tu tesoro no es robable, ni fundible, ni saqueable. es la sonrisa de tus ojos; la que a veces es verde y es magenta, la que a veces también calla. La que, aunque no quieras, me invita a presentir tu aliento de trompeta.
Antes de tiempo No te devuelvas si acabas de dejar a un hombre solo. El comerciante recurrente o el que dice ser dueño del bar, cualquiera. No importa que sean las llaves o la tarjeta de crédito, incluso, si se te rompe el tacón tomando el taxi, no te devuelvas. Él, ese espacio que dejaste, que quedó vivo, que ocupaste, lo habrá tomado ya, lo habrá reciclado y lo habrá colgado en las cuerdas de la ropa hasta su próxima vez contigo, o con otra más correcta. No mires hacia atrás tampoco. Así la noche entera te tumbe, el gemido te retumbe y la retina te siga masturbando, no devuelvas la mirada, él no te estará despidiendo en la ventana. Entre el adiós y el de nuevo, él se entregará a lo que tú no eres, a lo que tú no tocas, a lo que tú no has alterado, a lo que no te nombra. Por eso, no te extrañes de que no te hayan prometido una salida de domingo. Los prelados siguen debatiendo sobre agregar nuevos pecados a las tablas, entre otros, la desmemoria: el olvido que se cuela entre el verte y el no verte. Él podría meter lo que se han dicho y compartido en una licuadora; tú, en cambio, no usarías, dos días seguidos, el mismo calzón o la misma rutina de los besos. El siguiente encuentro, cuando vuelvas, sacudida de su piel, con la columna vertebral derecha, tampoco llegues antes de tiempo; igual, así te haga esperar, él no abrirá la puerta hasta que no termine el noticiero.
Calladas respuestas Está lo otro. Latente. Entre la quimera de enfrentar la muchedumbre y la utopía de morir algún día, permanecemos alterablemente juntos, revueltos en una misma urna aun vacía. Está la estrategia. Pararnos, frente a frente, en un lote baldío y armarnos de valor. Quitarle a mis mujeres los cascos, los escudos, los estiletos guardados en las ligas y cortarles las uñas. A tus hombres, bajarlos de la cumbre, encerrarlos en retretes con espejos y matarles sus respectivas madres. Está la formalidad. Sábados de agite, de salsa, de poros sin memoria. Domingos de gafas oscuras, de cañería en la voz y en el aliento, de llamadas de auxilio y de calladas respuestas. Domingos de descalabro, con las imposiciones de los lunes, que son sietemesinos. Está la desfachatez ¡claro! con que los martes retomas tus nes de semana y está, tú lo debes haber pensado también… lo otro.
Tú, el mirador Con una oferta de milagros tan restringida pedir está vedado y no por causa de la fe sino de la ley de probabilidades. La prueba es que los matemáticos no van a misa. Los bacteriólogos tampoco, pero ese es otro problema. Reexión válida, ésta, si tu vecina sale al jardín y al tender las sábanas ¡oh sorpresa! se saca una colombina que venía sosteniendo entre las piernas. Deja que un hilo de agua, color uva, la recorra del muslo a las axilas y que llegue hasta sus dedos. Los chupa pero el cauce azucarado va quedando al sol, va formando un río de sudor eléctrico: porosidades que te inundan y alcanzan tu ventana. Remas con torpeza, huyes de la hecatombe y encallas en una de las arideces de tu piel. Te sientes como náufrago entre la gente y algunas muchachas apoyadas en sus muros, por un par de monedas, te declaran zona franca. Cada noche repasas el inventario de lo que rotulaste como: pasajero. Un día lo olvidas todo o lo confundes con un sueño. Te encuentras con la vecina en el centro comercial y la saludas; como algo novedoso, notas la erosión que ha ido dejando el paso del agua dulce en la comisura de sus labios. Desprevenido, entonces, te asalta una que otra instantánea de las tardes pegado a la ventana, pero ya no es lo mismo.
De par en par Pasas por ser resbaladiza ¡pero no! todo lo contrario, los hombres se aferran a tus muelles y olisquean tu salmuera antes de dejar la de ellos. En n, apagaste las luces y para no perderme me diste un linterna. Me sentí como un cíclope y parado en el mástil, desde el que Ulises perdió la voluntad, no fue difícil encontrar tus altiplanos y un horizonte de 360 grados como el que vieron Gagarin y el Principito. El planeta tú –mil veces descubierto en la carta astral del universo– mostrándome, de cerca, que tu fuente no es, para nada, un espejismo; pero ¡déjame decirte! que tampoco es un oasis, los ríos que nacen en tu centro tardan menos en secarse que en llegar a la desembocadura. Como todos, te oriné con todas mis salivas y acampé, antes de acostarme entre dos lunas. Al amanecer me diste de beber ¿cómo no? te has pasado la vida amamantando civilizaciones y, a falta de uno, has tenido dos diluvios, el universal y el de los hombres. Deja de preguntar en voz alta ¿por qué no vuelven las embarcaciones? Todos saben la respuesta. Tu Atlántida no es tal: abierta de par en par, aparece en todas las cartografías y ha sido saqueada por libusteros que todo lo vomitan en los puertos.
Tufo de salón Nació entre estaciones de tren. Creció con el nombre puesto por quien la encontrara, al lado de una carrilera, y por ese apego original es que a todos los clientes que gemían con ronquera de túnel les decía: ¡Papito! Desde muy jovencita, volaba en un catre. “Los tapetes voladores, no se consiguen en esta parte del mundo”, le decían, esos hombres que le dejaban tiradas migajas de paternidad. Tenían, además, un tufo de pedestal que ella decantaba hasta convertirlo en afecto. Con la naturalidad de aquellas que se sienten desportilladas, cada que decía “me trajeron virgencita hace unos días”, ella se bajaba los calzones blancos, por debajo de la faldita cuadriculada y ofrecía sus tiestos para que cocieran en ella la carne y se la comieran casi cruda. Sus compañeras de salón la trataban como la hija que nunca tuvieron, por la misma razón que ella las trataba como la madre que hubiera querido no parirla. Su invención era haber nacido de una tormenta nocturna y su unión con un relámpago de chispas azules, de ahí que fuera capaz de abrir acantilados y encausar el agua de los ríos. Accedía a todas las paciencias que le fueran pedidas, menos a la de maquillarse porque, todas las mañanas, ella imaginaba un pintalabios retocando el otro lado de su vientre. En n... se maquillaba en sueños pensado, tal vez, que nunca llegarían a penetrar su alma.
Morir sin mar La muerte es la prueba última de que uno estuvo vivo. Sin ésta, no tendríamos un paliativo para la miseria. De ahí que, esta mañana, una mujer del barrio Bochica quisiera morirse. Una mejora en su vida no le caía nada mal y ¿qué más da? para seguir siendo una putica de cuatro pesos, pues, bienvenido un varillazo en la sien o la clásica puñalada rastrera para robarte el celular. En eso pensaba cuando un espejo enorme, de buseta, la mandó a una alcantarilla. Cuando despertó no podía creer que ese hueco con luna llena fuera un ataúd. Entonces, pensó: debió ser un cajón alquilado, por la noche me lo quitaron y quedé con este espacio, a mis anchas. “¡Me morí!” –cayó en la cuenta– y “sin conocer el mar” agregó para si misma. Si al menos el James hubiera tenido los ojos azules, para mirarlo con profundidad, digo: para verle su horizonte vertical parada en sus pestañas de rastrillo. Además, me hubiera gustado amortiguar con algo esa marea de tifón con la que me arrinconaba, contra el costado de la nevera. Se descongelaba, la malparida, con toda esa calentura que me provocaba su oleaje, el de él, que rompía de lleno contra el rojo de mis arrecifes.
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