ibiza de mesa en mesa y algo mas...

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ibiza de mesa en mesa y algo más…

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mesas para comer mesas para cenar historias para leer

Anna R. Alós

factoríadepublicaciones

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Primera edición: junio 2007 © Factoriagroup Travessera de Gràcia 52, 2, 1 08021 Barcelona Tel: 93 241 11 10 www.factoriagroup.com Concepto editorial: Anna R. Alós / Factoriagroup Fotografía cubierta: Shutterstock Diseño: Sebastiaan Van Kempen Maquetación: Marisol G. Nohra Impresión y encuadrenación: Graficas Cuscó Printed in Spain / Impreso en España ISBN: 978-84-611-7871-1 Depósito legal: B-27219 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la repografía o el tratamiento informático.

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Dedicatorias A cada uno de los que, en un acto de fe, decidan seguir mis pasos entre fogones isleños. Si tengo la fortuna de introducirme en las vidas de cada uno de ustedes y de compartir experiencias con este anecdotario, les diría que hicieran lo mejor que se puede hacer con un libro, sea cual sea el contenido: usarlo. Les bastará con agenciarse un lápiz, un bolígrafo, algo con que escribir, y anotar sus impresiones y opiniones en cualquier margen o espacio en blanco. Conviertan, pues, esta guía en una obra personal, muy suya. Intervénganla con sus comentarios a favor o en contra, porque en el momento en que sus manos la hojeen ya es sólo suya.

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Introducción He testado todos los restaurantes que aparecen en este recorrido gastronómico y ninguno de ellos se ha impreso con intención crematística. De forma aún más directa les diré que ninguno ha abonado cantidad alguna por aparecer y el criterio que he seguido al escribir acerca de ellos es estrictamente personal y empírico. Un empirismo avalado por más de 30 años de aventuras y desventuras por esta isla llamada Ibiza. He intentado obviar las valoraciones culinarias personales, aunque soy consciente de que en algún caso me han vencido la pasión y la memoria. Con la misma pasión les diré que en la contraportada verán la imagen del único patrocinador de este libro para leer y usar, la familia Basi, concesionaria de Lacoste en España. Al fin y al cabo, un patrocinador sin restaurante es quien hace posible que una guía gastronómica pueda ser objetiva y ésta lo es. Hace ya tiempo aprendí que el valor es un concepto y el coste es otro. Quiero decirles que a veces he pagado por unos huevos estrellados lo mismo que por unas gambas supuestamente frescas, y mientras los primeros me han resultado baratos, las segundas han sido carísimas. Por eso he obviado en este libro muchos restaurantes de la isla. Porque la responsabilidad de que muchos lugares se mantengan abiertos con términos como “supuestamente” es tanto mía como suya, de ustedes. Al término de mis experiencias gastronómicas encontrarán 22 relatos. De alguna manera todos están relacionados con los fogones y basados en historias reales. Se me ocurrió que la literatura – con perdón – y la mesa están estrechamente ligadas. ¿O no son poéticas una buena receta, una buena compañía y una danza de luces y sombras? La prosa juega también un importante papel y es siempre al final, a la hora de leer la cuenta.

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Unas pocas consideraciones Antes de adentrarse en esta suerte de recorrido gastronómico, tengan claro que van a deambular por una isla, algo que por sí mismo encierra ciertos condicionantes. Una isla que, además, dispone de una colosal demanda en los meses de verano, principalmente en agosto, y más que escasa en invierno. Por eso les recomiendo que, aún compartiendo con ustedes mis experiencias de forma abierta, sigan unas sencillas pautas, por lo que pueda ser. Si hay algo contra lo que dejé de pelear hace años es la inestabilidad y la vulnerabilidad de cualquier negocio que se monta en Ibiza, a no ser que se relacione con la noche y la fiesta. Donde un año ceno como los dioses, al siguiente hay una tienda de mobiliario balinés. Y a la inversa. Es posible que a alguno de ustedes le sorprenda la ausencia de algún restaurante hiper fashion y popular por el charme y el ambiente. Muchos siguen ahí, y si no, aparecen es porque no me merecen ningún interés, más allá de una pasarela de moda que ya me siento a ver en otros lugares del mundo y con firma de diseñador de los de verdad, o no, pero consciente de que veré eso: mucha parafernalia y poca realidad. No obstante, no los descarten. Los encontrarán en otras guías. Vístanse con sus mejores atuendos, y disfruten comiendo fatal, con servicio mediocre y cuentas de escándalo, pero rodeados de glamour. ¡Un día es un día!, aunque sea para contarlo al volver a casa. Porque quizás vean en la mesa contigua a la suya a Sting, a Madonna, al rey de España o a un grupo de emires. De todos modos, a la hora de comer siempre me precede la máxima TLM, que significa “Tonterías Las Menos”. En esta isla cabe todo el mundo y a nadie le importan ni el famoseo ni los títulos ajenos. Aquí, el anonimato es un lujo.

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Anécdotas al descubierto Hay ágapes privados que no tienen desperdicio. Son irrepetibles, cierto, pero inmortalizarlos me parece un acto de honor a la memoria. Las calçotades en Ca N’Escandell, por ejemplo, son épicas. Sobre todo si llueve a cántaros y las cebolletas de Valls y la carne se cuecen a la brasa y al aire libre. Pero, claro, la lluvia a un payés ibicenco no le para, y si es Toni Escandell mucho menos. La calçotada se produce igual. La anécdota en sí no está tanto en el recetario como en los comensales. Un grupo verdaderamente heterogéneo. Por un lado, Jose, de Madrid y director del diario ibicenco Última Hora; hombre pragmático, cáustico, con un montón de conclusiones sobre lo ya vivido. Por otro, dos diseñadoras gráficas, Laura, catalana, y Diana, madrileña. Dos chicas creativas, divertidas y buenas conversadoras, cuya opinión se volcó en todos los temas. Verónica, parisina adoptada por la isla desde tiempo inmemorial, que habla por los codos o calla sin otorgar y aquel día ejerció de experta oradora acerca de las relaciones de pareja. A Christian, medio alemán y medio mallorquín, que trabaja en una compañía aérea y se pasa el tiempo volando, había que ir recordándole que accionara el turbo y tocara tierra cuando contaba que en la isla de Pascu las piedras vibran. A Dani, ibicenco y profesor de instituto, le dio el punto trascendente y se negaba a reivindicar lo que es de recibo poseer sin pedir; por ejemplo, guarderías para niños en las empresas. Toni Escandell le decía a Christian que en la isla de Pascua las piedras vibran porque probablemente hay un motor que las pone en marcha, y Pepi, esposa de Toni, acabó con un no os aguanto y me voy a dormir la siesta. Añadan a todo esto las oportunas botellas de tinto e imaginen la sobremesa. Cinco horas, el récord del año en lluvia en las Pitiusas y un análisis completito de temas de actualidad. Así son mis comidas ibicencas de invierno, y en ellas es donde aprendo todo lo que sé de esta isla.

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Pautas indispensables - Reserven en verano. - Comprueben si mantienen los horarios y el día de cierre porque en esta isla las decisiones suelen tomarse sobre la marcha, excepto en los locales muy asentados. - No se enfaden por algunos servicios, pues la mayoría de personal va a la isla a “hacer la temporada”. Tengan paciencia y vayan a los lugares sabiendo que en la mayoría carecen de personal cualificado. Si en las fichas leen “servicio muy bueno” y en agosto les parece precario, sepan disculparme. - No den por hecho que en una isla se come buen pescado y asegúrense de que sea fresco. En los lugares que recomiendo lo es. - En verano el ambiente de cena empieza a partir de las 22,30. O sea, horario español elevado al máximo exponente. - En agosto es mejor que se arreglen y cuiden su estilismo, pues tanto señores como señoras competirán con espectaculares cuerpos y atuendos. - Sol: les he indicado horas de sol sólo en los restaurantes y chiringuitos propios de playa. Es horario, insisto, indicativo, pero en base a ello podrán elegir las mejores playas para las mañanas o para las tardes. - Minusvalías: pocos locales están adaptados para personas con dificultad de movilidad. También en pocos locales, por no decir ninguno, les pondrán inconvenientes añadidos al tema. Colaborarán gustosamente y les facilitarán cualquier tipo de necesidad que sean capaces logísticamente de resolver. - Tabaco: se puede fumar en casi todos los restaurantes. 06/07

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Términos Autóctonos Amanida pagesa: escarola, patata, tomate, pan payés frito o asado, pimiento asado y peix sec (pescado seco). Arròs de matançes: arroz caldoso cocinado con partes del cerdo que resultan de la matanza. Hay quien le añade pebrassos ibicencos (níscalos). Borrida de ratjada: guiso de raya y patatas con un toque de absenta y picada de almendras. Bullit de peix: guiso elaborado con pescados autóctonos (ratjada, cap roig o cabracho, rata, araña…), patatas cortadas a la panadera y judías verdes. En ocasiones se sirve con allioli. Frit pagès: mezcla de ingredientes propio de cada zona, salteados con aceite en una sartén. Ratjada: raya. Raó: pequeño pescado plano y rosáceo, con aspecto de pez tropical, cuya veda de pesca se inicia a finales de Agosto y se mantiene sólo hasta mediados de Septiembre. Rotja: pescado de roca, pariente cercano del cabracho y la escórpora. Tiene miles de espinas. Flaó: tarta de queso típica de la Semana Santa pero que ya encontrarán todo el año. Se elabora con diversas especias como hierbabuena, anís, perejil y matalauva. Greixonera: pastel cocido al horno con trozos secos de ensaimada.

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Clasificaciones Verán dos grupos diferenciados: COMER (página 23) y CENAR (página 47). Los he clasificado de este modo teniendo en cuenta todos los meses del año en algunos casos, y en otros, los meses en que el restaurante o chiringuito permanece abierto. No obstante, encontrarán ustedes mismos la temperatura y la situación. En un tercer grupo leerán PARA PICAR (página 71). En alguno de estos lugares también encontrarán carta, aunque si se los recomiendo es para algo muy concreto.

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Cómo usar esta guía: No he aplicado estrellas o tenedores a los lugares para que tengan la libertad de aplicarlas ustedes mismos, a su criterio y de acuerdo a sus preferencias. Es decir, ésta es una guía libre, como la vida en las islas. Todos los lugares están ordenados por orden alfabético. También se indican por subgrupos que pueden facilitarles la búsqueda: Índice por ambiente geográfico: En el interior, Junto al mar, Paradas en ruta, Urbanos

p.13

Índice por municipios

p.14

Índice por tipo de cocina: p.16 Cocina Autóctona, Cocina Italiana, Cocina Mediterránea de fusión, Cocina Francesa, Cocina Vasca, Cocina de Producto, Cocina Asiática

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Índice por horario: Comer, Cenar y Picar

p.17

Índice por precios: Hasta 20 euros Más de 20 euros

p.18

Mapa de Ibiza:

p.19


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Por ambiente geográfico

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Junto al mar Il Giardinotto La Raspa Sidney El Flotante El Bigotes Cala des Moltons Tete Can Gat S’Illot Ses Boques Es Torrent Yemanjá Es Xarcu Sa Caleta PK-2 Cap des Falcó La Escollera Bora-Bora Entre Dos Aguas

55 60 40 72 28 75 43 25 37 39 33 42 34 38 36 51 35 22 30

Urbanos Ca n’Alfredo Pastís Ke Kafé Plaza del Sol S’Oficina La Brasa Victoria Cardamon

23 62 56 63 64 57 41 52

En el interior Can Berri Vell Can Solaietas Es Camp Vell Can Civet Casi Todo La Plaza Sa Cornucopia Cana Pepeta Ciccale Ama-lur Can Pau Es Galliner La Paloma Sa Capella Cas Cosmi Can Jord Can Curreu

47 76 31 29 53 59 66 26 54 46 50 32 58 65 70 49 48

Paradas en ruta Can Curuné El Tiburón

71 70


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Índice por municipios

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Eivissa Ca n´Alfredo Pastis Ke-Kafé Il Giardinetto (Marina Botafoc) La Raspa (Marina Botafoc) Sidney (Marina Botafoc) El Flotante (Talamanca) Plaza del Sol (Dalt Vila) S´Oficina (Figueretes) La Brasa Victoria Can Civet Sa Punta El Zaguán

23 62 56 55 60 40 72 63 64 57 41 29 67 74

SantAgustí Can Berri Vell

47

Sant Miquel Cala des Moltons Can Solaietas Tete

75 76 43

Sant Mateu Es Camp Vell Can Cires

31 24

Santa Gertrudis Ama lur Can Pau Casi Todo La Plaza Sa Cornucopia Can Costa

46 50 53 59 66 70

Sant Antoni El tiburón

70

Sant Joan Cana Pepeta Ciccale

26 54


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Can Curuné Can Gat (Cala Sant Vicenç) S´Illot (Platja de S´Illot) Cas Mallorquí (Portinatx) Ses Arcades

71 25 37 27 71

Sant Josep Es Galliner Ses Boques (Es Cubells) Es Torrent Yemanjá (Cala Jondal) Es Xarcu (Cala Jondal) Sa Caleta (Sa Caleta)

32 39 33 42 34 38

Sant Llorenç La Paloma

58

Sant Antoni El Tiburón Sa Capella

70 65

Jesús PK-2

36

Sant Jordi Cap des Falcó La Escollera

51 35

Santa Agnés Cas Cosmi Can Jordi

70 49

Santa Eulària Bora Bora Entre Dos Aguas Cardamon La tavernetta Rincón del Marino

22 30 52 61 73

Sant Carles Can Curreu El Bigotes Anita’s Las Dalias

48 28 70 70


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Por tipo de cocina Cocina Autóctona Cana Pepeta (26). El Bigote (28). Es Camp Vell (31). Es Galliner (32). S’Illot (37). Ses Boques (39). Victoria(41). Can Jordi( 49). Anita’s (70). Las Dalias (70). Cas Cosmi (70) Ses Arcades (71) Cocina Italiana Cicale (54). Il Giardinetto (55). La Tavernetta (61). Cocina Mediterránea de Fusión Can Cires (24). Civet (29) . Sidney (40). Can Curreu (48). Can Berri Vell (47). Can Pau (50). Cap des Falcó (51). La Plaza(59). La Plaza del Sol (63). Sa Capella (65). Sa Punta (67). Cocina Francesa Casi Todo (53). Pastís (62). Sa Cornucopia (66). Cocina Vasca Ama lur (46). S’Oficina (64). El Zaguán (74). Cocina de Producto Can Solaietas (76). La Brasa (57). El Flotante (72). Rincón del Marino (73). Cala des Moltons (75). PK2 (36). Sa Caleta (38). Yemanjá (42). Tete (43). La Raspa (60). Bora-Bora (22). Ca n’Alfredo (23). Can Gat (25). Cas Mallorquí (27). Entre 2 Aguas (30). Es Torrent (33). Es Xarcu (34). La Escollera (35). El tiburón (70). Can Costa (70). Can Curuné (71) Cocina Asiática Cardamon (52). Ke Kafé (56). La Paloma (58).

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Por horario Para Comer Bora bora (22). Ca N’Alfredo (23). Can Cires (24). Can Gat (25). Cana Pepeta (26). Cas Mallorquí (27). El Bigotes (28). Civet (29). Entre dos Aguas (30). Es camp Vell (31).Es Galliner (32). Es Torrent (33). Es Xarcu (34). La Escollera (35). PK-2 (36). S’Illot (37). Sa Caleta (38). Ses Boques (39). Sidney (40). Victoria (41). Yemanjá (42). Tete (43). Para Cenar Ama lu (46). Can Berri Vell (47). Can Curreu (48). Can Jordi (49). Can Pau (50). Cap des Falcó (51). Cardamón ( 52). Casi Todo ( 53). Cicale (54). Il Giardimetto (55). Ke Kafé! (56). La Brasa (57). La Paloma (58). LA Plaza (59). La Raspa (60). La tavernetta (61). Pastis (62). Plaza del Sol (63). S’Oficina (64). Sa Capella (65). Sa Cornucopia (66). Sa Punta (67) Para Picar El Tiburón (70). Anita’s (70). Las Dalias ( 70). Cas Cosmi (70) Can Costa (70). Ses Arcades (71). Can Curuné (71). El Flotante ( 72). Rincón del Marino (73). El Zaguán (74). Cala dels Moltons (75). Can Solaietas (76).

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Por precio Menos 20 euros Civet (29). Sidney (40). Victoria (41). Tete (43). Cicale (54). Ke Kafé! (56). El Tiburón (70). Anita’s (70). Las Dalias ( 70). Cas Cosmi (70) Can Costa (70). Ses Arcades (71). Can Curuné (71). El Flotante ( 72). Rincón del Marino (73). El Zaguán (74). Cala dels Moltons (75). Can Solaietas (76). Más 20 euros Bora bora (22). Ca N’Alfredo (23) Can Cires (24). Can Gat (25). Cana Pepeta (26). Cas Mallorquí (27). El Bigotes (28). Entre dos Aguas (30). Es camp Vell (31).Es Galliner (32). Es Torrent (33). Es Xarcu (34). La Escollera (35). PK-2 (36). S’Illot (37). Sa Caleta (38). Ses Boques (39). Yemanjá (42). Ama lu (46). Can Berri Vell (47). Can Curreu (48). Can Jordi (49). Can Pau (50). Cap des Falcó (51). Cardamón ( 52). Casi Todo ( 53). La Brasa (57). La Paloma (58). LA Plaza (59). La Raspa (60). La tavernetta (61). Pastis (62). Plaza del Sol (63). S’Oficina (64). Sa Capella (65). Sa Cornucopia (66). Sa Punta (67).

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Mapa de Ibiza

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2 Portinatx

St. Mateu Sta. Agnés

St. Joan St. Llorenç

S. Miquel

St. Carles de Peralta Es Canar

Sta. Gertrudis

S. Antoni

Sta. Eulària des Riu

St. Rafel St. Agustí St. Josep

Jesús Ibiza

ibiza aeropuerto

Cap des Falcó

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formentera

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Restaurante Bora Bora mar, pescado y amigos Santa Eulària. Es Canar. Platja de Es Niu Blau (Apartamentos Albatros) Tel. 971 339 772 Abierto: de Semana Santa a Octubre Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día en verano Precio: a partir de 30 euros COCINA: MEDITERRÁNEA DE PRODUCTO. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: restaurante de playa con una bonita terraza; suelos de madera, mobiliario de madera, acero y rejilla, toldos de lona y paramentos protectores laterales para los días de lluvia y viento. Un detalle: entre las mesas hay árboles que parecen formar parte de la decoración. El resto de estilismo corre a cargo del mar, a tan sólo 100 metros. AMBIENTE: de playa, familiar y de aficionados a la buena vida. Es uno de esos lugares en los que una vez conozcan, desearán ir cada día. HAY QUE SABER: el alma del lugar es Toni Guasch, buen amigo desde hace años y un gran anfitrión. Le conocí en Can Curreu, el hotel de Vicenç Marí en Sant Carles, su amigo de infancia y cómplice en la adolescencia. Es un lugar delicioso las noches de luna llena y Toni, que guarda en su interior el espíritu de la lechuza, mantiene abierto hasta muy entrada la madrugada, con buena música y copas. No se pierdan, pues, ni el restaurante ni la playa porque, además, el aparcamiento es grande y cómodo. Es una cala fácil para fondear. Hace muchos años que conozco este lugar y su cambio ha sido progresivo y espectacular. Siempre han ofrecido producto de calidad, y hoy ya resulta un referente de verano a tener en cuenta. NO PERDERSE: el Guacamole con nachos de aperitivo, y el Pescado que les aconsejen y vean en la vitrina. Una idea: Rotja al horno con patatas. También pueden encargar arroces y calderetas, ya sea para comer in situ o para llevarse a casa.

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Restaurante Ca N’Alfredo paredes para mirar Ibiza. Vara de Rey, 16 Tel. 971 311 274 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: Vacaciones del 1 al 15 de Noviembre y del 1 al 15 de Mayo. Precio: a partir de 40 euros COCINA: ARROCES, PESCADOS Y MARISCOS. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: local modernista eminentemente urbano, con cristales grabados al ácido, mobiliario de madera y mesas vestidas con sobriedad y pulcritud. AMBIENTE: formal pero distendido. A menudo acuden las fuerzas vivas de la política ibicenca. En esta ocasión, desaconsejado el pareo y las alpargatas. HAY QUE SABER: Podrán pasar horas observando en las paredes las fotografías de famosos que han pasado por allí. Lo montó una familia judío-alemana que aterrizó en Ibiza huyendo de las huestes hitlerianas, y el nombre de Alfredo proviene del más pequeño del clan. La familia ibicenca Riera lo adquirió en 1942 y actualmente se encuentran al frente Joan en la sala y su esposa Catalina en los fogones. La suya es carta casera, de “chup-chup”, elaborada con el amor que requiere la buena gastronomía. Está en la arteria más popular de la ciudad, en Vara de Rey, por lo que una excelente distracción es sentarse en la terraza a tomar un aperitivo. Entre sus clientes más fieles estuvieron Xavier Cugat y Roman Polansky. Un día Joan me comentó que era capaz de cocinar 400 recetas de arroz. Lo publiqué y creo que siempre se arrepintió del comentario. Son 40. NO PERDERSE: Prueben el Bullit, la Fideuá o el Arroz caldoso. De segundo, si todavía aguantan, una buena Parrillada de pescado o Cigalas abiertas a la parrilla con sal gorda. De postre pueden probar cualquiera de los autóctonos: flaó, greixonera, orelletas o magdalena. La carta de vinos, correcta.

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Restaurante Can Cires carta, jardín y cotorras Sant Mateu Tel. 971 805 551 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: martes Precio: a partir de 25 euros COCINA: MEDITERRÁNEA CON FUSIÓN ALSACIANA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: Casa de pueblo adaptada a restaurante. Encontrarán la zona de bar, con bastante ambiente los domingos de invierno. Los comedores se reparten de acuerdo a la división de las casas payesas antiguas, de forma celular. Disponen de dos zonas que resultan muy íntimas para celebrar reuniones para 6-8 personas, incluso hasta 10. Las paredes son blancas, y en ellas se exhiben pinturas de autores de la isla. En uno de los laterales de la casa hay una bonita terraza con muebles de mimbre, flores, dos cotorras y vistas al relajante campo de Els Amunts. AMBIENTE: ibicencos y residentes en la isla. HAY QUE SABER: los propietarios son Victoria Marí, ibicenca, y Francisc Weidermann, alsaciano, y de ello surge una curiosa carta de fusión alsaciano-ibicenca. Se conocieron en la ciudad alemana de Baden-Baden y después de unos años, él se trasladó a la isla. Victoria llevaba años en el negocio de la restauración, en Platja d’en Bossa. Hace un año cambió la concurrida arena por la tierra arcillosa de Els Amunts y con su pareja en la cocina, compartiendo fogones con un cocinero peninsular, ha puesto su ilusión en esta nueva empresa. En sala está Toni Escandell, un obseso del Camino de Santiago, del que lleva ya recorridos cientos de kilómetros, y siempre que encuentra un hueco “se escapa” a seguir los pasos del apóstol. NO PERDERSE: la Ensalada con crostras, los Caracoles, la Paletilla y el Codillo al horno con patatas y la Coca Alsaciana, una deliciosa masa crujiente con nata francesa y jamón york. Con la misma base elaboran una especial Tarta de Manzana. Por encargo cocinan Choucroutte, Baeckeoffe y recetario ibicenco.

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Restaurante Can Gat casa de campo en el mar Sant Joan. Cala Sant Vicenç Tel. 971 320 123 Abierto: de Abril a Octubre Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo por la noche Precio: a partir de 40 euros COCINA: MEDITERRÁNEA, ESPECIALISTAS EN PESCADO. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: se ubica en una casa payesa que sólo la arena separa del mar. La edificación, hoy entre medianeras, pasa desapercibida como tal, y verán un restaurante correctamente montado, con una terraza en el paseo. Parte de la decoración, si miran hacia el horizonte, es la isla de Tagomago. AMBIENTE: ibicencos y visitantes de verano. HAY QUE SABER: es propiedad de Jaume Marí, y al frente de los fogones está su yerno, que suele llevar su gorro de cocinero repleto de pins que le regalan. En este restaurante celebré un caluroso mediodía de octubre la comida de Navidad con Toni Escandell y todo el equipo de su hotel rural, Ca N’Escandell. Se unieron a nosotros Joan “tetorras” y Santi, los patrones de El Seving, un velero clásico en el que hemos pasado muy buenos momentos. Allí estábamos todos, y hay en mi álbum una foto que lo constata, en la orilla de Sa Cala, con las piernas en el agua y gorros de Santa Claus. Con nosotros brindaron todos los turistas alemanes sin cuestionarnos en ningún momento la fechas, y también la simpatiquísima y popular Cristina Almeida, que degustaba un Bullit en la mesa contigua a la nuestra junto a la actriz María Barranco. Un amigo invisile dejó un regalito sobre cada plato, para que la Navidad fuera completa.

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NO PERDERSE: el Bullit. Desde mi punto de vista es el mejor. Les aseguro que intento ser objetiva y creo que en este caso lo soy. Como prueba de ello, les recomiendo que no acudan los mediodías de agosto a menos que tengan reserva y mucha paciencia.


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Restaurante Cana Pepeta lo mejor de lo autóctono Sant Joan. Carretera de Ibiza a Sant Joan, km. 15,4 Tel. 971 325 023 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: martes Precio: a partir de 20 euros

COCINA: AUTÓCTONA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: se trata de una casa de campo a pie de carretera. A la entrada de la casa hay un estupendo patio rebosante de plantas y en el que las copas de los árboles dan forma a un toldo natural para los meses de más calor. En un rincón verán una gran vitrina con carne fresca, para que tengan claro qué producto van a comer. El interior es totalmente rústico. AMBIENTE: ibicencos y residentes habituales de la isla. HAY QUE SABER: a finales del 1800 era la casa de Pepeta, una payesa que daba de comer a los caminantes y que se convirtió en una pensión y en escuela para los niños de la zona al abrirse la conexión entre Sant Joan y Portinatx. Hoy es propiedad de la familia Ferrer, y la cocinera, Catalina, al igual que su antecesora, es mujer también muy popular en Els Amunts. Es uno de esos lugares ideales para comer en familia un mediodía de domingo. En este lugar aprendí a disfrutar la sobrasada con miel sobre una rebanada de pan de payés. Un buen y gran amigo, el periodista y guionista Antonio Rua, quiso “ponerle un piso” a la sugerencia. Y es hombre de buen comer y buen beber. Si en invierno es uno de mis lugares de referencia, en verano el jardín resulta muy agradable por la noche. Es frecuente encontrarse allí con familias de Els Amunts. NO PERDERSE: Amanida pagesa, Sofrit pagès, Bullit, Arroces, especialmente el de “matances”, y todos los embutidos, la “sobrassada” en especial. Los postres, también autóctonos: Greixonera y Flaó. Disfruten, además, de la carta de vinos ibicencos.

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Restaurante Cas Mallorquí vivero propio Portinatx. Cala Portinatx Tel. 971 320 505 Abierto: de Semana Santa a Octubre Horarios: mediodía en primavera; mediodía y noche en verano Cierre: jueves, excepto Julio y Agosto Precio: a partir de 40 euros COCINA: MEDITERRÁNEA (ARROCES Y PESCADO). SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: el restaurante interior y la terraza, ambas sobre el mar y a escasos metros de éste, pertenecen al hostal del mismo nombre. Paredes blancas, carpintería azulete y mobiliario de madera, aunque el mejor elemento de estilismo es el propio mar. AMBIENTE: gente de todas las nacionalidades y familias, pues los escasos metros que lo separan de la calita favorece el ir y venir de la mesa al mar. Sol desde mediodía hasta la puesta. HAY QUE SABER: el restaurante es de los más emblemáticos de la isla en asunto de pescado, pues disponen de sus propias barcas de pesca y de su vivero, desde el que, además, abastecen a otros locales. Verán una barca varada en la terraza, habilitada para cigalas y langostas de todos los tamaños. Desde hace cuatro años es propiedad de una familia que dejó su restaurante en Fontainebleu (Francia) y se instaló en Ibiza. En la cocina está Vincent y en la sala, Marie Jane. Un mediodía de primavera comí allí una deliciosa sopa de pescado y una langosta con dos periodistas de Telemadrid, Irene y Dolors. Pedimos que nos la cocinaran a la brasa con sal gorda y con el acompañamiento de un Blanc de Blancs helado disfrutamos del mar en un día lluvioso y frío que terminó siendo delicioso. Es una muestra de cómo un buen ágape en una exquisita geografía puede convertir un día gris en una tarde de exultante primavera. NO PERDERSE: cualquier sugerencia de Pescado fresco y Calderetas. El precio de marisco de vivero va por peso. De postre, muy buena la Greixonera.

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Chiringuito El Bigotes caldereta sobre el mar Sant Carles. (Indicado en dirección Cala Lenya) Tel. no reservan Abierto: del 1 de Marzo al 30 de Noviembre Horarios: mediodía Cierre: ningún día. En marzo sólo abren fines de semana. Precio: a partir de 20 euros COCINA: DE 12.30 A 14.00 HORAS, ENSALADA Y PESCADO A LA PLANCHA. A PARTIR DE LAS 14.00 HORAS, CALDERETA DE PESCADO DE ROCA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: de chiringuito de playa, con mesas y bancos de madera techados con un cañizo y sobre una plataforma de cemento en el mar. AMBIENTE: Ibicencos, residentes extranjeros, turistas… Conforme vayan llegando les sentarán donde consideren. Hay algunas mesas para 2 o 4 personas, pero lo más probable es que les toque turno en una de las mesas grandes. Sol a partir de las 11 y hasta las 15,30 horas aproximadamente. HAY QUE SABER: el propietario es un pescador que se llama Juan Rodríguez, y su impresionante bigote de largas patas canosas da nombre al lugar. Se cocina una única caldereta “de pobre” (con el pescado del día) en una inmensa olla sobre fuego de leña. Excepto en agosto, mes en que comer allí se convierte en una verdadera odisea sin final previsible, es uno de mis lugares favoritos. Si tiran miguitas de pan al agua podrán acariciar a los peces. A 50 metros, si caminan por las rocas, verán la calita en la que tenderse al sol. La entrada al mar está alfombrada de gruesas e incómodas piedras. Poco sol por la tarde. NO PERDERSE: ni un sólo plato del proceso. Primero les servirán el Bullit del pescado (ojo con las espinas) con patatas. De segundo, Arroz caldoso sin tropezones. De postre, helados de marcas corrientes y para terminar “café caleta”, delicioso mejunge de café hervido con ron o brandy que les pondrá a prueba el estómago, pero que es un excelente digestivo.

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Restaurante Civet Murcia, 12. Ibiza (vayan a Correos y den la vuelta al edificio. Detrás mismo hay un parking al aire libre, enfrente del restaurante) Tel. 971 306 916 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo a mediodía Precio: medio. A partir de 8 euros un plato de la carta. Menú de mediodía, 11 euros COCINA: MEDITERRÁNEA Y DE FUSIÓN. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: de concepto zen y urbano, con mesas y bancos de madera en forma de “U” y lámparas colgantes de aluminio. Decoran las paredes cuatro inmensas fotografías, representativas de los 4 elementos (agua, aire, fuego y tierra). Ambiente preferentemente ibicenco. HAY QUE SABER: es el lugar perfecto para sentarse a comer un día cualquiera de trabajo en Vila, porque además resulta fácil aparcar, algo cada día más difícil en la ciudad. El propietario es Jordi Burguesa, un catalán con larga tradición de restaurador en Ibiza. Esa tradición es precisamente la que le hace ser muy exigente con el personal, por lo que suele disponer de empleados cualificados y se desespera en caso contrario. Sé, por todos los años que hace que le conozco, que para él es tan importante una buena cocina como un servicio perfecto. El diseño gráfico de tarjetas y rótulos está bastante bien resuelto. También hay algún cuadro pintado por él, de gran formato y con letras japonesas. NO PERDERSE: en la carta, la Morcilla de Burgos gratinada con brie, el Lacón a los 3 quesos y los Huevos rotos con picadillo de matanza. Un día me sorprendió con una Merluza con chocolate. Si no tienen mucho hambre, pueden sentarse junto a la barra y pedir medias raciones.

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Restaurante Entre Dos Aguas sabor a fuego de roble Santa Eulària. (En la playa, junto al río. Indicado en la gasolinera de la entrada al pueblo desde Ibiza) Tel. 609 650 849 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: lunes y martes Precio: a partir de 40 euros COCINA: CASTELLANA, ESPECIALISTA EN COCHINILLO Y CORDERO LECHAL AL HORNO DE LEÑA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: a la entrada, a tan sólo 150 metros del mar, hay un gran jardín que en verano se habilita para cenar. Atraviésenlo y llegarán a una casa payesa con un horno de leña en un lateral y mesas repartidas por la sala. AMBIENTE: ibicencos y amantes del producto escasamente manipulado. Es un lugar ideal para familias con niños, tanto por el jardín como por la playa. HAY QUE SABER: su propietario es Fernando Villanueva, valenciano que encarna la tercera generación dedicada a la restauración. Fernando se casó con una ibicenca y un día se puso al frente de este restaurante. Puso todo su saber en el arte de cocinar paellas y arroces, pero como restaurador honesto que es tiene claro que “para un cliente la paella que le daba sú madre siempre es mejor, por eso me he especializado en cochinillo y cordero lechal de raza churra”. Yo añadiría que el roble que utiliza para el horno le otorga un sabor a campo auténtico. El jefe de cocina es Antonio Vilaltella, de Mollerusa (Lleida), que domina a la perfección el arte de conservar los sabores. NO PERDERSE: Como entrante les servirán un Caldo delicioso en invierno o un Gazpacho en verano. Por lo demás, cualquiera de las sugerencias de la casa es válida, pero los minutos que tardarán en comerse el Lechazo o el Cochinillo les conducirán directamente a la gloria. Un postre especial del chef: Hojaldre de manzana a la canela con helado de vainilla.

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Restaurante Es Camp Vell arroces de campo Sant Mateu. Ibiza (frente a la iglesia) Tel. 971 805 036 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: lunes Precio: a partir 25 euros COCINA: ARROCES Y BARBACOA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: antes de entrar verán una inmensa terraza con suelo de tablas de madera, mobiliario a conjunto y grandes sombrillas. En el interior, las paredes de piedra y la atmósfera rústica evidencian que se trata de una casa de campo. AMBIENTE: ibicenco y muy familiar. HAY QUE SABER: el propietario es Toni Bonet, el mismo del popular Cas Cosmi de Sta. Agnès (famoso por sus tortillas). Y como él está siempre allá, éste lo dirige su hermana María. Para que todo quede en casa, el chef es Pep Bassó, primo de los Bonet. Se inauguró a finales del verano del 2003. El árbol familiar, puramente ibicenco y del campo, garantiza dos de los mejores ingredientes de esta isla: las patatas y los tomates. En plena canícula no se lo recomiendo por el exceso de calor en el campo dels Amunts (nombre que se da a la zona boscosa del norte de Ibiza, la más desconocida). Al encontrarse en el norte de la isla y en una zona poco (o nada) poblada, es posible que a menudo se topen con rodajes de películas y spots publicitarios. NO PERDERSE: el Arroz a banda, el de verduras, la Ensalada de patatas ibicencas… Greixonera y Flaó de postre.

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Restaurante Es Galliner Sant Josep (junto al Ayuntamiento) Tel. 971 801 554 Abierto: todo el año (excepto Noviembre) Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo Precio: la carta a partir de 25 euros, Tablas de ibéricos, patés y quesos, a partir de 11 euros COCINA: AUTÓCTONA DE MERCADO Y TAPAS. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: mesas y sillas de madera, y viejas gallineras para almacenar el vino, todo sobre un pavimento de pequeñas piedras blancas balinesas. Fotografías de mazorcas en las paredes, claro reflejo al mundo de las gallinas y los pollos. Hay una agradable terraza en el exterior. AMBIENTE: ibicenco, muy fiel y cómplice. En este lugar, la mayoría se conoce. HAY QUE SABER: me lo descubrió hace años mi amigo Pepe Torres y nunca se lo agradeceré lo bastante porque siempre que voy, soy bien recibida. Es un lugar seguro para comer correctamente, sin pretensiones y sin riesgo, como en casa. Vayan con apetito porque la generosidad de esta gente desborda el plato. El ambiente es familiar y distendido, y lo dirigen dos hermanos, Pepa y Toni Ramis, personajes que siempre están de buen humor, incluso los días de “overbooking”. A veces montan catas de vino y concursos de vino payés. Agradable terracita, sin vistas y con pocas mesas. Siempre hay ambiente, gente conocida y nunca me hacen sentir “de fuera”, algo realmente apreciable en las islas, donde los “guettos” son un lenguaje real. Les resultará incómodo caminar por encima del pavimento si llevan tacones, así es que mejor no ponérselos. Si van en verano, les recomiendo tomarse el café al aire libre en el jardín de Es Racó Verd, unos metros más arriba en la carretera. NO PERDERSE: las Tablas de quesos y patês, la Sopa casera en invierno, las Lentejas estofadas y la Lassagna. O una buena “torrada” con “sobrassada” y miel.

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Restaurante Es Torrent Sant Josep. Platja de Es Torrent. (Indicado en la carretera de Sant Josep a Eivissa) Tel. 971 187 402 Abierto: desde Semana Santa hasta finales de Octubre Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 40 euros COCINA: ARROCES, MARISCOS Y PESCADOS. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: muy marinera, con aires de diseño, sumamente cuidada y con la firma de uno de los mejores equipos de arquitectos de la isla, Planas & Torres & Asociados. La playa está organizada con parasoles y tumbonas y con todas las comodidades. AMBIENTE: ibicenco e internacional. Sol desde las 10 de la mañana hasta las 18.00 horas aproximadamente. HAY QUE SABER: el propietario es Xicu Sales, y hace 15 años decidió “plantar” un chiringuito con mobiliario de propaganda en una de las playas más desconocidas y de difícil acceso de Ibiza. Tiempo después reformó y pasó a disponer de una de las mejores propuestas veraniegas de cocina autóctona y en un local magnífico. Tienen vivero propio. Para tenderse en la cala, a la hora de la siesta es imprescindible la hamaca si no quieren destrozarse el cuerpo con las piedras. Se lo recomiendo a mediodía, o en noches de verano de luna llena. Si no, tómense allí el aperitivo de las 7 de la tarde y esperen a que el sol descienda lentamente. Mirando al horizonte a la izquierda, hay un recodo fantástico para evadirse, solo o en compañía, eso es cosa de ustedes. La propuesta gastronómica es impecable. Tanto, que Manu, del cercano Hotel Las Brisas, me comentó que uno de sus clientes alemanes pasa allí cada año – y desde hace muchos– una semana sólo para alojarse en su hotel (por cierto, espectacular) y para comer cada día en Es Torrent. NO PERDERSE: absolutamente toda la carta es recomendable. Si van a finales de agosto no dejen de pedir “raons”.

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Restaurante Es Xarcu lugar al que volver Cala Jondal. Sant Josep Tel. 971 187 867 Abierto: de Semana Santa a Noviembre Horarios: mediodía y noche Cierre: noches de Octubre y Noviembre Precio: a partir 40 euros COCINA: CALDERETAS, BULLITS, PAELLAS... SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: es un lugar encantador, organizado sobre el mar con una plataforma la mitad a la intemperie y la otra parte cubierta con un techo piramidal de cañizo. Las mesas son de madera y las sillas de mimbre. El resto de la decoración la ponen la playa de “codols” (piedras de canto rodado), las hamacas y el mar. Sol desde las 10 de la mañana hasta las 18.00 horas aproximadamente. AMBIENTE: muy familiar, incluido el famoseo de verano, seguro de permanecer anónimo. HAY QUE SABER: es propiedad de la familia Torres, Mariano y Caridad, y en la sala suelen colaborar sus hijas. He estado en este lugar en muchas ocasiones, aunque recuerdo especialmente dos. Una fue hace unos años, cuando Julio Iglesias y su séquito desembarcaron para comer allí, en agosto y sin reserva. Consiguieron comer, aunque esperando su turno, algo que no pareció importarles, pues se limitaron a sonreír y a tenderse al sol sobre las hamacas. El pasado mes de septiembre, me senté allí una mañana, cerca del mediodía. La playa estaba vacía, no había ni un alma, sólo las tumbonas desgastadas por los miles de visitantes del mes anterior. Frente a un refresco y unas aceitunas me dediqué a una de mis actividades preferidas, escribir. En los altavoces sonaba la voz de un cantautor: “,…donde regresa siempre el fugitivo”, decía. Pensé que aquel era un magnífico lugar para regresar siempre, aunque no se huyera de nada ni de nadie. Además de todo ello, les aseguro que es uno de los restaurantes de playa más limpios de Ibiza. NO HAY QUE PERDERSE: el Pescado fresco y todo lo que vean en la vitrina.

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Restaurante La Escollera de ambiente “chic” Platja de Es Cavallet. Sant Jordi. Tel. 971 396 572 Abierto: todo el año Horarios: mediodía en invierno, y mediodía y noche de Junio al 31 de Octubre Cierre: primer día del año Precio: a partir de 30 euros COCINA: MEDITERRÁNEA DE PRODUCTO. SERVICIO: muy bueno DECORACIÓN: Chiringuito “de lujo”, con tarimas y mobiliario de teka, y sillas especialmente cómodas. El estar muy cerca del agua, con un espectacular frente de palmeras y una iluminación a base de velas, lo convierte en lugar especialmente romántico. AMBIENTE: acogedor, relajado y bastante pijo. Sol desde las 10 de la mañana hasta las 21 de la noche. HAY QUE SABER: se encuentra en una de las playas más vip de Ibiza, en el extremo de Las Salinas. En consecuencia, siempre hay en sus mesas gente guapa y el ambiente es bastante cosmopolita sin dejar de ser un agradable chiringuito de playa, lo cual lo hace aún más interesante, con las mesas muy bien puestas. Eso sí, pónganse el pareo de diseño y un sombrero o una flor de las espectaculares si llevan el cabello demasiado revuelto. Es un magnífico lugar para celebrar una boda en la playa, para un aperitivo de mediodía o para perder el tiempo frente a una copa al atardecer. Si el día es claro, se ve Formentera. Giren la vista a la derecha, y tienen la playa nudista más nudista de Ibiza, y profundamente gay, alfombrada de posidonia seca, de ésa que no se puede retirar porque cumple una función muy clara: proteger la playa. O sea, no la quiten ni se quejen. Es lo que hay. NO PERDERSE: las estupendas Ensaladas con espíritu realmente de una buena comida frente al mar, cualquier tipo de Pescado fresco y Marisco que les recomienden especialmente. Correcta la Paella, pero mejor aún la Caldereta.

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Restaurante PK-2 victoria del anti-sistema Platja de S´Estanyol. Jesús (indicada en la ctra. de Jesús a Can Pep Simó y Punta Martinet) Tel. 971 187 034 Abierto: desde Marzo a Noviembre Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 38 euros COCINA: MEDITERRÁNEA DE PRODUCTO. SERVICIO: muy correcto. DECORACIÓN: se trata de una casa en la arena, rehabilitada en el interior, que es donde se come los días más fríos. En el exterior verán una barra en el centro, a un lado, una zona de comedor con mobiliario de madera y al otro bancos de obra. Muy sugerentes las sombras que proyectan las velas de tejido de red blanca. AMBIENTE: ibicenco, peninsular e internacional. Muy divertido. HAY QUE SABER: es una de las playas preferidas, por lo recóndita y poco popular, de modelos internacionales que huyen de la presencia de los “paparazzi” (si alguno de éstos lee la información, agradecería que no la aprovechara porque obligaría a los famosos a cambiar de playa). A ella acude también gran parte de la “jet set” peninsular. Lo dirigen Javier y Eleonora, que llegaron hace años a la isla y han organizado en este lugar su particular República, palabra que aparece en la tarjeta de visita. A menudo se organizan allí fiestas que inquietan, no se sabe por qué, dado que a nadie se molesta, a las autoridades competentes. Lástima que en la isla no haya más personajes antisistema. De haberlos, el caciquismo sería historia. La playa es magnífica, pero abstenerse los que sean poco amantes de la posidonia seca sobre la arena, está llena, incluso dentro del agua. Y recuerden no apartarla porque es la única forma de mantener la temperatura del agua y de proteger la playa. Les recomiendo que tomen allí el café de las 10 de la mañana. NO PERDERSE: la Fideuá, el Pescado fresco a la plancha y la Carne uruguaya.

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Restaurante S’Illot pescado, pinos y mar Sant Joan. Portinatx – Platja de S’Illot. (Carretera de Sant Joan a Portinatx, km. 25,3) Tel. 971 320 585 Abierto: del 29 de Abril al 31 de Octubre Horarios: mediodía en mayo, mediodía y noche el resto Cierre: ningún día Precio: a partir de 30 euros COCINA: AUTÓCTONA, ARROCES, PESCADO SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: propia de un chiringuito de playa con estructura de restaurante, con un toldo de sombra natural formado por las copas de los pinos que rodean el lugar y llegan hasta la playa. AMBIENTE: ibicencos y turismo de verano bastante familiar. Afortunadamente, la playa no es muy grande, con lo que hay pocas aglomeraciones. Sol desde las 11 de la mañana hasta las 18.00 horas aproximadamente. HAY QUE SABER: El propietario es Carraca, el que ha sido durante años el alcalde de Sant Joan. Imposible comer en pleno agosto sin reserva. Es un lugar bellísimo, alfombrado por las hojas caídas de los pinos en una plataforma natural sobre el mar. Descendiendo unos metros desde el restaurante está la pequeña playa, una de las más bellas, aunque excesivamente calurosa porque está muy resguardada. Por tanto, es recomendable en los días de brisa. El personal es simpático y amable, y por alguna razón que no he conseguido averiguar, corren a toda velocidad durante todo el servicio de una forma que les alucinará. Una anécdota: un camarero derramó una jarra entera de vino sobre mí. Al segundo, tres camareros me cubrían la cabeza de trapos y más trapos intentando remediar lo irremediable, y disculpándose con corporativismo. No fue como para repetirlo, me quedé hecha un cromo de tonos lilas, pero les aseguro que mi reacción fue de ataque de risa y a partir de ahí, me mimaron como nunca. NO PERDERSE: el Arroz caldoso y las Gambas ibicencas.

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Restaurante Sa Caleta del vivero a la mesa. Platja de Sa Caleta. Sant Josep. (indicada en el aeropuerto, o en un desvío a la izquierda en la carretera de Ibiza a Sant Josep) Tel. 971 187 095 Abierto: todo el año Horarios: mediodía en invierno, y mediodía y noche de Julio al 30 de Septiembre Cierre: 25 diciembre Precio: a partir de 40 euros COCINA: ARROCES, PESCADO Y MARISCO. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: chiringuito de playa con tipología de restaurante, con cómodas sillas de madera y vivero propio con centollos, langostas, bogavantes...de todo. AMBIENTE: ibicenco y peninsular. HAY QUE SABER: en invierno es punto de reunión de ibicencos a la hora de comer, y se encuentra en una de las playas más especiales de la isla. Una playa que casi cada año engulle algún temporal, pero que alguien se encarga de reponer. Para acceder al mar hay que descender por un camino de no más de 10 metros bastante empinado. Una impresionante pared de tierra arcillosa protege la pequeña playa, ganada al mar porque en origen sólo había piedra. El propietario es Pepín, al que llaman “Pujolet”. Se dice que fue quien inventó el famoso “café caleta”, un mejunge cocinado con café, brandy, piel de naranja, canela y azúcar que pone a prueba la integridad del estómago. Me entusiasma este lugar, principalmente en invierno, sin agobios estivales, sin arena en el servicio, sin gente sudada… Genial, de verdad. Alguna vez me he encontrado por allí a Pocholo, el “mochilero”, y también allí he mantenido largas charlas de sobremesa con Jesús Turel, buen amigo. NO PERDERSE: la Langosta, el Centollo (alucinante), el Bogavante, las Cigalas… Acérquense al vivero y elijan. Exquisita la Rotja al horno con patatas y muy buenas las Ensaladas.

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Restaurante Ses Boques música de mar Sant Josep. Es Cubells Tel. 606 081 570 Abierto: desde Semana Santa hasta Octubre Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 25 euros COCINA: AUTÓCTONA, ARROCES, CALDERETAS Y BULLITS. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: las mesas se reparten sobre una plataforma de madera al aire libre y bajo un techo formado por las copas de los pinos y un cañizo sostenido con troncos de sabina. AMBIENTE: relajado y distendido, con muchos ibicencos y visitantes de los barcos que fondean en la cala. Sol desde que amanece hasta después de comer. HAY QUE SABER: El bosque de pinos llega hasta el mar y una vez allí se abre para dejar espacio al restaurante y a la pequeña playa, la mitad de arena y la otra mitad de “codols” (piedras). Les recomiendo que encarguen su arroz al llegar y tomen el sol o un baño los 20 minutos que tardarán en servirles. Los propietarios son Joan Ribas, un profesor de catalán, y su esposa, Lourdes Tur. Los abuelos de Lourdes eran hace años propietarios de la mayor parte del terreno escarpado de Es Cubells, en el que ahora se ven salpicadas las casas más lujosas de Ibiza. Hace 20 años que Joan disponía de la concesión del chiringuito que ahora es restaurante. No hay música, “porque es suficiente” dice Lourdes “con el sonido del mar”. Es un remanso idílico si aciertan un día de escasa concurrencia. Son muchos los barcos que fondean en esta cala, atraídos por su famosa Caldereta de langosta.

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NO PERDERSE: La Caldereta de langosta, el Arroz a banda y los Pimientos rellenos. Las aceitunas partidas son excelentes. También lo son el Flaó y la Greixonera. Es un lugar magnífico para desayunar sobre las 10.30 horas. Pero tendrán que arriesgarse, porque sólo es así si Lourdes está en el restaurante a esa hora.


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Restaurante Sidney comida en Puerto Marina Botafoch. Ibiza Tel. 971 192 243 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: Nochebuena Precio: a partir de 25 euros. Bufet de mediodía, 19 euros. Domingos: Bufet especial de desayuno y carta a 13,50 euros hasta las 16 horas. COCINA: MEDITERRÁNEA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: tranquila y sin pretensiones, con bastante madera y todo el perímetro acristalado. Mobiliario de aluminio en el exterior. AMBIENTE: internacional y muy ibicenco en invierno, pues resulta familiar y fácil para mediodía. HAY QUE SABER: excelente lugar para comer los días invernales en que el sol da de lleno. Es punto de reunión de ibicencos y residentes de invierno por lo ágil del menú: ensaladas o sopa, y 5 segundos para elegir. Es de los pocos lugares de la isla que ofrece un menú infantil y sillitas para los bebés. Los empleados cambian a menudo, suelen ser simpáticos, gente guapa, aunque por madurar profesionalmente. La terraza es un escaparate interactivo de gente popular y famosa. Algunas veces he visto por allí a Philippe Junot, a Toni Curtis y a Julio Iglesias. También verán esas parejas de “look” insólito en Ibiza, más propias de tierras marbellíes, y muchos navegantes llegados directamente de Saint Tropez. De hecho, el Sidney es uno de los locales ibicencos más citados en la Riviera francesa. Probablemente por un boca a boca aristocrático. Como escaparate, más que como referencia “gourmet”, merece realmente la pena. A la hora del desayuno es ideal por la salida del sol. NO PERDERSE: el Bufet de mediodía por la rapidez de servicio y el precio más que razonable. O el café, de los pocos correctos de la isla. Más que recomendables, la extensísima oferta de platos y las combinaciones a la hora del desayuno.

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Restaurante Victoria de lo más casero Riambau, 1. La Marina. Ibiza. (Busquen Cartier, seguro que lo encuentran, y está al lado) Tel. 971 310 622 Abierto: de Semana Santa al 30 de Noviembre Horarios: mediodía y noche Cierre: domingos y festivos Precio: a partir de 10 euros COCINA: AUTÓCTONA DE MERCADO. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: la de un típico bar de puerto, con manteles de plástico y fluorescentes iluminando. AMBIENTE: ibicenco y residentes. Es el típico concepto de “Casa de Comidas” que puede ubicarse en cientos de lugares. HAY QUE SABER: es uno de los restaurantes clásicos de la Marina, de esos de “toda la vida” y existe desde 1946. Ni los manteles de plástico ni la que probablemente es la peor iluminación de la isla, impiden que se acuda para comer como se comería en casa, en dinámica familiar un día cualquiera. La propietaria es Pepita, una ibicenca cuya mayor afición, casi obsesiva, es pasarse los inviernos viajando por el mundo. Es difícil sentarse a comer en pleno verano y hay días de auténticas colas en la calle. Se puede compartir mesa con desconocidos, lo cual siempre es un divertido misterio por lo bien o mal que puede resultar. No olviden tener en cuenta la defectuosa iluminación. Usen maquillajes y prendas discretas, poco susceptibles de resaltar porque se lo estropearán los fluorescentes. Si quieren fastidiar a alguien o no verle nunca más, dispárenle una foto allí y con flash. Nunca se lo perdonarán. NO PERDERSE: un buen plato de Acelgas hervidas con patatas, y la deliciosa Raya a la parrilla.

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Restaurante Yemanjá con nombre de diosa Cala Jondal. Sant Josep Tel. 971 187 481 Abierto: todo el año Horarios: mediodía en invierno; mediodía y noche en verano Cierre: ningún día Precio: a partir de 40 euros COCINA: MEDITERRÁNEA TRADICIONAL. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: cobertizo de estructura de madera con techo de paja a dos aguas y “paredes” de plástico semirígido que en invierno aísla el comedor de la brisa marina. Sobre la arena hay más mesas. En el interior se convive con los jilgueros, que revolotean de mesa en mesa procurándose el sustento. AMBIENTE: para amantes del buen comer. Los meses de verano, lo suyo es el pareo, incluso por la noche. Aunque tampoco se sentirán mal con indumentaria más sofisticada, pues el lugar mantiene la esencia que ha hecho famosa esta isla entre algunos sectores: “vive como quieras, pero con estilo”. Sol desde las 10 de la mañana hasta las 18.00 horas. HAY QUE SABER: pertenece a la familia Roig y tiene nombre de diosa brasileña del mar, Yemanjá. Lo dirige Sergio Roig, y no se fija en los famosos que se sientan a comer. Lo que le importa es servir pescado fresco y cocinado al punto. Desde hace dos años edita su propio cd de música “chillout”, aunque está pensando en reivindicar la música de Los Panchos. En alguna ocasión, un temporal de invierno se les ha llevado por delante todo el montaje. Éste fue, hace 20 años, el primer chiringuito de Cala Jondal. Si ven a un tipo tocando la guitarra y cantando temas de Elvis Presley, sepan que le llaman Johnny Guitar, vive en una caravana y es testimonio vivo de los hippies de los 60. NO PERDERSE: Pimientos rellenos, Arroces, Gambas ibicencas y Pescado autóctono fresquisimo. La Langosta se sirve por encargo, y las noches de verano extienden la oferta a espectaculares Parrilladas de carne.

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Chiringuito Tete para perderse Sant Miquel, Port. S´Illa des Bosc Tel. 619 639 944 Abierto: de Mayo a Septiembre Horarios: todo el día Cierre: ningún día Precio: a partir de 10 euros COCINA: BOCADILLOS, ENSALADAS, CARNE Y PESCADO A LA PARRILLA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: la de un chiringuito de playa. Se reformó en el verano del 2006. Es un quiosco de madera con cuatro mesas y parasoles. AMBIENTE: absolutamente genial por lo heterogéneo. Es punto de encuentro de ibicencos de Els Amunts. Horas de sol desde las 11 de la mañana hasta media tarde. HAY QUE SABER: se encuentra sobre un istmo, y para acceder en coche hay que hacerlo por la carretera que conduce a Na Xemena. Es un camino de 10 minutos un poco duro. Al llegar a la cima verán un paisaje de pinos y aguas cristalinas que recordarán. Este es mi rincón preferido en la isla desde hace años porque además de ser bellísimo lo dirige una pareja de excelentes amigos, Tete y Sofía. Su hijo, Joel, ya de muy niño llegaba remando desde el Port hasta la isla. En una ocasión reclamé mi aperitivo preferido, berberechos. No había, pero ya nunca me faltaron y han pasado tres años desde aquello. Otro detalle es la música, siempre presente. Dato curioso es que en este lugar no se puede practicar el desnudo integral. Manda Tete y no le gusta, porque como buen esteta tiene un sentido de la belleza muy elaborado. En cualquier caso es el suyo, como la playa. Hay unas cuantas tumbonas y podrán elegir entre bañarse en la calita o en mar abierto. NO PERDERSE: déjense llevar por lo que les aconsejen, porque sólo les ofrecerán lo mejor que hayan encontrado ese día. Ensalada y Carne a la parrilla hay siempre, y pescado sólo cuando se lo llevan los pescadores.

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Restaurante Ama Lur elegante, buena mesa Santa Gertrudis. Carretera de Ibiza a Sant Miquel, km 2,3 Tel. 971 314 554 Abierto: del 15 de Marzo al 7 de Enero Horarios: noche Cierre: miércoles, excepto Julio y Agosto Precio: a partir de 45 euros COCINA: VASCA TRADICIONAL CON GESTOS MEDITERRÁNEOS. SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: antiguo colmado de carretera reconvertido en restaurante, con interesantes piezas de mobiliario clásico. Además de las dependencias interiores, hay un espectacular comedor en el jardín trasero. AMBIENTE: elegante y coherente con el lugar y el servicio. HAY QUE SABER: los propietarios son Juan Félix y Emilio. Es uno de mis restaurantes favoritos porque siempre me hacen sentir que cené allí la noche anterior, aunque lleve meses sin ir. Es un tiro a diana elija lo que elija de la carta. Una noche de agosto me presenté sin reserva, algo que a un amigo no se le hace. Juan Félix me condujo a una mesa de dos con esta frase: “lo tuyo es chantaje emocional”. Se encontrarán con deportistas de élite, actores, actrices, directores de cine, cantantes, modelos. Nadie cuestionará su atuendo, pero se sentirán incómodos si acuden con pareo y alpargatas. Mientras esperan mesa pueden optar entre el porche de la entrada o el sofá estilo Napoleón del recibidor. En pleno verano, además, pueden entretenerse en el puesto de joyería montado en el mismo porche. Uno de mis mejores amigos, el interiorista Joan Ribas, es un obseso de este restaurante. También lo es Jorge Inchausti, conocido en la isla por su tienda Atelier, en La Marina. También es asidua una genial compañera de profesión, Chelo García Cortés, otra que como a mí le gusta vivir de película. Nuestra película, claro. NO PERDERSE: el Foie, el Txangurro, el Carré de cordero, el Carpaccio de cigalas… Y no está nada mal que alguna noche se sienten a degustar sólo postres (prueben los canutillos de crema).

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Restaurante Can Berri Vell cita ineludible Sant Agustí. Plaça Major, 2. Tel. 971 344 321 Abierto: de Semana Santa al 31 de Octubre Horarios: noches Cierre: domingo, de Julio a Septiembre ningún día Precio: a partir de 30 euros COCINA: MEDITERRÁNEA SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: casa payesa restaurada, con uno de los patios ajardinados más bonitos de Ibiza y mobiliario enteramente rústico antiguo. AMBIENTE: ibicenco y cosmopolita. HAY QUE SABER: el propietario es José Mari Tur, de Can Guillem, un ibicenco cuyas obsesiones son ofrecer sólo productos de primera calidad así como desvivirse por su restaurante desde hace casi 25 años. La carta, aún siendo de autor, guarda un sinfín de connotaciones autóctonas y cada ingrediente conserva su sabor original. En verano, al patio habitual se le suman mesas en el exterior, en la acera frente a la iglesia. Si es un día de cierta brisa les recomiendo el patio interior, y reserven el exterior para las noches de calma chicha de agosto. El chef es José Hernández, autor de solvencia contrastada en otras cocinas de la isla. Mi mejor anécdota del lugar ocurrió la noche en la que Carme Matamala, ex directora de márketing de la Cadena Ser, tropezó en el patio y quedó tendida sobre el suelo con el consiguiente ataque de risa de los comensales, en una de esas noches en las que no quedaba ni una plaza libre. Una noche llevé a cenar a Lluís Cruañas, propietario del restaurante "El Dorado Petit" de Sant Feliu de Guíxols, en Girona, (y hace algunos años en Nueva York) y quedó encantado con el lugar. Otro forofo de la casa es el diseñador de mobiliario Jaume Tresserra. Es también uno de mis restaurantes favoritos, tanto por el trato como por la cocina. NO PERDERSE: el Pollo de corral guisado en carpaccio, las Verduras asadas y los Postres, 100% caseros.

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Restaurante Can Curreu un tiro a diana Sant Carles (indicado en el Bar Las Dalias, antes de entrar en el pueblo a la izquierda) Tel. 971 335 280 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 50 euros. COCINA: MEDITERRÁNEA DE AUTOR Y DE PRODUCTO SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: recinto acristalado con vistas al campo y a la piscina del hotel del mismo nombre al que pertenece. Deliciosos colores en las paredes, blancas y de intenso color terroso, con la presencia de pinturas de autores internacionales. El interiorista Joan Ribas es el autor. AMBIENTE: ibicenco e internacional, a menudo con rostros famosos, y en cualquiera de los casos se respira una atmósfera de quienes aprecian el buen vivir y consideran que la buena gastronomía es una pauta básica para conseguirlo. HAY QUE SABER: el propietario es Vicenç Marí, y sin temor a equivocarme, les diré que es una de las personas más perfeccionistas que conozco. Hace muchos años me dijo “intentaré tener el mejor hotel con restaurante de la isla”, y créanme que lo ha conseguido. Si la cocina que firma Toni Rodríguez es impecable, la dirección de la sala está a la altura. Es responsabilidad de Marli, la mujer de Vicenç. Si la chimenea encendida es la mejor compañera en las veladas de invierno, en verano es una delicia cenar en la terraza con la presencia muda de un inmenso olivo. He visto crecer este lugar desde el día cero, y el mimo por los detalles es hoy el mismo que el primer día. ¿Qué ocurre con los de la Guía Michelin? Tomen nota, por favor. NO PERDERSE: el recetario completo es exquisito. Bacalao confitado con huevas y sésamo, Rodaballo salvaje a la parrilla, Calamares encebollados, Boullavaise, Civet de Rabo de Buey con castañas sobre hojaldre, Solomillo de Cerdo ibérico con salsa de jengibre… En el tema postres, insuperables.

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Restaurante Can Jordi gambas cerca del cielo Santa Agnès (Vayan hasta Santa Agnès y sigan la indicación Sant Antoni. A unos 2 km. a la derecha verán unos pinos y el restaurante.) Tel. 680 964 796 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: Nochebuena y Nochevieja Precio: a partir de 20 euros COCINA: AUTÓCTONA. SERVICIO: correcto DECORACIÓN: imaginen un chiringuito de playa colocado en medio de un bosque, con mesas y sillas de madera debajo de los pinos. El 50% de la decoración, o más, lo pone el paisaje, pues está situado sobre un imponente acantilado. AMBIENTE: ibicencos y residentes en la isla. Atención si acuden con niños pequeños, pues el acantilado reviste cierto peligro. HAY QUE SABER: El lugar me lo descubrió un buen amigo, Tete. Me llevó una noche a cenar allí con su hijo Joel y un grupo de amigos, y se improvisó una juerga flamenca difícil de olvidar. Allí estaban el propietario, una mesa de ibicencos y otra de andaluces. Tras el flamenquito se habló de lechuzas y sortilegios, y del signo de mal agüero que significa ver una lechuza blanca. No soy supersticiosa, pero aún siéndolo nada podía estropear una cena de gambas a la parrilla y vinito fresco sobre mesas dispuestas en medio de un bosque, con un pavimento de rocas, tierra y pinaza, un techo de estrellas y luna llena sobre la cabeza y un decorado frontal, al otro lado del imponente acantilado, del aspecto más sereno y dulce del Mediterráneo. Detalles que, en este caso, no se incluyen en la cuenta y valen lo indescriptible. Intenten ir, si es verano, antes de la puesta de sol o se perderán las vistas. NO PERDERSE: la Carne o las Gambas a la plancha, y últimamente los Arroces. En realidad, lo que no hay que perderse es el lugar.

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Restaurante Can Pau cenar en casa Santa Gertrudis. Carretera de Ibiza a Sant Miquel, km. 2,9 Tel. 971 197 007 Abierto: del 15 de Febrero al 15 de Enero Horarios: mediodía y noche Cierre: lunes todo el día y martes a mediodía, excepto verano Precio: a partir de 45 euros COCINA: CATALANA Y AUTÓCTONA IBICENCA TRADICIONAL. SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: es una antigua casa payesa rehabilitada, con mobiliario rústico, correcta iluminación y paredes forradas de carteles de cine y fotografías. AMBIENTE: es uno de los preferidos por los ibicencos, y en verano se convierte en un auténtico club social para los visitantes. HAY QUE SABER: Es difícil no encontrarse caras conocidas en las mesas de Alba Pau, alma del lugar. Está siempre en sala y, además, informada de cuantas llegadas se producen en la isla. El suyo, un club social sin más cuotas que las gastronómicas, es lugar de famosos y de clientela fidelizada a través de los años. Los “paparazzi” tienen la entrada vetada. En Can Pau me siento como en mi casa, ya sólo por el recibimiento del personal. Mis anécdotas allí son incontables, desde conocer al dj Carl Kox y al brasileño Carlinhos Brown, cenar en la mesa contigua a la reina de Suecia o compartirla con el bailaor Rafael Amargo, buen amigo. Entre todos los detalles que tengo que agradecerle a esta catalana adoptada por la isla (¿o será ella la que ha adoptado la isla?), es que me presentara a Natalia y Massimo Fenarolli hace unos 12 años, cuando iniciaban su andadura hotelera en su propia casa, convertida hoy en uno de los hoteles rurales más exquisitos de biza, Cas Plà, en Sant Miquel. NO PERDERSE: las Anchoas de l´Escala, el Bacalao, Tomates y el pastel de puerros. Si tienen poco apetito, pidan uno de esos tomates y aliñenlo con sal gruesa y aceite de oliva. ¡Memorable!

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Restaurante Cap des Falcó cocina con vistas Sant Jordi. Cap des Falcó. Carretera de Ses Salines (indicado en un árbol en una curva a la izquierda) Tel. 971 324 082 Abierto: todo el año Horarios: fines de semana en invierno. En verano, mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 35 euros. Menú de degustación, 45 euros COCINA: MEDITERRÁNEA TRADICIONAL. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: propia de un restaurante de playa, con perímetro acristalado y vistas al mar abierto. El interior resulta muy acogedor en invierno. En el exterior, sobre la superficie de arena dura, montan zonas “chillout”. AMBIENTE: relajado y romántico, algo a lo que sin duda contribuye el poder gozar de una de las puestas de sol más espectaculares de la isla. Sol directo todo el día a partir de las 11-12 de la mañana. HAY QUE SABER: Su nombre es el del mismo territorio extremo en el que está situado. Recibe el nombre Cap des Falcó (cabeza de halcón) porque la silueta del cabo rocoso es similar a la cabeza de la rapaz. No esperen tomar un baño, pues para acceder al agua hay que sortear un manto de gruesas piedras de canto rodado. Para gozar del lugar vayan cerca de las 8 de la tarde (antes si es invierno), cuando el sol desciende sobre el mar hasta desaparecer al son de la música. Tomen un aperitivo y quédense a cenar, vale la pena. Es uno de esos lugares en los que coincidirán a menudo con rostros famosos. Una noche de agosto del 2004 celebramos en Cap des Falcó la fiesta de presentación de nuestras revistas ask!?, y del primer libro de esta serie que tienen entre sus manos. Aquí se lanzó, pues, nuestra Colección Placeres Escondidos. NO PERDERSE: lo suyo es el pescado fresco, cuanto menos manipulado, mejor. Muy bueno el Tartar de salmón con emulsión de Módena.

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Restaurante Cardamón India en la isla Santa Eulària. C. de la Sèquia des Mallorquí Tel. 971 330 017 Abierto: todo el año Horarios: noche Cierre: lunes y martes en invierno Precio: a partir de 25 euros COCINA: INDIA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: es una casa de campo del siglo XIV. Atravesarán primero el jardín y llegarán a una doble puerta. Frente a ella verán la barra, un punto siempre ambientado con gente tomando copas. A la izquierda, unos sofás en ángulo, con tapicerías blancas y almohadones de sedas de colores, y una mesa redonda de madera. El resto de la casa son pequeños habitáculos. En uno de ellos hay un billar americano. No dejen de admirar durante todo el recorrido los muros de piedra, y una muñeca Barbie entre budas. AMBIENTE: alegre, distendido e internacional. Buena música y excelente comunicación entre el personal, con espíritu familiar. HAY QUE SABER: una pareja, Craig – inglés – y Nawine – india – se conoció en Londres en época universitaria. Él se dedicó al cine y ella a la moda, pero Craig se apuntó a cursos de cocina hindú y comenzó el camino de una pasión que culminó en Ibiza. La carta presenta un recetario hindú delicioso, aunque adaptado al paladar occidental de forma discreta. La exquisita masa de pan y las deliciosas salsas son el pretexto perfecto para botar barquitos. Para entendernos mejor, para “mojar pan”, esa delicia gastronómica que no entiende de protocolos. Un detalle del cuarto de baño masculino: en el urinario hay un cactus que lleva allí cinco largos años y no para de crecer. Ya que nadie arregla dicho urinario, hartos de que los usuarios obviaran el letrero de NO FUNCIONA con el consiguiente desastre, colocaron la planta de amenazantes pinchos a la que, evidentemente, ningún chico se acerca. NO PERDERSE: déjense asesorar por los que entienden de comida india o se les dormirá la lengua con el picante. Buenísimo el Cordero con almendras.

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Restaurante Casi Todo generosidad en cada plato Santa Gertrudis Tel. 971 197 523 Abierto: todo el año Horarios: mediodía en invierno y noche en verano Cierre: sábado y domingo en invierno, y sábado en verano Precio: a partir de 25 euros COCINA: DE MERCADO Y AUTÉNTICO BISTRÔT. SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: espacio interior con tan sólo 6 mesas, decorado con mobiliario rústico y piezas del almoneda que con el mismo nombre linda con el restaurante. Terraza con mesas en el exterior, en la acera. AMBIENTE: es un lugar de clientela fiel, mayoritariamente extranjeros residentes en la isla. Muy familiar. HAY QUE SABER: al frente de la cocina está Ana, parisina muy famosa en la isla. En los años 70 montó en Dalt Vila “Le Bistrôt”, el restaurante en cuyas mesas se sentaban realezas varias. Fiel al espíritu del que fue su propio restaurante, mantiene una exquisita relación con sus clientes. En sala está su hija, Verónica. Es muy cariñosa con los clientes, pero, créanme, es mejor caerle bien porque no soporta la prepotencia ni la mala educación y es incapaz de fingir. Ya ven, tan auténtica como la propia carta. Los meses de verano la secunda en la terraza su hijo Álex, que estudia Empresariales en Barcelona y que vivió en mi casa en su primera incursión urbana. Vayan con hambre porque las raciones son tan generosas como la gente que lo dirige. Ana improvisa recetas de acuerdo a los productos. Movida por su irresistible pasión por la pastelería casera, Verónica elabora las tartas de postre. Entre tarta y tarta, siempre me culpabiliza de que cuando estoy en la isla no para de entrar y salir, cenar y conocer más gente de la que es capaz de retener en la memoria. NO PERDERSE: el Pot-au- feau de los jueves de invierno (hay cola), la Raya con mantequilla, las Lentejas estofadas, las Crostras de pan con queso brie, las Ensaladas.

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Restaurante Cicale mimo infinito Sant Joan. Carretera de Ibiza a Sant Joan, km. 12 Tel. 971 325 151 Abierto: del 10 de Marzo al 10 de Febrero Horarios: mediodía y noche en invierno, noche en verano Cierre: lunes, excepto Julio y Agosto Precio: a partir de 25 euros. Menú de mediodía en invierno, 16 euros COCINA: TRADICIONAL ITALIANA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: casa payesa rehabilitada, con más de 125 años de historia. En el exterior hay un delicioso patio ibicenco y dentro hay una zona intermedia de mesas en un espacio con cristaleras con vistas al jardín, y junto a la chimenea y la barra otro espacio habilitado para el invierno. Muy bien coordinados los colores: ocre y blanco para las paredes y suave azul para la carpintería. Los tapetes de mesa, en los mismos tonos. AMBIENTE: gente de todas las nacionalidades y atmósfera relajada y doméstica con una atención impecable. Buena iluminación. HAY QUE SABER: es propiedad de Michela y Paolo. Él procede del sector de la restauración, pero ella decidió vivir en la isla tras unas vacaciones. Abandonó su trabajo de “casting director”, y después de vivir en New York y Londres ha echado raíces en la isla. Miman su cocina, en la que todo el equipo es italiano, al límite, pues su propuesta gastronómica adquiere dimensiones de lugar de culto. Tengan cuidado y contrólense con la “focaccia” que les servirán antes del primer plato. Corren el riesgo de untarla con aceite de oliva y no parar. NO PERDERSE: el Pescado del día, siempre fresco y, si procede, salvaje. Memorables las Alcachofas guisadas, Bressaola con parmigiano, Peperoni gratini con olivas verdes y el Rissotto. Cuentan con una carta de Pizzas al horno de leña con o sin tomate. Insuperables el Tiramisú y la Mouse de ricotta y pera. Carta de vinos italianos y españoles, muy correcta. El café es Illy, también buenísimo. Casi les diría que el mejor.

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Restaurante Il Giardinetto cocina clásica en puerto deportivo Ibiza. Marina Botafoch (el primero desde el párking) Tel. 971 314 929 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: vacaciones en Noviembre Precio: a partir de 40 euros COCINA: ITALIANA TRADICIONAL. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: hay una zona interior y una previa al exterior cuyos laterales se cubren con carpintería metálica y paramentos de plástico los meses de invierno. La decoración corresponde a la de una terraza con celosías blancas en las paredes por las que ascienden las enredaderas. El pavimento es de delgas de madera y el techo de canutillo. AMBIENTE: tranquilo y bastante familiar, y a menudo he coincidido allí con otros restauradores de la isla en su propio día de cierre. HAY QUE SABER: El estar en el puerto deportivo más glamuroso de Ibiza siempre es garantía de un constante ir y venir de gente guapa y famosa. Algo que, dicho sea de paso, en esta isla les importa poco. Pueden acudir vestidos con un pareo hindú, con lo último de las pasarelas o con un sombrero de Ascot. Son muy permisivos con los horarios, otra de las ventajas por estar en el puerto. Si han de esperar turno, siempre pueden dar una vuelta por las “boutiques” de precios, por cierto, lo bastante desproporcionados para solamente mirar. En este lugar aprendí un truco de cosmética de parte de mi amigo Joan Ribas: hacerme una mascarilla de “codony” (membrillo). Lo probé y Joan tenía razón, porque la piel queda fina y tersa. De bebé, vaya. Algunos de los restauradores que he visto sentados a sus mesas han sido Juan Félix y Emilio, propietarios de Ama Lur (Santa Gertrudis), y Manolo Batlló, propietario de Mariona (Barcelona).

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NO PERDERSE: la Lassagna vegetariana, cualquier modalidad de pasta – los Ravioli especialmente- y el Roast-beef con salsa tàrtara. Toda la carta, en general, es muy correcta.


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Restaurante KeKafé! triple carta y un piano Ibiza. Bisbe Azara, 5. Tel. 971 194 004 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo Precio: la carta a partir de 25 euros. Menú de mediodía 9 euros COCINA: FUSIÓN MARROQUÍ Y ASIÁTICA ADAPTADA A OCCIDENTE. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: espacio cuadrado con el pavimento de cerámica rugosa y paredes de piedra (una de ellas de piedra de Marés). El mobiliario es de madera y hierro. El espacio ya es agradable de por sí, y está bastante bien iluminado. Pequeña y muy acogedora terracita a la entrada, en la zona peatonal. AMBIENTE: pluricultural y heterogéneo, con gente de todas las edades. Muchas noches hay música en vivo al piano. HAY QUE SABER: lo conduce una familia que parte de dos cuñados. Uno de ellos, Juan, trabajaba en la bolera de su suegro en Platja d’en Bossa y harto del turismo de escaso nivel decidió abandonar cualquier actividad vinculada. Hasta que surgió, de pronto, la oportunidad de hacerse con este local en pleno centro peatonal rehabilitado hace un par de años. El que lo conduzcan entre padres e hijos hace que el ambiente resulte relajado, familiar y muy agradable. La carta se divide en 3 originales partes: las Ke-Ensaladas, los platos Ke-Marroquís y los Ke-Asiáticos. Hay una propuesta de Sushi, y por fin, la carta Ke-Dulce. NO PERDERSE: el Kamasutra o Rollitos de Primavera con salsa de ciruelas dulce, el Alambike o Atún al horno con cus-cús y especias. Entre los postres, el Orgásmico, que hace honor a su nombre: galleta rellena con helado de chocolate blanco. Buena carta de vinos, entre los que cabe destacar el buenísimo blanco Fransola, uno de los puntazos de Bodegas Torres. También etiquetas sudafricanas y chilenas, además de cerrar la carta de cavas y “champagnes” con Dom Pérignon. Magnífica y extensa carta de tés (al jengibre, de mango, vainilla, chocolate…).

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Restaurante La Brasa jardín de invierno Pere Sala, 3. Ibiza. (junto a la Pza. del Parque) Tel. 971 301 202 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo todo el día de Octubre a Abril, y domingo al mediodía de Mayo a Septiembre. Precio: medio, a partir de 40 euros COCINA: MEDITERRÁNEA (GRILL). SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: con toques rústicos y estilismo un tanto afrancesado, resulta un lugar muy cálido, sereno y tranquilo, con colores anaranjados en las paredes. AMBIENTE: ibicenco e internacional, con visitantes muy fieles en meses de verano. HAY QUE SABER: al frente se encuentran Carmen y su hijo Hugo. Los dos son guapos, rubios y simpáticos, así es que les reconocerán enseguida. Es uno de mis restaurantes preferidos fuera de la temporada alta, en la que es muy concurrido. El patio, con estufas incluidas los meses más fríos, es uno de los más acogedores de Ibiza. En pleno agosto pueden encontrarse en él al famoso más famoso de los famosos, y pueden no verle porque la iluminación es extremadamente tenue, con velas. No deja de ser una ventaja una noche de esas en que no se hace muy buena cara: la luz de las velas siempre favorece. El local contiguo y comunicado con el restaurante también es de Carmen, y en él venden flores secas, muebles auxiliares, velas... Objetos de decoración en general. Tengan en cuenta que es un lugar para los amantes de recetarios al Grill. NO PERDERSE: cualquier ingrediente al Grill, especialmente los Mejillones (extrañamente pueden degustarse de esta forma), la Ensalada de bogavante, las Croquetas y las Conchas de pescado. Para los amantes de la carne es el lugar ideal. Carta de vinos correcta.

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Restaurante La Paloma carta y cine de autor Sant Llorenç Tel. 971 325 543 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo y lunes, excepto en verano Precio: a partir de 25 euros COCINA: ITALIANA CASERA CON TOQUES DE ORIENTE. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: se ubica en una casa del pueblo, con patio habilitado como restaurante en verano, con mesas de madera pintadas de azulete y sillería rústica. En invierno es uno de los puntos de encuentro más deliciosos de Els Amunts. En el interior, a la derecha, hay una barra en la que casi siempre hay ambiente. AMBIENTE: pluricultural y heterogéneo, con gente de todas las edades. Los lunes de invierno hay sesión de cine de autor por la tarde. La atmósfera es ecléctica y distendida. HAY QUE SABER: Lo montó Prossuna Copina, italiana que se trasladó a Ibiza para estar cerca de su hija y de su nieto. Es una ama de casa que cocina como los dioses y ha trasladado su saber hacer a las mesas de su local, fusionando además sus pucheros con el recetario asiático. Suple con dosis de amor en cada receta la ortodoxia de la gastronomía rigurosa. Toda la familia trabaja allí, entre la cocina, el bar y las mesas. He coincidido en este lugar con actrices, actores y amigos de siempre. Más de una noche me he cruzado en la zona con alguna lechuza blanca. Llevan años anidando en este lugar. Prossuna acertó desde el primer día, y yo con ella, porque no hay nadie que haya llevado a estas mesas que no haya repetido. Pueden acudir vestidos de Prada o con pareo y chanclas. Es uno de mis favoritos. NO PERDERSE: Ensaladas y Antipastos, Sopas de invierno, Vittello tonato, Rissotto con limón y albahaca, Tomates secos y los platos de pasta en general, “al dente”, con deliciosas salsas y exóticas combinaciones de ingredientes. Muy ricos los postres caseros.

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Restaurante La Plaza exquisito y seguro Santa Gertrudis (en la Plaza de la Iglesia) Tel. 971 197 075 Abierto: de Semana Santa a Octubre Horarios: noche Cierre: martes Precio: a partir de 35 euros COCINA: INTERNACIONAL. SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: es una antigua casa de pueblo rehabilitada. Mesas vestidas de blanco, con elegancia y mimo, siempre con velas. Es uno de los locales mejor iluminados de Ibiza, y su jardín, en la parte trasera, uno de los más románticos y encantadores. En el interior cuentan con un reservado para 14 personas. La entrada rústica, muy cuidada, es presagio de un local delicioso, con techos de vieja madera, pavimento de cemento gris brillante, muy liso, paredes blancas y retazos de luz insinuándose desde las hornacinas cuadradas. Desde hace unos años, una pintura roja con nebulosas azules, de gran formato y firmada por la ibicenca Julia, preside el espacio junto a un inmenso espejo y la chimenea rústica. AMBIENTE: Atmósfera tranquila y señorial. Transmite la sensación de gastronomía muy asentada. HAY QUE SABER: atravesar la puerta y recibir el abrazo de Bernard Bosc, que un día desembarcó en la isla procedente de Montpellier, es siempre un estímulo, pues cada vez que vuelvo a sus mesas me saluda con el mismo espíritu positivo. Me gusta, además, una de sus preguntas de principio de temporada: “¿Cómo estás? ¿Eres feliz?” En la cocina le secunda Reina, una magnífica chef gallega que borda el recetario. El servicio de la sala está a la altura. Es uno de mis preferidos.

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NO PERDERSE: la Sopa del día, sea cual sea, y ni una con crema de leche. Si coincide, tomen la de Verduras. La más reciente, deliciosa, la de Calabacín con almendras. Insuperables el Gratinado de Vieiras con Langostinos, y un clásico de la casa, el Confit de Pato. O medio Bogavante con sal Maldon, o el Foie hecho en casa. Los postres, insuperables.


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Restaurante La Raspa las buenas espinas Marina Botafoch. Ibiza. (aparquen y búsquenlo en primera línea, como todos los demás. No les costará encontrarlo) Tel. 971 311 810 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 45 euros COCINA: PESCADO Y MARISCO. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: correcta y tranquila, típica de un restaurante situado en un puerto deportivo. La terraza está tratada como una sala interior, con buenas piezas de mobiliario y mesas muy bien habilitadas. AMBIENTE: internacional. HAY QUE SABER: Denis Gentes, un personaje muy popular en Ibiza, está al frente, lo cual es garantía de buen servicio. Lo avalan todos los años que dirigió Clodenis, su restaurante de Sant Rafel que desafortunadamente cerró puertas en el verano del 2006 (al cierre de este libro se comentaba su reapertura). Los mediodías de invierno cuenta con el público más vip de la isla. Muy agradable la terraza con vistas al puerto y a Dalt Vila. El personal es bastante bueno, pero tampoco hay que tocar campanas. El ambiente es un poco más rígido que el que provoca la isla, probablemente por formar parte del puerto deportivo más “cool”. Hay gente bastante guapa, no especialmente definitoria de lo que es Ibiza, pero tienen asegurada la calidad gastronómica. Me gusta más en invierno que en verano, precisamente porque en los meses de más calor podría encontrarse en cualquier otro lugar costero. Mensaje para los buscadores y buscadoras de emociones: ligarán, seguro, con un “target” internacional y cosmopolita. Mucho navegante, tanto profesional como de tripulación contratada. Si buscan algo pijo, es “lo más”. NO PERDERSE: cualquier tipo de Pescado o Marisco (en vitrina).

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Restaurante La Tavernetta terraza en puerto Santa Eulària. Port Esportiu. Local 8 Tel. 971 319 317 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 20 euros COCINA: FUSIÓN ENTRE RECETAS EMILIANAS Y ROMAGNOLAS (ITALIA). SERVICIO: impecable. DECORACIÓN: en uno de los locales del Puerto Deportivo, cuentan con una terraza a pocos metros del pantalán, con mobiliario de madera, parasoles y vistas al mar. AMBIENTE: típico de un Puerto Deportivo, con un público amante del mar y conocedores de la cocina italiana de culto. HAY QUE SABER: un lugar realmente delicioso tanto por el trato como por la carta, y que me descubrió mi amiga Natalia Fenarolli. Lo conduce una familia al completo. La “mamma”, Mara, está en la cocina, su hijo Filippo y su nuera, Rossi, están en sala, aunque ella colabora en los fogones. Llegaron de Rizonne, muy cerca de Rimini, la región italiana de Reggio Emilia, ante la llamada de un amigo de su mismo pueblo. Rossi, que proviene del sector de la restauración, conocía la isla desde hace 18 años. Es la típica “trattoria” en la que se funciona en equipo, y en un equipo bien avenido. Son gente franca, cariñosa y muy cálida. Difícilmente se sentirán como recién llegados en este lugar. Durante una comida, Natalia me recomendó una novela memorable, “La pasión india”, la apasionante historia de Anita Delgado, la bailaora que se casó con un emir.

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NO PERDERSE: nada de esta carta merece el olvido. Tengan en cuenta que los Ravioli nacieron en la región Romagnola, el mejor aval para probarlos en este lugar. Yo los comí rellenos de calabacín y gambas.Toda la pasta la elaboran en la cocina y a mano. Geniales la Piadina, los Rosette rellenos de jamón, queso y espinacas. Deliciosos el Tiramisú, el Pastel de Chocolate con mascarpone, y el Limocello, hecho en casa con limones ibicencos.


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Restaurante Pastis pasaporte a Paris Ibiza. Avicenna, 2 (detrás del Teatro Pereira) Tel. 971 391 999 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: sábado y domingo a mediodía Precio: a partir de 35 euros COCINA: FRANCESA TRADICIONAL TIPO BISTRÔT. SERVICIO: bueno. DECORACIÓN: casa de pueblo restaurada, junto a la muralla de Dalt Vila. El pavimento es baldosa en blanco y negro y los techos están forrados de papel de diarios nacionales e internacionales, sistema ideal para amortiguar el ruido. Inmediatamente detrás de la puerta de acceso hay una densa cortina de terciopelo granate. El local es alargado, con una barra (incluido un jabalí disecado en lo alto), un banco corrido con tapicerías varias y mesas a la izquierda, y la cocina a la vista a la derecha. De las paredes cuelgan cuadros, espejos, tallas de madera, fotos y una estampa enmarcada de la Inmaculada Concepción con el Niño Jesús en brazos. Muy bien iluminado. En resumen, totalmente ecléctico. AMBIENTE: intimista y pluricultural. Mucha gente guapa y estilismos con mucho “charme”. HAY QUE SABER: al frente se encuentra una pareja. Él, Armed, es francés y jefe de cocina. Ella, Giselle, es brasileña y dirige la sala. El ambiente tras la encimera de la cocina es de trabajo frenético, de una pulidez extrema, con todos los cocineros ataviados con gorra y guantes. La carta corresponde a lo más típico de un “Bistrôt”: Todo productos de mercado y cocciones impecables. Nadie se sorprendería, de ser posible, que Piaff o Brel atravesaran el umbral para sentarse a cenar. O que al salir, la ibicenca Plaza del Parque se hubiera convertido en la parisina Plaçe du Vosgues. Permanentemente suenan notas del jazz más incitante a la acción. NO PERDERSE: la Andouillette, Salmón a la muselina de acedera, Escargots y la Ternera con “chalottes”. Vinos franceses, incluido el Chateau Lafitte, y españoles. Hay Dom Pérignon.

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Restaurante Plaza del Sol cena con paseo Ibiza. Plaza del Sol. Dalt Vila. Tel. 971 390 773 Abierto: verano Horarios: bar con tentempiés de día, cocina a partir de las 19,00 h Cierre: ningún día Precio: a partir de 40 euros COCINA: INTERNACIONAL. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: su emplazamiento en el antiguo casco urbano, en Dalt Vila, lo convierte en un espectáculo estético. Enclavada en una bonita Plaza, la casa por dentro es bellísima, y sólo la verán si acceden a propósito, pues el restaurante está en el exterior. Las mesas aparecen con estilismo de frutas y flores, iluminadas por el juego de sombras de las velas y protegidas con velas de lona. Hay una zona de sala de espera configurada con unos cómodos sofás. AMBIENTE: internacional, gente bien vestida y con cuidados detalles. Todo encaja: elegante, relajado y con las sensaciones que produce cenar con siglos de historia alrededor. HAY QUE SABER: pertenece, al igual que el Yemanjá de Cala Jondal, a la familia ibicenca Roig. El chef es Javier Roig, y al igual que su hermano Sergio, al frente del restaurante de la cala, es restaurador honesto con el producto. Mientras cenan disfrutarán del ir y venir de paseantes, con lo que podrán poner a prueba sus dotes de observación. Si tienen la suerte de coincidir con la brisa nocturna, les alcanzarán los aromas de las alcaparras que llenan las murallas. Me lo descubrió Leo Scacchi, un buen amigo y uno de los más renacentistas de mi lista, pues es tan genial restaurador como escultor.

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NO PERDERSE: los dos platos estrella de la carta son el llamado “Cielo y Tierra”, una Mousse de patata con foie y láminas de manzana al Calvados, y el Filete con salsa de trufa y setas de temporada. Como aperitivo especial, Sangría de Cava, elaborada con frutos frescos.


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Restaurante S’Oficina Sant Jordi. Las Begonias, 17. (Figueretas) Tel. 971 390 81 Abierto: todo el año Horarios: mediodía en invierno; mediodía y noche del 15 de Julio al 15 de Septiembre Cierre: consultar Precio: a partir de 40 euros COCINA: VASCA. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: es totalmente urbana, correcta y sin gestos isleños. AMBIENTE: ibicenco, peninsular y residentes en la isla. HAY QUE SABER: se trata de uno de los mejores recetarios de la isla, tanto por el contenido de la carta como por los puntos de cocción, impecables, la forma de vestir las mesas y el servicio. Comer en sus mesas sigue siendo el único pretexto para desplazarse hasta el lugar en que se ubica, pues a su alrededor discurre uno de las famosos intervencionismos ibicencos, fuera de toda concepción estética del urbanismo. Aún así, insisto, cierren los ojos al envoltorio y dedíquenle un mediodía, o una noche, porque merece la pena tanto por lo que respecta a los puntos de cocción del pescado como a la presentación en el plato. Los propietarios son Isabel y Luis, famosos gestores de la restauración cuya excelente dirección en cocina y en sala ya se demostró en Casa Irene, en el Pirineo catalán, que fue cita de culto de los que saben vivir. Como argumento de autoridad les servirá saber que los mejores chefs peninsulares lo consideran un lugar de culto de la buena cocina vasca. La Guía Michelin le ha distinguido con dos estrellas. NO PERDERSE: las recetas de Bacalao – realmente las dominan -, las preciadas Kokotxas y cualquier receta de pescado fresco por lo escasamente manipulado. Cualquier ingrediente es en esta casa sinónimo de primera calidad. Carta de vinos más que correcta, con diversas D.O.

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Restaurante Sa Capella un tipo de santidad Sant Antoni. (dirección a Sant Mateo) Tel. 971 340 057 Abierto: de Abril a Octubre Horarios: mediodía y noche Cierre: ningún día Precio: a partir de 40 euros COCINA: MEDITERRÁNEA DE AUTOR. SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: en la misma entrada, antes de acceder al imponente interior, encontrarán el patio y una pequeña barra de bar. Es un jardín pequeño, acogedor y bien iluminado, con las sombras suficientes para que tenga cierto aire de misterio. El resto de protagonismo se lo lleva un recinto que fue concebido hace cinco siglos como lugar santo: paredes de piedra, arcadas, pequeños altares, un confesionario y un púlpito. El mobiliario es clásico y bien escogido. AMBIENTE: educado, sereno y elegante. Delicioso el patio en verano, e inquietante y misterioso en el interior. HAY QUE SABER: en el siglo XVI, una familia ibicenca construyó una capilla que nunca fue consagrada. Se cuentan un sinfín de cuentos e historias populares acerca de este edificio con paredes de piedra, altares y recovecos propios de los lugares supuestamente sagrados. Lo que importa es que hace ya años a alguien se le ocurrió la idea de convertirlo en restaurante y ahí está, imponente y erguido como un templo, no a la santidad convencionalmente entendida, pero sí a la santidad de unos fogones de lujo por el ambiente y el entorno. Actualmente el propietario es Santi, un buen gestor gastronómico y con los criterios de quien tiene una personalidad vitalista y sabe aprovechar lo bueno de la vida. ¿Una garantía de calidad y corrección? El haber visto a Juan Mari Arzak y a Felipe de la Peña sentados en sus mesas, dos artistas incuestionables de los fogones.

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NO PERDERSE: la Sopa de tomate con mozzarella y albahaca, los Pimientos del piquillo rellenos de mejillón, Solomillo con arroz verde, y la incuestionable Dorada a la sal. Difícil de olvidar un postre en concreto: la sopa de fresas al balsámico, con pastelito de chocolate y helado de nata.


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Restaurante Sa Cornucopia donde se duerme la lengua Santa Gertrudis. (miren la fachada de la Iglesia y desciendan por la calle de la izquierda. Giren la primera a la izquierda de nuevo, y allí está) Tel. 971 197 274 Abierto: todo el año Horarios: noches Cierre: domingo Precio: a partir de 40 euros COCINA: PRODUCTOS AUTÓCTONOS CON TOQUES AFRANCESADOS. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: son encantadores e íntimos los dos patios, el de la entrada y el posterior. El comedor es uno de los más agradables en las noches más frías, y está bastante bien iluminado, muy cálido y acogedor. Verán distintos pavimentos: una parte de adoquines, otra de toba rústica, otra de cemento… AMBIENTE: mezcla de diversas nacionalidades y armonía entre los colores de la decoración, los aromas a puchero que surgen del fondo del local, de la cocina, y la sensación de cenar en la más absoluta intimidad. HAY QUE SABER: Lo gestiona su propietario, también chef, Paul Milden. La restauración le viene de casta a este inglés que tuvo restaurante en Lyon durante 20 años. Hace 10 años montó este restaurante y la tradición termina con él, pues ninguno de sus cuatro hijos tiene intención de continuar con el negocio. En la mesa central, en una ocasión cenando con mis amigos Andrés y Clarisa, Carlos, el de Salamanca, y el genial Matías, pedí Sopa de calabaza especificando “sin picante”. Se me durmió la lengua de lo que picaba. No sé si cuando lea estas líneas Paul seguirá a pie de fogones, pues su intención, ya cumplidos los 60, es traspasar el restaurante y retirarse “a hacer nada”, dice. NO PERDERSE: cualquier receta que incluya Calabaza, un ingrediente autóctono que Paul domina muy bien. Delicioso el Foie, el Chuletón de Buey y el Confit de Pato al horno. Si hay pescado estén tranquilos porque es fresco. De otro modo, ni lo proponen.

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Restaurante Sa Punta vistas a Dalt Vila Platja de Talamanca. Ibiza. (vayan hasta Jesús y tomen la carretera de Cap Martinet. A unos 2 km., a la derecha, verán indicado el desvío hasta el mar) Tel. 971 193 424 Abierto: de Semana Santa hasta Octubre Horarios: mediodía en Abril y Octubre, mediodía y noche de Mayo al 15 Septiembre. Horario ininterrumpido de 11horas a 2 de la madrugada Cierre: martes en Abril Precio: a partir 45 euros COCINA: MEDITERRÁNEA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: muy cuidada, propia de un restaurante más que de un chiringuito, con mobiliario de teka, velas sobre las mesas, buenos manteles y correcta vajilla. La iluminación es sugerente pero excesivamente tenue. AMBIENTE: turismo de verano, gente guapa y arreglada, ya sea con marcas de moda internacionales o rollito “ad-lib”. HAY QUE SABER: pertenece al grupo Pachá y lo dirige Rodolfo. Está muy bien situado, en un extremo de la Bahía de Talamanca, y con un espectacular amanecer a las 7 de la mañana en pleno verano (aunque el chiringuito no está abierto a esa hora y probablemente ustedes, como yo, duermen). Es habitual encontrar caras conocidas y es uno de los restaurantes más agradables en el mes de agosto, sobre todo por su situación. Se sentirán casi tan bien con un pareo – de lujo - como con un equipo completo del “fashion” más compulsivo. Es igual de agradable a la hora de comer que a la de cenar, y casi siempre se escucha buena música. A mediodía es de los más frescos en pleno verano. Si la intención es ligar, en agosto se suele conseguir (casi siempre con propuestas nacionales). Una noche coincidí con Boy George, sobrio, despejado y extrañamente simpático. Créanme, es difícil.

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NO PERDERSE: los Club Sándwich de mediodía. En la carta nocturna, el Atún rojo con salsa de cítricos y la variedad de Ensaladas.


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Para picar… Los lugares que aparecen en este apartado son para sentarse a comer algo muy concreto, bien porque es la única propuesta o bien porque el resto de la carta no es mencionable. Resérvenlos para días con escaso apetito. Además de los que les indico, hay un lugar de culto al Jamón de Jabugo – extrañamente lo encontrarán de calidad en la isla debido a la humedad – en Sant Antoni, al final del Passeig Marítim. Se llama El Tiburón, y el desplazamiento merece la pena para buenos catadores: buen color, buen corte y mejor sabor. Hay paradas que son más ambientales que de tapeo. Una es Anita’s, el bar de Sant Carles, junto a la iglesia, que aún conserva los buzones a los que en los años 60-70 llegaba todo el correo del norte y del este. Era la única forma para que los carteros no dejaran el alma en el campo buscando destinatarios de imposible localización. También en Sant Carles, un poco antes de llegar al pueblo viniendo de Ibiza, verán el Bar Las Dalias. Es perfecto para comerse una torrada de pan de payés con sobrassada o una tapa de albóndigas. Si van el sábado se encontrarán con el overbooking del Mercadillo. No les sorprenda cruzarse con Cayetana de Alba, Nina Haegen o Keith Richards. Las mejores tortillas las comerán en Santa Agnès, en Cas Cosmi. A su propietario, Toni, le llaman “el sonrisas”. Si van, ya sabrán por qué. Y si le encuentran de mal humor habrán escrito una nueva página de la hospitalidad ibicenca. Cuando la carretera no era más que un camino, la madre de Toni ofrecía a los caminantes una tortilla de un huevo de sus gallinas, para que siguieran ruta con algo en el estómago. Así empezó y así sigue. Si les apetece un Bocadillo les hablarán de Can Costa, en Santa Gertrudis. No esperen ninguna maravilla. Lo que merece la pena realmente es sentarse en las sillitas bajas y mesas dispuestas en la acera y ver pasar a propios y extraños mientras se comen un bocadillo de presunto Jabugo. Insisto, no obstante, que la mayoría de veces la presunción es cosa de la humedad, ni del cerdo, ni del tabernero.

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En Ses Arcades, el Hostal de carretera junto a la gasolinera de Sant Joan, pueden comerse deliciosas y crujientes alitas de pollo. Y los postres de Lina. Su padre fue el artífice de este lugar, las primeras habitaciones de alquiler que tuvo la isla. Muy cerca, en el cruce con la carretera de Benirrás, verán Can Curuné. Me entusiasma este lugar porque nunca hubiera esperado comer allí tan delicioso Crêpe de marisco. Genial la terraza y el ambiente. Si necesitan peluquería, justo detrás está Neus, que ha montado un local espléndido y les dejará “niquelados”. No se pierdan las butacas de las picas. Neus acciona un mando y mientras les lava el cabello les masajean espalda y piernas. FELIZ TAPEO!!!

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Restaurante El Flotante con los pies en el agua Platja de Talamanca. Ibiza. (Mirando al mar y teniendo a la derecha Marina Botafoch, es el primer chiringuito a la derecha, junto al Hotel Argos) Tel. 971 190 466 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: domingo Precio: a partir de 25 euros COCINA: MEDITERRÁNEA. SERVICIO: correcto DECORACIÓN: mesas y sillas de plástico, propias de chiringuito. En el exterior, el pavimento es la propia arena y un techo de cañizo protege del sol. Las vistas a la Bahía forman parte de la escenografía. AMBIENTE: doméstico y familiar. HAY QUE SABER: existe desde los años 60, los manteles son de plástico en el interior y en el exterior son rectángulos de papel en los que aparecen los mapas de Las Pitiusas (por cierto, muy prácticos por lo esenciales). Lo dirige Baltasar, un andaluz que ha conseguido tener una clientela heterogénea y variada, desde la más popular hasta la más “vip” en verano. Parte del éxito hay que atribuírselo a las sardinas a la plancha con ajo y perejil, a las ensaladas de tomate y a la paella (esta última me parece demasiado aceitosa). Es uno de los mejores lugares para cenar las noches de luna llena. Prueben a pedir un deseo. Debe tener algo de mágico (como ocurre en S’Estany des Peix en Formentera), porque una noche, compartiendo sardinas, luna y mar, pedí al destino que algo o alguien, no sé qué o quién, me ayudara a cambiar mi vida y lo conseguí. A mejor, claro. Si son escépticos, piensen que de alguna manera se forman las leyendas. NO PERDERSE: las Sardinas y el Tomate para picar. Podrán comérselos con los pies en el agua.

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Restaurante Rincón del Marino tapas deportivas Port Esportiu de Santa Eulària. Tel. 971 336 335 Abierto: todo el año Horarios: comidas y cenas Cierre: lunes de verano Precio: tapas a 3 euros, platos combinados a partir de 4,50 euros, bocadillos a partir de 3,20 euros. COCINA: MEDITERRÁNEA. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: típico restaurante marinero de puerto deportivo, con vitrinas en las que exponen tapas y platos varios. Hay una terraza en el exterior, con parasoles de lona azul marino. AMBIENTE: deportistas y residentes en la isla. HAY QUE SABER: El ambiente es principalmente marinero y escasamente “snob”. Es propiedad de CAS BOMBER, lo cual evidencia que su propietario es bombero. La cocinera se llama Loli y es gallega; los días que le apetece organiza un menú, y en invierno el plato estrella es el cocido. Las noches de verano hay grill en la terraza, junto a los amarres. Me lo descubrió el hermano de Verónica, del Casi Todo. Él es monitor de vela y me llevó allí una tarde después de impartir un curso práctico para invidentes. Es genial, apasionado y comprometido con su trabajo, que es también su pasión. NO PERDERSE: Las Patatas ibicencas fritas, las Albóndigas y el chuletón. En las tapas, las Alitas de pollo fritas, los “Frits” de pulpo y de tocino y los Pimientos rellenos.

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Restaurante El Zaguán montaditos para hambrientos Bartolomé Rosselló, 15. Ibiza. (cerca de La Marina) Tel. 971 192 882 Abierto: todo el año Horarios: mediodía y noche Cierre: miércoles Precio: a partir 15 euros COCINA: VASCA Y TAPEO TRADICIONAL SERVICIO: muy bueno. DECORACIÓN: totalmente rústica, parecida a las tascas del País Vasco, con pizarras en las paredes anunciando los platos. AMBIENTE: ibicenco y peninsular. HAY QUE SABER: lo dirige el matrimonio formado por Carolina Cava de Llano y Manuel Jordán, que dejaron Barcelona para instalarse en Ibiza hace algo más de 6 años. Carolina es una obsesa de las buenas calidades y los productos de primera. Además de su faceta restauradora, forma parte de la plantilla de un centro sanitario. En los periodos de vacaciones en la universidad, les ayudan en la barra y en la cocina sus tres hijos: Willy, Santi y Manuel. Se van de vacaciones pero sin fecha concreta, cuando pueden y el trabajo lo permite. Verán tapas de todo tipo, en la barra y escritas en las pizarras. Todas son de buenos productos y lo que les costará es elegir sin reventar en el intento. NO PERDERSE: Callos, Atún encebollado, Garbanzos, Alubias, Pulpo a la gallega, Habas, Huevos a la vasca, Pimientos de Padrón, Calamares a la andaluza, Choricitos al txacolí…

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Chiringuito Cala dels Moltons sardinas al final del camino Port de Sant Miquel. (mirando el mar de frente, diríjanse hacia el último chiringuito de la izquierda. Asciendan por el camino de tierra y en 10 minutos habrán llegado a la cala) Tel. 651 98 109 Abierto: de Mayo a Septiembre Horarios: cada día hasta el atardecer y viernes por la noche Cierre: ningún día Precio: 20 euros COCINA: ENSALADAS Y BOCADILLOS, PARRILLADA DE CARNE Y PARRILLADA DE SARDINAS LOS VIERNES DE VERANO A PARTIR DE LAS 19,00 HORAS. SERVICIO: amable y correcto. DECORACIÓN: de chiringuito de playa, con mesas alargadas sobre la arena las noches de los viernes. El lavabo hay que improvisarlo entre los árboles. AMBIENTE: todas las edades, muchos ibicencos, divertido, informal… El de una playa minúscula en la que los viernes se incluye un atardecer colectivo. Sol desde las 11 de la mañana hasta las 16 horas. En verano, una hora más, aproximadamente. HAY QUE SABER: este es el feudo de Juanito, trabajos varios en invierno y “Juanito des Moltons” en verano. Es imprescindible pedir turno los viernes, y absténganse si no les gusta, no les apetece o no pueden caminar. Aunque también pueden acceder por mar desde el Port de Sant Miquel: es el primer recodo a la izquierda y les será fácil fondear. Si deciden ir, háganlo con atuendo playero o muy informal. Tan sólo llegar verán una parrilla gigante repleta de sardinas, de esas grandes, generosas, de brillantes matices de plata, y se sumergirán en una melodía de “criks”, el lenguaje que la leña de encina utiliza para convertir el manjar más sencillo en el plato más exquisito. No dejen de detenerse en el punto más alto del camino para observar el paisaje. Son muchos mis recuerdos de este lugar. Quizás el más especial es el de una noche de finales de Septiembre en que nos juntamos a comer sardinas para celebrar, así lo decidimos entre amigos, la Nochevieja. Fue una situación entre “freak” y surrealista, pues compré uvas, gorros y serpentinas y ningún visitante de los que había allí aquella noche dudó en sumarse a la fantasía. Una anécdota añadida fue que al día siguiente nos deseábamos ¡Feliz Año Nuevo!

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NO PERDERSE: las Sardinas de los viernes y el mar de cada día.


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Restaurante Can Solaietas el arte del bocadillo Sant Miquel. Carretera de Sant Miquel a Sant Mateu Tel. 971 334 567 Abierto: todo el año Horarios: mañana, mediodía y noche Cierre: lunes noche Precio: a partir de 10 euros COCINA: BOCADILLOS, PIZZAS, ENSALADAS Y SARDINAS LOS MIÉRCOLES. SERVICIO: correcto. DECORACIÓN: casa payesa en el campo, con mobiliario rústico en el interior. Espléndida terraza en el exterior, divertida y muy social, con sillas y mesas de plástico. AMBIENTE: punto de encuentro de gente de toda la isla que aprecia los buenos bocadillos. Se encontrarán cómodos vistan como vistan. En la terraza se juega al dominó, a las cartas, al parchís… lo que se les ocurra. HAY QUE SABER: le queda poco para celebrar su centenario. El paisaje alrededor es el del auténtico campo ibicenco, árido y austero, y una de las zonas más bellas del interior de la isla. Tienen muy buen pan, buenísimos tomates autóctonos y buen aceite de oliva, ingredientes de honor para el mejor de los bocadillos. Durante el último invierno han ampliado el porche y lo han cubierto con laterales de plástico rígido para “ganar” espacio interior. Lo están ampliando también por la parte de atrás, con lo que se pueden encontrar con cualquier cambio al visitar el lugar. Es extraño el día que no me encuentro allí a amigos irrepetibles como Tete y Sofía. O el verano que nos citábamos en el patio con Ania y Guillaume, los polacos, una pareja que apareció un mes de Junio y que desapareció de nuestras vidas en Septiembre. Suele suceder en Ibiza, la gente viene y va. Pero por alguna razón, algún día reaparecen y se comportan como si nunca se hubieran marchado. NO PERDERSE: los Batidos de frutas del desayuno y cualquier Bocadillo con el más imaginativo de los rellenos: Salmón con queso, “Sobrassada” ibicenca con miel… Todo vale.

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Notas, reflexiones y apuntes Las siguientes páginas son sólo para ustedes. Para que anoten todo aquello que les apetezca. Les animo incluso a que me envíen un e-mail (anna@factoriagroup.com) con cualquier sugerencia, tanto si descubren un lugar nuevo como si no están de acuerdo con lo que les he contado en mi viaje entre mesas.

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Misterio en el Ayuntamiento Vivían en una calle tranquila de Dalt Vila. Les gustaba vivir allí –excepto en verano, que se volvía insoportable por la afluencia de turistas– a pocos metros del antiguo seminario cuyas celdas se habían convertido en apartamentos de diseño. Mientras tomaba una reconfortante ducha, Mercedes pensó que Manolo era el único culpable de lo sucedido porque se había metido en la cama sin cumplir con su parte del pacto de convivencia. Sacar al perro, tirar la basura al contenedor y pasar el aspirador eran sus obligaciones. Al fin y al cabo, ella tenía muchas más. Unas horas antes, Manolo se había ido a dormir sin sacar ni a Pipo ni la basura. Ella entró en el dormitorio dispuesta a despertarle, pero se arrepintió al verle dormir tan profundamente. –Ya le pegaré la bronca mañana– pensó. Había cocinado albóndigas con verduras para sus invitados: doce personas. La cocina estaba recogida y ya se había puesto la crema hidratante en las manos cuando se dio cuenta del asunto del perro y la basura. Así es que colocó la correa a Pipo –tardó diez minutos en dar con ella porque Manolo nunca la dejaba en la entrada–, ató la bolsa de basura (cómo odiaba ese gesto), cogió las llaves y salió a la calle. Eran las tres de la madrugada y ni se le ocurrió llevarse el móvil. Soplaba el aire fresco de otoño. Mercedes caminó con Pipo por la soledad de la calle. Era un placer pasear sintiéndose el único habitante de la isla. Paseó hasta la plaza del Ayuntamiento y se dirigió al contenedor. Agarró el asa sucia y asquerosa para levantar la pesada tapa y apartó la cara para evitar los repugnantes efluvios de todo lo que había desechado el barrio. Sintió la cercanía de unas gambas fritas con aceite reciclado, la acidez de los tomates aderezados con orégano, el aroma a canela de algún amante del arroz con leche, pañales de bebé, cáscaras de huevos demasiado hervidos… Un menú nada despreciable, excepto por los pañales, si no hubiera estado en proceso de putrefacción. Ya libre de la basura siguió paseando con Pipo en un intento de recuperar aire sano para los pulmones. Descendió hasta la Plaza del Parque, extrañamente desierta. Ni un alma en pena, ni un yonkie, ni un policía, nadie, sólo ella y Pipo. Llevó sus pasos hacia La Marina pasando por Vara de Rey. El Montesol estaba cerrado a cal y canto; de no haber sido así se hubiera detenido a comer uno de sus deliciosos mixtos de jamón y queso.

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Habían pasado ya muchas horas desde las albóndigas. El puerto parecía un escenario fantasma, y en algunas calles se oía el eco de la brisa marina que anunciaba que el clima agradable llegaba a su fin. Mercedes se sentía bien. Empezó a lloviznar, así que inició el camino de vuelta. Pipo, ya suelto, se mostraba encantado con el paseo, dejando su marca en todas las esquinas y yendo de un lado para otro sin apartarse demasiado de su dueña. La lluvia se hizo más insistente a media subida y Mercedes aceleró el paso temerosa de que cayera una de esas tormentas implacables. En unos minutos más fue en verdad implacable, pero ella y Pipo ya habían alcanzado el portal de madera de su casa. Buscó y rebuscó las llaves en sus bolsillos y no las encontró. Pipo la miraba sin comprender por qué no abría la puerta. Tocó el timbre, aporreó la puerta, pero Manolo no la oyó. ¿Dónde estaban las malditas llaves? Volvió atrás con el pensamiento, intentando recordar todos sus pasos. ¿Las habría perdido? ¿Tendría algún agujero en los bolsillos del pantalón? Ninguna hipótesis encajaba, y tanto ella como el perro estaban empapados. Ya cuando un ataque de nervios estaba a punto de hacer aparición, Mercedes se vio a sí misma lanzando la bolsa de basura al contenedor con la misma mano en la que sostenía las llaves. Sin duda allí estaban, al fondo, mezcladas con los residuos putrefactos y malolientes, frente al Ayuntamiento. Corrió cuesta abajo hasta llegar de nuevo a la plaza. Pipo la siguió ladrando con extrañeza. Mercedes miró el contenedor y se armó de valor. No tenía más remedio que meterse dentro para buscar las llaves. Abrió la tapa y se lanzó al asqueroso objetivo. Tras unos eternos minutos removiendo la basura las encontró. Quedaba salir del contenedor, lo que no resultó tan fácil como entrar. La lluvia, mientras, caía sin piedad alguna como una catarata desbordada. Intentó dar un salto, pero no lograba salir de allí. Pipo estaba desesperado por no poder ayudarla. Finalmente lo consiguió volcando el contenedor, de modo que incontables y multicolores bolsas de plástico rodaron por el pavimento de gastados y mojados adoquines dejando al descubierto, esparcidos impunemente, cabezas de gambas, patatas podridas (¡qué mal olían las condenadas!), pañales, pieles de frutas, de tomates, cáscaras, espaguetis, huesos, envases de leche, cajas vacías…todo aquel menú, y más, que hacía una hora poco más o menos había alcanzado su olfato. Cuando por fin consiguieron ella y el perro entrar en

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Misterio en el Ayuntamiento casa estaba ya amaneciendo. Manolo se despertó y la vio parada en la puerta del lavabo. Estaba empapada, por el suelo y con pieles de plátano, frutas mordidas, huesos de pollo, cáscaras de huevo, cristales, de todo, por encima de ella misma. Pipo les contemplaba jadeando. –¿Qué te ha ocurrido?– preguntó atónito Manolo. –Nada importante– respondió ella. He salido a dar un paseo con Pipo y nos hemos mojado. Está lloviendo. –¿Y esta porquería del suelo? –¿Qué porquería? Yo no veo ninguna porquería. Anda, vete a la cama que estás soñado. Manolo se rascó la cabeza incrédulo y volvió a la cama. ¿Será cierto que es un sueño?, pensó. Mercedes no se veía capaz de contarle en aquel momento todo lo sucedido. Sólo quería dejar caer el agua hirviendo de la ducha sobre su cabeza y frotarse con jabón hasta sentir dolor. Ya se lo contaría; como le contaría que nunca, nunca más, sacaría la basura. A las ocho menos diez de la mañana, el primer funcionario que llegó al Ayuntamiento no daba crédito a la dantesca visión que tenía ante sí. Al día siguiente, en las portadas de los tres diarios ibicencos había una imagen del panorama con un titular y un pie de foto. En uno de ellos –los otros dos eran parecidos– el titular decía: VANDALISMO EN DALT VILA En el pie de foto se leía: Panorama, a primera hora de ayer, del acto vandálico producido en la puerta del Ayuntamiento de Dalt Vila. La policía investiga la causa que puede haber llevado a alguien a cometer semejante acción de anti-civismo. Mercedes y Manolo, que ya estaba enterado de lo sucedido, se marcharon dos semanas de vacaciones a Valencia. Por si acaso.

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El conejo tántrico Una de las más increíbles historias que había oído Pilar fue en un Agroturismo de Ibiza, en uno de los pocos que conservan su esencia: gallinas, conejos, patos… Pasó allí unos días y cada mañana escuchaba la misma frase entre Catalina y Miquel, los propietarios, a la hora del desayuno: -¿Le has dado el desayuno a Elvis?- preguntaba Catalina. -Sí, tranquila - respondía él invariablemente. Así, cada mañana. Pilar no volvía a pensar en el tal Elvis hasta que presenciaba de nuevo la escena al día siguiente. Al tercer día de su estancia ya sabía que allí no había ningún niño. Ni nadie visible que respondiera al nombre del rey del rock. Así es que, llevada por la curiosidad, el último día, al pagar la cuenta preguntó a Miquel: -¿Me puede decir quién es Elvis? -Es uno de nuestros conejos.- le respondió. -¿Y le dan el desayuno cada mañana? -Es un conejo muy especial. Es tántrico. Nunca había oído nada semejante. Miquel la condujo hasta el corral y le mostró a Elvis. Era, aparentemente, un conejo como los demás. Incluso un poco más pequeño. -Es el único macho de esta jaula, le explicó. Los demás son hembras. Usted sabrá que los conejos tienen un sistema ilimitado de reproducción por la capacidad de recuperación del macho. Pilar asintió con cara de estúpida porque Miquel sonreía veladamente. Siguió hablando: -Elvis es especial por lo contrario. Monta a las hembras y jamás termina su tarea, con lo que ellas se quedan satisfechas y se reproducen al ritmo que a nosotros nos conviene. De vez en cuando cambiamos a Elvis por un semental normal, y todos contentos. Pero hemos comprobado que si no le damos los cuernos de un croîssant para desayunar, Elvis eyacula igual que los demás conejos. Por eso nos preocupa tanto su desayuno. ¿Comprende? ¡Cómo no iba a comprenderlo! Un conejo tántrico…Que come croîssant ¿a quién le extraña? Pilar sintió que debía salir de allí a toda prisa ante el temor de convertirse en uno de esos personajes desaparecidos de novela negra. Ya en el avión, bajo los efectos de un sedante, su ataque de risa fue incontenible. El sueño de muchos hombres hecho conejo, pensó.

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Olivas amargas Caminaban en silencio con los pies descalzos sobre la arena, por la orilla. Iban cogidos de la mano; ella jugaba a escapar de las olas y él sonreía viéndola saltar sobre la espuma. Sofía les observaba con la sana envidia que siempre le producían los que se aman pareciendo confiar el uno en el otro. Eran muy jóvenes; a lo sumo tendrían diecisiete años. Lo más probable es que todavía no hubieran dejado en el camino ni un retazo de la confianza que se tenían el uno al otro. Sofía tomó la cámara y les enfocó con el teleobjetivo. Ciertamente parecían amarse y confiar. Un súbito ¿qué va usted a tomar? la desvió del camino de la envidia. -Unas anchoas y un vino blanco- dijo. -No tenemos anchoas - respondió el camarero. Su tono era tan relajado como estudiado. Evidentemente no era la primera vez que se producía la escena. -Pues unos berberechos – siguió ella. De nuevo obtuvo la respuesta rápida del que siempre la lleva preparada: Tampoco tenemos. Apenas hay en la isla. -¿Qué tienen? – preguntó. Y soltó la parrafada: -Olivas y bolsa de patatas. O si quiere, nachos y cortezas. -Bien – dijo resignada -, tráigame unas aceitunas. -Son olivas amargas – aclaró el camarero. Sofía aborrecía las aceitunas amargas, pero ya cansada dijo: -No importa, tráigalas. La parejita de la playa había llegado hasta el extremo de la cala. Estaban sentados en el murete de piedra, sacudiéndose la arena de los pies para calzarse las abarcas. Mientras lo hacían se miraban, hablaban, sonreían. Sofía recordó qué estaba haciendo allí sola, comiendo unas aceitunas amargas y bebiendo una copa de vino blanco. La confianza la había conducido hasta la playa del norte, la más alejada. Allí no corría el riesgo de encontrarse con quien no deseaba toparse, con William. De todas sus historias de amor, la de William había sido la de peor final. Sofía nunca había pretendido ser amiga de sus parejas una vez concluida la relación. Es más, ella pensaba que cuando ha habido amor, difícilmente, por no decir imposible, se puede alcanzar un estado de complicidad. ¿De qué forma podía

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conseguirse tras saber cómo huele el otro, cómo ama, cómo siente, cómo toca, cómo come, cómo duerme, sabiendo que es otra persona quien comparte tales momentos? Se conseguía, quizás, pero no con los grandes amores, sólo con las relaciones intermedias y mediocres. La de William no había sido una relación mediocre. Sofía se consideraba afortunada por haber amado intensamente en tres ocasiones, y a los tres les quería bien lejos, bien borrados y olvidados. Él, el próspero agrónomo descubridor del gen de las aceitunas amargas, había sido el tercero y ella le intuía el último. No por haber dejado de creer en el amor, sino porque no podía ser tan afortunada de amar una cuarta vez. Si algo había dejado en el camino, si algo podía apartarla del amor, era la confianza, esa virtud que se produce en el momento en que dos personas se unen. Porque la confianza no se gana, sólo existe y, en cualquier caso, se pierde, pensó. Después de Alejandro y Lucas, William le había arrebatado los últimos esbozos de confianza. Abandonó las aceitunas malditas, las del gen, y caminó hasta acercarse donde estaba la parejita, cuya actitud jovial había dado paso a gestos de dolor y de enfado.. –¿Acaso no confías en mí?– preguntaba él. –No es cuestión de confianza– decía ella –, sino de que sé que estás mintiendo. No estabas viendo la tele, estabas en Amnesia, te vieron. “Proverbial”, pensó Sofía. Ella, la chica, aún no sabía que el camino de las preguntas es largo y angosto, y el de las respuestas doloroso y cruel, estúpido a veces. Pero si aquella era una chica valiente preguntaría siempre, y si él era un cobarde mentiría siempre. A Sofía le hubiera gustado detenerles y decirles: “si os amáis no indaguéis, no preguntéis, no atéis cabos, sólo vivid uno junto al otro, sólo sentid, sólo amad, no busquéis respuestas más allá de vuestro interior. Cuentan los sentimientos, no los errores. Ellos, los errores, son los enemigos de la confianza, pero el peor enemigo de vuestro amor sois vosotros mismos”. Sofía no dijo nada. Les dejó sentados sobre el muro, llorando ella y con la mirada asustada él. La historia se repetía de nuevo. ¿Es que no había forma de saber antes de vivir?

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Te quiero un güebo Aún habiendo sido siempre una persona transgresora y provocadora, Angélica no entendía cómo algunos podían agredirse con piercings y tatuajes. ¿Era necesario provocarse dolor para verbalizar declaraciones de principios de pasotas de dudoso diseño? Tatuarse parecía hacer más a los hombres, en épocas en que a muchos hombres les gustaba jugar con la ambigüedad. En cuanto a las mujeres, el tatuaje era para otorgar fuerza gráfica a las de aspecto blandito y un toque masculino a las chicas más duras. Respecto al piercing, con el pánico que le tenía al dentista, no cabía en su cabeza que alguien pudiera agujerearse la lengua. Ella, que siempre pensaba que el torno se escurriría de entre las manos del odontólogo, no podía ni pensarlo. ¿Y agujerearse el pene? ¿A quién diablos se le podía ocurrir semejante estupidez? Alguien le había dicho que de este modo se producía un mayor placer sexual. ¿Se les habían olvidado acaso las manos? Probablemente sí. De lo que estaba segura es de que no tenía intención de irse a la cama con un tipo que llevara un pendiente en la entrepierna. Angélica pensaba en todo ello mientras esperaba en una terraza de Es Cubells, junto a la Iglesia y mirando al mar. Le gustaba aquel mirador, tanto como las aceitunas partidas y el pan payés untado con alliloli de los que estaba dando cuenta mientras esperaba a Jesús. Últimamente su amigo estaba muy ocupado. Le habían nombrado jefe de prensa de Presidencia y las elecciones estaban a la vuelta de la esquina. Ya le había comentado que llegaría tarde. Un tipo de aspecto poco ventilado se sentó cerca de ella. Vestía una cazadora de cuero y unos jeans pasados de moda. Era primavera y el sol empezaba a apretar, así que antes de cinco minutos se deshizo de la cazadora dejando al descubierto los brazos. No quedaba en ellos ni un milímetro por agredir. Pero el suyo no era un tatuaje como los demás. Parecían frases conectadas; más bien un texto. Angélica estaba intrigada. Tenía que leer a toda costa las palabras tatuadas. A pesar de su galopante hipermetropía, tenía la suerte de ver perfectamente de lejos. Sólo debía acercarse un poco. Había una mesa a la sombra, así que miró al tipo y le sonrió. Simuló tener mucho calor y se trasladó con sus aceitunas y el allioli a una mesa en la sombra, junto a la de él. Funcionó, porque pudo empezar a leer en letra caligrafiada en el brazo derecho:

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“Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así, qué delito cometí contra vosotros naciendo. Aunque si nací ya entiendo…” Había palabras que no alcanzaba a leer porque estaban escritas en la parte anterior de los brazos, pero no era necesario. En el extremo del brazo derecho, junto a la muñeca, se leía el final: “¿qué es la vida? Un frenesí; ¿qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción. Que el mayor bien es pequeño, y toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. Estaba claro que llevaba impreso en la piel La vida es sueño. Su asombro llegó al máximo cuando leyó la firma. No era Calderón de la Barca quien se atribuía los pensamientos de Sigfrid encadenado, no, era un nombre, Jenny. En un momento en que el tipo tatuado levantó el brazo para hurgarse un rato en la nariz, Angélica leyó el resto: Jennifer, te quiero un güebo. Por fin un tatuaje tenía sentido, porque en aquel momento, Angélica recordó una conversación que tres años atrás había mantenido con Gabriel García Márquez acerca del lenguaje. Fue una tarde en Flash Flash, una famosa tortillería de Barcelona. – Hay que jubilar la ortografía – le había dicho el maestro. Charlaron una hora acerca de ello y Angélica terminó por darle la razón, había que jubilarla en favor del lenguaje, mucho más vivo y con mayor sentido. Reflexionando unos minutos más, y aún hurgándose el tipo por los recovecos más profundos de su nariz, Angélica llegó a otra conclusión, la del dolor visual que le producía la palabrita de marras escrita de aquella forma. Jesús llegó agobiado por su propia tardanza. Se lo contó, rieron, y disfrutaron como enanos de unos huevos fritos con patatas. ¿O eran unos güebos?

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Las Hadas verdes Le había costado casi un invierno que Pauline aceptara su invitación a cenar. La vio por primera vez tras la barra de un bar de Sant Josep y ya no se tomó la absenta de media tarde en ningún otro lugar. Ella llegaba a las seis en punto, se colocaba el delantal sobre el vaquero y la camiseta negra, y conducía sus manos hacia la nuca para atar las cintas debajo de la cabellera negra, larga, rizada, brillante. Gerard no se habría perdido aquel ritual diario por nada del mundo. Sentado en la silla de madera y mimbre, en el rincón más alejado de la barra, la miraba en silencio mientras imaginaba que los cabellos de ella le recorrían el cuerpo provocándole ese eterno cosquilleo que se recupera al rememorar bellos y gloriosos momentos. Ya con el delantal en su lugar, Pauline le miraba, le sonreía, y con un gesto de asentimiento decía: toute suite, monsieur. A ella también le resultaba agradable tenerle allí sentado día tras día, viendo cómo sacaba de una pequeña funda de cuero una cucharilla de plata para, acto seguido, colocar en ella un terrón de azúcar y derramar sobre él la bebida de las hadas verdes que Oscar Wilde inmortalizó. Le caía bien aquel tipo. Tenía un físico agradable, íba limpio y le gustaba cómo vestía: jeans clásicos, jersey de cuello alto y botas camperas. Le atraía, pero sentía cierta desconfianza. No había conocido a nadie aficionado a beber una absenta a media tarde, y había oído tantas leyendas inquietantes acerca de aquel licor, que mantenía cierta suspicacia ante el personaje. Ella sabía de él que era marsellés, abogado en período sabático y divorciado. Él de ella, que había llegado a la isla a los dos años con su familia procedente de Paris. Gerard quería llevarla a cenar a su casa, pero ella dudaba. –Me encanta cocinar– decía él. Si algo me sale bordado es la Boullavaise, y me gustaría mucho cocinarla para ti. Vivo en el campo, cerca de Sant Rafel, con mis perros, un loro, una tortuga africana y cientos de libros de cocina. –Lo siento– le contestó ella la primera vez. Sólo dispongo de una noche libre a la semana y apenas me da tiempo de pasarla como más me gusta, que es haciendo exactamente nada. El repertorio de respuestas a la propuesta siempre inamovible de la Boullavaise era variado: he quedado para ir al cine, ceno con una amiga, mi hermana

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está en la isla y la voy a ver, he de visitar a mi madre. Siempre excusas. Gerard no estaba dispuesto a abandonar. Le gustaba demasiado Pauline. ¿O era el simple gesto de atar las cintas de su delantal bajo la melena lo que le transportaba al firmamento? Tendría que averiguarlo porque, en realidad, una vez se había tomado la absenta y se había paseado en sueños por la nuca de la chica, Gerard abría su libro y leía durante unos minutos, hasta que llegaba algún conocido y compartía su tiempo contándole historias poco o nada interesantes. Otros moscones, mientras, intentaban, como él, atraer la atención de Pauline. Pero no eran franceses y él sí. Y si algo había aprendido al vivir en la isla es que a pesar de las etnias que en ella conviven, a la hora de la verdad sólo se interrelacionan, más allá del saludo, las de idéntica procedencia. En ese terreno, al menos, se sabía con ventaja. Así, cada día de todo un invierno. Acaso fue la llegada de la primavera, acaso un ferviente deseo de comer Boullavaise, el poder de los aromas de la absenta o la mirada entre insistente y suplicante de Gerard, pero el caso es que una tarde Paula aceptó la cita. El sábado a las 9 de la noche él la recogería junto a la iglesia de Sant Rafel y cenarían en su casa. Gerard llegó conduciendo un Volvo antiguo, del 1955, de color rojo sangre con los asientos de piel blanca. Tras recorrer uno de los incontables caminos que conducen al campo, llegaron a una verja negra con escudo incluido. Era dorado y en el centro se veía la cabeza de un halcón en relieve. En la parte inferior, dos iniciales: GR. Gerard detuvo el coche en la entrada principal de una exquisita edificación que conservaba la memoria de una antigua casa payesa. Cuatro magníficos bracos de color canela les dieron una calurosa bienvenida. Pauline saludó a los perros y con los cuatro caminando junto a ella siguió a su anfitrión hasta la cocina. Se quedó boquiabierta. Toda la rehabilitación de aquella casa parecía estar condicionada por un espectacular espacio no sólo en el que cocinar, sino en el que charlar, desperezarse tras una siesta en el sofá, conversar, leer junto al fuego, escuchar música, conectarse a internet… No es que la cocina formara parte de todo ello, era todo lo demás lo que se adaptaba a la cocina. No hubiera sido lo mismo sin la generosa muestra de cacharros de cobre que colgaba de las paredes de piedra, y ninguno de ellos estaba por estrenar. Sobre el fuego del hogar se balanceaba una olla de la que emanaba un afrodisíaco aroma marino mezclado con

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Las Hadas verdes hierbas, toques de humedad primaveral y una pincelada de flores aromáticas. Pauline tenía los ojos cerrados mientras olía el aire y desgranaba uno a uno los ingredientes del aroma. Ha de ser la Boullavaise, pensó. Identificó el cabracho, las gambas, los calamares, el rape, el ajo, el laurel, el tomillo y el comino. Le faltaba poner nombre a un extraño matiz dulzón, misterioso pero que, sin embargo, asoció a sí misma de niña, corriendo libremente por los campos de la isla y formando ramilletes con las hierbas para atar después con una hebra de hoja verde y regalárselos a su madre. Ajenjo, pensó de pronto, es el ajenjo. Pauline abrió los ojos y se encontró con los de Gerard. –¿Te gusta el aroma?, le preguntó. La condujo hasta la mesa y la invitó a sentarse. Se acercó al CD y sonó La vie en rose. Mientras él se acercaba al puchero y comprobaba el estado de lo que parecía ser una obra de arte, ella observó la mesa cubierta con mantel de grueso algodón blanco, el mismo color de cuanto había encima de ella. Sólo el ramo de rosas de color rosa pálido mezclado con tallos de lavanda alteraban ligeramente la continuidad en un amago de significar míranos, huélenos, siéntenos. Era de una belleza indescriptible. Las servilletas estaban dispuestas a la derecha de los platos, junto a los cuchillos de plata –también con las iniciales GR–, atadas con una cinta de cordón trenzado; una copa para el vino blanco frente a cada plato y en una esquina, una bandeja de plata con asas de madreperla sobre la que se erguían las dos copas sobre las que se tomarían el champagne helado del aperitivo. Gerard retiró la olla del fuego, la tapó con un trapo blanco y la depositó sobre una pilona de madera tallada. Se dirigió hacia ella y con habilidad dio vueltas a la botella de champagne haciendo sonar el tintineo de los cubitos de hielo. Las improvisadas notas formaban el coro perfecto para la voz de Edith Piaff que resonaba con emoción en la estancia. Brindaron mirándose a los ojos, en un silencio que a ninguno de los dos les resultó incómodo. – Este champagne es soberbio – dijo Pauline. – Sabía que te gustaría – dijo él satisfecho. Sólo hay que darle un toque especial, muy personal, y el champagne se transforma en bebida de dioses. Pauline no entendía muy bien qué quería decir. Se limitó a asentir y a ofrecerle la copa para que la llenara de nuevo. Así, hasta cuatro, cuando de un segundo CD surgía otra voz, más grave pero no menos dura, la de Jacques Brel y su No me quitte pas.

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–Tengo que pedirte un favor, Pauline – dijo de pronto él. Le miró interrogante y oyó a la vez que le tendía las manos sosteniendo en ellas un delantal negro con cintas de seda blancas. – Quiero que te pongas este delantal y que lo lleves puesto mientras comemos. A Pauline la idea la sobresaltó, pero el espumoso flotaba por sus venas de tal forma que se dejó llevar y se adaptó a su deseo. Se levantó y Gerard vio como de nuevo ladeaba la melena negra para pasar por debajo las sutiles cintas y las ataba con delicadeza en la nuca. En aquel momento eran los ojos de él los que se habían cerrado intentando capturar unos segundos que su imaginación habían convertido en mágicos durante los meses de invierno y que, de pronto, culminaban junto a su mesa y con el delantal que había sido tan importante en su vida. Comieron la Boullavaise… Deliciosa, magistral, delicada, un caldo en el que Pauline imaginó nadar a bellas sirenas guiadas por Neptuno mientras unas diminutas hadas verdes revoloteaban junto a su cuchara cada vez que la acercaba a sus labios. Al terminar, él la invitó a bailar – ella todavía con el delantal puesto – al son de las palabras de Brel: On a vu souvent rejaillir le feu d'un ancien volcan qu'on croyait trop vieux. Apenas la rozó, ni una insinuación, ni una señal de tenderla sobre la alfombra, frente al fuego, o de conducirla hasta el dormitorio. Nada. Ella bailaba entre sus brazos rodeada y protegida en todo momento por las pequeñas hadas. Pauline se despertó en su casa, en su propia cama, sin recordar cómo ni en qué momento él la había acompañado hasta allí. Nunca más volvió a ver a Gerard. Dos años después se encontró con Sebastien, un amigo, considerado uno de los mejores ingenieros genéticos del mundo. Acababa de llegar a la isla. –Coincidí en Londres con alguien que te conoce dijo a Pauline. – Se llama Gerard y me contó que le parecías una mujer deliciosa. Pauline no pudo evitar intentar sonsacar al amigo. Supo que la primera esposa de Gerard, Nadine Perrigaux, era médico, una reputada cirujana en Marsella. –Tuvieron mala suerte– le contó Sebastien. Era una gran cocinera y una noche, preparando una Boullavaise se pinchó con una espina de cabracho. No le dio importancia, pero la cuestión es que se complicó y dos semanas más tarde moría de una septicemia.

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Las Hadas verdes Había cierta amargura en las palabras de Sebastien, pero Pauline no quiso remover algo que parecía que le provocaba dolor, porque con los ojos algo húmedos su amigo siguió contando: –Hay una foto de ella que siempre llevo en la cartera porque sus cenas eran famosas en Marsella y sus alrededores. No sólo porque cocinaba como una diosa, sino por su hospitalidad y por la delicadeza con la que recibía a sus invitados. Al ver la foto de Nadine, a Pauline se le encogió el alma. La mujer de aquella foto era exactamente igual a ella. Podrían, incluso, ser la misma persona para alguien que las viera a ambas por primera vez. Eso no era todo; la imagen estaba tomada junto a una mesa ataviada exactamente como la de aquella noche en casa de Gerard, y sobre la ropa llevaba ella, atado al cuello, un delantal negro con las cintas blancas. No le contó nada a su amigo, y cuando por la noche llegó a casa buscó en internet alguna información acerca de Nadine Perrigaux. La encontró. Resultó ser famosa por sus transplantes de corazón y por unas pruebas de laboratorio de las que apenas había datos en la red. Sí había una imagen de ella –de nuevo se sobresaltó al verla por el gran parecido entre ambas– junto a un hombre vestido con una bata de laboratorio. Se fijó bien y se dio cuenta de que era Sebastien. Por lo visto se conocían más de lo que él había querido aparentar. También encontró una noticia que ya nunca pudo olvidar: El cuerpo de la cirujana con mayor número de transplantes de corazón en su haber, Nadine Perrigaux, ha sido encontrado sin vida en su propia casa. A la espera de que se le practique la autopsia…. Había una nueva noticia fechada al día siguiente: Los forenses han declarado que Nadine Perrigaux murió debido a una infección en la sangre provocada, con toda probabilidad, por un accidente doméstico mientras preparaba una Boullavaise. Su esposo, el abogado Gerard Robespierre, pide respeto a su memoria y aprueba el diagnóstico forense. No había más noticias. Esa misma noche, Pauline salió con Sebastien a tomar una copa y sentada en la barra del bar, por alguna razón, recordó la absenta. Pidió una y la tomó con un terrón de azúcar, tal y como había visto hacerlo a Gerard. Al cabo de un rato, tras el tercer terrón, apareció una hada verde que le resultó familiar. Después otra, y otra, y otra. De pronto, entre cientos de hadas verdes aparecieron los rostros de Gerard y de Sebastien y oyó sus voces.

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– No la matarás de nuevo – decía Sebastien. – No podrás impedirlo – contestaba Gerard – ella debe morir para pagar su pecado. – Amar no es pecado – decía Sebastien -, ella no era tuya, y si estás aquí ahora es porque no pude encontrar la espina untada de cianuro. Fuiste muy sutil, sólo yo lo descubrí, pero no dejaré que mates por segunda vez. Nadine y yo nos amábamos, y preferiste verla muerta antes que en mis brazos. Pero esta vez no te saldrás con la tuya. Afortunadamente para Pauline, os he seguido. Hace años descubrí en ella el rostro de Nadine. Pero no es ella. Como la noche de dos inviernos atrás, Pauline despertó en su casa sin saber cómo, creyendo que el ejército de hadas verdes la había transportado hasta allí. Pensó que la escena de los dos hombres había sido un sueño, pero siempre le quedó la duda de lo que hubiera podido pasar de no estar Sebastien en su sueño. Nunca más volvió a beber absenta, pero durante años pintó hadas verdes en un bloc de hojas blancas.

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El cómplice Cada año desde hacía cinco, pasaba en la isla un par de meses escribiendo artículos y reportajes para un diario peninsular. Desde mitad de mayo recorría todo los rincones para después recomendar lo mejor de Ibiza y evitar, a los amigos al menos, lo peor. Ángela había encontrado una pequeña cala alejada de los circuitos turísticos, con poca gente incluso en pleno verano y con unas ensaladas de tomate ibicenco que sabían a gloria. La comunicación no era precisamente un problema para ella, así es que le costó poco intimar con el dueño del chiringuito, Pepe, un ibicenco que en invierno se convertía en talador de árboles. Era un tipo de aspecto duro y rudo, con una sensibilidad sorprendente y un análisis del día a día cargado de ternura que a menudo le costaba expresar. Hasta tal extremo llegaba la sensibilidad de Pepe, que Ángela, en uno de los episodios más duros de su vida, descubrió en él al amigo incondicional y recuperó la idea de que la lealtad existe. Los meses que ella deambulaba por la isla, Mario, su pareja, la visitaba a menudo. Le llevó a su calita y le presentó a Pepe, y entre los tres se estableció tal camaradería que Ángela y Mario convirtieron el lugar en su punto de encuentro y en su varadero para los momentos de ocio. Al inicio de su relación –de eso hacía ya cuatro años– Ángela, consciente de la adición de Mario a los aditivos oníricos, naturales y químicos, le había dicho: No te pediré que dejes de viajar a tus espacios siderales, pero sí que los momentos que pases conmigo sean con plena conciencia de la realidad. Me resultas patético con los ojos en blanco y la mente perdida. Mario la escuchó, y durante los siguientes años a ella le pareció que nunca volvió a consumir drogas. No lo hizo al menos mientras compartieron momentos, y fueron muchos. Su relación fue tranquila y equilibrada en las cuestiones emocionales, y si en algo se descompensó la balanza fue en asuntos profesionales, pues mientras a Ángela le apasionaba su trabajo, Mario, creativo en un estudio de publicidad, era un absoluto vago que se limitaba a cubrir el expediente. Ella lo sabía, pero le quería lo suficiente para aceptarlo, y se sentía lo suficientemente querida. Además, a parte de algunos momentos de celos infundados, no le cuestionaba sus

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viajes ni el tiempo que pasaba sin él entregada a escribir. A mediados del cuarto año supo el porqué de tanta comprensión. Poco a poco empezó a notar cambios en Mario. Detalles como que estuviera tendido en el sofá mirando las musarañas si por casualidad ella llegaba a casa antes de lo habitual, que se le olvidara hacer la compra, dificultad de concentración, de erección… Tardó un poquito en averiguarlo, pero cuando supo que se drogaba de nuevo con asiduidad y que se acostaba con la cajera del supermercado, ella misma le hizo las maletas y le despidió con un “hasta aquí la historia”. Un mes más tarde, Ángela volvió a su calita. Pepe se sobresaltó al verla, y no tardó en decirle que Mario acababa de irse después de preguntar por ella. Le había notificado su ruptura. – Está francamente deprimido – le informó – y anda buscándote. – Ella no dio explicaciones. Ni Pepe se las pidió. Durante los dos meses siguientes, su amigo le regaló la prueba de su lealtad. Cada mediodía, Ángela llamaba a Pepe y se establecía este diálogo: -¿Mucha gente?, preguntaba ella. Pepe tenía preparadas dos respuestas: despejado o mucha gente. La segunda evidenciaba la presencia de Mario. Ángela consiguió esquivarle durante todo el verano. Sabía que sólo había una forma de cerrar un círculo emocional, y era no recibir información de ningún tipo. Pepe no le dijo nada acerca de sus conversaciones, simplemente nunca más hablaron de Mario. Con sus dos respuestas consiguió que Ángela diera un nuevo rumbo a su vida. De no haber sido así, hubiera tenido que renunciar ella a su playa y almacenar los espectaculares tomates en el desván cerebral. Una cosa era echar a un vago empanado de su vida, y otra muy distinta renunciar a Pepe, al mar y a la ensalada. Llegarían otros hombres, o no, pero aquel paisaje ya era parte de ella y no se lo iba a arrebatar ningún viajante espacial con cápsula.

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El buscador de algas Le habían citado para cenar. Su amigo Luis estaba en Ibiza y era la ocasión para quedar bien con él. Le llamó. –Hola– le dijo por teléfono -, bienvenido a la isla. Es luna llena y cenaremos un grupo en un lugar fantástico. ¿Te apetece ir? Luis asintió, pues era todo un lujo que Jaime, que pasaba tres meses en la isla desde hacía veinte años, ejerciera de anfitrión. Conocía todos los rincones y recovecos mejor que los propios ibicencos. Pasadas las 9 de la noche le recogió en el Montesol y se dirigieron hacia el este. Llegaron a un lugar idílico, con las mesas dispuestas entre los pinos, a pocos metros del mar. Les esperaba un grupo de amigos, catorce o quince, no los contó. Jaime le presentó a todos los comensales, pero él sólo retuvo un rostro de mujer y un nombre, María. Era la propietaria del restaurante. Tenía unos inquietantes ojos verdes y una cabellera castaña que brillaba bajo los focos suspendidos de los árboles. La luz de las velas proyectaba sombras sobre su piel curtida y bien hidratada mientras no paraba de reír y hablar; él no podía dejar de mirarla. La caldereta de bogavante era excelente, y al apurar el jugo que el sabroso animal guardaba celosamente en el interior de las patas y de la cabeza, Luis imaginó que era ella, María, a quien tenía entre sus manos y besaba con lentitud. Lo imaginó de tal forma que Jaime dijo de pronto: – Nunca había visto a nadie chupar patas y cabezas con semejante pasión. Toda la mesa rio ante el comentario, incluida María. Luis quiso desaparecer debajo del mantel, pero capeó la situación como mejor pudo. Ella parecía haberse dado cuenta de cuanto sucedía. ¿Acaso no le era él indiferente? No podía ser tan afortunado. Terminaron la caldereta, un montón de botellas de vino blanco con aguja, y pasaron –típico de los restaurantes de playa– a los helados prefabricados con campaña de marketing. De ahí a los cafés y al momento chupito. Después al whisky y al gin-tonic, y seguidamente al siempre confuso y velado escenario de la madrugada. Cerca de las dos, el poco sentido común que les quedaba les fue llevando uno a uno hasta su coche para volver a casa. Nadie podía negar que había sido una noche “diez”. Todavía en la mesa, Luis observaba cómo la luna llena, llenísima, opulenta, brillante y

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soberbia se imitaba a sí misma sobre un mar inmóvil. Olía a salitre y a algas, y sólo el ronco e impertinente sonido de un motor le desvió de imaginarse junto a Maria nadando por el camino que la luna dibujaba sobre el mar. Volvió a la realidad al escuchar explicar a Maria que cada madrugada la pala vaciaba la playa de las algas acumuladas durante el día. –Durante media hora es muy molesto– dijo –pero es el precio que hay que pagar por tener la playa limpia de algas por la mañana. Se lo explicaba a él, sólo a él, mirándole a los ojos. Jaime pareció darse cuenta y dijo: –Me marcho, pero si quieres quédate, Luis. Quizás María pueda acercarte a tu hotel. Ella, que debía esperar a que todos los clientes se marcharan para cerrar la caja, asintió: –Claro, si te apetece disfrutar de la luna un rato más, yo te llevo. Luis se quedó, y cuando el último cliente se marchó María apagó las luces y depositó sobre la mesa dos vasos largos, un cubilete con hielo y una botella de whisky de Malta. Se contaron muy poco el uno del otro, no les dio tiempo, porque a media botella estaban tendidos sobre la arena, besándose y acariciándose allá donde no alcanzaba la luna. Luis se levantó de pronto y la tomó de la mano para ir a nadar al camino serpenteante que todavía la luna pintaba de blanco sobre el mar. Entonces oyeron una voz masculina. –Maríaaaaaaaaa, ¿estás ahí? Ella se sobresaltó y corrió a vestirse. Luis esperó prudentemente agazapado en la arena, pero al escuchar el motor de un coche intuyó que ella no iba a volver. Afortunadamente, quedaba poca noche y el ambiente era muy caluroso. Se agenció una tumbona y pasó las horas tendido, viendo cómo la silueta redonda de la luna se desdibujaba lenta y pausada y en su lugar aparecía un sol cegador. Se dio un baño desnudo, antes de que el primer turista violara la soledad de la madrugada. Al día siguiente, Jaime le aclaró la situación. María le había pedido que se lo contara. La voz era de su marido, que al ver su coche en el aparcamiento fue a buscarla sabiendo que le gustaba quedarse un rato sola las noches de luna llena. –Él se ocupa– le contó su amigo –de una cuadra de caballos, y aquí dicen los payeses que la posidonia seca es perfecta para alfombrar los boxes para la buena salud de los cascos. Pidió a María que le ayudara a cagar las plantas marinas que la pala había recogido aquella

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El buscador de algas noche y ella no tuvo oportunidad de avisarte. Te pide que la disculpes. Un sentido del humor innato en él le impidió enfadarse. Le contó a Jaime lo sucedido y pasaron la semana que Luis permaneció en la isla riéndose de lo grotesco de la situación. No volvió a ver a María nunca más, pero la recordó todas las noches que fue consciente de que la luna estaba llena. Esas noches Luis sonreía y se imaginaba a María galopando a lomos de un caballo blanco sobre la arena, desnuda, bellísima, y se veía a sí mismo conduciendo la pala que recoge las algas.

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Encerrada en una melodía Carmen sintió morir cuando el marinero la abrazó. Pasados los primeros segundos de sensaciones supo que no, que ella no era la “bella Lola” de la Habanera. Era Carmen, sólo Carmen, y nadie le había dedicado una canción, nadie esperaba en la playa a que ella agitara el pañuelo, a nadie volvía loco con sus andares, como ocurría con la chica de la melodía. Cuando de pequeña acompañaba a su abuelo a pescar ya aprendió que los silencios son a veces tan necesarios como decir la verdad. Se lo indicó el anciano con un guiño cuando de vuelta a casa, después de una jornada de pesca, dijo a la familia: –Ha sido una lástima porque se ha zafado del anzuelo, pero si llegáis a ver el mero que ha picado saltáis todos de alegría. La niña me ha ayudado a tirar de la caña, pero era demasiado grande incluso para los dos. Estábamos tendidos sobre la arena, repasando la tabla de multiplicar del 7, cuando de pronto hemos visto cómo se doblaba la punta de la caña de una forma totalmente dramática. Lo hacía con insistencia, toda la caña temblaba anunciando el desastre y parecía que el sedal iba a romperse. Nos levantamos y nos apresuramos a sostenerla para rebobinar el carrete pero, ¡Dios!, cómo tiraba el condenado mero. Entonces le vimos preso del anzuelo, con la mirada desesperada, dando coletazos sobre las olas, mostrando sus matices de plata y rosa mientras entraba y salía del agua en busca de la libertad. Carmen se agarró a mi cintura, pero el maldito lo consiguió, logró zafarse del engaño y de una muerte segura. Pero, ¿sabéis qué? Era tan hermoso que no nos ha importado. Una criatura como ésa merece la libertad”. Carmen sabía que el tal mero no existía, pero todos sonrieron al dar el abuelo la noticia y se quedaron con la boca y los ojos muy abiertos mientras escuchaban el relato. ¿Qué más daba? ¿A quién hacían daño contando la historia inexistente de un mero fantasma? Por la noche, durante la cena, incluso brindaron por el espectro con aletas. Carmen tenía 9 años. Sesenta años después recordaba el episodio pensando que lo aprendido aquel día realmente le había servido y mucho. De hecho la había ayudado a tejer una red de episodios que al ser contados por ella tenían siempre más moraleja de la que merecían. Al fin y al cabo, decía a los que la recriminaban por no contar con exactitud los acontecimientos, la historia la cuento yo y lo hago a mi manera. Lo importante no es si el mero

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Encerrada en una melodía llegó a la mesa, sino porqué no lo hizo; eso es lo interesante. Nadie, por supuesto, entendía la alusión repentina a un mero. Cinco años después del episodio del mero, el abuelo murió y Carmen se enfrentó por primera vez al vacío de perder para siempre a alguien a quien se ama. En el entierro, los amigos de pesca del abuelo cantaron una canción que ella había oído muchas veces. Se llamaba “La bella Lola”, y decía así: “Cuando en la playa la bella Lola su lindo talle luciendo va, los marineros se vuelven locos y hasta el piloto pierde el control. ¡Ay qué placer, sentía yo cuando en la playa sacó el pañuelo y me saludó. Luego, después, vino hacia mí, me dio un abrazo y, en el acto, sentí morir”. Carmen estaba a punto de cumplir los 70 años cuando murió Claudio, el hombre que la había acompañado desde que se unieron 50 años atrás. Ya había perdido familia y amigos en el camino, pero Carmen no recordaba haber sentido un dolor tan agudo como cuando él murió. Excepto aquél por la pérdida del abuelo. Le decían que el tiempo sería el mejor aliado para el olvido, pero no fue así. Ella sabía el proceso: primero un dolor agudo en la boca del estómago, unos meses después el dolor se convertiría en tristeza para, más tarde, aprender a sobrevivir con ella, con la tristeza. Aquel marinero que la abrazaba en el entierro de su marido había sido fiel compañero de ambos cuando dieron la vuelta al mundo en el catamarán. La canción, el marinero, la playa, el abuelo, el mero, Claudio, Lola… todo se mezcló en su mente y sonrió. Nadie sabía por qué. Sonreía porque de nuevo el mero protagonizaba el momento. No importaba que el amor de su vida hubiese muerto, no importaba quién había sido Lola, la chica de la playa de hermoso talle. Sabía que le faltaban estadios hasta llegar a la asunción del dolor, pero también sabía que lo menos importante era si el mero existía o no. Lo importante era que Claudio, como el abuelo, como el mero, había alcanzado la libertad. Todos menos Lola, la bella Lola, que permanecería hasta la eternidad encerrada en una melodía.

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El mozo rumano La mochila de Mayte estaba llena: dos hijos de un primer matrimonio, y un segundo matrimonio con dos hijos en común. Todo muy normal a no ser porque su segundo marido, Remo, era el hermano de Rómulo, su ex. Un lío, aunque con la ventaja de que los dos niños mayores seguían familiarizados con el apellido de papá y la suegra de Mayte era la misma obsesa de la Biblia que repetía parábolas sin cesar. El cambio de marido y la llegada de dos nuevos niños supusieron el inicio de otra etapa. Vendieron el piso de Vila y montaron una granja de avestruces en las cercanías de Santa Agnès. Llevaban una vida bucólica, rústica, poética… Con sus tomates, sus ensaladas, las sandías, las calabazas, las patatas. Y los avestruces, que picoteaban los naranjos mientras movían las plumas compulsivamente. –Necesitamos la ayuda de un mozo– había dicho Remo. Organizaron el casting y se quedaron con un rumano de nombre Virab. Era un tipo de unos 40 años, alto, corpulento, de piel morena, pelo negro y mirada penetrante. Que estaba como un queso, vaya. Mayte llamó a Joana para contárselo y una tarde su amiga fue hasta Santa Agnès para constatar lo bien que estaba el mozo de los avestruces. Tres meses más tarde, Remo pedía la separación porque había encontrado a su mujer con Virab en la cama. “¡Con el guarda!”, comentaban asombradas algunas conocidas. Joana, que le había visto, recordó su aspecto y sus maneras de universitario al que no le homologan el título y lo entendió al instante. Mayte se lo confirmó. –Remo fue dejando sus tareas de la granja en manos de Virab”, le contó. Le ví tan agotado que le sugerí que se marchara a un viajecito de un mes a Bali y lo hizo. Fue en el mes de julio, con los mayores en casa de su padre y los dos pequeños de colonias en Palma. Hacía mucho calor y, segura de estar sola, me desnudé junto a la piscina y me tiré al agua. En unos segundos ví a Virab al borde mirándome. No sé aún cómo ni de qué manera, pero sin mediar palabra se quitó la ropa y se lanzó al agua. Se me acercó y me hizo el amor de forma absolutamente salvaje. Cuatro veces, cinco,y ¿sabes?, ni Rómulo, ni Remo, ni todo el santoral sería capaz de superar aquello. Remo apareció por sorpresa, cansado de estar en Bali poniéndose como una gamba y sin hacer nada,

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El rumano y les pilló en una tarde camera. Pasó directamente de la sorpresa al enfado y de ahí al atentado contra el ego. Hizo la maleta y se marchó a Vila a contarle a todo el mundo que Mayte era un putón que se tiraba al guarda. La ciudad, muy suya, no se lo perdonó. Mayte y Virab siguieron juntos en Santa Agnès, con los naranjos, los tomates, los avestruces y haciendo el amor donde les daba gana. Remo volvió a Bali y se le olvidó, incluso, la pensión de sus hijos. *(Adaptación de una columna publicada por la autora en el diario El Mundo de Catalunya).

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Por el sabor de tus besos Barajó todos los lugares con buena puesta de sol y dudó finalmente entre dos, descartados ya los más turísticos y los más cercanos a una “Hippylandia” desfasada con alpargatas de diseño. Le quedaban Cap des Falcó y la terraza del Torre del Mar, en Sant Antoni. Unos días antes había estado en la segunda con Roger Sánchez, la estrella del house, así es que Víctor optó por el cabo cercano al aeropuerto. Cap des Falcó era perfecto porque, además, su vuelo, uno de esos low cost de horarios inhumanos, salía a las 2 de la madrugada. Eran cerca de las 7 de la tarde, así es que tenía tiempo de hacer la maleta, atravesar la isla, cenar en el restaurante frente al mar, disfrutar de la puesta y trasladarse hasta el aeropuerto. Todo cuadraba. Al llegar a Sant Jordi tomó la dirección de Salinas y condujo por la carretera perpendicular al mar. Después por los caminos de tierra que tanto le gustaban, entre las salinas. Se cruzó con flamencos y pájaros que para un botánico hubieran sido un espectáculo y para él eran hermosos pero inidentificables pájaros de colores. Al llegar al Cap eran casi las 9 de la noche de finales del mes de agosto, y el espectáculo que tenía ante sí era impresionante. El mar abierto era de intenso color azul alterado con pinceladas expresionistas. Unas de tono rojizo, otras de color naranja matizado por un velo de vapor ondulante que lo difuminaba formando ondas borrosas sobre la superficie llana del mar. Era como si el oleaje se hubiera detenido para que la paleta de color se depositara en él y unos cuantos privilegiados pudieran admirarlo. Al fondo de la escenografía, sobre el decorado, un sol ensangrentado daba paso despacio a una luna llena brillante, redonda, símbolo de la opulencia de las horas más canallas, de las noches más descritas, de los momentos más brujos. Incluso de las miserias del alma. ¿O no es la noche el mejor recipiente para las miserias? Rompió con Laura una noche y recordaba cuánto se había amortiguado la angustia a la luz del día. Recordó también el sol poniente que retrasó el rodaje de El cielo protector, la película que Bernardo Bertolucci rodó en el desierto magrebí y que finalmente resolvió con un programa informático al no conseguir la luna deseada. La luna que él tenía ante sí esa noche con toda probabilidad le hubiera servido.

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Por el sabor de tus besos A Víctor, los personajes de la película le habían calado hondo: el escritor asexuado y su esposa lesbiana que finalmente sucumbe a las prácticas cameras de un tuareg con harén. Guardaba un gesto en especial: la expresión frustrada de la mujer cuando él se sincera para dejar clara y explícita su falta de deseo sexual. Víctor volvió a pensar en Laura, la chica que había dejado atrás, y se dio cuenta de que su mirada, al decirle él que necesitaba tiempo para decidir sobre su futuro en común, era la de la chica de Bertolucci. Pero él no era asexuado, ni mucho menos, ni ella lesbiana. Él necesitaba aire para respirar solo durante un tiempo, sin compañía, para disponer de su tiempo libre, de sus horas de sueño, para compartir de nuevo momentos con sus amigos, para ver las carreras sin esperar la llamada de alguien que le esperaba en algún lugar. Ella no le había comprendido y había llorado, y le había expresado su frustración y su incredulidad. Tenía que comprenderla porque, en realidad, le había mentido. Pero no podía decirle la verdad. Él deseaba con toda su alma normalizar sus horas de comida con los aderezos que formaban parte de su vida, el ajo y el perejil. Había nacido y crecido en Ibiza, en una familia de pescadores de Sant Miquel. No concebía ningún guiso sin aromas a hinojo, perejil, ajenjo, cebolla… sin pedacitos de ajo. Conoció a Laura en Madrid, en la Universidad, y se enamoraron. A medida que pasó el tiempo ella fue insinuándole con prudencia que eliminara el ajo de su dieta. –Por el sabor de tus besos– le había dicho cariñosamente al principio. Después se convirtió en una obsesión y no había comida o cena en la que Laura no le ofreciera un cepillo de dientes que siempre llevaba en el bolso y le pidiera que se lavara la boca. Incluso cuando él renunció al ajo y otras especias, ella siguió rogándole que se frotara los dientes porque tras tantos años de guisos especiados, lo suyo era difícil de suprimir. La adoraba, ciertamente, pero frente a la puesta de sol de Cap des Falcó, supo que ya nunca podría volver con ella porque no podía abandonar hasta la eternidad los sabores almacenados en los surcos del paladar. Cuando la luna pasó a dominar la escena, Víctor se sentó y pidió un Arroz caldoso. –A poder ser con muchas especias– dijo. En plena degustación levantó la mirada y vio a Laura sentada con Juanito, su mejor amigo de la escuela. Desde donde se encontraba podía observarles

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sin ser visto. No pudo contener la risa al ver la expresión de Laura cuando le sirvieron a su compañero de mesa unas gambas a la parrilla con ajo y perejil. Víctor contuvo la risa de tal forma que casi se atraganta. Les vio charlar, comer plato tras plato hasta el postre, los cafés y, para rematar, unas hierbas con hielo él y un licor de manzana ácida ella. También vio cómo al final, Laura, tras unas palabras que Víctor intuyó tiernas y cariñosas, sacó del bolso un cepillo de dientes y se lo ofreció a Juanito. Su amigo sonrió y Víctor supo de inmediato que ella le había dicho por el sabor de tus besos.

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Bajo el mantel Mientras esperaba a Susana, observaba las mesas vecinas. La más cercana la compartía una pareja que rondaba la cincuentena. Él vestía de blanco, con un atuendo que, sin duda, había adquirido aquella misma mañana de sábado en el mercadillo de Las Dalias, en Sant Carles. Los pantalones de lino y la camisa de algodón, sin cuello, nunca más verían la luz cuando terminaran las vacaciones. No, en Madrid no podía vestirse de esa forma, aunque en aquel momento él pensara que sí lo haría. Ella llevaba puesta una túnica de seda azul con bordados plateados y un fajín en plata y blanco que ceñía una cintura que la edad había empezado a desdibujar. Probablemente ella sí seguiría usando la túnica en Madrid, pero sólo los primeros meses y para estar por casa. – A juzgar por el tono de su piel acaban de llegar a la isla. A él, además, le delata la falta de naturalidad con que luce su atuendo; lo estrena hoy, seguro, pensó. Leonardo se fijó entonces en el calzado. Supo que su hipótesis era cierta al ver las recién estrenadas hawaianas D&G de ella y las abarcas de cuero de él todavía rígidas, sin un solo gesto de haber dado más de veinte pasos. Hablaban con fluidez alternada con silencios, con la presencia entre ellos del pacto tácito de quienes llevan muchos años de convivencia; comían con naturalidad pan payés untado con allioli, señal inequívoca de la solidez de la pareja. Leonardo miró el reloj. Clarisa se retrasaba diez minutos. Eduardo, el maître, se acercó para ofrecerle un aperitivo. Le pidió una copa de champagne. En otra mesa se sentaba una chica sola, bellísima, con una larga cabellera casi blanca de tan rubia, de piel morena, ojos verdes y carnosos labios, perfectamente perfilados, pintados de rosa pálido. Su atuendo era de alguna primera marca de moda tipo Jill Sander, y las joyas indias de plata antigua eran exquisitas. Todo en ella era delicioso. –¿Qué demonios hará una chica como ésta cenando sola un sábado por la noche en Ibiza?, pensó esta vez. Leonardo dedujo que no llegaba a los treinta años, debía medir sobre el metro ochenta y no pesaba más de cincuenta kilos. Cuando sonó el móvil, la chica se levantó en busca de cobertura. Sonreía mientras hablaba, y al verla caminar hacia la entrada pudo comprobar que sus proporciones eran perfectas.

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Vestía un ajustado pantalón negro y una camiseta blanca básica de buen algodón y costuras en su lugar; las altísimas sandalias –también blancas, de charol– dejaban al descubierto unos dedos esbeltos y de pedicura impoluta. No tardó en volver y llamó al maître para que tomara nota del menú elegido. Al alzar la mano para el gesto de atención sonó un tintineo provocado por las incontables pulseras de piedras semipreciosas que envolvían su delgada y bella muñeca. Cuando pidió el menú Leonardo pensó: demasiados platos. Alguien está a punto de llegar y la llamada es para ganar tiempo. No tardó más de cinco minutos. Vio como entraba en la terraza una mujer de unos sesenta años. Tenía un porte elegante y sobrio. Llevaba peinado el cabello plateado hacia atrás y lo recogía en un moño bajo. Tenía la piel curtida de quien se ha tendido al sol durante horas y durante años, cuando ninguna marca de bronceador alertaba contra los rayos, y su traje de lino en color piedra, a tono con los altos zuecos de buen serraje, era impecable. La chaqueta se abrochaba con dos botones y debajo de ella sólo estaba la piel sin marcas aparentes. De las orejas colgaban unos pendientes Zolotes de oro macizo; quizás resultaban poco adecuados para su edad, pues el peso deformaba ligeramente los lóbulos, pero eran preciosos y la favorecían. En aquel momento sonó su móvil. Era Clarisa disculpándose por el retraso. Tardaría diez minutos más en llegar. Leonardo siguió observando y vio como entraba un famoso cantante con los brazos y el pecho tatuados. Había oído que su esposa, también famosa por una estúpida serie televisiva de esas en que todo el mundo es happy, le había denunciado por malos tratos. La historia inundó el papel couché rosa durante semanas, y los programas de televisión se hicieron eco del tema. Quizás era cierto, quizás no. Lo que sí es verdad, se dijo Leonardo, es que la corte que se mueve a su alrededor se siente ufana de contarse entre sus amistades; no creo que les importe si es o no un maltratador. Es demasiado famoso para no seguirle. Pensándolo bien, sí parece un tipo violento aunque en sus tatuajes se lea repetidamente la palabra “peace”. Le ríen las gracias, le besan los pies, decididamente no creo que hayan reflexionado acerca del maltrato. Y si lo han hecho, han eludido la respuesta. Notó la mano de Clarisa sobre el hombro. La espera había merecido la pena. Su chica llevaba unos

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Bajo el mantel jeans gastados, una camiseta negra de cuello en pico y mangas arremangadas, cinturón de cuero, alpargatas de algodón con cintas atadas a los tobillos y bolso de loneta a juego. Estaba preciosa, con la cara lavada y el cabello recogido sobre la nuca con una pinza de carey. No era la chica solitaria, no era tan perfecta, pero Leonardo sintió que era la mujer más bella y natural del mundo. Cenaron un buenísimo Txangurro y compartieron una Dorada a la sal. Mientras esperaban los cafés, Clarisa fue al baño y Leonardo recordó sus presuntas historias acerca de los comensales, de modo que miró de nuevo hacia las mesas cercanas. La pareja recién llegada a la isla ya se había retirado. En cuanto a la bella mujer solitaria, estaba totalmente entregada a un apasionado beso que parecía no terminar nunca; simultáneamente acariciaba con sus esbeltas y perfectas manos la espalda de la mujer elegante y sobria del traje de chaqueta. Una de las manos, porque la otra se deslizó debajo de la mesa y ambas entornaron los ojos. Clarisa volvió a su asiento y le dijo: –Un euro por tus pensamientos. –Ser director de cine– le contestó Leonardo –es una ventaja cuando se está sentado solo en una mesa un sábado por la noche. La espera, en realidad, se convierte en un ejercicio para algún próximo guión. Te recuerdo que “Titanic” tomó forma aquella noche que nuestro velero se hundió en Els Freus, camino de Formentera. Clarisa miró a su alrededor y vio a las dos mujeres enfrascadas en su apasionado abrazo. Abrió el bolso y dejó encima de la mesa, enfrente de su novio, un euro. Tan segura estaba, que de aquella escena surgiría el siguiente guión. Así fue, pues ésta era la sinopsis que ella leyó tres meses después: Título: Bajo el mantel Protagonista: Una mujer joven alta, proporcionada, de larga cabellera, muy bella. Resumen tema: La mujer, ex modelo, está casada con un cantante de rock que la maltrata física y psicológicamente. Viven en una gran mansión en Los Ángeles y de vez en cuando van a navegar a Córcega, donde tienen un velero de 23 metros del que se ocupa habitualmente un matrimonio burgués que decidió cambiar de vida y viajar por todo el mundo capitaneando barcos ajenos. En una de las ocasiones que se trasladan a Italia conocen a una íntima amiga

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de la pareja que se da cuenta de la situación de violencia por la que pasa la protagonista e intima con ella. La historia se desarrolla de manera álgida a partir del momento en que ambas mujeres perciben cómo se aleja de ellas su condición sexual convencional para dejar paso a una bella historia de amor lésbica. Clarisa tuvo claro que Leonardo no era capaz de relajar su mente ni un solo momento. Quizás por eso se le consideraba entre los cinco mejores directores de cine del mundo.

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Colores Hacía más de 40 años que mantenía una bella relación con el mar. De pequeño pasaba tres interminables meses de veraneo en un pueblo de la costa del Maresme catalán y cada mañana, nunca antes de mediodía, él y sus hermanos iban a la playa con los cubos, las palas y la silla de la tata. Sus padres llegaban los viernes por la noche y pasaban con ellos el fin de semana, con lo que era la tata quien se ocupaba de los niños. Eran tiempos en que recorrer 40 kilómetros de carretera costera desde Barcelona hasta Arenys de Mar suponía una odisea tediosa en la que había que soportar eternas caravanas. Su padre, además, fiel a sus orígenes de continuador de una empresa que nació en plena posguerra, desconocía el concepto “vacaciones”. Su madre, por supuesto, se quedaba con él en la ciudad. Veranear con la tata tenía sus ventajas, pues aún siendo una mujer muy recta era relativamente fácil urdir tramas de entradas y salidas sin que sospechara sus manipulaciones y las de sus hermanos por permanecer fuera de casa el mayor tiempo posible. Pablo era el menor, lo cual era también sinónimo de cargar, casi siempre, con las travesuras de sus hermanos. Un día se le ocurrió una solución para dejar de ser el chivo expiatorio familiar. Le diría a su padre que le apuntara a clases de vela. Le costó poco convencerle porque su padre amaba el mar y si no navegaba era porque las circunstancias de la vida no le habían dejado espacio para semejante ocio. Así es que a mediados del verano de 1965 tuvo su primer Optimist. Lo llamó “Trip”, una palabra que había oído y no le sonaba mal. Dos años más tarde, dominando ya la vela y el timón, su padre le compró un 470 de segunda mano. Volvió a llamarle “Trip” y no tardó mucho, durante una clase de inglés, en enterarse de que significaba “viaje”. Con aquel barco empezó sus diálogos con las olas. Salir a navegar significaba algo que él, todavía un niño, no sabía muy bien cómo definir. Sabía que le gustaba que el viento chocara contra su rostro, que le azotara los mechones de pelo negro que la tata siempre se empeñaba en que se cortara, que su ropa oliera a sal y humedad, le gustaba incluso el hambre canina que sentía cuando sus pies tocaban tierra de nuevo, la excusa perfecta para engullir un bocadillo de anchoas de l´Escala con aceitunas sevillanas. Cuando consiguió el tercer “Trip”, un catamarán

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de 12 metros, todas estas sensaciones seguían con él. Poco a poco las agrupó, ésas y más, y fue capaz de poner nombre a lo que el mar le aportaba. Soledad, le aportaba una soledad imposible de sentir en una familia numerosa como la suya. Las horas que pasaba en el mar eran sólo suyas y nadie podía arrebatarle una sola ola, allí no tenía que compartir botellines de agua, latas de atún, asiento… El viento sólo cortaba su cara, sólo él escuchaba el sonido de las olas, la rítmica melodía al romper con el casco, el silbido del aire cuando el velero escoraba peligrosamente. Allí todo era para él, y no dejaba que ninguno de sus hermanos pusiera un pie en cubierta. Él tampoco les pedía sus bicis o sus motos. Llegó la etapa universitaria y con ella un catamarán de 40 metros. En su nuevo barco, ya tenía que escribir “soledad” con mayúsculas. La temida Dama que tanto aterrorizaba a cuantos conocía era su mejor aliada, su gran amiga y compañera. Cada verano, al comenzar las vacaciones, Pablo navegaba hasta Las Pitiusas y pasaba tres meses descubriendo calas y playas en compañía de su Dama. Con ella cruzó el Océano, juntos navegaron por mares caribeños y un mes de diciembre llegó hasta el Estrecho de Magallanes con la única compañía de un marinero de pocas palabras y una familia de ballenas. Un amanecer sobre un iceberg, acompañado de su inseparable Dama, fue donde conoció a “Colores”. Tenía sólo unos meses de vida y la encontró junto al cuerpo sin vida de su madre. La pequeña le miró con ojos vidriosos suplicando ayuda y consuelo, y Pablo atendió su ruego. La subió al barco, y al descansar un rayo de sol sobre su pelo brillante se formó un arco iris de tonos grises y rosados que fue el origen de su nombre. “Colores” le acompañó en sus viajes por todos los mares del mundo; poco a poco Pablo fue olvidándose de la pasión que sentía por su Dama y empezó a comentar con su nueva compañera todos los pormenores del barco, de sus momentos, de sí mismo. Le leía en voz alta fragmentos de un libro, le cantaba melodías que aprendía en puertos exóticos y le contaba sus días de playa en Arenys, con la tata y sus hermanos. “Colores” le miraba y asentía siempre. Pablo ya nunca volvió a vivir en una ciudad. Las autoridades competentes, con toda seguridad, le hubieran impedido compartir un piso con una foca.

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(Publicado por la autora en la revista del Real Club Náutico de Barcelona)


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Lomos de mejillón Tenía que encontrar una fórmula gastronómica novedosa y sorprendente. Las propuestas culinarias profesionales eran tantas y tan variadas que no tenía intención alguna de pasar a formar parte de la cola de los grandes popes de los fogones. Porque él era también un pope. Fue el mejor alumno de su promoción en la Escuela de Hostelería y sus maestros le auguraron un futuro más que prometedor. Los años pasaron y Javier cocinaba como un poseso, inventaba fórmulas, combinaba sabores, probaba un punto de cocción tras otro, bien en su propia cocina doméstica, bien en el restaurante o bar en el que trabajara en el momento. Llegó a hacerse un nombre en las islas y se le llegó a considerar el mejor, el único que merecía el apelativo de "genial". También se hizo famoso por su peculiar carácter. Aún siendo un “encantador de serpientes” seductor, simpático, tierno, cariñoso, y divertido, si le daba a la gente tiempo a conocerle – no se quedaba demasiado en ningún lugar – se sabía también que era indolente, vago, inestable, desorganizado y caradura. Pero como los pillos simpáticos caen bien, Javier triunfaba progresivamente. Hubiera sido el perfil perfecto para erigirse en un personaje cervantino, en la esencia del costumbrismo de la España más profunda. Fue viviendo entre fogones isleños con algunas alusiones por parte de la prensa. Pocas, aunque positivas siempre. Pero Javier no se conformaría con ser uno más. Tenía que inventar algo que le llevara a las portadas más prestigiosas del mundo en pocos meses. Habían pasado demasiados años desde que saliera de la Escuela, y los genios de su misma edad ya estaban consagrados. Su vagancia innata le gritaba que necesitaba llegar a la cima con rapidez para vivir después de las mieles del éxito. Tenía que actuar ¡ya! porque se le estaba terminando el dinero obtenido en su último trabajo, un macro catering para un jeque árabe. Analizó el mercado y la situación gastronómica del país. Era consciente de que el universo de la cocina estaba en un escalón mediático superior al que realmente merecía. Aún así, él formaría parte del circo. Llegó a obsesionarse de tal forma que pensaba en ello

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paseando, en el cine, haciendo el amor con su chica del momento, leyendo – Javier leía siempre libros de cocina e historias de cocineros. Fue leyendo, precisamente, cuando dio con la solución a su futuro. Cayó en sus manos una revista de gastronomía, la mejor. Era moderna, con buenos textos y geniales fotografías, trataba a los popes con ironía, criticaba a los que se llamaban a sí mismos críticos gastronómicos y se reía de los concursos culinarios en que se premiaban entre los mismos que los organizaban. En una página de la revista leyó: – Había un experto maromo con instrumental adecuado y pulso berroqueño, y el arte de separar, de un limpio tajo, la parte sonrosada y jugosa del mejillón, de esa otra zona nervuda y correosa que siempre se queda entre los dientes y dificulta la plena degustación del apreciado molusco. Le pareció una idea genial, la que estaba buscando. Dejó sobre la mesa del bar la octava cerveza de la mañana y corrió –Javier siempre corría aunque no fuera a ninguna parte– al mercado. Sólo quedaban veinte minutos antes de que cerraran. Recorrió los cuatro puestos de pescado y en uno de ellos encontró unos mejillones gigantes, de cáscara limpia y lustrosa y carne opulenta. –¿Te vas a llevar estos mejillones?– se sorprendió Lina, la pescadera. Sabía que Javier buscaba siempre el mejor producto. –Hoy sí– contestó. –Son para un experimento y necesito que sean de esta clase. No te preocupes Lina, ya sé que son de vivero y saben a casi nada. Por cierto, te los pago otro día. Se llevó a crédito todos los mejillones y se encerró durante dos días en la cocina de su casa. Sin dormir, sin ducharse, sin parar un solo instante a descansar, Javier se dedicó a separar la carnosa masa anaranjada de la cáscara primero. Después la rehogó en una sartén untada con un suspiro de mantequilla y la dejó enfriar en nevera. Diez minutos después, la dispuso sobre la tabla de teflón y, armándose con el mejor de sus cuchillos, se dispuso a filetearla. Probó con diversos gruesos hasta conseguir tres modalidades en las que la loncha no se cuarteaba y quedaba entera; pero no era lo que él buscaba. – Si las lonchas resultan demasiado finas, pensó, son para un Carpaccio de mejillón, y los carpaccios están ya más que vistos. Demasiado gruesas resultan evidentes, con lo que visualmente el plato carece de misterio. Tras horas y más horas de seccionar y filetear moluscos se le ocurrió la solución para que el corte

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Lomos de mejillón fuera perfecto. Los congelaría y los cortaría congelados. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Funcionó, y Javier comprobó su obra expuesta sobre una madera a la espera de ser cocinada. Quedaba el resto del proceso: la receta, la magia, el secreto. Tardó un mes en resolverlo pero lo consiguió. Llamó a una amiga periodista que trabajaba en el diario peninsular de mayor venta y le contó su hazaña. Tres semanas más tarde, el suplemento dominical del mismo diario le dedicaba seis páginas. Esto es lo que leyeron quienes lo leyeron: EL CHEF IBICENCO JAVIER ABADÍA ESCRIBE UNA NUEVA PÁGINA DE LOS OFICIOS CULINARIOS. “En tiempos en que parecía que a la imaginación palatina de los chefs le quedaba poco por descubrir, Javier Abadía propone una nueva especialidad en el oficio: cortador de lomos de mejillón”. Con semejante titular y semejante entradilla, fueron pocos los que dejaron de leer el artículo completo. Leyeron –por obra y poder el márketing– que Javier Abadía era un estudioso de la vida y costumbres del mejillón, y que había sido en el sur de La India donde había perfeccionado las técnicas culinarias que le afectaban, mientras dirigía las cocinas de un majarahá casado con una andaluza, hija de un pescador de mejillones de Huelva. Al final, bajo la espectacular imagen de los lomos de mejillón presentados en plato, se leía un pie de foto: Lomos de mejillón de Huelva adobados en aceite de oliva virgen español y aceite de Módena reducido con azúcar de caña de Cuba y zumo de naranja de la China, sobre un fondo de espuma de maíz dulce del Brasil emulsionado con perejil de Colombia y adornado con láminas de oro procedentes de La India. A partir de aquel momento, Javier Abadía fue, además del creador de un nuevo oficio para el que las escuelas crearon una asignatura a propósito –la de cortador de lomos de mejillón– el chef de la globalización. A los mejillones siguieron las ostras, las vieiras, las almejas, las chirlas, los boquerones, los berberechos… Había dado con el filón. El chef Javier Abadía era un ídolo. Había entrado en el sistema. Había llegado a la cima. Así lo dijeron los críticos.

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“The Raó” Cada amanecer a las cinco salía a pescar. Ximo navegaba solo, con la única compañía de Lulú, la vieja gaviota que él mismo había bautizado años atrás. La encontró recién nacida junto a unas tablas de su varadero, con las plumas mojadas y temblando de miedo. La había alzado con suavidad y acercado al fuego de leña en el que cada mañana, al volver de la pesca, tostaba el pan que acompañaba con el arenque secado al sol. El pájaro se sacudió las plumas, y Ximo compartió el arenque. Desde aquel día la gaviota volvía cada amanecer al feudo del pescador, esperaba posada en la vela a que su salvador subiera a la nave, desayunaba con él y volaba sobre la barca durante las seis horas que el hombre permanecía en el mar. Ximo era parco en palabras. Tenía la piel oscura, curtida y agrietada, mantenía una pipa casi siempre apagada entre los labios y tosía sin parar. Como hijo menor de una familia de cuatro hermanos, había heredado de sus padres la peor de las fincas, la de la playa, la tierra en la que el salitre y la brisa del mar impedían que creciera vegetal alguno. Las tierras de Ximo sólo tenían pedregales, arena, retorcidas sabinas y vistas al horizonte. Avatares del destino le llevaron a parcelar la finca y a vender una buena parte de ella. Aún así, con lo que le quedaba, la suya era aún una de las más extensas y deseadas de la isla. Había recibido millonarias ofertas por vender en su totalidad de parte del constructor más poderoso del lugar, un tal Tesmatu, cacique listo y oportunista, pero Ximo, soltero y sin más compañía que la de Lulú, era ya lo bastante rico. No necesitaba más de lo que tenía. El tal Tesmatu intentó convencerle con sobornos, amenazas e intimidaciones, pero no pudo con él porque a Ximo le importaba menos que un carajo vender o no. Un grupo constructor alemán le había pagado lo suficiente por las parcelas para vivir tres vidas de cien años cada una. Ximo venció porque su ambición tenía un límite y la de su rival era infinita. El pescador guardaba su barca en una pequeña calita de sus tierras. Nada más heredar había montado un chiringuito en el que su hermana Josefina cocinaba caldereta con el pescado que él le llevaba cada día. Corrió la voz, y en pocos años se convirtió en el chiringuito de playa más buscado de la isla. No guardaban reservas, no hacían concesiones ni a los

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El secreto de Lulú ricos ni a los pobres, los comensales ocupaban un lugar sin determinar a medida que llegaban y se les servía invariablemente un primer plato de pescado con patatas, un segundo de arroz caldoso y un café hervido con brandy en vez de agua. Pasaron los años, y la barca que siempre volvía a puerto rebosante de pescado varió de fisonomía. A Ximo cada día le costaba más encontrar el gustoso pescado de roca que su hermana necesitaba para el caldero. Las cuevas estaban pobladas por submarinistas ocasionales, las medusas proliferaban porque su mayor depredador, la tortuga, sucumbía asfixiada al confundir a sus presas con bolsas de plástico que tiraban al mar desde los barcos de recreo. Las medusas, a su vez, comían las larvas que los pequeños peces necesitaban para sobrevivir y el ciclo cada día se estrechaba un poco más. Llegó un día en que Ximo tuvo que decirle a Josefina que comprara el pescado en el mercado y lo congelara, en previsión del día que volviera a casa sin pesca. Se compró un super congelador, por las dudas, y sólo Josefina y Lulú conocieron su secreto. Lulú, además, conocía otro de los secretos de Ximo. Cada mes de febrero cerraban el chiringuito y la gaviota ya sabía que su amigo estaría unos días ausente. Le dejaba colas de pescado seco en el varadero, señal inequívoca de que volvería. El primer día de febrero Ximo cambiaba su atuendo de pescador por unos jeans estudiadamente rasgados de Victorio&Lucchino, una camiseta negra, una chaqueta de ante marrón y unas botas con cremallera, subía a un avión rumbo a New York y permanecía allí hasta final de mes. Nunca se cansaba de caminar por el Soho, o de deambular descalzo sobre la hierba de Central Park. No dejaba de ver ni un solo espectáculo de Broadway, ocupaba su asiento de platea en el Metropolitan, comía perritos calientes en plena calle, conocía cada rincón del MOMA y pasaba mañanas enteras en la Bolsa empapándose de los mercados financieros y aspirando un ambiente frenético que le apasionaba. Fue una de esas mañanas bursátiles cuando se cruzó en las escaleras con Tesmatu. El constructor, al que acompañaba una chica muy guapa y muy joven –¿serán parientes?–, pensó Ximo, le miró a los ojos y sacudió la cabeza en un gesto que significaba no, no puede ser él, aunque se le parece. Ximo sonrió para sus adentros. Sobre todo porque sus ganancias, gracias a sus inversiones en la bolsa de los mercados de China de aquel año, eran lo que necesitaba para, sin tocar un solo euro del patrimonio, montar en su ciudad preferida lo que

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siempre había soñado: un restaurante que se llamara “The Raó”. Encontró un local en Greenwiche y lo abrió. Puso al frente a un hijo de Josefina que estaba loco por dejar la isla y que había aprendido de su madre a cocinar caldereta y bullit. “The Raó” se convirtió en punto de encuentro de hispanos, españoles y neoyorquinos, y le contó el sobrino que un conocido empresario isleño que había obtenido un puesto en el gobierno (no recordaba nunca el nombre porque el chaval era un despistado patológico) se erigió en su mejor cliente por las propinas que dejaba sobre la mesa a los empleados chinos. Los clientes catalanes fueron los principales impulsores del restaurante con el boca a boca que siempre funcionaba: – No dejéis de comer en el “The Raó”. El dueño es tan hábil que ha llamado a su restaurante “Tiene Razón”, pero en catalán inglesado con la hache del “the”. Y no sabéis cuánta razón tienen los que dicen que se come de primera. El día que Ximo supo la anécdota se la contó a Lulú. No podía contársela a nadie más. Quizás no le creerían.

Aclaración lingüística: raó*= pequeño pez rosado, muy sabroso, plano y de aspecto tropical, que nada en aguas pitiusas. *(en catalán, razón). Té*: = bebida original de China. *(en catalán, tiene).

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Manuela Vivía en una residencia para gente mayor, le había llamado su hijo Pastor el día que le propuso el tema. Antes, a esos lugares les llamaban Asilo porque allí asilaban, y a los de pago les llamaban Residencia. Ahora les llamaban Residencia a todos porque parecía menos cruel. Ella llevaba allí 10 años, desde que se rompió el fémur pocos días después de su 90 aniversario. Lo recordaba Manuela el día que cumplía 100 años y esperaba a Pastor sentada en un butacón del vestíbulo, con la cabeza apoyada sobre un macasar de ganchillo verde pálido y los pies cruzados sobre el gastado pavimento de granito gris y negro. Sus hijos, Pastor y Manuel, habían organizado una fiesta por todo lo alto y la llevarían a comer a la finca de Sant Josep. Iría también la televisión y le regalarían flores, lo había oido. ¿Para qué narices necesitaba ella flores? Sus hijos, a su manera, habían alcanzado sus objetivos. Incluso Marta, la menor, que murió a los 38 años recién cumplidos. Manuela nunca pudo olvidar aquel episodio. Aprendió a vivir con la pena de la ausencia, pero nunca perdonó al destino que se llevara a su hija. A pesar de ello, siempre intuyó, desde que Marta llegó al mundo, que la suya no sería una vida larga. Fue una niña enfermiza, más por su extrema sensibilidad emocional que por la supuesta debilidad física que le atribuían los médicos. Manuela sabía que el dolor de cabeza o de tripa de Marta eran fruto de su sensibilidad. Sufría por sus hermanos, por el perro, por los gatos, el canario, por todo aquello que no podía tener bajo control. Era demasiado frágil, como Arturo, su marido, que murió roto por el dolor de la muerte de su hija pequeña. La imagen de Arturo apareció desdibujada en su mente. Se conocieron a los 15 años y no se separaron hasta que él murió 60 años después. Cada día desde entonces, de una u otra manera, él aparecía en una nebulosa. Le había amado hasta la última capa de piel y probablemente nunca había sabido transmitírselo, pero así era. Él nunca sospechó que Manuela le había sido infiel, pero es que Joan, el payés de la finca vecina, era tan seductor que ella no había podido evitarlo. Manuela recordó cómo esperaba que Arturo se marchara de viaje hasta Vila. Sabía que tardaría por lo menos cinco días en volver, cinco días para robarle a su propia vida retazos de tiempo para amar a Joan. Y para que Joan la amara, porque él también enloqueció por ella. No eran tiempos ni geografía para hablar de crisis o

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de divorcios. Joan y Manuela tuvieron que vivir su historia de amor a hurtadillas, en la clandestinidad del campo árido y duro. En una ocasión en que la esposa de Joan tuvo que trasladarse a Valencia por cuestiones de una herencia, Joan la llevó hasta el mar. Manuela nunca había visto el mar y nunca más volvió a verlo, y la imagen teñida de azules iría para siempre ligada al recuerdo de los momentos vividos con Joan. Afortunadamente, su amado y amante murió después de que lo hiciera la niña, Marta, porque de este modo, Manuela pudo llorar desconsoladamente en su entierro sin despertar las sospechas de todo el pueblo y del propio Arturo. –Todo esto le recuerda a su hija, decían. Manuela no paró de llorar durante meses. Nunca nadie supo que aquella niña desaparecida era fruto de su amor por el payés de la finca de al lado. La historia no la perdonaba y la mala suerte le había arrebatado a dos seres que nunca sabrían el uno del otro. Ella tendría que almacenar su recuerdo en la soledad de su memoria. Pero la fiesta era la fiesta, y ningún recuerdo iba a estropearle a Manuela su aniversario. Pastor la recogería a mediodía y la llevaría a la finca. Comerían todos juntos: ella, sus dos hijos, los 5 nietos y los 9 biznietos. Uno de sus nietos, Fermín, había volado a propósito desde Sao Paulo. Otra, Catalina, la mayor, desde New York. Los dos eran hijos de Pastor. Y luego estaban los de Manuel, Verónica, la doctora, Natalia, la secretaria de un alto ejecutivo, y su preferido, Arturo, el vago al que no se le reconocía más oficio que el de vividor. Manuela no recordaba muy bien si ya era tatarabuela. Y eso que en los momentos de lucidez, que eran la mayoría, Manuela recitaba los nombres de todos ellos, los jóvenes. Incluso los de aquellos que no le caían nada bien. ¿Acaso era obligatorio que los niños cayeran bien a todo el mundo por el solo hecho de ser niños? A ella nunca le habían gustado los niños, sólo los suyos y con alguna reserva. Cata, por ejemplo, había pasado una adolescencia de lo más difícil. Manuela no soportaba su cursilería ni su prepotencia. No pareces mi nieta, le había dicho a veces. La niña tomaba fatal las palabras de la abuela y en alguna ocasión pensó que la rechazaba. A Manuela le costó lo suyo convencerla de que no era así. También era cierto que adoraba la frivolidad de la niña, aquel desentenderse de lo esencial que a ella, a Manuela, tanto le gustaba y por lo que tanto se había desesperado Arturo. ¿Es que no puedes tomarte nada en serio?, le había recriminado en alguna ocasión. Suspiró recordando de nuevo a su marido y miró el reloj

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Manuela de la pared. Las manecillas aparecían borrosas. ¡Malditos ojos!, pensó. Aborrecía tener que ponerse las gafas para ver algo que no fueran líneas. En realidad era lo que más le molestaba de su edad, la dificultad para ver las imágenes con claridad. Pastor se retrasaba ya 20 minutos. Normal en él. No podía dejar de pensar en Marta, la hija. Recordó a aquel hombre que dos días después de enterrarla se presentó en la finca con una niña pequeña de la mano. Cayetana era preciosa, y era la consecuencia de los cinco años que Marta había pasado en Canadá antes de volver a casa para intentar vencer su enfermedad. Manuela y Arturo la aceptaron sin cuestionarse nada, dando por hecho que aquellos ojos verdes de Cayetana no podían haberse heredado sino de Marta y del propio Arturo. O de Joan. Aquella niñita de tres años recién cumplidos fue el único paliativo al dolor de Manuela por la pérdida de su hija. ¡Cómo la había echado de menos! Pastor y Fermín habían sido siempre menos conflictivos, pero a los ojos de Manuela resultaban extraños porque no le era tan fácil reconocer aquel universo de hormonas masculinas que tantas veces le había sido hostil. Arturo, que consiguió hacerse muy rico con la recalificación de sus tierras de cultivo a urbanas, intentó volcarse en la pequeña Cayetana, pero la pena pudo con él y se le agotó el alma. Las manecillas del maldito reloj eran implacables, como siempre, como lo habían sido durante los 100 años pasados. Pastor seguía sin aparecer y ya llegaba casi 50 minutos tarde. El cansancio se apoderó de ella. Le dolía la piel. Manuela cerró los ojos y se entretuvo con los destellos de la oscuridad tras sus agotados párpados. Cuando era una niña pequeña se distraía a menudo con aquellos puntitos luminosos. Imaginaba que eran estrellas del cielo que habían caído en sus ojos y ella intentaba atraparlas presionando los ojos con las manitas hasta sentir el dolor. Se alegraba al ver que cada día los destellos volvían a su universo interno. Sólo tenía que apretar muy fuerte las manos sobre los párpados y allí estaban de nuevo. En aquel momento de espera tuvo tiempo aún de sentir la mano de Pastor sobre la frente y de oír la voz de su hijo al decir: – Feliz viaje mamá. Manuela dio su último suspiro y se dejó llevar por los destellos. Hasta que Arturo, Joan y Marta le tendieron la mano.

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¡Pobre Tomasito! Adriana le había cantado durante meses las delicias del cochinillo del nuevo restaurante de la playa. –Se lo hace traer de León–, le contaba con entusiasmo, y no te puedes imaginar qué bien sabe. Humberto, sin duda, lo había codificado. Ella era lo bastante insistente y cuando algo le apasionaba no podía evitar compartirlo. Aunque a los demás no les interesara hacerlo, ella insistía hasta que lo lograba. Humberto, para quien lo del comer era pura supervivencia, detestaba el cochinillo debido a un episodio sucedido en su infancia del que no podía escapar. Cada verano pasaba tres meses en la finca del abuelo, en Cáceres, y lo que más le apasionaba de las vacaciones eran aquellos pequeños cerditos rosados con el rabo rizado que deambulaban con descaro por el patio trasero y se revolcaban en el lodo, junto a la verja que lindaba con el robledal. A él no le permitían revolcarse en los charcos, pero el caporal le prestaba unas botas en las que su pequeño pie se perdía en la humedad del caucho y de este modo, Humberto podía perseguir a los graciosos animalitos hasta hacerse con su preferido, Tomasito. Tardó unos años en darse cuenta de que su mascota era un cerdo diferente cada verano, y en saber con certeza que él y sus parientes eran el manjar más suculento de la despensa. En Madrid nadie sabía nada de cerditos rosados, con lo que nadie le desveló la verdad. Así es que Humberto se pasaba el curso esperando volver a la finca de Extremadura y jugar con Tomasito. A los 9 años el niño supo la verdad y se enfrentó por primera vez a la poética mentira de la vida. Fue una Nochebuena, esa noche que comía una buenísima carne asada y a continuación se producía la magia de la aparición de juguetes por todos los rincones. La primera Nochebuena que se sentó en la mesa de los mayores, vio que en el centro de la mesa, repartidos en diferentes fuentes, cinco Tomasitos yacían planos, con los ojos cerrados y las cuatro extremidades abiertas, en forma de animal crucificado. Su color rosado manchado de lodo se había tornado de un ocre subido, tostado, brillante. Se quedó atónito, incrédulo hasta que el abuelo tomó un cuchillo con el mango de madera, de inmensa y deslumbrante hoja, y lo hundió en la piel de un inerte cerdito. Humberto grabó el crujido de la

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¡Pobre Tomasito! hoja al atravesar el cuerpo de uno de sus amigos y de su garganta surgió un grito aterrador. Fue tal el susto que provocó en toda la familia, que todos se levantaron pensando que al niño le había sucedido algo realmente grave. El abuelo dio un salto y el cuchillo salió disparado por los aires hasta clavarse entre los dedos de la mano que el impertérrito mayordomo tenía sobre el servidor mudo de roble macizo. Afortunadamente, la escena se detuvo allí, y Humberto nunca explicó a su familia el dolor punzante que había sentido en el centro del pecho al darse cuenta de la realidad. Se juró a sí mismo no volver a comer cochinillo en toda su vida. Treinta años después, Humberto no quería contarle a Adriana lo sucedido, no deseaba revivir la visión de sus amigos yaciendo sin vida sobre la mesa. Una noche tuvo que enfrentarse a la evidencia porque su chica le condujo en su coche hasta el asador y él no se percató de la situación hasta que tuvo de nuevo, sobre la mesa, a un pobre Tomasito. ¿Tenía que estarle sucediendo todo aquello? Maldita sea, pensó, no puede pasarme esto en pleno proceso de seducción. Él sabía cuán importante era para ella compartir la mejor comida de su propia tierra. Porque ella era de Aranda, como el cochinillo de aquel restaurante. Se había convertido en un adulto y tenía que superar su trauma. Un amable camarero partió el animalito y Humberto miró a Adriana. La forma como observaba el cochinillo, con deseo y entusiasmo, con fruición, le recordó en un instante por qué la amaba. La amaba por la pasión con que vivía cada instante de su vida y por su generoso empeño en compartir esas pasiones. Cerró los ojos mientras el camarero cortaba, y por alguna razón, su cabeza se vació de cuanta información poseía. Y cuando sintió crujir entre los dientes un trozo de piel anaranjada brillante, su alma voló a la Nochebuena aquella en que descubrió la realidad, los aromas a roble de su infancia, los pequeños cerditos rosados revolcándose en el lodo, el deseo invernal de que volviera a llegar el verano para calzarse de nuevo las botas de caucho de gigante y correr con su mascota hasta el robledal. Se dejó llevar por la textura crujiente y el olor a leña, y en ese momento supo que aquella era, verdaderamente, su chica. ¿Podría, de no ser así, haberle devuelto semejante parte de sí mismo?

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El Pollo Coronado Era la mañana de un sábado, en esos días únicos del Mediterráneo, entre la generosa primavera y el caluroso verano. Cualquiera que se fijara en el desconocido sentado en la terraza del Sidney, en Marina Botafoch, se daría cuenta de que era alguien especial. Heinrich von Patten tenía ese aspecto que tan sólo tiene la nobleza, un porte real que emanaba de cada uno de sus gestos. Su elegancia era natural, su estilo congénito. Era un hombre alto, delgado, alejado del aspecto del obseso “tabletillas” de gym. Lucía un cabello negro que le cubría la nuca y entre el que nadaban dignas hebras blancas todavía insinuantes. Tenía la penetrante mirada de unas pupilas azules, casi transparentes, y los blancos y perfectos dientes enmarcados por unos labios sensuales que, sin duda, encontraban las palabras adecuadas a cada momento vivido. Cualquiera que le viera, con sus Levi’s, la chaqueta Thierry Mugler, los zapatos Alexandre y la corbata con impecable nudo Windsor sobre la camisa azul tinta, llegaría a la conclusión de que aquel hombre era… alguien. Tratándose además de Ibiza, parecía descolocado, fuera de lugar con su impoluta indumentaria. Heinrich von Patten formaba parte de la segunda generación sin corona desde que los republicanos arrebataron a su estirpe sus derechos de cuna procedentes del medievo. Con la llegada del siglo XXI quedaba ya poco del patrimonio familiar; un poco que era mucho pero, para qué engañarse, insuficiente para vivir de las rentas como a él le habían enseñado a hacerlo. ¿Acaso debía sentirse culpable por haber nacido príncipe? Lo malo de todo ello era que ¿a qué demonios podía dedicarse alguien de sangre azul? Rebuscó en su memoria en un intento de rentabilizar los conocimientos adquiridos en épocas de esplendor. Sabía cómo poner y servir una mesa, pero poco le atraía buscar trabajo como maître. Pasados como pasaba de los 40 años, pocos le contratarían. Además, ¿en qué restaurante contratarían a un príncipe? Sabía viajar con exquisitez, pero tampoco podía contratarse como guía en unos tiempos en que lo que se llevaba era el turismo de pulsera o el cutre discotequero, ese que aterriza en una playa con after-hours a pocos metros y sube de nuevo al avión para volver a casa. De eso, desafortunadamente para él, no sabía nada. Conocía a la perfección las normas del protocolo, pero la isla no estaba por tales menesteres. ¿A quién le importaba el protocolo? También dominaba el arte de la seducción,

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El Pollo Coronado pero su profundo respeto a las mujeres –impuesto por una madre y siete hermanas– y a sí mismo, no le permitían convertirse en gigoló. Era casi mediodía y miró su reloj. No podía llegar tarde a su cita con Neus, la peluquera de Can Curuné; era la única que había interpretado su estilo. Entonces cayó en la cuenta. Miró su maravilloso Hublod, un regalo de su abuelo el emperador Carlos José en su 25 cumpleaños, y empezó a articular su futuro. Conocía un mundo de joyas al que pocos habían tenido acceso. Las de su familia, y él había heredado una parte, no eran joyas corrientes, eran piezas reales: diademas de peso infrahumano, espectaculares rivieras, camafeos y broches, botonaduras de diamantes, collares de esmeraldas, vestidos bordados con rubíes y ópalos, gargantillas de jade puro y pulseras del más delicado marfil que sus antepasados habían atesorado en sus aventuras africanas liquidando inocentes elefantes. El de las joyas era para él un mundo cargado de sensualidad que sólo podía relacionar con el placer. Y en aquel momento, por algún extraño capricho del subconsciente, le vino a la memoria el pollo payés con patatas guisadas que había comido el día anterior en un restaurante del norte. Si el pollo significaba placer, el placer sensualidad y la sensualidad todas aquellas joyas guardadas en la retina, ineludiblemente el pollo payés y su herencia estaban de alguna forma ligados. Transcurrido un mes desde la reflexión en que pollo y joyas se conectaban, el príncipe sin corona había vendido parte de su joyero, comprado una finca en Els Amunts e iniciado la cría de pollos payeses. Cinco años más tarde se había convertido en el criador de pollos ibicencos más notorio. Se casó con la hija de un payés, Pepita, que había estudiado Física Nuclear en Houston y que sabía como nadie la mejor forma de criar pollos porque había crecido entre ellos en Sant Mateu. Con cientos y cientos de pollos en sus activos, montaron un restaurante que llamaron “El Pollo Coronado” y antes del segundo año ya les concedieron una estrella gastronómica avalada por una especial receta: Crestas de Pollo al aroma de Foie de Rape con una nube de limón vaporizado. Heinrich von Patten había trasladado al campo ibicenco una receta de los zares recordando los veranos que pasaba de niño en el palacio de campo de su tío, heredero del ultimo Zar de Rusia, cerca de Stalingrado. Ni un solo ibicenco la probó, pero consiguió alcanzar fama de ser el mejor restaurante de Las Pitiusas en todo el mundo. Ser príncipe no era ninguna tontería a la hora de sobrevivir.

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La abuela de porcelana Nunca supe si la abuela había llegado a los 109 años por ser una mujer sabia, o era tan sabia por ser tan y tan vieja. En las reuniones familiares la recordamos siempre con la espalda doblada sobre el campo, hundiendo las manos en la tierra árida para extraer las preciadas patatas. Teníamos poco más en aquel campo ibicenco que nos vio crecer. Y no todas las patatas eran para nosotros, cinco hermanos supervivientes de ocho. La mitad de aquellas patatas feas, rojas y arrugadas eran para los extraños que se detenían en la casa. La abuela Nina las hervía con sal y codillo de oveja, hierbas del campo que ella conocía bien, y surgía un delicioso caldo al que añadía pan cocido en el horno del patio. Una parte del caldero era para nosotros; el resto, para los caminantes y peregrinos que se detenían en el umbral de la casa y solicitaban un plato de comida que la abuela ofrecía por unas monedas. Aunque si el caminante tenía hambre y no monedas, también lo sentaba a la mesa. Así lo dictaba la ley de supervivencia en el campo. Los meses de verano el caldo mejoraba. Los niños golpeábamos con varas las ramas de los árboles para que las almendras cayeran al suelo, y después de trocearlas las añadíamos al agua jugosa y las mezclábamos con las patatas chafadas. No era extraño que nos pasáramos el tiempo esperando a que los vecinos mataran el cerdo. Aquello sí era una fiesta, porque además de comer suculentos alimentos, jugábamos con el rabo del animal golpeándonos unos a otros en el trasero. Nos moríamos de risa mientras corríamos con el rabo hasta la casa del veterinario para que analizara el estado de salud del gorrino, no fuera que tuviera alguna enfermedad mortal para los humanos. Cuando el hombre que sabía de animales daba el visto bueno, corríamos de nuevo para dar a los mayores la buena noticia. Pero los mayores no tenían paciencia, y siempre habían empezado a comer aún antes de tener el diagnóstico. Afortunadamente, el cerdo nunca fue letal. Con los años, el camino hacia el norte se hizo más ancho y más largo, y un día la abuela Nina nos dio lo que parecía una gran noticia: – La gente ya puede ir hasta Cala Sant Vicenç por el camino, dijo. Ella nunca fue hasta allí, estaba demasiado lejos. Además, ¿quién hubiera dado de comer a los caminantes si ella se hubiera ausentado?

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La abuela de porcelana A cada día que pasaba se detenían en la casa más viajeros. Incluso los que iban y venían de Sa Cala, los caleros, que no eran tan extraños como los pintaban. Al fin y al cabo, hasta aquellos días sólo podían trasladarse a Vila por mar –por tierra era demasiado costoso en tiempo y energías–, y el camino les abrió horizontes desconocidos hasta entonces. El caldero aumentaba de tamaño a zancadas, y la abuela tenía la espalda cada día más doblada. Nosotros crecíamos y ella menguaba. Hasta que se convirtió en una figura diminuta, vestida de negro y con la piel blanca, muy blanca. Mientras se volvía menuda, a la abuela Nina se le ocurrió una idea. –Hay que comprar gallinas– dijo. Su hijo, nuestro padre, ató el caballo al carro y diez días después volvió con diez gallinas ponedoras y dos gallos. Los caminantes ya sabían que en nuestra casa se comía caldo y tortilla. Después la abuela dijo: –Hay que comprar conejos . Diez días después nuestro padre trajo a casa cuatro conejos y doce conejas. Los caminantes comían caldo, tortilla y un pedazo de conejo con hierbas del campo. Pronto surgió el huerto con los tomates y las lechugas. Los últimos en llegar fueron los cerdos, y ya nunca pude liberarme del maldito olor a lodo y tocino. Después llegaron una larga mesa y muchas sillas, y candelas para la noche. La casa fue creciendo por la parte de atrás. También nosotros crecimos y aprendimos oficios. Yo quise quedarme junto a la abuela Nina, aprendiendo a cocinar aquel caldo que crecía en ingredientes a la par que yo. Cuando ella ya no podía pasar en pie las horas que requería la cocina, se sentaba en una pequeña silla de mimbre, tan pequeña como ella misma, y me observaba con la mirada de la tranquilidad de que alguien había aprendido a dar de comer a los caminantes. Sentada en la cocina la encontré una tarde. Tenía la cabeza inclinada hacia adelante, los ojos cerrados y un rosario entre los dedos de porcelana. Al día siguiente, ni un solo viajero dejó de depositar una flor sobre la caja de madera que se llevó a la abuela Nina camino de la eternidad. Ella misma se había convertido, por fin, en caminante. El caldo pasó a ser, y sigue siendo, asunto mío.

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Armada con pan Celeste sabía que se la había jugado con las declaraciones hechas en el diario, pero no había dicho nada que no pensara. Era periodista y estaba acostumbrada a disparar preguntas y recibir las más insólitas respuestas, pero estar al otro lado de la barrera era nuevo para ella. Sin embargo, en ningún momento se sintió intimidada, más bien al contrario. Acababa de presentar su nuevo libro, Ibiza duerme a la luz del sol, y todos sus compañeros de diarios peninsulares la habían apoyado con columnas de opinión y reseñas. Su amiga Sandra se había hecho cargo de la comunicación y, como siempre, su trabajo dio los frutos esperados. Acudió a programas de radio, a entrevistas en televisiones locales, decenas de páginas de internet le dedicaron unas líneas y pusieron la portada de la novela en pantalla. Estaba funcionando, el libro se estaba vendiendo, y cuando los medios locales supieron que estaba en la isla la llamaron para entrevistarla. Por muy acostumbrada que estuviera a ver su nombre impreso en los diarios y revistas, Celeste siempre sentía cierto pudor porque si había un solo pecado que desconocía era el de la vanidad. Por eso, cuando salió del kiosco de Vara de Rey y se sentó en la terracita del Mar y Sol a desayunar, al abrir el diario y ver su foto y la entrevista a página entera sintió fundirse. Eran las 9 de la mañana de un día de principios de agosto, una fecha y una hora en que la isla duerme los placeres que brinda la noche. No corría el peligro de cruzarse con nadie y se dispuso a leer sus propias respuestas. Las primeras preguntas de su colega eran posicionales: cuándo había pisado la isla por primera vez, cuál era su vinculación con las Pitiusas, qué le había dado y quitado la isla. Le gustó ver escrita lo que para ella era una declaración de principios: a esta isla le perdono hasta los abusos de agosto porque hay algo que ustedes, los ibicencos, no han podido destruir: las patatas, los tomates y el sol. Fue a partir de esta respuesta cuando la entrevista se complicó ligeramente con cuestiones políticas, pues la periodista que tenía enfrente insistió en un tema. –¿Qué ha querido decir al nombrar a los ibicencos? ¿Cree que son ellos los responsables del actual estado de la isla?– le preguntó. Celeste no se detuvo a reflexionar y dijo: –Evidentemente. Un día aterricé y, como tantos otros que vamos y venimos, sentí desolación al ver cómo

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Armada con pan los campos que antes atravesaba hasta llegar a Vila se habían convertido en un polígono industrial deshumanizado y decorado con vallas de publicidades y creativos mediocres. Peor fue aún la sensación al ver cómo crecía la nueva ciudad, sin orden ni concierto. Y cómo las nuevas calles se poblaban de fachadas abanderadas del mal gusto, la desproporción, el despropósito. ¿Nadie iba a frenar la especulación? ¿Nadie iba a alzar la voz? Todos callaron; los ibicencos callaron porque ellos mismos eran los promotores, los consentidores. Aquellos que la isla adoptó no tenían interés alguno en estropearla, al contrario. No fueron ni alemanes, ni holandeses ni franceses, fueron los ibicencos quienes firmaron los permisos, quienes urbanizaron, quienes se aprovecharon y abusaron de sus propios congéneres. Usted, como yo, sabe que hay un ibicenco cuyo nombre traspasa el límite de sus fronteras que parece imparable e intocable. Si ustedes no le detienen, nadie lo hará. Celeste sabía que las declaraciones eran comprometidas, pero ella misma era mujer de compromisos. Superados los primeros minutos de pudor por leerse a sí misma, releyó tres veces la entrevista. No está mal, pensó. Ya más tranquila pidió un segundo café y una ensaimada. Después de tanto tiempo en la isla, las del Mar y Sol seguían siendo las mejores: chafadas, blanditas, sin exceso de azúcar glass, el punto justo de grasa en la yema de los dedos… perfectas. Al terminar compró una barra de pan para la hora de cenar y la dejó en el coche durante todo el día. Fue a ver a Vero a Santa Gertrudis, charló un rato con Toni, el del estanco, se cruzó con Bernard, el de la plaza, con el pirado de la moto que andaba todo el día vendiendo ideas a 10 euros… Detenerse en Santa Gertrudis era siempre una aventura de imprevisible duración. Después fue hasta Pou des Lleó a tomar el sol, comió una ensalada en el chiringuito y al atardecer volvió de nuevo a Vila para tomar un Martini con su amigo Joan en la Plaza del Parque. En ese momento, al filo ya de las 10 de la noche, de vuelta al coche se cruzó con Jaime y la invitó a cenar. Una vez más, se topaba con la hora de la cena vestida con un pareo, una camiseta y alpargatas, por tanto se fueron a comer un Bullit a un restaurante de playa en el que pudiera sentirse cómoda. Eran las cuatro de la madrugada cuando llegó con su coche a Cas Pla, a su habitación permanente, y vio la barra de pan sobre el asiento trasero. Estaba más seca que un arenque. La cogió pensando que por la mañana se la daría a Teresa, para que la convirtiera en pan rallado o en acompañamiento de una sopita de ajo.

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Balanceando la barra caminó hacia su habitación del porche. Oyó un ruido que no le era familiar y se giró. Nadie, sólo árboles y ausencia total de brisa. Caminó dos pasos más y de nuevo escuchó romperse el silencio. Había alguien, seguro, y la acechaba. Entonces sintió que la zarandeaban y cayó al suelo. Tenía encima a alguien corpulento y decididamente violento; logró darse la vuelta a base de codazos y patadas, y en cuanto pudo, blandió la barra de pan seco y acertó de pleno en la cabeza del intruso, que desapareció dando un alarido. Al llegar a su habitación, asustada, temblando de miedo, se miró en el espejo y se dio cuenta de que estaba toda ella manchada de sangre. ¿Le habré matado?, pensó. La angustia, el miedo y la incertidumbre no la dejaron dormir. Esperó hasta las 9 y fue en busca de Varinia para contárselo. Su amiga se ofreció a acompañarla a comisaría para denunciar lo sucedido. De camino a Ibiza pusieron la radio y escucharon una noticia: Un trabajador de Empresas Matulsa, vigilante de las obras de la autopista que une el aeropuerto con la ciudad, ha denunciado la agresión por parte de una mujer de nacionalidad alemana. Al parecer, el agresor le ha golpeado en la frente con un objeto contundente y ha necesitado 22 puntos de sutura y una transfusión de sangre. Un reportero de esta cadena que ha acudido al hospital, ha sido informado por un auxiliar de ambulatorio de que han extraído migas de pan de la herida de la víctima. Seguiremos informándoles sobre este asunto del que, según hemos sabido, no se presentará denuncia alguna por parte de Matulsa. La policía local, por su parte, no abrirá investigación. Celeste y Varinia se quedaron pasmadas. Así iban las cosas en la isla. Se detuvieron en Santa Gertrudis para tomar el primer café con leche en Ulivans. Todo lo sucedido era un gran cúmulo de despropósitos. La habían atacado, y de pronto, tuvo claro que la causa eran sus declaraciones en el diario, seguro. Era un método ya sabido en la isla, ya había sucedido en otras ocasiones, siempre que alguien alzaba la voz con comentarios como los suyos. Varinia, tan nerviosa como ella, le preguntó: –¿Qué vas a hacer ahora? Celeste sorbió café, encendió su primer cigarrillo del día y contestó: –Comprar cada día una barra de pan y dejarla en el coche para que se seque. ¿Se te ocurre algo mejor?

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La thermomix de Julia La falta de destreza de Julia para todo lo relacionado con la cocina marcó su vida desde la infancia, cuando ya su madre le decía: tú barre, que eso se te da bien. Mientras a sus hermanas las dejaban batir huevos y amasar harina, a ella sólo se le permitía barrer. No era culpa suya, pero, por alguna razón que escapaba al entendimiento, si tocaba un huevo se rompía en sus manos antes de llegar a su destino y si le ordenaban vigilar el sofrito la cebolla, se tornaba negra como el carbón. No era que ella no vigilara, era que mientras miraba cómo las burbujitas de aceite obraban el milagro de tornar la blanca cebolla en tiras transparentes primero y más oscuritas después, a la niña la imaginación le volaba y se preguntaba por qué la ropa blanca no se volvía transparente a su contacto con el calor del sol. El aceite y la cebolla, claro, seguían un recorrido que sólo detenían los gritos de su madre echándola de la cocina. Tanto barrió y durante tantos años, que llegó a perfeccionar la técnica y a desarrollar todo un mundo alrededor de la escoba. Fue a la Universidad y estudió Empresariales. Mientras, en casa, seguía barriendo el suelo de la cocina a diario. Se licenció en el primer puesto de su promoción con un proyecto de final de carrera llamado La barrendera perfecta, que consistía en el montaje y desarrollo de una empresa de fabricación y comercialización de escobas y artilugios varios para suelos industriales y domésticos. Hasta que se independizó a los 23 años, Julia ya había vivido experiencias culinarias que le indicaron claramente que su karma estaba muy, pero que muy alejado de los fogones. Se había cortado la yema de un pulgar pelando una patata, quemado las piernas al retirar una cafetera del fuego y las dos manos al sacar una bandeja de canelones del horno, se incendió la cabellera dándole la vuelta a un asado de carne en la barbacoa, derramó una olla de caldo sobre el pobre gato de su hermano – que ya nunca fue el mismo después de aquello –, tropezó con una caja de vino cayendo sobre su madre, que en aquel momento revolvía un estofado y la olla fue a parar a san dios. Era una detrás de otra y parecía realmente que el destino le chillara sólo barrer, sólo barrer, sólo barrer… Amparada por los recuerdos empíricos, se compró un apartamento en el centro de Barcelona y suprimió la cocina. Incorporó el espacio al salón, y

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solamente instaló nevera, lavavajillas y un microondas. Sus mejores aliados hasta que se casó fueron las tiendas de comida preparada, los pollos envasados al vacío, la leche desnatada, cereales y barritas hipocalóricas. Su proyecto empresarial de fin de carrera era tan impecable que decidió ponerlo en marcha. Lo presentó a una banca privada para pedir un crédito, y les pareció tan buena idea que le propusieron asociarse. Julia inició “La barrendera perfecta, S.A” a los 25 años con un capital social de tres millones de euros. Una década más tarde disponía de 45 tiendas franquiciadas por toda Europa y facturaba 1.000 millones de euros anuales con una rentabilidad neta del 23%. Se había convertido en el refrente número uno en todo lo que se refiriera a limpieza de suelos. Su producto estrella, evidentemente, era la escoba. Ella misma diseñó la colección: escobas con motor, plegables que ocupaban el mínimo espacio, con palo telescópico para limpiar techos de hasta 15 metros, escobas especiales para personas con minusvalías, otras con cepillos intercambiables de diferentes cerdas, con cepillos de usar y tirar, con mango curvado para alcanzar los más recónditos rincones… Incluso una con un cepillo de cinco metros de ancho y diez mangos para ser manipulada por 10 personas a la vez, destinada a barrer suelos industriales. Mientras todo ésto sucedía, poco después de cumplir los 30 años Julia conoció a Amaro, divorciado, de Jerez y multinegocios a palos de ciego que estaba por cumplir los 50. La hizo reír hasta lo impensable y se enamoró. Al menos, eso le pareció. La primera fase de la relación fue genial porque excepto las noches que compartían, siempre consensuadas por ambos y en las que sonaban truenos y relámpagos –ninguno de los dos podría negar jamás esas noches de absoluto placer– el resto dormía cada uno en su cama, en diagonal. La situación resultó perfecta mientras el deseo y los momentos de risas fueron los parámetros sobre los que se sustentaba. Después de dos años, la naturaleza dio sus frutos y ella se quedó embarazada. Él insistió en la convivencia hasta que se trasladó a su casa con dos hijos de su anterior matrimonio en la Samsonite. Esto no va a funcionar, decía ella. Ya verás como sí, decía él. Hay que hacerlo por el bebé. Amaro ganó la batalla y se convirtieron en una happy family tipológica. El niño nació y a partir de ese momento ella le dedicó a él y a sus escobas todo su tiempo. Contrató

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La thermomix de Julia a Marina, una cocinera, y compró una Thermomix, el único artilugio culinario que pudo ocultar a su karma y con el que era capaz jueves y domingos, los días que Marina libraba, de preparar las papillas de su bebé. Se apuntó a un curso para aprender a usarla y la dominó. Marina dejaba preparados los ingredientes –no fuera Julia a desgraciarse las manos de nuevo– y ella, obediente, sólo tenía que introducirlos, indicar los tiempos y las temperaturas y apretar un botón. El día a día doméstico seguía su aburrido curso. Julia y Amaro hacían el amor con la frecuencia relativa a la mayoría de parejas consolidadas: un par de veces al mes, con suerte. A Julia no le importaba mientras no la martirizara demasiado y le dejara tiempo y espacio libres para el niño y los balances trimestrales. Hasta que llegó la crisis y ya nada la paró. El primer desencadenante –el resto fueron su consecuencia– fue crematístico, pues ella ganaba muchísimo más dinero que él y disponía de menos tiempo para cuestiones que no fueran laborales, combinación difícil de asumir para un señorito del Sur que, además, era un poco vago y muy vividor. Ella, mujer pragmática e incapaz de tomar algún camino que no fuera el recto y directo, cansada de escuchar quejas y de sortear quebrantos cameros, le propuso el divorcio. Le costó dos años conseguirlo, periodo durante el cual, por recomendación de su abogado, siguieron viviendo bajo el mismo techo. Broncas, discusiones, actitudes de total indiferencia… Dos años agónicos en los que ambos sabían que el vencedor sería quien resistiera más. Los fines de semana ella se marchaba con el hijo común, y durante uno de ellos Amaro desapareció de casa. Se llevó a los dos hijos con que había llegado, el coche, los cuadros, esculturas, libros y objetos que habían comprado durante la convivencia. Después de unos minutos de respirar con alivio por la huida, Julia se dispuso a hacer recuento del botín del enemigo. Así lo contaba: Se ha llevado el Miró, los Tapias, el Picasso, el Zurbarán, las dos esculturas de Corberó, las Montblanc de platino, los Cartier de oro, el Hublod que me regaló, las seis maletas Vuitton, cuatro alfombras persas, el Briedermeier, las lámparas Tiffany´s, el Porsche, todo. Se lo puede meter donde le quepa. Pero lo peor de todo, lo que nunca le perdonaré es que se haya llevado la Thermomix. ¿Cómo cocino yo ahora? Días después de estos acontecimientos, Julia se armó de valor y puso a hervir verdura. En pleno hervor rozó la olla con la manga de su batín de seda

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natural y el agua se le cayó encima. En la reacción, se apoyó sobre la encimera en la que había dejado la puntilla de pelar las patatas, con tan mala fortuna que se la clavó en medio de la mano. Resultado, las piernas vendadas dos semanas y siete puntos de sutura en la mano derecha. Verdaderamente, lo de la Thermomix no se podía perdonar. Amaro sabía cuánto la necesitaba, y sabía que un transtorno u otro causaría. Acertó, y aunque fue ella quien ganó la guerra, él almacenó la satisfacción de haber vencido en una batalla crucial, en la del karma de Julia.

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Gambas a la Gaultier Sebastián despertó una mañana con el ferviente deseo de comer un plato de gambas a la parrilla. A mediodía llamaré a Clara para invitarla a comer frente al mar. Habrá luna llena y le gustará la idea, pensó. A mediodía recibió él la llamada de Clara: – Recuerdas que esta noche tenemos entradas para el concierto? Bastian reaccionó con rapidez y asintió. Las sardinas tendrían que esperar. Durmió un ratito mientras sonaban las torturadas melodías de Wagner, se fueron a casa de él, le hizo el amor lo más rápido que pudo – tocaba– y cerró los ojos para sumergirse en su universo propio. Soñó con cabezas mordisqueadas y chupadas, con la sal gruesa, con el Lambrusco helado, ese horrible vino que sólo era capaz de beber comiendo gambas en verano. En algún momento de su sueño las gambas se mezclaron con el sexo y por la mañana el recuerdo era un caos. Tanto, que al salir de la ducha se roció de tal forma con la colonia Chanel de Clara que Fox, su mastín, anduvo dos días desorientado. Despertó pensando: diré en la oficina que no me pasen llamadas y a mediodía saldré a navegar. A la vuelta pasaré por el restaurante y me comeré las gambas”. Navegó y volvió a puerto; sin ninguna intención de ducharse ni de cambiarse de ropa se dirigió al aparcamiento. Nadie sabía dónde estaba ni adónde iba, por tanto nadie se entrometería entre él y las gambas. Pero allí estaba ella, Clara, junto al Jaguar, con su traje Gaultier para cenar. Le dijo: –¿No piensas cambiarte? Hueles a pescado. ¿A qué demonios quería que oliera? De nuevo se le había olvidado su cita. Con ella al volante se dirigió a su casa para una ducha rápida y un cambio de indumentaria. Fueron a cenar, se tomó un Almax, y a dormir. Solo y sin sexo esa noche. De nuevo soñó con montañas de gambas y de nuevo sintió en las yemas de los dedos la textura aceitosa de las cabezas anaranjadas con negros ojos. Tercer intento. Le diré a Clara que me voy a Palma a mediodía y que no sé cuándo podré volver, si esta noche o mañana, pensó. A la hora de cenar se dirigió a su restaurante junto al mar; lo había conseguido. Se sentó en una de las mesas más cercanas al agua. Por fin tenía delante el plato de gambas y el Lambrusco. Todo sobre un mantelito de papel deliciosamente hortera, con un mapa de Ibiza y brújulas y soles estampados, mientras la saliva le fluía ante la visión de los especímenes anaranjados con el cuerpo doblado, y frente a la mezcla de aromas con memoria de mar. Le

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costaba creerlo pero lo había conseguido. Él, las gambas y el mar. Era perfecto. De pronto oyó a su espalda: ¿Bastian? Los momentos de gloria habían sido escasos. Se giró y allí estaba Elena. Siempre le había apasionado aquella mujer, pero los años y la experiencia la habían convertido en sinónimo de esplendidez. Hombre educado y caballero al fin, invitó a la antigua amiga a compartir gambas. Charlaron y pidieron una segunda ración, y siguieron hablando y bebiendo Lambrusco durante horas. Bastian se dio cuenta que diez años antes habían terminado su relación una noche de luna llena frente a un plato de gambas junto al mar. Rememoraron episodios de su juventud, repasaron sus agendas y recordaron amigos comunes. Fue una cena memorable porque al deseo por fin cumplido de comer gambas a la parrilla se unió un delicioso viaje por el pasado. – ¿Qué tal las gambas de anoche?, fue lo primero que oyó por la mañana al descolgar el teléfono. La voz de Clara era grave y llegaba cargada de resentimiento. Alguien les vio y Clara, fiel a su soberbia, obvió hacer preguntas y obró con hechos consumados. Le dejó acusándole de embustero, infiel y traidor. Bastian se sintió mal, más porque ella pudiera pensar que la había traicionado que por el hecho de terminar con su relación. Al fin y al cabo ambos sabían desde hacía tiempo que su historia de amor había tocado fondo. De haber sido de otra forma, él le hubiera pedido que compartieran gambas frente al mar en vez de llegar a ellas por caminos tan tortuosos. Ni Clara se acostumbraría nunca a chupar cabezas, ni él a Wagner. A través de amigos comunes Bastian recuperó el contacto con Elena. Entre recuerdos y más gambas volvieron a enamorarse y volvieron a amarse. Tuvieron la prudencia de mantener cada uno su propia casa, de forma que sólo compartían buenos y deliciosos momentos. Él no podía evitar recordar la prisa que tenía por terminar al hacer el amor con Clara, y la prisa que tenía por abrazar a Elena cada día y hacerle el amor durante horas,despacito, a conciencia. Un tiempo después, Bastian y Elena decidieron dar un giro a sus vidas. Vendieron cuanto tenían, abandonaron sus trabajos y montaron un chiringuito especializado en gambas ibicencas al sur de Francia, en Colliure, junto a los recuerdos del poeta. El amigo que los había contactado de nuevo, recibió un día en el móvil un sms de Bastian: Crisis de gambas. La comida de diseño lo está estropeando todo. Elena ha montado un restaurante de autor y uno de los platos se llama Gambas a la Gaultier.

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Fue la menta Se conocieron un día de agosto, de lluvia, de agobiante calor, de insoportable humedad. Fue en el pasillo de un gimnasio a media tarde, una hora en que sólo los que gozan de horario de media jornada pueden cruzarse. Él, pragmático, ya cumplidos los 50, pensó: Es guapa; debe trabajar en un banco o es funcionaria. Ella, de treinta y tantos, rápida y observándole las manos, concluyó: Está separado y no parece gay. Aquel día ni subieron a los steps, ni nadaron en la piscina, ni midieron su masa corporal. O sí lo hicieron, pero lejos de aquel pasillo. Se dieron el tiempo de protocolo, un par de cafés, una ficha rápida de uno y de otra y subieron a casa de él, a cien metros del gimnasio. Hicieron el amor hasta el amanecer, momento en que él, totalmente agotado, se levantó e hizo café. A ella le parecía pasearse por lejanos cafetales, entre plantas y jamaicanos con sombreros de paja y las mangas de la camisa arremangadas. La despertó el aroma de los granos recién molidos mezclados con menta (meses más tarde descubrió el tiesto con menta en la ventana de la cocina), se envolvió con la sábana, como haría Barbara Streisand con tal de no aparecer desnuda en ni un solo de sus momentos fílmicos de amor, y le buscó. Tom llevaba un batín de terciopelo de color rata –curioso nombre para tan elegante tono– y unas zapatillas de piel negra. Nuria esperó a que él reaccionara. – ¿Un café?, le ofreció. Ella se sentó junto a la ventana –el olor a menta aumentaba por momentos– y asintió. Tomaron café y se miraron. –Yo no sé…, empezó ella. –Yo sí sé– la interrumpió. Sé que ha sido magnífico. Por cierto, me llamo Tom. –Yo Nuria. Siguieron juntos, haciendo el amor hasta la madrugada de cada día. Al gimnasio iban por separado, porque de alguna manera les parecía que así mantenían su libertad. Pero la libertad se les fue con la dependencia que tenían el uno del otro. Viajaron a Paris, Londres, Roma, Santo Domingo… Compartieron sueños y articularon un proyecto de futuro. Así, durante poco más de un año. Un martes, tras un fin de semana en Londres y ya de vuelta a casa, Tom la sintió extraña. La intuición le decía que algo estaba sucediendo y no era algo bueno. Fue al gimnasio y la vio sentada en el bar, charlando con un instructor. Era un tipo atlético, rubio, de pelo largo, músculos bien formados y de la misma edad que Nuria,

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treinta y tantos. Ella se sobresaltó al ver a Tom y saltó del taburete como un muelle. – Hola, le dijo. Te estaba esperando. ¿Cenamos por ahí esta noche? Él asintió y tuvo clarísimo que algo sucedía. El tipo rubio y atlético ni se movió. Al día siguiente Tom salió de trabajar antes de lo previsto y se dirigió hacia su casa. Ella no solía estar a esas horas, así es que se tumbaría un rato en la cama para intentar que se le pasara el dolor de cabeza. Aparcó la moto, se quitó el casco, caminó dos pasos hacia el portal y la vio. Nuria estaba abrazada al instructor, al espectacular chico rubio; él le acariciaba la espalda lenta y suavemente, desde el cuello hasta las piernas, jugando con los pliegues del cashemir de su jersey. Tenían los ojos cerrados y ella arqueaba la espalda dejándose llevar por un beso que a Tom le pareció eterno. De hecho miró el reloj y lo midió: siete minutos, como una canción que recordaba, Crimson and Clover. Era el lento que todos querían bailar con la más guapa porque era largo, dulce, romántico, y les transportaba hasta unos caminos de los que en aquellos días adolescentes no conocían el final. Días en que la angustia no iba más allá de los deseos incumplidos, de las texturas aún no descubiertas, de los sueños con finales a medida. Pero de aquello hacía demasiado tiempo, y en aquel momento, allí, en la acera y con el casco de diseño en la mano, Tom hubiera deseado no haber escuchado nunca aquella larga canción. La visión de aquel beso había destruido uno de los mejores recuerdos de su adolescencia y lo había transformado en una angustia real, en un dolor hasta ese momento desconocido y que le devolvió a la realidad. Podía haber dado la vuelta y podía haberse marchado de allí, pero avanzó hacia ellos. No le vieron. No podían verle porque su mundo en aquel instante estaba en una galaxia distinta, entre constelaciones que arrebataban la voluntad y la sustituían por un placer de imposible negación. Tom llegó a decir “hola”, pero no le oyeron. No podía moverse. Más aún cuando vio que entre sus labios no podía pasar ni el más insignificante hilo de aire, que sus bocas eran una. Ya roto por el dolor, le oprimió el hombro a su chica. Ella se separó del instructor con un gesto, como si quisiera apartar del hombro una molesta mosca. Y entonces oyó una voz reconocible: – Nuria. Le miró y oyó de nuevo: – ¡Gracias! A ella no le dio tiempo a reaccionar porque Tom cruzó la calle y se alejó. Antes de llegar a la siguiente bocacalle se dio cuenta de que estaba llorando. Su móvil no dejó de sonar durante una semana, pero no descolgó. Ella tocó el timbre de su piso, le suplicó,

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Fue la menta le dejó mensajes, le envió mails. Él no abrió la puerta ni contestó. Le buscó en el gimnasio, en su trabajo, montó guardia en la puerta de su casa esperando encontrarle. Pero Tom había conseguido la baja de un mes y desapareció de la ciudad. Se marchó a Marruecos, solo, a recorrer distintas ciudades. Una amiga le había hablado de aquel país y llevaba mucho tiempo deseando recorrerlo. De hecho había planeado hacerlo con Nuria y esperaba estar a la puerta de las vacaciones para regalárselo, seguro de que a ella le apasionaría el tema. Alquiló un 4x4 y se fue a Algeciras. Ya en la cubierta del ferry que le llevaría hasta Tánger borró de su móvil el número de Nuria. No quería saber nada de ella, y la mejor forma de olvidar la escena que tanta angustia le seguía causando era negarse a cualquier tipo de información o contacto. Se quedó en Tánger. Tres días fueron suficientes para saber que era una ciudad a la que debía volver, y para saber que la única forma de recorrer sin agobios el país era contratar a un joven marroquí que le acompañara y le librara del acoso de sus compatriotas. Contrató a Ahmed, hijo adolescente de un vendedor de alfombras de lo alto de la Medina tangerina. Visitó Fez, Middelt, Ourzazate, Rissani y Zagora. Fue en Zagora donde él y Ahmed, alucinado ante la belleza hasta entonces ignorada de su propio país, decidieron unirse a un grupo de visitantes ingleses y todos ellos cruzaron el desierto en sus todoterrenos hasta Essaouira, en la costa atlántica. Tom puso todo el empeño del que fue capaz en disfrutar del viaje y la aventura, pero la imagen de Nuria besándose con el instructor aparecía entre las dunas taladrando sin cesar. La angustia iba y venía hasta la boca de su estómago. No podía olvidar, sobre todo, la sensación que tuvo cuando se acercó a ellos y ni siquiera se percataron de su presencia porque nada, nada en el mundo, importaba más en aquel momento sino su intimidad. Sólo le quedaban cinco días de vacaciones y necesitaba uno para volver a casa, así es que decidió quedarse a descansar en Asilah, un pequeño pueblo costero cercano a Tánger. Le habían hablado del lugar, pero ni por un momento hubiera imaginado que era tan delicioso. La vieja Medina era una sucesión de callejuelas de trazado imposible, aunque algo más ordenada que las del resto del país; las fachadas de las casas se mostraban encaladas de blanco y las puertas y ventanas pintadas de azul oscuro, como el mar que veía desde la terraza de la casa que alquiló. Salía poco porque Ahmed cocinaba para él deliciosas Tagines de cordero con verduras y perfumadas Hariras que revivían a los muertos. A esas alturas del viaje,

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el joven ya se había convertido en cómplice y amigo, y ya sabía que Tom estaba allí huyendo de una escena. Una noche, tomando un té con menta en la terraza, Tom conectó el móvil y, casualmente, sonó al instante. Sin tiempo a reaccionar Tom descolgó y oyó la voz de Nuria suplicando que no colgara. –Sólo quiero saber que estás bien– escuchó al otro lado –y pedirte disculpas por lo sucedido. –Estoy bien– respondió él. –En cuanto a tus disculpas, ¿tengo otra salida que aceptarlas? –Tom, me gustaría darte una explicación de lo sucedido. –Sea cual sea, lo que vi está ahí. Ni me lo han contado ni lo he imaginado. Lo vi y lo sentí. –No pretendo darte excusas– siguió ella –, pero quiero que sepas que aquello empezó y terminó con la misma rapidez con la que tú desapareciste. –Eso importa poco. El día anterior habíamos hecho el amor, ¿recuerdas? Y la semana anterior habíamos recorrido Londres cogidos de la mano. Un beso como aquél, querida Nuria, se da en un instante, pero los sentimientos que conducen hasta él se cuajan en muchos días. El beso duele, pero lo que realmente angustia es lo que no sé. Es todo aquello que alguien que ama puede llegar a imaginar que ha sucedido en la otra persona sin saberlo. Nuria no supo responder. Tom volvió a la ciudad y a su trabajo, y al cabo de unos días, teniendo ya claro que debía tratar de alguna forma aquella angustia que no había logrado paliar ni con su viaje ni con los días transcurridos, pidió la ayuda de un amigo psiquiatra. Después de un par de semanas y con la ayuda de su amigo y de unas píldoras, Tom logró dormir por las noches. Se tranquilizó de tal forma que fue capaz incluso de charlar con Nuria ante la insistencia de ella. Se vieron en el bar del gimnasio del que él se había dado de baja. Nuria se sorprendió al ver que pedía un té a la vez que sacaba del bolsillo una bolsita con unas hojas de menta fresca. –He estado en Marruecos unos días y ya no puedo vivir sin tomar té con menta. Deberías probarlo– le dijo. –¿Tienes para mí?– preguntó Nuria. Lo probaré. Al probarlo, a Nuria le volvió a la mente la primera vez que estuvieron juntos, cuando la despertó el aroma del café mezclado con la menta fresca que días más tarde descubrió en la ventana de la cocina. Desde que la viera, Nuria nunca dejó de regarla, y la menta creció tanto que tuvo que transplantarla para que siguiera creciendo. Cada una de las mañanas que Nuria despertó en casa de Tom abrió la ventana y movió las hojas para

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Fue la menta que su aroma inundara la cocina. De pronto se dio cuenta de cuánto echaba de menos aquel ritual. – Tom– dijo, – sé que viste algo que no puedo negar, pero me equivoqué. Intenté hablar contigo, verte, sabes que fue imposible. Me dijeron que te habías ido de vacaciones y pensé que algún día me darías la oportunidad de hablar. Ahora lo único que me queda por decirte es que estuve con él una semana, el tiempo suficiente para darme cuenta de que había sustituido a un hombre por un niño. Quiero que sepas que terminó, y que si algún día te sientes capaz… Yo te sigo amando. Los efluvios de menta llegaron hasta el subconsciente de Tom mientras la escuchaba. Ante él aparecieron escenas vividas en el desierto, la soledad de las frías noches en su tienda beduina, las lágrimas derramadas mientras miraba el mar en su terraza de Asilah, las largas charlas con Ahmed. El aroma de la menta estaba presente en todos aquellos momentos, como en su cocina, cuando ella revolvía las hojas para que el olor presidiera la atmósfera. Entonces fue capaz de verbalizar su estado por primera vez y dijo: – Cuando sucedió, me invadió una angustia que no puedo describir. No era un estado mental, era físico. Dejé de comer, de dormir, de pensar. Sólo podía verte a tien sus brazos y sentir que yo era la ausencia total en tu vida, que tu intimidad estaba a años luz de la mía. Ya en Marruecos, la angustia seguía conmigo, pero poco a poco se fue transformando en tristeza. Del estado de ansiedad que provoca el dolor pasé a la dejadez de una pena incontenible. Busqué cómo enfadarme por todo aquello para pasar a un estado de rabia, pero no pude. Hubiera sido más fácil pensar en ti intentando odiarte, pero por alguna razón fue imposible. En este momento la tristeza sigue ahí, pero he aprendido a convivir con ella. La he asumido como un riesgo del propio amor e independientemente de lo sucedido. Quizás podría volver a amarte; en realidad no he dejado de amarte. Si un día soy capaz de estar a tu lado aún recordando lo sucedido, siendo consciente de que no se puede borrar el pasado pero que el futuro pesa más, ese día podré volver. No antes. Al escucharse, Tom se dio cuenta de cuánto había aprendido de sí mismo y por primera vez en mucho tiempo, tuvo unos instantes de paz.

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