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C. Modelos científicos, modelos tecnológicos y dependencia
problemas epistemológicos derivados de las particulares complejidades de cada esfuerzo intercientífico han llevado a algunos a plantear que la interciencia no se enseña ni se aprende, sino que se vive. Ya sea que se aprenda en las aulas, en los textos, en la reflexión o en el debate, que se considere una herramienta o que solo surja de la praxis cotidiana, hacer interciencia indiscutiblemente es uno de los desafíos más importantes para las complejas demandas del desarrollo futuro. El desarrollo de la agricultura impone múltiples desafíos en la formación científica, no solo para tener una pléyade de investigadores de muy alto nivel, sino —y como una cuestión fundamental— para formar profesionales cuya solidez esté dada por su formación científica. En no pocas ocasiones, las formaciones impartidas en las aulas universitarias entregan periscopios científicos que solo enfocan hacia determinadas tecnologías. Los enfoques científicos reduccionistas, instrumentalizados, niegan los principios básicos de las ciencias, su universalidad y su sistematicidad.
C. Modelos científicos, modelos tecnológicos y dependencia
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El modelo de adaptación, adopción, generación y difusión tecnológica que prevalece en América Latina y el Caribe ha estado signado por los paradigmas tecnológicos dominantes. La innovación basada en los paradigmas que se desarrollaron con base en la química, la metalmecánica y la biología hace décadas dejó paso a la irrupción de la informática, las nuevas biotecnologías, los nuevos materiales y la nanotecnología. Estos cambios también han influido para que se modifiquen las estructuras mundiales de empresas productoras de innovaciones tecnológicas, de insumos y de sistemas de difusión y penetración de sus productos. Las integraciones verticales de avance científico, creación tecnológica y dependencia en la cadena de insumos han creado estructuras de dominio a nivel mundial que hacen cada día más difícil el desarrollo de soluciones propias. La complejidad de los avances científicos y tecnológicos mundiales, y los crecientes costos de hacer ciencia y tecnología, han convertido a los países de América Latina y el Caribe en sujetos pasivos y dependientes. Basta con enviar anualmente a un contingente de profesionales e investigadores a cursar posgrados a países más desarrollados para contentarse y creer que ya se forma parte del circuito internacional y de todos sus beneficios. La marcada dependencia tecnológica se acrecienta cada día. No se escudriña cuáles son sus efectos ni se piensa en cuál es la apropiación de excedentes por medio de la generación y adopción de tecnología. Tampoco se investiga cuáles son los efectos de determinadas tecnologías
en las irreversibles transformaciones ecosistémicas ni cómo las nuevas estructuras ecosistémicas y productivas condicionan más demanda de tecnologías foráneas. No se debate cómo los cambios científicos de terceros y el impulso de determinadas tecnologías pueden inducir al uso de los recursos renovables por sobre sus tasas de regeneración. No se profundiza respecto de cómo los modelos foráneos están influyendo en el uso del espacio nacional, en la conservación y apropiación de la biodiversidad. En distintos tipos de eventos se discute sobre la necesidad de establecer políticas de desarrollo de tecnología endógenas y en alguno de estos encuentros se opina sobre los aspectos negativos de las tecnologías foráneas, aunque estas sean las que en forma inmensamente mayoritaria usa el país. El problema no es ese. La dicotomía entre endógeno y exógeno, entre generación interna o generación externa, es falsa y engañosa. No importa de dónde venga la tecnología o quién la genere, lo que debe preocupar es que el uso de esa tecnología sea el que corresponde. Para poder tomar decisiones tecnológicas realmente endógenas, propias, al margen de intereses de terceros países, es necesaria, por sobre todo, mucha ciencia. La adopción y la adaptación tecnológica deben hacerse sobre la base de un acervo científico importante. Esta es la única forma de evitar la creciente dependencia y quizás también sea la única forma de acortar la brecha con los países llamados “desarrollados”. El conocimiento de lo que se posee como patrimonio natural ha llegado de la mano de la explotación de los bienes naturales. Se investigan los bienes y servicios de la naturaleza con perspectivas comerciales a corto plazo y se genera un conocimiento que por lo general es parcial y se encuentra circunscrito a lo que ya se visualiza como un recurso económico. La homogenización cultural, intensificada por la globalización, ha incidido en las presiones por investigar lo que rinde rápidos frutos en los mercados internacionales, pero, al mismo tiempo, tiende a dejar en la oscuridad el saber sobre bienes que no forman parte del circuito económico y a eliminar el conocimiento empírico. Sin tener una adecuada evaluación del potencial perdido se afecta la biodiversidad, pero también se restringe la sociodiversidad, una cuestión aún más ignorada. Se tiende a establecer criterios economicistas que impiden la incorporación de investigaciones que no son económicamente evaluables o que maduran a muy largo plazo, dejando fuera una visión que permita un desarrollo armónico y equilibrado de los territorios. Una visión más propia y moderna debería ir contra la corriente de fragmentación investigativa y de los criterios economicistas, y debería reexaminar desde el punto de vista epistemológico las unidades de análisis a utilizar. La sociedad y los ecosistemas representan sistemas mutuamente determinados, con relaciones complejas, no lineales. Los enfoques sistémicos con escalas
espaciotemporales definidas deben privilegiar el desarrollo integral a largo plazo desde diversos puntos de vista, pero teniendo como objetivo fundamental el mejoramiento de la calidad de vida y la defensa de la vida misma de los ciudadanos, en forma ambientalmente sostenible. Utilizando sus propias herramientas, la fuerte impronta y la evolución de la ciencia moderna deben incorporar otras fuentes del saber basado en el conocimiento vernáculo, en las tradiciones, en las particularidades de muchas minorías. Gran parte de este conocimiento ha quedado postergado o es desconocido como factor de innovación y desarrollo. Y no cabe duda de que existe una complementariedad clara entre estos saberes y el conocimiento científico. Tener un conocimiento integral de los pueblos originarios, saber qué ofrece la naturaleza en América Latina y el Caribe, cuáles son las culturas y tradiciones de la región, y cuál es la racionalidad de los distintos actores sociales y productivos que intervienen en el desarrollo debería ser el punto de partida para delinear una política científica real y eficiente.