LA CAÑA GRIS
Revista de poesía y ensayo
Valencia
Primavera 1 9 6 0 www.faximil.com
Número 1
José María Abad Tallada. ASESORA: Vicente Ventura Beltrán. PREPARAN: Alfonso López Gradoli. Jacobo Muñoz de Veiga. Alfonso Emilio Pérez Sánchez. DIBUJA: Monjales. CONFECCIONA: Antonio Sánchez Gijón. DIRIGE:
La correspondencia, a Jacobo Muñoz de Veiga, Cirilo Amorós, 18
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VALENCIA
ESTAS PALABRAS
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A veces, las palabras más sencillas son las más difíciles. Al pájaro que aprende a volar, se le empuja para dafle el impulso mejor, el afán cetrero. También n'ecesita un saludo el primer número de una revista de versos y de prosa; de sueños, de ideas, de sentimientos. Un día, cualquier día, se juntan los papeles blancos en los que unos cuantos hombres hablan de su vida dejándola signada en ellos; se juntan y sie ofrecen a otras hombres a quienes importa mirar el vuelo de las golondrinas; los que se emocionan con el azul limitado que se ve desde sus ventanas. Cada labrador cree que las mejores granadas son las de su cesto; él las ha elegido en el huerto y despreció las de mal color, y las picoteadas por los pájaros. Alguno olvidará ciertas páginas, o las juzgará poco interesantes. Pfiro ya basta si hay unos ojos de alguien que ve Hegar la madrugada como quería el Poeta: "emocionado, emocionado...".
SUMARIO
Pág. LA MUERTE DEL INTELECTUAL, Joan Fuster LOS LECTORES Y SU HISTORIA, José ¡borra EL CABALLERO DICE SU MUERTE, Francisco Brines
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JAMAS, CON ESE AL FINAL, Gastón Baquero
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DESDE ESTA HABITACIÓN, Eladio Cabañero
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ESCALA CROMATICA, Xavier Casp
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APETENCIA, Juan Gü-Albert
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LA VIDA, Alfonso López Gradolí
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MEDITACIÓN, Jacobo Muñoz de Veiga
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ALLOT D'OR, Jaume Vidal Alcover
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EL RUEDO, Daniel Sueño
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Tip. P. Quiles • Grabador Esteve, 19-Valencia
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Depósito legal V. 613 -1960
LA MUERTE DEL INTELECTUAL POR J O A N
FUSTER.
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T A polémica es ya un poco larga, cansada y tal vez fútil. De un lado, están • ^ los que piden al escritor, al artista, al intelectual, una adhesión Incondicionada a lo» bandos militantes —a uno de los bandos militante*— en qne nuestra sociedad se escinde: adhesión hasta el extremo de servicio. De otro, los que, por el contrario, recaban para la intettigentsút un estatuto riguroso de libertad. La cuestión se plantea, incluso, más allá del punto clave, es decir, de si el intelectual debe o no entregarse a las luchas sociales de su tiempo: esto se da por descontado, y nadie, o casi nadie, se atreve hoy a alegar un derecho cualquiera a encerrarse en la torre de marfil del arte por el arte. Los «neutralismos» han sido desenmascarados: quiérase o no, uno ha de tomar partido, y el hecho mismo de no Jomarlo es ya una manera de tomarlo, con el agravante de la impostura. Pero, eso aparte, queda en pie el «cómo» tal actitud de intervención haya de encauzarse. Y ahí es donde la polémica surge. Si, de paso, la he calificado de fútil no es porque me lo parezca en sí, sino porque, en general, presenta el aire incoherente e inútil d« una conversación de sordos. De forma más o menos capciosa, uno de los sectores en pugna da por sentado que la salvación —salvación de la injusticia y de la mentira en todas sus formas— sólo es posible bajo una bandera y dentro de una disciplina muy concretas. El intelectual tiene asignado en ellas un sitio cierto y fijo, como un combatiente más, sujeto por tanto a las necesidades de una estrategia que excede de su propia decisión. No se trata únicamente de aceptar una doctrina, sino, además, de asumir una función que, en definitiva, será eficaz en la medida que ee ajuste a Jos planes colectivos. Sin duda, en la práctica no es tan fiero el león como lo pintan, y esa obediencia perinde ac cadauer que se le exige resulta menos ruda de lo que se dice. Por este camino, sin embargo, desembocaríamos a consideraciones nada despreciables <jue revelarían más complejidad en la cuestión. Si el intelectual de ahora teme que, con la pérdida de su libertad, se frustre la cultura, aquel temor suyo no es gratuito: no será la cultura, pero sí ciertos valores culturales innegables los que se evaporarían con un retorno a la situación «ancilar» de 1?. intelligentsia. En otra ocasión, y dándole vueltas al mismo tema, recordaba yo a este propósito el nombre y la aventura de Erasmo de Rotterdam. Erasmo, que por ello prefigura en cierto modo al intelectual de hoy, tuvo que arrostrar la enemiga simultánea y contrapuesta de dos «barbaries»: la de los escolásticos y la de los luteranos. Unos y otros le atacaban por su obstinación a no confabularse con ellos en la gran batalla que se daban; unos y otros, también, se unen a combatir su empeño de restauración de las «buenas letras». Las litterae hunuoúores, que el rotterdamo capitaneaba, parecían a los militantes de entonces un tiquismiquis de esteta. Para ellos, el latín desastrado o el vernáculo intonso bastaban para el apostolado de secta, que es lo que se proponían. La gala de dicción, el trabajo de elegancias, Ja sutileza expresiva, tes resultaban reprobables. Pero no cabe duda que la delicadeza formal y la independencia ideológica que Erasmo encarnaba eran inseparables, solidarias. No se podía afectar a una sin menoscabar la otra.
Y esto constituía una novedad en la historia cultural de Occidente. Durante la Edad Media, durante los mil años oscuros, el escritor y el artista fueron «conformistas»; no tanto, tal vez, respecto de la situación social de hecho, como respecto de la ideología en que ésta se afirmaba. Ni el monje ni el clérigo, ni el juglar, se veían a ellos mismos en otra posición que la de servidores de la ideología vigente. La disidencia tenía un nombre nefando, herejía, y no está de sobra recordar que la mayoría de los herejes lo fueron alegando ser más ortodoxos que los ortodoxos oficiales. El Renacimiento, en cierto modo, significó la rehabilitación de la herejía. Dicho así, esto es ligeramente inexacto. Más bien se quiso ser hereje sin la infamia de serlo. El «libre examen», en lo que tiene de fórmula auténtica, es cosa de los hurnanistas más que de los protestantes. El intelectual moderno aspira a la «libertad»; históricamente, el primer episodio de tal aspiración consistió en emanciparse de la Iglesia; luego, trató de arbitrarse un ámbito de garantías, ya legales, que le permitieran seguir ejerciéndola. Siempre fue precaria la libertad del intelectual, no hará falta decirlo. Sin embargo, la que consiguió sobre todo en el siglo pasado, le hizo pensar que era irreversible, segura, definitiva. No sería difícil, pero sí inoportuno aquí, señalar la adecuación del «liberalismo» intelectual con el liberalismo económico y político de la sociedad burguesa. Sea como fuere, el intelectual de hoy —-el intelectual— continúa alojado en esa convicción que le viene desde hace casi cinco siglos: la de que su ministerio es ministerio de crítica. Pero crítica ejercida a partir de su estricta posición individual, y no en nombre de uno u otro sistema de ideas. El intelectual es un francotirador, un guerrillero que hace la guerra por cuenta propia. Por eso encaja tan mal con la pretensión de combatir según un plan congruente y colectivo. Aunque comparta el objetivo de éste, preferirá actuar aparte, y, lo que es más, no renunciará a disparar contra sus mismos presuntos aliados si así lo cree justo. Porque, en última instancia, es eso, lo que él cree que es justo, lo que guía su acción. Se liberó un día de la tutela eclesiástica, y no desea volver a ningún redil, por muy heroico o generoso que se le presente. En ello hay una decisión de principio, pero hay también, y mucho más vigorosa, una conformación sicológica evidentemente característica. Con todo, al defenderse, el intelectual de nuestros días no se limita a consignar las razones que lleva implícitas lo antedicho. Arguye algo más. Uno de
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¿Se pierde mucho al perderse «eso»? El escritor, el artista actual, si abandona su «libertad», abandonará sus formas de creación más específicas, apoyadas en el gusto experimental, en la osadía técnica, en la minucia sibarítica: su arte, de refinado, pasará lal vez a un rango primario nuevo. ¿Lo llamaremos «retroceso»? Pensemos que siempre se podrá afirmar que salir de una especie u otra de alejandrinismo no será nunca un retroceso ni una pérdida. Y si el intelectual abdica de su criticismo desordenado y anárquico ¿perderá la sociedad algo esencial? Esto último convendría reexaminarlo a la luz de las condiciones que la civilización de masas va imponiendo a nuestro mundo. El magisterio del intelectual no es burgués y su desvío de le burguesía nunca llega a la ruptura total. Pero su inconformismo —admitamos la palabra— es patente, y no creo que haga falta citar nombres para probarlo; la censura más agria, el análisis más implacable, el ataque más vivo, que haya sufrido la sociedad burguesa, le vienen de sus propios escritores, de los escritores confesionalmente burgueses. Gide concluyó, incluso, que la medida de un gran escritor 1J daba su grado de eficiencia revulsiva: Dante, Cervantes, Hugo, Dostoyewsky eran geniales en tanto que revolucionarios, o al revés. El intelectual se alzaba contra un mundo injusto: esto era lo importante. Denunciaba, corroía, luchaba. Esta idea de su función en la sociedad formaba —lo he insinuado antes— el meollo de su justificación como intelectual.
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sus argumentos insistentes es que sin libertad no es posible la cultura. Lo que con ello quiere apuntar es obvio. Pero no estará de sobra traducirlo a palabras menos sofísticas: sin libertad no es posible una cultura liberal. No es una conclusión demasiado brillante, por cierto. Con un manual de historia literaria ante los ojos tendríamos suficiente para comprobar que épocas de mínima libertad han producido obras esplendorosas. La relación de causa a efecto entre libertad y cultura —o cultura ilustre— no es sostenible. Cada tiempo, cada sociedad, han dado de sí lo que podían dar: la genialidad de sus manufacturas intelectuales no ha dependido nunca de ese factor que llamamos «libertad». Thierry Maulnier no descartaba la posibilidad de que una sociedad sin libertades segregase un Bossuet. El nombre de Bossuet es insidioso. Bossuet fue un gran escritor, sin duda, pero no de los que superan la barrera de los siglos. Pudo citarse, en vez de Bossuet, a Dante, por ejemplo. Dante fue fruto espléndido de una cultura y de una sociedad no liberales. De todos modos, la situación teórica es aquélla. De la cual, además, se deduce, inevitablemente —es lo que interesa destacar ahora—, toda una «estética», casi en el sentido de una preceptiva, a la que el escritor y el artista enrolados habrían de someterse. Un sistema de pensamiento, una ética profesional y un criterio canónico le son dados al intelectual, al menos en principio. Algunos papeles de Lukaks —eludamos otros ejemplos— fijan claramente este punto. La oposición, desde luego, procede de gente afín a los propósitos y hasta a los supósito» que el sector referido sostiene. Quien está en sus antípodas, y se vincula descaradamente a la «otra parte», no entra en discusiones sobre la materia. La discrepancia se produce desde el terreno común de una aparente coincidencia inicial. Aceptados el carácter y la dirección que la labor del intelectual debe aceptar en nuestra sociedad, situándose del lado de las esperanzas reivindicacionistas, se disiente, en cambio, acerca de la táctica. En el fondo, muchos intelectuales que se aproximan en sus intenciones a la línea ideológica antes aludida, no han dado el paso último de adhesión por un escrúpulo irremisible: les repugna renunciar a su independencia, a lo que ellos creen su justificación misma. No conciben su misión privados de «libertad», y esa libertad la ven en peligro si acceden a una disciplina de institución. En primer lugar, pretenden reservarse el derecho a enjuiciar esa misma institución; en segundo término, rechazan la posible sugestión de una consigna estética. Lo uno y lo otro es bien significativo. A la mayoría de los intelectuales marxistoides se les ve el rabo liberal. Pero es comprensible que ello ocurra así. La figura del «intelectual» —de lo que nosotros llamamos intelectual— es, precisamente, una creación de la sociedad burguesa, quizá su más típica creación, y sólo en su contexto histórico tiene razón de ser. El intelectual burgués, originado en la convulsa Europa del Renacimiento, no es, como pretenden los latiguillos de un marxismo barato, un «conformista». Si bien se mira, su perfil más acusado se precisa en su posición crítica frente a la sociedad en que vive. Naturalmente, él podrá ser, en lo futuro, lo que fue desde 1750 hasta hoy... Los problemas no se agotan con estos leves interrogantes acumulados a vuela pluma. Comoquiera que sea, el intelectual empieza a ser un hombre —o un oficio— cada día más borroso en la sociedad de nuestro siglo. Tal como es y tal como se quiere, no existía aún hace quinientos años; nada impide que dentro de muchos menos haya dejado de existir. ¿Será cosa de lamentar? Lo que sea o no, la supervivencia de su especie no depende de él mismo. Esto es, en todo caso, lo que no suele confesarse.
LOS LECTORES Y SU HISTORIA POR JOSÉ
IBORRA
han escrito muchas, infinitas, historias de la literatura. Naturalmente, los S Eprotagonistas son los autores. Pero sería interesante que alguien escribiera
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un libro que, adoptando el punto de vista opuesto, trazara, al menos, las líneas generales de una Historia de los lectores. Creo que esto nos ayudaría a aclarar más la otra historia, la de los autores. Las dificultades con que el hipotético investigador se encontraría, los conocimientos que tendría que poseer —de tipo social sobre todo, histórico, literario, etc.—, no es necesario hacerlo notar. Pero a mí me basta, para intentar una relativa aproximación al tema señalado, escoger dos formas, dos maneras con que el lector ha sido calificado por los autores. Casi diría que no las escojo al azar, sino que es éste quien me las impone. Una la emplea Cervantes; la otra, Baudelaire. El escritor castellano empieza el prólogo al Quijote con estas dos palabras: «Desocupado lector.» Y en el último verso de un poema del poeta francés leemos: «Hipocrite lecteur.» Estas dos maneras de adjetivar al lector son tan claramente distintas, tan significativas, tan —diría— absolutas, que las reflexiones que sugieren se polarizan ejemplarmente en esos dos calificativos. Saltar de ese desocupado al hipocrite, es como pasar de un mundo social a otro. El escritor ya no es el mismo, no sólo —esto ya lo 6abemos— por razones estéticas, morales, históricas, etc., sino por razón del lector. Las conexiones sociales que con él mantenía el escritor han cambiado. Pero ¿qué ha ocurrido para que del halago se pase al insulto y se rompan las cordiales relaciones que mantenían escritor y lector? Hasta el triunfo de la clase burguesa, la cortesía, la deferencia que utiliza el primero con el segundo es evidente: «El lector sabrá perdonar, el lector será benevolente...» En el mismo prólogo al Quijote se encuentra un párrafo que me dispensa de enumerar otras citas para alegarlas como una prueba, porque contiene precisamente una afirmación —con valor, se diría, testifical— en ese sentido. Dice en él al lector que no quiere suplicar «con lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres». Y es que el escritor se sentía servidor de un público, constituido en su mayor parte por la nobleza de quien esperaba la merced de ser aceptado. No creo que por aquel entonces fuese muy amplio el número de lectores, cantidad que, por otra parte, venía determinada por la calidad de los mismos Era, pues, la clase aristocrática, culta, la que tenía que excusarle al autor las imperfecciones de sus libros, o la que tenía que valorar sus méritos. Pero, sobre todo, era alguna personalidad de esa nobleza la que dispensaba a un autor su ayuda y favor. Con la desaparición de la monarquía absoluta, la aristocracia es arrinconada por los burgueses. Ahora bien; esta clase nueva tiene otro destino histórico, otros móviles, y no está dispuesta a ejercer funciones de mecenazgo literario o artístico.
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En realidad, estos hombres estén ocupados, muy ocupados. No les interesa hablar de literatura, ni dar un tono elevado a la corte de palacio. Tienen mucho que hacer, tienen que trabajar para poner en marcha sus negocios. Su debilidad no son los mots tTesprit, sino las cuentas. El juego ha cambiado. Pero esta nueva situación es decisiva para el escritor. Significa nada menos que »e siente socialmente desplazado, aunque, en realidad, no le arrincona nadie, ya que la sociedad que lo amparaba ha sido barrida también. Se trata, pues, de que se encuentra, fatalmente, dentro de otra relación social. Y es aquí donde empieza la historia de la soledad del escritor, soledad que va ensanchando sus círculos a medida que se consume de una manera más definitiva la formación y estabilización de la nueva «clase montante» hasta alcanzar caracteres verdaderamente trágicos en la última mitad del siglo xix. Los nombres de Baudelaire, Nietzsche, Gauguin, etc., son ejemplos bien patentes. Por tanto, habría que descartar la afirmación tan repetida de que el escritor se refugia, busca la soledad, ya que lo que verdaderamente ocurrió es que se le impuso. O, por lo menos, habría que dejar reducida dicha interpretación a la constatación de un efecto, y que no tendría validez si pretende dar valor absoluto a una explicación sicológica que, en el fondo, no es más que la consecuencia de una estructura social. Pero el escritor no acusa este impacto solamente sintiéndose cada vez más acosado por la soledad, sino que más bien reacciona. Y lo hace, claro está, contra los culpables, contra los que, arrastrados también por la historia, no pueden mantener con él las relaciones de sus antepasados. Frente a su indiferencia, los literatos, los artistas, adoptan una actitud de desdén hacia el burgués, desdén que, bien mirado, es la otra cara, la manifestación de una nueva forma sicológica de sentirse frente a los lectores: el resentimiento. Soledad, desdén y resentimiento vienen, pues, a configurar y determinar la situación de los nuevos escritores, y, por consiguiente, a condicionar y explicar en buena parte sus obras. Estas consideraciones me parecen necesarias, ya que a )a luz de ellas cobra una significación más clara esa pareja de adjetivos «desocupado» e «hipocrite». Sin entrar en el matiz levemente irónico que tiene el calificativo de Cervantes, vemos que apunta a un público muy concreto y reducido, para quien la música, la literatura, el arte, son lujos, formas constitutivas de su vida social. Es decir, que estas manifestaciones culturales eran, por una parte, como una propiedad suya, y por otra, las vivían no individualmente, sino —sobre todo por lo que respecta a la música— en común, como un solo sujeto. Era el salón, la corte, la minoría social quien llenaba una parte de su tiempo en tales entretenimientos, (Claro que con esto no se quiere decir que lo vivieran auténticamente y se comportaran como unos verdaderos aficionados.) Había pintores de cámara, músicos de cámara, poetas de salón. Todos ellos podían caer en desgracia, es decir, estaban en el peligro de ser excluidos por esas células selectas y perder lo que era su razón de ser como tales escritores o artistas. De ahí esas fórmulas serviles que empleaban; de ahí el halago o la súplica para ofrecerles los productos de su espíritu como un presente. (A veces, es cierto, los poetas —por ejemplo, un Quevedo— se tomaban la libertad de satirizar a sus amos, de hacer circular, pongo por caso, alguna octavilla mordaz. Pero esto también formaba parte del juego de aquella sociedad.) La costumbre general de los prólogos,
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con expresiones como las más arriba señaladas, son una muestra. Pero ellos —y esto me parece conveniente señalarlo— no se dirigían al lector considerado individualmente, como una persona concreta y aislada. La fórmula «desocupado lector» nos remite a una camarilla de lectores, a un destinatario genérico y cualificado social e intelectualmente. Otra cosa ocurre con el «hipocrite». Aquí el destinatario está mucho más concretado, está escrito desde la perspectiva del tú y no del vos. Entre el escritor y el público la distancia se ha hecho tan pequeña que permite el abrazo fraternal o el salivazo desdeñoso. El verso completo de Baudelaire «hipocrite lecteur, — mon semblable, — mon frére!» está envuelto por una patente atmósfera de intimidad, de sinceridad, como un cuchicheo de confesionario. La razón de esta otra forma de relación entre el escritor y el lector es aparentemente paradójica. Durante la época de la monarquía absoluta, el escritor estaba realmente cerca de su público, pero la relación que mantenía con él era lejana, impersonal, abstracta. En cambio, con el triunfo de la burguesía el escritor ya no está dentro de la pequeña órbita social en la que se le hacen encargos y donde se mueve como un criado. Ahora su papel cambia de signo. Si antes la aristocracia tenía sus pintores, sus poetas, sus músicos, ahora es el artista quien empieza a tener su público, con lo que indudablemente mejora su situación. Sin embargo, este destinatario no es homogéneo, cualificado, sino heterogéneo, fragmentado, con el que ya no se puede tener una relación personal de cerca. El lector está lejos y solo como el escritor. Y a pesar de todo —lo acabamos de ver—, el lector está espiritualmente presente ante los ojos del poeta, como en el verso de Baudelaire. Hay una relación íntima que podrá ser cordial o agresiva, afectiva o de combate. Pero lo que era una forma abstracta de conexión entre autor y lector, es ahora profundamente concreta y personal, de «tú a tú», como suele decirse. Forma en la que, resumiendo estas ligeras reflexiones, he destacado varias notas, como la soledad, el sentimiento, desdén, intimidad, sinceridad... Naturalmente, esta aproximación no tiene pretensiones de ser exacta, ni mucho menos de seguir, de una manera detallada, la forma en que ha dialogado el escritor con su público. Ya he dicho, y vuelvo al principio, que me gustaría que se escribiera un libro que llevara, más o menos, este título: Historia de los lectores.
EL CABALLERO DICE SU MUERTE Descansaba entre encinas, recostado sobre las hierbas de la primavera, un día azul, de paz, con la armadura puesta sobre la carne, y una espada que iba del talle al río. En la palma desnuda de la mano caía mi cabeza, y en los ojos iba un libro copiándose, vertiendo limpia meditación. Lo sostenía la mano del sosiego y de la danza. Era el lugar de unos velludas robles, y agrestes peonías que a la tierra cubrían de color, de luz, de gloria. Lejos, los muertos se quedaron solos, en un llano nocturno, fríos. Pude sobrevivir, y encomendar sus almas a Dios en una ermita, junto a un campo de aulagas y pobreza. Hice un voto a Santiago, no cubrirme sino con prendas de guerrero, ruda malla y espuelas. Las lecturas calman los días, la tristeza de saber que ya no hay esperanza de encontrarles vivos, airados o indulgentes. ¡ Cuánto puede sufrir un pecho si la ausencia es ese apagamiento de la muerte!
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Un día azul, de paz, las limpias aguas bajaban de la fuente con sus frondas copiadas, con sus pájaros, conmigo. Encontraba en el fondo mi figura bajo la bóveda de Dios, tendida, ensimismada. El ardor del cielo bajó, se fue extendiendo por la tarde, puso a las aves locas. En la orilla deslumhraban los oros de las peñas. Un viento me arrasó, sentí calor, el hueso de la frente me dolía, me hundí, luché, se humedeció mi cuerpo, y alguien me separó del fuego. Altas
ramas de invierno, me rasgaron verdes matorrales de espinos, cumbres duras, el hielo solitario de los aires al pasar sus fronteras. Como una luz la carne se apagaba, ceniza sin calor, y el corazón era una piedra incandescente. Cubre la lluvia las distancias, y una niebla fue cegando mis ojos. La memoria se oculta como un sol desordenado, y hacia el olvido van todas las fuentes de la vida. Un llanto, fue un vagido de soledad, y en mi impotencia quise quedar sobre la tierra. ¿ Dónde mis fuerzas ? Se tornaron falsas como en la alcoba del amor. Vibran las manos, y frenéticos los ojos miran la indiferencia de los astros. La libertad no estaba en el enebro, ni en el pino de sol, ni en la laguna negra, si no en quien los miraba solo. Libre viví para escoger un ramo de cantueso, que no de flor de jara, libre de amar a Dios, mas no a doncellas blancas, arrebatado por sus vidas. Mueres de frío, pensamiento. ¿Quién te castiga con sombras? Y fui ya el huésped de la noche, firmes ejes crucé, y al roce mío tiembla la luz, se rompe el tiempo. Criaturas esplendorosas, musicales sueños, piedras con goznes de apagada plata, delira el pecho acobardado, gime. Y el monte estaba allí; el coronado por la nieve, rosada la ladera de brezos. Y es así como los buenos caballeros llegan, sin luz los ojos, sin fuerzas en los brazos, penetrados de oscuridad, con el deseo inútil de que los reinos se parezcan, tierra y cielo. Penetré en su vida, y fui por siempre desterrado, porque nunca tendría libertad para quererle.
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FRANCISCO BRINES
JAMAS, CON ESE AL FINAL
Si tomas entre los dedos la palabra amor, y la contemplas de derecho a revés y de arriba a abajo, verás que está hecha de algodón, de niebla y de dulzura. Si después aprisionas la palabra música, sentirás entre tus dedos el crujir de una frágil lámina de arena. Si cae entre tus manos la palabra jamás, la terrible palabra que pone punto final a la pasión y al destino, sentirás que está llena de infinito, y que la serpiente inmóvil de la S es un eslabón entre el fuego y la nieve, entre el infierno y el cielo, entre el amor y la música. La palabra jamás con ese al final no termina nunca, rodea la tierra, y salta luego, perdiéndose en el océano de las estrellas.
GASTÓN BAQUERO www.faximil.com
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DESDE ESTA HABITACIÓN
No sé si estoy despierto. En «ste cuarto, echado de otro lado en esta cama extraña, desorientado de repente como si el sol saliera por el Norte. Desconocido —no es fácil conocerse algunas veces—, abro estos ojos tan dados a olvidarse otros dias y, aunque no quiera, oh fijas ocres tapias, oh compañeras duras, recordar mi niñez infantilmente ni revolver en su escombro querido, refiero aquel pasado como lo pide el propio sentimiento. ... Es en la casa de mi abuelo Eladio, benefactor de los gitanos y de los pobres llorando en el invierno. Veo entre sueños —tiempo no recordable— el patio, aquella senda de guijarros menudos; parece que estoy viendo, sí, las diez de la mañana de un domingo soleado y allí, quietas, reunidas, las caras de mis tíos semejantes al campo obrero nada más, sudor, tierra; la puerta de la cueva con su cinta de azul alrededor; en el corral se ven los carros, los aperos: azadas, rejas, tozas, alas de vertedera, estevas, gradas, envainas, destrales y hocinos, estrinques y podones y espuertas, todo listo; noto las muías en la cuadra descansando; pájaros que volaban el cielo por entonces; y los ruidos allí, —ya el sol iría a la puesta tras las bardas del pueblo y en soledad harían ya sombra los terrones en las hazas—, y los ruidos allí en la casa toda los días de labor... Por entre las rendijas de este ensueño, www.faximil.com
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mi abuela haciendo arrope atizando la alegre hoguera de sarmientos, guisando entre pucheros y sartenes bajo la chimenea; mi abuelo en su rincón del jaraíz sentado (veo la escena bien: el piso en cuesta, de baldosa, las vigas con melones colgados y uvas, los zarzos enlucidos), mi abuelo allí, decía, proponiendo prudente y justo el bien, hablando de viñeras faenas y simiensas con el hijo mayor, o leyendo el Antiguo Testamento en su Biblia de cierres de oro, vestido con la blusa de luto y la gorra igual que en el retrato. ¿Cuántos años yaciendo, cuánta ceniza rasa, qué invisibles designios castigaron a aquellos seres únicos, ahora comidos del Señor y de las gentes, restos ya de unas vidas que hoy no defiende nadie? Miro todo de lejos; memoro, nombro, toco oscuro, oh paredes, saco a relucir vidas, materiales, historia, de manera que nadie, equivocado, piense que escribo algún poema misterioso sino de alta protesta y de dolor. Miro entonces despierto la casa de mi abuelo venida a gente ajena, rigor de las desdichas: las tejas por los suelos; el pozo aquel del patio, lodado y en ruinas; los costales de trigo aquellos de pie junto a un tabique, flácidos como pasas; el mosto sin cantares, oxidado, hecho tártaro; las tinajas cuarteadas, la soledad y el polvo en donde el vino fuera; y el queso conservado y la hortaliza en orzas, el aceite y el pan y las legumbres, muerte ya intemporal, nada distribuida entre el silencio. Ahora, con poca luz, en esta habitación en donde escribo despierto de soñar, dentro de estas desde tres años ya paredes mías. En esta habitación puesta, atendida por mi patrona, pobre como yo www.faximil.com
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y nacida también en «Sagitario», (oh habitación aquella de Van Gogh en Arles, ensangrentada de amarillo y de llanto), ahora, aquí, tan lejos de cuando yo dormía echado hacia el Saliente filmando versos vírgenes y oyendo a media noche el sueño de los míos en la casa. En esta habitación, digo, en donde quiero cambiar de lado inútilmente desde hace ya tres años, donde sueño esta noche y tantas noches sin saber si despierto, sin saber si dormido, mas mirando, soñando y como Dios me va dando a entender, que, al nacer yo —lo sé o me lo contaron—, me llevaron a casa de mi abuelo, me acercaron hasta su cabecera de enfermo milagroso poco antes de él morir, para que me mirase y me dijera palabras que acompañan sin saberlo, para iniciar ya allí, oh tapias, la despedida de los que amo, para que todo fuera ya víspera, murales de esta casa, paredes compañeras que escucháis (vivir solo no es bueno), que me acogéis apenas, sordas, frías, que me libráis a veces de estar aquí soñando como un ciego, mirando, de esto de estar aquí, no allí, ya tantos años hablando de estas cosas, reprochándome el bien que aún no he pagado a nadie, aquí en Madrid, esta noche, en esta habitación.
ELADIO CABAÑERO www.faximil.com
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ESCALA CROMATICA
Teñir els ulls com unes mans que te desfullen tota; teñir les mans com una veu que te descriu encesa; teñir la veu com una sang que te recorre alerta; teñir la sang com és la sang després d'amar-te, amor... Deixa'm que visca tot adonant-me a penes; vise massa vida i em sent tan pie que aqb que sóc per tu no em cap a dins les venes. Tu tens la culpa, amor, tu tens la culpa, vida. Has oblidat quina és la meua alearía i em tens tan alt... que tinc els ulls com unes mans, tinc les mans com una veu, tinc la veu com una sang, així et desfulle així et descric així et recórrec després d'amar-te, amor, en un després que és sempre ara... De quan a quan? Qui sap, amor! Qui sap, oh vida!
XAVIER CASP
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APETENCIA
Ayer ha sido un día como tantos en que la humanidad no volverá a vivir en esa fecha : veintisiete de mayo del año del Señor cincuentaiocho. Un día más bien fresco y que el sol tibia con su primaveral exhalación. En torno los balcones medio abiertos dejaban ver las casas de costumbre : lechos aún calientes, menajes de cocina, algún salón con fundas de verano, y sobre los que pasan —esas figuras raudas que repiten el camino fatal de la oficina del comercio, la cátedra o la escuela—, canta cual ruiseñor de la mañana un joven albañil. Los primerizos coches, camiones, inician su diario desconcierto con rutina afanosa. ¿Qué otra cosa se puede en nuestros días hacer que trabajar? Es santo y seña. Trabajan los honrados y los lerdos, trabajan los sagaces y malvados. Todos responden hoy a esa llamada del deber. Ya no se ven mendigos. Ya no se ven los rostros negligentes de los parias y aquellos que sin serlo se les parecen tanto, los ociosos. Ahora todos señalan una meta al provechoso día. Y cada cual responde con su ceño al que se atrevería a aventurarse diciendo : yo no quiero trabajar. www.faximil.com
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Pero nadie lo dice y va la vida tan sobre ruedas, suave, viendo a los dulces hijos de la nada cumplir con su misión. Por eso yo me acojo a sus ejemplos y sin gana ninguna. No es que pida grandezas, no es que envidie a ese grueso caballero que acaba de enfundarse en su automóvil verde como una acelga niquelada y en torno al que los niños se extasían como en el siglo xm ante el sagrario. Yo no pido otra cosa que silencio o a lo sumo que dejen que me prenda en esa lejanía que provoca el joven albañil en la mañana colocando ladrillos bajo el sueño de un fandango remoto. Pido que no me obliguen a marcharme como todo el que pasa, con cara de maldad, con cara de bondad porque es lo mismo, a cumplir los deberes sacrosantos de la ciudadanía. Los que piden su sueldo y un estadio donde gritar unidos como un hombre, los amos y los siervos voceantes, por una sola boca. Sólo pido silencio: ese silencio inmenso y nemoroso de algún lago en la altura. Donde nada se oye sino el rastro de la divinidad. Donde todo se puebla de esplendores que yo mismo trasciendo. Donde pueda escontrarme con el desconocido que llega allí también por otra ruta que huele de otro modo que la mía, la mía a sol, la del, tal vez, a nieve, pero que viene huyendo como yo, porque tampoco quiere trabajar, porque tampoco quiere embrutecerse, y en clandestina fuga hacia lo alto llega hasta mí y me dice sonriendo: Gloria a ti, delincuente, soy tu amigo. JUAN GIL-ALBERT www.faximil.com
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LA
VIDA A Jacobo Muñoz
Antes que el hombre, como a un mar, el mundo mire, y se extasíe, y sueñe, asombradamente deseoso, debe oir a su vida, porque es mal arador el que prescinde de tierra propia, igual que el fiel gorrión no olvidaría la viga y su cobijo. Tiempo tejido, la vida azul y oscura junta y hundida, perdida en tantos años nulos, inservibles como el agua nocturna de una fuente. Hablo de amor, y es tiempo mío. Te confío sueños y no es salir del cauce de mi vida. Incluso el agrio momento zumbador en que se piensa en morir a voluntad, tiene un camino con últimos peldaños, dificultad de jaras que entorpeciesen. Todo lo que podemos imaginar, todo el buen cerco emocionante o enseñador, tiene el aroma de la vida. Escritas líneas, antes sufridas: mis poemas decirte pueden, que fácilmente olvido libros con un grito o el fuerte olor a mar desde las rocas. Valen más unos brazos, y te enseñan los labios de ese cuerpo más que el raro hormiguero de un mediocre texto. Nunca un hombre sufrirá igual que otro. El inexperto los geranios no distinguiría, pero el sabio dedo campesino diferencia. Iguales tardes, el recuerdo hace matizar, como el dorado ramaje de los álamos, zonas de sombra tiene, que no se ven; el alto ocre, en lejanía, fundido y sin relieve, igual que vidas de las que no nos preocupamos. Cada uno se debería cavar la propia tumba, bien observado y con indulto el tiempo claro que dan para soñar y emocionarse. Digo que es buen poeta el que olvida montes para recorrer y unce sus días rotos con las líneas para otros como él: enamorados de la vida.
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ALFONSO LÓPEZ GRADOLI
MEDITACIÓN
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¿Cómo darías, hombre, la medida de ti mismo? Es inútil que persigas las sombras pálidas de tu contorno, como niebla se rompen las palabras, todo se evade; realidad alguna puede afirmarte en su total presencia. Buscas ocultas sendas cuyo rastro escarbas y persigues como ciervo, por si... por si tal vez; al final cejas en tu empeño frustrado con las manos sucias de ti, de tu propia caida, pájaro que devora las entrañas ateridas. Después, tras el reclamo del silencio lunar, intentas toda tu claridad vital, como barranco abierto a las tormentas, huerto vivo de grises soledades. Ave rota por tantas ascensiones iniciadas, sólo tu mismo barro te requema. Y termina el dolor cuando meditas que pronto volverás al barro virgen del que surgiste un día sin saberlo.
II
Mas no agotan los ríos su corriente. Y así, cuando pretendes sumergirte en el vacío, miradas te salvan de hundirte en sus tinieblas. Ya los hombres se cruzan con tu vida, te sonroja su desamparo, y levemente piensas si no valdrá tu tronco por su tronco. Alguna flor fugaz te sobrecoge con su destello inquieto como nube errante. Hermosos cuerpos lanzan su eco www.faximil.com
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sostenido por frágiles recuerdos permanentes. Al fondo de la calle el mirto delicado se desploma sobre la tapia. Temeroso alienta un jardín su perfume. Pobres cosas son éstas para el alma, pero basta una tan sólo para adormecer el oculto dolor. Callado el hombre disfraza su lamento y fluye vivo el cúmulo trivial de ramas gratas. La herida no se cierra, pero avanza la golondrina el pasajero vuelo y horada la virtud toda nostalgia. Con el alma en suspenso el hombre clava su cuerpo en el camino, frente al cielo.
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JACOBO MUÑOZ DE VEIGA
AL·LOT
D'OR
A Antoni Javaloies Frueix la llum que t'entra pels ulls, tan agraïda, i t'encén les carreres de la sang, al -lot d'or, tu que gastes, igual que si fos un tresor exclussiu i total, la teva part de vida ! Que la carn t'oferesqui una estada complida als seus boscos ferits de vents a tall de cor, parany de l'amor viu que mata i que s'hi mor i on neix, ombra mortal, el dolor fora mida. Venç, però, tu el dolor i l'amor. Tu disposa els sentits i aquest foc que t'abrusa la pell per a atènyer la joia viva, sí, la rosa. Que res ni li demanis a la mort quan t'esperi somrient al portal i feliç t'alliberi del treball d'esser home, tan feixuc i tan bell.
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JAUME VIDAL ALCOVER
EL
RUEDO CUENTO
DE
DANIEL
SUEIRO
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La tarde que estuvieron allí los periodistas, el Lenguas comentó, dando media vuelta: —Sí..., ya lo van a arreglar todo éstos... Por su cara bonita. Lo estuvo mirando, distraído, sin decir nada. Uno de los que estuvieron allí le pareció un desgraciado. Anduvo preguntando lo que le contaban del paro y de otras cosas, como si lo de aquéllos le pasara a él también, como si él incluso tuviera la culpa de todo, o parte de ella. Se lo tomaba todo muy a pecho y se callaba. Otros que ya habían estado allí dijeron que harían todo lo posible por arreglarlo, que las cosas llevan su tiempo, pero que se arreglaría y que no se preocuparan. Y luego se iban dándoles a todos la mano y sonriendo. Este anduvo callado como un muerto, y estaba tan triste que a ellos mismos los acobardaba. Bueno, pues cuando éste y los otros se fueron —casi sin despedirse, como si tuvieran vergüenza de algo—, el Lenguas se acercó de nuevo y le dijo: —Ni siquiera pueden..., aunque quisieran. ¿No sabes que éstos lo hacen todo de memoria? Y él le dijo, destemplado: —Bueno, pero ¿no van a entrar ninguna carga hoy? Porque tenía sus razones para querer trabajar y ganar algo aquella tarde. No podía estar con los brazos cruzados mientras la mujer esperaba en aquella situación. Por la mañana se había movido bien, había cargado duro. Se quedó ya a esperar en el patio del mercado, para no perder tiempo, y echó una cabezada en un rincón, meditando en sus cosas y haciendo mentalmente las cuentas. A eso de las cuatro empezaron a llegar algunos de los otros. Todo aquello estaba, por lo demás, desierto y silencioso. También vino Eusebio, balanceándose, y le saludó con la cabeza y luego se sentó allá atrás bajo el filo de sombra que a aquella hora había todo a lo largo de la pared. Era el primero de la cola, y todos, más o menos, se iban tirando por allí c se sentaban a la sombra del patio, en la acera, apoyando la espalda en los ladrillos de la pared y estirando por delante las piernas. Excepto en aquella franja de sombra, el sol se volcaba por entero sobre el interior del patio. Parecía llegar a oleadas aplastantes, caer a plomo desde la boca al fondo de un cubo de cinc. Estaban completamente inmóviles, sólo mirando hacia la puerta de entrada y llevando de vez en cuando la mano a la boca para echar una chupada. Se oía, tras el mercado, el ruido de los tranvías bajando el puente y dando la vuelta a la plaza. Nada se movía en parte alguna. No venía ningún camión, no se oía venir nada. Un enjambre de moscas negras y brillantes hervía al sol, allá lejos, sobre la sangre pegajosa y dulce de una granada rota y aplastada al borde de la acera, junto a la rendija por la que parecía surgir del suelo, de las entrañas de la tierra, del infierno, el humo blanquecino y escurridizo, reverberante, de la fábrica cercana o del matadero. Luego fue cuando vinieron aquéllos a hacer las fotos y a preguntar. Pero nada.
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El Lenguas siguió hablando: —En algunos sitios bien organizados, cuando no hay trabajo, a los parados les pagan igual. Si hay trabajo, cobran lo suyo; si no, les dan un tanto. Pongamos dos duroe. A mí, ai todas las tardes me dieran dos duros de bóbilis, no me importaría que no hubiera carga, —Tú hablas mucho —le dijo uno por allí. La larde fue cayendo, aunque el calor no amainaba nada. Se formó allí una fila de cuarenta o cincuenta hombres, como todos los días. Si a éstos les preguntan, así, de repente, qué día es, qué hora, cuánto tiempo hace que están sentados, dónde queda la calle tal o cual, qué llevan en este momento en los bolsillos, o simplemente qué esperan conseguir ahí o quiénes son, muchos no sabrían a ciencia cierta qué responder, de momento, porque están ya algo desmayados y como sin alma. ¿Había nubes, por ejemplo, en el cielo? Ellos no sabían esas cosas. No debía de haber, no, por las trazas, pero verdaderamente no lo sabían. Si acaso, podían saber si quedaba uno, dos o tres pitillos en el bolsillo, o si no quedaba ninguno. Vino Ensebio, con el cuerpo deslavazado y tirando a un lado y a otro, y le dijo: —Qué... ¿vas a seguir esperando? —Habrá que esperar... —le dijo—. Esperemos. Esperemos un poco. Le vio sólo las altas espaldas, porque se volvió a mirar al cielo, decidido y cansado ya. Eusebio le miró con los ojos entornados y fríos. —No; yo, no. Yo me voy —le dijo—. Aquí es que me pongo nervioso. Empezó a andar, bajo el sol. Llevaba la chaqueta al hombro. Fue andando despacio y, sin volverse, le dijo: —Estaré ahí. Y por fin, poco después, llegó la carga en un par de camiones. Los cinco primeros se fueron al primer camión, y otros cinco, los que estaban a continuación en la cola, se fueron al otro, al «Dodge». Todos los demás quedaron por allí sentados o tumbados, mirándolos, y esperaban. Algunos se pusieron a jugar a los chinos, para entretenerse, desganadamente, supuso, porque les vio los puños cerrados y oyó algo. Se quedó abajo, con otro, y los demás subieron a la caja y empezaron a descargar. Su camión estaba lleno de cajas de uvas. En el otro había sacos de pimientos, cestas de repollo y cajas de todo: de uvas, de tomates. El encargado andaba animándolos por entre los bultos. El otro y él iban con toda la carga al hombrot bien sujeta; iban tambaleándose con el peso encima, de prisa, llevándolo todo del camión a los puestos de dentro. Se quedó descalzo, y sudaba tanto que se quitó la camisa. Al último, estaba esperando la carga cuando el encargado se le paró delante. Sujetó bien la hondilla sobre la frente y bajó la testa, esperando a que terminaran de colocarle las cajas. Cada caja nueva que caía era un tirón de la cuerda sobre su cuerpo. Tanteó el peso bajando más la cabeza y parte del cuerpo. Debían de ser cinco o seis las cajas. Así como estaba veía solamente parte de los pantalones y sus pies, que parecían hundirse cada vez más en el suelo. Oyó que el encargado decía: •—Ponle estas dos, y ya acabamos. Se lelajó un poco y el sudor corrió frío por el cuello y la espalda y se estremeció. Cayó una caja y luego otra. Afianzó bien los pies y las piernas en el suelo, comprobó la tensión de las cuerdas y se echó hacia adelante, intentando mirar. Tenía los labios secos; la lengua, la boca, reseca El encargado le dio una palmadita a la última de las cajas, como si se la diera a él en el hombro, para animarle.
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—Hala, macho —le dijo. Luego se apartó unos pasos. Clavó los pies en el suelo y echó súbitamente la cabeza adelante. La correa se le incrustó en la frente, pegada casi al hueso. Parecía que iba a estallarle la cabeza. Tiró aún más, y todo el peso de atrás pareció moverse, pero le dejó de nuevo, por un momento. Oyó al encargado: — ¡A ver, hombre! Tomó aire y movió un poco los pies. —Tú ponte bien —le dijo—, no tengas prisa. Tú ponte bien, hasta que te quedes cómodo con ellas Se le hundió de pronto el cuero de la hondilla en la frente como una en chillada, como un golpe, y los pies, los talones se metieron todavía más en la tierra. Aquello debía pasar de los cien kilos. Apretó los dientes y comenzó a andar con todo el peso del mundo encima, despacio, firme, seguro, todo lo seguro y lo firme que le permitía el vaivén lento y pesado de la montaña de cajas sobre los hombros. —Lo que manden... —murmuró—-. Lo que hagan el favor de mandar. ¡Y gracias, gracias...! Como un toro cansado, el hombre se arrastraba pesadamente por la arena del ruedo. Olía a podrido en el patio silencioso del mercado. El ocaso enrojecía los sucios cristales
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