La caña gris. Número 2. Otoño 1960

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LA C A Ñ A

GRIS

Revista de poesía y ensayo

COLABORAN: Luis Cernuda, C. Conde, Vicente Carrasco, Juan G i l - A l b e r t , Jacobo Muñoz, Sandro Penna, Alfonso Emilio Pérez, J. M. Pérez Martín, Alfonso Roig, Mercedes Salisachs, César Simón, Joan Valls y José M a r í a A b a d

Crítica de libros por García Molina y Ostos Gabella. Resumen teatral valenciano.

Valencia

Otoño 1 960 www.faximil.com

Número 2


José María Abad Tallada.

ASESORA:

Vicente Ventura Beltrán.

PREPARAN :

DIBUJA:

José Luis García Molina. Jacobo Muñoz.

Monjalés.

DIRECCIÓN: CIRILO AMOROS, 18

-

VALENCIA www.faximil.com

DIRIGE:


SUMARIO Pág. EL AMANTE ESPERA, Luis Cernada

2

POEMA DE AMOR, Carmen Conde

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LA VOZ MISTERIOSA, Vicente Carrasco

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EL AZUL, Juan Gil-Alben

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LA PALABRA CONTEMPLATIVA DE FRANCISCO BRINES, Jacobo Muñoz

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VELAZQUEZ, /. G. A

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POEMA (texto y traducción), Sandro Penna

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POEMA, Alfonso Emilio Pérez

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POEMA, José María Pérez Martín

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CLIMA Y NOCHE DE JULIO GONZÁLEZ, Alfonso Roig

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LA FLEXIBILIDAD FÍSICA Y EL SENTIDO ARTÍSTICO, Mercedes Salisachs

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ELOGIO DE UNA AZAFATA, César Simón

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PRIMERA VIGILIA, Joan Valls

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PASEO NOCTURNO, José María Abad

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EL TEATRO Y LOS DÍAS

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EL MUNDO DE LOS LIBROS

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PUBLICACIONES RECIBIDAS. (Tercera página de cubiertas.)


EL AMANTE

ESPERA

Y cuánto te importuno, Señor, rogándote me vuelvas lo perdido, ya otras veces perdido y por Ti recobrado para mí, que parece imposible guardarlo. Nuevamente llamo a tu compasión, pues es la sola cosa que quiero bien, y tú la sola ayuda con que cuento. Mas rogándote así, conozco que es pecado, ocasión de pecar lo que te pido, y aún no guardo silencio, ni me resigno al fin a la renuncia. Tantos años vividos en soledad y hastío, en hastío y pobreza, trajeron tras de ellos esta dicha, tan honda para mí, que así ya puedo justificar con ella lo pasado. Por eso insisto aún, Señor; por eso vengo de nuevo a Ti, temiendo y aun seguro de que si soy blasfemo me perdones: devuélveme, Señor, lo que he perdido, el solo ser por quien vivir deseo. * De la tercera edición, corregida y aumentada, de "La realidad y el deseo" (1924-56). Fondo de Cultura, Méjico, 1958. (Por autorización expresa de L. C.)

LUIS CERNUDA www.faximil.com

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POEMA DE AMOR Un charco de sangre acomete desde el suelo... ¡Dios vivo, los hombres precipitan su torpe oposición a Ti! Derraman conscientes la vida para afirmar conceptos. Una isla es el charco, miradla: ¡la tierra de nadie! Sus límites van condenados a verse con nombres fingidos. La sangre es de un hombre, y vertida ya es de Dios solamente. ¡Una isla desierta, muchachos, creedme, es la sangre en el suelo! Yo no odio al que cae, aunque caiga sin saber por qué cae. Ni odio al que mata aun sabiendo que mata. Muchachos, ¡la sangre es de todos! Defiendo su charco, su horrible extensión en la calle. Respeto a la sangre, respeto a la vida; respeto, muchachos, al que muere sirviendo de pasto a los lobos ¡que fingen llorarle! La sangre, lo sé, pide a Dios que la coja en sus mantos. Han llegado las turbas al borde de esta isla de nadie... Mentían, yo lo sé que mentían; ¡pero era verdad que era ella la sangre de un hombre! ¡Cuántos años sacuden sus lanas, sus centellas, sus crines, sus colas, sus uñas, su tiempo de ira y de mugre, su lenta y su rápida sucesión de distancias adversas y claras! Y la sangre otra vez. ¿ 0 es la misma, la que vimos vertida en el suelo, la que vimos, tan fresca, de otros, o del mismo muchacho...? ¡Han caído las lluvias de charcos, las islas de la sangre de tantos...! Muchachos, la vida soñaba —¡qué loca la vida!con que nadie la pise en la calle. CARMEN CONDE

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LA

VOZ

MISTERIOSA

(LETANÍA DE LA ALTURA)

Por lo que tienen de tiranos, desamparamos a los hombres. Por cuanto llevan de Caín, les despertamos la conciencia. Por lo que daña su mentira, oscurecemos sus palabras. Por cuanto arrastra su soberbia, les humillamos con su yugo. Por lo que hostigan envidiosos, les atamos al envidiado. Por cuanto son concupiscentes, enmarañamos sus dolores. Por lo que burlan y traicionan, les condenamos al desprecio. Por cuanto abarca su codicia, les confinamos en la muerte. Para que el Mal no alcance hasta la Altura, descenderemos a la tierra. Por lo que sufren y trabajan, recompensamos a los hombres. Por cuanto sienten de alegría, les componemos la sonrisa. Por lo que guardan de nobleza, les regalamos la hermosura. Por cuanto son hombres sencillos, enaltecemos sus acciones. Por lo que el arte les conmueve, multiplicamos sus sentidos. Por cuanto saben y trascienden, les inspiramos en sus dudas. Por lo que alientan valerosos, justificamos sus conquistas. Por cuanto humano tiene el hombre, glorificamos a sus dioses. Para que el Bien se imparta por el mundo, permanecemos en la Altura. (Del libro inédito "Voces en la concordia".)

VICENTE CARRASCO www.faximil.com

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EL AZUL

Homenaje

a Joan Maragall

Hay un color intenso e infinito que corona la Vida. Hay un azul profundo, inaccesible, que pone, como un palio, a nuestra vida sombra candente, un palio venturoso medio de cielo azul y de misterio que tiembla, fijo, en medio del espacio como una viva cúpula de llamas trazada por un brazo fugitivo. Es un color constante y admirable que nos sustenta, el ojo que resume nuestra mirada entera, es un arcano del que nada se puede precisar: un aire vaporoso que trasciende más etapas de azul y a pleno día una vibrante pulpa indehiscente de mármoles azules. Como el oro sujétase a la cumbre de los montes el hálito sereno que transpira la inmensidad, y baja del abismo, como unas cataratas invisibles, resonando, el silencio. (Del libro inédito "Homenajes".)

JUAN GIL-ALBERT www.faximil.com

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LA PALABRA CONTEMPLATIVA DE FRANCISCO BRINES (EN TORNO A -LAS BRASAS1)

POR

JACOBO

MUÑOZ

Hay hombres que voluntariamente se retraen del tráfico activo de la vida, no por intentar esa postura de «evasión» hoy tan discutida, sino más bien para, desde dentro, aceptar y asumir la vida. Este modo de hacer o de vivir es frecuentemente blanco de las iras de algunos escritores que ensayan así lo que luego suele ser celebrado como «agudeza crítica». Por desgracia tal crítica se ejercita, en estos casos, sobre una lamentable confusión, hoy alentada por la moda omnipotente. Recuerdo la última estrofa de un poema de Juan Gil-Albert, «La música»: Una constelación puede que sea algo reinante, algo decisivo; pero un hombre tendido que reposa, centro de soledad, es también enigmático; es una luz más sola, más consciente de su limitación y su grandeza.

Ese hombre tendido que reposa puede ser la nulidad segura de la fuerza de vivir, pero puede ser también la conciencia, la retina que observa, contempla y trasciende la vida. Si ese hombre se ve impulsado por el secreto don de la palabra, irá traduciendo a signos sensibles lo que ve y lo que siente. Y como fruto de esa expresión, como expresión misma, nos encontraremos frente a la poesía. A través de los veinte poemas que forman su libro, Francisco Brines va dejando constancia de una actitud serenamente contemplativa. Actitud que supone o, mejor, precisa del ocio. Aunque, por supuesto, se trata de ese ocio humanista afín a la cultura y que ha caracterizado uno de sus sectores más apreciables a lo largo de la historia. Victoria Ocampo nos habla en términos acertados sobre este punto, llevando su comentario hasta aquellos fieles indios que se arrancaban los párpados, a fin de no interrumpir un momento su contemplación del cielo. En su casi totalidad Las brasas está escrito en largos, lentos y granados endecasílabos. Expresión la más adecuada a la intención del poeta, morosidad por morosidad, paralelismo de fondo y forma.

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El libro está dividido en tres partes, cada una un sector propio y delimitado de la vida; sus propios títulos lo indican: «Poemas de la vida vieja», «El barranco de los pájaros» y «Otras vidas». En la primera parte los ojos que contemplan son viejos, el gesto es cansado, la indolencia del decir poético queda ya sublimada: Se ensombrece el naranjo, y azahares huelen por el desván, pesan los muros y el hombre que la habita se detiene para pensar vanos recuerdos.

Ese hombre de madura cabeza y destruido cabello siente en su propia carne la carne del pasado, aquel fervor, aquella gracia. Poema tras poema de esta primera serie nos va invadiendo la lentitud ritual del anciano, la voluptuosidad trascendente de los objetos, la melancolía de hoy en función del pasado. En algún momento la juventud regresa fielmente corporeizada, es el visitante cuya vida acusa los síntomas mismos de la vida del anciano: La tarde abandonó la sala quieta cuando partió. Me dije que fue grato vivir con él (la juventud ya lejos), que era una fiesta de alegría. Solo volví a quedar cuando dejó la casa

En estos versos, como en general en el libro entero, está ya todo aceptado, y el escepticismo del poeta va decantándose lentamente. Esta es la impresión de impotencia poderosa que nos queda, de terror ante la fuerza del mundo que nos vence. «El sabe que las tristezas son inútiles, y que es estéril la alegría.» En la segunda parte sentimos una elevación de lo ciego-oscuro a lo trémulo-transparente. Se trata de una verdadera elegía a la niñez del poeta, al hombre en estado de juego e inocencia, joven el mundo y sin otro ardor que el puramente instintivo: Mis amigos en el agua reían y con ellos mojé mi cuerpo. Comenzaba cerca la senda que llevaba a las alturas gratas. La libertad nos encendía.

Al parecer, los cuatro poemas más hondos y definidos del libro han sido voluntaria o instintivamente reunidos en la última parte. Como «Otras vidas» debemos entender nuestra propia vida, la de cada uno a través de la intransferible del poeta. El poema que empieza así: Hay que mecer el tallo de esta hierba tan chica, le miramos, es alondra muy fina, su cabeza débil...

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va adoptando un tono autobiográfico, lleno de cruel experiencia. Tránsito de la juventud, fracaso de quien todo lo soñaba puro y libre, y se encuentra con la voz rota, el canto que disgusta a los sencillos oídos, y la boca dolorida por la luz que le golpea.


En el siguiente poema se inicia la aventura de la valentía, de la libertad y del destino. En éste, y en el penúltimo —a mi juicio el mejor del libro—, la matización metafórica alcanza un grado indudable de pura transparencia. La expresión es delicada al oído, espontánea y llena de vigor artístico. Me miro en el espejo y estoy fijo como un árbol oscuro que han podado. Mi extraña seriedad es porque pienso que aquello fue por un azar...

Esta es la aventura del hombre, el desengaño del espíritu dolorido por su residencia en la tierra. Vueltos los ojos en torno, se ha puesto amor en alguien: Era bello decir tú como un monte

y el amor ha naufragado, como suele naufragar toda ascensión meramente humana. Tan sólo una especial referencia a lo divino hubiese salvado ese dolor como lanza que se clava; mas ésta no existe, lo que resulta muy significativo respecto del clima del libro. Al final, en el último poema, hay como un vago delirio de trascendencia; mas ésta es onírica. Lo amargo de la vida, lo desesperanzador de ella, está aceptado a lo largo del libro, aceptado y asumido, sin pedir más. Lo otro, la posibilidad de una esperanza —que no ya de una espera, pues que ésta existe implícitamente—, sólo se nos ofrece por el camino de los sueños: Tiempo de recordar las amarguras de tu pequeña vida, los dos ojos cierras para dormir, y se humedecen como las flores en el alba. Sueña que hay Dios, y que hay amor en el camino y que tus hijos crecerán hermosos.

Sin embargo, esto no supone tampoco que nos hallemos frente a una poesía desgarrada o desarraigada, como tantas otras del actual panorama literario castellano. Hay, sí, un apego a ciertas, a muchas cosas en Las brasas. El mismo título nos indica ya la permanencia de lo sofocante, la presión bajo la que vive y a la que se aclama el poeta. Es todo un mundo de sensualidad el que se nos apodera. Un haz de sensaciones que acercan al poeta, y a sus lectores, a la tierra y a los frutos de la tierra. Tal vez esta cálida y marcada sensualidad se deba al levantino nacimiento de Brines. Lo meridional, sí, lo levantino se muestra constantemente en la presencia agobiadora de los nardos, los azahares, las palomas, el mar ardoroso e incitante, los limoneros y los naranjos. Ya el primer poema del libro —pasada la canción inicial— nos introduce en un jardín no cerrado ni ligero, sino denso de perfumes y calores levantinos, denso de luz y sol a plena fuerza. A veces los colores parecen mironianos —tanto del uno como del otro Miró—, colores para el pincel y la pluma. Esta sensualidad se salva del ahogo que generalmente su poder

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implica, gracias a la cierta significación de lo melancólico y de lo fugitivo que redimen al poeta, tamizándolo, de lo esplendorosamente terreno para ascenderle, en ciertos momentos, hasta la misma frontera de la renuncia. Si meditamos un poco no nos será difícil adivinar qué secreto hilo une la sensualidad levantina —mediterránea, por ende— del poeta, con su actitud contemplativa. En sus escritos sobre la cultura mediterránea Ortega nos da, como en tantas otras cosas, la clave exacta: «El Mediterráneo es una ardiente y perpetua justificación de la sensualidad, de la apariencia, de las superficies, de las impresiones fugaces que dejan las cosas sobre nuestros nervios conmovidos.» Y poco después añade: «El placer de la visión de recorrer, de palpar con la pupila la piel de las cosas, es el carácter diferencial de nuestro arte.» Recorrer, palpar, contemplar. Describir. Las brasas pertenece a un sector poético bastante bien definido. Al sopesar las influencias o confluencias de esta poesía que son naturalmente imprescindibles a todo primer libro, pienso en tres nombres: Machado, Cernuda y Hierro, separados por años de generación, mas pertenecientes, salvando las diferencias y los escollos, a una misma fatalidad poética. Y tal vez pueda hablarse en este caso sobre todo de Cernuda como eco sostenido y asimilado. Brines es consciente de las características cernudianas más apreciables: hondura, contemplación trascendente y delicadeza suma. No es una poesía rápida, brotada por impulso inmediato y radical, sino más bien lenta, pesimista y desengañada. Su estructura serena oculta un clima agónico, una atmósfera de lucha, y por eso cada relectura de esos poemas abre nuevas perspectivas sobre su decir. Se trata de esa palabra que nos sorprende al adivinarla surgida desde lo más hondo, no por voluntad ni por deseo, sino por fatal imperativo irrenunciable. Aunque de aparición algo posterior, la lograda madurez de su libro, que nos habla de una larga espera en búsqueda rigorosa, nos permite incluir a Brines dentro de esa nueva generación poética que viene perfilándose claramente en el último decenio de las letras castellanas. Generación cuyos miembros son, por ahora, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente, Carlos Sahagún, Eladio Cabañero, R. Soto y Francisco Brines, tal vez alguno más, todos ellos revelados en la colección «Adonais», de cuya importancia no es precisamente este hecho que comentamos la prueba menos significativa. Los libros de estos poetas, y desde luego Las brasas, son segura muestra de ese «retorno», de esa «humanización» progresiva de la poesía actual Por otra parte, Las brasas viene a ratificarnos una vez más en la creencia de que ese abusado conflicto entre la poesía intimista y la poesía social, tantas veces válvula de escape extrapoética en nuestra hora, se soluciona de un único modo posible, del mejor modo: por la verdadera poesía. Igual que la buena novela tan sólo,

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sea cual sea su factura, puede resolver la también abusada divergencia entre novela objetiva y novela psicológica. Todo lo demás es, realmente, ajeno al asunto. Sean estas líneas una mera introducción a la lectura de Las brasas, libro cuya aparición podemos saludar como testimonio de la secreta fuerza poética, cuya riqueza en posibilidades y caminos siempre nos asombra. Esas veinte brasas cuya lumbre sopone una inevitable y digna continuación de la poesía.

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VELAZQUEZ (1599-1660)

Lo que nos capta en Las Meninas, de Velázquez, parece ser la vida apresada allí, la vida, es decir, podríamos creer, los personajes que sobreviven en aquel rectángulo inquietante, al paso del tiempo. Pero estamos equivocado»; esa impresión de vida retenida con que nos impresiona ese cuadro, como ningún otro, nos impresiona, nos asombra y hasta nos desazona, como todo aquello que no nos parece «normal», no está tanto personiñcada en las personas, como —y aquí reside su inquietante particularidad pictórica— en algo más inestable que las impregna, las atraviesa, las desmaterializa, diríamos, y las proyecta en la infinitud —más inestable y hialino, inaprensible: la eternidad—; en algo oscuro que se mueve, que vive, que no tiene forma propia, pero que parece servirse de ellas, de las «formas», para eso, para abrevarse en ellas, para atravesarlas, para animarlas y corromperlas a la vez, haciendo de las formas, sombras, seres errantes, que no parecen tener realidad propia, sino prestada: esta luz, este tiempo, esta impalpable cosa en movimiento e iluminada, trashumante, que es, en realidad, el personaje central de este cuadro; cuadro que puede ser considerado, ateniéndonos a las actitudes maestras de su autor, como el colmo de la ponderación, pero cuyo contenido no nos da ninguna lección de clasicismo, sino, por el contrario, de desmesurada vaguedad —o fatalismo— oriental. Los personajes están allí con una presencia como en ninguna otra pintura, es cierto, pero del mismo modo, no están ya, están en trance de desaparecer, de pasar, de deslizarse; se diría —¡qué paradoja! — que no tienen presente; son apariciones que están desapareciendo; por eso son algo tan vivo, porque son acción —no tienen fijeza, no están fijas—, pero no en el sentido clásico de hechos humanos, sino en el de devenir, y mejor, para huir de ese término francés, y, por tanto, razonable, en el originariamente asiático de: disipación en el todo, o, si se prefiere, reabsorción en él. Reyes, azafatas, palatinos, enanos, perro, niña, grandezas humanas, grandezas y miserias humanas, sombras vivas, vivas, sí, pero sombras, y la vida, la luz, el tiempo, el pasar, como personaje único y verdadero; es decir, la finalidad humana no parece ser el hombre, sino el todo; y como el todo, triste, una finalidad triste, pasmada, indiferente, anonadadora, que ante nuestros ojos españoles se hace verdad velazqueña. J. G.-A. 1950

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UN POEMA DE SANDRO PENNA

i La véneta piazzeta, antica e mesta, acoglie odor di mare. E voli de colombi. Ma resta nella memoria —e incauta di sé la luce— il voló del giovane ciclista vólto all'amico: un sofio melódico: vai solo?

II

Cuando tornai al mare di una volta nella sera fra i caldi viáli ricercavo i compagni di alora... Come un lupo impazzito odoravo la calda ombra fra le case. L'olore antico e vuoto mi cacciava all'ampia spiaggia sul mare aperto. Li trovavo la amarezza piu chiara a la mia ombra lunare ferma su l'antico odore.

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I

La placeta veneciana, antigua y triste, acoge olor de mar. Y vuelos de palomas. Pero queda en la memoria —y encanta la luz consigo— el vuelo del joven ciclista vuelto al amigo: un soplo melódico: «¿Vas solo?»

II

Cuando volví al mar de aquella vez, de noche, entre las alamedas cálidas, buscaba los compañeros de entonces. Como un lobo enloquecido, olfateaba la sombra caliente entre las casas. El olor antiguo y vacío, me arrojaba a la amplia playa sobre el mar abierto. Allí encontraba la amargura más clara, y mi sombra lunar detenida sobre el antiguo olor. (Traducción de A. E. P. S.)

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POEMA

Para J. M. S. V.

Lenta la luz me llega. Recordando aquella luz estoy. Me deslumhraba y era un ardor dulcísimo sentirla; deshabitarme yo para que hiciera su nido más profundo. Yo no era apenas yo. Y apenas nada. Sólo morada de la luz enfebrecida. Y volaban mis manos, y mis ojos rebosaban de lumbre. Y por los labios la luz —sólo la luz— se remansaba. Yo retornaba luego y encontraba iluminado todo, y un latido de luz me aposentaba. Recordando aquella luz estoy...

ALFONSO EMILIO PÉREZ

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POEMA

Quisiera yo saber para qué vivo, por qué hicieron mi yo sobre la tierra, qué tengo aquí que hacer bajo la Luna que desmaya su nieve por los álamos. Más quisiera saber: de dónde vengo, qué estrella en el azul es sólo mía, quién defiende mi vida y hasta cuándo y dónde dormiré cuando no sueñe. Quisiera yo mirar, tocando olvido, dónde yace el amor que se hizo brisa y un ángel abatió con crueles alas matándome en nostalgias ilusiones. Por qué olvida el amor siendo suspiro y cansado sollozo en la mirada y una voz que en el sueño nos consuela y nos vuelve a soñar los años muertos. Quisiera conocer, porque lo ignoro, la razón de mis manos levantadas intentando arrancar frutos de nubes, recogiendo en los dedos, garfios débiles, molinos de papel, globos vacíos. ¿Por qué tanto anhelar lo inasequible para caer de bruces en la tierra, sepultura de sueños sin latido? Quisiera penetrar —Lázaro un día— las tapias del dolor y de la muerte, ver el triste hontanar donde se crean las desdichas del hombre, averiguando por qué existe el dolor y quién lo causa, por qué se perpetúa la injusticia y unos hombres son polvo que se pisa y otros son el zapato y la pisada. Quisiera yo saber y abro la vida

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y me pongo a leer, viviendo todo y nada entiendo de las letras negras que me cansan los ojos doloridos. Alzo al cielo la luz y nada leo. Sólo estrellas desnudas y dormidas abriendo rosas blancas en la noche o en el día el azul y nubes grises y bajo el Sol, palomas. Me inclino sobre mi y abro la jaula y al pájaro que late le interrogo. Abro plumas y alas. Miro adentro y nada entiendo aún: circula sangre y esta sangre que vive es la tristeza.

JOSÉ MARÍA PÉREZ MARTIN www.faximil.com

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CLIMA Y N O C H E DE JULIO GONZÁLEZ POR ALFONSO ROIG A José María

Por fin hemos llegado al conocimiento de la personalidad de Julio González, tras largos años de silencio. Resulta que, con Brancusi, es una de las claves de la escultura contemporánea Este barcelonés, que vivió y murió en los alrededores de París, pasó su vida metido entre las cuatro paredes de un modesto taller sin llamar la atención de nadie. Se le ha dado fama después de muerto. Toda su gloria, en efecto, es postuma. Lo cual no deja de ser una broma del destino. El detenido análisis de la vida y obra de Julio González pone de manifiesto cómo transcurrió y se fraguó en la mayor soledad. Una soledad hecha no de desprecios, sino de amor. Jamás fue manejado por prestidigitador alguno —crítico o marchante— como una marioneta. Ni bailó al son de los pan. dereteros que, seudodoctos y crípticos, montan su tabladillo de teorías del arte y ensordecen voceando el espectáculo o la mercancía. Julio González —¡oh suprema dignidad!— estuvo solo. No vaya por esto el lector a figurarse que la soledad de nuestro escultor fue un pretexto para tumbarse a la bartola. Se dedicó a algo tan sencillo y monótono como esto: trabajar. Era un artesano. Y sus manos afanosas se ocupaban primero en menesteres humildes. Que de eso comía el pan que se llevaba a la boca. Pero esas mismas manos, de ángel después, pasaban con toda naturalidad a fabricar, en las horas de inspiración, sus sueños de altísimo poeta. La lección máxima que tal vez nos dan los auténticos artistas del arte moderno es, contra la opinión del vulgo, la del trabajo riguroso. Una lista de esas vidas heroicas —santos civiles— haría caer la cara de vergüenza a más de un malandrín del arte. Cierto que los artistas del arte moderno rompieron los moldes del academicismo, se proclamaron «libres» e hicieron la revolución. Enfrente tenían nada menos que al Estado con su arte oficial y a los burgueses con sus exigencias caprichosas. Mas esta actitud antiacademicista y antiburguesa en modo alguno significaba la proclamación de un estado de cosas sin

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rey ni roque. Esos mismos artistas fueron muy exigentes para consigo, y obedecieron una ley que, si no coincidia precisamente con la de los academicistas, sí respondía a su necesidad interior, usando la expresión de Kandinsky. Obedecer a la necesidad interior, ya se entiende, signiñca nada más y nada menos que seguir los preceptos ineludibles del espíritu. Que es fuente de vida. Las obras de tales artistas forzosamente tenían que ser —como lo son— poemas construidos con el rigor de un teorema. Cuan lejos están de ese clima de honestidad vocacional cuantos llamándose «modernos» y «abstractos» se venden por cuarenta dineros. Julio González fue, además, un creador. El secreto de sus «abiertas» esculturas de hierro se lo arrancó a la noche estrellada. La visión de la noche como del mundo más real está, por otra parte, dentro de la tradición griega de la religión cósmica. El hierro empleado en sus esculturas, procedente de no importa qué lugar, resto y muñón de una creación humana, es para Julio González la expresión pura de la estrella como punto fijo, concreto y delimitado. Elemento material en último término. Los espacios creados entre los hierros, en cambio, son la presencia del espíritu, la inminencia del cielo nocturno. La noche, en efecto, generadora, activa, arranca a cada cosa su presencia pura; a la tierra, su más agudo aroma; al mar, su rumor más cristalino, y hasta a la ciudad, sus goces y dolores más profundos. La noche y sus claros ojos son fuerza y testimonio de la germinación del mundo. ¿No querrán los «hierros» de Julio González germinar un hombre mejor, un corazón mejor, una vida mejor? Sí. El hierro de los barrotes de cárcel y el hierro del cañón han de cantar como las rejas de los enamorados, como los arados alegres, como las veletas que danzan en lo alto de las torres. A esta visión gozosa hay que añadir la nota sabia de su ironía y el recóndito latido del sentimiento trágico de la existencia. Con esto Julio González entra a formar parte de la casta de españoles para quienes un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio.

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LA FLEXIBILIDAD FÍSICA Y EL SENTIDO ARTÍSTICO POR

MERCEDES

SALISACHS

Es indudable que «la flexibilidad física» ha estado siempre ligada a la estética; sin embargo, pocas veces se ha dado en considerar esa misma flexibilidad como exponente del sentido artístico, es decir, como un factor de creación. En el estudio que Ortega y Gasset hace de Goethe, señala su rigidez física :omo un síntoma peligroso para su integridad vocacional. Dice: «¿Por qué tieso, rígido? ¿Por qué avanza entre las gentes llevando su cuerpo como se lleva en las procesiones un estandarte?» Y acto seguido se hace a sí mismo esta pregunta: «¿Estuvo el hombre Goethe al servicio de su vocación, o fue más bien un perpetuo desertor de su destino íntimo?» Luego define la verdadera personalidad de Goethe: habla de sus casi amores, sus casi aventuras, su casi misterio, su casi naturalismo, su casi poesía...; en suma, lo presenta como un ser a punto de «serlo todo» gracias a su titánica capacidad intelectual, pero sin llegar a la integridad artística o creadora por falta de autenticidad. Es evidente que la inteligencia nada tiene que ver con el impulso artístico o mágico o (como diría Eugenio d'Ors) angélico. Se puede ser poco inteligente y muy artista, y se puede ser poco artista y muy inteligente; lo que verdaderamente no se puede, es ser «artista» sin ser flexible. De ahí que la rigidez de Goethe llamase la atención de Ortega, y con ella señalase el punto vulnerable de su verdadera personalidad. Si toda persona rígida incita a ser imitada (no como ejemplo, sino como motivo de jocosidad), no hay duda de que toda persona «flexible» siente una tendencia innata a «imitar». Su misma flexibilidad le incita a asimilar de algún modo aquello que observa y, a su vez, excita en ella la creación de aquello que imita. Man aún: todo el que imita, además de crear, depura de su propio «yo» los defectos que observa en los demás. Por eso la torpeza, venga de donde venga, no sólo provoca la rigidez, sino que la rigidez suele provocar la torpeza. Lógicamente, en el terreno artístico, únicamente podemos aceptar la rigidez física en la edad avanzada, cuando las facultades intelectuales y físicas decrecen por agotamiento. Pero la juventud que se considere artista no puede, a mi juicio, si quiere perseverar en el arte, perder su flexibilidad. ¿No tendrá el Yoga algo que ver con todo esto? ¿No será que el movimiento, casi místico, de ese sistema gimnástico consigue salvar al artista de su entorpecimiento creador? Ciertamente, el desgaste de la columna vertebral obedece, a lo largo del tiempo, a nuestros movimientos; por ello, si procuramos dar a esos mismos movimientos una armonía adecuada, el desgaste, indudablemente, será inferior

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al del «imple hombre de acción, cuyo único estímulo ha consistido en «mo-

verse» sin medir ni calibrar sus movimientos. Sin embargo, si para alcanzar un sentido artístico es preciso armonizar el movimiento, parece imprescindible que para alcanzar flexibilidad, y evitar el desgaste superfluo, deba recurrirse también a la gimnasia del diálogo y del análisis. Por ello las profesiones que se rigen especialmente por el intercambio humano: la observación, la ayuda directa, la plasticidad..., suelen dotar de flexibilidad a todo aquel que las profesa, ya que la elasticidad es contagiosa tanto para el alma como para el cuerpo. Pero también lo es la rigidez, y eso es lo que verdaderamente debería tenerse en cuenta; toda rigidez, por contrapartida, entorpece la evolución necesaria y por consiguiente priva el desarrollo. No hay rigidez sin conformismo convencional; por eso el «arte» que surge de ella nunca es arte, sino, en último caso, artesanía. Es decir, será un arte «construido», pero no «creado». Echando una ojeada a la historia podremos convencernos de ello: los países que destacaron en la evolución artística fueron precisamente los países «flexibles», no los envarados. No podemos negarlo: en toda rigidez hay algo de epilepsia, de paro, de muerte, Y la muerte nunca fue amiga del progreso ni de la creación.

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ELOGIO DE UNA AZAFATA

A Elena Aura Seguramente eres una bella azafata entre gentes que visten impecables chaquetas y usan gafas de concha y valijas de cuero y relojes de oro bajo los puños blancos. De Londres a París, o quizá Buenos Aires —cabarets por la noche, tipos interesantes—, tienes tu vida propia, ebria de cigarrillos, de sonetos de Shakespeare y revistas de moda. ¿A quién has conocido? A Ingeborg, a Patrik... Y has estado en San Remo para tus vacaciones, te has acostado acaso con un joven poeta, con un aviador o con un diplomático. Márcova te entusiasma, has frecuentado el Louvre y preguntaste un día lo que te haría falta para entrar en la UNESCO. Te imagino tomando combinados, refrescos, o leyendo algún libro. Recuerdo tu barbilla, tus piernas elegantes de la más pura raza, tu forma de reírte, tu avidez caprichosa por los bellos objetos, la aureola ligera de tu agua de colonia. A veces apareces en mi confusa rueda, dentro de mi sistema cosmológico absurdo; veo tus resplandores de juvenil espuma y representas todo lo que llamo Deseo. Tranquilamente he hablado. Así es, en efecto, como eres tú; divina, hecha de carne y hueso, entre los fuselajes de aluminio brillante que cabalgan de noche por la ciudad inmensa.

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CESAR SIMÓN


PRIMERA VIGÍLIA

El primer àngel gris ha despertat libèl·lules en les teues preguntes de tendrissimes cèl·lules. El primer àngel duu a ta palpebra oberta una blanca coloma i una lletra coberta, la xifra que comença a macular-te el seny amb les tiges enceses que et fan portar el reny, el reny d'afinitat que cobeja el teu cor entre un pressentiment de silenci en el plor, el silenci molsut que medita l'oracle d'allò que no serà poncella del miracle, sinó l'urpa que fa sagnar el pensament amb el punxós desfici d'un somni impacient. Els teus ulls s'han obert a vives vigilàncies i a l'abast del teu nas suren noves fragàncies, i en rompre amb vigoria el fruit d'esclofa dura lluu en triomf d'os novell la teua dentadura. D'homenia central les dents et formen zel del que d'ésser el risc de l'esperit rebel. Besllum que creix i esmola el llos de l'ull lluent que germina al fons vívid d'una saba en ferment. Entre el llop i la rosa la teua gosadia serà mesura d'ànima o almud de salvatgia. Has nascut d'un missatge de carn que s'esclavona amb el ritme infinit de l'estel i de l'ona, i el tel·lúric acord de l'humà laberint copsa el fang o l'espiga amb la fe de l'instint. Ara clames al vent el crit coral del joc. (Déu et guarde la neu a la vora del foc.) Ara puges a l'arbre fet mà escorcolladora i fas presa de fruit el teu deler que aflora. Beneïda la tendra escomesa que fa un ferm acte d'amor del desig de la mà, y el que era solament tendresa d'aire buit es torna saborosa rodonesa del fruit. www.faximil.com

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El nord del teu destí traspunta en llamp, infant. L'arrel es converteix en vena culminant. Un rajolí feréstec el rostre te il·lumina. No sents la sang pregona com glateix fera y fina? Lluita o festa? Qui sap! Cada pas del destí és còmplice perpetu de qualsevol camí. Festa o lluita moldran les hores més formoses perquè la vida apinya tendreses doloroses, y el fur que en forma d'àngel avui t'ha despertat somou el núvol càndid amb un llampec daurat. (Del llibre "Paradís en blanc". Premi "Ciutat de Barcelona" 1959 de Poesia Catalana.)

JOAN VALLS JORDÀ www.faximil.com

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PASEO NOCTURNO CUENTO DE JOSÉ M* ABAD TALLADA

Salieron a la calle casi oscura, tan sólo alumbrada a trechos por unas bom>illas de luz amarillenta. —¡Qué noche! No hace casi frío. —Yo tampoco tengo frío, mamá. —Bueno, pero de todos modos súbete el cuello del abrigo. —Vamos hasta la parada del tranvía. —•Paco, me parece que a estas horas ya no hay más que servicio nocturno. —Pero ¿tú qué sabes? Si sólo son las diez y media y es casi seguro que esta noche habrán puesto más servicio por ser noche de Reyes. Se oyó el chirriar de un tranvía que venía muy de prisa; se balanceaba que parecía se iba a salir de la vía. —Viene lleno, papá; hazle señal para que pare. Me parece que no vamos a poder subir. ¡A que no para, papá! No paró; sin embargo, la plataforma de detrás no iba completamente llena. — ¡Sinvergüenzas! ¡Compañía de sinvergüenzas! —gritó el padre. —Calla, chico, que te van a oír. —Eso quiero, que me oigan; no hay derecho después de estar aquí un rato de plantón. „ —No te preocupes, hombre; iremos andando, y así Paquito podrá ir viendo los escaparates. —Sí, pero tardaremos mis de una hora; tú sabes lo lejos que está. Empezaron a andar por la calle ancha, siguiendo la dirección del tranvía que se alejaba quejándose. Paquito iba ahora callado, sin prestar atención a lo que decían sus padres; miró al cielo; estaba muy negro y no había casi estrellas; también había una nube bastante blanca que tapaba la Luna. Ahora las calles estaban más alumbradas; se veía mucha gente cargada con paquetes de todos tamaños. Iban a cruzar la calle y se tuvieron que parar; el niño miró al semáforo y vio que le guiñaba el ojo amarillo, después el verde; pasaron casi rozándole, y le contestó sacando la lengua. Llegaron a un paseo ancho, con macizos bien cuidados en medio; soplaba un poco de viento. Paquito se encajó las puntas del cuello del abrigo. A distancia se veía un abeto que, adornado por una casa comercial, lucía sus globitos y estrellas. —Papá, papá. ¿Qué es aquello? —Es un árbol de Navidad. Claro, tú no lo habías visto nunca encendido. — ¡Qué bonito! Es igual que el que vimos el domingo en el No Do, ¿verdad?

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—Es verdad, hijo; pero aquél estaba en Nueva York y era un poquito más grande que éste. —Pero a mí me gusta más éste. ¿Y a ti, papá? —A mí también. —¿Me dejas que me acerque a verlo, papá? —Bien, pero vuelve en seguida. Espérate que pase ese coche. Nosotros estamos mirando este escaparate. La tienda era de aparatos electrodomésticos. —Mira qué lavadora, Paco; es como la que tiene la señora a donde voy a hacer la limpieza. El padre no pudo evitar el pensar en su trabajo. En la inseguridad que desde hacía unos meses amenazaba la fábrica. Algunos habían sido despedidos; a los demás ya no les dejaban hacer horas extraordinarias, sólo ocho horas, ¡y que dure!, como decía su mujer. Está ahora todo tan difícil... —¿Dónde se ha metido este niño? ¡Paquito! ¿No me oyes, Paquito? ¡Ven aquí! —Quince, dieciséis, diecisiete estrellas hay entre las ramas del árbol de Navidad, mamá. —Claro, hijo, a los árboles de Navidad les cuelgan estrellitas para que haga bonito. —No, mamá, las que yo digo son de verdad y brillan mucho; en todo el cielo no hay tantas como entre las ramas del árbol. —Bueno, Paquito, deja de mirar las estrellas, que, si no, vas a tropezar, y vamos de prisa, porque, si no, cuando lleguemos ya no quedarán juguetes. Las aceras de la calle céntrica estaban repletas de gente. Esperaron los guiños de un semáforo y cruzaron a la acera de la derecha. Paquito no veía nada, ni delante ni detrás; se escurrió para cogerse de la mano de su madre que casi andaba por el bordillo; ahora, al menos, podía ver la otra acera. Se divertía siguiendo con la mirada las extrañas contorsiones que hacían los que iban con prisa, para salvar los obstáculos. Deseaba correr como ellos. Sus padres no hablaban, miraban también a todas partes. Alguien dijo: —Mira ése, parece Don Quijote. —Amparo, fíjate. ¡Qué tipo más raro! Enfrente, andando rápido por la calzada junto a la acera, avanzaba un anciano alto y con barba; su mano derecha empuñaba una lanza que balanceaba al compás del brazo; en la izquierda llevaba un enorme escudo ovalado de colores chillones. —Lo que no se hace por los hijos, luego se hace por los nietos —sentenció el padre. — ¡Ven, Paquito! Mira qué tren más bonito hay en este escaparate —dijo el padre. —¡Imbécil! ¡Ya podría tener más cuidado! — ¡Qué pasa, Amparo!

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—Nada, nada, un idiota que iba sin mirar y me ha dado un empujón. —Conque sin mirar. Verás, como un día coja a uno de esos sinvergüenzas, acabamos en la comisaría. —Paco, por favor, que la gente está mirando. —Mamá, mamá, ¿qué pasaba? —Tú no preguntes y a callar. —Mira, Paquito, ya se ven los puestos de juguetes —dijo la madre. —Yo no veo nada. Aúpame, papá —rogó el niño. —¿Ya lo ves ahora? —Sí, sí, ahora sí. ¡Huy, cuánta gente! —Bueno, ya está bien. ¡Cuánto has engordado, hijo! Llegaron por fin al Mercado; ofrecía un deslumbrante aspecto; todos sus alrededores y aceras estaban ocupados por puestos; algunos eran mesas improvisadas con tablas grandes, sostenidas por anchos caballetes de madera; otros tenían ruedas y toldo y habían sido construidos para aquellos menesteres; todos ellos, pequeños o grandes, macizos o destartalados, estaban repletos de toda clase de objetos, desde collares de enormes perlas, hasta cubos para la basura, pasando por toda clase de juguetes: trompetas, pianitos, guitarras, balones, fusiles, fuertes, etc. —Me parece, Paco, que no vamos a poder acercarnos a los puestos. —Espera, ten paciencia; voy a intentar abrirme paso con los codos. — ¡Eh! ¡Oiga! Tenga más cuidado. Pues vaya unos modales. — ¡Hala, hala! A lo loco, y después hablan de gamberros jóvenes; pero fíjate, Carmen, si además van con un niño. — ¡Déjalos, Paco! —Espera, ahora verán esos idiotas, ¡tanta leche y tanta puñeta! Oiga, ¿es usted el que ha dicho eso de gamberro? —Pero de qué me habla usted a mí. Déjeme en paz, hombre. ¡Qué barbaridad, ya no se puede ni ir tranquilo por la calle! —Papá, papá. ¿Qué pasa? —preguntó Paquito asustado. —Pues nada, que son unos rajaos. —Que son ¿qué? —Pero ¿es que no vas a callar en toda la noche? Mira cuántos juguetes. — ¡Todo a diez pesetas! ¡Todo a diez pesetas! —vociferaba el hombre detrás de la mesa repleta de artículos de plástico con defecto—. ¿Desea alguna cosa, caballero? ¡Todo a diez pesetas! ¡Lo más barato! ¡Lo mejor! —¿Te gusta algo, Paquito? —No; yo quiero un caballo grande. —'Pues por aquí no hay caballos grandes. —Sí..., que yo los he visto cómo los llevaban. —Bueno, vamos a ver si los encontramos. Pasaron ahora por un hombre que exhibía su mercancía en el suelo. — ¡A cinco pesetas pareja! Blancos y negros cogidos del brazo a cinco pesetas! ¡Aquí no hay distinción de razas! ¡Blancos y negros a cinco pesetas!

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—Son monos, ¿verdad, Paco? —Sí, pero se rompen sólo con mirarlos. ¡Paquito, a ver si encuentras un puesto donde vendan caballos. La madre se quedó mirando un puesto lleno de bisutería. Un hombre alto y pelirrojo, moviéndose de un lado a otro de la parada, repetía con un enorme vozarrón: — ¡Sortijas a cinco pesetas! ¡Pendientes a diez! ¡Collares a quince! ¡Pueden elegir, todos llevan la marca de fábrica! ¡Garantizados hasta que se rompan! —decía soltando grandes carcajadas. Manos de mujer de todas edades revolvían, sostenían y dejaban todo aquello. Una mujer que llevaba un bolso negro dijo: —A ver cuánto es esto. —Eso, cinco pesetas, y lo que se ha metido en el bolso, diez pesetas; total, quince «leandras». La mujer se puso colorada, pagó y se fue sin decir palabra. — ¡La vista es la que trabaja! ¡Se regalan sortijas, pendientes y collares! —Mira, papá, uno como el que lleva ese señor quiero yo —Oiga, por favor, ¿dónde ha comprado ese caballo? —Pues..., me parece..., sí, un poco más allá, cerca de la esquina. —¡Ah!, ya veo, gracias. Los caballos estaban alineados por tamaños y calidades. El hombre repetía: — ¡Los mejores caballos de Murcia! •—¿Te gusta ése? —No, ése tiene una oreja rota. —¿Y este otro? —Tampoco; yo quiero uno de ésos. —Oiga, ¿cuánto valen éstos? ¡Oiga, por favor! ¿Cuánto Valen éstos? —Esos valen treinta duros —Oye, Paquito, ¿no te da igual uno de estos otros y además una pelota? —dijo la madre. —No, yo quiero uno de esos grandes. —Bueno; anda, elige el que quieras, porque, si no, está visto que no nos vas a dejar en paz toda la noche. —Envuélvalo con cuidado, —Aquí lo tiene, señor. ¡Gracias! —'Déjamelo, papá; yo lo llevaré. —No, que tú no podrás; ahora hay mucha gente. —Papá, mira cuántos globos. ¡Yo quiero un globo! —Este niño... —Hombre, es una sola noche. Se acercaron a la mujer de los globos. Los había de todos colores: rojos, blancos, amarillos, verdes, y otros que representaban extrañas figuras; uno de ellos parecía un perrito con las patas gruesas. La mujer estaba terminando de hinchar uno azul precioso. —¿Te gusta éste, pequeño?

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Paquito miró a la niña mal peinada que se cogía a las faldas de su mamá. Tenía en la otra mano un enorme globo color gris perla que parecía tener luz dentro. •—Yo quiero éste —dijo señalando el de la niña. —No, éste es mío; me lo han dejado los Reyes Magos esta tarde en la cabalgata. —-Pero si los Reyes Magos no existen —dijo Paquito. —Ya sé que los de esta tarde no son de verdad, pero a éstos los envían los Reyes Magos que están en el cielo y que hacen que los padres compren globos a los niños. —-Bueno, niño, terminemos; escoge otro. —No, yo quiero ése. —Que nos vamos y te quedas sin globo, ya verás tú. —Déme esos dos, el rojo y el blanco —dijo la madre—. Si tú no los quieres, se los regalaremos a tu prima. Cuando se iban, Paquito oyó decir a la niña: — ¡Este es de los Reyes Magos! Las calles iban estando más solitarias; los semáforos ya no lucían sus co. lorines; a trechos, alguna tienda abierta regaba de luz blanca la calle. Volvían en silencio pensando en sus cosas.


EL TEATRO Y LOS DÍAS Como recientemente ha señalado Vicente Ventura en una serie de certeros artículos, el espectáculo que Valencia ofrece al forastero que gusta del teatro —y aun a los mismos valencianos—• es francamente lastimoso: ni un solo salón dedicado exclusivamente a representar teatro con asiduidad, como correspondería a una ciudad de la categoría de la nuestra. Él teatro en Valencia tiene como casi solos cultivadores a diversos núcleos de jóvenes directores y actores, que sin llegar al plano profesional y venciendo no pequeñas dificultades, sostienen la calidad y dignidad que esperamos. Para comprender mejor el actual momento teatral, tenemos que hacer un breve resumen de sus diferentes etapas de formación, analizando su9 distintas repercusiones en nuestro ambiente. Este movimiento se inició cuando el mismo Vicente Ventura dirigió un grupo universitario en la obra Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre, que si entonces —de esto hace ya bastante tiempo— resultó gran novedad después ha llegado a ser inevitable en todos los T. E. U. A este éxito inicial siguieron dos temporadas de lecturas teatrales presididas por un riguroso criterio de selección, dando a conocer obras de Unamuno, Lorca y Militon Singe. Si el valor de estas primeras temporadas es puramente formacional. ya en las siguientes nos encontramos con unas realidades más concretas. Varios actores, Pedro del Río, Federico Martí, Cantero y José Tomás acometen la creación de un Teatro Club que desde un principio se distinguió por la calidad de sus representaciones. Así pudimos ver obras como La fiebre del heno, dirigida por García Ferrando; Viaje infinito, por J. M. Morera, y Curva peligrosa, por Tomás Abad. Igualmente alcanzaron gran éxito la Raquel, de García de la Huerta, dirigida también por T. Abad, y la representación en la plaza de la Almoina del auto sacramental La cena del rey Baltasar. Por estas fechas de apogeo del Teatro Club surgen dos directores con gran vocación y posibilidades, J. M. Morera y José Sanchis, que buscan una gran pureza para el teatro a través de un progresivo perfeccionamiento de su técnica. De su unión surge la Lonja de Cómicos, representando obras de Cocteaux, Giraudoux, así como unas farsas francesas de los siglos xm y xiv. Llegamos así, en esta forzosa rapidez, a la temporada de 1959-60, en la que se alcanzó un máximo de actividad teatral. Por orden cronológico: Delito en la isla de las cabras, de Ugo Betti, dirigida por .1. F. Tamarit; Antígona, de Anouhil, dirigida por José Sanchis; La zorra y las uvas e Historia de un matrimonio, de Figuereido y Hartog, respectivamente, dirigidas por Tomás Abad. José María Morera puso en escena El amor de los cuatro coroneles, de Ustinov; la Fedra, de Unamuno; Non eren deu?, del escritor valenciano Martín Domínguez. Al final de la temporada puso en escena en el teatro Principal unos Misteris del Corpus, antiguas piezas valencianas de gran belleza y plasticidad, en colaboración con el Teatre-Studi de Lo Rat-Penat, que tan eficientemente dirige Rafael Lloréns Romaní. A su vez Ferrando dirigió la obra de Calderón Los encantos de la culpa, y, por primera vez, José Luis Gil de la Calleja, El zoo de cristal, de T. 'Williams. En este fecundo movimiento teatral es de admirar la capacidad de los diversos directores. José María Morera domina por completo la escena y la masa; por medio del ritmo teatral más acompasado consigue representaciones de gran agilidad. Así, Els misteris, con pinceladas de ballet. José Sanchis busca un teatro comunicativo y riguroso. Fundador del Grupo de Estudios Dramáticos, ha conseguido siempre grandes éxitos en Valencia y fuera de ella, en giras diversas. Igualmente, Ferrando, Abad y el más inédito Gil de la Calleja, de quienes esperamos mucho. Estos directores han podido contar con un grupo extraordinario de actores, jóvenes llenos de vocación y aptitud. Sobre todo, J. A. Alonso, Alarte, M. Franch, M. Antonia Martínez, Manzaneque, Concha Navarro, Ramón Pons, Pilar Puchol, Teresa Tomás, Amparo Valle y José Luis Vizoso.

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EL MUNDO DE LOS LIBROS BAJO PALABRA DE AMOR, de José Albi. Col. «Alrededor de la mesa». Bilbao, 1960. Bajo palabra de amor está, por su problemática, dentro de una corriente muy arraigada en la poesía española. Pese a la numerosa bibliografía existente, tal vez requiriera esta corriente un estudio de límites y precisiones: se trata del tema de España. De una España hecha presencia en el poeta, cuyo punto de partida tiene un claro entronque con la obra de tres poetas decisivos: Unamuno, Machado y Blas de Otero, En el libro de Albi encontramos claras correspondencias con la obra de los autores mencionados, aunque no obstante sea su voz auténticamente personal. El poeta maneja lo que pudiéramos llamar una simbología hispánica vigorizada por la constante irrupción de una realidad humana, precisamente la que el poeta canta, fundido con ella, bajo palabra de amor. El paisaje, humanizado, cobra una visión dramática claramente expresada con el dolor propio: Si pena digo, España corto y rubrico. Cortada España a juego, zarpazo y pico. La mayor objeción a este libro está en el mismo tema sobre el que gira. Creemos que todas las cosas buenas que hay, que son muchas sin duda, hubieran ganado con una expresión más justa y menos desquiciada. En Albi encontramos rastros y hasta expresiones muy conocidas, frente a enfoques más personales. Con todo) el libro presenta una vigorosa unidad, fruto sin duda de un conocimiento directo de la realidad que canta. SONETOS DEL CORAZÓN ADELANTE, de María de los Reyes Fuentes. Col. «Alcaraván». Arcos de la Frontera, 1960. En María de los Reyes Fuentes, lo andaluz es un elemento esencial. Apenas se ha traspuesto el umbral de estos sonetos, y ya nos ronda un ligero aire de ironía, ironía que informa su mundo del corazón, un mundo activo, desbordante, vital. Los temas son los propios de siempre, aunque matizados por una cierta originalidad expresiva: el amor, la esperanza y la soledad. Hay dos climas distintos en estos sonetos: aquellos en que el corazón se desborda hacia afuera, con un dejo siempre de gracia e ironía, y otros en que, inevitablemente, se llega a una mayor hondura. Como dice la autora: «Todos, en fin, vienen ahora para fijar el cardiograma, un proceso del corazón adelante.» DÉBIL TRONCO QUERIDO (Col. «Dezir». Zaragoza, 1959) y DEBAJO DEL CIELO (Col. «Orejudín». Zaragoza, 1960), de Manuel Piniüos. Es Manuel Pinillos un poeta muy dentro de una línea intimista, pero tras-

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cendida siempre al contomo humano que le rodea. Pinillos vive en un mundo de hondas resonancias humanas. Tanto en Débil tronco querido como en Debajo del cielo, todo nos remite, en última instancia, a un diálogo que el poeta realiza o con el mundo familiar o con Dios. De ahí la unidad de ambos libros, el primero de los cuales podría presentarse —y de hecho así es— como un solo poema. Hay en Pinillos una decidida voluntad de sencillez, una humildad casi voluntaria que no impide, sin embargo, una trascendencia. De Débil tronco querido a Debajo del cielo hay un aumento de horizontes, un ensanchamiento del ámbito humano. Del mundo familiar que Pinillos canta en el primero de !os libros citados, se pasa a un canto firmemente arraigado en la esperanza, en el segundo. Aquí expresa la presencia continua de Dios y su identificación cristiana con el mundo del sufrimiento: ¡Ah, no tengas nunca tentación de devolver a Dios al cielo, definitivamente! Déjalo en medio de la calle de niebla, espéralo en la madrugada amarga, camina a su lado, en su instante. Hay, pues, un sentimiento solidario con el mundo que no supone una mera aceptación gozosa del mismo. Un intento siempre continuado de lucha en esta vida (ir cavando, ir entrando, ir conociendo, ir explorando — sobre el gran horizonte de Dios...) llega a su plena expresión en el poema «El cielo», para llegar finalmente a un canto de la esperanza en el poema final «Días mejores»: No hay nada del todo perdido. Sigue la luz aguantando a la niebla. J. L. GARCÍA MOLINA

LLUERNES TAN SOLS, de Alfons Cucó. Editorial Torre. Valencia, 1960. En la oquedad ambiente, ¿qué resonancia puede tener un libro de versos? La pobreza de los medios literarios valencianos predispone al silencio, pero por eso mismo el acontecimiento resulta más digno y apreciable. Con Alfons Cucó nos llega un nuevo poeta joven, no más de veinte años, y si pensamos en la incipiente calidad del libro, más bien insinuada que explícita, nuestro contento será mayor. Lluernes tan sois está presentado por Xavier Casp, lo que bien es un timbre de garantía. Si nos propusiéramos continuar la «catalogación valenciana» de Gil-Albert, sería preciso resaltar la acusada, y hasta heroica, importancia de la Editorial Torre, que en Valencia dirigen X. Casp y el novelista Miquel Adlert. La poesía de Cucó es poesía de emoción e intimidad crispada. La juventud extrema de sus versos le incita a la ingenuidad en ciertos momentos, mas también a la pureza intimista y a la claridad expresiva. Poeta lírico, es poeta del amor —con influencias notables del mismo Casp—, poeta de las luchas cotidianas del hombre que va marcado por la fatalidad de darse cuenta de su destino. Destino que Cucó sabe asumir y trascender a la poesía. En «A la vora de tu» roza Cucó el campo de la mística, y lo hace de un modo trémulo

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y consciente. Resumiendo: sus poemas destacan por la matización del sentimiento, por la gozosa plenitud de su entraña, que los hace ser poemas para la media voz, para el recogimiento de la lectura. Un libro, en fin, que acogemos con doble satisfacción: la gratitud debida al poeta que nos proporciona tal parte de su emoción, y la debida al valenciano que aporta sus frutos a este intento de renaixenga que esperamos se logre y perdure. J. M. DE V. Un poema de Miguel Ángel Zambrano. Miguel Ángel Zambrano, doctor en leyes y profesor universitario, es, ante lodo, un inmenso poeta cósmico, ha dicho B. Mantilla en nota preliminar al «Canto a los libertadores de la tierra», aparecido en el extraordinario que con motivo de su XXV aniversario publica Universidad de Antioquía. M. A. Zambrano, continúa Mantilla, adivina, con su poderosa intuición poética, el flujo interno que mueve la estructura del átomo, polvo estelar; la energía vital que anima a los vegetales desde los musgos y liqúenes hasta las milenarias sequoias; el misterio de la ciencia que tiende a enfrentarse al mundo, y presiente el destino histórico de nuestra especie sobre la tierra. En ese «Canto a los libertadores» se percibe el crujido de la tierra, el anuncio de una renovación universal, una transformación desde los cimientos del mundo y de la vida. Y pasada la tormentosa soberbia del cataclismo, aparecerá en la altura, tal se nos dice, la esplendorosa luz que siempre brillará. M. OSTOS GABELLA

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PUBLICACIONES

RECIBIDAS

LIBROS Jardines de la sangre, de Leonardo Rosa Hita. Col. «Arrecife». Cádiz, 1960. Sueños y paisajes terráqueos, de A. Fernández Molina. Col. «Alrededor de la mesa». Bilbao, 1960. El cuello cercenado, de A. Fernández Molina. Col. «Doña Endrina». Guadalajara, 1955. Pronuncio amor, de Rafael Guillen. Col. «Alcaraván». Arcos de la Frontera, 1960. Los de abajo, de Alfonso Villagómez. Orense, 1958. Memorándum, de Miguel Labordeta. Col. «Orejudín». Zaragoza. Poética elemental, de Mario Ángel Marrodán. Col. «Huguin». 1959. Antología poética, de Ángel Crespo. Ed. «Verbo». 1960. Sonetos del corazón adelante, de María de los Reyes Fuentes. Colección «Alcaraván». 1960. Bajo palabra de amor, de José Albi. Col. «Alrededor de la mesa». Bilbao, 1960.

REVISTAS

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El Molino de Papel. Ramón y Cajal, 18, Cuenca. Arrecife. Doctor Zurita, 3, Cádiz. Pleamar. Cuesta de Chavarri, 1, Portugalete. Caracola. Larios, 5, Málaga. Despacho literario. Zaragoza. Punta Europa. Madrid. Claustro. Valencia. Poesía de España. Madrid. Manantial. Segovia.


15 pesetas Depósito leíal V. 613-1960 www.faximil.com

T1P. P. QUILK», a. BSTBVK, 19. VALENCIA. - 1960


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