Parece inevitable comenzar hablando de este curso extraño y complejo, ahora que nos acercamos al final de su primer trimestre. Un curso que empezó con mucho miedo e incertidumbre (dos palabras que han definido perfectamente la situación), pero que ha logrado superar las dificultades y adaptarse a unas condiciones adversas como las que impone la Covid-19. Cuando comenzamos, el miedo había penetrado en toda la comunidad educativa, quizá el alumnado era el menos asustado, y había todo tipo de reticencias y prevenciones a una vuelta a las aulas que algunos preveían arriesgada. Sin embargo, con el paso de las primeras semanas, empezamos a ver claro que, si bien la escuela también se veía afectada, no lo era gravemente. Los afectados, mayoritariamente, venían infectados de su entorno familiar o privado, la escuela no era un lugar de contagio, y lo que es más importante, con sus prevenciones, era un lugar seguro. De hecho, frente a la cautela inicial, en la que se priorizó la seguridad antes que lo educativo, comenzaron las primeras voces que reclamaban contra la semipresencialidad y una vuelta prudente a la normalidad. Segundo de bachillerato se volvió presencial en octubre, y mientras escribo estas líneas se habla de revertir también la situación en los tres cursos restantes, tercero y cuarto de ESO y primero de bachillerato, antes de las vacaciones. Pero todo ello se ha conseguido con un sobresfuerzo del profesorado y de los equipos directivos. Después de dejar atrás los seis meses de cierre de colegios e institutos, había que hacer frente a la crisis con planes de contingencia, de refuerzo, programaciones adaptadas, protocolos de prevención, grupos burbuja, acondicionamiento y adaptación de los espacios del centro, coordinación con los recursos sanitarios… y todo ello en un contexto cambiante y en algunos momentos contradictorio. Todo un desafío del que estamos seguros la escuela ha salido reforzada. Buena muestra de ello es el monográfico en el que recogemos las voces de docentes de diferentes niveles en el que muestran su compromiso con la educación, con el alumnado, con las familias y con el entorno. Ha sido y es una muestra de la capacidad organizativa y de la autonomía disponible cuando los equipos directivos y docentes lideran los centros. Las administraciones, como suele ser habitual, reaccionan con demasiada lentitud y en demasiadas ocasiones cargando de tareas a los centros y al profesorado sin distinguir entre prioridades, orientaciones y temas secundarios. Es verdad que han hecho también un gran esfuerzo, reflejado en acuerdos con la comunidad escolar, no lo tenían fácil, a veces todo se mide en recursos, y hay que establecer unos criterios que respondan adecuadamente al reto. Quizá sea momento de repensar la estructura de la administración para hacerla más ágil y al servicio de la escuela, sin intentar reproducir modelos de centralidad innecesarios. Esperemos que la Covid-19 nos sirva de lección y aprendamos a confiar más en la labor de los docentes, en el compromiso de la comunidad escolar y en su capacidad de entendimiento. Hará falta en el futuro desarrollar una cultura profesional basada en la confianza, en la profesionalidad y en la autonomía de centros. Esto no quiere decir que podemos estar tranquilos y que lo peor ya ha pasado. Quedan aún temas pendientes de resolver. No nos olvidemos del absentismo escolar en ciertos sectores de la población, que no ha revertido todavía, al menos no del todo; no nos olvidemos de las desigualdades y brechas que ha añadido la pandemia a la población más vulnerable; no sabemos qué consecuencias tendrá en el abandono temprano, en la vida de los jóvenes que se ocultan tras las cifras.
Fórum Aragón, núm. 31, diciembre de 2020
Editorial
3