ANALES
La literatura y la poesía nacen en realidad del dolor. Del impacto que produce en un creador su territorio mental y emocional. José María Memet
Felipe Ruiz
a Tania Lorenzo las profesoras de Cerro Navia
Viaje al interior del Pueblo de la Cruz
Pétalos de difolfotecas
Vamos con mi padre y mi madre a buscar a mi hijo al pueblo de La Cruz. La primera vez que viajé al pueblo fue en un desvencijado autobús que me dejó en un paradero que creo recordar quedaba frente a una tienda de nombre Florencia. La Cruz queda entre La Calera y Quillota, es un pueblo de Paltos y tiene una pequeña parroquia, en una plaza como pudiese ser cualquier otra que lleve ese nombre entre los valles rurales de cualquier parte del mundo.
Lo primero que recuerdo son sus botas caminando junto a mi cuerpo pequeño bajo una intensa lluvia en Coronel. Seguramente, ella llevaba un paraguas y nos cubríamos de un copioso aguacero que caía a raudales en el pueblo. Sus botas. Algo de la sencillez de mi madre sin duda yo percibí aquella tarde en que mi diminuta vida acompañaba el paso de su andar por las calles transitadas de Coronel. Ahora, la sencillez de su vida sin duda me hace pensar en lo tibio de un escondite junto a ella en los días de invierno, uno de los pocos escondites que me van quedando en el mundo, cuando se vuelven a hacer pequeños mis pasos. Mi madre, Bernarda Valencia, es sin duda el único escondite contra la tempestad del mundo y yo creo atesorar ese rincón como un suelo de pureza inamovible, que por los tiempos de los tiempos durará.
Pero los viajes al pueblo poseen para mí un significado diferente. Mi padre, Ricardo Ruiz y quién escribe, Felipe Ricardo, hemos pasado por momentos difíciles en la vida. Para mi hijo, Ignacio Felipe, que nació en Antofagasta, luego se fue a Quillota, con su madre, y luego se fue a vivir con la pareja de ella y su hija pequeña a la Cruz, tampoco ha sido tan fácil. Supongo o creo entender que cargar con el nombre del padre no es cosa fácil. El significado puede tener el segundo nombre, como nombre del padre, no lo sé aún. Supongo que quizás, cuando me vaya, mi hijo llame a su hijo también Ignacio. Porque mi hijo es todo un hombrecito. Del futuro, desconozco todo salvo el dolor de estos anales que nos han dejado pegados a aquel nombre.
Despejado variando a parcial Dejamos atrás Arica y nos subimos a un bus con destino a Lima. El viaje es monótono y árido. Imagino en el transcurso que somos apenas una silueta pálida en medio de la inmensidad del desierto peruano, que nuestro bus es una cápsula que cruza mareas de arenas y que no poseemos motor, sino que el mismo viento nos lleva, arrastrándonos hacia un destino que está cifrado en sus corrientes. Desde que partimos nuestro viaje internacional en el Terminal de Tacna, y Santiago fue quedando atrás, todo me parece cobrar un matiz ficticio, como si la arena envolviera con su blancura los recuerdos que se van sucediendo cada vez más borrosos en una mente presta a confundirse con los espejismos: los padres, el calor de una guarida en el casco antiguo de Santiago, que de todas formas parece llamar a consolarse con las horas, mientras se va adueñando de mí una desconocida sensación de desamparo. Sólo el viento entrando por la escotilla del bus interviene el silencio que hay al interior de esta nave, donde mis camaradas poetas parecen entre extasiados y adormecidos, pues poco a poco, el desierto va apagando las conversaciones y el enmudecimiento da paso a un paisaje que conmina al recogimiento. Es primera vez que salgo de Chile. Tengo 24 años y me parece irreal pensar en mi juventud marcada a fuego por este encuentro. Y no sé si es por el titánico, o por el peso de los días que se suceden sin tregua cuando uno es joven, pero siento como si todo lo que pudiese ser visto y oído aquí posee una relevancia trascendental para un futuro que no existe, pero que el viento parece llevar como uno más entre nosotros. Pasan las horas y nada cambia, hasta que un hecho decisivo y trascendente, por más que al resto de mis amigos le pareciera insignificante, rompe la monotonía: a lo lejos, mientras el pavimento reverbera en oasis ficticios, montículos negros sobresalen en la arena. Es el primer indicio de vida en horas, al menos, el primer indicio de algo distinto que no sean dunas. Me quedo un segundo pegado al vidrio, inmóvil, mientras todos parecen ignorar qué sucede afuera. El bus se acerca en cámara lenta y me parece como si ese fuera un destino en sí mismo, como si esos promontorios de un mar de arena me anunciasen una palabra, un poema, la conjunción de todos ellos. Casas de trabajadores, chozas acumuladas de manera dispersa y aleatoriamente
en medio del desierto se presentaron ante mí, y aunque fuera tan solo unos minutos del trayecto, la primera vez en ver esas casas me recordó por un segundo el rostro de mi hijo e imaginé que mi hijo vivía en una de esas casas en la arena. Pude casi tocar la consistente emoción de verlo a través de esas ventanas sin vidrios, junto a su madre, y recordé que los abandoné no para olvidarlos o enterrarlos, sino para ir por esta carretera extensa, resquebrajada, sin peajes ni policías. Cuatro días después, despierto con una camisa de fuerza en el Hospital Psiquiátrico de Lima. Mi padre ha venido a buscarme desde Santiago y el Cónsul ha facilitado el papeleo del traslado. Miro el techo de aquel hospital inhóspito y ajeno a cualquier tipo de comodidad. He recibido comida. Una ducha. Me han dado sedantes. Nunca sentí que se me tratara tan bien como entonces, como si lo vulnerable de mi vida pudiese reflejarse en aquellas atenciones tan modestas, pero poderosas ante mi indefensión. Veo ahora, que en ese sufrimiento, están escondidas las llaves de una puerta que se abre para dejar pasar la memoria que me permite aquí, recordar en palabras el momento de la zozobra, de la violencia, de la indigencia.
Despejado Soy estudiante de un Doctorado en Filosofía en la Universidad de Chile. Hoy por la tarde ha venido a darnos una clase magistral un crítico de Arte homosexual de Paraguay. Nos habla sobre la técnica, sobre los indígenas guaraníes y sobre la concepción del arte en las etnias primitivas. Nos muestra una serie de fotos aburridísimas y yo no sé cómo escapar de allí. Pienso en mi amigo poeta que también tomó el curso, pero que hace rato ya no asiste. Creo poder resistirlo pensando en un futuro mejor que el que me espera como poeta sin profesión. Para el que le interese, pertenezco, por decirlo así, al núcleo duro del grupo del doctorado. Ingresé en una de las primeras promociones y nos hemos ido quedando, junto a otros alumnos, como el grupo de los pocos (y más desenfadados) en hacer preguntas, además de asiduos visitantes de la pizzería de la esquina de la universidad. Termina la clase del crítico y todos, por ser este una visita ilustre, deciden partir a la pizzería. Mis compañeros son mucho mayores que yo y me siento tan orgulloso como descolocado frente a aquello. En el grupo va una profesora de artes de la universidad, el director del programa, dos alumnos paltones y altaneros, el profesor de arte, un teórico (amigo del director del programa) y finalmente, la alumna estrella. Apenas entramos a la pizzería noto una ambiente extraño, entre ritual y carnavalesco, donde muchas veces parecen pesarse poderes tangibles, invisibles, del orden de la academia chilena, un espacio de arrogancia y figuración como uno no se imagina. Pedimos una pizza y comenzamos, mientras comemos, a enjuiciar a ciertos poetas que actualmente publican en este país. El juicio de los profesores de filosofía y arte a los poetas es de aquellos cuya ira va a la par con su eterna abulia e indolencia frente a todo. Tienen fantasías con los poetas, pero prefieren estudiarlos, porque de algún modo, se niegan si quiera a darle la mano a uno. Yo soy poeta y a la vez quiero ser doctor en filosofía, por lo que aquella conversación me resultaba bastante incómoda. De pronto, ocurre, (sí, ocurre) nombran a uno de mis amigos y alguien mientras se hecha un trozo de pizza a la boca se ríe del título de su último libro. Me siento completamente abrumado por la situación pero espero, y trato de asentir en lo que puedo. El director del programa de pronto me dirige la mirada y con la naturalidad cínica de
costumbre dice: “Felipe es amigo de él”. Me parece una escena bíblica, de esas en que Pedro niega a Jesús antes de que el gallo canté tres veces. Eso fue lo que se me vino a la cabeza. Escenas bíblicas. Hijos negando padres, padres negando hijos. Hermanos traicionando hermanas y cosas por el estilo. En ese mismo momento la profesora de arte se me acerca y me invita al cine. No acepté de plano, 1) podría ser mi madre 2) pese a que era atractiva, yo estaba casado. La conversación pasó de poetas a (por suerte para mi acongojada estima) psicología. El crítico de Arte homosexual en eso, y en todo, es una eminencia. En realidad, para ellos, es un gurú. Discutimos sobre el concepto de castración en Lacan (Felipe, saca otro trozo, la pizza ya se acaba). Todos comentan y yo guardo silencio mientras miro la pizza. Pienso en el dinero que traigo para poder pagar mi parte, pienso en que debo irme. Alguien de pronto nombra el deseo en Lacan y yo replico: “en Lacan el deseo es el deseo del pequeño A, es decir, outre, en francés, pero en la traducción se piensa como el deseo del pequeño a”. Ese concepto del psicoanálisis lacaniano era de lo más entretenido para mí. Pese a ello, a la comparsa no pareció causarle gracia inmediata. Solo el teórico amigo del director del programa pareció gustarle, aunque lo tomó por un lado que yo no lo había pensado: “el pequeño A, el pequeño A”, decía, como un mantra, y luego continuó: qué interesante, ¿cómo te llamas? Qué interesante, pequeño A”. “Pequeño, pequeño”, eso decía y pronto todos comenzaron a burlarse de la idea. La pizza se había acabado y no había más que hacer en aquella conjura. El mismo teórico mira la pizza, y agrega: “queda un trozo del pequeño, ¿quién lo quiere?” Me despido de todos, turbado. Tomo fuerzas para tomar mi bolso lleno de fotocopias y el cuaderno de estudios. Antes de irme, el director del programa me saluda con la mano. Afuera, me espera el desierto. Vamos, me digo, el bus sigue.
Estadía en el Psiquiátrico II
Nublado todo el día
Me diagnostican bi polaridad apenas. El primer diagnóstico fue esquizofrenia. Finalmente, me dan pastillas para controlar el jaleo de las crisis y constantes visitas al psiquiatra. Estoy a punto de cumplir 31 años, mi vida es vacía y sin sentido, y caigo en otra crisis. Esta casi me bota definitivamente. Salgo a la calle a las cuatro de la mañana una noche de lunes y comienzo a vagar por la ciudad. Cuando yo era pequeño, incluso, hasta los 20 años, viví en un subterráneo de edifico de Calle Maruri, ya que mi papá era conserje. Decidí volver allí de nuevo, subí las escaleras me subí arriba del balcón y quedé suspendido en el cielo del edificio. Alguna fuerza misteriosa me hizo bajar y volver a la calle. Como mi padre trabaja allí, me sorprendió y yo huyo desesperado. Luego lo increpo con fuerza pero la situación es tan escandalosa que en un furgón de un desconocido que apareció en el camino decide llevarme a una comisaría. Yo lloro con desesperación y algo maligno dentro de mí, una fuerza oscura que desconozco parece reírse de mí y de todo el asunto. Cosas que solo le pasan a algunos. Antes de llegar a ese lugar miro al fondo de una desmoronada casa un mojón de perro tirado en el suelo. Él dice que es plástico, que es morder el plástico y eso es lo que hago. Dentro de pocas horas, estaré internado de nuevo.
Alguien me llama a casa y me dice que dos amigos poetas homosexuales van a leer para el cumpleaños de Nicanor Parra. Me entusiasma la idea de poder escuchar a mis amigos fuera de Santiago y me consigo el dinero por viáticos en la revista donde trabajo para poder acompañarlos. En el terminal habemos cuatro, un tipo que no conozco y dos de mis amigos homosexuales. No sé muy bien a qué casa vamos. Sólo sé que el destino es Las cruces. Yo tengo poco más de veinte y si ya estaba un poco incómodo entre tres homosexuales lo que va a venir después ni me lo imagino. El bus nos deja en la entrada de Las Cruces donde ni siquiera existe un terminal. El ambiente de este pueblo del litoral central es bastante ruinoso comparado con sus compañeros y hermanos Algarrobo o El Quisco. Uno de mis amigos llama por teléfono y le dan las indicaciones para llegar. La estadía no será corta para ellos, pero en mi caso, por el contrario, pienso que será breve y voy con lo puesto. Caminamos por la calle principal de las cruces y así como extrañamente comenzó el día todo empieza a amainar en el horizonte, desplegándose esa ventisca de crepúsculo tan típica del Litoral. Uno de mis amigos me dice que en Las Cruces vive Nicanor Parra. Se me hace un nudo en el estómago. Mis amigos poetas homosexuales están mucho más interiorizados que yo del mundo literario, y en general, de la vida literaria. Del litoral, a mí sólo me sonaba Neruda e Isla Negra. Llegamos a destino y me presentan a nuestro anfitrión: un conocido dramaturgo y ex preformista de un dúo gay de la década de los 80’. Nos recibe alegremente y me exaspera un poco su frenético parlar y paso de marioneta. Nos da un paseo por Las Cruces, por la casa de un pintor, etc. La noche comienza a entrar y se me empieza a desdibujar el horizonte del por qué estamos en Las cruces. Nicanor Parra no aparece por ningún lado. Cuando ya la luz anaranjada de la tarde se ha perdido, hace su entrada la conmemorada, poeta aspirante al Premio Nacional. Sólo ahí caigo en cuenta que la lectura es en homenaje a ella. Me siento un poco inocente tomando apuntes, sacando fotos, e incluso, entrevistando. En un Restaurant de Las cruces (en
realidad, el único), se realiza la lectura. El dramaturgo presenta a la tropa de poetas y comenta que está realizando una obra sobre la vida de Gabriela Mistral. La lectura termina y tengo deseos de volverme a Santiago pero ya no corren buses. Llamo a la que es por entonces mi mujer y le digo que debo quedarme. Ella se enfurece. Cree que es una maniobra mía para participar del frenesí posterior. La fiesta es en casa del anfitrión. Uno de mis amigos poetas me dice que se siente atraído por él y le coquetea. Le aconsejo que si quiere acercársele que sea directo, que lo saque a bailar o que de una vez por todas se lo lleve a una pieza. Llegan dos transexuales con cocaína que mi otro amigo homosexual aspira en el baño. Me acerco a una de las pocas mujeres que hay en la fiesta, pero como siempre ha sido con ella (la conozco hace un tiempo), nuestras conversaciones son toscas y entre cortadas. Por alguna razón u otra el desmadre en poesía siempre es homosexual, y cuando es heterosexual, difícilmente se da en la fiesta misma. Al revés que el mundo de discotecas y matrimonios. La poeta candidata al premio nacional fuma pito mientras su marido, con una enorme cámara fotográfica, la mira perplejo. Se nos fue así la noche y yo estoy ebrio a más no poder. La casa se hace chica con los invitados, y afuera se escucha el mar, que golpea con insistencia las rocas advenedizas que son los pilares de nuestra casa.
Mañana Es tarde ya para trabajar pero mi jefa pronto va a llegar a revisar la portada de la revista y debemos tenerla editada. Una vieja casona es el lugar donde todos los fines de mes debemos terminar la edición, que para ser honestos, es la única cultural que llega a quioscos y librerías en el país. Los miembros fijos de la revistas somos dos: la editora y yo. Me han hecho cargo de un suplemento paródico de la revista que no ha tenido ningún éxito en el desesperado intento por subir las ventas. En realidad, nada ha resultado: ni los cambios de formato, ni el rediseño, ni las portadas cada vez más lejanas de lo cultural, así, a secas. Los fines de mes llegan cada vez más rápido para mí y junto con ello las cuentas que pagamos en el departamento exiguo que habitamos con la que por entonces es mi mujer, en un compromiso que siempre fue efímero. Pero qué más da: hay que pagar cuentas y yo opino, le pongo color, a la edición de la revista. Pregunto insistentemente por qué no llega la directora mientras reviso libros y revistas que la editorial almacena en sus estanterías. Todo ha cambiado mucho desde que comencé a trabajar ahí. En un principio, la revista poseía una sede propia, y no dependía físicamente de la editorial. El antiguo editor, un narrador Premio Nacional, era el que estaba al mando. Una vez me llevó a su departamento a trabajar un número. Le pregunté por qué habían tantos “nerudiólogos” y en ese momento no sabía que él era uno de ellos. Almorzamos en una mesa traída de su paso por el exilio. Criticamos la globalización y la hegemonía cultural norteamericana. Entonces prendemos el televisor para ver las noticias sobre el bombardeo a Bagdad. “Yo sólo veo CNN”, me dijo, “porque da las noticias más certeras”. Esa reunión recordaba mientras editamos un número crítico a la Guerra y al manejo de la prensa en conflicto. Por fin. Llegó la jefa. Revisó unas cuantas propuestas y decidió al fin. Le dije que tenía que irme porque ese día llegaba mi hijo de visita. “¡Tan chico! - Me dijo, “ese es un condoro, perdóname”. Nunca antes había tratado a mi hijo como un condoro. Además, esa palabra: “perdóname…”, es quizás uno de los chantajes más clásicos que la izquierda adinerada le hace a la izquierda trabajadora. Como si en ese perdóname estuviese contenido, por inversión, toda la aceptación de ese grupúsculo a las
prebendas del mundo que supuestamente critican. Lo demás es el eurodance. La jefa continuaría yendo a la editorial a ver la portada, pero las cifras seguirían bajando. Finalmente, en una reunión de pauta, anuncia, sin bombos ni despedidas, que la revista se acabó. Así de simple. Se acabó. Como acaba una tarde en perderse, o como acaba un perro en una perra. Unos meses después, fui a la editorial en busca de lo adeudado. Nunca me pagaron. Tal vez, faltó un “perdóname”, con énfasis, ambiguo, entre la piedad y la inclemencia.
Despejado Acabo de ganar un concurso de poesía y nunca he tenido tanto dinero en mi vida. Mi amigo poeta ha arrendado una pieza dentro del estudio de una pintora, y decidimos celebrar ahí. Finalmente la fiesta no es tan grande, y llegan solo tres invitados: un conocido poeta y librero del barrio Lastarria, su pareja y otra chica. El lugar es amplio y acogedor pese a solo estar adornado con pinturas y esculturas. Mi amigo parece animado con la compañía, y pese a que su pieza es incómoda, nunca había visto a una persona con tan resuelta y valiente a la hora de marchar de casa, solo, sin un peso, a un lugar desolado en Barrio Bellavista. Todo parte bien y la cerveza ameniza el ambiente que pronto deriva en conversaciones poéticas. En realidad, el librero no me conoce mucho pero nos enlazamos en una ridícula discusión, mientras mi amigo poeta hace de mediador. El asunto, según él, era que yo no merecía ese premio, porque debió ganarlo alguno que haya estado en un taller que él dirigió. Según él, soy un advenedizo. Me lanzo entonces en una discusión en donde pierdo de entrada pero sigo mi alegato. Craso error. La única que parece congeniar y darme la razón es nuestra otra invitada. Somos dos advenedizos discutiendo sin razón, entonces. La compañera del librero decide marcharse por algún motivo inexplicable y sólo quedamos los cuatro: el librero, mi amigo poeta, la chica y yo. Comienzo a conversar con la chica que me cuenta que tiene un hijo y yo simplemente la escucho. Faltan cervezas y el librero con mi amigo van por ellas. Entonces se desencadena la locura. Fue solo un simple gesto con las siguientes palabras: “¿y qué? ¡si estos cuadros son horrendos!”, y como si fuera un mandato de algún maestro de ceremonias nos abalanzamos contra aquellas obras de arte y comenzamos a destruirlas. No fue algo sistemático, sino un gesto de ebriedad paradigmático. Matonaje artísticos, acción de arte sobre la acción de arte, o el acto performático ideal, sin espectadores y simplemente actuando por la ejecución misma. Amaneció y huimos raudamente de allí. Desde luego mi amigo no pudo volver a su pieza.
Caluroso Tengo 18 y he decido dejar incluso mi práctica de electricista para entrar a la universidad. He egresado de enseñanza media con un promedio regular, por lo que he quedado seleccionado para estudiar periodismo en una universidad de Antofagasta. Tengo 18 años y mi vida está destruida. Mis padres me despiden en el bus y yo hago el gesto de tristeza por la partida pero apenas el bus comienza a girar, y los rostros de mi padre comienzan a ser pálidos reflejos en el vidrio, respiro tranquilo porque no los veré sino dentro de 6 meses, en las vacaciones de invierno. Nunca he ido más al norte que Santiago. No tengo idea qué es el norte de Chile. En sueños he creído imaginar que el desierto es un mar que se mece con gusanos que viajan a través de él. Nunca he ido más allá de Santiago pero cuando miro por la venta y ya son las nueve de la noche creo que es la cara de la muerte la que impregna el parabrisas. En ocasiones, he pensado que la muerte es eso: el rostro de uno mismo deformado en el vidrio de un bus, en la noche, cuando el reflejo se cierra sobre la mirada y solo quedan las estrellas si uno se acerca, y solo el rostro cuando uno se aleja. Tengo 18 y mi hijo nacerá en el desierto. Volveré años después, mientras vaya camino a Lima, a mirar su rostro en mí cuando atraviese las dunas del Perú. Creo que si apego mi cara al espejo, esta vez, no lo veré a él, sino a las estrellas.
Sol intenso Diré que estoy en Santiago, diré que era un día nublado y también diré que era principios del 2000. Diré todo eso pero en realidad las huellas son imprecisas. Vengo de vuelta de Santiago y me he inscrito en el taller de poesía de José Ángel Cuevas. No conozco mucho el circuito literario santiaguino pero me parece que Cuevas es un señor bonachón que más parece profesor que poeta. En realidad es ambos. Mi grupo de amigos poetas es disímil en cuanto a gustos y eso se nota. Mi formación en Antofagasta es simplemente la de un seminario de filosofía donde a veces sale a relucir algún poeta. Yo leo a Neruda. Leo específicamente Residencia en la tierra. En el subterráneo donde vivo, del edificio de la Dirección de Salud Norte (mi papá consiguió a mediados de los ochenta, la casa del conserje), me la paso horas escribiendo e imitando el estilo de Residencia. Son mis primeras aventuras poéticas. Mi trabajo reluce, pese a ello, del resto del taller y llaman la atención de uno de los poetas jóvenes (o incipientes), quizás uno de los más lúcidos y talentosos que me ha tocado conocer. Su nombre es Marcelo Briones. A la salida del taller conversamos, y él me hace saber que existe otro grupo de poetas al que él pertenece que ha publicado recientemente un libro grupal. Le digo que he leído una columna de “Dailan Thomas”, es “Dylan”, me insiste él, a lo cual yo sigo majaderamente insistiendo que es “Dailan”, finalmente él tuvo la razón.
Nublado Héctor me parece un tipo inteligente e intenso. Nunca se sacaba un cintillo de la cabeza lo cual le daba un aire de sujeto que viene de un gimnasio. La primera vez que lo vi fue en el lanzamiento de un libro del contrito y devoto Massone, en la Biblioteca de Santiago. La imagen que tengo de él es la de un chico trigueño, de barba trasnochada, hincado en el pórtico de la Biblioteca. Su rostro reflejaba mucho ímpetu pero me pareció entonces (a mí, que no tenía mucho que ver con poesía salvo lo que publicaba en la revista cultural que dirigía un Premio Nacional), que Héctor no tenía mucho que ver con los poetas que yo había imaginado en la lejana Antofagasta. Massone da su chachara beata y Briones me presenta a Héctor. La conexión no fue inmediata porque ambos resultábamos ser muchachos tímidos. Hernández parecía tener una visión, en sus ojos, bastante clara, una potencia inimaginable que me sedujo de inmediato. El bus ya ha salido Felipe y debes subir. La tarde cae sobre el desierto, y se abren las puertas.
Lluvioso Primavera Están los cuatro en una casa de un barrio perdido de Santiago Centro. Es la casa del grupo Aullido, admirador de Ginsberg, oriundos de Concepción. Los cuatro son: Héctor, Antonio, Alexis y Felipe. Para Felipe, la novedad es estar en una casa de poetas que poseen una familia. Desde luego Felipe debería tener una, pero ello aún, piensa, es un imposible. Por eso, cuando llegan a casa del grupo Aullido se deslumbra. No hubiera imaginado que se podía vivir como poeta en una casa así de acogedora. La noche es clara como ninguna otra y es el estrellado cielo de aquellos tiempos lo que más recuerda, una gloria extraña, entre el abandono y el deseo. En aquella casa la conocería. Su rostro apenas dibujado como una silueta en la cocina, la tez blanca y una hermosura que solo borrarán cuando de su propio rostro amanezcan los días sin sus pálidos dolores. Ella iba a morir pronto y mientras él le conversaba parecía su sonrisa evocar cada mar de esta tierra, arrojándole al rostro de Felipe su propio dolor, sus lágrimas. Ella se interesó en él e iba a morir pronto. Y si alguna vez hubiese usado cartera, una mañana como aquellas se abría arrodillado. Creo encontrar algo allí del amor de la vida. Los chicos lloran enloquecidos. Él los mira y llora con ellos. Afuera el cielo parece reflejar sus lágrimas y será la última vez que los vea así de juntos, a los cuatro.
Me amanezco escribiendo. A ratos lloro y voy por algo de beber. Tengo la intensión de llamarlo por fono y contarle que he dado con el libro que quería. A ratos, en medio del sueño, creo que lo hice. Le leo unos pasajes por teléfono y él queda maravillado. Afuera llueve insistentemente y los grandes goterones caen cerca de la ventana de mi casa subterránea. He empezado a hablar esto y he caído en la cuenta de que cada lluvia refleja una condición perenne en árboles y hombres por igual. El libro se llamara “Cobijo”, le digo, y le sigo leyendo verso tras verso aquellos poemas, que él no para de comparar con otros poetas que nos gustan. Hemos dejado atrás el aguacero. La mañana cambia de colores y nos hacemos un tiempo para compartir con la familia que amanece por la hora del trabajo. Cobijo, le digo, mi primer libro se llamará Cobijo.
Sueño de primavera En mi sueño hay sábanas flameando al viento en el ventanal de la pieza donde llegamos a vivir de Coronel, mi mamá, mi papá y yo. La pieza quedaba en calle El Roble, en la comuna de Recoleta. Hay también vivía toda la parentela, cada uno en sus piezas. Nunca me trataron bien allí. Ni mi abuela materna, que subarrendaba la pieza a cada uno de nosotros, ni yo mismo, que me sentía un poco aislado, autista, incluso, y me comportaba como tal. Tengo la imagen de una tía avara que marcó el dolor de mi vida. Recuerdo también que el trato en el furgón escolar donde me llevaban, no era del todo bueno. Pero la pieza era el único lugar seguro para vivir. Allí guardaba mis pocos juguetes y comíamos en silencio. Mi cama estaba a un costado de la habitación, pegada a los muros interiores, cada vez que pasaba un auto y dejaba el haz de luz yo me espantaba. Pasaba horas sin dormir y creo que el sueño de sábanas al viento, soplando en dirección norte desde donde golpeaba el sol, podría caber en una lágrima. En cada lágrima derramada hay un sueño que rueda por la mejilla.
Verano Estoy en una clínica de rehabilitación mental en Avenida la Paz. Allí hay un chico extraño que conversa mucho conmigo. Tiene los brazos tajeados y cuando voltea la cabeza puedo sentir la expresión de su dolor. Todos los que allí pasamos, los más jóvenes sobre todo, estamos un poco golpeados. El chico juega ping pong conmigo en la sala donde recibimos el almuerzo. A mí me inyectan un tranquilizante. El chico es poeta de un pueblo del sur y tiene un libro publicado con la imagen de un águila sacada de algún símbolo Nazi. Yo también, en ese hospital, me sentía Nazi. Otro muchacho, cuyo nombre no recuerdo, pero si su carácter extraño y de buenos modales, nos trae una película sobre Alemania después de la Segunda Guerra Mundial, es decir, de la Alemania ocupada por Aliados y Rusos. Tenemos tiempo de verla, es en blanco y negro, y nos sentamos. Al comenzar la película, se ve la línea de un tren en movimiento. Mientras, una voz en off va contando el avance del tren como si fuese imnotizándonos. Uno, dos, tres: Bienvenido a Europa, versa la voz. Yo quedo maravillado y decido que cuando salga del Hospital haré un libro con ese nombre: Trenes.
Estadía en el Psiquiátrico I y II
Pocas nubes sobre un cielo estrellado
Esta es la segunda vez que me hospitalizan en el mismo recinto. Primero fue un verano, ahora en otoño, sumando la de Lima, sumo cuatro hospitalizaciones psiquiátricas. Dos de ellas en el hospital Psiquiátrico de Avenida La Paz. La primera fue en una gran sala donde había muchos internos por alcoholismo, drogas, y otros por trastornos leves e incluso algunos que se notaba llevaban mucho tiempo allí. Estamos en una sala llena de camas y yo recibo visitas cada tanto. Mi hijo no ha venido a verme desde Quillota, y es mejor que así sea, que se quede con su madre mientras yo trato de salir bien de esta. Antes, en todo caso, me había llevado a un pequeño sector de jóvenes con serios trastornos y creo que allí me perturbo más. Siempre andamos con pantuflas al interior del recinto, y creo que perdí mucho peso pues las comidas no eran del todo buenas. Lo peor es el encierro, ver la puerta de entrada cerrada para los que allí permanecemos, y sentir esa angustia por todo lo que afuera sucede y que aquí dentro no se puede percibir. Arriba, en el segundo piso, hay un sector de mujeres con las que coqueteamos conversándoles y organizando una reunión que, por supuesto, es imposible.
Todos moriremos, es cierto. Todo muere. Yo, acurrucado en la habitación de mis padres, recién separado de mi pareja, tuve un hijo a los 19 años. A los 24 años me casé y me separé enseguida. El matrimonio duró cerca de nueve meses. Mi vida estaba por el suelo y pierdo la consciencia muchas veces mientras trato de conciliar el sueño en ese departamento de calle Alberto Figueroa, en Recoleta. Tiempo atrás, me desnudé en la acera de madrugada, y mirado las estrellas en el cielo quise tocarme para sentirme así, sin ropa, sobre el pavimento de una calle perdida. Todos moriremos, es cierto. Y así, de pronto en un claro que se abre a tantas preguntas sin respuesta sobre Olimpos y Dioses, creo divisar y ser testigo de una visión única: entre las nubes que comienza a despejar la noche alcanzo a percibir algo de aquella grandeza interna que nos permite creer aún en el alma del ser humano. Una de tantas estrellas es una ampolleta o algo parecido a ello que cuelga de la noche estrellada. Es una Grecia en ruinas. Es lo que he podido percibir a partir de mi propio sufrimiento, de mi necesidad de amor más allá de la carne y la ternura. Abriendo los ojos lloro entonces, y decido escribir esta carta para quizá, alguna día, alguien allá arriba la lea.
La segunda vez que me hospitalizaron en el mismo recinto me llevaron de urgencia, por lo que permanecí en esa sala por unas dos semanas. El lugar es lúgubre y mal cuidado, y recuerdo a un joven que siempre paseaba solo y que una vez se acercó a mí, tomó mi mano y oró por mí. Recuerdo que todos deambulábamos como zombies por el pasillo y cada noche recibía un pinchazo de litio en el trasero. Mamá vino a verme y coordino mi pronta salida. Bienvenido a la vida diaria otra vez.
Un sueño Cuando vivíamos en la pieza de calle el Roble, yo no veía mucho a mi papa. Él estaba trabajando en una obra de jornalero, creo, y mi mamá era quien cuidaba de mí. Pasábamos mucha hambre en ese entonces. Recuerdo que mamá me llevó a comprar el pan y yo le pedí un dulce de regalo. Era un Berlín. Fuimos luego a la pieza y decidí esconderme tras la puerta para sorprenderla si comía un trozo. Y así sucedió. Recuerdo claramente el rostro de pillería de mi madre al entrar al cuarto y sacar un trozo de Berlín. Pasábamos hambre. Yo salgo de detrás de la puerta y la veo y recuerdo hablarle en tono moralizante, qué como podía hacer eso, si el dulce me lo había comprado a mí. Fue poco antes del terremoto de 1985. Pasamos mucha hambre durante mi infancia. Recuerdo muchas veces que mis juguetes favoritos eran tarros de cereal y cucharones de palo que creía eran naves espaciales que sacaba de la despensa, donde muchas veces llegaban cucarachas. Antes de llegar al subterráneo de calle Maruri (efectivamente allí había muchas cucarachas), recuerdo que vivimos en un consultorio, específicamente, en el Consultorio de Independencia, donde mi papá llegó como conserje. Muchas veces lo acompañé a cerrar puertas y apagar la luz del “boliche”, como él lo llamaba. La casa del Consultorio quedaba atrás del mismo. El lugar era sombrío y no tengo muy bueno recuerdos de él, no del perro “Nerón”, un pastor alemán que nos regalaron y que cuando trataba de alimentarlo mordía. Para peor me llevaron a una guardería al frente del Consultorio donde unos niños matones me agredían. En una ocasión, todos debíamos desvestirnos la sala principal de la guardería y yo me avergoncé de sacarme las pantys. Cuando niño mi madre me ponía pantys para el frío. Fue esa exactamente mi escusa: tengo frío. Pero la verdad en Santiago ningún niño se pone pantys.
Memento mori Tengo cerca de 15 años y mi papá decide mostrarme la casa de tortura de la Dina. Avanzamos por Tobalaba hacia el sur y nos topamos con un Servicentro y a continuación, doblamos a la izquierda. El camino, cruzando el canal, se vuelve más pedregoso y en ese momento yo no tenía idea a dónde íbamos. Nunca había estado allí, mi costumbre era caminar por el centro e ir a esa zona de Santiago con aspecto semi rural me extrañaba y aterraba al mismo tiempo. Entramos a Villa Grimaldi al caer la tarde, somos los únicos visitantes y el conserje nos abre la puerta. Mi papá es conserje. Por ello mismo, el trato con él es jovial y ameno y si recuerdo un poco más creo que el conserje le decía a mi padre que el lugar estaba cerrado. Arriba las nubes de un cielo despejado y abajo el horror de aquella casa. El conserje finalmente nos deja entrar y solo allí me entero que allí torturaron a mi padre. Mientras recorremos la casa nos va contando cómo eran los métodos de tortura y yo pienso, más bien, en el trabajo bien logrado de las figuritas dibujadas en el mostrario de los métodos de tortura. Me parece un poco extraño el detalle con que se muestran a los presos, como un dolor recrucedido ahora por unas cuantas pinceladas sobre el papel. Mi papá dice que estuvo preso en una Casa Chile y parece contener su dolor al recordarlo. Todos son tablas ahí dentro, todo está tapiado de madera y entarugado tal como se dejó hasta 1989. Estamos en Chile en 1998, cae el crepúsculo sobre villa Grimaldi y sobre las tejas de las casas del casco antiguo de Santiago, donde vivimos. El cielo remonta hacia el océano, y las luminarias se encienden. Es tiempo de volver a casa.
Ballenas Calle Maruri Ud. me llevaba a ver las ruinas del ballenero. Solo quedaban vestigios de algunos emplazamientos, pero el pozo donde caía el aceite de los cetáceos permanecía intacto. Yo miraba ese pozo y mis pensamientos volaban a otras épocas, tiempos de nacimiento y muerte, en que mar adentro las ballenas subía a la superficie con sus lomos sobre las olas. Creí divisar una ballena hoy, pero son solo promontorios que el mar golpea como el tiempo en las miradas de los que creen encontrar imágenes de momentos anteriores al que alcanzamos a asir. Ud. me conversaba sobre ello y yo pensaba en eso mientras al fondo, las ballenas convertidas en olas se mecían espléndidas.
Caen a lo lejos del casco antiguo de Santiago las tardes sobre la colina. Los camiones de basura se encargan de tragar las bolsas de supermercado que los ratones no alcanzan a comer. Yo viví muchos años en una casa subterránea de calle Maruri, a tres cuadras de la pensión donde una vez Neruda escribió Crepusculario. Hoy no está esa casa y se ha perdido el rastro de aquellos crepúsculos de Maruri. La colonia se divide en pandillas que por las noches se enfrentan en riñas mientras la policía escudriña las calles, sin hacer mayor problema. Mi familia se mudó poco después que empezaron a descargar los colchones de las camionetas, para comenzar a habitar las piezas de las casas vecinas. Cae a lejos la tarde sobre la colonia, y yo pienso que está ciudad está difunta, que ya no existe.
Quilicura
Navidades
Apenas unas muertes sostienen el espacio entre un cuerpo y otro en las villas de la periferia. Es un espacio pequeño entre la respiración, la piel y la carne, sosteniendo la pequeña vida de los villanos, que se cruzan palabras, conversaciones y cenas hojeando servilletas. El suelo de estas villas es sostenido, digo, por la muerte de algunos que mantiene a salvo a la mayoría de mirar su propia muerte, lenta, pero muerte al fin, de días y días monótonos y vacíos. Es una pequeña redención diaria la de los villanos, y pienso en panderos y banjos, pienso en cenas y cuerpos alumbrados por las luces de los televisores. En los servicentros donde cargan sus vehículos se aprecia mejor la luminosidad sin tiempo que baña la desidia y el horror, la miseria en que se han sumido los villanos.
Internarse en las sombras de Dios, ver como pasan los platillos voladores, escuchar el paso de un hombre descompuesto por el pasillo de una casa, son todas las cosas que ningún niño debería ver. Pero a veces, cuando la vida pende de un hilo, es necesario encontrarse con algún morador extraño entre lo familiar, entre lo que alguna vez constituyó la guarida segura de una vida en el espejo. El aire está calcinado en los alumbrados. Mientras avanzan los camiones cisterna por los bandejones centrales de la plaza regando los pastos creo distinguirte, entre la multitud, Tania, y parece como si la distancia entre tú yo fuese necesaria para consolarse uno mismo con el difunto país, mientras otros cuentan regalos bajo el árbol cubierto de pequeñas ampolletas de colores. Pienso en la distancia entre tú y yo, Tania, que es como la distancia entre la muerte, abriéndose entre las líneas que colindan los cerros, que después que nos vayamos seguirán allí, irredentas, incólumes.