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LOS FANTASMAS DEL GRAN HOTEL VIENA Por Fernando Jorge Soto Roland
Lúgubre. Así se ve el Gran Hotel Viena por la noche. Mete miedo. La imaginación se dispara. Y como si fuera un portal a otra dimensión, el viejo y derruido edificio desata los temores más primitivos e irracionales. Majestuoso. Decadente. El Gran Viena no admite que se lo ignore. Su mole gris, acariciada por las salinas aguas del Mar de Ansenuza, resiste cualquier desafío y llama la atención. Varado como un enorme barco de cemento en una península no deseada, producto de las inundaciones destructivas de principios de los ’80 del siglo pasado, el Gran Hotel impone su perfil en el cielo nocturno, recortándose como un presidio gigantesco y tenebroso. Su torre, algo inclinada hacia un costado para resistir el peso de una escalera exterior fuera de toda proporción, semeja un periscopio. Vigilante, panóptica, intacta, es el mangrullo racionalista de un hotel asociado con los nazis. Un mirador, más propio de un campo de concentración que de un complejo hotelero de lujo de los años ’40. Allí está. Enhiesto. Aparentemente sin vida. Ya nadie lo habita, ni lo habitará. Es una ruina que lucha contra el tiempo, sabiéndose que es partícipe de una pelea perdida desde el comienzo. La sal, la humedad, el sol, el calor y el frió, son sus torturadores. Sus inquisidores fútiles que, por más que intenten rasgarlo, partirlo, demolerlo de a poco, no pueden arrancarle sus misterios.