La Casa del Espía

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La Casa del Espía Rodolfo Díaz

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Agradecimiento especial a Patricio Chaija

DiseĂąo y armado: Carlos Mux

Juan B. Justo 3885 (8103) Ingeniero White BahĂ­a Blanca / Buenos Aires / Argentina (0291) 4570335 ferrowhite@gmail.com 4


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ntes de convertirse en un café. La Casa del Espía era la vivienda del jefe de planta de la usina General San Martín, el imponente castillo que se erige sobre terrenos ganados al estuario, y que deslumbra a todos los que recorren el lugar. A partir de su inauguración en octubre de 1932, tres jefes ocuparon esa vivienda, hasta los años sesenta. Una casa no es solo sus ladrillos, puertas ventanas y columnas, sus pisos de pinotea y ajedrezados, sus maderas y recodos. También está conformada por sus historias: las historias de las personas que la habitan, sus miedos, deseos y amores y las historias que la propia construcción protagonizó y vio, como testigo impasible, durante décadas. 5


Por eso una casa respira con sus habitantes, se ríe o contempla impávida los sucesos que ocurren a su alrededor y bajo su techo, y a veces quedan ecos de las historias. La casa estaba ahí para absorberlas, escucharlas y cobijarlas. En tiempos del Ferrocarril inglés, y en época de la segunda guerra, un alemán llamado Gustav Monch, habitó por primera vez la vivienda. Algunos escucharon y otros creen recordar que un día a Gustav lo vino a buscar la Prefectura y que se lo llevaron de una oreja, quién sabe a dónde. Lo cierto es que desde entonces nunca más se supo nada más de él y el enigma no paro de crecer. ¿Era Gustav un espía del Tercer Reich? ¿Tenía un transmisor oculto en algún lugar del castillo? ¿Reportaba desde allí a la flota de submarinos del Furher de los barcos que salían del puerto, para paliar la hambruna de los países en guerra? Importa menos la documentada certeza de los hechos que la propia leyenda.

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La sospecha, propagada de boca en boca, de que en un puerto, el lugar en que circulan enormes riquezas y en el que se trama el vínculo de una ciudad con el mundo, se rige por pautas no del todo evidentes, secretas, un ámbito en que la ficción, lo que aparenta ser una cosa es otra. La leyenda del espía habita en esta casa junto a otras historias que dan cuenta de que un pueblo es lo que produce pero también lo que sueña, lo que desea, y lo que teme.

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La Casa del Espía

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3 —dijo el teniente.

Ante él la marisma se movió, respirando como si un ser gigantesco se deslizara por debajo de la superficie del pantano. Un palo gris se retorció y algunas hebras de pasto verde se deslizaron hacia la circunferencia que delimitaba su visión. Un sonido de agua que corre llegó a sus oídos, seguido de un vaho caliente que ascendió hasta su cara. Respiró ese aire raro, esa atmósfera extranjera que para él remitía a ese país exótico, donde cualquier calamidad podía gestarse bajo el semblante de sus gentes, o al ras del suelo. El mar de hierba volvió a agitarse cuando un sonido de succión vibró en el lugar.

—Está rico —musitó Gustav para sí—. ¿Cómo dijo? —D3 —repitió el teniente y observó cómo su contrincante palidecía. Era la primera vez que se encontraban cara a cara. Había sido enviado por un superior para entrevistarse con un compatriota en esas pampas. Tomó en seguida el pedido y viajó cientos de kilómetros, primero por mar y luego por tierra, para tener esta entrevista. El hombre era de confianza, estaba con la causa, y por lo tanto no había que insistirle. 11


Pero al teniente le había parecido de buen tino acercarse amistosamente. Aceptar su hospitalidad era un paso para convencerlo de que les sirviera de enlace. El hombre les había abierto las puertas de su hogar y lo invitó a relajarse en el sillón. Justo estaba por merendar cuando el teniente había llegado. Ahora Gustav sonreía mirando el tablero y levantaba la vista. ¿Habría acertado? El teniente tensó su mandíbula, luego se aflojó y le hizo un gesto aquiescente. —Interesante estrategia —fue el cumplido que le dirigió Gustav—. Dio en el blanco. Hundido. El teniente carraspeó. —En cuanto a lo estratégico, recuerde que debería enviarnos periódicamente la información. —Lo tiene todo pensado, ¿no? —Gustav suspiró. Se había trasladado de la central de Loma Paraguaya, en donde la vida había sido más tranquila, hasta la de Ingeniero White hacía un par de años y ahora le hacían este pedido. A veces la vida era como un juego. Solo que ahora había estallado la guerra, y no podía quedarse a un lado. Había que jugar—. Vivo acá con mi esposa, damos una imagen de familia ejemplar. Nadie sospechará nada. Tómelo, está recién hecho. 12


Le tendió la infusión. El teniente dudó y estiró el brazo. Se llevó la bombilla a los labios y chupó. El sabor ajeno inundó su boca. Su espíritu castrense templado en miles de pruebas más duras le permitió dar cuenta del contenido del cuenco de pasto verde. —Entonces no queda nada más por discutir —esta vez el que sonreía era el teniente—. Dejará la central de Loma Paraguaya y transmitirá los datos de qué barcos vienen y van… —Cuenten con eso —Gustav tenía la vista perdida en su tablero. Aún no habían terminado con la partida. El teniente había aceptado el convite ya que no quería desairar al hombre. Un juego de mesa le permitiría distenderse. Las muescas en el tablero propio de la batalla naval estaban tachadas. Ya casi concluía el juego. —G7 —Gustav miró al teniente quien, perdido, oteaba su propio mar agitado. Entre las olas encrespadas de ese caldo revuelto sus naves se iban a pique. Solo le quedaba una chance si… —Hundido… Mierda —rezongó el teniente y se puso de pie. Mientras estrechaba la mano de Gustav, se le ocurrió preguntar—: ¿Cómo se llama eso? 13


Señalaba con la vista a la bandeja con la infusión sobre la mesita de la sala. —Mate —sonrió Gustav—. Será un placer ayudarlos. Acompañó al teniente hasta la puerta.

Gustav Monch y Erich Franke.

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lena corre por el patio, por la senda bordeada de ligustrinas. Ese territorio es su tierra de hadas, el campo en que sus sueños infantiles tejen y destejen historias de princesas y caballeros, de ogros y duendes… La nena corre persiguiendo una mariposa y se detiene, jadeando, mientras apoya las manos en las rodillas. Con un ojo se centra en la alada intrusa. Es su jardín, y quiere apresarla y colocarla en un frasco. No tiene redes, ni una bolsa, nada. Espera que con delicadeza sus manos atenacen al insecto. Ahora la mariposa se queda petrificada y Elena la vuelve a mirar. Resopla suavemente, estirando al labio inferior para correrse el pelo que le cubre la cara. Da un paso. Apenas respira. Estira las manos y ya la atrapa… ¡Zas! El gato aparece de repente y asusta a la mariposa. Elena refunfuña. —¡No! —dice, seria, y afloja el ceño. Sonríe abiertamente. La próxima vez ese gato tonto no le va a arruinar la caza. ¿Y dónde está ahora? Se agacha bajo la ligustrina y la sombra la cubre. 15


—¡Elena! ¡A tomar la leche! —oye a su abuela gritar desde la casa. Elena se pone de pie de manera brusca. Se marea y un escalofrío le recorre la espalda. Detrás suyo el castillo se recorta contra el cielo. Helena se pasa las palmas por las rodillas manchadas de tierra. Echa a correr hacia la casa. La usina que deja detrás ha apagado el sonido por ese día; los obreros se han retirado hace un par de horas y el movimiento ocurre ahora en la casa lindera. Cuando ingresa a la casa la empleada le sirve té con scones. Su abuela aparece en la sala. —Querida, estás toda sucia… Elena baja la vista hacia su vestido. Apenas unas briznas de pasto sobre el regazo no son suficientes para que su Oma le diga que está “toda sucia”. En eso ve sus rodillas rasguñadas y terrosas… y sus zapatos. Bueno, tal vez está bastante polvorienta, pero no completamente sucia. —Abue, no soy una nenita. Emilie sonríe y le mesa los cabellos negros. —Ya sé. Sos toda una señorita. —Por eso, abuela: no me retes. Yo estaba tratando de agarrar una mariposa cuando ese gato maldito… 16


—Ese gato maldito te devuelve la efusividad que le demostrás. —Abue, ¿dónde está el abuelo? —dice Helena mientras oculta la cara tras una taza de té con leche. —Está ocupado, se quedó trabajando en el castillo. Más tarde viene. Elena se preguntaba qué habría de bonito ahí para ver. La estructura gigantesca le daba curiosidad y miedo (sí, no se iba a mentir). Imaginaba que podía existir un gigante ahí nomás… No se animaba a ir sola al lugar. Dejó la taza y se fue corriendo afuera. —Listo, abuela. Sigo jugando un ratito más. —¡Elena! La chica salió como tromba y dejó a la abuela hablando sola. Se levantó un aire suave en la quieta tarde. —Mishi, mishi… Vení, esta vez no te voy a hacer nada. Dale, acompañame a investigar en el “castillo” —dijo Elena entre las plantas.

Abuela de Elena. 17


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ustav apagó el aparato y suspiró. El sol había comenzado a declinar y echo un vistazo por el ventanal hacia el mar. Un horizonte plomizo se mostraba en calma, como si a kilómetros de allí los hombres no estuvieran en conflicto, como si las naciones no pugnaran en un conflicto a gran escala como nunca antes se había visto. Gustav había participado en la Primera Guerra Mundial, En su rol de jefe de máquinas de un barco de guerra alemán, no le era ajeno el furor bélico. Los ingleses lo capturaron en el Atlántico Sur y había terminado con sus huesos doloridos apresado en las Islas Malvinas. Eso había sido en 1914, unos veinticinco años atrás, pero le daba la impresión que hubiera pasado muchísimo tiempo más, siglos quizás, como si eones se hubieran precipitado sobre su espalda. Por suerte se había escapado de la isla en un bote junto a varios compañeros. 18


Refugiados en Tierra del Fuego hasta que terminó la guerra, la vida de incógnito le había enseñado a estar atento a todo signo. Sus oídos lo mantenían alerta en todo momento. Por ejemplo, ¿ que era ese ruido que sentía ahora ? Se dirigió a la puerta, sigiloso. Sus pasos apenas sonaron en la sala. No debía haber nadie en la Usina. ¿ Era eso un respiro…? Tensó los músculos del cuello cuando se acercó al umbral. La madera vibró suavemente. Un roce. Un chistido. Gustav apoyó la palma sobre el pomo, pero no lo giró. Un sonido furtivo nació y murió en la escalera que llevaba a la oficina. Abrió la puerta de golpe. El gato negro de Elena saltó, dio un giro y huyó escaleras abajo. -¡Abuelo! –se sobresaltó su nietaGustav resopló. -Elena, te dijimos mil veces con tu abuela que no podés acercarte acá… -Lo sé, lo sé. Es que quise atrapara al gato, y parece condenado cuando lo intento agarrar. El hombre sonrió, aliviado de la travesura de la nena. 19


-Andá, bajá nomás. Yo ya voy. Y no entres más a la usina. Elena, sonrojada por la reprimenda, agachó la cabeza, se incorporó y descendió saltando los escalones hasta su casa. Tengo que estar más atento, se dijo Gustav. ¿Y si no hubiera sido Elena la que ingresara? ¿Y si alguien se enterara de lo que sucedía ahí ?

Gustav Monch y familia.

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cientos de Kilómetros de Ingeniero White, en plena provincia de Buenos Aires, una radio capta la señal y retransmite el mensaje. En la torre repetidora hay una corriente estática, una constelación de microscópicas estrellas que surgen y fenecen en un instante: las palabras transmitidas. El idioma nórdico, demasiado duro para oídos latinos, surca el éter en un salto elíptico hasta otra torre repetidora, que toma la posta y arroja las palabras hacia el norte. La tranquilidad bonaerense se veía interrumpida por el código invisible de las palabras susurradas a un aparato en una bahía lejana, que ahora surcaban la geografía para encontrarse con una nueva radio que replique, y con otra, y otra… Un hombre decodifica, garrapatea en una hoja los nombres, las nacionalidades, los datos. Y asiente. Él es un eslabón más en la cadena que comenzó a tensarse sobre el cono sur. Otros oídos recibirán el mensaje 21


que el mismo anotó, y unos ojos ávidos leerán y dispondrán qué hacer. Si levanta el pulgar, el destino será de una manera; si lo baja, las aguas se cernirán sobre los nombres transmitidos. Esa misma cadena de eslabones gigantescos, que une no solo localidades distantes en la provincia sino naciones y continentes en disputa, tiene una vía de retorno que permite a quienes están conectados percibir lo que el éter, esta vez, tenga a decir de vuelta. En Ingeniero White, por ejemplo, como en otras ciudades de la Argentina, una pareja oye con atención el discurso del Furher. Atentos, inclinados sobre la radio, sostienen sus tazas de café mientras una mirada anhelante pinta sus rostros. Esos chasquidos se traducen en palabras de un idioma que la pareja no ha olvidado. Ecos de un pasado no tan lejano, de una gloria prometida, retumban en la casa. Y encienden algo en sus corazones.

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n la planta alta, Elena deja la habitación y recorre el pasillo. Quiere meterse en el territorio de sus abuelos. Le da curiosidad que su Opa, porque especialmente él la censura, le haga una reprimenda cada vez que la descubre jugando en la planta superior. ¿Cómo le van a impedir que investigue, si ella nació en una de esas habitaciones? Siente que tiene tanto derecho como ellos a poner sus pies en donde le plazca. Se frena en el umbral de la pieza. Sabe que la reprenderán si la ven “investigando”. Desde la planta baja llegan las palabras, indescifrables para ella, que propala la radio grande de onda corta. Da unos pasos nerviosos, apoyando la punta de los pies, como una bailarina, y por momentos se siente parte de un ballet, gira, eleva un pie, el otro, se va internado en la parte del territorio querido, familiar que, sabe, no debe hollar.

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Al frenar luego de una pirueta se encuentra con la puerta del placard. La mira en su inmensidad. ¿Y si estira la mano? No puede ser que sus abuelos la reten por mirar. La madera rechina apenas y Elena se sobresalta. Espera, en silencio, voces o pisadas que asciendan la escalera. En cambio solo sigue la perorata en lengua alemana emitida por los parlantes, suave y baja como un eco lejano. Rebusca entre las prendas colgadas y pronto da con lo que buscaba: un uniforme militar, agrisado, de resplandecientes botones. Siente la tersura de la tela bajo la palma. Elena sonríe. Se fija en un botón: tiene un dibujo de África, un relieve que le encanta. El otro día en una enciclopedia aprendió la forma del continente negro. ¿ Qué belleza de botón? Imagina a su abuelo con ese botón y sonríe, complacida. Elena no sabe que unos años antes, en 1939, un barco llamado Ussukuma fondeó en la rada de Ingeniero White. Era de gran porte, extraordinariamente superior en el tonelaje a los que llegaban diariamente a los muelles locales. 24


El barco llegó sin bandera. Creó en la población local una gran expectación. Elena no sabe nada de esto. Desconoce ella que la nave estuvo dos meses en el puerto y que las autoridades marítimas locales atendieron a sus requerimientos y necesidades. Elena tampoco sabe que el mundo está en guerra. Ve el uniforme colgando de la percha y aprieta entre sus dedos el botón dorado. Estira la tela que estira los hilos. Acerca su rostro al relieve. Sí, es África. No se entera la pequeña que ese uniforme constituye un presente que el capitán del barco alemán le ha dado a su abuelo. ¿A costa de qué? Elena ni lo imagina. ¿Es simplemente un regalo a un compatriota? Unas pisadas suben la escalera. La pequeña acerca aún más el botón hasta su cara y este se desprende. Lo contempla, embelesada y se lo guarda en el bolsillo. El Ussukuma era una nave alemana que, luego de su partida de África del Sur a su regreso de Capitán del Ussukuma Karl Schulte (centro). 25


Hamburgo, coincidió casi con la invasión de tropas alemanas a Polonia. El capitán había seguido la ruta habitual hasta que, dos días después, se tuvo conocimiento de la guerra entre los países aliados y Alemania. Elena no entiende los conflictos de los adultos. Nota que alguien está en la habitación, detrás suyo, y se vuelve. Su abuelo la mira y se pone furibundo cuando nota el faltante en la solapa. Por suerte no vio que lo arranqué yo, piensa la nena. Providencial, el gato negro surca la habitación de lado a lado, huye por la puerta. Elena sabe esta vez, que sus próximas palabras pueden salvarla: -¡Gato malo! No sabés, abuelito querido, el gato se metió acá y lo seguí para sacarlo, y se colgó del botón y lo descosió… ¿A dónde se metió el bicho terrible ese? Su abuelo, ablandado, sonríe. Un segundo después echa la cabeza hacia atrás y deja salir la carcajada.

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rgentina se había mantenido neutral en la Segunda Guerra Mundial.

A principios de 1945 la suerte de Alemania estaba echada: el tablero se iba inclinando, y el juego aventajaba a un posible ganador. En ese contexto el gobierno argentino declara la guerra a Alemania para congraciarse con los aliados. ¿Y qué ocurría mientras tanto, en Ingeniero White? El barrio estaba alborotado. Se veía a todo el mundo afligido. Prefectura rondaba la zona. Se sospechaba que había espías internacionales en el lugar. ¿Cómo encontrarlos? Esa era la preocupación del gobierno, que ahora ponía esfuerzos en deponer a quien consideraba una amenaza.

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Las investigaciones avanzaban. Y el escolazo llegó de un momento a otro. Primero entraban a casa de personas con apellido extranjero. Por ejemplo, se dio con un sospechoso llamado Otto Soutau. Era un buen hombre, un vecino de la localidad. Vivía cruzando la calle, frente a la Usina, y lo apresaron por el terrible delito de ser alemán. La caza continuaba. Y no tardaron los investigadores de llegar hasta la casa alta de paredes robustas rodeada del verde de los árboles que le daban sombra, de una huerta fértil y al amparo del castillo. Le dieron veinticuatro horas a Gustav Monch para empacar todo. Al final no se supo más nada de él. Varios camiones con muebles y cosas que había en la casa desaparecieron en esos días, y un capítulo importante de esa casa señorial se cerró para dar comienzo a una historia nueva.

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Segunda Parte

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ois Sladky es el nuevo jefe de la Usina General San Martín, luego de la salida abrupta de Gustav Monch. ¿Cómo llegaría hasta Ingeniero White este señor de origen Checoeslovaco? Lois había nacido en un pueblito cerca de Praga. Se recibió de Ingeniero y se trasladó a Italia. Ese sería el primer paso en una larga vida de viajes. La Compañía Italo Argentina lo envió a nuestro país. Acá su destino fue la Provincia de Tucumán. Luego llegó a la provincia de Corrientes, en donde fue designado jefe de Usina. Estuvo un tiempo allí hasta que de nuevo hubo de dirigirse a Asunción del Paraguay, de ahí pasó a Puerto Nuevo, en Buenos Aires, y finalmente el derrotero lo trajo a Ingeniero White, como Lois, Glay y Selva. 29


nuevo jefe de Planta de la Usina. Lois y su esposa Selva se convirtieron en los nuevos habitantes de la casa. Al poco tiempo llegó desde la provincia de Corrientes para vivir con ellos su sobrina Gladys Bottini. Glay, tal es su nombre, recuerda que su tío trabajaba toda la mañana. A ella le gustaba recorrer los jardines de la casa, pasear por la huerta, sentir el frescor de los árboles, bañarse en la marea e imaginar todo tipo de historias en su cándida niñez. Al momento de almorzar, se reunía la familia y a la tarde su tío volvía a la usina. Ella miraba el castillo como una nave que se adentraba en el mar. La embelesaba la belleza de sus piedras, el dragón tallado que combatía con un lancero, la altura de la torre. No le era fácil asomarse para contemplar la mole de cemento. Debía encaramarse a un árbol, ya que la ligustrina y la profusión del verde separaba las dos propiedades. Mientras tanto, Glay jugaba y disfrutaba del lugar. Por las noches casi nada aquejaba sus sueños, apenas una pequeña nube en el horizonte de su infancia: la soledad.

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elva, tía de Glay, la veía muy sola a su sobrina. Era una nena de sonrisa franca y simpática, pero solo compartía el tiempo con su gato en los jardines de la casa. Entonces un día cruzó la calle y habló con la señora de la casa que estaba enfrente. Al rato apareció Selva junto a una nena. Perla Costanzi tenía dos años más que Glay. Selva se la presentó y le dijo que debían jugar juntas, que ella se la había pedido “prestada” a la vecina. Perla fue la primera amiga de Gladys. Juntas recorrían las ligustrinas de lado a lado, se sentaban en el suelo, la espalda contra un pequeño muro, reían y cantaban. Compartían las muñecas e ideaban juegos para hacer en conjunto en el predio, que era un gran patio. Otra amiguita se les unió desde el comienzo de la vida de Glay 31


en la casa: Haydeé Tejeda. Las tres nenas dicharacheras, encendían con su frescura el jardín y recorrían la huerta, a los saltos. En la casa les gustaba subir y bajar por las escaleras, perseguirse y chillar . Cuando nadie la veía, Glay descendía por la baranda de escalera y de un salto a tiempo se aposentaba en el suelo de la sala. La escalera terminaba en una gran bocha de madera. No quería golpearse en su rápido descenso, y por eso hacía una maniobra para caer sana y salva, desprendida de la madera. Giraba y flotaba un segundo que parecía una eternidad, y caía con sus pies en la sala. Si oía que un adulto se acercaba, ascendía de dos en dos los escalones hasta la planta alta o se acurrucaba bajo la escalera. Las tardes pasaban entre cancioncillas, recostadas contra el muro pintado de negro y pergeñando un viaje en barco mientras contemplaban el mar. -¡Cuidado! No te manches- advertía Glay a Perla o Haydeé cuando intentaban apoyarse sobre el muro exterior. Una vez se acercó a su tía y la interrogó: -¿Porque el muro tiene esa pintura? No me gusta el color. El color oscuro parecía absorber toda la luz. Dotaba al entorno de un aura 32


rara que el resto de la propiedad no tenĂ­a, con sus flores, frutales y todo el verdor.

De pie: Sra. Mayer Hanz, Selva, y matrimonio Carliers. Sentadas: HaydeĂŠ, Perla y Glay.

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or ese entonces había mucho movimiento en la casa junto a la Usina.

Casa que, para el común de la gente, se encontraba “junto al castillo”. La magnífica construcción no competía en gallardía con la propiedad que cobijaba al jefe de planta y a su familia. La vivienda que consta de planta baja y primer piso, tiene trazos señoriales y robustos, como las columnas y las baldosas ajedrezadas que ofrecen bienvenida a quien se acerca. Una larga lista de personas era recibida por el matrimonio anfitrión: Lois Sladsky, Sra. de Teobaldelli, abuela de Glay, Sra. de Carliers, Prof. Teobaldelli. 34


El Señor Carlier, gerente de la Lanera San Blas y su esposa, ambos franceses; el matrimonio alemán Maierhans; el profesor Teobaldelli y su esposa, entre otros. Lois Sladky era Masón católico y recibía al obispo en su casa, y entre sus aficiones estaba el colaborar con el Convento de la Pequeña Obra. También se acercaban a la casa y disfrutaban de la hospitalidad de Lois Sladky los sacerdotes de la orden “Los Pasionarios”. Las monjas misioneras de la “Cruzada de la Iglesia”, españolas, concurrían almorzar a la vivienda que siempre tenía las puertas abiertas para las personas queridas. Gladys recibía a sus amigas en la casa. Ella no visitaba a ninguna, pero siempre esperaba a Haydeé o Perla, con quienes congeniaba mucho. Una mascota la secundaba en sus aventuras infantiles: un gato negro al que, cada vez que podía, Glay estrujaba entre sus brazos. Comenzó a tomar clases de piano e incluso dio algunos conciertos en la Biblioteca Rivadavia. Entre sus salidas preferidas estaba ir al cine. Además le encantaba ir a la confitería “Alhambra”, que estaba en San Martín y Alsina y cuyo 35


slogan era: “confitería para toda la familia”, y a las fiestas alemanas que se celebraban en el Hotel y Cervecería Suiza.

Clotilde (mucama), Selva y Glay.

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h, cómo disfrutaba jugar!

Glay miró a Perla y sonrió. Su amiga estaba sentada, y había hecho un gesto perfecto para imitar a una actriz de moda.

-¡Dale Glay! Decime quién soy. Les gustaba imaginar que eran mujeres famosas. O una cantante, o una actriz, o una mujer relevante del ambiente artístico o político. Se encontraban en la casita de muñecas. Era una construcción aledaña a la casa principal, con puertas de madera y ventanas pintadas de verde con detalle de corazoncitos calados. Era un sueño ese lugar. Luego salían al parque de la Usina, respiraban el aire pletórico de aromas marinos que se confundía con las fresias y rosas. El lugar estaba muy cuidado y ellas salticaban en los senderos demarcados por las ligustrinas y en torno a la vera de la escollera, que estaba rodeada de pinos. En casa para 37


Navidad se armaba el arbolito con los pinos del parque. Atravesaban corriendo el parque gritaban y chillaban de felicidad, como una tromba, Haydeé, Perla y Glay, Recorrían junto al muro las plantaciones de frutales como manzanas, membrillos, y ciruelos. En la huerta trataban de no pisar. Allí se cultivaban lechugas, tomates, y achicorias. El lugar era un sueño. Pero…en todo sueño suele colarse una nota discordante. Glay con su gato negro, tía Selva, Perla y su mascota Kely.

Y en las localidades pequeñas los rumores crecen como pequeñas nubes que van ganando densidad, hasta que llegan a oídos de todos.

A Glay no le gustaba el color del muro exterior. -¡Tía!, ¿quién pintó con ese negro tan feo ahí? Años después le llegó la versión que, en su dichosa casita de muñecas, en donde tantos sueños infantiles habían germinado, en donde había reído, pensado y añorado, un hombre había transmitido mensajes de radio para favorecer al gobierno alemán en la última Gran Guerra. Y… se decía que el muro exterior había sido pintado con brea para que nadie se sentara cerca de la casita de muñecas, así no se podían oír las transmisiones secretas. 38


Tercera parte

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ue en 1957 cuando Elena Compiano llegó a la casa junto al mar.

Su padre, Alberto Oscar Compiano, fue designado como jefe de planta de la Usina y la familia se instaló en la residencia. Alberto Compiano era teniente de navío de la Marina, y se había recibido como ingeniero electricista. Sus conocimientos le permitieron afrontar el desafío: en los primeros diez años de su trabajo al frente de la Usina GSM, el consumo de energía se triplicó de 58 a 143 millones de Kilovatios por hora. La Usina atendía a una población que superaba los 430.000 habitantes, e incluía, además de Bahía Blanca, White, Cerri, y Cabildo, otras diecisiete localidades de la región: Tornquist, Pigué, Coronel Suárez, Adolfo Alsina, 15 años de Elena en el living de la casa (hoy pared espejo).

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Guaminí, Coronel Dorrego, Algarrobo, Médanos, Bajo Hondo, PehuenCó, Saldungaray, Sierra de la Ventana, Dufaur, Goyena, Arroyo Corto, Espartillar y, Puán La densidad demográfica creciente exigía que se incorporaran más turbinas. Como las nuevas unidades se compraron en Alemania, hacia allí tuvo que viajar el Ing. Alberto Compiano a capacitarse. Fueron tres meses que Elena extrañó a su padre. A ella le pareció que fue mucho más tiempo. Su madre, por suerte era su compañera y juntas soportaban el tiempo de la espera con estoicismo. Desconocedor del destino, el albedrío trazaba líneas nuevamente de la casa y la Usina con las tierras teutonas. Luego de rechazar años antes a quienes portaban apellidos alemanes, ahora se debía recurrir a la tecnología de ese país para incrementar el flujo de energía para la zona. Junto al Ing. Alberto Compiano trabajaron: los Ingenieros Blasoni, Lozano, Giagante, Elizondo, técnicos como Lucarelli y Cuenza, y el señor Atilio Miglianelli que era el químico entre otros. 40


Diversas obras de importancia se hicieron en la Usina durante los años que estuvo Alberto Compiano al frente. En una oportunidad, Elena estaba en la torre del castillo cuando vio llegar los autos. Eran dos Cadillac elegantes, enormes fulgurantes, que recorrieron el camino de entrada, desde el portón exterior y llegan hasta el portón de la Usina propiamente dicha. -¡Quiénes serían los distinguidos visitantes! Hacía rato que había movimientos y revuelo en el castillo. Ese día caluroso, incluso en la casa había una gran expectativa. Bajó las escaleras y se metió entre el gentío. Era el 10 de Febrero de 1962, y el ilustre visitante era el presidente Arturo Frondizi. Se inauguraron ese día tres calderas y dos turbinas.

Llegada de Frondizi a la usina.

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jeno a palabras como “destino”, “tiempo”, y simplemente por curiosidad o con el anhelo de trazar su propio camino, el animal corrió por un tirante de madera, olisqueó, oteó a la derecha e izquierda y continuó camino. Elena solía entrar en la torre del castillo para jugar, acompañada de su gato. No buscaba comida para su mascota (a quien consideraba parte de su familia), sino que se extasiaba con el juego furtivo. Le gustaba imaginar y se perdía horas enteras en esa mole de cemento. Esta vez ella no estaba, y cuando las maquinarias se habían apagado y los operarios ya se habían retirado, un roedor descendió por un muro interno y acarició con sus bigotes el suelo. Un olor lo atraía y quería conocer su procedencia. Sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra. Una negrura que lo rodeaba, sabía desde siempre, era un refugio y un desafío. No sabía si 42


había peligro cerca. Pero el manso negro lo cobijaba. Levantó la cabeza y olfateó el ambiente. No había ningún ser vivo acechante, si no contaba el leve parpadeo de una tela de araña que allá en lo alto fue punzada por una pata larga y delgada, o por el arrastrar de los insectos y cucarachas que pululaban tras los zócalos. En fin, ningún peligro cerca. Confiado, retomó la marcha y subió por otro muro. El zumbido del generador número uno ronroneaba en la oscuridad. El roedor se deslizó por la pared y en un hueco, que era más bien una grieta entre dos ladrillos se afianzó. Logró ascender un poco más en su viaje por la Usina y pisó… o al menos eso esperaba, por una de sus patas no encontró apoyo, torció el cuerpo y saltó. Con ese impulso esperaba encontrar un lugar donde depositar su cuerpo. Ya asumía el golpe, que presentía – deseaba – no fuera muy fuerte. Nunca hubo impacto. El ratón caído en el generador produjo un cortocircuito que dejó sin luz a toda Bahía Blanca y Ing. White. La fecha es 11 de diciembre de 1966. Y según la crónica de época, fue la tercera vez que una causa de ese tipo provocaba inconvenientes.

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lena jugaba en el parque de la Usina y en las torres del castillo. Sus travesuras adolescentes tenían también ese escenario. En la casa por ejemplo, su habitación era la que tenía balcón al mar. Le encantaba ver en lontananza la entrada y salida de todo tipo de embarcaciones. Sus padres no tenían esa vista, ya que su balcón daba al parque. La tercera habitación de la planta alta la ocupaba su hermano. En esa casa Elena cumplió y festejó los quince años e importantes recuerdos se forjaron entonces, y la acompañaron durante toda su vida. Elena adoraba esa casa y el parque que la rodeaba, y solía pasar tiempo también en la casita que estaba próxima a la principal, que para ella se asemejaba a una “casita de muñecas”. Sus postigones de madera, y los 44


corazones calados en ventanas y puertas la hacían considerar ese mote como el más apropiado para la edificación más pequeña. El intenso trabajo en la Usina no mermó la vida social que los Compiano tenían. Alberto formó parte de la Comisión fundadora del Colegio Parroquial (que años después se conocería como Colegio Manuel Belgrano). En esa comisión estaba el Padre Melchior, Gladys Martellini, el señor Obiol, entre otros vecinos de la localidad. Entre febrero y marzo de 1969 se incorporó una turbina a gas-oil comprada a Alemania a la empresa Allgemeine Elektricitats-Gesellschft (AEG) ante la demanda y las quejas de grandes empresarios y ciudadanos de a pie. Es que los apagones que ensombrecían la ciudad eran inconvenientes que no solo afectaban a la ciudad. Estaba en auge en Ingeniero White la exportación de frutas del Valle de Río Negro. En el caso de los frigoríficos de frutas, un apagón provocaba la pérdida de muchos millones de pesos. Por eso se emplazó en Villa Rosas un generador similar al que se instaló en el parque del castillo.

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Alberto Compiano se tuvo que ir con su familia de la Usina “por un problema político”. Luego de su salida de la Usina General San Martín trabajó en la Dirección de Energía de Río Negro, luego de su salida de la Usina General San Martín. La casita de muñecas desapareció con el tiempo. En cambio, la casa de residencia de los jefes de planta y sus familias, continúa en pie junto al castillo, usina eléctrica para una vasta región del sur de la provincia de Buenos Aires.

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Rodolfo Díaz trabaja en los museos de Bahía Blanca desde 1982. Integró las áreas educativas del Museo Histórico y de Ciencias Naturales, Museo de Ciencias y el Museo del Puerto. Desde 2004, forma parte de Ferrowhite (museo taller) donde se encuentra a cargo de La Casa del Espía, lugar en el que realizó las muestras fotográficas “Aves & Industrias”, “Las Hinchadas del Puerto” y “Ganguiles”, y desde donde comenzó el proceso de investigación histórica que culmina en este libro.

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Noviembre / 2019 Ingeniero White / Buenos Aires / Argentina HECHO EN FERROWHITE 50


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Intendente Municipal HĂŠctor Gay Director Instituto Cultural Ricardo Margo Coordinadora de Museos Marina Fuentes Responsable Ferrowhite NicolĂĄs Testoni

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