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Reflexiones más profanas
En ocasión de la semana santa recién pasada, reflexionaba sobre el porqué del martirio de Jesús, torturado, crucificado y muerto por declararse rey de los judíos. En ello estaba cuando recordé el libro de José Saramago, “El Evangelio según Jesucristo”, donde el autor cuenta una historia novelada sobre la vida, obra y muerte del “hijo de Dios” pero en el entorno de su naturaleza humana, con sus virtudes y defectos (el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, dicen los principios del cristianismo).
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El recorrido que de pasajes bíblicos hace el autor conmueve y lleva a elevar cuestionamientos, confrontas y hasta acusaciones hacia la figura de Dios respecto de la del Diablo (el eterno perdedor por representar lo malo del mundo, aunque sea un “ángel caído” -Luzbel, bella luz- expulsado del reino del creador por revelarse a éste -Jehová, Yavé-).
Un capítulo en especial resulta aleccionador por la fascinación que despierta lo que ahí se narra, y que mueve a sentimientos encontrados por la divinidad fincada como un clavo fijo en nuestro halo espiritual de asimilar lo bueno, lo generoso, lo valioso, con
Dios (el todo poderoso que siempre ve por el bienestar de sus hijos, aunque muchas veces no se entienda a nivel mortal lo inescrutable de sus decisiones -mala suerte en la vida o aparición del Diablo, dirán algunos-).
Inicia ese pasaje aludiendo a un día lluvioso y con densa niebla a las orillas del Mar de Galilea, lo que hace que los pescadores se abstengan de acudir a la pesca cotidiana de la que viven; todos lo omiten a excepción de Jesús. Él toma su barcaza y se introduce a la aguas sin poder ver más allá de pocos metros. Al llegar al centro del mar en un círculo mayor de luz, la barca se detiene y aparece en la popa Dios en la figura de “un hombre alto y viejo, de barbas derramadas sobre el pecho, la cabeza descubierta, el pelo suelto, la cara ancha y fuerte, la boca espesa, que hablará sin que los labios parezcan moverse.”
Comienza entonces una conversación entre Dios y su hijo Jesús, con una pregunta de éste: “quién soy yo?” La respuesta se divide en dos: la primera, que en efecto, es su hijo; la segunda que no obstante que morirá como hombre, permanecerá en la inmortalidad, ya que -destaca Dios- “el papel de mártir, hijo mío, el de víctima, es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe… lo tendrás todo pero después de la muerte.”
Muchas otras cuestiones se desarrollan en esa plática, mas, se exalta cuando de repente sube a la barca el “leviatán” -uno de los nombres con que se identifica al Diablo”-, quien pregunta si aún es tiempo de participar en la conversación. Dios responde y dice: “Ya íbamos bastante avanzados, pero aún no hemos entrado en lo esencial,…y dirigiéndose a Jesús, señaló: éste es el Diablo, de quien hablábamos hace un momento. Jesús miro a uno, miró al otro y vio que, salvo las barbas de Dios, eran gemelos…”
Entre Dios, el Diablo y Jesús se entreteje entonces una plática de alto contenido, donde se alude a lo que es lo “bueno” respecto de lo “malo” -discusión conceptual en todos los tiempos- desde el ángulo de las creencias cristianas. En ese caldo discursivo hay acusaciones recíprocas entre Dios y el Diablo; en ello, Jesús advierte al “ver a uno y otro, lo bien que se entienden y lo parecido que son.”
Llega un momento en que los reproches mutuos hacen que el Diablo ofrezca una tregua por “haber rechazado la voluntad y los decretos de Dios”, de manera que solicita volver al redil, a lo que Dios responde:
“No te acepto, no te perdono, te quiero como eres y de ser posible, todavía peor de lo que eres ahora; porqué, porque este Bien que soy yo no existiría sin ese Mal que eres tú, un bien que tuviese que existir sin ti sería inconcebible, hasta el punto de que yo no puedo imaginarlo, en fin, que si tú acabas yo acabo, para que yo sea el Bien, es necesario que tú sigas siendo el Mal, si el Diablo no vive como Diablo, Dios no vive como Dios, la muerte de uno sería la muerte del otro.”
Ante tal respuesta, el Diablo “se encogió de hombros y habló con Jesús, que no se diga que el Diablo no tentó un día a Dios…”
Tremenda la narrativa novelesca de Don José Saramago, de donde surgen conclusiones que conmueven tales como que el Diablo toma como suyo todo lo que Dios no quiere; el pecado y el Diablo son dos nombres de una misma cosa, sin embargo, Dios fue el creador del pecado y de la amenaza de su castigo a través del miedo, que utiliza como arma, pues, entre más pecado halla mayor necesidad de acercarse a Dios para expiarlo. Luego, cuanto más crezca Dios, más crecerá el Diablo y viceversa, más aún cuando el hombre, por naturaleza, es un pecador; “el pecado es tan inseparable del hombre como el hombre se ha hecho inseparable del pecado, el hombre es una moneda, le das vuelta y ves el pecado.”
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Todo gira, pues, en nuestra índole: el hombre es, en sí mismo, Dios y, al propio tiempo, el Diablo.
Se invita respetuosamente a leer la obra de la que aquí se da una brevísima y desde luego, muy apartada relación de su miga literaria. Seguramente surgirán atropellos a nuestra concepción de la divinidad que, al parecer, se nutre de la sangre y de la muerte de los hombres para lograr un “equilibrio” en el mundo.
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El arte ha sido una forma de expresión humana que ha perdurado a lo largo de la historia. A través de los siglos, muchos pintores han dejado una huella imborrable en la historia del arte con su innovación, talento y creatividad. En este artículo, exploraremos la vida y obra de varios pintores famosos cuyas pinturas han dejado una marca duradera en la historia del arte.