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Evelio Rosero (Colombia
Evelio Rosero
Colombia
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©FIL Guadalajara
CREDO Y VIDA
Yo nací en marzo de 1958, soy Piscis, y de los Piscis que nadan contra la corriente porque desde temprano me dediqué a escribir. Lo primero que hice fue una especie de Robinson Crusoe, con la rebelión que concierne a todo escritor y a toda literatura, porque mi Robinson no arribaba solo a su isla, sino muy bien acompañado de su mujer. Hice poemas, y pronto descubrí que para gracia o desgracia no era un poeta a carta cabal sino un narrador sin ninguna cabalidad que no podía meter su cintura en la esencia de la poesía sino en los vestidos más amplios del cuento y la novela. De un día para otro los días de escribir cuentos se convirtieron en todos los días. Viví para el cuento –pero no del cuento. Pensaba la vida en forma de cuentos, todo era motivo de un cuento, desde una conversación oída al azar hasta el pago del arrendamiento, cuentos largos y cortos, con todos sus sustos a cuestas. Aparte de los cuentos para niños, que son pura alegría de la pura, he publicado dos libros: los Cuentos para matar un perro, muy breves en su mayoría, y Las esquinas más largas, cuentos de Bogotá. Guardé conmigo una cierta cantidad de inéditos (de los que nunca me pude separar, como nadie puede separarse del recuerdo
de la primera novia), cuentos que siempre me acompañaron hasta el día de hoy, al borde de los sesenta años, cuando los editores me proponen publicar mis Cuentos Completos –como si ya me fuera a morir. Ese proyecto me ha hecho volver a los cuentos guardados, para resucitarlos, y en ellos me he reconocido y desconocido, como ante un espejo negro. A pesar que desde hace 30 años no he vuelto a escribir un solo cuento, mis refriegas con el género fueron tan mías, que no dudo en afirmar que sigo siendo un cuentista. Gracias a esos cuentos desemboqué en los dominios de la novela. En alguna entrevista, Borges afirmaba que la novela es solo una sucesión de cuentos convenientemente hilvanados, y es muy cierto, cuentos hilvanados alrededor de un mismo tema y con los mismos personajes, y ese ahondamiento hace la diferencia. En ocasiones, escribiendo novela, a la altura de una décima o quinceava cuartilla, me he detenido a pensar que podría allí poner punto final y lograr un absoluto y maravilloso cuento (todo cuentista tiene que pensar que cada uno de sus cuentos es absoluto y maravilloso, aunque en su íntimo interior comprenda que es una mentira piadosa). Y siempre, después de esos instantes de indecisión, transitorios pero de profunda controversia, seguí avanzando en la novela, con el riesgo de que la novela que pudo ser un cuento absoluto y maravilloso se convirtiera en un farragoso cuento de 300 páginas. Pero, a fin de cuentas, ¿existen los géneros? Hay uno único, la literatura. En todas y cada una de las novelas que he publicado desde hace 30 años, durante el proceso de creación, he pensado sobre todo, y en las fases más espinosas, que estoy escribiendo cuentos. Incluso cada párrafo lo pienso con las arquitecturas solemnes y certeras del cuento; cada capítulo (sin que por eso pretenda garantizar el resultado de mis obras) tiene que ser un cuento, y así sigo escribiendo cuentos hasta que la novela se ha hecho. Algo de mi credo cuentístico, entonces, tengo que haber elucidado con estas palabras. Al joven cuentista podrán o no servirle. Yo solo le pediría que escriba cada cuento como nunca en la vida, como si se tratara del primero y el último, el absoluto; que encienda en la mesa una llama como una comunión, que corrija y corrija no solo con entereza sino alegría, y que a despecho de quienes banalizan este acto de escribir, que no es nada banal, hay que continuar pretendiéndose otro dios, hay que escribir a veces a mano, con pluma y con pergamino, porque también escribir es como pintar, y por eso es bueno tener los dedos manchados de tinta para recordar que somos tan obreros como el más ínfimo y el más grande tallador de palabras. Y le pediría por último que no piense tanto en los lectores y en la crítica, en la fama y el dinero: que piense solamente en sus abuelos muertos. Evelio Rosero, Bogotá 2017