Karla Alejandrina Planter Pérez Rectora del Centro Universitario de los Altos
Juan Manuel Durán Juárez
Rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Marisol Schulz Manaut Directora General
Militza Ledezma Aldrete Directora de Operaciones
Laura Niembro Díaz Directora de Contenidos
Ma. Del Socorro González García Administradora general
Mariño González Mariscal Coordinadora general de Prensa y Difusión
Armando Montes de Santiago Coordinador general de Expositores y Profesionales
Ana Luelmo Álvarez Coordinadora general de FIL Niños
Sergio Arbeláez Ospina Productor Foro FIL
Leonardo Ureña Bailón Coordinador de Tecnologías de la Información
Dania Guzmán Torres Coordinadora de Diseño y Ambientación
Adrián Lara Santoscoy Coordinador de Montaje
Luis Gustavo Padilla Montes
Rector del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas
José Francisco Muñoz Valle Rector del Centro Universitario de Ciencias de la Salud
Marco Antonio Pérez Cisneros Rector del Centro Universitario de Ciencias Exactas e Ingenierías
Margarita Hernández Ortiz Coordinador General de Extensión y Difusión Cultural
Carolina Tapia Luna Coordinadora de Programación
Yolanda Herrera Paredes Coordinadora de Servicios de Viajes
Isabel Islas Cervantes Coordinadora de Difusión
Mónica Rosete García Coordinadora de Alimentos y Bebidas
Miriam Arias García Coordinadora de Recursos Humanos
Abigail Corrales Pérez Coordinadora de Venta de Stands Nacionales
Angélica Gabriela Villaseñor Rivera Coordinadora de Venta de Stands Internacionales
Erika Jiménez Novela Coordinadora de Cobranza
Elena Mondragón Villegas Contadora general
Lourdes Rodríguez de la Torre Coordinadora de Protocolo
Curaduría: Alberto Chimal
Proyecto editorial: Itzel Sánchez
Agradecemos su valioso apoyo al Ministerio de Relaciones Exteriores, Comercio Internacional y Culto de la República Argentina, Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes de Colombia, Ministerio de Cultura de España, Acción Cultural Española (AC/E), y editorial Penguin Random House.
Todos los derechos reservados
Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio electrónico o impreso sin previa autorización de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
NOTA PARA EL LECTOR
El Encuentro Internacional de Cuentistas llega a su decimaoctava edición, 18 años de historias breves que han dejado una profunda huella; es tiempo de celebrar en este espacio que ha dado voz a 145 cuentistas que se han destacado en el vasto y vibrante panorama de la narrativa breve contemporánea, al final de este ejemplar el amable lector encontrará el listado de los cuentistas que han participado como una invitación a visitar su obra.
Este encuentro se ha consolidado como un espacio de intercambio cultural donde escritores de diversas tradiciones literarias dialogan sobre el arte de narrar, las tendencias del cuento contemporáneo y los retos a los que se enfrenta el género, promoviendo el enriquecimiento mutuo.
Para esta edición tendremos a Carlos Aletto, de Argentina; México estará representado por tres potentes voces femeninas: Elma Correa, Atenea Cruz y Brenda Lozano; Eloy Tizón e Ismael Ramos representan a España; Luis Miguel Rivas, desde Colombia, vuelve a la FIL mientras que las uruguayas Rocío Ravera y Tamara Silva complementan este estupendo grupo de cuentistas que serán moderados por Alberto Chimal quien, además, coordina este encuentro.
Juntos, estos cuentistas no solo destacan por su talento individual, sino también por su capacidad para expandir los límites de la narrativa breve en español, mostrando una rica pluralidad de temas, estilos y sensibilidades. Todos ellos nos invitan a recorrer universos narrativos cargados de emoción y reflexión, con historias que existen entre lo íntimo y lo universal, y de manera muy generosa comparten sus claves para escribir un cuento.
¡Cuento a cuento, celebremos estos 18 años de imaginación!
Laura Niembro Directora de Contenidos
CARLOS ALETTO
Argentina
Nací en Mar del Plata en 1967, una ciudad que el viento asentó junto al mar y que ha servido de escenario para algunas de mis ficciones. Soy escritor y licenciado en letras.
Entre mis obras destaco Once segundos, una novela donde el tiempo se detiene en el segundo gol de Maradona a los ingleses, y Anatomía de la melancolía, una mirada íntima sobre el Renacimiento. En los cuentos de Antes de perder, exploro el final de la infancia.
Fui editor de la revista Unicornio, un caballo con suerte, y director del Suplemento Literario Télam, desde donde tuve la oportunidad de dar visibilidad a numerosas obras argentinas.
En 2008, el jurado me destacó por unanimidad entre 6,660 participantes, otorgándome el primer lugar en el Concurso de Cuento Clarín. En 2014 obtuve el Primer Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires.
Como periodista despliego mi mirada crítica en medios de renombre. En Clarín escribo la columna ‘Vidas para leer’ de la revista Viva. En Página/12 colaboro con notas en Radar Libros, destacando historias sobre libros y personajes. Además de escritor y periodista, soy padre de tres hijos: Lorenzo, Santino y Oliverio, nombres que, ¿quién sabe?, algún día tal vez protagonizarán uno de mis cuentos, o ya lo hacen en la historia que vivo a diario.
DIEZ FLECHAS PARA UN CUENTO
1. El cuento es una flecha que debe atravesar la coraza del lector. El primer párrafo es su punta; si no está afilada, no penetrará con fuerza o lo hará defectuosamente. Es importante que el vástago esté pulido y que las plumas del final estabilicen el trayecto desde el comienzo, sin ser meramente decorativas.
2. La flecha debe forjarse con la paciencia que demanda el lenguaje, ir letra a letra, pasar de sonido en sonido, andar palabra a palabra y oración por oración. Nada debe quebrar esa paciencia, ni siquiera la tentación de tensar la cuerda del arco y lanzar fuera de término.
3. No sobrecargues la flecha con adornos excesivos; si la haces demasiado pesada o la decoras en exceso, perderá precisión y su trayectoria será incierta. El cuento debe volar directo, sin obstáculos superfluos, permitiendo que la historia cautive sin distracciones innecesarias.
4. No todas las flechas están hechas para el mismo arco. El dinosaurio, de Augusto Monterroso, y El inmortal, de Borges son cuentos, pero sus dimensiones y estructuras son distintas. Si tu cuento es flecha ligera y precisa como un colibrí, no le des el peso de un cóndor, ni viceversa. Cada historia tiene su vuelo y debe respetar su naturaleza.
5. No tenses el arco con una promesa demasiado grande si no puedes asegurar que la flecha llegará a destino. Si generas una expectativa alta que no se cumple, el vuelo quedará corto y el lector, frustrado. Que la promesa inicial esté a la altura del desenlace.
6. La flecha no se detiene a explicar su vuelo; es el movimiento lo que la define. Cuando el protagonista actúa más y reflexiona menos, su trayectoria se vuelve clara. Así, sus pensamientos se revelan por sus acciones, sin palabras que ralenticen la historia.
7. Mientras vuela hacia el blanco, la flecha cuenta una historia clara, pero hay otro trayecto, más sutil, que comienza en el carcaj o continúa después de dar en el blanco. Ese segundo recorrido es el que el lector descubre con perspicacia.
8. El vuelo de un cuento sigue el trazo de otras flechas lanzadas antes. Cada nueva flecha dibuja su propio recorrido, pero se entrelaza con las marcas que dejaron otras, y es el lector quien reconstruye ese mapa desde la herencia de la tradición oral.
9. Como Guillermo Tell disparando a la manzana sobre la cabeza de su hijo, en un cuento es crucial elegir el pretexto perfecto: un argumento relevante y preciso que logre una hazaña memorable. Esa flecha debe dar en el centro, dejando una marca profunda, una historia que los lectores querrán revivir.
10. Es cierto que los decálogos son instrucciones y pueden parecer un acto de fe. Sin embargo, conocerlos nos ayuda a entender qué consideraban fundamental los cuentistas: cómo calibraban sus flechas y qué principios seguían para dar en el blanco.
ENTRE EL HACHA Y EL TAJO
Desde que tengo uso de razón y hasta la tragicómica muerte de mi padre odié (como también en vida lo odió mi madre) a este pueblo. No es más que un caserío oculto al costado de una ruta de tierra, un camino agazapado como una serpiente al acecho de viajeros distraídos. Recién bajados de los barcos, nuestros abuelos llegaron hasta Tierras de Oro y se encontraron con una estación de trenes en medio de un desierto polvoriento cruzado por las vías. Al lugar lo fueron poblando lentamente con casas humildes. Al mismo tiempo, los fundadores construyeron en el centro del pueblo la única plaza donde erigieron un monumento con un gaucho de bronce dándole rebencazos al caballo y corcoveando en cueros el metal enmohecido. En la plaza, como en el resto del pueblo, los árboles y el césped siempre estuvieron cubiertos de polvo. El caserón del delegado municipal siempre fue la envidia —y hasta el orgullo— de todo el pueblo. Está ubicado frente a la plaza (junto a la iglesia). La mansión parece sacada de una ciudad rica y pegada como los collages que hacíamos para el colegio. El parque del caserón tiene olor a tierra siempre húmeda y el césped es verde, entre sus pinos se forman pequeños arco iris y los rosales están recubiertos por gotas de agua cruzadas por rayos de luz. En diagonal, cruzando la plaza, está la delegación municipal. El escudo del pueblo encima de la puerta es lo más atractivo que tiene: brilla como espejo en una montaña.
Parece mentira: en una esquina de la plaza se veía el único verde del pueblo y en la otra el único resplandor y los pájaros, empapándose con los chorros de agua en el parque de la mansión, volaban una y otra vez gritando indecisos entre la vida vegetal y la atracción del brillo. El resto no teníamos ni verde ni brillo ni pájaros.
Mi casa está detrás del pueblo, en un camino angosto que no llega a ninguna parte, o mejor dicho al único lado que llega es a mi casa. Es pequeña con techo de chapa. El suelo de tierra mientras vivía mi madre brillaba y no hubo día en que no lo hubiera regado y barrido. El cuadro con una foto de la abuela es lo más caro que hay en casa. El marco es dorado con una orla de gamuza roja y un vidrio esférico. El vestido negro en el cuadro funcionó durante mucho tiempo como espejo: mi padre se afeitaba frente a él y mi madre se peinaba cuando salía de compras. Yo siempre sentí un rechazo inexplicable por esa foto.
Cuando enviudó, mi padre decidió dormir en mi cama, enroscado como un perro y roncaba tan fuerte que yo siempre pensé que era él quien despertaba al gallo antes de la hora de amanecer; y entre los ronquidos de mi padre y el canto del gallo aquellas noches, a pesar de acostarme a mis anchas en la cama grande, comenzaron a parecerse a una pesadilla. La casa ya no estaba tan
limpia como cuando vivía mi madre y el hambre que a veces le había tocado a ella comenzó a tocarme a mí. Esa fue toda su herencia.
En definitiva, con mi madre muerta y sin mi novia Alcira y sin mi hijo (ya se los habían llevado vaya uno a saber a dónde), compartir la casa con mi padre, las gallinas y con Furia se hacía insoportable. Él cada día más borracho, las gallinas cada vez más sucias y el perro más flaco y sarnoso. En casa todo comenzaba a oler a viejo.
Mi padre se llamaba Lorenzo, era hijo de italianos, robusto y tenía una panza de cincuenta años como un barril de roble. Su piel era como el suelo de casa, quizá más resquebrajada y sucia. Se bañaba cada muerte de obispo y olía a distintas transpiraciones y a vino rancio, a ese vino que sube del estómago mezclado con la comida. Mi madre más de una vez intentó convencerlo de ir a vivir a la ciudad: casi una súplica. Pero él nunca cedió a su pedido, ni siquiera cuando los trenes dejaron de parar en la estación y se quedó sin trabajo. Hasta la muerte de mi madre habíamos hablado muy poco con él, y, por lo general, siempre que tenía algo que decir me lo comunicaba a través de ella. Ya sin intermediario, empezó a darme órdenes; lo hacía con desgano como cuando le hablaba (segundo antes de molerlo a golpes) al perro.
—Tenéme la yegua. ¿No ves que yo no llego con el brazo?
Yo era en todos los aspectos opuesto a él. El pueblo entero sabía la verdad de por qué yo era tan diferente a mi padre y como siempre sucede fui el último en enterarme. Por supuesto que no había necesitado preguntar nada, porque una tarde cuando mi madre me había mandado al almacén, Don Samuel, el abuelo de mi novia Alcira, mientras acomodaba paquetes de fideos en un estante me contó todo. Se reía con maldad al contármelo. “Mirá, tu mamá que parece tan santita”, me dijo. ¿Con qué necesidad?
A Don Samuel le gustaba jugar a las cartas y era más fácil encontrarlo en el bar del Club Satélite que en el almacén. Cuando yo aún era un niño, mi madre cansada de recalentar la cena me mandaba al bar a buscar a mi padre, yo sabía lo que sucedería si estaba Don Samuel. Siempre la misma historia: el viejo que jugaba a los naipes parece que se divertía ofendiendo a mi padre con frases hirientes por encima de las cabezas y las risas de los compañeros de juego. Después mi padre se paraba a unos pocos metros de la mesa y lo invitaba a salir para pelear. El viejo para ofenderlo decía que los tanos son chupacirios maricones y que mi padre era el más maricón de todos, y él, al oírlo, empezaba a ponerse colorado de rabia. Gritaba como si estuviera loco: lo llamaba judío de mierda y amarrete y terminaba siempre diciendo que si él hubiera estado en
Alemania durante la guerra, no existiría ni un solo judío sobre la faz de la tierra y que todos serían jabones. Era el paso previo a los golpes. El viejo lo llamaba tano afeminado, le decía come cebolla y huevo seco. Mi padre (como también lo hacía con mi madre) parecía que esperara oír “huevo seco” para pegarle, encaraba para la mesa, le pateaba la pata de la silla, el judío se levantaba y tiraba al aire algún puñetazo y otro mi padre, uno daba en el hombro del viejo y a veces terminaban en el piso agitando los brazos y las piernas como dos cascarudos boca arriba. Una vergüenza. Así durante años. La enemistad continuó incluso muchos años después de la muerte de mi madre.
Todas las peleas terminaron el buen día en que a mi padre le pagaron un trabajo con una yegua. Desde un principio aceptó el trueque de la mano de obra por el animal, porque había planeado criar mulas para venderlas. El burro de Don Senra (con el que quería cruzar a la yegua) fue uno de los tantos animales que por la sequía de esa época plagaron de osamentas los campos. Entonces se propuso conseguir que el almacenero le prestara uno de los burros. Mi padre comenzó a ser más amable con Don Samuel y a tomar sus agresiones como travesuras y nada más (“el viejo es como un niño”, decía), hasta que un día le prestó un burro. No sólo eso, sino que él y su mujer empezaron a fiarle en el almacén. Incluso sería el almacenero quien prepararía el velorio cuando mi padre murió.
Sucedió que Vaco, el burro que le prestó Don Samuel, era tan gordo y pequeño que no alcanzaba a la yegua por más que esta se agachara. Lo que parecía una actitud amigable del viejo yo la creí, desde un primer momento, un gesto lleno de malicia. Vaco era uno de los burros más pequeños que he visto en mi vida y salvo por lo pequeño era todo lo contrario al Platero que nos hicieron leer en el colegio. A pesar de esto mi padre se las ingenió y a unos metros del escusado le cavó un pozo a la yegua y construyó una tarima con dos tablones al burro. Una tarde cercana a fin de año, cuando yo estaba preparando la caña para ir a pescar al único arroyo que quedaba con agua en los campos del delegado, me ordenó que sostuviera a la yegua mientras él empujaba al burro. Hacía fuerza y el animal estaba estaqueado en el piso, entonces tomó mi caña de pescar y le pegó en las ancas. El burro tiró una patada como un látigo y le dio en la mitad del rostro. Lo tiró dos metros para atrás, pero cayó parado. Se tapó la cara con las dos manos, dio unos pasos hacia un costado y se derrumbó, boca arriba. Me acerqué, vi que respiraba y que se tragaba la sangre que le salía por un tajo que iba desde un ojo a la boca. Mi padre se sacudía como un pescado fuera del agua. Recordé que cuando era chico mi madre siempre me corregía: me enseñaba que se llamaba pescado al muerto y pez al vivo. Yo no sé si es verdad lo que decía mi madre —aunque lo mismo decía la maestra—; pero en ese momento se me dio por pensar que un pez fuera del agua que seguía
vivo era un pescado, o mejor pensado debería tener otro nombre porque no era ni pez ni pescado, era algo intermedio, todo dependía de la mano del pescador: si lo devolvía al agua seguía siendo pez o si lo dejaba en el suelo sería pronto pescado. No era tan sencillo como lo planteaban, y eso que mi madre siempre hacía todo más fácil. Es más: fue ella quien ayudó a mi novia Alcira a construir, entre el escusado y la bomba de agua, el gallinero (estaba ahí mismo, donde mi padre se sacudía como un pescado).
Pusieron cuatro troncos en cada esquina y un alambrado con un tejido con los agujeros como panal de abejas. También fue mi madre quien ayudó a darles de comer y a criar los pollitos dentro de un cajón con viruta. Alcira había quedado embarazada y la preocupación de mi madre (como la mía) era que el niño tenía que crecer bien alimentado. Sin embargo, el padre de Alcira, que era el hijo mayor de Don Samuel, decía que yo era la perdición de la niña, que a los trece años nadie podía ser madre. Mi padre le daba la razón, moviendo la cabeza, sin atinar a defenderme y la miraba a mi madre para que no interviniera. Una mañana Alcira no le había dado de comer a las gallinas. La busqué en la casa, en el escusado. Corrí desesperado hasta su casa; y Don Samuel me dijo que el hijo, la nuera y la nieta se habían ido a vivir a otro pueblo. Pensé en mi hijo; no creí que Alcira lo alejara así porque sí de mí, del hombre al que decía amar tanto. Mi madre por muchos días no le habló a mi padre.
Sin querer seguir recordando (que era lo que mejor me salía) tomé la caña que había quedado a un costado de donde ahora mi padre se sacudía más pausadamente y me alejé para buscar la carnada. Cuando volví me senté, con la caña entre las piernas, sobre los tablones que se zarandeaban porque Vaco se le había echado a la yegua y esperé que mi padre dejara de dar el último espectáculo ridículo de su vida. Por suerte esta vez sin espectadores: el burro y la yegua no cuentan. Cuando se quedó quieto tardó casi cinco minutos en dejar de respirar.
Así fue como Don Samuel y la mujer le armaron un velorio en el Club Satélite con un cajón digno, en cuyos fondos pusieron una tela blanca bordada, y allí lo tuvieron, en medio del salón de billares, envuelto en tules y tan lleno de velas que muchas veces me preocupaba pensando que mi padre acabaría por parecer ante los ojos de Dios un santo. No sé por qué, hasta entonces, se me había ocurrido imaginar a los muertos pálidos como la cal, pero de lo que sí me acuerdo es de la mala impresión que me dio cuando lo vi amarillo como el paisaje del pueblo; tenía la cara cocida con hilo de chorizo, como las costuras de los matambres o de los fondos de las bolsas de semillas y las manos en el pecho entrelazadas y tan quietas que me daba bronca verlas. Cuando a las cinco o seis horas de velorio sacaron los tules para acomodarlo mejor dentro
del cajón, pude ver bien que tenía una camisa clara y estaba limpio como nunca lo había visto en vida; casi puedo decir que parecía un hombre respetable: olía a perfume, la camisa estaba planchada —prendidos los botones, cada uno en su ojal— y ya el rostro daba la impresión de una paz que él jamás me había transmitido. Lo santiguó con agua bendita el cura que me miró con el rencor clavado en los ojos como dos lenguas de fuego y se fue sin saludarme. Vino el delegado quien, para que yo no tuviera que “sufrir con los azares de la tierra”, me prometió que me daría un trabajo para mantener la plaza José Hernández: poner granza en los caminos, arreglar los juegos, cortar y regar el pasto y hasta restaurar el monumento al gaucho. Don Samuel parecía llorar frente al cajón con una mueca más parecida a la burla que al dolor. La esposa se sentaba cerca de mi padre, y mirando para el cajón se le pasaban las horas, con una cara de tristeza que a mí no me quedaban dudas de que ya sabía que nadie podría pagar el fiado ni el velorio de mi padre. Después se levantaba, se iba a dar una vuelta por el patio del club, y cuando menos lo pensaba, a la hora que todos dormían, allí la teníamos otra vez al lado del cajón con la boca abierta y la mirada tan entristecida que daba a pensar en cualquier cosa.
Al entierro no fue casi nadie, poca era la gente que esa mañana no trabajaba. Un cielo negro (nunca visto) hacía más lúgubre el cementerio; los primeros puños de tierra que me exigieron arrojar fueron tan innecesarios y forzados que estuve a punto de desmayarme. Volví a mi casa muy cansado: no le di de comer a ninguno de los animales, saqué la foto del cuadro de la abuela y la guardé en un cajón entre unos almanaques viejos. En su lugar acomodé una foto coloreada de mi madre que está sonriendo apoyada con las dos manos en una silla de mimbre y levantando una pierna. Me acosté, cuando recién empezaba a llover torrencialmente. Con esta música sobre las chapas dormí tan tranquilo que caí en la cuenta de que en todas las noches de mi vida había deseado estar solo. Dormí casi todo un día. Tuve varios sueños, en uno de ellos descubría que mi madre en la foto del cuadro tenía un moretón en el pómulo. El gallo cantó a la hora precisa del amanecer. Me levanté, lo primero que hice fue confirmar que mi madre seguía sonriendo con la cara ilesa en el retrato. Desde la ventana se veía que la lluvia había lavado el polvo de las plantas. Le di de comer a las gallinas, a Furia y a la yegua. Recogí los huevos en la canasta, corté la leña más seca para la cocina. Agarré al azar una de las gallinas, le puse el cogote sobre un tronco, cuando levanté el hacha el olor a plumas mojadas me provocó un revoltijo en el estómago. Pensé que sería mejor cocinar un plato de fideos con dos huevos fritos. Solté a la gallina que corrió a los tumbos por el barro seguida por un grupo de pollitos hasta perderse entre las otras. Dejé el hacha en el galpón y agarré la caña.
En el camino que va de mi casa al borde de totoras del arroyo todo el verde del pueblo empezó a resplandecer y aún cantan enloquecidos en los árboles los pájaros. Lamenté mucho que mi madre no pudiera vivir este encantamiento.
Esa mañana saqué dos bagres del agua, uno tardo en pasar de pez a pescado el doble de tiempo de lo que demoró mi padre en morir.
Aletto, Carlos Antes de perder
Cuerva Blanca, Argentina, 2010
ELMA CORREA
México
Nací y vivo en Mexicali, una ciudad fronteriza perdida en medio del desierto en el noroeste de México. Escribo cuento porque en la ficción puedo mentir impunemente, y crónica porque me gusta saber todos los chismes.
Escribo para divertirme y para tratar de entender las cosas que nos pasan a mí y a mis amigas. Coordino un encuentro internacional de escritores en Baja California y gestiono @habitaciones_propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean.
Soy licenciada en lengua y literatura hispanoamericana, maestra en estudios socioculturales y doctora en sociedad, espacio y poder, porque pensé que estudiando mucho podría huir de Mexicali, pero cuando terminé de estudiar me había reconciliado con los veranos de más de 50 grados, y ya no me quise ir.
Escribí Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018), Mentiras que no te conté (UDG, 2021) con el que recibí el XX Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola; Llorar de fiesta (BUAP, 2022), La novia del león (Nitro/Press, 2024) y Lo simple (INBAL, 2024) Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí Amparo Dávila.
1. No empiezo a escribir si no sé exactamente qué va a pasar en la historia de principio a fin. Aunque no tenga los detalles, sé cuáles son las escenas importantes, qué detona la acción y cómo termina todo.
2. Conozco a mis personajes a profundidad, incluso si hay información suya que no usaré en el cuento, sé cada secreto vergonzoso, cada pensamiento turbio, cada suceso relevante de su vida.
3. Ensayo puntos de vista, cambio de narrador y de tiempo para encontrar el más adecuado para cada texto.
4. Reescribo y corrijo.
5. Procrastino. Veo pelis, series, salgo de fiesta con mis amigas, acaricio a mis gatos, juego con mi perro, lavo los platos, me tumbo en la cama y disocio mirando al techo.
6. Borro todo y empiezo otra vez.
7. Regreso a mis favoritos, releo esos cuentos que me cambiaron la idea de lo que es un cuento.
8. Busco cuentos nuevos para leer.
9. Le doy mis borradores a mis amigas, confío en su lectura crítica y aplico -a veces sí, y a veces no- las correcciones que me sugieren.
10. Procuro divertirme, no tomarme tan en serio.
LA BALADA DEL TWO-FACE
Tenía una gran mancha de vitíligo que le cubría la mitad exacta del rostro y, así como David Bowie, los ojos de diferente color. Me recordó a esas gatas Carey que por alguna rareza genética terminan siendo su propio gemelo. Gatas Quimera. Tuve que googlearlo porque me ponía ansiosa no dar con el término. También googleé “ojos de David Bowie”. Heterocromía del iris. Información inútil para la vida en general, pero sobre todo, para esa fiesta en aquella palapa convertida en cantina. Era el verano de 2007 en una playa triste del Pacífico y el mundo se veía nublado por un tufo a clandestinidad pública. Fue el año en que Santiago Meza López empezó a disolver cuerpos en sosa caustica para El Teo, uno de los lugartenientes más sádicos que han tenido los Arellano Félix. El año en que se falló cárcel de por vida a El Mayel, un narco que fue atrapado en una mansión de Mexicali en medio de una juerga de días con su novia colombiana, desnudo, tan borracho que no pudo alcanzar su pistola. El año en que los Arellano “grandes” empezaron a cumplir sentencias en los Estados Unidos y la plaza de Tijuana quedó en manos de la Nueva Generación. 2007 fue un año asesino, una serpiente ingrata. El año de la guerra contra el narcotráfico y los corridos alterados. También fue el año en que supe, por primera vez, lo que era tener roto el corazón. Por eso mis amigas improvisaron ese viaje a Ensenada.
A Said le decían el Two-Face, era tijuanense pero le gustaba cualquier cosa que fuera o pareciera de Sinaloa: los aguachiles, el Buchanan’s, bandas con nombres como Los Buitres de Culiacán, Alianza de la Sierra o Los Buchones. Para mí eso era un idioma extranjero, como estar en otra dimensión. Mis amigas y yo escuchábamos pop y electrónico, si nos poníamos salvajes algo de reggaetón, pero básicamente éramos esas morras que miraban Keeping Up with the Kardashians sin ironía. En el trayecto de Mexicali a Ensenada cantamos los éxitos de OV7 y también nos sabíamos las coreografías, pero después de casi 24 horas de fiesta playera con taka-taka ya nos creíamos parte del paisaje. Pao y Brenda estaban con los amigos de Said. Mica se la había pasado de gringo en gringo y cuando me vio tratando de marcar las teclas para googlear tonterías, me arrebató el Blackberry y se lo guardó en el escote, “Te dije que la cuidaras, Doble Cara, ya le está rogando al pendejo ese”, chilló entre risas demasiado cerca de la oreja de Said y se fue a seguir bailando. “Dos Caras, Two-Face”, dijo Said con los dientes apretados. Yo me reí y le contesté que no importaba pero para él era importante. “No soy un pinche chapulín” dijo y escupió al suelo con un gesto de vaquero del viejo oeste. Le tomé la mano, le dije que la Mica estaba muy borracha y él me sonrió desde ese rostro extraño con el que me tenía hipnotizada.
Los conocimos en la madrugada de ese día, luego de la primera noche que llegamos. Ni siquiera nos instalamos en el hotelito para spring breakers que Brenda reservó en la última caseta del camino, solo aventamos las mochilas y salimos a buscar ruido y margaritas. Mica era la guía, ella sabía que no tenía caso ir al Hussong’s, que en el Papas había party de espuma y que en el Mango Mango daban shots gratis a las mujeres. A medianoche salimos tropezando por la Avenida Ruiz y terminamos bailando cumbia sonidera en La Política Alegre, una cantinita en la Miramar, alejada de la zona turística, donde Pao nos repartió pastillas. Ellas tomaron maseratis azules y yo elegí una supreme rosa que siempre me hacía sentir como princesa Disney. El calor que me inundaba de repente, eso era lo que más me gustaba de esas pastillas fucsia, que aunque tenía que esperar un poco para que hicieran efecto, de un segundo a otro me transportaban a un lugar mejor dentro mí misma. Mica y Brenda se besaron en medio de la pista y Pao le enseñó las tetas al DJ para que pusiera música diferente. Cuando escuché el beat de los sintetizadores y el tono infantil me volví loca, María Daniela cantaba la historia de mi relación fallida con Omar. Bailé y canté como poseída por una energía extraterrestre, deslizándome por la pista como si llevara puestos los icónicos patines retro que serían el sello de la época de oro del tontielectropop mexicano. Pao lo documentó con una Cyber-shot que entonces era lo máximo y después nos reímos mucho porque más bien parecía que ejecutaba la coreografía perdedora de un Intercolegial de Baile.
Grité como si le gritara al imbécil de Omar “Siento que estando contigo y no estando es lo mismo”, me contorsionaba y me abrazaba frotándome muy fuerte con las manos sudadas porque el cuerpo me hervía de cosquillas, como si me corriera diamantina por las venas, “Me clavo en tus ojos y veo un abismo y me pierdo en lo poco que queda entre tú y yo”, podía ver mi piel brillando como si fuera de neón, “No puedo ni quiero dejar de sentir, lo que quiero es estar siempre cerca de ti, en la pista de baile rodeada de gente, como fui a enamorarme de ti” y en lo más intenso de la euforia y la falsa alegría me pegó el bajón de las tachas chafas de Pao y me puse a llorar abrazada de una mesera madura, con aires de matrona. Como mis amigas estaban enajenadas, la señora me sirvió un poco de agua y se sentó conmigo a escuchar mi drama. La quise mucho, muchísimo, durante unos veinte minutos, con un intermedio para levantarme y cantar “Baila mi corazón, baila para los dos” imitando los falsetes de Denisse de Belanova, subiéndome la ya de por sí corta falda de burbuja mientras la hermosa mesera me aplaudía, y la quise mucho más cuando no aceptó la propina que traté de dejarle cuando nos corrieron porque ya iban a cerrar.
Íbamos por la calle a las tres de la mañana, Mica descalza porque nunca le importó nada, Brenda cantando algo ininteligible y Pao y yo muy juntas, buscando en su bolsita especial una pastilla que fuera de efecto prologando, cuando una camioneta gigantesca de doble cabina apareció iluminando pedazos de oscuridad como si fuera de día. Nos hizo una señal con los faros para niebla y nos pasó peligrosamente cerca sin detenerse. Mica gritó y se paró en medio de la avenida agitando los brazos. En la esquina siguiente, la camioneta se detuvo aunque no había alto. A lo lejos vimos una patrulla con las estroboscópicas apagadas. Pensamos que multarían al de la camioneta pero el conductor aceleró el motor patinando las llantas y dio reversa como si fuera Vin Diesel. Eran varios hombres y tres mujeres muy jóvenes. No hablaron y nosotras no preguntamos. Nos subimos. Tuvieron que hacernos lugar apretándose y yo terminé en las piernas del tipo más callado. Adentro el sonido era tan fuerte que sentía que la tuba me daba en el estómago con cada respiración y nuestro Vin Diesel iba tan rápido que empecé a marearme. Los demás se repartían grapas de cocaína y aspiraban ensuciándose la cara y tirando polvo encima de quien fuera. Me contraje y el hombre sobre el que iba me abrazó con cuidado, con cierta timidez. Entonces lo vi. Debía estar acostumbrado a causar una primera impresión poco favorable porque me sostuvo su mirada bicolor como si fuera un desafío. Pero yo no lo veía como algo raro, lo veía con curiosidad honesta. Nos besamos hasta que la camioneta se detuvo en un lugar llamado La Prisión, donde podía seguirse la fiesta cuando lo demás cerraba.
La patrulla se estacionó detrás de nosotros, discreta. Apenas entramos a La Prisión las tres muchachas se esfumaron y no las volvimos a ver. Pao y Brenda escogieron entre los tres amigos de Said y Mica despreció al que quedaba para irse a trepar a una bocina. Said me llevó a un área VIP donde había unas botellas esperándolo. Me sirvió un trago muy dulce con Red Bull y me hizo bailar banda con él sin importarle que lo pisara. Cuando empezaron las canciones románticas nos acurrucamos en un sillón lounge incomodísimo y Said me tocó debajo de la falda mientras me susurraba en el oído, con una voz ronca que contrastaba con el desgarro agudo del vocalista, “Quiero ser, el amor, de tu alma y ser de ti, para amarte, hasta la eternidad”, me derretía y tuve que decirle que esperara un poco. Era emocionante estar haciendo eso en público y busqué con la vista a alguien a quien le importara. Said me respiraba en el cuello con un aliento tibio y cítrico. Lo dejé seguir y cuando acabé dos veces me quedé dormida un rato. Desperté con su chamarra sobre las piernas y un poco de saliva seca en la boca. Said se rio, me limpió con una servilleta y me dio un beso en la frente. Ya había amanecido y también debíamos irnos de ahí. Said llamó a los hombres que estaban con mis amigas y salimos todavía borrachos a la terrible realidad de una luz matavampiros dándonos en la cara.
Pensé que nos dejarían en el hotel pero Said dijo que podíamos desayunar. Nos fuimos a Punta Banda con la patrulla siguiéndonos a una distancia precisa. Mis amigas y yo nos hicimos muecas hasta que entendimos que nos escoltaban. Era muy temprano pero Said hizo unas llamadas y repartió billetes de cien dólares para que nos llevaran caldo de camarón y mariscos preparados, hieleras llenas de cerveza y un conjunto norteño desmañanado que tocó más de diez horas a punta de billetes y cocaína. Recuerdo haber sido feliz. Said se portaba como un caballero pero por momentos dejaba entrever ciertas maneras bruscas que, supongo que por la intoxicación y la irresponsabilidad, me excitaban. Las manchas en la cara no lo afeaban, al contrario, lo hacían parecer enigmático y lo envolvían de un halo como de intriga. Me moría por saber qué formas dibujaba la despigmentación en el resto de su cuerpo, pero de alguna manera sentía que tendríamos tiempo para estar solos, así que esnifé más y lo besé más hasta que el sol, incapaz de seguirnos el paso, volvió a esconderse de nosotros. Mica iba de palapa en palaba, amigándose con cualquiera y llevaba y traía gringos a los que despachaba después de fajar un poco. Pao y Brenda intercambiaban a sus novios espontáneos y yo me portaba como la dueña de la fiesta, envalentonada por la cartera y la imponente personalidad de Said. A ratos la palapa estaba a reventar de desconocidos y a ratos quedábamos solo Said y yo y alguno de los músicos, despatarrado en una silla de plástico, roncando, hasta que era hora de otro set.
En una de esas fue cuando Mica me quitó el Blackberry porque creyó que le texteaba a Omar, pero ahí junto a Said no había vuelto a pensar en él. Había alcanzado a leer que las gatas Carey o Calicó eran gatas negras con el pelaje intervenido por el manto dorado de los rayos del sol, lo que les otorgaba cualidades mágicas. Quería contárselo a Said, quería decirle que era el hombre más guapo que había conocido en mi vida, que estaba enamorada de él y que su pupila pálida sería mi amuleto para siempre, pero me distraje porque Mica y Brenda empezaron con su numerito de toquetearse. A nosotras eso nos daba risa y siempre levantaba una fiesta moribunda. Había perdido la noción del tiempo pero debía ser tardísimo, no había nadie más en la playa y a los que quedábamos se nos estaba acabando la pila. Pensé que Said estaría disfrutando la escena de mis amigas pero al tratar de verme en sus ojos me encontré con una mirada dura y distante que iba más allá de mí. Giré a la dirección en que veía para descifrarlo pero solo pude notar que la patrulla ya no estaba. Le acerque los labios y me rechazó sin grosería pero con firmeza. Le dijo algo al que había noviado con Pao y entendí que la fiesta estaba, por fin, terminando. Mica se aferró hasta el último segundo, pero Said dijo que o nos subíamos a la camioneta o nos quedábamos ahí a la intemperie. Escuché que
Mica dijo “Pinche Doble Cara, qué aburrido” y no sé exactamente cómo sucedió lo demás pero Said la tomó del brazo con fuerza y cuando le decía, “Entiende, Two-Face, güerita”, Mica le soltó un golpe inesperado que le reventó el pómulo y le arañó la mejilla.
Lo siguiente fue Said empuñando una Glock enorme en la cabeza de mi amiga, Pao gritó y Brenda quiso entrometerse pero los novios también mostraron sus armas. Yo lloraba quedito. Quería decirle a Said que por favor, que Mica era buena, que solo era bocona pero que no lo hacía por maldad, que por favor, por favor, por favor no echara a perder nuestro romance asesinándonos. Tenía las cuerdas vocales entumidas. Mica, con la adrenalina de todo lo que se había metido miraba a Said con la fanfarronería sin dolo de quien realmente no entiende que está metido en problemas. “Repite conmigo, Two-Face”, dijo Said con la garganta vibrando de rabia. Mica me vio, yo le rogué entre las lágrimas y justo en el instante en que la imprudente decía, “Dos Caras, Doble Cara, es lo mismo” y yo me imaginaba bañada de sangre y fragmentos de cerebro de mi amiga, nos sorprendió un comando con rifles de asalto. No sé cuántos encapuchados hicieron que nos tiráramos al piso, bocabajo.
Mica y yo nos apretamos las manos. Un hombre vociferaba mientras los otros golpeaban a Said y a los exnovios de Pao y Brenda. Escuchamos sonidos del cuerpo humano que nunca volveríamos a escuchar. Huesos rompiéndose, aire terminándose, músculos desgarrándose. La arena se ensució de un rojo espeso. Cuando terminaron nos dijeron que contáramos hasta doscientos antes de levantarnos. Contamos juntas como un coro maltrecho. Olíamos a sudor y orina y caminamos a la calle principal temblando, abrazadas, sobrias a causa del miedo. Un taxi extrañamente oportuno apareció y notamos que otra patrulla nos siguió hasta el hotel.
Al día siguiente paramos a poner gasolina antes de volver a Mexicali y vimos un titular amarillista en el periódico: “Levantón en Punta Banda”. Pensé en Said maniatado, torturado, muerto, desaparecido. Pensé en Said como un psicópata capaz de dispararle a Mica, de dispararnos a las cuatro y lloré. Lloré las tres horas de carretera, lloré mientras la patrulla nos acompañaba hasta la salida de la ciudad a manera de advertencia, lloré mirando las vinícolas del Valle de Guadalupe, las montañas de Tecate. Lloré cuando bajamos La Rumorosa y cuando Mexicali nos recibió con su aroma a podrido. Después lloré encerrada
en mi habitación. Lloré sin descanso porque estábamos vivas, porque Omar había dejado de quererme, porque tenía resaca, por el cuerpo delgado del Two-Face y su piel de gato solar. Lloré por Mica, Paola y Brenda, por mí, porque esa noche dejamos de ser jóvenes y nos convertimos en adultas. Lloré porque entendimos de la peor manera que aquella violencia era solo el principio. Lloré porque supe que el terror acababa de comenzar.
Correa Neri, Elma Aura Mentiras que no te conté Editorial de la Universidad de Guadalajara, México, 2021
Mi primer contacto con el cuento fue gracias a mi madre: la recuerdo leyéndome a Oscar Wilde, Francisco Hinojosa, Las mil y una noches. La recuerdo contándome cuentos del folclore popular, con esa habilidad para crear un personaje tan solo con el tono de su voz. Mi abuelo era un contador de historias nato, quizá por eso narrar me parece una forma primordial de comunicación, una manifestación de cariño.
Crecí con muchos cuentos a la mano: ediciones baratas de los hermanos Grimm, de Andersen; historietas de La pequeña Lulú, Archie, el pato Donald. Cuando fueron insuficientes, me mudé a la Biblioteca Pública. Más tarde empecé a escribir mis propias historias y fui de un taller literario a otro. Mis ganas de seguir leyendo me empujaron a abandonar mi ciudad: estudié la licenciatura en letras en Zacatecas y una maestría en estudios de literatura mexicana en Guadalajara, pero siempre vuelvo a mi casa, Durango, desde donde imparto clases en línea, aunque prefiero lo presencial.
He publicado cinco libros de cuentos, tres de poesía y una novela (en mi semblanza oculto, por pudor, mis escritos tempranos). He ganado becas, residencias de creación y algunos premios.
La literatura me ha dado todo: estudios, trabajo, viajes, amigos, amores e incluso uno que otro enemigo; a cambio, decidí entregarle mi honestidad y mi vida, que son lo único que en verdad poseo.
DIEZ LECCIONES PARA LA (Y ÉL) CUENTISTA EN FORMACIÓN
No puedes llegar tarde a la escritura porque nadie te está esperando. Escribe cuentos como si sólo tú fueras a leerlos, pero con la intención de que lleguen a alguien más. La escritura sin diálogo es mera autocomplacencia.
Toda escritura es autoficción en mayor o menor grado: es imposible escribir sin dejar algo de nosotras en lo narrado. Una buena cuentista reviste la historia de modo que hace creer a sus lectores que no está hablando de sí misma.
La cuentista es una observadora de tiempo completo, aprende el lenguaje atrapando trozos de conversaciones en el transporte público. Sabe que de un detalle nimio puede nacer un cuento: no hay historias intrascendentes, sino escritores sin pericia.
La cuentista es una cazadora: vive al acecho de una epifanía, del instante en que surgirá una historia memorable. Luego corrige. Reescribir un instante es su verdadero trabajo.
La cuentista es una entretenedora: no escribe para cambiar el mundo, ni para salvar vidas. Escribe por el placer de narrar sin que el lector se duerma de aburrimiento.
La cuentista es agradecida: el recurso más valioso de la humanidad es el tiempo; por eso reconoce el privilegio de que, en un mar de maravillosos escritores y escritoras, el lector la haya elegido para gastar una parte de su existencia.
La cuentista es primero lectora: llegó a la escritura porque amaba leer, porque admiró la obra de otros, porque los libros le regalaron un lugar en el mundo. La lectura es un manantial del que su imaginación necesita abrevar constantemente.
El cuento es una intuición, una forma de percibir el universo que obliga a intentar descifrarlo mediante la palabra. La intuición es un atributo natural, pero también se aprende. ¿Cómo? Leyendo.
Escribir un cuento es como contar un chiste o un chisme, es fácil echarlo a perder: cuando se cuenta de más (¡a nadie le gusta que le expliquen por qué debe reírse!), cuando se cuenta de menos (omitir información puede destruir la trama), cuando se divaga (es engorroso platicar con alguien que se demora detalles que no vienen al caso).
Lo único que tienes para ofrecerle al género del cuento es tu personalísimo punto de vista, lo demás ya está escrito.
CORAZONES NEGROS
No creo en el karma, sólo creo en la venganza. Isaí Moreno
Sí.
Yo me llevé al niño.
Fue por desquite. Aunque también porque me sentía solo. La soledad siempre ha sido un problema, me atrae y me mortifica.
No.
No me interrumpas, estúpida. De por sí da flojera tener que explicarte letra por letra. Tú eres la interesada, no yo. Voy a contarte cosas que no debería para ver si así entiendes. También quiero desahogarme, hace mucho que no me sincero con alguien.
Me mudé a Zacatecas después de mi separación. Llegué buscando alejarme del recuerdo de una relación desgraciada y de mi familia. Era una época difícil: me casé con una muchacha simplona y agresiva, como tú. Ahora me parece ridículo, en aquel entonces se me figuraba una tabla de salvación para tapar lo obvio. Nuestro matrimonio fue breve pero tormentoso porque nos negábamos a aceptar que nos hacía la vida miserable. Algunas tardes yo me encerraba a llorar en nuestra habitación, cuando ella me descubría se ponía furiosa, llegó a pegarme por ser un poco hombre.
No.
Nunca se la devolví. Cerca de nuestro segundo aniversario comenzó a engañarme con otro. Primero me sentí traicionado, luego comprendí que lo mejor era separarnos, quisiera decir que como amigos, pero la verdad es que peleamos bastante en el juzgado. Mi familia se decepcionó al triple: por el fracaso matrimonial, por las posesiones que perdí y porque no les quedó más remedio que aceptar mi condición.
No.
No me llevé al niño por eso. Nunca pensé en tener hijos.
Aunque nunca estuve enamorado de mi exesposa, su traición me caló profundo, la desconfianza se me quedó atravesada. Yo traía problemas desde antes: mi padre nos abandonó cuando yo era pequeño y mi hermano mayor se convirtió en un hombre violento del que preferí mantenerme alejado. No sabría decir si fui una víctima, solo sé que nunca tuve relaciones sanas con los hombres: los temía, los detestaba y anhelaba su cariño a partes iguales. Luego comencé a desearlos y más tarde a acostarme con ellos para que me quisieran, a veces funcionó, a veces no.
En Zacatecas decidí terminar la carrera que había dejado para casarme. Mi familia me apoyó. Yo no sabía entonces que estaba enfermo, creía normal que algunas tardes me fuera imposible levantarme de la cama y quedarme
contemplando las paredes, desanimado, con ganas de llorar sin motivo. «Es cansancio», les decía a mis amigos cuando me preguntaban por qué había faltado a clases. Ellos se acostumbraron a mis desapariciones.
Sí.
Era un rarito. No me interrumpas para preguntar eso. Qué corriente eres. Hacia el final de la carrera me hice amigo de un compañero al que había detestado por años. Fue como en las películas románticas baratas: primero nos odiábamos y luego nos amamos.
Sí.
Ya vivía aquí.
2.
Llevaba dos años en este departamento, no era el más amplio y fallaba el agua, pero me acomodé. Me gustó tanto que decidí que nunca me marcharía de aquí. De mi ciudad traje un par de muebles, trastes y otros objetos que lo convirtieron en un hogar. La renta, además de barata, era congelada, a ti sí te la han ido subiendo, ¿verdad? Pobrecita. Pero la ubicación lo vale. Cerca del parque y no tan lejos de la facultad. A mí me encanta.
Con aquel novio de la carrera vino mi primera crisis. No lo culpo: fue amoroso, a su manera limitada y egoísta, pero amoroso al fin. Culpo a nuestras conversaciones existenciales. Él era algo así como un nihilista light, no sé si conozcas el término, no te ves muy estudiada. No puedo explicártelo si lo único que conoces de filosofía lo aprendiste en secundaria, perdón.
No me hables así o me largo.
Bien, así me gusta. Calladita. Prosigo.
A él le gustaba hablar de la inutilidad de las acciones humanas, del vacío, de la nada; le parecía un pasatiempo interesante, yo me tomaba todo en serio. Charlábamos mientras comíamos pizza que yo preparaba. Luego él se iba a la casa de sus padres en su vieja Caribe blanca y me dejaba solo, rumiando el sinsentido de la existencia, abandonado al pesimismo.
No.
No estaba sufriendo ni fue la desesperación lo que me orilló a intentarlo la primera vez, sino el cansancio. Las faltas a la escuela se hicieron más frecuentes, me sentía abotagado. Concluí que si la vida era una sucesión de dolor y aburrimiento no me interesaba. Una noche conseguí todos los medicamentos fuertes que pude y los tomé esperando el descanso. Desperté con un dolor espantoso en los riñones y los intestinos. Tuve que ir al hospital, donde me lavaron el estómago. Mi familia no se enteró: me daba vergüenza ser tan estúpido que ni siquiera era capaz de suicidarme bien. Llamé a mi novio. Vino a verme solo para cortar conmigo porque no podía estar con alguien que hiciera «ese tipo de cosas». Lo acepté. Después llamé a un amigo, que me cuidó sin hacer preguntas.
27.
Tenía 27 años. La edad en la que dicen que mueren los rockstars. O sea que yo no era uno. Tampoco en ese momento pensé que estuviera enfermo. «Solo estás triste», me repetía. Pensé que si no había logrado matarme, lo menos que podía hacer era vivir con dignidad. No cumplí. Terminé la carrera y, como la mayoría de mis compañeros, duré buen tiempo sin conseguir trabajo. Mi mamá me mantenía: le dejé claro que no quería volver y la familia prefería que yo siguiera lejos. Conseguí trabajitos por aquí y por allá, nada formal ni relacionado con mi profesión, nada que me permitiera sostenerme, apenas ganaba para darme algún gustillo de vez en cuando. Me sentía inútil.
En una de esas chambas conocí a Benji, era hermoso: sus ojos color miel, su sonrisa pícara, su desparpajo. Imposible no amarlo. Él tenía pareja, pero al final se quedó conmigo. Aquel romance fue también como de película, pero de melodrama, se desgastó demasiado rápido. Era como esas telenovelas que te gustan. Peleábamos y hacíamos el amor con furia, como queriendo desollarnos a mordidas.
No.
No te voy a dar más detalles de eso, no te asustes.
Un par de veces lo corrí del departamento y aventé sus cosas por las escaleras del edificio. Le decía que no quería volver a verlo, pero siempre lo perdonaba. Fue entonces cuando me dio por llorar en la ventana mientras vigilaba su regreso.
Durante una de nuestras pocas temporadas en paz, una noche que salimos con un grupo de amigos, a alguien le dio por hablar de fantasmas. Yo dije que cuando muriera de seguro vendría a asustar a este departamento porque aquí había sufrido mucho: los fantasmas son huellas de dolor o de odio. Me imaginé como un espectro apostado en la ventana, oscuro y sollozante, a la espera de alguien que no llegaría, espantando a los vecinos que tuvieran la mala suerte de verme. Me gustaba la idea. Después les dije que era bueno planear antes de morirse para que el espíritu no vagabundeara sin rumbo. Los demás se burlaron, lo tomaron a juego. Yo estaba hablando en serio.
Unos meses después Benji y yo nos separamos, peleados casi a muerte. No podía ser de otra manera. En uno de nuestros últimos pleitos lo golpeé, no tan duro como hubiera querido y no tan fuerte como el puñetazo que él me dio. Estábamos locos. Luego vino un periodo muy pesado en el que me buscaba. Aquello se terminó hasta que él se largó a un viaje espiritual a Veracruz y se quedó clavado en los hongos alucinógenos. Me mandó una carta larguísima en la que me pedía perdón por todo lo que me había hecho, al mismo tiempo que me culpaba por haberlo provocado. Volví a sentirme hundido.
Con la tristeza llegó el insomnio. Dormía apenas dos o tres horas diarias. Me daba miedo la hora de acostarme, sabía que no conseguiría pegar el ojo. Recuerdo que me ponía tan ansioso que empezó a darme pánico salir a
la calle. Me sentaba en el sillón de la sala y clavaba los ojos en la puerta. «No puedo salir, no puedo», me repetía. Le temía a todo. Estaba enloqueciendo. El mismo amigo de la otra vez vino al departamento y estuvo tocando hasta que sus puños en el metal de la puerta me taladraron los oídos y tuve que abrirle. Me llevó con un psiquiatra.
Sí.
Ya sé que quieres saber dónde está el niño. Voy a contártelo cuando me dé la gana.
El psiquiatra me hizo ver que estaba enfermo. Eso me liberó. Ahora sabía que aquel comportamiento extraño que hacía que la gente acabara por abandonarme no era mi culpa, sino de la mala química de mi cerebro. Bueno, no era mi culpa del todo. Me dieron medicamentos y me obligaron a ir a terapia. Funcionó. No por completo, pero sirvió de algo. Volví a dormir y fui capaz de pedir ayuda una o dos veces. Los antidepresivos tuvieron un efecto raro en mí: cuando estaba muy alegre o a punto de llorar sentía como si un globo con agua se rompiera dentro de mi cabeza y aquel líquido que se derramaba por debajo de mi crisma me tranquilizaba hasta quedarme como ido, observando a distancia. Un pacífico espectador de mi vida, en eso me convertían los medicamentos. Me asusté y dejé de tomarlos.
Sí.
Claro que me afectó.
La segunda vez que traté no dejé margen de error. El tercer piso de un edificio no es mucha altura, pero aventarse de espaldas para pegarse en la nuca con la banqueta y hacerlo a la hora en que se sabe que no hay gente cerca para ayudar garantiza el éxito.
29.
Tenía 29 años.
No.
No puedo explicarte cómo es acá. Bueno, se parece un poco a estar detrás del vidrio de una cámara de Gesell. Si no sabes qué es, investígalo. De cualquier manera, tarde o temprano averiguarás cómo es esto.
No.
La transición no fue tan dura como imaginé, simplemente aparecí una noche de nuevo aquí. Poco a poco fui recordando y mi vida me parecía tan triste que no podía evitar llorar. Es irónico: buscar liberarse de la tristeza por medio de la muerte y que esta te condene a vivir en un bucle de recuerdos y remordimiento.
Sí.
Yo soy de quien te hablaron las vecinas.
No.
El departamento estuvo desocupado bastante tiempo. No sé cuánto, eso no significa nada de este lado. Luego llegaron uste-
des, tan invasivos, tan insolentes, a alterar las cosas. Odio el ruido. Más cuando son gritos. Peor si son peleas familiares. No soporto a las parejas que se insultan. Lo bueno es que ustedes se separaron pronto, pero tú te convertiste en la típica amargada que no puede superar al marido, a pesar de que fuera un golpeador y te forzara a tantas cosas que no voy a repetir porque bien las sabes.
Sí.
Vi todo.
Primero me dabas lástima, traté de protegerte espantando al gusano de tu exesposo. Era un cobarde. Un espectro impone, aunque sea de un hombre delgadito como yo. Bastaba con ponerme en la esquina de la sala cuando se quedaba hasta tarde frente al televisor. Lo hice por ti, a pesar de las veladoras y demás ridiculeces que te vendieron las santeras del mercado para sacarme del departamento.
Cuando comenzaste a desquitarte con el niño te odié. Tu hijo era muy tierno. No sé cómo se las arregló para conservar ese espíritu dulce entre las almas podridas de sus padres. Era como una de esas florecitas que nacen entre las grietas del pavimento. No sé a quién salió. ¿Estás segura de que era su hijo? Ni siquiera se parece. No te enojes. Igual no lo querías. Le pegabas con saña porque pensabas que nadie te veía y él calladito, manso, ¿a quién le iba a contar que le fracturaste el brazo con un empujón? No llores, hipócrita.
Sí.
El niño pudo verme desde el principio. Supongo que no tuvo miedo porque era inocente, no alcanzó a aprenderte la maldad.
Sí.
Jugábamos de noche, mientras dormías, o cuando lo dejabas solo, encerrado. Me encariñé con él, dejé de llorar. Él también se encariñó conmigo. Nos consolamos el uno al otro. Cuando me dijo que se quería venir conmigo no dudé.
Sí.
Yo le dije qué hacer y cómo. Fue fácil. La policía montada del parque es bastante inútil.
Sí.
Está en el viejo tanque de agua del parque, el que tiene una escalera metálica.
Sí.
Él es quien tira las cazuelas en la cocina. Le gusta correr y nunca había podido hacerlo sin miedo a que le pegaras. Yo sí lo dejo. Disfruta haciendo bromas, a veces le ayudo. Es un niño, quiere divertirse. Yo lo hago por molestarte.
Sí.
Él es a quien has visto caminar rumbo a la ventana. No son figuraciones por el remordimiento de conciencia, aunque la tengas tan negra. Le gusta acompañarme.
No.
No quiere hablar contigo. Por eso te contesté yo.
No insistas. Cállate de una vez.
Queremos que te largues. Y ni se te ocurra venir con agua bendita o un sacerdote. Si los dueños del departamento no pudieron conmigo, tú menos.
No.
Lo mejor es que lo des por desaparecido, sería muy sospechoso que apenas se te ocurriera pedir a los policías que revisaran ahí, ¿no? Qué horrible sería ver su cuerpecito descompuesto. Respeta su memoria, déjalo así. No vaya a ser que se descubra el remedo de madre que eras.
No te preocupes. Esto quedará entre nosotros tres. Las conversaciones sobre el tablero desaparecen, así como queremos que desaparezcas de nuestro departamento.
Si no te marchas, prepárate para conocerme.
Adiós.
Cruz, Atenea Las yeguas nocturnas Eolas ediciones, España, 2024
BRENDA LOZANO
México
Soy narradora, ensayista y editora. Mi primera novela es Todo nada (Tusquets, 2009), le sigue Cuaderno ideal (Alfaguara, 2014), el libro de cuentos Cómo piensan las piedras (Alfaguara, 2017), Brujas (Alfaguara, 2020) y Soñar como sueñan los árboles (Alfaguara, 2024) que salió este mismo año. Tengo una beca de escritura por parte de la Borchard Foundation de Estados Unidos, soy parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte, y formo parte del consejo del Premio Aura Estrada para escritoras menores de 35 años. Actualmente estoy trabajando en un ensayo largo y una novela corta. Mi trabajo se ha traducido a varios idiomas, me interesa mucho involucrarme en proyectos de arte contemporáneo y cine, escribo una columna en el periódico El País y vivo en Ciudad de México.
En un pueblo en Sonora, al borde del desierto, había un Pastor erudito que tenía una modesta casa con muy pocos libros que había releído hasta gastarlos. Sus pertenencias cabían en una maleta y tenía una hija de once años que tenía, a su vez, un cordero blanco. El Pastor había enviudado el mismo día que se había convertido en padre, no había querido conocer a otra mujer después de la suya y había criado a su hija en la Fe. Enseñaba la Biblia a una pequeña comunidad de estudiosos, párrocos y pastores que iban de otros pueblos a sus lecciones cuando su hija lo interrumpió para pedirle que la ayudara a coserle una herida sangrante que se había hecho el cordero en una cerca de alambre. El Pastor suspendió la lección al ver la cara descompuesta de su hija y fueron a casa. Abrió la caja de latón en la que guardaba sus pertenencias personales –quería coser la herida del cordero pero no encontraba la aguja que debía estar entre la vaselina que usaba en el invierno y en las sequías cuando se le partían los labios, la medalla de su esposa, la Biblia que le regaló su madre cuando niño, los botones y las tijeras con las que se cortaba por igual uñas y pelo–cerró su caja y llevó al cordero en brazos a casa de un conocido que tenía ganado. La esposa del conocido preparaba un guiso laborioso que la hija del Pastor quiso aprender a cocinar. Era una tarde calurosa, especialmente caliente, y entre la conversación solemne que el Pastor tenía con su conocido y su hija pasándola bien en la cocina, la pareja les ofreció quedarse a merendar y, si así lo querían, podían pasar la noche en el cuarto de visitas. Era la primera vez que veía a su hija convivir con una mujer bajo un mismo techo, como quizás pudo haber convivido con su madre de no haber muerto en el parto, la noche más sangrienta que había vivido el Pastor, por cierto. Aceptó la invitación. La niña, tocando la adolescencia, fue efusiva con su padre en agradecimientos, pidió que el cordero durmiera cerca de ella y le pidió a la mujer que le enseñara más cosas –todas las cosas que pudiera enseñarle a hacer–. El cordero durmió entre las dos camas individuales en las que pasaron la noche. La luz de la luna se reflejaba brillante en el hilo de sangre que comenzó a escurrir entre las suturas al cordero.
El calor extremo aquella noche de verano comenzó un pequeño fuego en los límites del pueblo que extendiéndose y creciendo arrasó con trece casas. La casa del Pastor fue la primera en desaparecer entre las flamas, los crujidos y las brasas. Al salir el sol, cuando el Pastor, su hija y el cordero iban de vuelta a casa, alguien en el pueblo les dijo que su casa se había incendiado esa noche y que nadie había podido encontrarlos. Esa persona también les dijo que los vecinos no sabían si ellos volverían a aparecer o si la furia del fuego los había matado. El Pastor era un hombre de muchas palabras a Dios y acerca de Dios, pero de pocas palabras sobre sí mismo y esas, todas las palabras a su alcance, parecían haberlo abandonado. El Pastor erudito se dirigió con su hija y el
cordero al desierto. La ropa que llevaban puesta y el cordero, cojeando, era lo único que llevaban a su nueva morada. Su hija le comenzó a hacer preguntas que él no sabía o no quería contestar hasta que, tal vez, esa flama que se había recién encendido en su hija creció hasta prender su adolescencia. La niña confrontó a su padre, le hizo preguntas que antes no se habría atrevido a hacerle. El Pastor, flaco y seco como una vara, le contestaba. El cordero comenzaba a supurar y a sangrar, como la sangre que anunció la muerte de su mujer aquella madrugada que le entregó a su hija con vida. El Pastor miró cómo las huellas se iban desdibujando a su paso. Cosa rara, en ese calor quieto, cuando un velo de aire ligero borraba su andar, borrando el pasado y en eso pensaba cuando su hija lo comenzó a increpar. Cómo era posible que su casa existiera un día antes y al otro día no existiera más. Cómo era posible que Dios hubiera incendiado su casa, una casa que había entregado todas sus plegarias a Dios. ¿Cómo cruzaría el desierto su cordero? Su padre sabía que ese cordero era lo único que ella quería, ¿qué le garantizaba que su cordero llegaría vivo a su nueva morada? ¿Una oración? Cómo era posible que a él, un buen hombre que se había entregado a las Santas Escrituras y al servicio a Dios, le hubieran quitado a su mujer, su casa y su vida a pesar de sus oraciones y en ese instante su hija lo empujó como a ese mismo límite entre la vida y la muerte que mantenía al cordero andando en una línea incierta y tambaleante cuando la niña empujó aún más a su padre: “¿Qué peor mal que todo lo que nos pasa?”. Entonces el Pastor erudito le respondió: “El peor mal que puede ocurrirnos es que olvidemos que somos hijos de Dios.” Ni bien había terminado de decir estas palabras cuando el cordero se desvaneció en el desierto, más o menos como su esposa se había desvanecido frente a él.
También se cuenta que:
En un pueblo en Sonora había un Pastor erudito que tenía una hija de once años. El Pastor había enviudado el día del parto y había criado a su hija en la Fe. Enseñaba la Biblia a un grupo de estudiosos en su casa cuando una tarde su hija lo interrumpió para pedirle ayuda. El Pastor suspendió la lección para ayudar a su hija que lo llevó al otro lado del pueblo. La niña, bordeando la adolescencia, fue efusiva con su padre y le agradeció por dejar a un lado lo que más parecía importarle. Él notó un cambio en su hija.
El Pastor esa tarde decidió hacer una caminata larga con ella para hablarle de las Sagradas Escrituras que quizás podrían acompañarla lo que su madre no había podido acompañarla ahora que entraba en la adolescencia. El calor extremo aquella tarde de verano llegó a un pico que comenzó un pequeño fuego en uno de los límites del pueblo hasta que el fuego arrasó con una franja de casas y la casa del Pastor y su hija fue la primera en desaparecer entre flamas, crujidos y brasas. Al volver y ver su casa reducida a nada, el Pastor erudito supo que Dios les había salvado la vida a él y a su hija, pero a su hija le había quemado la infancia ver las cenizas de su casa y le hizo preguntas a su padre que antes no
había hecho. El Pastor, flaco y largo como una vara, contestaba serenamente las preguntas a su hija, como vara que va adonde la corriente de agua le lleva. Cómo era posible que su madre o su casa pudieran aparecer y desaparecer sin que Dios hiciera nada, cómo era posible que a un buen hombre que habiéndose entregado a las Santas Escrituras, le quitara a su mujer y su casa, ¿no era eso lo peor que podía pasarles? Dios a ella la había dejado huérfana y ahora la dejaba sin casa y eso era lo peor que le había pasado. ¿Cómo podía llamarse hija de una mujer a la que ni siquiera había conocido? No, hija, dijo el Pastor erudito, lo peor que puede pasar es que olvidemos que somos hijos, como tú siempre serás de tu madre.
Y se dice que:
En un pueblo en Sonora había un Pastor que tenía una hija de once años que estaba por entrar a la adolescencia. El Pastor había enviudado el día del parto y había criado a su hija en la Fe. Enseñaba la Biblia a un grupo de personas cuando una tarde su hija lo interrumpió para hacerle preguntas a su padre que nunca antes le había hecho. Esa noche su casa se incendió y el Pastor y su hija emprendieron el éxodo a una nueva morada. Cruzaron el desierto y, despojados de su pasado y sus pertenencias, después de haber visto su casa arder en las últimas llamas que la desintegraron, tuvieron por primera vez una conversación áspera, ríspida y, por lo tanto, íntima, por primera vez, entre padre e hija. El Pastor, flaco y largo como una vara que podía romperse si su hija lo hería o si algo le pasaba a ella, escondía su fragilidad detrás sus respuestas serenas. Ella le decía que Dios había desaparecido todo cuanto amaba en la Tierra y los había expulsado de su pueblo porque los había olvidado. ¿No es eso lo peor que podía pasarles? No, hija, lo peor que puede pasarnos es que olvidemos: desaparece Dios si lo olvidamos como desaparecemos nosotros si nos olvidan.
Y se sabe que:
Un Pastor erudito tenía una hija de once años, cerca de cumplir los doce años y, al inflamarse de adolescencia, cuestionó la Fe de su padre haciéndole preguntas que lo lastimaban hondo y ensombrecían su nombre. Había ya perdido a su mujer y habían ya perdido su casa cuando su hija le dijo: “¿Qué es peor que desaparecer? Peor que desaparecer, dijo el Pastor erudito, es temerlo porque Dios es contigo.
Este cuento fue incluido en la exposición “Tunstate” de la artista turca Aslı Çavuşoğlu Museo Jumex, México, 2023
ISMAEL RAMOS
Es escritor en lengua gallega. Su primer libro de ficción, A parte fácil (Xerais, 2023), ha sido publicado en castellano por Las Afueras (La parte fácil) y en catalán por Angle (La part fácil). Es también autor de tres poemarios: Lixeiro (Xerais, 2021), Lumes (Apiario, 2017) y Os fillos da fame (Xerais, 2016). Dos de ellos han sido traducidos al español: Ligero (La Bella Varsovia, 2021) y Fuegos (La Bella Varsovia, 2019), y uno al portugués: Fogos (Do lado esquerdo, 2022). Ha sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía Joven (2022), otorgado por el Ministerio de Cultura, y el Premio Javier Morote (2019), concedido por las librerías independientes españolas (CEGAL) al autor revelación. Como articulista colabora habitualmente en elDiario.es.
1. Un cuento es todo aquello que el cuento calla y, por lo tanto, es un fantasma.
2. Un cuento se compone de las palabras justas, es una estructura compleja construida a partir de lo dicho (lo que ha logrado permanecer) y lo tachado (cables y tuberías que hacen ruidos extraños tras las paredes).
3. Un cuento es una casa con un fantasma.
4. Lo más importante del cuento es el nudo, que puede estar en la garganta del narrador, en la miga de un trozo de pan o en uno de los cuatro estómagos de una vaca.
5. Escribir es aislar una voz entre el ruido: deshilachar todas las hebras de una cuerda y volverla a tejer.
6. En esta segunda vida, las hebras siempre guardarán algo de su forma anterior, del mundo del que fueron arrancadas para acabar siendo parte de esta historia. Esa textura rugosa e imperfecta es la que consigue captar la atención de la lectora.
7. En realidad esto no es un decálogo sobre el cuento, tan solo algunas ideas vagas sobre literatura. Cuando un espejo se rompe, todos los fragmentos del espejo son el espejo mismo, no importa su forma.
8. Al mirarme en el espejo, nunca veo un todo, sino fragmentos. Es importante que el cuento elija cuidadosamente sus detalles.
9. La imagen del reflejo tampoco se corresponde nunca con la que yo había imaginado para mí mismo ni para mi escritura. El lenguaje siempre se nos va de las manos, tiende a desbordarse incluso en las palabras más cortas, p. ej.: sol.
10. El cuento es un lugar provisional, no existe hasta que entramos.
RUBIA DELGADA
No tengo claro si Laura salió ganando cuando dejó de ser la rubia delgada y pasó a convertirse en la chica muerta.
Teníamos la casa alquilada para la segunda semana de agosto desde marzo. Era una casa moderna, blanca, y estaba en lo alto de una colina entre dos playas. Tenía un jardín trasero con piscina y varios pinos mansos. Había solo dos dormitorios, pero éramos siete. Clara, que se había erigido como la responsable de todo desde el momento en que sus padres le habían confiado del coche para el viaje, decidió que dormiríamos por turnos: una noche cama, una noche sofá, una noche hamaca.
Recuerdo que el primer día me tocó sofá. En la casa no había televisión y todo estaba orientado hacia la piscina. Se quedó una noche clara, de un azul luminoso. A través de las cristaleras del salón podía ver la pinaza recortada contra la oscuridad. Era una piel excitada.
La única que no bebía alcohol era Fátima. Nerea y yo acordamos poner un chorrito de ron en su vaso de Coca-Cola sin avisar.
Tampoco es que nos pasásemos el día borrachas. Al contrario. Bebíamos poco y casi siempre por la noche. Algunas empezábamos antes de la cena. Nerea era bastante lanzada.
Ni siquiera habíamos hecho una compra ambiciosa: había una de vodka, una de ron, un par de packs de cerveza y dos botellas de tequila que reservábamos para más adelante. Una debió de permanecer intacta. Me pregunto si alguien se la llevaría de vuelta en la maleta.
Esa tarde, todavía no sabemos cómo, Clara se dio cuenta de lo que le queríamos hacer a Fátima y nos lo prohibió, así que desechamos la idea.
En ningún momento dejamos de seguir las instrucciones de Clara. La obedecimos siempre. No la culpo de lo que pasó después con Laura, pero cada vez que la escena acude a mi cabeza es imposible no pensar: ¿dónde estaba Clara? ¿Por qué no hizo nada?
Al tercer día, Patricia era la única que quería bajar a la playa. Todas las demás habitábamos ya el espacio de la piscina, nos habíamos adaptado como animales a la forma de la casa.
Me sorprendió que Patricia insistiese tanto.
Obviamente, no éramos las siete igual de amigas, y siempre vi en ella el eslabón más débil. Sé que en algún punto de aquel curso había discutido por algo con Nerea. Ella nunca me contó por qué. Eso me preocupaba. Ese verano yo estaba preocupada por todo.
Son nervios buenos, Silvia, me había dicho papá. Pero no tengo claro que supiese de qué hablaba.
Patricia amenazó con ir sola a la playa, así que, finalmente, Clara decidió por todas que nos turnaríamos también para bajar.
Las primeras fueron Patricia, la propia Clara, Eva y Laura. Nerea, Fátima y yo nos quedamos tumbadas alrededor de la piscina.
Fue la tarde en que me quemé los hombros. Creo que por aburrimiento. No dije nada. No quería que Nerea se disgustase.
Cuando volvieron de la playa ya era tarde. Yo acababa de salir de la ducha y ayudaba a Fátima a escoger qué pizzas congeladas cenaríamos esa noche. Teníamos cuidado de que hubiese siempre varios sabores, no tanto para contentar a las demás como para tener donde elegir al final de la semana. En el fondo, no queríamos que aquello se convirtiese en un campamento.
Nada más entrar las cuatro por la puerta, noté que había pasado algo. Había en ellas un alboroto, una inquietud que irradiaba de sus melenas deformadas por el salitre. Eva preguntó: ¿estamos todas?
Falta Nerea, dije. Se está duchando.
Creo que Eva hizo amago de entristecerse, pero no fue capaz y se le quedó en la cara un gesto raro, infantil.
Tampoco pasa nada si no estamos todas, añadió Patricia. Laura y ella habían salido al jardín y se estaban sacudiendo la arena de las plantas de los pies.
¿Qué ha pasado?
Fátima quería saber y yo también, pero no sin Nerea. Podía escuchar el agua cayendo a chorro en el piso de arriba. Pensé que las siete convivíamos como divorciadas que no terminan de separarse.
Al final lo había anunciado Eva, pero lo dijo Clara: ¡mañana tenemos fiesta!
¿Cuántos son?
Cuatro chicos y una chica.
Entonces son cinco, no hace falta que los segregues.
Nerea estaba enfadada. Hacía preguntas todo el tiempo. En realidad, no tenía curiosidad, pero tampoco argumentos para discutir. No desconfiaba de aquellos desconocidos, sino de nosotras.
Pero traen su bebida, ¿no?
Sí.
A esas alturas, contestaba ya cualquiera de las seis. Incluso yo, que no conocía a ese grupito de cinco —cuatro más una—, hablaba de ellos con naturalidad. Empecé a creer que cuando los viese por primera vez, reconocería elementos familiares en sus rostros. Reminiscencias de otras vidas.
¿Y vienen desde el camping en taxi?, continuó Nerea. Ya son ganas de malgastar. Porque si fuese para ir a una fiesta, todavía. Pero vamos a estar doce personas remojándonos en una piscina.
Supongo que estarán hartos de estar con sus padres, dijo Eva.
Normal.
No sé quién respondió, pero el sentimiento de comprensión fue unánime, imbatible.
Nerea se dio por vencida después de un rato. Por suerte, esa noche no le tocaba compartir cama con nadie.
Es increíble que hayamos pagado tanto dinero por pasar una semana en una casa al lado de la playa y que ni siquiera se vea el mar.
Laura y yo estábamos sentadas en el borde de la piscina, con las piernas hundidas casi hasta las rodillas. Tenía razón. No habíamos tardado en acostumbrarnos, pero el primer día, nada más llegar, nos habíamos sentido un poco estafadas al ver que el muro que cercaba el jardín de la casa tapaba las vistas al mar. Desde los dormitorios del primer piso sí que se veía el horizonte, pero incluso allí, los troncos esmirriados y las copas de los pinos rasgaban la fotografía.
Por lo menos no ha llovido, apostillé.
Laura estaba más roja que morena. Se notaba que su piel no sabía cómo oscurecerse, cómo gestionar la fuerza implacable que ejercía sobre ella aquel sol soberbio de las cinco de la tarde. Llevaba la melena rubia recogida en un moño alto.
No parece muy cómodo.
¿El qué?
Tener el pelo tan largo en esta época del año, dije señalando hacia su cabeza.
Yo siempre había tenido más o menos el mismo peinado a lo garçon desde que tenía trece años. Había sido una recomendación del entrenador de voleibol. No me había gustado nada aquel comentario suyo, pero me lo corté igualmente y lo seguí llevando así mucho tiempo después de dejar el equipo.
Y ahora con el salitre se me está poniendo peor, bufó Laura mientras se soltaba el moño con un movimiento de los dedos. Tengo las puntas hechas un asco.
La melena le llegaba por debajo de la tira del bikini y, al contrario que su piel, parecía saber perfectamente qué hacer con todo aquel sol. Tenía un brillo líquido, como el del mercurio.
¿Y si te lo corto?, dije casi sin pensar.
¿Pero tú sabes cortar el pelo?
No, pero no puede ser muy difícil. Te lo dejaría recto, por encima de los hombros.
Laura sacó inmediatamente una pierna de la piscina y se levantó tendiéndome la mano.
¡Vamos allá, entonces!
Eva estaba tumbada al otro lado del jardín bajo la sombra redonda de uno
de los pinos. La avisamos antes de irnos por si se quería unir, pero no contestó. Podría haberse quedado dormida con los auriculares puestos. Era imposible saberlo bajo las gafas de sol.
Igual solo está pasando de nosotras, dijo Laura mientras entrábamos en casa. Últimamente está un poco gilipollas.
¿Por qué?
Ni idea, respondió encogiéndose de hombros. Se ha hecho amiga de Sara, ya sabes, ella va siempre por libre, cosas de raras.
En aquel momento me pareció cruel. No el comentario, sino el hecho de que ninguna de nosotras se interesase por lo que le pasaba a Eva. Siete personas son mucha gente para una casa con dos dormitorios.
Laura se sentó dentro de la ducha y le lavé la cabeza.
Lo hice con cuidado. No estaba acostumbrada a tener tanto cabello entre las manos. Creo que lo froté como si fuese un vestido, como si estuviese a punto de desprenderse solo desde la raíz.
Después, se lo sequé con una toalla y le recogí la melena poniéndole la goma a la altura de los hombros. En toda la casa solo había encontrado tijeras en la cocina. Debían de ser para limpiar pescado, pero cortaron con facilidad la coleta con un chasquido vegetal. La sensación fue la misma que cuando rompía los tallos de las calas para colocarlas en el jarrón del recibidor. Mi madre me había enseñado a hacer los cortes en diagonal. Así las flores duraban más. En esta ocasión, fue recto.
Laura pegó un pequeño grito y se puso a reír. Nos reímos las dos.
Le dije que me mirase de frente y se lo fui igualando poco a poco.
Creo que Laura estaba contenta. Yo no sabía que acicalaba a una muerta.
Llegados a este punto, me gustaría saber exactamente quién tomó cada decisión. Quién dijo que ya estaríamos en bikini o bañador cuando llegasen los demás. No merecía la pena vestirse, esforzarse en elegir algo con lo que causar una buena primera impresión. Mejor incluso si nos dábamos un baño antes de que apareciesen. Así la fiesta era genuinamente nuestra y serían ellos los que interrumpiesen algo, los que tuvieran que buscar acomodo en nuestra coreografía. No se trataba de ser hostiles, sino de ejercer autoridad.
Cuando finalmente aparecieron, la verdad es que no encontré ni rastro de los rasgos que había imaginado para ellos. La chica se parecía mucho a Fátima y los otros cuatro no eran especialmente guapos. Había uno moreno con pecas en la cara que traía dos botellas de plástico con sangría casera. Me fijé en él porque tenía rota la esquina de un diente.
Sé que bebimos. Habíamos bebido ya unos chupitos de la famosa primera botella de tequila antes de que llegasen, cuando la noche empezó a refrescar. La música le daba a todo un aire algo forzado: si estás saliendo por la noche
es imposible que te gusten todas las canciones que suenan en un local. Aquí, en nuestra piscina, era diferente.
En un momento dado, Nerea empezó a gritar «temazo» cada vez que sonaba algo nuevo. Lo hizo hasta el final.
Otro de los chicos tenía el pelo ligeramente rizado y llevaba puesta una camisa de flores desabrochada que le combinaba fatal con las bermudas. Quizá la defensa de su grupo para irrumpir cómodamente en nuestra casa había consistido en no esforzarse demasiado, en no darle importancia a nuestra invitación.
Caí en la trampa.
Con el mismo descuido, fue él quien me preguntó: ¿cómo se llama la rubia delgada?
Laura.
Para aquellos cinco desconocidos Laura era la rubia delgada. Eva, seguramente la china, aunque en realidad es vietnamita. Patricia, la calva, con aquel pelo suyo que parecía algodón de azúcar. Fátima, la bajita de gafas, sin más. Clara, la alta, o la del flequillo recto. Nerea, la lesbiana. Y yo no tengo ni idea de qué dirían sobre mí, pero había elegido aquel bikini a rayas para llevar algo que me hiciese destacar.
Estaba de espaldas cuando pasó. Patricia dio un grito agudo y la música siguió sonando. El mundo no se para cuando alguien muere. Al contrario, se acelera. Los accidentes hacen que el tiempo vaya más rápido y rompen con el pasado, lo arrasan.
Eva dice que hubo una nube de sangre en la piscina cuando se cayó. Como las de las explosiones nucleares en los dibujos animados, pero más pequeña. Duró poco.
Tenía un corte que sangraba en la nuca.
Fátima cuenta que fue tirándose a la piscina. Que la última vez que la vio estaba en el aire.
Tuvo que coger impulso. Correr un par de metros.
Se golpeó, se hundió con fuerza y emergió flotando.
Yo estaba de espaldas, pero no recuerdo exactamente qué es lo que hacía cuando murió Laura. Nadie me estaba mirando.
En el hospital también nos turnamos. No podía haber seis personas en la sala de espera, así que tres salían y las otras tres se quedaban dentro. Sentadas, de pie, caminando. Seis es un mal número.
Ahora pienso que solo estábamos esperando a que alguien nos dijese que nos fuéramos. Y, si podía ser, que nos indicase también a dónde teníamos que ir después, a dónde regresar.
De verdad, creo que ninguna estaba borracha.
Compré una lata de tónica en la máquina expendedora, pero no me la bebí.
La hice rodar entre las palmas de las manos. Me sudaban.
Laura murió en el acto. Nerea se lo escuchó decir a uno de los técnicos de la ambulancia cuando llegaron. No sé si nosotras lo sabíamos ya o no. En aquel momento nadie lloró. Después sí.
Seguro que los otros cinco sabían perfectamente lo que había pasado. Ellos veían lo que nosotras no podíamos ver. Veían a la chica muerta.
Clara dijo que teníamos que llamar a nuestros padres o a alguien que viniese a buscarnos. Ella no quería conducir el monovolumen de vuelta a casa: ni a la de la playa, ni a la suya, ni a la de nadie. Lo dijo como si no quisiese conducir nunca más.
Fátima llevaba puesto un vestido de algodón blanco. Le resaltaba el moreno. En general, la blancura del hospital nos hacía parecer morenas a todas. Las demás, sin excepción, nos habíamos vestido apuradas con un par de shorts y camisetas. No era necesario ponerse de acuerdo para coincidir.
¿Deberíamos haberle cogido una muda de ropa también a Laura? Lo pensé, pero no dije nada.
Al poco tiempo aparecieron en la sala de espera sus padres. Yo estaba sentada, Clara de pie, Fátima paseando. Eva, Nerea y Patricia esperaban fuera.
Su madre nos miró fijamente y dijo: ¿quién le ha cortado el pelo?
Nací en Uruguay el 21 de septiembre de 1974. Soy oriunda de Tala, una ciudad pequeña de este país, pero actualmente vivo en Montevideo, mi lugar de adopción, junto con mi esposo y mis tres hijos.
Siempre estuve rodeada de libros y me considero una lectora voraz, pero no incursioné en la escritura hasta el año 2017, cuando decidí participar del taller de escritura creativa “A cuatro manos”, dirigido por Fabián Severo y Paula Simonetti.
Hace más de veinte años que trabajo como bibliotecóloga escolar, profesión que amo y que desempeño con mucha pasión. Me formé en diferentes talleres de literatura y escritura, y publiqué mis trabajos en revistas y blog literarios, tales como Pretextos por Escrito (2017), miNatura (2018), Burak (2021), Terminus (2021), Virguliéresis (2022), Sarabatana, Trazos (2024) y Letralia (2024).
Publiqué mi primer libro en 2022, una antología de cuentos titulada Cualquiercosario, obra que ganó la Medalla de Oro en los International Latino Book Awards en la categoría mejor colección de cuentos en español. En 2024 fue reeditado por la editorial ecuatoriana Alectrión.
Además de narrativa, también escribo poesía. Mis poemas hacen parte de la antología literaria poética Voces en vuelo, del colectivo colombiano BBC, y en el libro Cajita de poemas, de la editorial uruguaya Ocho Ojos.
DECÁLOGO
1. Empiezo con una idea, una intuición, una imagen, frase o algo que me atrae y que me lleva a lo que quiero contar.
2. Me entusiasmo: ‘amaso’ y juego con la idea en mi cabeza. Vivo la historia en mi mundo paralelo. Soy un peligro: puede estar incendiándose la casa que no me entero.
3. Es momento de escribir. No hay tiempo para juzgar. Garabateo en papel, casi sin pensar, y dejo que la historia me guíe. No quiero que termine.
4. Huyo de las distracciones y me refugio en las cafeterías o en las bibliotecas. Mi hijo bautizó a esta etapa como ‘los viajes místicos de mamá’. En 90 por ciento de los casos sé cómo quiero que todo termine, aunque a último momento eso puede cambiar.
5. Lo copio a la computadora de modo crudo. Aquí no corre lo de ‘menos es más’. Todo aporta. Juego con la idea y con los sentimientos que quiero evocar. Me pongo en la cabeza de los personajes y en sus motivaciones. Más peligro.
6. Retomo el texto y lo analizo. Entra en acción la parte más cerebral, los mecanismos internos que hacen que el cuento funcione ¿Cómo quiero contar la historia? ¿In media res, desde el final? ¿Quién la cuenta? Elijo el tiempo verbal. Experimento hasta que me convence. Como no quiero eliminar los borradores voy haciendo sucesivas copias y a veces descubro que estoy trabajando en el borrador equivocado.
7. En algún punto me frustro porque no logro expresar lo que quiero. Abandono: es un caso perdido, no todo deviene en un buen texto.
8. Vuelvo a leerlo. Recorto por aquí, pego por allá. Lo reordeno, dudo y vuelvo a modificar. Me vuelvo a entusiasmar. ¿Por qué lo había dejado? No está tan mal, de hecho, me gusta ¡Qué linda me quedó esta parte!
9. Releo y pulo. Corrijo ortografía y reviso buscando repeticiones de palabras, abuso de gerundios, muletillas o palabras que no suenen bien.
10. Me aburrí de leerlo. Antes de que me arrepienta se lo paso a mi corrector.
PUERTA TRAMPA
Sábado 13
El doctor dice que sería bueno que llevara un diario. Fue porque me quejé de la pérdida de memoria. Dijo que era normal en estas situaciones. Casi me pongo a reír, como si me acordara cómo era yo cuando era normal.
Tengo que escribir todos los días, todos, aunque sea un poquito. De lo que sea, me dijo, no importa de qué. Si tiene ganas de escribir sobre cómo está el clima el día de hoy, si quiere hacer la lista de las compras, un recuerdo bonito de su infancia, o planificar algo que quiera hacer más adelante.
Todo es siempre más adelante.
Yo le hago caso, porque quiero mejorar. Me vuelve a recetar las mismas pastillas.
Domingo 14
A mí me daba lo mismo cualquier casa. Es más, si no fuera porque el contrato vencía y los dueños no querían renovar, yo habría seguido en el mismo apartamento. Fue Julián el que insistió, que nos iba a hacer bien mudarnos. No hay nada que me fastidie más que ver casas, pero no podía con su entusiasmo.
Todo para hacerle el gusto a él, para que se quede contento. Hice un amago de sonrisa y le aseguré que sí, que ya había tomado mis pastillas.
No le dije que todavía siento crecer la mancha en el pecho. Hay días en que crece y crece tanto que pienso que voy a explotar.
Lunes 15
Hoy me levanté sin ganas de escribir. Julián me compró unos cuadernos de espiral y unas lapiceras de colores. No quiero decirle que hace tiempo que dejé de ver en colores. Mi película es en blanco y negro, como el televisor de los abuelos.
A veces descubro a Julián mirándome fijamente, como si estuviera esperando que pase algo. Un día de estos me va a poner en la frente un letrero de “Frágil”, como en los cajones de la mudanza.
Sigo durmiendo mucho, aunque siempre me despierto cansada. Es por las pastillas, por las pastillas de caja amarilla y blanca. Pero Julián insiste en que tengo que tomarlas.
Martes 16
Por primera vez vimos una casa que me gustó. Es por el sótano.
Creo que la mujer de la inmobiliaria pensó que la idea de un sótano me asustaba así que me aseguró que no se abría casi nunca, ya que se inundaba los días de lluvia.
Miré a la puerta con pena: toda puerta es una invitación, y nunca sabés adónde te puede llevar.
Insistí en bajar, aunque solo logré golpearme la cabeza, mientras que con la linterna del celular iluminaba paredes exudando frío y humedad y un pesado aire a encierro.
Ya le dije a Julián que no pienso seguir viendo más casas. Esta es perfecta.
Viernes 17
Con todo el lío de la mudanza me olvidé del sótano hasta que ayer sentí ruidos. Bajé los escalones armada con una escoba, dispuesta a enfrentarme a las ratas. No encontré ratas, pero sí polvo y humedad. Cerré la puerta, y comprobé que apenas cabía parada.
Sigo en casa. Luego de la última recaída acordamos con Julián que no iba a reintegrarme enseguida al trabajo, que esta vez me lo iba a tomar con calma. No vamos a pasar por lo mismo. Tomate tu tiempo, descansá, pensá que estás de vacaciones. Podemos vivir con mi sueldo por un tiempo. Julián, como siempre, el eterno optimista.
Martes 28
Todos los días, antes de que Julián llegue del trabajo, bajo al sótano un ratito, hasta que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Allá abajo me siento segura.
Viernes 31
Me despierto temprano
Hago un poco de bicicleta, preparo la comida, cuido las plantas y espero a Julián.
Almorzamos. Repito, solo que cambio almorzamos por cenamos.
Ayer bajé al sótano otra vez. Todo sigue igual.
Sábado 8
El otro día me pasó algo muy extraño. Bajé al sótano y cuando quise salir, la puerta me pareció más pesada de lo que pensaba. Empujé con fuerza y no pude levantarla. Algo… o alguien parecía trancarla. Me quedé unos segundos inmóvil, paralizada por el miedo. La mancha creció en mi pecho y se extendió hasta el estómago. A pesar del frío sentía las gotas de transpiración en mi espalda. El celular me daba un poco de luz, pero era inútil para pedir ayuda ya que no tenía señal. No pude aguantarme y empecé a gritar, pero nadie vino a ayudarme.
Me quedé un largo rato sentada, adivinando sombras y dormitando por ratos. Ya más tranquila, empujé con fuerza la puerta y cedió. Le dije a Julián y no me contestó. Pero yo sé que fue hasta el botiquín y contó las pastillas.
Domingo 15
Estaba caminando en el sótano, cuando sentí un crujir de las piedritas distinto según donde caminara. Una parte del piso sonaba como hueco.
Me agaché para ver bien y descubrí una puerta trampa, de madera maciza y con una argolla negra. Tiré de la argolla llena de telarañas y pude abrír la puerta, no sin poco esfuerzo. El haz de luz del celular me dejó ver unos escalones de piedra. Bajé los escalones y me hallé caminando por un estrecho túnel. Sus paredes de cristal me hacían acordar al hormiguero que hicimos en un bollón de vidrio, en tercer año. Solo que, en este intrincado hormiguero, en lugar de túneles de hormigas se ve una maraña infinita de cables y cañerías.
Creo que no voy a bajar más.
Lunes 24
Volví a bajar y esta vez me animé a recorrer el túnel hormiguero. Nunca hubiera sospechado lo que había al final. Apenas puse un pie fuera del túnel, se encendieron unas luces blancas y me encontré en el umbral de una extraña habitación. Parecía una gigante horma de queso metálica.
En el centro, en un pedestal, un prisma metálico. No es exactamente un prisma, sino más bien algo parecido a un obelisco.
Unos escalones más abajo del obelisco, una gigante poltrona negra.
Pero lo más sorprendente estaba en el techo. Cuando levanté los ojos, vi que los materiales de construcción, la tierra, todo lo que estaba sobre el techo del queso, era semi translúcido.
A través de una imagen casi fantasmal de las baldosas, veía mi casa.
¿Y si el techo se cae? Salí rápido y cerré la puerta trampa.
Martes 25
Anoche soñé que vivía entre túneles subterráneos de cristal, observando el mundo desde abajo, desde las raíces. Las raíces son importantes, son el origen de todo.
Veía el mundo a través de suelas de zapatos, patas de muebles y pelusas de polvo.
He decidido que, de aquí en más, la sala metálica sea llamada la Sala de Control.
Miércoles 26
El techo parece firme así que me animé a sentarme en la poltrona negra. Me pareció la silla más cómoda sobre la que me había sentado en mi vida, de un material desconocido para mí, suave pero mullido a la vez.
La Sala de control siempre huele a limpio, a pieza recién desinfectada.
¿Quién vivía aquí? ¿Para quién era la silla? La he bautizado el Sillón de Mando. Revisé cada milímetro del obelisco y no pude encontrar nada, ningún tipo de botón o palanca. Sigue allí, soberbio y brillante.
Viernes 28
Antes yo sabía quién era, y lo que quería hacer. Ahora ya no sé quién soy, pero no importa, o nunca importó.
Cuando me siento a contemplar mi silencioso mundo subterráneo, estoy en paz.
Hay algo muy bello en el obelisco, en su aguda punta de alfiler. Si lo miro por un rato, algo me dice que todo va a estar bien, que esto es lo que tengo que hacer. Descubrí que la puerta trampa tiene una traba para cerrar desde adentro.
¿Sería esto algo similar a una habitación de pánico?
Jueves 3
Apenas puedo esperar a que Julián se vaya al trabajo. En cuanto sale por la puerta de entrada, yo me adentro a explorar los túneles.
Ahora descubrí que la habitación tiene puertas a distintos pasillos, pero cuando trato de pasar, una pared invisible me lo impide. Tampoco veo luz alguna en esos pasillos.
El único lugar al que puedo ir es al Sillón de Mando o volver a la casa.
Sábado 12
Finalmente pude entrar a uno de los pasillos y me llevó a una pieza similar a la primera. Cuando miré el techo, me tuve que sostener de la pared, porque me dio un poco de vértigo. Estaba contemplando el esqueleto de un edificio de apartamentos.
Los muebles eran fantasmas de los objetos sólidos, en colores pálidos pero visibles.
Como mirar láminas transparentes de los libros del cuerpo humano. Los órganos vitales, pulsantes: los pulmones, los intestinos, las venas.
Aquí todo es diferente, hasta el sonido. Se filtra a través de una sordina. Distingo voces, pero no lo que dicen.
Lunes 21
Descansaba en mi Silla de Mando cuando la puerta se abrió en el piso. Fue todo muy repentino, no sé qué hice de diferente esta vez. Creo que traté de girar en la poltrona como si estuviera en la silla de mi computadora.
Tres escalones por debajo de la silla, hay una habitación de paredes metálicas, de estilo similar a la Sala de control. Tiene una cama, un baño y una pequeña heladera. Todo blanco. Impoluto. La he bautizado la Sala Aséptica.
Sigo esperando alguna señal que me diga qué hacer.
Lunes 28
Estaba en la cocina, haciendo la cena con Julián, cuando las baldosas del piso empezaron a ponerse translúcidas.
Y vi el mundo subterráneo desde arriba.
Cuando miré mis pies sobre el cristal-baldosa, tuve la sensación de pisar sobre el vacío. Me aferré a la mesada, como si me pudiera proteger de caerme al pisopozo.
Pude ver el obelisco, y la Silla de Mando, desde aquí más pequeña. Julián me dijo algo, pero yo sólo lo veía mover su boca, que no emitía sonido alguno.
Martes 29
Mañana es nuestro aniversario, y Julián quiere que salgamos a comer afuera, como antes. A un lugar lindo.
Yo no quiero salir, no me siento preparada. Además, tengo muchas puertas y pasillos para explorar.
Ayer, por ejemplo, hice un descubrimiento increíble: la heladera de la Sala Aséptica no tiene comida. Está atiborrada de cajas blancas y amarillas. Iguales a las de mis pastillas.
Miércoles 30
De la cena tengo un recuerdo borroso, la inminente sensación de peligro y la mancha en el pecho y Julián insistiendo que vayamos de nuevo al doctor. No pueden sacarme de aquí, no pueden privarme de mi mundo.
Ya tengo mi plan de fuga. Me voy a hundir cada vez más en la tierra.
Pero antes, voy a cerrar la puerta trampa para siempre.
Ravera, Rocío Cualquiercosario
Bajo Tierra Ediciones, 2022
LUIS MIGUEL RIVAS
Colombia
Nació en Cartago, Valle, Colombia, pero creció en Envigado, Antioquia. Ha publicado los libros de relatos Los amigos míos se viven muriendo, ¿Nos vamos a ir como estamos pasando de bueno? y Malabarista nervioso; la novela Era más grande el muerto, los libros de crónicas Tareas no hechas y Más tareas no hechas (Editorial Planeta- Seix Barral), además de la colección de poemas Hoy no quiero metáforas (Angosta Editorial).
En 2023 fue el ganador del Premio Nacional de Literatura otorgado por Ministerio de Cultura de Colombia por su libro de relatos Malabarista nervioso. Ha sido colaborador de las revistas Soho, El Malpensante, de Colombia; Crítica de México, y Suelta de Guatemala; de los periódicos El Espectador, El Colombiano y Universo Centro de Colombia, y de la revista Explorador- Le Monde Diplomatique, edición latinoamericana.
1. Más que pensar en escribir un “cuento” me parece mejor pensar en contar la pequeña historia de un ser que no sabe qué es la vida y le toca vivirla.
2. A veces solo hay una imagen, un diálogo o incluso una sensación vaga que, por alguna razón que no comprendés, se quedó reverberando en vos durante semanas, meses, años. Desbaratá esa sensación para ver de qué pensamientos, sentimientos o evocaciones está hecha, como si trataras de interpretar un sueño, y probablemente encontrarás un cuento.
3. Un cuento se lee de una sola sentada, pero puede tardar semanas meses o años en llegar a ser. No hay apuro, nadie está desesperado por leerte.
4. La inteligencia (el deseo de comprender) casi no se nota. Si notás que se te nota mucho, hacé el esfuerzo por atender mejor a ese personaje que, para existir, necesita más de tu comprensión que de tu ingenio.
5. No dejés de lado lo que te incomoda escuchar o pensar o sentir. Muchas veces halando de ese hilito molesto salen la carne y el hueso del personaje y sus circunstancias.
6. Aunque todo se acaba nada se termina nunca. Así que en vez de planear finales abiertos o cerrados dejá fluir el desenlace que le correspondió a tu personaje en esas circunstancias.
7. Pensar en mecanismos perfectos, historias de doble fondo, puntas del iceberg y esas cosas no le ayuda a ese ser abandonado en el mundo de la abstracción que sólo te tiene a vos para ser dicho.
8. Entre escritores, prefiero las sociedades del mutuo elogio a las de la mutua puñalada. Al fin y al cabo, en el fondo, uno intuye sus defectos y los de la historia que escribió y la dureza no es la única manera de mejorar.
9. Escribí sólo cuando te dé la gana. Pero si no escribís y te la pasás pensando en ese cuento que quisieras escribir, entonces escribí sin ganas.
10. No le tengás miedo a los lugares comunes ni a las frases hechas, pero reconócelas y usalas cuando te convenga. Me acuerdo que Hitchcock dijo en una entrevista que el problema no es partir del cliché sino llegar a él.
A MÍ LO QUE ME MATÓ FUE ESE SALSALUDO
Ustedes no saben lo que es oír el nombre de uno saliendo de ahí, de la radio. O sea, que las palabras con las que a uno lo bautizaron las esté escuchando todo el mundo en todas partes: “Un saludo para Manuel, El muelas”. Uno como que existe más, uno es más grande que uno. A uno lo están diciendo en la radio.
No sé si Yeni sabía eso o si le importaba (aunque igual ya qué importa), pero si no me hubiera mandado ese mensaje a lo mejor las cosas no hubieran pasado como pasaron ni yo me hubiera desbarrancado por semejante abismo de desilusión. Porque ese salsaludo fue lo que me mató. Lo que nos mató.
Tal vez no les parezca que fuera para tanto, como no les pareció a los amigos que estaban conmigo esa tarde cuando me quedé como entelerido después de oír las palabras del locutor. Es que ustedes no saben para qué sirven los sentimientos de otra persona, les dije, ustedes no saben de eso, de qué sirve eso, ustedes no saben querer. Porque para mí era como si Yeni me estuviera invitando a su mundo, a un rincón sagrado al que sabía que yo no pertenecía, al centro de ella, a la salsa en carne y hueso.
La vi por primera vez en un baile de garaje en la casa del Mono Nando, en el barrio Los Naranjos, por el Seguro Social. Después de haber bailado varias canciones de Arsuplay, y de que la mamá de Nando bajara como cinco veces a prender la luz que apagábamos al comienzo de cada balada, se oyó una voz fuerte, contenta, femenina, que nunca antes había oído: ¡Su mamá tiene razón! ¡Prendan esa luz! ¡Qué es esto tan jarto! ¡Desabridos! Era una morena alta, con rasgos de india y pelo lacio hasta los hombros. Cruzó derecho hasta el equipo de sonido, puso Azuquita pa’l café y arrancó a bailar sola sin mirar a nadie. Ya viniste a imponer el desorden, Yeni, dijo el Mono Nando muerto de risa y se puso a bailar con ella. Luego se armaron más parejas y se formó un parrandón del que todo el mundo habló la semana entera.
Era prima del Nando y recién había venido con la familia desde Barranquilla. Esa noche casi no hablamos porque se la pasó fue bailando. Después me la encontré varias veces en la casa del Mono y nos hicimos amigos. Eres un poco tieso, pero eres lindo, me decía toda madura, aunque solo tenía un año más que yo. Una tarde en que la acompañé a una fiesta me dijo: Ven te enseño un poquito a moverte, y cuando estábamos en la pista me dijo: No te tensiones, lo que te falta es un poco de sentimiento, de pasión, déjate llevar, y entonces me dio un beso. Y luego, de vez en cuando me daba besos, cuando le nacía, cuando le salía el sentimiento, pero nunca me decía nada. A mí se me desbarajustaban
las costillas y se me descascaraba el pecho por dentro, pero por fuera seguía como un muro y no me hacía muchas ilusiones, porque sabía que ella más que de otra ciudad era de otro mundo. Con el paso de las semanas se fue poniendo cariñosa y un día me dijo en charla que nosotros hasta hacíamos buena pareja. Pero después era como que se le olvidara todo.
Fue por época que estaba yo en la tienda de Huber, sentado con los muchachos en la mesa de afuera, con el doble sonido de fondo de siempre: el refunfuñe de Huber por algún cliente que se demoraba demasiado con un tinto, ocupando espacio, y la música caliente de la emisora de todas las tardes animando el ambiente. Hasta que pasó lo que nunca me hubiera esperado: después de un salsaludo allá en la casa grande para Carepalo y Trompechucha de parte del Pica y los muchachos en Belén Las Violetas, va diciendo el locutor que un saludo para Manuelito, El muelas, en la tienda de Huber en el barrio Mesa de Envigado (y yo miré alrededor, desubicado, para comprobar que estaba en la tienda de Huber y me miré a mí y era yo y no lo podía creer), de parte de Yeni, que sigas siendo tan especial en mi vida. Es lo que les digo, muchachos, cómo me hace esa, no había necesidad. Para después seguir ella en la vida como si no hubiera pasado nada.
Yo me hubiera quedado quieto, disfrutando de ese amago de candelada que uno sabe que nunca se va a prender, pero el saludo se me encambuchó entre pecho y espalda como un eco retumbándome adentro a toda hora y al final ya no me decía lo que decían las palabras sino otra cosa: que Yeni de alguna manera me quería o me podía querer, y que solo me faltaba cumplir con el único requisito que no cumplía.
Porque yo no era salsero. Siempre estuve en los ambientes, pero no como ella que era el propio ambiente. Digo, a mí me gustan y me sé muchas canciones porque las he escuchado toda la vida; pero no es que yo vaya a prender un equipo de sonido y de una ponga salsa. No se me ocurre. Cómo estaría de engrupido que me dio meterme a los trancazos en lo que uno no se puede meter si no nació con eso, a ese mundo del que ella estaba hecha, al que yo había ido de visita y que conocía, pero de donde no era, no sé por qué, porque uno es o no es de donde es o no es, sin tener la culpa ni proponérselo.
Es que a Yeni le podía gustar cualquier tipo solo que con que viviera en ese mundo. O sea todos los que yo conocía: desde el matón raso, como El Gurbio, que vivía con un son en el pecho y una pistola en la pretina; pasando los consentidos, como La Monja, que vivía en un apartamento y mandaban a traer los discos de Nuevayor; hasta los mismos duros, como Don Efrem, que se podía comprar la salsa entera con los grupos en vivo si quería; o los que no eran ni duros ni nada de eso, como Portela, que era dueño de la salsa porque
se la sabía de memoria (que esta grabación de la Sonora Ponceña del sesenta y ocho y que este tema que ya era salsa antes de que existiera la salsa y que tirirí y que tarará y que bururú barará donde está Miguel anoche te vi con Pantaleón); y había otros que eran dueños del ritmo solo porque ya estaba en ellos antes de que se dieran cuenta, como Robert, así no pudieran comprarlo, así no les diera la cabeza para saber ni memorizar nada de él. Esa música era de todos. Menos mía. Yeni lo sabía desde que me conoció, porque los que sienten el son sienten al que lo siente con solo mirarlo, como los maricas, los poetas y los ladrones. ¿Entonces por qué me mandó ese salsaludo? ¿Cómo una llave a ver si yo bregaba a abrir su puerta?, pensaba yo en medio de mi brutalidad.
¿Y qué iba a hacer para entrar ahí? ¿Bailar? De bailar, bailaba, digo, me defendía, no pasaba penas; pero de ahí a bailar-bailar como los que movían el esqueleto en forma, de verdad, no; eso era otra cosa. Me quedaba entonces conocer. Ahí fue que me fui a buscar a Héctor Portela, que en esa época vivía en el Trianón y que desde chiquito coleccionaba discos; yo en el colegio no entendía cómo era capaz de no comer nada en los recreos para ahorrarse la plata y comprarse este lonplay del Conjunto Clásico y esta joyita de los hermanos Lebrón y este disco de perano y este otro de zutano y este de bongo que le dio a borondongo que le pegó bernabé… todos con carátulas estridentes que a mí a veces hasta miedo me daban de tan alegres.
Portela abre la puerta y se asoma al pasillo con cara de dormido y con su hablado bajito me saluda y yo le digo de una: Hermano, necesito saber de salsa ya, y él se queda mirándome extrañado: ¿Cómo así?, y yo le contesto: Saber de música, que cuál es tal grupo y cuál tal cantante y tal canción, y él más extrañado todavía levanta los hombros: ¿Y usted para que necesita saber eso?, Pa’ una cosa, le digo. Y Portela me mira con cariño de amigo y no con suficiencia de intelectual universitario de bar del centro, cosa que le agradezco, y me dice: Hermano, si quiere se viene en estos días y oímos música, yo ahora ando muy ocupado pero cuadramos pa’ esta semana y se viene por la tarde y nos parchamos a escuchar, ¿le parece?, y yo le digo: Listo, gracias hermano, y salgo más aburrido que al principio porque comprendo en ese instante que no es por ese lado que se encuentra lo que estoy buscando, que estoy queriendo oír a Dios con la oreja dañada.
No me quedaba otra que demostrarle a Yeni que así yo no fuera la salsa sí estaba en el ambiente duro con la gente dura, lo que mucho chichipato sabelotodo o coleccionista o bailarín ni se podía soñar. Entonces fue que pensé en La Monja. La Monja fue el primer salsero-salsero que yo conocí, cuando era compañero de salón en el colegio La Salle y estaba empezando a trabajar con don Efrem. Y me acuerdo que una vez llegó al salón cantando Decisiones de Rubén Blades cuando recién había salido el disco y era una cosa que nadie
había escuchado, una canción con un parlamento como del profesor de filosofía, algo desconocido, no como ahora que todo el mundo se la sabe sin necesidad de saber lo que dice. Y La monja estaba ganao porque era de los íntimos de Don Efrem. Entonces por la noche voy a la esquina de la heladería Los Álamos, que era donde se mantenía, y lo saludo y le pregunto por Viviana, la hermana, y por la mamá y en medio de todo le digo que cuándo me va a invitar a una rumba de las que organiza el patrón que yo nunca he conocido un conjunto en vivo, que me dé ese aguinaldo, que él ha sido muy ñarria conmigo para los amigos que hemos sido. Y La Monja se ríe y me dice déjese que en estos días que haya alguna lo invito, y nos despedimos, y yo me voy sin muchas esperanzas y resulta que a la semana me llama y me dice que pilas pues que este viernes hay una pachanga organizada por el patrón y que caiga que ya está todo hablado y que ojo lo hago quedar mal que él ha dado muy buenas referencias mías.
Llego a esa fiesta en las Trasversales con Yeni de gancho, y no es sino entrar y ella quedarse boquiabieta, sin poder creer que los que están en la tarima armada en mitad del parqueadero gigante, afinando los instrumentos, son nada más y nada menos que los del mismísimo grupo Niche. Y La monja nos presenta a Don Efrem que abre unos ojos del tamaño de los reflectores del escenario cuando ve a Yeni que ni cuenta se da, enajenada, mirando a los músicos con ganas de tirárseles en voladora. Don Efren le dice venga mi amor y nos lleva a sentarnos al lado de los músicos y pasamos toda la noche bebiendo y Yeni bailando y Don Efrem loco con Yeni y Yeni loca con la música ahí al frente en carne y hueso.
A la semana siguiente el patrón mandó a la Monja a que le llevara a Yeni, ya sin mí, a una finca donde había organizado otra fiesta. Y ahí fue que empezó la cosa entre ellos. De lo que estoy seguro es que no fue sólo por la plata. También pudo haber sido por eso, pero no sólo por eso, porque Yeni antes que interesada o cualquier otra cosa, era salsera. Lo que pasa es que él tenía las dos cosas. Decían que había sido de los que organizó la fiesta de donde se tuvo que volar Héctor Lavoe en una de esas fincas de por la vía a Las Palmas adentro. No más con eso debió haber quedado matada. Me la imagino casi ahogada preguntándole: ¿Ajá, entonces usted conoció a Héctor Lavoe en persona?, y él, moviendo la cabeza con una sonrisa y pensando: Sí, mi amor, incluso lo secuestré en persona. Y tal vez por eso, fijo, fue que de una se volvió mocita de Don Efrem.
Después no la volví a ver y supe de un viaje a Nuevayor y otro a Maiami y de las fiestas y las inauguraciones en las que era la reina. Y ella cada vez más lejos y yo cada vez más despeñado por el barranco de la desilusión, rechiflao en mi tristeza, metido en las cantinas tangueras, flotando en mares de aguardiente
sin pasante, mientras Yeni tiraba a la marchanta los morlacos del otario y yo pidiendo más trago y poniendo más tangos y ella en la milonga entre magnates con sus locas tentaciones que se le había entrao muy adentro en el pobre corazón. Cuando ya no tenía para pagar en las cantinas seguí bebiendo fiado en la tienda de Huber que a cada rato me mostraba el cartón de cigarrillos Royal con la chorrera de números en lapicero rojo y refunfuñaba diciendo que la cosa estaba muy dura, que por lo menos le abonara algo. Y yo contestaba que sí hermano, estese tranquilo, sin entender esa realidad bajita de tendero, tan distinta al mundo elevado de mi noble decadencia, aventado en un precipicio de sentimientos bonitos que me hundirían hasta lo más alto, porque sabía que ella venía en sentido contrario, subiendo hacia lo más bajo, y que a lo mejor en algún momento de esa trocha por la que íbamos ambos, nos íbamos a encontrar. Pero no nos encontramos nunca más.
Cuando Don Efrem calmó goma con ella y se fue dispersando en otras mujeres la dejó sola, aunque no libre, en el apartamento del Poblado que le había comprado; le puso dos macancanes parados a la salida del edificio las veinticuatro horas para que no se le fuera a descarriar; pero con el paso del tiempo, y más mujeres nuevas para atender, Don Efrem se fue relajando; los manes dejaron de montar guardia todo el día y ella se podía volar cada tanto. Fue cuando la empezaron a ver por el centro, manejando un despacioso mercedes rojo, atisbando rumberos por calles oscuras, a la salida de El suave, por los lados del Tíbiri, merodeando por La Fuerza, anhelante, buscando movimiento y sabrosura; y en una de esas fue que conoció a un estudiante de comunicación social de la Bolivariana, la oveja negra de una de esas familias grises de Laureles, más feo que un carro por debajo, pero con swing y son y sabor, ingenioso, chistoso y bailarín, que le devolvió el fuego y la alegría y el sandungueo. Yeni se empezó a enamorar y todo iba bien hasta que un viernes los guardaespaldas la pillaron saliendo con el man de un hotel en la autopista Sur y cuando Don Efrem lo supo no crean que mandó a matar al muchacho, que por ahí anda todavía sabrosiando las noches en el Tíbiri, sino que a Yeni la encontraron envuelta en una bolsa de polietileno negro, flotando en el río Medellín.
Cuando lo supe yo ya me había alejado de las cantinas y estaba en ese momento de insensibilidad que llega después de que uno se ha chupado una desilusión hasta el tuétano; iba en el colectivo cuando van diciendo en Cómo amaneció Medellín que encontraron un cuerpo y que tatatá y tatatá y que identificada como Yeni Salcedo Daza. El nombre de ella saliendo de la radio, cuando yo casi ya no lo oía en mi cabeza, escuchado por todo el mundo en todas partes; Yeni Salcedo Daza, que ya no existía, existiendo en ese momento
en el colectivo para todos, más grande que ella misma, mucho más ella para mí ahora que no era. Ni lloré ni nada. Pasé toda la mañana como pasmado y por la tarde, antecitos del programa, llamé a la emisora y pedí que me hicieran el favor de pasarme un salsaludo para Yeni, allá en el barrio que sabemos, para decirte que tu amor es un periódico de ayer guardado en un baúl que sólo yo conozco de donde lo saco cada tanto para releer tu nombre. De parte de Manuel, El muelas.
Rivas, Luis Miguel Malabarista nervioso Seix Barral, Colombia, 2022
TAMARA SILVA BERNASCHINA
Uruguay
Nací en la ciudad de Minas, en las sierras de Uruguay, en el año 2000. Crecí entre mi casa y las casas de mis abuelos. Cuando aprendí a leer y escribir, sobre los seis años, empecé a imaginar mejor. Anoté mis primeros cuentos en esa época. Se los leía a mi hermana. A los quince años me mudé al campo, en Aiguá, una ciudad del Departamento de Maldonado. Allí viven Chester, Mimi, Diana y Linda, perros felices. Soy estudiante de la licenciatura en letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en Montevideo.
Soy autora del libro de cuentos Desastres naturales, mi ópera prima, publicado el año pasado por Estuario editora, en Uruguay. Este cuentario ganó dos premios Bartolomé Hidalgo, el de Narrativa y el de Revelación. Ese libro me llevó a lugares en los que no había estado nunca, y me acercó a otros autores que admiro. Muchas alegrías. También escribí Temporada de ballenas, una novela que se publicó en Uruguay el pasado septiembre y recibió una mención de honor en el concurso literario Juan Carlos Onetti. Este año, la editorial mexicana Paraíso Perdido publicó Desastres naturales, y eso es motivo de una inmensa emoción. Solo vine dos veces a México, y cada vez lo quiero más.
DECÁLOGO
1. El comienzo nunca es el comienzo
2. Lo chiquito es lo más importante
3. La gente del mundo habla como habla. Los personajes deberían ser también gente que habla como habla
4. Si escribir se siente como estar entendiendo el misterio. Por ahí es
5. Si el misterio queda entendido. Por ahí no es
6. Escribir de un tirón, de forma ordenada y lineal sirve poco
7. Ver el fondo de las cosas no se puede
8. Tratar de ver el fondo, sí
9. Los conflictos, nudos, problemas se pueden prescindir. El cuento igual sin ellos anda
10. El final nunca es el final
GAUCHO DE LA FUERZA
Me van a pedir razones. José Watanabe I
Al niño le gustaría saber si el minuto en el que su padre atravesó la calle corriendo, para de nuevo descoalgar del árbol al Gaucho de la Fuerza, fue en el mundo un minuto de vida o de muerte. Debe haber minutos en los que nacen más personas de las que se mueren y al revés. Alguien, en algún lado, debe de llevar el recuento. En eso piensa, en una bolilla con el nombre del Gaucho en un ábaco de madera, oscilando entre estar vivo y estar muerto. Por la ventana de la cocina ve al hombre, grande, gigantesco, toser en el suelo como el perro epiléptico de la tía Ermilda. Su madre, el tío Tomás, todos le respiran en la nuca y observan juntos los movimientos del padre y el Gaucho. Cuando desaparecen dentro del rancho, vuelven a sentarse a la mesa y esperan a que vuelva con los detalles. Entra agitado y con la camisa húmeda en el pecho. Todos lo miran mientras camina hacia la mesa, mientras se seca el sudor de la frente, mientras balbucea un ya voy o algo parecido que ninguno entiende ni responde. Se sienta y empieza a cortar la carne.
—Casi con la lengua de afuera lo encontré —dice, mientras mastica—. Lo bajé y quedó meta llorar por la Silvia, pero lo hice jurar que se iba a dejar de pavadas. Lo entré pa la casa y le di agua garganta abajo.
—Se va a terminar matando en serio un día y ahí lo quiero ver, cuando se ate y vea que nadie lo va a descolgar.
—Ha de ser algo patológico —dice Tomás, que desde que empezó a estudiar le gusta hablar con palabras importantes.
—Patológico —dice Enrique, mientras niega con la cabeza y hace el gesto de tomar un vasito en el aire. Se ríe y agrega—: todito el cuello amoratado le quedó, imagínate. Ser pescuezo y tener que sostener semejante cuerpo.
Vicente come el puré en silencio y siente cómo el corazón se le acelera. Se mira la camiseta y ve el movimiento, el bumbum del miedo; al Gaucho de la Fuerza le tiene todos los terrores del mundo. Vive enfrente, es grande, grita, y mata gallinas con las manos, apenas girándoles el cuello con el índice y el pulgar. Puede cargar dos bidones de cincuenta litros de agua a la vez, con un palo y subido sobre su caballo. Cuando lo ve de lejos, le parece un gladiador. Cuando se acuesta, en el silencio de la noche, le parece escuchar los pasos del gigante forzudo del otro lado de la calle, chocándose con las paredes de su casa en busca de una cuerda lo suficientemente fuerte de la que atarse para siempre. Su tío Tomás, que ya está en el liceo, dice que es tan grandísimo
porque de adolescente se comió a dos niños del barrio, que encontraron los huesitos nada más en su patio, y que por eso se sacó el nombre, para que la policía no lo encuentre nunca. Así que, cuando no se porta bien, su madre amenaza con dejarlo solo afuera, para que el Gaucho pueda llevárselo. Y, aunque de pensarlo le dan ganas de llorar, se lleva otra cucharada de puré a la boca, esperando que alguien diga alguna otra cosa.
El tintineo de los tenedores, de las bocas masticando los chorizos, deshaciendo el embutido rasgando la tripa liberando la grasa y la carne del chancho que faenaron antes de ayer y que se llamaba Toto, lo distrae lo suficiente.
—Es que ha de caber mucha angustia en ese cuerpo —dice la madre, en el momento en el que se levanta para rellenar la jarra de agua.
—Ha de caber, sí —le responde Tomás, haciéndose el adulto.
Vicente mira la mesa, el bol gigante de ensalada de fruta, el pan casero que mandó la tía, los duraznos en almíbar, la olla de sopa, y piensa en cuánta angustia podría caberles a ellos después de comerse toda esa comida.
Es carnaval y en la casa de Vicente nadie va al desfile. Es que queda lejos y a la tía Ermilda los tambores no le gustan porque siente que le hacen sonar más fuerte el corazón y ella tiene un marcapasos, así que a todos les da miedo que le dé un infarto, y la hermana de Tomás llora a los gritos cuando ve a los cabezudos y todos los niños quieren siempre manzanas acarameladas y algodones de azúcar y nadie tiene nunca plata para comprarles, así que alguno termina llorando y entonces la madre dice se acabó y se vuelven todos caminando, muertos de calor, sin haber visto nada del desfile.
En la casa del Gaucho, el carnaval significa fiesta. La comparsa del barrio calienta las lonjas en un fuego que el Gaucho prende apenas entrada la tardecita. Hay cerveza, hay tortas fritas. Hay niños corriendo descalzos por la calle, jugando a tirarse agua. La tía Ermilda se encierra en el cuarto de Vicente, que está en el segundo piso, se tapa los oídos con dos almohadones atados con una bufanda y trata de dormir. El resto de la familia se sienta en la vereda a mirar el despliegue de alegría de la casa de al lado. Vicente no se anima a
acercarse, pero tira bombitas de agua desde el límite entre su casa y la del gigante. Los primos corren despavoridos con los perros pegados a los talones. Y el Gaucho, como un pavorreal en pleno cortejo, se ensancha en encantos de anfitrión y saca sillas, rellena vasos, ríe a carcajadas por sobre la música.
Los tambores preceden el desparramo de cuerpos en el patio del Gaucho. Ya de madrugada él baila solo, en círculos, entre la ropa seca que nadie le entró. Sus hijas y los primos y los amigos y los vecinos bailan también, alrededor del medio tanque prendido fuego. Y a la mañana son ellos los que amanecen sobre el pasto, ebrios y cubiertos de rocío.
III
El Gaucho de la Fuerza corre al galope por el borde del camino y estira los brazos desde arriba del caballo al pasar junto a Vicente. Lo levanta, agarrándole las axilas por un segundo, lo suelta, y sigue su camino, después de largar una carcajada. Vicente deja caer los huevos que llevaba en la mano y se le rompen sobre las piedras sueltas del camino. No siente el corazón ni la lengua ni los ojos a través de los que le gustaría llorar. Siente las piernas calientes y mira cómo las medias grises se le enchumban de orina. El short naranja se le oscurece en la entrepierna y atina a retroceder para hincarse dentro de la cuneta. Necesita recuperar el aliento que se le fue. Hasta el alma se le fue. Piensa en sí mismo elevándose en el aire como la gente que la abuela dice que ve en los velorios. Respira hacia adentro. No se le sale ni un suspiro. Piensa que, si se queda mucho tiempo sobre el agua podrida y fermentada al sol, se va a transformar en sapo. Un sapito lleno de culebrilla. Se imagina verde, se imagina chiquito, más chiquito, pegajoso, feíto. Y ahí se queda, temblando, sin lágrimas, sin huevos, sin alma.
—¡Pero cómo te vas a mear así! —dice su madre y le saca el short de un tirón bruto que lo hace tambalearse—. ¡Te quedaste traumado! —dirige la mirada hacia el padre, que se acomoda en la silla para mirarlo de frente—. ¡Lo dejaste todo traumado con tus cuentos! ¡Mirá cómo se meó la criatura!
—Vos, mujer, no te hagás la mala conmigo, si sos vos la que lo deja afuera metiéndole miedo: que el Gaucho esto, que el Gaucho lo otro. ¡No me hagás hablar!
Vicente se queda parado en la cocina, colorado de vergüenza. Tartamudea algo que no sabe qué es y su madre lo mira con espanto.
—¡Lo que falta es que ese bruto te haya dejado tartamudo! ¡Hablá!
Así que Vicente habla y también llora un poco, porque le da vergüenza que su padre lo haya visto con la ropa mojada, y dice algo como que lo agarró de sorpresa y que justo venía con ganas de ir al baño, pero que no fue para hacer tanto pamento. Pero, mientras lo dice, por más que intenta e intenta, no puede parar de temblar.
El perro barbilla es viejo y petiso, y la dupla que forma con el Gaucho es extraña. De lejos, si lo viese alguien que no lo conociera, podría confundirlo con un perro cachorrón. Pero es veterano, camina lento y ya casi no ladra. Vicente espera a que el Gaucho se pierda de vista para salir al patio y llamarlo desde la puerta de la cocina. Le chista una, dos, tres veces; le tira dos piedritas que no llegan a pegarle, hasta que el perro, medio sordo, se gira a mirarlo y mueve la cola.
Vicente golpea el piso con ambas manos y lo llama. El perro se acerca y le lame el sudor de los brazos. Se le ha quedado el centro de los ojos medio blancuzco y las canas le brotan desde alrededor del hocico hacia todo el cuerpo. Tiene la nariz cubierta de tierra y el pelo áspero y clarito. Vicente lo levanta en brazos, le acaricia la cabeza, le repite muchas veces qué lindo que sos, qué lindo que sos, bajito, con la boca muy cerca de las orejas, que se mueven, molestas, ante su susurro, y se lo lleva a su cuarto.
El padre, durante la cena, anuncia la noticia con seriedad y tristeza. Dice: Se perdió el cuzco del Gaucho, mañana vamos a salir a buscar al pobre bicho. Ermilda dice algo como que se debe haber muerto de años, porque lo vio nacer y ella no era tan vieja en ese momento. Tomás dice que espera que no se haya muerto, porque le gusta que lo acompañe al liceo en la mañana. Vicente… Vicente no dice nada.
Los rayos caen más acá y más allá en el cerro. Ellos caminan agachados y, con cada impacto, se llevan las manos a la cabeza, como si el gesto pudiera protegerlos de algo. No hay señales del perro, y con los estruendos, piensan, debe estar refugiado en algún bajo o corriendo despavorido en ese u otro campo. Igual silban, lo llaman, porque no pueden hacer otra cosa más que avanzar. Mejor estarse moviendo, aunque sea para dar la retirada.
—Cómo lo quiero al perro ese, qué lo parió —dice el Gaucho, y se agarra de una piedra por un momento, como si fuera a caerse—, es compañerazo.
—Y claro que es, cómo no va a ser. Si son lo más fieles esos animales. Cómo no va a ser compañero.
El cielo se ilumina. El relámpago abre una brecha en el tiempo del campo y, de repente, todo movimiento queda suspendido en el aire. Cada piedra, rama, oveja, vaca, ellos mismos se elevan en el aire por unos segundos, imantados por la electricidad inminente, y todos los seres vivos del campo tienen el mismo pensamiento: Ojalá que el rayo caiga en otra parte.
Los dos hombres se tiran al suelo, se acuestan junto a las piedras y se tapan los oídos. Uno, flacucho, frágil como una ramita seca; el otro, macizo, imponente. Cuando el rayo impacta en algún lugar cercano, el Gaucho aprieta el hombro de su compañero de búsqueda y ahí se quedan durante mucho rato, quietos, unidos por ese roce producto del miedo o del desespero o de la tormenta, debajo del chaparrón. VI
El temporal amainó hace rato, pero todavía flota entre las casas la turbulencia eléctrica de la tormenta. El aire se anaranja, mientras el sol, más allá, se oculta detrás de las nubes y los cerros. Las cunetas están llenas de agua, las ranas croan sin parar y los horneros anuncian, por fin, el cese de la lluvia. A través de la ventana, los árboles, los cables de la luz, el mundo todo parece sacudido a propósito por un gigante invisible. Eso piensa Vicente cuando lo ve. El Gaucho sale de su casa hacia el monte, con una butaca sobre el hombro y una cuerda enroscada en el brazo como si fuese una serpiente. Atraviesa el campo no con la delicadeza de las liebres blancas, estrellas fugaces del pastizal, sino como un toro que se lo lleva todo por delante. Llega al sauce que está contra la cañada, pasando la línea de eucaliptos. Coloca la butaca en el suelo. Vicente se pega a la ventana y empieza a respirar por la boca, así que el vidrio se le empaña y
por unos segundos no tiene visión. El perro se despierta por su movimiento y sale de debajo de la cama moviendo la cola. A Vicente el corazón se le sacude. Después ve.
Es autor de cuatro libros de cuentos: Plegaria para pirómanos (2023), Técnicas de iluminación (2013), Parpa deos (2006) y Velocidad de los jardines (1992 y 2017); de tres novelas: La voz cantante (2004), Labia (2001) y Seda salvaje (1995), y del ensayo literario Herido leve. Treinta años de memoria lectora (2019).
Ha sido incluido entre los mejores narradores europeos en la antología Best European Fiction 2013, prologada por John Banville. Sus obras forman parte de numerosas antologías y han sido traducidas a diversos idiomas: inglés, francés, italiano, alemán, esloveno, finés y árabe.
Colaborador asiduo en medios de comunicación desde joven, durante cuatro años escribió la columna “Vértigos” en El Cultural.
Ha impartido talleres de narrativa breve en la Universidad de Almería (UAL) y en distintos centros de enseñanza como Fuentetaja, La Casa Encendida, Hotel Kafka y el Círculo de Bellas Artes.
Ha dirigido las dos ediciones, en 2022 y 2023, del Festival del cuento literario en España, celebrado en la localidad toledana de Torrijos y bautizado como TorrijosCuenta.
Dos. Hay dos clases de cuentos: los que desvelan el misterio y los que preservan el misterio. Dependiendo de qué decisión tomemos con respecto a esta cuestión central, dará lugar a un tipo de escritura o a otra.
Tres. Los escritores de cuentos somos los aristócratas de la literatura. Y, como buenos aristócratas, estamos todos arruinados.
Cuatro. Más que escribir cuentos, los persigo.
Cinco. La novela está bien, no vamos a negarlo; pero el cuento… el cuento es otra cosa. El cuento es el rocanrol de la literatura.
Seis. ¿No será la diferencia entre novela y cuento una diferencia económica?
Un novelista tiene patrimonio detrás. Un cuentista vive con lo puesto.
Siete. El cometa Halley es visible desde la Tierra cada 75 años aproximadamente. Más modestos, mis libros de cuentos aparecen cada diez.
Ocho. En su prólogo a Las palmeras salvajes de Faulkner, Juan Benet, para definir las dos historias independientes que componen la novela, en capítulos alternos, habla de “un cuento viejo escrito a la manera moderna”, frente a “un cuento moderno escrito a la manera antigua”. Esto me da que pensar.
Nueve. Escribir es siempre un intento de volver a casa y la constatación de que no es posible.
Diez. De joven tenía el fuego. Ahora tengo la plegaria.
DICHOSOS LOS OJOS
En todo arte, incluso en el de la ficción, siempre hay alguien mirando. Siri Hustvedt, Una súplica para Eros
¿Qué me falta a mí por ver? Si ya he visto la Gioconda en el Louvre iluminada por velas, los trigales aturdidos de Van Gogh en el momento de cabecear y rendirse bajo la majestuosidad del sol, el diván neurótico de Sigmund Freud encallado en su consultorio de la Berggasse 19 de Viena a la espera de pacientes, la cama enana de Rembrandt en forma de estuche con cortinas, las paredes desnudas del apartamento secreto de Ana Frank ocultas detrás de una librería falsa, los pasillos borrachos de moqueta del hotel Chelsea, la tumba alegre de Borges en el Cimetière de Plainpalais de Ginebra con su lápida templaria, en pecaminosa vecindad con los restos de la prostituta Grisélidis Réal, los altos vasos facetados del balneario de Valparaíso, idénticos a los altos vasos facetados del balneario de Gstaad, un trozo del muro de Berlín empleado como pisapapeles en un despacho de inversores de Wall Street, la lluvia de ranas sobre Los Ángeles en la escena final de Magnolia, el robot Perseverance explorando el vacío rojizo de Marte y recogiendo con sus pinzas articuladas muestras de polvo, de pelo, de rocas, de sombras, quién sabe qué más, un agujero en el calcetín derecho del Papa al bajarse del papamóvil, las gafas espesas de pasta negra de Onetti en la mesilla junto a su cama de Avenida de América, de donde no se levantó en quince años, escoltado por un cenicero repleto, una botella de whisky de malta y una pila de novelas policíacas, el Partenón a través del ojo de una cerradura, la belleza sonámbula de las drag queens en la noche gelatinosa de Tokio con sus sonrisas de talco y acuarela, el guante largo hasta el codo de Gilda y su forma sensual de desprenderse de esa segunda piel, a pequeños tirones de pájaro, igual que si se deshojase, la huella del pintalabios en el último vaso de agua que bebió mi abuela Catalina en su lecho de muerte, la casa azul eléctrico de Frida Kahlo en Coyoacán con su jardín exótico y sus útiles de pintar, y unas calles más allá la casa húmeda de su vecino Trotski, árida como una oficina de telégrafos siberiana, el jardín descuidado con un gallinero al fondo en el que el viejo bolchevique se relajaba cebando a sus gallinas, pitas pitas, hasta que el piolet de Ramón Mercader le abrió la cabeza de un golpe, lo que no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que la muerte le sobrevino en forma de pico de gallina enorme.
Si ya he visto una torre medieval, herida por la hiedra, al atardecer: un círculo de cuervos graznaba sobre sus almenas y en ese instante se oyó un
disparo. La pierna artificial de mi segunda novia. Un melón cuadrado obtenido por modificación genética. Las cicatrices de Andy Warhol, después de que Valerie Solanas le descerrajara tres tiros en The Factory. Una góndola negra con cortinas negras y lámparas portando un ataúd en las aguas sombrías del Cannaregio. Dos ajedrecistas húngaros impávidos, sumergidos en agua hasta la cintura, en los baños termales de Lukács, Budapest, envueltos en el típico efluvio a huevo podrido debido a la alta concentración de sulfuro de hidrógeno. El número 221B de Baker Street adonde siguen llegando miles de cartas desde todos los lugares del mundo, con peticiones de auxilio, consejos o préstamos de dinero, dirigidas a nombre de Sherlock Holmes.
El desnudo turbador de un maniquí con tacones altos, en medio de la soledad cromada de un escaparate nocturno.
Un acuario con peces exóticos dentro de la caja hueca de un televisor.
El mar en invierno, palmeras polvorientas sacudiendo sus crines, la larga capa de superhéroe de Superman usada como mantel en un picnic, una calle peatonal de Praga tan larga y oscura y estrecha que se requiere de un semáforo para saber si tienes luz verde para internarte en ella o no, un orangután presidiendo un consejo de administración vestido con levita y chistera, a Papá Noel en la cola del paro (el trineo fuera, aparcado en la acera), los libros dedicados a mano por amigos escritores que han muerto suicidados, la butaca en la que me siento a esperar, sencillamente a esperar, viendo pasar el tiempo sin hacer nada, en el Country Club de Miraflores, en Lima, sobre esa luz, sobre esa infancia de Julius y su caserón con un ala para la servidumbre y el temblor por la hermana débil de corazón, que puede morir en cualquier momento, y de su mamá Susan que era linda.
He visto un año en que no hubo primavera y otro año en que solo hubo primavera.
Si ya he visto las piedras pintadas de Agustín Ibarrola en la Dehesa de Garoza, en Ávila, en donde el artista vasco se refugió asqueado de los patriotas con pasamontaña que quemaban libros y asesinaban niños de un tiro en la nuca, y allí creó al aire libre, sobre las rocas, entre las voces, trazos de colores primarios, manchas cromáticas usando como lienzo el campo entero, la lentitud de los pinares y hasta las nubes, aprovechando los descuidos de la naturaleza o tal vez desmintiéndola.
Si ya he visto, desde mi terraza, en el cielo nocturno, una familia de luces circulares moviéndose en racimo, alejándose y acercándose, ejecutando una especie de danza aérea, durante varias horas, incansables e hipnóticas. No eran aviones, ni tampoco estrellas fugaces, de modo que a mi yo materialista y racional no le queda más remedio que admitir que sí, que yo también los he avistado.
Si ya he visto cómo un coche, a pocos metros de mí, atropelló a una muchacha. El golpe, la conmoción, los gritos. El cuerpo de la muchacha tendido
sobre un charco de sangre. Todas las pertenencias de su bolso dispersas por el asfalto, su teléfono móvil, sus llaves, sus pequeñas sandalias plateadas. Poco a poco la muchacha fue recuperando el conocimiento. Se tocaba la frente, se apartaba de los ojos grumos de sangre pegoteada y añicos de cristales.
Si ya he paseado por la playa gallega de Las Catedrales, en Ribadeo, sembrada de gigantescas formaciones rocosas allí plantadas como arcos de triunfo de la naturaleza, horadadas por cuevas, pozos de luz, calas donde se agita y patalea la vida innumerable de los infusorios. Lo más misterioso, con todo, es que cuando sube la marea quedan sumergidas y desaparecen de la vista bajo las aguas cantábricas, con su inmensa fatiga de olas. De noche no existen. Cada mañana las catedrales emergen de las profundidades, recientes, perfectamente reconstruidas.
Que sí, que sí, que ya he visto mi saldo bancario, las comisiones por todo, el calendario anual de impuestos, cómo no voy a verlo si toda mi vida adulta ha transcurrido entre crisis energéticas, una recesión económica tras otra (¿o era siempre la misma?), congelación de salarios, llamadas telefónicas al asesor fiscal para hacerle una consulta, ahora no puede ponerse, está reunido, ¿le importa llamarle más tarde?
Que sí, que sí, que sí, pero que no.
Si ya he visto el malecón de La Habana, con sus tambaleantes palacios, donde se arraciman jineteras y balseros adolescentes ansiosos por dejar atrás el paraíso castrista, jugándose la vida a bordo de cualquier embarcación precaria: cuatro tablones unidos con clavos oxidados y sogas viejas, o incluso un neumático con parches, cualquier cosa que sirva para surcar las aguas. Si ya he visto los guerreros de terracota de Xi’an, ejército silencioso que marcha con disciplina hacia la nada.
Si ya he visto muertos, escaleras (y un muerto sentado en una escalera), flores, incendios, las lágrimas de Nuestro Señor crucificado en el sótano de un teatro de vanguardia. Judas Iscariote se ocupaba de venderte la entrada, cortarte la entrada y también se encargaba del guardarropa. Poncio Pilatos te señalaba tu asiento con una linterna. Durante una redada en los camerinos, a Jesucristo lo arrestaron con nueve gramos de cocaína; y no era el que más llevaba. Un apóstol sufrió un ataque de ansiedad. María Magdalena contrató al mejor abogado.
Una perra recién parida gimiendo por sus cachorros arrebatados, como si hubiese amor en el mundo, o algo.
Terribles tormentas de granizo sobre una piscina portátil. La mano lenta, anillada de pedruscos, de una enferma terminal conectada al respirador. Un piano en una sauna. Una puerta en medio del campo, entornada, dividiendo una nada de otra, no fuesen a confundirse. La palabra Silencio tatuada en una nalga. Las páginas en blanco de mi diario secreto. Los juguetes esparcidos por
el suelo en la planta de oncología. La lápida de mi hermana en el cementerio de la Almudena. Nada que decir, nada que objetar, ninguna queja. Lugares tristes en los que fui inmensamente feliz. El espectáculo vacío de una pared de cemento en la que hubo algo que no recuerdo, pero que espero descifrar algún día, cuando al fin empiece a ver.
Tizón, Eloy
Plegaria para pirómanos Páginas de Espuma, España, 2023
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR PAÍS Y AÑO DE PARTICIPACIÓN
Alemania
Schulze, Ingo ~ 2012
Argentina
Birmajer, Marcelo ~ 2009, 2016
Budassi, Sonia ~ 2023
Consiglio, Jorge ~ 2019
Correa Fiz, Valeria ~ 2018
+Cozarinsky, Edgardo ~ 2018
Enríquez, Mariana ~ 2020
Giardinelli, Mempo ~ 2016
Heker, Liliana ~ 2014
Luján, Marcelo ~ 2020
Mairal, Pedro ~ 2008
Neuman, Andrés ~ 2007
Obligado, Clara ~ 2022
Olszanski, Fernando ~ 2022
+Piglia, Ricardo ~ 2010
Schweblin, Samanta ~ 2008
Shua, Ana María ~ 2013
+Uhart, Hebe ~ 2014
Valenzuela, Luisa ~ 2007
Bolivia
Baudoin, Magela ~ 2021
Colanzi, Liliana ~ 2022
Paz Soldán, Edmundo ~ 2013
Rivero, Giovanna ~ 2011
Brasil
Bracher, Beatriz ~ 2016
Fonseca, Rubem ~ 2007
Torres, Mariana ~ 2015
Canadá
Proulx, Monique ~ 2008
Chile
Costamagna, Alejandra ~ 2013
Franz, Carlos ~ 2009
Jeftanovic, Andrea ~ 2015
Mellado, Isabel ~ 2011
Mellado, Marcelo ~ 2012
Mihovilovich, Juan ~ 2022
Muñoz Valenzuela, Diego ~ 2019
Navia, María José ~ 2023
+Sepúlveda, Luis ~ 2008
Colombia
Aguilera, Marco Tulio ~ 2007
Mejía, Andrea ~ 2021
Montoya, Pablo ~ 2016
Rosero, Evelio ~ 2012, 2017
Rubiano, Roberto ~ 2007
Corea
Young, Ha Kim ~ 2012
Croacia
Simic, Roman ~ 2012
Ecuador
Alemán, Gabriela ~ 2016
Ampuero, María Fernanda ~ 2020
Ojeda, Mónica ~ 2021
Rodríguez, Solange ~ 2019
El Salvador
Hernández, Claudia ~ 2015
España
Bagunyá, Borja ~ 2011
Calcedo, Gonzalo ~ 2010
Castán, Carlos ~ 2021
Cebrián, Mercedes ~ 2017
Cerrada, Cristina ~ 2017
Escapa, Pablo Andrés ~ 2010
Esteban, Patricia ~ 2010
Freire, Espido ~ 2009
Giralt, Marcos ~ 2011
Lara, Jordi ~ 2018
Karmele, Jaio ~ 2013
Marse, Berta ~ 2009
Merino, José María ~ 2010
Mesquida, Biel ~ 2011
Morellón, Alejandro ~ 2017
Navarro, Fernando ~ 2023
Palma, Felix ~ 2019
Perezagua, Marina ~ 2015
Puntí, Jordí ~ 2012
Rodríguez, Eider ~ 2019
Tizón, Eloy ~ 2014
Viejo, Paul ~ 2013
Eslovenia
Kumerdej, Mojca ~ 2012
Estados Unidos
Rios, Julia ~ 2023
Francia
+Saumont, Annie ~ 2007
Guatemala
Fuentes, Rodrigo ~ 2022
Halfon, Eduardo ~ 2020
Rey Rosa, Rodrigo ~ 2016
Inglaterra
Hadley, Tessa ~ 2015
Welsh, Irvine ~ 2015
Irak
Hussin, Jabbar Yassin ~ 2007
Israel
Adaf, Shimon ~ 2018
Keret, Etgar ~ 2012
Italia
Bonvicini, Caterina ~ 2008
Cavazzoni, Ermanno ~ 2008
México
Aguilar, Elvira ~ 2019
Beltrán, Rosa ~ 2007
Boone, Luis Jorge ~ 2014
Briceño Martín, Carlos ~ 2019
Cabrera Espinosa, Claudia ~ 2023
Canché, Luis Antonio ~ 2022
Chimal, Alberto ~ 2014, 2017
Clavel, Ana ~ 2010, 2016
Conde, Rosina ~ 2019
Eudave, Cecilia ~ 2021
Espejo, Beatriz ~ 2017
Esquinca, Bernardo ~ 2015, 2020
García, Elpidia ~ 2018
García Bergua, Ana ~ 2010
García-Galiano, Javier ~ 2010
Garrido, Felipe ~ 2014
Herbert, Julián ~ 2013
Hernández, Jorge F. ~ 2008
Lavín, Mónica ~ 2010
Martín Briceño, Carlos ~ 2019
Monge, Emiliano ~ 2009
Montiel, Mauricio ~ 2015
Morábito, Fabio ~ 2010
Morfín Jean, Sofía ~ 2023
Murguía, Verónica ~ 2017
Nettel, Guadalupe ~ 2009, 2013
Ortuño, Antonio ~ 2009, 2017
+Padilla, Ignacio ~ 2016
Parra, Eduardo Antonio ~ 2008, 2021
+Pitol, Sergio ~ 2007
Raphael, Pablo ~ 2011
Rivera Garza, Cristina ~ 2009
Salinas Basave, Daniel ~ 2018
+Samperio, Guillermo ~ 2010
Tinoco, Paola ~ 2010
+Uribe, Álvaro ~ 2013
Villegas, Rafael ~ 2022
Villoro, Juan ~ 2012
Volpi, Jorge ~ 2023
Von Düben, Alejandro ~ 2023
+Zepeda, Eraclio ~ 2007
Nicaragua
Ramírez, Sergio ~ 2022
Noruega
Koritzinsky, Roskva ~ 2022
Perú
Ampuero, Fernando ~ 2016
Iwasaki, Fernando ~ 2011
Yushimito, Carlos ~ 2017
Portugal
Cruz, Afonso ~ 2018
Jorge, Lidia ~ 2020
Reino Unido
Hadley, Tessa ~ 2015
Welsh, Irvine ~ 2015
Serbia
+Petrovic, Goran ~ 2008
Suiza
Stamm, Peter ~ 2011
Uruguay
Delgado Aparaín, Mario ~ 2014
Venezuela
Barrera Tyszka, Alberto ~ 2009
Quintero, Ednodio ~ 2007
Vall, Keila ~ 2022
HISTÓRICO DE CUENTISTAS PARTICIPANTES POR ORDEN ALFABÉTICO