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El hincha
Por Álvaro Aravena
Orgullo Blanco
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Ser visita entre los nuestros es una condición bien extraña, y es claro que la enorme mayoría de los albos sencillamente nunca la han experimentado. Por más que juguemos fuera de nuestra casa, lo normal es que seamos más y, cuando no, jugamos en un lugar que nos pertenece tanto como a ellos [¿de qué localía me hablan, entonces?]. Por otro lado, ha sido nuestro Club el que más gloria le ha entregado a ese lugar donde se creen locales, si es que después de tanta pena e injusticia se puede hablar de gloria en tan infame recinto deportivo. La única vez que me he sentido visita con todo lo que ello implica fue siguiendo a una camiseta roja, fuera de nuestro país. A mi pesar, coincidió con el debut oficial de un técnico que me ha propinado más desazón que alegría y con una tristemente célebre pirueta de otro que ya desde antes me había causado suficiente daño. La travesía comenzó comprando entradas en la reventa y esperando a los nuestros fuera del hotel donde hospedaban, como corresponde. Todo estaba en calma, más allá de la tensión de no saber si nuestros boletos eran originales, alguno que otro insulto y el líquido podrido que nos arrojaron. Alojamos cerca del hotel, en una hostal de mala muerte [no todas las capitales son tan segregadas como la nuestra], y ni dormimos por el calor y el sonido de las múltiples bombas de ruido que lanzaron, destinadas a distraer a nuestros jugadores durante toda aquella noche, y cuando digo toda, es toda. El viaje al estadio fue en cuatro buses de la Marea Roja malamente escoltados y luego de un par de palos [al menos algo nos hacía sentir en casa], logramos entrar al estadio. El partido fue un desastre, merecida derrota 1-0, y lo que más recuerdo son los hielos que nos lanzaban de los palcos y el olor a whisky con que salimos de ese lugar, que ni siquiera nos tomamos. Silencio, cubrirse de la lluvia de piedras, bus de vuelta a Miraflores y taxi a la hostal, más silencio y la mirada burlona del conductor... otra noche de mierda. El día siguiente decidimos caminar por el centro de la ciudad. No estaba de ánimo para ponerme la camiseta roja porque me daba entre rabia y pena el odio que nos pregonaban. Rabia porque a nadie le gusta ser insultado permanentemente y por dos días seguidos, y pena porque no entiendo cómo puede haber tanto rencor entre dos países hermanos. Todo fue muy extraño y, a pesar de que he destinado muchísimas horas de mi vida siguiendo camisetas blancas y rojas, lo de esos días fue una sensación realmente nueva en mi vida de hincha, y sospecho que la viví en el lugar de mayor hostilidad en que podría haberlo hecho. Preferí evadir el bulto y entonces decidí ponerme la camiseta que siempre me ha subido el ánimo. Y es así como terminé paseándome por el centro de esa ciudad hermosa con la camiseta blanca del CSD Colo - Colo. Los improperios decayeron [en principio lo atribuí a que había amainado un poco el odio tras ganarnos], pero mi sorpresa fue enorme cuando un garzón de veinte o veinticinco años, tras darme un cariñoso apretón de manos, me comentó que la Garra Blanca es la mejor hinchada de Chile y que
ellos jamás nos olvidarán. Fue solo un anuncio, porque durante todo aquel día, personas de todas las edades se dieron el tiempo de saludarme y incluso darme las gracias [sí, a mí, que ni siquiera había nacido en esa época difusa] y tras dos días de ser visita, me sentí más local que nunca, caminando con un orgullo y una emoción indescriptibles por esas anchas calles de adoquines. Los jóvenes me hablaban de la Garra Blanca y sobre otros chilenos que tuvieron que correr el 2010; mientras que los mayores me contaban qué fue lo que sintieron tras ese accidente de mierda y de cómo, de la mano del pueblo que menos esperaban, pudieron resurgir como lo que siempre fueron y serán, el más grande de todo el Perú.
Evidentemente no me quité la camiseta de Colo-Colo en los dos días que nos quedaban en Lima [llevé más de una, claro, el calor de esa ciudad no permite repetirse tanto la ropa] y pude sentir el inmenso orgullo de ser albo muy lejos de mi casa. Gracias a Colo-Colo, en una ciudad que en principio me fue profundamente ajena en virtud del sitio en que nací y lamentables rencillas políticas y bélicas, pude conocer otro lado de aquel pueblo hermoso, eternamente agradecido, orgulloso de su historia y con una memoria encomiable, y todo eso por el solo hecho de vestir de blanco y negro. Durante toda mi vida aquella historia me ha enorgullecido, como es natural en cualquier colocolino, y es más, siempre he sentido genuina alegría cuando me he enterado de que ganaron el clásico peruano o que Alianza Lima nuevamente es campeón de su país, pero jamás había dimensionado ni me había siquiera cuestionado lo que significa esto para ellos, para el fútbol del Rimac, y lo que representa ColoColo para Alianza Lima y su gente, para el Comando Svr, para el verdadero pueblo peruano.