FERNANDO BALSECA ______________________________________________________________________________________
Discurso de (des)orden Pronunciado en la sesión de clausura del XI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla”, el viernes 21 de octubre de 2011
La cultura es una pasión sin freno. Está entre los hombres para sembrar la discordia. Nélida Piñon ¿Existe vida más allá de la revolución ciudadana y del socialismo del siglo XXI? Formulo esta interrogante porque los organizadores, los autores, los participantes y el público estudiantil y ciudadano de este XI Encuentro sobre Literatura Ecuatoriana “Alfonso Carrasco Vintimilla” cohabitamos en una red concreta de relaciones familiares, comunitarias y sociales de la cual no podemos escapar; menos aún, hacernos los desentendidos. La reestructuración del Estado ecuatoriano, iniciada en 2007 por lo que entonces se llamó Acuerdo PAIS y hoy Alianza PAIS, es algo que nos implica a todos de distinta manera en nuestras actividades cotidianas, productivas y familiares, pues la política se relaciona con nuestro futuro inmediato y mediato. Está en nuestras casas; los hermanos se pelean. Y es tan central que incluso compromete a seres que no han nacido todavía, pero que enfrentarán las consecuencias de nuestras acciones, o inacciones, sin ni siquiera nosotros haberlos consultado. En una reunión de personas que se las ven a diario con la creación y la lectura de textos literarios –que son universos verbales que resisten o que asimilan una realidad material que determina nuestras conciencias–, no podemos soslayar la pregunta por la manera en que los escritores, los estudiosos de las letras, los profesores de lengua y los intelectuales conectamos los paisajes imaginarios que leemos con el mundo duro, real, palpable, del entorno social. ¿Y cuál es la gran afirmación por fuera de las paredes de este auditorio? El gobierno nacional ha desplegado una extendidísima obra pública –ese es su deber– pero también, y esto nos concierne a quienes trabajamos con las palabras, una grandísima maquinaria proselitista que, en televisión, radio y prensa, pretende dotarle al país de una realidad de la que no estamos seguros si es completamente cierta o si constituye una especie de realidad virtual. Se trata de la creencia de que avanza la marcha hacia la revolución y el socialismo donde la patria es de todos. Frente a este eslógan, se recicla una de las inquietudes más firmes del siglo XX en el XXI: ¿Tienen qué decir los escritores, los intelectuales, la gente de pensamiento, los universitarios, los hombres y las mujeres que leen y que se instruyen? ¿Hemos de dar por válidas, sin análisis y sin razonamientos, las conclusiones que el poder político propone –daría la impresión– casi a la fuerza? ¿No estamos viviendo una época en la que, paradójicamente se va dificultando la posibilidad de expresar lo que se piensa? Para mí, este es un verdadero drama, pues, en nuestras aulas, ¿no señalamos que la literatura es un arte con el que es posible decirlo todo para desmontar aquellas verdades que las distintas clases de poderes quieren hacer pasar como edictos inmutables y eternos? ¿No insistimos en que la palabra de la literatura no puede ser contenida por ninguna cortapisa? ¿Por qué, entonces, ahora, sin más, los escritores –y las escritoras– tendrían que concederle todo el crédito a las aseveraciones de los políticos profesionales? ¿A cuenta
de qué los escritores, entrenados para escudriñar los rincones de la paradoja y la contradicción humanas, en aras de un nueva época construida al parecer en el idealismo, tendrían que entregar toda su confianza a los dirigentes de este anunciado cambio social? Una mayor inversión en infraestructura pública en escuelas, hospitales, vialidad y prevención de riesgos no le da a nadie el derecho para constituirse en una nueva deidad que reclame adoración ciega e incondicional. No veo razones para que los escritores dejen a un lado el escepticismo si, con Albert Camus, todavía pensamos en las dos tareas que dan grandeza al oficio de escritor: “el servicio a la verdad y el servicio a la libertad”.1 La literatura y todas las actividades posibles alrededor de ella pueden ser entendidas también como un servicio público, que tendría el propósito de posibilitar la revelación de la interioridad de un sujeto, por medio de un ejercicio responsable y cuidadoso con la lengua, e instalarla en la mente y en los corazones de los lectores, a través de los tiempos, las culturas y las civilizaciones. Por tanto, quienes estudian, resguardan y atesoran el bien decir y la elegancia y fortaleza de las palabras, ¿no debemos solicitar al gobernante que no desdibuje el significado ya conocido de los vocablos? ¿Es que el contenido de los significantes revolución y socialismo, semánticamente hablando, se compadece con la realidad que moramos? De otra parte, ¿no nos han mostrado los historiadores sobre el destino trágico que han tenido las revoluciones –sólo para hacer un recorte cercano– en el siglo XX? Casi todos los procesos políticos destinados a redimir a las masas, ¿no terminaron en situaciones que nos parecen indignantes y penosas? ¿Dónde ponemos a la Revolución mexicana del relato Los de abajo o de La región más transparente? ¿Dónde a la Revolución rusa de las observaciones y escritos de Máximo Gorki? ¿Dónde a la Revolución china –Revolución cultural incluida– de las novelas Gao Xingjian? ¿Dónde a la Revolución cubana de las novelas detectivescas de Leonardo Padura? ¿No sería revolucionario, más bien, extraer una meditada lección de esos pasados y tratar de vivir el presente con los cambios que sean posibles, sabiendo de que se trata de una tarea en la que se involucrarán también las generaciones futuras? ¿Es que basta con endilgarle un nuevo nombre a la misma realidad para que esta empiece a transformarse? ¿Cuál es la garantía de que la Revolución ecuatoriana sí será triunfante a lo largo de 300 años? No estoy dudando de la dimensión performativa de la palabra, que produce efectos en los humanos, aunque también instala el malentendido y la dificultad en las relaciones; pero los políticos profesionales –los primeros educadores del país, dada su continua exposición en los medios– deben retornar a la responsable pero sencilla sensatez por medio de la cual deben asumir que no es cuestión de un líder, ni siquiera de una generación, peor aún de un solo movimiento político o de una ideología, cambiar y levantar el Ecuador que nos hace falta. ¿No nos ha enseñado la historia que es imposible cambiarlo todo? Los escritores, que se nutren de referencias de libros, viajes y de otras manifestaciones culturales, sí queremos un país mejor, sin inequidad, con claras oportunidades para la mayoría; anhelamos una ciudadanía con talento, educada, culta; una sociedad que erradique su miseria y que le dé a todos la dignidad que se merezcan. Sí estamos junto a esta visión; sí somos conscientes de la urgencia de las transformaciones que pueda emprender un buen gobierno. Dado que el valor de las palabras constituye un elemento crucial de nuestros modos de ser –Felipe Aguilar ha recordado la delicadeza con la cual Maria Eugenia Moscoso, presidenta de este Encuentro, escoge su vocabulario–, bien nos merecemos un poder político decente que no tergiversara el contenido y el alcance de 1
Albert Camus, citado en Roberto Saviano, La belleza y el infierno [2009], trad. Juan Vivanco, Barcelona, DeBols!llo, 2011, p.186. 2
sus palabras. Este uso inopinado de la lengua es tan contagioso que hoy podemos ver un spot de la Alcaldía de Guayaquil que reclama: “En Guayaquil todos los días vivimos la revolución del bienestar”. La revolución deviene, pues, en cualquier cosa. *** No hay ninguna ordenanza ni decreto alguno que autorice a los escritores para erigirse en vigilantes de la sociedad (aunque P. Shelley dijo que “los poetas son los legisladores no oficiales del mundo”). Lo que sí existe –ya que los escritores pulen y fortalecen las palabras para darles un brillo que en el lenguaje corriente o en el diccionario no tienen– es una necesidad existencial de defender los usos de la lengua. ¿No es un relato un dispositivo que desmonta los mecanismos del poder al intentar una explicación distinta, al proponer entrar en la otra escena para entender los actos humanos? ¿No se le ha concedido al poema, en la teoría literaria, el lugar de la reinvención no sólo de un lenguaje sino de novedosas realidades? ¿Por qué, entonces, los escritores y todo el circuito que se desarrolla alrededor de la producción literaria tendrían que acoger sin más la existencia supuestamente primorosa y primaveral de una realidad política y social que, como país, nos está lacerando y fracturando porque se enseñorea con una incapacidad para ampliar los espacios para la democracia? Hasta escribirán por nosotros si el poder continúa concentrando tanto poder en un solo vértice. Ya el gobierno nacional es el más potente emisor de mensajes. Como autor, me angustia el desajuste basto entre la palabra gubernamental y la realidad; brecha que es salvada, es de lamentar, llamando a las cosas con otros nombres. Acá la revolución no es la revolución, el socialismo no es el socialismo. Y lo peor que nos puede suceder como comunidad es que las palabras se vacíen de sus significados para adquirir usos irresponsables, ligeros o ahistóricos. No podemos aceptar que el político profesional ecuatoriano tergiverse la lengua para ajustarla a dimensiones utilitarias y triunfalistas. También debemos grabar en nuestra mente, como señala Martha Nussbaum, la idea de que “los artistas no son los servidores incondicionales de ninguna ideología, salvo cuando están sujetos a la intimidación o a la corrupción” (46).2 Por eso la enseñanza que proporciona la literatura puede ser peligrosa ya que “Un ser humano capacitado para seguir los argumentos en lugar de seguir al rebaño es un ser valioso para la democracia” (79). La cultura política que nos ayudará a crecer es la del disenso individual, que favorece la responsabilidad personal, que nos ayuda a tener voz propia; aquella de “un ser activo, crítico, curioso y capaz de oponer resistencia a la autoridad y a la presión de los pares” (105). Insisto: no hay mejor escuela para la democracia que la imaginación literaria, que nos brinda la posibilidad de ponernos en el lugar de otra persona y, así, entender sus sentimientos. *** Es difícil que el poder político –cuyo objetivo más que el bien común parecería ser el de obtener más victorias en las urnas– considere la necesidad de reflexionar a partir de otras lógicas que no sean las del poder mismo. Es una lástima, porque otras lógicas son básicas para preservar la rica diversidad social y mental en la que estamos 2
Martha C. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades [2010], trad. MaríaVictoria Rodil, Buenos Aires, Katz, 2010. 3
sostenidos. Pero, por ejemplo, ¿no sería una transformación –esta sí radical– que los ministerios de Educación y de Cultura ya no obedezcan al Ejecutivo y que actúen bajo unas políticas independientes del poder de turno? ¿No son estas carteras de Estado, que tienen que ver con el saber, las cunas más sensibles a partir de las cuales se darán (o no) los cambios trascendentes en el Ecuador? ¿No son la mejor educación y la mejor cultura, educación para la crítica y cultura para la crítica? ¿Educación para no servir al poder, cultura para no servir al poder? Si los políticos profesionales no modifican la lógica del poder con que somos gobernados, mediante la cual una nueva ideología utiliza exactamente las mismas prácticas de ejercicio de autoritarismo que hemos visto desde siempre, no nacerá una cultura política esperanzadora, necesaria para impulsar, con otra dinámica, las modificaciones imaginadas. Al acaparar cada vez más espacios y funciones, el poder revolucionario corre el riesgo de quedarse atascado en los argumentos del pasado que dice combatir. Necesitamos asegurar un cambio real de las mentalidades y de las prácticas sociales cotidianas. Esta es la revolución, y debería empezar por asignarle al poder funciones más tolerantes, más creativas y más silenciosas. Así, ¿qué papel han jugado –y jugarán– los escritores que están ahora haciendo uso del poder en secretarías de Estado, embajadas, y organismos de comunicación y asesorías del Estado? ¿Podemos pedirles que sean consecuentes con el espíritu de las artes que antes practicaron, con las que anhelaban conquistar una libertad y una verdad distintas a las del poder político? ¿No es tarea de la gente pensante, pero especialmente de esos escritores que tienen una figuración pública, impedir que la llamada revolución se convierta en el nuevo statu quo? ¿Por qué ellos se han sometido calladamente al poder? José Saramago nos ha alertado: “Lo primero que se le dice al poder es no. No un no porque sí, sino porque el poder debe ser vigilado permanentemente. El poder siempre tiende a abusar, a excederse” (15 marzo 1990: 421).3 Además: “Quien piensa sabe decir no y esa palabra consituye una revolución, pero ese no tiene un sentido cuando se trata de un no colectivo, de una voluntad colectiva. No obstante, todos sabemos que también el no se corrompe, se acomoda y se convierte poco a poco en un sí. Cuando eso ocurre, no hay más remedio que volver a decir otra vez no” (22 nov. 2001: 423). Con Saramago, lo revolucionario consiste en un examen autocrítico permanente e interminable. *** Lo grato y aleccionador de las reuniones sobre literatura –ya lo han comunicado otros– es que no están obligadas a concluir con consensos absolutos; sólo nos es suficiente que en la escucha surja algo diferente de lo que pensamos y salgamos de la reunión algo distintos de cómo entramos. Mauricio Wiesenthal, al estudiar la obra de León Tolstoi, un escritor que procuraba una autoridad moral, nos ha recordado la obligación de interrogarnos, para empezar, a nosotros mismos: “Ahí estamos los escritores, orgullosos de nuestros premios y nuestras cifras de venta. ¿Qué ideas aportamos? ¿Qué significamos para la Fe de los hombres? ¿Qué valores proponemos a la sociedad? ¿Qué somos más que vendedores de historias de papel?”.4 Considero que ninguno de los que estamos aquí, atraídos por la estética de las palabras, cree que la práctica literaria se manifiesta como un simple adorno o una decoración para 3
José Saramago, En sus palabras, ed. Fernando Gómez Aguilera, Madrid, Alfaguara, 2010. 4 El viejo León: Tolstoi, un retrato literario, Barcelona, Edhasa, 2010: p. 162. 4
simplemente sentirnos más cultos. Nosotros, que dudamos de la noción de progreso en la historia, que hemos leído que no hay épocas mejores, que no hay creencias más avanzadas,5 ¿qué intervenciones estamos compelidos a realizar en la perspectiva de ofrecer una visión de la realidad que se compadezca con las esperanzas del presente? A diferencia de la política, que únicamente ve la elección de mañana, la mirada analítica de los escritores es realmente profunda. La sociedad de los lectores debe demandar más calidad y más responsabilidad en los políticos. La literatura nos enseña esto: a ser insumisos. Los escritores estamos llamados a intervenir, ciertamente no comprometiendo el arte de nuestras ficciones –en el sentido de que tienen su propia dimensión y autonomía–, sino con el conocimiento de la libertad que nos otorgan esas ficciones, que son formas de conocimiento, indagación y transformación de la realidad. ¿Existe vida, pues, más allá de la revolución ciudadana y del siglo XXI? Yo diría que sí. *** Jorge Franco, que ha llegado como invitado especialísimo a este Encuentro –pues, él lo aclaró ayer: este público es el verdadero invitado especial y quien merece nuestra mayor gratitud–, posee un sorprendente arte para contar historias. Ha sido un obsequio para Cuenca y su público lector, para el Ecuador también, la presencia de un grande de las letras contemporáneas de América Latina; grande por la exhibición de una expresión cuidada y precisa: tomen cualquiera de sus novelas y verán que en ellas se transparenta el esfuerzo, el talento, la serenidad y la paciencia. Franco cuenta lo verdaderamente importante de nosotros los humanos, quienes, bajo cualquier situación política y cultural en que vivamos, estaremos sometidos, en primer lugar, al avasallamiento de nuestro propio yo y de nuestras carencias. Mala noche, de 1997,6 se inicia con una escena espeluznante: Brenda va en busca de la cabeza de una amiga que ha sido degollada; la testa ha rodado unos metros cerca de la protagonista, pero, en realidad, gracias al artificio de la literatura, ha rodado hasta nosotros, hasta los lectores. ¿A qué transformación individual nos invita esta experiencia? Nos da la posibilidad de sondear lo inentendible de nuestra condición. La noche es presentada como la ocasión propicia para el mal: “los errores de Dios salen de noche” (19), escribe Franco: ¡cuánto concepto!, ¡cuánto sentimiento!, ¡cuánto horror y cuánta piedad en siete palabras! La literatura expone el ideal de un habla que apunta a la verdadera revolución: la transformación de la persona. En otro momento, El Matador, locutor de un programa en el que hablan los desesperados en la madrugada, sabe que “Todas las luchas son desiguales… lo importante es saber de qué lado ponerse” (108), recordándonos, así, los riesgos necesarios, pero obligatorios, de asumir una posición en el mundo. En Rosario Tijeras, de 1999,7 Antonio, el secreto narrador enamorado de Rosario, se plantea algo que apunta a la comprensión de nuestro ser: “¿De qué estás hecha, Rosario Tijeras?” (77). Franco, así, mira de frente a su lector, y lo inquiere: ¿de qué estamos hechos? Contestar esta pregunta requerirá de un lento examen de nuestra vida, pues la novela nos muestra la inconsistencia con que estamos amasados, a pesar de ciertos saberes que pretenden entregar una supuesta seguridad a nuestro ser. Los 5
Damián Tabarovsky, Literatura de izquierda [2004], Cáceres, Periférica, 2010. Jorge Franco, Mala noche [1997], Bogotá, Seix Barral, 2003. 7 Jorge Franco, Rosario Tijeras [1999], Barcelona, Mondadori, 2000. 6
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escritores no creen en toda la verdad de las verdades consabidas; por eso, un personaje puede preguntar: “¿Y qué tiene que ver el amor con el matrimonio?” (46). Hacer preguntas: he ahí a lo que nos impulsa la literatura. Ahora percibamos el peso trascendental de esta teoría amorosa del narrador: “Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie” (87-88). Todos hemos sentido esto; Franco no inventa nada; el valor de su relato radica en decir aquello que sabemos sin saberlo, y en decirlo bien, como el escritor genuino que es él. Con Paraíso Travel, de 2001,8 nos vemos obligados a elevar a categoría ejemplar la actitud solidaria de Patricia Gómez, una mujer que en la urbe neoyorquina se esfuerza al máximo por rescatar de la miseria a un compatriota, y que es capaz de poner en riesgo hasta su propia estabilidad familiar por confiar en el otro, por muy cercano que aquel esté ante la locura y la miseria. Este es el personaje que necesitamos encarnar para construir un mejor país, una mejor familia. Nuestros modelos de vida están en los poemas, cuentos, novelas y obras teatrales que leemos. Las letras nos enseñan democracia en acto. A Franco tampoco le es ajeno ese extraño y sufriente planeta de la emigración; un personaje sostiene: “todos queremos irnos, es mejor estar lejos que muerto o secuestrado o empobrecido” (84). El narrador Marlon Cruz, sorprendido por el amor de Milagros, desnuda su duda ante nosotros: “uno no siempre es uno, uno no siempre está de acuerdo con lo que dice” (216). Una voz en Melodrama, de 2006,9 afirma: “Le tengo más confianza a la imaginación que a la realidad” (10). ¿No es esta una lección para propiciar una ética personal que derive en una ética colectiva? ¿No es cierto que antes de plantearnos una ciudadanía es imprescindible trabajarnos para ser mejores personas? Franco es implacable con la irracionalidad que todos portamos en algún momento de nuestras vidas: “siempre hay alguien que se alegra con nuestra muerte. En la más callada y profunda hipocresía siempre hay alguien que sonríe por un viejo rencor, por la sola envidia o por el simple instinto asesino que cargamos todos” (72). Franco nos retrata a cada uno de nosotros, aquí, ahora: “Todas las mañanas uno se levanta sin saber nada, uno simplemente confía en que no haya cambiado lo esencial y que lo que duele y estorba haya desaparecido” (177). O: “¿Qué es peor, volver la mentira una verdad o volver verdad una mentira?” (256). Santa suerte, de 2010,10 se centra en el horror de los secretos y las disputas familiares; pero también alude a la migración interna: “Los que podían nos iban dejando, se iban y volvían a visitarnos de cuando en cuando hasta un día en que ya no volvían. Venían y nos dejaban un poco de las costumbres de Medellín para despertarnos, desperezarnos, abrirnos los ojos y hablarnos de lo caro que era vivir en una ciudad. Pero caro y todo se regresaban. Preferían morir de hambre que de tedio. Aunque no tardó en llegar el día en que en Entrerríos no sólo nos moríamos de tedio sino también de hambre” (24). Así somos de iguales en Latinoamérica. Ayer presenciamos a Galo Torres conversar con Jorge Franco, y fuimos testigos privilegiados de la generosidad y precisión de nuestro escritor colombiano con las palabras y los conceptos, lo que bastó para comprobar, de una sola vez, su valor 8
Jorge Franco, Paraíso Travel, Bogotá, Seix Barral, 2001. Jorge Franco, Melodrama, Bogotá, Planeta, 2006. 10 Jorge Franco, Santa suerte, Bogotá, Planeta, 2010. 9
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humano y literario. El público se dio cuenta de ello; por eso Franco se demoró en salir de este salón: en el estrado, en el pasillo, en el hall, en la vereda, especialmente los jóvenes querían fotografiarse con él. En él sintieron representados sus anhelos. Quedémonos con esta escena de este XI Encuentro que ya termina: con el triunfo del escritor de palabra cuidada, precisa, labrada y trabajada, que tendrá sentido, seguramente, para los lectores cien años después de ahora. *** Han sido cinco días de intensas jornadas que contaron con la asistencia de un público interesado en explorar los caminos por donde transita aquello que los organizadores han denominado “Literatura entre siglos”, es decir, las letras continentales de los últimos veinte años. Las alocuciones en la apertura del congreso –a cargo de María Augusta Vintimilla y Jorge Dávila Vázquez– marcaron la tónica de la actividad, pues ambos destacaron con mesura y sobriedad el papel de las letras y el efecto de la escritura en las personas y en las sociedades. En un país como el nuestro en que los proyectos clave se ven limitados por el corto plazo, es plausible que este XI Encuentro exprese una continuidad con respecto a la primera edición que empezó en 1978; además, la concurrencia de expositores y de público sigue manifestándose con brío. El público cuencano, formado principalmente por estudiantes y profesores universitarios, se mostró interesado en escuchar las intervenciones de los críticos, los profesores y los escritores. El centro del debate ha sido la literatura ecuatoriana, vista en un contexto de las producciones continentales, lo que alimenta nuestra comprensión sobre nosotros mismos. Panelistas venidos de Uruguay, Trinidad y Tobago, Argentina, Chile, España, México, Cuba, Francia, Estados Unidos, Perú, Colombia y Ecuador han enriquecido los contenidos y las perspectivas de análisis para evaluar el estado de las letras latinoamericanas y ecuatorianas. Los congresos literarios son un ejemplo de libertad y de pluralidad porque, a diferencia de una reunión de políticos profesionales, no hay necesidad de que una postura avasalle o niegue a la otra; aquí la palabra –en el decir y en la escucha– es plural porque nadie está forzado a modificar sus creencias. Se trata, simplemente, de que alguien se lleve en sus pensamientos las ideas de otra persona. Las palabras son uno de los tesoros más inquietantes que poseemos los humanos. Y el discurso literario –que ofrece una visión crítica con relación al mundo que habitamos– nos es muy necesario porque se atreve a afirmar lo que otros quieren silenciar. Por eso un poema, un cuento, una novela, una obra de teatro o un ensayo son también maneras diferentes de conocer por dentro la realidad que nos rodea, formada de cotidianidad y de sueños, de promesas y de decepciones. Por eso la literatura puede poner en apuros al poder, porque, a través de sus historias y de su lenguaje certero, trata de liberar a las personas de cualquier prejuicio, puesto que las artes todo colocan bajo escrutinio. Las letras –las artes y las humanidades en general– son indispensables para fortalecer una sólida democracia, ya que ellas desempeñan una función central en la formación de sujetos críticos que reconozcan la introspección como el paso inicial para sostener creativamente los cambios que una comunidad requiere. Las artes ayudan a desarrollar la comprensión sobre uno, sobre la vida, sobre los otros. Los responsables de este XI Encuentro en la Universidad de Cuenca, bajo la presidencia de María Eugenia Moscoso, deben sentirse satisfechos, pues estas sesiones han constituido un genuino aporte para restituir, en un medio que sólo tiende a prestigiar las ciencias y la
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tecnología, el sitial de la palabra en nuestro devenir como personas y como colectividad. *** Agradezco a la Universidad de Cuenca y a sus autoridades por haberme permitido estar en esta honrosa tribuna; también soy muy grato por la paciencia y la escucha de este público que es quien realmente da pleno sentido a los libros de los escritores. Muchas gracias.◊
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