UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO COLEGIO DE CIENCIAS Y HUMANIDADES PLANTEL AZCAPOTZALCO
Antología de textos. Olimpiada del conocimiento
2015
Contenido PRESOCRÁTICOS ............................................................................................................................................ 3 Heráclito ........................................................................................................................................................ 3 Anaxágoras ................................................................................................................................................... 3 Parménides ................................................................................................................................................... 4 Empédocles: .................................................................................................................................................. 5 SOFISTAS ......................................................................................................................................................... 6 Gorgias .......................................................................................................................................................... 6 Calicles .......................................................................................................................................................... 6 Sócrates ........................................................................................................................................................ 6 Platón ............................................................................................................................................................ 7 Aristóteles ...................................................................................................................................................... 8 EDAD MEDIA....................................................................................................................................................11 San Agustin ..................................................................................................................................................11 San Anselmo ................................................................................................................................................13 Tomás de Aquino .........................................................................................................................................13 RENACIMIENTO ..............................................................................................................................................16 Marcillo Ficino...............................................................................................................................................16 Maquiavelo ...................................................................................................................................................17 MODERNIDAD .................................................................................................................................................18 Rene Descartes ............................................................................................................................................18 HUME ...........................................................................................................................................................19 Jean ]acques Rousseau. ..............................................................................................................................21 Kant ..............................................................................................................................................................22 Hegel ............................................................................................................................................................30 Marx ............................................................................................................................................................32 John S. Mill ...................................................................................................................................................34 el utilitarismo.................................................................................................................................................34 Schopenhauer ..............................................................................................................................................35 Nietzsche ......................................................................................................................................................35 FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA .....................................................................................................................37 Sartre ............................................................................................................................................................37
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PRESOCRÁTICOS Heráclito “Este mundo (que es el mismo para todos) no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que siempre fue, es y será fuego eterno, que se enciende según medida y se extingue según medida” “ Inmortales los mortales, mortales los inmortales, viviendo su muerte, muriendo su vida” “Una misma cosa en nosotros lo vivo y lo muerto, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo: lo uno, movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, lo uno.”
Anaxágoras fragmento 12; “Todas las demás cosas tienen una porción de todo, pero la Mente es infinita, autónoma y no está mezclada con ninguna, sino que ella sola es por sí misma. Pues, si no fuera por sí misma, sino que estuviera mezclada con alguna otra cosa, participaría de todas las demás, pues en cada cosa hay una porción de todo, como antes dije; las cosas mezcladas con ella le impedirían que pudiera gobernar ninguna de ellas del modo que lo hace al ser ella sola por sí misma. Es, en efecto, la más sutil y la más pura de todas; tiene el conocimiento todo sobre cada cosa y el máximo poder. La Mente gobierna todas las cosas que tienen vida, tanto las más grandes como las más pequeñas... Conoce todas las cosas mezcladas, separadas y divididas. La Mente ordenó todas cuantas cosas iban a ser, todas cuantas fueron y ahora no son, todas cuantas ahora son y cuantas serán...”
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Parménides El poema 60 queda la de que es. Mas por ella hay puestas señales Muchas: que, al ser no nacido, es ello imperecedero, todo en entero igual y sin muda, y bien acabado; nunca ni fue ni será pues ahora es todo a la una, uno en sí mismo y continuo. Pues ¿qué nacimiento buscarle?: 65 ¿cómo crecido y de qué?: ni de nada que no sea nada concebir te dejo o decir (que ni concebible o decible es que no sea; y ¿qué falta además lo habría lanzado antes mejor que después del no ser nada a criarse?; así que lo que es ha de serlo de todo en todo o no serlo) 70 ni a bien de lo que era una vez habrá fuerza de fe que permita que nazca algo más que ello mismo. Por tanto, nunca ni hacerse ni perecer lo ha dejado Justicia aflojando sus hierros, mas lo retiene. Y el juicio sobre ello está en lo siguiente: o es o no es. Y juzgado, como es forzoso, ya queda 75 que una hay que dejar, la sin nombre ni idea (que esa ni vía es de verdad), y la otra, como es, que así es verdadera. Y ¿Cómo va luego, en siendo, a morir?, ni ¿Cómo a criarse?: si se hizo lo que es, no lo es, y si un día va a serlo, tampoco. Conque el nacer queda así y el incierto morir anulado. 80 Ni es divisible tampoco, pues que es igual todo entero, ni mas por acá (lo que le impidiera ser uno consigo) ni por acá algo peor, sino que es de su ser todo lleno; así que es todo continuo: que, siendo, a lo que es sigue junto. Mas luego, quieto y sin muda, en linde de recias prisiones 85 está, sin comienzo, sin cese; que ya el deshacerse y hacerse lejos se fue a perder y lo echó la fe verdadera. Y, siendo lo mismo, en lo mismo quedando, yace en sí mismo; conque firme allí mismo se está: que necesidad poderosa en las prisiones del cerco lo tiene que todo lo abarca; 90 que es que no es de ley que lo que es no sea completo: pues nada le falta; y si no, tendría falta de todo. Y el idearlo es igual que aquello de que ello es idea: pues, sin lo que es lo que es, en lo que está titulado, no encuentras el concebirlo: que cosa no es ni ha de serlo 95 más que eso es que lo que es, toda vez que su sino lo ha atado a ser total y quieto. Así que será todo nombres cuanto han convenido mortales, verdad creídos que era, lo de que nace y perece, aquello de serlo y no serlo, lo de cambiar de lugar y mudar las espléndidas tintas.
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100 Mas, como hay un último linde, es cabal y acabado por doquier, semejante a la masa de bienredonda pelota, del centro en todo sentido igualado: pues ello ni debe ser mayor por acá o por acá menor para nada: que ni nada habrá que, sin ser, pararlo pueda en llegarse 105 a lo mismo, ni siendo lo habrá, para hacer que fuera de aquende más de lo que es o allende menor: que es todo sin mengua: pues, igual por doquier a sí mismo, lo mismo en su límite reina. Aquí te me paro ya en la razón de fiar y la idea en torno a verdad.
Empédocles: Acerca de la Naturaleza, Traducción del griego de Alberto Bernabéen: Filósofos presocráticos ed. Alianza, Madrid, 1988.p. 212 a 234.
47 (35) Mas yo voy a tomar de regreso por la senda de los cantos que recité al principio, tras sacar una razón del canal de otra razón, y es ésta: cuando Odio llega a lo más hondo del abismo del torbellino, y Amistad alcance el vórtice en su centro, 5 de seguro que allí se reúnen todos para ser uno solo, no de improviso, sino unidos por un gusto, cada uno de una parte, y como resultado de su unión se difunden innúmeras estirpes de mortales. Mas otros muchos permanecen sin mezclarse, aparte de los que estaban confundiéndose: son aquellos a los que, desde lo alto, aún detiene Odio, pues no está aún irreprochablemente 10 consumando su retiro a los confines últimos de la orbe, sino que en los miembros de éste partes suyas permanecen, partes se han marchado de ellos. Y cuanto más terreno va cediendo sin cesar, tanto más va llegando sin cesar el benévolo flujo inmortal de Amistad irreprochable. Al punto tornan a nacer como mortales los que antes aprendieron a ser inmortales, 15 y a mezclarse lo que antes era puro, invertidos sus cambios. Y como resultado de su unión se difunden innumeradas estirpes de mortales ajustadas en todas clases de formas, maravilla de ver.
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SOFISTAS Gorgias “primero: nada existe; segundo: si algo existe, no puede ser conocido por los hombres; tercero: si se puede conocer, no se puede comunicar y explicar a los demás.”
Calicles “Gorgias”, 483b-484a; Diálogos de Platón, tomo II, ed. Gredos, pp. 80-81
“Pero, según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multitud... Tratando de atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que ellos, dicen que adquirir más es feo e injusto, y que esto es cometer injusticia: tratar de poseer más que los otros. En efecto, se sienten satisfechos, según creo, de tener igual que los demás, siendo inferiores... Pero según yo creo, la naturaleza misma muestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: a saber, que el fuerte domine al débil y posea más.... Yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría, quebraría y esquivaría todo esto [lo que se oponga a la ley del más fuerte] y, pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y entonces resplandecería la justicia de la naturaleza.”
Sócrates Platón, Menón Diálogos de Platón, tomo II, ed. Gredos, pp. 80-81 “...Así, el alma, siendo inmortal, y habiendo nacido muchas veces, y habiendo visto todas las cosas de aquí y del Hades, no hay nada que no haya aprendido. De modo que no hay que admirarse de que sobre la virtud y sobre lo demás pueda acordarse, siendo cosas que de antemano sabía. Pues siento toda la naturaleza congénere y habiendo aprendido el alma todas las cosas, nada impide que el que recuerda una sola cosa (lo que los hombres llaman aprender), encuentre todas las demás, si es valiente y no se cansa de buscar. Buscar y aprender, en efecto, son en todo recuerdo. Así que no hay que dejarse convencer por ese discurso de disputa, pues nos haría perezosos, y a quienes les gusta oírlo es a los hombres débiles. Este otro, en cambio, nos hace trabajadores y buscadores. Y yo, creyendo que es verdadero, quiero buscar contigo qué es la virtud Menón: Sí, Sócrates. Pero ¿cómo es que dices que no aprendemos, sino que lo que llamamos aprendizaje es recuerdo? ¿Puedes enseñarme que es así?”
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Platón Fedro, 246a, 253b-254a , Gredos, Madrid 1986, p. 345 y 360-361
Cómo es el alma, requeriría toda una larga explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacidos juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ello buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil su manejo. [...] Tal como hicimos al principio de este mito, en el que dividimos cada alma en tres partes, y dos de ellas tenían forma de caballo y una tercera forma de auriga, sigamos utilizando también ahora este símil. Decimos, pues, que de los caballos uno es bueno y el otro no. Pero en qué consistía la excelencia del bueno y la rebeldía del malo no lo dijimos entonces, pero habrá que decirlo ahora. Pues, bien, de ellos, el que ocupa el lugar preferente es de erguida planta y de finos remos, de altiva cerviz, aguileño hocico, blanco de color, de negros ojos, amante de la gloria con moderación y pundonor, seguidor de la opinión verdadera y, sin fusta, dócil a la voz y a la palabra. En cambio el otro es contrahecho, grande, de toscas articulaciones, de grueso y corto cuello, de achatada testuz, color negro, ojos grises, sangre ardiente, compañero de excesos y petulancias, de peludas orejas, sordo, apenas obediente al látigo y los acicates. El otro, sin embargo, que no hace ya ni caso de los aguijones, ni del látigo del auriga, se lanza, en impetuoso asalto, poniendo en toda clase de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita. Ellos, al principio, se resisten irritados, como si tuvieran que hacer algo indigno y ultrajante. Pero, al final, cuando ya no se puede poner freno al mal, se dejan llevar a donde les lleven, cediendo y conviniendo en hacer aquello a lo que se le empuja.
Alegoría de la Caverna, Libro VII, La República, Gredos (…) imagina un antro subterráneo que tiene todo a lo largo una abertura que deja libre a la luz el paso, y en ese antro, unos hombres encadenados desde su infancia, de suerte que no puedan cambiar de lugar ni volver la cabeza por causa de las cadenas que le sujetan las piernas y el cuello pudiendo solamente ver los objetos que tengan delante. a su espalda, a cierta distancia y a cierta altura, hay un fuego cuyo fulgor les alumbra y entre ese fuego y los cautivos se haya un camino escarpado. a lo largo de ese camino imagina un muro semejante a esas vallas que los charlatanes ponen entre ellos y los espectadores, para ocultar a éstos el juego y los secretos trucos de las maravillas que le muestran -todo esto me represento. – figúrate unos hombres que pasan a lo largo de ese muro porteando objetos de todas clases, figuras de hombres, animales de madera o de piedra de suerte que todo ello se aparezca por encima del muro.- los que los portean, unos hablan entre sí, unos pasan sin decir nada.- ¡extraño cuadro y extraños prisioneros! Sin embargo, se nos parecen, se nos parecen punto por punto. y, ante todo, ¿crees que verán otra cosa, de sí mismo y de lo que se hayan a su lado más que las sombras que van a producirse ante ellos al fondo de la caverna? - ¿qué más pueden ver puesto que desde su nacimiento se hayan forzados a tener siempre inmóvil la cabeza? - ¿verán así mismos otra cosas que las sombras de los objetos que pasen por detrás de ellos?. no si pudiesen conversar entre sí, ¿no convendrían en dar a las sombras que ven los nombres de esas mismas cosas? – indudablemente.
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y si al fondo de su prisión hubiese un eco que repitiese las palabras de los que pasan ¿no se figurarían que oirían hablar a las sombras mismas que pasan por delante de sus ojos? –sí. - no creerían que existiese nada real fuera de las sombras.- si duda.
Aristóteles Ética a Eudemo “Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad. (...) lo que es propio de cada uno por naturaleza es lo mejor y lo más agradable para cada uno. Así, para el hombre, lo será la vida conforme a la mente, si, en verdad, un hombre es primariamente su mente. Y esta vida será también la más feliz.”
Política, I, 1553 a (Alianza, Madrid 1991, p. 43-44). La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal gregario, es clara. La naturaleza, pues, como decimos, no hace nada en vano. Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra [lógon de mónon ánthropos ékhei tôn zôon]. La voz es una indicación del dolor y del placer; por eso la tiene también otros animales [...]. En cambio la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es propio de los humanos frente a los demás animales: poseer de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y de lo injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la ciudad. La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para el vivir bien. De aquí que toda ciudad es por naturaleza, si también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquéllas, y la naturaleza es fin. En efecto, lo que cada cosa es, un vez cumplido su desarrollo, decimos que es su naturaleza, así de un hombre, de un caballo o de una casa. Además, aquello por lo que existe algo y su fin es lo mejor, y la autosuficiencia es, a la vez, un fin y lo mejor. De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre. Como aquel a quien Homero vitupera:
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sin tribu, sin ley, sin hogar, porque el que es tal por naturaleza es también amante de Ia guerra, como una pieza aislada en el juego de damas. La razón por la cual el hombre es un ser social; 'más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye Ia casa y la ciudad.
L. Introducción: toda actividad humana tiene un fin Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden. Sin embargo, es evidente que hay algunas diferencias entre los fines, pues unos son actividades y los otros obras aparte de las actividades; en los casos en que hay algunos fines aparte de las acciones, las obras son naturalmente preferibles a las actividades. Pero como hay muchas acciones, fines y ciencias, muchos son también los fines; en efecto, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria; el de la economía, la riqueza. Pero cuantas de lo ellas están subordinadas a una sola facultad3 (como la fabricación de frenos y todos los otros arreos de los caballos se subordinan a la equitación, y, a su vez, ésta y toda actividad guerrera se subordinan a la estrategia, y del mismo modo otras artes se subordinan a otras diferentes), en todas ellas los fines de las principales son preferibles a los de las subordinadas, ya que es con vistas a los primeros como se persiguen los segundos. Y no importa que los fines de las acciones sean las actividades mismas o algo diferente de ellas, como ocurre en las ciencias mencionadas. 2. La ética forma parte de la política Si, pues, de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que elegimos no está determinado por otra cosa -pues así el proceso seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano-, es evidente que este fin será lo bueno y lo mejor. ¿No es verdad, entonces, que el conocimiento de este bien tendrá un gran peso en nuestra vida y que, como aquellos que apuntan a un blanco, no alcanzaremos mejor el que debemos alcanzar. Si es así, debemos intentar determinar, esquemáticamente al menos, cuál es este bien y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado zumo. Ésta es, manifiestamente, la política. En efecto, ella es la que regula qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas ,como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias y prescribe, además, qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y $divino conseguirlo para un pueblo y para ciudades. A esto, pues, tiende nuestra investigación, que es una cierta disciplina política. CAPÍTULO I
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[Para ser libres y felices es fundamental distinguir entre lo que está en nuestro poder y Io que no] l. De lo que existe, unas cosas dependen de nosotros, otras no. De nosotros dependen juicio, impulso, deseo, versión y, en una palabra, cuantas son nuestras propias acciones; mientras que no dependen de nosotros el cuerpo, la riqueza, honras, puestos de mando y, en una palabra, todo cuanto no son nuestras propias acciones. 2. Y las cosas que dependen de nosotros son por naturaleza libres, sin impedimento, sin trabas; mientras que las que no dependen de nosotros son inconsistentes, ó serviles, sujetas a impedimento, ajenas. 3. Recuerda, pues, que si las cosas por naturaleza esclavas las creyeres libres y las ajenas propias, andarás obstaculizado, afligido, lleno de turbación e increparás a los dioses y a los hombres; en cambio, si sólo lo tuyo juzgas que es tuyo y lo ajeno, como realmente es, ajeno, nadie te coaccionará nunca, nadie te pondrá impedimento, no increparás a nadie, no acusarás a ser alguno, nada harás que no quieras, nadie te perjudicará: no tendrás enemigo, pues ni te dejarás persuadir de que haya algo perjudicial. 4. Puesto que aspiras a conseguir tan grandes bienes, ten en cuenta que no ha de hacerse con ellos quien se haya movido remisamente, sino que unas cosas es preciso dejarlas del todo, y otras diferirlas de momento. Pero si deseas éstas y también mandar y ser rico, puede que ni estas mismas las logres por apetecer también las prirmeras siendo, eso sí, ciertísimo que no obtendrás aquel-as cosas por medio únicamente de las cuales se consiguen la libertad y la felicidad. 5. En seguida, pues, a toda fantasía perturbadora procura reprocharle: <<Fantasía eres y no, en absoluto, lo que parece>> A continuación, examínala despacio y pon la a prueba con los cánones que tienes, principalmente con este primero20 de si es acerca de las cosas que dependen de nosotros o acerca de las que no están en nuestro poder. Y, como sea acerca de alguna de las cosas que no dependen de nosotros, esté a punto lo de que. En nada me atañe>>. CAPÍTULO II [Cuáles han de ser los objetos de nuestros deseos y aversiones] 1. Recuerda que lo que el deseo se promete es la consecución de lo que desees; lo que la aversión se promete es no ir a caer en aquello de que se huye. Quien no logra lo que desea es desafortunado, pero quien cae en lo que teme es desgraciado. Por lo tanto, si de entre las cosas que de ti dependen sólo rehúyes las contrarias a la naturaleza, no te toparás con ninguna de las que aborreces; pero, en cambio, si te empeñas en esquivar la enfermedad, la muerte o la pobreza, serás desgraciado. 2. Retira, por consiguiente, tu aversión de todas las cosas que no dependen de nosotros y aplícala más bien a las que, dependientes de nosotros, sean contrarias a la naturaleza. En cuanto al deseo, suprímelo por ahora enteramente; pues, si deseas alguna de las cosas que no dependen de nosotros, es forzoso que fracases, y si alguna de las que dependen de nosotros, de cuantas fuere honesto desear, ninguna está todavía a tu alcance. Usa sólo del intentar y el refrenarte, pero ligeramente y con reserva y sin rigidez.
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EDAD MEDIA San Agustin Confesiones, libro X. capítulo VI Qué cosa es la que se ama cuando se ama a Dios, y cómo por las criaturas se llega a conocer al Criador 8. Yo, Señor, sé con certeza que os amo y no tengo duda en ello. Heristeis mi corazón con vuestra palabra, y luego al punto os amé. Además de esto, también el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen, por todas partes me están diciendo que os ame, y no cesan de decírselo a todos los hombres, de modo que no pueden tener excusa si lo omiten. Pero el más alto y seguro principio de ese amor, es que Vos usáis con ellos de vuestra misericordia, haciendo que os amen aquellos con quienes habéis determinado ser misericordioso. Concedéis por vuestra piedad que os tengan amor, los que por misericordia vuestra teníais escogidos para que os amaran; sin lo cual serían tan inútiles las voces con que el cielo y la tierra se explican incesantemente en vuestras alabanzas, como si las dijeran a los sordos. Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de los flores, ungüentos o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente, deleite alguno, que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.
Nosotros no somos Dios, pero somos obra suya. El hombre interior que hay en mí, es el que recibió esta respuesta
Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es la luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume Comiéndose; se posee estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios. 9. Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: No soy yo eso; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas, y respondieron: No somos tu Dios; búscale más arriba de nosotros. Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: Anaxímenes se engaña, porque no soy tu Dios. Pregunté al cielo, sol, luna y estrellas, y me dijeron: Tampoco somos nosotros ese Dios que buscáis. Entonces dije a todas las cosas que por
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todas partes rodean mis sentidos: Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él. Y con una gran voz clamaron todas: ÉL es el que nos ha hecho. Estas preguntas que digo yo que hacía a todas las criaturas, era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas; y las respuestas que digo me daban ellas, es sólo presentárseme todas con la hermosura y orden que tienen en sí mismas. Después de esto, volviendo hacia mí la consideración, me pregunté a mí mismo: Tú ¿qué eres?, y me respondí: soy hombre. Y bien claramente conozco que soy un todo compuesto de dos partes, cuerpo y alma, tina de las cuales es visible y exterior, y la otra invisible e interior. ¿Y de las dos es de las que debo valerme para buscar a mi Dios, después de haberle buscado recorriendo todas las criaturas corporales que hay desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar por mensajeros los rayos visuales de mis ojos? No hay duda en que la parte interior es la mejor y más principal, pues ella era a quien todos los sentidos corporales que habían ido por mensajeros, referían las respuestas que daban las criaturas, y la que como superior juzgaba de la que habían respondido cielo y tierra, y todas las cosas que hay en ellos diciendo: Nosotras no somos Dios, pero somos obra suya. El hombre interior que hay en mí, es el que recibió esta respuesta y conoció esta verdad, mediante el ministerio del hombre exterior. Es decir, que yo considerado según la parte interior de que me compongo, yo mismo, en cuanto al alma, conocí estas cosas por medio de los sentidos de mi cuerpo. Pregunté por mi Dios a toda esta grande máquina del mundo y me respondió: Yo no soy Dios, pero soy hechura suya. 10. Esta hermosura y orden del universo ¿no se presenta igualmente a todos los que tienen cabales sus sentidos? Pues ¿cómo a todos no les responde eso mismo? Todos los animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermosa máquina del universo; pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen entendimiento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen los sentidos. Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las perfecciones invisibles de Dios; aunque sucede que, llevados del amor de estas cosas visibles, se sujetan a ellas como esclavos; y así no pueden juzgar de las criaturas, pues para eso habían de ser superiores a ellas. Ni estas cosas visibles responden a los que solamente les preguntan, sino a los que al mismo tiempo que preguntan, saben juzgar de sus respuestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, ni respecto de uno que no hace más que verlas, ni respecto de otro, que además de esto se detiene a preguntarles, no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno y son mudas para con el otro, o por mejor decir, a entrambos y a todos hablan; pero solamente las entienden los que saben cotejar aquella voz que perciben por los sentidos exteriores, con la verdad que reside en su interior. Esta verdad es la que me dice: No es tu Dios el cielo ni la tierra, ni todo lo demás que tiene cuerpo. La misma naturaleza de las cosas corporales, a cualquiera que tenga ojos para verlas, le está diciendo: Esto es una cantidad abultada; y ésta precisamente es menor en la parte que en el todo. De aquí se infiere, que tú, alma mía, eres mejor que todo lo corpóreo, porque tú animas esa abultada cantidad de tu cuerpo, y le das la vida que goza; lo que cuerpo ninguno puede hacer con otro cuerpo. Pero tu Dios está tan lejos de ser corpóreo, que aun respecto de ti, que eres vida del cuerpo, es Dios tu vida. (San Agustín, Confesiones, Madrid, EDAF, 1969)
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San Anselmo 2.1 Así, pues, ¡oh Señor!, Tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Ciertamente, creemos que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado. 2.2 Se trata de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios. 2.3 Pero cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. 2.4 Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exista lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no solamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo entiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento. 2.5 Y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si existe, aunque sólo sea también en el entendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. 2.6 Conclusión Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado."
Tomás de Aquino Las cinco vías. Suma Teológica, Primera Parte Espasa-Calpe, Madrid, 1957. Dado el carácter aristotélico de la filosofía tomista, el conocimiento que pueda obtener la razón acerca de cualquier materia susceptible de ser conocida ha de pasar necesariamente por la sensibilidad, por lo que la única forma de poder demostrar la existencia de Dios, si es posible para la razón demostrarla, ha de partir de los datos que podemos captar por medio de los sentidos, es decir, ha de ser "a posteriori". En la Suma Teológica nos ofrece las conocidas "cinco vías" por las que intenta demostrar, según estos presupuestos, la existencia de Dios, como causa de los distintos efectos que observamos en el mundo. Cuestión 2, artículo 3. Si Dios existe Dificultades. Parece que Dios no existe. 1. Si de dos contrarios suponemos que uno sea infinito, éste anula totalmente su opuesto. Ahora bien, el nombre o término "Dios" significa precisamente, un bien infinito. Si, pues, hubiese Dios, no habría mal alguno. Pero hallamos que en el mundo hay mal. Luego Dios no existe.
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2. Lo que pueden realizar pocos principios, no lo hacen muchos. Pues en el supuesto de que Dios no exista, pueden otros principios realizar cuanto vemos en el mundo, pues las cosas naturales se reducen a su principio, que es la naturaleza, y las libres, al suyo, que es el entendimiento y la voluntad humana. Por consiguiente, no hay necesidad de recurrir a que haya Dios. Por otra parte, en el libro del éxodo dice Dios de sí mismo: "yo soy el que soy". Respuesta. La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías. La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve mas que en cuanto esta en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v. gr., el fuego hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios. La segunda vía se basa en causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios. La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario, y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.
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La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas Según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios. La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, ya éste llamamos Dios. Soluciones. 1. Dice San Agustín que, "Siendo Dios el bien supremo, de ningún modo permitiría que hubiese en sus obras mal alguno si no fuese tan omnipotente y bueno que del mal sacase bien". Luego pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos obtener los bienes. Como la naturaleza obra para conseguir un fin en virtud de la dirección de algún agente superior, en lo mismo que hace la naturaleza interviene Dios como causa primera. Asimismo, lo que se hace deliberadamente, es preciso reducirlo a una causa superior al entendimiento y voluntad humanos, porque éstos son mudables y contingentes, y lo mudable y contingente tiene su razón de ser en lo que de suyo es inmóvil y necesario, según hemos dicho.
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RENACIMIENTO Marcillo Ficino. Sobre el amor. Comentario al Banquete de Platón. Capítulo III: Que el hombre es esa alma, y que el alma es inmortal.
Capítulo III: Que el hombre es esa alma, y que el alma es inmortal. El cuerpo está compuesto de materia y de cantidad; y a la materia pertenece el recibir; y a la cantidad pertenece el ser dividida y extendida; y la recepción y división son actos pasivos. Y por eso el cuerpo está sujeto por su naturaleza solamente a padecimientos y corrupción. Así que, si alguna acción parece que convenga al cuerpo, éste no actúa en cuanto cuerpo sino cuanto hay en el una cierta fuerza y cualidad casi incorporal. Como en la materia del fuego existe el calor, y en la materia del agua existe el frío, en nuestro cuerpo existe la complexión, por cuyas cualidades nacen las acciones de los cuerpos; porque el fuego no calienta por ser largo, ancho y profundo; sino porque es caliente. Y no calienta más el fuego que se encuentra más extendido; sino el que es más caliente. Como se actúa en virtud de las cualidades, y las cualidades no están compuestas de materia y de cantidad, se sigue que el padecer pertenece al cuerpo, y el hacer pertenece a cosa incorporal. Estas cualidades son instrumentos para actuar; pero por sí mismas no son suficientes para la acción; porque no son suficientes para ser por si mismas. Ya que aquello que se apoya en otros, y no puede sostenerse por si mismo, sin duda depende de otros. Y por esto acontece que las cualidades, mismas que son necesariamente sostenidas por el cuerpo, son además hechas y regidas por alguna sustancia superior, la cual no es cuerpo, ni reside en el cuerpo. Y ésta es el alma, que, estando presente en el cuerpo, se sostiene a sí misma, y da al cuerpo cualidad y complexión; y por medio de estos dos elementos, como por instrumentos, realiza en el cuerpo y por el cuerpo, varias operaciones. A causa de esto se dice que el hombre engendra, se nutre, crece, corre, está en reposo, se sienta, habla, edifica las obras de las artes, siente, entiende; pues todas estas cosas hace el alma. Así, el alma es el hombre. Y cuando decimos que el hombre engendra, crece y se nutre, entonces el alma, como padre y artífice del cuerpo, genera las partes corporales, las nutre y aumenta. Y cuando decimos que el hombre está parado, se sienta, habla, entonces el alma sostiene, dobla y voltea los miembros del cuerpo. Y cuando decimos que el hombre fabrica y corre, entonces es que el alma tiende las manos y agita los pies, como a ella le agrada. Si decimos que el hombre escucha, es que el alma, por los instrurnentos de los sentidos, casi como por ventanas, conoce los cuerpos externos. Si decimos que el hombre entiende, el alma por sí misma busca la verdad sin instrumento corporal. Así pues, es el alma que hace todas las cosas que decimos que hace el hombre; y el cuerpo las padece, porque el hombre sólo es alma y el cuerpo es obra e instrumento del hombre; en especial porque el alma sin instrumento de cuerpo ejerce su acción principal, que es el comprender. Puesto
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que entiende cosas incorporales, y por el cuerpo no se pueden conocer otras cosas sino las corporales. Por tanto el alma, como actúa por sí misma, ciertamente por sí misma es y vive. Vive, digo, sin el cuerpo, lo que sin el cuerpo puede actuar de alguna forma. Si el alma es por sí misma, es justo que le sea conveniente un tipo de ser no común al cuerpo, y por esto sólo a ella puede atribuírsele el nombre de hombre sin que lo comparta con el cuerpo; y ese nombre, porque se dice de cualquiera de nosotros toda la vida, siendo cada uno llamado hombre a una cierta edad, en verdad parece que se refiere a algo estable. Mas el cuerpo no es cosa estable, porque creciendo y menguando, y por disolución y alteración continua, cambia; mientras que el alma es siempre la misma, según nos lo enseña la asidua investigación de la verdad, la perpetua voluntad de bien y la firme conservación de la memoria. ¿Quién será, pues, tan necio, que la apelación de hombre, la cual es en nosotros muy firme, la atribuya al cuerpo, que corre siempre, y no más bien al alma, que siempre está firme. De aquí puede quedar manifiesto que, cuando Aristófanes nombra a los hombres, quiso decir nuestras almas, según el uso platónico.
Maquiavelo El príncipe Podría preguntarse por qué Agatocles y algún otro de la misma especie pudieron, después de tantas traiciones e innumerables crueldades, vivir por mucho tiempo seguros en su patria y defenderse de los enemigos exteriores sin ejercer actos crueles; como también por qué los conciudadanos de éste no se conjuraron nunca contra él, mientras que haciendo otros muchos uso de la crueldad, no pudieron conservarse jamás en sus Estados, tanto en tiempo de paz como en el de guerra. Creo que esto dimana del buen o del mal uso que se hace de la crueldad. Podemos llamar buen uso los actos de crueldad si, sin embargo, eslícito hablar bien del mal- que se ejercen de una vez , únicamente por la necesidad de proveer a su propia seguridad , sin continuarlos después, y que al mismo tiempo trata uno de dirigirlos, cuanto es posible, hacia la mayor utilidad de los gobernados Los actos de severidad mal usados son aquellos que,no siendo más que en corto número a los principios, van siempre aumentándose, y se multiplican de día en día, en vez de disminuirse y de mirar a su fin Los que abrazan el primer método pueden, con los auxilios divinos y humanos, remediar, como Agatocles, la incertidumbre de su situación. En cuanto a los demás, no es posible que ellos se mantengan. Es menester, pues, que el que toma un Estado haga atención, en los actos de rigor que le es preciso hacer, a ejercerlos todos de una sola vez e inmediatamente, a fin de no estar obligado a volver a ellos todos los días, y poder, no renovándolos, tranquilizar a sus gobernados, a los que ganará después fácilmente haciéndoles bien.
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MODERNIDAD Rene Descartes Discurso del método.Cuarta Parte: Pruebas de la existencia de dios y del alma, fundamentos de la metafísica. No sé si debo hablaros de mis primeras meditaciones; son tan metafísicas y tan poco vulgares que, es seguro no serán del gusto de todos. Y, sin embargo, tal vez esté obligado a ocuparme de ellas para que podáis apreciar la consistencia de mis razonamientos. Observé que, en lo relativo a las costumbres, se siguen frecuentemente opiniones inciertas con la misma seguridad que si fueran evidentísimas; y esto fue precisamente lo que me propuse evitar en mis investigaciones de la verdad. Quería rechazar lo que me ofreciera la más pequeña duda para ver después si había encontrado algo indubitable. Como a veces los sentidos nos engañan, supuse que ninguna cosa existía del mismo modo que nuestros sentidos nos la hacen imaginar. Como los hombres se suelen equivocar en hasta en las más sencillas cuestiones de geometría, consideré que yo también estaba sujeto a error y rechacé por falsas todas las verdades cuyas demostraciones me enseñaron mis profesores. Y, finalmente, como los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos, podemos también tenerlos cuando soñamos, resolví creer que las verdades aprendidas en los libros y por la experiencia no eran más seguras que las ilusiones de mis sueños. Pero en seguida noté que si yo pensaba que todo era falso, yo, que pensaba, debía ser alguna cosa, debía tener alguna realidad; y viendo que esta verdad: pienso, luego existo era tan firme y tan segura que nadie podría quebrantar su evidencia, la recibí sin escrúpulo alguno como el primer principio de la filosofía que buscaba. Examiné atentamente lo que era yo, y viendo que podía imaginar que carecía de cuerpo y que no existía nada en que mi ser estuviera, pero que no podía concebir mi no existencia, porque mi mismo pensamiento de dudar de todo constituía la prueba más evidente de que yo existía —comprendí que yo era una sustancia, cuya naturaleza o esencia era a su vez el pensamiento, sustancia que no necesita ningún lugar para ser ni depende de ninguna cosa material; de suerte que este yo —o lo que es lo mismo, el alma— por el cual soy lo que soy, es enteramente distinto del cuerpo y más fácil
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de conocer que él.
HUME Investigación sobre el entendimiento humano, SECCIÓN VII. Sobre la idea de conexión necesaria. (Segunda Parte) No obstante, para alcanzar con prontitud una conclusión sobre este argumento, que ya ha llegado demasiado lejos, hemos buscado en vano la idea de poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las que podríamos suponer que derivara. Aparentemente, en los casos particulares de la operación de los cuerpos, no podemos descubrir, ni mediante el más celoso examen, nada que no sea que un evento sigue a otro, sin llegar a identificar ninguna fuerza o poder por el que opera la causa, ni ninguna conexión entre ésta y su supuesto efecto. La misma dificultad se da al contemplar las operaciones de la mente sobre el cuerpo, donde observamos que el movimiento de este último se sigue de la volición de la primera pero somos incapaces de observar o concebir el vínculo que une el movimiento y la volición, o la energía por la que la mente produce este efecto. La autoridad de la voluntad sobre sus propias facultades e ideas no es ni un ápice más comprensible. De ahí que, en su conjunto, en toda la naturaleza no aparece ni un solo caso de conexión que nos sea concebible. Todos los eventos parecen estar completamente sueltos y separados. Un evento sigue al otro, pero nunca podemos observar ningún vínculo entre ellos. Parecen estar unidos pero nunca conectados. Y como no podemos hacernos ninguna idea de nada que no haya aparecido nunca ante nuestro sentido externo o sentimiento interno, necesariamente la conclusión parece ser que no tenemos idea alguna de la conexión o el poder, y que estas palabras no tienen absolutamente ningún significado cuando las empleamos tanto en los razonamientos filosóficos como en la vida ordinaria. Sin embargo, aún existe un método para evitar esta conclusión, y una fuente que todavía no hemos examinado. Cuando se nos presenta cualquier evento u objeto natural, nos es imposible, a pesar de nuestra sagacidad o capacidad de penetración, descubrir, o siquiera conjeturar, sin la experiencia, qué evento resultará de ello, y también llevar nuestra previsión más allá del objeto que se presenta de manera inmediata a la memoria y los sentidos. Incluso después de un caso o experimento donde hemos observado que determinado evento sigue a otro, no podemos formular una regla general, ni predecir lo que ocurrirá en casos similares; siendo justo considerar una temeridad imperdonable juzgar el conjunto del devenir de la naturaleza a partir de un solo experimento, por preciso o infalible que éste sea. Pero cuando una especie determinada de evento ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, dejamos de tener escrúpulos a la hora de predecir uno por la aparición del otro, y de utilizar ese razonamiento, el único que puede confirmarnos cualquier estado de los hechos o de la existencia. Entonces llamamos a un objeto causa y al otro, efecto. Suponemos que existe alguna conexión entre ellos, algún poder en la una para producir de manera infalible el otro, y que opera con la mayor de las certezas y la más poderosa de las necesidades. Así, aparentemente, esta idea de conexión necesaria entre eventos surge de una serie de casos similares que se dan por la conjunción constante de dichos eventos; no porque esa idea pueda ser sugerida nunca por ninguno de estos casos, aunque se examinen bajo todas las luces y posiciones posibles. Sin embargo, en un numero determinado de casos no hay nada distinto de cada caso particular que se suponga que sea exactamente similar; salvo, únicamente, que tras una repetición de casos similares la mente se deja llevar por el hábito: ante la aparición de un evento, espera su habitual seguimiento, y cree que existirá. Esta conexión, por tanto, que sentimos en la mente, esta transición rutinaria de la imaginación desde un objeto a su normal seguimiento, es el sentimiento o la impresión de la que formamos la idea de poder o conexión necesaria. No hay nada más en el caso. Contemplemos el tema desde todos los lados; no encontraremos nunca ningún otro origen a esa idea. Ésta es la única diferencia que existe entre un caso, del que nunca podemos recibir la idea de conexión, y una serie de casos similares, que la sugieren. La primera vez que el hombre vio la comunicación del movimiento a través del impulso, como cuando chocan dos bolas de billar, no pudo decir que un evento estaba conectado al otro; sino tan solo que uno estaba unido al otro. Tras haber observado varios casos de la misma naturaleza, entonces es
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cuando dice que están conectados. ¿Qué ha cambiado para que surja esta nueva idea de conexión? Nada, salvo que él ahora siente que estos eventos están conectados en su imaginación, y que puede predecir al punto la existencia de uno de la aparición del otro. Así pues, cuando decimos que un objeto está conectado a otro, sólo significamos que han adquirido una conexión en nuestro pensamiento, y que da lugar a esta inferencia por la que cada uno se convierte en la prueba de la existencia del otro. Una conclusión un tanto sorprendente, aunque parezca fundamentada en suficientes pruebas, pruebas que no quedarán debilitadas por ninguna desconfianza general del entendimiento, o sospecha escéptica relativa a toda conclusión que sea nueva y extraordinaria. No existen conclusiones más gratas para el escepticismo que aquellas que hacen descubrimientos relativos a la debilidad y las limitaciones de la razón y la capacidad humanas. Y qué caso más fuerte puede hallarse de la sorprendente ignorancia y debilidad del entendimiento que el presente. Pues si existe alguna relación entre los objetos que nos importe conocer a la perfección es, indudablemente, la de causa y efecto. Sobre ella se fundamentan todos nuestros razonamientos relativos a las cuestiones de hecho o de existencia. Sólo por ella tenemos alguna seguridad relativa a los objetos que no se encuentran en el testimonio presente de nuestra memoria y sentidos. La única utilidad inmediata de todas las ciencias es la de enseñarnos a controlar y regular los eventos futuros mediante sus causas. Por lo tanto, a cada momento, nuestros pensamientos e investigaciones se emplean en esta relación. Y sin embargo, las ideas que sobre esto formamos son tan imperfectas que es imposible dar ninguna definición justa de la causa, salvo la que se extrae de algo extraño y ajeno a ella. Objetos similares siempre están unidos a lo similar. De esto tenemos experiencia. De acuerdo a esta experiencia, por tanto, podemos definir que una causa puede ser un objeto, seguido de otro, y donde todos los objetos similares al primero son seguidos por objetos similares al segundo. O en otras palabras, donde, si el primer objeto no se diera, el segundo nunca habría existido. La aparición de una causa siempre confiere a la mente, mediante una transición de la costumbre, la idea del efecto. De esto también tenemos experiencia. Podemos, por tanto, y de acuerdo a esta experiencia, formar otra definición de causa, y llamarla, un objeto seguido de otro, y cuya apariencia siempre conduce al pensamiento del otro. Pero aunque estas dos definiciones se extraigan de circunstancias ajenas a la causa, no podemos remediar este inconveniente, ni alcanzar una definición más perfecta que pueda señalar en la causa la circunstancia que le dé una conexión con su efecto. No tenemos idea alguna sobre esta conexión, ni siquiera una lejana noción de qué es lo que podemos conocer cuando nos proponemos averiguar cuál es su concepción. Decimos, por ejemplo, que la vibración de esta cuerda es la causa de este sonido particular. ¿Y qué queremos decir con esta afirmación? O bien que ésta vibración es seguida por este sonido, y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o que esta vibración es seguida por este sonido, y que por la aparición de una la mente anticipa los sentidos formando de manera inmediata una idea de la otra. Podemos considerar la relación de causa y efecto bajo cualquiera de estas dos luces; pero más allá no tenemos idea de ella. Recapitulando, así pues, los razonamientos de esta sección: Toda idea está copiada de alguna impresión o sentimiento que la precede, y allí donde no podamos hallar ninguna impresión, podemos tener la certeza de que no existirá ninguna idea. En todos los casos particulares de la operación de cuerpos o mentes, no existe nada que produzca ninguna impresión, por lo que consecuentemente no puede sugerir ninguna idea de poder o conexión necesaria. Sin embargo, cuando aparecen muchos casos uniformes y el mismo objeto es siempre seguido por el mismo evento, entonces empezamos a tener la noción de causa y conexión. Entonces sentimos una nueva emoción o impresión, a saber, una conexión, por costumbre, en el pensamiento o la imaginación, entre un objeto y su habitual seguimiento; y esta emoción es el original de aquella idea que estamos buscando. Pues como esta idea surge de una serie de casos similares, y no de ningún caso único, debe surgir de esa circunstancia en la que la serie de casos difieren de todo caso individual. Pero esta conexión de la costumbre o transición de la imaginación es la única circunstancia en que difieren. En todo particular restante son similares. El primer caso que vimos del movimiento comunicado por el choque entre dos bolas de billar (para volver a este claro ejemplo) es exactamente similar a cualquier caso que pueda, ahora, ocurrir ante nosotros; salvo tan solo que, no pudiéramos, en un principio, inferir un evento del otro; lo que sí podemos hacer
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ahora, después de un devenir tan largo de experiencia uniforme. No sé si el lector aprehenderá al punto este razonamiento. Temo que, si multiplicara las palabras, o si lo lanzara bajo una mayor variedad de luces, éste acabaría siendo más oscuro e intrincado. En todo razonamiento abstracto existe un punto de vista que, si conseguimos dar con él, nos llevará más lejos a la hora de ilustrar el tema que toda la elocuencia y las palabras del mundo. Es este punto de vista lo que nos proponemos alcanzar, reservando las flores de la retórica para los temas que se adapten mejor a ellas.
Jean ]acques Rousseau. Discursos. Pags. 152-153 Hasta aquí sólo he considerado al hombre físico; intentemos verlo ahora desde el lado metafísico y moral. No veo en todo animal otra cosa que una máquina ingeniosa a la que la naturaleza ha dado sentidos para reponerse a sí misma y para asegurarse hasta un cierto punto frente a todo aquello que tiende a destruirla o arruinarla. Percibo precisamente las mismas cosas en la máquina humana, con esta diferencia: que la naturaleza sola lo hace todo en las operaciones de la bestia, mientras que el hombre ayuda a las suyas en calidad de agente libre. La una elige o rechaza por instinto, mientras que el otro por un acto de libertad; esto lleva a que la bestia, no puede apartarse de la regla que le ha sido prescrita, incluso cuando sería ventajoso hacerlo, mientras que el hombre se aparta frecuentemente en perjuicio suyo. p. 131 […] Es, pues, bien cierto que la piedad es un sentimiento natural que, moderando en cada individuo de la actividad del amor a sí mismo, colabora a la conservación mutua de toda la especie. Es ella quien nos lleva sin pensarlo a socorrer a aquellos que vemos sufrir; es ella quien en el estado de naturaleza ocupa el lugar de la ley, de las costumbres y de la virtud, con la ventaja de que nadie se siente tentado de desobedecer a su dulce voz. Es ella quien arredrará a todo salvaje robusto de quitar su subsistencia adquirida con trabajo a un niño o un anciano enfermo, si es que quiere encontrar Ia suya en alguna parte; es ella quien, en lugar de esta máxima sublime de justicia razonada, haz con otro Io que quieras que hagan contigo, inspira a todos los hombres esta otra máxima de bondad natural. Mucho menos perfecta, pero quizá más útil que la precedente: Haz el bien tuyo con el menor mal posible del otro. En una palabra, es en este sentimiento natural, mejor que en los argumentos sutiles, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que todo hombre debería sentir a hacer el mal, incluso independientemente de las máximas de la educación. Aunque pueda pertenecer a Sócrates y a los espíritus de su temple adquirir la virtud por medio de la razón, hace mucho tiempo que el género humano no existiría si su conservación sólo hubiese dependido de los razonamientos de los que lo componen.
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Kant Crítica a la razón pura
La metafísica, conocimiento especulativo de la razón, completamente aislado, que se levanta enteramente por encima de lo que enseña la experiencia, con meros conceptos (no aplicándolos a la intuición, como hacen las matemáticas), donde, por tanto, la razón ha de ser discípula de sí misma, no ha tenido hasta ahora la suerte de poder tomar el camino seguro de la ciencia. Y ello a pesar de ser más antigua que todas las demás y de que seguiría existiendo aunque éstas desaparecieran totalmente en el abismo de una barbarie que lo aniquilara todo. Efectivamente, en la metafísica la razón se atasca continuamente, incluso cuando, hallándose frente a leyes que la experiencia más ordinaria confirma, ella se empeña en conocerlas a priori. Incontables veces hay que volver atrás en la metafísica, ya que se advierte que el camino no conduce a donde se quiere ir. Por lo que toca a la unanimidad de lo que sus partidarios afirman, está aún tan lejos de ser un hecho, que más bien es un campo de batalla realmente destinado, al parecer, a ejercitar las fuerzas propias en un combate donde ninguno de los contendientes ha logrado jamás conquistar el más pequeño terreno ni fundar sobre su victoria una posesión duradera. No hay, pues, duda de que su modo de proceder, ha consistido, hasta la fecha, en un mero andar a tientas y, lo que es peor, a base de simples conceptos. ¿A qué se debe entonces qué la metafísica no haya encontrado todavía el camino seguro de la ciencia? ¿Es acaso imposible? ¿Por qué, pues, la naturaleza ha castigado nuestra razón con el afán incansable de perseguir este camino como una de sus cuestiones más importantes? Más todavía: ¡qué pocos motivos tenemos para confiar en la razón si, ante uno de los campos más importantes de nuestro anhelo de saber, no sólo nos abandona, sino que nos entretiene con pretextos vanos y, al final, nos engaña! Quizá simplemente hemos errado dicho camino hasta hoy. Si es así ¿qué indicios nos harán esperar que, en una renovada búsqueda, seremos más afortunados que otros que nos precedieron? Me parece que los ejemplos de la matemática y de la ciencia natural, las cuales se han convertido en lo que son ahora gracias a una revolución repentinamente producida, son lo suficientemente notables como para hacer reflexionar sobre el aspecto esencial de un cambio de método que tan buenos resultados ha proporcionado en ambas ciencias, así como también para imitarlas, al menos a título de ensayo, dentro de lo que permite su analogía, en cuanto conocimientos de razón, con la metafísica. Se ha supuesto hasta ahora que todo nuestro conocer debe regirse por los objetos. Sin embargo, todos los intentos realizados bajo tal supuesto con vistas a establecer a priori, mediante conceptos, algo sobre dichos objetos -algo que ampliara nuestro conocimientodesembocaban en el fracaso. Intentemos, pues, por una vez, si no adelantaremos más en las tareas de la metafísica suponiendo que los objetos deben conformarse a nuestro conocimiento, cosa que concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, un conocimiento que pretende establecer algo sobre éstos antes de que nos sean dados. Ocurre aquí como con los primeros pensamientos de Copérnico. Este, viendo que no conseguía explicar los movimientos celestes si aceptaba que todo el ejército de estrellas giraba alrededor del espectador, probó si no obtendría mejores resultados haciendo girar al espectador y dejando las estrellas en reposo. En la metafísica se puede hacer el mismo ensayo, en lo que atañe a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la naturaleza de los objetos, no veo cómo podría conocerse algo a priori sobre esa naturaleza. Si, en cambio, es el objeto (en cuanto objeto de los sentidos) el que se rige por la naturaleza de nuestra facultad de intuición, puedo representarme fácilmente tal posibilidad. Ahora bien, como no puedo pararme en estas intuiciones, si se las quiere convertir en conocimientos, sino que debo referirlas a algo como objeto suyo y
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determinar éste mediante las mismas, puedo suponer una de estas dos cosas: o bien los conceptos por medio de los cuales efectúo esta determinación se rigen también por el objeto, y entonces me encuentro, una vez más, con el mismo embarazo sobre la manera de saber de él algo a priori; o bien supongo que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, única fuente de su conocimiento (en cuanto objetos dados), se rige por tales conceptos. En este segundo caso veo en seguida una explicación más fácil, dado que la misma experiencia constituye un tipo de conocimiento que requiere entendimiento y éste posee unas reglas que yo debo suponer en mí ya antes de que los objetos me sean dados, es decir, reglas a priori. Estas reglas se expresan en conceptos a priori a los que, por tanto, se conforman necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que deben concordar. Por lo que se refiere a los objetos que son meramente pensados por la razón -y, además, como necesarios-, pero que no pueden ser dados (al menos tal como la razón los piensa) en la experiencia, digamos que las tentativas para pensarlos (pues, desde luego, tiene que ser posible pensarlos) proporcionarán una magnífica piedra de toque de lo que consideramos el nuevo método del pensamiento, a saber, que sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas.
Crítica de la razón pura. Doctrina transcendental del juicio (Analítica de los principios). CAPÍTULO III
"Del fundamento de la distinción de todos los objetos en general en fenómenos y noúmenos"
Ya hemos recorrido el territorio del entendimiento puro y observado atentamente cada parte del mismo; y no sólo lo hemos hecho así, sino que además hemos medido el terreno y fijado en él su puesto a cada cosa. Ese territorio empero es una isla, a la cual la naturaleza misma ha asignado límites invariables. Es la tierra de la verdad (nombre encantador), rodeada por un inmenso y tempestuoso mar, albergue propio de la ilusión, en donde los negros nubarrones y los bancos de hielo, deshaciéndose, fingen nuevas tierras y engañan sin cesar con renovadas esperanzas al marino, ansioso de descubrimientos, precipitándolo en locas empresas, que nunca puede ni abandonar ni llevar a buen término. Pero antes de aventurarnos en ese mar, para reconocerlo en toda su extensión y asegurarnos de si hay alguna esperanza que tener, bueno será que demos una última ojeada al mapa de la tierra que vamos a abandonar. Preguntémonos, pues, primero, si no podríamos contentarnos en todo caso con lo que esa tierra contiene, o aun si acaso no tendremos por fuerza que hacerlo, por no haber en ninguna otra parte suelo para construir. Veamos luego con qué títulos poseemos esa tierra y podemos mantenernos seguros en ella contra pretensiones enemigas. Estas cuestiones han sido ya suficientemente contestadas en el curso de la analítica; pero una revista sucinta de sus soluciones, puede robustecer la convicción, reuniendo en un solo punto los diversos momentos en que fueron expuestas.
Hemos visto que todo cuanto el entendimiento saca de sí mismo, sin requerirlo de la experiencia, lo tiene sin embargo para el uso de la experiencia y no para ningún otro. Los principios del entendimiento puro, ya sean a priori constitutivos (como los matemáticos) ya meramente regulativos (como los dinámicos), no contienen nada más que, por decirlo así, el puro esquema para la experiencia posible; pues esta toma su unidad sólo de la unidad sintética que el entendimiento proporciona originariamente y de suyo a la síntesis de la imaginación, con referencia a la apercepción; y en esa unidad deben los fenómenos, como data para una posible experiencia, estar ya a priori en relación y concordancia. Ahora bien, aunque esas reglas del entendimiento no sólo son verdaderas a priori, sino fuente de toda verdad, es decir, de la concordancia de nuestro conocimiento con los objetos, porque contienen el fundamento de la
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posibilidad de la experiencia, como conjunto de todo conocimiento en donde pueden sernos dados objetos, sin embargo, no nos parece bastante limitarnos a enunciar lo verdadero y quisiéramos también lo que apetecemos saber. Si, pues, por medio de esta investigación crítica no aprendemos más que lo que, en el uso meramente empírico del entendimiento y sin tan sutil examen, hubiésemos espontáneamente ejercitado, parece que la ventaja que de ella se saca no vale el gasto y la preparación. Puede, es verdad, replicarse que no hay prurito más perjudicial al aumento de nuestro conocimiento, que el de querer saber su utilidad de antemano, antes de sumirse en las investigaciones y aun de poder forjarse el menor concepto de esa utilidad, aunque la tuviéramos ante los ojos. Pero hay una ventaja que puede comprender y al mismo tiempo apreciar el más refractario y díscolo discípulo de esta investigación transcendental, y es: que el entendimiento, ocupado exclusivamente en su empleo empírico, y sin reflexionar sobre las fuentes de su propio conocimiento, puede sin duda ir muy bien adelante; pero una cosa no puede llevar a cabo, y es determinarse así mismo los límites de su uso y saber qué es lo que está dentro o fuera de su esfera; pues para esto exígense las investigaciones profundas que hemos realizado. Y si no puede distinguir si ciertas cuestiones están o no en su horizonte, no estará nunca seguro de sus aspiraciones y de su posesión, sino que deberá estar preparado para toda suerte de vergonzosas rectificaciones, si se sale continuamente de los límites de su esfera (como ello es inevitable) y se extravía en ilusiones y falacias.
Así pues, el entendimiento no puede hacer de todos sus principios a priori y aun de todos sus conceptos más que un uso empírico y nunca transcendental; esta es una proposición que, una vez conocida y admitida con convicción, tiene consecuencias importantes. El uso transcendental de un concepto, en cualquier principio, consiste en referirlo a las cosas en general y en sí mismas. El uso empírico consiste en referirlo sólo a fenómenos, es decir, a objetos de una experiencia posible. Y nunca puede tener lugar otro uso que este último, como se ve fácilmente por lo que sigue: para todo concepto se requiere primero la forma lógica de un concepto (del pensar) en general, y segundo, la posibilidad de darle un objeto, al cual se refiera. Sin esto último, el concepto carece de sentido y está totalmente vacío de contenido, aun cuando pueda tener la función lógica de hacer un concepto con unos datos cualesquiera. Ahora bien, el objeto no puede ser dado, a un concepto más que en la intuición; y si bien una intuición pura es posible a priori antes del objeto, esta misma no puede recibir su objeto, es decir, la validez objetiva, si no es por medio de la intuición empírica, cuya mera forma es. Así, todos los conceptos y, con éstos, todos los principios, por muy a priori que sean, se refieren, sin embargo, a intuiciones empíricas, es decir, a datos, para la experiencia posible. Sin esto, carecen de toda validez objetiva y son un mero juego, ora de la imaginación, ora del entendimiento, cada uno con sus respectivas representaciones. Tómense, por ejemplo, conceptos de la matemática, y en sus intuiciones puras primero: el espacio tiene tres dimensiones; entre dos puntos no puede haber más que una recta, etc... Aun cuando todos estos principios y la representación del objeto de que trata esa ciencia, son producidos en el espíritu totalmente a priori, no significarían sin embargo nada, si no pudiéramos exponer su significación siempre en fenómenos (objetos empíricos). Por eso se exige hacer sensible un concepto separado, es decir, exponer en la intuición el objeto que le corresponde, porque, sin esto, el concepto permanecería (como se dice) sin sentido, es decir, sin significación. La matemática cumple esta exigencia por medio de la construcción de la figura, que es un fenómeno presente a los sentidos (aunque producido a priori). El concepto de magnitud busca también, en esa ciencia, su sustento y sentido en el número; y éste, en los dedos, en las bolas del tablero o las rayas y puntos que se ponen ante los ojos. El concepto permanece producido a priori y, con él, todos los principios sintéticos o fórmulas de esos conceptos; pero el uso de los mismos y la referencia a supuestos objetos no puede en último término buscarse más que en la experiencia, cuya posibilidad (según la forma) contienen a priori aquellos.
Este caso es también el de todas las categorías y todos los principios tejidos con ellas, como se advierte fácilmente, porque no podemos dar una definición real de ninguna de ellas, es decir,
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hacer comprensible la posibilidad de su objeto, sin acudir en seguida a las condiciones de la sensibilidad y, por tanto, a la forma de los fenómenos, a los cuales, como únicos objetos, deben por consiguiente estar limitadas esas categorías; en efecto, si se prescinde de esa condición, piérdese toda significación o sea referencia a objeto, y nadie puede, por medio de un ejemplo, hacer concebible qué cosa propiamente se entienda en esos conceptos.
El concepto de magnitud en general no puede definirse, como no sea diciendo que es la determinación de una cosa, determinación que nos permite pensar cuántas veces en dicha cosa está contenida la unidad. Pero ese "cuántas veces" está fundado en la repetición sucesiva y, por lo tanto, en el tiempo y en la síntesis (de lo homogéneo) en el tiempo. La realidad sólo puede definirse por oposición a la negación, pensando un tiempo (como conjunto de todo ser) que o está lleno de esa realidad o está vacío. Si prescindo de la permanencia (que es una existencia en todo tiempo), nada me queda entonces para el concepto de substancia más que la representación lógica del sujeto, la cual creo realizar representándome algo que sólo como sujeto (sin ser predicado de nada) pueda tener lugar. Pero no sólo no conozco condición alguna bajo la cual esta preferencia lógica convenga a cosa alguna, sino que nada queda que hacer con ella, ni hay la menor consecuencia que sacar, porque por medio de ella no se determina objeto alguno del uso de ese concepto y por tanto no se sabe si significa algo. Del concepto de causa (si prescindo del tiempo, en el cual algo sigue a algo, según una regla) nada encontraría en la categoría pura, sino que hay algo de lo cual puede inferirse la existencia de otra cosa; y así no sólo no se podría distinguir uno de otro el efecto y la causa, sino que -ya que ese "poder inferir" exige a veces condiciones de las cuales nada sé- resultaría que el concepto no tendría determinación alguna acerca de cómo conviene a algún objeto. El supuesto principio: "Todo lo contingente tiene una causa" se presenta sin duda con cierta gravedad, como si en sí mismo llevara su dignidad. Pero yo pregunto: ¿qué entendéis por contingente? Vosotros respondéis: aquello cuyo no-ser es posible. Y entonces yo digo que desearía vivamente saber en qué conocéis esa posibilidad del no-ser, si en la serie de los fenómenos no os representáis una sucesión y en ésta una existencia que sigue (o precede) al no-ser, por lo tanto, un cambio; porque decir que el no-ser de una cosa no se contradice a sí mismo, es apelar torpemente a una condición lógica que, si bien es necesaria para el concepto, no es ni con mucho suficiente para la posibilidad real. Puedo suprimir en el pensamiento toda substancia existente, sin contradecirme; pero de esto no puedo inferir la contingencia objetiva de la misma en su existencia, es decir, la posibilidad de su no-ser en sí misma. Por lo que toca al concepto de comunidad, es fácil comprender que si las puras categorías de substancia y de causalidad no admiten definición que determine el objeto, tampoco la admite la de causalidad recíproca, en la relación de las substancias unas con otras (commercium). Posibilidad, existencia y necesidad no han sido definidas nunca por nadie, si no es merced a evidentes tautologías, queriendo tomar su definición solamente del entendimiento puro. Pues la ilusión de sustituir la posibilidad lógica del concepto (la no contradicción) a la posibilidad transcendental de las cosas (que haya un objeto que corresponda al concepto), no puede satisfacer más que a los inhábiles.
De aquí se sigue indudablemente que los conceptos puros del entendimiento no pueden nunca ser de uso transcendental, sino siempre sólo empírico y que los principios del entendimiento puro no pueden ser referidos más que -en relación con las condiciones universales de una experiencia posible- a los objetos de los sentidos, pero nunca a cosas en general (sin tener en cuenta el modo como podamos intuirlas).
La Analítica transcendental tiene pues este resultado importante: que el entendimiento a priori nunca puede hacer más que anticipar la forma de una experiencia posible en general; y, como lo que no es fenómeno no puede ser objeto de la experiencia, nunca puede saltar por encima de las
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barreras de la sensibilidad, dentro de las cuales tan sólo nos son dados objetos. Sus principios son sólo principios de la exposición de los fenómenos y el orgulloso nombre de Ontología, que se jacta de dar en una doctrina sistemática conocimientos sintéticos a priori de cosas en general (por ejemplo el principio de causalidad) debe dejar el puesto al más humilde título de simple analítica del entendimiento puro.
Pensar es la acción de referir a un objeto la intuición dada. Si la especie de esa intuición no es dada de ningún modo, el objeto es meramente transcendental y el concepto del entendimiento no tiene más uso que el transcendental, a saber: la unidad en el pensar de un múltiple en general. Ahora bien, por medio de una categoría pura, en la cual se hace abstracción de toda condición de la intuición sensible, como única que nos es posible, no se determina objeto alguno, sino que sólo se expresa en diferentes modos el pensamiento de un objeto en general. Al uso de un concepto pertenece además una función del Juicio, por la cual un objeto es subsumido bajo el concepto y por lo tanto la condición, al menos formal, bajo la cual algo puede ser dado en la intuición. ¿Falta esa condición del Juicio (esquema)? Pues entonces desaparece toda subsunción; pues nada es dado que pueda ser subsumido bajo el concepto. Así el uso meramente transcendental de las categorías no es en realidad uso alguno y no tiene ningún objeto determinado o aún determinable según la forma. De aquí se sigue que la categoría pura no basta para un principio sintético a priori y que los principios del entendimiento puro son sólo de uso empírico y nunca transcendental, más allá del campo de la experiencia posible, no puede haber ningún principio sintético a priori.
Por eso es conveniente expresarse así: las categorías puras, sin condiciones formales de la sensibilidad, tienen sólo significación transcendental, pero no tienen uso transcendental, porque éste es en sí mismo imposible ya que faltan todas las condiciones de un uso cualquiera (en el juicio), a saber, las condiciones formales de la subsunción de algún supuesto objeto bajo conceptos. Así pues, ya que (como meras categorías puras) no deben ser de uso empírico y no pueden serlo tampoco de transcendental, no tienen uso alguno, si se las separa de toda sensibilidad, es decir, no pueden ser aplicadas a ningún supuesto objeto; son más bien sólo la forma pura del uso del entendimiento, con referencia a los objetos en general y al pensar, sin que con ellas solas se pueda pensar o determinar objeto alguno.
Hay aquí, sin embargo, en el fundamento, una ilusión difícil de evitar. Las categorías, según su origen, no se fundan en sensibilidad, como las formas de la intuición, espacio y tiempo; parecen, por lo tanto, permitir una aplicación ampliada más allá de todos los objetos de los sentidos. Pero, por su parte, las categorías no son más que formas del pensamiento, que no contienen más que la facultad lógica de reunir en una conciencia a priori lo múltiplemente dado en la intuición. Así es que, cuando se les retira la única para nosotros posible intuición, tienen todavía menos significación que aquellas formas sensibles puras, por medio de las cuales, al menos, es dado un objeto; mientras que un modo de enlace de lo múltiple, propio de nuestro entendimiento, no significa nada, si no le sobreviene aquella intuición, única en que puede darse este múltiple. Sin embargo, cuando a ciertos objetos, como fenómenos, les damos el nombre de entes sensibles (phaenomena) distinguiendo entre nuestro modo de intuirlos y su constitución en sí mismos, ya en nuestro concepto va implícito el colocar, por decirlo así, frente a ellos, o bien esos mismos objetos refiriéndonos a su constitución en sí mismos (aunque esta no la intuimos en ellos) o bien otras cosas posibles que no son objetos de nuestros sentidos, poniéndolas frente a ellos, como objetos pensados sólo por el entendimiento; y los llamamos entes inteligibles (noumena). Pero ahora se pregunta ¿no pueden nuestros conceptos puros del entendimiento tener una significación con relación a estos últimos y ser un modo de conocerlos?
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Desde el principio, empero, se advierte aquí una ambigüedad que puede ocasionar un grave malentendido; y es que el entendimiento, cuando llama en cierto sentido, mero fenómeno a un objeto, se forja al mismo tiempo, fuera de ese sentido, una representación de un objeto en sí mismo y por ende se figura poder también obtener un concepto de este objeto; pero el entendimiento no tiene de suyo más conceptos que las categorías, y entonces se figura que el objeto, en su última significación, debe poder ser pensado, al menos, por esos conceptos puros del entendimiento; por donde es engañosamente conducido a considerar que el concepto totalmente indeterminado de un ente inteligible, el cual no es más que un algo en general, fuera de nuestra sensibilidad, es un concepto determinado de un ente que, por medio del entendimiento, podríamos conocer de alguna manera.
Si por noumeno entendemos una cosa, en cuanto esa cosa no es objeto de nuestra intuición sensible, y hacemos abstracción de nuestro modo de intuirla, tenemos un noumeno en sentido negativo. Pero si entendemos por noumeno un objeto de una intuición no sensible, entonces admitimos una especie particular de intuición, a saber, la intelectual, que no es, empero, la nuestra, y cuya posibilidad no podemos conocer; y este sería el noumeno en sentido positivo.
La teoría de la sensibilidad es al mismo tiempo la de los noumenos en sentido negativo, es decir, la de cosas que el entendimiento debe pensar sin la relación con nuestro modo de intuir, y por tanto no sólo como fenómenos, sino como cosas en sí mismas; acerca de las cuales empero, en esta separación, el entendimiento concibe, al mismo tiempo, que no puede hacer ningún uso de sus categorías, en este modo de considerar las cosas, porque las categorías no tienen significación más que respecto a la unidad de las intuiciones en el espacio y el tiempo, y ellas pueden determinar a priori precisamente esa unidad por conceptos universales de enlace merced tan sólo a la mera idealidad del espacio y del tiempo. Donde esa unidad de tiempo no puede encontrarse, en el noumeno por tanto, cesa por completo todo uso y aun toda significación de las categorías; pues la posibilidad misma de las cosas, que deben corresponder a las categorías, no puede comprenderse; por lo cual no puedo hacer ms que remitirme a lo que he expuesto al principio de la observación general al capítulo anterior. Ahora bien, la posibilidad de una cosa no puede demostrarse nunca por la no contradicción de un concepto de ella, sino sólo garantizando este concepto por medio de una intuición correspondiente. Si pues, quisiéramos aplicar las categorías a objetos que no son considerados como fenómenos, deberíamos poner a su base otra intuición que no la sensible y, entonces, sería el objeto un noumeno en sentido positivo. Pero como una intuición semejante, intuición intelectual, está absolutamente fuera de nuestra facultad de conocer, resulta que el uso de las categorías no puede en modo alguno rebasar los límites de los objetos de la experiencia; a los entes sensibles corresponden ciertamente entes inteligibles, y aun puede haber entes inteligibles con los cuales nuestra facultad sensible de intuir no tenga ninguna relación; pero nuestros conceptos del entendimiento, como meras formas del pensamiento, para nuestra intuición sensible, no alcanzan a esos entes; lo que llamamos noumeno debe, pues, como tal, ser entendido sólo en sentido negativo.
Si de un conocimiento empírico retiro todo pensar (por categorías) no queda conocimiento alguno de objeto alguno; pues por mera intuición nada es pensado, y el que esta afección de la sensibilidad esté en mí, no constituye ninguna referencia de esta representación a un objeto. Si por el contrario prescindo de toda intuición, queda sin embargo aún la forma del pensamiento, es decir el modo de determinar un objeto para lo múltiple de una intuición posible. Por eso las categorías se extienden más que la intuición sensible, porque piensan objetos en general, sin considerar aún el modo particular (de la sensibilidad) en que pueden ser dados. Pero no por eso determinan más amplia esfera de objetos, porque no puede admitirse que estos puedan ser
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dados, sin suponer como posible otra especie de intuición que la sensible, cosa para la cual no estamos de ninguna manera autorizados.
Llamo problemático un concepto que no encierra contradicción y que, como limitación de conceptos dados, está en conexión con otros conocimientos; pero su realidad objetiva no puede ser de ningún modo conocida. El concepto de un noumeno, es decir, de una cosa que no debe ser pensada como objeto de los sentidos, sino como cosa en sí misma (sólo por un entendimiento puro) no es contradictorio; pues no se puede afirmar de la sensibilidad que sea la única especie posible de intuición. Además ese concepto es necesario para no extender la intuición sensible a las cosas en sí mismas y por tanto para limitar la validez objetiva del conocimiento sensible (pues lo demás, a que no alcanza aquella, llámase precisamente noumeno, para hacer ver así que esos conocimientos no pueden extender su esfera sobre todo lo que el entendimiento piensa). Pero en último término no es posible comprender la posibilidad de esos noumenos y lo que se extiende fuera de la esfera de los fenómenos es (para nosotros) vacío, es decir: tenemos un entendimiento que problemáticamente se extiende a más que los fenómenos, pero no tenemos ninguna intuición, ni siquiera el concepto de una intuición posible, por medio de la cual, fuera del campo de la sensibilidad, pudieran dársenos objetos y pudiera el entendimiento ser usado asertóricamente más allá de la sensibilidad. El concepto de noumeno es pues sólo un concepto-límite, para poner coto a la pretensión de la sensibilidad; tiene por tanto sólo un uso negativo. Pero, sin embargo, no es fingido caprichosamente, sino que está en conexión con la limitación de la sensibilidad, sin poder, sin embargo, asentar nada positivo fuera de la extensión de la misma.
La división de los objetos en fenómenos y noúmenos y la del mundo en sensible e inteligible, no puede pues admitirse en sentido positivo; aunque, en todo caso, los conceptos admiten la división en sensibles e intelectuales; pues a los últimos (los noúmenos o mundo inteligible) no se les puede determinar objeto alguno y no es posible, por tanto, darlos por objetivamente valederos.
Si se prescinde de los sentidos ¿cómo hacer comprender que nuestras categorías (que serían los únicos conceptos restantes para los noúmenos) significan aún algo, puesto que para su referencia a algún objeto tiene que darse algo más que la mera unidad del pensamiento, tiene que darse una intuición posible a la cual puedan ser aplicadas las categorías? El concepto de noúmeno, tomado meramente como problemático, sigue siendo sin embargo no sólo admisible sino hasta inevitable, como concepto que pone limitaciones a la sensibilidad. Pero entonces no es un objeto particular inteligible para nuestro entendimiento; sino que un entendimiento, al cual perteneciese ese objeto, seria él mismo un problema, el problema de cómo conoce su objeto no discursivamente por categorías, sino intuitivamente en una intuición no sensible. De la posibilidad de tal entendimiento no podemos hacernos la menor representación. Nuestro entendimiento recibe pues de esa manera una ampliación negativa, es decir, no es limitado por la sensibilidad, sino que más bien limita la sensibilidad, dando el nombre de noúmenos a las cosas en sí mismas (no consideradas como fenómenos). Pero enseguida también se pone él mismo límites, los de no conocer esos noúmenos por medio de las categorías y por tanto, de pensarlos tan sólo bajo el nombre de un algo desconocido.
Encuentro, empero, en los escritos de los modernos, un uso completamente distinto de las expresiones mundus sensibilis e intelligibilis, un uso que se aparta totalmente del sentido que les daban los antiguos. No hay en este uso ciertamente ninguna dificultad, pero tampoco se encuentra otra cosa que un vano trueque de palabras. Según ese uso nuevo algunos se han complacido en llamar mundo sensible al conjunto de los fenómenos, en cuanto es intuido, y mundo inteligible (o
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del entendimiento) al mismo en cuanto la conexión de los fenómenos es pensada según leyes universales del entendimiento. La astronomía teórica que trata de la mera observación del cielo estrellado, representaría el primer mundo (el sensible); la astronomía contemplativa, en cambio, (por ejemplo explicada según el sistema copernicano del mundo o según las leyes de la gravitación de Newton) representaría el segundo, a saber, un mundo inteligible. Pero semejante retorcimiento de las palabras es un simple recurso de sofista para dar de lado a una cuestión difícil, rebajando su sentido a la conveniencia propia. Con respecto a los fenómenos, puede, en todo caso, hacerse uso del entendimiento y de la razón; pero la cuestión es si éstas tienen algún uso también cuando el objeto no es fenómeno (sino noúmeno); y en este sentido se toma el objeto cuando se le piensa en sí como meramente inteligible, es decir, como dado solo al entendimiento y no a los sentidos. La cuestión es, pues: si fuera de ese uso empírico del entendimiento (aun en la representación newtoniana del sistema del mundo), es posible otro uso transcendental que se refiera al noúmeno como un objeto; y a esta cuestión hemos respondido negativamente.
Así, pues, cuando decimos: los sentidos nos representan los objetos como aparecen, pero el entendimiento nos los representa como son, esto último, hay que tomarlo, no en sentido transcendental, sino meramente empírico, es decir: nos los representa como deben ser representados en calidad de objetos de la experiencia, en universal conexión de los fenómenos y no según lo que puedan ser fuera de la relación con la experiencia posible y, por consiguiente, con los sentidos en general y, por tanto, como objetos del entendimiento puro. Pues eso nos será siempre desconocido y hasta nos será desconocido también si semejante conocimiento transcendental (extraordinario) es posible, al menos como un conocimiento que está bajo nuestras categorías ordinarias. El entendimiento y la sensibilidad no pueden, en nosotros, determinar objetos, más que enlazados uno a otra. Si los separamos, tenemos intuiciones sin conceptos o conceptos sin intuiciones; en ambos casos, empero, representaciones que no podemos referir a ningún objeto determinado.
Si alguien tiene aún dudas, después de todas estas explicaciones, y vacila en renunciar al uso meramente transcendental de las categorías, haga un ensayo de ellas en alguna afirmación sintética. Pues una afirmación analítica no conduce al entendimiento más allá y, estando éste ocupado sólo con lo que ya en el concepto está pensado, deja sin decidir si el concepto en sí mismo tiene referencia a objetos o sólo significa la unidad del pensamiento en general (que hace por completo abstracción del modo como un objeto pueda ser dado); le basta saber lo que hay en el concepto; no le importa a qué se refiera el concepto mismo. Ensaye, pues, con algún principio sintético y supuesto transcendental, como v. g.: "Todo lo que existe, existe como substancia o como determinación pertinente a la misma" o "Todo lo contingente existe como efecto de otra cosa, a saber: su causa", etcétera, etc. Y yo pregunto: ¿de dónde va a tomar esas proposiciones sintéticas, si los conceptos no han de valer con referencia a la experiencia posible, sino a las cosas en sí mismas (noúmenos)? ¿Dónde está aquí el tercer término que se exige siempre en una proposición sintética, para enlazar en ella unos con otros conceptos que no tienen ningún parentesco lógico (analítico)? Nunca demostrará su proposición y, lo que es más aún, nunca podrá justificar la posibilidad de semejante afirmación pura, si no tiene en cuenta el uso empírico del entendimiento y, por ende, si no renuncia enteramente al juicio puro, al juicio no unido a nada sensible. Así, pues, el concepto de objetos puros, meramente inteligibles, está totalmente vacío de todo principio de aplicación, porque no se puede imaginar ningún modo como esos objetos puros debieran ser dados y el pensamiento problemático (que, sin embargo, deja un lugar para esos objetos) sirve sólo a modo de espacio vacío, para limitar los principios empíricos, sin contener en sí ni señalar ningún otro objeto del conocimiento, fuera de la esfera de estos principios empíricos. Según la versión de Manuel García Morente, Librería General de Victoriano Suárez (Colección de filósofos españoles y extranjeros), Madrid, 1928, 2 tomos.
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Hegel Fenomenología del espíritu, pág. 113-117, FCE INDEPENDENCIA Y SUJECION DE LA AUTOCONCIENCIA; SEÑORÍO Y SERVIDUMBRE La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia; es decir, sólo es en cuanto se la reconoce. El concepto de esta unidad de la autoconciencia en su duplicación, de la infinitud que se realiza en la autoconciencia, es una trabazón multilateral y multívoca, de tal modo que, de una parte, los momentos que aquí se entrelazan deben ser mantenidos rigurosamente separados y, de otra parte, deben ser, al mismo tiempo en esta diferencia, tomados y reconocidos también como momentos que no se distinguen o tomados en esta diferencia, y reconocidos siempre en su significación contrapuesta. El doble sentido de lo diferenciado se halla en la esencia de la autoconciencia que consiste en ser infinita o inmediatamente lo contrario de la determinabilidad en la que es puesta. El desdoblamiento del concepto de esta unidad espiritual en su duplicación presenta ante nosotros el movimiento del reconocimiento. [1. La autoconciencia duplicada] Para la autoconciencia hay otra autoconciencia; ésta se presenta fuera de sí. Hay en esto una doble significación; en primer lugar, la autoconciencia se ha perdido a sí misma, pues se encuentra como otra esencia; en segundo lugar, con ello ha superado a lo otro, pues no ve tampoco a lo otro como esencia, sino que se ve a sí misma en lo otro. Tiene que superar este su ser otro; esto es la superación del primer doble sentido y, por tanto, a su vez, un segundo doble sentido; en primer lugar, debe tender a superar la otra esencia independiente, para de este modo devenir certeza de sí como esencia; y, en segundo lugar, tiende con ello a superarse a sí misma, pues este otro es ella misma. Esta superación de doble sentido de su ser otro de doble sentido es, igualmente, un retorno a sí misma de doble sentido, pues, en primer lugar, se recobra a sí misma mediante esta superación, pues deviene de nuevo igual a sí por la superación de su ser otro, pero, en segundo lugar, restituye también a sí misma la otra autoconciencia, que era en lo otro, supera este su ser en lo otro y hace, así, que de nuevo libre a lo otro. Este movimiento de la autoconciencia en su relación con otra autoconciencia se representa, empero, de este modo, como el hacer de la una; pero este hacer de la una tiene él mismo la doble significación de ser tanto su hacer como el hacer de la otra; pues la otra es igualmente independiente, encerrada en sí misma y no hay en ella nada que no sea por ella misma. La primera autoconciencia no tiene ante sí el objeto tal y como este objeto sólo es al principio para la apetencia, sino que tiene ante sí un objeto independiente y que es para sí y sobre el cual la autoconciencia, por tanto, nada puede para sí, si el objeto no hace en sí mismo lo que ella hace en él. El movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento duplicado de ambas autoconciencias. Cada una de ellas ve a la otra hacer lo mismo que ella hace; cada una hace lo que exige de la otra y, por tanto, sólo hace lo que hace en cuanto la otra hace lo mismo; el hacer unilateral sería ocioso, ya que lo que ha de suceder sólo puede lograrse por la acción de ambas. El hacer, por tanto, no sólo tiene un doble sentido en cuanto que es un hacer tanto hacia sí como hacia lo otro, sino también en cuanto que ese hacer, como indivisible, es tanto el hacer de lo uno como el de lo otro. En este movimiento vemos repetirse el proceso que se presentaba como juego de fuerzas, pero ahora en la conciencia. Lo que en el juego de fuerzas era para nosotros es ahora para los
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extremos mismos. El término medio es la conciencia de sí, que se descompone en los extremos; y cada extremo es este intercambio de su determinabilidad y el tránsito absoluto al extremo opuesto. Pero, como conciencia, aunque cada extremo pase fuera de sí, en su ser fuera de sí es, al mismo tiempo, retenido en sí, es para sí y su fuera de sí es para él. Es para él para lo que es y no es inmediatamente otra conciencia; y también para él es este otro para sí solamente cuando se supera como lo que es para sí y es para sí solamente en el ser para sí del otro. Cada extremo es para el otro el término medio a través del cual es mediado y unido consigo mismo, y cada uno de ellos es para sí y para el otro una esencia inmediata que es para sí, pero que, al mismo tiempo, sólo es para sí a través de esta mediación. Se reconocen como reconociéndose mutuamente. Hay que considerar ahora este puro concepto del reconocimiento, de la duplicación de la autoconciencia en su unidad, tal como su proceso aparece para la autoconciencia. Este proceso representará primeramente el lado de la desigualdad de ambas o el desplazamiento del término medio a los extremos, que como extremos se contraponen, siendo el uno sólo lo reconocido y el otro solamente lo que reconoce. [2. La lucha de Las autoconciencias contrapuestas] La autoconciencia es primeramente simple ser para sí, igual a sí misma, por la exclusión de sí de todo otro; su esencia y su objeto absoluto es para ella el yo; y, en esta inmediatez o en este ser su ser para sí, es singular. Lo que para ella es otro es como objeto no esencial, marcado con el carácter de lo negativo. Pero lo otro es también una autoconciencia; un individuo surge frente a otro individuo. Y, surgiendo así, de un modo inmediato, son el uno para el otro a la manera de objetos comunes; figuras independientes, conciencias hundidas en el ser de la vida -pues como vida se ha determinado aquí el objeto que es-, conciencias que aun no han realizado la una para la otra el movimiento de la abstracción absoluta consistente en aniquilar todo ser inmediato para ser solamente el ser puramente negativo de la conciencia igual a sí misma; o, en otros términos, no se presenta la una con respecto a la otra todavía como puro ser para sí, es decir, como autoconciencias. Cada una de ellas está bien cierta de sí misma, pero no de la otra, por lo que su propia certeza de sí no tiene todavía ninguna verdad, pues su verdad sólo estaría en que su propio ser para sí se presentase ante ella como objeto independiente o, lo que es lo mismo, en que el objeto se presentase como esta pura certeza de sí mismo. Pero, según el concepto del reconocimiento, esto sólo es posible sí el otro objeto realiza para él esta pura abstracción del ser para sí, como él para el otro, cada uno en sí mismo, con su propio hacer y, a su vez, con el hacer del otro. Pero la presentación de sí mismo como pura abstracción de la autoconciencia consiste en mostrarse como pura negación de su modo objetivo o en mostrar que no está vinculado a ningún ser allí determinado, ni a la singularidad universal de la existencia en general, ni se está vinculado a la vida. Esta presentación es el hacer duplicado; hacer del otro y hacer por uno mismo. En cuanto hacer del otro cada cual tiende, pues, a la muerte del otro. Pero en esto se da también el segundo hacer, el hacer por sí mismo, pues aquél entraña el arriesgar la propia vida. Por consiguiente, el comportamiento de las dos autoconciencias se halla determinado de tal modo que se comprueban por sí mismas y la una a la otra mediante la lucha a vida o muerte. Y deben entablar esta lucha, pues deben elevar la certeza de sí misma de ser para sí a la verdad en la otra y en ella misma. Solamente arriesgando la vida se mantiene la libertad, se prueba que la esencia de la autoconciencia no es el ser, no es el modo inmediato como la conciencia de sí surge, ni es su hundirse en la expansión de la vida, sino que en ella no se da nada que no sea para ella un momento que tiende a desaparecer, que la autoconciencia sólo es puro ser para sí. El individuo que no ha arriesgado la vida puede sin duda ser reconocido como persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como autoconciencia independiente. Y, del mismo modo, cada cual tiene que tender a la muerte del otro, cuando expone su vida, pues el otro no vale para él más de lo que vale él mismo; su esencia se representa ante él como un otro, se halla fuera de sí y tiene que superar su ser fuera de sí; el otro es una conciencia entorpecida de múltiples modos y que es; y tiene que intuir su ser otro como puro ser para sí o como negación absoluta. Ahora bien, esta comprobación por medio de la muerte supera precisamente la verdad que de ella debiera surgir, y supera con ello, al mismo tiempo, la certeza de sí misma en general; pues como
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la vida es la posición natural de la conciencia, la independencia sin la negatividad absoluta, la muerte es la negación natural de la misma conciencia, la negación sin la independencia y que, por tanto, permanece sin la significación postulada del reconocimiento. Por medio de la muerte llega a ser, evidentemente, la certeza de que los dos individuos arriesgaban la vida y la despreciaban cada uno en sí mismo y en el otro, pero no se adquiere para los que afrontan esta lucha. Superan su conciencia puesta en esta esencialidad ajena que es el ser allí natural o se superan a sí mismos, y son superados como extremos que quieren ser para sí. Pero, con ello, desaparece del juego del cambio el momento esencial, consistente en desintegrarse en extremos de determinabilidades contrapuestas; y el término medio coincide con una unidad muerta, que se desintegra en extremos muertos, que simplemente son y no son contrapuestos; y los dos extremos no se entregan ni se recuperan el uno al otro, mutuamente, por medio de la conciencia, sino que guardan el uno con respecto al otro la libertad de la indiferencia, como cosas. Su hacer es la negación abstracta, no la negación de la conciencia, la cual supera de tal modo que mantiene y conserva lo superado, sobreviviendo con ello a su llegar a ser superada. En esta experiencia resulta para la autoconciencia que la vida es para ella algo tan esencial como la pura autoconciencia. En la autoconciencia inmediata, el simple yo es el objeto absoluto, pero que es para nosotros o en sí la mediación absoluta y que tiene como momento esencial la independencia subsistente. La disolución de aquella unidad simple es el resultado de la primera experiencia; mediante ella, se ponen una autoconciencia pura y una conciencia, que no es puramente para sí sino para otra, es decir, como conciencia que es o conciencia en la figura de la coseidad. Ambos momentos son esenciales; pero, como son, al comienzo, desiguales y opuestos y su reflexión en la unidad no se ha logrado aun, tenemos que estos dos momentos son como dos figuras contrapuestas de la conciencia: una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser para sí, otra la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro; la primera es el señor, la segunda el siervo.
Marx I TESIS SOBRE FEUERBACH El defecto fundamental de todo el materialismo anterior. -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, Ia sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, peto no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en la esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación <revolucionaria>, <práctico-crítica>. 2 El problema dc si al pensamiento humano se le puede atribuir una verd.ad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico. 3 La teoría materialista de que los hombres pon producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por
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ej., en Roberto Owen). La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionarla 4 Feuerbach arranca de la auto enajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla. 5 Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica. 6 Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana, Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado: 1) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso /Gemüt/ y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado. 2) En él, la esencia humana sólo puede concebirse como <género)), como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos. 7 Feuerbach no ve, por tanto, que el <<sentimiento religioso> es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad. 8 La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica. 9 A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la <sociedad civil>. 10 El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad <civil>; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada. 11 Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.
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John S. Mill el utilitarismo El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que establece esta teoría, habría que decir mucho más particularmente, qué cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es ésta una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la promoción del placer y la prevención del dolor. Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en muchas mentes, entre ellas, algunas de las más estimables por sus sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de Epicuro, en una época muy temprana; doctrina cuyos modernos defensores son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus detractores franceses, alemanes e ingleses. Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante no son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría ser rechazada; pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del placer fueran exactamente iguales para el cerdo que para el hombre, la norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el otro. La comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se considera degradante precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales y, una vez que se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada que no incluya su satisfacción. Realmente, yo no creo que los epicúreos hayan deducido cabalmente las consecuencias del principio utilitario. Para hacer esto de un modo suficiente hay que incluir muchos elementos estoicos, así como cristianos. Pero no se conoce ninguna teoría epicúrea de la vida que no asigne a los placeres del intelecto, de los sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más alto en cuanto placeres, que a los de la mera sensación. Sin embargo, debe advertirse que la generalidad de los escritores utilitaristas ponen la superioridad de lo mental sobre lo corporal, principalmente en la mayor permanencia, seguridad y facilidad de adquisición de lo primero; es decir, más bien en sus ventajas circunstanciales que en su naturaleza intrínseca. Con respecto a estos puntos, los utilitaristas han probado completamente su tesis; pero, con la misma consistencia, podrían haberlo hecho con respecto a los otros, que están, por decirlo así, en un plano más elevado. Es perfectamente compatible que algunas clases de placer son más deseables y más valiosas que otras. Sería absurdo suponer que los placeres dependen sólo de la cantidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas, se toman en consideración la cualidad tanto como la cantidad. Si se me pregunta qué quiere decir diferencia de cualidad entre los placeres, o qué hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso que otro, prescindiendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro una respuesta posible; si, de dos placeres, hay uno al cual, independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan una decidida preferencia todos o casi todos los que
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tienen experiencia de ambos, ése es el placer más deseable. Si quienes tienen un conocimiento adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun sabiendo que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo cambian por ninguna cantidad del otro placer que su naturaleza les permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una superioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en comparación, de pequeña importancia.
Schopenhauer El mundo como voluntad y representación El mundo es mi representación: esta verdad es aplicable a todo ser que vive y conoce, aunque solo al hombre le sea dado tener conciencia de ella; llegar a conocerla es poseer sentido filosófico. Cuando el hombre conoce esta verdad estará para el claramente demostrado que no conoce un sol ni una tierra, y sí únicamente un ojo que ve el sol y una mano que siente el contacto de la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, esto es, en relación con otro ser: aquel que percibe, o sea él mismo. Si hay alguna verdad a priori es ésta, pues expresa la forma general de la experiencia la más general de todas, incluidas las de tiempo, espacio y causalidad, puesto que la suponen, cada una de estas formas, que son otros tantos modos diversos del principio de razón, no es aplicable más que a una clase de representaciones, pero no sucede así con la división de sujeto y objeto, que es la forma común a todas aquellas clases y la única bajo la cual es posible cualquier representación, ya sea abstracta o intuitiva, pura o empírica.
Nietzsche Así habló Zaratustra Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques,encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre: pues estaba prometida la exhibición deun volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo: Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre? ¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso eslo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa. Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y también ahora es el hombre más mono que cualquier mono. Y el más sabio de vosotros es tan sólo un ser escindido, híbrido de planta y fantasma. Pero ¿os mando yo que os convirtáis en fantasmas o en plantas? ¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, latierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan!
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En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de la tierra! En otro tiempo el alma miraba al cuerpo con desprecio: y ese desprecio era entonces lo más alto: l alma quería el cuerpo flaco, feo, famélico. Así pensaba escabullirse del cuerpo y de la tierra. Oh, también esa alma era flaca, fea y famélica: ¡y la crueldad era la voluptuosidad de esa alma! Mas vosotros también, hermanos míos, decidme: ¿qué anuncia vuestro cuerpo de vuestra alma? ¿No es vuestra alma acaso pobreza y suciedad y un lamentable bienestar? En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario ser un mar para poder recibir una sucia corriente sin volverse impuro. Mirad, yo os enseño el superhombre: él es ese mar, en él puede sumergirse vuestro gran desprecio. ¿Cuál es la máxima vivencia que vosotros podéis tener? La hora del gran desprecio. La hora en que incluso vuestra felicidad se os convierta en náusea y eso mismo ocurra con vuestra razón y con vuestra virtud. La hora en que digáis: «¡Qué importa mi felicidad! Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar. ¡Sin embargo, mi felicidad debería justificar incluso la existencia!» La hora en que digáis: «¡Qué importa mi razón! ¿Ansía ella el saber lo mismo que elleón su alimento? ¡Es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!» La hora en que digáis: «¡Qué importa mi virtud! Todavía no me ha puesto furioso. ¡Qué cansado estoy de mi bien y de mi mal! ¡Todo esto es pobreza y suciedad y un lamentable bienestar!» La hora en que digáis: «¡Qué importa mi justicia! No veo que yo sea un carbón ardiente. ¡Mas el justo es un carbón ardiente!» La hora en que digáis: «¡Qué importa mi compasión! ¿No es la compasión acaso la cruz en la que es clavado quien ama a los hombres? Pero mi compasión no es una crucifixión.» ¿Habéis hablado ya así? ¿Habéis gritado ya así? ¡Ah, ojalá os hubiese yo oído ya gritar así! ¡No vuestro pecado - vuestra moderación es lo que clama al cielo, vuestra mezquindad hasta en vuestro pecado es lo que clama al cielo! ¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua? ¿Dónde la demencia que habría que inocularos? Mirad, yo os enseño el superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa demencia! Cuando Zaratustra hubo hablado así, uno del pueblo gritó: «Ya hemos oído hablar bastante del volatinero; ahora, ¡veámoslo también!» Y todo el pueblo se rió de Zaratustra.
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FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA Sartre El ser y la nada. En-sí y para-sí: lineamientos metafísicos Ahora nos es dado concluir. Desde nuestra introducción, habíamos descubierto la conciencia como una llamada al ser, y habíamos mostrado que e! cogito remitía inmediatamente a un ser-ensí objeto de la conciencia. Pero, después de descubrir el En-sí y el Para-si, nos había parecido difícil establecer un nexo entre ambos, y habíamos temido caer en un dualismo insuperable. Este dualismo nos amenaza, además, de otra manera: en efecto, en la medida en que puede decirse que el Para-si es, nos encontrábamos frente a dos modos de ser radicalmente distintos: el del Para-sí que tiene de ser lo que es, es decir, que es lo que no es y que no es lo que es, y el del Ensí, que es lo que es. Nos preguntábamos entonces si el descubrimiento de estos dos tipos de ser no terminaba en el establecimiento de un hiato que escindiera al Ser, como categoría general perteneciente a todos los existentes, en dos regiones incomunicables, en cada una de las cuales la noción de Ser debía ser tomada en una acepcón originaria y singular. Nuestras investigaciones nos han permitido responder a la primera de esas preguntas: el Para-sí y el En-si están reunidos por una conexión sintética que no es otra que el propio Para-sí. El Para-sí, en efecto, no es sino la pura nihilización del En-si: es como un agujero de ser en el seno del Ser. Conocida es la amena ficción con que ciertos divulgadores acostumbran ilustrar el principio de conservación de la energía: si ocurriera, dicen, que uno solo de los átomos constituyentes del universo se aniquilara, resultaría una catástrofe que se extendería al universo entero, y sería, en particular, el fin de la Tierra y del sistema estelar. Esta imagen puede servirnos: el Para-sí aparece como una leve nihilización que tiene origen en el seno del Ser; y basta esta nihilización para que una catástrofe total ocurra al En-sí. Esa catástrofe es el mundo. El Para-sí no tiene otra realidad que la de ser la nihilización del ser. Su única cualificación le viene de ser nihilización del En-si individual y singular, y no de un ser en general. El Para-sí no es la nada en general, sino una privación singular; se constituye en privación de este ser. No cabe, pues, que nos interroguemos sobre la manera en que el para-sí puede unirse al en-sí, ya que el para-sí no es en modo alguno una sustancia autónoma. En tanto que nihilización, es sido por el en-sí: en tanto que negación interna, se hace anunciar por el en-sí lo que él no es, y, por consiguiente, lo que tiene-de-ser. Si el cogito conduce necesariamente fuera de sí, si la conciencia es una cuesta resbaladiza en que no es posible instalarse sin encontrarse al punto precipitado afuera, sobre el ser-en-sí, ello se debe a que la conciencia no tiene de por sí ninguna suficiencia de ser como subjetividad absoluta, y remite ante todo a la cosa. No hay ser para la conciencia fuera de esa obligación precisa de ser intuición revelante de algo. ¿Y esto qué significa, sino que la conciencia es lo Otro de Platón? Recuérdense las bellas descripciones que el Extranjero del "Sofista" da de eso otro, que no puede ser captado sino "como en sueños": que no tiene otro ser que su ser-otro, es decir, no goza sino de un ser prestado; que, considerado en sí mismo, se desvanece y sólo recobra una existencia marginal si se fija la mirada en el ser; que se agota en su ser otro que sí mismo y otro que el ser. Hasta parece que Platón haya visto el carácter dinámico que presentaba la alteridad de lo otro con respecto a sí mismo, pues en ciertos textos ve en ello el origen del movimiento. Pero podía haber llevado las cosas aún más lejos: hubiera visto entonces que lo otro o no-ser relativo no podía tener una apariencia de existencia sino a titulo de conciencia. Ser otro que el ser es ser conciencia (de) sí en la unidad de los ék-stasis temporalizadores. ¿Y qué puede ser la alteridad, en efecto, sino el
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cruce de reflejo y reflejante que hemos descrito en el seno del para-sí, ya que la única manera en que lo otro puede existir como otro es la de ser conciencia (de) ser otro? La alteridad, en efecto, es negación interna, y sólo una conciencia puede constituirse como negación interna. Cualquier otra concepción de la alteridad equivaldría a ponerla como un en-sí, es decir, a establecer entre ella y el ser una relación externa, que requeriría la presencia de un testigo para comprobar que el otro es otro que el En-sí. Por lo demás, lo otro no puede ser otro sin emanar del ser; en ello, es relativo al en-sí: pero tampoco podría, ser otro sin hacerse otro: de lo contrario, su alteridad se convertiría en algo dado, o sea en un ser capaz de ser considerado en-sí. En tanto que es relativo al en-si, lo otro está afectado de facticidad; en tanto que se hace a sí mismo, es un absoluto. Es lo que señalábamos al decir que el para-sí no es fundamento de su ser-como-nada-de-ser, sino que funda perpetuamente su nada-de-ser. Así, el para-sí es un absoluto unselbststanding, lo que hemos llamado un absoluto no sustancial. Su realidad es puramente interrogativa. Si puede preguntar y cuestionar, se debe a que él mismo está siempre en cuestión; su ser nunca es dado, sino interrogado, ya que está siempre separado de sí mismo por la nada de la alteridad: el para-sí está siempre en suspenso porque su ser es un perpetuo aplazamiento. Si pudiera alcanzarlo alguna vez, la alteridad desaparecería al mismo tiempo, y, con ella, desaparecerían los posibles, el conocimiento, el mundo. Así, el problema ontológico del conocimiento se resuelve por la afirmación de la primacía ontológica del en-sí sobre el para-sí. Pero ello para hacer nacer inmediatamente una interrogación metafísica. El surgimiento del para-sí a partir del en-sí no es, en efecto, comparable en modo alguno a la génesis dialéctica de lo Otro de Platón a partir del ser. Ser y otro, en efecto, para Platón son géneros. Pero hemos visto que, al contrario, el ser es una aventura individual. Y, análogamente, la aparición del para-sí es el acaecimiento absoluto que viene al ser. Cabe aquí, pues, un problema metafísico, que podría formularse de este modo: ¿Por qué el para-sí surge a partir del ser? Llamamos metafísico, en efecto, el estudio de los procesos individuales que han dado nacimiento a este mundo como totalidad concreta y singular. En este sentido, la metafísica es a la ontología lo que a la sociología la historia. Hemos visto que sería absurdo preguntarse por qué el ser es otro; que la pregunta sólo tendría sentido en los límites de un para-sí, y que inclusive supone la prioridad ontológica de la nada sobre el ser, cuando, al contrario, hemos demostrado la prioridad del ser sobre la nada; tal pregunta no podría ,plantearse sino a consecuencia de una contaminación con una pregunta exteriormente análoga y, sin embargo, muy diversa: ¿por qué hay ser? Pero sabemos ahora que ha de distinguirse cuidadosamente entre ambas preguntas. La primera carece de sentido: todos los "porqués", en efecto, son posteriores al ser, y lo suponen. El ser es, sin razón, sin causa y sin necesidad; la definición misma del ser nos presenta su contingencia originaria. A la segunda hemos respondido ya, pues no se plantea en el terreno metafísico sino en el ontológico: "hay" ser porque el para-sí es tal que haya ser. El carácter de fenómeno viene al ser por medio del para-sí. Pero, si las preguntas sobre el origen del ser o sobre el origen del mundo carecen de sentido o reciben una respuesta en el propio sector de la ontología, no ocurre lo mismo con el origen del para-sí. El para-sí, en efecto, es tal que tiene el derecho de revertirse sobre su propio origen. El ser por el cual el porqué llega al ser tiene derecho de plantearse su propio porqué, puesto que él mismo es una interrogación, un porqué. A esta pregunta, la ontología no podría responder, pues se trata de explicar un acaecimiento y no de describir las estructuras de un ser. Cuando mucho, la ontología puede hacer notar que la nada que es sida por el en-sí no es un simple vacío desprovisto de significación. El sentido de la nada de la nihilización consiste en ser sida para fundar el ser. La ontología nos provee de dos informaciones que pueden servir de base para la metafísica: la primera es que todo proceso de fundamento de sí es ruptura del ser-idéntico del en-sí, toma de distancia del ser con respecto a sí mismo y aparición de la presencia de sí o conciencia. Sólo haciéndose para-sí el ser podría aspirar a ser causa de sí. La conciencia como nihilización del ser aparece, pues, como un estadio de una progresión hacia la inmanencia de la causalidad, es decir, hacia el ser causa de sí. Sólo que la progresión se para ahí, a consecuencia de la insuficiencia de ser del para-sí. La temporalización de la conciencia no es un progreso ascendente hacia la dignidad de causa sui, sino un flujo de superficie cuyo origen es, al contrario, la imposibilidad de ser causa de sí. De este modo, el ens causa sui queda como lo fallido, como la indicación de un trascender imposible en altura, que condiciona por su misma no-existencia el movimiento horizontal de la conciencia; así, la atracción vertical que la luna ejerce sobre el océano tiene por efecto el desplazamiento
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horizontal que es la marea. La otra indicación que la metafísica puede extraer de la ontología es que el para-sí es efectivamente perpetuo proyecto de fundarse a sí mismo en tanto que ser y perpetuo fracaso de ese proyecto. La presencia a sí con las diversas direcciones de nihilización (nihilización ek-stática de las tres dimensiones temporales, nihilización geminada de la pareja reflejo-reflejante) representa el primer surgimiento de ese proyecto; la reflexión representa la reduplicación del proyecto, que se revierte sobre sí mismo para fundarse por lo menos en tanto que proyecto, y la agravación del hiato nihilizador por el fracaso de ese proyecto mismo; el "hacer" y el "tener" categorías cardinales de la realidad humana, se reducen de modo inmediato o mediato al proyecto de ser; por último, la pluralidad de los unos y los otros puede interpretarse como una última tentativa de fundarse, tentativa que termina en la separación radical entre el ser y la conciencia de ser. Así, la ontología nos enseña: 1.° que si el en-sí debiera fundarse, no podría ni siquiera intentarlo salvo haciéndose conciencia; es decir, que el concepto de causa sui lleva consigo el de presencia a sí, es decir, el de la descomprensión de ser nihilizadora; 2.° que la conciencia es de hecho proyecto de fundarse a sí misma, es decir, proyecto de alcanzar la dignidad del en-sí-para-sí o ensí-causa-de-sí. Pero no podríamos valernos de ello. Nada permite afirmar, en el plano ontológico, que la nihilización del en-sí en para-sí tenga por significación, desde el origen y en el seno mismo del en-sí, el proyecto de ser causa de sí. Muy al contrario, la ontología choca aquí con una contradicción profunda, puesto que la posibilidad de un fundamento viene al mundo por el para-sí. Para ser proyecto de fundarse a sí mismo, seria menester que el en-sí fuera originariamente presencia a sí, es decir, que fuera ya conciencia. La ontología se limitará, pues, a declarar que todo ocurre como si el en-sí, en un proyecto de fundarse a sí mismo, se diera la modificación del para-sí. A la metafísica corresponde formar las hipótesis que permitirán concebir ese proceso como el acaecimiento absoluto que viene a coronar la aventura individual que es la existencia del ser. Va de suyo que tales hipótesis quedarán como hipótesis, pues no podríamos alcanzar ni convalidación ni invalidación ulterior de ellas. Lo que constituirá la validez de las mismas será sólo la posibilidad que nos den de unificar los datos de la ontología. Esta unificación no deberá constituirse, naturalmente, en la perspectiva de un devenir histórico, puesto que la temporalidad viene al ser por el para-sí. No tendría, pues, sentido alguno preguntarse qué era el ser antes de la aparición del para-sí. Pero no por eso la metafísica debe renunciar a intentar determinar la naturaleza y el sentido de ese proceso antehistórico, fuente de toda historia, que es la articulación de la aventura individual (o existencia de en-sí) con el acaecimiento absoluto (o surgimiento del para-sí). En particular, al metafísico corresponde la tarea de decidir si el movimiento es o no una primera "tentativa" del en-sí para fundarse, y cuáles son las relaciones entre el movimiento como "enfermedad del ser" y el para-sí como enfermedad más profunda, llevada hasta la nihilización.
El existencialismo es un humanismo El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo. Es también lo que se llama la subjetividad, que se nos echa en cara bajo ese nombre. Pero ¿qué queremos decir con esto sino que el hombre tiene una dignidad mayor que la piedra o la mesa? Pues queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que
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se lanza hacia un porvenir, y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será, ante todo, lo que habrá proyectado ser. No lo que querrá ser. Pues lo que entendemos ordinariamente por querer es una decisión consciente, que para la mayoría de nosotros es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo esto no es más que la manifestación de una elección más original, más espontánea que lo que se llama voluntad. Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia. Y cuando decimos que el hombre es responsable de sí mismo, no queremos decir que el hombre es responsable de su estricta individualidad, sino que es responsable de todos los hombres. Hay dos sentidos de la palabra subjetivismo, y nuestros adversarios juegan con los dos sentidos. Subjetivismo, por una parte, quiere decir elección del sujeto individual por sí mismo, y por otra, imposibilidad para el hombre de sobrepasar la subjetividad humana. El segundo sentido es el sentido profundo del existencialismo. Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que, al elegirse, elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor de lo que elegimos, porque nunca podemos elegir mal; lo que elegimos es siempre el bien, y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos. Si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Si soy obrero, y elijo adherirme a un sindicato cristiano en lugar de ser comunista; si por esta adhesión quiero indicar que la resignación es en el fondo la solución que conviene al hombre, que el reino del hombre no está en la tierra, no comprometo solamente mi caso: quiero ser un resignado para todos; en consecuencia, mi proceder ha comprometido a la humanidad entera. Y si quiero —hecho más individual— casarme, tener hijos, aun si mi casamiento depende únicamente de mi situación, o de mi pasión, o de mi deseo, con esto no me encamino yo solamente, sino que encamino a la humanidad entera en la vía de la monogamia. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre.
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