Palabras de Jaime Guzman, funeral de Miguel Kast

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Palabras de Jaime Guzmán en los funerales de Miguel Kast Rist. 20 de septiembre de 1983 “Dificultado por la emoción de mis sentimientos y por la necesaria brevedad de estas palabras, quisiera interpretar en ellas a todos quienes compartimos con Miguel Kast una común obra generacional de entrega a Chile. Nuestra generación llegó a la Universidad en un momento en que sobre ella golpeaba una marea de arrolladora fuerza destructiva que, pocos años más tarde, amenazaría al país entero. Era una utopía antinatural y desquiciadora que atacaba toda jerarquía, que fomentaba sistemáticamente el odio y que impulsaba una revolución totalizante y totalitaria. Así como la Universidad estuvo en la inminencia de perder su identidad, Chile se encontró al borde de su disolución patria. Frente a esa amenaza, tuvo que reaccionar nuestra generación. Fue entonces cuando en Miguel, como en tantos otros jóvenes, emergieron redoblados el amor a Chile, la devoción por la causa de la libertad y la evidencia de que nada fecundo puede construirse sin ser fieles al orden natural de todo lo creado, incluyendo al propio ser humano y su convivencia social. Pero no bastaba esa convicción. Porque de poco vale la conciencia de un deber, cuando ella no va acompañada de una voluntad capaz de cumplirlo. Era menester asumir el acuciante desafío que sentíamos, como una auténtica vocación de servicio público. Como esa noble tarea que supone trascender nuestras legítimas inquietudes personales y familiares, complementándolas con una entrega a toda la comunidad nacional. Demostrado ya ese espíritu en sus años juveniles, como miembro de la Directiva de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC), Miguel se convertía pocos años después, a partir de 1973, en ese motor extraordinario de realizaciones en bien de Chile, que admiró el país entero. Y es que Miguel Kast fue un verdadero símbolo del servidor público. Se consagró al servicio de nuestra Patria, a través del actual Gobierno instaurado por nuestras Fuerzas de Armadas y de Orden, sin que su labor admitiera límites de cansancio ni se doblegara jamás ante los inevitables sinsabores que entraña el quehacer público. Sin que nunca el camino fácil del halago lo sedujera ni lo apartara de lo que creía su deber. Contrastaba así con quienes eluden el servicio público por temor, comodidad o egoísmo. Con quienes lo postergan bajo la excusa de que primero deben consolidar su propia situación personal. Con quienes lo abandonan rápidamente juzgando que su aporte ya está cumplido, como si se tratase de una tarea que compromete la vida entera.


Y contrastaba también con quienes buscan la actividad pública guiados por ambiciones personales, a las cuales condicionan la forma y oportunidad de asumirla, privándola así del carácter de auténtico servicio que la ennoblece. Para Miguel, en cambio, siempre había una nueva tarea de bien público que emprender o alguna antigua que retomar. Siempre de inmediato. Y siempre donde se le necesitara. Con todo, Miguel no fue sólo un servidor público realizador y ejemplar. Además, y porque asumió su vocación como un testimonio integral de vida, fue un apóstol del servicio público. ¡Cuántos jóvenes, muchos de ellos presentes hoy aquí, sintieron el llamado del amigo a quien hoy despedimos, para incorporarse más que a las meras tareas de un gobierno, a una honda y permanente misión de entrega a Chile! Llamado que, porque tenía la fuerza del testimonio, no resistía ni negativas ni evasiones. Miguel contribuía así señeramente a que nuestra generación proyectara hasta hoy su continuidad hacia los más jóvenes, sin interrupciones, haciendo posible que ella constituya ya una cadena de eslabones que abarcan todas las nuevas promociones juveniles y que está cohesionada por comunes ideales y estilos éticos de conducta. He ahí el mayor aporte cívico que pueda realizarse a un país y en cuya prosecución cada uno de nosotros debe sentir hacia delante un requerimiento personal, más ineludible que nunca. La obra humana de Miguel constituye una exigencia a continuarla. Sin embargo, faltaba aún lo más importante. Cuando él terminó sus funciones gubernativas, no tenía exactamente claro cómo continuaría su proyección de servicio público. Quería reflexionar tranquilamente algún tiempo. ¿Podía ser que estuviese desconcertado aquel que era decidido y conductor por excelencia? Si alguien pudo presumir siquiera un atisbo en tal sentido, hoy ya tiene la respuesta. Y es que la infinita sabiduría de Dios lo convocaba a una misión todavía mucho más alta. Miguel estaba llamado a ser portador de un mensaje del cielo. Pero no se puede ser mensajero vivo de Dios, sin ser también víctima. Grande y sobrecogedor misterio, que sólo se penetra con los ojos de la fe. Habiendo Cristo escogido la cruz como camino para redimir a la humanidad, ninguna obra redentora puede hacerse sin el dolor de la cruz. Y mientras más alta es la tarea que Dios pide a algunos de sus hijos, mayor ha de ser su sufrimiento que, en palabras de San Pablo, contribuya a completar lo que le falta a la Pasión de Cristo. No se puede ser mensajero predilecto del cielo sin ser víctima expiatoria en esta tierra. Quería la Providencia que Miguel expiara aquí no sólo sus humanas imperfecciones, sino los pecados de muchos otros, de cada uno de nosotros. Que fuera signo e instrumento de conversión para acercarnos a Dios. Y no acercarnos


de cualquier modo, según nuestros caprichos, sino del único modo verdadero y fecundo, cual es el de la oración. En ese rosario por Chile que diariamente se rezó en su casa durante la enfermedad de Miguel, estaba la convocatoria a descubrir en dicha práctica religiosa, ignorada por tantos y despreciada por muchos, la forma más sublime y perfecta que tenemos para orar. En ese rezo mariano así ofrecido se encontraban los dos amores supremos que él compartía con su familia: el amor a Dios y el amor a Chile. Por eso no fue azar sino signo de su Providencia que Dios lo llamara en el día de Chile. Entonces quedó nítido que esa fuerza con que Miguel cautivó las voluntades a lo largo de tantos años derivaba del sentido sobrenatural que inspiraba su llamado. Era un pescador de hombres, tal como Cristo designó a sus apóstoles. Pero no los pescaba tan sólo en pro del servicio público, sino para que a través de éste, descubriesen la causa más elevada posible del apostolado. Y pudo hacerlo porque quiso la Gracia Divina que lo confortara Cecilia, quien, imitando a María Santísima, supo estar de pie, junto a la cruz, hasta que el sacrificio estuviese consumado. Por eso hoy, junto a nuestra profunda pena, reina en este lugar tanta paz divina. Porque hemos sido testigos y partícipes de una experiencia de santidad destinada a redimirnos. Porque sabemos que Miguel no se ha ido ni se irá jamás. Tan sólo nos ha precedido para ayudarnos desde el cielo a ser fieles a nuestro camino, cuyos derroteros él sabrá iluminar para que algún día podamos también compartir con él la Gloria de Dios de la cual Miguel ya goza eternamente”.


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