Regulación de contenidos en la televisión abierta En el contexto del reciente Seminario Internacional sobre Regulación de la Televisión, organizado por el Consejo Nacional de Televisión y que convocó a un notable grupo de expertos extranjeros, se discutió el sentido y alcance de la regulación de contenidos en este medio de comunicación. Allí se anunció, además, el envío al Congreso de sendos proyectos de reforma de las leyes de TVN y del Consejo. En adelante, algunas conclusiones personales sobre este tema. Una característica esencial de toda sociedad libre y abierta es que las libertades de expresión y de información sean garantizadas y que su limitación sólo sea concebida como una excepción severamente restringida y justificada en el interés general. El Estado debiera, entonces, limitar el ámbito de sus intervenciones de acuerdo con el principio de subsidiariedad, respetando las autonomías sociales y corrigiendo ciertas imperfecciones del mercado de comunicaciones, particularmente en ausencia de instancias de autorregulación. Suele señalarse que la televisión es un medio de comunicación de carácter especialísimo y que esa condición justifica un régimen regulatorio excepcional para la TV, que no constituiría una discriminación sino la aplicación de un principio distinto de regulación. Esta circunstancia estaría dada porque la TV abierta aprovecha un bien nacional de uso público (el espectro radioeléctrico) mediante el otorgamiento de una concesión y porque tendría una función social. La existencia de una función social supone la afirmación de un cierto cúmulo de valores que a la sociedad le interesaría promover. No obstante, la reforma a la Ley de TV de 1992, aunque dejó sobrevivir el concepto de “correcto funcionamiento” al que están llamados los canales legalmente, le imprimió un giro a su eje central, desechando la “constante afirmación” de un orden valórico, para reemplazarlo por el “permanente respeto” de valores centrales para la convivencia nacional. A mi juicio, esta modificación diluye la función social asignada ancestralmente a la TV por una exigencia que podríamos calificar de “responsabilidad social” y que sujeta la libertad de programación de los canales a restricciones especialísimas. A pesar del desvanecimiento de su función social, la TV cuenta con otras características que, me parece, permiten sostener una cierta capacidad regulatoria del Estado respecto de sus contenidos, cuales son que tiene una masividad geográfica y de audiencias prácticamente de cobertura nacional y, por ende, se erige como un canal de socialización de enorme relevancia; que juega un rol preponderante en la transmisión de valores y en la modelación de pautas de comportamiento; y que la industria ha sido reticente o bien ineficaz a la hora de autorregularse. Con todo, esa regulación estatal no debiera limitar la libertad de programación de los canales de TV de una
manera arbitraria o irrazonable, sino que centrarse en proteger ciertos valores suficientemente arraigados en la sociedad en situaciones relevantes que lo justifiquen. En consecuencia, el andamiaje regulatorio de la TV debiera sostenerse, a mi juicio, en tres pilares. Primero, en el fomento de la autorregulación de los contenidos a través de la masificación de códigos de conducta o pautas programáticas elaborados por la propia industria, pero que, a lo menos, aborden los valores centrales que preocupan a las audiencias: dignidad de las personas y protección de los menores de edad; y que, una vez adoptados, se hagan exigibles y que existan procedimientos de denuncia y de rendición de cuentas. Segundo, en un sistema de calificación y señalización de la programación en pantalla de aplicación obligatoria según criterios de edad –el público al que está dirigida– y según contenidos –por ejemplo, lenguaje ofensivo, violencia y sexo– que permita al telespectador elegir libre e informadamente sobre aquellos contenidos que considera adecuados para sí y para sus hijos menores. Este sistema debiera ser modelado por el Consejo Nacional de Televisión y obligatorio para los operadores de televisión, pero su aplicación cotidiana a cada programa exhibido –clasificación de la intensidad de los contenidos y la edad de la audiencia al que está dirigido– debiera ser determinado exclusivamente por el canal emisor. Y tercero, en una confirmación de las facultades del Consejo para supervisar los contenidos, actuando de oficio o a petición de particulares (mecanismo flexible de denuncia ciudadana), con especial énfasis en la dignidad de las personas y en la protección de los niños, y enfocando la acción fiscalizadora de oficio del Estado en la franja horaria de protección a los menores, y con un sistema eficaz de sanciones pecuniarias, donde la utilidad de acatar la norma sea mayor a la utilidad de quebrantarla, en una lógica donde la reincidencia agrava la sanción. Jorge Jaraquemada R. Director Área Legislativa Fundación Jaime Guzmán