Vicios caros
¿Dónde están las causas de esa sensación de impotencia, frustración, desánimo y hasta indignación que es posible percibir en el Chile de estos días? ¿Cuáles son las razones que explican la creciente brecha que se abre a diario entre el gobierno y la ciudadanía? ¿Por qué ese estado de ánimo? ¿Qué ha pasado? Creo que lo que pasa es que los chilenos están tomando cada vez más conciencia del tremendo impacto que han tenido y siguen teniendo, en su vida cotidiana, ciertos vicios que ha exhibido la Concertación gobernante en los últimos tiempos y que han colmado la paciencia de la gente. Primero: una selección basada únicamente en la popularidad que arrojan las encuestas. La desproporcionada importancia que se asigna a las encuestas empobrece hasta la grosera simpleza el debate político. También eleva a personajes mediáticos, pero muchas veces sin reales condiciones de liderazgo y carentes de un sólido contenido. La simpatía ayuda en las encuestas. Sin embargo, la complejidad de los problemas públicos en una sociedad moderna exige análisis certeros, amplitud de conocimientos, rapidez en la toma de decisiones y carácter para imponerlas. Esas características personales que deben exhibir los gobernantes no se suplen con simpatía. La Concertación olvidó esto. La simpatía alcanzó para ganar, pero después ¿qué? Segundo: la megalomanía faraónica de Lagos. Muchos chilenos tienen una buena opinión de las cualidades del ex Presidente Lagos. Pero creo que nadie tiene mejor opinión de Lagos que él mismo. Su elevada autoestima le jugó una mala pasada. No quiso conformarse con una administración eficiente de los asuntos del Estado. Quiso ser reconocido como padre de todo lo que se hacía en Chile. Esto lo llevó a apurar inauguraciones para reclamar la paternidad no sólo de criaturas nacidas, sino de otras en gestación y también de algunas aún no terminadas de concebir, como el Transantiago. Amargo es constatar ahora que los cacareos excedieron largamente a los huevos que realmente se pusieron.
Tercero: la convicción de que todo vale con fines electorales. La Concertación ha hecho una escuela de ganar elecciones sin importar los medios. Si antes fue necesario aprobar una reforma laboral perjudicial para los trabajadores con tal de ganar, no importa. Si se requiere intervención electoral, no importa. Si hay que hacerle cariño a los recursos públicos, no importa. Si para obtener el voto de Chiloé hay que prometer un fantasioso puente, no importa. Si para ganarse al electorado del sur, había que cortar la cinta de un tren fantasma, no importa. Si para influir en la conciencia de los santiaguinos debía inaugurarse un inexistente Transantiago, tampoco importa... y suma y sigue. El engaño que todo eso lleva aparejado y el abuso de la buena fe de los electores ni siquiera se les representa como un mal moral. Los actos se miden según su eficacia para conservar el poder. Cuarto: las absurdas limitaciones que se autoimpuso la Presidenta para sus designaciones. Ninguno de los presidentes de la Concertación ha sido plenamente libre en esto. Todos, bajo los eufemismos de “preservar los equilibrios” o “respetar las distintas sensibilidades”, han debido rendirse al cuoteo político. Pero con la Presidenta Bachelet las cosas llegaron a un extremo. El cuoteo se ha exacerbado hasta lo impresentable. Ya no basta con el cuoteo entre partidos, ahora también hay que cuotear entre las corrientes de los partidos. Por si fuera poco, la propia Presidenta se puso otra soga al cuello. Proclamó que los funcionarios del anterior gobierno no se repetirían el plato y quiso hacer un emblema de la paridad de sexos –permítaseme que todavía hable a la antigua– al llenar altos cargos públicos. Con todo ello su margen de elección quedó drástica y gratuitamente reducido. Quinto: la “pomada” del gobierno ciudadano. Nadie sabe muy bien en qué consiste esto, pero parece que de lo que se trata es de mostrar una cara amable, aparecer escuchando a la gente en vez de imponiendo unilateralmente decisiones. En verdad, como ocurrió con el Transantiago, la gente importa bien poco, pero el slogan sirve para esconder, al menos por un tiempo, lo que en castellano claro se llaman ineptitud y falta de autoridad. A nadie se le escapa que el “gobierno ciudadano” es una falacia. Es el gobierno, no los ciudadanos, el que está para gobernar. Pero, más allá de eso, una última reflexión: cuidado, que el slogan entraña también un peligro. ¿Qué pasa si los ciudadanos se lo han tomado en serio y después
reparan en que ni ellos ni sus problemas realmente cuentan para “su” gobierno? En las protestas estudiantiles del año pasado y en la indignación que se vive ahora en cualquier paradero de micros o estación de metro puede encontrarse la respuesta.
Gabriel Villarroel Vice-presidente Unión Demócrata Independiente