«Canto dedicado al pájaro enjaulado» Despierta, levántate, al acercarte al gran maestro, aprende. El camino es difícil, la travesía es como el agudo filo de una navaja. Katha Upanishad III
Conocí a Krishnamurti en enero de 1948. Tenía treinta y dos años y acababa de mudarme a Bombay tras casarme con mi esposo Manmohan Jayakar en 1937. Mi única hija, Radhika, nació un año más tarde. Habían pasado cinco meses desde la declaración de independencia de la India y yo veía un gran futuro por delante. Mi propia entrada en la política era inminente. Eran unos tiempos en que los hombres y las mujeres implicados en la lucha por la libertad también participaban en lo que por aquel entonces se conocía como los programas sociales o de ayuda iniciados por Mahatma Gandhi. Esos programas abarcaban todos los aspectos de consolidación nacional, y más particularmente aquellas actividades relacionadas con la India rural. Desde 1941, participaba activamente en cuestiones que tenían que ver con el bienestar de las mujeres en las aldeas, las cooperativas y las industrias artesanales. Para mí, fue una iniciación difícil y exigente. Con la libertad y tras la partición, me encontraba en el centro de la principal organización establecida en Bombay para ayudar a la avalancha de refugiados que emigraban al país desde Pakistán. Un domingo por la mañana fui a visitar a mi madre que vivía en Malabar Hill, Bombay, en un viejo bungalow lleno de recovecos y con un tejado de tejas de la región. Con ella estaba mi hermana Nandini, y se disponían a salir. Me comentaron que Sanjeeva Rao, que había estudiado con mi padre en King’s College en Cambridge, había venido a ver a mi madre. Se había dado cuenta que después de varios años de luto, mi madre seguía sumida en un gran dolor por la muerte de mi padre, y le sugirió que una reunión con Krishnamurti podría ser de mucha ayuda. De pronto me vino a la mente una imagen: la escuela de Varanasi [Benarés], de la que fui alumna a mediados de 1920. Recordé la visión de un Krishnamurti muy joven, con una figura delgada, hermosa, sentado con las piernas cruzadas, vestido de blanco y, yo, una de las cincuenta alumnas, colocando flores delante de él… No tenía nada que hacer esa mañana, de modo que acompañé a mi madre. Cuando llegamos a la casa de Ratansi Morarji en Carmichael Road, donde se alojaba Krishnamurti, vi a Achyut Patwardhan frente a la entrada. En los últimos años había sido un combatiente revolucionario por la libertad, aunque yo le conocía desde la infancia en Varanasi en 1920. Hablamos un rato antes de pasar a la sala de estar, en espera de Krishnamurti. Krishnamurti entró silenciosamente en la sala de estar y mis sentidos estallaron. De pronto tuve una intensa percepción de inmensidad y luz; su presencia llenaba la sala y por un momento me sentí aturdida, no podía hacer otra cosa que mirarle fijamente. Nandini presentó a mi madre, que tenía un cuerpo débil y pequeño,
seguidamente, dirigiéndose a mí me presentó. Nos sentamos. Con cierta vacilación mi madre empezó a hablar de mi padre, de su amor por él y de la tremenda pérdida, que supuestamente era incapaz de aceptar. Le preguntó a Krishnamurti si se reuniría con mi padre en el otro mundo. Para entonces, la fuerte e intensa percepción inicial que su presencia había generado se desvaneció, y me recosté en la silla para escuchar la respuesta, que suponía sería reconfortante. Sabía que muchas personas afligidas le visitaban, y confiaba que él tenía las palabras adecuadas para consolarlas. Con firmeza dijo: «Lo siento, señora, ha acudido al hombre equivocado. No puedo darle el consuelo que busca». Me enderecé perpleja en la silla. «Quiere que le diga que se reunirá con su esposo después de su muerte, pero ¿qué esposo quiere encontrar, el hombre que se casó con usted, el hombre que era cuando ambos eran jóvenes, el hombre que murió o el hombre que sería hoy si estuviera vivo?». Hizo una pausa y permaneció en silencio durante unos instantes. «¿Con qué esposo quiere reunirse? Porque es evidente que el hombre que murió no es el mismo que el hombre con quien se casó». Sentí cómo mi mente agudizó la atención; acababa de escuchar algo tremendamente retador. Mi madre parecía muy desconcertada, no estaba preparada para aceptar que el tiempo pudiera haber producido alguna diferencia en el hombre que ella amó. Dijo: «Mi esposo no cambiaría». Krishnamurti respondió: «¿Por qué quiere reunirse con su esposo? Lo que usted echa en falta no es su esposo, sino el recuerdo que tiene de él». De nuevo hizo una pausa, para dejar que las palabras calaran en lo profundo. «Señora, perdóneme». Entrelazó sus manos y me di cuenta de la perfección de sus gestos. «¿Por qué mantiene vivo ese recuerdo de él? ¿Por qué quiere que su mente se recree en él? ¿Por qué trata de vivir con dolor y seguir con ese dolor?». Sentí cómo mis sentidos se intensificaban. Su negativa a ser bondadoso en el sentido aceptado de la palabra era demoledora. Mi mente iba más allá para captar la claridad y la precisión de sus palabras, sentí que contactaba con algo inmenso y totalmente nuevo. Aunque sus palabras eran duras, había bondad en sus ojos, y de su ser fluía una cualidad reconfortante. Mientras hablaba, sostenía la mano de mi madre. Nandini se percató que mi madre estaba alterada. De modo que cambió de conversación y empezó a hablarle a Krishnamurti del resto de la familia. Le contó que yo era una trabajadora social interesada en la política. Se volvió hacia mí, serio y me preguntó por qué hacía ese trabajo social. Le respondí diciendo que eso daba significado a mí vida. Sonrió; lo cual me hizo sentir incómoda y nerviosa. Entonces, dijo: «Eso es como el hombre que intenta llenar de agua un cubo lleno de agujeros; cuanta más agua vierte dentro del cubo más agua derrama, y el cubo sigue vacío». Me miraba sin inmiscuirse; siguió diciendo: «¿De qué trata de escapar? El trabajo social, el placer, vivir en el dolor, ¿acaso no son escapes, intentos de llenar el vacío interno? ¿Puede llenarse ese vacío? Sin embargo, toda la actividad de nuestra vida consiste en llenar ese vacío». Encontré sus palabras muy inquietantes, pero sentí que debía investigarlas. Para mí, la vida era acción, y lo que él decía era incomprensible. Le pregunté si pretendía que me quedara en casa sin hacer nada. Escuchó, y tuve una sensación peculiar de que su escuchar era diferente de todo lo que había percibido o experimentado antes. En ese
momento, ante mi pregunta sonrió y su sonrisa llenó la sala. Poco después al marcharnos, Krishnamurti me dijo: «Nos volveremos a ver». El encuentro me había dejado muy alterada; no podía dormir, sus palabras seguían presentes en mi mente. Transcurrieron los días y empecé a asistir a sus charlas en los jardines de Sir Chunilal Mehta, el suegro de Nandini. Me resultaba difícil entender lo que decía Krishnamurti, pero su presencia me arrollaba, de modo que seguí asistiendo. Decía que el caos del mundo era una proyección del caos individual, decía que todas las organizaciones y los ‘ismos’ habían fracasado, y que en nuestra búsqueda de seguridad creábamos nuevas organizaciones que, a su vez, nos traicionaban. Tenía la sensación de no estar en el nivel desde donde él hablaba. Pasados unos días, solicité una entrevista. Me impulsaba la necesidad de estar con él, de llamar su atención, de investigar el misterio que invadía su presencia. Tenía cierto temor de lo que podía suceder, pero no podía dejar de ir. Antes de nuestro encuentro, pasé dos días programando lo que le diría y cómo se lo diría. Cuando entré en la sala, estaba sentado en el suelo con la espalda recta y las piernas cruzadas, vestía un impecable ‘kurta’ blanco que se extendía por debajo de sus rodillas. Rápidamente se puso de pie, y me saludó juntando sus largos dedos como pétalos. Me senté frente a él; se dio cuenta de que estaba nerviosa y me pidió que permaneciera tranquila. Después de un rato empecé a hablar. Siempre me había sentido segura de mí misma, por eso, aunque titubeaba, pronto me encontré hablando con normalidad, y lo que había planificado decir fluía sin dificultad. Hablé de lo que llenaba mi vida y del trabajo, de mi interés por los desamparados, de mi deseo de entrar en política, de mi labor con las cooperativas, de mi afición al arte. Estaba por completa absorta en lo que decía, en la impresión que trataba de dar. No obstante, unos instantes después tuve la desagradable sensación de que él no me estaba escuchando. Levanté la mirada y vi que me estaba observando fijamente, sus ojos me interrogaban y me examinaban profundamente. Dudé y me quedé en silencio. Después de una pausa, me dijo: «La he observado durante los diálogos, cuando está inactiva su rostro refleja mucha tristeza». Me olvidé de lo que me había propuesto decir, me olvidé de todo menos del sufrimiento que sentía dentro de mí. Rehusaba a que el dolor saliera, estaba tan profundamente enterrado que muy pocas veces se manifestaba en mi mente consciente. Me aterrorizaba la idea de que otros pudieran sentir pena o lástima por mí, así que ocultaba el sufrimiento bajo capas de agresividad. Nunca hablaba de ello con nadie, ni siquiera yo misma reconocía mi soledad, pero frente a ese silencio desconocido caían todas las máscaras. Miré sus ojos y vi reflejado mi propio rostro. Como un torrente largamente retenido, las palabras empezaron a fluir. Empecé a recordar cuando era una niña pequeña, una de cinco hermanos y hermanas, tímida y dulce, herida ante la más mínima severidad. De piel oscura en una familia donde todos eran blancos, discretos, una chica que debía haber sido chico, viviendo en una casa grande llena de recovecos, sola durante horas, leyendo libros que difícilmente entendía. Recordé cómo me sentaba en un solitario pórtico frente a viejos árboles, escuchando leyendas de ogros y héroes de Hatim Tai y Ali Baba, los relatos de este
antiguo país los contaba Immamuddin, un sastre musulmán de barba blanca que permanecía todo el día sentado con su máquina de coser en el pórtico. Recordé cómo escuchaba el ‘Ram Charit Mana* de Tulsida, cantado por Ram Khilavan, el sirviente ciego ‘punkah’ que nos abanicaba, y la fragancia del frescor de las húmedas esteras de ‘Khus’ en un día de verano ∗. Recordé los paseos con mi institutriz irlandesa aprendiendo los nombres de las plantas y flores, disfrutando con la historia de los reyes y reinas de Inglaterra, Arturo y Ginebra, Enrique VII y Ana Bolena; nunca jugaba con muñecas y, en muy pocas ocasiones, con otras niñas. Recordé el temor que sentía hacia mi madre, aunque en lo profundo la adoraba. Recordé cuando tenía once años, ese hormigueo en mi vientre, mi primer ciclo menstrual, y con ello ese maravilloso florecer. Era excitante crecer y convertirme en una joven, ser admirada, vivir intensamente: montar a caballo, nadar, jugar a tenis, bailar. Con ese desenfreno, me apresuraba a vivir intensamente. Recordé cuando me fui a Inglaterra, a la universidad y el estimulo intelectual; cuando conocí a mi esposo, mi regreso a la India, mi matrimonio y el nacimiento de mi hija Radhika. Como era de esperar, pronto renuncié a mi papel de ama de casa para dedicarme al trabajo social, a jugar al bridge y al póquer con fuertes apuestas, a vivir en la élite social e intelectual de Bombay. Luego llegó otro embarazo; en el séptimo mes un ataque de eclampsia me produjo convulsiones violentas y ceguera total. Recordé la desconcertante angustia de la oscuridad y la explosión de colores: el azul celeste, el color del pájaro ‘neelkantha’, el color azul del fuego. El cerebro deliraba debido a las convulsiones del cuerpo; el fin de las pulsaciones y la muerte de ese bebé que nunca conocería, esa pesada muerte silenciosa en las entrañas. El regreso de la vista a través de una neblina, en forma de puntos grises que convergían creando formas. Mi mente se detuvo, terminaron las palabras, y de nuevo mire a ese extraño maravilloso. Pero de repente sentí sacudidas de dolor producidas por la muerte de mi amado padre y, una vez más, hubo lágrimas y esa insoportable angustia. Las palabras no parecían tener fin; hablé de las muchas cicatrices de mi vida, de la lucha por sobrevivir, de la creciente crueldad, de la progresiva radicalización, de la agresividad y la ambición, de mi urgencia y necesidad de éxito. Entonces, llegó otro embarazo, el nacimiento de una niña preciosa pero deformada. El sumirse en la angustia y, de nuevo, la muerte de la niña. Ocho años de esterilidad mental, del corazón, de las entrañas, y finalmente la muerte. En presencia de Krishnamurti, ese pasado oculto en la oscuridad del
‘Ram Charit Manas’ es la historia de Ram y Sita, del poema épico ‘Ramayana’, compuesto en lengua vernácula por el poeta Tulsidas en una cuarteta insertada en el texto. Antes de que en la India hubiera electricidad, cada bungalow tenía una barra larga de madera situada horizontalmente en lo alto del techo, de la cual colgaba un pesado lienzo ornamental. La barra tenía una cuerda atada que, a través de un agujero en la pared del pórtico, descendía y un hombre sentado al tirar de la cuerda ejercía un movimiento de abanico, lo cual producía una ligera brisa en el horroroso calor del norte de la India en los meses de verano. Las fragantes esteras ‘Khus’ estaban colgadas tanto en las puertas como en las ventanas, y cuando el aire caliente pasaba a través de ellas se convertía en una brisa fresca y perfumada.
olvido encontró salida y despertó. Él era como un espejo; había ausencia de personalidad, no había un evaluador que sopesara o distorsionara. Trataba de ocultar algo de mi pasado, pero no me lo permitía. En ese campo de la compasión, había ahora una cualidad que tenía una fuerza enorme. Dijo: «Puedo ver si me lo permite». Entonces, las palabras que durante años me habían destruido salieron. Decirlas me produjo un enorme dolor, pero su escuchar era como el escuchar de los vientos o de un océano. Había estado con Krishnaji∗ durante dos horas. Cuando salí de la sala mi cuerpo estaba exhausto y, sin embargo, fluía un enorme alivio a través de mí. Había experimentado una nueva manera de observar, una nueva manera de escuchar sin reaccionar, un escuchar que venía de la distancia y de la profundidad. Mientras estuve hablando, parecía que él no sólo estaba atento a lo que yo decía, a las expresiones, a los gestos, a las actitudes, sino también a todo lo que sucedía a su alrededor: al pájaro que cantaba en el árbol cercano a su ventana, a una flor que cayó del florero. En medio de mi conmoción me dijo: «¿Vio caer esa flor?». Mi mente se detuvo confundida. Había escuchado a Krishnamurti durante varios días; fui a sus charlas, participé en diálogos, reflexioné y hablé con mis amigos de lo que decía. En el atardecer del día 30 de enero [1948], mientras estábamos todos reunidos con él en la casa de Ratansi Morarji, llamaron por teléfono a Achyut; cuando volvió, su rostro estaba pálido. Dijo: «Han asesinado a Gandhiji». Por un instante, el tiempo se detuvo. Krishnaji permanecía sin hacer ningún movimiento; parecía estar atento a cada uno de los presentes y a nuestras reacciones. Entre nosotros sólo pensábamos una cosa: «¿El asesino, era hindú o musulmán?». Rao, el hermano de Achyut, preguntó: «¿Hay noticias del asesino?». Achyut respondió que no lo sabía. Si el asesino era musulmán, todos nosotros teníamos claro cuales serían las consecuencias. Silenciosamente nos levantamos, y uno a uno abandonamos la sala. La noticia de que fue un brahmán de Poona quien había asesinado a Gandhi se extendió por la ciudad; estalló en Poona una revuelta contra los brahmines, y se podía sentir el suspiro de alivio de los musulmanes que ahí residían. Escuchamos la voz angustiada de Jawaharlal Nehru dirigiéndose a la nación; daba la impresión de que el país se había paralizado. Lo impensable había sucedido y, por un instante, hombres y mujeres miraban hacia sus corazones. El 1 de febrero, una audiencia más calmada se reunió para escuchar la charla de Krishnaji. Le formularon una pregunta difícil; «¿Cuáles son la causas reales de la inesperada muerte de Mahatma Gandhi?». Krishnamurti respondió: «Me pregunto cuál ha sido su reacción al escuchar la noticia. ¿Cuál ha sido su respuesta? ¿Les ha afectado como una pérdida personal o como una evidencia del curso que están tomando los acontecimientos mundiales? Lo que sucede en el mundo no son incidentes aislados, están relacionados entre sí. La causa real de la muerte de Gandhiji está en ustedes. La verdadera causa son ustedes, porque son comunales, alimentan el espíritu de división a través de la propiedad, de la casta, de la ideología, de las diferentes religiones, sectas, líderes. Cuando uno dice que
Ver la explicación en el Prefacio de los diversos nombres utilizados en este libro al referirse a Krishnamurti.
es hindú, musulmán, parsi, o Dios sabe que más, es inevitable que genere conflicto en el mundo». En los siguientes días hablamos de la violencia, de su origen y de su fin. Para Krishnaji, el ideal de no-violencia era una ilusión. La realidad era el hecho de la violencia, la percepción de la comprensión de su naturaleza y su fin están en el ‘ahora’: la acción sólo es posible en el presente real. En las charlas que siguieron habló de los problemas cotidianos de la humanidad: el miedo, la ira, los celos, el feroz interés por poseer. Habló de la relación como el espejo para el conocimiento propio, usó el ejemplo del esposo y la esposa, esa relación tan íntima y, aun así, a menudo la más insensible e hipócrita. Los hombres miran con ojos violentos a sus esposas. Algunos hindúes tradicionales abandonaron las charlas, incapaces de entender que la relación entre esposo y esposa tuviera algo que ver con un discurso religioso. Krishnaji se negaba a alejarse de ‘lo que es’, del hecho, se negaba a hablar de cosas abstractas como Dios o la eternidad mientras la mente fuera una hervidero de lujuria, de odio y celos. Fue en ese momento en que parte de la audiencia empezó a pensar que él no creía en Dios. A mediados de febrero fui de nuevo a verle. Me preguntó si había observado algún cambio en mi forma de pensar. Le dije que no tenía tantos pensamientos como antes, que mi mente no estaba tan inquieta como solía estar. Respondió: «Si ha estado experimentando con el conocimiento propio, habrá notado que su proceso de pensar funciona más lento, que su mente no divaga sin parar». Durante un rato estuve callada, esperé que continuara. «Trate de seguir cada pensamiento hasta su mismo final, de seguirlo hasta que termine por completo. Descubrirá que resulta muy difícil hacer eso, porque de inmediato que surge un pensamiento le sigue otro. La mente rehúsa completar un pensamiento; se evade de un pensamiento a otro». Eso es así, cuando trato de seguir un pensamiento, siempre me doy cuenta cómo rápidamente elude al observador. Seguidamente le pregunté cómo se podía completar un pensamiento. Contestó: «El pensamiento tan sólo puede terminar cuando el pensador se comprende a sí mismo, cuando ve que el observador y el pensamiento no son dos procesos separados. El pensador es el pensamiento, y el pensador se separa a sí mismo del pensamiento buscando su propia seguridad y continuidad. De modo que el pensador constantemente está generando pensamientos que se modifican y cambian». Hizo una pausa. «¿Está el pensador separado de sus pensamientos?». Había largas pausas entre sus frases como si esperara a que las palabras llegaran lejos y calaran. «Si el pensamiento no interfiere, ¿existe el pensador? Descubrirá que el pensador no existe. Así pues, cuando complete cada pensamiento, bueno o malo, lo cual es extremadamente arduo, la mente reduce su actividad. Para comprender el ‘yo’ debe observar el ‘yo’ cuando actúa. Eso únicamente puede suceder cuando la mente reduce su actividad, y tan sólo puede hacer eso cuando sigue cada pensamiento que surge hasta su mismo final. En ese momento verá cómo sus condenas, sus deseos, sus celos se mostrarán ante una consciencia que está vacía y en completo silencio». Al escucharle durante un mes mi mente se había vuelto más flexible, había dejado de estar cristalizada o solidificada en sus incrustaciones.
Pregunté: «Pero si la consciencia está llena de prejuicios, de deseos, de recuerdos, ¿puede, en ese caso, comprender al pensamiento?». «No», respondió, «porque constantemente actúa sobre el pensamiento, escapa del pensamiento o edifica sobre él». De nuevo permaneció en silencio. «Si sigue cada pensamiento hasta su mismo final, verá que cuando el pensamiento termina hay silencio. A partir de ahí hay renovación. El pensamiento que surge de ese silencio no tiene el deseo como fuerza motriz, emerge de un estado que no está bloqueado por la memoria». «Pero, de nuevo, si el pensamiento que surge no se completa deja un residuo. Entonces no hay renovación y la mente queda de nuevo atrapada en la consciencia que es memoria, encadenada al pasado, al ayer. Cada pensamiento hasta el siguiente es el pasado, lo cual está fuera de la realidad presente». «La nueva manera de abordarlo es terminar con el tiempo». Así concluyó Krishnaji. No lo comprendí, pero me fui con esas palabras vivas en mi interior. Algunas tardes, Nandini y yo llevábamos en automóvil a Krishnaji a los Jardines Hanging de Malabar Hill, o por la playa de Worli. En ocasiones, solíamos caminar con él, pero era difícil seguir su paso debido a sus largas zancadas. Otras veces caminaba solo y cuando volvía, una hora más tarde, parecía un desconocido. Durante esos paseos, algunas veces nos hablaba de su juventud, de su vida en la Sociedad Teosófica, y de sus primeros años en Ojai, California. Nos hablaba de su hermano Nithya, de sus compañeros Rajagopal y Rosalind, y de la Escuela Happy Valley. A menudo, cuando hablaba del pasado su memoria era precisa, exacta; en otras ocasiones sin embargo, era muy imprecisa o decía que no se acordaba. Reía con facilidad y su risa era profunda y contagiosa. Compartía chistes, nos preguntaba cosas de nuestra infancia y de nuestra madurez. También hablaba de la India, y se mostraba ansioso de saber nuestro punto de vista sobre lo que sucedía en el país. Nos sentíamos tímidas e indecisas; una sensación de misterio y su arrolladora presencia hacía difícil que fuéramos informales con él, o hablar de cosas triviales en su presencia. Pero su risa hacía que estuviera más cerca de nosotras. Algunos días hablamos del pensamiento. Solía preguntar: «¿Han observado cómo surge el pensamiento? ¿Se han dado cuenta de cuando termina?». Otro día nos decía: «Observen un pensamiento, permanezcan con él, manténgalo en la consciencia, y verán lo arduo que es permanecer con él hasta que termine». Le dije a Krishnaji que desde que lo había conocido, me despertaba en las mañanas sin ningún pensamiento, sólo fluía en mi mente el cantar de los pájaros y las distantes voces de la calle. Para los indios, el desconocido que se sienta en silencio con la espalda recta, el mendicante que se detiene y aguarda frente a la entrada de la casa con una invitación hacia ‘lo otro’, es un símbolo muy poderoso. Evoca en el dueño de la casa, hombre o mujer, ardientes anhelos, angustias, un alcanzar físico e interno de aquello que es inalcanzable. Pero este profeta reía y bromeaba; andaba con nosotras, era cercano y, a la vez, distante. Aunque con muchas dudas, le invitamos a cenar a casa de mi madre.
Llegó sonriendo, vestía un ‘dhoti’, un ‘kurta’ largo, un ‘angavastram∗, y mi menudita madre lo recibió con flores. Ella no tenía una educación académica, pero la natural elegancia de su mente, su gracia y dignidad, hacían posible que se reuniera y hablara con Krishnaji. Era la viuda de un alto funcionario civil de la India. Mientras vivió con mi padre compartió su vida social e intelectual con él, reuniéndose con eruditos y trabajadores sociales, ella misma era una apasionada trabajadora social. Tenaz y hábil, mi madre había roto libremente con la tradición muy al principio de su vida matrimonial. Hablaba inglés con mucha fluidez, recibía con elegancia a los invitados y cocinaba de maravilla. En mi niñez teníamos dos cocineras, una para comidas vegetarianas ‘Gujarati’, y la otra preparaba cocina occidental; el mayordomo Goan aguardaba junto a la mesa. La muerte de mi padre la había destrozado, pero la casa de mi madre seguía impregnada de risas, que Krishnaji compartía. Pronto se sintió como en su casa, y como consecuencia venía con cierta frecuencia a cenar. Hacia finales de marzo ya hablábamos con él con toda naturalidad; no obstante, después de cada charla y diálogo público, éramos muy conscientes de la distancia que nos separaba de ese misterio que no podíamos alcanzar ni comprender. Pocos días antes de finalizar marzo le hablé a Krishnaji del estado de mi mente y de los pensamientos que no me dejaban; de los momentos de quietud y del desenfreno de la actividad frenética; de los días cuando el dolor de no realizarme atrapaba mi mente. Estaba preocupada por los constantes brincos de mi mente hacia adelante y hacia atrás. Tomó mi mano y nos sentamos en silencio. Al rato, dijo: «Está nerviosa, ¿por qué?». No lo sabía, de modo que no respondí. «¿Por qué es ambiciosa? ¿Quiere ser como alguien que conoce y que está más avanzado?». Dudé, y dije: «No». «Usted tiene un buen cerebro», siguió diciendo, «un buen instrumento que no utiliza correctamente. Tiene una pasión mal enfocada. ¿Por qué es ambiciosa? ¿Qué quiere llegar a ser? ¿Por qué quiere malgastar su cerebro?». De repente me di cuenta: «¿Por qué soy ambiciosa? ¿Puedo dejar de ser lo que soy? Estoy ocupada en hacer, en lograr; no podemos ser como usted». Su mirada era interrogativa. Durante un rato permaneció en silencio, permitiendo que lo latente dentro de mí aflorara por sí mismo. Entonces pregunto: «¿Ha estado alguna vez sola, sin libros, sin radio? Trate de hacerlo y observe lo que sucede». «Enloquecería, no puedo estar sola», respondí. «Inténtelo y observe. Para que la mente sea creativa tiene que haber
Un ‘dhoti’ es una tela de hilos de algodón entrelazados a mano, de una sola pieza, que tiene un poco más de un metro de ancho y cuatro metros y medio de largo, con un sencillo ribete de color de vino o negro. Se coloca alrededor de la cintura, con pliegues al frente, doblado entre las piernas para atarse debajo de la espalda y cae suelto hasta los tobillos. Es una prenda elegante para llevarla en ocasiones solemnes. El ‘kurta’ es una camisa bordada, holgada, sin cuello, con mangas largas, que llega hasta debajo de las rodillas. El ‘angavastram’ es un chal de algodón sin blanquear con hilos entrelazados a mano, con un ribete rojo oscuro, azul, o con el borde negro con dibujos dorados. Plegado y puesto sobre el hombro, se usa en todas las ocasiones solemnes, en concreto en el sur de la India.
quietud. Una profunda quietud que tan sólo aparece si uno afronta su soledad. Usted es una mujer y, sin embargo, dentro de usted tiene mucho de hombre. Ha descuidado a la mujer. Mire dentro de sí misma». Sentí que algo muy profundo dentro de mí se removía, caían muchas costras de insensibilidad. Sentí de nuevo la desgarradora angustia. «Usted necesita afecto, Pupul, y no lo encuentra. ¿Por qué extiende el cuenco de las limosnas». «No lo hago», dije. «Esa es una de las cosas que nunca he hecho. Prefiero morir antes que pedir afecto». «No lo pide, lo ha sofocado; no obstante, el cuenco de las limosnas sigue ahí. Si el cuenco estuviera lleno no necesitaría extenderlo; debido a que se encuentra vacío está ahí». Por un instante me observé a mí misma. De niña había llorado mucho, y de adulta no permitía que nada me lastimara. Me revelé contra ello con violencia y agresividad. Siguió diciendo: «Si ama a alguien, en ese momento no exige nada. Incluso, si descubre que esa persona no le ama a usted la ayudará a que ame, aunque sea a otra persona». Vi con claridad la amargura y la resistencia en mí misma. Le dije: «Es demasiado horrible mirar. ¿En qué me he convertido?». «Criticarse a sí misma no resolverá el problema. De usted no fluye riqueza, de lo contrario no necesitaría lástima ni afecto. ¿Por qué no tiene esa riqueza? Mire, así es como es usted. No condena a un hombre enfermo. Esa es su enfermedad, mírela con calma y sencillez, con compasión; sería absurdo condenarla o justificarla. La condena es otro movimiento más del pasado que se fortalece a sí mismo. Observe lo que sucede en su mente consciente. ¿Por qué es agresiva? ¿Por qué quiere ser el centro de cualquier grupo? A medida que observe su mente consciente, poco a poco el inconsciente soltará sus insinuaciones en los sueños, o incluso en la actividad diaria del pensamiento». Llevábamos hablando una hora, pero ese tiempo no significaba nada. En su presencia una perdía la noción del tiempo como duración. Le comenté los cambios que estaban sucediendo en mi vida; no me sentía segura de mí misma ni de mi trabajo. A pesar de que aún surgían deseos y anhelos habían perdido fuerza. Le dije que me había dado cuenta de que gran parte del trabajo que había estado haciendo se basaba en mi propio engrandecimiento. No veía la posibilidad de ingresar en la vida política; mi vida social también había cambiado radicalmente. Entre otras cosas, ya no podía jugar al póker; lo había intentado pero encontré que había perdido la necesidad de ser más lista que los demás jugadores. De pronto, jugando al póker tenía momentos de claridad que me impedían hacer un farol [un engaño]. Krishnaji echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír y a reír. Le expliqué que ha veces sentía un inmenso equilibrio interno, similar al de un pájaro cuando juega con el viento. Cualquier deseo de disolvía en esa inmensidad, se extinguía por sí mismo. En otras ocasiones mis deseos de ser me arrastraban; mis amarres se soltaban e iba a la deriva. No sabía lo que sucedería; nunca antes me había sentido tan insegura de mí misma. Krishnaji dijo: «La semilla está plantada, permita que germine, déjela en barbecho un tiempo. Esto es totalmente nuevo para usted, afróntelo sin preconceptos, sin ideas, sin creencias; el impacto ha sido directo, la mente
ahora necesita descansar. No la presione». Permanecimos en silencio. Luego Krishnaji dijo: «Obsérvese a sí misma». Usted tiene una intensidad que pocas mujeres tienen. En este país, los hombres y las mujeres decaen con mucha facilidad a temprana edad debido al clima, a la clase de vida, al estancamiento. Mire que esa intensidad no se pierda. Al liberarse de la agresividad no se vuelva inocua e insulsa. Dejar de ser agresiva no es volverse débil o sumisa». Reiteradamente me decía: «Observe su mente, no permita que ningún pensamiento se escape, por más feo o cruel que sea. Observe sin elección, sin sopesar, sin juzgar, sin dirigir ni dejar que el pensamiento eche raíces en la mente. Observe sin cesar». Al abandonar la sala me acompañó hasta la puerta. Su rostro era tranquilo, su cuerpo delgado, recto como un cedro de los Himalayas. Por un instante, su belleza me arrolló y pregunté: «¿Quién es usted?». Respondió: «No importa quién soy. Lo único que importa es lo que usted piensa, lo que hace, y si puede transformarse». Mientras regresaba a mi casa, de pronto me di cuenta que en las muchas conversaciones que había tenido con Krishnaji nunca había dicho una sola palabra de sí mismo; nunca se había referido a ninguna experiencia personal; nunca se había manifestado un solo movimiento del ‘yo’. Eso era lo que le hacia un desconocido, por más que uno pudiera conocerle. En medio de cualquier gesto de amistad, de una conversación informal, una podía sentir una inusual distancia, unos silencios que emanaban de él, una consciencia que no tenía un foco central y, sin embargo, en su presencia una sentía la generosidad de una consideración infinita.