CONCURSOS DE LETRAS Y PROYECTOS EDITORIALES 2018
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ste año celebramos los sesenta años de vida de esta querida institución, que otorga beneficios a artistas para que puedan desarrollarse en las distintas etapas de su carrera creativa.
Desde su nacimiento, el Fondo Nacional de las Artes ha puesto especial atención al estímulo y promoción de la literatura nacional. Tal vez no resulte casual que fuera justamente Victoria Ocampo una de sus fundadoras y miembro del primer Directorio. En 1959, solo un año después de su fundación, el Fondo lanzó el primer concurso de Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial con el objetivo de premiar la excelencia en cuento, novela, poesía y ensayo y contribuir a la edición de las obras de estos solitarios creadores. Javier Villafañe, Jorge Vocos Lescano, Mario Lancelotti y Rosa Chacel fueron algunos de los escritores galardonados cuando el concurso veía la luz por primera vez. Estamos orgullosos de que este certamen, el más antiguo del Fondo, sume, en cada edición, a nuevos autores quienes nos envían sus obras y nos depositan sus sueños. Para que las obras ganadoras de estos concursos puedan lograr la mayor cantidad de puntos de encuentro con el lector, y en el marco de nuestro 60 aniversario, decidimos impulsar Arte sobre Rieles, una iniciativa entre el Fondo y Trenes Argentinos para que sus pasajeros puedan descargar fragmentos de las obras ganadoras de las ediciones anteriores de este concurso, a la que pronto sumaremos las de esta última edición. Destacamos la calidad de la obras seleccionadas y premiadas, y agradecemos al prestigioso jurado que tuvo a su cargo la difícil tarea de evaluarlas. Por todos ellos brindamos hoy. Fondo Nacional de las Artes
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CONCURSO DE LETRAS GANADORES 1° Premio No Ficción Laura Ormando
2° Premio No Ficción Mabel Bellucci y Emmanuel Theumer
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1° Premio Cuento Marina Closs
3° Premio No Ficción Javier Sinay
2° Premio Cuento Fernando Javier Rouaux
Mención No ficción Agustina Pérez
3° Premio Cuento Manuel Crespo
1° Premio Novela Eric Germán Schierloh
2° Premio Novela Facundo Abal
3° Premio Poesía Alberto Gregorio Fritz
3° Premio Novela Alejandra Bruno
Mención Poesía María Marta Viscay
Mención Novela Blanca Cristina Lema
CONCURSO DE PROYECTOS EDITORIALES GANADORES
1° Premio Poesía Tomás Maver
Ediciones Lux
Excursiones
2° Premio Poesía Ignacio Uranga
Hotel de las Ideas
Ojoreja
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CATEGORĂ?A CUENTO JURADO Florencia Abbate Luis Sagasti Selva Almada
1° Premio Marina Closs Tres Truenos Seudónimo: Despina Piedras Marina Closs (Aristóbulo del Valle, Misiones, 1990). Desde 2009 vive en Buenos Aires, en donde realizó la Licenciatura en Letras de la U.B.A. Publicó en Alción Editora dos libros de cuentos: La doncella aguja y El violín a vapor, además de una variación fantástica sobre la vida de Jesús llamada El pequeño sudario. En la actualidad, vive y trabaja en Buenos Aires.
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Adriana o del amor verdadero Cuando se abre el telón, yo casi me araño los ojos y escupo. Espero un segundo, para ver qué estoy haciendo. Nada. Veo que se abre el telón. Veo que se abre el telón y hay una cabaña y de la cabaña sale una bailarina. Me toco con la uña la mejilla y me rasco los ojos. No me estoy hiriendo. Cuando la bailarina danza, parece que la música la dejara triste y débil. Un harapo blanco de la música. Me siento y me acomodo. Yo bordé el espacio entre la cintura y el tutú. Después bordé en el pecho una línea de perlas. Usé hilo blanco y corté al final con un mordisco. Sentí el hilo sobre la lengua y esperé un minuto antes de escupirlo. Sentí, con el hilo en la boca, muchas ganas de tragármelo. Quiero ahogarme siempre, trago algo para toser y ahogarme. Si me duele la cabeza, el hilo blanco se me desaparece entre los dedos y la garganta se me seca, yo inmediatamente trago algo. Quiero toser. Toser me saca el aire, suelto el hilo entre los dedos, salgo de la silla, no bordo. Cuando estoy tosiendo me acuesto en el piso y me quedo tosiendo. Si hubiera alguien en casa, me podría preguntar ¿qué pasa? No sé qué me pasa. Creo que estoy temblando, sin que me pase nada. Creo que también quiero a propósito toser. Toso para levantarme de la silla. La tos, me ahogo. Si hubiera alguien en casa, yo gritaría: ¡vino la tos! ¡me ahogo! No me lo digo a mí misma porque no hablo sola. Toso, toso. Hola a todos, yo me llamo Adriana. Hola, soy Adriana, toso, toso. Vengo de otra parte. No voy a decir de donde. No sé si quieren saber. Estoy sentada en una butaca y pensé que iba a escupir y arañarme. No me pasa nada. Estoy sentada, estoy conforme. Bordé los vestidos de este espectáculo. Todas las bailarinas en este teatro me dan lástima. Pienso que caminan como si el cerebro les pesase hasta las puntas de los pies. Me entristece la fuerza mental con la que usan el cuerpo. Pienso que la danza es un obstáculo entre ellas y la música. Pero yo las veo y es verdad que también me gustan. Ellas tienen las piernas como un cuello de cisne. Tienen el tobillo blanco y la pierna blanca hasta donde se puede mirarles. Yo soy baja, flaca, de nariz en punta. Así “¿cómo sos?” me preguntan: “Baja, flaca, de nariz...” Dejo de hablarles.
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Pero no soy fea. Mi cara me gusta. Es rara. Tengo los ojos rasgados. Lo que no me gusta es que me vean mirándome. O mejor: no me gusta que alguien mire en un espejo en el que yo me estoy mirando. Los dos reflejos juntos me dan vergüenza. Me veo un gesto de vergüenza, y me escondo. No soporto ver mi cara mientras alguien me mira. Tampoco soporto mirar un video de mí misma, con alguien. Llego después del teatro a mi casa y miro cómo cerré la ventana. Pienso, adentro mío: “hoy cerré la ventana con miedo. Lo mismo habré cerrado ayer”. Hace mucho tiempo que veo cómo están hechas las cosas, así: si algo está puesto con cuidado, con maldad, con rabia. Sé, cuando miro a la bailarina, que un pie está estirado con odio o que un pie está estirado con lástima. Entro a casa y empiezo a escribir en un cuaderno una historia en la que las bailarinas danzan como si la música las aturdiese. Después, pongo música y me siento a bordar. -Adriana, vos tenés que ir al teatro y ver cómo bailan. Porque si no, no sabés para qué estás bordando. – me dice por teléfono mi mamá. Pido a mi jefe que me regalen una entrada. No hay problema ¿para alguien más? dos, me regalan. Invito a una persona que está ocupada. No importa, voy sola. Estoy allá. Ahora sé para qué bordo. Cómo es el ballet: un montón de gente, tratando de no apoyar jamás los pies en el suelo. Una mujer bailando con una rodilla rota, algo que cruje. Un pedazo de vidrio clavado en la planta de un pie. Por todas partes, el aire caluroso, casi óseo. Pies amarrados. En los vestuarios, donde el aire es caluroso, algo cruje. -Esta es Adriana, la que borda. Me saludan. Hola, yo soy Adriana. No, no soy de acá. Alguien y yo nos miramos un rato en un espejo. -¿Querés irte? -Sí. Salgo y me siento sola en una butaca. -¿Vos sos la que borda? -Sí. -Yo soy el que toca el piano en los ensayos. Cuando salgo del teatro, él y yo nos besamos. No sé porqué. Nos pasamos los números, pero no volvemos a hablarnos. Una vez me dice un conocido: -Adriana, vos besás mal.
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-Vos pintás mal. – le digo. Él es pintor. Está sobre mí, sin que yo sea su amor anoto en mi diario. Suena por segunda vez el teléfono. Lo empujo. -¡Adriana! ¿qué estás haciendo? En el teléfono: -Hola, mamá. Estoy bordando. Me gusta bordar escuchando música. Anteanoche, no pude dormirme porque tosí. Tosí hasta las cuatro de la mañana. No podía pensar en nada, porque tosía. Me tapaba la boca con la sábana. Tosía. ¿Será que me estaba ahogando un hilo? Nunca trago, a último momento escupo. Pero, a veces pienso que sin querer, trago cuando estoy por escupir. Escupo y no sale nada. No sale el hilo. ¿Qué me pasa? Escupo otra vez. ¿Puede ser que me lo haya tragado? Anteanoche tosí como si algo se parara sobre mi garganta y me picara y yo no me lo sacara, pero me pasase la noche rascándome. El cuerpo ya me temblaba. Debajo de la sábana, me traspiraba de seguir así. El pintor que conozco me invita a visitarlo en su taller, en su casa. -No te sintás incómoda.– me dice y se ríe. Yo me siento en un sillón y me pica mucho la garganta. No sé qué hacer y toso: -Me dijeron en la clínica que tengo tos nerviosa. -¿Y qué? ¿es grave? -No es grave, pero no hay cura. Se ríe. -Por favor, si empiezo a toser, - le digo – disculpame. Él, esa noche, antes de besarme, me mete un dedo en la vagina. Yo respiro ancho, me caigo para atrás, lo abrazo. -Ah – grita él. – te gusta. Yo no sé qué hacer y lo beso. -Adriana, ¿querés que nos sigamos viendo? -No quiero. Cuando yo me estoy por ir: -Mirá. – el dedo otra vez. – ¿te gusta así? No sé qué hacer. Me tiro para adelante y lo abrazo.
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Me muerdo la boca para no decirle nada. Pero digo: -Mi amor. Mi amor. -¿Qué? Me acomodo el pantalón, me busco el botón y lo abrocho. -¿Qué? -No quiero que nos sigamos viendo. El me pregunta por qué. Respondo cualquier cosa: -Estoy embarazada. -Ah – me mira él, con asco. – bueno, que estés bien, entonces. Suerte. -Adriana ¿vos tuviste alguna vez un novio? – él, me llama por teléfono. -No, nunca. -Con razón besás mal. -Vos pintás mal. – mastico yo. – Yo hago bien mi trabajo. Me pagan. Me regalan entradas para ver el espectáculo. ¿No querés venir conmigo? No me contesta nada. Me pregunta: -¿Y qué hacés con la plata? -Nada, la tengo ahí, por si me sirve. -¿No querés ir de viaje? -No. No me gusta. -¿No estás embarazada? -No, tampoco. -¿Por qué me mentiste? -Ya te dije: porque no quería verte. Esa vez, cortamos. Fui tan clara que casi nos entendimos. Me asombra lo que me tranquiliza habérselo dicho. Decir lo que tengo que decir y listo. Me siento de noche a bordar en la casa, porque estoy muy tranquila, después de haber hablado. Al otro día, ando por la calle sola. De pronto veo, en una tienda de ropa vieja, un vestido blanco con puntillas, no blanco como el hilo blanco, sino blanco viejo, blanco lleno de polvo. Me lo pruebo, y tengo parece el polvo subido sobre mí. No me miro de más. No toso. Directamente compro. Yo sé porqué hago las cosas, porqué compré este vestido. Me digo a mí misma: -Me compré este vestido para ahorcarme. Ahora me imagino: yo, colgada. Yo, con polvo en los ojos. La sensación fría de tener el aire bajo los pies. ¿Qué hago ahora? Llego a mi casa y lo guardo. Yo sé porqué lo guardo, cómo. No me llega a dar angustia, pero sí vergüenza, si alguien viene de visita. No quiero que alguien como yo se dé cuenta de que compré este vestido para ahorcarme.
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El vestido es largo y me cubriría hasta los pies. No sé si me pondría zapatos. El vestido es largo, va a taparme todo. Tengo vergüenza. Pongo el vaso sobre la mesa y me parece que lo puse como si, después de tomar agua, ya quisiese ahorcarme. Nadie toca el timbre. Me quedo en la cama. Toso dos veces y, no sé porqué, en vez de ahorcarme, me duermo. Cuando me pagan el mes, pido otra vez entradas para ver la obra. -¿Giselle? -Sí, otra vez. Dame una sola, así me queda otra para después. Me da una sola, para ir a ver esa misma noche. El que tocaba el piano se sienta cerca, pero no nos miramos. Esa noche tampoco nos besamos. Casi ya me olvidé de que nos conocemos. Todo el escenario, un silencio grandioso. Un oscuro artificial, un teatro. Se levanta el telón. Otra vez, la bailarina enfrente de su cabaña. Ahora me doy cuenta: no solo no quiere nunca tocar el piso, sino que hace sonar la música solo para que no se escuche el ruido de cuando el pie golpea contra el suelo. Pobre. Bailando me parece una ciega; saltando, una tartamuda. Después se sube al zapato de punta y es como si caminara con la garganta. Enseguida aparece flotando el grupo de bailarinas. Me imagino que voy entre ellas, que me tiro de un lugar muy alto, que el viento me pega en las mejillas, y me quedo a medio camino, con los zapatos bailando en el aire y el pelo caído, chorreado sobre mí. Las bailarinas hacen como si formasen parte de otro mundo. Me dan otra vez muchísima lástima. No sé qué hace en su casa una bailarina. ¿Llora, porque no usa su zapatilla de punta? No sé qué hace. Ahora entiendo porqué bordo los trajes. Bordo estos trajes porque el ballet me gusta y porque, como las bailarinas, yo también me doy lástima. Me siento mejor cuando salgo del teatro. No beso a nadie, pero apenas llego a la casa, llamo al pintor. Le digo: -Vení a casa. Quiero verte. Escribo en un cuaderno: Giran con el tutú largo y sigiloso. Cada cierto tiempo, se quedan estáticas y altísimas, como animales deslumbrados. Él toca el timbre. Yo escondo el cuaderno. Lo pongo junto con el vestido. Después cambio de opinión y me saco la ropa. Me pongo el vestido. Lo atiendo. Él me dice: -¿Qué te pusiste? Parece un camisón. Yo: -Me lo compré ayer. Yo beso mal y él no sabe hacer el amor, así estamos en el piso. Me levanto, dolorida, y le pido que no me mire. Me pongo el vestido.
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-Parecés una vieja con eso puesto. Se levanta él. Se va a la cocina a buscar servilletas. Abre y cierra los cajones. De pronto, se pone a buscar entre los cuchillos. El ruido de las cucharas, los tenedores me hace a mí que tiemble. -¡Vení! – le pido – Prendé la luz. No te quedes allá. Le cuento que después de escuchar el sonido de los cubiertos entrechocándose, yo de chica pensaba que la virgen iba a venir a buscarme. -¿La virgen? – me pregunta él, desorientado. -Sí ¿qué pasa? Se ríe: -La virgen no existe. Respondo: -Ya sé. A la virgen, le digo, me la imagino con la cara negra, porque vive en el aire oscuro. Pero él está en otro lado. Deja de prestarme atención. Pone la música del celular y baila. Me dice que baile, y bailo, pero solo porque no quiero que se ofenda. Me siento mal, me da una gran tristeza lo que estamos haciendo: no es hermoso. No vale la pena que sigamos viéndonos, si vamos a bailar así. Le cuento: -Ahora me gusta mucho el ballet. Él me dice: -Bailás hermoso. A mi me da odio. Rabia. Pienso otra vez: no verlo a él. No verlo nunca más. Y él me arrastra contra una pared y me pregunta: -Decime tu fantasía. Yo: -No ver con quién hago el amor. -¿Eso? – se despabila un poco. – No me gusta. Es demasiado fácil. En los días siguientes, pregunto a mi jefe si puedo ir a ver un ensayo. -Claro que podés. ¿Te gustó el espectáculo? -Sí. – le digo – No sé porqué. Miro el ensayo, escribo en el cuaderno que llevo junto. Termino un poco mareada. El pianista me mira entrar y no me saluda. Me siento en el piso y lo miro un rato, rígido, todo el tiempo a la cara. Ya ni sé porqué no me habla. Cuando nos besamos, él me miraba los dientes. -¿Qué tengo? – le pregunto. -Me gusta cómo sonreís. Yo no sonrío más. Me da la sensación de que miente.
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-Chau. -Chau. Escucho que la directora grita porque las bailarinas se salen de música. ¡Adormézcanse, hasta oír! Anoto en un papel. Pongo una cara, estiro el cuello y cierro los ojos ¿Algo así? En medio del ensayo, yo escucho una melodía y me digo: -Esto es lo que voy a escuchar antes de volverme loca. A los dos días, me compro otros dos vestidos viejos largos. No puedo ahorcarme con tres vestidos. Los voy a tener que usar. Los voy a usar, los uso, los usé. Me miraron en la calle. Me admiraron. Conozco, en el colectivo, a alguien nuevo. Un pintor, otra vez. Sube conmigo en la Facultad. -¿Vos venís a pocas clases, no? -Sí, porque trabajo. -¿Qué hacés? -Bordo para un teatro. No le conté que iba a los ensayos, no le conté que a la noche no había dormido por un ataque de tos. Pensé en los tres vestidos que compré para usar. Eran como la imagen de lo que yo había decidido: no ahorcarme, por ahora. Le digo: -¿Querés venir a mi casa? Él no se resiste: -Bueno. Nos bajamos juntos. Vamos de la mano. Lo llevo. Llegamos y yo de pronto: no quiero que nos besemos. Me da vergüenza y miedo, pienso en otras personas, en lo que ya pasó. -¿Querés ir a la terraza? Es un lugar chiquito y sucio, al que nunca llamo terraza. En el momento, invento. Vamos allá. Él me besa en el cuello y yo, por primera vez, me asusto. Me voy un poco lejos, pero después, vuelvo y lo beso en el cuello. Le digo en el oído: -Vamos abajo. Está atardeciendo, nos quedamos de pie. Él no me saca el vestido. Me pone la mano abajo y me aprieta. Me gusta la sensación de que el vestido se quede arriba mío y él igual, contra mí. Y el vestido, arriba de nosotros. Lo que no quiero es que me bese la boca. Porque no beso bien, y él me gusta. No quiero, me da terror, que me bese en la boca. Me pone nerviosa, no sé qué hacer de miedo. Él termina y yo apoyo la cara contra la pared para que él no me gire y me dé un beso. Bajamos a mi casa, porque él va a mostrarme sus pinturas en la computadora. Yo, por primera vez, veo
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algo insólito. Es muy talentoso, me sorprendo de haberlo conocido. -Vas a ser famoso. – le digo. Se queda contento, mirando su archivo de fotos. Yo ya no miro más, limpio una cosa en la cocina, busco otra. Voy para acariciarlo y hacemos el amor otra vez contra el monitor encendido. Yo siento la electricidad empujándome, y él empujándome contra el escritorio. Al ratito se va. Yo me enamoro más. A los pocos minutos le escribo: te amo y él no me contesta nada. Le escribo te amo otra vez y así, siete veces en total. Adriana contesta él yo no quiero lastimarte. Le escribo que quiero que nos veamos pronto. Después de esa vez, pienso muchísimo en él. No puedo gritar, mi mano me da asco. Al quinto día, pienso que no nos vamos a ver nunca más. Ey! Le escribo al otro pintor Cuándo podés pasar? Si querés, ahora. Venís? Voy sí, ahora. Yo espero ya contra la puerta cerrada. Estoy, otra vez, vibrando como una lámpara. Cuando él entra, yo me volví a poner la ropa, pero estoy sin corpiño ni bombacha. Parece que voy a gritar de la tela que me raspa. Él me pregunta: -¿Querés acá, en el recibidor? -No – le digo yo – está sucio. Vamos debajo de la mesa, en la sala. No le importa dónde. Pero… -Debajo de la mesa, de todas maneras, es chico. – dice. – Es una mesa bajita. Me desnuda allá. Yo me quedo debajo de la mesa y él apoya el codo en la garganta. -¿Así está bien? -No sé. Comenzamos. Me gusta no estar viéndole la cara. Después de un rato, me suelto. -¿Te pasa algo? – todavía me habla, con mi cabeza debajo de la mesa y su cabeza arriba. Lo veo hasta el mentón. -Me lastima un poco. Me visto, se viste y ya no hablamos, por un rato. -No te sintás incómodo. – le digo – Creo que no nos llevamos bien. -Es que estaba pensando en otra cosa. – él se da la vuelta y yo me pongo nerviosa. Parece que ya no va a volver a hablarme: -Disculpame, disculpame. – otra vez me desvisto. -¿A ver? Yo grito muchas veces, de miedo que me lastime.
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-¿Te gusta, eh? ¿a ver? -Me… - toso dos veces juntas. – Ahora ya está, listo. Él se queda a mi lado, yo le hinco una uña. -Tuviste un orgasmo. Me levanto: -Nada. Comemos algo juntos. Al rato, volvemos a intentarlo. Él está más nervioso. Me arrastra. Yo me estoy lastimando, pero siento algo. Por lo que siento, aguardo. De pronto, me besa los labios. No sé porqué, me da vergüenza y, al final, tengo un orgasmo de verdad. Toda la convulsión. Ahí, estoy a punto de moderle, pero me hago apenas pis. Él no se da cuenta. Me quedo acurrucada en el piso. Espero un minuto y me levanto. -¿Te vas ya a tu casa? -Sí. -Chau. -Chau. Te amo, ¿podemos vernos? le escribo por octava vez al otro pintor. No me contesta nada. Al otro día: Tengo dos entradas para ver Giselle, ¿querés que vayamos? Él aparece de pronto. Dice: Sí. Yo no digo nada. Después pienso, sí: pongo Gracias! Antes de salir, empiezo a escribir en mi cuaderno: Hola, soy Giselle. Salto sobre una pierna con el cerebro maltratado. Me alzo hasta la punta de mis nervios como si fueran las puntas de mis pies. Hago que mis ojos brillen cuando el director me avisa. Estoy en el centro, saltando, sacudiéndome. Salen espectros torcidos de mi pollera. Arrojo una mirada triste y sufro. Giselle, Giselle. En mi piel, en mi tul, me inclino, para saludar al público. Soy tan feliz que… sufro. Soy tan feliz que… me da hipo. Soy tan feliz que… me cortaría la cabeza. Voy a hundirme el metal blanco de esta espada hasta lo más hondo. Bailarán todos mis huesos. Bailará el rocío sobre mi cadáver. Y ya se me hace casi tarde, así que salgo para encontrarme con él. Apenas lo veo, enfrente del teatro, tengo miedo de confesarle, por nerviosa, todo lo que hice con el otro. Pienso en Giselle Voy a bailar, hasta que mi corazón se ahorque. Tengo un terrible ataque de tos nerviosa: Ya está. Se ahorcó. Ayer quería hacer el amor y llamé… Por suerte, la tos no me permite hablar de nada. Él sabe tratarme, me mira y me sonríe. -¿Estás resfriada? Me da unos caramelos que tiene en el bolsillo. No estoy resfriada, pero al final, de todas maneras, me sirve. Lo que me gusta de él es que sea amable. Yo tenía el cemento de la pared
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contra la cara y sin embargo, con él arriba, solo sentía el vestido y una de sus manos. Miramos la función y yo le digo en el oído, durante el segundo acto: -Esas son las Willies. Son como unos fantasmas de las chicas que se mueren antes de casarse. Él se incomoda y baja la mirada. Ahora mismo, quiero irme. Le restriego el pantalón. ¡Vamos! ¿por qué no? Esperamos hasta el final y recién entonces nos paramos. -Si podés, poneme la mano en el mismo lugar que la otra vez. Despacio. -Me gusta mucho estar con vos. Él: -Me gusta cómo me acariciás. Yo: -Nunca acaricié a otro. -¿Cómo? – se preocupa - ¿por qué? ¿a tu mamá? ¿a tu papá? -No sé. – le digo. Casi estoy gritando. – Si acaricio a alguien un rato, después me dan ganas de empezar a lamerlo. No me acuerdo bien qué más hablamos. Yo decía y me empezaba a olvidar. Parecía un perro, un gato, que hablaba solo para hacer un ruido. Todas las veces que él me apretaba, yo gritaba entera y me sacudía. Después me dormía un rato. Despertaba y me gustaba verlo al lado mío. Estar con él me gustaba. Le pedí que, mientras me apretaba, me ahorque. Él me dijo que esas cosas lo ponían incómodo. La última vez, me sacudí tanto que me hice pis y por un rato, no pude levantarme del suelo. A él, cuando me vio, le dio impresión. Le pedí perdón y le dije que nunca me había pasado. -Tuve la sensación, pero nunca me hice así. -¿Pero hiciste el amor? -Sí. Solo que diferente. Me quedé callada un rato y después dije: -Cuando los hombres no están enamorados, son un asco. Volví a decirle que él era distinto. Que él era mejor. -Yo no estoy enamorado, Adriana. Lo besé con miedo: -¿Cómo? ¿Nos vemos otra vez, pronto? ¿Mañana? -No, Adriana. No. -¿Pasado mañana? Te invito a comer algo. Lo dejo que se vaya y me tranquilizo un poco.
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Escribo en mi cuaderno: Soy Giselle, hola. Mi tutú está hecho de nervios. No soy más una mujer. Soy un fantasma, porque me morí. Porque quiero hacer el amor, extiendo mis sesos como brazos largos. La música me asesina. Yo, con mi vestido que cuelga de la estrella del cerebro, camino. Los brazos se me desbordan. Arriba, arriba de los zapatos y las cintas: ¡me quedo parada, floto sobre mis pies! Nos vemos otra vez? Voy para allá? Sí, ahora. Nos vemos otra vez. Mi amor, hola. No le digo nada y abro la puerta. -Me gusta ese vestido. -Sí, tengo tres. No me los suelo poner. ¿Vamos a comer afuera? -Adriana, no tengo plata. -Yo tengo. Salimos de la casa. No nos besamos. No rodamos por el piso. Me acuerdo de pronto que no me desenredé el cabello. Tengo solamente mi vestido y el día está gris. -¿Estoy muy despeinada? -No, para nada. Solo que parece que saliste en pijama. – nos reímos los dos juntos. Hablamos de muchísimas cosas sin importancia. Yo estoy incómoda. Incómoda y feliz. No puedo agarrarle la mano. Tampoco sabría cómo. Bajo la cabeza y pienso. Después de la comida, tengo que pagar la cuenta y se me va toda la plata. No importa, tengo más adentro. -Bueno. – dice él cuando llegamos a la puerta. -Entrá, por favor, entrá. -Bueno. – dice él, exactamente igual que antes. Cuando entramos sí, lo beso. No sé cómo. Con amor incómodo. -Disculpame. – le pido, y sigo subiendo la escalera hasta mi casa. – Me gustás mucho. No sé porqué, le agarro la mano. -Gracias por la comida. – me dice él, pensando. – Cuando tenga plata, te devuelvo todo. No sé porqué, otra vez, lo beso. Estoy media hora solo persiguiéndolo y besándolo. No sé qué quiero hacer. Le pido que me saque la ropa. -El vestido no, después. Dame un beso. – le pido. Me tiro al piso. -Vení. Poneme la mano alrededor de la garganta, ¿puedo pedirte? ¿Hacés como que vas a ahorcarme? Él se acuesta sobre mí, me pone la mano alrededor de la garganta. Me sube el vestido y no me dice nada. -¡Mierda! ¡mierda! – grito yo. -¿Qué? ¿qué pasa?
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-No, seguí. No, nada. ¡Ah! – Espero. – La mano adentro del vestido. – le pido. Él no entiende nada y me lo saca. No puedo más, y lo abrazo. – Ay. Ah. ¡Seguí! Algo hermoso y físico, como un ahogo. Una arcada y después, algo expandiéndose. -¿Ya? -Sí, ya. – me caigo para atrás, me tuerzo. Otra vez, voy a hacerme pis. Él se levanta rápido. -No te hagas problema, ahora limpio. – le digo. Él se levanta rápido y busca su ropa. No me pregunta qué pasa. -¿Qué pasa? – le pregunto yo, desde el suelo. Él responde, asustado y molesto: -Me da asco. Lo miro desde el piso y sigo acostada. -Por favor, no te vayas. Hicimos el amor. Pasa un minuto y le pregunto: -¿No me ponés la ropa? Me da vergüenza lo que estoy pidiendo. Él busca el vestido en el suelo y me lo pasa. Cuando está pasándomelo, le doy lástima y se agacha. Yo siento la vergüenza de su mano que me roza estrictamente sin acariciarme. -Disculpame, es la primera vez que me pasó. Él me ayuda a levantarme, pero casi no me toca. -¿Es porque te gusta? -Sí, muchísimo. Nos quedamos los dos mudos, mirando un poco a cualquier lugar, casi todo el tiempo al suelo. -Bueno, me voy. -Llamá un taxi. -Un taxi. – se queda parado. De pronto, se decide y llama. -Esperá. – le digo antes de que baje la escalera - ¿tenés plata? -No. Busco en el cajoncito y le doy doscientos pesos. Cuando él se va, yo me pongo a escribir: Tenemos el pelo enredado y los tutús se nos sonrojan. Tenemos el rostro sereno y viejo, de muchachas a punto de ir a acostarse. Vagamos por la noche entre los troncos, buscando hombres a los que distraer. Somos Willies, muchachas con ojos blanquísimos, que esperan detrás de las tumbas para vengarse de los hombres. Las Willies, asesinas de brazos largos, blancos pies atados con cintas… Nadie escapa de nuestro abrazo. Nos ponemos helada la sangre, como un vestido extraño, que se abotona solamente en el cuello.
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Después de escribir, me duermo. No pienso casi en nada. Solo en cuanto me gustaría estar con él. En cuanto tiempo me quedaría tirada al lado suyo. Vuelvo a pensar en él y me masturbo. A pesar de que me da vergüenza, antes de dormirme, le escribo un mensaje. Te amo, te amo. Me levanto al otro día y tengo en el celular: Adriana, no me sigas escribiendo. Disculpame. No te quiero lastimar. Me cepillo el cabello con furia. ¿Qué es lo que no te gusta? Le escribo. Él no me responde nada. En un segundo mensaje: ¿No me contestás? Disculpame, le pongo entre dos clases. Tampoco me contesta nada. A la noche, me dan otra vez ganas de ahorcarme. ¿Para qué voy a escribir? Me digo. ¿Por qué no salto ya de una vez y me ahorco? No sé cómo explicar. Me siento a pensar y no puedo. Lo que me gusta de él es que sea amable. Creo que va a ser famoso. Quiero escribirle otra vez. Quiero acariciarle las manos. Pienso en que él está sentado en una silla y yo me inclino. Él me mira, distante, indiferente. Yo le pongo la nariz contra la rodilla y le pido perdón. “No sé porqué me pasa eso” le digo. Y después me incomodo: “Es por amor”. Si me hago pis, es porque me gustás mucho, le pongo. Él no me contesta nada. Me llama por teléfono al rato y me responde: -No es porque te hayas hecho pis. – y me dice – Es porque ahora no quiero estar con nadie. Corto, casi estoy arañándome. ¿No me ponés otra vez la ropa? Me imagino que le estoy diciendo. ¿No me sacás primero la ropa, la besás y me la volvés a poner? ¿No, eh? ¿Por qué? ¿No venís todos los días, hasta pasado mañana, y me visitás, y me hacés el amor muchas veces seguidas, y me tapás la boca para que no grite? Sufro tos nerviosa. No me dejes respirar. Ahorcame, cuando ves que estoy torcida. Si no, toso, ¿eh? Se arruina. Si me ahorcás, me calmo, puedo esperarte un rato, quiero gritar cuando vos grites. Si querés acostarte conmigo, tenés que desabotonarme la ropa, después besármela y después volver a ponérmela. Giselle se muere virgen, y se hace más salvaje. ¿Quién es para vos más salvaje? ¿el cuerpo o el espíritu? Para mí, el espíritu. Para mí, Giselle. Voy a mi cuaderno y anoto: Las willies, todas juntas, como si los pies quemasen. Como si los nervios ardiesen. Corren en enjambres, siete veces. Las muy jóvenes muertas merodeadoras. Las tímidas muchachas con sus camisones de viento. Todo lo que viene con ellas, avanza sobre las puntas de sus pies. No sé qué traen, caminan todas increíblemente juntas.
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Juega una cosa olvidada contra la boca. Un beso, y permanecen juntas. Otro, y se ponen de pie. Giselle camina hacia ellas: vestida, bordada, huesuda de sus ropas. -¿Qué es ese cuaderno, Adriana? – Mi mamá, la única vez en el año que viene de visita. -Anoto mis cosas -¿Una agenda? -Sí. Me pasás la tijera. El hilo se me quedó enredado. Mi amor Le escribo en un mensaje. Me acuerdo de él en mi casa y estoy siempre a punto de matarme. ¿No querés que nos metamos debajo de la mesa? Me gusta estar como encerrada. Parece una tumba, quiero estar con vos. Borro todo. Dejo solamente Mi amor. Él no me contesta. -Mamá, vos cuándo te casaste con papá, ¿se amaban? -Sí. -¿Desde la primera vez? -Sí. -¿Cómo? -¿Y vos? Dejo de bordar. Tengo el doble de trabajo. Me pagan una plata que nunca se me termina. Ando en taxi. No me gusta gastar en pavadas. Ando en taxi, y miro a la gente apretada en los colectivos. -Mamá, perdón, ¿qué? -Vos ¿conociste a alguien? Me habías contado que había un chico… -Él no me quiere, mamá. Toso con la tos nerviosa. Me arde la garganta. Parece que voy a escupir un pedazo seco de papel escrito. -Pero sos jovencita. Tenés tiempo para volver a probar... -Probar es raro, porque también a vos te están probando. – le respondo. -Quedate tranquila. Yo sé que vas a encontrar a alguien. Miro una perlita chiquitita y facetada. Tiene mucho brillo. Toso varias veces y escupo. Me imagino que es la piedrita esa lo que tengo que hacer pasar por mi garganta. En el cuaderno, escribo: Vamos a quedar paralizadas. ¡Nieva, en la punta de nuestros pies! -Mamá, ¿vos amás a papá hasta hoy? -Sí. -¿Y lo amabas? -Sí.
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-¿Y él? -¿Él qué? -¿Te amaba? -También. Me quedo mirándola, como si estuviera loca. -Sí. El amor es, ¿cómo puedo explicarte?... una coincidencia entre dos personas. -No creo. A veces, solamente es algo de una. -Puede ser… - mira para otro lado. Me imagino que le estoy contando todo, pero me callo. Digo, en cambio: -¿Puede pasarle a una sola de las personas sentir un gran amor por la otra? Ella se concentra en lo que va a decirme. Finalmente, lo admite: -Sí. Yo estoy a punto de toser y se me pasa. La respiración me arde y se me acorta. -¿Te pasa algo? La miro a la cara, junto fuerzas y trago. Escribo en el cuaderno: El verdadero amor no es una persona, sino un gesto en el cuerpo. Cuando Giselle estira los brazos, cuando yo trato de tragarme algo, siento verdadero amor. Mi mamá, a la tarde: -Adri, es hermoso lo que estás escribiendo. Hoy abrí tu agenda y lo leí. No sabía que escribías, me hubiera gustado que me digas. No digo nada. Guardo bien la agenda. Después, me arrepiento. Vuelvo a sacarla y escribo en el último renglón de todo: La única vez que hice el amor, me hice pis. Así, y mi mamá se va a los dos días, sin decirme nada de eso que había escrito para ella. Ya no tengo ganas de nada. Solo me despierto, bordo un rato. Pero cuando estoy sola, parece que estoy vibrando. Llamo al peor pintor. -¿Venís a mi casa? Quiero preguntarte una cosa. Tocá el timbre cuando llegás. Vuelvo a llamarlo, cuando toca el timbre. -¿Estás en la puerta? – pregunto. -Sí, bajá a abrirme. -Cuando entres, sé delicado. -¿Qué? – me dice. -Por favor, tocame despacio. No me saques el vestido. Solo la ropa de abajo. Y si querés sacarme, después volvé a ponerme.
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Entra, me toca todo por abajo. Me obedece. -¿Qué querés que haga ahora? -Ahorcame. Así, él me pone las manos en el cuello, yo respiro ancho, siento que no tosí nunca, me nublo. Pienso que hago el amor con el otro pintor y grito como por diez minutos. Grito y me retuerzo y me nublo. -Ahí está. Tuviste al fin un orgasmo. Me quedo acostada, perdida, olvidándome de todo. Nos quedamos un rato los dos separados. Después yo me levanto y lo beso: -Ya está. Ahora haceme el amor como a vos te guste. Te odio y me das asco le escribo por celular al otro pintor. No me dice nada. Al que todavía está en mi casa le pregunto: -¿Hasta qué hora te quedás? -Lo que vos quieras. Puedo irme ahora. No le digo nada. Él tampoco entiende nada. -Escuchame. – le digo de pronto. Y comienzo a leerle el cuaderno de las bailarinas: El cielo se llena de humo. Giselle se va, y las willies se despiertan. Colgadas de los relámpagos, todas vuelven, danzan su debilidad. La música ¡un compás humeante y una mordedura! Las muertas dan un alarido. El dolor se despierta en el cuerpo de todas, pero arde y gime en la cabeza de Giselle. -¿Qué es eso? -Algo que estoy escribiendo. Él se queda sorprendido: -¡Escribís bien! Yo me pongo nerviosa y cierro la agenda. Si toso, toso ya sin odio. Por teléfono: -Mamá, ¿Viste lo que te conté el otro día? -¿Qué? -Lo de que alguien me gusta. -Me acuerdo. -Yo no le gusto. -Me habías dicho. Esperá. Ya va a pasarte con otro. -No sé. No corto el teléfono, pero me quedo callada un buen rato. -Chau. – digo de pronto. -Chau.
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Escribí en el cuaderno: Las Willies subimos sobre las puntas y estiramos los brazos. Antes de retirarnos, arañamos el piso con los dedos, bailamos sobre las uñas de los pies. La música ha venido de los dedos de la música, no de ninguna voz. Ha venido de los dedos de una mano en llamas. Nosotras estamos en sombra, a un costado del salón. Miramos el piso y vemos a dos hombres ovillados y metidos entre nuestras piernas. Un efecto, es ya de día, el sol sale: aparecen en la oscuridad del fondo unos focos. La sangre sale casi blanca, por un lado de la cabeza de Giselle. Giselle baila, sin música. Por un costado, vamos las Willies. De pronto, estiramos todas juntas los brazos y luego desaparecemos en una luz grisácea. Giselle alza los brazos hacia el novio y se desangra. Todas nos retiramos. Cierro el cuaderno y me quedo pensando: ¿Para qué escribo todo esto? Me rasco con las uñas los bordes de la boca. Para sentir cómo trago, me aprieto la mano contra la garganta. Siento que voy a tener que esforzarme mucho. Me rasco. Toso un poco. Tragué. El pintor viene a tocarme a la noche la puerta, y me grita desde abajo: -Adriana. Vamos a hacer el amor como a vos te gusta. Tiemblo, arriba de mi cama. Ahora él sabe cómo. -Dale. – me asomo para avisarle. Le abro la puerta y cierro los ojos como si me apuñalaran. -Te amo. – le digo en la boca, cuando lo beso. Parece que no, pero en vez de toser, trago. -Estoy loco. – me dice en la boca. – Estuve todo el día loco por venir otra vez. -Yo estoy más loca, porque creo en algo mucho menos posible. Cuando digo eso, no sé porqué, en la oscuridad, me parece ver a la virgen. Y no me acuerdo más nada. Esa noche, grito todo junto, como las que gritan de amor en los entierros.
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2° Premio Fernando Javier Rouaux La distancia Seudónimo: Ramiro González Fernando Rouaux (Morón, Buenos Aires, 1970). Licenciado en Biología por la Universidad de Buenos Aires. Publicó la novela Los omitidos (2006). Participó en Zona de cuentos (Interzona), antología que surgió a partir del Concurso de Narrativa Eugenio Cambaceres 2014 organizado por la Biblioteca Nacional.
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Norte 1 Sentada al lado de Ana María, Elba absorbía el paisaje con la misma intensidad que su mamá. Para ella, una vez que atravesaban ese lugar mágico, ya faltaba poco. Más que contemplar, absorbía; incorporaba todo volviéndolo parte de ella. Vio puestos de venta abarrotados de postales religiosas, micros y autos al costado de la ruta y caballos atados a palos o a troncos de árboles, perros sueltos de todos los colores; vio gente vestida de domingo y otra harapienta, con niños descalzos y sombreros gastados; vio campesinos bajando de carretas grises y turistas coloridos que parecían desentonar con el paisaje inhóspito, bajo la furia del sol, envueltos en nubes de polvo que les bailaban alrededor. En realidad, sabía, cada gota de su sangre llevaba un poco de todo aquello. Elba pensó en su hermano. En el abrazo que le daría a mamá Antonia. Ya faltaba casi nada. Pasar por Mercedes y sentirse ya tan cerca de Efraín le provocaba un hormigueo en los dedos de los pies. Entonces se descalzó y se propuso no volver a ponerse sus zapatillas hasta emprender la vuelta. Ana María manejaba con una lentitud exagerada por ese tramo de la ruta. La gente se cruzaba casi sin mirar: familias con chiquitos de la mano, perros sueltos, caballos y hasta algún borracho. Aunque el Gauchito no fuera santo de su devoción, aprovechaba para observar todo con la misma curiosidad y fascinación de siempre. Ahí nomás estaba el algarrobo del que lo habían colgado patas para arriba como a una gallina al hombre. “Qué se iba a imaginar un peón cualquiera —pensó—, el despelote que iba a armar por decir una frase que resultaría cierta; el quilombo alrededor de su tumba un siglo y medio más tarde. ¿Por qué decirle algo así al tipo que lo iba a matar? A este ignorante, habrá pensado el atorrante, rápido de lengua, con la cabeza llenándosele de sangre, a este bruto le digo que mi muerte está atada a la de su hijo enfermo y, con suerte, me salvo. Le tenían miedo a su mirada. Lo colgaron cabeza abajo porque se creía que sus ojos tenían poderes. El Gauchito habría visto ese miedo en los ojos del otro. Sin duda él sabría el poder que tenían sus ojos, sus palabras, sobre los demás. Un poder de encantamiento. Convencía a la gauchada, lo seguían. Pero le fallaron esa vez. Hasta cierto punto. Porque por lo que dijo creó este mito que lleva más de ciento cincuenta años. Y con el mito este quilombo”. Pasar por ahí era cruzar el arco de bienvenida a otro lugar, a otro país. Todo lo que les quedaba adelante ahora era el norte y, a Ana María, desde que Elba se había convertido en una adolescente, el norte la incomodaba. En el norte, pensaba, una era menos dueña de su destino. La voluntad no se movía cómoda en ese mar viscoso donde todo, o casi todo, parecía obedecer al azar. Elba apagó el aire acondicionado. Bajó la ventanilla para poder empezar a respirar aquel aire espeso. Al entrar así, de golpe, como un baldazo de sopa caliente, el aire tropical les cortó la respiración, les acható el pelo, empujó sus labios contra los dientes y aplastó la ropa, de
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repente más pesada, contra el cuerpo. Se miraron. Elba sonrió, no sin cierta excitación que Ana María temía un poco; vio que, con algo de nerviosismo, su mamá torcía apenas los labios también. Tres horas después estaban llegando al rancho de Antonia; quedaba a unos cuarenta kilómetros de Corrientes capital, sobre la ruta 12. Ahora Elba miraba atenta por la ventanilla. Jugaban a ver quién encontraba primera la entrada. La tranquera quedaba escondida, insinuada apenas en el verde que la abrazaba. Las copas de los árboles recortaban el horizonte en todas direcciones. A Elba, para matar el aburrimiento, le gustaba imaginarse cuerpos entrelazados, mezcla de ramas y nubes, animales inventados que se comían unos a otros o copulaban en posiciones inverosímiles. La tranquera era la amarilla. —Ahí está. Perdiste —dijo Elba. Entrando, una huella reseca y polvorienta, paralela a la ruta, bordeaba el monte hasta llegar a un pequeño rancho de madera y techo bajo de chapas desparejas, sostenidas con piedras y ladrillos. Por puerta de entrada tenía una tela ennegrecida. Había una sola ventana que daba a lo que era la cocina, comedor y habitación. Adentro, todo era muy oscuro, cubierto apenas por una fina capa de hollín que iba dejando el brasero cada invierno. El cuarto restante era para dormir o para estar si afuera hacía demasiado frío. Pero en días como hoy era afuera, abajo de una sombra densa, el único sitio donde se podía estar. Ahí los encontrarían esperándolas, porque siempre, indefectiblemente, las habían visto pasar. 2 En cuanto atravesaron la tranquera los vieron, parados al lado de un banco abajo del timbó. Efraín y Antonia las recibían inmóviles, ella con una panera en la mano; él, firme, con el pelo mal achatado. El auto iba seguido por los perros, que llegaron no bien pararon frente a la tranquera y no dejaron de ladrar. Pasó por detrás de los árboles y se detuvo frente a ellos. Recién ahí los perros se callaron, olieron las cubiertas, mearon las ruedas y se echaron aburridos a una sombra. Acostumbradas, Elba y Ana María esperaron unos segundos hasta que pasara la ola de polvo que les pegó en la cara a Antonia y Efraín, los dos con los ojos entrecerrados. —Les hice unos chipacitos —. Antonia aún sostenía con dos manos la panera plástica, cubierta con un repasador viejo. Efraín no parecía saber muy bien dónde poner las suyas. —¡Mmmh! —dijo Elba caminando ya hacia ella. —Sin mucho queso, porque no había, casi —se apuró en aclarar. Elba la abrazó y, como siempre, ese abrazo ponía todo en su lugar. Los nervios se desvanecían; la ansiedad, de golpe, se terminaba. La panera voló a las manos del Efra y las de Antonia envolvieron con fuerza a Elba. —Hijita —llegó a decir, antes de aflojar y lagrimear apenas. Un rato más tarde las dos madres de Elba mateaban a la sombra. Era una mateada cordial pero más bien de protocolo. Ana María estaba con ansias de volver al aire acondicionado y Antonia quería apoyar sus ojos otra vez en Elba, antes de que se fuera a salvajear por ahí con el Efra. Ana María hacía un esfuerzo por tragar los chipás, que por falta de queso le duraban demasiado en la boca y trataba de ablandar con el mate que le cebaba Antonia.
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Así pasó un rato, hasta que Ana María se levantó y fue al auto a bajar lo que traía: una caja de comida y una de ropa, como siempre; saludó con un beso y se paró junto al coche, indecisa, sonriendo sin ganas. Hasta ahí se le hacía todo fácil. Elba se acercó hasta Ana María, la abrazó. —Quiero hacerlo, ma. No hay, sabés... —le dijo. Tantas eran sus ganas de quedarse y su seguridad de que iba a hacerlo, como la certeza de que estaba abandonando a su mamá. La estaba dejando a la deriva. En voz baja, Elba prometió cuidarse. Prometió usar botas de goma, por las víboras. Prometió no meterse en las lagunas, por los yacarés y las palometas y prometió usar el mosquitero para dormir, por las vinchucas y los mosquitos. Ana María logró sonreír con bastante naturalidad. La abrazó fuerte, se encerró en el aire acondicionado del coche y se fue levantando polvareda hacia la tranquera, seguida otra vez por los perros. Desapareció unos segundos y volvió a aparecer cruzando rápido el breve tramo de ruta visible desde el rancho, tocando dos bocinitas cortas al andar. Era la primera vez que dejaba a Elba quedarse a dormir en lo de Antonia y tenía miedo. Siempre tenía miedo de lo que pudiera sucederle. Elba entendía. Quién podría no entenderla después de que la llamaran de madrugada para decirle que Federico se había accidentado. 3 No le dio mucho tiempo a Antonia. En seguida se metieron en el monte, Efraín adelante y Elba atrás. Él con el sombrero de paja que usaba para cortar el pasto de las casaquintas, su camisa gastadísima de todos los días y su falso short Adidas, sin nada en los pies. Ella estaba casi como había salido de su casa en Olivos. Gorra de béisbol, remera sin mangas, shorts de jean y las zapatillas que por insistencia de mamá Antonia se había vuelto a poner, toda de negro. El monte por momentos era bastante denso, selvático. —¿Adónde me llevás? —Un lugar que no conocés todavía. Anduvieron charlando, por un camino algo barroso, oscuro, zigzagueante, donde sólo se escuchaban, de vez en cuando, algunos ruidos que delataban movimientos de lagartijas escapando entre las hojas secas y algún solitario canto de pájaro. En un momento Efraín se desvió del sendero. Se internó en el monte sigilosamente, enredado en la vegetación. Le hizo señas para que lo siguiera. Hicieron unos metros avanzando con dificultad en esa densidad vegetal. Efraín agarró un palo grueso. No llegó a ver muy bien, pero delante de él se movía un lagarto; de la boca le salía un hilo que venía de un fierro clavado al suelo. Lo había pescado con un anzuelo y una carnada igual que a cualquier pez. Parecía tener casi un metro de largo. Un poco más allá había otro. Se acercó al primero. El bicho tironeó marcha atrás al verlo acercarse. Efraín le dio un palazo seco, preciso, en la cabeza, y otro, y otro. Con el tercero no se movió más. En total juntó tres. Les cortó los hilos, los ató juntos. Trepó a un árbol y los colgó de una rama alta. Lo miró bajar con una facilidad que le sorprendió. Pasó por delante de ella y sonrió feliz. —Ahora sí, vamos —le dijo. —¿Y esos cómo los hacen?
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—Estofado. Te va a encantar, sí. Salieron de la parte más densa de vegetación y caminaron un rato más. Finalmente se abrió un claro, donde apareció una laguna oscura bordeada de totoras. —¿Es tuyo? —Elba señalaba un bote de madera recostado sobre el barro blando de la orilla. —No. Está abandonado acá, nomás. Lo arreglo y me lo quedo, sí. Mirá, una carpincha con críos allá —dijo él. Se había sacado la camisa y, haciéndola un bollo, la arrojaba al bote. —Mmm... esos sí, me acuerdo lo rico que le salen a mamá Antonia... Entre los juncos notaron algunos yacarés que al escucharlos acercarse se zambulleron en el agua tranquila. Se alejaron nadando silenciosos, ojos y narinas sobre la superficie, dejando una estela en forma de ve, observándolos con recelo. Otros se quedaron escondidos, inmóviles,esperando la presa, aprovechando el calor del sol. Efraín se metió caminando al agua en sus eslips gastados. Ella lo miró y tuvo que sonreír, mientras se sacaba también los shorts y la remera. Cuando el agua le llegó hasta el cuello él se dio vuelta paraesperarla. Elba caminó por el lodo, entró en el agua hasta que sus rodillas quedaron sumergidas y empezaban a mojársele los muslos. Notó la mirada de Efraín recorriéndole todo el cuerpo, sin disimulo. Se apuró un poco. —Qué yacarés ni palometas. Lo terrorífico es el barrito inmundo que se te mete entre los dedos de los pies —dijo tentada y, al fin, se tiró con las manos hacia adelante. Nadaron hasta el centro de la laguna donde el agua era bien fresca y miraron el paisaje desde ese lugar único. El horizonte inmediato era de juncos que se reflejaban invertidos en el agua negra. El cielo, un gigantesco domo de vidrio azul sobre sus cabezas. El sol caía implacable todavía, con reflejos movedizos, enceguecedores, sobre el agua. Más allá de la línea de postes de la luz, torcidos por las tormentas, apenas se vislumbraba el techo del monte. Los cables parecían plumados. Eran los claveles del aire que crecían en cada superficie que encontraban. Un Martín Pescador se zambulló en picada desde lo alto, casi sin hacer ruido, saliendo de inmediato con un pececito que brillaba movedizo y se alejó volando hasta el cable de la luz. Se escuchaban ladridos y gallos distantes, algún que otro tero, las voces de ellos dos demasiado fuerte y sonidos suaves mezclados con el viento. En medio de esa tranquilidad un violento sacudón de agua se oyó en el juncal. Varias aves salieron volando, asustadas. —¿Eso? —Alguno pasó a ser comida —dijo Efraín con la respiración agitada por el nado. —Así nomás... en un segundo. —Y, como sapos cazan. Quietitos están. Un movimiento y adiós, chamigo. Alguna garza, un carau, andá a saber. —No terminó de decir la frase que ya estaba tomando aire para sumergirse otra vez y atraparle una pierna por debajo del agua. Nadaron y jugaron sin quedarse quietos nunca para que no los mordieran las palometas. Se escupieron agua en la cara, se hundieron mutuamente las cabezas agarrándose del pelo, se hicieron cosquillas. Al rato, agitados pero frescos, salieron de la laguna y llegaron hasta el bote con los pies embarrados. Se sentaron dentro, enfrentados, para secarse. Ella cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, puso la cara al sol. Efra, con sus dieciséis años, no podía dejar de aprovechar para mirarla. El cuerpo moreno y generoso estaba todo a la vista a través de la ropa interior empapada. —Estás en bolas —le dijo sonriendo.
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Ella se miró. Vio que, mojado, su corpiño dejaba ver completamente sus pezones oscuros y que lo mismo ocurría con su entrepierna. —¿Y vos? Se te ve toda la pija con ese eslip. Mientras decía esto Elba le puso el pie sucio de barro en la entrepierna y lo sacudió como si fuera el cachete de un chico. Se rieron y luego ella volvió a cerrar los ojos y poner la cara al sol, sonriendo al notar cómo él se endurecía debajo de la planta de su pie. Se recostaron cada uno hacia atrás y se quedaron en esa posición extrañamente reconfortante para los dos hasta que se quedaron dormidos. Así estaban cuando aparecieron los perros. 4 Ana María tuvo un mal presentimiento. No se sorprendió: era el norte. El norte siempre le llenaba la cabeza de malos presentimientos. En todo momento parecía que algo estaba por salir muy mal. Volvió por la ruta hasta Corrientes y tomó Centenario. Iba al nuevo y único shopping, que se había inaugurado durante el año: un oasis de aire acondicionado, cafés y baños limpios que le harían las horas mucho más fáciles que en las anteriores visitas. Hasta ahora, mientras Elba pasaba tiempo con su mamá Antonia, Ana María vagaba por la ciudad o se quedaba encerrada en el hotel mirando televisión por no poder soportar el calor. Miró a su alrededor y sacudió la cabeza con una mezcla de indignación y sorpresa. “¿Qué es esto, China, que hay tantas motitos por todos lados?”. No debía dejarse llevar por sus malos pensamientos. No tenían sustento. Ya se lo había demostrado su analista: con lo de Fede no hubo preavisos. Esto, esto era una consecuencia del veneno que le inoculó aquello, nada más. Eso. Tenía que pensar en positivo. Pensar en positivo. Qué bien la debe estar pasando Elbi, se dijo. Sí. La iba a pasar genial y al día siguiente ella la iba a buscar y la iba a encontrar feliz. Se iban a ir juntas e iban a volver felices a Buenos Aires como otras veces. Punto. Iba por Centenario, molesta por los semáforos además de las motitos, pero ahora al zumbido de las motos se le agregaba el cloc cloc de las herraduras de un caballo. Buscó en el espejo retrovisor. Siempre está lleno de carros por acá. El carro que lleva garrafas, el carro que lleva mimbres, el carro que vende baldes de plástico, el carro que vende leña, el del botellero... No vio ninguno en el retrovisor. Qué raro, pensó. Aceleró para agarrar una luz verde. La pasó sin problemas. Creyó que esa acelerada dejaría atrás al carro fantasma pero estaba equivocada. Seguía escuchando el sonido de las herraduras, así que ahora miró sobre su hombro y pudo ver que no era un carro sino un caballo lo que iba galopando a su derecha, en un espacio mínimo entre su auto y el cordón de la vereda. En el lugar que permanentemente usabanen infracción las motos y las bicicletas para adelantarse, ahora, venía ¡un caballo! Esto ya no le pareció irritante sino pintoresco, algo para contar a las amigas. Qué hacía alguien cabalgando de esa manera en aquella avenida principal en medio de la ciudad, no se lo podía explicar. Era insólito. Y muy incómodo para manejar, así, entre los coches del carril izquierdo y este caballo a su derecha que temía encerrar contra el cordón y desparramar en la vereda. Miró por el espejo de su derecha. Solo se veía un pecho marrónmoviéndose rítmicamente. En la ventanilla de atrás las patas se movían al ritmo del galope. Tenía un pelaje suave, transpirado, que se tensaba y relajaba brillando como agua. Le llamó la atención la altura del caballo. La parte baja de su abdomen no empezaba sino casi hasta el techo del auto. En esto pensaba cuando vio
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el semáforo en rojo y frenó. Fue un segundo. Vio la cola trenzada y las nalgas, musculosas, las patas sacudiéndose en la carrera, mostrando las herraduras; vio moverse todo armoniosamente hacia adelante, al galope, con gracia, en fuga veloz, imparable. No tenía jinete. Se lo quedó mirando. Un hombre se interpuso en su camino tratando de detenerlo abriendo los brazos, sacudiendosu gorra frente al animal.El caballo lo eludió con elegancia, con un movimiento imperceptible de esas patas que eran las más largas que ella hubiera visto, y siguió su carrera hermosa, hipnotizando a todos alrededor. En los autos frente al semáforo, en la vereda, en las motos, todos lo vieron correr como si fuera un ángel que pasaba flotando entre ellos, una aparición. No se podía hacer otra cosa: sólo cabía admirarlo. Hasta que un coche viejo que entró por la derecha le dio de lleno en las patas de atrás, quebrándole un hueso y el animal cayó sobre el parabrisas, aplastando también el capot. Los vidrios estallaron, al mismo tiempo, contra los cuartos traseros del animal y contra las dos cabezas (inclinadas hacia adelante por el golpe) de los ancianos que viajaban en ese Renault 12 destartalado. Ana María vio cómo músculos y cabezas sangraron juntas, separados por vidrios rotos, sacudidos por el impacto. El auto se frenó en el choque, pero el caballo se levantó en una voltereta extraña, revoleando el cuello y con una pata que pendulaba en el aire. En ese tráfico y en esecruce, el resto era casi inevitable: dio apenas un paso torpe para escapar de ahí, de los autos o del dolor, cuando un colectivo lo golpeó desde la izquierda en la cabeza y quedó tirado en el asfalto. Hubo un relincho desgarrador que congeló ese aire ardiente por un segundo, enmudeciendo a todos. Ana María temblaba. La imagen del caballo atropellado evocaba en su imaginación la de Federico, muriendo estúpidamente. Estaba tan borracho que nunca se enteró de lo que había hecho. Arruinó tres familias. En ese instante llegó una moto vieja, apurada, con un ruido como de mosquitoy un hombre pequeño vestido de jockey. La moto frenó, el hombrecito bajó y se llevó las manos a la cabeza. La gente ya se empezaba a agolpar alrededor del caballo, pero Ana María pudo ver que el animal todavía intentaba levantar el cuello. Decidió dar la vuelta. No podía soportar más. Giró bruscamente, insultando a un automovilista que no le facilitó la maniobra por no querer dejar de mirar la tragedia. Cuando ya lo había logrado vio a dos hombres que llegaban, apurados, también en una moto. El de atrás traía una escopeta. Frenó. No pudo evitar seguirlos con la mirada. El tráfico estaba parado y no podía alejarse de ahí. Uno abrazó al jockey, le tomó la cabeza hasta apoyarla en su hombro. El otro siguió hasta el caballo. Después oyó el disparo. 5 Escucharon ladridos primero y aparecieron, por el sendero, tres perros. Dos adultos y un cachorro, de ninguna raza. El cachorro tenía el aspecto de un adulto, pero la actitud juguetona, la forma de mordisquear las orejas de los otros al pasar cerca y cierta desfachatez amigable con ellos, que los otros dos no tuvieron, delataba su juventud. —¡Vestite, rápido! —la despertó en susurros Efraín subiéndose los shorts. —¿Qué pasa? —preguntó ella poniéndose apurada, semidormida, la remera. —Vestite, vestite rápido, nos vamos, estos... —dijo Efraín recogiendo su camisa apurado.
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No hubo más tiempo. Elba apenas llegó a subirse el cierre. Tras los perros aparecieron tres hombres. Llevaban escopetas yunos palos de los que colgaban animales muertos. Elba creyó distinguir lagartos, pieles y colas ensangrentadas de yacarés. Una nube de moscas los merodeaban. Los hombres se les acercaron, gritándoles, a una velocidad inaudita, cosas que ella no entendía, mezcla de guaraní con palabras sueltas de español. Efraín les contestaba, gritando también en guaraní, superponiéndose los cuatro en una discusión que parecía de otro mundo, al borde de explotar en algo peor. Los perros olisqueaban alrededor, siempre buscando. Caminaban con dificultad en el lodoblando de la orilla, dejando sus huellas por todas partes. Uno se había puesto a ladrarle insistentemente a algo y en seguida los otros dos, menos convencidos, lo empezaron a imitar. Le ladraba a los juncos. El cazador más viejo se dio vuelta para mirar a su perro por un segundo y volvió a la discusión. Había uno de los tres, el más joven, que discutía gritando más fuerte. Enardecido, se le hinchaba una vena en el cuello y otra en la frente. Tenía su escopeta en la mano. Elba tuvo miedo. En ese momento el joven dio dos pasos, levantó del suelo una de las zapatillas de Elba, se la mostró, poniéndosela contra la cara, a Efraín. Le gritó algo, se dio vuelta y le pegó, en la frente, a Elba, con toda su fuerza. Elba se dobló del dolor con las manos en la cara. Efraín se quedó mudo, sin reacción. Todos callaron. Lo único que siguió constante fue el perro, que ladraba cada vez más furioso. —Oi petei mba’e, chamigo —dijo el más viejo levantando la mano, mirando al animal—. El Cucho encontró algo. El perro seguía ladrando a los juncos, los otros dos seguían atentos, olisqueando y ladrando también, pero con menos convicción y tenacidad. El más alto tenía las patas completamente sumergidas. Nadie veía qué los enfurecía. Todo ocurrió en menos de un segundo. Se vio un brillo en el agua y se escuchó el ruido típico del tarascón y la sacudida. En un instante el cachorro había desaparecido. Apenas les quedó registrada una imagen: el agua saltando entre los juncos, la boca, ya cerrándose y las patas traseras delperro que nada podíanhacer. Los otros dos animales dieron unos pasos para atrás, asustados por el ataque inesperado y se quedaron desorientados, buscando, oliendo los juncos con los hocicos levantados. Pero el yacaré se había sumergido, para desaparecer de la vista de todos. Los tres hombres corrieron hacia la orilla con las escopetas apuntando a los juncos, gritando, ¡Morito, no! Hijueputa, ¡largá hijunagranputa!, y empezaron a disparar al agua una y otra vez. Los escopetazos se sumergían a ciegas, haciendo chispear el agua apenas. Las aves del juncal salieron en vuelo rasante. Cruzaban la laguna buscando tranquilidad en la costa de enfrente, pero como los tiros no paraban, seguían camino, desorientadas. Los teros gritaron. Las bandadas de cotorras pasaron de un árbol a otro sin ton ni son. Los tiros fueron muchos. Elba se tapaba los oídos. Los tres se quedaron en silencio, mirando la laguna, esperando algo que no ocurrió. Efraín y Elba estuvieron absorbidos por todo eso, pero se miraron con ganas de escaparse corriendo. Él le hizo una seña para que se quedara quieta. En ese momento se escuchó un perro
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no muy lejano, y en seguida un tiro. Los hombres se miraron. Los tres agarraron rápidamente las pieles y los animales muertos y se fueron corriendo. Los dos perros que les quedaban los siguieron. Y las moscas también. 6 Después del accidente del caballo decidió olvidarse del shopping y fue al hotel. Durmió una siesta larga, de las que dejan atontadas y ahora tenía un montón de horas por delante sin nada que hacer. Salió a caminar por San Juan, pasó por el Teatro Vera y le llamó la atención la gran cantidad de gente. Había una cola larguísima de personas esperando para sacar entradas. La gente le tapaba los afiches pero pudo alcanzar a ver que se anunciaba a un violinista desconocido para ella, del Teatro Colón, tocando un concierto de Liszt para piano y violín con una pianista igual de desconocida. Se maravilló del interés que despertaban. Siguió caminando hasta la peatonal. Se arrepintió de no haber ido al shopping. El calor era imposible. Se sentó en un banco en la vereda de una heladería de la peatonal. No había terminado el helado todavia cuando un hombre se le acomodó al lado y se puso a darle conversación. No estaba mal, pensó, aunque la ponía nerviosa hablar con un desconocido cuyas intenciones eran bastante claras. Pero de alguna manera era reconfortante no estar sola en esa horrible heladería en medio del calor de Corrientes. No sabía dónde había leído que una abrumadora mayoría de las parejas no superan la muerte de un hijo. Ella y Esteban, su marido, o su todavía-marido más bien, iban directo a sumarse a ese numerito del horror. Unos meses después de la muerte de Federico, Ana María había encontrado una única salida: acababa de nacer y la mamá le había puesto Elba. Tenía que ser nena. Un varón le despertaría demasiados recuerdos, comparaciones constantes. Para Esteban, sin embargo, una hija, adoptada, nunca sería igual. La presencia de Elba fue, para él, una felicidad con peros. Vivía su alegría, en el fondo, como una traición. Había que seguir sufriendo indeciblemente por Fede. Para ella, Esteban se había empeñado en seguir sufriendo. Como si una tuviera otra opción. Al ver la búsqueda de felicidad como una traición a Fede estaba encerrado en una trampa de la que le era imposible salir sin un sentimiento de culpa que no estaba listo para soportar. Así, cuando Ana María trajo a Elba, sus vidas comenzaron a bifurcarse, casi imperceptiblemente al principio, un poco más después, hasta que la distancia se hizo muy evidente. Ahora les faltaba la separación física. El triste, difícil, inevitable despegase físico de dos personas que estaban unidas por lo que habían puesto en común a lo largo de los años. Ahora estaba yendo sin pensarlo al estacionamiento, zigzagueando un poco. Se subió al auto, cruzó la ciudad sin prestar atención alguna a los semáforos y se encontró otra vez en la ruta. Hacía rato que era de noche. El hombre de la heladería había hablado un rato. Se rieron del calor sofocante que hacía ahí y en lo horrible que era el local. Él le había dicho que conocía un lugar agradable con aire acondicionado donde podrían charlar tranquilos. Caminaron unas cuadras charlando y ella pensó que esta noche estaba sola y a mil kilómetros de distancia de Esteban. Podía ir a tomar algo con un desconocido. Por qué no. Dejó que el tipo le pagara un martini en el bar
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de un hotel lujoso que no conocía. Las horas pasaron más rápido de lo que hubiera esperado. Tomó varios tragos más de los que estaba acostumbrada. Era un experimento. Se sintió más sola que alegre; menos excitada que corajuda. Poco a poco fue descubriendo sin sorpresa que aquel hombre, que investigaba las raíces comunes entre el guaraní y el hebreo o algo así, empezó a parecerle el tipo más aburrido del mundo; que estaba tan borracha que si se quedaba escuchándolo decir una vez más lo atractiva que era, lo dejaría llevársela a la habitación y se arrepentiría. No porque él fuera aburrido sino porque ella era, aún en las malas, fiel. Y porque a pesar de que él no pudiera verla, ahí entre los dos estaba sentada Elba. Y mientras Ana María escuchaba al correntino decir cosas lindas y sofisticadas para llevársela a la cama, ella, asintiendo con la cabeza y sonriendo para él, mareada por la bebida, las luces y el roce de su piel en el brazo, le preguntaba a Elba ¿cómo estás, qué estás haciendo, te estás cuidando como yo te cuido? Cuando él le acomodó el pelo, suavemente, rozándole una oreja como si fuera sin querer, con una excusa cualquiera lo dejó ahí y salió a caminar por las calles, mareada, y se encontró saliendo con el coche. 7 Le temblaban las piernas. A su lado, Efraín miraba a los tres hombres desaparecer, internándose en el monte, huyendo. Parecía indiferente, con la mirada perdida, como si le diera igual. Vio la cola del último perro desaparecer. Elba creyó que se iba a derrumbar ahí nomás, dentro del bote, pero no tuvo tiempo. Oyó el grito de un hombre que la sobresaltó otra vez. —¿Qué carajo hacés otra vez vos acá changuito? ¿Vos disparaste así? Apareció de golpe. Montaba un caballo pinto y lo acompañaba un perro bien negro que se les paró adelante sin quitarles los ojos de encima. No contestaron. Se quedaron mirando al hombre como si fueran culpables de algo. —Ya te dije, indio, es propiedad privada. ¿Fuiste vos con alguien más que tiró? Hubo como treinta tiros, canejo —Efraín pareció despertarse de pronto. —Fueron cazadores, don. Se fueron para el río. Tres eran, con perros, no son de acá esos. De San Luis han de ser. —Es cierto, don —dijo Elba—, créale. —¿Y ésta? —Mi hermana, don. El hombre soltó una carcajada. —Bueno, pero no hagan fuego. —Espoleó el caballo y se fue, con el perro adelante, siguiendo el rastro de los demás. Elba y Efraín volvieron por el mismo camino por donde habían llegado. Al pasar por el lugar donde estaban las trampas, Efraín volvió a salirse del sendero. Esta vez Elba lo esperó en el camino. Se quedó ahí, mirando hacia atrás y hacia adelante del estrecho hueco en la vegetación, temiendo que en cualquier momento aparecieran los perros. —¿Y? —le gritó a Efraín, ansiosa por que volviera pronto. No tuvo respuesta. Volvió a preguntar y tampoco escuchó nada. Miró en todas direcciones y no vio más que monte. El monte, que se tragaba la luz del día, haciéndola sentir como en un ensueño. Se dio cuenta,
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tal vez por primera vez, cuán oscuro era, como una noche permanente, abajo de ese techo de ramas y hojas y más hojas y más ramas, poblado de pequeños ruiditos de troncos que se tuercen con el viento y chillan como puertas viejas. No es raro escuchar carayás. A lo lejos parecen un ronroneo y, demasiado cerca, un rugido aterrador, insoportable. Se acordó de cuando una madre mona con su cría les arrojó su propia mierda con increíble puntería para alejarlos, a ella y Efraín. Miró instintivamente hacia arriba. No vio pájaros, no veía nada, aunque sabía que estaba repleto de vida. —¡Dale, che! —Gritó, haciendo un hueco con las manos. Pensó ensu mamá. Se preocupó por ella. Se preguntabaqué estaría haciendo todo este tiempo sola en Corrientes. Sin duda estaría nerviosa. Estaría sintiéndose sola lejos de su hija, lejos de todo. ¿Qué estaba haciendo Efraín que tardaba tanto?—¡Efra! —Gritó otra vez, sintiéndose inmensamente chiquita en eselugar. No hubo respuesta. Pero ahora se escuchó un ruido de ramas quebrándose. Miró en la oscuridad, tratando de adivinar la figura de Efraín. Era él. —Vamos —le dijo él—. Se los llevaron. —¿Esos lagartos que tenían eran nuestros? —Más o menos, sí. Quería dejar puestas esas trampas otra vez, por si hay más. —¿Más o menos? —Las trampas son de ellos, sí. Pero yo los encontré primero. Sabía que las habían puesto Mirá, dejamos huellas. Nos encontraron en seguida. La próxima ya sabemos. —Lástima el guiso. —Lástima, sí. 8 Tenía las ventanillas bajas para que el aire grueso de la noche le pegara en la cara, enredara su pelo, se metiera de prepo en sus pulmones. Aceleró. En seguida su cuerpo respondía al acelerador, ajustándose a la velocidad como a un sillón mullido. Le gustaba eso. Nunca se lo habría confesado a nadie, pero le encantaba. Vio pasar fugaz un cartel de ganado suelto. Sabía que tenía que estar atenta. Sabía que cualquier cosa podía haber sobre la ruta, empezando por vacas, perros y zorros, hasta bicicletas o tractores que iban a veinte sin luces. Una vez se había encontrado un hombre acostado boca arriba en el asfalto, durmiendo. Se había caído de la bicicleta, tan borracho que no se pudo levantar y se durmió ahí, en medio de la ruta. El atraso del norte, la Argentina real, pensaba. Así llegó a sus manos. El papá de Elba era uno de los tantos que habían muerto yendo al trabajo, en bicicleta, en la ruta, abajo de un camión. Las líneas blancas intermitentes pasaban cada vez más rápido. Sabía que no tenía que estar conduciendo en ese estado, pero por primera vez desde que llegó se sentía segura de lo que hacía, con ganas de más. Algo le irradiaba confianza. Le había borrado el miedo al menos esa vez. Lo había limpiado de su cabeza, y quería disfrutar de esa sensación. Aceleró más, para sentir ese fuego interior que hacía rato no se encendía. Vio un cartel que indicaba el cruce hacia Paso de la Patria. Recordó el cartel muy grande de bienvenida al pueblo. Siempre le había llamado la atención. Tenía muchas caras de niños pintadas, y una frase: Circule despacio. En este pueblo no sobran niños. De regreso al hotel vio un par de ojos brillantes delante de ella, muy lejos. Un zorro, pensó. El animal, enceguecido, no se movía. Los ojos se apagaron a último momento cuando el bicho
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miró hacia el campo y comenzó a correr. Soltó el acelerador y miró por el espejo. Todo era negrura. Paró en la banquina. Se quedó contemplando la oscuridad absoluta de la noche. A su alrededor, el campo titilaba repleto de luciérnagas que llegaban hasta el infinito. Miró hacia arriba por el parabrisas para ver un cielo negro que rebalsaba de un polvo movedizo de estrellas, la Vía Láctea marcada como en aerosol. De pronto todo el cansancio acumulado del día y cierta melancolía que le daba el alcohol se le vinieron encima. Se sintió ridícula. Hacer lo mismo que él; tomar su lugar y sentir esa estúpida embriaguez que lo había llevado directo a matarse contra un poste. Se recostó sobre los asientos, pensando en Federico y en Elba. Se quedó dormida. Cuando despertó aún no era el amanecer, pero ya se podía distinguir todo en una oscuridad teñida de azul contra el cielo que aclaraba. Se miró en el espejo retrovisor. Era un desastre. Al llegar al hotel se echó a dormir hasta la hora debuscar a Elba. A medida que se acercaba el momento de encontrarla aumentaba su ansiedad, pero se le hacía más soportable también. Al fin se terminaba esta tortura de no saber. Almorzó en el shopping, compró algo para que comiera Elba y salió. El día estaba oscuro, era evidente que una tormenta acechaba. Apenas subió al auto comenzó a caer una lluvia torrencial que continuó todo el camino hasta el rancho de Antonia. Llegó a distinguir el lugar con dificultad a través de la chorrera de agua sobre el parabrisas. La entrada era un lodazal. Astuta y considerada, como siempre, Antonia había dejado la tranquera abierta, así que entró sin tener que bajarse, haciendo zigzag en el barro, dejando una huella profunda, un poco divirtiéndose y otro tanto con miedo de quedarse encajada. Seguía lloviendo tanto que ni los perros fueron a ladrarle. Tocó bocina para que Elba saliera. Elba no salió. La tela colgante se movió y apareció Antonia en el rectángulo oscuro de la entrada haciéndole no con el brazo y el índice, indicando con la otra mano que se había ido hacia el monte. Dios mío, con esta tormenta, pensó ella, y se cruzó de brazos en el auto a esperar. Pasó un rato y la lluvia aminoró un poco. Media hora más de espera. Paró la lluvia y Elba no llegaba. Se bajó. Antonia le pasó el bolso de Elba, empapado, disculpándose: le había dicho dónde dejarlo, enun estante, para que no se mojara. Pero Elba le había dicho que sí y cuando ella lo vio ahí en el piso ya era tarde. A Ana María no le gustó la explicación, pero tampoco le importaba eso ahora. Aunque afuera había dejado de llover, dentro del rancho, el techo seguía goteando por todos lados, mojando el suelo de tierra, los colchones, todo. Se arrimaron unas sillas a la entrada y tomaron unos mates en silencio. Ana María trataba de mantener la concentración en la belleza inhóspita del lugar que la hacía pensar en lo grandioso de la creación, en la vastedad de la geografía. Pero los pensamientos más insoportables se le infiltraban como fantasmas en una casona vieja. Estiraba un brazo para alcanzar el mate, chupaba de la bombilla y hacía alguna pregunta a Antonia sobre Efraín u otro de los hijos que ya no vivían con ella, algún comentario trivial sobre un árbol. Pero su mente ya veía los fantasmas. Elba perdida, sola en el monte. Elba robada por malandras. Elba violada, asesinada. Elba en una bolsa, como tantas otras chicas. En todos los pensamientos macabros, era Elba sufriendo; Elba, como Fede, no volviendo. Eran ella y Antonia esperando. Ella y Antonia desesperadas. Ella yAntonia viendo llegar a Efraín derrumbado; ella y Antonia en una comisaría. Ella destrozándolo a Esteban, a través de una noticia, otra vez, en una línea de teléfono. Los fantasmas aparecían por más que ella luchara.
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Ana María estiró el brazo y le pasó el mate a Antonia, que seguía tomando y cebando, imperturbable. No tenía miedos, esa mujer, pensó. Tenía sus problemas, pero no tenía miedos, la muy maldita. Un marido muerto, un hijo matado a cuchillazos y una hija en adopción y la muy perra no tenía pánico de lo que le pudiera pasar. Si a Elba le pasó algo, la asesino con mis propias manos, se decía. Le sonrió y se puso a rezar mentalmente. Y rezó Avemarías, mientras tomaba mates y conversaba con aparente tranquilidad. Primero llegaron sus voces y, al escucharlas, Ana María clavó los ojos en el hueco oscuro que había en el monte. Después se vieron dos figuras que no se distinguían bien, algo difusas por la penumbra. Traían una iguana. Se fueron definiendo de a poco, los cuerpos de Elba y Efraín. Estaban ensopados. Entonces Ana María lo supo. No fue algo concreto. Ni algo que hubiera visto. Nada que ella pudiera explicar. Algo había cambiado en Elba. En ellos. Algo en la mirada. Algo en la forma de mover los cuerpos, en la distancia, en el balanceo sutil de los brazos al caminar, o algo en las piernas, tal vez, o todo eso junto y más. Algo inexplicable, apenas perceptible por la intuición. Para Ana María fue una certeza. Y la aceptó como ya había aceptado tantas cosas que le habían tocado en suerte. Los vio venir y simplemente lo supo. Apenas asomaron de la boca del camino, cuando la luz nublada les empezó a caer sobre los cuerpos mojados que casi chapoteaban en el barro, Elba se incomodó. Ahí estaba Ana María. La había encontrado caminando con Efraín con la guardia baja. Se dio cuenta, en ese momento, de que estarían volviendo muy tarde. Su mamá parecía muy angustiada, aterrorizada y sabía que toda esa angustia se transformaría en ira. Así que cuando Ana María la mandó así, chorreando como estaba, al auto, obedeció. Saludó con un beso a mamá Antonia, otro a Efraín, con un abrazo demasiado breve y empapado y se fueron, derrapando en el huellón que había dejado Ana María cuando entró, salpicándoles barro en la carra a los perros que ahora sí, volvían a las andadas, cubiertos completamente de una capa de barro gris. —Tenés un bollo en el auto —dijo Elba. Ana María aprovechó el enojo para no dar explicaciones que de todas maneras no hubiera podido dar. Una vez que anduvieron un tramo sobre la ruta comenzó a tranquilizarse y a disfrutar la vuelta. —Y, ¿alguna novedad con Antonia y Efra? ¿Qué hicieron, qué es de la vida? —Todo igual. Los mismos problemas de siempre. ¿Vos, cómo la pasaste? —Divino. Teatro, shopping, helado, leí un montón... Mucho mejor que allá, la verdad. Descansé de tu padre... Elba tomó el diario que había comprado su mamá, comentó la foto de tapa: Pura sangre causa accidente. Ana María no quiso entrar en ese tema. Quería olvidarse para siempre del caballo así que no dijo nada. Elba leyó: “Tras gran éxito de concierto clásico, el Café Concert vuelve hoy al Vera”. —¿El Café Concert? —preguntó Ana María. —Sí, qué tiene. —Ana María no contestó y cambió de tema. Esa noche estaba borrosa en su memoria. Cuando se aproximaban a Mercedes, Ana María empezó a verse ya cerca de Buenos Aires. A sentirse dueña de sí.
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Elba pensaba en Efraín y en mamá Antonia. Efraín, la laguna y el monte le venían a la cabeza como algo palpable, fresco todavía en la piel que, increíblemente, ya comenzaba a desvanecerse, a volverse más remoto. En horas tendría a sus amigas cerca, el colegio, Olivos y todo el universo con el que no podía compartir nada de lo que acababa de vivir. Puso un CD. The Cure le sonaba perfecto para el paisaje correntino, ahora algo árido, siempre solitario. Anduvieron un rato sin hablarse, escuchando la música, usándola para digerir lo que habían pasado. Ana María frenó el auto en la banquina. Elba se irguió en el asiento, miró en todas direcciones con curiosidad. Ni siquiera había un arbolito donde hacer pis. Por qué paraban. —Sacate la ropa —le ordenó la mamá. —No tengo otra seca para ponerme. Está toda... —Sacátela igual —Elba obedeció y se quedó en ropa interior —. Todo, sacate —le hizo caso y se quedó completamente desnuda. Su mamá se bajó del auto y dio la vuelta. La siguió con la mirada. Estaba al lado de su puerta, sacándose la ropa también. Se descalzó, se sacó la bermuda y la remera que traía puestas. —Tomá, ponete esto —le ordenó y se volvió a poner las zapatillas. Se veía ridícula así, calzada con sus zapatillas blancas y en corpiño y bombacha, al lado del auto, rodeada de campo. —¿Y vos? —preguntó Elba. Ana María no contestó. Se subió al volante y arrancó. —Yo no estoy mojada. Estirá tu ropa atrás que se va a secar con el aire acondicionado. Se miraron. Una en ropa interior, la otra completamente desnuda. Se rieron a carcajadas. Elba se puso la bermuda y la remera de su mamá y se sintió muy bien. Estaban cerca de la tumba del Gauchito Gil cuando Ana María paró otra vez el auto al costado de la ruta. Se puso la remera y el short húmedos de Elba y, en vez de arrancar, la miró de forma extraña. Iba a decirle algo, las manos apoyadas en el volante, pero se contuvo. Lo intentó otra vez, dudó, pensó un segundo, exhaló el aire con un soplido. —Vos sabés. A pesar de mis... de Fede... —Sí, ma. Yo sé. Ana María miraba sus propios dedos huesudos subiendo y bajando sobre el volante. La imagen de Elba saliendo del monte con Efraín le vino a la cabeza. Qué pasa, escuchó que preguntaba su hija.Ana María la miró otra vez. Ahí estaba, aquello que había visto. Ya no se iría nunca más. Nada, contestó, qué va a pasar. Le sonrió. Era una sonrisa amplia, serena. El auto arrancó, zigzagueando un poco al entrar en el asfalto.
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Manuel Crespo 3° Premio Fosfato Seudónimo: Cefe
Manuel Crespo (CABA, 1982). Su novela Los hijos únicos ganó el primer premio del Concurso Nacional “Laura Palmer no ha Muerto 2010”, organizado por el sello editorial Gárgola Ediciones, y fue publicada ese mismo año. Recibió premios y menciones en distintos concursos nacionales e internacionales de cuento. Publicó relatos, reseñas y otros textos en revistas como La mujer de mi vida, Anfibia, Otra Parte Semanal, La Balandra, Casquivana, Eñe (España) y VICE (México).
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Ceres Fue un parpadeo, un microsegundo de sombra. Aprile pensó en un pájaro, en una nube brusca. No alcanzó a pensar en nada más. La cosa cayó de pronto, con estruendo, a unos veinte metros de él. Antes de eso no había pasado nada. Aprile había abierto el tupper y visto las arvejas de lata, el arroz, las rodajas de tomate. Imaginó a su mujer en la cocina unas horas antes, todavía en camisón, con el pelo revuelto, demasiado dormida como para considerar la posibilidad de un churrasco. Y mientras tanto él sudando en el galpón, diluyendo el glifosato, cargando el mosquito. Tendría que haberse llevado uno de los salamines que tenía colgados en la pared del fondo, entre las herramientas. Pero ya era tarde para eso. Sentado de cara al sol de octubre, sobre el estribo del mosquito estacionado en pleno lote, se puso a hacer cuentas. La vida de Aprile era así. Año tras año, el mismo cálculo interminable. El rinde, la tonelada, vender o acopiar. Ese mediodía se concentró en las tareas de fumigación: sesenta hectáreas hasta ese momento, toda la tarde por delante, al menos tres días más de trabajo. Observó la tierra a sus pies, la elasticidad de los brotes recién nacidos. La noche anterior Elsa había insistido con lo del contratista. “Necesitamos vacaciones”, le había dicho en la cama, antes de apagar el velador. “Hablá con Liébana, querés.” Pero eso estaba fuera de discusión, pensó Aprile mientras rumiaba su almuerzo. Liébana era un forajido, mejor guardar distancia. Y entonces el microsegundo de sombra. La cosa crujió al impactar el suelo y se detuvo a unos metros del alambrado. Aprile tardó un minuto en despegarse del estribo. La cosa era grande, algo pesado, ya roto. Cerca de ella empezaba un rocío oscuro, una salpicadura como de fruta estrellada. Había también una pierna abierta en un ángulo imposible, jirones de tela azul y celeste, la melena rubia como flotando sobre la pulpa que era todo lo demás. ∙∙∙ Un patrullero hubiera bastado, pero el aviso por radiollamada despertó el interés de toda la fuerza y el campo se llenó de curiosos en uniforme. El comisario Spataro se llevó a Aprile a una esquina del lote, contra el alambre, y le contó del llamado de la aerolínea, del gerente anónimo del otro lado del teléfono. —Estaba fuera de sí, el tipo —dijo. El hecho no tardó en hacerse público. El vuelo que unía Mendoza con Buenos Aires había despegado con veintinueve pasajeros. Minutos después del aterrizaje de emergencia, la mayoría de ellos ya había hablado con el periodismo. Una mujer explicó por radio que todo había ocurrido casi en el mismo instante: la puerta haciendo un ruido extraño, la azafata acercándose a mirar, la puerta desprendiéndose del marco como la corteza de un árbol muerto. El avión se ladeó con violencia y el grito de la azafata se perdió en el rugido de la succión. “Pobre chica”, llegó a decir la mujer antes de romper en llanto. ∙∙∙ Ante la mirada recelosa de Aprile, la policía científica montó su circo. Rodearon el cuerpo con una lona negra, de plástico, e hicieron ingresar una ambulancia. Aprile protestó al notar el tramo pisoteado por las ruedas. Escuchó voces a sus espaldas. Las camionetas estacionaban una al lado de la otra; los hombres saltaban el alambrado y avanzaban en grupos, las cámaras
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al hombro. Aprile fue hacia ellos agitando los brazos. Al final la policía dejó que la gente de la televisión registrara las imágenes indispensables y después mandó a todos para la casa de Aprile, que quedaba a unos postes de ahí. La ocupación duró hasta la medianoche. Aprile tuvo que contestar, con un semblante que las crónicas del día siguiente atribuyeron al estrés postraumático, las mismas preguntas una y otra vez. Elsa se apareció pasadas las ocho, peinada y sonriente, cargando una bandeja con galletitas recién hechas. La gente de la televisión se le fue encima como un cardumen de pirañas. Retomar el trabajo enseguida, eso hubiera querido Aprile, pero las azafatas no caen del cielo sin generar consecuencias. Se fueron la policía y las cámaras; vinieron peritos del juzgado, abogados de la aerolínea, funcionarios de la gobernación. Aprile les abría la tranquera y los miraba hacer desde la galería. Al rato estaban de vuelta en la casa y Aprile se dejaba entrevistar sin mate de por medio, sin decir nada que no hubiera dicho antes. Mientras tanto, Elsa contestaba el teléfono y archivaba los recortes de diario en una carpeta. Aprile no quiso leerlos. Tampoco quiso verse en la televisión. Apareció su cara en la pantalla, su cara enrojecida y hosca rodeada de micrófonos, e instantáneamente, ajeno a los reclamos de su esposa, cambió de canal. Cuando por fin el campo quedó liberado, pasó horas arriba del mosquito. Yendo y viniendo de un alambrado a otro, sumido en el ronroneo del motor y las pulverizaciones del glifosato, sintió que recobraba un equilibrio del que hasta entonces nunca había sido consciente. O tal vez no. Tal vez la cabeza sólo se le volvió a llenar de números y ya no tuvo que pensar en nada más. De nuevo pasó algo extraño. Mientras doblaba para retomar la huella, sintió un mareo repentino. Detuvo el mosquito justo antes de embestir el alambrado y se quedó quieto en su asiento, las manos aferradas al volante. Sintió ganas de vomitar, una puntada en la frente. Eso fue todo: a los pocos segundos ya estaba bien. ∙∙∙ El verano se adelantó y hubo una lluvia promisoria a fines de noviembre. Aprile esparció fungicidas, midió humedades, aplicó más glifosato. Para amortizar costos, le alquiló por dos semanas la maquinaria a un vecino. Mientras tanto la siembra crecía pareja, centelleando verde en todas direcciones, sacudida muy cada tanto por alguna brisa caliente. Para las Fiestas vinieron de visita, con sus respectivas familias, las dos hijas que vivían lejos. En Año Nuevo Aprile se bajó del tractor media hora antes de que dieran las doce. Cuando se sentó a la mesa, mientras uno de los yernos le servía una copa de sidra y Elsa le preparaba un plato con fiambre y ensalada rusa, nadie le hizo el más mínimo reclamo. —El campo es así —se disculpó Aprile, de todas formas. ∙∙∙ Recién a fines de enero se produjo un nuevo episodio. El matrimonio estaba cenando en la cocina. No había mucho tema para conversar y un grillo invisible enfatizaba ese silencio desde algún rincón. Elsa miró por la ventana, donde todavía la tarde se le resistía a la noche. —Ya estamos a mitad del verano —dijo—. Parece mentira. Aprile tosió y escupió. Sobre los tallarines, sobre la boloñesa y el queso rallado, había una
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chinche verde partida a la mitad. Meneando las antenas, el bicho se arrastraba a través del plato con las patas de adelante. Aprile se llevó una mano a la boca y corrió a la canilla. Con el paso de días la invasión se extendió a toda la casa. Las chinches salían de los cajones, de las rejillas. El matrimonio también las descubrió anidando entre la ropa, bajo las almohadas, dentro de los frascos de mermelada casera. De a ráfagas les llegaba el olor agrio de los insectos muertos. Una tarde Aprile estaba cruzando el parque, camino al galpón, cuando advirtió las gatas peludas a sus pies. Verdes y amarillas, largas como dedos meñiques, todas viajando en la misma dirección. Aprile siguió el trayecto inverso hasta el alambrado: los bichos venían de la siembra. —¡Rubén! —gritó Elsa desde la galería. Estaba de espaldas a él, frente a miles de gatas peludas amontonadas contra el zócalo. Parvas de gatas peludas trepando unas sobre otras, asfixiándose bajo el peso acumulado de sus hermanas. Aprile dejó a Elsa armándose en la cocina, rociando el escobillón con matacucarachas, y se fue para Campo Labrado. En el mostrador de la agroquímica pidió hablar con el dueño. —¿Qué me vendiste, Fiori? —le gritó—. Decime ya mismo qué me vendiste. Paralizado entre bolsas de fertilizante y latas de herbicida, los anteojos de leer todavía puestos, Fiori no llegó a contestarle. Aprile pateó algo, una maqueta de cartón que mostraba la caricatura de una espiga con brazos musculosos, y salió indignado del local. Al rato estaba otra vez en el campo, mirando la siembra con los brazos en jarra, indiferente a las pocas gatas peludas que seguían escapando de ella. Repasó en su memoria las siembras de años anteriores y no alcanzó a recordar una tan alta como la que tenía enfrente. Estiró la mano hacia la hoja más cercana. Sintió su aspereza, la robustez del tallo. Las plantas se entrelazaban unas con otras, formando una superficie casi sin interrupciones, un perfecto mar de vegetación. Algo lo hizo levantar la cabeza. Un susurro abriéndose camino siembra adentro, reptando sigilosamente. Aprile preguntó quién andaba ahí y creyó escuchar una risa tenue, de mujer. El viento se arremolinó de pronto entre las plantas. No se escuchó nada más. ∙∙∙ Esa noche, mientras Elsa lavaba los platos en la cocina, Aprile notó el brillo a través de la ventana. La irradiación brotaba de abajo, del suelo. El verde de las chinches, sólo que saturado de electricidad. Verde de chinche de neón. Un verde fosfatado, inverosímil. El brillo aumentaba y disminuía a intervalos regulares, como reaccionando a una melodía que desde la casa no llegaba a sentirse. Después cambió. El verde se convirtió en un rojo incandescente, casi húmedo. —¿Qué pasa, Rubén? Elsa se secaba las manos con el repasador y lo miraba inquieta. —Allá —dijo Aprile—. Mirá allá. —¿Allá dónde? —La soja, Elsa. Mirala, está brillando. —Yo no veo nada.
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—Cómo que no. Mirá, ahí cambió de color otra vez. A partir de entonces dejó de madrugar. Se quedaba acostado hasta media mañana, hecho un ovillo, murmurando en sueños. Elsa llamó a sus hijas, pero ellas no le dieron importancia. Una crisis transitoria, opinaban, achaques de viejo, nada alarmante, y enseguida se ponían a hablar de sus propios hijos, de primeros dientes, de cuotas de la colonia de vacaciones. A fines de febrero, mientras Elsa leía a su lado en la cama, Aprile pronunció dormido un nombre que no era ni el de su mujer ni el de sus hijas. Elsa nunca hizo la asociación. Podría haberse acordado de la policía, de las cámaras, de la carpeta con los recortes archivados, aunque también es cierto que había pasado mucha cosa en el medio, que el nombre era de lo más común y que los celos son los celos. Elsa pensó únicamente en ciertas mujeres conocidas, todas merecedoras de sospecha, y durante días castigó a Aprile con verdura sin salar y bifes quemados. Él no advirtió esos mensajes. A la tardecita abandonaba lo que estaba haciendo y se sentaba en la galería. No quitaba los ojos de la siembra hasta que Elsa salía a avisarle que la cena estaba lista. Más de una vez le dijo que no tenía hambre, que lo dejara en paz. Y hablaba solo, sin poder evitarlo. Hablaba solo todo el tiempo. —Verde, ahora rojo—decía—. Verde, ahora rojo. ∙∙∙ A mediados de marzo la siembra empezó a declinar, a secarse. Ya no asomaban más chinches ni otros insectos dentro de la casa, muy cada tanto alguna gata peluda adosada a la pared exterior. Elsa le preguntó a Aprile si ese año emplearía a los hermanos Velázquez, los tres peruanos que siempre asomaban por la zona cuando se hacía la hora de trillar. Estaban los dos en la galería, Elsa y Aprile, cada uno en su sillón, un mate frío sobre la mesa de mimbre, y de alguna manera ella supo que algo se encendía en el interior de su marido. Un espasmo, una resurrección momentánea. Aprile estaba mirando la siembra con los ojos vidriosos, desenfocados, y un segundo después ya no. —¿Los Velázquez? —dijo inclinándose, aclarándose la garganta—. No sé, Elsa. Tengo que hacer números. Un chimango voló sobre el parque. —Pero está hermosa así, ¿no te parece? —Aprile se echó nuevamente sobre el respaldo—. La siembra, digo. Elsa frunció el entrecejo. —Qué decís, Rubén. Si ya está toda chupada. Pronto quedó claro que Aprile le esquivaba al trabajo. Los hermanos Velázquez aparecieron en su camioneta y a los diez minutos ya estaban otra vez fuera del campo, yéndose por donde habían venido. Elsa y Aprile discutieron. Ella le dijo que no podían darse el lujo de perder días: una lluvia de más y nada pararía el desgrane. Él le respondió que estaba cansado, que hiciera lo que tuviera ganas. A la mañana siguiente, mientras su esposo dormía, Elsa fue a la ciudad. Primero consultó en la cooperativa agraria, pero la negativa fue rotunda: Aprile había sido expulsado años atrás por una causa irresuelta, unos camiones mal declarados. También preguntó en la semillera Don Jerónimo. Un administrativo la invitó a volver la temporada siguiente.
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Cuando entró en la oficina de Los Cipreses, Liébana estaba sentado detrás de su escritorio, cruzado de brazos, los ojos fijos en la puerta vidriada, como una araña que espera una vibración de la tela. El contratista ofreció café y dijo que se avecinaba una cosecha histórica, que ese año valdría lo que varios años juntos. Manipuló la calculadora. Antes de anunciar los porcentajes, aclaró que no era su costumbre cerrar contratos tan sobre la fecha. De regreso, mientras avanzaba por el camino levantando polvo, Elsa ensayó modos de contarle a Aprile sin provocarle un infarto. Liébana, justo Liébana. Al final decidió no omitir detalles. Encontró a su marido en la galería, con el pantalón del pijama todavía puesto, y le contó todo. Aprile estuvo a punto de decir algo, se encogió de hombros. —Como a vos te parezca —dijo rascándose el pecho desnudo. Ese día Elsa lloró por primera vez en mucho tiempo. Llamó a su hija más joven, la más comprensiva de las dos, y le dijo que ahora sí el asunto era grave. La hija terminó jurándole que en menos de una semana estaría por allá. También le pidió que fuera reservando un turno con algún profesional de Campo Labrado. Y que por favor se quedara tranquila. ∙∙∙ La cosechadora de Los Cipreses trillaba hasta llenarse y luego caracoleaba hacia el alambrado más lejano, del lado del camino, donde los tres camiones se turnaban para ser cargados, irse llenos, volver vacíos. A media tarde Elsa dejó una taza sobre la mesa de mimbre. —Es caldo —le dijo a su marido—. Tomá un poco, te va a hacer bien. Aprile protestó sin mirarla. Al menos ahora tenía puesto el pijama entero. Elsa pensó en lo anormal de la escena: la cosechadora en el campo y su marido en la galería. El pronóstico de Liébana, aquello de que esa temporada sería histórica, adquirió de repente un significado íntimo. Aprile ya no estaba allá, bajo el primer sol del otoño. Ya no era ese hombre. Los empleados de Los Cipreses trabajaron durante todo el día y preguntaron si podían seguir hasta tarde. En el horizonte pestañeaban los refucilos, mejor apurarse que dejar tarea pendiente. Elsa les dio el permiso a través de la ventana de la cocina. Después la cerró y los hombres trotaron de vuelta al lote. De la cosechadora ya sólo se veían los faros. Quedaba todavía un buen tramo de siembra marchita, opaca, pero Aprile veía otra cosa. Los verdes y los rojos le habían dejado su lugar a un dorado nítido y titilante. La cosechadora navegaba ahora sobre un lago de sol fundido y las semillas caían de la tolva al carro como un chorro de estrella fraccionada. Aprile nunca había visto algo tan hermoso. Otra vez la risa tenue, de mujer. Venía de lejos y sin embargo parecía estar cerca, flotando alrededor de él, acariciándolo. Eso sintió Aprile mientras atravesaba la noche con pasos de borracho. Cruzó los alambres como pudo y avanzó unos cuantos metros antes de zambullirse dentro de la soja. Arrodillado, casi besando el suelo, supo que ella estaba ahí, sentada frente a él, abrazándose las piernas doradas, el pelo rubio rozando la tierra. La miró a los ojos y ella hizo lo mismo. Ya no había risa, no había nada. La cosechadora se hacía oír a la distancia y sus faros empañaban apenas el limpio aire de bronce.
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CATEGORÍA NO FICCIÓN JURADO Nora Domínguez Gabriel Giorgi Martin Sivak
Laura Ormando 1° Premio La casa de los huérfanos. Memorias fragmentadas de una institución Seudónimo: Lina Bo Bardi Laura Ormando (La Plata, Buenos Aires, 1977). Licenciada en Psicología (UBA). Especialista en Ciencias Sociales con mención en Salud (FLACSO CEDES). Actualmente trabaja en el Hospital Pedro de Elizalde como Coordinadora de la Residencia de Salud Mental. Es una de las coordinadoras de Casa Cuna Cuenteros, colectivo de narradores orales cuyo objetivo es la promoción de la lectura e investiga los efectos subjetivos y de expresión que produce la literatura en ámbitos de salud. Es columnista de la revista TOPIA de Psicoanálisis, Cultura y Salud Mental. Con su obra Magenta ganó en 2012 el Premio Sigmar y en 2016 participó de la antología de cuentos Germen, Ed. Alto Pogo.
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ESTO NO ES NARNIA (Históricas 1) El inicio fue una estancia en la Barranca de Santa Lucía. No había hospital, ni estación, ni trenes, ni pibes en situación de calle. No existían el asfalto ni la población densamente urbana. Tampoco estaba en los planes del dueño donar ni vender el predio a ninguna obra de caridad ni sociedad de beneficencia. Su vida transcurría plácida administrando tierras, engordando vacas y dando fiestas a la luz de las velas. Nada indicaba que aquella vida próspera tendría la garra de la tragedia. Y cuando digo garra, es literal. El dueño del predio donde hoy se levanta el hospital tenía un berretín llamado “cinco leones en una jaula”. Se los hizo traer especialmente del Africa, los alimentaba con dedicación y dicen que durante el día se paseaban sin problemas por el jardín. Un día, vaya a saber por qué, la puerta de la jaula quedó abierta por la noche. Desliz fatídico que coincidió con el compromiso de la hija del dueño. Parece que en el momento del anuncio de amor, uno de los gatitos africanos apareció hambriento en medio de la reunión y se encontró con el novio, a quien destripó antes de que pudiera decir ni a. La hija de Díaz Vélez (que todavía no era una avenida del barrio de Caballito pero sí el dueño del predio), se suicidó poco después y por eso quedó el fantasma, que algunos aseguran, ronda la casona donde supo morar en vida.
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Hay otra versión, más corta y que a mí me gusta más: la hija se enamoró de un peón, el padre se enteró y arrojó al pobre muchacho a los leones. Dicen que Díaz Vélez, fuera de sí por la muerte de su hija, sacrificó personalmente a sus mascotas, pero mandó a hacer leones de piedra en conmemoración de los originales. Los distribuyó por el jardín y cerca de la casona modelo siglo XIX que sigue en pie hasta hoy. Cuando finalmente parte del predio fue cedido para la construcción de la casa de expósitos, metieron dos de los leones de piedra uno a cada lado de la escalinata principal, como una fábula de Narnia pero sin el ropero. Hoy, cuatro de ellos duermen en la puerta del nuevo auditorio. Otros dos siguen a un costado de la casona. Pero no todos los leones duermen. Bastante más despierto que sus compañeros y con las fauces abiertas, el último león se yergue sobre un tipo que desde el suelo trata de zafarse de la mandíbula carnicera. Ese instante está inmortalizado en la piedra y se ubica a la entrada de la antigua casona, que fue cedida como hogar para personas con discapacidades motoras, herederos de la última oleada de polio.
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No sabemos si la estatua siempre estuvo ahí o la dejaron después de la construcción del nuevo hospital, pero a nadie se le ocurrió pensar que, como detalle decorativo, es un tanto morboso. Detalle que sin saberlo, nos atraviesa y que portamos los trabajadores del hospital: nacimos de un destripamiento, quedamos huérfanos después. Mirá vos, qué origen mítico. El que contaba toda esta historia, era un viejo médico que se tomó muy en serio el trabajo de historiador y escribió el libro: “Casa Cuna: Epopeya de cuatro siglos”, como si fuera la Odisea. A este médico, que logró jubilarse a la increíble edad de ochenta años (porque no quería irse del hospital) se lo convocaba a dar charlas en calidad de historiador homérico. Cuando llegaba a la parte de los leones lloraba, sin que nadie entendiera qué tenía de conmovedor la historia de una fiera masticándose a un humano. Pero cada cual tiene sus fetiches a los que aferrarse. Diría que muy pocos conocen esta especie de leyenda urbana y me pregunto en este nuevo repaso, quiénes son los leones ahora y a quiénes se mastican.
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Mabel Bellucci y Emmanuel Theumer 2° Premio Desde la Cuba revolucionaria. Feminismo y marxismo en la obra de Isabel Larguía y John Dumoulin Seudónimo: Louise Michel
Mabel Belucci (CABA, 1950). Ensayista y periodista. Activista feminista queer. Egresó de la Carrera Interdisciplinaria de Especialización en Estudios de la Mujer, UBA, 1991. Integra el Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) en el Instituto de Investigaciones Gino Germani-UBA y también es parte del colectivo editorial Herramienta. Ahora, participa de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito y del espacio Socorristas en Red. Publicó ensayos en varios libros, entre ellos: Estudios sobre la Sociedad y el Estado (Eudeba, 1986); Las mujeres en la imaginación colectiva (Paidós, 1992); De la Pluma a la Imprenta. Periodismo Femenino del Siglo XIX (Feminaria, 1995); Identidad: diversidad y desigualdad en las luchas políticas del presente. Teoría y Filosofía Política. (Clacso/Eudeba, l999); La diferencia desquiciada. Géneros y Diversidades Sexuales (Biblos, 2013); El aborto como derecho de las mujeres. Otra historia es posible (Herramienta, 2013). Es autora de Orgullo. Carlos Jáuregui, una biografía política (Emecé, 2010).
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Emmanuel Theumer (UNL-CONICET). Graduado en Historia con honores por la Universidad Nacional del Litoral y Academia Nacional de Historia. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral. Sus líneas de investigación están centradas en historia de la sexualidad, memorias y movimientos sexo-desobedientes (feministas y LGBTTTI+) de la historia reciente argentina. Para ello privilegia tanto la crítica trans-feminista como descolonial. Ha publicado como co-compilador el libro “Mariconcitos. Feminidades de niños, placeres de infancias” (Licencia CC, 2017). Vocal electo de la Asociación Argentina para la Investigación en Historia de las Mujeres y Estudios de Género. Ha sido colaborador en Suplemento Soy de Página 12, LatFem, La Tinta, Furias, entre otros portales periodísticos.
A inicios de la década del setenta se desarrolló un debate internacional, tan académico como político, que tomó al hogar, las tareas de las mujeres anidadas allí, como nudo discursivo del problema. Las tareas del hogar -desde la reproducción de la especie pasando por la elaboración de comidas, limpieza, servicios sexuales, cuidado de niños y ancianos- fueron cuestionadas en tanto inherentes a las mujeres en su calidad de esposa o madre. A dicho mandato social comenzó a oponérsele el reconocimiento de estas labores como un trabajo doméstico no asalariado. Tanto el pensamiento feminista como el marxista encontraron un nuevo intento de maridaje. Aunque de momento resulte tan poco conocido como enormemente olvidado fue desde la Cuba Revolucionaria que tuvo lugar el desarrollo prístino de una teorización marxista-feminista del trabajo doméstico. Desde La Habana, a inicios de 1969 los intelectuales Isabel Larguía y John Dumoulin comenzaron a difundir su primer manuscrito titulado «Por un feminismo científico» el cual será editado hacia 1971 por Casa de Las Américas. El esfuerzo intelectual que pergeñaron estuvo dirigido a comprender las modalidades de explotación que atañen a las mujeres, así como las posibles alternativas 4 emancipatorias. Su objetivo no era tanto el de agregar una nota al pie a los consagrados escritos de Karl Marx y Friedrich Engels sino poner en tensión los límites del marxismo y el feminismo a la hora de interceptar la opresión de las mujeres. Anidada en el seno de un país socialista, la contribución de Larguía-Dumoulin constituye un modo de adentrarnos a los complejos y no siempre armoniosos vínculos entre feminismo y marxismo, así como un modo de introducirnos histórica y políticamente a las tensiones y acercamientos que se produjeron entre feministas y otras organizaciones de izquierda en los principales centros de América Latina y El Caribe. Quizás por ello este ensayo es decididamente polifónico. Está hecho de retazos de memorias, de escritura feminista que actualmente goza el estatuto de archivo, discursos historiográficos, análisis teóricos, declaraciones oficiales y renovados estudios cubanos sobre las mujeres. A través de un framework marxista-feminista Larguía-Dumoulin introdujeron la categoría “trabajo invisible” mediante la cual se propusieron analizar la coyuntura cubana y, por extensión, las vías alternativas para sociedades latinoamericanas en plena intensificación del conflicto de clase.
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Javier Sinay 3° Premio Camino hacia el Este Seudónimo: Azul Javier Sinay (CABA, 1980). Periodista. Publicó en Tusquets los libros Cuba Stone: Tres historias (en coautoría, 2016), Los crímenes de Moisés Ville: Una historia de gauchos y judíos (2013) y Sangre joven: Matar y morir antes de la adultez (Premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, 2009). En 2015 obtuvo el Premio Gabriel García Márquez de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) por su crónica “Rápido. Furioso. Muerto”, publicada en la revista Rolling Stone.
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CAMINO HACIA EL ESTE Un reportaje sobre el amor y el desamor I: EN ALGÚN LUGAR DE SIBERIA El chamán me invita a pasar adentro del yurt. –Bienvenido al Baikal, el sitio más poderoso del mundo –me dice sin sonreír. Eso es lo que todos aseguran por aquí, en algún lugar de la inmensa Siberia. Entre todos los lagos del planeta, el Baikal es el más profundo y uno de los más antiguos y, naturalmente, los chamanes vibran en la energía que emana de sus aguas sin olas. Entro al yurt, una casa hexagonal de madera, muy común en los paisajes siberianos y mongoles. En el medio del recinto hay una chimenea de ladrillo donde arden unas maderas. –Fue un viaje largo, muy largo, pero valió la pena –le digo al chamán.– He escuchado que la energía del Baikal es muy intensa. El chamán –un hombre pequeño y sencillo, de tez morena y cabello grisáceo, que viste camisa gris, pantalón gris, sandalias de cuero negro y medias blancas– me mira fijo desde sus pequeños ojos rasgados, levemente inclinados hacia la nariz gruesa. Parece tener la calma de un gigante afable. Es prudente. –Tarasun: se hace en esta misma región –me dice, señalando una botella con un líquido blanco, que reposa en una mesita de madera.– Esta bebida se toma también en Mongolia y en Altái. El tarasun es un aguardiente fermentado de leche de yegua y es la bebida nacional desde que el hombre es hombre aquí en Buriatia, la última región antes de que las montañas del sur de Rusia se conviertan
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en las montañas del norte de Mongolia. Pienso que el chamán me va a convidar un trago, pero no. En cambio, se toca el pecho con su dedo anular. –Los ancestros del lado materno están a la derecha; los del lado paterno, a la izquierda – dice. Así entiendo que el chamán guarda el tarasun para los usos rituales. Hace un rato vi, al costado de la ruta, una barisan: un sitio sagrado, un descanso en el camino, un depositario de ofrendas, cigarrillos y monedas, con un gran letrero tallado en madera. Advertía, en una lengua antigua: “Esta tierra es de los chamanes”. El chamán me invita a tomar asiento en un largo banco de madera. A mi izquierda cuelga un cuadro en el que galopan dos caballos salvajes, uno blanco y uno negro. El caballo es, según la tradición buriata, el vehículo del viaje chamánico. A mi derecha, la llama de una vela flamea ante una ventana abierta. Si un chamán se niega a hacer uso de su don, se enferma. Su salud se deteriora rápidamente. En Buriatia a esta dolencia se la conoce como “enfermedad chamánica”. El chamán tenía 37 años cuando sintió el llamado de la misión, y ya no se pudo negar a lo que sería. En ese momento, este hombre era apenas un panadero exitoso. Poco después de la caída de la Unión Soviética había abierto una panadería en Oloy, el villorrio al costado de la ruta en el que vivía y en el que por muchos años había tenido una tienda de comestibles en su casa y algunas vacas en los pastos de atrás. No mucha gente tenía panaderías durante los años soviéticos porque el asunto había quedado en manos de las grandes compañías estatales, y por eso
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a él le fue bien. Pronto logró inaugurar una segunda tienda en un pueblo cercano, Ust-Ordynsky. Luego otra, en una ciudad, Irkutsk. Y entonces, una noche, en un sueño, entendió que todo eso no tenía importancia. Que su destino era el de un chamán. Ahora lleva colgado en el cuello un medallón dorado, que obtuvo luego de varias pruebas y ritos. Es un escudo que recibe la energía del universo para agrandar el poder del chamán y al mismo tiempo rechaza las malas vibraciones y confunde con su reflejo a los espíritus bajos. –Fueron mis ancestros quienes en los sueños me dijeron que debía convertirme en un chamán –me explica.– Yo no pude decir que no. Si lo hubiera hecho, habría muerto. Así es casi siempre: la vida chamánica comienza con el mensaje de un antepasado, también maestro de conjuros, que lleva el alma del aprendiz al cielo y la educa en lo desconocido. El chamán cuenta su historia mientras prepara los elementos para su próxima ceremonia: la botella de tarasun, un paquete de cigarrillos, un papel y un bolígrafo. En la chimenea, situada en el centro del yurt, arde una fogata. –Todo me lo enseñaron mis ancestros en mis sueños y ahora puedo pedirle al cielo y a la naturaleza que me ayuden –dice el chamán. Conoce hasta 40 rituales diferentes y duerme a veces tan poco como dos horas por día, en las que ya no sueña: la gente viene a verlo de día y de noche, desde lejos y desde cerca, para pedirle ayuda y consejos. –Yo no puedo decir que no; siempre debo decir que sí. Y resulta que ahora el chamán está a punto de invocar a mis ancestros.
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Agustina Pérez Mención Un brillo de fraude y neón. Lo residual como material estético en el Teatro Proletario de Cámara de Osvaldo Lamborghini Seudónimo: Juana Blanco Agustina Pérez (CABA, 1991). Profesora y licenciada en Letras por la UBA y magíster en Estudios Literarios Latinoamericanos por la UNTREF. Actualmente se desempeña como becaria doctoral de la UNTREF.
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La estrategia de Lamborghini se sitúa precisamente en esta encrucijada: sea la lengua conduzca indefectiblemente a la opresión; o que no remita más que al murmullo de enunciados abiertos sin aproximarse nunca a lo real, la apuesta será dotarla de expresividad y de materialidad, hacerla comparecer literal: utopía referencial para que la palabra designe a la cosa que reniega del plano metafórico y se exaspera por la pura denotación. De forma análoga proponemos pensar que otro tanto ocurre con la imagen, que también posee una fuerza dóxica y no es inmediatamente inteligible sino que su significación deriva de ser puesta en relación con una difusa nube semántica de rasgos. Si las frases hechas, la chatarra de la lengua, implican, por un lado, una fuerza coercitiva, pero también una cantera donde es posible dar con hallazgos impensados, lo mismo ocurre con otros materiales chatarreros, como las imágenes porno. Los residuos – de la lengua, de la literatura, de la producción industrial, del presente–, aquello que no tiene valor, desacralizado y desdeñado, serán el material estético preferido que, al ingresar en la literatura, desdibuja sus contornos, alejándola de la idea de obra y aproximándola, más bien, a un archivo incompleto de restos de lo real donde lo simbólico abdica ante el peso de la materialidad de las palabras y la denotación de las imágenes.
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CATEGORÍA NOVELA JURADO Maria Sonia Cristoff Pedro B. Rey Ana Wajszczuk
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Eric Germán Schierloh 1º Premio M. Seudónimo: Orme Eric Schierloh (La Plata, Buenos Aires, 1981). Escritor, traductor y editor. Publicó los libros de poesía Costamarina (Barba de Abejas, 2012), Los cueros (La Bola editora, 2014), Frío en las regiones equinocciales (Barba de Abejas, 2014), El mamut (Bajo la luna, 2015), Troglodytes (El Sueño del Panda, 2017), Variaciones sobre cerrar los ojos (Editorial Municipal de Rosario, 2017), Por el camino de tierra (La Bola editora, 2017) y Cuaderno de ornitología (Caleta Olivia, 2018), y las novelas Formas de humo (Beatriz Viterbo, 2006), Kilgore (Bajo la luna, 2010), Donde termina el desierto (Bajo la luna, 2012), El maguey (Club Hem, 2016) y La mera tierra (Bajo la luna, 2017). Tradujo, entre otros, a Herman Melville, Henry David Thoreau, William S. Burroughs y Theodore Enslin. Dirige la editorial artesanal Barba de Abejas.
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“HERMAN MELVILLE” Fue un culto embaucador que ocupó el rol de escritor con el objeto de responder a suscripciones de «sus» propios libros. Sus actividades fueron reportadas en Georgia y Carolina del Sur (mediados de julio y 20 de julio de 1850); y aunque no fue «socio» de M, parece haber sabido lo suficiente de la vida y los hábitos de M (aprovechándose además de la aversión de M por ser fotografiado) como para llevar a cabo una masacre significativa entre los plantadores sureños. Un documento firmado por este “Caballero de los Plantadores y los Paraguas” figura en al menos una colección de autógrafos (1 de junio de 1869). Existe la posibilidad de que M haya usado a este fraudulento “Melville” en su novela más amarga así como en la autoría encubierta del ensayo sobre Mosses—que contiene además una referencia a Virginia, Carolina y la vida en una plantación.
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Facundo Abal 2º Premio Un tornado alrededor Seudónimo: Amancio
Facundo Abal (CABA, 1990). Doctor en Ciencias Sociales, con Maestría en Artes. Actualmente dirige la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata. Dictó seminarios de posgrado en Argentina, México, Chile, Colombia y España. Trabajó como editor de revistas y suplementos culturales. Es redactor de la revista L´OFFICIEL Argentina. Publicó libros de ensayos que discuten la constitución del campo artístico, tema sobre el que se especializa.
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Peluche Después de la muerte de Nico la casa quedó hinchada por la humedad. Estoy seguro que fueron las lágrimas. Ahora somos tres y la mesa nos queda grande. Mamá improvisó un altarcito en el mueble del living. Una virgen de yeso con el vestido mal pintado. Dos estampitas empalmadas. Una fila de velas con perfume. En el medio, una foto de Nico encadenada por rosarios. Está frente a una torta. Un número seis enterrado en la crema. Mira a cámara sonriente. Atrás, los cuerpos de mamá y papá descabezados. La liturgia empieza antes de la cena. Mamá enciende primero la vela blanca y con esa enciende el resto. La foto de mi hermano asoma entre las llamas. A ella le parece importante que a partir de hoy nos tomemos un día al mes para recordarlo. Que la memoria no se apague, dice, mientras sigue prendiendo velas. Papá llega del trabajo en el momento en que la casa está ahumada. Mamá pide que nos sentemos frente al altarcito. Todos tenemos que recordar una anécdota con Nico. Ella levanta la mano entusiasmada para lograr el primer turno. Rememora el día en que nos llevaron a ver el Lago de los Cisnes. Reconstruye el momento en que le sacaron la foto con dos bailarinas levantándolo en brazos. Imita una voz diminuta: ¿le puedo tocar la corona?. Se ríe. Después se larga a llorar.
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Papá asiste al recuerdo con fastidio, pero sabe que es mejor no contradecirla si quiere llegar a probar la cena. Mamá me pasa el turno. Yo nunca recuerdo nada de Nico. No sé si es porque era demasiado chico. Pero tampoco quiero postergar la llegada de los fideos a la mesa. Invento una anécdota tonta. Digo que le robé un día un peluche turquesa. Que me persiguió por toda la casa para recuperarlo. Mamá sale disparada al cuarto, vuelve con ese peluche apolillado y lo pone en el altarcito. Es el turno de papá que se niega a seguir con el juego. Ella lo culpa de no sostener la memoria. De no hacer un esfuerzo. Le dice insensible. Lo acusa de haberlo olvidado. Él la mira con los ojos enrojecidos. De repente larga una ristra de imágenes. Cuenta el día en que el médico le comunicó la noticia de la muerte. A mamá se le desfigura la cara. Lo quiere frenar, pero papá no puede. Dice que el médico lo llamó a un costado. Que le puso una mano pesada en el hombro y le dijo que lo sentía mucho. Que creyó que el techo lo aplastaba. Que empezó a patear una camilla que estaba a un costado. Que no sentía dolor en el pie hasta que la vio hecha un nudo de caños. Que dos enfermeras lo agarraron por atrás. Que de un manotazo les voló las cofias.
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Mamá le ruega que se calle pero él sigue en trance. Dice que una de las enfermeras le metió una pastilla en la boca. Que él babeaba rabioso en cuatro patas. Cuando estuvo calmo y medio drogado, el médico le pidió que reconociera a Nico para poder firmar el certificado de defunción. Que entró al quirófano arrastrando las piernas. Que sintió el frío en los huesos. Las dos enfermeras le custodiaban el paso. Que Nico dormía morado arriba de una placa metálica. Una sabanita blanca lo cubría hasta la nariz. Le vio asomar el lunar de la frente. Que corrió la sábana despacio y estaba con media sonrisa. Que le besó una mejilla. Que todavía el cuerpito estaba tibio. Mamá lanza un aullido. Agarra el peluche y sale corriendo para su cuarto. Con el viento del portazo se apaga una vela. Papá se queda acodado en la mesa mirando fijo la panera. Dudo si salir atrás de ella o quedarme haciéndole compañía a él. Me levanto de la mesa y voy a buscar los fideos que están flotando en la olla. Sirvo dos bolas pegoteadas y las disimulo con queso rallado. Llevo los platos a la mesa. Pongo uno en el lugar de papá y otro en el mío. Comemos los dos en silencio.
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Alejandra Bruno 3º Premio La fe secreta Seudónimo: Leda
Alejandra Bruno (CABA, 1972). Guionista, desarrolladora de videojuegos y docente de medios audiovisuales. Estudió cine, guion, fotografía y narrativa. Realizó talleres de escritura con Diana Bellesi, Hebe Uhart, Osvaldo Bossi y Federico Falco. La fe secreta es su primera novela.
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-1– A la tarde todavía le quedaban unos minutos de luz. Era una luz de un raro tinte amarillento que apenas iluminaba el comedor a través de los vidrios sucios de la ventana. Hacía ya tiempo que nadie la abría ni limpiaba el departamento; el aire era pesado y una lámina de polvo cubría el parquet y los muebles de línea escandinava. Algunos de ellos faltaban y sus marcas aún podían verse allí donde se había apoyado una lámpara de pie, una mesa ratona, o una mecedora que ya no acompañaba al sillón de tres cuerpos, del que caía al piso una frazada a cuadros. Más que un comedor, el cuarto parecía una impersonal sala de edición, repleta de planillas, cassettes minidvs y discos externos, y en todos ellos se veía el logo cromado y fogoso de Hot Tuning. Sobre el escritorio de madera de petiribí, dos monitores compartían un programa de edición de video. En el primero vibraba detenido el logo; en el segundo ocupaba el cuadro la toma de un auto de colección: un Chevrolet del 50. El teléfono sonó y no se detuvo hasta que saltó el contestador sin un mensaje de bienvenida, solo el pitido que dio paso a la voz ejecutiva de una mujer joven. Hola Valeria, soy Gaby de nuevo. Te llamo porque necesitamos urgente el último episodio. Paula quiere verlo hoy. Es el cuarto mensaje que te dejo, tu celular está apagado. Por favor, traé el material a la productora porque estamos pasados del deadline. O comunicate y mando a alguien a buscarlo. Beso.
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Sentada en un sillón de respaldo alto, con los ojos fijos en la pared, el cuerpo inmóvil y las manos colgando de los apoyabrazos, Valeria no respiraba. Había pasado los treinta y a pesar de no tener canas ni arrugas, sus mejillas chupadas, las profundas ojeras y la expresión impasible, levemente trastornada, le daban un aire, además de embrutecido, avejentado. Su pelo largo y suelto estaba sin lavar y caía sobre un deforme pulóver de lana gruesa tejido a mano, bajo el que asomaban unos pantalones de gimnasia con una mancha clara en las rodillas. Estaba descalza, las uñas de los pies crecidas. Su ropa y ella olían mal, al igual que la casa. Del departamento vecino llegaron los gemidos de un cachorro. Se quejaba con chillidos agudos; sobre el final el tono bajaba, desesperanzado y ronco. La cara de Valeria se contrajo y ella inspiró aire. Algo de su pensamiento se convirtió en un murmullo expreso y su mano viajó a la frente donde presionó el hueso con las puntas de los dedos durante algunos segundos. Luego se volteó a mirar una de las paredes, cubierta por unas cincuenta hojas pegadas en los extremos con cinta de pintor. Era un guión de edición de tv en el que varios de los textos se habían resaltado con distintos marcadores flúo, uniéndose a otros textos mediante flechas y comentarios, ahora borroneados por la penumbra.
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Observó los bloques de palabras tabulados según un formato preciso, la relación de los sentidos traducidos por ella en las imágenes que componían uno de los tantos episodios del conocido reality de la productora donde había trabajado el último año. Todas esas palabras, como insectos disciplinados agrupándose bajo la fuerza de un propósito que había puesto en marcha decenas de esfuerzos y miles de pesos. ¿Para decir qué? Desvió la vista de las hojas y se detuvo en el alféizar de la ventana sobre el que aún se distinguían dos macetas con plantas secas y en el fondo del cielo el ángulo de un edificio, una sombra de líneas rectas dentro de la sombra más tenue de la noche. Pero era imposible ignorar el guión, no tanto porque ocupara una pared entera, sino por una especie de radiación que emanaba de él, emponzoñando todo lo que había en el cuarto. Valeria respiró profundo y se masajeó el pecho, primero con cierta energía y después más despacio, siguiendo el ritmo de pensamientos obsesivos que la llevaron a abandonar el masaje para lastimarse con las uñas los bordes de los pulgares. Mientras lo hacía, articulaba a medias oraciones breves, preguntas cuyo tono viraba de un amargo reproche a un lamento infantil. Al rato se quedó inmóvil, su cara vacía e iluminada por la luz azul de los monitores.
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Blanca Cristina Lema Mención La tela agujereada Seudónimo: Gaudí
Blanca Cristina Lema (CABA, 1952). Poeta, psicopedagoga, guionista de cine y bailarina. Es autora de las novelas Taper Ware y Contradanza (Paradiso) y de Estrellas y Trotyl, publicado por Mansalva.
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Era muy temprano y parecía que los únicos interesados en levantarse eran los pájaros de mi jardín. Ellos formaban un inquilinato de cotorras, alondras, zorzales... y sólo en algunas temporadas, colibríes. Rara vez se los veía. Se mantenían en anonimato bajo la gran masa centifolia del jardín. Tampoco cantaban juntos. Es algo que a mi madre le hubiera gustado que hicieran ya que adoraba los scherzos de Dvořák. Éste no era el caso. Habían sobrado papas fritas del supuesto catering de filmación del día anterior, así que desayuné un revuelto gramajo con la idea de que algo bien tóxico podía ser más efectivo para engordar que mi granola casera. Mientras comía revisé dos veces mi mail esperando el prometido envío del material capturado por el celu de Bruce Lee. Por ahora no había nada. Lavé los platos y fui a descargar nuestras cámaras. Al ver el grueso del material el peso de la casa vacía se empezó a notar. No tenía a nadie a mi alrededor al que ocultar lo que sentía. Era como un actor sin público. El testimonio de la abuela China era triste pero cuando le saqué el sonido lo fue aún más. El primer plano que había hecho Rolo sobre los ojos de Chun, era muy bueno. El acercamiento había logrado que se viera en macro la infinidad de arrugas que surcaban los párpados de forma tan despatarrada que parecían un ideograma. Cuando entró en escena Vera, luego de sus primeras frases, la toma se cortó. Por ahora lo que había visto era una cara robótica que no condecía con lo que decía. Chequé lo que había gravado la cámara en el trípode y las tomas por supuesto eran demasiado abiertas. Los primeros planos de Vera no estaban y la croma del fondo era horrorosa. Ok! Lo que tenía serviría sólo para el registro del audio. Lo escuché. Era un audio que parecía llorar en algún lugar no identificable. En el rostro de Vera no lloraba porque era de hielo. Luego sentí que lloraba en mi boca y sin dudarlo decidí editarlo. Por suerte la toma era tan lejana que no iba a tener problemas de lipsing. En realidad si lo timeaba no era largo, pero igual lo tijereté todo lo que pude. Le quité así todas las palabras que pudiesen ser too much. Me quedó entonces este previous: “Yo... Yo no quisiera haber pasado por las... En realidad no quisiera que nadie las pase. Quisiera no volver a tener esa vergüenza. Cerrabas los ojos. Escuchabas a oscuras. No quiero...Que vuelva el olor, el viento, el frío.”
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CATEGORÍA POESÍA JURADO Rosario Andrada Fabián Casas Ariel Schettini
Tomás Maver 1º Premio Sara Luna Seudónimo: Sacha kuchi
Tomás Maver (CABA, 1985). Publicó dos libros de poemas: Yo, la incesante nieve (Huesos de jibia, 2009) y Marea Solar (Alción, 2016; Alto Pogo, 2018). Además, tradujo Rosa, del poeta chino-estadounidense Li-Young Lee (Barba de abejas, 2015), Biografía en los saquitos de té, de Westonia Murray (Llantén, 2017) y Qué son las islas, de Hilda Doolittle. En 2018 publicó Nocturno de Aña Cuá (Llantén). Dirige junto a Natalia Litvinova la editorial Llantén.
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Despierta y habla con los suyos Viví 84 años. Ahora soy apenas una nadita que late. Aunque no se trata de eso. Ni me apoco ni me apago. Esta dormidera es por soportar tamaña intensidad que Dios me envía como camino hacia Él. Óigame en mis voces, Señor mío, mi resistencia está hecha de pobreza. Me entrego y es como ir de rodillas sobre granos de choclo duros por el invierno pero es mi cuerpo sobre el que avanzo. La desgracia, aunque abundante, no me hizo desgraciada. Y no quiero consuelos. El consuelo puede ser cosa terrible. Y ningún arrumaco. Lo que sí, mientras voy hacia Él, que vea otra vez la Salina de Ambargasta le pido, ser enterrada en ese mar atrapado por los espejismos de la blancura. Que el ñandú me oiga, y el quirquincho se me acerque todavía a olisquearme. Vengan, trepen, acampen bajo mi axila. Tomen mi voz, esténse en mi aroma y hasta mi corazón achicharrado arrástrense desde los esteros y tálenlo, repártanse su madera y escondan las flores en el viento de Santiago.
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Ignacio Uranga 2º Premio Al grave aparecer de lo que ser ahí Seudónimo: Karl Marx
Ignacio Uranga (Bahía Blanca, Buenos Aires, 1982). Licenciado en letras. Escribió los libros de poemas El ella real; a-letheia/ramalaje; Materna; entonces Daniela; Lo, parcialmente, hasta entonces dicho, y la novela Un hombre que no duerme (inédita). Fue traducido al inglés y al portugués.
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la nave norteamericana sin tripulación a bordo hoy la nave norteamericana sin tripulación a bordo hoy dejó caer en Al Bayda misiles, sudeste de Yemen: amar hasta la muerte fue el juramento del hombre de la mujer en ceremonia unidos: íderes tribales de la zona de Yekla regresan, al sureste 270 km de Sanaá, muertos por error, según Xinhua cita fuentes por un misil teledirigido sin tripulación de USA: el saldo: 15 yemeníes apagados, 21 heridos en Yekla: no hay palabra alguna estadounidense de la embajada hasta el momento en Sanaá: nada, tampoco, sobre muertos cuatro por otro avión no tripulado de USA en Hadramount: AI (Amnistía internacional) y HRW (Human Rights Watch) acusan ataques ilegales (ilegales) en Yemen, en Pakistán: en claro: un drone de USA bombardeó una boda y apagó 15 veces lo que era amor humano en Yemen, Al Bayda zona de Yekla, sureste de Sanaá, o toda parte de la tierra: fuentes dijeron a Xinhua el ataque fue error: un misil cerró desde un drone también los ojos para siempre en Pakistán de ocho niños estudiando en un colegio del Islam, y no hay dios ni habrá de haber nada que vuelva a hacerlos respirar
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3º Premio Alberto Gregorio Fritz Vienen de las islas Seudónimo: Agamenón
Alberto G. Fritz (Viedma, Río Negro, 1962). Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de poesía: Animal sumergido (1989), Fragmentos de un diario de mar (2001), El lugar más iluminado (2006), Lo que queda del alba (2017), La canción de Tiresias (2017) y Ahí, detrás (2018). Docente, coordinador de talleres de lectura y escritura. Su obra ha sido publicada en revistas y antologías de la región, del país y del exterior.
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La madurez 1 Golpea con tu piedra el lado oscuro de mi corazón.
Donde duermo habita otro.
Golpea con tu llanto. Vino mi madre nacida dos veces. Es el alba y aún duermo. Golpea con el ala del pájaro blanco. Vamos de viaje. La mano anota: hubo sorpresa en el revés de la madera, también algo que la claridad desnudó por fin. Duermo al costado de mí mismo. La almohada es de agua. Golpea con tu piedra. El pez se levanta por sobre la ola: el ánima de mi frente. Un fruto. Luego otro: la llama dorada.
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Es el corazón de mi padre. Ahora duermo como un niño. Golpea con tu piedra.
2 Quedarte así, dormido. Haba que se cuece en su sombra. Así,
en las cosas, despojado.
Así: desnudo, de tanto verte.
3 En el doblez de la almohada el sueño dragón va de boca en boca de fuego en fuego a contar el peso de la hoja.
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Mención María Marta Viscay Pequeño mamífero eléctrico Seudónimo: Kasi Vera Habiba
María Marta Viscay (Vicente López, Buenos Aires, 1960). Artista visual y docente. Publicó bajo el seudónimo de Sadie Madhur un libro de poesía en prosa llamado “El plato principal” por Alción editora. Concurrió a clínica de narrativa con Iosi Havilio. Inéditos un conjunto de relatos y una novela.
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Los tres dedos del pie como garras. Yo era una bestia inusual. Iba al anochecer tras un pequeño mamífero marmolado en tonos marrones, que dormía. Acumulé sus pequeños dientes por años. Así con esa manía casi automática. Dejé de a poco de ser una bestia para transformarme en otra, con más ánimo de recolectar que de comer. Por momentos comencé a distribuir y a organizar por grupos: las piedras, los dientes, las pieles. Esto me llevó a ciertas asociaciones, desconocidas por mí, hasta entonces. Atrás nuestro apareció el pequeño mamífero eléctrico. Qué raro que siendo vegetarianos tengan esos dientes. Es que a ellos les gusta todo lo duro, los troncos, los cocos, las raíces del chamozoto. ¿Es verdad que atacan? Sí, si se sienten atacados. Y están esos extraños reptiles que trajeron de Indonesia para combatir la plaga del banano, pero, ellos prefirieron las casas y hacen ese ruido tan anormal. Así que continúan con la fumigación, para que todo llegue con lustre.
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Concurso de Proyectos Editoriales 2018 JURADO: Juan Lima, Graciela Speranza, Hernan Casciari
Ediciones Lux (Bahía Blanca, Buenos Aires) Proyecto: Los cuatro artistas seleccionados para esta propuesta constituyen referentes significativos por su trayectoria en el campo de las artes visuales y producen con total acierto textos literarios que componen con las piezas gráficas un núcleo de representación de especial valor. Estos artistas son Alfredo Prior, Alberto Passolini, Washington Cucurto y Sandro Pereira. La propuesta de otorgar a esta producción un continente marcado por la estética del libro objeto generan una percepción diferenciada que permite al lector una experiencia especial sobre textos e imágenes, inducidas tanto por la calidad de los materiales producidos, como por la materialidad que otorgan cartones, cartulinas especiales, cajas, reproducciones serigráficas y encuadernación artesanal.
Excursiones (CABA) Proyecto: La colección se propone dar a conocer artistas contemporáneos argentinos, de generación intermedia o media carrera, de un modo único y diferente. Los procesos de producción, pensamiento y trabajo del artista se materializan habitualmente en obra, muestras, instalaciones, pero algunos de estos procesos sólo encuentran en el formato libro, en la edición, su soporte ideal, su mejor expresión. Con ejes temáticos, cada libro dará cuenta de esas investigaciones, estudios, recopilación de datos, que seguramente han alimentado obras en el camino, pero que para verlos desplegados en su totalidad requieren ser editados en papel. Una suerte de monografías alternativas que nos permitirán acercarnos en profundidad al pensamiento e imaginería de los autores. Estos ensayos eminentemente, pero no exclusivamente gráficos estarán compuestos de bocetos, anotaciones, imágenes de obras en proceso y ya realizadas, así como escritos del propio artista.
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Hotel de las Ideas (CABA) Proyecto: La colección “Regreso” propone al lector grandes obras de la historieta argentina de las últimas décadas del siglo XX, seleccionadas por su carácter experimental en la obra de sus autores y realizadas en el país pero inéditas aquí. Los libros que la conforman han sido elegidos de acuerdo a la importancia que estas obras tienen en la historieta del presente por abrir nuevos caminos en el desarrollo del lenguaje gráfico y la historieta. Estos libros han anticipado formas que tienen un lugar destacado en la narrativa gráfica contemporánea. Siempre inéditos en el país, estas obras están en diálogo y sincronía con las propuestas más novedosas de la historieta actual.
Ojoreja (CABA) Proyecto: Se realizará en el contexto de la colección “Los permanentes”, con autores latinoamericanos de la talla de Julio Cortázar, Pablo Neruda o Clarice Lispector y de poetas visuales como Gabriel Pacheco o Rebeca Luciani, donde la propuesta artística redimensiona cada obra y convoca nuevos lectores. Uno de los títulos trabaja la versión ilustrada del cuento de Roberto Arlt: “El crimen casi perfecto”. El ilustrador convocado es Decur, invitado por su estilo surrealista y su capacidad de crear universos. En esta obra, la imagen es la encargada de poner en valor lo que el autor sugiere pero junto con las narraciones logran complementarse y potenciarse. El clásico y ocurrente policial de Arlt es redimensionado en una estética surrealista, donde, el afuera y el adentro, lo real y lo imaginario, la duda y la certeza, se integran en este nuevo universo: Arlt-Decur.
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