Catálogo del Concurso de Letras 2021

Page 1

CONCURSO DE LETRAS FNA 2020


PRESIDENCIA DE LA NACIÓN Alberto Fernández Presidente de la Nación Cristina Fernández de Kirchner Vicepresidenta Santiago Cafiero Jefe de Gabinete de Ministros MINISTERIO DE CULTURA DE LA NACIÓN Tristán Bauer Ministro de Cultura de la Nación FONDO NACIONAL DE LAS ARTES Diana Saiegh Presidenta Directores Rosa Aiello Mariana Bellotto Mariana Enríquez Ignacio Hernaiz Jorge Maestro Graciela Cuervo Prieto Mario Rapoport Alicia Santaló Rubén Verna Mariano Addesi Representante del Ministerio de Cultura de la Nación Sebastián Berardi Representante alterno del Ministerio de Cultura de la Nación Claudio Golonbek Representante del Banco Central de la República Argentina Leticia Kabusacki Representante alterna del Banco Central de la República Argentina Concurso de Letras 2020 Convocatoria abierta desde el 30 de julio hasta el 3 de septiembre de 2020


CONCURSO DE LETRAS FNA 2020

El FNA es sostener cultura



S

in dudas todos vamos a recordar el 2020 como un año absolutamente atípico. En ese marco inesperado, nuevo y con características únicas, desde el Fondo Nacional de las Artes pensamos mecanismos alternativos para poner en marcha una línea de becas solidarias, asumiendo el desafío de llevar adelante todos los concursos que la institución ofrece para mantener encendida la llama interna de nuestros artistas. En otras palabras, colaborar desde nuestro lugar para que la creación y la producción cultural no se vean interrumpidas por las circunstancias excepcionales que impuso la pandemia. A pesar de las dificultades que suponía este contexto, unimos esfuerzos y aceptamos el desafío. Así concebimos este Concurso de Letras, junto a las convocatoria para otras disciplinas, como Música, Danzas y Artes Escénicas y Artes Audiovisuales. La firme convicción de la directora del área, Mariana Enriquez, que fue acompañada por el directorio, permitió concretar un certamen único y especial. Una edición cuyas polémicas no lograron desviar nuestra meta: reconocer la labor de quienes se desempeñan en un género que hasta ahora, nunca había recibido atención por parte de los organismos oficiales. En ese sentido, es necesario destacar el carácter federal de esta convocatoria. Una medida que tomamos a partir de un relevamiento que nos permitió detectar un bajo índice de participación en el interior del país. Esto nos llevó a establecer cinco regiones (Capital Federal, Provincia de Buenos Aires, Centro, Norte y Sur) otorgando una distinción cada una, que se suma al premio nacional. Volver a activar estos centros y poner en valor la producción de todas las zonas de nuestro país es algo que nos llena de orgullo. Así fue que recibimos 2288 obras, un récord que deja en evidencia el nivel de aceptación de un llamado que reflejó lo inaudito de las circunstancias que atravesamos como sociedad. Tras una laboriosa tarea, el jurado seleccionó los trabajos de María Belén Aguirre, Gato Fernández, Fabricio Capelli, Martín Chiappino, Tomas Murphy, Matías Javier Muzzillo, Cristian Pelletieri, Julián Martínez Vázquez, María Guadalupe Faraj y Ezequiel Pérez. Poesía, novela, cuento y novela gráfica, demostraron que los géneros se pueden manifestar desde distintos enfoques y que la pluralidad de voces es una dimensión constitutiva de los argentinos. Durante el 2020, también cumplimos con la tradición anual al entregar los Premios Trayectoria a grandes referentes de nuestro campo artístico y cultural. En esta edición los galardonados fueron Luisa Calcumil, Mauricio Kartun, León Gieco, Jacobo “Fito” Fiterman, Juanjo Rossi, Carlos Antoraz, Juan Carlos Desanzo, Norma Rodríguez; Manuela Rasjido, María Teresa Andruetto, Ana Kamien, María Julia Bertotto, Pedro Roth, José Luis Castiñeira y Luis Caporossi. Además, se le entregó un Premio Trayectoria post mortem a Quino. Todas y cada una de estas acciones se llevaron a cabo gracias al compromiso de los destacados miembros de nuestro directorio, a las gerencias y al personal, que trabajaron con esfuerzo, dedicación y cariño para que el Fondo Nacional de las Artes pueda cumplir su principal objetivo, que no es otro que ayudar a nuestros creadores, promover nuestra producción cultural y fortalecer los pilares de una sociedad democrática, libre y justa, donde el compromiso con nuestra identidad es algo que construimos entre todos, todos los días. Diana Saiegh Presidenta del Fondo Nacional de las Artes


6


E

n 2020, el Directorio del Fondo Nacional de las Artes acompañó mi propuesta de organizar, por primera vez, un concurso acotado a ciertos géneros y, al mismo tiempo, con la intención de llegar lo más lejos y lo más profundo posible a las provincias de todo el país. Fue un cambio que tenía como primer objetivo establecer una división del país en regiones, con premios exclusivos para cada una de ellas además del Premio Nacional: así los reconocimientos quedarían diseminados y quizá eso estimulara a los autores de una manera diferente y novedosa. El segundo objetivo, limitar el concurso a los géneros de ciencia ficción, terror y fantástico, manteniendo las categorías tradicionales de cuento, novela, poesía y ensayo tuvo que ver con impulsar desde el FNA la producción de un género muy popular pero que aún es menos visible en certámenes, por muchos motivos; esto hace que o bien haya concursos especializados, o que en los concursos tradicionales muchas veces las obras no lleguen a instancias definitivas. El tercer objetivo fue la incorporación de la categoría Novela Gráfica en el concurso: la Argentina siempre tuvo una producción extraordinaria de historieta y en este momento nos parecía importante darle el lugar que se merece, quizá incluso tardíamente. El nuevo formato superó nuestras expectativas: se recibieron 2288 obras, aumentó la participación federal en términos proporcionales y en regiones siempre relegadas como Norte y Sur creció la representación un 6,5% respecto al Concurso de 2019; asimismo, la ganadora nacional resultó ser una poeta tucumana, lo que además viene a decir que la literatura está por encima de los prejuicios y que la extravagancia siempre es un placer cuando está acompañada de talento. Como directora de Letras espero volver a proponer certámenes especiales que visibilicen zonas literarias que quizá necesiten su propio espacio y darle continuidad al Concurso tradicional, revitalizando y actualizando su formato (por ejemplo con la inclusión de la categoría Novela Gráfica) para que sigan surgiendo miradas y estéticas renovadoras desde todos los rincones del país. Mariana Enríquez Directora de Letras del Fondo Nacional de las Artes

7


CONCURSO DE LETRAS FNA 2020 REGIONES:

Región 1: Ciudad de Buenos Aires Región 2: Provincia de Buenos Aires Región 3: Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos Región 4: Jujuy, Salta, Misiones, Formosa, Corrientes, Chaco, Tucumán, La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero Región 5: La Pampa, Tierra del Fuego, Chubut, Santa Cruz, Neuquén, Río Negro, San Luis, San Juan y Mendoza

8



CONCURSO DE LETRAS FNA 2020 JURADO

Vera Giaconi Su primer libro de cuentos, Carne viva, fue publicado en 2011 por Eterna Cadencia. Seres queridos, su segundo libro de cuentos, fue uno de los cinco finalistas del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero 2015. Desde hace más de quince años trabaja como editora, correctora y redactora free-lance para diversas revistas y editoriales en la Argentina y dicta talleres de escritura creativa.

10

Martín Pérez Periodista especializado en cultura popular y masiva, es uno de los editores de Radar, el suplemento cultural de Página/12. Fue uno de los fundadores de FM La Tribu y la revista La Mano, y compiló junto a Liniers el volumen de nuevos historietistas DisTinta (2017). Publicó La vida es otra cosa: Los poemas de Piso 93 (2016) y Vidas pasadas (2017), con ilustraciones de Juan Soto.”


Mariano Llinás Director de cine. Sus films hasta el momento son: Balnearios, Historias extraordinarias, La flor y Concierto para la Batalla de El Tala, con el que recibió una distinción del FNA.

Laura Ponce Escritora, editora y gestora cultural, se especializa en ciencia ficción y género fantástico. Desde 2009 dirige Revista Próxima y Ediciones Ayarmanot, sello con el que lleva publicados más de 20 títulos. Su libro de cuentos Cosmografía profunda se publicó en Argentina y en España.

Luciano Lamberti Escritor. Ha publicado libros de cuentos, novelas, un libro de poemas y uno de notas periodísticas.

11


CONCURSO DE LETRAS FNA 2020 GANADORES

12

PREMIO NACIONAL María Belén Aguirre

Premio Región 1 Cecilia Lucía Fernández

Premio Región 2 Fabricio Capelli

Premio Región 3 Martín Alfredo Chiappino y Tomás Murphy


Premio Región 4 Matías Javier Muzzillo

Premio Región 5 Cristian Pelletieri

Premio Especial Julián Martínez Vázquez

Premio Especial Ezequiel Pérez Premio Especial María Guadalupe Faraj 13



Premio Nacional María Belén Aguirre Siamesas Libro de poesía (Tucumán, 1977) Escritora, editora, guionista, gestora cultural. Ha publicado gran cantidad de poemarios y nouvelles. Su obra ha sido publicada en España (Cartonerita Niña Bonita, Zaragoza) por David Giménez Alonso. Entre 2009 y 2019 creó y dirigió la Biblioteca Parlante Haroldo Conti. Actualmente dirige Ediciones de La Eterna, creada en 2011 y guiona piezas audiovisuales para la Poemateca del Cine ABC, junto al poeta Andrés Kischner. Su obra completa se encuentra en proceso de edición, bajo la curaduría del escritor Lucas Gómez Cano (Gorriones, 2020). Ha sido parcialmente traducida al portugués, francés, alemán e italiano. Su reciente obra Ubi sunt saldrá a la luz en 2021. Esta pieza inaugura la Trilogía de Gualandi (compuesta por Ubi sunt, El vuelo de los yacos y Cartas de un mancebo de la cárcel de Saló).

15


He sumergido en formol el feto de este poema Un ejemplar inusual destinado a ser visto con los ojos cerrados. --Hermana dice: Necesito espacio y tiempo para crear Necesito un cuarto propio. Un cuerpo propio. Necesito. Necesito. Y yo no sé a dónde irme para dejarla a solas a estas horas y con este frío.

Entonces finjo que me duermo la cabeza recostada sobre mi hombro Y de tanto fingir me duermo en serio. Cuando desperté ella todavía estaba allí. 16


Ella es la presencia ineluctable. Ella es mi dinosaurio de Monterroso. --Hermana está en su mundo Hermana baila o dormita a mi lado pero muy lejos de mí la cabeza ladeada hacia el otro lado. La miro de soslayo. Y es algo así como una flor marchitándose. Hermana ¿Estás bien? le pregunto. Hermana no responde. Hermana es una tumba. Hermana es una lápida blanquecina sobre la que Edgar Lee Masters tal vez hubiera escrito un hermoso epitafio que justifique su paso por aquí.

Madre, quiero beber un licor fuerte que me ayude a dormir 17


Madre quiero pasar de largo. Elidir por la magia del relato varios días / varios años. Asumo que al despertar todo seguirá igual para nosotras.

En la proximidad de la Navidad Madre decoró nuestro cuerpo como a pino alusivo Puso ornamentos de colores y guirnaldas que se prendían y apagaban con cadencia regular en derredor de la cama. Y en la cabecera una Estrella de Belén hecha por ella misma con papel glacé plateado. No es que Madre tuviera un espíritu festivo. Es que Madre creía que así con ingenio podríamos por un ratito librarnos de nosotras.

La cama en que estamos postradas es también un objeto cultural

18


El producido téchne va téchne viene de unas manos que supieron de cuadrados y rectángulos. De geometría. Abstracciones descendidas desde el Topus Urano para fundar a propósito de lo que aquí yace una gnoseología de la incomprensión. Un ataúd para dos pedí a los Reyes La magia de un carpintero creando para nosotras un nuevo engendro. Buena ha de ser la madera del árbol que Madre ha plantado para tal fin.

Quien con su mano acariciara al Cancerbero ganará para sí si no el Paraíso al menos un Infierno mejor.

19


(Y la belleza es así la suma de todas las fealdades que con el tiempo he mirado desde el vidrio roto de la piedad). La maldición de haber nacido en un tiempo bendecido para otros hizo hace hará la diferencia.

Padre esperma: Guíame por los senderos de la Muerte Padre esperma: Multiplica mi escasez. Padre esperma: Dame hambre. Padre esperma: Dame sed. Padre esperma: Abandóname de nuevo. Déjame atada con cordón a orillas de mi Madre. Y haz que escriba aunque no tenga nada que perder. 20


¿Puede un objeto suplir a un sujeto? ¿Ser Tótem como en aquellas tribus australianas? Madre ha puesto sobre una repisa en dirección a nuestros ojos el vaso de vidrio en que Padre bebía hasta olvidarse incluso de sí mismo. Si se cayere si por desgracia se cayere huérfanas del todo seremos. --Madre extrajo de su bolso un cuadrado negro que pesaba horrores Nos dijo: Esto es un adoquín. Un pedacito de calle. Sé muy bien que esa cosa no es otra que el adoquín de la locura. La sagrada piedra Trepanada sin ninguna razón.

21


Madre trajo entre sus manos un frasco medio lleno de agua sucia Nos dijo: Miren y traten de no empaparse. Esta es la lluvia. Y cuando el frasco rebasa la tormenta / la inundación. --Soñé que nos separaban La esteta justicia de Salomón en corte simétrico partiéndonos en dos. Hermana no se resistía. Estaba como entregada como anestesiada. Yo en cambio me convulsionaba igual que una posesa dificultándoles la tarea. Me desperté sintiendo

22


el rancio hedor de un matadero trepándose hasta mi hocico con la insobornable pregnancia de la carne podrida.

Escribo con letra chiquita / imperceptible casi este diario secreto cuya existencia Madre debe ignorar Escribo cuando no está cuando limpia nuestra casa o las otras (y es mi Lucia Berlin en el vía crucis de un largo día cuya última estación la arrojará rendida a los brazos de un sueño en que tal vez escriba un manual para mujeres como ella). Escribo con el corazón en la boca por si algún día no vuelve. Escribo con la mano urgente de un taquígrafo matriculado. Escribo con el temblor de un delincuente novato que teme ser descubierto en la flagrancia misma del crimen. Escribo esta suerte de evangelio apócrifo o de grimorio negro que oculto justo debajo de mí entre el colchón de lana y el elástico de hierro.

23


24


Región 1 (Ciudad de Buenos Aires) Cecilia Lucía Fernández El golpe de la cucaracha Novela Gráfica (Buenos Aires, 1987) Ha realizado muchas historietas breves en solitario y en colaboración (con guionistas de amplia trayectoria como Pablo de Santis, Carlos Trillo y Diego Agrimbau). Las mismas fueron publicadas en Argentina y Europa bajo diversos sellos editoriales como Fierro, Random House, Clítoris, Hotel de las Ideas, Animals, Loco rabia, entre otras. Es activista transfeminista y por los derechos LGBTIQ+. El Golpe De la Cucaracha es su primer Novela Gráfica integral.

25


26


27


28


29


30


Región 2 (Provincia de Buenos Aires) Fabricio Capelli El múltiple Tubalcaín Libro de cuentos (San Rafael, Mendoza, 1972) Publicó La Belleza del Mal (poemas y relatos breves - 2005), Neovendimia (manifiesto en coautoría– 2010), Los perros mecánicos (poemas – 2013) y Cuentos artificiales (cuentos – Factotum 2018). Participó de la antología de poesía Promiscuos & Promisorios: antología de la poesía en Mendoza para el siglo XXI y escribió el guión original del corto cinematográfico La era de los milagros, en el cual también participó como co-director. Co-dirigió la revista Mariposas Negras (San Rafael, Mendoza) y formó parte del Consejo Editorial de la revista Álgebra y Fuego (Campana, Buenos Aires, donde reside actualmente). Extractos de sus publicaciones se pueden consultar en www.fcapelli.com.ar.

31


Las hermanas múltiples Día 1, noche Mientras se desvisten, con movimientos lentos y precisos (los dedos desprenden botones, las uñas rozan las telas lavadas, las manos sostienen las prendas separadas del cuerpo), piensan en los gérmenes malignos, en la tos que corta como un bisturí el silencio de la noche, retumbando en las paredes. Mientras cuelgan sus vestidos funerarios en placares con olor a humedad, mientras se visten con delantales grises (los dedos manipulan botones con ojales, las manos alisan las prendas contra el cuerpo), no se hablan. Sus movimientos son lentos, precisos y mecánicos. Saben sin pensar cómo moverse, saben qué rutina seguir. Una de las hermanas deja un rosario sobre la mesa. Otra camina hacia una de las habitaciones de la casa y cierra la puerta con llave. Otra tiene flores en la mano, que de repente, con un gesto brusco, tira a la basura.

Día 2, noche La hermana está acostada, sola, en la cama ubicada en el centro de la habitación. Trata de no escuchar el lamento que reproduce la cinta. El volumen es bajo, pero perfectamente audible en el silencio de la habitación. Es el lamento de un niño. Un niño que se queja, que llora, que reza. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Sabe que la voz del niño, triste, llorona, busca debilitarla, bajarle las defensas, predisponerla a la enfermedad. Sabe que tiene que resistir, hasta el otro día, hasta que otra la reemplace. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. Escucha que sus hermanas deambulan por la casa. Escucha una puerta lejana que se golpea. Escucha el tic-tac incesante del reloj sobre la cómoda. Escucha ahora que cuchichean detrás de la puerta de la habitación. Trata de adivinar esas palabras dichas en secreto, ácidas como una gastritis, audibles solo a retazos, seguramente corrosivas. De repente, silencio. El lamento de la cinta, lento y repetitivo, vuelve a colonizar la habitación. No nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal. Una de las hermanas abre la puerta. En una mano trae un plato con comida y en la otra un vaso de agua. Cuando sale de la habitación, la hermana que está acostada deja que la comida se enfríe. Aguanta el hambre: sabe que no hay que confiarse.

32


Día 3, mañana, noche Padre ausente que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. La hermana se levanta y detiene la reproducción de la cinta. El niño, en su prolongado lamento, no ha encontrado alivio. Ella tampoco: ha dormido mal, con sueños poblados de dolores y enfermedades: pero ha logrado resistir. Un sol raquítico se cuela por la ventana. Escucha el ruido de la llave que abre la puerta. Las otras entran a la habitación y entre todas cambian las sábanas. Tratan de no tocarse (los dedos se retraen, las manos mutilan sus recorridos, los cuerpos mantienen celosos sus distancias). Otra de las hermanas se desviste y se acuesta. Ahora le toca a ella, es su turno. Otra camina hacia el reloj y empieza a dar vueltas las agujas. El sol se acelera de este a oeste, como desbocado. Cuando la hermana deja el reloj sobre la mesita de luz, ya es de noche. La cinta ahora reproduce un chillido entrecortado, extraño, de un animal que agoniza. La hermana que ha activado la cinta comienza a toser. Las otras, rápidas de reflejos, atentas, la miran, se miran.

Día 6, tarde Desde la cama, escucha que la tos de la hermana no cesa. Ve que afuera comienza a nevar. Las ramas peladas de los árboles se manchan de puntos blancos: parecen bronquios inflamados cubiertos de pus. Escucha, a través de la puerta de la habitación, que las hermanas discuten: la que tiene tos no quiere salir a buscar leña. Escucha un golpe y después gritos. Después silencio. Ve por la ventana que algo se mueve. Es la hermana con tos. Avanza con dificultad, llevándose un pañuelo a la boca. No se ven perros ni gallinas ni otros animales que acostumbran poblar el patio: solo algunas huellas, que hacen pensar en otro tipo de animales o cosas. De pronto resbala, trata de mantener el equilibrio, pero cae boca abajo sobre la nieve. La hermana en la habitación piensa en salir de la cama y acercarse a la ventana para ver. Es solo levantarse, con cuidado para no ser escuchada, para no delatarse, para descubrir a través de la ventana si otra sale de la casa, si rompe el pacto. Pero sabe que nadie saldrá. Sabe que no habrá nada para ver. Sabe que sus hermanas pueden estar escuchándola detrás de la puerta.

33


Día 10, mañana, tarde, noche Padre ausente que estás en los cielos, maldito sea tu nombre. La hermana se levanta y detiene la reproducción de la cinta. Un día más que ha resistido. Una lluvia mañanera, repentina, moja las ventanas, aguando la nieve. Entre todas cambian las sábanas. No se tocan las manos. Otra hermana se desviste y se acuesta. La que tiene tos camina hacia el reloj. Unas ojeras violetas le sombrean los ojos. Las otras adivinan la enfermedad. Es cuestión de tiempo: un lento declive, un progresivo debilitamiento. Con dificultad da vueltas y vueltas las agujas del reloj. La lluvia se acelera, mojando el mediodía, chorreando el atardecer como una hemorragia anómala. A través de la ventana el paisaje se estira, lechoso, como en un espejo deformante, hasta que de pronto se detiene y se instala la noche. La cinta reproduce ahora el grito desesperado de un anciano, pidiendo medicinas, implorando ayuda. Déjanos afuera de tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. De pronto una tos violenta hace que la hermana caiga arrodillada al piso. Se tapa la boca con el pañuelo. La tela se humedece y transparenta una flema verde con unos hilos de sangre.

Día 11, mañana Desde la cama escucha que las hermanas están rezando detrás de la puerta. Padre ausente que estás en la nada, santificada sea tu nada. Sabe por quién rezan: lo saben todas, las que quedan y las anteriores, las que no están, las que no lograron resistir. ¿Cuántas eran? No saben el número exacto, pero sí que es múltiple, quizás infinito. Una cifra insensible a las hermanas que quedan, a las hermanas que no están. Venga a nosotros tu nada, hágase tu nada, tanto en la tierra como en la nada. ¿Cuántas quedarán? Danos nuestra nada cotidiana. De pronto siente una puntada en el pecho. Le falta el aire, abre la boca buscando aspirar, tratando de no hacer ruido. Escucha un golpe seco al otro lado de la puerta. Como nosotras devolvemos la nada a nuestro... Entre el ahogo y la puntada en el pecho que no cesa, se da cuenta que las hermanas han dejado de rezar. Y al instante escucha el ruido de la llave que abre la puerta. Trata de aguantarse el dolor, se gira en la cama para ponerse de espaldas a la puerta, así no pueden ver la arcada que prolonga su asfixia. Con dificultad logra controlar su ahogo y aspira profundamente, a intervalos, para silenciar su pecho desbocado. Le dicen que se levante. Le dicen que la tos completó su trabajo. Le dice que hay que enterrar a la hermana.

34


Día 12, otro día, otra noche Mientras se desvisten, con movimientos pausados y precisos (los dedos tironean los botones, las uñas raspan las telas apelmazadas, las manos sostienen las prendas arrancadas del cuerpo), piensan en las fallas inesperadas, en el momento en que el corazón, sano hasta hace pocos segundos, de pronto delata un golpeteo anómalo, fuera de ritmo, peligroso. Mientras cuelgan sus vestidos funerarios en placares con olor a encierro, mientras se visten con delantales grises (los dedos maltratan botones con ojales, las manos tironean las prendas contra el cuerpo), cruzan entre ellas miradas furtivas, pero no se hablan. Sus movimientos son mecánicos. Los han repetido muchas veces. Una camina hacia la mesa para dejar el rosario. La otra camina hacia la habitación de la hermana que han enterrado y cierra la puerta con llave. De pronto la llave cae al suelo y la hermana se agarra el pecho tratando de apaciguar un dolor que se propaga por sus costillas, que no puede disimular. Las otras se quedan mirándola, sin moverse, esperando. Después, una a una, múltiples, besan la cruz del rosario y empiezan a rezar. Déjanos caer en la tentación y libéranos de la nada. Amén.

35


36


Región 3 (Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos) Martín Alfredo Chiappino y Tomás Murphy Un punto azul Libro de poesía Martín Chiappino (Rosario, 1996) Es escritor de ciencia ficción y músico. En 2019 publicó su primera colección de cuentos, Estúpido roedor violeta. Es uno de los co-autores de Usted no está aquí, una novela de creación colectiva que puede leerse en internet en formato interactivo (https://unea.itch.io/unea). Está produciendo su primer EP de canciones. Tomás Murphy (Jesús María, Córdoba, 1983) A fines de 2007 edita su primer libro, Tristes sonetos de un hombre feliz. El año siguiente escribe una serie de cuentos, titulada Lágrimas, que edita de forma artesanal con una modesta tirada de un ejemplar. Tras una década de ostracismo, en 2018 participa en la novela colectiva Usted no esta aqui y queda seleccionado en la antología de los libros de Charly con el cuento La casa de palets, noticia que recibe el mismo día que la casa del título se vuela, con un sentimiento encontrado.

37


1 Este poema fue creado por una computadora 2 La nave arde. ¡Una estrella fugaz!, grita una niña 3 La última lluvia de copos fluorescentes nadie la vio 8 En ese hueco donde falta el alma, un engranaje 11 En el pasado soñaremos futuros más divertidos 12 Ese recuerdo que me trae tu risa ¿será implantado? 13 Estamos solos. En todos los canales, el ruido blanco 15 ¿Sos vos, querida, la que asoma a la puerta o tu holograma? 38


18 Todos los días viven por primera vez el fin del mundo 20 Si parpadea la historia universal nos extinguimos 26 Autorizaron la ingesta ocasional de carne humana 28 Nadie en la luna escribe poesía viendo la tierra 29 Todo tu mundo ha sido reemplazado por otro idéntico 30 Ambos pensaron que tenían en frente un alienígena 35 Para mis dedos la piel con que te cubres se siente real 36 Entre tu mundo y mi mundo, una sola línea ondulada 39


40


Región 4 (Jujuy, Salta, Misiones, Formosa, Corrientes, Chaco, Tucumán, La Rioja, Catamarca y Santiago del Estero) Matías Javier Muzzillo Yilé Novela gráfica Tucumán (Ramos Mejía, Provincia de Buenos Aires, 1983) Estudió historieta bajo el ala del maestro Oswal, en la escuela Garaycochea. Continuó sus estudios en el IUNA estudiando la Licenciatura en Artes Visuales, luego estudiando técnicas experimentales con Andrés Zerneri y relato gráfico en Sótano Blanco, taller a cargo de Juan Bobillo y Marcelo Sosa. Fundó junto a otros artistas, la editorial Panxa, de la cual participó hasta el 2010, cuando se mudó a Tucumán. Participó de varias antologías (Kaboom, Grafito, Spectra) y entre el 2019 y 2020 publicó en formato digital la historieta Nación Zombie junto a la editorial Loco Rabia.

41


42


43


44


45


46


Región 5 (La Pampa, Tierra del Fuego, Chubut, Santa Cruz, Neuquén, Río Negro, San Luis, San Juan y Mendoza) Cristian Pelletieri Gótico patagónico Libro de poesía (Comodoro Rivadavia, Chubut, 1987) Creció en la Patagonia, pero vive en Buenos Aires, Capital Federal. Estudió filosofía. En el año 2019 publicó, a través de la editorial Barenhaüs, un libro de relatos llamado La Senda de Mandelbrot. Cuenta con una tesis y un poemario publicados. Actualmente, trabaja en un libro de cuentos.

47


CHONCHON limpia el cañón del winchester se acabó la tregua cae nieve entorna la ventana del altillo una lechuza en la rama de un coihue apunta prueba la mira calibra prueba la mira no te voy a lastimar, amiga amartilla tu vigilia es necesaria gatilla el chasquido del percutor rebota en los árboles la lechuza se va no es a vos a quien espero noche un farol afuera bosque el vecino más cercano vive un kilómetro montaña abajo fuma calcula los metros de leña que hay en el patio se pasan una grasa por el cuello baja, sale, va a la fragua nunca había derretido lingotes de plata nunca había templado ese material

48


con leña y carbón su abuelo sí cuando aún no había tregua cuando ellos venían volando a profanar tumbas de recién nacidos para tajear en los rituales rompe con una maza el tibio molde de arcilla abre el depósito del rifle mete tres balas una grasa hedionda, así se les separa la cabeza cierra el rifle escucha nada escucha silencio alista la corredera amartilla pasa la bala a la recámara apaga el farol escucha el silencio que abre el miedo en todo lo que habita el bosque cuando eso lo sobrevuela cala por última vez mira

49


la foto de su hijo corre el cerrojo sale enfila a la leñera eso mordió el cebo y quedó encerrado llega ve las alas de murciélago que mantienen flotando la cabeza desde el otro lado de la alambrada ve las columnas de dientes afilados entonces apunta HOMBRE CHOIQUE en el ocaso el pueblo elige a dos y los manda campo adentro ese es el pacto la sombra crece desde la piedra el horizonte se coagula en nubes quietas rojas muere el que pierde un golpe de taco abre el duelo adelante en el aire el poncho saluda y se va

50


pero él llega con la noche él frena el malambo y ata facones a las piernas de los contrincantes y prende cuatro velas muere el que pierde, ese es el pacto y se sienta a contemplar el entrevero bajo la piedra tallada van a zapatear sin reglas van a zapatear cortando sus rodillas para que él no vaya al pueblo uno cae muerto gotas de greda por la frente del vencedor entonces él penetra el cuadrilátero de luz se pone a contrapunto ahora el duelo es otro se arremanga las bombachas para empezar el repiqueteo a la sombra de las velas las patas del engendro son estriadas y rugosas como chairas

51


52


Premio especial Julián Enrique Martínez Vázquez Agua Libro de cuentos (Buenos Aires, 1968) Creció en Necochea. Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires. Es docente de español para extranjeros y de gramática. Realizó talleres y clínicas de escritura con Pedro Mairal, Claudia Prado, Osvaldo Bossi, Federico Falco y Julián López. Publicó versiones de mitos griegos en Editorial Estrada. Cuenta con una novela inédita.

53


La malla roja Éramos chicos los dos. Teníamos nueve años. Yo y mi prima, la que se ahogó. Hacía horas que jugábamos juntos esa tarde. Habremos entrado al mar cinco, seis veces después del mediodía. En la parte baja, simulábamos que nos caíamos para salpicar a los que parecían friolentos, y recibíamos algún insulto. (Si eran porteños, mejor). Cruzábamos el canal con escándalo, pidiendo ayuda a los más altos, sobreactuando peligros. No prosperó la caza de aguas vivas, que alguna ventisca se había llevado hacia playas más calientes. —¿Cuál es tu color preferido? —me preguntó. Nos habíamos hecho milanesa en la arena. Sobre la piel rosa de las mejillas de mi prima persistían algunas gotas de sal. —El rojo —dije. —¿Vamos a bañarnos? —me invitó, entusiasmada. —¡No! Serían las cuatro, faltaba para que nuestras madres llegasen al balneario con sus termos de chocolate y docenas de churros. —¿Y tu número? —El ocho —dije. —¡Dale, vamos! —¡Está helada el agua! Es raro, pienso ahora, que un chico se queje de que el agua está fría, pero a esa edad, a punto de cumplir los diez, aprendí que la temperatura y otros asuntos servían como excusas para calmar la infancia. Ella se puso de pie. —¡Maricón! Se dio vuelta y salió corriendo hacia el mar, con su malla roja enteriza y el pelo negro que le llegaba a la cintura. En un momento miró hacia atrás, tal vez porque me había dicho maricón y quería ver si yo la perseguía para salpicarla o hundirle la cabeza, lo que entonces era jugar. Pero no lo hice, y a la primera ola se olvidó de mí. Aunque había mucha gente en el agua, el color fuerte de mi prima brillaba cerca de la rompiente, a la derecha de mis primos mayores; después, se perdía en la parte del canal, que nos llegaba hasta los hombros. Más allá, en la nueva orilla, la descubrí por unos segundos, o más bien distinguí el rojo intenso de su malla. Enseguida me aburrí y no busqué más, y el rayo del sol que se echaba sobre mi ojo como una víbora me hizo entrecerrar las pestañas, arrullado por las conversaciones familiares y las voces de los vendedores de palitos helados. Recuerdo que sentía el fuego en mi espalda, en mis hombros y piernas, y disfrutaba del fresco de la arena en el pecho, apoyado sobre mi sombra. Al rato escuché los primeros gritos. Abrí bien los ojos y, herido por el celeste tenaz de febrero, vi que los bañeros se apuraban hacia el mar, uno de ellos con un salvavidas naranja con cintas claras. La gente empezó a congregarse allá adelante y no pude espiar mucho, hasta 54


que mi hermano Mario vino corriendo desde las carpas. —¡Un ahogado! —dijo. Me levanté de un salto y lo seguí. Hasta entonces, los ahogados eran una de las mayores atracciones de la playa. Pronto llegaría la ambulancia municipal, abriéndose paso entre sorprendidos semidesnudos y sus mates y bizcochitos. —¡Ahí! —gritaba alguno, mientras señalaba excitado. Yo no alcanzaba a ver más que un muro de espaldas, brazos y cuellos en diferentes tonos, desde un blanco leche humillante al moreno ideal. Era ella, supe después. La vieron lejos, bien profundo, levantando la manito cada tanto. Se encaramaba una ola como un nuevo horizonte y mi prima desaparecía, por segundos. Después se veía otra vez su pelo oscuro allá, chiquitito, perdido. Nunca encontraron el cuerpo. En la cocina, papá comentó por lo bajo algo de la prefectura o de la gendarmería, no me acuerdo bien. Parecía obsesiva la búsqueda: el primer día, cayó la noche sobre dos lanchas quietas mar adentro. En ese tiempo, yo no comprendía por qué tenía tanta importancia para los tíos, para la sociedad de Necochea, para los prefectos, recuperar del océano los restos de mi prima ahogada. ¿Qué significa tener un muerto a la vista? Tal vez idealicé la imagen de aquella tarde en la playa, tal vez la luz del sol sobre los primeros metros de la costa no haya sido (como recuerdo) un infierno bíblico que inflamaba los colores hasta que nos dolían los ojos de mirar. Ese verano fue difícil volver a la playa. La tía me preguntaba como un latigazo, una y otra vez: ¿Vos estabas con ella? La primera vez temblé, lloré, le dije que la había visto entre los primos. A la tercera o cuarta supe que no importaba lo que respondiese; la tía no escuchaba. Por suerte, a nadie se le ocurrió culparme, ni a mí mismo, porque éramos decenas de hermanos y primos (y de amigos de unos u otros) los que íbamos en grupitos a las olas grises, y nos cuidábamos entre todos. Pero yo fui el último que habló con ella, eso me daba un papel en la historia, hermanos y primos me miraban distinto y hasta alguno no me saludó por un tiempo. Fui, además, el último de la familia que la vio con vida. Y el único, que yo sepa, que llegó a verla muerta, meses después, en el otoño. Era un mes de abril bastante inusual. Un día faltamos al colegio por la peor tormenta de la década, según dijo mi padre. Mamá, que era inflexible en lo que tenía que ver con educarnos, en un rapto inédito nos dio permiso para quedarnos en la cama, pero preferimos bajar desde la habitación y asomarnos a los ventanales del living, a admirar la catástrofe. El cielo era un atropello de nubes que no dejaban llegar el sol. La lluvia, un martillo sobre las tejas de las casas. Mario vio pasar una chapa volando por la calle 87 y nos llamó desde el comedor chico. Mi hermana Alejandra señaló un árbol enfrente que había caído sobre un Fiat estacionado. La casa entera se estremecía y tuve miedo de que se desarmase y nos dejase, de repente, ateridos entre los escombros. 55


Más tarde veríamos en la tele imágenes de barcos zainos que se columpiaban en el horizonte, torpes pero firmes, como buenos bebedores. Ese mismo día, después de gimnasia, salí de casa con Toby. Serían las seis de la tarde y ya habíamos cumplido con la merienda. Me había peleado con Mario por vaya a saber qué idiotez, así que preferí irme un rato, hasta que se me pasara el odio. Al principio pensé en caminar para el lado del parque y del casino. No sé si fui y después cambié de dirección, lo que recuerdo es que me acerqué en un momento a la costanera, empalidecida por la bruma, crucé la avenida 2 y miré hacia la orilla. Es raro observar la playa desierta, sin las carpas ni las sombrillas ni la felicidad del verano; tiene algo de teatro abandonado. No pensaba bajar; hacía demasiado frío, según el viento sur. El perro se metió a corretear por ahí, con su entusiasmo animal, y en poco tiempo corríamos los dos sobre la arena. Esta vez no se veían huellas de jeeps o de bañistas y temía, en el hecho de marcar con mis pies la llanura blanda, algo sacrílego, irrespetuoso. Había, sí, manojos informes de algas traídas desde lo hondo por la tormenta, como enormes redes descompuestas. En un momento me senté a pocos metros de la orilla. Toby corría detrás de las olas turbias, que retrocedían, y cuando ellas volvían a la carga, huía en mi dirección, y luego vuelta a empezar. Estábamos a uno o dos balnearios de donde habíamos ido aquella tarde, cuando mi prima. Seguí sentado sobre la arena durante, al menos, media hora. Miraba con fascinación hacia el mar revuelto, que tenía algo de hostil. Mi prima muerta surgió, entonces, de la espuma. Tardé en reconocerla, en parte porque las aguas eran violentas y caían sobre sus hombros de niña, o se alzaban y la escondían; en parte porque en el viento acechaba una humedad viscosa que me confundía los ojos. Se le había corrido un bretel, alcancé a ver, por lo que llevaba una tetilla a la vista. Salió del mar como si nada, como si volviese a buscar una de las facturas de crema que nos traía su madre. Se acercó a mí, que continué quieto, sin poder moverme. Cuando estuvo a un metro, se detuvo. —¿Vamos a bañarnos? —me propuso, con su mano tendida. Yo no podía responderle. La pregunta era lo de menos frente a esa carne entre blanca y violácea, uno de sus ojos corrido, sin iris; la boca como una cicatriz opaca. Lo que más me estremeció, en ese momento, fue su malla, a medias hecha jirones; me inquietaba el color, que antes había sido rojo, mi preferido, y ahora era otra cosa: un tono ocre, sucio, llegado desde el lecho del océano, desde otro mundo que mis padres no me habían explicado. —¿Vamos a bañarnos? —repitió, y le dio un impulso a ese brazo que dirigía hacia mí, insistiendo en que tomase su mano. Entendí, entonces, que esas eran las únicas palabras que podía decir mi prima muerta. Pude girar la cabeza hacia atrás y divisar al perro, detenido ante un montículo, desenterrando con sus patas algún cangrejo herido. Y supe que esta vez no podría negarme, y que la iba a acompañar. Me puse de pie. Me dio asco sentir el contacto de sus dedos helados sobre los míos, pero no tuve valor para apartarla. No recuerdo que oliese a cadáver, de esa manera que imaginamos 56


que los cadáveres huelen; el aroma era fuerte, sí, como cuando el colectivo azul toma la avenida 10 y se interna en el barrio del puerto, y la náusea nos asalta como una corriente de peces muertos. La acompañé los quince metros que faltaban hasta la orilla. Cuando llegamos ahí, sintió mi resistencia y no siguió. Me miró, estoy seguro, pero yo bajé la vista a la arena. —¿Vamos a bañarnos? —No —contesté, en voz baja. Después de decir que no, uno trata de suavizar con alguna frase que, en comparación, llega lenta y razonada. —¡Hace frío! —dije. Veía sus piernas pálidas apenas sostenidas sobre la arena, quietas. No pude no ver que le faltaban dos o tres dedos en el pie izquierdo. En la otra pierna se descubría una parte del hueso bajo la rodilla, de un amarillo rancio. Me imaginé a los peces mientras se alimentaban del cuerpo de mi prima, justo antes de caer en las redes y formar parte de ese olor insoportable que llega hasta las ventanas del colectivo azul. (Todos los cadáveres, finalmente, se juntan en ese olor a puerto y tenemos que dejar de respirar, hasta que el colectivo dobla por la 75 y enfila rápido hacia el centro). Tomé coraje y la miré. Tenía los ojos tristes, hasta cierto punto. Tal vez fuese una herida en su cara, pero el recuerdo, mes a mes, convirtió lo que haya sido en uno de los gestos de la soledad. —¿Vamos a bañarnos? Me eché en la arena, abracé mis rodillas y empecé a llorar, al lado del cuerpo erguido de mi prima. El llanto era sobre todo de miedo, entrecortado, silencioso. Ella entendió. Noté que se alejaba unos pasos y tuve la certeza de que había entendido (aunque no sé bien qué podría entender una nena ahogada). Ya estábamos separados, los dos. Se dio vuelta. Tenía la malla corrida atrás, también, y se le veían las nalgas manchadas, algo roídas por la oscuridad inhóspita del mar. Empezó a caminar, lenta, como en un desánimo, y le pedí a Dios, por favor, que mi prima no se volviese a mirarme. Dios me escuchó, ella no se dio vuelta, y siempre sentí que eso era lo malo con Dios: que el favor que a veces nos hace solo resuelve uno de los detalles mínimos del horror. Mi prima atravesó esas pequeñas olitas donde chapotean los bebés, luego echó a correr con la velocidad que tiene la alegría de un niño, hasta llegar a la rompiente, ahí donde siempre juegan los primos mayores. Y vi por último su espalda, que se iba hundiendo traslúcida, y el bretel de su malla roja (o que antes era roja y ahora era de un color sórdido). La segunda rompiente escondió el cuerpo de la muerta, que se hundió en el azar de las mareas y la descomposición. Llamé de un silbido al perro. Allá lejos, por la avenida, pasaba lento un colectivo verde. Mientras subía a la ciudad, aproveché para fijarme en ese coche viejo, y con una precisión enferma fui nombrando una a una las calles de su recorrido: 2, 89, 10…, una a una las calles que lo alejaban del mar hacia los barrios iluminados del centro. 57



Premio especial María Guadalupe Faraj Jaulagrande Novela (Buenos Aires, 1976) Escritora y fotógrafa. Realizó diversos talleres y clínicas de escritura, estudió filosofía y fotografía. Su primera novela, Namura, ganó el premio Novela Corta Pola de Siero, España, 2011. Escribió Yo no decido qué soñar, serie de narrativa poética incluida en la antología Y no ilumines los rincones (La mariposa y la iguana). Publicó las plaquetas de fotografía Mundo y Nadie a salvo. Colaboró en revistas de literatura y psicoanálisis. En 2018 se publicó Namura en Argentina (Ed. Indómita Luz). En 2019 recibió Primera Mención Honorífica en género No Ficción, otorgada por el Fondo Nacional de las Artes, por su libro El año reptil. Trabaja como escritora, editora freelance y dicta talleres de escritura y fotografía en el marco del proyecto Paseantes.


Jaulagrande Jaulagrande. Nadie quiere ir. A qué, piensa Boris y mira el cielo de aspecto enfermizo como si el sol estuviera dando los últimos rayos que le quedan. El camino está vacío. La línea por la que van corta la mitad o lo que a él le parece la mitad de ese paisaje sin color. Desde el asiento de atrás puede ver las nubes moverse lento, grandes hongos de humo copando el cielo. Tienen que doblar a la derecha y seguir por ripio hasta dar con la puerta principal de la base. Hay partes de pasto seco hasta donde llega la vista: poco crece en un lugar así. Lo único que se diferencia del tono monocorde del paisaje son los troncos negros, sin follaje. La hilera combada que se extiende sobre el final y que irradia brillo. Una luminiscencia suave que le da forma al bosque. 1 Aparece un ganso por el costado izquierdo y empieza a seguir la camioneta. Boris acerca la cabeza a la ventanilla, el animal corre y lo mira fijo, su plumaje es blanco, no hubiera imaginado que un ganso lograra esa velocidad con patas tan pequeñas. Tiene una mancha negra en el cuello con la forma de un corazón, de un puño. La camioneta acelera, el ganso desaparece. El general Fresno maneja con la vista en el parabrisas. Hace unos días se enteró de que su destino sería Jaulagrande y desde ese entonces habla en voz baja, gesticula, no se lo puede oír. A Peggy le pasó lo contrario, habla en voz alta, consigo misma. Boris la escucha repetir Jaulagrande, Ofrenda, Caja. Pero su madre nunca da explicaciones. Sin embargo el chico supone que es algo a lo que hay que temer porque cuando ella dice esas palabras, su tono de voz decae y se queda mirando el piso como si le hubiera venido una imagen que no le gusta, una idea despreciable. Al rato Peggy mira a Fresno y se entusiasma, encuentra en su fisonomía alguna razón que la ordena, la magnetiza. Su madre lo confunde. Va de un estado de ánimo a otro, vive en dos lugares a pesar de habitar bases militares hace más de veinte años: adentro de una cueva y afuera de la cueva. Otra vez el ganso. Toma velocidad y queda en la misma ubicación que Boris, abre el pico y él le ve algo parecido a un segundo pico que produce un sonido agudo. Boris se ríe, podría hacerse amigo del ganso, piensa. —¡Qué grito! ¿Viste, Fresno? ¿Hace cuánto que no vemos uno de esos? —dice Peggy con la vista en la ventanilla—. ¡Con cuidado! Esto es un camino espantoso. Eso es lo que es. —No más que el anterior —dice el general. —Ni me lo digas, querido. 2 Hay olor. Vaho a amoníaco. Peggy se tapa la boca, tose, frunce la nariz, parece un conejo, una ardilla. A veces ella misma sien- te que es uno de esos animalitos inquietos que ya no existen —¿o existen y no sabe dónde están?—. En otra época, cuan- do los destinos de Fresno


eran los de un militar en ascenso, y Boris no había nacido, viajaban de una base a otra por caminos de flora verde y húmeda donde había animales echados en el pasto. Vacas que los miraban pasar como si estuvieran arriba de una nave llevando prosperidad de un lado a otro. Fresno estacionaba la camioneta para estudiar el mapa y ella abría la puerta, se descalzaba, caminaba sobre el pasto carnoso, un colibrí aleteaba cerca, o no, está exagerando, no un colibrí, pero sí una mariposa. Cómo fue que las mariposas se convirtieron en bichos de alas grises que apenas levantan medio metro de vuelo se deshacen en el aire, caen al piso, muertos. Una vez, por el camino se cruzó una liebre, fue un momento dicho- so, pudo verla correr, estirar las patas y avanzar con elegancia. Qué pacificador identificarse con ese animal, el corazón se le expandió queriendo salir. Cuando le venía nostalgia de esa época en la que habitaban bases que eran paraísos, la recordaba en voz alta, hablaba durante horas. Boris la observaba y ella lo esquivaba. Lo mantenía a distancia, le contaba algunas cosas, no muchas, las que ella quería y no las que él preguntaba. ¿Por qué no podemos ver eso?, decía él, y Peggy seguía de largo como si estuviera arriba de la nave de aquel entonces. Los pensamientos eran más ligeros que las preguntas de su hijo. Ahora se siente chiquita —no es más una liebre elegante, y no puede evitarlo—. Golpea con un puño la guantera de la camioneta: cómo pasó que el mundo se volvió igual a la tela de un vestido viejo. Quiere gritar, que ni Fresno ni Boris le digan una sola palabra, que ni se enteren de que está, quiere hacer lo que se le dé la gana y no sentir que alguien la metió adentro de una caja y le dejó cinco agujeros para respirar y un poco de espacio para moverse. Se le cierra la garganta, le pica, le falta el aire. Jaulagrande, dice en voz alta. El sonido queda suspendido como las nubes del cielo. Fresno da un volantazo a la derecha. —¡ Jaulagrande una mierda! ¡Dejá de repetir Jaulagrande, carajo, Peggy! Boris escucha el lloriqueo de su madre que suele empezar bajito y alborotarse en la mitad hasta convertirse en un llanto. Busca en su mochila un pañuelo, algo para darle, revuelve. —¡Ceremonia en siete días y el que no está listo tiro en el culo! ¡Me oís! —dice el general. Ella se seca las lágrimas con una remera que acaba de darle Boris. Quisiera partirle un ladrillo en la cabeza a Fresno, pero siempre hay algo que se interpone entre la idea y la acción concreta, como si le apretaran un botón detrás de la oreja y ella se rearmara igual que una muñeca de aire. Las palabras de Fresno primero le molestan, después se convierten en pedacitos de algo bueno y tranquilizador. Consiguen que olvide lo que la llevó a ese estado lamentable. No todo está perdido, piensa y mira por la ventanilla: el reto de él la ubica, vislumbra cierta orientación. Si se lo propone podría regresar a esos días. A lo que eran juntos. Podría embellecer para la ceremonia, colaborar con Fresno. En caso de que ella misma sea una ofrenda, será por algo bueno, se dice, algo en favor de él y, en consecuencia, por su propio bien. ¿En qué puedo ayudarte, querido?, le gustaría decir. .


62


Premio especial Ezequiel Pérez Hay que llegar a las casas Novela (Villa Ramallo, Provincia de Buenos Aires, 1987) Es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Especializado en literatura latinoamericana colonial, publicó artículos y capítulos de libros sobre la conquista de Chile en diversas revistas y editoriales. Actualmente está terminando su tesis doctoral sobre la figura de Pedro de Valdivia. Hay que llegar a las casas es su primera novela.

63


Sobra una silla en el fondo. Quedó ahí, arrimada a la mesa de mármol con las patas reforzadas por los puntazos de soldadura que, en algún momento, hace muchos años, le diera mi viejo en el taller de Barrientos. Me apoyo con todo el cuerpo. Compruebo que todavía conserva la fortaleza de antes. No se mueve. El viejo me mira desde el marco de la puerta de la cocina y sonríe. —Está firme —le digo. Hace que sí con la cabeza y se mete adentro de la casa, mientras las tiras de hule de la cortina dejan un halo de su presencia. El Tordo corta un salamín. El cuchillo cae en fetas. Saca un poco la lengua, concentrado en la tarea. Barrientos extiende las manos arriba de la mesa, cerca de la tabla, y cuando el Tordo deja una tira de cuero la engancha entre los dedos y se pone a rumiar distraído los pedazos de carne que quedaron pegados. Una vez que termina, tira el cuero cerca del limonero y vuelve a arrimar los dedos a la tabla. Me tranquilizó ver que los muebles no tenían polvo. Como si el viejo se hubiese encargado de pasarles Blem todas las mañanas. Y las fotos, sobre todo, que siguen siendo las mismas desde hace unos años. El hecho de que no haya agregado fotos a las que ya estaban me hace pensar en que no hay gente nueva para conocer o historias que debería reponer en todos estos años de ausencia. Que sean las mismas fotos significa también que la distancia ha sido profunda pero espiralada, una vuelta continua en la que siempre estamos el viejo y mamá y Andrés y yo. Los cuatro juntos posando en el living de casa, en alguna fiesta de cumpleaños, o antes de salir de caza. O los cuatro, pero en fotos individuales: la primera comunión con un corbatín negro y los pantalones cortos, el primer día en la escuela con el pintorcito sin mangas, un primer plano de un corte taza. Ahora el Tordo corta un pedazo de queso con el cuchillo engrasado de salamín. El primer tajo le deja pegados en la hoja unos puntos rojos de la cáscara. “Son los de Fernández”, me dice, orgulloso por la pieza de pategrás. El apellido no me recuerda a nadie, o quizás a todos los vecinos que deben tener ese apellido y se me confunden. Igual le digo que sí con la cabeza para dejarlo tranquilo y suelto un silbido de aprobación por el quesero. Esta vez Barrientos intenta pescar un trozo, pero el Tordo les cierra el paso a esos dedos gruesos. El cuchillo corta el vacío sobre la tabla. Levanta el asta de ciervo a la altura de los ojos, de costado, mostrándole al viejo la planicie que reluce en un filo profundo. —Aguantá un cachito. Barrientos no protesta. Sostiene el bastón con las dos manos. Acaricia la manopla de bicicleta que hace de empuñadura. Se queda mirando el fondo y patea el pasto con la punta del pie. Achina los ojos, Barrientos, para llegar con la vista hasta su casa, allá en la costa, cerca de los ranchos de chapa que se apilan frente al río. Estira el cuello para sortear la casa de Andrés que le tapa la visión.

64


El Tordo me mira como diciendo “qué viejo de mierda” y separa con la hoja del cuchillo un trozo de salamín y me lo acerca con tres golpes mientras me guiña un ojo. Me lo trago rápido. —No podía creer cuando te vi —dice Barrientos. Viene de la cocina el ruido de unos platos y después la puteada de Abel que no llega a formarse del todo. El Tordo deja en suspenso el cuchillo y espera a que el choque de los vidrios reaparezca en el patio, pero más dulce, acompañando a mi viejo, que vuelve a dejar las cintas de hule bamboleándose. Antes de bajar la hoja, el Tordo calcula el mejor corte para partir en dos el último pedazo de queso. —Qué cosa, otra vez el pibe. Todavía con los ojos en su rancho, Barrientos levanta uno de los brazos y me acaricia el hombro. —Te juro que no lo puedo creer. Yo digo que sí, por decir algo. Y después digo “en fin” como para señalar que no puedo hacer nada con esa tristeza que tiene Barrientos en las manos y que aprieta fuerte en los hombros. Nada. Esta hora de la tardecita en que las horas no pasan. O, en realidad, gotean. Había perdido la costumbre de ver el espacio quieto, los mojones de hojas apiladas sobre la tierra, la humedad que remolonea en el aire. En el fondo de casa no se mueve ni un solo pasto. Como una boya flotando ante nuestros ojos está el palosanto del alambrado que nos separa del jardín de Andrés. Apenas un hilo curvado hacia abajo por el peso de los perros que no saben de propiedades. Entonces entiendo la mirada de Barrientos por los fondos de las casas. Es un camino mucho más transitado que las calles de tierra. Los fondos son uno solo. El pueblo es un gran fondo. Abel aparece otra vez por la puerta de la cocina y las tiras de hule retoman el vaivén. Deja los cuatro vasos arriba de la mesa y descorcha una damajuana de las que se rellenan en el almacén. —Un poquito nomás. Barrientos sostiene el vaso por miedo a que se le escape. Controla con destreza el sacudón inicial y después lo arrima con los garfios y empieza a acariciar los bordes. Demora la empinada porque sabe que los demás estamos esperando a que el viejo termine de servir. Barrientos gira el vaso hasta formar un remolino morado. —Dejá de agitar que lo vas a hacer vinagre —dice el Tordo. Y el otro sonríe y agacha la cabeza agradeciendo la venia para empezar a beber. Se lo

65


nota cansado a Barrientos. Un cansancio profundo que también se retuerce en los ojos de mi viejo. El Tordo, en cambio, es reacio a las profundidades y empuja con todo el vino del vaso un pedazo de salamín. Abel se sienta a mi lado y apoya los pies en la silla vacía pero los retira de inmediato, como pidiéndonos perdón. Estos hombres, acá, son puro silencio entre un montón de hojas a punto de pudrirse. Todo este fondo es para nosotros. —Se me mueren —dice entonces el viejo. —¿Qué cosa? —No sé cómo hacía tu madre. Y extiende el brazo para señalar los canteros muertos. El círculo de piedras con la tierra reseca y algunas plantas quemadas que ya no se sabe bien qué son. No hay más flores en el fondo y recién ahora me doy cuenta de que esas manos en los hombros y esa espera entre un sorbo y otro tienen el olor de la gramilla y el ruido de una rama que se quiebra. —Un sorbo nomás, querido —dice Barrientos. El Tordo le sirve hasta el borde. Las luces de los ranchos se encienden todas al mismo tiempo. Los hombres exprimen hasta el último minuto de sol antes de poner en marcha los generadores. Todavía no llegó a la costa el alumbrado y las casas tienen que arreglarse con unos aparatos viejos cedidos por la Municipalidad. Por eso, cuando uno se desacostumbra a este pueblo, lo primero que escucha a la noche es un ronroneo, una especie de rugido contenido que viene de los motores en funcionamiento. La costa se nos viene encima con la noche. El río entero es un oleaje de brea que rompe lento contra la costa iluminada y cubre, por momentos, el ruido de los motores con el golpe del agua contra las barrancas. El Tordo dice en el mismo registro monótono del pueblo que la puta que los parió a estos gringos de mierda y escupe el piso y arrastra la alpargata sobre el escupitajo para desparramarlo por la tierra. Junto al único muelle del puerto, el barco se hace más grande de lo que se veía desde la ruta. No llego a distinguir qué bandera es. Todo muy negro todavía como para que mis ojos identifiquen los colores de las franjas. —¿De dónde son? —pregunto. El Tordo se encoge de hombros y se sirve el último trago de la damajuana. La última gota, en verdad, porque agita el pico contra el vaso para exprimir el interior. Desde hace un rato, Barrientos cabecea en la silla, baja la pera a la altura del pecho y, cuando está a punto de dormirse, se levanta sorprendido y se limpia la comisura de los labios. Ninguno le dice que mejor se vaya a su casa, que tiene todavía que caminar en las sombras del pueblo hasta llegar a los ranchos, que la vuelta se hace más difícil con varios vasos de vino en el buche.

66


Y tampoco Barrientos parece ansiar la comodidad de la cama, como si quisiera también él exprimir los últimos minutos del día. Estirarlos. Abel, en cambio, amaga con meterse en la cocina y buscar otra botella de vino. El Tordo lo frena con la mano y le dice que no, que así está bien. —Si el Tordo no quiere chupar es que estamos jodidos —dice el viejo. El Tordo se ríe demasiado fuerte. Barrientos se despierta sobresaltado y sonríe, también, pero sin saber por qué. Después, otra vez, la pera recorre el camino que la lleva hasta el pecho, y la sombra que producen las luces del alumbrado sobre el cuerpo de Barrientos me devuelven un perfil troquelado que se continúa en la superficie del río. —Mañana hay que levantarse tempranito —dice el Tordo. Es la venia que estaba esperando Abel para arrastrar la silla y acercarse. —¿Trajiste ropa? —Un poco —le respondo. —Te puedo prestar una camisa si querés. O vamos a la casa —y señala con la cabeza el otro lado del alambrado—. Seguro hay algo. Le digo que no y el viejo asiente. Afuera se cierran las persianas de las casas y el Tordo se levanta de la silla y se estira los pantalones y los plancha con las manos. Alza los brazos, entrelaza los dedos y hace sonar los huesos de la espalda y el cuello. —Hora de irse. Empina las gotas casi invisibles que quedan en el vaso y le palmea el hombro a Barrientos para que se despierte. Barrientos dice: —Sí, ¿ya vamos? Ya vamos, Barrientos, que es tarde, que las persianas están todas bajas y no es cuestión de derrochar tanta luz. Los dedos de Barrientos tantean la manopla del bastón, la acarician y se juntan en el puño. —Igual con una camisa está bien —dice Abel, que todavía no se levanta de la silla—. Va a estar caluroso. Un golpe hueco cerca de los ranchos hace que Barrientos se despabile por completo. Se lleva el índice hasta los labios y nos dice que hagamos silencio. El Tordo no se preocupa hasta que papá se para y empieza a caminar en dirección a la calle con los puños apretados. Barrientos y el viejo se quedan mirando el río. Los ojos vacíos en el río negro. Casi no respiran. —¿Escuchaste? —pregunta Barrientos. Abel dice que sí con la cabeza sin dejar de observar la mancha oscura del Paraná. A mí me llega el ruido de los últimos motores de lancha que se arriman a la Costa Porá. Embarcaciones de lujo para un río tan rústico. —¿Fue un tiro? —pregunta Barrientos.

67


El Tordo sale del estado somnoliento al que lo había transportado el vino y le dice a Barrientos que se calle. —Mirá si van a ser tiros. Dejá de inventar, viejo borracho. Pero Barrientos señala con el dedo para el lado de los ranchos y el Tordo se acerca hasta mi viejo. —¿Fue un tiro? —Fue un tiro. —¿Dónde? Achino los ojos para ver cómo un velerito se acerca hasta un muelle privado en la Costa Porá. En ese margen del río no usan generadores. El alumbrado llegó hasta esos bordes mucho antes que a algunas calles del pueblo. —Cerca de lo de Barrientos. Y Barrientos aprieta el bastón hasta que los dedos se le ponen blancos de tanta sangre en los nudillos. De este lado de la costa donde vive Barrientos, algunas luces de los ranchos se encienden y el ruido de los motores vuelve a llenar el vacío que hay entre nosotros. Nuestros cuerpos, acá, en los bordes del patio, haciendo fuerza contra el alambrado como los caballos que descubren que con la sola presión de los pechos se puede tumbar el corral. Un impulso –o un mandato, no sabemos bien– nos obliga a apartarnos de esta calle en penumbras y de los bichos que golpean contra el farol del alumbrado. Un boyero en los huesos que acalambra el corazón cuando intentamos levantar las piernas para cruzar el alambrado y el viejo me dice que mejor esperemos adentro. Por ahí no, puede que se haya equivocado y fuera la explosión de uno de los motores. Eso. Que por ahí no.

68



Fondo Nacional de las Artes Gerencia de Comunicación y RRII Alberto Arias Gerencia de Operaciones Mónica Neffke Gerencia de Planeamiento y Servicios Culturales Gerardo Sánchez Edición y Contenidos Damasia Patiño Meyer Diseño María Della Bella Fernando Gutiérrez Ilustraciones María Della Bella Coordinadores del Concurso Santiago Valentino Jazmín Cusse Peschiera

Concurso de Letras 2020 Convocatoria abierta desde el 30 de julio hasta el 3 de septiembre de 2020 Fondo Nacional de las Artes Alsina 673 - CP 1087 CABA 4343-1590 0800-333-4131 fnartes@fnartes.gob.ar www.fnartes.gob.ar




Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.