HECHOS ENCADENADOS

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HECHOS ENCADENADOS

(NKD-Na2)


Ilustración de portada ÓSCAR BOÁN


HECHOS ENCADENADOS (NKD-Na2)


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CONSIGNA DEL DOMINGO 9 / MAR / 2014

HECHOS ENCADENADOS Producto del contagio que me provocaron los divertidos posteos en inglés que leí en la pantalla lipense o lipeña (o whatever), estuve pensando en el "¿y si...?" o en el "¿qué hubiera pasado si…?”. Escribamos, si les parece, sobre situaciones (una por texto por favor) que fueron cruciales en nuestras vidas y que nos llevaron a hacer lo que hacemos, a vivir como vivimos o a tener la pareja que tenemos. Y por supuesto, si querés podes ir por el otro lado: pensar cómo hubiera sido todo si ese hecho central no hubiera sucedido. DEAD LINE: Próximo domingo EXTENSION: No lo que vos quieras escribir, sino lo que el otro puede leer cómodamente en la pantalla. PROSAS DE BASE: Narración, descripción y argumentación. OBSERVACIONES: Sería bueno que luego de leerte, entendamos cuál fue el hecho desencadenante, por lo menos a tus ojos... Como verán, nos rompemos el bocho para escribir con consignas más objetivas y más subjetivas (aunque todo es subjetivo, ya sé, ya sé). Aprovecho el post para decirles lo impresionada que me tiene la cantidad de nuevos integrantes que se vienen sumando. ¡Felicitaciones LIPE!

Silvina Scheiner

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Cecilia Mosto

Puerto Madryn. 1984. Me precipité a trabajar en turismo submarino, buscando desesperadamente escapar de mi casa paterna, algo que sigo haciendo. Una tarde, estando en el local en el que trabajaba junto a un grupo de delincuentes y donde se alquilaban equipos de buceo, ingresa el titular de cátedra de una materia que había reprobado el año anterior en la facultad. Cuando me vio y le recordé quién era (una alumna que había bochado… sólo eso) se emocionó. Le provocó amor verme ahí, en el medio de un lugar lejano, sola, trabajando en algo bastante exótico en ese momento. Pegamos onda. Decidí que cuando me recibiera de Lic. en Ciencias Políticas iba a entrar en su cátedra, no por el tema, sino por él. Siempre que nos veíamos por los pasillos de la facu nos saludábamos conscientes de orbitar en un universo diferente al resto. Cuando tuve mi diploma fui a verlo a un aula y le hice un gesto para hablar con él un minuto. Le dije: “Quiero entrar en su cátedra como ayudante” Exultante, me respondió con un abrazo: “¡¡¡Bien!!!” Estaba feliz y me dijo: “Andá a hablar con Corallini”. Diego era el adjunto y si bien había sido profesor, no lo había visto. Hace 24 años que vivimos juntos y es el padre de mi único hijo.

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Carmen Navajas Rodriguez de Mondelo

No había conseguido el objetivo, pero ella salía airosa de cada presentación. No supo dosificar el tiempo ni el contenido. Terminó su presentación y se quedó tranquila, una sensación de paz y serenidad la invadía. Las continuas llamadas del director, el salto que supondría en su trabajo... ALGO LA FRENABA. Cuando terminó de exponer su contrincante, aplaudió con entusiasmo. Sentía que ese puesto no le convenía. Volvió a ver la luz. A la mañana siguiente se despertó de nuevo atormentada. Tantos años en el mismo puesto; dedicación y sobre todo paciencia. Se forzó en elaborar un plan estratégico, ella conocía de sobra cómo funcionaba el equipo... su experiencia en esa sucursal era brillante. La dominaba la duda y la ansiedad. El cargo se le estaba yendo de las manos y ella SE SENTÍA PARALIZADA. Le vino aquel recuerdo, una experiencia vivida a la edad de diez años; fue la primera vez que su recuerdo no la atormentó. Cuando era niña pasaban los veranos en el campo. Un día recibió la visita de una tía de su madre de avanzada edad. A pesar de su aspecto poco agradable (tenía los ojos hundidos, casi cerrados, no veía ni oía) ella disfrutaba de su presencia. Se sentía querida. Aquella noche, a las tres de la mañana, se despertó y vio la figura de tres seres luminosos que se le acercaban. Sintió pánico, intentó gritar, pero no podía. Se tapó con la sábana y notó cómo la acariciaban suavemente. Las palpitaciones la sobrecogían, NO PODIA MOVERSE. De pronto se serenó y se quitó la sábana. Vio perfectamente cómo salían las tres figuras luminosas de su habitación. Cuando sus cuerpos desaparecieron gritó tan fuerte que unos vecinos del cortijo cercano llegaron para auxiliarla. Su tía abuela fue la primera en aparecer, la abrazó y de inmediato la serenó. Al día siguiente amaneció sin voz. El médico del pueblo no encontró patología. Tardó diez días en recuperar la voz. Pasó el tiempo y su familia trató de borrar esa experiencia. Todo había sido una pesadilla que había que olvidar. Pronto llegaron los años de adolescencia y juventud y sus continuos interrogantes sobre emociones, ideas, temores, deseos, espiritualidad... adentrarse en el alma, todo era una incógnita para ella. Una búsqueda interior, un mensaje que le decía BUSCA. Intentó hablar con el director, comentar su estrategia y defender su plaza. Descolgó el teléfono y en ese instante sintió un dolor en el cuello y un mareo vertiginoso acompañado de pánico. SE QUEDÓ BLOQUEADA, no tuvo lucidez para defender su puesto, perdió su trabajo de tantos años.

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Aquella noche durmió plácidamente. Una explosión de fuegos artificiales y tres figuras luminosas intentaban darle la mano, ella tenía diez años y en su sueño se sentía feliz. Cuando se levantó vio el retrato de su tía abuela y sintió la necesidad de pasarlo a un lienzo, de plasmar su alma. Pasaron los años y se dedicó a pintar retratos; en la actualidad es considerada una de las mejores retratistas de su país.

Una explosión de fuegos artificiales y tres figuras luminosas… Carmen Navajas

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Daniela Acher

Año 1960. A los 20 años, y sólo unos meses después de haberse establecido junto a su familia en la ciudad de Buenos Aires, a donde había llegado desde su Resistencia natal con su título de maestra normal bajo el brazo, Sara fue “enviada” por sus padres a Tel Aviv, donde vivía su tía, para que conociera, paseara y luego regresara a Buenos Aires para trabajar. Pero a su tía se le ocurrió que a cierto jovencito argentino que vivía en Tel Aviv podría interesarle esa hermosa muchacha de ojos claros y pelo rizado. Así, Sara y Julio se pusieron de novios unos meses y Sara volvió a Buenos Aires con el único fin de aprontar todo para la boda y regresar a Israel, donde viviría la pareja. Durante sus días de preparación de la boda en Buenos Aires, vino de visita desde Resistencia la abuela de Sara, y Sara le prestó su habitación. Para que durmiera tranquila (y acá está la CIRCUNSTANCIA), sus padres, nuevamente decidieron “enviarla”, esta vez más cerca: a la casa de la familia de Graciela, la reciente novia del hermano de Sara, en donde al parecer sobraban camas. No contaban con que Alberto, el hermano menor de Graciela, quedaría deslumbrado con la dulce Sara. Una semana bajo el mismo techo le bastó a Alberto para convencerla de que abandonara a su novio que la esperaba en Israel, y entablara con él una relación en secreto. Dos meses más les llevó blanquearlo ante los familiares, que no sólo no aprobaban que Sara rompiera el compromiso con Julio sino que Alberto tenía 18 años, era dos años menor que la novia y había dejado de estudiar para trabajar. Horrores los tres que hacían de Alberto un mal partido. Año 2014. Mis padres, Sara y Alberto, llevan juntos 54 años, y además de excelentes padres de tres y amorosos abuelos de cinco, son una de las parejas más estables y vivas que he conocido. Discuten, proyectan, trabajan, disfrutan, se aman. Cuando tenía alrededor de 8 años le dije a mi hermano, entonces de 6: “Pensar que podríamos haber sido israelíes”. A lo que mi hermano, con su inteligencia y amabilidad características, me contestó: “No. No hubiéramos sido nosotros, boluda”. Como dijo mi hermano a sus 6 años, le debo a esa circunstancia el hecho de ser.

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Caro Barba

“Miralo”…me decía mi abuela…”persevera y triunfarás”… Y así lo hice de a poquito y a mi ritmo. Con la paciencia que hoy no tengo y con el arte que tienen las mariposas al salir de su capullo… 2do año del colegio secundario. Correcta, disciplinada (¿para qué tanto? me pregunto hoy). Lo vi, era el profesor más lindo de todo el colegio: pelo negro, rulos, algunas pecas y especial desde ese día para mí. Pero especial a los 14, era especial ese día y a esa hora y después era seguir con mi vida, por esos tiempos, llena de infancia. 4to año. Se casaba mi profesora de música y partí junto con mis padres a la abadía de san Benito para ver entrar a la novia. Y ahí estaba él, como un invitado más, en su mundo y lejos del mío. Ese día supe que me había enamorado y una orquesta de violines me acompañó un buen tiempo mientras lloraba porque sabía que no iba a poder “ser”. “Miralo”…me decía mi abuela…”persevera y triunfarás”…y así lo hice: calculaba el tiempo para cruzármelo en las escaleras, lo saludaba y lo “miraba” y ese rito lo repetí a través de los días y los meses. Tuve además tres hadas madrinas: dos profesoras de las materias que más detestaba (física y química) y mi preceptora, que colaboraron sorprendentemente para que pudiéramos estar juntos. Claro que faltaba lo más importante de todo: que yo le gustara. Una noche en un boliche de San Isidro los de 4to despedíamos a los de 5to y alguien me agarró del brazo y me invitó a tomar un helado. Ahí empezó esta historia soñada literalmente en la que tuvimos dos hijos y que gracias a que años después terminó, tuve otro hijo en otra linda historia… un poco más real…la que también terminó, pero ahora, debo terminar de escribir.

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Antonio Lendínez Milla

Cómo sería su vida, se preguntaba a menudo, si no hubiera sucedido aquello. El mundo, la vida era siempre, una elección. Aquellos hitos, aquellos momentos, que habían marcado su vida. De qué modo aparecían. Por qué eran así. Eran siempre una elección. Mas también, una coincidencia de elementos que le llevaban a ese lugar, en dónde tenía que tomar una decisión. Siempre sentía que sucedía eso. Conocer a María, la madre de sus hijos, fue fruto de la casualidad. Recordaba que ni siquiera fue él quien ligó en aquel momento. Fue Carlos, el más apuesto de la clase, el anzuelo. Si en lugar de haber ido a aquel pub, hubieran entrado en otro local, no se hubiera producido aquel encuentro. Quedaron después, cuando acompañaron a las dos chicas andando hasta su casa, él y otro compañero en intercambiarse los teléfonos. Aquella relación comenzó así, con esas coincidencias. ¿Fue fortuito eso? Comenzaba ya a pensar entonces, o intuía tal vez, que nada es fortuito. Ya había leído a Jorge Luis Borges, y creía como él, que “ningún encuentro es casual, es una cita”. Repasaba su vida, reflexionaba acerca de cómo había sido su relación con su pareja. Estuvieron a punto de romper al poco de casados. Ella le dijo que no podía seguir con la relación. El era un dependiente emocional. Le suplicó hasta humillarse que no lo abandonara. Ella cedió. Se daba cuenta ahora, después de toda un serie sesiones con terapeutas durante años, antes de la ruptura y después del divorcio, de cómo había sido aquel camino, hasta llegar a la explicación de por qué sucedieron así las cosas. Tuvo que afrontar y ser consciente de su inseguridad, de su dependencia afectiva, de su entrega dependiente. Hasta darse cuenta de que ella no lo quería ya. De que su relación había terminado hacía tiempo. Educaron y criaron juntos a sus dos hijos, varón y hembra. La mejor realización del esfuerzo de ambos. Aunque también ellos, conscientes más que sus padres de su relación, entendieron de sus desavenencias, el pie del que cojeaban, y superaron su prueba. Tenía muy claro que María era, y había sido, su maestra. Quien le puso en su sitio, para que él respondiera como de verdad responde un hombre cuando su compañera le deja. Aceptó lo que era.

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No fue fácil aceptar lo que es, tal como se presenta. Él se culpabilizaba, sentía de su inseguridad y dependencia. Fueron casi tres años hasta reconocer sus fallos. Hasta conocer, poquito a poco, cómo era. Estaba, por fin avanzando, y notaba esas esencias. La de aprender a vivir solo, a amar y seguir amando a pesar de la tumultuosa relación de tantos años de abnegación por mantenerla. Percibía y sentía muy dentro todo el dolor que le había le infligido a ella. Supo de cómo se había maltratado también él. Fueron muchos años de atenciones, por querer complacerla. Ahora ya sabía, después de reconocer sus exigencias, que al amor no se retiene, que el amor no se compensa, que el amor no tiene precio, que el amor es una ofrenda. Que se da generosamente sin esperar su respuesta. Si el otro contigo coincide, si hay esa correspondencia, entonces el amor prende, entonces se enciende esa mecha. Una candela que luce siempre encendida y abierta. Cuidarla es la relación, cuidar de ese calor, mantenerla. Tuvo que ser Ana. Aquel amor que surgió como una luz delicada, de ternura y de belleza, quien le enseñara a amar, a saber de aquella grandeza. Sentía correspondencia. Todo fueron atenciones, las soñadas gentilezas. Que ni siquiera soñara podrían existir ciertas. Fue amarse con la verdad, con la apertura y la entrega, que se espera del que ama, del que tienes la certeza. Mas la ilusión se esfumó, sintió ella que no era cierta. Entonces fue cuando se dio cuenta. Sintió que no se puede retener al amor, cuando éste no concierta. Supo que no tenía que haberse humillado, que no tenía derecho a pedirle, como hizo a la madre de sus hijos, cuando ella quiso partir, cuando sintió que aquella relación no tenía futuro de ningún signo. Que el amor de verdad a nada apresa. ¿Qué hubiera sucedido? No existirían sus hijos, su vida sería distinta. ¿Cómo él habría superado sus inseguridades? ¿Cómo habría sido su mundo? Ese que ahora comenzaba a vivir con seguridad en sí mismo. Sabía, y comenzaba a sentir, que para amar no se necesita que nadie te complete, que nadie te complemente. Que el amor es entre iguales, si no, crea dependencia. Comenzó a lidiar con sus emociones, sintiéndolas, en lo más hondo. Escuchar al corazón y sentirse cada día más vivo. Estaba transformándose. Se sentía al fin distinto. Seguro de sí mismo. Creador de su actuar, de su ecuanimidad, para observar las cosas a su alrededor. Era un hombre distinto. Gracias a aquellas dos mujeres, que amaba y quería aún. De una sabía que su historia había concluido. De la otra, porque aceptó su vuelo de libertad. De aquel amor, la apertura al infinito, lo que no coarte nadie, ni quien por amor lo quiso.

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Roberta Garibotti

ESO QUE YA NO SOY Me senté en la sala de espera, era agobiante el vaho a mujer hormonalmente activa. El encierro del recinto tan calefaccionado me generaba deseos de respirar en otro lugar más saludable, al menos, más aireado. Las señoras y señoritas gestantes esperaban el control, sus gestos denotaban poca inquietud, como una santa resignación aprendida de la que alguna vez les dio vida: otra madre; otra que cargó panza y nausea. Me entretuve mirando ecografías 4d. Bebés con caras aplastadas y suplicantes de más vida intrauterina. Tomé una pila de revistas, para mi turno faltaban 23 números, 23 mujeres llenas de vida latiendo. Ellas estaban primero. Mi PAP, mi irregularidad, mi calor, mi angustia, mis bultitos… podían esperar. Una cuarentona no es urgencia, al menos que se desangre. A veces, las situaciones, los acontecimientos, los imponderables, vienen con algo que te define; que te encausa, te elige, determina una forma de ser y vivir que no tenías prevista y que no podés controlar. Yo no tenía pensado salir primera en la carrera de mujeres angustiadas, hormonalmente faltantes, avejentadas, excluidas de la juventud carnosa y vigorosa. Fue él, el ginecólogo, el hijo de mi obstetra jubilado -“porque yo también tuve obstetra, panzas y tuve partos”, me daban ganas de gritar en la espera de mi turno avejentado- , el que me clavó la certeza, diciéndome que mi diagnóstico era el climaterio (palabra hostil) que me suena a desierto, clima seco, calor, sudor del feo. Él propició, luego de ver mis profundidades secadas, luego de meter metales fríos en mi dulce interior, que yo ya podía retirarme de la cosa fértil de esta vida. Sin siquiera tener proyectado deprimirme, desilusionarme, decaer por la pendiente del árido desánimo, todo eso fue ocurriendo. Porque en muchas ocasiones las mismas mujeres nos deleitamos autoprovocándonos malestar, insatisfacción, victimización… Siento que en aquella oportunidad, en vez de haber hecho una consulta médica, inolvidable por lo dolorosa (el muy tirano se quedó con un cachito de carne “multicelulada” de mi precioso útero poco habilitado para ser habitado nuevamente), fui a un curandero que me hechizó, condenándome a años de incertidumbre, cambios de humor, poca fluidez, tristezas inoportunas, huesos débiles, arrugas implanchables, menos deseos, más rabietas…

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Maldito el día en que empezó mi fin. Fin de fiesta. Final de algunas esperanzadas ganas de ser joven otra vez. Si no hubiera sido por esa consulta, quizás seguiría mintiéndome, creyendo en eternidades. Todavía no lo pude resolver, ni creo poder hacerlo. Todos los días me miro en el espejo y me reconozco muy distinta. Ese espejo antes reflejaba a una persona desafiante; ahora se ensaña con mi vulnerable estado CLIMATERIOSO.

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Cecilia Gómez Nale

Nunca fui devota de las peluquerías y me aburro como loca cuando decido ir. Aprovecho para ponerme al tanto de todas las frivolidades que las revistas Caras, Gente y Hola me ofrezcan porque no miro tele. Menos que menos, hacerme de una de esas revistas… Una vez, vi una nota que le hacían a Patricia Miccio y que no tenía que ver con la enfermedad contra la que luchó con todas sus fuerzas hasta derrotarla años más tarde sino, con la devoción que sentía por una raza de perros que había traído de un viaje y cuyo porte me deslumbró: vizsla. Los perritos eran de origen húngaro y tenían unas caras, unos ojos y un brillo en el pelo que me cautivaron. En ese entonces tenía una perra con la que iba a todas partes: Meiken. Era una doberman, hija de la primera perra que tuvimos con mi hermano y casi la crié como si fuera su madre, porque la biológica, Anika, no pudo amamantarla: darle leche con jeringuita, estimularla para que hiciera sus necesidades, abrigarla entre mis brazos por las noches. Sobre todo, porque había nacido un 19 de julio, de un invierno muy frío, el de 1993. Meiken paseaba en mi auto, dormía en mi cama. Y sólo la dejó cuando nacieron sus cachorros. Meiken murió en mis brazos, ya viejita y enferma, un tibio mediodía de octubre. Mis hijas querían otro perro: “No puedo… todavía no puedo…” les respondía. Un par de meses después, veo a una vecina con quien solíamos compartir los veranos, pasar por mi puerta con un cachorro vizsla. “¡Bárbara! ¿De dónde sacaste ese perrito…?” “¿Vos viste lo que es…? Es un amor, super cariñoso y compañero.” “Bueno, cuando esté lista para otro perro, me pasás el número del criadero”. Hacia mayo me decidí y llamé, pregunté para cuándo tendrían cachorros: “Para julio. ¿Vos preferís macho o hembra?” “Una hembrita; me gustan las perras. Además, ya tengo el novio para ella que es de tu criadero.” “Bueno, te aviso cuando nazcan.” A principios de agosto, recibo una llamada: “Hola Cecilia; tenemos un pequeño problema… ¿No querés un machito?” “No.” (Contundente) “Es

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que… nacieron solo tres hembritas y ya están reservadas.” “Bueno, yo te llamé en mayo y te pedí una hembra; una de las tres debería ser mía”. “Sino, dejá; no tengo apuro. Espero otra lechigada.” “Pero… ¿estás segura de que no querés un machito?” “No, quiero una hembra.” Se hizo un silencio un tanto incómodo, que rompí preguntando “¿Qué día nacieron?” “El 19 de julio… ¿por?” Y ahí nomás le conté la historia de mi Meiken. Y cuando estaba terminando me dijo: “Pará, no sigas. Te aviso cuando estén para el destete y venís a buscar tu hembrita. ¿Ya sabés qué nombre le vas a poner?” “Juanita.” Hoy tengo a mi Juani, que nació el mismo día que mi Meiken. Y mientras escribo esto, tanto Juanita, como su hija -Ambar- están echadas a mi lado. Todas mis perras nacidas en invierno; todas ellas dándome un calor muy especial.

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Mariangeles Soules

Nos conocimos en las cercanías de Plaza Brandsen en el año 1984, éramos vecinos, apenas si nos saludábamos. Los dos estábamos casados inmersos en matrimonios a punto de estallar. Al tiempo empezamos a vernos en reuniones de militancia, por esa época los dos nos separamos pero cada cual hizo su vida, aunque él siempre decía que yo era la única mujer con la cual se casaría y todos mis amigos me decían “tenés que salir con Miguel porque el te quiere mucho”; pero yo les decía que no, que para mí era solamente un amigo, que no me atraía como hombre de ninguna manera. Claro, pasaron 14 años desde que nos habíamos separado y entonces un 24 de enero me invitó a ir a bailar y no sé cómo ni por qué desde ese momento no volvimos a separarnos más, nos unió un amor incontrolable, apasionado pero libre, sí, libre, porque jamás nos preguntamos ninguno de los dos ni a dónde vas ni de dónde venís, no necesitábamos saber eso. Nos gustaban las mismas comidas, las mismas salidas, ver juntos los partidos de futbol, sí, ya sé que muchas mujeres no podrían entenderme, pero me encantaba ver el futbol con él como de joven lo había hecho con mi abuelo, juntos íbamos a buscar y a llevar a mi nieta, me apoyaba para que yo estudie y aunque no vivíamos en la misma casa, ya que eso trae discordias en la pareja, pero si compartíamos días y noches juntos y simplemente nos amamos como nunca habíamos amado ninguno de los dos, hasta ese maldito 18 julio del 2012 en que la vida me lo arrebató sin previo aviso dejándome sumergida en la más profunda tristeza. Solamente la compañía de mi pequeña nieta, los días que puedo compartir con ella, me han dado fuerzas para salir adelante. Eso sí, nunca he vuelto a ver un partido de fútbol.

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Ofelia Iungman

Los encuentros que nunca se producen, sin permiso. Salí, con ganas de encontrar, sabía que estaba, que existía, sólo faltaba la mirada. Fue una tarde, caminaba por las veredas doradas, teñidas de otoño, me acompañaban los sin nombre, sentía su presencia sublime, sórdida compañía, si no estás atenta y solicitante, no manifiestan su candidez. Llegue a la estación Borges, entré al bar, tomé el mismo libro que la tarde anterior acompañó mi silencio, y me senté agradeciendo la sin cronicidad del instante mágico. Me pregunté qué hay en el vacío, qué hay entre pensamiento y pensamiento, si allí habita la nada… las palabras superan al verbo. Me invade una plenitud que permite escucharme, los encuentros tienen permiso… los rincones personales sólo existen si les damos espacios reales, los vacíos llenos de sabiduría están allí, en los laberintos que habitan en nuestra mente, escucharnos es producir hechos encadenados, sabiendo que cada instante, como ese cafecito en mi querida Estación Borges, es el hilo hacia la infinitud creadora, caen los velos y se nos regalan estados puros... los sin nombre seguramente comenzarán a tener identidad formando un nuevo arco iris en nuestras vidas.

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David Haskel

Tozudo siempre fui. Descreído me hice a temprana edad. De tozudo nomás, decidí que esta vez los Reyes a mí no se me escapan. Me quedo despierto y los voy a ver sí o sí cuando dejan los regalos en la chimenea. ¿Cómo hacen para pasar por ahí, si muchas veces espié y el agujero es muy chiquito? La tarea no es nada fácil. Se me caen los ojos de sueño y me duelen las piernas, así que me paro un rato en un pie y un rato en el otro, y así. Papá y mamá me insisten que me vaya a dormir, que es muy tarde y que a los Reyes no sé bien por qué no les gusta que los vean. Pero nací tozudo y moriré tozudo. Yo me quedo acá. Parado, así no me duermo. Papá ya me dijo que cuando las dos agujas estén juntas son las 12. Si me paro acá voy mirando el reloj que está sobre la biblioteca y la chimenea. El reloj, y la chimenea. El reloj, y la chimenea. Ya casi se tocan las agujas… -

¡¡¡Davíííííd, vení!!!, grita mamá desde el jardín.

-

¡No! ¡Están por venir los Reyes!

-

¡Vení rápido!

-

¡Nooo!

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¡Vení, miralos! ¡Ahí vienen! ¡Rápido. ¡Apurate!, salgo disparado como un rayo.

-

¿A dónde?

-

Ahí, ¿no los ves?

-

¿A dónde?

-

¡Ahí! , grita mamá mirando hacia arriba.

Y ahí están. Surcando el cielo como un relámpago, despidiendo chispitas como esas que largan las estrellitas de Navidad y Año Nuevo. Y vienen derecho hacia casa. Unos metros antes de llegar se arma como una gran bola de fuego que ¡BANG! estalla en infinidad de estrellitas antes de meterse en la chimenea. Igual que en las películas de Disney.

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Salgo corriendo y ahí están mis regalos: el autito a tracción que quería y la lupa. El autito es para jugar carreras en la calle y la lupa para quemar hormiguitas cuando caminan por el cordón de la vereda. Tenés que enfocar justo el punto de calor sobre el culo de la hormiga y seguirla cuando quiere salir corriendo hasta achicharrarla. Fui el último del barrio en “avivarse” de que los reyes eran los padres. Con un pibe que me cargaba nos agarramos a las piñas frente a la tiendita de la otra cuadra. Vino un vecino y nos separó. Le expliqué indignadísimo lo tarado que era el pibe. -

¡Yo los vi. Yo los vi!

-

Está bien, dejalo, no le des bolilla.

En esos días mamá me explicó que no, que no había reyes, que los reyes eran ellos, los padres. -

Pero si los vimos juntos, mamá. ¿No te acordás?

-

¿Qué vimos?

-

Si vos estabas ahí.

-

Decime lo que viste.

-

Venían los reyes por el cielo en el trineo y después se hizo una bola de fuego y hubo una explosión y entraron a la chimenea.

-

¿Venían los reyes en qué?

-

En el trineo.

-

¿En qué?

-

¡Ya te dije! Venían en el…

Ahí paré en seco. Los ojos se me llenaron de lágrimas de indignación. Me sentí muy, muy estúpido. Y me daba mucha bronca que mamá me hubiera engañado. Le pedí que me explicara qué pasó. Ella me habló de la sugestión. Y de cómo si realmente querés ver algo con muchas ganas y estás muy convencido, lo ves. Por supuesto que hoy, muchos años más tarde, soy un escéptico empedernido.

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Cuando escucho que hay personas que dicen que se les apareció un ángel o la virgen o seres extraterrestres, no es que no les creo. Ver, por ahí los vieron. Escuchar, por ahí los escucharon. ¿Y? De vez en cuando me pregunto qué hubiera sido de mí si en vez de ver un trineo hubiera visto camellos.

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Luis Alfonso Martín Delgado

LADRONES DE SENTIMIENTOS Quisiera llorar, pero en este aldea está prohibida la tristeza. Manolo Díaz 1 Hace diez años hoy que unos desalmados, asesinos sin norte ni provecho, de madrugada y con bombas, nos robaron la alegría y nos dejaron helados de dolor y soledad. Despreciando el esfuerzo que cuesta vivir, y vivir en paz con uno mismo y los demás, rompieron con dinamita los caminos que nos llevaban al futuro y lo hicieron llegar de golpe a nuestras vidas, acabando con la de nuestros hermanos. Cuando comenzamos a salir del fondo, apoyados los unos en los otros, dejando atrás el miedo y con los ojos húmedos, otros individuos, con almas y corbatas negras, nos robaron la pena y dejaron que la rabia, el desprecio y todo aquello de nosotros que no nos gusta, aquello contra lo que en la vida anterior habíamos luchado, saliera del baúl de nuestra alma y floreciera como una flor del mal en nuestros labios y nuestras miradas. Malditos sean unos y otros y toda su descendencia, unos por su responsabilidad y otros por su irresponsabilidad; unos por su acción, asesina y traicionera, y otros por su omisión, miserable y mezquina. Todos ellos por su cobardía de no afrontar la verdad con la cabeza alta, por esconderse y escabullirse tras el pasamontañas y la mentira. Malditos seáis por sacar fuera de mí lo peor de mí mismo, todo aquello contra lo que lucho cada día, aquello que nos diferencia de la naturaleza y nos convierte en humanidad cainita, lo que nos desvía del camino de futuro y nos devuelve a los inicios de todo. Sé que esto durará sólo un momento. Que volveremos entre todos a sonreír y a caminar hacia delante. Pero también sé que nunca olvidaremos esos días de marzo. Ni los nombres de unos y de otros. Es justo. El recuerdo colocará a cada uno en su sitio, a los que se fueron y a los que vinieron. También a los que ya estaban y siguen estando. Quizás algún día consigamos que se vayan para siempre.

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Manolo Díaz era uno de los componentes del grupo musical español Agua Viva y compositor de muchas de sus canciones.

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Gustavo Pedace

HECHOS DESENCADENADOS A los 8 años ya mi edición de Cuentos de Navidad, de Charles Dickens olía bien. Era de la colección Robin Hood, tapa dura, dibujo en la tapa del señor con galera, y las hojas, a pesar de haber sido una segura edición reciente, ya estaban amarillentas y oliendo a libro viejo, como si hubiera aceptado demasiado pronto su destino clásico. Yo lo devoré en invierno. El invierno de 1974, para ser precisos. Era junio, era sol, era tarde después del colegio y mi destino se había desviado, en lugar de ir a casa, como siempre, debía tomar la leche en casa de Ñata, una vecina. Se deshicieron en cuidados, en leche tibia y vainillas y esas galletitas redondas de chocolate, pero yo lo único que quería era leer, aunque percibía que algo pasaba. Más tarde papá, que hablaba poco, me dijo que era tiempo de cuidar a mi abuela. Entendí sin preguntar. Se había muerto mi abuelo, y a los pocos días, también murió Pichuco, supe después. Ya más grande, en 1997, era primavera. En el aire y en mi vida era primavera. ¡Había conseguido trabajo, estaba estudiando, me había enamorado (por tercera vez) y viajaba! Lo que más me gustaba en la vida, que era viajar, ahora lo hacía regularmente, por el interior del País nada menos. Debía visitar ciudades, recorrer puntos de venta, anotar cosas, hablar con gente. Antes de salir esa mañana para Posadas, una foto que se salió de la caja me recordó al abuelo. La acomodé en su sitio y emprendí mi viaje, que fue distinto, porque no me saqué esa foto y la sonrisa de esa foto, ni un solo segundo de mi cabeza.

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Tanto, que camino al aeropuerto para volver a casa, decidí desviarme para ir a una librería y comprarme Cuentos de Navidad, con la esperanza de empezar a leerlo en el viaje de vuelta. Tardaron en cobrarme, no lo encontraban. Ahora, a la distancia, pienso que quizá hubiera estado bueno que me hubiera enojado. Que los hubiera puteado, peleado, golpeado. Me hubieran detenido quizá. Pasado la noche en esas cárceles calurosas de Misiones. Lo que sea que me hubiera demorado tomar mi vuelo de vuelta. Pero lo tomé. El 2553 de Austral Líneas Aéreas. Un McDonnell Douglas DC-9. Apenas salimos el cielo se puso negro. Empecé a leer. Al rato, pude contarle que esa tarde en la que partió, estaba leyendo ese libro que llevaba entre mis manos.

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Oscar Boán

EL FOTOGRAFO DE LA CORTE

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Esa señora que conduce programas de T.V. con aire de beneficencia, (miren lo que tengo, miren lo que doy), es hija del crack, amante hermafrodita. Ese señor que guarda las formas, goza con las bragas bien puestas. Esa gente lleva bajo su traje de oficio delaciones y torturas. El fotógrafo de la corte los muestra dignos, los difunde en Multimedia, los limpia como a los muertos, los viste con mortajas de pureza. El arma homicida al borde de la mesa, una mano crispada se detiene, antes, después, en un momento. Cuarenta perros deambulan en la noche esperando oír el disparo que los haga ladrar, anunciando lo que todos esperan, lo que nadie nombra. Buenos Aires es así, la justicia es del justiciero y nada más.

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La consigna me recuerda sensaciones que viví en Argentina, allá por el 2000, en esos días decidí irme y fue España mi destino. Este texto relata esos días de inseguridad e hipocresía, hoy tal vez España recorra este camino.

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El fot贸grafo de la corte

Oscar Bo谩n

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Dicky Schefer

La oficina que me dieron era una de esas vidriadas que te ven todos los que pasan por el pasillo enmoquetado. Y para colmo también me miraba mi triste vecino barbudo, a quien, pobre, todos los yuppies ignoraban. Me divertía haciendo las mil y una con mi nueva computadora último modelo, creando y diseñando arquitectura de negocios nuevos, inspirado en parte en los cursos que el banco me pagaba en las universidades caras del norte. Me entusiasmé con lo que me enseñaban los profesores de moda, y me puse al día con todo lo nuevo. A las noches comía en restaurantes caros con la tarjeta corporativa. Iba a los pub y me divertía ajenamente observando a los estudiantes residentes. Un cuasi cuarentón en la universidad, me sentía fuera de lugar. Pero era vivir un poco lo que no pudimos los que estudiamos y trabajamos, todo junto. Cuando volvía estudiaba los libros que había traído. Y los lunes de vuelta al banco con mi computadora y mi jefe y los clientes. Pero la transición ya estaba ocurriendo: del “hombre de negocios” que me ambicionaron, pasé a los libros. Eso no pasó desapercibido por el círculo yuppie. Hasta el solitario barbudo se animó y entraba a mi oficina a preguntarme que había en mi pantalla. Yo le contaba, pero solo por educación. Pasó un tiempo y mi descrédito yuppiense se impregnó en el ambiente: “es excelente técnicamente”. Suena a elogio, pero allí era una sentencia al destierro. En medio de esto, un día de esos bien críticos de nuestra economía sureña, me vino a consultar un cacique yuppie. Le contesté brevemente, y ante mi sorpresa dice: -

¡Eso que decís es muy importante! Los llamo a todos y nos lo explicás al grupo ¿dale?

Vinieron, les hablé, demostré, y se fueron fascinados. Entre ellos el barbudo, que ya a esta altura era prácticamente Robinson Crusoe. Pocos días después, ya harto, porque soy así, lento, renuncié para independizarme. Y ya nuevamente con mi auto propio me fui a pasear al norte, esta vez argentino. Unos días después de volver me llama, sorpresivamente, el barbudo:

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-

Estoy en Sao Paulo, a cargo del entrenamiento de toda la gente del continente. Nunca me voy a olvidar de esa charla que diste en Buenos Aires, y me interesa mucho que te unas a nosotros. Si querés, venite a Brasil la semana que viene, hay un curso, y si te gusta te nos unís.

Me mencionó los honorarios en moneda dura, y confirme la reserva de vuelo de inmediato. El curso en Rio resultó un desastre. Fallaron los sistemas, se demoraba todo, y los asistentes de todo el continente estaban quejosos. Yo, sin responsabilidades y mero observador, en la pileta, ya con poca luz. De pronto lo veo al profesor estrella que viene corriendo hacia mí y me dice: -

Estamos en una crisis, y no puedo dar la clase, dala vos por favor, empieza ahora.

-

¿Ahora? Pero mirá como estoy, subo y me cambio. ¿De qué hay que hablar?

-

¡No hay tiempo, por favor andá ya, que está toda la gente!

Improvisé la charla con el traje baño mojado, T-shirt desteñida, despeinado, hawaianas, pero muy digno, con el proyector y el remoto de la enorme pantalla. Dije todo con sinceridad y actitud relajada. Al subir en el ascensor recuerdo un señor de Ecuador que me dijo: -

Muy buena clase, lástima la ropa…

A algunos que importaban también les gustó. Y desde entonces me invitaron a universidades y me dicen “profesor”. Y francamente, me da bastante vergüenza, porque soy curioso, pero no académico. Y nunca eso de enseñar entró en mis planes ni remotamente. Pasó el tiempo, y muchas otras cosas. Hace poco, caminando en un día caluroso pensándolo todo, todo, diagnostiqué, con vergüenza, que siempre terminé haciendo lo que quieren los demás. Ya no. O no tanto.

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Horacio Petre

VIAMONTE EN 1986 El acontecimiento más definitivo en mi vida fue sin dudas la muerte de mi padre, cuando faltaban dos semanas para que yo cumpliera dos años. Pero no me referiré a ese, sino a otro, que fue sin dudas definitorio. Mucho tiempo después, al año de haber terminado el secundario, me fui de la casa en que vivía con mi madre, su marido y mis cuatro hermanos menores, sofocado por la disfuncionalidad radical en que se vivía. Fue una locura… tenía un trabajo de medio día, estudiaba y me fui a un departamento de un ambiente, donde ya vivían dos amigos. Organizábamos turnos para poder llevar a nuestras respectivas novias o aventuras ad hoc al bulo... cocinar un par de hamburguesas implicaba prácticamente revolucionar por completo el hogar, además la cocina era una kitchenette sin horno empotrada en un placard. Eran las ganas de vivir... otra cosa… Un quilombo de lo más divertido. Al tiempo de estar allí, el trío se transformó en dúo, y viví con mi amigo durante un año y medio en ese lugar, donde conocí la libertad y sobre todo cierta paz, la posibilidad de sentir el silencio y reflexionar… como quien diría… parar la pelota. Porque al tiempo de mudarme sentí un vacío muy grande… una especie de falta… ¡Los gritos, claro! Eso es lo que extrañaba… las discusiones obsesivas y ridículas en cada almuerzo o cena, los pases de factura, las recriminaciones, el destrato. Aquello que de alguna forma había mamado como algo natural, se volvía al alejarme, puro antojo, meras ganas de desvivir la vida. Llegué al departamentito de Viamonte y Pueyrredón en octubre de 1985 a mis diecinueve recién cumplidos, y ya en marzo del año siguiente mi cabeza había cambiado por completo. El dibujo y la pintura que tenía como algo que hacía por mera diversión y facilidad muy cada tanto empezaron a ocupar un lugar cada vez más importante en mi vida. Me estaba empezando a escuchar a mí mismo, y durante todo ese año, empecé a tomar conciencia de la cantidad de cosas que había estado haciendo por mera reacción a la opresión familiar. 1986 fue un año crucial en mi vida… nunca antes había dibujado y pintado tanto como lo hice en ese año. No dejaba de ser un amateur… con el tiempo llegaría la posibilidad de irme profesionalizando, pero ese escape del hogar familiar, a un lugar sin comodidades, con mil estrecheces en lo

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económico, me salvó sin dudas de la locura, o de un destino zombie. En el 87, mi amigo se casaba, por lo que tenía que buscarme otro lugar… y aflojé… volví a la casa de mi familia. Lo peor que pude haber hecho. Me dejé caer en lo fácil y perdí el rumbo durante año y pico hasta casi perderme por completo. En el 88 volví a irme y ya nunca más volví. Remontar fue durísimo, sigo en eso, pero nunca olvido al pibe aquel de 19 que se animó a salir a la intemperie. Ese huir de la casa familiar, fue y es una vara.

El departamento de Viamonte en 1986

Horacio Petre

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María Ester Arnejo

Leer el suplemento literario de La Nación de los domingos era para mí uno de los mayores placeres. Pehuajó, Agosto de 2002 un artículo de primera página “Violencia y Lenguaje”. La autora una célebre poeta, escritora y lingüista cuyo nombre no daré por respeto a ella. Me impactó. Tanto que lo llevé al colegio y los leí junto con mis alumnos de química. Se me ocurrió que sería muy bueno tratar de localizar a la autora e invitarla al colegio a dar una conferencia sobre el tema. Por entonces yo viajaba a Buenos Aires todas las semanas y entre mis actividades concurría a un taller literario. De allí salió una invitación para un curso que daría justamente la escritora del artículo de La Nación. Si bien no podría asistir a ese curso, me las ingenié para conseguir el mail de la escritora. Le mande un mail donde le expreso toda mi admiración. Le comenté que había llevado el artículo al colegio y que había mucho interés en invitarla a dar una conferencia sobre el tema. Le preguntaba sobre sus honorarios y le dejé mi número de teléfono. Al día siguiente, la escritora me llamó. No lo podía creer. Me sentía tan honrada. Casi importante. Ella en principio aceptó. Avisé a la dirección del colegio y empezamos a manejar diferentes alternativas de fechas para la conferencia. La semana siguiente, aprovechando mi viaje a Buenos Aires pasé por la casa de la escritora, confirmamos la fecha, sus honorarios, el hospedaje y el viaje ida y vuelta a Pehuajó. Ella se mostró muy agradada y agradecida. Me regaló un libro de poesías y me le dedicó. Manos a la obra para organizar todo. Tenía que salir impecable. Ya teníamos el hospedaje en el mejor hotel de Pehuajó, una cena de bienvenida, almuerzo de honor. Conferencia en el colegio para los alumnos y a la noche otra para los adultos. Participación en un programa de radio. Todo marchaba sobre ruedas, hasta que llegó el llamado fatal. Ella vendría en micro pero la condición era que el coche no debería tener televisión, dado que ella no soportaba el ruido y menos las películas de los micros de larga distancia. Allí comenzó un calvario. Deambulé por todas las oficinas de empresas de micros preguntado: ¿Los coches tiene televisión? Si claro era la lógica respuesta. ¿Y no podrían no prenderla? Señora, usted me está cargando. Todos los pasajeros quieren ver películas durante del viaje. No había nada que hacer. Esto era la ruina. Todo suspendido. No me daba por vencida. Pero a la vez empecé a sentir mucha rabia, conmigo misma que me metía en estos líos inútilmente, quién me mandaba a hacer todo esto. También sentía bronca por la escritora. El artículo de La Nación ya no me parecía tan bueno, el breviario de sus poesías me parecían una sarta de estupideces, los poemas de amor no correspondido estaban

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bien merecidos. Mis amigos me decía: mandala a la mierda, que se meta la conferencia en el culo, ¿quién se cree que es? No, no y no. Yo no podía ni pensar en eso y menos aún porque el tema era la violencia y el lenguaje. Finalmente la llamo y le digo que me había sido imposible conseguir un micro sin televisor y en tal caso suspendíamos todo y me disculpé por las molestias causadas. Pero la respuesta fue salvadora. Ella vendría de todos modos. Y en tono de broma me dice que en caso de que aparezca un “ricacho” que la lleve en helicóptero le avisara. Mi respuesta fue que si yo supiera de ese ricacho ya lo tendría reservado para mí. Risas van y viene, Lo cierto es que finalmente tuvimos el placer enorme de escuchar su conferencia y a partir de ese momento esa escritora fue mi gran amiga y confidente.

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De Raedemaeker Sanchu

Escuché su tos y vi su mirada setentosa, explotándole a través de sus anteojos. Si esa noche no se hubiera atorado con el cucurucho de un helado, yo no hubiera abrazado a ese desconocido, mientras dándole golpecitos en la espalda, logramos que escupiera desde sus bronquios las miguitas de esa delicia. Sentados en el cordón de la vereda, bajo una luna inmensa, me prometió sólo tener buenos pensamientos, cada vez que algo rico lo tiente. Estar en el campo en una heladería, era la salida y el shopping de mis viejos Eneros.

Creo que en casos como estos aparecen influencias y guías desconocidas, que nos calientan el corazón, dirigen las manos y congelan la mente. "Ni un pájaro que se cruza en su camino, es casualidad, y de ellos tengo muchos; ahora le toca a usted andar atento", le dije susurrándole al oído. No sé quién es, pero en ese momento, alguien muy importante.

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Claudia Castañeda

MICRORRELATO DE UNA CASUALIDAD Caminaba muy tranquilo por una vereda del barrio de Saavedra. Algo brillaba a unos diez metros. Apuró el paso- pensando que iba a encontrar una moneda de oro que lo haría salir de su estado de pobreza y de soledad-. Sólo era una piedra que con la reverberación del sol engañaba a ilusos como él. Hoy, él y varios amigos y amigas que, casualmente, vieron el mismo brillo, el mismo día y a la misma hora de ese enero, guardan esa ilusoria joya en repisas de vidrio, en vitrinas y estantes de sus casas. Todos coinciden en algo: cuando quieren “ilusiones de brillos”, las sacan un ratito al sol, se alejan unos diez metros, caminan hacia ellas y- rotas las ilusiones- las vuelven a sus sitios.

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Paula Ancery

MI PROFESIÓN Yo no quería ser periodista. Me parecía que era una actividad demasiado coyuntural (“no hay nada más viejo que el diario de ayer”) y que yo estaba para las grandes cosas. Por lo tanto, quería ser docente. Estudiaba Letras en la UBA con el proyecto de, cuando me recibiera, dar clases en la enseñanza media. Mientras tanto, para bancarme los estudios, hice todo el escalafón cadeta-recepcionista-secretaria. Cuando tenía 21 años, se conjugaron dos hechos que me desviaron de mi meta. Por una parte, mi papá se quedó sin trabajo. El ingreso de mi mamá, maestra de toda la vida (en ese momento, ya directora de escuela) pasó en nuestra economía doméstica de la categoría de “extra” a la de “el más importante”. Y para más importante, era escaso. Los pocos manguitos que yo ganaba con mis laburitos, hasta ese momento me los quedaba para mí: apuntes, colectivos, alguna salida. Mis padres me pidieron que aportara una parte de mi sueldito a la economía del hogar y yo por supuesto lo hice, lamentando no tener más. Mi hermana todavía no trabajaba y tuvo que ponerse a buscar trabajo. Por primera vez me entró en la mente la idea de que una mujer tenía que tratar de tener un ingreso económico como para sostenerse a sí misma y eventualmente a su familia, en vez de sólo “acompañar” al del marido. El ejemplo de mi vieja tras 20 años de profesión y en un cargo directivo puso en crisis mi sueño de ser docente. Pocos meses después, yo también me quedé sin trabajo (eran los odiados ’90, cuando cerraban muchas empresas todos los días). Otra vez me puse a buscar laburo con los clasificados, lo cual era desesperante, porque nadie quería tomar un empleado de menos de 25 años. Además era muy difícil, porque en casa no teníamos teléfono (era a principios de los odiados ’90, y todavía había muchos domicilios sin teléfono; no hablemos del celular ni del mail). Cuando yo dejaba mi curriculum en algún lugar, daba el teléfono del trabajo de mi hermana, que ya había conseguido. Un día me llamaron de una agencia de empleo temporario donde yo había dejado mi CV para postularme para un puesto en particular, y para el cual no me habían llamado nunca. Se ve que ahora estaban haciendo otra búsqueda y habían desempolvado mi CV. Mi hermana se las arregló para salir de su trabajo y pasarme el mensaje. Yo me arreglé a mí misma con mi “uniforme de buscar trabajo”, salí con la cartera llena de cospeles y me fui a buscar un teléfono público para llamar a la agencia que me estaba buscando. Tal como yo me temía, no logré

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comunicarme: daba ocupado, ocupado y ocupado (eran los odiados ’90, y todavía no existían las líneas rotativas). Así que me tomé el tren en Lomas de Zamora y me mandé a la agencia directamente, en Capital Federal. A la mujer que me estaba buscando le hizo muy buena impresión que yo me apareciera por allí personalmente ante la imposibilidad de devolverle el llamado telefónico. Me escribió de inmediato una especie de salvoconducto con el nombre de la agencia y la dirección de la empresa que estaba buscando secretaria. Cuando lo leí, casi me caigo redonda al piso: la empresa era Radio Continental. En mi casa siempre se escuchó mucha radio, y en aquel entonces estábamos enchufados a Continental todo el día. Salí de la agencia y fui a la radio. Miraba a toda la gente que trabajaba ahí (todos los administrativos, porque los estudios estaban en otro piso) y pensaba “qué suerte que tienen de trabajar en la radio”. En seguida me recibió el jefe de personal. Me explicó que necesitaban una secretaria para absolutamente TODOS los que tuvieran un cargo de gerente para arriba, llegando al presidente de la empresa: eran siete personas en total. Después me preguntó qué significaba para mí ser secretaria, si estudiaba y qué, con quién vivía, cuánto quería ganar. Las preguntas que me habían hecho en tantas entrevistas, en postulaciones que habían quedado en tales. Pero ese día yo sentí que contestaba, no lo adecuado (siempre contestaba lo mismo), sino que estaba logrando dar con el tono que quería escuchar el tipo que me preguntaba. Una chica muy “modosita”, muy responsable, un poquito inteligente pero tampoco demasiado. Y es que en realidad hay un tercer hecho encadenado. Yo en aquel tiempo me estaba enamorando muy seriamente de alguien que también se estaba enamorando de mí. Estaba más que contenta, estaba eufórica y optimista. De hecho, ese día habíamos quedado en almorzar juntos en Capital, donde él trabajaba. Sabía que, me fuera como me fuera en la entrevista, de la radio iba a salir contenta, porque iba a ser para encontrarme con él. Yo creo que fue eso lo que me ayudó a que el jefe de personal me eligiera. Otras veces, en otras entrevistas, había dado las mismas respuestas, pero o bien me sentía insegura y lo dejaba traslucir, o bien para disimularlo transmitía la sensación de ser una pedante, o bien era yo la que no quería trabajar en esos sucuchos. Me tomaron en Continental ese mismo día, en ese mismo momento. No pudimos almorzar con quien después fue mi novio. Yo era una secretaria como lo había sido antes, pero en una empresa un poco particular: una radio. No tenía que hacer ninguna clase de trabajo periodístico, pero los periodistas empezaron a formar parte de mi paisaje cotidiano. Como yo ya no creía en un futuro laboral como

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docente, en ese momento no tenía idea de cómo proyectar mi futuro laboral. Me tomó muy poco tiempo sacar la conclusión: “Si éstos trabajan de periodistas, no voy a ser yo la que se jubile como secretaria. Éste es mi último trabajo de secretaria. De acá me voy a trabajar de periodista.” Llegué al periodismo desde la des-sacralización. No pensaba en ser cronista de guerra ni en hacerme famosa de ninguna manera: soñaba con un trabajo que me diera la posibilidad de que me pagaran como a un hombre, y de aprender y de progresar, porque ¿qué es una secretaria con 20 años de experiencia? Una secretaria más vieja, nada más. (Perdón si alguna de las lectoras es secretaria; les juro que nadie entiende como yo lo complicado que es ese trabajo que se supone que no es calificado.) Fui secretaria en Continental durante dos años. Algunos pensarán que lo lógico hubiera sido que mis primeros pasos como periodista los diera ahí mismo, en la radio en la que ya por entonces Víctor Hugo Morales era la principal fuente de ingresos. Pero en esa empresa a nadie le cabía en la cabeza que una secretaria pudiera convertirse en periodista. Los que me ayudaron fueron periodistas que no trabajaban en Continental, pero que por un motivo u otro iban ahí de vez en cuando a hablar con mis jefes. Con mucho pudor les dije “yo escribo, me gustaría que me leyeras y me dijeras si serviría para trabajar en un medio gráfico”. Dos o tres de ellos lo hicieron y me recomendaron a otros que me recomendaron a otros hasta que, tal como lo tenía planeado, me fui de Continental y no volví a trabajar de secretaria, aunque me llevó unos cuantos años perder el miedo de tener que volver a hacerlo. Hoy me da mucha ternura pensar que a pesar de la satisfacción por la meta lograda, también empecé a ejercer como periodista con una especie de culpa por estar “transando con el sistema”. La docencia me parecía una meta mucho más exaltante. Y hoy, con el diario del lunes, lo confirmo. No tantos años después de mi ingreso a Continental, mi mamá empezó a tener un sueldo que se aproximaba bastante al necesario para mantener decentemente una familia. Ella nunca trabajó en negro y nunca estuvo sin trabajo. Pero ésa es otra historia.

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Guillermina Silva D’Herbil

Era un típico día de noviembre en Buenos Aires, calor y humedad. Los ocho meses de embarazo pesaban en la panza. Podría haber tomado un taxi, pero decidió ir en colectivo. Podría haber tomado cualquiera, pero tomó el 152. Podría haberse sentado en cualquier asiento, pero se sentó en ése. Sin todos estos "podría", veinticinco años después no hubiesen pasado un montón de cosas maravillosas y otro montón de cosas tan tristes.

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Horacio Tort

Llevaba 8 meses de separado, no había salido con nadie en ese tiempo, pero no porque estuviera haciendo duelo o algo parecido, era sólo que después de casi 25 años de fiel matrimonio uno casi ni se acuerda como era eso de salir y conocer gente. Ya estábamos a fin de año y mi ex me había hecho llegar los papeles de divorcio cuando unos amigos, que tienen una banda de rock, despedían el 2005 con un fiestón en una especie de quinta en Las Lomas de San Isidro. Me insistieron que vaya, me dejé convencer y allí fui sin demasiada convicción. Se entraba por un camino iluminado con antorchas hasta el estacionamiento y de ahí al sector del parque donde habían puesto un enorme damero para bailar y unas barras de helados, tragos en general y una específica de champagne. Como dije, un fiestón. Había muchas mujeres, la mayoría en pareja y unas cuantas solas, pero ninguna me había llamado la atención hasta que ella llegó. Amiga de casi todos, desenvuelta, vestía de manera elegante y canchera a la vez, cabello castaño claro, muy bonita y de una edad en algún punto entre los treinta y tantos y los cuarenta y pocos. La cuestión es que, ya sea por mi falta de entrenamiento o por el hecho que siempre estaba rodeada de gente, nunca pude ni cruzar dos palabras con ella. Pero fuimos de los últimos en irnos y al final los pocos que quedábamos participamos en una especie de zapada donde el que quería subía y cantaba solo o hacia coros. Yo no lo hice por respeto a la audiencia, ella en cambio lo hizo muy bien, lo que me hacía pensar “¡¡¡Y además canta!!!“. Pero eso fue todo. Un sábado a la noche distinto y nada más. Al martes siguiente. Uno de mis amigos de la banda me llama a la oficina para preguntarme si en algún momento del sábado yo había hablado con ella. Me sorprendió la pregunta pero le dije la verdad, que no lo había hecho no por falta de ganas sino de oportunidad. Entonces me cuenta que ella le preguntó por mi y le había pedido que me dé su mail. Confieso que me quedé mudo unos segundos, al extremo que mi amigo me preguntó si aún estaba en línea. Le compartí mi sorpresa y alegría y le dije que le iba escribir en los próximos días. Al día siguiente yo aún no había escrito ningún mail. Quería dejar pasar un par de días, como dicta el manual que empezaba a recordar de mi época de soltero, cuando vuelve a llamarme mi amigo para decirme que ella lo había llamado para decirle que en realidad quería darle celos a un amigo en común, al cual pensaba que yo le comentaría. Pero mi amigo me decía que a su vez sonaba muy preocupada por lo que yo

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fuera a pensar de ella, lo cual le sonaba extraño. Le dije que se despreocupe, que yo me arreglaba. Al día siguiente le mandé finalmente el mail diciéndole que no se haga problemas por lo que yo pudiera pensar de ella, ya que hacía mucho tiempo que yo había dejado de intentar comprender a las mujeres, que me resultaban muy complicadas y que además no hacía falta, que aceptándolas y queriéndolas como eran, me parecía más que suficiente. Le deseé una muy feliz navidad (era el 21 de diciembre) y me despedí hasta que alguna otra fiesta de la banda nos vuelva a reunir. Y con eso di por terminado el tema. Tres horas después recibo un mail de respuesta diciendo que había tardado en responderme porque había estado tratando de descifrar lo que querían decir mis palabras y hacía una defensa de la mujer en general, concluyendo que no eran tan complicadas como yo planteaba. Mi respuesta textual fue “si te tomó tres horas descifrar unas palabras que no querían decir otra cosa que lo que claramente decían, me estás dando la razón de que son muy complicadas”. Su respuesta fue “Touché. ¿Sabes lo que hay detrás de un hombre inteligente?… una mujer sorprendida” y luego me invitaba a seguir el intercambio epistolar a través del chat de Messenger y me daba su nickname para que la busque. La verdad es que yo no sabía ni cómo hacer para incorporarla. Mi Messenger me lo había abierto mi hija Melanie y sólo tenía a mis cuatro hijos, que por entonces vivían con su madre, con quienes chateaba a diario. Llamé a una asistente, le conté la situación sin mucho detalle y le di el nickname para agregarla y poder empezar a chatear. Resultó ser el mismo que el que usaba mi asistente pero de otro proveedor de internet, por lo cual concluimos que era una señal del destino. Si he contado esto con tanto detalle, al punto de seguramente aburrirlos, es como para que me entiendan de alguna manera. Después de casi 25 años de fiel matrimonio, la mujer más linda y atractiva de una gran fiesta, sin que yo lo busque siquiera, me estaba invitando a un juego de seducción y en un terreno que no me era familiar. Era un desafío gigantesco y no estaba seguro si estaría a la altura. En mi juventud no me había ido mal con las mujeres pero había pasado mucho tiempo y estaba desentrenado. Pero el premio era muy tentador así que me tiré a la pileta y arranqué con el chat. Como sucede habitualmente en esas fechas, en las pocas oficinas que se trabaja no hay realmente nada que hacer, así que nos lo pasamos chateando casi todo el 22 y el 23 de Diciembre. Las conversaciones eran cada vez más interesantes y para peor ella me iba cambiando la foto de perfil a cada rato. Para entonces ya me había contado que había sido modelo profesional y tapa de revistas, por lo que tenía unas fotos

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excelentes, sacadas por profesionales que hacían que los ratones de mi cabeza se descontrolen. En un momento me pone una foto con orejeras y una pistola apuntando al lente de la cámara fotográfica. Le digo que esa foto era muy arriesgada porque un animal herido era muy peligroso, a lo que me contesta que no me preocupe que me estaba apuntado directo al corazón. No sé cómo, con muchos diálogos de este tipo de por medio, pude mantener la calma, no babosearme ni tartamudear por escrito, y sin que sea parte de alguna estrategia de seducción preconcebida, logré paulatinamente despertar su interés original aún más. La “escuchaba” por escrito, la hacía reír, la hacía pensar, no la intentaba convencer de mis puntos de vistas distintos ni la aconsejaba a ni ser que ella me lo pidiera. Los chats paulatinamente dejaban de ser superfluos y yo me daba cuenta que lo estaba haciendo bien, que mis temores iniciales eran infundados. El 24 me fui a jugar golf y me pasé los 18 hoyos tarareando y cantando “No hago otra cosa que pensar en ti…” como si fuera un quinceañero, al punto que uno de mis rivales del torneo, me preguntó si estaba enamorado. Le dije que algo por el estilo y de ahí en más trató por todos los medios de sacarme de juego con sus comentarios. “Vos acá jugando al golf y ella seguro que está atendiendo a otro mientras tanto“, me decía. Imposible, me sentía tan feliz que jugué como lo dioses. A partir de las 12 de la noche de ese 24 de Diciembre la llamé hasta conseguir dar con su celular, tal como habíamos quedado, y estuvimos hablando un rato largo. Y finalmente quedamos en almorzar ese mismo 25. Estuvimos 5 horas almorzando y charlando en una parrilla frente al río hasta que se hizo la hora de volver. Esa noche del 25 tenía a mis 4 hijos a cenar en mi departamento y ella cenaba con amigos. Al despedirnos quedamos en volver a vernos a los pocos días. En las siguientes dos o tres salidas lo pasamos genial. Un día, durante una cena romántica en el Jardín Japonés, en una noche de luna llena, me confesó todas sus dudas para iniciar una relación, me contó de una mala experiencia en el pasado con un hombre con hijas en edades como las mías, la competencia que se generaba del lado de ellas, de lo mucho que había sufrido por esas cosas al punto de terminar la relación pese a quererlo. Traté de disipar sus temores sin forzarla, le expliqué que mis hijas eran encantadoras y que solo querían verme feliz y seguimos charlando sobre nosotros y lo bien que nos llevábamos. En un momento me dijo “hay algo que me llama poderosamente la atención y es que hay mucha gente, diría que casi toda la que me conoce desde hace mucho tiempo, que me mira pero no me ve. Vos me conoces hace menos de una semana y me ves tal como soy”. Esa noche al dejarla en la puerta de su casa le dije, casi rozándonos los labios, que moría por besarla pero que quería que ella estuviera segura y con las mismas ganas que yo de ese

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primer beso. Me agradeció, me dio un largo y cariñoso abrazo y entró a su casa. Un par de días después me dijo que necesitaba pensarlo, que estaba llena ganas pero también de temores, que por favor le diera tiempo. Supe de inmediato que no volvería a verla. Después de un par de semanas dejé dos mensajes en su contestador, siendo el último ya una despedida. Al tiempo, analizando la situación, me critiqué enormemente por no besarla cuando pude hacerlo, sentí que me pasé dos pueblos en mi estrategia de seducción una vez que nos vimos. También llegué a la conclusión, lo que el tiempo corroboró, que soy un mago con el chat. Y por último, lo más importante. También me di cuenta de que, sin importar el resultado, algo maravilloso me había sucedido. Me había vuelto a enamorar a los 50, me sentía vivo nuevamente. Y en ese preciso instante supe que volvería a enamorarme algún día y eso me hizo feliz.

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Jorge Pailhé

Habría que aclarar ya mismo, para que los que quieran abandonen la lectura, que el episodio que voy a contar respecto de la consigna semanal no difiere mucho de los varios que aquí se contaron, empezando porque también responde a una historia de amor. Pero bueno, las cosas sucedieron tal como las voy a contar. Era un 13 de febrero bastante caluroso. Era sábado y puntualmente era mi último día de vacaciones. Yo volvía a laburar el domingo. Mejor dicho, volvía el lunes, pero la una de la madrugada, porque trabajaba de noche. Es decir, esa noche de sábado era la última que tenía para dormir de noche, bendición de la que había disfrutado los veintiún días de vacaciones. Eran las tres de la tarde y me llamó por teléfono mi amigo Poli. Este fue el diálogo: -¿Qué hacés esta noche? - Nada. ¡¡¡Quiero dormirrrrr!!! - Dejate de joder; tenemos un cumpleaños. - ¿De quién? - Ni idea cómo se llama... - (....) - Es la prima de mi amiga Juliana (este nombre es de fantasía, no me acuerdo el nombre). - ¿Y? - Me invitó y me dijo que la que cumple años le pidió que lleve pibes. Parece que son un montón de minas y pocos pibes... ¡ah! Y me pidió que hagamos los juegos que hacemos siempre en las fiestas. (Nosotros con Poli y otro amigo, el Chino, un poco nos habíamos hecho fama de animar las fiestas con juegos grupales. Algunos estaban buenos, pero los que más éxito tenían eran los más boludos...) - No loco, dejame de joder, quiero aprovechar mi última noche para dormir de noche... Para ahorrarles líneas y líneas de más, obviamente que fuimos al

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cumpleaños de una chica que resultó llamarse Virginia y que cumplía 18 años. Era en Saavedra. Fuimos con Poli y el Chino venía después. El grupo que realmente conocía a la cumpleañera estaba reunido en la terraza, y nosotros al principio nos quedamos abajo, viendo un partido por la tele con el padre de la homenajeada, esperando a nuestro coequipier, que jamás llegó. Estuvimos por retirarnos dignamente, pero Poli insistió en que saliéramos al toro, así nomás, y nos fuimos a la terraza a interactuar con muuuuchas chicas que no nos conocían. En un momento, Juliana se acercó a Virginia y le tiró presión: "che, me dijiste que traiga pibes..." En cuanto la cumpleañera nos miró una vez y dijo algo así como "gracias por venir" empezamos a hablar estupideces y ahí nomás largamos un juego chiquito pero que servía para aflojar un poco los espíritus. La fiesta transcurrió bastante bien y nos incorporamos con cierta dignidad al grupo, donde había varias chicas de la misma edad de Virginia, bien bonitas y simpáticas, conjunción que no siempre se hallaba. Terminamos a las seis de la mañana Poli y yo acompañando a sus casas a dos de las chicas que estaban presentes en la fiesta: Silvina y Lucía. Era todo por ahí cerca, en Saavedra. Cuando llegamos a la casa de Silvina, ella y Poli se alejaron un poco de nosotros y tal vez haya habido allí un beso robado (Caro Barba dixit) y un papelito con número de teléfono aterrizando en las manos de mi amigo. Lo mío con Lucía, en cambio, fue nada. Pero nada-nada. Después me enteré que Poli y Silvina empezaban a salir. Un día Silvina le dijo a Poli que Lucía era su amiga del alma, que quería incorporarla en una salida con él y un amigo. Y ahí fueron, Poli y el Chino con Silvina y Lucía, pero tampoco pasó nada. Justo al mes de aquella reunión, el 13 de marzo, yo cumplí 24 años, y vinieron a la tarde a casa Poli, Silvina y Lucía, que tenía que irse más o menos temprano (a las seis de la tarde) porque ese día tenía que anotarse en un instituto para estudiar. Todo ocurrió en cuatro cuadras, de casa a la parada del colectivo. Cuatro cuadras que transitamos en una hora y media. Fue el comienzo. Empezamos a salir por las tardes, a caminar, a tomar un cafecito, después que yo me levantaba -me acostaba a las nueve de la mañana y me levantaba a las cinco de la tarde, más o menos-. Seguimos saliendo Poli y Silvina se separaron pronto. Después nos casamos. Después tuvimos tres hijos... y ahí estamos, compartiendo la vida, todavía...

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María Gabriela Failletaz

El champagne dorado y burbujeante empezaba a sentirse en la visión borrosa, en los contornos sinuosos de los muebles, en la tersura exacerbada de la piel, en el mareo arremolinado tras los párpados. Era una tarde de caricias lentas e invasivas, con miradas fijas, formas convexas bajo las palmas de las manos, besos profundos, olores dulces, salados y ácidos. Una tarde de abismos donde dejarse caer y morir de amor. En movimientos rítmicos bailaban luces y sombras. A la hora de la siesta, en aquel mar de alcohol. Soltaban las amarras de un pasado y del futuro, esos dos a la deriva sin timón y sin brújula. Ella se levantó de golpe y sin lavarse se vistió apurada. Subió la cremallera del abrigo y se abrochó el casco. Revoloteaban todavía un sinfín de manoteos de niños que no quieren abandonar su juego. Con el casco puesto lavó las copas, acomodó su bolso y bajó una persiana. Salieron juntos a la vereda que olía a primavera. Por la avenida los autos pasaban y no eran pocos. Sentenciada a ser montada por la inconsciencia de su próximo piloto, esperaba la moto, estática, silenciosa, en su plano inclinado. - Yo manejo, arriesgó ella subiéndose con audaz rebeldía, ostentando la curva de la cadera que pedía su palmada. Y en esa atmósfera de ternura y gentilezas que tienen los encuentros de amantes, el la miró con risueña picardía dejando escapar un gesto de duda que le frunció el ceño. - ¡Cuidado! dijo él, desconfiando. La llave en el contacto, el pequeño giro del arranque, la mano envolviendo el acelerador y el asesino embrague que se suelta. La sorpresa del golpe seco del casco contra el camión estacionado al otro lado de la calle, los coches que la suerte evitó que pasaran por allí y la caída sobre el asfalto. ¿Casualidad o destino? Él la ayudo a levantarse y le preguntó: - ¿Estás loca?

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EDICIONES LIPE DOMINGO 16 DE MARZO DE 2014



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