BUSCANDO A FRANCO

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eldiario.es presenta Buscando a Franco, una historia (casi) interminable que se adentra en los misterios y tensiones que aún perviven en torno al cadáver del dictador. De la pluma de Isaac Rosa y la plumilla de Manel Fontedevila, vamos a descubrir, capítulo a capítulo, los verdaderos sentimientos que mueven a una tropilla de nostálgicos, policías corruptos, políticos ambiciosos, periodistas sensacionalistas y pícaros de todo signo que dan sentido a su vida en torno a la idea de que existe un país llamado España.

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CAP 1

UN CAUDILLO EN EL MALETERO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/caudillo-maletero_6_794830540.html

Es de noche, conduzco hacia el norte, me persiguen y llevo a Franco en el maletero. Sí, Franco. Francisco Franco Bahamonde. Dictador español, 1892-1975. Su cuerpo embalsamado. O lo que queda de él. Cuando tomo una curva o freno bruscamente, lo oigo golpear contra el asiento trasero, como si se revolviese o intentase salir. ¡Quieto, Paco! En la última gasolinera entreabrí un poco el maletero. No es que necesitase comprobar que sigue ahí, no se va a escapar. Es que llevo dos días sin dormir, y el cansancio me hace sentir esta fuga más inverosímil de lo que ya es. Como si todo fuese un sueño, un mal sueño. Un sueño franquista. Pero no lo es. Ahí sigue.

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Hace unos minutos adelanté a un coche de la Guardia Civil. Podían haberme parado, por rutina. Pedirme el carné, los papeles del coche, que además no es mío. ¿Puede abrir el maletero, señorita? ¿Por qué transporta un ex jefe de Estado? En varios momentos he pensado deshacerme de él. Tirarlo al río. Arrojarlo por el precipicio en una curva. Adentrarme con él en un cortafuegos, dejarlo en medio del bosque, cubrirlo con piedras y piñas. No pesa mucho. Como llevar un niño en brazos. Es de estatura corta, ya estaba muy canijo al morir. Los órganos deben de estar secos como dátiles. Quizás se los quitaron al embalsamarlo y lo rellenaron con virutas. Además está desnudo. Todavía no sé qué hacer con él. A quién entregárselo. Cargar con él es un riesgo, pero quizás es mi seguro de vida. Mi única oportunidad de salir viva de esta historia. Para no ser yo la que acabe en el río o en un cortafuegos. Suena peliculero, ya lo sé, pero pienso en el pobre José Antonio. ¿Qué habrá sido de él? Para no dormirme, hablo con Franco mientras conduzco. He llegado a pensar en sentarlo a mi lado, el insomnio te da esas ideas locas. Ponerle el cinturón de seguridad. Se caería en mi hombro, como un pasajero de autobús nocturno. Qué va, en realidad está tieso como una rama. Le hablo en voz alta, para seguir despierta: –¿Cómo vas, Paco? ¿Quieres que cambie de emisora? ¿Tienes ganas de estirar las piernas? ¿Un chicle? Lo pongo al día de los últimos cuarenta años: –Los gays se casan y tienen hijos, qué te parece. Hay ministros gays. Y policías gays. Y militares gays. Hasta el rey es gay. Y tus nietos, todos gays. Doy un volantazo para que golpee con la cabeza la chapa, como si protestase. –No te enfades, Paco, que es broma. Venga, cuéntame tú algo, que vas muy callado. Imito su voz, tal como la he oído en viejos vídeos del No-Do en YouTube. Me tapo la nariz para aflautarla más: “Españoles todos: el enemigo intenta dividirnos, porque sabe que una España dividida sería una España vencida. Mientras Dios me dé vida y claridad de juicio, seguiré empuñando el timón del Estado…” –Qué brasa eres, Paco.

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También le cuento lo que dicen de él en Twitter, lo voy leyendo en el móvil sin soltar el volante: –Tu familia avisa de que no piensa hacerse cargo de tus restos… El gobierno amenaza con echarte a un osario… Y los chistosos quieren aprovecharte para estiércol o dejarte en una cuneta. Escucha este: “¿Franco va al contenedor amarillo o al de residuos orgánicos?” Visto el panorama, yo que tú me quedaría en el maletero. ¿Pero qué hace el Caudillo en el maletero? ¿A dónde vamos, de dónde venimos? ¿Quién nos persigue? La historia es larga de contar. La últimas dos semanas han sido muy intensas. Insoportablemente intensas. Franquistamente intensas. Para mantenerme despierta, lo voy a contar todo, desde el principio. Desde la noche en que lo sacamos de su tumba, hasta cuando esta mañana lo metí en el maletero. Pero primero, permitan que me presente. Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval. O un presidente de la República. Que ganó una guerra hace cien o doscientos años. Que venció al comunismo. Que era comunista. Cabezazo contra la chapa, curva cerrada. –Que sí, Paco, no te pongas así. Eso es lo que respondimos un día que vino la tele a la puerta del instituto, coincidiendo con algún aniversario tuyo, y nos preguntó qué sabíamos de ti. Como tanta gente de mi edad, pasé por la Secundaria y el Bachillerato sin estudiar ni la guerra ni la dictadura. Estaban en el temario, pero se acababa el curso y no daba tiempo de llegar. El año pasado, en la Facultad, sí que dimos algo. Pero me estudié unos apuntes fotocopiados, y lo olvidé nada más aprobar. Hasta hace nada, me hablabas del franquismo y como si me hablases del Imperio Austrohúngaro. Algo de hace mucho, mucho tiempo. Y no te digo ya las fosas, los torturados, la cárcel, la censura. Tampoco en casa: mis padres no me hablaban del franquismo durante la cena. Ni del Imperio Austrohúngaro. Por eso cuando hace dos semanas Eduardo, el director del periódico digital donde hago prácticas, me ordenó que me preparase para ir al Valle de los Caídos a cubrir la exhumación de Franco, corrí a la Wikipedia para documentarme. –Mis contactos en el gobierno me han soplado que lo van a sacar esta misma semana – dijo Eduardo, muy excitado-. Y allí vamos a estar nosotros, los primeros, al pie de la noticia. Al pie de la tumba. Es un momento histórico, Carmela. Te estoy dando una oportunidad de oro. Podría encargárselo a cualquiera de mis periodistas, que se pelearían por estar en tu lugar –señaló hacia las mesas del fondo, los cuatro redactores

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fingieron mirar un documento o atender una llamada-. Pero quiero que seas tú, jovencita. Eduardo ni se imaginaba hasta dónde iba a llegar con su encargo. Hasta dónde estoy dispuesta a llegar. –Por supuesto, nuestro periódico se hará cargo de todos tus gastos. Me dio diez euros para el Cercanías, y el consejo de llevarme algo de abrigo, que en la sierra refresca por la noche.

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CAP 2

EL VALLE NO SE TOCA

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Valle-toca_6_794830544.html

Llevaba apenas un mes de prácticas veraniegas cuando Eduardo, el director del periódico, me dio “la oportunidad de mi vida”: ser la primera periodista que presenciase el desenterramiento de Franco en el Valle de los Caídos. Hacer una foto del cadáver embalsamado cuando levantasen la tapa para comprobar su estado antes de sacarlo. De llevármelo en el maletero no dijo nada, lo reconozco. Hasta entonces mi trabajo en el periódico había consistido en colocar anzuelos en los titulares, tal como me había instruido el propio Eduardo. Cogía una noticia de agencia, y le ponía un titular irresistible para las redes sociales, y así multiplicaba los clics. De camino al Valle en el Cercanías iba pensando qué titulares me tocaría escribir en los siguientes días: “12 cosas que no sabías sobre Franco, ¡la décima te sorprenderá!”. “Ocho frases que nunca debes pronunciar en una concentración franquista”. “Abrieron la tumba de Franco, y no te imaginas lo que pasó después”. También iba leyendo en el móvil noticias de los últimos días, para enterarme de qué iba toda aquella movida. El presidente Sánchez acababa de anunciar que sacarían a Franco de su tumba muy pronto. Y después de unos días discutiendo si sería inmediato o tardaría unos meses, entre problemas legales y el rechazo de la familia, parecía que esta vez sí, la exhumación era cuestión de días. Eso decía Eduardo, que presumía de fuentes en el gobierno. Las mismas fuentes que debían de tener todos los que iban en el Cercanías aquella mañana. Los vagones estaban atestados de mujeres y hombres

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cubiertos con todo lo rojigualda que encontraron: banderas, gorras, pulseras, abanicos, paraguas, fundas de móvil, corbatas, tirantes. Iban muy excitados, no callaron en todo el viaje: –¡El Valle no se toca! –¡El Valle no se rinde! –¡Del Valle no nos moverán! Me senté frente a un señor disfrazado ¡de caballero templario! Lo juro: con túnica y capa blanca, solo le faltaba la espada. Y su esposa, de mantilla y que manoseaba un rosario. Rojigualda, por supuesto. La mujer me miró y sonrió: –Qué bien, hija, tan jovencita y ya tan patriota –dijo señalando la pulsera que Eduardo me había dado “para pasar desapercibida”-. ¿Cómo te llamas, bonita? –Carmela. –Ah, Carmen, como yo. –No, Carmen no. Carmela. –Pues eso, Carmen. –Carmela, como la canción –y tarareé, imprudente-: Ay, Carmela, ay, Carmela… Rúmbala, rúmbala… Me la cantaba mi bisabuela cuando era pequeña. Se hizo a mi alrededor un silencio que entonces no entendí, aunque ahora ya sé que podía haberme costado que me arrojasen del tren en marcha. Al llegar a la estación del Escorial, seguí a la multitud en su camino al Valle, caminando por la carretera como en una romería. Se me puso al lado un joven de mi edad. Camiseta con calavera, gafas de sol y los brazos llenos de tatuajes. –¿Tú también vas a acampar? –me preguntó-. Va a ser nuestro 15-M. Pero sin guarros, ja, ja. Me fijé que en el antebrazo llevaba una esvástica. Yo no había estudiado la Guerra Civil, vale, pero pelis de nazis he visto unas cuantas. Simulé que estaba buscando a alguien y me retrasé en la fila. La carretera estaba atascada de coches, todos ondeando banderas con el águila. Me adelantó un grupo de ancianos vestidos de azul y boina roja, marcaban el paso como en un desfile y cantaban alegres:

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“Montañas nevadas, banderas al viento, el alma tranquila…” A mis padres les había dicho que me iba de acampada, sí, pero a Gredos con unas amigas. Si les digo que voy a una concentración franquista les da algo. Votantes del PSOE de toda la vida, aunque pasan mucho de política, ya digo que no me habían hablado nunca de Franco y la guerra. Pero no estarían muy tranquilos de saberme allí. –Sacar a Franco es solo el primer paso –gruñó un anciano que llevaba un cartel con la cara de Franco y de otro personaje que entonces no reconocí: Primo de Rivera-. “Sacan a Franco, y después vuelan el Valle. Como los talibanes con los cristos aquellos que destruyeron”. –No eran cristos, sino budas –le corrigió otro-. –Pues aquí son cristos, que estamos en España. Lo que le molesta a los sociatas es la cruz. No soportan verla. Ahí estaba, al girar una curva: la cruz. Había visto fotos en Internet antes de venir. Había leído que era casi tan alta como el Pirulí de Madrid, y que en el interior de sus brazos se podían cruzar dos coches en marcha. Pero al verla ahora, con el atardecer, me pareció un molino de esos eólicos, pero en chungo. –Es hermosa, ¿verdad, jovencita? –me dijo un señor con camisa azul. Recitó unos versos de memoria: “Y aquí, sobre el silencio de los muertos, los brazos de la cruz están abiertos como clamando al cielo por España” –Es… Es… muy grande –dije, todo lo que se me ocurrió. –El Caudillo en persona eligió el emplazamiento para que se viese desde Madrid y al verla nunca olvidásemos el alto precio de la Cruzada. Levantarla fue un prodigio de ingeniería. –He leído que la construyeron… esclavos –dije, madre mía qué ingenua era yo ese día. –¡Cómo os han lavado el cerebro a los jóvenes! –protestó el hombre, y me tomó del brazo para andar a mi lado-. El Caudillo ofreció a los presos rojos redimir sus penas levantando este lugar, pese a estar condenados por asesinatos horribles. Se les trató

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muy bien, estaban mejor alimentados que mi padre, y cobraban un sueldo. Todo eso de los esclavos es revanchismo de pseudo historiadores comunistas, ni caso. A la entrada del Valle, entre los bocinazos de los coches atascados, se oían gritos de “Franco, Franco, Franco”, “España, una; España, grande; España, libre” y vivas a Franco y a España. Los primeros de la fila se detuvieron, se pusieron firmes y levantaron el brazo, en plan saludo romano, y toda la fila fue subiendo el brazo como si hicieran la ola. Me quedé yo sola sin levantarlo, hasta que un señor a mi lado me dio un codazo de aviso, y para no llamar la atención subí el brazo también. Se hizo el silencio, nos quedamos un rato allí, bajo el sol, brazo en alto, como una competición a ver quién aguantaba más, o a ver quién se atrevía a bajarlo primero. A mí ya me dolía.

Cuando por fin lo bajaron y reanudaron la marcha, se me acercó una mujer que llevaba un micrófono e iba acompañada por un cámara de televisión: –Hola, ¿podemos hacerte unas preguntas? –No, yo… No soy de estos… Soy periodista, como tú. –Ah, perdona –rió-. Ya te veía poca pinta de facha. Estarás espantada, pobre. –Dan un poco de risa, ¿no? –dije yo. –¿Risa? Ese es el problema: que nos reímos al verlos. Y no tienen ni puta gracia. Siempre pasa igual, vienen con sus banderitas, sus canciones y sus disfraces, los sacamos en la tele y nos reímos, “ja, ja, mira esos fachas, qué ridículos”. Pero no te engañes: son ellos los que llevan cuarenta años riéndose de nosotros, con su parque temático fascista, su tumba con honores, su impunidad y sus patrimonios intactos. Y además nos distraen

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sacando a pasear a estos fantoches, para que pensemos que son cuatro pirados y no veamos lo mucho que todavía queda de franquismo en España. –Perdona, no quería… –No pasa nada. Todos hacemos lo mismo. Yo solo dejo que la cámara grabe y les acerco el micrófono, y lo que sale es una caricatura, soy la primera que me río y comparto los memes. Pero si viésemos una concentración de nazis en Berlín disfrazados de SS, con carteles de Hitler y brazo en alto, no nos reiríamos tanto, ¿verdad? Pues estos son nuestros nazis. ¿Tú sabes a cuánta gente fusilaron? ¿Cuántos pasaron por la cárcel, cuántos se exiliaron, cuántos torturados? No. Yo no tenía ni idea. Y en ese momento pensé que aquella mujer era una exaltada. ¿Comparar a Franco con Hitler? Un poco exagerado, me dije. La periodista se alejó para entrevistar a un templario. Este, además de la túnica y la capa, sujetaba un casco de caballero en el brazo. Debía de tener más de ochenta años y una gran barriga que le levantaba la túnica. ¿Nuestros nazis? Anda ya, me dije, y me dispuse a entrar en el Valle, inconsciente de que era la peor decisión que había tomado en mi vida.

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CAP 3

¿QUÉ HA HECHO LA DEMOCRACIA POR NOSOTROS?

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/hecho-democracia_6_796230387.html

Me pasé seis días con sus noches en el Valle de los Caídos, junto a cientos de seguidores de Franco dispuestos a quedarse allí el tiempo que hiciera falta. “El 15-M de los indignados franquistas”, tituló Eduardo, que me ordenó quedarme, aunque yo estaba deseando volver a casa: –El resto de periodistas se han ido ya, pues tú te quedas. Te diría hasta que durmieses encima de la lápida, que seguro que lo sacan de madrugada.

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Ni loca iba a dormir junto a un muerto. Y si solo fuese uno. Estaba dando una vuelta por las capillas cuando oí a un anciano explicar a unos jóvenes rapados que detrás de esos muros yacían más de treinta mil caídos por Dios y por España. –Exactamente treinta y tres mil ochocientos setenta y dos españoles. –Treinta y tres mil ochocientos setenta y cuatro –le corrigió otro–. Que se olvida de contar al Caudillo y a nuestro primer mártir. Cogí el móvil y lo comprobé en Wikipedia: aquello era una gigantesca fosa común. Más de treinta mil cadáveres traídos de toda España, aunque según otros podían ser más de cincuenta mil. Incluidos republicanos desenterrados y trasladados sin conocimiento de sus familias. Por supuesto, no iba a dormir allí dentro. Y menos encima de la lápida de Franco. Los cientos que decidieron quedarse en el Valle acamparon en la explanada frente a la basílica, al fresco. –¡El Valle no se rinde! –se decían brazo en alto al cruzarse, orgullosos. Para dormir me instalé junto a un grupo de monjas, que parecían lo más inofensivo en aquella concentración. Mientras, las noticias decían que el gobierno buscaba la fórmula jurídica para sacar a Franco, la familia insistía en negarse, y el prior –busqué en Google qué era un prior– amenazaba con denunciar al gobierno por profanación. Los franquistas entretenían las horas haciendo cosas franquistas. Veían vídeos del NoDo. Escuchaban a los veteranos contar sus memorias de los años gloriosos. Cantaban también, cantaban a todas horas. Las monjas a mi lado eran de guitarra y que si el señor esto, el señor lo otro. Los jóvenes escuchaban grupos con nombre de unidad militar alemana. Y luego estaban los del dichoso Cara al Sol, que ahora no puedo dejar de canturrear: volverán banderas victoriooooosas al paso alegre de la paaaaz… Una mañana asistí a una escena curiosa. Un grupo de viejos franquistas mantenía una tertulia en la escalinata de acceso. Uno de ellos, que había sido secretario de no sé qué en la dictadura, habló a los demás: –Sacar al caudillo es el último paso. La democracia nos ha quitado todo aquello por lo que luchamos no solo nosotros, sino nuestros padres, y los padres de nuestros padres. Y a cambio, la democracia, ¿qué nos ha dado? Se hizo un silencio, hasta que uno respondió tímidamente: –El AVE.

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–¿Qué? –preguntó el ex secretario, sorprendido. –El AVE… Una cosa buena que ha traído la democracia, ¿no? Hubo un murmullo de aprobación, mientras el ex secretario decía molesto: “De acuerdo, el AVE está bien, todos lo usamos…” –Y la Unión Europea –dijo otro–. Ahora podemos viajar por Europa sin pasaporte. –Y las televisiones privadas –añadió un anciano–. Acordaos cuando solo teníamos una cadena, qué tostón. –De acuerdo –dijo el ex secretario–, reconozco que esas cosas nos las ha dado la democracia, pero aparte del AVE, la Unión Europea y las televisiones privadas, ¿qué nos ha dad…? –El mantenimiento del Concordato –interrumpió uno–. Que lo de la iglesia no lo han tocado, eh. –La educación concertada, que la inventaron los socialistas. –Los viajes del Imserso. –El divorcio –dijo alguien, y ante las miradas sorprendidas aclaró: Que no digo que esté bien, pero a unos cuantos nos ha venido de perlas, ¿no? –¡El mundial de fútbol! –Bueno –levantó la voz el ex secretario–, pero aparte del AVE, la Unión Europea, las televisiones, el Concordato, la concertada, los viajes del Imserso, el divorcio y el mundial, ¿qué ha hecho la democracia por nosotros? –Nos ha dado la paz –contestó uno, y el ex secretario estalló: –¿La paz? ¡Que te folle un pez! Quizás no fue exactamente así, aunque yo lo recuerdo así de grotesco. Una y otra vez me venían a la cabeza las palabras de aquella periodista: “No tienen ni puta gracia, son ellos los que llevan cuarenta años riéndose de nosotros…” Fue allí, en la explanada ocupada por los indignados franquistas, donde conocí a José Antonio. No el “mártir” enterrado junto al altar, sino el hombre que me acabó metiendo en este lío, el culpable de que Franco acabase en un maletero.

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–Hola, jovencita, ¿quieres un refresco? Para las niñas guapas tengo precio especial –me dijo la primera vez. Empujaba un carro-nevera lleno de latas y bocadillos que vendía a precios de primera línea de playa. –A esos ojazos le sentarían muy bien una banderita –me dijo la segunda vez detrás de un tenderete de souvenirs franquistas, donde vendía hasta camisetas de la selección española con el número 36 y el nombre de Franco a la espalda. Diseñadas por él mismo, me explicó. –¿Una ducha calentita, guapa? –me ofreció la tercera vez. Había aparcado un remolque con duchas portátiles en un lateral de la explanada. A veinte euros la ducha. –¿Cómo te llamas? –me preguntó mientras paseaba con una mochila-batería para cargar móviles por cinco euros. –Carmela –le dije. No me pregunten por qué, pero me cayó simpático. –Ah, Carmen. –No, Carmela. Como la de la canc… –Mira, Carmen, podías echarme una mano, así te ganas unos duros. –¿Qué son duros? Me colgó en la espalda otra mochila de la que asomaban cables y que iba coronada con una antena adornada por la bandera de España. Para ofrecer wifi, me dijo, y en seguida me guiñó un ojo: –En realidad la mochila es de coña, pero le da caché a lo de recargar móviles. Me invitó a un bocadillo y se presentó como un hombre de negocios. Un emprendedor, subrayó: –En este país a los emprendedores nos maltratan, nos crujen a impuestos y todo son problemas. La democracia es enemiga del espíritu emprendedor, yo me he arruinado cuatro veces, dos con los sociatas y dos con los peperos. Con Franco vivíamos mejor los emprendedores. Como puse cara de pasmo, me aclaró: –En serio. La España de Franco era el paraíso de los emprendedores. Nunca el ingenio hispano llegó tan alto. Inventamos el submarino y el helicóptero. Y la fregona. ¿A que no lo sabías? Ríete de la humilde fregona, pocos inventos tan revolucionarios. Pregúntale a tu abuela, que fregaba de rodillas antes de que la inventara un español. Un emprendedor español.

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Las tardes se me pasaban escuchando a José Antonio. Nunca sabía bien cuándo hablaba en serio y cuándo me tomaba el pelo: –El propio Franco fue un emprendedor, ¿sabes? Yo soy franquista, sí, pero no lo llamo el Caudillo, ni el Generalísimo. Para mí es El Emprendedor. ¿Qué fue la Guerra Civil sino una gran empresa? ¿Y la reconstrucción del país? La reconciliación, la Transición, ¡la democracia es una genialidad del Emprendedor, que lo dejó todo atado y bien atado, aunque luego los demócratas la echaran a perder! Un día me puse a leer discursos de Franco y ¿sabes lo que encontré? Que funcionaban como autoayuda para emprendedores. Frases motivacionales. Cualquier día escribo un libro de coaching usando solo palabras de Franco. Ríete, ríete… Y se tapó la nariz para aflautar más la voz de Caudillo: –“La vida es una batalla permanente, en la que no podemos dormirnos, y la paz una conquista que es necesario celar y defender”. “¡Cuántas veces en la vida, para dar un salto, necesitamos retroceder unos pasos para tomar impulso que nos permita un avance mayor!” Y esta es la mejor, escucha: “Estábamos al borde del abismo, pero hemos dado un paso adelante”. Impresionante, ¿verdad? Si te dicen que en vez de Franco las ha escrito, qué se yo, un coach llamado Frankie Frank, te lo crees, ¿verdad? “No tienen ni puta gracia. Son ellos los que llevan cuarenta años riéndose de nosotros…” Pero José Antonio tenía gracia, sí, y le acabé contando qué hacía yo en el Valle. Prometió ayudarme: –No me digas más, Carmen. Yo te voy a conseguir la primera foto del Emprendedor cuando abran su tumba. Has tenido suerte de encontrarme. Y así fue que una noche, al sexto día de acampada franquista, José Antonio me despertó susurrando: –Niña… Carmencita, arriba. Ven conmigo, que tu momento ha llegado.

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CAP 4

ESTO NO PUEDE ESTAR PASANDO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/puede-pasando_6_796580352.html

–Niña… Carmencita, arriba. Ven conmigo, que tu momento ha llegado. Abrí los ojos sin saber bien dónde estaba. Acurrucada en el saco de dormir, solo veía sobre mí una figura oscura recortada contra el cielo estrellado y la enorme cruz a su espalda, como si le saliera de la cabeza. Era José Antonio, el emprendedor, que me hablaba en voz baja: –Espabila y sígueme. –¿Qué hora es? –La hora en que tu carrera dará un vuelco. Querías una foto, ¿no? Pues prepara la cámara. –¿Lo están desenterrando ya? –pregunté, y José Antonio me tapó la boca para que no despertase a los que alrededor dormían con placidez franquista. Me cogió del brazo y me llevó hacia la entrada de la basílica, que recordaba a una boca de metro. La dejaban abierta por la noche por si alguien quería rezar. Los primeros días había una guardia permanente junto a la tumba, jóvenes con camisa azul se turnaban para no dejar solo a su Caudillo. Pero ahora no había nadie. Miré el reloj del móvil: las cinco y cuarto. Avanzamos por el pasillo central de la nave. Alrededor todo era penumbra, con esas lámparas que imitan velas y que dejaban en sombra el rostro de las enormes estatuas en lo alto. Aquello era el túnel del terror. La voz de José Antonio hacía eco en la bóveda: –Dicen que el gobierno tiene ya todo preparado, y que lo sacarán aunque la familia se niegue. Puede ser mañana mismo. Piensan echarlo en un osario, ¿te das cuenta? No podemos esperar cantando cancioncitas a que vengan a llevárselo. Hizo una pausa dramática mientras rodeábamos el altar, hasta estar frente a la tumba: –Nos lo llevaremos nosotros, antes de que lo profanen.

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–¿Nosotros? ¿Quién va a…? –Tú y yo, Carmencita. Yo te consigo tu foto, y más que eso, el notición del siglo: la operación de salvamento de Franco. Podemos ir a medias con lo que saques por ella. Se la rifarán los periódicos. A cambio, tú me ayudas a sacarlo. –Pero, ¿cómo vamos a…? –Es más fácil de lo que la gente cree. Impresiona mucho la lápida… –Mil quinientos kilos. Lo leí en Wikipedia. –Ya te digo yo que no es para tanto. Se lo oí contar al mismísimo responsable de colocarla. Entre los dos la movemos. 20


–¿Tú y yo? Pero… –Mira esto y luego me cuentas: Me puso delante su teléfono. En la pantalla comenzó un vídeo de un reportaje televisivo. –Es del día que lo enterraron. Atenta… Vi a varios hombres metiendo el ataúd en la tumba. Lo descolgaron con cuerdas, lentamente, mientras alrededor la gente ponía cara de funeral. Señorones con uniforme militar secándose las lagrimitas. –Ahora viene lo bueno. Entre cuatro o cinco deslizaron la losa sobre el sepulcro, como si fuese una sábana. Sin esfuerzo, empujándola con los dedos, sorprendentemente ligera. José Antonio congeló la imagen y señaló los rodillos que bajo la lápida la hacían correr por el suelo, mientras me explicaba la maniobra: –Mira, ahora colocan un gato en cada extremo, un gato como los de cambiar una rueda de coche. Así la soportan en alto, sacan los rodillos y la bajan despacio hasta encajarla. Eso mismo haremos nosotros –y puso el vídeo marcha atrás, de forma que parecía que en vez de colocarla la estaban retirando. Aparté los ojos del teléfono y vi en el suelo, junto a los ramos de flores, dos gatos hidráulicos, varias barras cilíndricas y un par de palancas. Aquello iba en serio. –Tenemos que ser dos, para manejar los gatos a la vez. –¿Y por qué yo? Ahí afuera hay cientos de los tuyos. –Porque eres joven, y los jóvenes saben que “lo único imposible es aquello que no intentas”. –¿Esa también es de Franco? –Y porque no me fío de esos. No quieren salvar al Caudillo, quieren hacer del Valle otro Alcázar. –¿Qué es el Alcázar? En pocos minutos José Antonio levantó una loseta junto a la cabecera y otra a los pies de la tumba, y allí encajó los gatos. A sus órdenes, fui girando la manivela. La lápida crujió un instante interminable, hasta que se alzó unos centímetros.

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–Esto no puede estar pasando –dije. Cuando la hubimos levantado lo suficiente, José Antonio metió por debajo los rodillos, que asomaban a los lados como los mandos de un futbolín. –El futbolín, otro invento de un emprendedor español. Yo miraba hacia el fondo de la basílica. En cualquier momento entrarían los caballeros templarios, los jóvenes tatuados con esvásticas, el ex secretario, las monjas, y nos pillarían como a ladrones de tumbas. –Allá vamos –sonrió José Antonio, y empujamos la losa como en el vídeo. Se deslizó obediente sobre los rodillos hasta dejar a la vista el interior como un pozo. –Esto no puede estar pasando. José Antonio alumbró con el móvil. Ahí estaba, como un mueble viejo, con un cristo encima, una bandera de España y el envoltorio de flores desintegradas. Mi compañero de aventura se arrodilló, unió las manos y rezó en silencio. Menudo momento para oraciones, me dije mirando a la puerta y pensando qué le diría a los nazis cuando nos sorprendiesen. –Prepara la cámara, Carmencita, que llegó tu momento. De acuerdo, aquello era un disparate, pero ya que había llegado hasta allí, no iba a dejar pasar la foto histórica. Me puse a disparar como loca, mientras José Antonio se metía en el pozo. Con una pierna a cada lado del ataúd, forcejeó unos segundos y por fin levantó la tapa. Diría que subió hasta mí un chorro de aire fétido, pero seguramente es un añadido de mi memoria, por el asco tan grande que me dio ver aquel cuerpecito amojamado que no rellenaba ya el uniforme de Generalísimo, de Caudillo, de Emprendedor o lo que fuese aquella ropa pomposa con encajes, botones dorados y medallitas. Dirigí el teléfono hacia la momia, toqué la pantalla para ajustar bien la luz, y apreté el botón de la foto que iba a lanzarme al estrellato periodístico. –Joder, memoria llena. Espera, que tengo que borrar fotos. –No hay tiempo, niña –dijo José Antonio, metió las manos en el féretro y levantó el cuerpo en brazos, como si fuera un niño dormido. “Toma, cógelo tú desde arriba”, me dijo. –Ni loca –en cualquier momento iba a vomitar. –Que no muerde, venga.

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Pero como yo me negué a tocarlo, se puso de puntillas sobre el ataúd y llegó apenas para posarlo en el borde del sepulcro. Lo dejó ahí, con una piernecilla colgando de la que se soltó un zapato por falta de relleno. José Antonio salió del agujero, empujó la losa sobre los rodillos de vuelta a su sitio, colocó otra vez los gatos, y me dio órdenes para que le ayudase a cerrar la tumba. Pero yo estaba tan paralizada que lo tuvo que hacer él solo. Uno de los gatos se soltó y la lápida encajó de golpe, resonando el estruendo en la bóveda. Ahora sí que se iban a despertar los templarios. Colocó deprisa las losetas arrancadas, recogió todos los hierros y me apremió: –¿Qué prefieres llevar tú? Miré a Franco acostado en un banco de la basílica, y ni me lo pensé. Agarré los rodillos y los dos gatos, y eché a andar detrás de José Antonio, que cargó en brazos al Caudillo. –Espera, ¿adónde vamos? –pregunté, como recuperando de pronto la lucidez. Qué hacía yo a las seis de la madrugada en el Valle de los Caídos robando el cadáver de Franco. A dónde vas, Carmela. –Vamos a poner a salvo a Franco –contestó, camino de la puerta trasera. –Yo no voy. Esto es… –balbuceé. –Si quieres, puedes quedarte y darle explicaciones a esos –y señaló hacia la puerta principal, por donde entraban varios hombres atraídos por el ruido. Entre ellos me pareció reconocer a uno de los jóvenes con tatuaje nazi. “Hola, esto no es lo que parece”. Me imaginé diciendo algo así, con las herramientas en las manos. –¿Qué, te vienes o te quedas? Tenía que tomar una decisión. –Esto no puede estar pasando.

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CAP 5

UN NUEVO ALZAMIENTO NACIONAL (STARTUP)

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/nuevo-alzamiento-nacionalstartup_6_796930320.html

Allá íbamos José Antonio y yo por la carretera de la Coruña, dirección Madrid, con Franco en el asiento trasero, cubierto con una manta. Como dos fugitivos de película, aunque no sabíamos si alguien nos perseguía. –Por qué poco, eh, Carmencita. Todavía no sé cómo conseguimos salir del Valle. Los que se despertaron con el ruido entraron en la basílica y nos vieron salir corriendo por la puerta trasera. José Antonio llevaba a Franco en brazos, yo tiré las herramientas.

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–Corre, muchacha, corre –me decía él. Salimos al exterior, estaba amaneciendo. Me dijo que le siguiese por un camino que se metía en el pinar. –Pero esos ¿no son de los tuyos? –pregunté. A nuestra espalda oía los gritos de nuestros perseguidores. –Sí, pero párate tú si quieres a explicarles. No garantizo que te escuchen. Corrimos por un camino que rodeaba el risco descendiendo. Entre las copas se veía la enorme cruz. Pasamos cerca de la explanada, donde oímos el revuelo de quienes despertaban alarmados: –¡Han intentado abrir la tumba del Caudillo! –¡Hemos llegado a tiempo de impedirlo! –¡Dios no lo ha querido! Llegamos al aparcamiento, con el corazón en la boca. José Antonio buscó su coche y apoyó el cuerpo en el capó. En ese momento debí decirle que hasta aquí, que yo me quedaba. Podía volver a la explanada, no me habían reconocido al correr, no sospecharían de mí. Podía bajar a la carretera, coger el autobús y largarme a casa. Pero estaba tan alterada que ni me lo planteé. Me uní a la huída. Abrí el maletero para ayudarle a esconderlo, pero estaba lleno de paquetes y cajas de cartón con el logo de Amazon. –Son para repartir –me aclaró–. Cargo el coche y los voy soltando cuando me coge de paso. Metió a Franco en el asiento trasero, lo tumbó y lo cubrió con una manta que llevaba en el maletero. Al subirme al coche encontré una bolsa de Deliveroo. Apestaba. –Joder, eso se me despistó ayer. Alguien se quedó sin cenar. Comida japonesa, tírala. Arrancó y aceleró por la pista asfaltada hasta la carretera, y desde ahí a la autovía de la Coruña. –Lo hemos conseguido, niña. Hacemos buen equipo, eh. –A mí me dejas en la estación de Cercanías, si no te importa –empezaba a recobrar la lucidez.

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–Ni hablar. Te estoy regalando la oportunidad de tu vida. Cuántos querrían estar en tu pellejo. –Yo no quería ser periodista, me metí porque no me llegaba la nota para estudiar publicidad. –No puedes rendirte ahora, Carmencita. –No me llamo Carmencita, soy Carmela. Y todo esto es absurdo. –“Solo aquellos que intentan lo absurdo pueden lograr lo imposible” –dijo aflautando la voz, imitando el soniquete del dictador. –Eso no lo dijo Franco. –Pregúntale a él –me guiñó un ojo y señaló con la cabeza al asiento trasero. José Antonio encendió la radio del coche. Parecía que esa mañana no había otro tema en las noticias. Los siete nietos de Franco habían entregado al prior del Valle un documento notarial con su rechazo a la exhumación. El gobierno aseguraba que lo sacarían del Valle antes del verano. Temí que en cualquier momento el locutor dijese: “La policía continúa la búsqueda de dos personas que han huido del Valle de los Caídos en un coche tras profanar la tumba de…”. Por suerte el locutor dio otra noticia: –La Fundación Francisco Franco ha llamado a “un nuevo alzamiento nacional para evitar que el gobierno pseudo marxista ponga en riesgo la existencia de España como nación cristiana”. –Bien dicho, aunque podrían decir eso mismo con otras palabras. Suena viejo, ¿no crees? En vez de alzamiento nacional, di startup, ya verás cómo te entienden los jóvenes. Yo ya no tenía fuerzas para escuchar sus ocurrencias. Pese a los nervios, me quedé adormilada unos minutos, apoyada en la ventanilla, hasta que me despertó un frenazo. –Solo será un segundo, voy a aprovechar para hacer una entrega que nos cae de paso – dijo José Antonio. Se bajó, abrió el maletero y sacó un paquete–. No os vayáis a fugar los dos sin mí, eh, je, je. –No quiero quedarme sola con… –miré al asiento trasero. Ahí seguía, cubierto con la manta. Se le veía un pie, perdido el zapato, el calcetín flojo. Lo tapé tirando de la manta, no sé si fue un gesto de piedad o de repugnancia. En el teléfono encontré un mensaje de Eduardo, el director del periódico: “Buenos días, reportera. Aguanta en el Valle, es cuestión de días, incluso de horas, lo sé de buena fuente”. Imbécil. Podía enviarle ya las fotos, la secuencia completa de José Antonio

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dentro de la tumba. Pero me faltaba la gran foto. Podía hacerla en ese momento, levantar un poco la manta y sacarle un retrato. Pero me vi incapaz de retirar la manta. Y en eso llegó José Antonio, con un cucurucho de churros. –Seguimos viaje, niña. –¿Qué vamos a hacer con…? –Ponerlo a salvo, por supuesto. –¿Cómo? ¿Lo vas a meter en tu casa? –Tengo una idea mejor. Lo llevaremos a su casa. –¿A su casa? –Con su gente. Ellos sabrán protegerlo. Y ahí concluirá nuestra misión. Prometido, confía en mí. Lo entregamos y luego te dejo en casa. Iba a decirle que mejor me llevase primero, pero le interrumpió un aviso de su teléfono. –Joder, qué oportuno –dijo, tecleando. –¿Qué pasa? –Tengo que recoger a un viajero. Es aquí al lado. –¿Un viajero? ¿Cómo…? –Es que si no lo cojo me penalizan, y luego no me dan buenos servicios. Así es la nueva economía. No me quejo, eh. Adaptarse o morir. De hecho, tengo unas cuantas ideas para nuevos negocios de la economía colaborativa, solo me falta financiación. ¿Has visto todas esas señoras que todos los días al atardecer salen a caminar? Recorren kilómetros, y a muy buen paso. Si les pusiésemos mochilas podrían repartir. O empujando un carrito. Ellas no tendrían que hacer nada que no hagan ya, y a cambio se sacarían unos duros. Sin parar de hablar, dejó la autovía en la primera salida y callejeó por una urbanización mientras pulverizaba por todo el coche un ambientador floral. En la puerta de un adosado nos esperaba un treintañero trajeado y con un maletín. –Buenos días, caballero –dijo José Antonio al abrirle la puerta–. Disculpe, que recoloco eso.

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Levantó el cuerpo de Franco envuelto en la manta y lo apretó al fondo del coche, dejando sitio libre al joven, que me miró sin entender: –No sabía que ahora los viajes eran compartidos.

–Es… mi hija. No le importa, ¿verdad? Volvimos a la autovía y al coger la M40 me enteré de que íbamos al aeropuerto. –Yo me puedo quedar en cualquier sitio… papá –dije, pero se puso a darle conversación al viajero. –¿Qué? ¿Viaje de negocios? –Sí. Una reunión en Milán. –La juventud emprendedora que levanta este país, ¿eh? El joven se puso los auriculares y se volvió hacia la ventanilla. –Fue Einstein –dije en voz baja. –¿Qué? –La frase esa del absurdo y lo imposible. No era de Franco, es de Einstein. La he buscado en Google. –Quizás Einstein se la escuchó al Caudillo.

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Qué hacía yo allí, con un emprendedor y una momia. Miré al pasajero de detrás. Tenía los ojos cerrados. A su lado, en alguna curva se había salido de la manta un brazo, que colgaba del asiento balanceando una mano enguantada.

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CAP 6

NO ME COMPARES A FRANCO CON HITLER

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/compares-Franco-Hitler_6_797280290.html

–Lo que está haciendo el señor Pedro Sánchez es propio de un sistema dictatorial. Exhumar a Franco es el primer paso, la izquierda radical quiere dinamitar la Cruz, ese es su objetivo, y dinamitar así la Transición y la reconciliación nacional. Desde su despacho, el presidente de la fundación Francisco Franco discutía en directo con la presentadora de una tertulia televisiva. José Antonio y yo esperábamos sentados en un sofá en una sala contigua, y lo veíamos en un televisor. El tipo parecía enojado: –Y ahora también quiere ilegalizarnos, y luego querrá meternos en la cárcel. Suerte que estamos en 2018, porque en otra época nos daría el paseíllo. –El paseíllo se lo daría el propio Franco si levantase la cabeza –me susurró José Antonio –. Con portavoces tan rancios como este nunca conectaremos con la juventud de España. –Si Franco levantase la cabeza, se daría con la tapa del maletero –dije yo, e hice reír a mi compañero de fuga. Habíamos metido el cadáver en el maletero, una vez vacío, después de repartir todos los paquetes de Amazon por medio Madrid, recogiendo de paso unos cuantos viajeros. Habíamos perdido toda la mañana, y yo quería irme a casa. Le di la última oportunidad: le dije que lo acompañaría a la fundación Francisco Franco, haría fotos del momento de la entrega, y adiós muy buenas. –Ellos se harán cargo del Emprendedor. Son los guardianes de su legado –había dicho José Antonio al aparcar en la puerta de la fundación. Entramos en una sala que no dejaba dudas de dónde estábamos: un busto del caudillo, fotos en las paredes del dictador con dirigentes mundiales que yo no conocía, y un retrato pintado. José Antonio pidió ser recibido por el presidente, y para facilitarlo mencionó el nombre de su padre, que por lo visto era socio de la fundación. La secretaria nos pidió que esperásemos en el sofá mientras el presidente atendía a la tele.

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–¿Quieren lotería de navidad? –nos preguntó la secretaria –. Tenemos números terminados en 36 y en 39. José Antonio compró una participación y la frotó en la frente del busto de Franco. Yo me entretuve leyendo un documento enmarcado en la pared. Estaba dirigido "al Abad de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos", y decía: "Habiéndose Dios servido llevarse para SÍ, a SU EXCELENCIA EL JEFE DEL ESTADO Y GENERALÍSIMO DE LOS EJÉRCITOS DE ESPAÑA, DON FRANCISCO FRANCO BAHAMONDE (q.e.G.e.), os encarezco

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recibáis sus restos mortales y los coloquéis en el Sepulcro destinado al efecto…". Tenía fecha de 1975. Y una firma al pie: "Yo el Rey". –Aquí se harán cargo del cuerpo, y nos recompensarán por nuestra acción –me dijo José Antonio en voz baja –. –¿Recompensar? –Claro. Qué menos, ¿no? Por el riesgo que hemos corrido. –Un momento, ¿vas a pedir dinero por el cadáver? –pregunté abriendo mucho los ojos. –No tendré que pedirlo. El franquismo siempre se preocupó por premiar a sus leales. Y esta gente tiene dinero, han recibido buenas subvenciones. Pero tranquila: igual que vamos a medias con lo que te paguen por tu reportaje, pensaba compartir contigo la gratificación. –Pero yo no... –Ya estoy con vosotros –asomó el presidente de la fundación, y vino hacia nosotros –. –Arriba España, mi general –José Antonio se puso en pie y levantó el brazo con tanto ímpetu que sacudió la lámpara. –Me alegro de recibir sangre joven –dijo el tipo al verme, y me dio un repugnante pellizco en la mejilla –. Bienvenida a la Fundación Nacional Francisco Franco. –Perdone, tengo una duda –dije yo –: ¿En Alemania hay también una fundación Hitler? El presidente tensó el cuerpo, intercambió una mirada interrogativa y severa con José Antonio, que parecía descolocado con mi pregunta. Yo lo había hecho para fastidiar, lo reconozco. Empezaba a estar harta de esa gente. –¿Cómo te llamas, chiquilla? –me preguntó el tipo. –Carmela. –Mira, Carmen… –Carmen, no: Carmela. –Mira, Carmen, comprendo tus dudas, porque a los jóvenes os llevan años adoctrinando y manipulando. Pero las comparaciones son odiosas, y esta más. Comparar a Hitler con Franco es como comparar a Atila con Felipe II. El Caudillo fue la antítesis de Hitler. Franco fue un católico ejemplar, mientras Hitler era ateo. Franco acogió a los judíos que huían de Hitler. Franco ganó la guerra civil con una estrategia de minimización de daños,

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mientras Hitler desangró a su patria en la guerra. Franco llevó a España a las más altas cotas de paz, reconciliación y desarrollo de su historia, y Hitler hundió a Alemania en la derrota y la división territorial. ¿Alguna otra pregunta, bonita? –Pues mire, sí –ahí me vine arriba –. ¿A cuánta gente fusiló Franco? –A nadie. –¿A nadie? –Franco no fusiló a nadie. No dictó ninguna condena de muerte. Fue la Justicia. Como en cualquier Estado de Derecho. Y que sepas que el Régimen no fusilaba por capricho. Eran criminales que habían cometido infinidad de crímenes. Pero ya que lo preguntas, solo se fusiló a 23.000, que es una cifra ridícula comparando con lo que pasó en otros países. Los de las fosas exageran, y además son subvencionados. Tú no serás periodista de uno de esos periodicuchos, ¿no? –Discúlpela, mi general –interrumpió José Antonio –, es demasiado joven, no sabe lo que dice. Estamos aquí porque compartimos el espíritu patriótico del 18 de julio. Como dijo nuestro Caudillo, "no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país". Esa no necesitaba ni buscarla en Google. Era de Kennedy. –Al grano, por favor, tengo que atender a otra televisión –refunfuñó el presidente, y José Antonio se adelantó: –Hemos venido porque queremos confiarle un bien muy especial, antes de que el gobierno ponga sus manos sobre él. –Mientras no me hayáis traído la cruz del Valle –bromeó el tipo. –Mejor que eso. Hemos puesto a salvo al Caudillo. El presidente de la fundación me miró esta vez a mí, como esperando que yo disculpase a José Antonio por alguna enfermedad mental y me lo llevase a casa. –Sé que suena increíble –continuó –, pero lo hemos sacado del Valle antes de que profanen su tumba. Lo tenemos en el coche. Queremos confiarle su custodia. El presidente quedó en silencio unos segundos, arrugando los ojos al mirarnos. Hasta que sonrió, una sonrisa cada vez más amplia, que terminó en carcajada exagerada: –¿Dónde está la cámara? Creíais que iba a picar, ¿eh? ¿Dónde lleváis la cámara oculta? ¿Venís del programa del Wyoming? Buen intento, muchachos.

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–Le juro por lo más sagrado que… –protestó José Antonio, pero el hombre le puso una mano en el hombro y lo empujó hacia la salida: –Sois muy graciosos. Mucho. Pero iros a reír de los sociatas, que yo tengo mucho que hacer. –Venga conmigo al coche, véalo usted mismo… –Que sí, que sí… Dadle recuerdos al Wyoming. Me río mucho con su programa. Mientras nos acompañaba a la calle para asegurarse de que nos marchábamos, me entró un mensaje de Eduardo: "¿Cómo va eso, reportera?". Le contesté: "Tengo algo para ti. Algo grande. Te lo envío y me largo de aquí". Había decidido hacerle ahora mismo la foto a la momia, enviársela y que se las apañase él, yo no seguía. El tipo nos acompañó hasta la calle, y cuando José Antonio sacaba ya la llave del coche para abrir el maletero y enseñárselo, descubrimos que el coche no estaba: –¡Se han llevado al Emprendedor! –exclamó José Antonio. –¿Quién es el Emprendedor? –preguntó el de la fundación. –¡Y yo no había hecho la foto todavía! –protesté.

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CAP. 7

ÉRASE UNA VEZ UN REY

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Erase-vez-rey_6_797630247.html

Por supuesto, me tocó a mí pagar la multa para retirar el coche del depósito, a donde lo había llevado la grúa por dejarlo aparcado en una plaza de discapacitados. –Paga tú, te lo devolveré en cuanto nos gratifiquen –se excusó José Antonio. Tampoco Eduardo, el director del periódico, quiso hacerse cargo de la multa cuando lo llamé: –¿Qué haces que no estás en el Valle, Carmela? ¡La exhumación es cuestión de horas! Ya estaba harta. Decidí hacer de una vez la foto a la momia, enviársela y adiós. Fui a abrir el maletero, pero José Antonio lo cerró de golpe: –¡Quieta! Aquí no –señaló a un par de policías municipales que vigilaban el depósito de vehículos. –De acuerdo. Sacamos el coche de aquí, paras en la esquina, hago la foto y me voy en Metro. –Por favor, Carmen. No puedes renunciar ahora. –Se acabó. Fin. –Te equivocas. “Esto no es el fin, ni siquiera es el comienzo del final. Seguramente es el fin del comienzo”. –¿Ese trabalenguas es de Franco o de Einstein? –De Churchill. –Me encanta, me lo apunto, pero déjame en esa esquina, por favor. –A ver si adivinas quién dijo esta: “El nombre de Franco es un jalón del acontecer español y un hito al que será imposible dejar de referirse”. –Churchill. Kennedy. Mister Wonderful. Para de una vez. –Frío, frío. El mismo que dijo esta otra: “El General Franco es para mí un ejemplo viviente de desempeño patriótico, y tengo por él un gran respeto y admiración. España nunca

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podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio”. –En serio, no quiero seguir con el Trivial franquista. –Para decir algo así, hay que estar muy agradecido, ¿verdad? José Antonio siguió con su cháchara mientras tomaba la M-30: –Muy agradecido, o tener una enorme deuda con Franco. Debérselo todo. Estar dispuesto a cualquier cosa por él, porque le debes todo lo que eres. ¿Sabes ya de quién hablo? Alguien que hoy tiene una oportunidad para pagar su deuda. Revisé las fotos que había hecho al abrir la tumba. Espantosas. No de miedo, sino de malas. Cuando las hice evité mirar al cadáver, y me salieron todas desenfocadas o con la espalda de José Antonio tapando la momia. No tenía ni una foto en condiciones para enviar al periódico. –Te contaré un cuento, Carmencita: érase una vez un rey que perdió su reino… –No, por favor… –El rey tuvo que marchar, y vivió lejos durante largos y tristes años con su familia. En su ausencia, el país vivió una guerra, cuyo vencedor devolvió la paz y el bienestar, y gobernó aquella tierra casi medio siglo. Mientras, desde la distancia, el rey soñaba con regresar un día y recuperar el trono. Pasaron los años, y el gobernante envejecía y no tenía sucesor, así que hizo venir a un nieto del rey y lo puso bajo su protección. Lo designó príncipe, lo educó para reinar, lo preparó para seguir su obra y así dejarlo todo atado y bien atado. ¿Te suena lo de “atado y bien atado”? Esa te aseguro que no es de Einstein. –Ya sé adónde quieres llegar –simulé un bostezo. –Al morir el gobernante, el príncipe se convirtió en rey, recuperó el trono que su abuelo había perdido. El nuevo rey nunca olvidaría la generosidad de quien le devolvió la corona, que después pasaría a su hijo y en el futuro a sus sucesores.

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–Espera, ya sigo yo el cuento: un día el rey, ya viejo y retirado, está en su palacio cuando llaman a la puerta. Abre y encuentra a un fiel súbdito, que le trae el cadáver descompuesto de aquel que le devolvió la corona. Viene acompañado de una joven periodista que inmortaliza el momento en una fotografía. ¿Voy bien? Ah, me olvido lo mejor: después, el rey recompensa su valentía con una generosa bolsa de monedas. –Veo que lo has pillado. No vamos a llamar a la puerta, pero tengo un colega que trabaja en la seguridad de la Zarzuela. Es de confianza, puede hacer de intermediario. –¿Hablas en serio? No puedo creerlo… –¿Tienes tú una idea mejor? Si alguien tiene una deuda con Franco, ese es el Borbón. Si no llega a ser por Franco, todavía viviría en Roma, y no habría colocado a sus hijas y yernos. Y aunque la versión oficial de la democracia le atribuye al rey todo el mérito de la Transición, lo único que hizo fue seguir el plan de Franco. Atado y bien atado. ¿Sabes quién trajo la democracia a España? –Déjame adivinarlo: ¿Franco? –Exacto. ¿Cuál fue la mejor obra de Franco, la más sólida y duradera?

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–¿El Valle de los Caídos? ¿Los pantanos? –Las clases medias. Las creó Franco, para garantizar la paz y la continuidad de su legado. Laureano López Rodó, ministro de Franco, dijo que la democracia llegaría cuando la renta superase los 2.000 dólares. Y así ocurrió: en cuanto el país tuvo una clase media con pisito, coche y vacaciones, se nos quitaron las ganas de guerras y repúblicas, ya estábamos preparados para la democracia. –Pues algunos parece que siguen con ganas de república –dije yo, y señalé al frente. Habíamos salido de la autovía, y en el acceso a la Zarzuela nos encontramos una multitud que cortaba el tráfico y ondeaba banderas tricolores. Rojo, amarillo y morado. Delante de ellos, un cordón policial les impedía avanzar hacia el palacio. No había manera de pasar, por mucho que José Antonio tocó el claxon, que apenas se escuchaba entre los gritos: –¡España, mañana, será republicana! –¡Los Borbones a los tiburones! –¡Se va a acabar, se va a acabar, la inviolabilidad! Imaginé qué pasaría si todos esos republicanos supiesen lo que llevábamos en el maletero. –¿Qué pasa aquí? –gritó José Antonio sin bajar del coche. Un joven con un cartel de “Los Borbones son unos ladrones” nos explicó: –¿En serio no os habéis enterado? Mientras nos alejábamos de la Zarzuela, le leí a José Antonio las últimas noticias sobre Corinna, cuentas suizas, testaferros y comisiones. Acababan de publicar una nueva conversación grabada por un policía. Busqué el audio y lo escuchamos de regreso al centro de Madrid. –Qué vergüenza –dijo por fin José Antonio-. Estas cosas con Franco no pasaban. De pronto, el coche empezó a traquetear justo antes de llegar a la autovía, con ruido de latigazos contra el asfalto. –Joder, ahora pinchazo. Paramos en el arcén de la carretera de la Zarzuela. Rueda trasera izquierda, la llanta rozaba el suelo.

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–Seguro que han sido esos republicanos –dijo al sacar un clavo de la cubierta-. Y encima nos dejamos el gato en el Valle. En ese momento escuchamos un motor y miramos a la carretera. Se acercaba un motorista, que al vernos se detuvo. Desmontó y, sin quitarse el casco, se acercó a nosotros. Parecía anciano, cojeaba un poco al andar.

–¿Necesitáis ayuda? –preguntó. José Antonio no contestó. Se había quedado paralizado. –Esto lo cambiamos en un momento –dijo el motorista-. Lleváis repuesto, ¿verdad? Puso la mano en el tirador del maletero y levantó un poco la tapa, pero José Antonio la cerró de un manotazo. –¿Qué pasa? –preguntó el motorista, sorprendido. José Antonio lo miró fijamente, como intentando verle la cara a través de la visera espejeante. Quedaron unos segundos en silencio, hasta que mi compañero de fuga habló, en voz baja: –Tú… Usted… ¿Es… o no es? –¿Que si soy qué? 39


–No… Perdone… Pensé que… –Mira, yo me largo. Iba a ayudaros, pero mejor os las apañáis solos. Se montó con esfuerzo en la moto y desapareció con un acelerón. –¿Qué mosca te ha picado? –pregunté, estupefacta. –¿Te acuerdas del cuento del rey? Pues cuenta la leyenda que a veces el rey salía del palacio, solo y camuflado, y recorría su reino para… –Más cuentos no, por favor.

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CAP. 8

TODO EL DÍA CON LA GUERRA DEL ABUELO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/dia-guerra-abuelo_6_797980201.html

– “El éxito es la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. –¿Puedes al menos ahorrarte las frasecitas? –No perdamos la esperanza, Carmencita. Hemos perdido una batalla, pero no la guerra. El Borbón no es el único que en este país tiene deudas con el Caudillo. Circulábamos de vuelta al centro de Madrid, y José Antonio estaba de buen humor. Le divertía que para arreglar el pinchazo hubiésemos hecho trabajar a unos republicanos que se detuvieron a ayudarnos cuando volvían de la Zarzuela. “¡Si llegan a saber esos granujas lo que llevamos en el maletero!” Mientras cambiaban la rueda, hablé por teléfono con Eduardo, mi director. Como quería acabar de una vez, le conté atropelladamente todo lo de los últimos días: la acampada en el Valle, el desenterramiento nocturno, la fuga, la visita a la fundación, el intento en la Zarzuela. Le envié las fotos de la tumba, aunque no se veía gran cosa. No pareció muy convencido: –Lo único que saco en claro de todo ese embrollo que me has contado es que no estás junto a la tumba. Vuelve ahora mismo, o aquí concluye tu brevísima carrera periodística. –No van a sacarlo, ya te he dicho que… –O vuelves al Valle, o me mandas una buena historia que pueda publicar y que reviente las redes sociales. De acuerdo. Eso iba a hacer: enviarle una buena historia. La mejor historia. La historia de la desaparición del cadáver de Franco. “Buscando a Franco”. Buen título. Clics asegurados. En algún momento el Gobierno abriría la tumba y la descubriría vacía. Y entonces, cuando todo el país se preguntase dónde está Franco, ahí estaría yo, al pie de la noticia. Lo malo era que para conseguirlo tenía que seguir junto a José Antonio, que no callaba: –El país está lleno de estómagos desagradecidos. Familias que se lo deben todo a Franco, y que tendrían que estar hoy a la vanguardia defendiéndolo. No podrán negarse a ayudarlo en su último trance. Entrábamos por la Castellana, y me señaló una de las cuatro torres:

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–Mira, ahí está OHL, ¿te suena? Una de las primeras constructoras de España. La “H” es de Huarte, que fue una de las que levantó el Valle de los Caídos. Entre tú y yo: en condiciones muy favorables. Con alguna ayudita de presos, sí. Huarte, Agromán y Banús construyeron el Valle. No fue la única gran obra. Pantanos, enormes presas. Canales. Poblados agrícolas. Y la reconstrucción de lo destruido en la guerra. Ahí ganaron muchas constructoras. Dragados, por ejemplo, que aprovechó bien la redención de penas por el trabajo. Hoy es parte de ACS. Por no hablar de las eléctricas. Y los banqueros. ¿Te suena March? ¿Entrecanales, Oriol, el conde de Fenosa? Siguen siendo las familias que cortan y reparten la tarta. Los que se sientan en los consejos de administración del IBEX. –¿Esos son tus emprendedores? –Hubo de todo. Empresarios fieles al Movimiento, que financiaron el Alzamiento y colaboraron en la reconstrucción, y que por supuesto fueron merecidamente recompensados. Y otros que se aprovecharon de la generosidad del Caudillo. Familias de varios apellidos, de las de toda la vida, de las que saben hacer negocios lo mismo con el régimen que con la democracia, la república o el soviet si lo hubiera. Y otras que iniciaron su fortuna bajo el paraguas del Estado. Emprendedores, sí. Supieron encontrar las posibilidades de negocio con unas condiciones laborales muy favorables a la iniciativa privada. Sin sindicatos, imagínate. Eso es ayudar a los emprendedores: acabar con la mafia sindical, como hizo Franco. –¿Y cuál de todos esos emprendedores nos va a ayudar? –Como supondrás, Carmencita, no nos podemos presentar en la sede de una constructora o una eléctrica y soltarles el muerto, nunca mejor dicho y que Dios me perdone. Necesitamos un intermediario. Alguien que tenga buenas relaciones con todas ellas, y que a su vez esté también en deuda con el régimen. Como en la calle Génova no se podía aparcar, metimos el coche en un parking cercano. –Esta vez no nos presentaremos con las manos vacías –dijo José Antonio, y abrió el maletero. Pero ocurrió algo horrible: al intentar levantar el cuerpo, lo agarró mal y se desprendió la cabeza. Lo raro era que no la hubiésemos perdido antes, el cadáver estaba seco y se quebró una rama seca. Di un chillido al ver rodar la cabeza. –“No hay mal que por bien no venga”. Esa frase sí es suya –dijo. Agarró la cabeza y la metió en una bolsa del Corte Inglés. Cerró el maletero dejando dentro el resto del Caudillo. Vomité entre dos coches antes de seguirlo. –Estamos de suerte, porque los peperos acaban de elegir a un nuevo presidente. Ese muchacho me gusta. Tiene las cosas claras con Cataluña, el aborto, la familia. Sin complejos. ¿Oíste aquello que dijo una vez sobre las fosas? Llamó “carcas” a los de la memoria histórica: “todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no sé quién”.

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Y ayer mismo le escuché decir que él no gastaría ni un euro en desenterrar a Franco: “hay que mirar al futuro, sin revisionismos, no se pueden abrir costuras y volver a enfrentar a las dos Españas”. A la puerta de la sede nacional del PP encontramos un grupo de periodistas esperando, con cámaras y micrófonos. Cruzamos entre ellos. José Antonio metió la bolsa en el escáner, mientras seguía hablando: –El nuevo líder, pese a su juventud, debe de ser muy consciente de los vínculos históricos, familiares y emocionales que su partido tiene con el régimen. Sabe muy bien de dónde vienen. Te puedo dar una lista de apellidos de dirigentes de las últimas décadas que son hijos o nietos de ministros, delegados del gobierno, directores generales, procuradores…

El recepcionista nos salió al paso antes de que José Antonio me recitase la lista.

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¿En qué puedo ayudarles? –Traemos algo para el nuevo presidente –y levantó la bolsa cerrada. –Se lo agradezco, pero tenemos un protocolo para los regalos. Hemos tenido algunos problemas con ese tema en el pasado, ya sabe. Si quiere, déjemelo y… –No es un regalo –cortó José Antonio-. Es mucho más que un regalo. Escuche, sé que su partido tiene muy buena relación con empresas constructoras y… –Por favor –el tipo bajó la voz, parecía agobiado-, estas cosas no se hacen así. Mire, yo soy nuevo, pero por lo que sé las… donaciones llevan un cauce. Si quiere, déjeme esa bolsa y sus datos, y en seguida le… De pronto se produjo un revuelo en la puerta. Los periodistas del exterior entraron deprisa. Nos giramos y vimos el motivo de su agitación: bajaba la escalera el nuevo presidente del partido. –Señor Casado, ¿dónde están sus trabajos del máster? –¿Piensa dimitir si lo imputan? –¿Ve normal que le convalidasen tantas asignaturas? Los de seguridad forcejearon para apartarlos. José Antonio intentó acercarse a él con la bolsa y una sonrisa: –Presidente, encantado de saludarle, quería… Un escolta lo atajó y lo empujó contra los periodistas. –¡Presidente, tengo algo para usted, es importante! –gritó José Antonio. Levantó la bolsa, la sacudió. Temí que en cualquier momento se saliese la cabeza y rodase por el suelo. El presidente del partido se alejaba, José Antonio gritaba más fuerte e intentaba zafarse de un vigilante: –¡Presidente, es sobre la guerra del abuelo y los carcas de la memoria! Casado le echó una mirada despectiva antes de entrar en el coche. Debió de tomar a José Antonio por un provocador. El vigilante le puso un brazo al cuello para alejarlo. Los cámaras de televisión no desaprovecharon la imagen de José Antonio gritando: “¡La guerra del abuelo! ¡La guerra del abuelo!”

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De camino al parking se me ocurrió comentarle algo que acababa de leer, enredando en Google mientras él discutía con el vigilante: –Hablando de abuelo, resulta que al de Casado lo encarcelaron en la guerra. –Sería una checa, pobre hombre. –No, una cárcel franquista. Por lo visto era republicano. De UGT. –No deberías creerte todo lo que lees en Internet. Ven, que vamos a probar suerte en otro sitio. Necesitamos un político con coraje, un verdadero patriota. Y sé dónde encontrarlo.

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CAP 9

ORANGE IS THE NEW BLUE

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Orange-is-the-newblue_6_798330176.html

“Recorriendo España yo no veo rojos o azules, yo veo españoles; yo no veo jóvenes o mayores, yo veo españoles; yo no veo trabajadores o empresarios, yo veo españoles…”

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–¿No es maravilloso? –preguntó José Antonio cuando terminó el vídeo que me había puesto en su teléfono mientras cruzábamos otra vez cruzar Madrid. –Espera, tienes que oír esto también, pone la carne de gallina. Y me puso el himno de España cantado por Marta Sánchez. Aparcamos frente a un edificio de oficinas totalmente pintado de color naranja y con una gran bandera rojigualda en la fachada. José Antonio parecía entusiasmado: –“Yo no veo rojos o azules, yo veo españoles…” Qué genio. Ese muchacho ha sabido recoger y actualizar mejor que nadie el pensamiento joseantoniano. Busqué en Google “joseantoniano”, mientras él seguía: –Es un patriota. Hoy no hay muchos que defiendan la unidad nacional como él. Y ni derechas ni izquierdas: españoles. ¡El naranja es el nuevo azul! Todo era naranja allí dentro, sí. Carteles, puertas, bolígrafos, alfombrillas de ratón. En el vestíbulo las paredes estaban cubiertas con paneles con frases famosas: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo” (Victor Hugo) “Si quieres resultados distintos, no hagas siempre lo mismo” (Albert Einstein) “Tenemos que recuperar la ilusión que nunca debimos perder” (Albert Rivera) –Hemos venido al lugar indicado –sonrió José Antonio. En la pared principal del vestíbulo había una gran pantalla con otra frase: “No llegamos a este mundo a temerle al futuro, llegamos a moldearlo” (Barack Obama). Al lado, una tablet invitaba al recién llegado a escribir su propia frase histórica para que apareciese en la pantalla. –Voy a hacer mi contribución –dijo José Antonio, y aleteó los dedos como un pianista calentando. Tecleó despacio: “Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino” –¿Es de quien estoy pensando? –pregunté. –Casi. Y tecléo: “José Antonio Primo de Rivera”. La frase subió a la pantalla, y ahí quedó. Nos acercamos a la recepción. José Antonio dejó sobre el mostrador la cabeza embolsada. Una azafata de traje naranja nos atendió.

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–Queremos ver al líder. Tenemos un asunto importante. –¿Tienen cita? –Es una urgencia. Déjeme hablar con alguien de su equipo. –Hoy están todos en el Congreso. Hay sesión. Y allá que nos fuimos. De camino al Congreso me entretuve leyendo lo que encontré sobre falangismo en Internet: –En la República, tus admirados falangistas formaban grupos de choque y defendían la violencia. “La dialéctica de los puños y las pistolas”. –Lo que hacían era defenderse. El primer muerto fue un falangista: el estudiante Matías Montero. –En la guerra iban por las casas deteniendo gente y fusilándola a la salida del pueblo. –No te creas todo lo que leas en Internet. Busca quiénes asesinaron a Primo de Rivera, y verás. –Rapaban la cabeza a las mujeres y las violaban. –Las únicas violadas fueron las monjas. Y no fueron los falangistas. –Durante la Transición daban palizas en las huelgas y manifestaciones. –Mira, haz algo mejor con el teléfono. Habla con tu jefe. Pregúntale cuánto va a pagarte por una historia como la que tenemos entre manos. –No me va a pagar nada, estoy en prácticas. –Tú pregúntale, pero sin contar mucho. Dile que tienes algo muy grande, lo más grande que va a publicar nunca. Intercambié un par de mensajes con Eduardo, que me respondió en seguida. –Dice que treinta euros la pieza. –¿Treinta euros por palabra? –No, por artículo. Y eso solo si es una buena historia y se mantiene un día entero entre las diez más leídas.

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–¡Eso es una miseria! La venderemos a la prensa extranjera. Es una noticia de dimensión internacional. –Joder, ¿qué noticia? ¿Dos chiflados con la cabeza de Franco en una bolsa del Corte Inglés? Nadie va a ayudarnos, acéptalo. Nadie va a pagarte una recompensa, ni a mí una exclusiva. Da gracias si no acabamos en la cárcel. –“La vida es como montar en bicicleta. Si no quieres caerte tienes que seguir avanzando” –y señaló los leones del Congreso de los Diputados. Sobra decir que no nos dejaron entrar. José Antonio lo intentó por la puerta de autoridades, por la de coches, la de trabajadores y la de proveedores. Me pidió que usara mi acreditación de periodista, que obviamente no servía. Resignados, entramos en una cafetería cercana. Café con porras. –Es una pena. Me habría gustado enseñarte los agujeros del techo. Las huellas del 23F. Un día importante en la historia de España.

–Eso sí me lo conozco –dije, recordando lo que nos contaban en clase el día de la Constitución–. –¿Qué sabes del 23F, jovencita?

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–Fue un golpe de Estado. Entraron a tiros. “¡Se sienten, coño!”. Lo paró el rey, que salió en la tele por la noche. El golpe fracasó. –Te equivocas, jovencita. El golpe consiguió sus objetivos. –No es verdad. Se rindieron, los juzgaron, y la democracia siguió. –¿Cuáles eran según tu profesor los objetivos del golpe? –Volver a la dictadura, ¿no? –Nada de eso. Pretendían meter en cintura a la democracia, que se estaba desmadrando con los etarras, los comunistas y los políticos chaqueteros. Estábamos en peligro de romper España, los socialistas querían dejarnos fuera de la OTAN, la calle estaba revuelta, y en vez de libertad íbamos a tener libertinaje. Gracias a Tejero, Milán del Bosch, Armada y otros patriotas, la democracia se serenó y se acabaron los inventos. Mano de seda a partir de entonces. Mira, te enseñaré algo. Sacó de la cartera una foto ajada, con un autógrafo. Reconocí al del tricornio. –El teniente coronel es un gran hombre, injustamente tratado. La historia lo absolverá. En el televisor del bar retransmitían el debate parlamentario. Tomó la palabra el presidente del Gobierno: –La decisión política del gobierno es firme. Procederemos a la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. A falta de los últimos retoques, será en breve espacio de tiempo. –Sí, sí, ya verás cuando quites la tapa –murmuró José Antonio. –Habéis tenido cuarenta años para sacarlo, joder –un anciano levantó la voz al fondo de la barra–. Que está muy bien, que ya era hora, pero no nos vendáis ahora esa moto vieja. Entre Franco y la reforma laboral, mejor acabad con la reforma laboral. Y no os quedéis en Franco: enterrad como se merecen a los miles que siguen en el hoyo. El segundo país del mundo con más fosas comunes. José Antonio se revolvió incómodo, pero en seguida señaló al televisor: –Atenta, ahora viene lo bueno. Había subido a la tribuna aquel que consideraba reencarnación del pensamiento joseantoniano. Me decepcionó ver que no llevaba traje naranja. Ni siquiera corbata naranja. Empezó a hablar:

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–Señor presidente, le veo muy preocupado por los huesos de Franco; más preocupado por hablar del pasado que del futuro de España. –Ahí le has dado –dijo José Antonio. El diputado continuó: –Si se trata de prohibir el culto a una dictadura, por supuesto, pero siempre que se prohíban también los homenajes a los terroristas. Hay que hablar de memoria histórica, pero de toda. –Dos a cero, campeón. –En cualquier caso, mi partido no se opondrá a que Franco salga del Valle de los Caídos. –¡No, hombre, con lo que bien que ibas! Como José Antonio parecía incrédulo, le aclaré las ideas con una noticia de un año antes que acababa de encontrar en Google: –El PSOE y Podemos presentaron una proposición para desenterrar a Franco. Y adivina qué votó tu naranjita… –¡Espera, mira quién está ahí! José Antonio señaló al televisor. El realizador mostró un plano de la tribuna de prensa. Ahí estaba sentado, con cara de amargado, un tipo al que entonces no reconocí. –¡Es nuestro hombre! ¡No está todo perdido!

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CAP 10

EN ESPAÑA TODO ES MEJOR

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Espana-mejor_6_798680142.html

Esperamos a la puerta del Congreso hasta que terminó el pleno y fueron saliendo los diputados y periodistas a la carrera. Mientras aguardábamos a nuestro hombre, José Antonio me contó sobre él: –Es uno de los pocos periodistas libres que hay en este país. ¿Te acuerdas de los atentados del 11 de marzo? Eras una niña, pero sabes de qué te hablo. –Los de Al Qaeda, sí… –¿Al Qaeda? Esos moritos fueron los paganini. En realidad fueron los servicios secretos de Francia y Marruecos, ETA y Rubalcaba. Y le colgaron el muerto a los moritos. Él fue el único periodista que se atrevió a cuestionar la versión oficial. Anda, busca en tu Google qué ha dicho nuestro hombre de toda esta historia de sacar a Franco del Valle. Tecleé en el buscador de móvil el nombre del periodista, y leí en voz alta un artículo suyo reciente: "…tras llegar al poder por un pacto secreto con el PNV y los catanazis, el gobierno ha decidido llevar a cabo el ensueño guerracivilista de Zapatero, Pablenin y el propio Sánchez: sacar de su fosa los restos mortales de Franco, supongo que para metérselos en la cama, como hicieron en tiempos de Carlos II con la momia de San Isidro, a ver si conseguía procrear y mantener la dinastía…" –¿Qué te decía yo? Eso es llamar a las cosas por su nombre. "…como el PP no fue capaz de anular la Ley de Memoria Histórica que nunca debió firmar Campechano, y como Rivera es tan maricomplejines, me temo que tragarán, aceptarán que la legitimidad democrática en España la dictan los que defienden las chekas, los paredones, la quema de iglesias, la tortura y asesinato de católicos por decenas de miles…" –No hace falta que sigas, es nuestro hombre sin duda. Mira, ahí viene. Por la puerta apareció el autor del artículo, con gesto entre apesadumbrado y furioso. José Antonio se lanzó a abrazarlo: –Don Federico, ¿cómo está usted? Soy un admirador suyo. Como decía el clásico: un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo, ja, ja. De toda la vida. Bueno, cuando usted era de extrema izquierda, no, eh, ja, ja.

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El tipo miró con desconfianza a José Antonio, que bajó la voz: –Sepa que comparto su preocupación por los restos del Caudillo, y por eso quiero confiarle nuestro plan de salvamento de sus restos, antes de que los guerracivilistas del PSOE lo tiren al osario, escuche… José Antonio se inclinó y habló al oído del tal Federico. En los cambios de su rostro fui adivinando lo que le contaba: primero recelo, luego curiosidad, después extrañeza y finalmente estupor. –¿De qué va esto? ¿Es una broma? –preguntó, mosqueado. –Con el Caudillo no caben bromas, don Federico. En esta misma bolsa llevo la prueba de mis palabras, mire. José Antonio abrió la bolsa y la acercó al tal Federico, que miró dentro con desconfianza. –Ya veo: la cabeza de Franco –dijo indiferente. –Eso es. El resto lo tenemos en el coche, en el parking. –¿Qué sois, del programa del Wyoming? –No, le aseguro que… –Muy graciosos. Mucho. Buen intento, pero no soy tan necio como piensa ese millonario amigo de terroristas que responde al absurdo nombre de Wyoming. –Por favor, don Federico, cómo puede pensar que… –¡Que me dejéis en paz, que ya estoy harto de graciosos! –el tipo agarró la bolsa, la revoleó y la arrojó lejos. La bolsa dibujó un arco, cual lanzamiento olímpico de martillo, y cayó en la acera frente al Congreso. Rodó cuesta abajo, con José Antonio corriendo detrás mientras el periodista se escabullía en un taxi.

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Al subir al coche minutos después, José Antonio recuperó un poco de ánimo: –Entiendo la desconfianza de don Federico. Lleva muchos años soportando ataques de la izquierda más rabiosa. –¿Y ahora qué hacemos? –pregunté–. Yo propongo devolverlo a la tumba y se acabó el problema. –Zamora no se tomó en una hora, muchacha. Yo no me rindo. –Pero yo sí. Me voy. Renuncio a contar la noticia. Fin. –No puedes irte. –Claro que puedo. Se acabó. –"Cuando estés a punto de abandonar, piensa en por qué empezaste". –Fantástica. Me la apunto para el gimnasio. Chao. –No puedes irte porque tu suerte está ligada a la mía. Si yo caigo, tú caerás conmigo.

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–Espera, ¿me estás amenazando? –No, pequeña. Pero si yo no consigo poner a salvo el cuerpo de Franco antes de que el gobierno abra la tumba, moverán cielo y tierra hasta encontrarlo. Y cuando revisen las grabaciones de las cámaras de seguridad de la basílica descubrirán que no actué solo. Estamos los dos en este lío. Y los dos juntos saldremos de él. Hay algo más. –¿Qué más? –No podemos irnos con las manos vacías después de todo. Si no conseguimos una recompensa, por lo menos intentemos vender las fotos y la noticia. Subimos al coche, con el cuerpo decapitado en el maletero y la bolsa con la cabeza en el asiento trasero. José Antonio propuso pasar por su casa, quería coger su agenda para llamar a gente que según él podrían ayudarnos. Yo estaba desesperada, pero él tenía razón: si no resolvíamos aquel lío, lo pagaríamos los dos. Mientras circulábamos por el paseo del Prado sonó un aviso en su teléfono. –Lo que faltaba, ahora un viajero. –No lo cojas. –Si no lo cojo me penalizan. Es un viaje corto. Y nos cae de paso. Paró en Cibeles y subió al coche un tipo barbudo, despeinado y con gafas de pasta. Extranjero, reconocimos en cuanto abrió la boca: –Hola, amigas. Cómo estar. –Un franchute, lo que nos faltaba –murmuró José Antonio. –No es francés, es inglés –dije yo en voz baja–. Lo conozco, pero ahora no me acuerdo de su nombre. Es músico. Pianista, creo. –Ya ser hora merienda, ¿verdad? –preguntó el tipo–. Fantástico invento español. Merienda, ohhhh. –Qué gracioso –dijo José Antonio, y le habló a gritos y despacio, como a un tonto: ¿Túgus-tar-me-rien-da? ¡Ñam, ñam! –Yes, sí, merienda. Comida fantástica en España. Churros, torrijas, calamares. Croquetas, oh my god. Amo las croquetas. –En-Es-pa-ña-to-do-bue-no.

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–I love España. Amo España. Aquí todo mejor. El tiempo, la gente, hasta wifi más rápido. ¡Y decís “güifi”! ¡Fantástico! –Pues has conocido este país en horas bajas –por fin José Antonio hablaba normal–. Hemos sido un imperio. A los ingleses os dábamos para el pelo, eh. –¿Esto ser Paseo Castellana? –preguntó el inglés señalando por la ventana. –No, esta es la Avenida del Generalísimo –José Antonio me guiñó un ojo. –¿Generalísimo? Palabra nueva. La apunto. Amo vuestras palabras. Chungo, mamarracho, tiquismiquis, generalísimo. ¡Soy un generalísimo! ¿Qué es generalísimo? –Generalísimo hizo mucho bueno en España. Dilo, anda, ¡viva el Generalísimo! –¡Viva el generalísimo! –repitió el otro, riendo. Seguimos unos minutos en silencio, hasta que oímos un manoseo de plástico detrás. –Ah, el Corte Inglés, amo el Corte Inglés –dijo el pasajero, y agarró la bolsa que estaba en el asiento trasero. –¡Deja eso, guiri! –gritó José Antonio, y dio un frenazo. Me giré y vi que el pianista había abierto la bolsa. Sacó la cabeza, la miró con expresión entre asqueada y divertida. –¡Doble coño! Qué cosa. Crazy. ¿Ya es Halloween? Entonces cogió su teléfono y, juntando la cabeza a la suya, se hizo un selfie muerto de risa. Más tarde descubrí que lo había subido a su cuenta de Twitter.

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(Selfie de James Rhodes con la cabeza de Franco)

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CAP 11

LE LLAMABAN BILLY

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/llamaban-Billy_6_799030124.html –¡ESTO ES COMO LA NAVIDAD, SI SACAMOS EL TEMA DE FRANCO NOS VAMOS A ENFADAR TODOS! El televisor tenía el volumen altísimo. Los gritos de Belén Esteban retumbaron en el piso cuando José Antonio abrió la puerta. –¡ESTE SEÑOR LLEVA CUARENTA AÑOS MUERTO, HAY QUE DEJAR EL PASADO Y VIVIR EL PRESENTE! –Es que mi padre está ya un poco teniente –dijo tocándose la oreja–. Y eso que llegó a capitán, ja, ja. No entendí la broma, pero tampoco estaba yo para bromas. Llevábamos dos días dando vueltas por Madrid con la momia en el coche, y cada vez parecía más lejana una solución, pero José Antonio no perdía el optimismo: –Haré unas cuantas llamadas. Camaradas de mi padre, gente de la vieja guardia que no se anda con tantos remilgos. Pero por favor, no le digas nada a mi señor padre. Está delicado del corazón, no le conviene excitarse. Entramos en un salón decorado con enormes cornamentas de ciervo. Don José estaba sentado en un sofá mirando al televisor, adormilado. Precisamente los tertulianos de Sálvame hablaban en ese momento del "temita". A gritos: –EN ESA ÉPOCA SE HICIERON MUCHAS COSAS BUENAS. TENEMOS LA SANIDAD PÚBLICA GRACIAS A FRANCO. ¡TODO EL MUNDO TENÍA TRABAJO CON FRANCO! MIRA LOS PRESOS, LES HACÍAN TRABAJAR Y COBRABAN UN SUELDO. –YO DIGO UNA COSA AL GOBIERNO DE ESPAÑA: COMO AQUÍ HABRÁ PERSONAS QUE QUIERAN SACARLE Y OTRAS QUE NO, ¡VOTACIÓN! ¡QUE LO DECIDA EL PUEBLO! –remató la Esteban, mirando a cámara. –Padre… Padre… –José Antonio apagó la tele y habló al oído del anciano, que pareció espabilarse: –Hola, hijo. Veo que vienes con otra de tus señoritas. Luego le dices que me dé un masajito a mí también, eh. –No, padre. Es una periodista, la conocí en el Valle.

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–Ah, en el Valle. Tan joven y ya tan patriota, eh, guapa –me dio otro de esos pellizcos babosos en la mejilla, como el que me dio el presidente de la fundación Franco. Pellizcos franquistas los llamaré a partir de ahora. –Hablando del Valle –dijo el anciano–, me acaba de llamar un viejo amigo para que me sume al manifiesto de militares en defensa del Caudillo, contra la perversa pretensión de exhumarlo y destruir el símbolo de la reconciliación. ¡Ya está bien de descalificar a un militar ejemplar como el Generalísimo! Mientras José Antonio atendía a su padre, eché un vistazo por el salón. Aquello era un museo. Cuernos por las paredes, una vitrina con escopetas y pistolas. En el aparador, fotos enmarcadas. El señor José a distintas edades y con gentes que fui identificando por las firmas de las dedicatorias. José Utrera Molina. Blas Piñar. Jaime Milans del Bosch. Antonio González Pacheco. Rodolfo Martín Villa. Luis Carrero Blanco. También había una con el caudillo, en una montería: don José, Franco y otros hombres delante de un montón de ciervos abatidos. En lugar central, tras una vitrina, brillaban unas cuantas medallas, y una bandeja conmemorativa, plateada, con un listado de nombres del que solo reconocí el primero. José Antonio me lo aclaró:

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–Son los héroes del 23F. Algunos eran compañeros de mi padre. En ese momento sonó el timbre. Una muchacha vestida con delantal y cofia, como disfrazada de criada antigua, fue a abrir la puerta. Segundos después entró en el salón otro anciano, con aspecto más enérgico que don José. Me lo presentaron como Antonio. Se sentaron a tomar café. Me sonaba la cara del tal Antonio, no recordaba dónde lo había visto. Me acerqué al aparador, revisé otra vez las fotos, y allí lo encontré: Antonio González Pacheco. Busqué en Google quién era, mientras mi compañero de fuga le susurraba nuestro problema: –Tenemos un asunto muy delicado, don Antonio. Tiene que ver con los planes del gobierno de profanar la tumba del Caudillo. Buscamos a alguien que pueda hacerse cargo. Alguien de total confianza, ya me entiende. Ajá. Lo encontré. Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño. Policía de la Brigada Política Social. Conocido por sus torturas a detenidos políticos durante la dictadura. Me di la vuelta y lo miré mientras hablaba con José Antonio: –Te voy a conseguir una cita con un compañero. Si alguien puede ayudarte en un asunto delicado como el que comentas, es él. Lleva décadas trabajando bajo tierra, ya sabes. Mientras el tipo hablaba, leí varios testimonios de sus víctimas: "…me pegaba como un loco, me decía puta, guarra. Me puso una pistola en la cabeza…" "…me metió un pañuelo en la boca, hasta la garganta…” "…era un sádico de la tortura, disfrutaba muchísimo, se le veía en la expresión…" "…‘ahora ya no parirás más, puta’, me decía mientras me golpeaba el vientre…" "…me dio golpes en los pies durante horas, acabé con las plantas destrozadas…" "…sus técnicas favoritas eran el ‘pasillo’, el ‘repasito’, colgar de una barra, el 'saco de golpes' o la 'bañera'…" Leí un par de artículos sobre la tortura en la dictadura y la impunidad de los torturadores, que siguieron siendo policías en democracia. Supe de un estudiante al que lanzaron por una ventana tras torturarlo, y simularon su suicidio: Enrique Ruano. Sobre Julián Grimau, al que machacaron y también tiraron por la ventana, y luego lo mantuvieron con vida para poder fusilarlo. Descubrí que todo eso sucedía en la Puerta del Sol, en el edificio de las uvas de Nochevieja. –Te estás poniendo blanca, niña –dijo José Antonio–. ¿Te encuentras mal?

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–Tengo que ir al baño –dije, y salí de allí. –A ver si la has dejado preñada –oí que decía el ex policía, con una carcajada–. Hice sonar la puerta del baño pero me quedé en el pasillo. Escuché lo que el llamado Billy el Niño contaba al padre de José Antonio: –Mañana salimos de viaje a Italia, sí, pero en coche. Es una paliza, lo sé, pero prefiero evitar los aeropuertos. Tengo que moverme con cuidado, porque en el momento que ponga un pie fuera de España, la jueza argentina irá a por mí. Aquí estoy tranquilo, todos los gobiernos nos han protegido hasta hoy, pero en el extranjero puede pasar cualquier cosa. Tengo que viajar siempre con mucha discreción. –Algún día te harán justicia, Antonio –era la voz de don José–. Te reconocerán como mereces por lo que hiciste en los años difíciles contra subversivos y terroristas. Te tocó hacer el trabajo sucio, pero si no llega a ser por hombres como tú, a saber dónde habría acabado este país. Y encima te quieren quitar las medallas, cuánto rencor. Pocas medallas te han concedido para lo mucho que le has dado a España. Media hora después José Antonio y yo salimos del piso, para seguir nuestra aventura: él buscando a quién soltar el cadáver, yo conseguir una buena historia para el periódico. Y ahora también algo más: –Un momento, tengo que hacer una llamada –dije antes de subir al coche. –Date prisa, que nuestro contacto nos espera en una hora. Marqué el teléfono de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que había encontrado en Internet: –Hola, tengo una información que puede interesarles. Es sobre un policía torturador que se va de vacaciones…

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CAP 12

CITA EN LA CLOACA

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Cita-cloaca_6_799380073.html

–Taxistas en huelga, dónde se ha visto. Esto con Franco no pasaba. Los taxistas estaban en el sindicato vertical, y ahí resolvían sus asuntos. José Antonio miraba nervioso el reloj, a veinte minutos de la cita. –Teníamos que haber empezado por ahí, Carmencita. Llevamos días errando el tiro, buscando a las personas equivocadas. Unos mindundis todos. Dejamos el coche en el parking de la Plaza Mayor y caminamos a paso ligero hasta la Puerta del Sol. –Don Antonio me ha dicho que nuestro hombre está muy arriba. O mejor dicho: muy abajo. En la cloaca. ¿Has oído hablar de las cloacas del Estado? Ahí abajo es donde se ventilan los asuntos importantes. Lo que nosotros vemos, todo ese juego de politiquillos, gobierno, oposición, periódicos, todo eso es espuma. La nata que se forma al hervir. Burbujas para entretenernos. El verdadero poder se mueve bajo tierra. La cita era en una cafetería de Sol. Café y ensaimadas mientras esperábamos a nuestro contacto. Y José Antonio que no se callaba: –La cloaca ha participado en todos los momentos decisivos de este país. En el franquismo, en la transición y en la democracia hasta hoy mismo. La seguridad de un país necesita policías reptando en las profundidades. La lucha contra ETA, por ejemplo: había una parte visible, pública, digamos que legal, y otra ahí abajo, porque contra el terrorismo no vale solo con la ley. Y lo mismo pasa con otros delincuentes. Hay veces que para pillar a los malos no puedes esperar a que el señor juez te firme una orden. Por el ventanal veía la Puerta del Sol, llena de turistas deshidratados. Me estaba entrando sueño, con el runrún de José Antonio: –Cada gobierno ha echado mano de la cloaca cuando la ha necesitado. Alguno la usó tanto que acabó de mierda hasta las cejas. Las grandes empresas procuran tener buenas relaciones con la cloaca. Y lo mismo te digo de los periodistas más zorros. Porque eso es lo que mejor sabe hacer la cloaca: reunir información. Información sensible. Lo saben todo. Cuando alguien se pasa de listo, se le da un toque y en seguida se vuelve manso. Y este país está lleno de listos. Mira los catalanes. ¿Has oído hablar de la Operación Cataluña? Policías patriotas evitando la ruptura de España. –Suena muy democrático –dije, mientras ojeaba en el móvil artículos sobre policías chantajistas, grabaciones ilegales, guerras de comisarios y corrupción policial.

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–Ay, Carmencita, qué inocente eres. Las democracias no pueden funcionar sin cloacas. –¿Así vamos a resolver nuestro problemilla? ¿Echamos la momia a la cloaca? –El plan es este: le enseñamos la cabeza –dijo palmeando la bolsa sobre la mesa–, y le decimos que el resto está en un lugar seguro. Negociamos la gratificación y, cuando cobremos, se lo entregamos. El dinero nunca es un problema con la cloaca. ¿Has oído hablar de los fondos reservados? Frente a nosotros, tras el ventanal, estaba la presidencia de la Comunidad de Madrid, el edificio de las campanadas de Nochevieja. La antigua Dirección General de Seguridad del franquismo, la policía política. Ahora yo ya lo sabía: –¿Tú sabías que ahí dentro torturaban a la gente? –¿Eso te han contado? Hay mucho mito con lo de la tortura. Ni caso. Es como los etarras, que siempre denunciaban torturas. Y no digo yo que a veces no haya que apretar un poquito para que alguien cante, eh. Pero… –Dame la mano –le inmovilicé un dedo y le clavé bajo la uña un palillo de dientes. Pegó un grito y tiró la taza. –¡Au! ¿Qué coño haces, niña? –Huy, perdona, solo quería probar una cosa que he leído. ¿Eso es tortura, o lo llamamos “apretar un poquito”? Nos interrumpió la llegada de un chico con gorra y gafas de sol. Parecía muy joven. Sonrió mostrando unas grandes paletas. –“Alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir” –dijo en voz baja, a lo que José Antonio contestó: –“Gloria a la patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol”. ¿En serio habían acordado una contraseña para el encuentro? El muchacho se sentó con nosotros, sin quitarse la gorra ni las gafas. –¿No eres muy joven para estar en los servicios de inteligencia? –preguntó José Antonio. –Soy un Charlie. Un colaborador. Cuéntame, qué es eso tan valioso que tenéis. José Antonio dudó un instante, resopló y abrió un poco la bolsa para que el otro viese su contenido.

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–Joder. Jo–der. Eso… ¿es lo que estoy pensando? Me alejé de ellos, no quería saber nada de asuntos de cloaca. En cuanto le soltásemos el muerto, me largaría a casa. Tenía pensado decirle al director que no contase conmigo. Ni fotos, ni noticia. Aquella historia había llegado demasiado lejos, y yo no quería tener nada que ver con torturadores y ratas de alcantarilla. Desde el exterior los vi hablar, sobre todo el muchacho, mientras José Antonio escuchaba y asentía. Terminaron con un apretón de manos. El joven cogió la bolsa y salió de la cafetería. Entré a enterarme. –Nuestra suerte ha cambiado por fin, Carmencita. –¿Le has dejado que se lleve la cabeza? –Ese chico se ha comprometido a conseguirnos medio millón. ¡Medio millón, y no de pesetas, de euros! Va a hablar con sus jefes y mañana nos vemos aquí a la misma hora. Traerá el dinero y le daremos el resto del cuerpo. Entonces oímos una voz a nuestra espalda: –“Alzad los brazos hijos del pueblo español que vuelve a resurgir…” Nos giramos y vimos a un hombre, algo mayor que José Antonio, con gorra sobre una cabeza calva, gafas de sol y barba abundante. –Perdón, creo que me he equivocado… –dijo ante nuestro pasmo. Fui yo la que respondí: –“Gloria a la patria que…” No me sé el resto. –Siento llegar tarde –dijo el tipo–, están los taxistas en huelga y… –Un momento –dijo José Antonio–, ¿por qué han enviado dos hombres? –¿Dos hombres? Solo he venido yo –mostró con discreción una placa policial. –Entonces, ¿quién era el chico que…? –¿Chico, qué chico? –El que ha venido antes, me ha dicho que era un Charlie… –¿Moreno, con la cara redonda y grandes paletas? –preguntó el hombre. –Ese mismo.

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–¡Joder, otra vez él! Creíamos que ya había escarmentado, pero sigue enredando. No sé quién se lo habrá soplado. Espero que no le hayan confiado nada de valor. José Antonio salió a la carrera de la cafetería, yo tras él, y el policía detrás. –Iba hacia el metro –dije.

Bajamos a saltos la escalera. Era hora punta, apenas podíamos avanzar. –¡Tú por allí y yo por aquí! –ordenó José Antonio, y añadió al policía: ¡Y usted por aquel lado! Corrí a empujones entre la gente, y al asomarme a la línea 2 vi al muchacho con la bolsa del Corte Inglés, pero en el andén de enfrente. Miré hacia el túnel y vi la luz del tren acercándose. E hice algo que nunca pensé que sería capaz: salté a la vía, crucé sobre los raíles, y trepé al otro lado, mientras la gente me miraba asustada.

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El muchacho me vio e intentó correr hacia las escaleras, pero por allí apareció José Antonio cortando la salida. Llegué hasta él y agarré la bolsa. El chico no la soltaba, forcejeamos, hasta que di un tirón con tan mala suerte que se rompió el asa y la bolsa salió volando hacia la vía en el mismo momento que el tren aparecía en la estación chirriando los frenos. –¡Nooooo! –gritó José Antonio, y ahora lo recuerdo todo como en las películas, la típica escena en que la bolsa vuela a cámara lenta y la vemos caer interminablemente. Sobre la vía. La cabeza dentro de la bolsa. La cabeza de Franco. Y el tren pasando por encima.

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CAP 13

LOS ESPAÑOLES PRIMERO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/espanoles-primero_6_799730041.html

–“Cuando todo parezca ir en tu contra, recuerda que el avión despega con el viento en contra, no a favor”. Ni me molesté en preguntar o buscar en Google de quién era la frasecita motivadora. Estaba desanimada, cansada y asustada. Y tampoco José Antonio parecía muy animado. Mientras nos alejábamos de Madrid por la autovía de Andalucía, dirección sur, hice repaso mental de todo lo sucedido en los últimos días: la acampada en el Valle, la noche que abrimos la tumba, la huida, las visitas a la fundación Franco, Zarzuela, PP y Ciudadanos, la aparición de Billy el Niño, el intento con el policía. Y lo del metro, la traca final. Me giré y miré al asiento trasero, vacío. En seguida recordé que habíamos metido la cabeza en el maletero, con el resto del cuerpo. ¿Cómo terminó lo del metro? Tras el forcejeo con aquel muchacho que intentó engañarnos, la bolsa con la cabeza salió disparada y cayó en la vía, justo cuando llegaba un tren. Nos quedamos paralizados al verla desaparecer bajo las ruedas. Todos paralizados: el falso policía, el policía de verdad, José Antonio y yo. Y el resto de viajeros que fueron testigos de la escena. Esperamos a que el tren reanudase la marcha y, cuando por fin pasó, descubrimos que la bolsa había caído justo en el espacio entre raíles. No le habían pasado las ruedas por encima. Parecía intacta. –¡La suerte del Caudillo! –gritó José Antonio, saltó a la vía y la agarró. El muchacho intentó escapar pero el policía se le echó encima. Yo no sabía qué hacer. –¡Vamos, corre! –me gritó José Antonio trepando de vuelta al andén con la bolsa entre los dientes. Entonces el policía, que mantenía inmovilizado contra el suelo al chico, sacó una pistola y nos advirtió: –Ni se os ocurra moveros. –¡Una pistola! –grité asustada, porque nunca había visto una pistola de verdad. El susto se contagió al resto de viajeros que acababan de bajar del tren. La gente empezó a chillar y a correr en todas direcciones, atropellando al policía. José Antonio me agarró del brazo y tiró de mí. Corrimos hacia la escalera, salimos a la calle, y no paramos hasta llegar al parking.

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–¡Por qué poco! –resopló al arrancar el motor. –¡Era una pistola de verdad! Esto se nos ha ido de las manos… Salimos a la superficie y nos alejamos deprisa de Sol. –Para el coche, que yo me bajo –supliqué–, no sigo ni un minuto más. Esto es una locura. –¿Y qué vas a hacer? ¿Volver a casa y esperar a que vayan a por ti? No sabes con quién nos estamos jugando los cuartos. Es la cloaca, joder. –A mí ni me conocen. Como no pares, yo misma llamaré a la policía y –quise buscar mi teléfono en la mochila. La mochila. ¿La mochila? ¡La mochila! –¡Me he dejado la mochila en la cafetería! –Estupendo. Pues si no te conocían, ahora tienen tu DNI, tu dirección, tu teléfono y las llaves de casa. Así era. Por no tener, no tenía ni las fotos, perdido el teléfono. –¿Y ahora qué hacemos? –tenía ganas de llorar, gritar. –Quitarnos de encima lo del maletero, eso lo primero.

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–¡Pues tíralo de una vez en cualquier parte! –Claro. Cómo no se me había ocurrido. Como en el chiste ese, ¿lo echamos en el contenedor de orgánico o en el amarillo? Tenemos que dejarlo en buenas manos, Carmencita, ya no solo para que lo traten como merece: también para que no puedan encontrarlo. Sin cadáver, no tienen nada contra nosotros. Ahí me vine abajo y perdí las pocas fuerzas que me quedaban. ¿Cómo me había dejado meter en aquel embrollo? ¿Cómo iba a salir de él? Idiota, idiota, idiota… Por supuesto, José Antonio tenía un plan: –Conozco un sitio donde no nos fallarán. Es el último recurso. Compran todo lo que tenga que ver con el franquismo. –¿En serio todavía te preocupa sacar dinero por él? –Me preocupa dejarlo en un lugar fiable. Y vale, después de todo no podemos irnos con las manos vacías. Salimos de viaje, niña. Ya digo, yo no tenía fuerzas para resistirme. Cruzamos las calles de Madrid adelantando coches y saltando algún semáforo. Hasta que José Antonio dio un frenazo brusco. –Un momento… Mira eso. Señaló hacia un edificio de oficinas con pinta de llevar muchos años cerrado. Pero de las ventanas colgaban grandes banderas de España, una pancarta de “Españoles welcome” y un cartel de “Hogar Social Ramiro Ledesma”. –¿Sabes quién era Ramiro Ledesma? Da igual, luego lo buscas en Google. Vamos a entrar, no perdemos nada por probar. Le seguí al interior de aquel edificio que resultó estar okupado. Aunque aquellos okupas no se parecían a los que yo conocía hasta entonces. Y había banderas rojigualdas por todas partes, y otros símbolos que no conocía. En la entrada había una mesa de reparto de alimentos. –Sólo para españoles –le soltó un okupa a un indigente negro–. Aquí los españoles primero. ¡Vete a pedirle a Carmena!

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José Antonio abordó a una muchacha: –Hola, guapa. Queríamos hablar con vosotros por un tema que puede interesaros. Tiene que ver con Franco y el Valle de los Caídos. –Huy, qué va, la movida esa de Franco no va con nosotros. –¿No? Pero… –Eso es cosa de viejos y nostálgicos. Nosotros estamos a otro rollo. A los españoles de hoy no les preocupan los huesos de Franco, sino la avalancha de inmigrantes que nos quitan los trabajos y amenazan nuestra identidad. Aquí no verás banderas con el pollo. Aquel tiempo ya pasó. Fue bueno, vale, guay, pero estamos en el siglo XXI. Nuestro referente no es Franco. Es el Frente Nacional en Francia, o Amanecer Dorado en Grecia. Somos antiglobalización, anticapitalistas, y socialistas. Sí, no me mires así, socialistas pero del socialismo de verdad, el nacional. No somos ni de izquierda ni de derecha. Mientras hablaba, la miré de arriba abajo. Y vi que por el calcetín le asomaba un tatuaje. Vale, ya entendí todo. Y me entró miedo. –Vámonos, por favor –le dije a José Antonio.

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Horas después avanzábamos por la autovía de Andalucía, dirección sur. Ya era de noche. Ni siquiera pregunté a dónde íbamos. Puse la radio, por si decían algo de nosotros, la huída, lo del metro, la desaparición de Franco de su tumba. Tras varias noticias veraniegas, la locutora habló del tema: “El gobierno retrasa la salida de Franco del Valle. Según el presidente, si hemos esperado cuarenta años podemos esperar unos días más…” –Mala señal –dijo José Antonio–. Eso es porque saben que nos lo hemos llevado. Están ganando tiempo hasta encontrarnos. Entonces la locutora de la radio anunció una noticia de última hora: “Acabamos de conocer la detención en Francia de un expolicía español acusado de torturas durante la dictadura.” Subí el volumen: “Al parecer la juez argentina que lleva la causa por los crímenes del franquismo recibió un aviso de que el expolicía, cuya identidad aún desconocemos, iba a salir de España por carretera. De inmediato la juez cursó una orden internacional de busca y captura, que llevó a los gendarmes franceses a detener su coche nada más cruzar la frontera. Se espera que sea extraditado a Argentina en las próximas horas.” –Me pregunto cómo se habrán enterado –dije, vuelta hacia la ventana para ocultar la expresión de mi cara. –Hemos llegado –anunció José Antonio al tomar una salida de la autovía–. Es nuestra última oportunidad. Si aquí no lo quieren, no hay nada que hacer.

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CAP 14

FRANQUISMO MADE IN CHINA

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Franquismo-made-inChina_6_799730045.html

–Es nuestra última oportunidad. Si aquí no lo quieren, no hay nada que hacer. José Antonio sonaba cansado. Llevábamos días dando tumbos con un cadáver en el maletero. Decapitado, además. Días durmiendo poco, de un lado a otro en el coche. Y ahora además nos perseguían. O eso creíamos. Detuvo el coche en una zona de servicios de la autovía de Andalucía, justo antes de entrar en Despeñaperros. Había muchos coches aparcados en lo que parecía un bar de carretera, una antigua venta: “Casa Pepe”, decía un gran luminoso en el tejado. –¿Un bar? ¿Aquí esperas que se queden con la momia? –pregunté, harta y agotada. –En seguida lo comprenderás. Ya antes de entrar me llamó la atención la fachada del local. Las paredes pintadas de rojo y amarillo, una hilera de barriles con los mismos colores, un toro de Osborne y un gran mástil con la bandera de España. Al asomar por la puerta, quedó todo claro. –Bienvenida al último bastión del franquismo en España –dijo José Antonio guiñándome un ojo–. Si cierran el Valle, siempre nos quedará Casa Pepe. Me quedé boquiabierta. ¿Cómo era aquella expresión que nos enseñaron en el instituto al estudiar Arte? “ Horror vacui”, eso era. Miedo al vacío. Eso encontré en aquel bar: horror vacui franquista. No quedaba un solo centímetro de espacio sin decorar con motivos franquistas. Las paredes alternaban cabezas de ciervos y toros con fotografías de Franco, banderas con el águila o el yugo y las flechas, abanicos rojigualdos, calendarios antiguos, escudos, uniformes e insignias de unidades militares. En la pared principal, un enorme mosaico de azulejos con el omnipresente aguilucho escoltado por dos retratos de Franco y del otro, el falangista. Del techo colgaban jamones que llevaban también una arandela nacional, y cuernos de caza que apuntaban hacia abajo como estalactitas. El bar estaba lleno de gente comiendo bocadillos y raciones. Al fondo, varias mesas ocupadas por militares uniformados, jóvenes, con pinta de estar de maniobras. En una esquina había, cómo no, un puto templario: un maniquí con armadura, casco, espada y capa blanca. En otra esquina, un padre y su hijo de dos o tres años se fotografiaban brazo en alto ante una especie de altar del caudillo. Sonó un teléfono móvil y llevaba como sintonía el “Cara al Sol”.

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–Espérame aquí, voy a hablar con el dueño –me dijo José Antonio, y se acercó a la barra. Aproveché para echar un vistazo con más detalle. Encontré una foto de militares y guardias civiles sentados en grupo, en varias filas, como un equipo de fútbol. La foto estaba dedicada y los reconocí: los golpistas del 23F. Al fondo había una tienda, donde podías llevarte todo lo imaginable de merchandising franquista. Botellas de vino “español”, con el aguilucho y “¡Arriba España!”. Latas de aceite, tabletas de chocolate, conservas, dulces, todo envasado con la rojigualda y el perfil de Franco, el aguilucho, el yugo y las flechas, o todo a la vez. Además de comestibles, los franquistas podían encontrar camisetas, gorras, tazas de desayuno, tirantes, llaveros, vajillas, jarras, tablas de cortar jamón. Me mordí la lengua para no preguntar si tenían condones rojigualdas y con la cara de Franco en la punta. Aquel no era sitio para ese tipo de bromas. Cogí un delantal, hice como que me lo probaba encima. Made in China, leí en la etiqueta. Comprobé otros productos, todos de la misma procedencia. Franquismo made in China. Volví al bar, pedí un trinaranjus y hasta me sorprendió que la botella no llevase al caudillo en la etiqueta. –Con Franco había más libertad, se podía fumar en los bares –dijo alguien a mi lado. Yo ya no podía distinguir cuando un franquista hablaba en serio o en broma. ¿Existe la ironía franquista? En la esquina de la barra, tres jóvenes rapados, a los que sin necesidad de verlos adivinaba los tatuajes en sus brazos de gimnasio. En una mesa junto al televisor, varios hombres charlaban. Uno preguntó: “A ver, ¿qué ha hecho la democracia por nosotros?”, y se liaron a discutir, mientras me vencía una sensación de déjà vu, de llevar semanas atrapadas en un bucle facha. –Con Franco no había corrupción, ni huelgas de taxistas –dijo a mi lado el franquista irónico. Y esta vez no me contuve, el hartazgo me volvía imprudente: –Perdone, ¿puedo hacerle una pregunta? –Claro, guapa, dime. –¿Sabe usted si en Alemania hay algún bar así? Todo decorado de cosas nazis y fotos de Hitler…

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–¿Tú de qué vas, niñata? –me soltó el tipo, agresivo. Me fijé en su cinturón rojigualda, y la hebilla con aguilucho. Me miró como si pudiese arrancarme la cabeza de un bocado. –Vamos, Carmencita –apareció mi salvador, José Antonio. Salimos del bar a paso ligero, no parecía muy satisfecho. –¿Tampoco ha habido suerte? –pregunté-. ¿No lo quieren para exponerlo en una vitrina? De pie junto al templario quedaría bien. O colgado entre los jamones. José Antonio no me escuchaba. Caminó hasta el coche y abrió el maletero. –¿Tienes alguna frase motivacional para cuando todo está perdido? –pregunté, aunque en seguida me sentí mal por el sarcasmo. José Antonio sonaba afectado al hablar: –En el día de hoy, cautivo y desarmado el emprendedor José Antonio, etcétera y etcétera… La guerra ha terminado. –¿Qué ha pasado ahí dentro? –Hacía años que no venía por aquí. El dueño de toda la vida era un gran hombre, se habría hecho cargo sin pensarlo. Pero murió hace poco, y el bar lo lleva ahora su hijo. No está hecho de la misma pasta. Le he propuesto que construyan aquí un mausoleo, un lugar de peregrinación. Vendrían franquistas de todo el planeta, y ellos se beneficiarían: más clientes en el bar. Pero dice que con la ley de memoria histórica prefiere andarse con cuidado para que no le cierren el negocio. En la oscuridad del aparcamiento lo vi manipular el cuerpo en el maletero, forcejeando. –¿Qué…? ¿Lo estás… desnudando? –Al menos he vendido el uniforme. Me ha dicho que conoce a un coleccionista que pagará un dineral por la mortaja. Algo es algo. Sacó los pantalones de un tirón. Me pareció que se llevaba un trozo de pierna dentro de la pernera. –No sé, no me parece forma de tratar un cadáver. Y menos siendo tu admirado caudillo, ¿no? –Mira, yo ya no sé si soy franquista o qué soy. Siempre he querido lo mejor para mi patria, y ya no sé qué es lo mejor para mi patria. No quiero ser el último mohicano, como esos de ahí dentro. –No te entiendo, de verdad. Creía que tú…

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–¡Necesito el puto dinero! ¿Eso sí lo entiendes? Me lo dijo teniendo la cabeza de Franco en la mano, la había sacado de la bolsa. Le brillaban los ojos, parecía muy alterado. Me refiero a José Antonio, no al caudillo. Soltó la cabeza al lado del cuerpo, y usó la bolsa para guardar el uniforme. De pronto nos sobresaltó una voz salida de la oscuridad: –¡Quietos los dos! Soltad eso y poned las manos donde pueda verlas.

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CAP 15

RUMBA LA RUMBA LA RUMBA LA

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Rumba-rumba_6_799730047.html

–¡Quietos los dos! Soltad eso y poned las manos donde pueda verlas. Más que una orden, pareció un hechizo: José Antonio y yo nos quedamos quietos, sí. Paralizados. Tan tiesos como el cadáver del maletero. En la oscuridad apenas distinguíamos una sombra que se acercaba desde la zona sin iluminación del aparcamiento. Levantamos las manos lentamente, que es lo que todos hemos aprendido del cine. –Encontraros ha sido más fácil de lo que pensaba. Salió por fin a la luz, y bajo la farola lo reconocimos: el policía de aquella cafetería en Sol. El de la cloaca. Y sí, llevaba una pistola en la mano, la misma con la que nos apuntó en el Metro. –¿Cómo has dado con nosotros? –preguntó José Antonio, iniciando el típico diálogo de película de acción. Deseé que el policía también fuese un malo de película y nos concediese tiempo dando explicaciones innecesarias. Así fue: –Un colaborador os vio entrar en el Hogar Social. Le parecisteis sospechosos, y cogió la matrícula del coche. Os hizo una foto disimuladamente, así os identifiqué. Las cámaras de tráfico hicieron el resto hasta llegar aquí. –No hemos hecho nada –dije yo. –Dejadme ver qué lleváis en el maletero –adelantó un paso. José Antonio tapaba con su cuerpo nuestro secreto. Entonces vi salir del bar a un hombre. Encendió un cigarrillo, miró hacia nosotros. Era el tipo de la barra, el que se encaró conmigo cuando le hice una pregunta impertinente sobre Hitler. Cinturón rojigualda, hebilla con aguilucho. Pedirle ayuda no parecía la mejor idea. Así que tuve una de esas ideas que es mejor no pensar demasiado. Empecé a cantar, primero bajito: –“El ejército del Ebro, Rumba la rumba la rumba la,…” El policía levantó la pistola hacia mí. –¿Por qué cantas? Cállate… 76


Tuve la exagerada confianza en que no me haría nada mientras hubiera un testigo. Levanté más la voz: –“… Una noche el río pasó, Ay… Carmela, ay, Carmela…”

Vi que el fumador adelantaba un par de pasos hacia nosotros, imaginé su cara de estupor y subí un poco más la voz: –“…Pero nada pueden bombas, Rumba la rumba la rumba la…” –Oye, guapa, no es momento para cancioncita –dijo el policía, cada vez más nervioso, pero yo no callaba: –“…Donde sobra corazón,

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Ay, Carmela, ay, Carmela…” Escuché al tipo del cigarrillo, allí junto a la puerta del bar: –Será hija de puta la niñata esa… Así que canté más fuerte, ya a gritos: –“…Luchamos contra los moros, Rumba la rumba la rumba la…” El policía me tapó la boca y forcejeé para decir las últimas palabras: –“…Mercenarios y fascistas, Ay, Carmmmmm…” El fumador ya no estaba en la puerta. –Ahora nos dejamos de tonterías, eh –amenazó el policía. Me soltó un bofetón que me tumbó, y a José Antonio un rodillazo en el estómago. Desde el suelo los vi salir del bar: el fumador furioso, los tres jóvenes nazis, dos viejos y unos cuantos soldados. Venían hacia nosotros: –¡Rojos, hijos de puta! –¡Os vamos a dar rumba la rumba! El policía miró a los atacantes sin entender nada. Sacó la placa y la mostró, pero había poca luz, así que levantó la pistola y disparó al cielo. Los fachas se quedaron clavados, varios se tiraron al suelo. –¡Soy policía, hostias! Volved todos adentro. Los tipos retrocedieron a la carrera. Cuando el policía se giró hacia nosotros, ya no estábamos. –¡Corre, niña, corre! –¿Por qué nos ha dejado el muerto en el coche? José Antonio corría con el cadáver bajo un brazo y la cabeza en la otra mano. Yo le seguía unos metros por detrás.

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–¡Alto ahí! –gritó el policía. Su voz sonó lo bastante lejos como para que viésemos viable la fuga. José Antonio saltó por encima de un quitamiedos, bajó a trompicones un terraplén y yo tras él. Apenas veíamos nada, el cuarto menguante de luna no daba más que para intuir un árbol antes de chocar. Tras dos tropezones, uno él y otro yo, optamos por andar en vez de correr. Pisamos agua, cruzamos un arroyo, decidimos seguir el cauce para tener una referencia, hasta que el terreno se fue estrechando y escarpando. Trepamos por una pendiente pedregosa, alcanzamos un alto. Vimos a lo lejos las luces de Casa Pepe, los faros de los coches que marcaban la autovía invisible. –Tenemos que alejarnos un poco más. Reanudamos la marcha por una zona elevada. Escuchábamos el agua correr muy abajo. Reconocimos un precipicio justo a tiempo de no caer por él. Al pisar el borde cayeron piedras, tardaron unos segundos en golpear el agua. –No podemos seguir a oscuras. Esto es un desfiladero. Por algo se llama Despeñaperros. Por aquí despeñaban a los infieles después de la victoria cristiana en las Navas de Tolosa.

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Pena no tener el móvil para comprobar en la Wikipedia si era cierto u otra joseantoniada. Buscamos abrigo entre dos grandes rocas que formaban una pequeña gruta. Nos sentamos y me cayó encima todo el cansancio acumulado, de golpe. Tanteé el suelo a oscuras, con aprensión. Arena, piedrecitas, una raíz. ¿Una raíz? –¡Joder, qué asco, le he cogido la mano! Espero que fuese la mano... ¿Te importaría dejarlo ahí afuera? –No quiero que se lo coman los bichos. –Pues échalo más para allá. Esto es como dormir dentro de su tumba. Hablábamos en voz baja. Escuchábamos ruidos silvestres. Todos los crujidos parecían pisadas. –¿Qué vamos a hacer? –Por ahora, esperar a que se haga de día. –¿Y si nos encuentra? –nos imaginé como dos cadáveres abandonados en el desfiladero, con un disparo en la frente. Nos comerían los bichos. –Nunca pensé que una canción roja me salvaría la vida. Buen truco lo de “Ay, Carmela”. –Me la cantaba mi bisabuela de pequeña, para dormirme, en voz baja, muy despacito. Nunca me había parado a pensar lo que dice la letra. Una nana que hablaba de bombas y fascistas. –¿Cómo pasó tu bisabuela la guerra? –Me siento fatal, porque no lo sé. Murió siendo yo muy pequeña. Y nunca he preguntado a mi familia. Me avergüenzo. –Seguro que fue una gran mujer. –¿En serio? ¿Una roja que cantaba canciones republicanas? –No me conoces, Carmela. –Es la primera vez que me llamas por mi nombre. –No soy un monstruo. Ni siquiera soy tan franquista como parezco. He mamado franquismo en mi casa, eso sí. Y mi familia debe mucho a aquel tiempo. Tampoco te niego mi admiración por muchas cosas buenas que hizo Franco, y simpatizo con el

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falangismo, el auténtico, no el de esos niñatos de ahora. Pero no soy ciego, ni tonto. Hay muchas cosas de aquella época que no me gustan. Y no estoy muy orgulloso de lo que yo mismo hice de joven. Estoy harto de las dos Españas y toda esa mierda. –¿A qué viene todo este discursito ahora? ¿Entonces por qué nos hemos llevado a Franco? –Supongo que quería hacer algo grande. Llevo años fracasando, un negocio tras otro. Debo dinero a mucha gente. Vivo con mi padre, no tengo tarjeta ni cuenta bancaria porque me lo embargan todo. Pensé que todavía quedaría gente dispuesta a recompensar con generosidad una acción así. Pero ya ves que no. –Ni un duro. –Mi plan B era que tú vendieses la noticia y las fotos, por eso te elegí a ti, por ser periodista. –Ni siquiera tengo el teléfono con las fotos. Y no pienso contar esta historia. ¿Quién se la iba a creer? ¡Mira dónde hemos acabado! En Despeñaperros, de noche, bajo una roca y con un muerto que se cae a trozos.

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CAP 16

UN CADÁVER EN EL MALETERO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/cadaver-maletero_6_800779929.html Es de noche, conduzco hacia el norte, me persiguen y llevo a Franco en el maletero. Sí, Franco. Francisco Franco Bahamonde. Dictador español, 1892-1975. Su cuerpo embalsamado. O lo que queda de él. Cuando tomo una curva o freno bruscamente, lo oigo golpear contra el asiento trasero, como si se revolviese o… Vale, esto ya lo habéis leído. En el primer capítulo. Así comenzó mi relato, y aquí estoy por fin: huyendo hacia el norte, en un coche, conduciendo sola y con la momia en el maletero. Muerta de sueño. Me he mantenido despierta las últimas horas contando cómo he llegado hasta aquí. Ya conocéis mi historia desde el primer día que pisé el Valle de los Caídos enviada por el periódico, hasta la noche que José Antonio y yo nos perdimos en Despeñaperros. Entre medias, un ir y venir con el muerto a cuestas, sin conseguir quien se lo quedase, y metiéndonos en cada vez más problemas. El remate ha sido esta mañana, en Despeñaperros, al amanecer. Es lo único que me falta por contar. Voy con ello. José Antonio y yo pasamos la noche al raso, en un abrigo rocoso. No creo que durmiese más de dos horas, pero tan profundamente que al despertar no sabía dónde estaba. ¿Mi dormitorio en casa de mis padres? Noté claridad, intenté abrir los ojos pegados de sueño. Noté la cama demasiado dura, también era duro el peluche al que estaba abrazada. No era mi cama de casa, eso estaba claro. En cuanto al peluche, no me hizo falta despegar los párpados para saber a qué había pasado la noche abrazada: –¡Joder, qué asco! A la luz del amanecer aquello tenía un aspecto lamentable. Mucho más lamentable que cuando lo sacamos de la tumba. Sin ropa, con la cabeza separada, le faltaba un trozo de pierna y algunos dedos. Miré alrededor, José Antonio no estaba. ¿Se había largado y me había dejado en medio de la sierra con aquel regalito? Maldito traidor, pensé. Esto me pasa por fiarme de un franquista. Me giré y, desde debajo de la roca donde estaba escondida, vi unos zapatos. Unos tobillos. Las perneras de un pantalón. –Qué susto me has dado, pensé que te habías… No me dio tiempo a terminar la frase. Al llegar arriba, tras pantalón, cinturón y camisa, comprobé que no era José Antonio.

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–Hola, guapa. ¿Me vas a cantar otra cancioncita? Al menos ahora no me apuntaba con la pistola. Le abultaba en el pantalón. O era que se alegraba de verme. –No he querido despertarte, estabas muy mona abrazada a eso. Y hablando de “eso”: ¿es lo que estoy pensando? El policía empujó con el pie el cadáver momificado. –¡Bingo! –dijo, sonriente–. Desde que os grabaron las cámaras de seguridad de la basílica os está buscando medio servicio de inteligencia. Todo con discreción, que con estas cosas es mejor no hacer mucho ruido. Estaba claro que este policía era el típico malo que en las películas pierde tiempo en explicar cosas. Y eso siempre sirve para que los buenos piensen un plan para salvarse. Yo no estaba para planes geniales. Tampoco me hizo falta: mientras el tipo hablaba, vi a su espalda a José Antonio. Salió tras un matorral unos metros más allá, donde debió de esconderse al ver venir al policía. Se acercó por detrás, sigiloso, mientras el poli seguía con su cháchara: –Lo que menos necesita este país es un escándalo así. “Roban el cadáver de Franco”, imagínate. Pero se acabó vuestra fuga. Hasta aquí habéis llegado. ¿Dónde está tu amiguit…? Sin terminar la frase, José Antonio se tiró encima de él, por la espalda y sin esperarlo. Lo tumbó y cayeron rodando. El policía intentaba darse la vuelta, José Antonio le clavó las rodillas en la espalda y le sujetó los brazos. Y yo sin saber qué hacer. –¡Corre, Carmela! ¡Sálvate tú! –Pero… ¿y tú…? –¡Lárgate de una vez!

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De acuerdo, era otra escena típica de toda película de acción: el momento en que el personaje que hasta ese momento había despertado pocas simpatías en el espectador, decide sacrificarse para que la protagonista pueda salvarse. De modo que yo era la protagonista, y tenía que ponerme a salvo. Tenía que correr. Sin mucho pensar, agarré a Franco, su cuerpo y su cabeza, y eché a correr. Atrás quedó José Antonio forcejeando con el policía, que daba manotazos y maldecía. Corrí por una cornisa de vértigo, bordeando el precipicio por el que tuvimos suerte de no caer anoche. Bajé una pendiente pedregosa con el culo, como un tobogán. Avancé por un cañón escarpado. Me calé las zapatillas al cruzar el arroyo, subí un terraplén, y al levantar la pierna para salvar el quitamiedos de la carretera, escuché el disparo. Sí, eso era un disparo. Retumbó en el desfiladero. Joder. José Antonio.

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Reanudé la carrera hacia el bar Casa Pepe, que a esa hora temprana todavía estaba cerrado. Solo había dos coches en el parking, el de José Antonio y el del policía. El maletero estaba todavía abierto, tal como lo dejamos al huir. Metí dentro a Franco y lo cerré. Subí al coche. Las llaves estaban puestas, no me pregunten por qué, esas cosas siempre pasan en las películas y nadie se hace esas preguntas. Arranqué y salí de allí también en plan peliculera, derrapando y chirriando ruedas, levanté una polvareda de fugitiva. Me incorporé a la autovía, pisé a fondo y aquí estoy: llevo todo el día conduciendo. Por carreteras secundarias, de pueblo en pueblo, para evitar la autovía y los controles policiales. Pronto llegaré a Madrid. Piensa deprisa, Carmela, piensa deprisa. Qué vas a hacer con eso del maletero. Dónde lo puedes dejar para que no lo encuentren. No es tan fácil deshacerse de un muerto, aunque lleve cuarenta años muerto. Los cadáveres siempre acaban saliendo a flote de los pantanos, los animalillos los desentierran en el bosque, un pastor los encuentra. Ni siquiera sé cómo hundir un cuerpo en el agua. Es mejor que se lo quede alguien. Hace un par de horas pensaba volver al Valle y meterlo de vuelta en la tumba. Otra locura. También valoré contactar con la familia Franco y entregárselo. O dejárselo a un cura, ya que según me contó José Antonio en uno de sus monólogos, la iglesia católica era uña y roña con el caudillo. Pero entonces puse la radio del coche, y justo estaban hablando del temita. En la radio entrevistaban a un tal Emilio Silva, nieto de un fusilado y presidente de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Emilio Silva contó que sentía mucha vergüenza de vivir en un país donde las familias de las víctimas tienen que pagar con sus impuestos el mausoleo que homenajea a su asesino: “¿Imaginan que los familiares de las víctimas de cualquier otra violencia, el terrorismo, los crímenes machistas, el narcotráfico, tuviesen que pagar de por vida una tumba con honores para sus verdugos? Pues con las víctimas del franquismo lleva décadas ocurriendo…” En la entrevista, Silva dio una cifra que me impactó: más de cien mil asesinados en fosas comunes. Ciento catorce mil. La mayoría todavía desaparecidos. Habló de todas esas familias que no tienen una tumba, mientras la democracia muestra tanta consideración con la familia del dictador. Una familia que además, según contó, se enriqueció, esquilmó y robó aprovechándose de su situación. Terminó diciendo que la democracia tiene una deuda con las víctimas, y que sacar a Franco del Valle es una forma de empezar a reparar esa deuda. Y entonces me dije: muy bien, Carmela, ya sabes lo que puedes hacer con eso que llevas en el maletero.

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CAP 17

VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Verdad-justiciareparacion_6_801129898.html

Imagínate que eres familiar de una víctima del franquismo. Que a tu padre, tu tío, tu abuelo o abuela, lo detuvieron, golpearon, encarcelaron, raparon, violaron, torturaron, asesinaron de un tiro en la cabeza, enterraron en una fosa. Que has tardado setenta u ochenta años en encontrar su cuerpo. Que no lo has encontrado todavía. Y ahora imagina que llega alguien y te dice que tiene el cadáver de Franco en el maletero del coche. Y que te lo da, sin que nadie se entere. Para que hagas con él lo que quieras. Lo que quieras, sin que te pase nada. Tirarlo a la basura, quemarlo, echarlo a los perros, al mar o a una fosa anónima como la de tu abuelo. Lo que quieras. Usarlo de saco de boxeo, de diana para hacer puntería. Golpearlo, pisotearlo, escupirlo, mearlo. Lo que quieras. Dime, ¿qué harías con él? Eso iba yo pensando hace un rato, cuando conducía hacia este pueblo. ¿Qué haría yo si fuese uno de esos familiares? ¿Qué haría si tuviese delante al principal responsable de su sufrimiento? O lo que queda de él, más bien. Mientras conducía anoche desde Despeñaperros, escuchaba en la radio a Emilio Silva, nieto de fusilado y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Silva contó que precisamente ahora estaba en una fosa recién abierta. Dijo el nombre del pueblo. Paré en una gasolinera, pedí un mapa de carreteras, busqué el pueblo. A más de doscientos kilómetros de donde me encontraba. Dormí un par de horas porque no me tenía en pie. Después reanudé la marcha, y puse rumbo hacia el pueblo, la fosa. Acabo de llegar, son las once de la mañana. Encuentro a un par de ancianos en la plaza. Les pregunto si saben dónde está la fosa del franquismo, y me miran con severidad. Dicen que no lo saben. Mienten, y mienten muy mal. Pruebo en el ayuntamiento, y una funcionaria me indica cómo llegar, no está lejos.

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Dejo el coche, camino siguiendo la antigua carretera, me acerco al cementerio. Ahí están, junto a la tapia. Un puñado de mujeres y hombres, todos silenciosos y cariacontecidos, rodean la fosa que ya está abierta. Bajo un toldo para sombra, varios jóvenes rascan la tierra alrededor de los huesos. Cuento quince cuerpos, todos en los huesos, muy juntos, encajados unos con otros. Siento frío. Lo llamo frío, por ponerle nombre. Después de varios días dando tumbos con un cuerpo embalsamado y a medio descomponer, de pronto la visión de estos cadáveres me hace muy real, dolorosamente real, su condición de muertos. Un día fueron hombres, mujeres, jóvenes, ancianos. A mi lado, una vecina les da cuerpo, rostro, nombre: –Ahí están mis dos tíos abuelos, los hermanos de mi abuela. Eran hijos del alcalde republicano. Mi abuela vio cómo los subían a un camión. Los tuvieron un mes en la escuela, que usaban de cárcel. Mi abuela les llevaba de comer, hasta que un día el guardia le dijo que no volviera, que ya no hacía falta. No sabíamos el sitio exacto, pero mi abuela se pasó la vida trayendo flores frescas, y después siguió mi madre, hasta hoy. Según el forense, tienen huesos rotos a golpes.

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Sobre una mesa veo los objetos que van rescatando de la fosa: botas embarradas, una hebilla, botones, un lápiz, unas gafas sin cristal, casquillos de bala. He dejado el cuerpo de Franco en el coche. Me parecía excesivamente dramático presentarme en la fosa llevando en brazos la momia. De pronto me parece irreal, hasta dudo de que siga en el maletero. ¿Lo habré soñado todo? Recuerdo los últimos días con una neblina de irrealidad, como si hubiese estado borracha. Llega a la fosa un grupo de jóvenes. Me entero de que son estudiantes norteamericanos, vienen en verano como voluntarios, trabajan en fosas y así conocen el movimiento de recuperación de la memoria en España. Una mujer con acento sevillano, Paqui Maqueda, que dice llevar quince años abriendo fosas y pertenece a la asociación Nuestra Memoria, les cuenta su propio caso: –A mi bisabuelo Juan lo asesinaron con 72 años, al poco de tomar los fascistas mi pueblo, Carmona. A uno de sus hijos, mi tío abuelo Pascual, lo asesinaron cuando intentaba escapar tras ser detenido y torturado. Otros dos hijos suyos, también tíos abuelos míos, Enrique y Juan, pasaron años en cárceles y campos de concentración. A los pocos días de asesinar a mi bisabuelo, le dijeron a su hija que le incautaban la casa, y la echaron a la calle con toda su familia. ¿Qué diría esta mujer si supiese que traigo el cadáver de Franco? ¿Qué querría hacer con el responsable del sufrimiento de su familia? Como si me hubiese oído, me responde indirectamente al conversar con uno de los estudiantes, que ha dicho que cuando el gobierno exhume a Franco deberían tirarlo a una fosa anónima, como hizo él con sus víctimas. Ella lo rechaza con expresión grave: –No. Nosotros no podemos hacer eso, nosotros somos distintos. No queremos eso, ni para los nuestros ni para nadie. Si yo tuviese el cadáver, se lo entregaría a su familia. Dejarlo en una cuneta es atroz, sería darle el mismo trato que hemos recibido. No lo haría por dignidad, y por convicción democrática. Si algo marca la diferencia con el fascismo son los derechos humanos. Nadie tiene derecho a hacer eso con el cuerpo de nadie, por muy hijo de puta que haya sido y por mucho daño que haya dejado. Nunca hemos buscado venganza, sino justicia. Verdad, justicia y reparación. –¿Y si…? –me atrevo por fin a hablar–. ¿Y si… tuvieseis delante el cadáver de Franco? ¿Qué le haríais? Todos me miran como a una loca. Menuda pregunta, Carmela, a quién se le ocurre. –No sé… Imaginaos que desapareciese de su tumba, y de pronto lo encontraseis. Ya sé que es una pregunta un poco… rara. Pero… ¿No os entrarían ganas de… hacerle algo?

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La respuesta me la da otro hombre, que se une a la conversación, y que resulta ser el mismo Emilio Silva que oí anoche en la radio: –A unos huesos no podemos ya pedirles cuentas, ni juzgarlos. Sí podemos hacerlo con los dirigentes y policías franquistas vivos. Por eso nos fuimos hasta Argentina, buscando la justicia que aquí nos niegan. Y las cuentas se las tenemos que pedir a quienes en democracia no han querido resolver la situación de miles de desaparecidos, la anulación de los juicios de la dictadura, la indemnización a las víctimas o la restitución de lo expoliado.

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–Esta fosa –dice Paqui Maqueda, señalando los cadáveres–. Esta fosa no es un problema del franquismo. Dejó de serlo hace más de cuarenta años. Es un problema de la democracia. –Y cuando saquen a Franco –continúa Silva– no se acaba el problema. Es algo simbólico, sí, y muy importante. Pero hace falta mucho más. Un plan nacional de búsqueda de desaparecidos. Lo que hagan con sus huesos no alivia la angustia de los familiares, sobre todo los de más edad, que temen morir sin haber encontrado a los suyos, como tantas mujeres y hombres han muerto en cuarenta años de democracia sin enterrar con dignidad a sus familiares. Es hora de comer, los voluntarios salen de la fosa, se sacuden la tierra, se echan agua por la cabeza. Los vecinos vuelven al pueblo en silencio. Yo me voy al coche, a seguir mi camino, más confundida que cuando llegué, pero también con algunas cosas más claras.

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CAP 18

LAS CLOACAS DEL PERIODISMO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/cloacas-periodismo_6_801479863.html

Él me metió en este lío, pues que se coma él solito el marrón. "Él" es Eduardo, el director de mi periódico, con el que no he vuelto a hablar desde que me dejé la mochila con el teléfono en aquella cafetería, cuando nos citamos con el policía. Fue hace tres días, ¿o hace ya cuatro? Me parecen meses. Él me hizo ir al Valle de los Caídos y perseguir la primera foto del cadáver. Él insistió en que siguiese adelante hasta conseguir una buena historia. Así que lo justo es que ahora se quede él con este regalito. Aparco cerca del periódico, abro el maletero y envuelvo el cuerpo y la cabeza en la manta. Lo levanto. Joder. No lo recordaba tan pesado, o soy yo que no me quedan fuerzas. Decido mejor mantenerlo en el maletero, y hablar primero con el director. Ya tendré tiempo luego de entregárselo. Al entrar en la redacción, los cuatro redactores me miran con asombro, como si de verdad llevase el muerto en brazos. Como si yo mismo fuese una muerta. De acuerdo, hace días que no me ducho ni me cambio de ropa, y apenas duermo. Mi aspecto es lamentable, vale. –¿Está el jefe? –pregunto a Sole, de administración, que también se sobresalta al verme. Me contesta en voz baja: –Ha salido a comer con un tipo que vino a verlo. Volverán en seguida, yo que tú me largaba antes. No sé en qué andas metida, niña, pero el tipo ese traía tu mochila. –¿Mi mochila? –Sí. Creo que la han dejado en el despacho. Me ha dado muy mala espina. Entré un par de veces y me pareció que hablaban de ti. Callaron en cuanto aparecí. ¿En qué lío te has metido, Carmela? Sin contestarle, entro al despacho del director. Y sí, ahí está mi mochila, sobre la mesa. La vacío y encuentro todo: mi cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora que uso para las entrevistas. Todo menos el teléfono. ¿Dónde está mi móvil? Busco sobre la mesa, y nada. Intento abrir los cajones, pero están cerrados con llave. Corro a buscar a Sole:

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–Necesito abrir el cajón, quiero recuperar mi teléfono. –La llave la guarda siempre encima, ya lo conoces. Mister secretitos. Pero esa mesa es una caca, es de las baratas. Se cree que tiene una caja acorazada, pero la puedes abrir con un clip. Eso sí, yo no te he dicho nada. Gracias, Sole. Con una vulgar ganzúa hecha a partir de un clip estirado, abro el cajón. Dentro no está mi teléfono. Solo hay una carpeta delgada, y llevada por no sé qué curiosidad la abro. Dentro hay unas fotos. Hechas de lejos, con teleobjetivo y poca luz. Las miro bien, en todas sale el mismo hombre. Espera, yo a este lo conozco… Joder. Jo– der. Qué es esto. Qué mierda es esta. En qué andas metido, Eduardo. –¡Agua, agua, que viene el jefe! –me susurra Sole desde la puerta. Buena gente, Sole. Harta de aguantar las ínfulas de Eduardo, que se piensa que dirige el Washington Post y solo le paga media jornada. Gracias por avisarme. La solidaridad de los precarios. Meto deprisa todo en la mochila, para que la encuentre igual: la cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora, que sopeso en la mano durante un segundo antes de soltarla dentro. Entreabro la puerta y veo que ya viene Eduardo. Acompañado por… ¡Joder! ¡Venga ya! ¡El que faltaba! No hay otra salida, así que me encojo detrás de un archivador al fondo del despacho. Solo entonces, cuando estoy ahí temblando, me doy cuenta de que todavía llevo en la mano la carpeta que encontré en su cajón. Las fotos. –Sole, ¿tenemos noticias de nuestra intrépida reportera? –pregunta Eduardo. Y sin verla, sé que Sole ha negado con la cabeza. La solidaridad de los precarios. –¿De verdad crees que será tan tonta como para venir aquí? –pregunta el acompañante de Eduardo. Esa voz. Me cago viva al escucharlo. Cierran la puerta, y supongo que se sientan a ambos lados de la mesa. –Es una niñata –dice mi director–. Yo no me preocuparía mucho por ella. No tiene ni puta idea de nada, la pobre. Salen de la facultad como borricos. –Pues la niñata se me escapó en Despeñaperros. Con ayuda de ese cretino, el emprendedor. –Muy cretino no sería cuando se te escapó también, eh. Así que José Antonio consiguió escapar. Bien. –No me lo recuerdes. Vaya hostia me pegué. Me despeñé como un perro, je, je.

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–Bueno, dejemos ya eso. No llegará muy lejos, estará cagada de miedo, la pillaréis en seguida. Y además tenemos su teléfono –oigo el golpe de algo arrojado sobre la mesa. Mi teléfono, imagino. –¿Y lo de Franco entonces? –pregunta el policía. Dejemos en paz a los muertos y hablemos de cosas importantes, que tú no has venido aquí para traerme la mochila de una becaria fisgona. Hablan durante unos minutos que se me hacen horas paralizada en mi escondite, con la carpeta apretada contra el pecho, las piernas encogidas, la respiración contenida. Pronuncian nombres. Algunos los conozco. Otros no sé quiénes son, pero parecen importantes por lo que cuentan de ellos. Hablan de unas fotos, de un vídeo. Repiten mucho un nombre que por supuesto conozco. Sus fotos están en la carpeta que en cualquier momento buscarán en el cajón y no encontrarán, porque la tengo yo aquí, apretada contra el pecho. Hablan de las fotos. Hablan de fechas de publicación. Hablan de intermediarios. Hablan de abogados. Joder. De qué va esta mierda. En qué andas metido, Eduardo. Esto no son clickbaits ni noticias manipuladas para calentar las redes sociales. Esto es más. Mucho más. Por fin terminan. Eduardo dice al policía que lo acompañará a la puerta, lo invita a un café si no lleva prisa.

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–Un café o un cacharrito, venga. Subo enseguida, Sole. Si llama la niña le dices que quiero hablar con ella. Me pongo en pie, estiro las piernas. Estoy entumecida, me duelen las rodillas, tengo todo el cuerpo en tensión, me cruje la mandíbula de tanto apretarla. Cojo mi mochila, meto dentro la carpeta con las fotos. Y el teléfono, que han dejado sobre la mesa. Antes de salir busco dentro de la mochila la grabadora. Pulso "Stop". Me largo llevándomelo todo.

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CAP 19

AY, CARMELA

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Ay-Carmela_6_801829829.html

Me acerco por la otra acera, atenta a los coches aparcados y a la gente que pasea. No veo nada sospechoso, así que cruzo corriendo hasta el portal. Me tiembla la mano al meter la llave en la cerradura. –Hola, ¿hay alguien en casa? ¿Mamá, papá? Mi padre me saluda desde la cocina. En los últimos días, desde que perdí el teléfono, he llamado a casa desde teléfonos públicos. Si quieren saber dónde están las últimas cabinas de España, pregúntenme. Llamaba a mis padres para tranquilizarlos. Les contaba que seguía en el Valle de los Caídos trabajando para el periódico. Por eso no se sorprenden demasiado. Mi aspecto cochambroso es compatible con alguien que lleve dos semanas acampada. –¿Qué pasa, que los fachas no tienen duchas allí? –me dice mi abuela, que vive con nosotros. Entro en mi habitación. La han recogido un poco, aunque todavía se notan las huellas de las ratas de cloaca. Me lo contó mi madre anoche, cuando llamé desde un bar: habían entrado en casa unos "ladrones", no se llevaron nada de valor pero lo dejaron todo revuelto. Sobre todo mi habitación. Me doy una ducha larga, para quitarme toda la mugre acumulada en dos semanas. Mugre del Valle de los Caídos. Mugre de la tumba del caudillo. Mugre de fundaciones franquistas y casas okupadas nazis. Mugre de Casa Pepe, y de la noche en Despeñaperros. Asco y miedo, que también se van por el desagüe. Cuando salgo del baño, mi madre y mi abuela están viendo la tele, un programa informativo. Los tertulianos comentan las últimas noticias. El aumento de las visitas al Valle de los Caídos en un 50% en los últimos días. La decisión del prior de permitir la exhumación si el rey firma la orden. Mi madre discute con la tele, como de costumbre: –¡Sacadlo ya de una vez, que parece que os da miedo todavía! ¡Que está muerto, no hace nada! –Y cuando lo saquen, ¿qué? –dice uno de los tertulianos, como si respondiese a mi madre–. ¿Qué va a hacer después el gobierno para disimular su debilidad y su falta de proyecto? ¡Que convoquen elecciones de una vez! –Mira que si la abren y está vacía –dice mi padre llegando de la cocina.

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–¿Tú crees que está vacía, papá? –Yo ya me creo cualquier cosa. Este es un país de pandereta. –¿Y tú qué harías si te encontrases el cadáver de Franco? –Jo, Carmeluca, qué preguntas se te ocurren. Te han sentado mal tantos días en francolandia. ¿Si me encontrase el cadáver? Preguntaría adónde va: ¿al contenedor amarillo o al de residuos orgánicos? –Qué chiste tan original, papá… –Yo sí sé lo que haría con él –murmura mi abuela desde su sillón. –¿Qué, abuela? –Le haría lo mismo que él le hizo a mi madre. –¿A la bisa? ¿Qué le hizo? –Meterle miedo. Mucho miedo. Eso es lo que le hizo Franco a tu bisabuela. Meterle el miedo en los huesos para que le durase toda la vida.

Mi abuela busca un pañuelo. Me siento y le tomo la mano para que siga hablando de su madre, mi bisabuela, la bisa:

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–Cuando yo era joven, se ponía fatal si había una manifestación de estudiantes y sabía que yo andaba cerca de la universidad. Yo me burlaba, la llamaba exagerada. Un mes después de morir Franco, tu bisabuela me pidió que la acompañase al Valle de los Caídos. Cuando llegamos, esperó a que se fuesen los que iban a poner flores, y entonces pisó la tumba. Dio unos taconazos fuertes en la losa. "Quiero asegurarme de que está bien cerrada", dijo, y no abrió más la boca en todo el camino de vuelta. Luego, cuando el golpe del 23F, le salió todo el miedo. Nos encerró en casa, con las persianas bajadas. Nunca la he visto tan nerviosa. –¿Y no supiste de dónde le venía ese miedo? –pregunto, sin entender. –De la guerra, claro. Ella la vivió en el pueblo. Creo que allí mataron a unos cuantos vecinos. De todas formas la bisabuela era muy asustadiza. Me acuerdo de cómo se sobresaltaba cuando el camión del butano llegaba a nuestra calle pegando bocinazos. –¿Tú sabes algo, mamá? Mi madre parece agobiada cuando responde: –Sé que lo pasó mal en la guerra. Pero como todo el mundo entonces, ¿no? –¿Qué pasó en el pueblo? –insisto. –No lo sé –ahora más avergonzada que agobiada–. Se vino muy joven a Madrid y allí no teníamos ya familia. ¿A qué vienen tantas preguntas? Saco el móvil, hago una búsqueda rápida: pongo en Google el nombre del pueblo y añado "guerra civil". El primer resultado me vale. Leo en voz alta: –"Cuando las tropas franquistas llegaron a la población, los vecinos más implicados en partidos y sindicatos huyeron. En los primeros cuatro días no hubo ningún fusilamiento, para que los huidos se confiaran y regresasen. A partir de ahí, más de cuatrocientas personas fueron asesinadas en pocas semanas. Las llevaban al cementerio en un camión que iba dando bocinazos por las calles para que todos supiesen y así extender el terror. Los soldados entraban en las casas que les señalaban los falangistas locales. Sacaban a golpes de bayoneta a los hombres. A sus mujeres las rapaban, desnudaban y paseaban por el pueblo. A algunas las violaron".

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Quedamos todos en silencio. También el televisor, al que le ha quitado el volumen mi madre. Un tertuliano hace aspavientos de indignación, mudo. Habla mi padre, por romper el silencio: –Ay, Carmela, cómo has vuelto del Valle… –¿Ay, Carmela? Cuando era pequeña la bisa me cantaba esa canción para dormirme. Muy bajito, casi no me enteraba de la letra, solo tarareaba: "Ay, Carmela, ay, Carmela…" Ni siquiera sabía lo que significaba. Yo creía que era una nana. Ha oscurecido, no hemos encendido la luz y solo nos alumbra la tele, los tertulianos sin volumen. Ponen ahora unas imágenes antiguas. El entierro de Franco. Los operarios moviendo la lápida sobre los rodillos. Me vuelvo hacia mi padre. –¿Y tú, papá? ¿Qué sabes de tu familia? ¿Qué hizo tu abuelo en la guerra? –Mi abuelo… Bueno... Lo pasaría mal, como todo el mundo… –¿En qué año nació tu abuelo? –Nació… En el 16… O el 17, no estoy seguro. –Entonces por edad es muy probable que combatiese, ¿no?

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Mi padre me mira como si le preguntase si el abuelo era mamífero o reptil. Duda antes de abrir la boca: –Pues… Supongo. –¿Supones? ¿No lo sabes? ¿No te importa si luchó en la guerra, ni en qué bando? –Sí. No. La verdad es que nunca le pregunté. Ni tampoco a mi padre. De esas cosas no se hablaba en casa. En ninguna casa... Miro a mi familia con estupor. Como no los había mirado nunca. Hablo con dureza: –Esto es España, tal cual. Una testigo que no sabemos si también fue víctima y que calló toda la vida por miedo. Unos familiares que no le preguntaron. Un abuelo que puede que combatiese, y del que no sabemos ni si era republicano o franquista. –No, franquista no, eso sí que no –protesta mi padre, pero yo sigo: –Y una hija nacida en democracia a la que nadie ha hablado nunca de estas cosas. Esto es la jodida historia reciente de España, familia. Gracias. Se quedan boquiabiertos, y para evitar el silencio incómodo, subo el volumen al televisor. Que hablen los tertulianos: –¡Qué fácil es ahora meterse con Franco, eh, y no cuando estaba vivo! ¿Dónde estaban entonces todos esos antifranquistas? –Tengo una idea –digo en voz alta, aunque en realidad hablo sola.

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CAP 20

AL ROJO VIVO

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/Rojo-Vivo_6_802179788.html

“Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval”. Me repito la frase una y otra vez mientras conduzco hacia San Sebastián de los Reyes, al norte de Madrid. En el asiento del copiloto va mi mochila, más abultada de lo habitual, como si llevase dentro una pelota de rugby. O una cabeza momificada. Aparco en una calle lateral y busco la puerta trasera donde he quedado con Elvira. Es una compañera de la facultad, está haciendo prácticas en La Sexta. Le he dicho que me gustaría ver cómo se graba un programa de “Al Rojo Vivo”, y ha prometido colarme hoy. –Corre, que está a punto de empezar –me dice al verme. Paso la mochila por un escáner. Sin sorpresa. Me quedo con Elvira en el control de realización, desde donde vemos el comienzo de la tertulia. El tema del día es el mismo de la última semana: Franco. En una esquina de la pantalla leo el hashtag elegido hoy: #BuscandoAFrancoARV. El director y presentador del programa ha vuelto de sus vacaciones ante las últimas noticias. Pone cara dramática al contarlo: –Tenemos una última hora inesperada: el periódico ClikDiario acaba de publicar unas fotografías que a esta hora causan enorme conmoción: la apertura de la tumba de Franco. –Joder –se me escapa. –Pero atención, porque no habría sido el gobierno como prometió, sino dos personas cuya identidad se desconoce. Aquí pueden ver las imágenes, aunque son de muy pobre calidad. –Qué quieres, no había luz apenas –digo para mis adentros. –Vemos en las fotos cómo un hombre abre el ataúd, aunque no se aprecia bien el interior porque lo tapa con su cuerpo. Los tertulianos están boquiabiertos. El presentador habla en todas direcciones: –¿Qué credibilidad dais a estas fotografías? El gobierno asegura que son falsas, que nadie ha abierto la tumba de Franco y que todo es un montaje. Pero una fuente del

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ministerio del Interior ha desvelado a este programa que también habría un vídeo de las cámaras de seguridad donde se vería a dos personas llevándose el cuerpo de Franco. –Jo–der –murmura un tertuliano, siempre bocazas y hoy balbuceante. –Es lo que pasa con tanto cachondeo sobre los restos de Franco –dice otro, director de un conocido periódico–. La izquierda puede estar contenta, ¿eh?, ha derrotado a Franco ¡cuarenta años después! Muy heroico todo... Agarro con fuerza la mochila. Me parece que late entre mis manos. Sigo escuchando al presentador del programa: –A esta hora no tenemos seguridad de si Franco está dentro de su tumba. Conectamos con el Valle de los Caídos cuando son las once y veinte minutos... En el monitor aparece una reportera frente a la basílica: –Hay mucho nerviosismo en el Valle desde que se han difundido esas imágenes. La Guardia Civil ha tenido que desalojar a un grupo de franquistas que pretendía levantar la lápida. –Esto es de guasa, por favor, que vuelva Berlanga –dice un tertuliano. –Si hace años hubiesen hecho lo que debían con el Valle de los Caídos, no tendríamos ahora este espectáculo –dice otro. Acaban todos gritando. Es mi momento. Salgo del control, entro en el estudio sin que nadie se fije en mí. Avanzo bajo los focos, el presentador me mira con sorpresa. Abro la cremallera de la mochila, saco la cabeza y la pongo sobre su mesa. Da un respingo al verla. Los tertulianos se quedan mudos. Uno de producción me agarra del brazo para sacarme, pero el presentador lo frena con un gesto de la mano, y con otra señal ordena que siga el programa: –Les aseguro que esto no estaba preparado. Ha aparecido aquí esta joven con esto que… no sabemos bien qué es. Está claro lo que parece, pero quiero pensar que lo has hecho en tu casa con papel maché… –Es de verdad. Yo abrí la tumba. Yo hice esas fotos.

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Tras un momento de indecisión, el presentador da una orden y un técnico viene corriendo a ponerme un micrófono. Los tertulianos me observan con incredulidad. Busco la cámara que tiene el piloto encendido, y la miro directamente para hablar. Me apoyo en la mesa, con la cabeza a mi lado. Respiro hondo: –Me llamo Carmela, tengo veinte años, y hasta hace poco yo era de las que creía que Franco era un rey medieval. O un presidente de la República. Que ganó una guerra hace cien o doscientos años. Que venció al comunismo. Que era comunista. Tomo aire antes de seguir: –Hace un momento, para venir aquí, he pasado por el arco que está en Moncloa. El “Arco de la Victoria”. Llevo dos años viéndolo a diario, camino de la facultad. Les juro que pensaba que era algo de la Guerra de Independencia. O de los reyes católicos. O más antiguo, incluso romano. No sabía de qué victoria hablaba. Ahora ya lo sé: la entrada del

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ejército de Franco en Madrid. Y supongo que también lo sabían todos los presidentes de la democracia que cada día durante cuarenta años han pasado con su coche oficial junto al arco, camino de la Moncloa. ¿No les extrañó tener un monumento fascista como no hay otro en toda Europa? –Vete tú a Rusia, que verás allí… –Déjala hablar, Paco –el presentador corta al tertuliano. Sigo: –Tampoco sabía que en la Puerta del Sol, en el edificio de las uvas de fin de año, torturaron a miles de demócratas durante cuarenta años. He pasado muchas veces por allí. Siempre vi la placa que recuerda a los héroes del 2 de mayo, y la placa de los atentados del 11 de marzo. Ninguna placa me habló de los torturados, o los que murieron arrojados por una ventana. Creía que Billy el Niño era un vaquero, y no un policía torturador con medalla y protegido por el Estado. Se me seca la boca: –Como tanta gente de mi edad, pasé por el instituto sin estudiar ni la guerra ni la dictadura. Estaban en el temario, sí, pero se acababa el curso y no daba tiempo. Hasta hace dos semanas, si alguien me preguntaba por un país donde hubiese habido dictadura, persecución política, asesinatos en masa, exiliados, cárcel, censura, desaparecidos, bebés robados… Habría dicho Argentina. Chile. La Alemania nazi. Nunca España. Veo tras las cámaras a un guardia de seguridad hablando con un walkie. Yo sigo: –Tampoco en mi casa. Mis padres me enseñaron muchas cosas, les debo mucho. Hola, mamá, te mando un beso, que estarás alucinada. Mis padres no me hablaron del franquismo. Mi bisabuela me cantaba 'Ay, Carmela' para dormirme, y yo creía que era una nana. Mi bisabuela se pasó la vida con miedo, y ni ella nos contó por qué, ni la familia intentó averiguarlo. Se daba por normal que la gente de su generación tenía el miedo en el cuerpo. Por una puerta entran dos policías, el guardia de seguridad habla con ellos. Me miran mientras sigo hablando: –¿Cuántos más están como yo? ¿Cuántos descubren un día, de repente, que a su tío abuelo lo fusilaron, o que en su pueblo hubo cientos de asesinados, o que la farmacia de la esquina era de un republicano al que se la quitaron, o que una empresa hizo fortuna colaborando con la dictadura y usando mano de obra prisionera, o que ese viejecito simpático que vive en tu edificio era un torturador? Hago una pausa dramática, me sorprendo yo misma de mi entereza. Cojo la cabeza, la levanto y la muestro a cámara:

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–Llevan más de cuarenta años para sacarlo del Valle. Yo lo hice en unos minutos, con un gato de cambiar la rueda del coche. Se lo juro. Y no pasó nada. Na–da. No se abrió la tierra ni me alcanzó un rayo. Como no pasará nada cuando el gobierno se haga cargo de esto. Unos pocos protestarán, muy pocos. Nos los tomaremos a broma, aunque no tienen gracia y son ellos los que llevan décadas riéndose de nosotros. Tampoco pasará nada cuando aquello deje de ser un parque temático fascista. Ni cuando de una vez el gobierno recupere de las fosas a los más de cien mil desaparecidos y permita a sus familias un entierro digno. No pasará nada. No estallará otra guerra, no se romperá España. Tampoco pasará nada si anulan los juicios del franquismo, si indemnizan a los expoliados. Ni si entregan a Argentina a los policías y dirigentes franquistas. Ni siquiera si los juzgan aquí mismo. Ve terminando, Carmela, que los policías se acercan: –Bueno, sí pasará algo. Que en este país respiraremos mejor. La democracia será un poco mejor, o un poco menos defectuosa. Haremos justicia con las víctimas, que solo piden eso. Justicia, verdad, reparación. Seguiremos teniendo problemas, joder, claro que sí, pero no tendremos ya este problema. Quizás haya menos gente de mi edad que se tatúe esvásticas, porque sepan lo que es el fascismo y el daño que hizo en este país. Seremos más fuertes para frenar al nuevo fascismo, que no es el de la bandera con el aguilucho y lo tenemos ya a las puertas. Y la próxima vez que a alguien de mi edad le pregunten por Franco, no dirá que era un rey medieval. Termino. Todos están en silencio. Tertulianos, presentador, técnicos. Me dirijo hacia la puerta del estudio, dejo la cabeza sobre la mesa. Cuando los policías van a agarrarme, me doy la vuelta, retrocedo. Saco de la mochila la carpeta y la grabadora, las dejo sobre la mesa: –Si les gustaron las fotos, esto es mucho mejor.

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CAP 21

¿Y QUÉ HACEMOS AHORA CON EL VALLE?

https://www.eldiario.es/buscandoafranco/hacemos-ahora-Valle_6_802179789.html

Siempre me hicieron gracia esas películas que terminan con una larga parrafada en pantalla, un texto donde nos cuentan qué fue de los protagonistas tiempo después de los hechos contados. "Mike y Susan se casaron y tuvieron ocho hijos, hoy tienen una escuela de surf en Hawai…" "El teniente Smith fue apartado del ejército y terminó sus días en un asilo de Dakota…" "Tras años de lucha, un juez federal dio la razón a la comunidad apache y el gobierno descartó para siempre el proyecto de carretera…" Epílogo, así se llama. Pues venga, voy con el mío. Tras la última escena de mi película (el momento en que los policías van a detenerme en el estudio televisivo), la pantalla va a negro y aparece un texto que diría así: Meses después de aquellos sucesos, el gobierno exhumó por fin los restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos. Tras aprobarlo en el Consejo de Ministras, y ser votado por la mayoría del Congreso, la exhumación se produjo de manera discreta, sin cámaras presentes, aunque se acabaron filtrando algunas fotos. La familia Franco y la fundación de su nombre trataron de impedirlo por todas las vías judiciales, aunque no les quedó otro remedio que hacerse cargo de los restos. Tras hacerse pública la exhumación, un grupo de ultraderechistas se manifestó por las calles de Madrid e intentó llegar hasta la sede del PSOE, pero fueron dispersados sin apenas incidentes. Dos semanas después ya casi nadie hablaba de Franco en los medios o las redes sociales. Pero un momento, dice cualquiera al leer esto: ¿cómo lo exhumaron, si estaba ya fuera de la tumba? Ahí es donde aparezco yo. Qué pasó conmigo. Tras mi aparición estelar en el programa de la tele, que se volvió viral y es uno de los vídeos más vistos de la historia de Youtube, la policía me detuvo, sí. Pensé que me llevarían a una comisaría o un juzgado, pero me condujeron hasta el palacio de la Moncloa. Allí me esperaba una mujer que dijo hablar en nombre del presidente del Gobierno. -Buena has liado, Carmela –me dijo, con severidad pero también comprensión. El gobierno tapó lo más rápido posible aquel asunto, antes de que se volviese inmanejable. Esa misma tarde compareció el ministro de Interior y dijo que todo era una broma de una joven con ganas de notoriedad pública. Aseguró que la cabeza mostrada en la tele era una buena reproducción, y las fotos que publicó mi antiguo periódico un montaje. Franco seguía en su sitio, no había por qué alarmarse. Yo acepté la versión oficial, qué remedio. El trato era mi silencio a cambio de no sufrir ninguna consecuencia penal. Si no había cadáver, no había profanación ni nada

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perseguible. La cadena de televisión podía denunciarme por interrumpir su directo, pero estaban encantados por la audiencia lograda, y pocos días después me invitaron al programa para contar mi aventura. Por supuesto, conté la versión pactada. Dije que solo quería llamar la atención sobre el desconocimiento del pasado en mi generación. El que sí sufrió consecuencias de todo aquello fue el director de mi entonces periódico. La conversación que grabé sirvió para investigarlo a fondo y sacarle mucha más mierda. Fue detenido y ahora espera juicio, mientras el policía de cloaca que le vendía información está en prisión provisional. ¿Qué más? Mi popularidad me ayudó, no lo niego. Mi discurso se hizo viral, y cada vez que en las semanas siguientes se volvía a hablar de la exhumación de Franco, no había radio o televisión que no me llamase. Hasta me sirvió para conseguir trabajo aquí mismo, en eldiario.es, donde ahora escribo sobre memoria histórica desde el punto de vista de mi generación. El primer reportaje que publiqué fue la historia de mi bisabuela, que ahora ya sí conozco. ¿Y qué pasa con el Valle de los Caídos? Esta misma mañana he visitado la exposición de proyectos para su transformación. La Dirección General de Memoria Histórica convocó un concurso, que tiene una parte abierta a todos los ciudadanos para que aporten ideas, y otra parte de concurso internacional para profesionales. Recorrí la sala con las maquetas y vídeos de los proyectos presentados, mientras me acompañaba Francisco Ferrándiz, antropólogo social especialista en memorias de conflictos, y recién encargado por el gobierno para la resignificación el Valle: -En ningún caso lo podemos derribar. Eso sería un gran error. No hay en toda Europa un monumento así, una representación tan exacta del totalitarismo. Es la petrificación más perfecta del nacionalcatolicismo español. Hay que cambiar su significado, claro que sí. Y nunca podrá ser un monumento de reconciliación, ni hablar, eso sería una victoria póstuma de Franco. Pero es una oportunidad, hay que usarlo para construir conocimiento colectivo y memoria democrática. ¿Te imaginas que en el instituto te hubiesen llevado a un sitio así, y que te hubiesen explicado allí mismo qué fue el franquismo? -Sí, pero tal como está ahora es un monumento fascista, ¿no? -Por eso lo vamos a recontextualizar y cambiar su simbolismo, como ya se ha hecho en otros lugares que fueron símbolo de la represión y ahora lo son de la memoria de las víctimas. Piensa en la ESMA de Buenos Aires, o los cuarteles de las policías políticas en Europa. Mira, aquí tenemos algunas buenas ideas. A nuestro alrededor había maquetas, fotos y vídeos de los proyectos presentados por profesionales, colectivos y ciudadanos. El Valle cubierto de vegetación. Lleno de paneles explicativos. Con fantasmales hologramas. Con juegos de luces. Con grandes retratos de las víctimas. 106


-La intervención puede ser masiva o mínima. Cambiar su simbolismo se hace cubriendo de imágenes y textos hasta el último centímetro de pared, o solo colocando una minúscula pieza a la entrada que en su potencia simbólica lo altera todo nada más llegar. -¿Y la cruz? Hay quien propone tirarla –señalé varios proyectos que habían prescindido de ella. -Yo no la tocaría. Por supuesto, aquello dejaría de ser un lugar donde celebrar misas franquistas. Habría que empezar por darle categoría de cementerio, un cementerio público especial, pues hay decenas de miles de personas enterradas. ¿La cruz? Yo la convertiría en una enorme antena de wifi, si me permites la broma. Podemos usar las posibilidades tecnológicas para hacer pedagogía. Realidad aumentada en cada rincón del recinto. Y que los visitantes no solo reciban, sino que también aporten, que suban vídeos y contenidos, que sumen sus propios relatos, tras décadas de relato monolítico. No nos limitemos a las clásicas placas y paneles explicativos.

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Pues aquí termina el epílogo, ya lo saben todo. ¿Qué? Ah, sí. José Antonio. Se preguntarán qué fue de él. No nos habíamos vuelto a ver desde Despeñaperros, de donde consiguió escapar tras la pelea con el policía. Me llamó un par de veces, pero le di largas. Acabé muy harta de aquella historia y, con lo que ahora sé, no veo con los mismos ojos a alguien que se presenta como emprendedor y franquista. Pero hoy mismo nos hemos vuelto a encontrar. Estaba yo terminando de recorrer la exposición de proyectos, en la sala de aportaciones ciudadanas. Ahí había de todo, desde soluciones ingeniosas hasta bromas pintorescas. Pintar el Valle con la bandera arcoíris. Demolerlo y usar la piedra para construir un nuevo monumento a las víctimas no menos faraónico que el propio Valle. Cerrarlo unos años y dejar que la naturaleza siga su curso. Convertirlo en parque acuático, con el tobogán kamikaze desde lo alto de la cruz. Y el proyecto que atrajo mi atención: un centro de coaching espiritual. Ahí me encontré a José Antonio, que explicaba su proyecto a unos visitantes: -Se trata de aprovechar el potencial espiritual del recinto para ayudar a los emprendedores españoles. Un lugar de retiro donde desarrollar la energía interior y así integrar mente, cuerpo, emociones y alma. La abadía se convertiría en una casa de ejercicios espirituales orientados a la innovación empresarial. Los monjes pueden formarse y reciclarse, o los sustituiremos por un equipo de coachs acreditados. Y la gran basílica se transformaría en salón de actos para conferencias de los grandes gurús. Por supuesto, guardando respeto a los españoles allí enterrados, que permanecerían en sus criptas. -¿Y qué haríamos con la tumba de Primo de Rivera? –pregunté yo. Mi ex compañero de fuga se giró sorprendido. -¿Qué… qué? -A Franco ya lo sacaron, pero el otro sigue allí enterrado. ¿Usted lo exhumaría, o quizás lo considera un referente en coaching espiritual? Los visitantes se alejaron, nos quedamos solos. José Antonio me dio un abrazo. -Qué alegría, niña. -Oye –dije señalando su maqueta-, ¿todo esto va en serio o es otra muestra de ese humor franquista que nunca acabo de pillar? -No sé si alguien me tomará en serio. Me he pasado al coaching espiritual, y estar aquí me sirve para ganar popularidad. Ahora hago vídeos en Youtube. Y de vez en cuando cuelo alguna frase del Caudillo, sí. -O sea, ¿que sigues siendo…?

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-Español. Eso es lo que soy. No me pongas etiquetas. Ni rojo ni azul. Español. -Eso me suena de algo… -Estoy por la reconciliación. Cerrar heridas. Acabar con las dos Españas. Me gustó mucho tu intervención en la tele. Me emocionaste. -No sé si creerte… -Y en cuanto a la tumba de Primo de Rivera, si no tienes nada que hacer este fin de semana tengo un plan que…

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Publicado en eldiario.es entre el 22 de julio y el 11 de agosto de 2018.

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