En el País del Sol Naciente

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Francisco Clavijo Viรณzquez 2016

Un viaje pensando en ti. Como siempre...


Un largo viaje Dentro de unas horas, Juani, salimos hacia un destino que, de estar tú, seguramente nos lo hubieses quitado de la cabeza. Y es que Japón no está precisamente a la vuelta de la esquina. Ya sabes que siempre, antes de emprender un viaje, me gusta documentarme sobre el lugar que voy a visitar. Es la mejor forma de prepararme para entender su arte y sus monumentos, comprender su cultura y su forma de ser. Y eso es lo que he estado intentado hacer como preludio a nuestro periplo por el "País del Sol Naciente". He leído algo de Kawabata y Murakami y al final he llegado a la conclusión de que no puedo ni quiero comprender una cultura tan dispar a nuestra manera de concebir el mundo. Me conformaré con ser un mero espectador de un mundo diferente. Observar, curiosear y ver pasar ante mí paisajes, edificios, tipos y situaciones que no podré entender pero sí respetar, admirar y disfrutar. También como parte de esa "preparación" he visto alguna que otra película de tema japonés, entre ellas "47 Ronin". Una película que si quitamos sus adornos fantásticos y esos saltos imposibles, tan del gusto oriental, está inspirada en un hecho histórico trascurrido en el Japón de principios del siglo XVIII y constituye la leyenda japonesa más famosa sobre el código de honor samurái: el Bushidö. Pero no ha sido ni su acción ni su mensaje sobre ese código de honor, al que ya conocía, lo que me ha impactado de esa película, sino una de sus escenas finales cuando uno de los ronin, o samurái sin señor, se despide de su amada antes de someterse al ritual de suicidio con honor, el Seppuku, más conocido por nosotros como "Hara-kiri". Y pensando en esto, también yo, Juani, si creyese en la transmigración de las almas y tuviese que vivir mil vidas, en las mil te buscaría, y sé que tú me estarías esperando en cada una de ellas. 30/07/2016


Un país encantador La mitología japonesa cuenta que la diosa del sol, Amaterasu, lloró desde los cielos y sus lágrimas cayeron como perlas sobre el mar hasta formar el archipiélago nipón. Pienso que esta leyenda nos da la clave para entender el alma japonesa: su sensibilidad, su amor a la naturaleza. Confieso, Juani, que este viaje me ha cautivado, un viaje que parece haber sido a otro mundo, a otro planeta; un viaje que me ha permitido conocer al pueblo más amable, educado, limpio, honrado y organizado de la Tierra. Y no exagero, Juani, en todos los lugares que hemos visitado se nos ha recibido con las habituales reverencias, amables sonrisas y el cantarín "konnichiwa" (buen día) en los labios. Si preguntábamos algo, el lenguaje no era barrera, nos ayudaban con gestos e incluso acompañándonos. En cuanto a limpieza, sólo decirte que si te bebes una botella de agua (y había que beber mucha pues el clima en verano es lo más parecido al de un invernadero o al de un baño en el que te acabas de duchar con agua caliente) puedes estar con el plástico vacío en la mano horas y horas por no encontrar un lugar donde soltarlo, lo mismo te puede suceder con la envoltura de un chicle o un caramelo. La razón es que no hay papeleras por ningún sitio, y a pesar de eso no verás nada que ensucie el impoluto suelo: ni papeles, ni colillas, ni manchas de chicles. Por no ver ni verás hojas secas, parece que hasta los árboles están educados (y si hay algo que tiene de sobra Japón son árboles). En toda ciudad que he visitado hasta ahora, uno de los más frecuentes problemas con que te enfrentas es encontrar aseos, teniendo que recurrir en la mayoría de los casos a entrar en una cafetería. En Japón encontrarás aseos públicos vayas donde vayas, gratuitos, limpísimos, todo automatizado. ¿Y los wáteres? ¡Con calefacción en la tapa y bidé incorporado! La última generación de ellos tienen más botones que el cuadro de un Ferrari, no pude explorar todas sus posibilidades, bastante tuve con encontrar el botón que accionaba la cisterna.


¿Y dónde has visto que en un metro abarrotado se lleven las carteras asomando en el bolsillo trasero del pantalón, o móviles descuidados en el regazo de pasajeros durmiendo? De la escrupulosa honestidad japonesa puede dar fe Jesús, el novio (ahora se les llama amigos) de Nieves. En un puesto callejero de Arashiyama, en Kyoto, pagó con un billete de 10.000 yenes pensando que era de 1.000. (Todos los billetes son del mismo tamaño y color parecido, por lo que es fácil confundirlos). Pues bien, el dueño dejó su puesto y salió tras él para devolverle los 9.000 yenes que le sobraban. Por lo tanto no es de extrañar que allí se considere dar propina como una ofensa. Viajar en hora punta por el metro de Tokio es una experiencia sorprendente y una excelente manera de comprobar la magnífica organización de esta gente. Verás riadas de japoneses uniformados (todos llevan al trabajo pantalón oscuro, camisa blanca y maletín negro) avanzar por los pasillos, subiendo y bajando escaleras, entrecruzándose sin tropezar ninguno para dirigirse a sus respectivos andenes, sin hablar, sin detenerse y todos por la izquierda porque en Japón se conduce y se anda por la izquierda. Y nosotros, con nuestra tendencia de ir por la derecha, más de un encontronazo hemos sufrido al doblar un recodo y más de una vez hemos atascado el fluir de una escalera mecánica porque si te paras a la derecha, como aquí se hace, vas a interrumpir el paso de los que llevan prisa y la suben andando. Pero nadie te dirá nada ni te reprochara nada, ni te pondrá mala cara, sólo una condescendiente sonrisa que imagino querrá decir: "Estos torpes e ignorantes occidentales no saben ni por donde tienen que caminar". En los andenes hay marcas que señalan dónde van a parar las puertas de los vagones y ante esas marcas se forman dos filas perfectas como las que yo hacía en el ejército. Llega el tren, las puertas se abren y las dos filas se separan para dejar salir a los viajeros, después las dos filas entran sin atropellos, sin empujones, sin hablar. Es la pericia de los tokiotas: el arte de moverse sin molestar. Y todo en un tiempo increíblemente corto, como si lo tuviesen ensayado. Se diría que los japoneses han nacido con la mili ya hecha.


Lo que más temía, Juani, era cómo movernos por el país, nos veíamos comparando signos de su extraña pero preciosa escritura para ver si nos encontrábamos en el lugar adecuado. No paraba de pensar: "Como nos equivoquemos al bajarnos en una estación o nos separemos, estaremos perdidos. Ni hablamos japonés, ni sabemos leer ni un ideograma, ni sabremos dónde estamos. ¿Cómo nos arreglaremos para volver a encontrarnos?" Al final todo ha resultado más fácil de lo que pensaba. Tienen un sistema de transportes envidiable: trenes y autobuses a mansalva. Todos llevan pantallas que te indican la ruta, el nombre de las estaciones y las próximas paradas en japonés e inglés (quién me iba a decir que el inglés terminaría resultándome familiar). Si te apartas de las zonas turísticas el inglés desaparece, pero hay un sistema infalible para coger el tren adecuado y bajarte en la estación precisa aunque su nombre esté sólo en japonés y sin tener que fijarte en tanto palote: el horario. Como los billetes te ponen la hora de salida y llegada, guíate por ellos que no fallan. Eso y el que Reyes llevase todos los horarios programados nos han facilitado los desplazamientos. Sólo un inconveniente, como metro y trenes suelen ir repletos, el problema era viajar con equipaje. La solución fue enviar por mensajería las maletas de un hotel al siguiente, no salía demasiado caro y nosotros podíamos movernos con más libertad. Para los amantes de los trenes Japón es el paraíso, sólo tienes que irte a una estación de "Shinkansen" (el equivalente a nuestro AVE). Cada 4 ó 5 minutos pasa uno y de vez en cuando una mancha blanca surca la vía central de la estación sin detenerse. ¡Con razón les llaman "trenes bala"!


También me preocupaban las comidas, quizá porque, como la mayoría, pensaba que en Japón sólo se comía sushi. Nada más lejos de la realidad, su gastronomía es variada y su precio no es elevado. El arroz, las pastas, las verduras y las salsas de soja y wasabe son, junto al pescado, los ingredientes básicos del menú japonés, siempre servido de forma primorosa, en raciones pequeñas y variadas que se distribuyen en pequeños recipientes. Lo malo es que con nuestra manía de no comer donde se veían turistas sino sólo japoneses, no he tenido más remedio que aprender a comer con palillos, pero te puedo asegurar que es uno de los países en los que mejor he comido. Eso sí, la fruta es prohibitiva por su precio y, con aquel calor, echaba de menos nuestro gazpacho. No sé cómo los japoneses no lo han copiado todavía, puede que por falta de sus materias primas. No, Juani, a pesar de todo no son perfectos, como nadie lo es. A mí me daba la impresión de que eran autómatas, sin intercomunicación entre ellos. En los vagones íbamos como sardinas enlatadas y no se oía una mosca, ¿te imaginas el mismo vagón lleno de españoles? Pero la sensibilidad japonesa es muy diferente a la nuestra, en el metro los móviles sólo pueden funcionar en modo silencio y las conversaciones por teléfono están prohibidas. Creo que al estar todo tan minuciosa y escrupulosamente organizado, sus mentes deben estar programadas para ello, cuadriculadas sin lugar para la improvisación. En tiendas, cafeterías y lugares públicos todo son marcas y flechas en el suelo que te indican por dónde tienes que ir, algo muy útil cuando se forman colas. Pero si, por ejemplo, no hay cola y tú vas a pagar al cajero y te acercas por una dirección distinta a la que te marca la flecha, el de la caja te recibirá con los antebrazos cruzados en forma de aspa que viene a decir: "Cerrado, por ahí no". Y tú piensas: "¿Pero qué más da, si no hay nadie?" Pues no, tienes que seguir la flecha y pararte donde están pintadas las suelas de los zapatos en el suelo.


También hay otras cosas que nos es difícil comprender como el que se prohíba fumar en las calles y sin embargo se permita en los locales, aunque por lo que pude deducir la decisión corresponde al dueño del local; o que los taxis libres lleven luz roja y los ocupados, verde; o que en el metro los móviles tengan que ir en silencio y sin embargo, en las grandes avenidas los anuncios y música a todo volumen provocan un estruendo de mil diablos. Con todo, sus virtudes superan en mucho a sus posibles defectos. Un pueblo que usa las mascarillas no para protegerse sino para no contagiar a los demás, es decir, que piensa en el bien común antes que en el personal, se merece todos los respetos. ¡Ay, si pudiéramos aunar lo mejor de ellos y lo mejor nuestro! Ir a Japón, Juani, es ir a un país de sorprendentes contrastes, es viajar al futuro sin olvidar el pasado, moverse en ciudades ultramodernas pero que conservan recónditos espacios milenarios en los que el tiempo parece haberse detenido, pasear entre jóvenes vestidos de la forma más estrafalaria y jóvenes portando el tradicional kimono, encontrar avenidas ruidosas con carteles y neones que trepan como enredaderas por los más atrevidos rascacielos y estrechos callejones con garitos que parecen surgidos del Asia más profunda. Pero en el fondo, detrás de los trenes, los rascacielos y las aglomeraciones, Japón se revela como un mundo de delicadeza que ya te iré contado, sólo hay que fijarse en sus jardines. ¡Cuántas veces me habré repetido a mí mismo durante el viaje:

"Esto le hubiera gustado a Juani"!


Tokio Dieciséis horas de vuelo , Juani, la verdad es que se hacen pesadas, menos mal que en Qatar hicimos escala y eso te da la oportunidad de estirar las piernas. Respecto a los cambios de horario, si te pones a pensar en ello la cabeza se hace un lío, yo sólo sé que desayuné en el avión y tres horas más tarde estaba cenando en Tokio, por lo demás no he notado trastornos de sueño y es que yo tengo un truco: no dormir en el avión y acostarme en el punto de destino cuando se haga de noche, aunque me haya tirado treintitantas horas sin dormir. Nuestro recorrido por el país comenzó y terminó en Tokio, la capital del Sol Naciente, una megaciudad de más de 35 millones de habitantes, pero que a diferencia de otras grandes ciudades occidentales no se ha extendido a base de construir bloques y más bloques en inmensas avenidas impersonales. Tokio es una amalgama de ciudades, pueblos y aldeas cosidos por la mejor red de metro y ferrocarril del mundo, y aunque se hayan extendido, unido y modernizado, conservan su peculiar modo de ser y vivir. En realidad todo lo que hoy es el centro de Tokio es nuevo pues fue pulverizado en la Segunda Guerra Mundial. Imagínate bombas incendiarias cayendo sobre una ciudad de casas de madera y paredes de papel de arroz. A pesar de eso los tokiotas han reconstruido sus lugares ancestrales: templos, palacios, santuarios y jardines con una fidelidad tan asombrosa que nadie diría que son réplica de los originales. Gracias que a Japón no ha llegado la absurda moda que impera hoy en parte de nuestros arquitectos, con su manía de que se diferencie la obra nueva de la vieja al reconstruir o restaurar nuestros viejos edificios. Y qué mejor forma de comenzar la visita de la ciudad que empezando por uno de sus barrios o distritos más antiguos: Asakusa con su inmemorial Sensö-ji, el templo más venerado y visitado de Tokio que ampara una imagen dorada de Kannon, la diosa budista de la misericordia. (Poco a poco me fui dando cuenta que todos los templos cuyo nombre acababa en "ji" eran budistas). Al complejo del templo se entra por la encarnada "Puerta del Trueno" con su gran linterna, y entre esta y el templo se extiende Nakamise dori, una calle llena de tiendecitas donde se vende de todo. Curioso el ritual budista de purificación con incienso y la posterior oración que comienza o termina con dos palmadas.


Y de un barrio tranquilo y espiritual a la "ciudad de la juerga": Shibuya con el paso de peatones más transitado del mundo, en realidad cinco pasos que rodean y cruzan una plaza y al abrirse los semáforos todos a la vez crean un torbellino humano digno de verse. Ni que decir tiene que Reyes y yo nos recorrimos los cinco pasos con el fin de experimentar qué se siente siendo una partícula de esa riada humana. Pero también en Shibuya hay una muestra de la sensibilidad japonesa: la estatua de Hachiko, un perro que después de la muerte de su dueño le siguió esperando cada noche durante más de una década. Y para serenarnos después de tanto ajetreo, una visita al parque Yoyogi que ofrece el mejor contraste entre el Japón ancestral y el moderno. en él se encuentra el santuario sintoísta más importante de Tokio, el Meiji Jinga o santuario imperial dedicado al emperador Meiji, ese que aparece en la película de "El último Samurai", el que modernizó a Japón sin perder sus raíces. Un camino de gravilla traspasa una enorme torii (puerta) y avanza entre cedros hasta el recinto del santuario, un oasis de paz en este bullicioso torbellino de ciudad, allí sólo se oyen las cigarras y los pájaros. Y más curioso aún es el ritual de purificación sintoísta, consistente en coger agua de un manantial con un cacito de largo mango, derramar una poca sobre la mano izquierda, después otra poca sobre la derecha, vuelta a derramar sobre la izquierda y con ella llevarse un poco de agua a la boca, enjuagarla y escupirla. Por último se pone el cacito perpendicular para que el agua sobrante escurra por el mango y lo limpie para el siguiente devoto. A lo largo del viaje más de una vez recurrimos a este rito de purificación como una forma de manifestar nuestro respeto al lugar que íbamos a visitar, aunque confieso que también nos venía muy bien para aliviar el agobiante calor del verano japonés.


Y sin haberlo premeditado, ese día nos pusimos en contacto con las dos religiones imperantes en Japón: el sintoísmo y el budismo. La primera es la religión nativa del país y cree que los espíritus -kami- están presentes en todas las cosas, animadas e inanimadas, de ahí ese profundo respeto a la naturaleza. ¿Comprendes ahora esos detallistas jardines? El budismo es una doctrina filosófica más que una religión. Ambas comparten el culto a los antepasados porque creen que ellos han hecho posible que nosotros estemos viviendo el presente. En realidad la mayoría de los japoneses no creen en una religión en particular, sino que incorporan rasgos de esas dos religiones y las viven como algo perteneciente a su cultura tradicional, de lo que parece deducirse que su filosofía respecto a la religión es la siguiente: "Que cada uno crea lo que quiera creer y que nadie imponga a otro lo que debe creer". Pensamiento que comparto totalmente y no sólo en materia religiosa. Nada más salir del parque nos encontramos en el barrio de Harajuku y allí me tomé el café más caro de mi vida, eso sí, con derecho a acariciar unos gatos. Sí, como lo oyes, 600 yenes sólo por entrar, 350 por el café más un extra según el tiempo que estés allí, o sea, una cafetería que además de tener gatos te cuesta un ojo de la cara. Otro ejemplo de las cosas incomprensibles de estas gentes y en las que caemos los incautos occidentales por el deseo de vivir experiencias nuevas. Hay que decir que los mininos están supercuidados, antes de entrar tienes que quitarte los zapatos y lavarte las manos con gel desinfectante, no vayas a contagiarles algo. Y si quieres ver a la juventud tokiota en su salsa hay que ir unas calles más abajo, a la Takeshita dori. Esa estrecha y larga calle abarrotada es un escaparate de las tribus urbanas más llamativas. Allí tu vista se deleitará observando los seres más estrafalarios del mundo: góticos, punk y qué sé yo más. También allí encontrarás minúsculas y abarrotadas tiendas con las ropas que usan estas tribus.


Para ver Tokio desde las alturas, sin tener que soportar largas colas (aunque la eficiencia japonesa las deshace rápidamente) ni tener que pagar por ello, subimos a una de las dos torres del Gobierno Metropolitano de Tokio. En su planta 45 hay un mirador desde el que se ve una parte de la ciudad (y digo parte porque Tokio es inabarcable). También puedes comprarte recuerdos y gastarte una buena provisión de yenes si quieres cenar en el restaurante que hay en la planta, con unas vistas excepcionales. Librarte de los yenes también puedes hacerlo en Akihabara, el barrio de la electrónica, un sinfín de tiendas donde se vende todo tipo de productos electrónicos. Nosotros no compramos nada, estamos bien provistos de esos artilugios y además ¿para qué? si desde que dejé el colegio yo doy largos descansos a mi móvil. Bueno, Jesús sí que compró. Encontró su paraíso particular, un edificio de siete plantas repletas todas ellas de muñequitos procedentes de series animadas, inanimadas y mangas. ¡Y se los conocía a todos! A mí todos me resultaban raros, yo me quedé en el Capitán Trueno, el Jabato y Roberto Alcázar y Pedrín. Y si alguien cree que los japoneses sólo viven para trabajar y la vida de esta ciudad se apaga al anochecer, no tiene más que darse una vuelta por Shinjuku, un barrio preñado de rascacielos, caótico y desbordante, la "zona de neones", un Time Square neoyorquino a lo bestia, una borrachera de luz y sonido. Por si esto fuera poco se nos ocurrió meternos en un local de pachinko, la versión japonesa de las máquinas tragaperras. La música a toda pastilla, el ruido de las máquinas (las había a cientos, ¿qué digo a cientos? a miles) y la actividad frenética de la gente enganchada a ellas (hasta abuelas había) nos dejó alucinados. No duramos allí ni cinco minutos y todavía me zumban los oídos.


En una callejuela de Shinjuku nos metimos a tomar unas cervezas acompañadas de takoyaki (pinchos variados) en un garito que tendría tres metros de fondo por uno y medio de ancho, en taburetes frente a la barra, sin poder casi movernos. Como experiencia vale, pero fue el lugar más estrecho, incómodo y sucio en el que he comido en mi vida. Aquello ya no era Japón, era Tailandia, Indonesia o qué sé yo. El caso es que el callejón estaba repleto de esos garitos y todos abarrotados. También en Shinjuku se encuentra el "barrio rojo", donde dicen que domina la yakuza (la célebre mafia japonesa). Le dimos de lado, una cosa es que Tokio sea una de las ciudades más seguras del mundo y otra, desafiar al sentido común. ¡Y qué diferencia hay en el ambiente del metro a lo largo del día! Sí por la mañana son riadas de japoneses uniformados, apresurados y silenciosos, por las noches lo son de jóvenes variopintos y ruidosos. No es de extrañar, por la mañana van camino del trabajo y por la noche, de la juerga. Para viajar al futuro nada más fácil que coger en la estación Shimbashi el monocarril de la línea Yurikamone con destino a Odaiba, una isla artificial en la bahía de Tokio ganada al mar, llena de rascacielos entre los que destaca por sus atrevidas líneas el de la cadena de televisión "Fuji", parques, exposiciones y zonas de ocio. Nosotros tuvimos la suerte de montar en el primer vagón, justo delante del parabrisas, por lo que pudimos disfrutar del viaje que serpentea entre rascacielos y llega a la isla atravesando el puente colgante Arco Iris. Lo que resultaba extraño e inquietante era ver que no había nadie conduciendo y es que ese tren circula sin conductor. No me preguntes cómo se las arregla para parar en las estaciones y que las puertas se abran justo en las omnipresentes marcas. Desde el tren se ve una réplica de la Estatua de la Libertad neoyorkina y la única playa de Tokio, y te extrañaría comprobar cómo no habiendo otra en una ciudad tan superpoblada, estuviese tan descargada de bañistas.


Ya en la isla pudimos ver el Gundam, otro muñequito conocido de Jesús, aunque éste de un tamaño descomunal y hasta movía la cabeza. Entramos en el Museo de Ciencia e Innovación, un edificio que parece sacado de una película de ciencia-ficción, y allí conocimos a Asimo, un robot que te sorprendería por sus movimientos tan similares a los nuestros. Y más te hubieras asombrado al ver otros dos robots con aspecto humano. Esos androides, una mujer vestida con kimono y una joven de blanco, parpadeaban y gesticulaban como nosotros, la joven hasta daba repelús. No imaginaba que la robótica estuviera tan avanzada. El Museo estaba lleno de familias y se veía a los niños disfrutar tocándolo todo, ya que es interactivo. Una cosa a tener en cuenta en nuestros museos, los niños no pagan. Huyendo del húmedo calor nos metimos en la Exposición de Toyota y allí encontramos modelos y prototipos de coches y motos que me hicieron mirar a uno y otro lado esperando ver aparecer a Batman para llevarse uno de ellos. Sí, Juani, también me subí a una de las norias más altas del mundo que se encuentra en la isla. Queríamos despedirnos de Tokio abarcándolo lo máximo posible. No te extrañes, en las Alpujarras ya descubrí que estaba curado de vértigo.


Nuestro hotel se ubicaba en Shiba, un céntrico barrio en el que se encuentra la torre más emblemática de esta ciudad, la Torre de Tokio, una reproducción de la Torre Eiffel a la que incluso gana en altura. Cerca de la torre hay un templo, el Zojö-ji rodeado de jardines desde los cuales hay unas vistas magníficas de la torre tras la airosa silueta del templo. En esa vista, Juani, pienso que está resumida la esencia de Tokio y de todo Japón: la armonía que existe entre la tradición y la modernidad. Tradición reflejada en la quietud, penumbra y tranquilidad que emanan del templo y sus jardines, y la vitalidad que desprende la torre, pregonando a los cuatro vientos que esta ciudad no se ha estancado en el pasado, como tampoco ha renunciado a él. En ese oasis de paz y sosiego solía refugiarme todas las noches cuando volvíamos al hotel tras un largo día cargado de sensaciones, allí me sentía más cerca de ti.


Kamakura Ya te había comentado, Juani, la excelencia de la red de transportes del país del Sol Naciente, que convierten cualquier traslado en algo fácil y muy rápido. Nosotros nos aprovechamos de ello y desde Tokio realizamos varias excursiones por sus alrededores, además habíamos contratado en España el JR Pass que nos permitía durante 15 días coger en Japón el tren que quisiésemos, siempre que no fuese de una empresa particular. La primera salida de la ciudad fue a Kamakura, a una hora de Tokio. Una escapada al Japón de las colinas, los bosques y los templos tradicionales. Allí está la imponente y gigantesca estatua del Daibutsu, el Gran Buda. No te puedes imaginar la impresión que recibes cuando al doblar un recodo del recinto sagrado te la encuentras emergiendo entre jardines y santuarios. Tras pagar la pequeña cifra de 20 yenes (algo más de 10 céntimos) tuvimos la mala idea de meternos en el interior de la estatua, que al ser de bronce y estar el día más que caluroso, fue como meternos en un horno. Eran las diez de la mañana, si el día llega a estar más avanzado allí nos cocemos.


Tras comprarnos unos recuerdos nos fuimos al Hase-dera, un precioso templo dedicado a la Compasión Infinita, con un jardín de ensueño donde cada árbol, cada arbusto, cada estanque, cada piedra parecían estar... donde deberían estar para que tus sentidos captasen una sinfonía visual armónica y perfecta. Como se nos echaba encima la hora de comer y Kamakura está a orilla del mar, nos apetecía "pescaito" y, a ser posible, marisco, así que sudando a mares nos fuimos a la playa ya que allí debería haber chiringuitos. La playa era enorme pero estaba semidesierta ¡con el calor que hacía! La razón no se debía a los carteles que vimos advirtiendo sobre los tsunamis, sino que en Japón no está de moda el ponerse moreno, sobre todo las mujeres. Las japonesas salen en pleno día con sombrero, paraguas y manguitos para protegerse los brazos del sol. En las apreturas del metro tuve ocasión de observarlas de cerca. Las japonesas tienen la piel de porcelana, y no podía evitar compararlas con el cálido tono de tu suave piel cuando te bronceabas. Chiringuitos los había, pero no como los nuestros. Por supuesto que no comimos marisco ni pescaito.


Monte Fuji—Kawaguchiko La siguiente excursión le tocó al lago Kawaguchiko, distante unas dos horas de Tokio. Sabíamos que desde allí había unas vistas preciosas del Monte Fuji, el volcán sagrado de Japón, reflejándose en las tranquilas aguas del lago. Los japoneses llaman al volcán la "montaña tímida" porque las nubes suelen ocultar su silueta, un cono casi perfecto que resume la armonía predicada por la filosofía zen. Bien, pues ese día la montaña hizo honor a ese apelativo y nos la encontramos vestida de nubes. Bordeamos andando buena parte del lago y en un par de ocasiones logramos adivinar, más que ver, sus simétricas laderas. Menos mal que el camino discurría por un paisaje montañoso y frondosísimo que compensó la decepción sufrida, eso y que el día no estaba tan caluroso. ¿Y dónde si no en Japón puedes encontrar un "Museo de la Música del Bosque"? Pues a orillas del lago está.


Nikko La última salida que hicimos desde Tokio fue a Nikko. A esas alturas ya dominábamos perfectamente los ferrocarriles japoneses. Nikko es... muros de piedra tapizados de musgo, hileras de faroles de piedra perfectamente alineados, puertas ceremoniales rojas y altos cedros. Consigue transmitir esa sensación de vuelta al pasado a través de sus múltiples pabellones, fuentes y puertas delicadamente decoradas. Los templos y santuarios de Nikko se extienden entre bosques y rezuman espiritualidad, aunque esta quede difuminada por el gentío. Pasamos ante el Rinno-ji que se encontraba en restauración y seguimos al aluvión de gente hasta el Toshö-gü, un santuario sintoísta cuyos edificios muestran una abigarrada decoración. No sabes hacia cuál dirigirte pues todos llaman tu atención. Su Pagoda de cinco pisos, cada uno representa un elemento: tierra, agua, fuego, viento y cielo. Su establo sagrado con el famoso relieve de los "tres monos sabios" que muestran los tres principios del budismo: "no oír el mal, no ver el mal, no hablar del mal". Más adelante se encuentra el salón célebre por la pintura del "dragón que llora" en su techo. La magnífica "Puerta del Crepúsculo" está en restauración y totalmente envuelta, ¡lástima! Girando a la derecha hay una pequeña escultura en madera de un gato dormido. Todo el mundo le echaba fotos, la verdad es que asombra por su realismo. Dicen los japoneses que en todos los templos hay ratones, menos en este, ¿será por el gato? Desde aquí arranca un camino que sube una colina entre cedros altísimos hasta la tumba de Ieyasu Tokugawa, el shogun que unificó Japón. El conjunto me recuerda el barroco europeo, son los templos mas decorados que veré en todo el viaje.


Por un camino entre cedros llegamos al Futarasan-jinja, otro santuario sintoísta dedicado a una vecina montaña. A su lado está el Taiyüin-byö. Es más pequeño que el Toshö-gü pero al ser más recogido y estar rodeado de cedros, resulta muy atractivo. Allí está la tumba del nieto del anterior shogun, Iemitsu. Si Toshö-gü es sublime, Taiyüin-byö es espléndido. Saciados de tanto arte regresamos por caminos sombríos al pueblo y comemos en un restaurante cercano al rojo puente Shinkyo. A ciegas elegí un menú japonés que me sirven primorosamente repartido en pequeños recipientes. No sé lo que comí pero estaba bueno.


Hiroshima Hiroshima fue la primera ciudad de Japón de la que oí hablar, y no fue precisamente para conocer el arte y la cultura japonesa. Hiroshima siempre estará ligada a aquel fatídico 6 de agosto de 1945, cuando decenas de miles de personas fueron borradas de la faz de la Tierra en un instante de destrucción apocalíptica. Fue la primera ciudad del mundo sobre la que se lanzaba una bomba atómica. ¿Quién me iba a decir, Juani, cuando yo estudiaba esto en mi viejo libro de historia, que un día visitaría Hiroshima? Esta ciudad se encuentra a 810 km. de Tokio, lo qu en condiciones normales supondría un viaje de más de 9 h. de duración, pero en los shinkansen (trenes bala) el tiempo se reduce a la mitad. De todas formas es un tiempo considerable como para hacer la ida y vuelta el mismo día, así que teníamos proyectado pasar noche en Hiroshima y estar dos días en la ciudad. Todo el que la visita se siente irremediablemente atraído, como si de un imán se tratase, por el Gembaku Domu, más conocido por la Cúpula de la bomba atómica. Es todo lo que queda de la vieja ciudad. El que fue Pabellón de Fomento de la Industria se encontraba cerca del punto cero en el que estalló la bomba, que para aumentar su efecto destructivo se hizo explosionar a 580 m. de altura, lo que hizo que el fuego viniese del cielo. Los ocupantes del edificio murieron instantáneamente y hoy esas vigas retorcidas y esas paredes abrasadas han sido designadas por la Unesco Patrimonio de la Humanidad, un trágico recordatorio del horror desencadenado sobre la ciudad. Tras rodear las ruinas, cruzando un puente entramos en el Parque conmemorativo de la Paz, donde se alzan múltiples monumentos en memoria de las víctimas: el Cenotafio, con los nombres de las víctimas conocidas, el Túmulo que alberga las cenizas de decenas de miles de personas incineradas, la Campana de la Paz...


Ninguno me causó tanta impresión como el Monumento a la Paz de los Niños: Sobre un pedestal en forma de cohete o bomba, la figura de una niña extendiendo las manos, una grulla, símbolo de la longevidad y la felicidad vuela sobre ella. Inmediatamente me vino a la memoria un libro que hice leer y comentar a mis alumnos: "Sadako y las mil grullas de papel" creo que se llamaba. Ese libro y este monumento están relacionados y cuentan la misma historia, la historia de Sadako, una niña que como consecuencia de la radiación de la bomba, contrajo leucemia en 1955. Ella creía que se recuperaría de su enfermedad si hacía mil grullas de papel. Murió antes de conseguirlo y sus compañeros de clase terminaron las grullas que faltaban. Hoy este monumento siempre está adornado con grullas de papel enviadas por colegiales de todo el país. Como oro en paño guardo un obsequio que días más tarde, en Kioto, me hizo una niña japonesa. Estaba haciendo una encuesta (supongo que un trabajo de clase) que Reyes contestó pues estaba escrita en inglés. En agradecimiento nos ofreció a cada uno de nosotros unos origamis. A mí me dio una grulla de papel. No pude evitar ser pesimista cuando pasé ante la "Llama de la Paz". Sólo se apagará cuando todas las armas nucleares del mundo sean eliminadas. A pesar de mi estado de ánimo uní mi firma a una petición por la desaparición de tales armas.


Y todos los gobernantes como preparación a su mandato deberían visitar el "Museo de la Paz" de Hiroshima. He visto muchos museos, pero este me dejo "tocado". Crudas fotos tomadas a los pocos minutos y a las pocas horas de la explosión. No puedes imaginarte cómo quedó la ciudad, Juani, todo quedó pulverizado, sólo cenizas en un terreno pelado y quemado en el que de vez en cuando sobresalía un trozo de muro de ladrillo o piedra o el muñón carbonizado de lo que fue un tronco de árbol. Personas deambulando con la mirada perdida y la piel colgando en jirones. Objetos recogidos de lo que antes había sido una ciudad: fragmentos de ropas medio quemadas, la fiambrera de hojalata de un escolar derretida, la escultura de un Buda medio fundida, la mancha oscura en el escalón de piedra de un banco, único resto de la persona que estaba allí sentada en el momento del impacto, un reloj parado en la hora nefasta de la explosión, las ocho y cuarto de la mañana... La impotencia de los médicos ante ese tipo desconocido de quemaduras. Era la primera vez que se abrasaba a seres humanos mediante radiación. Y después llegó lo que mató lentamente a otros miles de personas, la contaminación por radiactividad. Ante tanto horror uno no tiene más remedio que preguntarse: ¿Cómo puede llegar el hombre hasta ese extremo de deshumanización? ¿De verdad fue necesario cometer esa salvajada? Si lo que se pretendía era amedrentar a Japón demostrando el poder destructivo de esa nueva arma... ¿no se podría haber lanzado sobre una de las muchas pequeñas islas que tiene Japón, o sobre algún objetivo militar alejado de áreas superpobladas, alguna base naval...? ¿Tuvo que pagar una ciudad de 350.000 habitantes el error ciego de sus gobernantes al meter al país en una guerra que sabían que a la larga no podrían ganar?


Poco a poco fuimos dejando de hacer fotos, no entra en la cabeza el que pudiera ser verdad lo que estábamos viendo. Y me vino a la mente la trágica verdad que encierra aquella vieja locución latina que me hicieron aprender de memoria cuando estudiaba bachiller: "Homo homini lupus" "El hombre es un lobo para el hombre". Salimos del Museo con el ánimo deprimido, menos mal que este se fue recuperando mientras recorríamos Hondori, una calle cubierta con una bóveda y repleta de tiendas y restaurantes. Su animación parecía estar gritándonos que Hiroshima, cual ave fénix, había renacido con fuerza de sus cenizas. Acabamos de recuperarnos comiéndonos unos okonomiyakis, el plato típico de esta ciudad preparado a base de pasta, col, especias, salsa de soja, cebollino, cacahuetes, fideos, panceta, algas, huevos y lo que tú quieras que le añadan: gambas, vieiras, ostras... Lo preparó una camarera amabilísima y bastante mayor de edad delante de nosotros, en una plancha de acero. Se come partiéndolo con una espátula y, por supuesto, con palillos. Uno de los platos más deliciosos que he probado en mi vida, de hecho, repetimos al día siguiente.


Una visita al Castillo de Hiroshima nos hizo revivir el estilo de vida de los samuráis. También el castillo fue destruido por la dichosa bomba, pero lo han reconstruido fielmente y adaptado para contener un museo sobre la vida en los castillos japoneses, muy distinta, por cierto, a la que se vivía en los nuestros. Lo malo es que parece que se les ha olvidado ponerle aire acondicionado y el calor pegajoso de Hiroshima es agobiante. (Aquí los hombres llevan por la calle una toalla echada al cuello para limpiarse el sudor). En compensación, a la entrada puedes coger un abanico. Pero cuando el calor se me hizo insoportable fue al vestirme de samurái. ¡Sabe Dios los sudores que llevaría dentro aquel casco! Estuvimos en Hiroshima los días 4 y 5 y la ciudad se preparaba para conmemorar (que no celebrar) aquel aciago 6 de agosto. En el Parque de la Paz ya estaban preparados los estrados y las sillas perfectamente alineadas. Había pancartas y por las calles coches con megafonía y banderas animaban a participar en la manifestación que se celebraría contra las armas nucleares. Mucho me temo, Juani, que todo volverá a caer en saco roto, el mundo no aprende de sus errores.


Miyajima Sería imperdonable, Juani, estar en Hiroshima y no acercarse a la isla sagrada de Miyajima, así que cogimos el ferri JR (El JR Pass es una pasada, lo contratamos en España para un periodo de 15 días y hemos tenido vía libre en trenes, incluidos los shinkansen, algunos autobuses y algunos ferris. Así te evitas estar sacando continuamente billetes, con el riesgo de encontrarte sin ellos por no haber plazas. Para curarnos en salud, lo primero que hicimos al llegar a Japón fue reservar plaza en los trenes que íbamos a coger). Nos disponíamos a observar una vista considerada entre las tres mejores de Japón: la Otorii o Gran Puerta del santuario Itsukushima que parece flotar sobre el mar. Previendo que es uno de los lugares más visitados del país, madrugamos y nos encontramos contemplándolo prácticamente solos, bueno, sólo acompañados por los que el sintoísmo considera "mensajeros de los dioses", los ciervos. La fama no es exagerada y la vista ya desde el barco es espectacular. Los japoneses no dejan de sorprenderme, ¡cómo se las arreglan para que la vista quede saciada! Después de contemplar la gran Puerta a placer, pagamos 300 yenes (2,57 €. Las entradas a los monumentos son bastante más baratas que en España y la mayoría de países que hemos visitado) y entramos en el santuario que data del siglo VI. Tiene forma de embarcadero, es de color bermellón y está construido sobre pilotes. Como la marea está alta, los edificios y sus cientos de columnas se reflejan en el agua, confiriéndole una sensación de ligereza, una dimensión etérea. ¡Una de las vistas más bonitas que el ojo humano puede contemplar! Mires donde mires la vista queda satisfecha: aquí abajo, el rojo santuario reverberando en el agua; entre mar y cielo, la Gran Puerta parece navegar en el océano; y allá arriba, en la colina, descollando entre los árboles una pagoda abre sus brazos. ¡Cómo te eché de menos, Juani!


Deambulamos sin rumbo por rincones preciosos, las tiendas comienzan a abrir sus puertas y en una de ellas un viejecito me pide por señas la botella vacía de agua que llevo en la mano y la echa, mientras me sonríe, en un cubo que hay tras el mostrador. Por su sonrisa deduzco que sabe el gran favor que me ha hecho y yo se lo agradezco dedicándole una reverencia aprendida de ellos. Miyajima bien merece una visita más detenida, pero hemos de volver a Hiroshima para coger el shinkansen hacia Kioto. Cuando regresamos nos cruzamos con varios ferris llenos de turistas. ¡Cómo nos alegramos de haber madrugado! Hemos saboreado Miyajima sin agobios ni interferencias.


Kioto Si me atraía algún motivo para visitar Japón, Juani, era conocer Kioto. Con sus más de 1600 templos budistas, más de 400 santuarios sintoístas y 17 lugares declarados Patrimonio de la Humanidad, Kioto se puede codear incluso con ventaja con cualquier famosa ciudad cultural del mundo occidental. Capital del Imperio del Sol Naciente durante más de mil años, antes que Tokio, Kioto es la esencia de Japón, donde nació el arte floral y la sofisticada ceremonia del té, donde en sus calles aún se pueden ver geishas. Kioto es el corazón de Japón, y a Kioto llegamos la tarde del viernes 5 de agosto, recibiéndonos su ultramoderna estación. El hotel se encuentra en una zona inmejorable de la Kawaramachi-dori, a pocos pasos del Ayuntamiento y de la que dicen ser la calle más bonita de Kioto. Y tras instalarnos, hacia esa calle nos vamos, Pontocho, una callecita larga y estrecha en la que han pervivido sus antiguas casitas de madera, ocupadas en su mayoría por restaurantes y casas de té que escapan a nuestro presupuesto. Cuando llegamos ya están encendidos sus tradicionales faroles colgantes, lo que acentúa su exótico carácter oriental y recrea el ambiente del antiguo Japón. No es extraño ver en esta calle a una geisha entrando en una casa de té, aunque no tenemos esa suerte, y ni siquiera desentonaría un samurái caminando por ella. Pontocho es Kioto en el siglo XVII. Al terminar su recorrido, en el puente Gion-Shijo, nos asomamos al río Kamo y observamos sus orillas cuajadas de agradables terrazas de restaurantes débilmente iluminadas. En la otra orilla se encuentra el distrito de Gion, el barrio más célebre de Kioto, pero era tarde, estábamos cansados y mañana sería otro día.


Para imaginarte Kioto, Juani, piensa en una ciudad rodeada por tres de sus lados de frondosas colinas. Y en esas colinas, como perlas desparramadas en un tapiz esmeralda, se esparcen sus templos, santuarios, parques, cementerios, jardines y senderos. De las colinas del norte baja el río Kamo, dividiendo en dos la ciudad, quedando a la izquierda de su curso su parte más antigua. Y en las colinas situadas al este, Higashiyama, se encuentran la mayoría de sus 17 lugares Patrimonio de la Humanidad. La joya de Higashiyama es el Kiyomizu-dera (A mi deducción de que los nombres de los templos budistas acababan en "ji", tuve que añadir que también lo hacen en "dera" y en "in"). Este templo es el más visitado de Kioto y para evitar las aglomeraciones ya sabíamos el remedio: madrugar. Así lo hicimos al día siguiente de nuestra llegada y cuando el autobús nos dejó al pie de la colina y dudábamos cuál de las empinadas calles subir, una joven japonesa que también había bajado del autobús, adivinando nuestras intenciones nos hace señas de que la siguiésemos y nos deja en la empinada calle de la Tetera, prácticamente a los pies del templo. Nos señala el camino a seguir y se despide con una sonrisa y un gesto de su mano. (Lo dicho, Juani: la gente más amable de la Tierra). El recinto del templo se encontraba desierto, sólo alguna que otra familia japonesa echándose fotos plácidamente. Y plácidamente casi solos disfrutamos de la belleza del templo y de su enorme balcón de madera, sostenido por cientos de recios pilares también de madera y unidos sin un solo clavo. Desde él se ofrecen unas maravillosas vistas de la ciudad y del paisaje que rodea al templo, repleto de arces y cerezos. Dicen que en primavera viste el paisaje de blanco la flor del cerezo, y en otoño las rojizas hojas del arce lo tiñen de fuego. Y yo, de una forma más prosaica, pienso que en esas estaciones también será más clemente el cielo, aún no eran las diez y ya estábamos sudando. A los pies de esa gran terraza de madera se encuentra el manantial sagrado al que debe su fama el templo.


Al salir del recinto observamos que por la calle de la Tetera parece venir una procesión. Los autobuses han descargado a sus pies oleadas de turistas que suben tras sus guías, inconfundibles con sus banderitas o paraguas llamativos para hacerse visibles. Nos alejamos de la riada por un callejón perpendicular que parece introducirnos en un viaje en el tiempo. Encantadoras callejuelas con empinadas cuestas nos llaman: la Sinnenzaka (colina de Tres Años) y cerca de ella, Ninen-zaka (colina de Dos Años). En ambas parece haberse detenido el tiempo, flanqueadas de antiguas casas de madera, jardincitos primorosos y tiendecitas tradicionales llenas de encanto. Eso sí, Juani, las bajamos con cuidado, la tradición local dice que un tropezón allí trae dos o tres años de mala suerte. A lo largo del viaje me he preguntado muchas veces cómo un pueblo tan adelantado tecnológicamente puede tener tantas supersticiones, aunque supongo que las viven más como algo curioso que pertenece a su tradición y no quieren perder, que como convencimiento de su efectividad. En todos los templos se venden amuletos de todo tipo: para la salud, para el amor, para la suerte... En sus grandes incensarios, si diriges con tu mano el humo del incienso hacia la parte de tu cuerpo dolorida o enferma, curarás... Y en todos los templos hay unas cajitas de madera con palillos dentro. Por unas monedas puedes coger una de esas cajitas, la agitas y dejas pasar por una pequeña abertura uno de los palitos. El palito lleva grabado un número que te remite a una especie de armario con cajoncitos también numerados. Abres el cajoncito que lleva el número del palito extraído y coges un papelito que te dirá tu suerte. Si es buena, como le salió a Jesús, te lo guardas; y si es mala tienes que atar el papelito en una especie de alambres tendederos que tienen los templos, para que esa mala suerte quede allí sujeta. (Los "tendederos" estaban casi repletos de papelitos atados). En los santuarios sintoístas venden unas tablillas de madera en las que escribes tu deseo y la cuelgas en unos soportes dispuestos para ello. Se supone que los kamis te otorgarán ese deseo. No, Juani, yo no participé en ninguno de esos rituales. No necesito de ningún papelito para saber que mi suerte se torció hace casi tres años, y que por muchas tablillas que escriba y cuelgue, mi más ferviente deseo nunca podrá cumplirse en esta vida.


Al salir del Kiyomizu-dera, lo mejor que puede hacerse es perderse por las faldas de Higashiyama, como nosotros nos perdimos a pesar de planos y mapas. Gracias a ello fuimos de sorpresa en sorpresa, como encontrarnos con una vieja pagoda, que más tarde supimos era la Yasaka. Su aspecto avejentado se debe a que es lo único que queda de un viejo templo budista y ahí sigue ella, imperturbable al paso del tiempo y a la falta de fieles que le den una mano de pintura, aunque esa pátina de vejez le da un especial encanto. O como por casualidad, buscando un enorme Buda que habíamos vislumbrado sobresalir entre árboles, nos metimos en un cementerio sintoísta que rezuma espiritualidad, el Higashi Otani, cuyas miles de tumbas con sus altares funerarios trepan colina arriba entre árboles, y mientras subía escaleras y escaleras pensaba que hasta en la muerte pervive ese amor a la naturaleza que el Shinto aboga. O como cuando buscando cambiar euros por yenes descubrimos el pequeño patio de un templo aún más pequeño, donde aliviamos el sofocante calor con un delicioso té verde helado y hablamos con unos compatriotas que no daban tregua al abanico. Y cuando por fin dimos con el colosal Buda de hormigón, vimos que estaba dedicado a los soldados japoneses caídos en la Segunda Guerra Mundial (Más de dos millones de muertos bien merecen una escultura tan grande). Y seguimos perdidos mientras recorríamos senderos entre jardines y estanques con carpas, aunque intuíamos que debíamos estar en el parque Maruyama, famoso por sus cerezos cuando se visten de blanco. Y entramos en un colorido santuario que en ese momento no sabíamos que era el Yasaka, el santuario de las geishas, y que nada tiene que ver con la pagoda del mismo nombre.


Y volvimos a ubicarnos en el plano al toparnos con la gigantesca puerta del templo Chion-in, la más grande de Japón. Y detrás de ella unas empinadísimas escaleras de piedra y allá en lo alto, el templo y al lado del templo su enorme campana, también la más grande de Japón y que sólo tañe en Nochevieja 108 veces, una por cada pecado que puede cometer el hombre. La entrada no puede ser más espectacular, todo está pensado para conferirle majestuosidad, no en vano pertenece a la secta budista más importante del país. Allí en el templo asistimos a una ceremonia budista donde el monótono canto de los monjes, unido a las espaciadas notas del tambor y las campanillas crean un ritmo adormecedor que invita a cerrar los ojos y dejarte llevar. También en el templo, en uno de sus pasillos, tras contemplar su jardín que dicen tiene mucho significado y que nosotros no supimos captar, descubrimos los "suelos de ruiseñor", suelos que emiten un cuchicheo parecido al piar de los pájaros cuando andas sobre ellos. (No, no eran las suelas de nuestros zapatos porque a los templos se entra descalzo). Tampoco se construyeron con un fin poético, eran la alarma empleada en Japón en tiempos ancestrales. La madera del suelo (en Japón todo lo antiguo es de madera; claro, árboles no les faltan) está clavada con grapas dispuestas de tal forma que al más mínimo movimiento rozan entre ellas, produciendo ese peculiar sonido. Así los habitantes del lugar no podían ser sorprendidos por visitas indeseadas.


Al poco de salir del Chion-in volvimos a perdernos, y es que estábamos en la periferia, no en el Kioto moderno de largas, anchas y cuadriculadas avenidas. Aquello era un laberinto de callejas, callejones sin salida, jardincitos y pequeños templos, rincones encantadores que aún conservan su belleza ancestral y donde es posible palpar la riqueza cultural de esta ciudad. Y en un encantador restaurante, servido por señoras con kimono, nos metimos a comer y decidimos tirar la casa por la ventana tomando el menú aconsejado por el chef: sopa de tortuga, varios tipos de sushi y no sé qué clase de verduras, acompañado de cerveza (debería haber sido sake, pero no nos gusta). Todo delicioso, acorde con el lugar, pero no pude disfrutar plenamente de la comida, me imaginaba al pobre bicho que estaba en la sopa y... Al pedir la cuenta, de lo que se encargaba Jesús, no nos dieron la estocada como esperábamos, el precio era razonable y por eso decidimos entrar en una heladería cercana donde todos sus clientes eran japoneses y estaban tomando unas enormes copas de hielo triturado sobre el que derramaban líquidos de colores. No nos atrevimos con esas montañas de hielo y nos pedimos los helados que más nos sonaban, aunque seguían siendo raros pero buenos. La vista de un enorme torii que venía en el plano, colocado al lado del Museo de Arte, volvió a situarnos en el mapa y así poder dirigirnos a otra colosal puerta que señala la entrada al recinto del Nanzen-ji. (Los templos japoneses no constan de un solo edificio. Todos tienen una puerta guardada por Nios, unos guerreros con cara de mala uva que parecen demonios, tras la cual se encuentran por lo general escaleras, el templo, los subtemplos que pueden ser muchos, jardines, senderos, "campanario", pagoda...). En el Nanzen-ji me encantaron sus cuidados jardines con sus pabellones de paredes delicadamente pintadas, pasarelas, senderos, arbustos en flor, rocas, estanques... y las montañas de fondo. Los jardineros japoneses deben haber estudiado arte, además de poseer una sensibilidad exquisita para que todo resultase tan armonioso y perfecto.


La tormenta que nos sorprendió a la salida del templo puso fin a nuestra andadura por Higashiyama. Un taxi nos llevó hasta la pagoda Yasaka que resultó ser la vieja pagoda que habíamos visto por la mañana, esa que no tiene templo. El trayecto le sirvió a Jesús para practicar su japonés con el taxista. Entender no sé si le entendería, pero reírse sí que se reía. Como estábamos en sus inmediaciones, decidimos darnos una vuelta por Gion, el barrio más famoso de Kioto. Situado entre Higashiyama y el río Kamo, ha conservado sus viejas casitas de madera y, al igual que en Pontocho, abundan los restaurantes y casa de té tradicionales. Además, es el barrio de las geishas. Paseando por la preciosa calle Hamamikoji observamos un revuelo y nos topamos con dos geishas con su cara blanca y labios rojos delicadamente marcados, el ideal de belleza japonés (¿Comprendes ahora, Juani, el por qué las japonesas se protegen tanto del sol?) con sus elaborados peinados, sus coloridos kimonos, sus sandalias de madera y sus menudos pasitos... Más adelante otro revuelo, una geisha pasaba en un taxi y otra más doblaba la esquina, seguramente camino de una de las casas de té. En la calle se desató entre los turistas la "caza fotográfica de la geisha". No, las geishas no son prostitutas, son virtuosas de la danza, la música y la conversación que dominan tras largos años de aprendizaje desde su niñez; es decir, son animadoras de las veladas organizadas por personajes cuyos medios económicos les permiten contratarlas, un vestigio de la tradición nipona que se resiste a desaparecer. También dominan como nadie la preparación del té en una sofisticada ceremonia que sólo los japoneses podrían haber inventado y que viene a consistir en vivir ese instante como algo único, ser conscientes de cada detalle, apreciar y disfrutar el momento. Toda una filosofía de vida que admiro, Juani.


Si Higashiyama es la zona espiritual de Kioto, las colinas del oeste, Arashiyama, son su cara romántica. Dotadas de una gran belleza natural, sus laderas cubiertas de cerezos, pinos y bambúes descienden suavemente hacia el río y escondidos entre la espesura se asientan templos sorprendentes. No en la cantidad que abarrotan las colinas del este, pero sí está entre ellos, aunque un poco más al norte, la postal más admirada de la ciudad, un reluciente legado del Japón medieval, el Kinkaju-ji o Pabellón Dorado. Por él queríamos empezar nuestro recorrido de ese día y como ese templo atrae a multitudes, pues... a madrugar. Tanto madrugamos que a las siete y media ya estábamos en sus puertas (habíamos descubierto una línea de autobuses que pasaban ante los tres templos que nos proponíamos visitar, así que llegamos antes de lo calculado). Como hasta las nueve no abría, decidimos ir al siguiente de la lista que se encontraba dos paradas más adelante y era más madrugador ya que abría a las ocho. El Ryöan-ji es célebre por su jardín seco o jardín zen, el más antiguo de Japón. Es un patio rectangular rodeado de una tapia de arcilla por tres de sus lados, lleno de gravilla rastrillada en la que sobresalen 15 piedras. Dicen que ese tipo de jardines se hicieron para motivar la meditación, así que me senté en unos escalones de madera que hay bajo un porche que da al jardín, respiré profundamente y esperé la iluminación... Nada. Será porque no entiendo de esto, pero sólo me venía a la mente que unos monjes, hartos de recoger hojas, habían hecho mesa limpia con las plantas y traído varios carretones de grava para ahorrarse el trabajo. Por supuesto que mi pensamiento no iba bien encaminado pues a ningún japonés se le hubiese ocurrido arrancar ni una sola planta, pero... no llego a comprender eso de que las rocas van a la deriva en un mar de arena, que el musgo representa no sé qué y la arcilla sin pintar de las paredes, no sé cuanto… A mí lo que me gustó, y seguro que tú hubieras coincidido conmigo, fueron los jardines que rodean el templo y un gran estanque en el que no faltan las carpas pues esos peces simbolizan la buena suerte. Paseando por esos jardines me pude percatar hasta qué extremo los japoneses son sensibles con la naturaleza. Había en varios árboles unas ramas que por su longitud o dirección corrían el riesgo de desgajarse. Bueno, pues les habían puesto muletas, sí, muletas acolchadas y todo para que las ramas no sufriesen. Aquí, con mucha menos vegetación, una motosierra hubiera arreglado el problema.


Volvimos a coger el autobús en dirección contraria para regresar el Kinkaju -ji y nos encontramos al llegar que ya había una cola kilométrica, pero en cuanto abrió sus puertas se puso en marcha la eficiencia japonesa y en tres minutos ya estábamos dentro del recinto. Esta vez no estábamos solos pero el gran espacio y lo que se ofrecía a nuestra vista lo compensaron todo. El Kinkaku-ji es un pequeño templo muy diferente a todos los que habíamos visto pues consta de un solo y pequeño edificio. No necesita nada más: ni puerta monumental, ni subtemplos, ni campana ni pagoda... La elegante estructura de tres plantas, coronada por un fénix de bronce, está totalmente recubierta de oro, de ahí su nombre: Pabellón Dorado o Pabellón de Oro. Lo contemplamos a placer. Su fachada dorada que resplandecía al reflejar los rayos de sol contrastaba con el verde de un precioso jardín donde se han cuidado todos los detalles. Un ejemplo perfecto de la devoción japonesa por lo pequeño y sencillo y su integración en un escenario armónico. Un compendio del paisajismo. La belleza en grado sumo. Sólo tus ojos podrían superarlo.


Vuelta al autobús para ir al Ninna-ji, un clásico templo con su colosal puerta, con sus formidables guardianes Nio, con su gigantesca pagoda, con sus innumerables subtemplos, con casi ningún turista y con sus maravillosos jardines. ¡Nos cautivaron! Un agradabilísimo paseo por sus pabellones contemplando esos exquisitos jardines que no cesan de sorprenderme ni me cansan de observarlos, aturdido por la belleza que emana su armonía, sus rocas y estanques, sus plantas cultivadas con celo ultraterreno, rodeado de árboles centenarios y livianos pabellones me hacían repetirme una y otra vez: "Esto te hubiera gustado, Juani". Y de esos jardines minuciosamente dispuestos y exquisitamente cuidados, nos fuimos a un lugar totalmente diferente, a un bosque distinto a cualquier otro bosque visto, el bosque de bambúes de Arashiyama. Sí, ese que aparece en aquella película que hace tiempo vimos: "Las dagas voladoras". No sabría explicarte la sensación que me produjo, sólo recuerdo esa penumbra teñida de un verde peculiar, esa tamizada luz espectral... Un bosque diferente en un mundo diferente.


Al sureste de Kioto, a unos pocos minutos en tren desde su moderna estación, se encuentra el más famoso de los miles de santuarios sintoístas consagrados a Inari, deidad del arroz y del sake. Se trata del Fushimi Inari -taisha y es célebre por sus miles de torii (puertas) escarlatas, donadas a lo largo del tiempo por mercaderes que iban al santuario a pedir prosperidad para sus negocios. Esas miles de puertas están dispuestas una tras otra y forman una galería de unos cuatro kilómetros de longitud que trepa hasta la cumbre de la montaña, a cuyo pie se encuentra el complejo del santuario. ¡El resultado es tan apabullante que te deja fascinado! En ese túnel de hipnóticas arcadas rojas nos metimos camino de la cumbre, pero ya era tarde, la noche se nos echaba encima y a medio camino decidimos salirnos de tan fascinante corredor y tomar un sendero que por su dirección nos conduciría de vuelta al santuario. El sendero descendía la ladera boscosa de la montaña y nos metió en un enorme cementerio que nada tenía que ver con ninguno antes visto. Era como si ese rojizo túnel del que acabábamos de salir fuese uno de esos "agujeros de gusano" de película de ciencia ficción que nos había trasladado a otro planeta, a otra civilización (y eso que Japón ya de por sí es otro mundo). La suave luz del crepúsculo y el graznar de algún que otro cuervo acentuaban esa percepción de extrañeza e irrealidad.


En silencio seguimos descendiendo entre tumbas y altares llenos de ofrendas que no comprendíamos y sintiéndonos intrusos en aquel misterioso lugar guardado por decenas de zorros de piedra, los mensajeros del dios Inari. Impresionados y aturdidos salíamos del santuario cuando Reyes se topó con uno de sus compañeros de instituto. Ese encuentro nos devolvió a la realidad, a darnos cuenta de que seguíamos en este mundo terrenal, un mundo que al fin y al cabo es un pañuelo, Juani.


No todo el encanto de Kioto reside en las colinas que le rodean o en sus barrios más antiguos, como Gion y Ponto-cho. Nada más llegar a la ciudad, si lo haces por ferrocarril, te recibe el edificio futurista de su estación, una atracción por derecho propio. O si quieres descansar de templos y santuarios con tanto descalzarte y calzarte (menos mal que me llevé una buena provisión de calcetines) pasear por sus avenidas más comerciales como Kawaramachi o Shijo, o las galerías repletas de tiendas que hay al oeste de la primera sería una buena opción. Sólo con mirar escaparates y curiosear en el interior de algunas de ellas tienes asegurada la distracción, pues no pararás de sorprenderte y descubrir algo nuevo para tus sentidos. Tampoco tienen desperdicio las puertas de los restaurantes, ya que suelen exponer réplicas hechas en plástico de sus diferentes platos con una fidelidad asombrosa. Nosotros nunca nos dejamos seducir por esos reclamos, nos sonaba a "atrapaturistas" y buscábamos lo auténtico. También entre las grandes avenidas se pueden encontrar vestigios de la grandeza imperial de Kioto, como el Parque Imperial o el Castillo de Nijo, donde sus salas delicadamente pintadas, sus suelos de madera que gorjean al pisar, "suelos de ruiseñor" para avisar de la presencia de intrusos, y sus cuidados jardines son una muestra más de la devoción que sienten los japoneses por la belleza. Todo un alarde de exquisitez si los comparamos con las rudas fortificaciones que se construían en Europa por esa misma época. Se diría que los castillos japoneses se edificaron para alegrar la vista, más que para defender a su daimio o señor feudal.


Y en una de esas grandes avenidas, la Karasuma-dori se encuentra un museo dedicado al cómic japonés: el Museo Internacional del Manga. Jesús, como asiduo lector y dibujante aficionado de cómics, tenía interés en visitarlo y allí pasamos una tarde. Ubicado en el antiguo edificio de una escuela con varias plantas, está repleto de cómics o mangas (incluso tiene una sección en español), salas de lectura, salas de exposiciones, auditorio, tienda... Lo que más me llamó la atención fue encontrar a niños, jóvenes y adultos sentados por todos lados: en sillones, bancos, sillas y escaleras; incluso tirados por los suelos de pasillos, salas y césped del jardín, absortos leyendo, con montones de mangas a sus lados. Jesús se entusiasmó con una exposición de dibujos de un famoso ilustrador, Hisashi Eguchi, que por cierto estaba firmando libros en el auditorio y Jesús le reconoció al instante. Ni que decir tiene que se compró sus últimas publicaciones. En los manga descubrí que los libros japoneses lucen su portada donde los nuestros tienen la contraportada y se hojean al revés, es decir, de atrás hacia adelante, porque los japoneses leen y escriben de arriba a abajo y de derecha a izquierda. Hojeándolos, inmediatamente me sentí atraído por esa rara caligrafía, los "kanji" que es por sí misma un arte. Los japoneses copiaron los caracteres chinos y los adaptaron a su lengua, aunque el idioma japonés se parece al chino lo que el español al ruso. Tanto me atrajo que más tarde, paseando por Kawaramachi, Reyes y yo entramos en una librería de segunda mano y nos compramos sendos libros japoneses. Libro que jamás podré leer y probablemente nunca llegue a saber su título, pero me gusta hojearlo de vez en cuando y admirar esas bellas columnas de "kanjis".


Y cada vez que lo hago me viene a la cabeza la laxitud de nuestro sistema educativo, que durante los treinta y ocho años en los que he ejercido mi profesión no ha parado de reducir el currículo alegando que no se puede "machacar" al alumno. Pues los niños japoneses de Primaria sólo para poder leer y escribir deben aprenderse más de mil de esos "kanjis", además de nuestro alfabeto latino ya que también aprenden inglés (aunque con peor resultado aún que los nuestros) y súmale las demás áreas. Y es que los japoneses sí parecen entender y lo llevan a la práctica, que el cerebro, como cualquier otro músculo, cuanto más se ejercita más se desarrolla. Sin embargo, nos comentaba Jesús, gran admirador de esa cultura, que un alto porcentaje de alumnos japoneses sufren problemas de adaptación social, llegando algunos incluso al suicidio, consecuencia de la presión a que son sometidos en un sistema tan competitivo. Lo que me hizo recordar aquella vieja máxima griega escrita en el Templo de Apolo que visitamos el pasado año en Delfos: "Nada en exceso"; o sea, ni tanto ni tan poco. Y hablando del sistema educativo japonés en Primaria, lo que más me ha asombrado es que en cada jornada escolar, sea al entrar o al salir dependiendo del colegio, son los propios alumnos los encargados de limpiar su aula, sus pasillos y sus aseos. ¿Te explicas ahora, Juani, esas calles y esos espacios públicos inmaculados? Viven la limpieza desde pequeños. Aquí, si a un docente se le ocurriese pedirle a sus alumnos que limpiasen los aseos, se vería irremediablemente crucificado por todos los estamentos. Pero, ya te dije, Juani, que Japón es otro mundo.


Nara Y estando en Kioto... ¿cómo no ir a Nara? Un tren conecta ambas ciudades en poco más de media hora, así que otro madrugón, el JR Pass en la mano y camino de Nara, la que fue la primera capital de Japón y gracias a ello sólo es superada por Kioto como depositaria del legado cultural japonés. En Nara nos recibieron los "mensajeros de los dioses", manadas de ciervos en libertad que se las saben todas y aprovechan la más mínima oportunidad para despojarte de todo lo que ellos consideran comestible. A Reyes uno de los mensajeros le arrebató un mapa del bolso, pero era el único plano de Nara que llevábamos y por muy enchufado que estuviera el ciervo con los dioses, no estábamos dispuestos a perderlo. Sudores nos costó recuperarlo de entre sus mandíbulas, espero que no se haya "chivado". Ese plano mordisqueado nos permitió dirigirnos a la atracción central de Nara: el Daibutsu o Gran Buda, el de mayor tamaño en bronce de Japón y que rivaliza con el mismísimo monte Fuji o el Ninkaku-ji (Pabellón Dorado) como monumento más impresionante del país. El Gran Buda se encuentra en el Todai-ji, un templo acorde con el tamaño del Buda ya que es el edificio de madera más grande del mundo. (Ya te dije, Juani, que en Japón todo lo antiguo es de madera pues quizá sea la única materia prima que tienen de sobra).


Madrugar nos sirvió para presentarnos prácticamente los primeros ante el Gran Buda y como es preceptivo para que la impresión fuese más grande, entramos en el templo mirando al suelo y levantamos la vista una vez cruzado el umbral, así te topas con la colosal estatua. La verdad es que impacta, pero recuerdo recibir aún más conmoción cuando me encontré con el Daibutsu de Kamakura. Detrás del Buda hay un agujero horadado en un gran pilar de madera. Tiene las mismas dimensiones que una de las fosas nasales del Daibutsu y dicen que el que consiga pasar a través de él alcanzará el Nirvana. Nirvana que nos fue negado pues por ahí sólo podría pasar un niño o una persona que haya ayunado hasta el extremo. Al salir del recinto del templo por la inmensa puerta Nandai-mon, en la que no hay que perderse los dos fieros Niö que la guardan, estatuas consideradas entre las mejores imágenes de madera talladas en Japón, a Jesús se le ocurrió comprar un paquete de galletas para ciervos. No pudo dárselas una a una como era su intención, tuvo que arrojar lejos todo el paquete porque al percatarse los mensajeros de los dioses de lo que llevaba, lo asediaron de tal forma, agarrándolo por la camiseta y los pantalones que si no se deshace de las galletas lo hubieran dejado desnudo. Escoltados por los mensajeros de los dioses y por cientos de faroles de piedra nos introducimos en el Nara-Köen o Parque de Nara, en dirección al lugar donde los kamis o duendes están presentes en todas las cosas, el Kasuga Taisha. Este santuario sintoísta se encuentra plagado de miles de faroles de piedra y bronce donados por los fieles como símbolo de fe y agradecimiento. Sólo se encienden durante unas noches en febrero y agosto y debe ser un espectáculo digno de ver. Por sólo unos días no pudimos vivirlo.


Tras admirar en el Kofuku-ji la segunda pagoda de Japón en altura, nos entraron ganas de sentirnos como ninjas paseando por los callejones antiguos del barrio de Naramachi, lleno de casas tradicionales y antiguos almacenes ahora reconvertidos en tiendas de artesanía, restaurantes y pequeños museos. Nos lo encontramos todo desierto, aunque no era de extrañar, ¿a quién se le ocurriría pasear con la que estaba cayendo por aquel laberinto de callejuelas bajo el sol de medio día? Huyendo del ardiente astro nos refugiamos en una de esas viejas casas que descubrimos podía visitarse gratuitamente (tras descalzarnos, claro). Las casas tradicionales japonesas tienen estructura de madera, constan de una sola planta y poseen aberturas con forma de rejilla en su parte superior para permitir el paso del aire y así refrigerarse. Su entrada está al mismo nivel de la calle y es ahí donde se dejan los zapatos, pero la casa en sí está elevada uno o dos escalones para evitar que la suciedad penetre. Los suelos están cubiertos de tatamis (esteras de paja) muy agradables al tacto de los pies descalzos pues parece almohadillado y puedes sentarte e incluso acostarte en él cómodamente. No cuentan con habitaciones pensadas para una actividad en concreto y se puede modificar su espacio mediante paredes móviles y grandes puertas correderas hechas de madera y papel de arroz que aparte de su ligereza, muy apropiada para el caso de los frecuentes terremotos, permiten el paso de la luz natural.


Lo que más choca a nuestros ojos es la ausencia casi total de muebles, sólo una mesita baja alrededor de la cual se disponen los comensales en una postura que nosotros no aguantaríamos ni cinco minutos. No se ven camas, se acuestan sobre colchonetas que se enrollan y guardan, al igual que ropas y otros enseres tras algunas de esas puertas correderas. Todas cuentan con un pequeño espacio elevado donde suele haber un arreglo floral y un cartel con caligrafía en la pared. Ahí es donde se recibe a los huéspedes y se toma el té. Tampoco falta un pequeño altar dedicado a los dioses con alguna ofrenda como té, fruta galletas... Y es esencial un minúsculo jardín exquisitamente arreglado. La sensación es de sencillez, amplitud, delicadeza, limpieza y belleza al mismo tiempo, belleza realzada por esa luz tamizada que dejan pasar las paredes. Pero muy pocos japoneses viven en este tipo de casas, con lo superpoblado que está el país no cabrían. La mayoría vive en minúsculos pisos de estilo occidental, aunque procuran conservar algún elemento tradicional. Al terminar la agradable visita, Reyes pregunta a la señora que nos ha recibido, más por señas que en inglés, qué lugar nos recomienda para comer y también sirva cerveza, y ésta señala en el mapa mordisqueado una calle hacia la cual nos dirigimos. Encontramos un pequeño restaurante muy acogedor, en realidad parece una librería con tres o cuatro mesas donde comemos estupendamente. Si ha habido un lugar en este viaje, Juani, donde me haya sentido identificado con el pueblo japonés, fue en ese pequeño restaurante.


Takayama Dicen que la buena esencia se guarda en frascos pequeños, y ese dicho le viene que ni pintado a Takayama, porque un viaje para conocer un país estaría incompleto si no te alejas de las grandes ciudades. Pues eso fue lo que hicimos, Juani, y después de tres horas de partir de Kioto en tren y tras hacer transbordo en Nagoya, nos adentramos en las Alpes japoneses. Durante el trayecto pude percibir que Japón está lleno de japoneses (¡vaya un descubrimiento, dirás!) y de árboles. Quiero decir que todo el terreno montañoso está cubierto de espesos bosques y las planicies, de casas y fábricas quedando poco terreno para la agricultura. Pero, claro, es más rentable una fábrica que un campo de arroz, porque... ¿cuántos kilos de este cereal puedes comprar con lo que te den por un Toyota o un Toshiba, por poner un ejemplo? Así la balanza comercial japonesa siempre tiene superávit, al contrario de la nuestra. Pues rodeada de montañas está Takayama, una pequeña ciudad pobre en agricultura y muy rica en madera, aunque ahora viva del turismo pues su aislado emplazamiento serrano ha hecho posible la supervivencia intacta de sus calles del periodo Edo del siglo XVII. Si a ello añadimos que la atraviesa un río de aguas cristalinas, ideales para la destilación del sake y por ello cuenta con varias destilerías, y que celebra uno de los festivales más conocidos de Japón, además de disponer de museos, galerías y templos, una riqueza impensable para una población de estas dimensiones, no es de extrañar que atraiga a un gran número de visitantes.


En Takayama no nos recibió ningún mensajero de los dioses, sino un mercadillo que, salvando algunos raros productos, no hubiese desentonado a orillas de nuestro parque, sólo que este estaba a orillas de un río. Pasear por sus calles es una gozada, allí el clima es más fresco, se ve el agua por todos lados y no faltan esas pinceladas que la sensibilidad japonesa tiene por la naturaleza: un nido de golondrinas en la puerta de una tiendecita al alcance de la mano. El viejo tendero (una cosa que no dejaba de sorprenderme durante el viaje fue la cantidad de gente mayor que seguía trabajando, como si no les interesase la jubilación) había puesto papeles de periódico para que no le ensuciasen el suelo y cuando pasábamos nosotros estaba enseñándole el nido a otro viejecito y por sus gestos parecía decirle orgullosamente que había cuatro pajaritos. Nunca había probado el sake, pero estando en Takayama ¿cómo no entrar en la "taberna" de una destilería y probarlo? Las destilerías se pueden identificar porque tienen colgadas en sus puertas bolas hechas de ramas de cedro. A pesar de que elegimos el más suave, me supo a rayos pero el lugar era agradable y acogedor, aunque costaba beberlo en vasos cúbicos de madera y sin tapa. Tampoco había saboreado la carne más famosa de Japón, la "ternera de Kobe", pero en Takayama hay otra que no le tiene envidia, la "ternera de Hida". Cuentan que a las vacas les dan a beber cerveza y reciben masajes para que la grasa se distribuya uniformemente por los futuros filetes. La comimos en un restaurante en el que tú mismo te asas los filetitos (en Japón todo es pequeño y delicado) a tu gusto. La verdad es que estaba deliciosa, aunque recuerdo haberme comido contigo un "chuletón" en Salamanca que no le andaba a la zaga.


Te he dicho que en Takayama tiene lugar uno de los grandes festivales de Japón, el "Takayama Matsuri". Se celebra dos veces al año, el 14 y 15 de abril, coincidiendo con la siembra, y el 9 y 10 de octubre, terminada la cosecha. En él sacan en procesión una docena de carrozas de madera labrada y ricamente adornadas, escoltadas por estandartes, música y tipos vestidos con trajes típicos tradicionales. Puesto que dada la fecha no podíamos ver el festival, visitamos la exposición dedicada a éste en el recinto del santuario Sakurayama Hachiman-gü, encargado de organizar la procesión y que está dedicado a la protección de Takayama. La exposición muestra una selección de cuatro de las espectaculares carrozas y nada más verlas me vino a la mente los pasos de nuestra Semana Santa. Impresión reforzada al ver un audiovisual del festival que estaban proyectando en una sala. Aquello parecía una procesión de Semana Santa a la japonesa, sólo que en lugar de los capiruchos estaban esos amplios sombreros en forma de platillo invertido. Tampoco faltaban los tambores, aunque con ritmo diferente. Cerca de Takayama hay un lugar que permite hacerte una idea de la vida rural de los japoneses en siglos pasados. Se trata de la aldea de Hida-noSato, donde decenas de casas y construcciones tradicionales se desmantelaron en distintos lugares de la región y para preservarlas se ensamblaron de nuevo en este lugar. Lo característico de estas casas son sus tejados de paja muy inclinados para impedir la acumulación de nieve, un verdadero problema en esta zona de montaña donde las carreteras cierran de diciembre a abril. Los japoneses llaman a estas casas "gassho-zukuri", el nombre gassho significa "rezo" porque la forma de los tejados evoca dos manos unidas en oración. Para ir a esa aldea tuvimos que coger un autobús, pero en este lugar apartado los autobuses sólo llevan los indicadores en japonés y como salen varios al mismo tiempo hacia distintos lugares, la única solución es enseñar al conductor el nombre en japonés del lugar donde queremos ir y si éste cruza los antebrazos en forma de aspa, ese no es el autobús que queremos coger.


A la tercera acertamos y llegamos a la aldea en un día radiante. Fue un día de campo perfecto en un entorno bucólico, ¡sé que te hubiera encantado! Las casas pueden visitarse, sus hogares estaban encendidos y todo estaba dispuesto como si sus moradores acabasen de salir a sus quehaceres del campo, incluso había gusanos de seda en los desvanes, actividad a la que también se dedicaban estos campesinos para complementar sus ingresos. El único inconveniente era el continuo calzarte y descalzarte. Si lo hubiese sabido me habría comprado los deportivos sin cordones. Ahora, cuando recuerdo aquel mercadillo y ese festival con sus procesiones pienso que al fin y al cabo los japoneses no son tan distintos de nosotros: gentes con las mismas necesidades y formas de ganarse la vida, montando y desmontando cada día sus tenderetes. Gentes que necesitan manifestar su fe y sus creencias sacando sus imágenes e iconos en procesión, esforzándose para que su carroza o trono luzca la mejor ornamentación, al son de músicas que, eso sí, suenan diferente, y acompañando los cortejos luciendo insignias y vestidos de forma no convencional... Manifestaciones públicas sorprendentemente similares en dos extremos opuestos del mundo. Aunque ya sabes, Juani, y aunque sé que me lo estarás reprochando, al irte tú perdí el gusto, el interés y el sentido de participar en tales manifestaciones.


Quince días no son nada para pretender entender a este pueblo, Juani. Ni siquiera viviendo una vida entre ellos llegaría a lograr comprenderlos. Pero quince días si son suficientes para captar que el japonés es un pueblo fascinante que merece mi admiración y respeto. Mucho hemos visto y mucho nos ha quedado por ver. Hemos conocido a gentes, visitado lugares y vivido situaciones que han colmado mis sentidos, pero en ningún lugar experimenté lo que llegué a sentir en el Zojo-ji, ese templo de Tokio situado a unos trescientos metros del hotel en el que nos alojábamos y que descubrimos por casualidad una noche en la que nos encaminábamos hacia la Torre de Tokio. No es el templo más grande ni el más bonito de los que hemos visto, pero me sorprendió encontrar ese oasis de tranquilidad en el centro de tan descomunal urbe. El templo y los jardines que le rodean permanecen por la noche en total oscuridad, sólo lo iluminan las luces multicolores de la cercana torre y la luz de la luna cuando está en lo alto. Desde entonces, siempre que estábamos en la ciudad me acercaba a él antes de acostarme y me sentaba en la plataforma de madera que hay al subir las escaleras, en su parte posterior, la que mira a la torre. Y te imaginaba a mi lado, allí sentada, cogidos de la mano, bañados por el resplandor que la Torre de Tokio entre los árboles filtraba. ¡Cómo olvidar aquella paz, aquella soledad... y aquel brillo en tus ojos! Y cómo olvidar aquella noche cuando a eso de las doce las luces de la torre se apagaron. ¡Viste cómo entonces la luna dejaba prendidos en ella sus rayos de plata! En ese mágico instante, mientras mis lágrimas se derramaban, soñé que te besaba.





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