La Fuente de los Amores

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E

n el nombre de Dios Padre e de Santa María su Madre, yo, Hernando de Cárdenas, a quien le pluguiere leer estas notas sepa que las pongo por escrito en el año del Señor de mil e docientos e sesenta e nueve, a veinte días de Abril. No para alcanzar fama, que en nada remediaría a mi vejez; ni las escribo para dar largas al olvido, que no viene día sin que me duelan los recuerdos. Lo hago por desahogar mi ánima, que cada palabra aquí asentada me sale della. Lo aquí contado aconteciere hace ya casi cuarenta años, y sucedió que siendo yo caballero infanzón al servicio del muy grande y poderoso rey de Castilla, don Fernando el Tercero, hice con él muchas algaradas por tierras de moros y en una dellas tomamos las tres fortísimas fortalezas de Haznaltoraph y Sant Estevan y Chiclana y cuando el rey tornose a su Castilla dejó en estas tierras aposentados a algunos de sus caballeros y a no pocos de sus mesnaderos, que era muy buena y santa costumbre el quitar las tierras

a los infieles y volverlas a poblar con cristianos, aunque entre nosotros quedasen algunos moros, que es cosa de admirar el mucho arte que se dan en criar alcachofas y berenjenas y otras viandas de huerta. Mas estos moros viven apartados de los cristianos y son aparceros suyos, que como las tierras ya no son dellos tienen que dar al cristiano dueño una parte de la cosecha. En lo tocante a mí salí muy bien aparejado, que, aun no siendo yo de muy alto linaje, se me dio en heredamiento casa con pozo y parra y una huerta y monte y tierras de pan en el lugar llamado el Castellar, en medio de Sant Estevan y Chiclana.


Y

para distraer mi holganza solía ya cazar en una cañada que hay al mediodía del Castellar, con abundante agua y muy buenas y placenteras sombras y arboledas. Y tal cañada debió ser antaño muy rica y estar muy poblada, que por todos lados se ven muros caídos y trozos de vasijas y pizarras, de haber tenido muchas haciendas en otros tiempos mejores, cuando hoy solo se asientan algunas huertecillas en su fondo. Y tenía yo por costumbre descansar en una fuente situada a poco más de media legua de mi casa, en la ladera de la cañada que da al poniente, lugar deleitoso por su frescura de grandes árboles y aguas cantarinas. Y estando la atardecida de un día caluroso, que no paresciera del mes de Abril, echado en la yerba a la sombra de una encina que hay por encima de la fuente, vi como se acercaba con andar gallardo y melodioso la más fermosa doncella que jamás viera. Traía cántara al costado y su talle era flexible y su rostro era suave como una rosa y sus ojos grandes y como el azabache

y sus labios como la grana y un rizo negro de su cabello caía sobre el candor de su frente, que hubiera tenido por aparición de Nuestra Señora Santa María de no ser que vestía a la usanza morisca. Mas como venía acalorada y segura de encontrarse sola, traía el velo con el que suelen taparse el rostro descuidadamente bajado y en viéndome presto se lo echó a la cara muy azorada, con lo que destacaron aun más la grandeza y negrura de sus ojos. Y viéndola tan conturbada ayudele a llenar su cántara y ella no dijo palabra, más la mirada de sus ojos clavóseme en el corazón. Y aquella noche no pude pegar ojo deseando amanesciera y en amanesciendo que atardeciera y en atardeciendo estaba yo en la fuente y llegaba ella. Y ora ayudábale con mucha galanura, ora preguntábale, mas sin recibir apenas respuesta, ora comentábale cómo estaba el tiempo, que si el mucho calor, que si pronto llovería y otras atolondradas cuestiones propias de enamorado primerizo. Y así días fueron y así


días vinieron y como ella viese la ausencia de aviesas intenciones en mi presencia, que ni a rozarla me hubiese atrevido, vinimos a platicar algo más los dos, si bien con el velo de por medio. Y así supe que tenía por nombre Zoraida y estaba bajo la autoridad de su tío, que sus padres murieron siendo ella niña y el tal tío la había instruido en mi fabla castellana, que había sido cautivo de cristianos en sus años mozos. Y supe de sus temores, que no estaba bien que cristiano parlase con moro, cuanto ni más con mora. Y supe dónde vivía y a qué a la fuente venía y otras mil cosas que no vienen al caso asentar en este escrito. Y a veces entonaba versos en su parla mahometana, que en su boca parescía música celestial, cuando en otras siempre había tenido a tal fabla causada por espina clavada en las tragaderas. Y sucedió que una tarde, sentados los dos frente a la fuente, cuando el

sol ya se ponía y era plácido el ambiente, y el aire venía cargado de perfumes y cantaba el ruiseñor en los zarzales floridos y el agua de la fuente susurraba y comenzaban a tililar los luceros, nos dimos nuestras manos y nos juramos, yo por mi Dios y ella por su Alá y su Mahoma, amor eterno. Y retirele el velo, y nuestras lágrimas se juntaron, y nuestros labios se unieron. Y aquella noche no pude pegar ojo pensando en mi presente dicha y me complacía en imaginar el encuentro del siguiente día, en las largas pláticas que tendríamos y en los dulces besos que habíamos de darnos.

Y

así fuéronse pasando los días y por las chanzas que disimuladamente hacíanse tras de mí, di a entender que mis amores con Zoraida ya eran hablillas entre la gente. Y aún algo debía saber don Gil Rodríguez,


fuese él muy enfadado y quedeme yo muy confundido, que no me entraba en las mientes el que el mucho amar fuera pecado.

clérigo destos lugares, bondadoso y agudo de entendederas aunque al pronto un punto malencarado, que la primera vez que con él topas parece estar deseando echarte penitencia. Y el dicho don Gil llegose una mañana a mi casa y empezó a parlar sobre le parra y las higueras y así como que no quiere la cosa siguió con las verdades de nuestra fe cristiana y las abominaciones de la falsa secta mahometana y sus seguidores. Y yo barrunté a lo que venía, aunque no lo hacía con derechura y contestele que al igual que hay cristianos malos lo mesmo puede haber musulmanes buenos. Y yendo ya al grano me dijo que qué escándalo estaba dando, yo, un caballero; que una aventura de juventud podía pasar, pero que ya iba siendo una aventura demasiado luenga. A lo que respondile yo que nuestro amor era puro y claro como el agua de la fuente que nos contemplaba todos los días. Y echose las manos a la cabeza y mesose las barbas y que si el diablo y que si el pecado y que si renegado. Y como yo no cejase en la porfía

Seguía yo preocupado por mi plática con don Gil cuando una tarde, al llegar a la fuente, Zoraida se me abrazó tiernamente y llorando mucho de sus ojos hablome que nuestro amor era imposible, que sus gentes la tomaban por renegada y su tío le prohibiera verme. Y yo susurrábale palabras de amor y decíale que amándonos nada debiera importarnos lo demás y que la haría mi mujer aunque nos viésemos solos o tuviéramos que aposentarnos bien lejos. Y con esto quedamos algo más consolados, aunque muy tristes de cómo se iban aparejando las cosas.

Y

así llegó Agosto, a dos días de la celebración de la Virgen y como esa atardecida acercábame yo a la fuente algo más tarde de lo que tenía por costumbre, extrañeme al ver que Zoraida no venía a mí como otras veces solía hacer y eché pie a tierra y


me alarmé, que algo me decía el corazón. Y al llegar a la fuente allí estaba tendida Zoraida y una gran herida tenía en su cuerpo, en la parte del corazón y por allí manaba sangre que iba a mezclarse con el agua de la fuente y cuando me acerqué a ella ya estaba muerta, que por la dicha herida se le había escapado la vida. Y tomándola en mis brazos apreteme a ella, que quería devolverle con mi cuerpo la calor que se le iba y un dolor inmenso atravesó mi ánima que no es cosa de poderse imaginar, y la llamaba locamente y la cubría de besos y lloraba muy amargamente. Y así fuéronse pasando las horas y de cuando en cuando tornaba en imaginar que aquello era un ensueño y que Zoraida estaba dormida y yo velaba su sueño y cuando despertara yo le contaría tal ensueño y los dos nos reiríamos juntos, y en esto besaba sus labios y ya estaban fríos y volvía el dolor aún más intenso y arrecié tanto en el llorar que ya no sé quien manara más, si la fuente fría y

cristalina agua o mis ojos calientes y amargas lágrimas. Y esa noche no brillaban las estrellas, ni las flores me enviaban su perfume, ni cantó el ruiseñor en los zarzales y hasta el agua parescía guardar silencio. Y en mostrándose el alba cargué con el cuerpo della y la llevé a su tío que no vivía lejos, y en llegando a él entre sollozos le dije que la habían matado y no sabía si cristiano o moro, y él solo contestó: -!Yo no tengo sobrina cristiana!! Yo no tengo sobrina renegada!-. Y aunque vi saltarle una lágrima y temblar su barba y traté de explicarle que Zoraida había muerto doncella y musulmana, no logré sacarle de esa cantinela: -!Yo no tengo sobrina renegada! Y resolví entonces enterrarla en tierra cristiana y formando unas parihuelas, que arrastrara mi caballo, deposité en ellas a Zoraida y yo no podía dejar de contemplarla, que en su palidez aún estaba más bella y de


no ser por la rosa roja de su herida hubiera parescido dormida. Y en llegando al cementerio que hay tras la iglesia de la Encarnación del Hijo de Dios llamé a don Gil y conociendo mis intenciones tratome de loco y de profanador y sacrílego y con sus voces acudieron varios vecinos y explicoles entre grandes aspavientos lo que me proponía, y como uno de los allí presentes dijera que antes consentiría en enterrar allí perro que a mora, fuime para él y dile una gran puñada en el rostro y quedole bañado en sangre, que al menos le salté tres dientes. Y los demás sujetáronme y mirábanme como si el diablo me poseyera, que no acertaban a comprender el gran dolor que mi ánima sintiera. Y puesto que ni los cristianos la quisieran por ser mora, ni los moros por creerla renegada, pensé en la fuente, testigo mudo de nuestros amores y allí enterrarla. Y torné sobre mis pasos y la sepulté al lado de la fuente, a la sombra de un

granado, y puesto de hinojos le recé responso por no saber oración alguna de la secta de Mahoma, y allí caí de bruces y pedí a Dios nuestro Señor que dispusiese de mi ánima y cuerpo prontamente, que no quería seguir viviendo. Y esto hacía y pedía día tras día, y ya nevara, hiciere sol o lloviera, todas las atardecidas encontrábame yo en mi fuente, que entre el rumor del agua parecíame oír la voz della y su risa fresca entre el agua clara. Y a la fuente, soñando que era ella, le susurraba mis sentimientos y contaba mis cuitas y le parlaba en su fabla mora, que algunas palabras había aprendido della, y le entonaba versos de enamorado, y de cuando en cuando acariciaba el agua y besaba y abrazaba la tierra bajo la que ella descansaba. Y tan a menudo iba y tan a menudo esto hacía que más de una vez debieron verme porque de entonces dieron en llamarme “el loco la fuente”, y al lugar, “la fuente de los amores de don Hernando”.


Y

como es norma en estas tierras el que por el mucho parlar se coman letras y aún palabras, y también quizás se deba a que ya no viva don Gil, ni el que recibió mi puñada, ni queden moros en esta tierra, que desde la revuelta de hace unos años fueron expulsados deste reino, y también pueda ser a que ya poco se me vea, que el paso de los años me ha puesto viejo y ya ni levantarme puedo. A todo esto digo, se deba el que se haya olvidado también mi nombre, que ayer vino un mozo vecino mío que suele hacerme compaña y gusta de escuchar mis cosas de cuando era esforzado guerrero y luchaba con el moro al servicio del rey mi señor don Fernando, que en paz lo tenga el Criador en su Gloria. Y él me cuenta las suyas, y en esto vino a decirme

que había cobrado tres muy buenas perdices estando de caza, y como yo le preguntase, más por alagar su ánimo que por interés mío, el lugar donde las había cobrado, respondiome que en “la fuente los

amores”.

Y en oyendo esto viniéronme los recuerdos y echeme yo a llorar y quedó él muy espantado, que no sabía en que podía haberme ofendido, mas yo se que a chochez de viejo lo achacaría. Y disculpose torpemente, fuese y quedeme yo a solas con mis recuerdos, que aunque el tiempo, dicen, todo lo borra y calma las penas, conmigo no ha tenido tal gentileza, que todavía lloro mi fuente, mis amores, mi Zoraida. Hernando de Cárdenas Francisco Clavijo Viózquez.




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