La Prueba

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esuelta a fundirse con el aire de la tarde, María se deslizó por las escaleras con la agilidad de un felino. En vuelo de ida y vuelta, el bies de la falda lamía el barandal, retornando luego al calor de sus tobillos dorados. Todavía con un pie en el portal, extendió la mano para determinar las condiciones atmosféricas. Pese a que sus intuiciones casi siempre le traicionaban, pronosticó que no iba a llover, por lo que se ahorraría la fatiga de remontar las escaleras en busca de un paraguas. El cielo encapotado había empezado a perder su costra cenicienta, y durante un instante, la calle apareció ante ella como un luminoso anuncio de neón. La distancia al lugar de la cita no era excesiva; pensó que todavía habría tiempo para visitar los grandes almacenes y, aprovechando el descuido de las dependientas, impregnarse de aquellas fragancias, increíblemente caras, que se ofrecían como reclamo a las verdaderas clientas. Así, su pelo se impregnaría de Dior, o de Chanel, y Nazario, hundiendo ávidamente la nariz en las profundidades de su cuello, le diría lo bien que huele y lo mucho que la había echado de menos desde su último encuentro, la tarde anterior.


María comenzó a creer en las buenas intenciones de Nazario el día en el que estuvo aguardándola casi dos horas, a pie firme, hasta el límite mismo de la extenuación. Había nevado. Cada bocanada de aire estragaba la garganta como un serrucho bien afilado. Nazario, hollando la acera del uno al otro extremo, esperó la oportunidad para verla y reiterarle que su proposición de noviazgo no era una frivolidad gratuita, sino buena prueba de que el obligado fingimiento de los primeros escarceos había dejado paso al afecto sincero y reposado. No recordaba si Nazario había utilizado esas u otras palabras. Lo que sí guardaba en la memoria era la sensación que le produjo estrechar entre sus brazos a un témpano de hielo. Tres meses después ya no se imaginaba la vida sin Nazario. La bondad y entrega del novio compensaba con creces su, en ocasiones, excesivo amaneramiento, y ese despiste que iba mucho más allá de la gotita de café derramada o el coscorrón ocasional. Durante un viaje a París, un anticuario embaucador le había vendido los pendientes de la reina María Antonieta, con el valor añadido de que, según le reveló el truhán, habían sido testigos de su descabezamiento. Embargado por la emoción y creyéndose en posesión de una reliquia, el incauto de Nazario no reparó en que se trataba de dos joyas de factura bien diferente, bellas, sí, pero desparejadas y probablemente de época muy posterior. Cuando él le entregó tan valiosa ofrenda, María pensó que se trataba de una burla, y así se lo hizo saber. Nazario, enojado consigo mismo, rojo de ira y de vergüenza, a punto estuvo de arrojar al río ambos colgantes, pero ella, enternecida por el atolondrado caballero, le tomó de los hombros y le besó. Desde entonces, siempre lleva puestos


los dichosos pendientes. Y es que hasta que conoció a Nazario no había tenido trato con esas personas indefensas, que los manuales describen como carentes de las habilidades elementales para desenvolverse en la vida; fuera a causa de ello, o precisamente su consecuencia, Nazario se confesaba muy apegado a su madre. De sus contadas alusiones sobre ella, se podía colegir que se trataba de una viuda austera y de carácter, que siempre había encontrado motivo para entremeterse en los asuntos del hijo, por nimios e intrascendentes que éstos fueran. Ya casi al final del trayecto, y tras remontar la pendiente de una callejuela estrecha, prolongada en unos escalones de piedra que salvaban el desnivel, María se asomó a la ciudad, efervescente aún a esas horas de la tarde. Al fondo, el célebre monumento al Soldado Desconocido y a sus pies, Nazario, el bueno de Nazario, aguardando, como siempre, con un ramito de flores silvestres envueltas en papel de seda. Sin dejar de pensar en Nazario y en su estampa de bobalicón, María recorrió la calle comercial, escrutando los grandes escaparates por el mero placer de desgranar el tiempo, que discurría entre la pesadumbre que provoca la travesura y el gozo que la alimenta: hacía ya casi dos horas que, animada por un impulso pueril, había vuelto sobre sus pasos, arriado las velas que la empujaban al encuentro con su galán y aplazado conscientemente la anhelada cita. A pesar de que sabía que estaba siendo cruel y casquivana (cómo le gustaba esa palabra), sintió deseos de contrastar una vez más la solidez de su relación, sometiendo a Nazario a una nueva prueba de resistencia, si cabe un poco más exigente que aquella primera que tanto


la conmovió. El teléfono celular había sonado al menos en un par de ocasiones, pero María ni tan siquiera había tentado el bolso para acallar la llamada. Cuando cayeron las siete de la tarde en el lejano carillón de la catedral, María estaba de nuevo oteando desde su atalaya. Una sucesión de farolas acribillaban con luz blanca y estridente los recovecos de la calle, compitiendo por las sombras vagabundas de los transeúntes. Portando un enorme mosquetón, el Soldado Desconocido continuaba transitando impávido por la senda de la memoria colectiva. Y Nazario hacía lo propio con el ramito de flores, marchitas y ateridas por el relente. De pronto le invadió un súbito sentimiento de culpa. Aligeró el paso hasta convertirlo en una arriesgada media carrera sobre zapatitos de tacón, preparando su cuerpo para una disculpa verosímil que resultara compatible con tan larga demora. Notó entonces algo así como una punzada en el tobillo que no tardó en asociar con un inoportuno esguince, consecuencia de un mal paso. Pese a sus esfuerzos por continuar, tuvo que detenerse, vencer la angustia inmediata y reprimir un grito de dolor. Algunas personas, impresionadas por el rictus desesperado de la muchacha, acudieron en su ayuda. Se apiñaron los curiosos a su alrededor. A pesar de las muchas precauciones, alguno de los caballeros se inclinó con afán de sopesar el alcance de la candente lesión, y aunque María consiguió abortar la mayoría de las tentativas, se avergonzó de que a pocos pasos de su novio, unos desconocidos se aprovecharan de su momentánea debilidad para toquetearla con descaro. Uno de ellos, que se identificó como enfermero, le recomendó que reposara en alguno de los establecimientos del bulevar y se hiciera aplicar hielo en la zona tumefacta. Incluso se ofreció para llevarla a casa en automóvil,



propuesta que ella rechazó. Con la promesa de seguir todas y cada una de las recomendaciones que habían fermentado al calor del corrillo solidario, apartó a sus benefactores de un manotazo, y sin volver la vista atrás, reemprendió la marcha. A una centena de metros Nazario, ajeno a las circunstancias de excepción que concurrían en su amada, aguardaba impertérrito. María trató de llamar su atención, pero las voces se ahogaron en la batahola de la animada tarde festiva. Introdujo la mano en el bolso. El teléfono había desaparecido. Y la cartera, con las fotos de sus sobrinos. Con la foto de Nazario. Recordó al solícito enfermero, al jubilado o al último que se incorporó, un tipo de largas patillas con aspecto de buhonero. Quienquiera que fuera el ladrón, a buen seguro estaría contemplando en la distancia el gesto de su víctima, estirado hasta la mueca por la sorpresa y el enojo. Entretanto, Nazario emprendía la retirada bulevar arriba, en dirección a la Ciudadela. Creyó que aún podría alcanzarle, pero su prometido avivó el paso, tal y como hacía cuando le acuciaba el deber o la prisa. Consumiendo los últimos cartuchos de su determinación, María fue recomponiendo la arboladura de la marcha, esperando que su novio no tomara una dirección inesperada; la proximidad de Nazario era motivo de inquietud más que de consuelo, y la necesidad de mantener permanente contacto visual, como si fuera un perdiguero, le resultaba abrumadora. La persecución prosiguió por la calle de La Picota, que discurre al costado de la catedral. Las grietas del adoquinado mordían inclementes las puntas afiladas de los tacones. Por si fuera poco ignorar la acuciante llamada al reposo de la


entumecida articulación, cada fatigado músculo hubo de compensar el anómalo estiramiento del vecino, en una sucesión en cadena que culminó en la apoteosis de una caída. Cuando un viandante solitario intentó alzarla, María se resistió, revolviéndose como una fiera malherida. Llovía. Hasta ese momento no había reparado en que no solo estaba desaliñada y sucia, sino calada hasta los huesos. Arrancó con rabia los tacones y recobró la verticalidad, lacerándose las rodillas contra el piso. Prosiguió lánguida, pesadamente, arrastrando su bolso de diseño por el empedrado. Ascendió la suave pendiente de la calle, que a la altura de la Fontana se estrechaba como un cuello de botella, aislando el casco antiguo del bullicio comercial del bulevar. Ajeno a la tragedia que se desarrollaba a sus espaldas, Nazario departía desenfadadamente con dos damas a las puertas de un garito. María detectó ciertos detalles en la vestimenta de las féminas que la desazonaron. La algarabía que se cocía en el grupo rebotaba en las piedras de los vetustos edificios: una tenue película de lluvia filtraba las impurezas de la conversación, ininteligible en la distancia. María intuyó que había llegado la hora de la prudencia. El juego había cambiado de reglas: de perseguidora a cautelosa observadora. Se aproximó al muro y aguzó al máximo los sentidos. Un hedor indefinible, algo así como a vino rancio y fruta podrida, salía de aquel tugurio. Momentos antes, Nazario había traspasado el umbral de la entrada y desaparecido en su interior. Apoyadas a ambos lados del oscuro vano, las muchachas continuaban su animado parloteo.


—¿Qué se te ofrece, guapa? — le preguntó la más alta, una pelirroja picada de viruelas y extremadamente delgada. Como viera que María, inexpresiva y plantada en medio de la calzada como un bolardo, no respondía, se aproximó a ella cimbreando sus raquíticas caderas enfundadas en una falda muy entallada. —Tienes mala cara… ¿Buscas para ti o para tu novio, corazón? María, dócil, se dejo tocar. La mujer le acarició las mejillas con las yemas de los dedos. —Ese hombre, el que acaba de entrar… —acertó a balbucir apuntando tímidamente hacia el único acceso a la vista. —El que acaba de… El último hombre que cruzó por esa puerta fue el lechero, nena—. Las dos prostitutas prorrumpieron en sonoras carcajadas—. Aunque quizá te refieras al mequetrefe de Nazario… Oye, ¡no me digas que eres una fulanita del Nazario!— Y dirigiéndose a la otra mujer, una mulata corpulenta que exhibía sin pudor el volumen incontenible de unos pechos rotundos, observó: —No tiene mala pinta la putita ¿verdad Cornelia? Puedes aguardarle aquí, con nosotras. Aunque ya sabes que a Nazario es de los que les gusta apurar los servicios… El brazo de María saltó entonces como un resorte y le propinó un golpe con el bolso a la pelirroja, que cayó al suelo retorciéndose como una lagartija. La mulata acudió en auxilio de su amiga; encajando como si tal cosa una plétora de bolsazos, empujó a María contra el muro, aprisionándola por el cuello con su enorme zarpa, que se cerró como una tenaza a su alrededor. Mientras tanto, la otra mujer se había incorporado; conteniendo el flujo de


sangre que manaba por su nariz, se sumó al esfuerzo conjunto de doblegar a María combinando patadas y puñetazos. Respondiendo a un gesto de la mulata, el castigó se interrumpió. María temió que la acerada expresión de Cornelia fuera lo último que viera antes pasar a mejor vida. Sin embargo, la oronda meretriz había reparado en uno de sus pendientes; lo analizó con detenimiento y después de mecerlo, se lo arrancó de un tirón, desgarrándole el lóbulo de la oreja. —¿No es este el que perdiste hace unos meses?— inquirió a su colega, mostrándole el pendiente sin dejar de observar a María. — ¡Sí! —respondió la otra—. Y fíjate en el otro… ¡es el que se te extravió en el coche del Nazario!— añadió. Antes de que tuviera la misma ocurrencia que la mujer de los pechos superlativos, María se desprendió apresuradamente del pendiente y se lo entregó a la prostituta de la nariz averiada, que la miraba con expresión homicida. —¡Zorra ladrona! ¡Ya le ajustaremos las cuentas al mariconazo de tu Nazario! Y ahora, ¡vete! Liberada al fin de la opresión que le cortaba el aliento, María se desmoronó como un edificio dinamitado. Antes de que pudiera experimentar alivio, la pelirroja le propinó un punterazo en la boca. —¡Eso para que sepas lo que duele, zorra! Avanzó unos metros a trompicones, soportando las chanzas de las dos prostitutas embravecidas que continuaban injuriándola a voces. En esta ocasión, los pocos transeúntes que se cruzaban en su camino no se atrevieron a dispensarle ayuda. Se ocultó en un zaguán


oscuro que le ofrecía cobijo, y allí permaneció, sentada en un escalón, con la mirada perdida, cómodamente instalada en una oscuridad que la protegía de las miserias del mundo. Agazapada como una liebre aturdida por el peligro, estudió durante largo rato las siluetas espectrales de cuántos subían y bajaban por aquel pasaje maldito, temblando como una hoja al viento cuando alguna de ellas se detenía para atarse el cordón de un zapato o atender la llamada de un teléfono móvil. Salió de su letargo cuando le pareció distinguir la figura de Nazario, ascendiendo presurosa en dirección a la Ciudadela. Sobreponiéndose a la derrota, se incorporó, apretando los puños hasta que las uñas se hundieron en la carne. Esta vez, si nada se interponía entre ella y la rata de Nazario, le daría alcance, y después de escupirle en la cara, le estrangularía con sus propias manos. Un crimen pasional, dirían los periódicos. El merecido final de una alimaña, corregiría ella. Lanzándose en pos del objetivo, persiguió al futuro interfecto por callejones cada vez más lóbregos y vacíos, hasta que los ecos de sus pasos, urdidos en la madrugada, fueron los únicos acompañantes de un paseo sin rumbo que les había llevado a los confines del casco viejo. Nazario se introdujo por un portalón de batientes enormes. En su interior se abría un espacio amplio y pobremente iluminado, solemne como el ábside de la catedral. Del fondo arrancaba una escalera de madera que se crecía describiendo un complicado bucle ascendente. María aguardó en la acera hasta que cesó el crujido delator de los viejos peldaños, rubricado con un portazo que retumbó por todo el inmueble. Se imaginó la escena: una grey de prostitutas infladas por la lujuria, y entre todas


ellas el cerdo de Nazario, tal vez con el pantalón a la altura de las rodillas, que la observaría obcecado desde la fronda espesa de sus calenturientas fantasías, tendiéndole la mano e invitándola a sumarse a la orgía sin tapujos. Remontó las escaleras como si de un último tramo hacia el cadalso se tratara. Tal y como había intuido, una puerta oscura, de grandes dimensiones, era el último obstáculo interpuesto entre ella y su destino, un destino con el que había topado casi por casualidad, y que no satisfecho con revelarse en toda su crudeza, la había arrollado con el ímpetu de un caballo desbocado. Introdujo tímidamente el dedo en el pulsador esperando una respuesta instantánea. Como no ocurrió así, volvió a hacer sonar las campanillas; el tintineo se perdía en lo que podría ser la garganta de un profundo corredor. —¡María! Pero… ¿qué te ha pasado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?— acertó a preguntar el atribulado Nazario al espantajo que, plantado en el descansillo de la escalera, tanto le recordaba a su prometida. Apartando sin contemplaciones a su hijo, petrificado en el umbral, la madre de Nazario, una anciana de aspecto frágil, enfundada en un bata de boatiné estampada, se abalanzó sobre la muchacha estrechándola contra su pecho. —¿Tu eres María? ¡Qué sorpresa tan grata! Pero, ¿qué te han hecho, mi hija? ¿Qué te han hecho? María se desplomó entre sus brazos. Asistida por Nazario, la introdujeron en el departamento. La mujer dictó enérgicamente las instrucciones necesarias, que Nazario se dispuso a cumplir sin rechistar.


—No temas nada, mi niña —le reconfortó la anciana—. ¡Me alegro tanto de conocerte! Sospecho que tú y yo nos vamos a entender de maravilla… —Estoy convencida de ello, señora. Estoy convencida… —respondió María antes de desvanecerse.

JI






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