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Explorando las Virtudes

ISSN: 2390-0830

de la A a la Z

Pbro. Omar Benítez Lozano Atículos Publicados en la Revista Cristovisión

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Explorando las Virtudes de la A, a la Z

Recopilacion de artículos escritos para la revista Cristovisión Escritor Presbitero Omar Benítez Lozano Editores Javier Hernando Aguillón Juan A, García R. Diseño Freang Restrepo Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación sin la expresa autorización del Autor y del Canal Cristovisión. La Revista Cristovisión es una publicación mensual del Canal Cristovisión.

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Alegría Amistad Audacia Caracter Caridad Castidad Civismo Comprensión Desprendimiento Discreción Esperanza Fe Fidelidad Fortaleza Generosidad Gratitud Honestidad Humildad Justicia Laboriosidad Lealtad Misericordia Modestia Naturalidad Obediencia Optimismo Orden Paciencia Patriotismo Perseverancia Piedad Prudencia Pudor Respeto Responsabilidad Sencillez Sinceridad Solidaridad Templanza Tolerancia Unidad Veracidad

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La alegría es el grato y vivo movimiento del ánimo, ya por algún motivo feliz o satisfactorio, ya a veces sin causa determinada. Por lo común, se manifiesta con signos exteriores. Psicológicamente, se considera como un estado por el cual algo —una cosa, un ser, un acontecimiento— penetra inmediatamente en nuestra intimidad, generando un sentimiento que es vivenciado como un don, y se nos muestra con una fisonomía de claridad y luminosidad. En la alegría percibimos lo que designamos como sentimiento de felicidad.

La alegría auténtica es, en cambio, interna, más profunda, ya que penetra toda la vida anímica y nos hace percibir un especial brillo, muestra todo el horizonte de nuestra existencia con una nueva luz, da a nuestros pensamientos y a nuestra voluntad una particular orientación; se la considera, en la teología, como fruto del Espíritu Santo y, por tanto, como consecuencia de la unión con Dios. Tiene un fundamento sobrenatural, que está por encima de circunstancias más o menos variables, de características personales, de la salud, de la contradicción, etc. No es una alegría de cascabeles o de baile popular. Es algo más íntimo. Algo que nos hace estar serenos, contentos —alegres, con contenido—, aunque a la vez, en ocasiones, esté severo y grave el rostro.

Se suele considerar dos tipos de alegría: una que podríamos llamar externa, fisiológica, del carácter, y otra profunda, espiritual, basada más en el tono vital integrador de toda la personalidad y, sobre todo, en un adecuado y exacto alcance, por parte de la persona, del sentido de la existencia. No son incompatibles: más aún, son complementarios.

En cuanto primer efecto del amor, se podría decir que hay tantas clases de alegría como clases de amor: la de quien ama una buena comida es bien distinta de la que goza quien acaba de enamorarse. Es superior, más profunda y más duradera una alegría que es consecuencia, así mismo, de un amor grande, alto, superior.

El primer tipo de alegría se suele relacionar con la diversión, que es una alegría superficial, ligada al momen-

Es, además, un sentimiento de placer que se sigue del estado agradable de la voluntad, por haber conseguido

ALEGRÍA

ice el Catecismo en el punto 1803 que “La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.” Nos proponemos desde La Revista Cristovisión, presentar una serie de artículos en los que podamos ahondar en el sentido de esas virtudes que toda persona de fe debería cultivar, empezaremos con la Alegría, y el próximo mes la Amistad. Esperamos que este tema pueda servir para reflexionar y fomentar cada una de las que vayamos tratando durante la publicación de esta sección.

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un objeto deseado. En este sentido, es de por sí buena y útil, porque ayuda a hacer las cosas con mayor asiduidad y perfección, y a sostener las pruebas de la vida con mayor fortaleza de ánimo. Desde este punto de vista, la alegría es tanto más noble cuanto más elevado sea su objeto. Serán nobilísimas todas las alegrías que vayan unidas a acciones buenas. Entonces, más valiosa que la mera diversión es la alegría, pues penetra toda la vida anímica y proporciona un punto de apoyo en la vida. La verdadera alegría —la interna— no se pierde con el sacrificio ni el dolor. Supone siempre una mayor o menor plenitud, dada nuestra imperfección y la fragilidad de nuestra vida. La alegría terrena es apenas un germen de la felicidad anhelada, total: un germen amenazado constantemente. Pero precisamente esa sensación de estar viviendo es, de algún modo, la chispa inicial de toda alegría humana. No puede basarse en mentiras o en ignorar cosas, sino en la aceptación e integración de la vida como es. Una persona adecuadamente formada debe ser una persona capaz de enfrentarse con alegría con las diversas incidencias del vivir. Para lograrlo, es necesario que la alegría se radique en el alma, en todo aquello que es causa de paz interior: en una armonía tal en la persona, que la alegría sea su consecuencia natural. En este sentido, de lo que se trata es de conseguir un cuerpo y una

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to concreto del placer y que tiene un efecto pasajero sobre la vida anímica de la persona: tiene sobre ella sólo un efecto parcial. Esta alegría externa suele manifestarse con risa, extroversión, dinamismo físico, etc.;


mente sanos, cuya vitalidad produzca la natural alegría de vivir; pero, ante todo, una vida espiritual equilibrada, basada en una sensación de seguridad e integración. Una persona así proyecta su estado emocional, lo vierte hacia fuera, siendo estímulo para los demás. Erasmo decía, refiriéndose a Tomás Moro: “El hombre que se adapta tanto a la seriedad como a la broma y cuya compañía resulta siempre agradable, ése es el hombre que los antiguos llamaban: “un hombre para todas las horas”. Cuenta mucho la actitud de la persona. Determinadas situaciones suscitan en nosotros diversas actitudes según la manera de afrontarlas. No es lo mismo, por ejemplo, una tarea tomada como juego o como penosa obligación. Así mismo, cuando la alegría es exterior, esforzada, estimula la verdadera alegría interior, profunda; salvo cuando se busca huyendo de la reflexión, de los problemas existentes, en cuyo caso es falsa y va seguida de un vacío cada vez mayor. Con la actitud correcta, la persona sabe disfrutar de las cosas simples de la vida. Sin la alegría la vida en sociedad ser enrarece, las personas se aíslan, y menudencias que no tienen importancia se transforman en motivos de riña. También enrarece el ambiente el celo amargo —caras largas, modales bruscos, facha ridícula, aire antipático…—, es decir, la actitud

de esas personas que desean luchar, hacer el bien y aun de influir positivamente en los demás, pero como en un continuo lamento, echándose en cara los propios defectos y reprochando la maldad ajena. “La tristeza mueve a la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente nos enfadamos y airamos de cualquier cosa; y más, hace al hombre impaciente en las cosas que trata, le hace sospechoso y malicioso y, algunas veces, turba de tal modo que parece que quita el sentido y saca fuera de sí” . La alegría suele manifestarse en la serenidad, en la paz interior y en la sonrisa. En todo caso, hay que tener presente la conveniencia de que sea siempre moderada, de forma que no dé oportunidad para que la mente se ofusque, o lleve a un comportamiento anormal. La alegría demasiado ruidosa es casi siempre signo de nerviosismo. Se logra “llevando una vida ordenada y sencilla, y amando con hechos a la gente que está a nuestro alrededor; disfrutando de las cosas pequeñas y cotidianas que están al alcance de todos: el descanso, el diálogo familiar, el contacto con la naturaleza, la diversión sana (…), vivir con plenitud el presente y no hacer tragedia de las dificultades diarias. Pensar más en los demás que en uno mismo, contribuye a estar alegres” .

Una anécdota

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Amistad e deriva etimológicamente de la palabra latina amicitia, y ésta de amicus, que viene, a su vez, de amor. Una posible definición sería: la relación entre dos personas, de carácter afectivo y desinteresado, basada en una atracción y afinidad espiritual y tendente a una colaboración vital. Implica un afecto recíproco desinteresado. Es una relación eminentemente personal y concreta, basada en las cualidades individuales peculiares de cada amigo. Se fundamenta en el conocimiento mutuo, íntimo. El uso amplifica y hace elástica la amistad; de ahí que el término se aplique corrientemente a relaciones de más de dos individuos. Sin embargo, la amistad verdadera, íntima y profunda, estrictamente

hablando, se da entre dos: cada uno se halla frente al otro y no frente a una colectividad. Ahora bien, para que surja la amistad, no basta con estar frente a frente. Es necesario que se dé una afinidad espiritual en gustos y aficiones, sentimientos e ideas; no necesita ser total para producirse: pueden reforzarla divergencias accesorias complementarias. Requiere un amplio consenso o acuerdo, no alrededor de ideas y valores generales, sino en relación a convicciones y cualidades individuales muy concretas. Lo peculiar de la amistad no es el sexo, como en la unión conyugal, ni la ganancia o el interés, como en la lucrativa, ni una empresa común, como en otro tipo de sociedad, sino el afecto desinteresado, o el amor de benevolencia. Santo

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La amistad ensancha la perspectiva vital y permite ver el uno por los ojos del otro. Tal entendimiento mutuo es una experiencia contemplativa, y en esa medida no puede programarse, aunque sí propiciarse mediante las virtudes y, una vez nacida, sostenerse mediante la sinceridad, la lealtad y la pureza de corazón. Se configura como un diálogo incesante en el que la ausencia, no sólo no lo interrumpe, sino que lo purifica y ahonda; y lo mismo cabe decir de las eventuales crisis, tensiones y desgracias. Como reza el proverbio: “Un amigo que deja de serlo, es que no lo ha sido nunca”. La amistad es vida, colaboración vital, ayuda mutua, en orden al pleno desarrollo del ser y de la personalidad de los amigos. Implica esencialmente la comunicación recíproca de los dones individuales y el cambio mutuo de servicios. Sería imposible si no se creyera o no se esperara tener alguna comunicación.

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La comunicación que supone se extiende, en principio, a todos los aspectos de la personalidad y a todos los bienes poseídos que se puedan comunicar lícitamente. Se trata de uno de los aspectos más nobles de la vida humana y uno de sus goces más puros y elevados. Es donación desinteresada de sí mismo, y el cauce ordinario para el ejercicio de la caridad. Rodea al hombre de una atmósfera de cariño e influye en todas las facetas de su personalidad. El hombre aparece sin secretos ante el amigo. “Un amigo es una persona con la que se puede pensar en voz alta” . La función esencial del otro es ayudarle a corregirse y superarse en todos los aspectos. De ahí que sea un factor de primer orden en la formación humana; en este sentido, la función de amigo es insustituible. La Sagrada Escritura califica la amistad como un tesoro: “Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable” (Ecl 6, 14). Además, presupone y fomenta virtudes sociales: el desinterés, la beneficencia, la comprensión, la condescendencia, el don de sí, el espíritu de colaboración, la unión social. La amistad verdadera lleva consigo la comunicación de bie

nes. En este sentido, se la puede considerar como germen y raíz de la vida social, donde se manifiesta la autenticidad y originalidad del espíritu humano y su capacidad de creación: ahí tiene su origen todo empuje y aliento, que da sentido a las cosas. Conviene evitar cierta concepción superficial de esta virtud. Muchos no distinguen entre amigo y conocido o compañero. La amistad lleva a abrir el corazón; es buscar el trato, es confiar las penas y las alegrías; es vencer el egoísmo, porque lo propio de los amigos es darse, salir de la torre de marfil en la que cada uno tiende a refugiarse. Hago por mis amigos todo lo que puedo. Es generosidad, es donación, es sacrificio, es amor. Implica

comprender, disculpar, echar una mano, ayudar en las necesidades y, ante todo, procura siempre el bien para el amigo. El amigo debe ver que puede contar con su amigo, porque le sabe decir las cosas noblemente a la cara, porque nunca es cizañero ni intrigante, porque se siente con las espaldas cubiertas, porque encuentra una acogida amable siempre que acude a él. Exige evitar la susceptibilidad y la impaciencia, y constituye el campo más inmediato para el ejercicio de la lealtad. No bastan la cortesía, la amabilidad, el no dar disgustos. La lealtad propia de la amistad pide una preocupación positiva por los problemas del otro, aunque no lo afecten directamente.

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Tomás de Aquino habla de ella como del amor que quiere, simple y puramente, el amor del amigo. Este amor es, por oposición al egoísmo, esencialmente social, pero, al mismo tiempo, hace relación a una persona muy determinada y se apoya en sus cualidades individuales específicas.

Paul cayó abatido por una bala enemiga en la guerra. Tom, su gran amigo, que logró escapar, pidió autorización a su oficial para rescatar a Paul. “Tal vez esté muerto —dijo el oficial—. No tiene sentido que arriesgue la vida para rescatar un cadáver”. Pero ante sus súplicas el oficial accedió. Cuando Tom regresó llevando su amigo sobre los hombros, acababa de fallecer. “¡¿Ve? —dijo el oficial—Acaba de arriesgar la vida por nada!”. “No —respondió Tom—; hice lo que él esperaba de mí. Cuando me acerqué y lo alcé en brazos, me dijo: «Tom, sabía que vendrías, estaba seguro de que vendrías»”.

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n su primera acepción, es una pasión que acomete el mal difícil o arduo para superarlo o destruirlo, movido por la esperanza de la victoria y de alcanzar el fin deseado. En este sentido, es un movimiento instintivo del hombre ante las dificultades: cuando ve un bien difícil pero posible, lo desea y espera, y ante los posibles obstáculos que dificultan su consecución, siente pasión por acometerlos, con audacia para vencerlos. Se opone, pues, a la pasión del temor. La vehemencia de la audacia depende fundamentalmente de la mayor o menor esperanza de alcanzar el bien: cuando es firme, esa esperanza incita a superar y destruir los impedimentos, y entonces surge un fuerte movimiento de audacia. Y, a su vez, la esperanza aumenta cuando el poder —físico, moral, intelectual—, propio o de otros que pueden ayudar, son mayores. La persona puede llegar a encon-

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trar una motivación que le convenza para que sea audaz en la persecución del bien; pero si cuenta, ya de por sí con una fuerza innata, será mucho más factible llegar más lejos. Se requiere, sin embargo, la intervención de la razón para hacer de esta pasión una virtud, enraizada en ideas y no en intuiciones o en simples corazonadas: una audacia nacida de la serenidad del juicio. En cuanto virtud humana, es un aspecto de la magnanimidad. Cuando las dificultades que se presentan en esa búsqueda del bien y la verdad son grandes y tratan de empequeñecer el ánimo, la audacia mueve al hombre para acometer la empresa decididamente, movido por la esperanza racional de un auténtico bien, de algo que objetivamente perfecciona al hombre y le lleva hacia su fin último. Para que sea virtud hay que dirigirla por medio de la prudencia. Se trata de considerar todos los peligros, de modo que se dé una justa proporción entre el bien que se

busca y los peligros que habría que afrontar; y, al mismo tiempo, considerar las fuerzas de que se dispone para vencer esas dificultades: la experiencia, los posibles medios exteriores necesarios, la ayuda de otras personas y, principalmente, el auxilio de Dios. En todo caso, como afirma santo Tomás de Aquino, “la audacia aumenta el vigor corporal, la salud y la juventud”. Está entre dos extremos: la pusilanimidad y la cobardía, de un lado, y, de otro, la temeridad y la osadía. En el primer caso, la persona, bajo capa de falsa prudencia, no acomete empresas grandes que llevan consigo dificultades y peligros; desconfía de sus propias capacidades y cualidades y, en consecuencia, no se atreve a emprender acciones que valgan la pena. Prefiere seguir en la inercia de la vida, sin exigencia, sin cuestionarse, sin ilusiones, sin ánimos de tener visión de futuro; el ánimo se anquilosa: se considera que todo está hecho, no hay interés por recomenzar. Esa falsa prudencia disfraza, en el fondo, una profunda pereza existencial, por la que se llega al aburguesamiento. A alguien con una actitud tal habría que aplicarle el proverbio americano: “No te duermas pensando que una cosa es imposible; podría despertarte el ruido que otro hace al realizarla”. En el segundo caso —el de la temeridad y la osadía—, la persona se arriesga sin necesidad o sin contar con las debidas fuerzas. Es co-

rrer riesgos por correr riesgos. Lo más parecido a la insensatez. Es ir contra la naturaleza misma que, de suyo, exige observar un mínimo de normas de prudencia, un instinto de conservación. Afirma J. Pieper: “El que impremeditadamente e indiferentemente se expone a toda suerte de peligros no es ya valiente, porque al comportarse de este modo da a entender bien a las claras que cualquier cosa es para él, sin tener en cuenta diferencias ni pararse a meditarlo, de un valor más alto que su integridad personal, a la que por tales motivos pone en juego”.

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En el plano sobrenatural o espiritual, cabría decir, además, que nadie como un creyente tiene motivos y razones para vivir esta virtud. En primer lugar, porque apoya su audacia en una esperanza sobrenatural, por la que se le han prometido con certeza bienes que superan toda expectativa natural, y que deben buscarse por encima de todo peligro, aun a costa de la propia vida. Y es consciente de que para conseguir lo que busca, cuenta no sólo con sus exiguas fuerzas, sino con el auxilio y el poder de Dios. Por ello, está dispuesto a afrontar peligros, que, para quien no vive la fe y la esperanza, carecerían de sentido y estarían fuera de la prudencia humana o parecerían locuras. De ahí el proverbio: “el mundo es de Dios, pero Dios lo alquila a los valientes”. Quien desea alcanzar esta virtud debe, ante todo, tener claros los

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CARACTER fines que son auténticamente valiosos y, luego, buscar una decisión consciente, reflexiva, enraizada en convicciones y no en intuiciones o caprichos. Como afirmaba el escritor británico G. K. Chesterton: “Si de verdad vale la pena hacer algo, vale la pena hacerlo a toda costa”. Una vez identificados los fines valiosos, la persona ha de tener confianza en sus propias posibilidades y ha de desarrollar todo lo que posee —su cuerpo, su inteli-

gencia, sus capacidades—, gradualmente, para abarcar empresas que corresponden a las oportunidades de desarrollo que ha tenido. Suele haber capacidades que están latentes: hay que descubrirlas y potenciarlas. Es de gran utilidad empeñarse en actividades que exigen un esfuerzo físico y mental, para obligar al cuerpo a hacer algo más de lo que haría por instinto. La persona llega, así, a descubrir que puede llegar más lejos de lo que pensaba, cuando pone empeño y diligencia.

Una anécdota

Christine se asombra de lo fácil que le resulta de pronto la conversación. Algo se estremece bajo su piel. “¿Quién soy yo de hecho, que me está pasando? ¿Por qué puedo hacer de pronto todo esto? ¿Con qué soltura me muevo, y eso que siempre me decían que era rígida y patosa? Y con qué soltura hablo, y supongo que no digo ninguna ingenuidad, porque este caballero tan importante me escucha con benevolencia. ¿Me habrá cambiado el vestido, el mundo, o lo llevaba todo dentro y sólo carecía de valor, sólo estaba siempre demasiado atemorizada? Mi madre me lo decía. A lo mejor no es todo tan difícil, a lo mejor la vida es infinitamente más ligera de lo que creía; sólo hay que tener arrojo, sentirse y percibirse a sí misma, y la fuerza acude entonces de cielos insospechados” .

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Cuando se dice de alguien que “es una persona de carácter”, se habla de la actitud interna de firmeza, energía, genio, que esa persona mantiene frente al mundo. Se piensa que acompaña toda la vida del hombre. Sin embargo, esas cualidades no son algo inamovible, que determine necesariamente la conducta. La libertad es capaz de modelar el carácter, pues, en última instancia, la inteligencia y la voluntad están en capacidad de generar hábitos buenos o malos. La experiencia, en los demás y en nosotros mismos, prueba que los caracteres se modifican. Si bien es cierto que algunos de sus elementos son invariables a lo largo de la vida de la persona, también lo es que otros son susceptibles de variación. Así por ejemplo, los hábitos adquiridos, que pueden cambiar con las situaciones personales. Ante una misma situación las personas pueden ser impresionadas y reaccionar de maneras muy distintas. Cuando dichas reacciones dependen de las

Se puede decir que en parte somos responsables de nuestro carácter, pues, gracias a la voluntad el hombre tiene poder sobre sus hábitos. 14

decisiones, conscientemente tomadas, y cuando se hacen habituales, es cuando se puede hablar una virtud o de un vicio. Se puede decir que en parte somos responsables de nuestro carácter, pues, gracias a la voluntad el hombre tiene poder sobre sus hábitos. Todos podemos mejorar con esfuerzo personal voluntario, y orientar de un modo u otro nuestras cualidades fundamentales. El hombre de voluntad fuerte es, precisamente, aquel que sabe crearse un carácter, orientando así su propia conducta y contribuyendo de modo activo al diseño de su personalidad. Es precisamente el señorío, el dominio de sí mismo, una de las más claras muestras de “tener carácter”. Obviamente, ello requiere una disposición activa, una intencionalidad; requiere esfuerzo y superar la tendencia cómoda a justificarse diciendo: “soy así”. Con razón decía san Agustín: “Los hombres están siempre dispuestos a curiosear y averiguar sobre las vidas ajenas, pero les da pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida”. Esa falta de autoconocimiento lleva, necesariamente a variaciones de carácter, que sería lo mismo que decir una personalidad voluble. Síntomas de esa situación serían, según enseña San Josemaría Escrivá: “la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento...: la frivolidad, en una palabra”. Forjar el carácter constituye un reto fascinante que no consiste en una mera tarea negativa. Se llega a te-

ner personalidad y autodominio no sólo luchando contra los propios defectos, sino desarrollando también los rasgos positivos del modo de ser personal. Ello implica también aprender de los demás y dejarse ayudar y corregir, en conductas o modos de ser que son, en realidad, defectos: tozudez, mezquindad, frialdad, suspicacia, susceptibilidad, propensión a la ironía… y tantos otros, que a menudo se achacan —con una injusta generalización— a los originarios de un país o región determinada. Por muy extendidos que estén, hasta constituir una suerte de defectos hereditarios en esos grupos de personas, no hay justificación para no luchar contra ellos. Puede ser ciertamente muy difícil, labor de toda una vida, pero la constancia ayuda a superarlos. En ocasiones, el esfuerzo ha de estar en evitar una especie de conformismo o apegamiento al propio

carácter: una búsqueda de originalidad, que degenera en manías y excentricidades. La experiencia demuestra que ese modo de proceder, suele ganar cuerpo con los años. Hay personas que, no sin esfuerzo y perseverancia, cambian de carácter: quien era introvertido aprende a tratar con soltura a los demás; el que resultaba algo arisco adquiere hábitos de delicadeza y finura… También puede darse el proceso contrario: por no esforzarse suficientemente, un fracaso profesional puede enrarecer el carácter de quien hasta entonces se comportaba con alegría y optimismo; o éxitos mal asimilados pueden llenar de orgullo a una persona, y hacerla altanera.

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drás conocer la fuerza de un viento tratando de caminar contra él, no dejándote llevar”.

En fin, no basta el afán de poseer carácter: es preciso forjarlo con la práctica, con la repetición constante de actos, con fuerza de voluntad, que es quizás el rasgo de carácter más sobresaliente.

Una anécdota Unas viñetas de Mafalda dibujan perfectamente la situación de una persona que, en contra de lo que debe hacer, cede a las pretensiones de su pereza, de su estómago o de su mal carácter, y debilita su voluntad, pierde autodominio y reduce su autoestima. Felipe encuentra en su camino una lata vacía y siente el deseo de pegarle un puntapié. Pero piensa interiormente: “¡El grandullón pateando latitas!”. Y pasa de largo, venciendo lo que él mismo juzga un impulso infantiloide. El problema es que, a los pocos metros, da la vuelta y suelta la tentadora patada. Entonces, viene su segunda reflexión: “¡Qué desastre! ¡Hasta mis debilidades son más fuertes que yo!”.

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esigna al amor en su sentido más noble. Fue usada por los primeros cristianos para traducir los textos de la Sagrada Escritura en los que se hablaba del amor de Dios a los hombres o que los hombres deben tener al responder a Dios. De ahí pasó al castellano, donde significa amor. Antes de ser virtud, es precepto de carácter universal, fundamento de toda otra norma moral: “No odiarás en tu corazón a tu hermano... No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,17s). Enseña el concilio Vaticano II: “En la profundidad de su conciencia descubre el hombre una ley que no se da él mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz suena con claridad a los oídos del corazón cuando conviene, invitándole siempre con voz apagada a amar y a obrar el bien y a evitar el mal: Haz esto, evita lo otro”. En este precepto, el prójimo es todo hombre,

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ampliamente conocida y muy gráfica para ilustrar esta virtud. Sus quehaceres pasaron a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo y sus medios materiales, sin regateos, en ayudar a quien lo necesitaba. Quienes pasaron de largo, no le hicieron ningún daño positivo; su falla fue precisamente esa: pasaron de largo. incluso los enemigos. Para el creyente, se trata ante todo de un don, una virtud infusa, una fuerza especial, una gracia, virtud teologal, que ha hecho que el amor anide en su corazón. Con esa fuerza, la persona está en capacidad de amar al prójimo, pasando por encima de todas las barreras. Es benevolencia desinteresada y generosa; es amistad y comunión; suscita reciprocidad. La persona que ama es capaz de identificar a los demás como hermanos. Una actitud de enorme trascendencia, cuanto más crece la interdependencia de los hombres y la unificación del mundo. El prójimo con sus necesidades se nos presenta, y la caridad actúa, no siempre con actos heroicos o difíciles; muchas veces son cosas sencillas de la vida ordinaria. Por eso, las obras de la caridad son tan diversas como diversas son las necesidades del hombre. La figura del buen samaritano es

mente, en preocuparnos por su salud, por su descanso, por su alegría, por brindarles compañía, por un interés verdadero.

La preocupación por ayudar a los demás nos saca de nuestro egoísmo y ensancha nuestro corazón, impidiéndonos ser mezquinos. Ni la falta de tiempo, ni el exceso de ocupaciones, ni el miedo a complicarnos la vida, pueden justificar las omisiones de la caridad.

Exige dominar los estados de ánimo, fomentar la cordialidad, el buen humor, la serenidad, el optimismo. También a la hora de juzgar: no hacerlo precipitadamente, excusando la intención si no podemos excusar la acción; pensar que lo habrá hecho por ignorancia, sin mala intención, etc. Debe manifestarse también en detalles de atención, de cortesía, de educación. La falta de educación, las incorrecciones, suelen revelar una ausencia de finura interior, falta de caridad.

Esta virtud se ha de manifestar, en primer lugar, con las personas que están a nuestro lado y con los más necesitados. Consiste, frecuente-

La misma convivencia — con personas de diversos caracteres, gustos, inclinaciones—debe tener como fundamento la caridad, que

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Madre Teresa de Calcuta

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Caridad

Una anécdota Contaba Juan Pablo I: “Una vez me encontré una anciana enferma: - ¿Cómo está, señora? - ¡Bah!, de comer bien. - ¿Calor, calefacción? - Bien. - Entonces, ¿está contenta, señora? - No —casi se ha echado a llorar. - Pero ¿qué le pasa? - Mi nuera y mi hijo no vienen a visitarme. Quisiera ver a mis nietecitos”

nos lleva a tratar bien a todos, comprenderlos, aceptarlos y quererlos como son —también con sus defectos—, pasar por alto muchas cosas, la mayoría de ellas de poca importancia. En otras ocasiones, nos llevará a corregir, con alguna indicación oportuna, discreta y paciente. También con los enemigos, con quienes nos hacen mal, la caridad adquiere manifestaciones que no se oponen a la defensa justa. La persona con corazón grande es capaz de perdonar y comprender a los demás, soportar sus defectos y no extrañarse de sus debilidades. El mayor enemigo de esta virtud es la soberbia, el egoísmo de pensar solo en sí mismo. Incapacita para pensar en los demás: se ignoran sus necesidades. Además, las más pequeñas faltas del prójimo se ven entonces aumentadas y, en cambio, las mayores faltas y errores propios tienden a disminuirse y a justificarse. Suelen surgir, entonces, actitudes de envidia, animadversión, in-

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diferencia, discriminación, dureza en el trato. Muy práctica resulta, para vivir esta virtud, la máxima: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”, que dicho en positivo sería: “Has a los demás lo que quieres que hagan contigo”. La experiencia de lo que nos agrada o nos molesta, de lo que nos ayuda o nos hace daño, es una norma segura de lo que debemos hacer con los demás. Algunas manifestaciones concretas: unas palabras de aliento cuando las cosas no han ido bien; comprensión cuando, a pesar de la buena voluntad, la persona se ha vuelto a equivocar; fijarse más en lo positivo que en los defectos; cordialidad en el lugar de trabajo o al llegar a casa; defender o cortar críticas que se hacen a las espaldas de otro; preocuparse de verdad cuando alguien está enfermo o necesitado; corregir con amabilidad, en vez de resaltar los errores…

uede definirse como aquella virtud moral, parte de la virtud de la templanza, que nos inclina prontamente y con alegría a moderar el uso de la facultad sexual, según la razón recta: a vivir una vida limpia. Esta, como todas las virtudes morales no son, en el fondo, más que distintas especificaciones de la caridad; diversas aplicaciones del amor, que es el vínculo de la perfección. Ser virtuosos quiere decir, por tanto, estar dispuestos a amar y a amar bien, como conviene a un hombre; y ser castos significa, igualmente, encauzar y regular la tendencia sexual dentro del ámbito del amor humano digno, según las peculiares exigencias que cada condición personal lleva consigo. La virtud de la castidad o pureza es una de las formas de la virtud de la templanza, que tiene por objeto ordenar y regular el uso del placer, que va unido a la comida, a la bebida y al uso del sexo. Esos

placeres no son malos en sí mismos: son buenos o malos según sean fruto de una acción buena o mala, y siempre que no se busquen como lo principal, sino secundariamente. El placer sexual no constituye una excepción a esta regla, y la castidad tiene la misión de templar, poner orden, armonizar, regular todo lo referente a ese aspecto de la naturaleza humana. Se trata de moderar y regular las tendencias sexuales, para darles el cauce adecuado según las obligaciones de cada persona, y no con un simple control, sino con un control virtuoso. Enseña San Josemaría Escrivá: “No todo lo que experimentamos, en el cuerpo y en el alma, ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria”. La voluntad del hombre puede

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regular las pasiones de dos maneras: de un modo violento e imperfecto, que lleva consigo dificultad y tristeza; o gustosamente, con una disposición estable, que es precisamente la esencia psicológica de la virtud: las potencias inferiores participan activamente en la moderación que ejercitan las superiores y a ella se acomodan con facilidad. La personalidad está, entonces, ordenada rectamente al fin, y no hay peligro de desequilibrios. Mientras no se llegue a ese estado, no se posee en plenitud la castidad como virtud. No puede ser una mera actitud negativa, de abstención, sino algo positivo, lleno de amor; no se limita a los actos externos —entre otras cosas porque la sexualidad es también interior—, ni al simple comportamiento, porque en último término la conducta exterior no es sino el resultado de la actitud interior.

Existe una castidad común, que lleva a abstenerse de los placeres sexuales ilícitos, en cualquier condición de vida y en cualquier estado, y una castidad propia de un determinado estado o vocación: soltero, casado, viudo, sacerdote… No es, ciertamente, la primera y más importante de las virtudes, pues este primado corresponde a

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la caridad, pero es condición necesaria para una vida digna. Entre sus frutos están: el optimismo, la alegría y la fortaleza. En cambio, la lujuria origina ceguera de espíritu, inconsideración, precipitación, inconstancia, egoísmo… Cuando la persona renuncia a luchar, y se abandona a la tiranía de los instintos, se rebaja a un nivel infrahumano: parece como si el espíritu se fuera empequeñeciendo, mientras el cuerpo se agranda, se agiganta hasta dominar por completo a la persona. La castidad se apoya en motivos humanos, como: la observancia de la ley natural; el respeto a la dignidad de la persona, que nunca puede ser tratada como una cosa, como un medio instrumental; el orden de la vida social; la fidelidad a otra persona, por amor humano noble; la necesidad de tener sujeta la carne al espíritu; las ventajas que se siguen para la vida familiar y para la salud, etc. Pero, para que sea virtud en sentido pleno, y no simple continencia, ha de fundamentarse sobre todo en la gracia sobrenatural, pues nadie puede vencer la inclinación de la naturaleza —naturaleza caída— con sus solas fuerzas. La sexualidad humana está integrada por factores instintivos, corporales, afectivos y sicológicos. No puede juzgarse simplemente por los cánones de una mera animalidad. En la práctica, toda la conducta sexual humana, excepto las reacciones elementales estrictamente reflejas, caen bajo el control de la voluntad; y ni siquiera

las hormonas condicionan de modo determinante la conducta. También en el orden corporal, hay que afirmar que el ejercicio de la sexualidad no es estrictamente necesario: la abstinencia no supone ninguna alteración del equilibrio orgánico. Y, en lo relativo a los factores afectivos y psicológicos, es un hecho comprobado que un ejercicio de la sexualidad egocéntrico no sirve en absoluto para remediar posibles situaciones de neurosis, conflictos interiores, arideces de ánimo, etc., que pudiera llevar consigo la carencia de amor humano. Más bien, las empeora. Medios que se pueden poner en práctica para fomentar esta virtud: una buena educación de la afectividad, el cultivo del pudor y el fortalecimiento de la voluntad; guardar los sentidos y el corazón;

el ejercicio físico, etc. Una actitud abierta, que oriente hacia el prójimo y que evite el egocentrismo, es igualmente conveniente. El creyente no ha de olvidar, además, los medios sobrenaturales: la necesidad de la gracia, que se concreta en la frecuencia de sacramentos; además, la dirección espiritual, devoción a la Virgen y una oración sincera, porque Dios da esta virtud cuando se pide con humildad. Ayudan también: evitar el ocio, practicar la mortificación, y huir de las ocasiones. Y, en general, la práctica positiva de las demás virtudes, especialmente de la caridad y de la humildad. No hay que hacer de la castidad el centro constante y exclusivo de los problemas personales. Para una persona normalmente constituida, esa lucha suele ocupar un quinto o sexto lugar.

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Castidad

Una anécdota

Franco Zeffirelli, director de cine italiano, escribió: “Algunos quieren la indecencia. ¿Por qué continúan ensuciando nuestro trabajo? Tengo el deber y el derecho de hacer todo lo posible para que mi profesión no se convierta en un burdel. Yo siempre la había soñado limpia, y ahora la veo hecha un estercolero. Son poquísimos los que no se han ensuciado las manos. ¿Por qué al menos éstos no tienen la valentía de hablar?”. Y, Por otra parte, un actor francés, conocido por sus interpretaciones en “papeles duros”, declaraba que no puede llevar ya a su hija al cine por la abundancia de pornografía. Añadía que es “consecuencia e instrumento de un verdadero terrorismo intelectual en el que unos peligrosos inmorales dictan la norma, bajo la excusa del arte. Es una competición para ver quién resulta más abyecto”.

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de servicio a la comunidad. El civismo, en cuanto virtud, es una cualidad moral del hombre, fundamento de la sociedad, y hace referencia al grado en el que el comportamiento personal se conforma a los valores y normas fundamentales de la sociedad. Es un factor importante en la integración social, pues supone la preocupación por la comunidad, el respeto hacia las autoridades e instituciones, la obediencia puntual a las leyes justas y el interés por los asuntos públicos. Es, en palabras de Pio XII, “el lazo de una sociedad sana y fuerte”. La actuación cívica supone conocimiento de la comunidad, de sus instituciones y funcionamiento; participación en el ejercicio de derechos y de obligaciones, y preocupación y esfuerzo por su mejora y reforma. La política es herramienta para transformar lo imposible en realidad, pero no lo puede hacer ella por sí sola, necesita de brazos que la ayuden a lograr el objetivo. Esta virtud se funda en el reconocimiento de la dignidad humana y de sus derechos fun-

haber ni opciones sensatas ni crítica serena y constructiva, aportaciones propias del civismo. Incluye la obligación moral de pagar los impuestos justos, necesarios para que la sociedad llegue a donde sus miembros no pueden llegar singularmente. También, el derecho y el deber de votar con libertad para promover el bien común: desentenderse sería tan contrario al civismo, como adherir, por ligereza o ignorancia, a sistemas ideológicos contrarios a la libertad o a cualquier postulado de la dignidad humana. Y a quien se le llama a ocupar cargos públicos, se le exige, además, reunir las cualidades necesarias: tener una preparación y una competencia adecuadas a su cargo; ser honestos, tanto económica como intelectualmente en su función; poseer un acusado sentido de responsabilidad; no traspasar los límites de su autoridad; y dar cuenta de su gestión a los representados. El incivismo de ciudadanos, autoridades y grupos cunde como el mal ejemplo y destruye el ambiente cívico o la conciencia colectiva ciudadana, causando efectos disgregadores y destructivos de la sociedad.

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l hombre es por naturaleza un ser social. Como enseña el Concilio Vaticano II, “la aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre (…). Esto no es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales”. La sociabilidad humana comporta, pues, obligaciones precisas; y el civismo comprende un conjunto de ideas, sentimientos, actitudes y hábitos que hacen de las personas y grupos buenos miembros de las comunidades en que se integran. No se trata sólo de una virtud sino de un estilo de vida, marcado por varias virtudes: se halla en estrecha relación con la justicia legal, de la que dependen los derechos y deberes que supone el civismo en el seno de la sociedad; supone, así mismo, el ejercicio de la solidaridad, la liberalidad, la magnanimidad, el sacrificio del interés individual, y el espíritu

damentales. No en vano es la cualidad del ciudadano perfecto y cabal. El civismo es una adhesión incondicional, no al Estado, sino al bien común; de aquí que uno de los deberes cívicos sea oponerse a las medidas políticas que se estimen perjudiciales al mismo. Mas el bien común es un bien de los hombres y para los hombres, por lo que, en último término, la persona humana es el fin del civismo. Sus límites y contenido están sintetizados en la frase evangélica: “Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”. No basta con cumplir los deberes familiares y religiosos. La virtud de la piedad —parte de la virtud de la justicia— y el sentido de la solidaridad se concretan, también, en estar presentes, en conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad. No se pretende que todos y cada uno seamos profesionales de la política, pero sí que tengamos, al menos, un mínimo de conocimiento de los aspectos concretos que adquiere el bien común en la sociedad, y un mínimo de comprensión de la administración pública y del gobierno civil; sin esta comprensión, no puede

Una anécdota

El primer trabajo de Abraham Lincoln fue como abogado. En cierta ocasión un campesino se le acercó muy preocupado porque no quería pagar impuestos sobre las cabezas de ganado: tenía dos bueyes, y decía que no los sacaba, que siempre estaban en el establo. “Así nadie sabe que los tengo” —decía el campesino—. “Entonces, podrían considerarse como parte del establo” — apuntó Lincoln—. A lo que el hombre asintió. “En ese caso, deberán ser incluidos entre los bienes inmuebles” —sentenció el abogado.

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quien dirige o tiene influencia en un grupo de personas. Discreto es quien se preocupa de no molestar a los demás con su actuación, quien sabe si en un lugar o en una situación determinada ayuda o estorba, y sabe desaparecer antes que estar de más. Supone una actitud de reserva o moderación en las palabras o en la conducta del hombre; moderación y tacto en las conversaciones y obras, lo que facilita las relaciones humanas. Para llegar a esta medida, la persona debe, en primer lugar, buscar la rectitud y eficacia de su conducta, sin cifrarla en el espectáculo y en las palabras: quien carece de la profundidad necesaria para medir en su verdadero valor las acciones y las palabras, no tiene la adecuación a la verdad necesaria y previa a todo acto de prudencia, y, por tanto, de discreción. Para ser discreta, la persona debe vivir cara a los demás y conocer las circunstancias de los que le rodean, de manera que pueda prever el influjo que van a tener su palabra o su actuación.

de ti el bullir de la indignación. –Y esto, aunque estés justísimamente airado. –Porque, a pesar de tu discreción, en esos instantes siempre dices más de lo que quisieras”. Entre los beneficios de esta virtud se cuenta, muchas veces, el de lograr más eficacia en las empresas humanas –¡a cuántos “se les va la fuerza por la boca”!–, y el de evitar actitudes de vanagloria. Es discreto, por ejemplo, quien ayuda a los demás, con delicadeza, con cortesía, pasando inadvertido, de tal manera que no lo noten; y que ni se puedan mostrar agradecidos.

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s la sensatez para formar juicio y tacto para hablar u obrar. Está unida con la virtud de la prudencia, casi hasta el punto de identificarse. Más aún: el estudio especulativo de la primera ha precedido, en la enseñanza tradicional, al de la segunda. Significa medida, y es inseparable de cualquier virtud en el actuar humano: religioso, moral, filosofía, literatura, medicina, política, arte, etc. Es conocida la frase de Platón: “La medida y la proporción realizan siempre la belleza y la virtud”. Esta virtud es generadora de la moderación y madre de toda medida. La persona discreta sabe enfrentar cada situación con criterios rectos y verdaderos, y, antes de actuar, pondera las consecuencias favorables o desfavorables para él y para los demás, y luego habla o deja de hablar, actúa o deja de actuar. Así, se está en condiciones de evitar caer en actos o decisiones precipitadas y, al mismo tiempo, inconvenientes para los demás. Es virtud que guía el recto gobierno de los súbditos por parte de los superiores, y el recto ejercicio de los medios de comunicación; un aspecto de la medida y el tacto, muy especialmente de

Es sensato y prudente quien sabe hablar o callar a tiempo, y necio o imprudente quien carece de esta virtud. Santiago, en su epístola, hace el más grande elogio del uso prudente y discreto de la palabra, a la vez que señala los males que proceden del uso inmoderado de la lengua: “Si uno no tropieza en la palabra, ese tal es perfecto varón, capaz de regir con el freno también todo el cuerpo”. Ayuda a la discreción una personalidad delicada, rectilínea y sencilla, que se sabe apartar del peligro de verse envuelta en enredos, dimes y diretes; el saber guardar un secreto, tanto natural, como profesional o confiado; la custodia de la intimidad personal o familiar, ante un requerimiento injusto o inoportuno, fruto de la curiosidad de extraños, que no tienen ningún título para conocerla. En efecto, muchos aspectos de la vida del hombre pertenecen, por su misma naturaleza, a la conciencia, a la esfera personal, a la vida familiar, o tienen sólo sentido en un determinado círculo alrededor de la persona: por tanto, no es lógico que salgan innecesariamente fuera del ámbito que les es propio. Corresponde a la discreción determinar ese ámbito en cada caso, respetarlo y hacerlo respetar por los demás. En este sentido, está relacionada con la justicia y la caridad. El ejercicio de la discreción exige el control de los primeros impulsos y del apasionamiento, que suelen llevar a reacciones desproporcionadas o inoportunas. También el despecho suele “afilar la lengua”. Enseñaba San Josemaría Escrivá: “Calla siempre cuando sientas dentro

Una anécdota

Por más de treinta años, la actriz alemana Marlene Dietrich se sirvió del mismo fotógrafo. Después de tanto tiempo, al observar una de las últimas fotografías, le dijo: “No sé… Yo diría que no le salen tan bien como antes”. El fotógrafo, echándose toda la culpa, le contestó: “Sí, el tiempo pasa. Hace treinta años, cuando empecé a fotografiarla, yo tenía treinta años menos, y, sin duda, lo hacía mejor”.

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egún su origen etimológico, hace referencia a la disposición correcta de unidades de un conjunto. Lo recto supone una dirección o una meta; y, cuando está configurado en unos límites precisos, da lo correcto. Entonces, el orden es la conexión adecuada entre diversas realidades, y la rectitud en ellas. No hay virtud sin prudencia que ordene; ni el andar lleva a ningún sitio si no se sigue un camino, si cada paso contradice al anterior y dificulta el siguiente. En ocasiones, somos dados a cuidar lo inmediato y lo más material y visible, sin reflexionar en los principios que dan razón de ser a esa conducta. De ahí que al pensar en orden, se nos puede venir a la cabeza el armario, el escritorio, el horario, la biblioteca. Sin embargo, el orden en esas cosas no son un fin en sí mismo, sino consecuencia de otro más fundamental y profundo: orden en las ideas y en los afectos, dirigido a alcanzar la felicidad propia y la de los demás, y la armonía y belleza del mundo. Las ideas, los afectos, la distribución del tiempo y la disposición de las cosas materiales han de estar

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dirigidas siempre a esa finalidad. El universo no es caótico, tiene un orden según la naturaleza de todas y de cada una de las criaturas, que concurren armónicamente a un mismo fin. Las cosas están ordenadas mediante leyes que las rigen con necesidad. Sólo el hombre tiene el gobierno de sus actos; y, porque es libre, necesita ordenarse por sí mismo, y ordenar sus actos, a su fin. De hecho, una de las acepciones de esta palabra en el diccionario es “concierto, buena disposición de las cosas entre sí”. No puede ser obsesión, ni manía, ni esclavitud, que harían la vida difícil a quien las sufre y a quienes están a su alrededor. Para que sea virtud, ha de estar en el justo medio: ni llevar al abandono o a la pereza, ni a los extremos del perfeccionismo o de la obsesión. El orden implica subordinación de lo menor a lo mayor, de lo falso a lo verdadero, de lo vicioso a lo virtuoso, de lo banal a lo importante, de lo temporal a lo eterno. Hay cosas —seres, bienes, maneras de vivir, virtudes, opciones, posibilidades, etc.— mejores y más importantes que otras. Falta

decisiones estarán acorde con la virtud del orden o no: no es indiferente. Y si mis decisiones fueron virtuosas, el resultado será bueno. Como es evidente, el orden ideal implica un equilibrio de todos esos resultados positivos, hasta conseguir algo que sea al mismo tiempo bueno, bello y útil, en el mayor grado posible. La mayor dificultad se presenta a la hora de enjuiciar el desorden moral, que es el verdadero desorden, porque tiene la más alta trascendencia. De ahí que sea, al mismo tiempo, más importante el orden en las ideas y en los afectos, que el orden material. La persona verdaderamente ordenada es aquella que tiene un criterio bien formado, en las cosas que son fundamentales de la vida humana, y que obra en consecuencia. Ese orden —el trascendental, el fundamental— ha de informar todos nuestros pensamientos, palabras y obras, todo lo que hacemos y omitimos. El orden es, pues, un norte, una luz que nos guía, para que ninguna de nuestras acciones, por insignificantes que parezcan, se pierdan en el vacío o contribuyan a destruir el orden de la creación.

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Orden

orden, por ejemplo, si mi deber hoy y ahora es trabajar y, en lugar de hacerlo, me dedico al ocio; si en lugar de colocar las cosas en su sitio, me dejo dominar por la pereza o por la irresponsabilidad, y abandono las cosas que uso, de cualquier modo o en cualquier rincón. Si bien no significa necesariamente una determinada estructura en las cosas materiales o en la vida personal o social, sí es el resultado y la práctica de un comportamiento virtuoso. Es el fruto de muchas virtudes juntas que dan lugar a una unidad entre los diversos elementos de nuestra vida. Podría ordenar mi actividad según un motivo sobrenatural o según mi entender o mi capricho; según principios de generosidad o de egoísmo; según unos criterios de fe o de moral o de acuerdo con una utilidad práctica o conforme a la ley del mínimo esfuerzo y el máximo placer. Podría colocar los muebles o los elementos decorativos siguiendo una pauta práctica o estética, o según el orden en que fueron llegando. El resultado será diferente en cada caso, pero la valoración de esas

una anécdota

Cuenta la leyenda que una mujer pobre con un niño en brazos, al pasar delante de una cueva escuchó una voz que le decía: “Entra y toma lo que quieras, pero no te olvides de lo principal. En cinco minutos la puerta se cerrará para siempre”. La mujer entró y encontró muchas riquezas. Fascinada, puso al niño en el suelo y empezó a juntar todo lo que podía en su delantal. Cuando se estaba acabando el tiempo, la mujer salió, cargada de oro y piedras preciosas, y la puerta se cerró. ¡El niño quedó adentro!

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to que es fácil desalentarse ante los propios defectos que, quizá, se repiten una y otra vez, sin lograr superarlos. Es necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que, en la superación de un defecto o en la adquisición de una virtud, en muchas ocasiones no se trata de grandes esfuerzos esporádicos, sino de la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo cada día. En segundo lugar, con quienes tratamos más a menudo, sobre todo si, por motivos especiales, hemos de ayudarles en su formación, en su enfermedad, en sus defectos —mal genio, faltas de educación, suspicacias, etc.—, sobre todo cuando se repiten con frecuencia. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea oportuno. Esperar un poco de tiempo, sonreír, dar una buena contestación puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas personas, ayudándoles a superar esas deficiencias. Paciencia también con aquellos acontecimientos que no tienen su causa en nosotros ni en quienes nos rodean —el excesivo calor o frío; las enfermedades, la escasez de medios, las contrariedades que

aceptarán sin buscar consolaciones, no lamentándose, ni haciéndose compadecer; y las de más vida interior las aceptarán con gozo, como los mártires y otros, que han visto como un honor el haber merecido sufrir por su fe o sus ideales. Claro que para llegar a ese punto, hay que acostumbrarse primero a buscar y soportar incomodidades asequibles a todos. Una persona experimentada en la paciencia, mediante privaciones e incomodidades voluntarias, en el fiel cumplimiento de sus deberes en la vida ordinaria, puede albergar incluso el deseo del martirio por un noble ideal. Facilita la práctica de esta virtud la reflexión sobre los males que proceden de su contrario —de la impaciencia—, y el ser consciente de que ella aumenta el peso de los padecimientos. Se opone a la paciencia la tristeza o la falta total de estabilidad ante las contrariedades. El abatimiento espiritual es una forma de impaciencia que degenera en el resentimiento de palabra y de obra. En cambio, se podría hablar de una impaciencia santa, como aquella por la que no nos conformamos con la carencia del bien, especialmente del bien sobrenatural. Es perfectamente compatible con la paciencia y debería acompañarla.

Había un hombre que era muy buena persona, pero tenía el defecto de ser tremendamente impaciente, con todos los inconvenientes que este modo de ser le generaba a él y a los demás. Consciente de su defecto, pedía a Dios que se lo quitara de una vez por todas. Y así era su oración: “Señor, hazme ser paciente, pero… ¡ya!, ¿eh?, ¡ya!”

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os griegos llamaron pathos a la capacidad de la persona para recibir un influjo o soportar las consecuencias de la acción de un agente exterior. De esta palabra deriva el verbo latino pati (sufrir, padecer) cuyo participio es patientia. Designa el hábito o virtud de hacer frente al mal o a las cosas arduas y difíciles. Esta actitud defensiva que comporta no es una actitud meramente pasiva. Padecer no es simplemente permanecer estático. La persona paciente espera lo que sea necesario para alcanzar lo que busca, pero insiste en ello hasta lograrlo. Supone la capacidad para hacer trabajos minuciosos o pesados. En cuanto hábito, hace no sólo permanecer impasibles frente al mal sino que conduce a una firme adhesión al bien; sólo la adhesión al bien que está en riesgo permite rechazar el mal que se le opone. Santo Tomás va más allá; vence las aprensiones humanas ante el dolor, y define la paciencia como virtud, por la que los males presentes, principalmente los infligidos por otros, se soportan de modo tal que de ellos no se deriva nunca una tristeza espiritual. Son diversos los campos en los que se puede ejercitar esta virtud. En primer lugar, consigo mismo pues-

se pueden presentar a lo largo del día—, que nos quitarían la paz y nos harían reaccionar de modo destemplado y malhumorado, quizá con quien no tiene ninguna culpa. Esta virtud se considera parte de la fortaleza, que ayuda a hacer provechosa para el hombre toda forma de dolor o aspereza. Supone permanecer firme e inflexible ante lo difícil. Es en la resistencia, donde se esconde la última y decisiva prueba de la verdadera paciencia. Fortalece al alma para que supere la tristeza proveniente de los males que hay que soportar. En el libro de los Proverbios se lee que “mejor es el varón paciente que el fuerte, y aquel que se domina en su ánimo, mejor que el conquistador de ciudades”. Estrictamente hablando, la virtud de la paciencia se vive tan sólo cuando se soporta un mal para evitar otro mal superior. Es decir, que de la superación de ese mal, al que se opone, se derivará un bien. Esta virtud admite una mayor perfección conforme un alma progresa espiritualmente. En este sentido, habría varios grados en el ejercicio de la paciencia, según el nivel de vida interior que se tenga: las personas de escasa vida interior, la vivirán aceptando sufrimientos inevitables sin recriminaciones ni murmuraciones; las más adelantadas los

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s una de las manifestaciones de la virtud de la piedad, por la que se da la honra debida a los padres y a la patria. Hay una relación de analogía entre la familia y la patria, dado que ésta es en cierto modo una extensión y complemento de aquélla. La familia no puede bastarse a sí misma, ya que necesita insertarse en una sociedad más amplia, que asegure al individuo las condiciones indispensables para su desarrollo intelectual, moral, social y económico, por lo que se suele hablar en este sentido de una especie de paternidad de la patria. Como dice Santo Tomás de Aquino, “después de Dios, son también principios de nuestro ser y gobierno los padres, ya que de ellos hemos nacido; y la patria, puesto que en ella nos hemos criado”. El amor a la patria responde a una inclinación natural de la persona, inclinación que se inserta en el orden de la caridad, virtud que nos mueve a amar de modo especial a quienes están más íntimamente unidos a nosotros. El patriotismo se inscribe dentro los deberes de orden natural. Esta virtud exige, en primer lugar, amor, respeto y veneración a la propia patria, sentimientos que no se limi-

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tan a un afecto vago y meramente interno, sino que han de traducirse efectivamente en obras, pudiendo incluso en algún caso llegar hasta el sacrificio de la propia vida. Las manifestaciones concretas del patriotismo varían según las circunstancias, pero se podría establecer como principio general, bajo cuya luz han de resolverse las distintas situaciones, que el bien común de la patria ha de anteponerse siempre a las conveniencias personales o de grupo. Con este criterio ha de obrar, desde quien se dedica activamente a la política, al establecer su programa de actuación y los medios para llevarlo a cabo, hasta el ciudadano que debe dar su voto en unas elecciones. Bien es cierto que patriotismo no significa necesariamente concordancia con el gobierno establecido, pero sí ha de llevar, por encima de todo, a resolver las posibles discrepancias mediante un modo de actuar que anteponga el bien común a cualquier consideración personal o de grupo. Este principio tiene también aplicación para establecer el orden con que se debe amar a la propia patria, sin ignorar por eso a las demás naciones ni anteponer su bien particular al bien de toda la comuni-

prema de conducta. El nacionalista busca por encima de todo la grandeza de su nación o, mejor, que su propia nación sea más grande que las demás; y fácilmente llega a la convicción de esa superioridad, consintiendo en un sinnúmero de errores prácticos que de ahí se pueden seguir. El amor patrio, que es estímulo para muchas obras virtuosas e incluso heroicas, puede llegar a ser fuente de muchas injusticias cuando, pasados los justos límites, se convierte en amor patrio desmedido. Por tanto, se debe aplicar también al patriotismo el principio de que la virtud consiste en el justo medio entre dos extremos opuestos, en nuestro caso la indiferencia ante lo que se refiere a la patria y el nacionalismo exacerbado: justo medio que exige un amor en obras, dentro del justo orden impuesto por el respeto y los deberes hacia las demás naciones. En otras palabras, al verdadero patriotismo se opone tanto el egoísmo individual como el colectivo. Hay que amar a la propia patria y, a la vez, tener por propios los afanes nobles de todos los países.

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Patriotismo

dad humana. En este sentido, conviene evitar la estrechez de miras. Siempre que se observa la primacía del bien común, todas estas consideraciones sobre el amor a la patria pueden aplicarse en igual medida al amor a la propia ciudad o región. Se opone al patriotismo, en primer lugar, la indiferencia ante lo que se refiere a la patria, que en la práctica puede traducirse tanto en un desinterés por el bien común, con una búsqueda egoísta y exclusiva del bien propio, como en una actitud de un cosmopolitismo apátrida, es decir, una mal entendida neutralidad en estos temas. Hay que tener conciencia del papel particular y propio que a cada uno le corresponde en la comunidad; en virtud de ello, cada uno está obligado a dar ejemplo de sentido de responsabilidad y de servicio al bien común. Así se pueden armonizar la autoridad y la libertad, la iniciativa personal y la solidaridad, las ventajas de la unidad combinada con la diversidad. En segundo lugar, se opone también al patriotismo el nacionalismo que, recortando el horizonte, coloca a la nación como término último de sus ideales y norma su-

Durante la II Guerra Mundial, mientras Polonia sufría la invasión alemana, Karol Wojtyla (el futuro Juan Pablo II) se esmeró, junto con un grupo de amigos y compañeros de estudio, en mantener viva la cultura polaca. Para lograrlo, rescataron muchos libros de las bibliotecas, para ocultarlos y evitar que fueran destruidos, y se dedicaron a montar obras de teatro y sesiones de poesía. Todo esto lo hacían por amor a su patria y a sus tradiciones, a pesar del peligro en que ponían sus vidas, si hubieran sido descubiertos por los alemanes.

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n sentido amplio, significa la continuación de cualquier esfuerzo hasta el fin. En sentido estricto, es la virtud que lleva a la persistencia y mantenimiento en el bien a pesar de la dificultad. Así entendida la perseverancia hace que el hombre permanezca firme en el bien, venciendo las dificultades que implica la duración del acto. De ahí que tenga relación con la virtud de la fortaleza, de la que es parte integrante. Esta virtud es muy importante en la vida del hombre, pero, al mismo tiempo, cuesta, no tanto en la realización de acciones difíciles aisladas, como en la continuidad prolongada en esas acciones. Existen personas que son perseverantes debido a la formación adquirida, que ha vigorizado su voluntad disciplinándola. Pero, en general, es tarea ardua y —precisamente porque se funda en la continuidad y duración de las acciones ordinarias por largo tiempo— necesita de ayuda externa, incluso sobrenatural. La razón de la necesidad de tal ayuda está en que la libertad personal es inconstante. El hombre puede determinarse al bien, pero, por su naturaleza, para permanecer establemente en él necesita de ese auxilio, que no se le niega a quien de modo continuado

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persevera largo tiempo. No se debe separar la perseverancia del resto de las virtudes, ni sobre todo de la caridad que ha de sostener a todas. Aquí está la clave para la perseverancia: hace falta un motivo dominante, con sentido de finalidad. No se puede perseverar por inercia, por la fuerza de la costumbre, por la rutinaria repetición de actos. Hay que amar aquello que se quiere alcanzar. No se debe perseverar sólo por entusiasmo. Pero si se mantiene la motivación por amor, como motivo central, el entusiasmo en proseguir una tarea para alcanzar fines intermedios, puede ayudar a realizar las acciones diarias con mayor empuje y eficacia. Es ése el motivo que lleva a no ceder al cansancio ni al desaliento. A la perseverancia se opone la inconstancia, que inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien o del camino emprendido, al surgir las dificultades y tentaciones. También se opone a esas virtudes la pertinacia o terquedad. Es el vicio del que se obstina en no ceder en la opinión cuando lo razonable sería hacerlo, o continuar un camino cuando el conjunto de circunstancias y el consejo prudente muestran claramente que es equivocado o inconveniente.

tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona. Los medios para lograr la perseverancia en el camino emprendido son: en primer lugar, aquellos que, de modo negativo, tratan de alejar los obstáculos concretos para la perseverancia. Estos obstáculos son todos aquellos que dificultan la lucha interior: superficialidad, pereza, monotonía, tedio, cansancio, frustración o complejo de fracaso, desaliento, etc. Y, en segundo lugar, los que, de modo positivo, impulsan al hombre a alcanzar la meta que se propone. En realidad, estos últimos —al ser puestos en práctica— incluyen los primeros y les prestan un seguro fundamento. La perseverancia hasta el final es suma de perseverancias en lo pequeño de cada jornada, y de saber recomenzar de nuevo si hubo algún descamino. No faltan los obstáculos y dificultades y, a veces, incidentes aislados de cobardía o derrota. Pero todo ello exige de la persona una respuesta firme y continuada en su empeño.

Thomas Alva Edison fue un inventor estadounidense que se destacó por su fecundidad en la innovación tecnológica. En relación con uno de sus inventos, se supo que fracasó una y otra vez en su intento. Decía: “trato de encontrar un nuevo tipo de acumulador y llevo hechos ya alrededor de siete mil experimentos”. ¿Con buen resultado? —le preguntaron—. “Con excelente resultado: ya sé que hay siete mil fórmulas que no me sirven para nada”. Al final, consiguió con éxito uno de sus inventos: el gramófono.

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Perseverancia

Hay que contar con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Ante el aparente fracaso de muchas tentativas es preciso recordar que lo importante no es el éxito sino el esfuerzo continuado en la lucha. Esa convicción impulsa a caminar y luchar con espíritu deportivo, superando las grandes o pequeñas crisis que llevarían al desaliento, el pesimismo o la desesperación. Esta virtud está íntimamente unida a la fidelidad y, frecuentemente, se confunde con ella. La perseverancia inclina al hombre a luchar hasta el fin, sin ceder al cansancio, al desánimo o a cualquier tentación que pueda presentarse. El hombre debe ser fiel a sí mismo, a los demás, y a los compromisos adquiridos. Entre los obstáculos más frecuentes que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las dificultades; sin humildad, la perseverancia se torna endeble y quebradiza. Otras veces, es el propio ambiente lo que dificulta la lealtad a los compromisos contraídos: la conducta de personas que

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s la virtud que inspira, por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al prójimo, actos de amor y compasión. En sentido genérico, hace referencia al culto que se tributa a Dios como Padre, y, en un sentido específico, es aquella virtud que inclina a amar y honrar a los padres y a la patria. La virtud de la justicia, en sentido estricto, regula nuestras relaciones con los iguales. Pero hay muchas relaciones, entre los hombres y entre los hombres y Dios, que no son relaciones de igualdad: sobre todo las de la criatura con el Creador. Debemos a Dios la existencia, la vida, la actividad; y somos hijos suyos por adopción. Nuestras relaciones con Él están regidas por la piedad, más que por la estricta justicia. Y, análogamente, podemos pensar en los padres, a quienes debemos la vida y tantas otras cosas. Mediante la piedad se corresponde a quienes han procurado un bien que, por exigencias de la misma naturaleza, es imposible de devolver íntegramente; por ejemplo, la vida, tanto la natural como la sobrenatural. Así, por haberles concedido la vida natural, los padres deben ser tratados piadosamente por los hijos; por haber

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sido elevados a la dignidad de hijos de Dios, por el bautismo, los cristianos deben tratar a Dios también con la piedad que merecen los padres. La paternidad obliga también a los padres a tratar con piedad a los hijos que han traído al mundo. Esta es, pues, la virtud que surge de las relaciones entre aquellos que tienen un principio común. Como esas relaciones son mutuas, la piedad que las fundamenta también lo ha de ser. Y muy especialmente entre aquellos de los cuales unos son origen inmediato de los otros. Además de los padres, los antepasados son también causa de la vida: aunque remota, no por eso irrelevante. Hay que ser piadosos con el legado humano y sobrenatural que de ellos se ha recibido. La piedad se ha de vivir, por tanto, también con la patria. Todas las virtudes están informadas por la caridad, pero la piedad, más que informada, está absorbida por esta virtud. Por ella, el hombre está obligado a amar a los padres antes y más que a nadie después de Dios, y a la patria antes y más que a otros grupos humanos a los que no está naturalmente vinculado. De ordinario no es posible dar a los padres tanto como se ha recibido de ellos. Sin

comprende también el esmero en el cumplimiento de sus mutuos deberes, y la manifestación de afecto mediante actos no estrictamente exigidos por sus deberes. Entre parientes próximos, esas obligaciones están en proporción al grado de parentesco. Entre los demás hombres, implica las exigencias comunes de la caridad. Ciertos tipos de relaciones profesionales también implican la piedad en función de su extensión más allá del ámbito laboral: servicio doméstico, aprendices, maestros con alumnos, etc. En tercer lugar, la piedad hacia la patria: obliga a procurar su prestigio y a fomentar su prosperidad material y espiritual, según sus características propias y, sobre todo, de acuerdo con el último fin del hombre.

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Piedad

embargo, en casos extraordinarios, se puede llegar a ese tanto y hasta excederlo: cuando se les salva de un riesgo cierto de muerte, o cuando se les conduce a la fe que habían perdido o que nunca habrían hallado. A la patria también cabe, por vía extraordinaria, recompensarla con algo que supere con creces el bien de ella recibido: por ejemplo, con el sacrificio de los intereses individuales más indispensables, especialmente el de la vida. Esta virtud lleva consigo ciertas obligaciones, según a quién se refieran. En primer lugar, en relación con Dios: por ser hijo de Dios, el cristiano está llamado a cumplir con toda fidelidad la obligación más inexcusable para cualquier hombre: la de rendir culto a Dios, adorándole y obedeciéndole con sentido filial. Además, ha de tratarlo con reverencia y cariño. Muchas de estas muestras de cariño para con Dios son las llamadas prácticas de piedad: ofrecimiento de obras, devociones (rosario, vía crucis, etc.), visitas al Santísimo Sacramento, oración, etc. Por derivación, el hombre ha de prestar también reverencia a las cosas que de modo especial hacen relación a Dios: los santos, la Sagrada Escritura, los objetos sagrados, las reliquias, etc., y, por supuesto, la Iglesia. Sin amar a la Iglesia —que ha sido instituida por Jesucristo—, no es posible amar a Dios. Es frecuente la consideración de la Iglesia como Madre, a la que hay que tratar piadosamente, debido a que por ella se transmite la vida sobrenatural. En segundo lugar, la piedad hacia padres y parientes: obliga a padres e hijos a cumplir sus mutuas obligaciones con afecto, y a tratarse como amigos. Entre cónyuges, la piedad

Una buena muestra de cómo los niños viven una piedad ejemplar: Una niña de unos cinco años va con su madre a Misa. La madre se acerca a comulgar y, al volver, la niña le pide un beso. Al terminar la Misa, ella le pregunta a su pequeña hija: “¿Por qué me pediste un beso cuando volví de comulgar?”. La niña le responde: “Porque quería que me besara Jesús”.

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s la virtud que ordena rectamente nuestro obrar y facilita la elección de los medios conducentes a nuestra perfección. Es, al mismo tiempo, el conocimiento de las cosas que debemos apetecer o rehuir; es aplomo, buen juicio, cordura, moderación, sabiduría, sensatez. Su objeto es fijarse en el fin lejano que se intenta, ordenando a él los medios oportunos, y prever las consecuencias. El prudente prevé los casos inciertos que pueden ocurrir, tiene buen juicio y discernimiento, juzga acertadamente qué es lo que debe hacer y actúa en consecuencia. Es la más importante de las virtudes cardinales: las demás dependen de ella. Dado que proporciona a la persona la medida objetiva de la realidad, y la conecta con el ser de las cosas, pone en contacto a las otras virtudes con la verdad, con la realidad, y ordena el querer y el obrar. Por eso sólo el hombre prudente podrá ser justo, fuerte y templado. El prudente es ponderado, reflexivo, de criterio recto, dócil y, al mismo tiempo, de empuje, pues, una vez conocido lo que debe hacer, sabe ejecutarlo con decisión; se afana por todo lo que es verdaderamente bueno, y se esfuerza por medirlo todo, cualquier situación y todo su obrar,

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según la medida del bien moral. En cuanto “recta razón en el obrar” la prudencia es un conocimiento directivo que nos habilita para la elección de los medios conducentes a alcanzar la plenitud humana. Una vez que la prudencia habla, las virtudes morales ejecutan, bajo su dirección, el acto moral. Todo acto virtuoso puede referirse a esta virtud, en cuanto señala el razonable justo medio. Por eso se la llama auriga virtutum, conductora de las demás virtudes. El papel de la prudencia se limita al campo de los medios, de los caminos, de las vías que debemos recorrer según las circunstancias de cada caso, para alcanzar los fines buenos. Prudente es quien acierta a edificar la vida entera según la voz de la conciencia recta y según exigencias de la moral justa. Esta virtud se ejercita mediante tres actos principales, que viene a ser como las distintas etapas de una decisión recta: En primer lugar, hay que conocer con claridad la realidad objetiva de las cosas y los principios morales que sirven de guía a la conciencia; este conocimiento se incrementa mediante el estudio, la memoria de experiencias pasadas, y el asesoramiento de personas prudentes y bien formadas.

nos a seguir para conquistar el bien común. Se oponen a la prudencia: la precipitación, cuando se actúa temeraria y precipitadamente, por el ímpetu de la pasión o el capricho; la inconsideración, que desprecia o descuida atender a las cosas necesarias para juzgar rectamente; la inconstancia, que lleva a abandonar fácilmente, por insignificantes motivos, los buenos propósitos; la negligencia, por la que no se hace lo que se debiera o como se debiera.

El joven discípulo de un sabio filósofo llega a casa de éste y le dice: —Oye, un amigo tuyo estuvo hablando mal de ti... —¡Espera! —le interrumpe el filósofo—. ¿Ya has hecho pasar por las tres rejas lo que vas a contarme? —¿Las tres rejas? —Sí. La primera es la verdad. ¿Estás seguro de que lo que quieres decirme es absolutamente cierto? —No. Lo oí comentar a unos vecinos. —Al menos lo habrás hecho pasar por la segunda reja, que es la bondad. Eso que deseas decirme, ¿es bueno para alguien? —No, en realidad no. Al contrario... —¡Ah, vaya! La última reja es la necesidad. ¿Es necesario hacerme saber eso que tanto te inquieta? —A decir verdad, no. —Entonces —dijo el filósofo sonriendo—, si no es verdadero, ni bueno, ni necesario, enterrémoslo en el olvido.

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Prudencia

El segundo momento corresponde al juicio práctico sobre la moralidad de la acción concreta que se desea realizar, y sobre los medios más convenientes para alcanzar el fin propuesto. Finalmente, la voluntad ha de empujar a ejecutar la acción o a abstenerse de realizarla. No es prudente, pues, la persona que sopesa indefinidamente los pros y los contras de una actuación, sin llegar a decidir nada; sino aquella que cuando ha estudiado suficientemente un problema, elige la solución más conveniente y se lanza sin tardanza a resolverlo. Aunque cada decisión prudente va precedida de una serie de pasos, en la práctica se trata de un proceso rápido. Sin excesivas disquisiciones —al menos en los casos más normales—, la persona prudente actúa en gran medida por connaturalidad, es decir, en fuerza de una especial familiaridad con las acciones virtuosas, a las que su naturaleza se halla inclinada por el repetido ejercicio. Esta virtud requiere cautela, previsión, análisis y encauzamiento de las diversas circunstancias y situaciones posibles: prever y anticiparse a los sucesos. No basta decir que se prevén las consecuencias de un hecho: es necesario también proveer los medios necesarios para elegir los bienes y evitar los males y los obstáculos que impidan la efectiva realización del bien. Se pueden hablar de varios tipos de prudencia: personal, que nos señala las vías conducentes a nuestra perfección; familiar, que nos indica los medios necesarios para alcanzar la rectitud en la vida doméstica; política o social, que nos señala los cami-

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sino que, en sus líneas esenciales, es un proceso racional, conforme con la naturaleza del hombre. En cuanto virtud, se relaciona íntimamente con la castidad, ya que es expresión y defensa de la misma. Es, por consiguiente, el hábito que pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los sentidos que pueden resolverse en afectos o en pasiones, y las amenazas contra el recto gobierno del instinto sexual. Es reacción ante situaciones que piden reserva a los ojos de los demás y cautela ante los propios sentidos. Por tanto, el pudor actúa como moderador del apetito sexual y sirve a la persona para desenvolverse en su totalidad, sin reducirse a ese ámbito. No choca con la serenidad y dominio para proceder con razonable libertad, dentro del recato personal y del respeto debido a los demás, sin olvidar la condición de la naturaleza debilitada y, por tanto, de la concupiscencia. Tampoco tiene porqué dificultar la ejecución necesaria o conveniente de ciertos actos reservados a la intimidad individual (cuidados higiénicos, inspección médica, etc.), o admitidos comúnmente entre personas honestas (baños públicos, manifestaciones usuales de familiaridad y afecto en los saludos, etc.). El pu-

integran la sexualidad en la persona. Es un error afrontar riesgos y poner a prueba la castidad, para «vigorizarla» y hacerla más «auténtica», según han dicho algunos. El pudor advierte los peligros, previene las ocasiones, aleja la inmodestia, evita las familiaridades sospechosas e infunde reverencia al cuerpo propio y ajeno. Las mejores garantías de un pudor sanamente cultivado en beneficio de la pureza de vida, son: una atmósfera familiar sana; una convivencia abierta y cordial, pero digna y prudente, en el círculo de los parientes, amigos y vecinos; una iniciación sexual adecuada, según la edad, sin insinuaciones, prudentemente dosificada al ritmo de la necesidad; acostumbrarse a proceder con naturalidad en el respeto del propio cuerpo; formar responsablemente la conciencia para asumir los deberes según su importancia y urgencia; no hacer de la castidad el problema central de la adolescencia, ni la norma primordial de la vida humana; un ambiente moral que prepare contra cualquier forma de degradación; el fortalecimiento de la vida espiritual.

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ace referencia a honestidad, modestia, recato. En un sentido genérico, es la tendencia natural a esconder algo, para defenderse espontáneamente contra toda intromisión ajena a la esfera de la intimidad, en la que estriba la esencia de la autoestima, que no es otra cosa que el recto amor de sí, premisa y fundamento de todos los demás amores. No vive el pudor quien manifiesta en público afectos o sucesos que han de ser reservados a la intimidad, o quien realiza públicamente actos que se consideran propios del ámbito familiar o estrictamente personal. En su significado más específico, es la cualidad, en parte instintiva y en parte fruto de una educación, que protege la pureza interior o castidad. Se plasma como freno psíquico frente a los desórdenes morales y a cuanto incita a ellos. En cuanto instintivo, es como un freno natural que surge espontáneamente, incluso antes de que la voluntad inicie su función moderadora. No es solo un hábito, adquirido como fruto de la educación. De hecho, estudios antropológicos revelan la existencia del pudor en todos los pueblos, también en los primitivos. No depende del convencionalismo o de la costumbre,

dor, además de garantía y defensa de la castidad, tiende a mantener en segundo plano la dimensión instintiva en el ser humano, y a dar realce al elemento racional y espiritual. La misma desnudez, materialmente considerada, puede ser honesta o impúdica, si está requerida, p. ej., por motivos de salud, o por el deseo de exhibicionismo. Hay en esto cierta elasticidad, que ha de ir acompañada del sentido común y de la recta conciencia. Además, el pudor va de la mano con la prudencia, que lleva a procurar evitar modos de actuar que pudieran ser motivo de escándalo para los demás. En lo que tiene de virtud, el pudor ha de edificarse sobre el elemento instintivo, debidamente cultivado dentro de una educación y ejercicio de la vida moral. No se ha de renunciar a una serenidad de mente y familiaridad de afecto humano, que saben practicar la convivencia con libertad recatada. Al mismo tiempo, para quien quiere vivir esta virtud, son inadmisibles tanto el naturalismo nudista, como una iniciación y educación sexual en plan naturalista. Es un sofisma pretender que esos modos de proceder combaten el tabú e

El martirio de Vibia Perpetua, una joven cristiana de veintidós años, de noble familia, ocurrió bajo el reinado del emperador romano Septimio Severo, en el año 203, en la ciudad de Turba, cercana a Cartago. En medio de un acontecimiento tan trágico y desgarrador, como es la muerte de esta mujer entre las garras de las fieras que la destrozan, brilla de repente un detalle aleccionador de pudor: Perpetua, al caer herida, tiene la reacción de cubrirse con su túnica la pierna sangrante, para que no quede expuesta a la mirada de los curiosos.

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ace referencia a la consideración, miramiento, atención o deferencia que se debe a la persona, por razón de su dignidad. Es decir, respetar es honrar la dignidad de las personas y atender sus derechos. Prácticamente todos los hombres están de acuerdo en considerar los bienes de la tierra en función y en servicio del hombre, centro y cima de la creación. Pero no todos piensan lo mismo sobre el ser del hombre. Sin embargo, es un hecho que el hombre está por encima de los demás seres creados, en una situación de superioridad y de dominio. De esa situación de superioridad se desprende, como consecuencia lógica una dignidad que merece respeto. La persona respetuosa tiene, por tanto, consideración por los sentimientos y valores de los demás, con lo cual demuestra respeto hacia la dignidad humana y, por ende, respeto a sí misma. Forma parte de la constitución del hombre la igualdad esencial del género humano, que se basa en su origen común, en la igualdad de naturaleza, en que todos vivimos en la misma tierra, con cuyos bienes todos los hombres debemos sustentarnos y desarrollar nuestra vida, y en que todos tenemos un mismo fin. Pero se trata de una igualdad que no va en contra de la individualidad de la persona humana, que los hace distintos entre sí. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Igualdad no es identidad: hay diferencias entre los diversos hombres, que tienen su origen en el carácter individual de la persona humana. Todo ser humano, sin ninguna discriminación, merece un trato cortés y amable, comprensión de sus limitaciones, reconocimiento de sus virtudes, aprobación a su derecho de ser autónomo y a opinar diferente; acato a su autoridad y consideración a su dignidad. Toda persona merece el máximo respeto desde el momento mismo de su concepción, sean cuales fueren sus cualidades físicas o morales. De aquí surge una consecuencia importante: si alguien origina una discriminación en el trato, basándose en las diferencias individuales, no está viviendo el respeto, pues, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, la igual

mal de la persona; evitar los juicios, sobre todo si fueran sin fundamento o sin necesidad; rechazar la murmuración y los chismes; tolerar, no atropellar a la persona, y respetar las diferencias; ante una conducta inapropiada, saber separar los hechos de las personas; la cortesía, la amabilidad, el agradecimiento, la puntualidad. Por el contrario, serían falta de respeto: la difamación y las burlas; tratar a los subordinados como esclavos; los comportamientos indisciplinados o la rebeldía injustificada o desproporcionada contra las personas constituidas en autoridad (padres, profesores, jefes); las faltas de educación voluntarias: desplantes, portazos, etc.; la pornografía; los atentados contra los animales y, en general, contra la ecología. La gravedad de esas faltas de respeto depende de lo que se realice y de la dignidad que se intenta dañar. Por otra parte, conviene aclarar que respetar no implica dejar a los demás que hagan lo que les venga en gana. Hay cosas que se deben prohibir, y asuntos que se deben corregir. Tanto el respeto como la corrección se apoyan en la caridad. Lo fundamental no es el respeto sino la caridad, y ésta exige a veces corregir para ayudar. Sólo hay falta de respeto si se corrige con malos modos.

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R E S P E T O

dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional. El respeto a sí mismo y a los demás constituye el cimiento sobre el que se construye una auténtica convivencia en paz. Es, además, la base de la vida familiar, el trabajo en equipo, la vida conyugal y cualquier otra interrelación personal. Nuestros derechos llegan hasta donde comienzan los de los demás, incluso si ellos vulneran los nuestros. Como enseña la Escritura, estamos llamados a amar al prójimo, como a nosotros mismos; ello lleva consigo la esencia del respeto: tratar a los demás de la misma manera que yo deseo ser tratado, amado y respetado. Algunas señales de estar viviendo esta virtud podrían ser: vivir los buenos modales y las normas de educación; no apropiarse de ideas ajenas, y reconocer los méritos de los demás, sin apropiarse del éxito ajeno; valorar a cada persona, su fama, su tiempo y sus pertenencias; preferir callar antes de hablar

Una Anécdota

El emperador alemán Segismundo, fallecido en 1437, era muy magnánimo con sus enemigos; no sólo respetaba sus vidas y haciendas, sino que además los trataba con dignidad. Este modo de proceder tenía tan desconcertado a cierto personaje de Hungría, que llegó a manifestar al emperador ser partidario más bien de ir exterminando al enemigo. Segismundo le respondió: “Yo prefiero seguir otro camino: quien trata al enemigo con benevolencia, convierte al enemigo en amigo”.

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ace referencia al deber moral que tiene la persona de dar razón o cuenta de un acto libremente querido o permitido. La responsabilidad es la virtud o disposición habitual de asumir las consecuencias de las propias decisiones, respondiendo de ellas ante alguien. Se manifiesta en la conciencia, con un sentimiento de satisfacción o de reprobación, según el acto sea bueno o malo, y por el cual se siente el deber de dar cuenta de lo que se ha hecho. El hombre, siempre que obre en libertad, es autor y señor de sus acciones. En este sentido, ni los locos, ni los niños pequeños son responsables de sus actos pues carecen de uso de razón (y el uso de razón es imprescindible para la libertad). El hombre no sólo es responsable de sus propias acciones, sino de las consecuencias (efectos) que de ellas derivan. De ahí que responsabilidad evoque el “responder por”. Y, en cuanto la persona se habitúa a responder, a no rehuir lo que a él le corresponde, ese modo de proceder se configura como una virtud. Estamos llamados a asumir la responsabilidad de nuestros actos ante la sociedad o sociedades en las que vivimos: doméstica, civil

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o religiosa. En este sentido, hay responsabilidad moral, jurídica, social, familiar, etc. Para entender y vivir bien esta virtud, se ha de comprender correctamente el sentido de la libertad y facilitar su ejercicio. Si se diera una atmósfera de opresión, se anularía el sentido de responsabilidad, pues las personas se verían privadas de la facultad de obrar libre y responsablemente. Disminuye la responsabilidad lo que disminuye la libertad, es decir, lo que entorpece la voluntad y el entendimiento, que son las facultades necesarias para realizar acciones libres. Por ejemplo, la violencia, la ignorancia y el miedo. Y, por otra parte, si se confundiera la libertad con el libertinaje, se rehusaría toda sujeción y se menospreciaría la obediencia debida. En este sentido, la responsabilidad se vería como opuesta a la diversión. En realidad sólo se opone al tipo de diversión desenfrenada. Debe existir una norma desde la que se puedan juzgar los hechos realizados. La persona responsable, es respetuosa con el orden moral, sabe obedecer a la legítima autoridad y es amante de la genuina libertad;

Una Anécdota

ante nadie. Otro recurso es evitar reflexionar, o también, decir “me da igual”, o “no me importa”. En cambio, cuando la consecuencia de una acción es un premio no suele hablarse de responsabilidad sino de mérito. En realidad el mérito exige una responsabilidad previa. Es esta una virtud que manifiesta la madurez de una persona. Con la edad suelen tomarse decisiones más importantes, y normalmente la responsabilidad aumenta. Pero no mejora por el simple paso de los años, sino por los hábitos que se adquieren. De ahí que sea de gran importancia proporcionar a todos los medios de educarse en una recta responsabilidad como conviene a los hombres, en el respeto de las leyes, divinas y humanas. El camino más eficaz para adquirir esta virtud es reconocer y valorar que de nuestro comportamiento dependen cosas grandes. Los hombres con ideales y metas elevadas se responsabilizan enseguida de sus decisiones. En relación con los demás, esta virtud se relaciona con la valentía, pues para dar cuenta de los propios actos hace falta un valor capaz de superar el temor al castigo. Y, en relación con uno mismo, se relaciona con la humildad, pues el orgullo dificulta pedir perdón; mientras que la persona humilde reconoce sus fallos.

Un profesor se enteró de que uno de sus alumnos, que había perdido varias asignaturas, se negaba a enseñar las calificaciones a sus padres. —“Tienes que apechar”, le decía. El alumno miró el boletín con desconcierto, sacudió la cabeza y, respondió al profesor: —“Cuando mi papá está preparando el desayuno y se le derrama la leche, me dice: «corre, coge un trapo y limpia antes de que lo vea tu mamá». Pues si él no apecha, yo tampoco”.

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Responsabilidad

es, además, capaz de emitir juicios personales a la luz de la verdad, y pone su empeño en perseguir todo lo que es verdadero y bueno. El obrar responsable se aplica tanto a la acción como a la omisión del acto, o a los efectos que puedan depender de esa acción u omisión. Esta virtud es signo de la dignidad humana, y medio para que el hombre alcance el grado supremo de dignidad que le es dado: el poder conducirse a sí mismo hacia su fin, mediante el seguimiento de normas a la que ajustar sus actos. De este modo puede elegir y realizar en cada momento, entre las múltiples posibilidades de actuar, las acciones que le perfeccionan y le acercan a su fin último. En definitiva, cuando se utiliza responsablemente la libertad, el hombre alcanza su grandeza, siendo dueño de sus propios actos, en diferencia radical con las criaturas irracionales. Hay, pues, una relación directa entre responsabilidad y dignidad Puede pasar que se le dé a la palabra responsabilidad una connotación negativa, cuando se le relaciona con errores o castigos. Entonces, aparecen los razonamientos para evitar tener que rendir cuentas: o bien culpar a otro, o bien decir “soy libre y hago lo que quiero”, queriendo expresar que no rindo cuentas de mi comportamiento

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s aquella virtud por la que concuerdan en la persona sus intenciones íntimas con el modo en que las expresa y las pretende realizar. Es, por tanto, una manifestación de actitud auténtica, fundada en la verdad, no sólo en sus palabras y en sus acciones, sino en toda su manera de ser. En este sentido, es también un aspecto de la virtud de la veracidad. La necesidad de que la vida del hombre se fundamente en la verdad está en la base de toda la ética. Y las relaciones del hombre con sus iguales, en incluso con Dios, deben fundamentarse en esta virtud de la veracidad, con todos sus matices y aspectos, de los que la sencillez es el más hondo. Esta es una virtud individual y social al mismo tiempo: exige una actitud primaria interior, que excluye la complicación y la doblez en las ideas y deseos del hombre; y, partiendo de ella, una actitud exterior, incompatible con la mentira y con todo género de doblez en sus diversas manifestaciones.

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En relación con la actitud interior la sencillez se identifica con la rectitud de intención. Es como la claridad y transparencia de la persona. Enseña la Escritura: “si tu ojo fuera sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado” (Mt 6,22). El que haya sencillez y, por tanto, rectitud de intención, hace que las intenciones del hombre prevalezcan sobre todos los sentimientos, impresiones y emociones, y sobre la confusa y compleja vida de los sentidos, pues estos tienden a crear en el interior del hombre —a veces de un modo no plenamente consciente— una duplicidad o complicación en sus deseos e intenciones más recónditas. La dimensión exterior de esta virtud —que procede de la misma raíz interior—, se refiere a la actitud del hombre con respecto a sus iguales. La sencillez viene a ser lo contrario o lo opuesto a doblez, por la que alguien tiene una cosa en el corazón y exterioriza otra distinta. Es sencillo quien actúa y habla en íntima conexión con lo

que quiere aparecer diferente de lo que es ante sus propios ojos o ante los demás. Uno de ellos es la afectación: actitud superficial por la que el hombre obra de modo maquinal, llevado sólo por fórmulas o actitudes vacías, sin contenido, o por simple imitación de otras personas: son formas elementales de falta de autenticidad en la conducta. Otro es la pedantería y la jactancia, por las que la persona habla y se escucha a la vez. Los que se declaran superiores a lo que son, fastidian y fatigan a los demás queriendo ser más que ellos. O también, la ironía, por la que la persona, movida de vanidad se desprecia a sí misma y dice defectos que, en realidad, no existen, o en los que no cree. Y, finalmente, la hipocresía, por la que la persona se manifiesta con palabras o con hechos de modo contrario a lo que hay en su interior. Es característica esta conducta de quien quiere encubrir con obras exteriores sus intenciones torcidas, de modo que así venga a ser considerado por los demás en contraste con la auténtica verdad de su conducta. La sencillez, en cambio, inclina al hombre a callarse acerca de sus propias cualidades, a no contar todo el bien que hay en él, haciéndose amable, por su condescendencia y moderación

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Sencillez

que piensa y desea, el que se exterioriza y aparece ante los demás tal como realmente es. El sencillo es recto y sin recovecos; es alguien en quien se puede confiar, porque es “de una sola pieza”, de palabra, firme en su criterio. Sin embargo, esta virtud no debe confundirse con la ingenuidad en la actuación y en las palabras. La sencillez necesita del complemento indispensable de la prudencia y, por tanto, de la discreción. Al mismo tiempo, le presta un servicio a la prudencia, evitando que ésta degenere en astucia. En efecto, el que no es sencillo, recto de intención, al no buscar claramente el bien propio y de los demás, y enmascararlo en la búsqueda de su egoísmo, se procura cualquier medio para conseguir sus fines, acabando necesariamente en la doblez y el engaño: su prudencia se tuerce y se convierte en astucia, porque tiene que aparentar, mentir o engañar. Particular importancia adquiere esta virtud en las relaciones con las amistades y en la dirección espiritual. Todas las formas y manifestaciones de doblez y complicación, en el interior del hombre o en sus relaciones con los demás, se oponen de algún modo a la sencillez. Estos defectos proceden en último término de falta de humildad del

Una Anécdota Mafalda va acompañada de su mamá y se encuentra en la calle a una señora: —¡Así que esta es tu nena, querida!, ¡Qué linda! —¿A quién quieres más, tesoro, a tu mamá o a tu papá? Mafalda se queda pensando y luego dice: —¿Usted quiere la respuesta “standar” o una explicación más completa de lo que siento por cada uno?

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busque eludir esta obligación. Es decir, la sinceridad se refiere también a la veracidad y autenticidad del hombre en sus íntimas y personales convicciones. Es sincero el hombre que conociendo su condición, sus cualidades y defectos, los reconoce en su verdadera entidad y se comporta consecuentemente. En este sentido, se habla de una sinceridad de vida, que presupone y se apoya en esta virtud como la principal cualidad de la conciencia, testimonio íntimo de la propia conducta. Toda la vida del hombre debe estar orientada por la búsqueda sincera de la verdad y del orden de las cosas para llegar al fin; orden que está en la ley natural. De ahí que todo el conjunto de normas morales son medios necesarios, y en consecuencia obligatorios, para que la persona pueda alcanzar su auténtico fin. La obligatoriedad de la norma moral llega al hombre a través de su conciencia. Por eso, es imprescindible que la primera cualidad de la conciencia sea la sinceridad: debe

un programa duro, inalcanzable. Requiere esfuerzo, porque a los hombres nos da miedo, a veces, la verdad porque es exigente y comprometida. Preferimos en ocasiones el disimulo, el pequeño engaño o la mentira abierta; otras veces cambiamos el nombre de los hechos o de las cosas para que no resulte demasiado llamativo exponer la verdad tal como es. La falta de sinceridad complica, enreda las relaciones sociales y la propia vida, porque un engaño lleva a otro y a otro, para sostenerse mutuamente. Con razón se ha dicho, de modo gráfico, que “cuando el agua corre, es límpida, cristalina; cuando no, se vuelve un caldo de bichos, una gusanera”. Ser sincero lleva a detestar todo lo que suene a simulación, a hipocresía; a rechazar la mentira y las restricciones mentales. Hay que procurar, por el contrario, hablar de acuerdo con lo que se piensa, y que los hechos no contrasten con las palabras; llamar a las cosas por su nombre: al pan, pan, al vino, vino; decir las cosas sin ambigüedades, equívocos, imprecisiones, ligerezas.

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SINCERIDAD

s la virtud por la que el hombre se manifiesta al exterior en palabras y hechos tal como es interiormente, según lo exigen las relaciones humanas. El recto orden de las cosas exige efectivamente que las palabras y acciones sean conformes a la realidad que expresan. Es parte de la justicia, pues el carácter social del hombre hace que éste deba a los demás cuanto es necesario para la conservación de la sociedad; ahora bien, es necesario para tal convivencia humana dar mutuo crédito a las palabras y creer que nos dicen la verdad. Esta virtud, como casi todas, está regulada por la virtud de la prudencia, que indicará en cada caso el cómo y el cuándo, sin confundir la sinceridad con la ingenuidad imprudente o con la doblez. Es particularmente necesaria cuando se trate de manifestar las convicciones ante los demás hombres, cuando el hombre deba dar testimonio de aquello en lo que cree, con hechos o con palabras; no cabe entonces una falsa prudencia que

reflejar efectivamente en cada caso la verdad de las cosas. La sinceridad se dirige al objetivo conocimiento de las propias acciones, para que se acomoden a un obrar recto, y eventualmente para enderezarlas cuando sea necesario. Por otra parte, hay que decir que esta virtud es particularmente importante para quien busca consejo. Nadie es buen juez en propia causa; es lógico, por tanto, que la persona busque la ayuda de una persona, con experiencia y con criterio, que le vaya descubriendo los repliegues interiores en los que él solo se escondería con facilidad. Y aquí, hay que superar los obstáculos que directa o indirectamente el hombre pone a conocerse tal como es. Implica, por tanto, la sinceridad consigo mismo. Es, pues, necesaria una actitud de humildad para crecer en el propio conocimiento con sinceridad. Esto se logra, de un lado, a través de un periódico examen de conciencia, en el que se vean en su justo valor las propias acciones. Para juzgar rectamente de la objetividad de nuestras acciones no basta conocer la teoría: es necesario aplicarla rectamente a las circunstancias particulares. Y aquí, en la valoración sobre la veracidad de una acción entra en juego también el esfuerzo por no dejarse llevar por las propias disposiciones, pues dificultaría, entre otras cosas, el reconocer que se ha obrado mal, y llevaría a autojustificarse. Y, quien persiste en la autojustificación llega a la ceguera, a la obnubilación interior, y con ella a la sordera: no quiere escuchar, porque eso también obligaría a rectificar. Buscar la verdad con una conciencia limpia y amar la verdad en la vida puede presentarse como

Una Anécdota Un filósofo preguntó a sus alumnos: “Antes de comenzar, quisiera saber si alguien ha leído mi ensayo sobre la influencia de la mentira en las relaciones humanas. Levante la mano el que lo haya leído”. Muchos levantaron la mano, y el filósofo, meditativo, dijo: “Ahora ya sé que de esta influencia voy a poder hablar con conocimiento de causa, pues la única verdad es que yo nunca he escrito ese ensayo”.

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s una propiedad o elemento esencialmente integrante del ser humano, con reflejo en el comportamiento de la persona: pertenece al orden objetivo del ser y de sus fines. Hay un sentido de pertenencia a la sociedad que inclina al hombre a sentirse unido a sus semejantes y a la cooperación con ellos. El hombre tiende, por naturaleza, a la asociación de esfuerzos para determinados fines, en virtud de semejanzas o afinidades. El hombre, en cuanto individuo, y el grupo humano tienden, de forma espontánea, a sentirse vinculados con aquellos que son o les resultan, por múltiples motivos, semejantes o afines. Hay una comunidad de intereses y responsabilidades. Pero, tanto la persona individual como las agrupaciones humanas tienden también a solidarizarse con aquellos hombres y grupos que les son distintos e incluso contrarios, para alcanzar, en el intercambio mutuo, valores que les faltan a algunos de ellos, o para lograr la satisfacción de sus necesidades. De ahí que sea también adhesión a la causa de otros La motivación de una solidaridad con sentido trascendente es la fraternidad humana. Las motivaciones de la solidaridad alcanzan así

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los valores más altos de la personalidad humana. La fraternidad de la entera familia humana se hace así sinónimo de solidaridad. La solidaridad podría llamarse también caridad social; expresa una idea de unidad, cohesión, colaboración. Se encuentra muy ligada al amor y, como éste, admite dos planos de consideración: la solidaridad-sentimiento, que vendría a ser la tendencia humana a asociarse en busca de bienes comunes, o la inclinación a sentirse vinculados con otros, bien por motivos de semejanza, bien debido a intereses comunes. Incluye la tristeza cuando esas personas afines sufren un mal. Se trata de sentimientos buenos pero a veces inestables o de tipo superficial. Pero la solidaridad no es una obligación ni un sentimiento superficial, sino una actitud que supone generosidad y que se asume voluntariamente. En este sentido, que es el más propio, la solidaridad es una virtud. Es una determinación firme y perseverante de comprometerse por el bien común. Estamos ante una decisión estable de colaborar con los demás: con todos los hombres, pues realmente hay vinculación con todos, aunque uno no se sienta unido a algunos. Esta solidaridad-virtud es más firme e importante que la sentimental.

ricos. Estos casos de solidaridad se ejercitan de modo diverso. Por ejemplo, el rico buscará el modo de ayudar al desarrollo del pobre; el pobre será agradecido. También, de los empresarios hacia sus empleados y de los empleados hacia sus patrones; por ejemplo, los primeros pagan el sueldo justo y los segundos trabajan con lealtad. Solidaridad también de regiones, razas y naciones hacia otras, superando racismos y nacionalismos. El interés por los demás debe ser genuino, sin intereses ocultos que puedan enturbiar la ayuda prestada. Faltaría esta virtud en cualquier acción que buscase sólo el interés propio o de sus afines, pisoteando egoístamente el bien de grupos sociales diferentes. Ejemplos: cualquier forma de lucha de clases; las distintas formas de explotación humana, sea de grupos o naciones; los nacionalismos y regionalismos, que se daría en el desprecio o desinterés hacia otros pueblos, regiones o países. Ningún ser humano puede sernos indiferente. En general, cualquier egoísmo sería manifestación de ausencia de esta virtud. Y conviene tener en cuenta, entre otras cosas, que el egoísmo es pagado por los demás con frialdad, lejanía, aislamiento: se recoge lo que se siembra.

Explorando las Virtudes de la A, a la Z

Solidaridad

Se apoya, por una parte, en motivos humanos, como igualdad de naturaleza, necesidad de apoyo, mayor eficacia; pero, sobre todo, en motivos más espirituales o trascendentales, como: fraternidad humana, común dignidad de hijos de Dios, unidad de destino eterno, idéntica redención, etc. Solidaridad y caridad se parecen mucho. Se puede decir que la primera va dirigida hacia grupos, mientras que la segunda piensa en las personas individualmente. En realidad, es más correcto afirmar que la solidaridad es una parte de la caridad. Es un llamado de conciencia a la igualdad, a buscar soluciones para aliviar la pobreza, la marginación y la falta de cualquier tipo de recursos para vivir dignamente. Es sentirse una sola cosa con la gente que nos rodea: “Todos para uno y uno para todos”. Como afirmaba Homero: “Llevadera es la labor cuando muchos comparten la fatiga. La decisión de buscar el bien de los demás, en especial de los más necesitados, implica compartir tiempo, espacio y energía con todos los miembros de la sociedad, cooperar y comprometerse a vivir en armonía. Puede aplicarse en muchos terrenos: de los pobres entre sí; de los ricos hacia los pobres y, curiosamente, de los pobres hacia los

Una Anécdota

Contaba la Madre Teresa de Calcuta: Un día supe del caso de una familia hindú de ocho hijos que no habían comido desde hacía ya varios días. Tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: “Ellos también tienen hambre”.

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ignifica, en primer lugar, una moderación en cualquier actividad humana y, en ese sentido, acompaña a toda virtud moral. La templanza es la virtud que enriquece habitualmente a la voluntad y la inclina a refrenar los apetitos hacia los bienes que producen deleite, pero que son contrarios a la razón. Las pasiones o tendencias no son malas, desde que logren sus bienes deleitables dentro del arden racional o del perfeccionamiento integral humano. El desorden consistiría en el uso de los goces de tales inclinaciones contra los fines naturales, o en el uso de los mismos con exceso o fuera de la medida necesaria. La templanza, en cambio, ayuda a vivir con moderación, sobriedad y continencia. La voluntad está inclinada naturalmente a su bien específico, que es el bien honesto o moral. Puede apartarse de él cuando se deja arrastrar por las pasiones. Para seguir su inclinación natural al bien honesto, la voluntad debe moderar los apetitos sensitivos,

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usando de ellos sólo en la medida necesaria. Sin embargo, la voluntad es débil frente a la vehemencia con que las pasiones la arrastran al goce, y está expuesta continuamente a consentir a sus requerimientos, aun a costa de renunciar al recto orden del hombre. Para tenerlas habitualmente sometidas a su dominio y, con él, al bien honesto o integral del hombre, la voluntad necesita enriquecerse o perfeccionarse con la virtud de la templanza. Es una de las cuatro virtudes cardinales o principales, porque de ella dependen o se desprenden un conjunto de virtudes necesarias para el establecimiento del orden humano recto y objetivo. Así, por ejemplo, la modestia, que inclina al hombre a comportarse en los movimientos internos y externos dentro de los límites justos, ordenados, que corresponden a su estado y posición; la humildad, que inclina a moderar el desordenado apetito de la propia excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez; la estudiosidad, que tiene por objeto mo-

derar el legítimo deseo de saber; la sobriedad, que mantiene en su justa medida moral el gusto de la comida y de la bebida. El cometido de la templanza, más que en resistir a los requerimientos de las pasiones, es poner orden racional en el uso de las mismas, de modo que su actuación, lejos de oponerse, contribuya al bien humano. No se trata de una negación, sino de la humanización de la actividad animal del hombre. Para que la templanza logre ser verdaderamente virtud, o sea, moderación de la concupiscencia según las exigencias del ser del hombre y de su último fin, es necesario que este orden racional le sea ajustado en cada acto por la inteligencia; la cual lo hace por la virtud de la prudencia. La templanza perfecciona la voluntad humana por la repetición de sus actos: la voluntad se acrecienta y perfecciona con el hábito de la templanza a fuerza de dominar una y otra vez las inclinaciones inferiores. A su vez se pierde por la repetición de los actos desordenados contrarios a la virtud. La templanza pone orden en el interior del hombre; realiza el orden en el propio yo. En ese sentido, es auto-conservación: es el hábito que pone por obra y defiende la realización del orden interior del hombre. No solo conserva, sino que defiende y guarda al ser humano, dado que anida en él no solo una capacidad, sino también una fuerte tendencia a ir contra la propia naturaleza, dejándose

llevar por los impulsos, por las pasiones. La templanza se opone a toda perversión del orden interior, gracias al cual subsiste y obra la persona. Se manifiesta en distintas formas: castidad, sobriedad, humildad, mansedumbre... Y su primer efecto es la paz. Es uno de los ejemplos más convincentes y más atractivos. En cambio, como enseñaba Sócrates, “un hombre desenfrenado no puede inspirar afecto; es insociable y cierra la puerta a la amistad”.

Una Anécdota

Explorando las Virtudes de la A, a la Z

TEMPLANZA

Un niño fue corriendo a decir a su mamá: –¡Mi papá está en una reunión con sus amigos, y creo que les echaron veneno en la bebida que están tomando! –¿Por qué dices eso? –Porque vi que todos empezaron a gritar de tal manera que ninguno prestaba atención a lo que decía el otro. Después se pusieron a cantar muy mal, pero se felicitaban pensando que cantaban muy bien. Luego, se levantaron para bailar, pero no podían tenerse en pie. Ya no saben ni quiénes son... ¡Están como locos!

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Explorando las Virtudes de la A, a la Z

Tolerancia

uede hablarse de tolerancia teniendo como punto de referencia cualquier cosa, aunque sea en sí misma buena o indiferente, que resulta subjetivamente irritante o molesta. En este sentido, impulsa a una actitud de superar esa irritación. Es, por tanto, el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias. La persona tolerante admite y respeta modos de ser e ideas de otros, sin renunciar a las propias convicciones y sin caer en la indiferencia apática. El intolerante, en cambio, se constituye en juez severo con los que fallan, al tiempo que es indulgente consigo mismo; no quiere observar una vida honesta ni acercarse a ella, y exige a los demás que la observen con todo rigor. Esta virtud, además de estar motivada rectamente, ha de ser expresión no del mero egoísmo —evitar reacciones incómodas, por ejemplo— sino de razones positivas: la caridad, la justicia, el amor a la libertad propia y a la ajena, la conciencia del carácter opinable de muchas cosas. Se

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trata de respetar la libertad de todos; aceptar que haya otros que piensen diferente, que tienen otros gustos y aficiones, otra visión de las cosas; aceptar que haya personas a las que no seamos simpáticos. Ninguno de esos motivos, debería ser obstáculo para el diálogo, para la amistad. De hecho, un gran hombre demuestra su grandeza por el modo en que trata a los que son o piensan diferentes a él. En sentido estricto, la tolerancia no es el simple conocimiento de la existencia del mal, sino que implica, además, la decisión de tolerarlo. Es decir, presupone que haya la posibilidad, al menos remota, de evitarlo; si no fuera así, el mal se soportaría, pero no se toleraría. Si se quisiera arrancar la mala hierba, pero no se hace, es para no ocasionar un mal mayor, al arrancar también el trigo. Es importante recalcar la diferencia entre tolerancia teórica y práctica. La primera supondría indiferentismo y, en este sentido, es inadmisible, pues derivaría del relativismo. No es correcto aceptar lo que no responde a la verdad y a la norma moral. Existe un límite en el que la tolerancia deja

de ser virtud. Por eso, se entiende que haya quienes sin ser modelo de virtudes, no toleran un ataque a su madre, porque la defienden con todas sus fuerzas. Otros que, por encima de muchas otras cosas, son fieles a la patria, a la empresa en la que trabajan, etc. En cambio, por razones justificadas y causas proporcionadas, puede admitirse una tolerancia práctica, para salvaguardar bienes superiores. Así, por ejemplo, los padres toleran en ocasiones a los hijos pequeños, cosas que a otras personas no se les toleraría. En todo caso, la tolerancia supone una reprobación intelectual del mal y del error; si se tolera en la práctica alguna de sus manifestaciones, nunca es porque se olvide su calificación moral, o se considere lícito lo que es ilícito, sino porque se hace una elección prudencial entre dos males necesarios, con objeto de evitar el mal mayor. También conviene recordar que no es lo mismo el mal que quien obra el mal. Hay que ser tolerantes con las personas, pero intolerantes con el error. No tiene derechos el error sino el errante, no en cuanto que está equivocado, sino en cuanto persona. Por eso el indiferentismo, al tratar de atribuir los mismos derechos a una

proposición, a una ideología, a un planteamiento, que a otro que llega a ser incluso contrario, a la verdad que al error, es incompatible con el derecho natural, es una tolerancia mal entendida. Con base en la teoría de “el mal menor”, es evidente que hay que conciliar siempre dos elementos de mucha importancia: de una parte, se debe evitar que la tolerancia se transforme en una indebida cooperación en el mal o en el incumplimiento de los propios deberes; y de otra, obrar con prudencia para saber elegir entre las distintas posibilidades prácticas, de modo que se consiga el mayor bien posible o se evite el mayor mal: no se podría llamar tolerante a una persona que haga el mal, aunque sea para conseguir un gran bien. Tolerar el mal no es suficiente para una conciencia recta; es necesaria una actitud positiva de erradicar en cuanto sea posible el mal: ahogar el mal en abundancia de bien. Conviene señalar que al ejercitar esta virtud, hay que procurar la defensa de la verdad, la necesidad de fomentar una pacífica convivencia en una sociedad pluralista, y el deber de velar por la libertad de las conciencias, ya que la verdad no puede ser impuesta mediante coacción.

Una Anécdota En el libro “Las llaves del reino”, de Cronín, hay un momento en el que Willie Tulloch, médico ateo, muy amigo del padre Francisco Chisholm, le dijo, a propósito de “sus creencias”: “Te felicito, mi querido católico-romano. Negaré hasta la muerte lo que dices, y defenderé con la vida tu derecho a decirlo”

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Unidad s virtud que lleva a procurar la cohesión de los grupos, trabajando en la concordancia de los ánimos y voluntades, para lograr el fin buscado. Es virtud social por excelencia. Por lo tanto, la unidad vive, por constitución intrínseca, en la sociedad, impregna la sociedad. No elimina las discrepancias, pero las atenúa y disminuye, reconduciéndolas a su relatividad y contingencia. No significa que todos pensemos, actuemos o hablemos de la misma manera: la unidad no es uniformidad. La pluralidad y la unidad coexisten. Aporta el espíritu necesario para frenar también las diferencias de orden material y así fomentar la solidaridad, el encuentro, el deber de sobrellevarnos mutuamente, e impide siempre que la competitividad se convierta en impulso para violar la esencial del buen trato y la caridad. Más bien, lleva a valorar lo que otros aportan. Es evitar caminar solo. Uno puede elegir correr solo, o trabajar en equipo. Solo quizás se vaya más rá-

pido, pero en equipo se llega más lejos. Ir solo quizás sea más fácil: no sé requiere estar de acuerdo con nadie. Pero si uno se equivoca, como sucede muchas veces, se equivoca solo. En equipo, en familia, en sociedad, es diferente. Supone ganarle la batalla al ego, que impulsa a creer que algo está bien solo como uno lo hace, que no hay otros caminos. Yendo solo, aunque parezca que uno va más rápido que el resto, en realidad, es igual a ir más lento que todos, porque va separado de los demás. Estando unido, cuando uno no sabe cómo hacer algo, alguien se lo dirá; cuando se sienta caer, se sentirá sostenido; y, dado el caso de quedarse rezagado, lo van a empujar hasta llevarlo adelante; y el que gana, los demás van a celebrar con él, porque cuando se juega en equipo, se celebra en equipo. La unidad, por otra parte, es expresión de vida. Cuando un cuerpo o una institución muere, se descompone y se sus partes se disgregan, se desunen. Se percibe la muerte por la desunión. En un cuer-

Explorando las Virtudes de la A, a la Z po sano hay armonía, hay unidad, hay sincronía entre todos los órganos. En cambio, cuando en el cuerpo humano hay ciertos organismos que viven para sí mismos, pero no en función del cuerpo, se convierten en una amenaza para la vida del cuerpo: es el cáncer. Y en un sentido más profundo —más allá de lo físico—, como enseña san Juan Pablo II: «cuando el hombre pierde de vista la unidad interior de su ser, corre el peligro de perderse a sí mismo». Unidad es armonía. Sucede como en un buen coro, en el que hay tal acuerdo entre las voces, —no es lo mismo que uniformidad— que se oye una melodía armónica, bella. La unidad genera convivencia. Una familia, o cualquier comunidad de personas, es sana tanto en cuanto más unida está; de ahí que esta virtud, en cuanto ha de informar toda convivencia responde a la exigencia vital de una sociedad. Ello supone tomar en cuenta no sólo las necesidades propias sino las del grupo en cuestión, buscando el beneficio de todos. Habrá de notarse también en el modo de tratar a los demás; en el empeño por vivir en paz con todos; en la prontitud para reconciliarse y perdonar cuando sea necesario; en la confianza en los demás; en evitar el espíritu crítico que lleve a cuestionar todo, dejándose llevar por el propio parecer.

La unidad da fuerza. Un hilo y otro y muchos bien trenzados, forman esa maroma capaz de alzar pesos enormes. Un carta de naipe y otra y otra, unidas con armonía, forman castillos. Se pueden hallar ideas nuevas o soluciones más eficaces; todos se ayudan mutuamente y hacen más llevadero el trabajo y las dificultades; cada uno se siente protegido y seguro. Para lograrlo, es necesario desprenderse de prejuicios y ponerse en el lugar del otro; y no hacer cosas por cuenta propia sin contar con las aportaciones de otros que tendrían que estar involucrados en el asunto. Así como en las ciudades medievales que, cuando tenían que luchar por defenderse, iban todos a la lucha, todos con un mismo punto de mira, con un mismo interés, con espíritu de cuerpo, olvidando rencillas, dejando intereses personales, dejando en segundo lugar cualquier cosa, para entregarse por completo a lo que era, en ese momento, común: la defensa de la ciudad. Cuando se vive esta virtud, la dispersión y, con ella, la distancia, no tiene porqué suponer separación: también de lejos las personas pueden estar unidas. Cuando se está unido, la dispersión podría incluso suponer más unión, ya que cada uno donde quiera que esté será un motivo, una razón, un instrumento de cohesión y de unidad: unidad de inteligencias, unidad de corazones, unidad de voluntades.

Una Anécdota Un grupo de personas iban en una pequeña barca. De pronto, uno de ellos comenzó a hacer un hueco en el suelo. Los demás le protestaron: “¡¿Qué haces? Nos vamos a hundir!” El hombre respondió: “Este es mi sitio; es cosa mía”. Tuvieron que forcejear con él para hacerlo desistir en su empeño, para hacerle entender que era cosa de todos.

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Veracidad s el amor a la verdad. Más concretamente, designa la verdad en las palabras, es decir, la conformidad de éstas con el pensamiento, con la convicción interior. Por tanto, inclina a manifestar fielmente la verdad interiormente conocida y a exteriorizar con palabras y obras la propia convicción sobre una cosa. Comporta una exigencia de honestidad, fundada en la propia naturaleza de la palabra como señal del pensamiento y reclamada por las condiciones de comunicación entre los hombres. En virtud de tal exigencia, la palabra debe corresponder a su significado, debe expresar la convicción interior de quien habla. La veracidad se funda en la naturaleza de la palabra, en su dimensión personal y social, es decir, en cuanto es exteriorización de la persona, su manifestación: el hombre debe mostrarse tal cual es. La rectitud y la verdad en las palabras forman parte de la justicia: encierran elementos comunes, como su carácter de obligatoriedad en las relaciones con los otros. De hecho la Escritura enseña: «No levantarás falso testimonio contra tu prójimo». Y los filósofos griegos afirmaban el carácter imperativo de la verdad en las relaciones humanas, particularmente en el plano de la justicia.

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Bajo esa doble inspiración —religiosa y social—, la veracidad es inculcada de manera universal, y la mentira es estigmatizada como intrínsecamente mala. En las relaciones humanas, la palabra dada debe bastar. El sí debe ser sí y el no, no. No solo en casos especiales sino en las situaciones normales de la vida debe bastar la palabra para dar toda la fuerza necesaria a lo que se afirma o promete. La veracidad pura y simple, aun sin necesidad de recurrir al juramento, debe caracterizar la palabra de la persona recta: se ha de sentir comprometida por lo que dice. Tal comportamiento, que excluye toda mentira, define al hombre virtuoso. La persona veraz declara la verdad, no sólo para evitar un perjuicio a otro o por respeto a sus derechos, sino por amor a la verdad, en virtud de la honestidad, de la belleza moral que se une a esta virtud. Conviene tener una constante preocupación práctica, que genera el hábito propio de una virtud, de conciliar las exigencias absolutas de la verdad con la resolución de situaciones embarazosas de la vida concreta. Está relacionada con otras virtudes: obviamente con la sinceridad, pero también con la fidelidad, que lleva a

Explorando las Virtudes de la A, a la Z cumplir lo prometido, conformando así la promesa con los hechos; con la obligación de guardar el secreto; y también con la sencillez, que rectifica la intención y aparta de la doblez. Estamos todos llamados a ser veraces, en primer lugar con nosotros mismos, evitando que las pasiones o los malos deseos nos aparten de la realidad de las cosas, porque, si no, no podemos tener una conciencia formada que ame el bien y rechace el mal; en segundo lugar, veraces siempre con los demás, sin disimulos ni medias verdades, si no, la convivencia humana se torna imposible; y, finalmente, con Dios, a quien no es posible engañar, pues no hay nada oculto para Él. Se oponen a esta virtud: la mentira; la simulación, que es mentir con los hechos; la hipocresía, que consiste en pasar por lo que uno no es; la jactancia, si uno se atribuye excelencias que no posee o se eleva sobre lo que uno es; la falsa humildad, cuando se niegan cualidades y merecimientos que en realidad se tienen; la adulación, que consiste en engañar a una persona hablando bien de ella, con el objeto de sacar algún provecho; la locuacidad, cuando se habla con ligereza, con el peligro de

Una Anécdota

apreciaciones inexactas o injurias, que pueden llevar con facilidad a la calumnia o a la difamación. Aunque no siempre estamos obligados a decir la verdad, sí lo estamos a no mentir. Cuando la caridad, la justicia o alguna otra virtud exijan no manifestar la verdad, podrá buscarse un pretexto para no decirla —por ejemplo, guardar silencio—, pero nunca es correcto mentir. La caridad lleva a decir a los demás la verdad con nobleza, ayudándoles a mejorar mediante la corrección fraterna, que es una muestra de fraternidad y de delicadeza humana. El desempeño de cualquier tarea humana supone una actitud de veracidad, de amor a la verdad, pero entre los profesionales que tienen este deber se encuentran especialmente aquellos que tienen su desempeño en los medios de comunicación social, muy concretamente los periodistas. En su amor por la verdad, el periodista ha de luchar contra la ignorancia, la mentira, el bulo, la agresión a la intimidad de las personas, etc., procurando, por el contrario, informar con veracidad y, por tanto, con respeto a los legítimos derechos y dignidad de la persona.

Estaba un día un sacerdote esperando el autobús, cuando se le acercó un hombre que le preguntó: —¿Es usted sacerdote? —Sí. ¿En qué puedo serle útil?, respondió. Entonces, el hombre, bajando la voz y acercándose a su oído, para que nadie pudiera oír sus palabras, le dijo: — Father, rece usted por mí, porque estoy borracho. Terminamos esta serie de artículos sobre las virtudes. A partir del mes de julio, el padre Ómar Benítez nos ofrecerá otra temática que, con seguridad, nos será de tanta utilidad como ésta.

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Éste libro ha sido recopilado de los artículos publicados por el presbitero Omar Benítez Lozano en la revista Cristovisión durante los años 2016, 2017 y 2018. Son una colección de la explicación gráfica de las virtudes humanas más relevantes

Presbitero

Omar Benítez Lozano Ingeniero, Magíster en Educación y Doctor en Teología (Universidad de Navarra, España). 30 años en el área educativa. Ha dirigido actividades de formación, liderazgo y familia en diversos centros culturales y en instituciones de Colombia. También ha impulsado y dirigido actividades de formación para docentes y otros profesionales. Sacerdote desde 1996. Autor de “Dios, dame tiempo para vivir” (Una historia de fortaleza y fe para afrontar el cáncer), Ed. Planeta. omar@benitez.co

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