Mercedes Salvador

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MERCEDES SALVADOR


Dr. Manuel Corrales Pascual S.I. Rector Ing. Pablo Iturralde Vicerrector Lcdo. José Nevado de la Torre S.I. Director del Centro Cultural PUCE Gaby Costa Ullauri Coordinadora CCPUCE Elena Pasionaria Rodríguez Curaduría Artes Gráficas Silva Impresión Freddy Coello Diseño Sala de Ciencias, Centro Cultural PUCE Del 9 de junio al 1 de agosto de 2015 Quito · Ecuador www.puce.edu.ec www.centroculturalpuce.org Con el gentil auspicio de


MERCEDES SALVADOR Por: Elena Pasionaria Rodríguez

Se inicia en la pintura en paralelo a sus estudios universitarios de Derecho. Fue alumna de los talleres que se impartían en la Casa de la Cultura, con maestros como Nilo Yépez, Marcelo Tejada y Jorge Perugachi, con quienes cultivó el amor por el co-

lor, por la composición y por el dibujo. Posteriormente, asiste a los talleres de Miguel Gayo y Nicolás Svistoonoff, con quienes potencia los aspectos individuales y experimentales del lenguaje plástico. Realiza prácticas de grabado en la Estampería Qui-



teña, y en Florencia asiste a la Accademia Il Grillo, donde experimenta con el estudio de los maestros de la Historia del Arte. Como otras mujeres de su generación, debió jugar a malabares entre el trabajo, la familia, y el arte, y logró encontrar un tiempo de sosiego entre el tumulto de lo cotidiano para poder seguir al instinto que la conduce a la creación artística. Para ella “la pintura es una necesidad espiritual”, es expresión de vida, es alimento; por eso, la relación con cada obra es entrañable: sus cuadros “son suyos”, son únicos, y son tratados con el celo de quien no quiere mostrarlos con ligereza porque son tan parte suya que, al exhibirlos, experimenta el vértigo de sentirse delatada. Cuando pinta se olvida de todo, incluso si está rodeada de la compañía estimulante de aquellas amigas que, una vez por semana, la visitan en un ritual colectivo para, en grupo, dedicarse, cada una a su manera, a algún quehacer del alma y, quién sabe, también intentar arreglar el mundo. Este entorno femenino, generoso, cómplice, recuerda al “gineceo”

de los griegos, aquel espacio de la casa reservado a las mujeres, en el que las madres, las hijas, las esposas, realizaban sus estupendas y privadísimas actividades cotidianas, lejos de las miradas de lo público.


Tal aspecto vivencial, permite comprender cómo la artista se deleita con las posibilidades lúdicas de la materia pictórica: el juego es permitido en ese instante de impulsiva inconciencia, cuando las formas se disponen en la superficie para solazarse en la estructura perimetral del cuadro. En sus obras, deconstruye la imagen en su

gramática más esencial: en áreas, texturas, manchas. Esa es la estructura que no necesita de “temas”, pues es aquella que sigue el impulso, el gesto, la energía; de ahí que, entre los espejismos de la tela vacía, Mercedes Salvador se conceda ciertos saltos de pincel, ciertas manchas inconscientes, ciertos flujos y caprichos que, como casi siempre sucede, traducen mejor que la mímesis lo que se “siente” y lo que no es posible decir con las palabras, o con las formas reguladas por la razón representacional. Es el abstracto, entonces, una negación de la estructura lógica –aristotélica- en la que se declara una ausencia de unidad de tiempo y acción, y además, en un espacio sin puntos de referencia con la realidad concreta. Las formas se permiten flotar en lo impensable y las imágenes se declaran libres de insinuaciones. Por este motivo, el abstracto pertenece al momento irrepetible del “aquí y ahora”: no hay pasado, no hay proyección futura, hay presencia, traduce la inmediatez de la existencia y, por ello, es sinónimo de vitalidad.




En sus obras, el color, como necesidad expresiva, se manifiesta por medio de ocres. El ocre -tonalidad cargada de connotaciones simbólicas- remite el ojo a la tierra, a los espacios y a los tiempos inmemoriales. De ese limbo telúrico emerge una luz, un brillo, un resplandor: amarillos, dorados, plateados, rojos, utilizados como materias valiosas y como llamados de atención en el discurso visual. Ese punctum de fulgor, literalmente, “pellizca” el ojo de quien observa, es el objetivo final de la obra. Del color “neutro” germina el brillo, el mismo que no puede ser utilizado con dispendio: lo mejor siempre es escaso y es fugaz: es la idea contenida en el concepto de “precioso”. Pero en la puesta en escena del color, la artista utiliza una estrategia: esconde el brillo en los lugares recónditos, disfraza la luz en los fondos, no los evidencia en primeros planos sino que los “oculta” hasta que la mirada los descubre y se sorprende. En esa “sorpresa” se encierra la indiscutible recompensa del espectador, ya que aquél detalle revelador muchas veces subyace en lo inconsciente, en la evo-

cación, en la reminiscencia, pues cada obra es como el fragmento de una totalidad, es una y es todas las partículas, una especie de rompecabezas, que reproduce, pieza por pieza, alguna imagen originaria que sólo se comprende desde lo interior, y en primera persona. Por ello, cuando se observan las obras, “presentimos” que las conocemos.


El síndrome del déjà vu responde a la capacidad única del arte abstracto de aludir a lo universal, y en lo universal se encuentran las razones del conocimiento y de la existencia, así, el abstracto permite explicar problemas que, contrarios a lo fenoménico, pertenecen al ámbito de lo metafísico.

El abstracto, para Mercedes Salvador, es, por lo tanto, un canal que vehiculiza intuiciones existenciales, un instrumento para la emoción, un experimento y un descubrimiento constante que invita a sorprendernos con aquel centelleo escondido, donde menos lo esperamos.



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