En la palma de la mano. Artistas de los ochenta

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Otras publicaciones de Fundación Alon Mal de Amores y otros males Catálogo de la exposición en el Centro Cultural Recoleta. Texto de Fabián Lebenglik (2001)

Carlos Alonso, (Auto) biografía en imágenes Edición cuidada por Jacobo Fiterman. Textos de Diana Wechler, Sylvia Saitta, Roxana Olivieri, Mario O'Donnell, María Teresa Constantin, Pedro Orgambide y Fernando Lorenzo (2003)

Dante Ilustraciones de Carlos Alonso. Selección de textos Mario Bani. Prólogo de Rosa Maria Ravera (2003)

Carlos Alonso en el Infierno Catálogo de la exposición en el Centro Cultural Recoleta. Texto de Raúl Santana (2004)

Luminosa Espiritualidad Ilustraciones de Manuel Mujica Lainez. Texto de Guillermo Whitelow (2004)

Hay que comer Catálogo de la exposición en el IVAM, España. Textos de Fabián Lebenglik y Alberto Giudici (2005)




El Arte y la Cultura enriquecen la vida de toda la comunidad y se constituyen en un objetivo prioritario del Grupo Zurich en la Argentina. Con la finalidad de acercar expresiones artĂ­sticas a todos los ciudadanos, Zurich presenta esta obra como un aporte a la cultura y testimonio de compromiso con el paĂ­s.



Victoria Verlichak

EN LA PALMA DE LA MANO Artistas de los Ochenta


Coordinación general Ing. Jacobo Fiterman Edición Victoria Verlichak Producción Marcela Roberts Diseño gráfico Estudio Marius Riveiro Villar Corrección de textos Olga Martedí Fotografía de la autora Jorge Barbosa Preimpresión e impresión Ronor®

© 1996, Victoria Verlichak Primera edición: octubre de 1996 Segunda edición: octubre de 2005 Impreso en la Argentina ISBN 987-22437-0-0 Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea mecánico o digital, sin la autorización de la titular del Copyright.

Verlichak, Victoria En la palma de la mano : artistas de los ochenta - 1a ed. Buenos Aires: Editorial Fundación Alon, 2005. 224 p. : il. ; 23x17 cm. ISBN 987-22437-0-0 1. Arte Contemporáneo Siglo XX. I. Título CDD 709.04 Fecha de catalogación: 22/09/2005


Para Nicolรกs y Tomรกs A Pepe Eliaschev



La poésie ne s’impose plus, elle s’expose Paul Celan



pr贸logo



Apuntes para un contexto Planteado como una “intromisión” en las vidas de Eduardo Medici, Matilde Marín, Remo Bianchedi, Roberto Elía, Ana Eckell y Fernando Fazzolari, durante el año 1996, el volumen En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta va y viene por sus trabajos y sus días. Precisamente, las imágenes que entonces acompañaron los textos eran de obras realizadas aproximadamente en la época de nuestras conversaciones. La nueva edición mantiene los relatos básicamente intactos, hay algunas variantes en las imágenes de los años Noventa y se suman nuevas reproducciones de los Ochenta. Hasta donde se alcanza a ver, parte del título del libro –Artistas de los Ochenta– puede llegar a ser considerado inadecuado. Porque aun cuando a veces, la periodización contribuye a organizar un discurso, la denominación Artistas de los Ochenta no alcanza a cubrir cabalmente ese arco de tiempo ya que también las décadas, como los siglos tienen bordes porosos. Tampoco logra describir la complejidad ni los matices del trabajo de los artistas protagonistas de ese momento o de este libro. Sin embargo, la puntualización realizada en la primera edición del volumen, en relación con que Medici, Bianchedi, Elía, Marín, Eckell y Fazzolari “pertenecen a un grupo por comodidad, llamado (por la autora) de los Ochenta, la década en que surgieron a la consideración pública […]”, sigue siendo válida. Sin olvidar que los artistas comenzaron a trabajar y exponer en los años Setenta; Bianchedi incluso se inició en los Sesenta.

Cambia todo cambia Los años Ochenta son tiempos de pacíficos y marcados cambios políticos en las diversas regiones que integran América latina. Señalan el proceso de democratización en países del Cono Sur como Bolivia (1982), Argentina (1983), Uruguay (1985), Chile (1990). Es un período de transición en Paraguay (con la caída de Alfredo Stroessner en 1989) y en Brasil, en las postrimerías de una dictadura militar instaurada en 1964 y que se derrumba en 1985. Con el retorno a la democracia y la elección de Raúl R. Alfonsín como presidente –el 30 de octubre de 1983, con el 52 por ciento de los votos–, se pone fin a la infausta dictadura militar (1976-1983), cuyos principales responsables son juzgados y condenados.1

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Enjuiciados a partir de 1983, por decreto del presidente Raúl Alfonsín, los integrantes de las juntas militares de la dictadura (1976-1983) fueron condenados por la justicia en 1985.

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Aun antes del advenimiento democrático, ávidos de información y de libertad, los artistas locales crean, leen, miran, trabajan en solitario o en grupo, persistiendo en sus enunciados individuales y a veces, reflejando lenguajes internacionales. En las páginas siguientes los artistas señalan experiencias de los años Setenta, con situaciones comunes a toda la producción cultural. “Si uno no se iba por Ezeiza o se tiraba al río y se iba nadando, había otras maneras de partir. Yo remontaba la vida en mi taller […]” (Eckell). “Aquel [1978] fue uno de los peores años de la dictadura militar. ¿Quién sabe por qué comencé a pintar? ¿Para poder sobrevivir?” (Medici). Justamente, en los años de plomo los grupos de estudio privados (para contrastar o complementar la Universidad censurada), la música en los sótanos, la militancia en el teatro, los encuentros en talleres –donde los artistas pintaban, hacían grabados, trabajaban la escultura– fueron más necesarios que nunca. Podría decirse que existía, entonces, una cultura de las catacumbas que comenzó a salir a flote a partir de la gradual debilidad de las autoridades militares a causa de la derrota, en junio de 1982, del país frente a Inglaterra en la irresponsable guerra emprendida por la recuperación de las islas Malvinas. En el caso de las artes visuales, antes del decaimiento de la dictadura militar funcionaban varios ámbitos como el Museo Nacional de Bellas Artes, que presentaba el Premio Marcelo de Ridder, y algunos espacios comerciales –Artemúltiple, Arte Nuevo, Ática, El mensaje, entre otros– que albergaban la producción artística de ese momento. A partir de 1980 abrieron otras galerías como Alberto Elía, Adriana Indik y algunas instituciones como el Centro Cultural de la Ciudad, Fundación San Telmo, Espacio Giesso. Claro que, con la libertad de la recién nacida democracia, las necesidades expresivas se tornaron apremiantes y proliferaron nuevos ámbitos, se multiplicaron los concursos, florecieron agrupamientos más o menos duraderos y se realizaron obras relevantes y al decir de Fazzolari, algunas “espantosas, producto de la aceleración y urgencia” que se vivía.

Eclecticismo internacional Las inscripciones y etiquetas aquí citadas, más abarcadoras que rigurosas, sirven para describir la atmósfera expresiva de esos momentos. En los años Setenta, en el campo de las artes visuales internacionales no surgen tendencias, estilos, actitudes o estados de ánimo de nota. Entonces, se profundiza el vínculo entre el arte y la tecnología y el desarrollo de la pródiga propuesta conceptual iniciada en la década del Sesenta.


Los años Ochenta se caracterizan por la renovada visibilidad y recuperación de la pintura, por la conciliación y la mezcla de diversos estilos artísticos anteriores y el renacer de antiguos géneros. Es una década ecléctica en la que afloran distintas tendencias. A partir de 1979, Achille Bonito Oliva organiza varios artistas italianos en torno a la transvanguardia, promoviendo un retorno a la figuración “entre barroca y manierista” y a la pintura “mito-poética”. Por su parte, el neoexpresionismo –pintura salvaje, que remite al expresionismo de la década del Treinta– se gesta principalmente en Alemania a partir de 1982. Así como el crítico italiano pone en primer plano (inclusive comercial) al grupo de artistas de la transvanguardia, el éxito del neoexpresionismo se debe también a la labor de alto perfil de las galerías comerciales de la ciudad de Colonia, en la entonces Alemania Federal (Occidental), que promueven en galerías y museos a sus artistas, quitándole la exclusividad a Nueva York (que, en sintonía, genera sus propias estrellas artísticas), como único centro comercial del arte. Los años Ochenta son tiempos de excesos donde el culto a las celebridades en el arte va de la mano de precios topes tanto en pintura contemporánea como moderna, principalmente en los Estados Unidos y en menor medida en Europa. Igualmente, las obras de la transvanguardia y el neoexpresionismo tuvieron que pasar por los Estados Unidos antes de volcarse por América latina como algunas de las corrientes influyentes de los Ochenta. En ese sentido, el retorno a la pintura también aparece como una necesidad (sino una construcción) del mercado, asentada en el cansancio por las exigencias intelectuales y el dispar desempeño comercial del arte conceptual de los Setenta. Entretanto, en esta década la noción de multiculturalismo se convierte en una definición corriente en los Estados Unidos y en menor medida, en Europa. Supone un reclamo para que los productos culturales de Asia, África y América latina sean considerados en sus propios términos y no como exóticos. En teoría, su significado resultaría en una equiparación del arte de los países centrales con el de la periferia. A pesar de las presuntas buenas intenciones (y la globalización y las nuevas tecnologías de comunicación) persiste –como ahora– la hegemonía de una aristocracia de curadores y directores de museos, residentes en los países centrales, que sentencian qué es el arte actual. A medida que se disipa el entusiasmo por la transvanguardia y el neoexpresionismo, aparecen el Neo-Geo (conceptualismo neo-geométrico), la revalorización del graffiti con artistas del East Village (barrio neoyorquino con una escena de arte marginal rápidamente aburguesado), se desarrolla la experimentación con la fotografía que libera a los artistas de la necesidad del testimonio.

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Osvaldo Monzo Las lunas de Monzo, 1987.

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Juan José Cambre Autorretrato, 1985.

Al principio de la década comienza a hablarse de posmodernismo. La pluralidad que conforma el arte de los Ochenta resulta en una etapa de disolución de las categorías artísticas tradicionales cuestionando las nociones de confianza en el progreso cultural, de autoría y de originalidad; teniendo como antecedente al Pop Art, se borran las divisiones entre las bellas artes y la cultura popular. Son momentos paradójicos por donde se los mire. Algunos críticos señalan que “El arte […] latinoamericano fue relanzado a nivel internacional durante los años Ochenta, […] precisamente con la serie de prejuicios exotistas y sentimentaloides que le atribuían el poder de transformar los traumas históricos en valor iniciático, gracias a la exhibición de las cicatrices personales de sus artistas”.2 ¿Y en la Argentina? Claro que las expresiones de todo tipo prosperaron, pero en realidad no sería ajustado hablar del relanzamiento del arte en la Argentina; en los Ochenta se vivió el renacimiento de la democracia, acechada desde el día uno.

El escenario local Mucho se ha dicho en torno al renacer de la pintura local en los años Ochenta. Pero, en rigor de verdad en los Setenta, por las dificultades objetivas y por razones subjetivas, algunos notorios artistas comienzan, siguen o vuelven a la pintura (Carlos Gorriarena, Diana Dowek, Juan Pablo Renzi). Otros artistas conceptuales se nuclean en el Grupo de los 13, y luego en el Grupo CAYC, que tiene una inusitada preponderancia e incluso representa 2

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Cuauhtémoc Medina, La duplicidad que es un rostro, en Mónica Castillo, Yo es un otro. Catálogo de exhibición, California, Smart Art Press, 1998, p. 10. Bonito Oliva visita Buenos Aires, donde se traduce su texto: La trans-vanguardia, Achille Bonito Oliva. Buenos Aires, Rosenberg-Rita Editores, 1982.


al país en la Bienal de San Pablo 1977 y 1979 –¡en plena dictadura militar!–, a pesar de la integridad personal de muchos de sus integrantes. En los “fructíferos y febriles” (Fazzolari) años Ochenta, mientras que algunos críticos de arte organizan muestras que establecen relaciones con tendencias internacionales, otros artistas siguen con la renovación de la escultura, continúan con la pintura gestual a la que se dedican desde hace años o se concentran en una pintura o grabado informalistas, neoconceptuales. Este horizonte heterogéneo privilegia la figuración, pero también le otorga un lugar a la abstracción. Las diversas expresiones de la pintura –¿transvanguardista3 o neoexpresionista (casi sinónimos, separados por la muy resbaladiza y delgada línea que es la nacionalidad)?– generan en Buenos Aires distintos rótulos: “nueva imagen”; “joven generación”, “nueva pintura”. Sin embargo, no se puede hablar de una hegemonía de tendencias y relatos, porque en retrospectiva, bien se puede ver que cada uno siguió haciendo lo que quiso, supo o pudo. En sintonía con la libertad y la ilusión que se aspiran y, gradualmente, se respiran, en las cercanías del período democrático se arman (y desarman) una sucesión de grupos que, desde sus subjetividades, potencian la independencia expresiva. Algunos trabajan con la memoria colectiva y realizan acciones políticas como la de El Siluetazo,4 de septiembre de 1983, ejecutadas a instancias de los artistas Rodolfo Aguerreberry (1942-1997), Guillermo Kexel y Julio Flores. El grupo Escombros,5 entre otros, surge en

Gustavo López Armentía Destinos diferentes, 1988.

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Alfredo Prior Sin título, de la serie Osarios, 1982/1984.

Un mes antes de las elecciones generales que confirman la recuperación democrática, las calles de Buenos Aires fueron sembradas de siluetas sin identificación -pintadas sobre papeles y cartones y pegadas sobre todo tipo de superficies, por los citados artistas y por militantes de lo derechos humanosdurante una marcha en reclamo por la aparición con vida de los desaparecidos. La acción, reprimida por la policía que arranca/destruye las siluetas, queda registrada en fotos. Integrantes actuales: José Altuna, Claudia Castro, Horacio D'Alessandro, David Edward, Adriana Fayad, Luis Pazos y Héctor Puppo.

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1988 con un graffiti/mural: “Somos artistas de lo que queda. Nos sorprende seguir vivos cada mañana, sentir sed, e imaginar el agua”. La modalidad de conformar grupos, incluso para realizar performances callejeras, se multiplicó con el correr de la década, al igual que la proliferación de espacios de todo tipo habilitados también para las artes visuales, desde discotecas hasta la actual sede de galería Ruth Benzacar (1983). Las prácticas artísticas de Medici, Marín, Bianchedi, Elía, Eckell y Fazzolari coincidieron en un momento u otro con grupos y espacios con decenas de artistas, ricos en semejanzas y diferencias. Tal es el caso de Eduardo Medici con el Grupo Eme (1981) que reúne también a Osvaldo Monzo y Miguel Melcon, y el Grupo Babel (1985) con Gustavo López Armentía, Nora Dobarro, Juan Lecuona, Héctor Medici. Por su parte, Marín integra el Grupo Seis (1984) –con Olga Billoir, Alicia Díaz Rinaldi, Mabel Eli, Zulema Mazza y Graciela Zar– dedicado a la renovación del grabado e “Invitado de Honor” por Mari Carmen Ramírez a la Bienal de Puerto Rico (1988), en reconocimiento a las ideas que generan. Bianchedi coincide en la muestra “La joven generación” (Carlos Espartaco, galería Artemúltiple, 1981), con Juan José Cambre, Guillermo Kuitca, Alfredo Prior, Armando Rearte, E. Medici, Monzo, entre otros, y 18

Guillermo Kuitca El mar dulce, 1984.

María Causa Transporte real, 1989.

Col. G. Chateaubriand, Museu de Arte Moderna, Rio de Janeiro.

Armando Rearte La cruz del sur, 1986. Indianapolis Museum of Art. Donación de Gary D. Rosenberg en honor a Holliday T. Day.

Juan Lecuona Cala, 1986.


Felipe Pino Cotolengo Don Orione, 1981. Hernán Dompé Sucesos argentinos, 1988.

converge en “Ex-presiones” (Laura Buccellato y Espartaco, Centro Cultural de la Ciudad, 1983), con Marcia Schvartz, Felipe Pino, Duilio Pierri, y tantos más, y en “Bloque” con Hernán Dompé ( Jacques Martínez, 1986). Elía confluye con Eduardo Stupía, Jorge Pirozzi, Rearte, Pino, y más [Artemúltiple, 1980] y con Jorge Pietra, Ernesto Bertani, Carlos Bissolino, Danilo Danziger, Juan Doffo, Jorge Pirozzi, Eckell, en el Premio Braque [1982] y con María Causa, que compone con otros el Grupo de la X. Eckell integra la exposición “La Nueva Imagen” ( Jorge Glusberg, Jornadas de la Crítica, 1982) que incluye a Cambre, Monzo, Kuitca, Rafael Bueno, entre otros. Asimismo, Eckell forma parte del envío nacional a la 18º Bienal Internacional de San Pablo (1985), junto con Kuitca, Fazzolari, Rearte, Cambre, Prior. Por su parte, Fazzolari conforma el grupo La Compañía (1984) con Diana Aisenberg, Viviana Zargón, Luis Pereira y Carlos Masoch, con quienes edita la revista “Plasticool”, y se cruza con Enrique Aguirrezabala (1932-1991) componiendo escenografías junto con Elba Bairon para Emeterio Cerro.

Algunas conclusiones Mientras que algunos artistas reflexionan acerca del pasado reciente, otros se dedican a cuestiones metafísicas, a explorar nociones del cuerpo, de género y de identidad sexual, algunos utilizan la fotografía de forma autobiográfica. No todo se halla coloreado por acentos transvanguardistas o neoexpresionistas. En todo caso, el rasgo común a la producción de los Ochenta en la Argentina es la libertad artística que ésta refleja. Con la industrialización inconclusa, desde la Argentina, el estado de la discusión acerca del posmodernismo se ve de otro modo. Inclusive, la presunta modernidad y desarrollo cultural alcanzados aquí no sólo se estanca sino

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que sufre una regresión (gracias a los millones de nuevos pobres creados por la hiperinflación y el neoliberalismo salvaje aplicado a la economía local). Se ha dicho que desde los tempranos años Ochenta se impone como tendencia hegemónica la pintura, también es preciso decir que en esos mismos tiempos se le vuelve a dar la extremaunción. Como tantas veces antes, desde el comienzo del siglo XX, entonces se reanuda la discusión sobre la muerte de la pintura, como lo hiciera inclusive en la Argentina Jorge Romero Brest en los Sesenta. Más adelante, junto con cierta melancolía por las supuestas y sucesivas muertes –de la pintura, de los relatos, del autor, de lo real– surge el artista que pareciera abandonar su papel romántico, asumir un protagonismo inusual y zambullirse (o intentarlo) en el mercado, adoptando sus mismas estrategias. Más allá de discusiones presuntamente teóricas, entre otras razones, la pintura tiene su vida asegurada mientras sea la forma más vendible del arte, por cuestiones intrínsecas y porque es fácil de exhibir, de guardar.

Otrosí

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Las obras y actividades de los años Ochenta en la Argentina generaron varias muestras luego de esa década, que fueron documentadas y pueden ser repasadas. Entre ellas, la pionera “Los 80 en el MAM” [curadoras Silvia Ambrosini y Alina Tortosa, Museo de Arte Moderno, 1991]; “Escenas de los 80. Los primeros años” (curadora Ana María Battistozzi, Fundación Proa, 2003); “Manos en la masa” (curador Duilio Pierri, Centro Cultural Recoleta, 2003); “Colección Alberto Elía - Mario Robirosa” (Museo Nacional de Bellas Artes, 2004); “Arte argentino en los ‘80” (Galería Adriana Indik, arteBA, 2005). En coincidencia, se exhibieron “La Transavanguardia Italiana” (Fundación Proa, 2003) y “El Regreso de los gigantes. Pintura Alemana 1975-1985 de la Colección Deutsche Bank” (Museo Nacional de Arte Decorativo, 2003).

Carlos Masoch King Kong, 1985.

Héctor Medici Bordes y orillas, 1985.


introducci贸n



Algunas palabras para un porqué* En la palma de la mano es un corte, una intromisión en el momento actual de seis artistas argentinos que se cuentan entre los que más me intrigan dentro de la generación intermedia. No es una biografía ni un listado de todas sus actividades. Reedita las experiencias privadas y los puntos de vista de Eduardo Medici, Matilde Marín, Remo Bianchedi, Roberto Elía, Ana Eckell, Fernando Fazzolari; responde preguntas básicas e intenta plantear las esenciales. Es cierto que la obra existe más allá del artista, pero ¿qué sería de la historia del arte renacentista si el pintor y arquitecto Giorgio Vasari no hubiera escrito y publicado en 1550 cerca de doscientas biografías de arquitectos, pintores y escultores italianos? Además, como dice Paul Auster, la mano del pintor, del artista “rara vez nos permite observar su propio comportamiento. Cuando miramos un cuadro vemos un cúmulo de gestos, el anhelo de lo inanimado por cobrar vida. Concebimos la obra como un objeto, independiente de la voluntad que se oculta tras ella”. Los artistas, que se retiraron de la palabra y se dedican a armar un relato por medios visuales, recorren en este libro el camino de la memoria para explayarse con su propia voz acerca del espíritu que anima sus trabajos, sobre el descubrimiento del arte, sus recuerdos infantiles, influencias, situaciones estéticas, preocupaciones éticas, cotidianas. Encontré la manera de capturar ciertos pensamientos pero nunca del todo sus obras, que retienen su capacidad de conectarnos con las reacciones espontáneas del ojo, el cuerpo y la mente y que siguen teniendo mucho de inasible, fugitivo. Me acerqué a ellos sin prevenciones ni escepticismo. Como yo, tienen entre cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años. Cuando la dictadura militar impuso el terror de Estado en la Argentina, los artistas tenían veinte y pico y su desarrollo –como toda la vida cultural del país– fue trabado, postergado por las circunstancias. Precisamente, elegí trabajar con ellos por proximidad generacional. Pertenecen a un grupo –por comodidad, llamado de los Ochenta, la década en que surgieron a la consideración pública– actualmente “sandwicheado” entre los maestros y los jóvenes emergentes. Varias veces premiados y reconocidos, son buenos artistas de cuya obra, sin embargo, no se han publicado libros. A medida que fui investigando y escribiendo, me di cuenta de que el libro, además de contemplar mi deseo de dejar constancia de los trabajos y los días de los seis, también me sirvió para reconocerme en ellos, encontrarme. Como no podría ser de otro modo, trabajé con mi subjetividad e indagué desde mi propia historia. Así, el hilo narrativo subraya las cosas que más me interesan. Me alegré con sus viajes, premios y muestras, me apené con sus dificultades y pérdidas. Las páginas que siguen reflejan la energía y

* Éstas son las palabras de introducción que, junto con los perfiles de los artistas (con ajustes casi imperceptibles), acompañaron la edición original del libro.

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las frustraciones de estos artistas plásticos pero bien pueden tomarse como un indicio del actual panorama cultural argentino, del estado de ánimo de creadores en distintas disciplinas e igual edad. Por más terrible que sea el sujeto de sus preocupaciones y la representación de sus visiones, estos artistas son –a su manera– optimistas, no cruzaron los brazos, siguen pensando y produciendo. Miran con un ojo al mercado pero con los dos al hecho artístico. Para ellos, hacer arte no es un lujo ni algo inútil. La posibilidad de desear, de interrogarse, de internarse en la oscuridad y gozar es en cierto modo lo que los hace continuar con su obra. Este texto no intenta dirimir batallas ni discusión alguna sobre el arte contemporáneo. Está pensado como un aporte hacia el conocimiento de una serie de sensaciones e ideas que ocurren en la conciencia de los seis artistas elegidos. Hoy, cuando no existe una tendencia hegemónica en el panorama del arte actual y los artistas tienen mayor libertad que nunca, aunque también están menos seguros de los productos culturales que elaboran, los espectadores tienen la responsabilidad de ser más protagonistas. Cuando hace poco menos de un año Matilde Marín me desafió a hacer un libro, me acordé de Marta Traba –la gran crítica de arte y escritora argentino-colombiana– y el sonido de su máquina de escribir. La ventana del escritorio de Marta daba al cerro, al parque de juegos del mismo edificio donde vivíamos en las Colinas de Bello Monte de Caracas, a mediados de los años Setenta. Cuando llevaba a mi hijo a jugar, escuchaba con admiración ese ruido de tecleo. Marta me mostró su pasión por el arte y despertó la mía pero también me dio a leer mi primer E. L. Doctorow, me aconsejó veranear en Cartagena de Indias y me enseñó a hacer una buena carne al horno. Aprendí mucho junto a ella, por la generosidad con la que dedicó su tiempo a la ignorante/inexperta y muy joven mujer que era yo entonces. Años después, nos visitamos a menudo cuando ambas vivíamos en el área de Nueva York con nuestras familias. Yo ya había comenzado a escribir. Su aprobación y aliento fueron cruciales para que continuara. Desde su muerte en 1983, la he recordado muchísimas veces igual que durante la preparación del libro. Sé que se hubiera puesto contenta por mí y que le hubiera gustado leerlo. A mí me haría feliz saber que este escrutinio al que se prestaron los artistas y por el que les agradezco, esta aproximación a su vida y obra sirva para que la próxima vez que los lectores se crucen con una creación de cualquiera de ellos, puedan mirarla con nuevos ojos. Los artistas no se hallan mencionados alfabéticamente pero esto no supone una escala valorativa. Quise que el perfil de cada uno aparezca publicado en el orden en el que fue trabajado. Así los seis artistas –Medici, Marín, Bianchedi, Elía, Eckell, Fazzolari– siempre interpretados, traducidos, traicionados tienen ahora la palabra.

Buenos Aires, 4 de agosto de 1996.


eduardo medici lo otro de la vida


Retrato del artista: Fernanda Martínez Rubio

Nace en 1949, Buenos Aires, Argentina. Exposiciones individuales. 1997: Entre mí y mí, Museo Municipal Juan Manuel Blanes, Montevideo; In praise of Memory, Sicardi-Sanders Gallery, Houston. 1999:

Pintura 20 años, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. 2000: Fotografías, María Schneider Gallery, Chicago. 2003: Diana Lowenstein Fine Art, Miami. 2004: Galería Rubbers, Buenos Aires; Galería ArtexArte, Buenos Aires. 2005: Restos,

Rastros, Rostros, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. Exposiciones Colectivas. 1999: Contemporary Latin American Photography, Center for Photography, Woodstock; Fiac 99, Diana Lowenstein Fine Art, París. Premio Costantini de Pintura, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. 2000: Art Basel, Diana Lowenstein Fine Art, Basilea; ARCO 2000, Madrid. 2002: The art of afterward, The Sidney Mishkin Gallery, Nueva York. 2005: Contradicciones y Convivencias II, Arte de Latinoamérica 1981-2000, BID Cultural Center Art Gallery, Washington D.C. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá. Premios y Becas. 1997: Primer Premio Arlequín, Fundación Pettoruti, Buenos Aires. 2001: Primer Premio Salón Municipal Manuel Belgrano, Museo Sívori, Buenos Aires. 2004: Beca Fundación Antorchas.


Eduardo Medici construye serenamente desde hace casi veinte años una obra tan sigilosa como estremecedora que tiene al propio cuerpo como soporte principal de sus ideas. Aun en estos días de cambios personales, cuando no se siente feliz ni con su vida ni con su tarea –que considera lo único que vale la pena–, él se sigue exponiendo y muestra “lo que uno niega”. Durante años no se guardó nada y entregó en pinturas e instalaciones, su cuerpo, su sexo, sus entrañas, sus deseos que decantaron metáforas y revelaron “el lado no iluminado de la vida”. Con su deliberada ambigüedad, los vidrios y velos –delicados tejidos, enigmáticas transparencias– que acaba de incorporar a su trabajo, realizado también con impresión y fotografía, provocan al observador a encontrar por sí mismo sensaciones apenas sugeridas y significados que se intuyen insondables y desconcertantes. Las obras “Entre mí y mí”, la muestra de agosto 1996 en la galería Der Brücke, consolidan el tránsito de la pintura al uso de material fotográfico, informan sobre la coexistencia del palimpsesto y los lienzos vaporosos, proclaman la fragilidad de la identidad entrevista en fragmentos reflejados en espejos quebrados. “Dios mío, Dios mío ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo? ¿Qué es este intervalo que hay entre mí y mí?” se preguntó con el entrañable poeta portugués Fernando Pessoa. Su trabajo entrecruza placer y sacrificio, sostiene el espanto y reitera momentos existenciales, se inquieta por el hombre y articula un imposible combate contra el tiempo. A Eduardo le aburre ser asociado con el pesimismo sólo por internarse en lo tétrico, asomarse a lo perverso y dejarse conmover e invadir por lo desconocido. “Como si lo bello no fuera parte de lo siniestro”, confiesa este artista cuya obra está aquí para quedarse.

Como dolores en el cuerpo Puede que sea un poco hipocondríaco, sugestionable. Pero a Eduardo se le nota que lleva en el cuerpo su trabajo visceral y estrechamente ligado con lo emocional. Más que nunca, ahora que tiene cuarenta y seis buenos años, la idea de la muerte le resulta atroz, aterradora. Quizá para conjurarla la cita, la muestra en su obra y la llama en su conversación. Arma las escenas más temidas en su ferviente deseo de exorcizarlas. “Me doy cuenta de que para trabajar necesito que algo me movilice desde adentro, estar inquieto. Mi proceso de creación es un tiempo de espera. Yo espero, nunca boceto ni tengo ideas previas. Nunca quiero saber. El conocimiento me corta. Cuando sé, todo es más

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simple y nada me sorprende. Cuando trabajaba desde el saber producía más. Por eso cada vez produzco menos. No quiero apelar a subterfugios, busco producir menos porque no quiero saber. En estos días sólo quiero hacer una obra cuando siento que pugna por salir, si no, no. En la calle nunca nada me hizo clic. Los clics míos aparecen como dolores del cuerpo. Me duele el estómago, siento una puntada en el hígado. El cuerpo me avisa. Creo que toda la obra refleja las propias alarmas corporales. Nunca tengo imágenes de afuera. Bueno, seguramente que sí, porque todo lo que uno tiene adentro viene desde afuera. Son proyecciones pasadas por el cuerpo, quiero decir, uno internaliza el afuera pero quedan traspasadas o pegadas en el cuerpo”.

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El cuerpo humano, tradicionalmente objeto privilegiado de la representación artística, es uno de los temas centrales del arte hoy. La Bienal de Venecia de 1995 le dedicó su provocativa exhibición principal que ocupó el magnífico Palacio Grassi y varias galerías del Museo Correr. “Identidad y alteridad: Figuras del cuerpo 1895-1995” es la historia del cuerpo y rostro humanos desde 1895 al presente. El emprendimiento, que debatió acerca de los actuales problemas del arte considerando su evolución desde la fundación del festival, se centró en “la permanencia de la imagen del hombre”. La fascinación con el cuerpo como sujeto no conoce fronteras nacionales ni de género. Existe un rescate de la imagen natural del cuerpo, del cuerpo como soporte, del cuerpo abyecto, con sus excrecencias, mutilado, aplastado, dramatizado. En los años Ochenta, la norteamericana Barbara Kruger declaraba a través de un collage que “el propio cuerpo es un campo de batalla”. “Yo llegué al cuerpo por una problemática personal. Las primeras pinturas que realicé fueron esqueletos en diversas posiciones. En todas las series que hice estaba el cuerpo pero casi siempre deformado. Finalmente, se dio un proceso en el cual decidí tomarme como modelo. Quería que se notara mi presencia como una manera de enfrentarme a mí mismo. Yo no llego a la problemática corporal por una cuestión de moda. En mi caso se relaciona con la percepción que tengo de mi cuerpo. Lo siento como algo muy frágil y esa fragilidad es la que decido mostrar”. Cuando el músico británico Peter Gabriel imaginó el alucinante video Sledgehammer, utilizó animación computarizada para ilustrar su música, entró a la historia de la producción de videos musicales y a los hogares de todo el mundo a través de la MTV (Music Television). Con esta pieza


Gabriel se zambulló en una de las cuestiones más emblemáticas del arte actual. Motorizado por el deseo de ser “cualquier cosa” (I’ll be anything you want) para su amada, sufrió mágicas, múltiples y veloces metamorfosis. Navegó en mares azules y cielos tranquilos transformado en sapo y en pájaro, viajó al fondo de la Tierra convertido en remolino, fue una tarta de frutas, pasó por martillo neumático y más, mucho más. Mutante y mutado, entre el dolor y el deleite, Medici también está siempre presente y distinto en su propia obra. “El cuerpo de los otros llegó a ser mi cuerpo y pasé yo a habitar el cuerpo de los otros. Esto me moviliza. Por un lado me gusta, porque puedo ironizar, dramatizar, hacerme andrógino, convertirme en místico, hacer de mi cuerpo un laboratorio, irradiar mi deseo, representarme muerto. Esto también tiene que ver con transformaciones íntimas”. Durante los últimos meses del pasado año tomó cruciales decisiones. Se sintió triste, reconcentrado, productivo. Soportó y produjo una serie de cambios afectivos y operativos. “Mi formación como psicólogo no incide en el texto de la obra, quizá en el abordaje. Me sirve para seguir mi proceso creativo, desdoblándome y tomando distancia para ver qué me pasa, sobre todo durante los cambios internos. Me doy cuenta de que las variaciones afectivas siempre producen crisis en mi manera de aproximarme al trabajo. El conflicto se desata al estar yo nuevamente inmerso en un proceso de desconocimiento que produce innovaciones en la imagen. Entonces me doy cuenta de que mis vicisitudes tienen que ver con alteraciones en el afuera que me conmueven. En ocasiones, necesito que pase algo que me movilice emocionalmente para provocar una ruptura en el producto, en el resultado de la obra. Muchas veces es doloroso y me siento mal, porque percibo que para producir los cambios tomo como conejillo de Indias a quien más quiero. Esto no es consciente pero las sucesivas modificaciones de imágenes que tuve a lo largo de los años aparecen sistemáticamente en sincronía con alteraciones en mi vínculo con los afectos, con el mundo”. Primero parcial y luego contundentemente, por estos días el artista proclamó para sí el fin de una etapa, alejándose de la pintura. Radiografías, fotocopias, impresiones, papel, vidrios ratificaron su insistente proximidad a nuevos materiales.

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“Ahora, últimamente, no quiero ni me da placer pintar. No quiero agarrar más el pincel y estoy trabajando con fotografías, negativos y emulsión fotográfica. Creo que estoy en un momento de saturación. La crisis por la que estoy atravesando produjo un quiebre justamente en el acto de pintar”.

De chico no hablaba Cuando Eduardo era pequeño estaba surcado por los miedos y era dolorosamente introvertido. No hablaba. Ahora tampoco derrocha palabras pero cuando lo hace es irrebatible. Es capaz de decir las cosas más siniestras entre sonrisas y las más dulces con una terrible seriedad. Y siempre con la misma voz queda, casi susurrante. Algunos, como su amigo Juan Lecuona, le dicen “el mudo”.

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“Recuerdo que de chico, las caretas me asustaban, la momia me perseguía y un perro policía me acechaba. Creo que el psicoanálisis diluyó algunos miedos y el arte me ayudó a romper el silencio. Más que el arte, todo lo que lo rodea, los amigos del medio. Yo hablé muy poco hasta la adolescencia, hasta que empecé a hacer terapia pasados los quince años. Tampoco dije una sola palabra durante el primer año de análisis. Iba a sesión y no hablaba, el terapeuta tampoco. Él me hacía el espejo hasta que no aguanté más y empecé a hablar, creo que la de él fue una buena estrategia. Yo sufría. Me miraba y yo miraba para otro lado. Mis ojos se perdían en una gran biblioteca donde él tenía todo [ Jean-Paul] Sartre y ahí me fasciné con el filósofo francés, me quedé pegado al existencialismo. Es cierto que hablo poco, pero esto también fue reforzado y me sirvió para escuchar mejor cuando ejercí mi profesión de psicólogo durante doce años. Mi padre hablaba muy poco con la familia. En vez de hablar con nosotros se iba al jardín y hablaba solo. Nunca pude escuchar lo que decía, era como un monólogo. Con eso él armaba ficciones. Tenía una doble vida en ese sentido, por un lado las pocas cosas que nos decía y ese otro lugar donde hablaba todo el tiempo. A todos nos extrañaba. Yo no la pasaba nada bien con su manera de ser, seguramente esperaba alguna palabra especial de mi papá, porque sabía que me quería mucho”. A falta de un padre con quien comunicarse, tuvo dos madres. Fue criado también por una mujer que alquilaba un cuarto en la casa familiar. Nieto de inmigrantes italianos, nacido en una calurosa noche del 15 de diciembre de


1949 de una madre dedicada a la casa y un padre transportista, Medici realiza un trabajo que cruza bordes y que es más expresivo que cualquier relato verbal. Este conceptualista caliente (como bien se autodefine), cuya obra produce un sutil sistema de significados, comenzó tempranamente una precaria y milagrosa relación con lo visual en un barrio de San Justo, una zona de la provincia de Buenos Aires entonces doblemente periférica. “Creo que me impactó un tío que pintaba y dibujaba. Después no hizo nada más pero dibujaba muy bien, ahora sería considerado como un hiperrealista. Yo veía sus cosas y me llamaban la atención. Así empecé a dibujar y entonces mis padres a los siete años me mandaron a una ‘academia de arte’ a pocas cuadras de casa y ahí estuve copiando yesos hasta que me recibí. A los quince años me dieron un diploma que me habilitaba para ser profesor de dibujo y pintura. Era loquísimo. Yo no entendía de qué se trataba el arte, pero ya tenía un diploma. Jamás había pisado un museo o una galería, estaba alejado de todo este mundo, ni tenía idea de que existían. Mientras estudiaba pintura me pusieron un profesor de bandoneón. Supongo que eso fue obra de mi madre, a quien le gustaba el tango y quizá soñaba con cantar conmigo. Ella era muy fóbica, muy temerosa, tenía miedo de que me lastimara, de que me ensuciara y siempre jugaba solo. Como leía mucho, partí hacia aventuras literarias olvidando mi diploma de pintura y el resto”.

Buscarse en un espejo Desde 1973 se “ensucia” con pinturas, tintas, emulsiones, solventes. Fue después de hacer un colegio secundario normal, un año de medicina y la carrera de Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Debutó en 1979 con “Saco y corbata”, una serie de pinturas que despliega en la galería Lirolay y que prefigura algunos de sus temas posteriores: la idea de inmolación, el cuerpo maltratado, el rostro distorsionado, la mirada negada. “Encontré definitivamente a la pintura en 1978. Aquel fue uno de los peores años de la dictadura militar. ¿Quién sabe por qué comencé a pintar? ¿Para poder sobrevivir?” La abstracción de “Buenos Aires, una fiesta”, signos e indicios que muestra a comienzos de los años Ochenta, deja paso en 1984 a las variaciones neoexpresionistas de “Algo pasa en tu cara”. Pero implacable en sus juicios,

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Eduardo sostiene que “Cruz-y-ficciones”, su exposición en la galería Jacques Martínez que marca su vuelta a la figuración con el hombre como protagonista casi excluyente, es la primera que realmente importa. “Estoy convencido de que mi obra empieza en 1987. Es en esos cruces y con esas ficciones cuando empiezo a subjetivizarla. Siempre digo que lo artístico es el cruce de lo biográfico con la historia del arte. En ese encuentro se da la obra. Antes de ese instante, creo que yo estaba más en la historia del arte, todavía no realizaba el entrelazamiento con mi propia historia. Desde ese momento tengo necesidad de estar yo presente. Siento la necesidad de poner mi propio cuerpo”.

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La cruz –escenario del sacrificio y símbolo primero de una nueva era– y sus consecuencias siguen habitando las ficciones visuales del artista. Muchas veces esas fantasías están ocupadas por la ambigüedad. En las pinturas y objetos de “Entre la luz y la sombra” de 1989, por momentos asoma una sensualidad que origina placer y vida mientras que en otros se pasea la esterilidad. Los ángeles acompañan los gestos de la expiación en las pinturas de 1990. La ofrenda es mujer o cuerpo yacente en otras fábulas que denuncian tanto los trabajos de la muerte como los del amor. Eros y Tánatos, el eterno dúo. Pero las ficciones literarias vinieron antes. De aquella época es Una pequeña mancha negra y húmeda, un cuento inédito donde un hombre, con un cuerpo “como si no le perteneciera”, está un domingo anaranjado esperando un llamado telefónico. La presión de paredes rojas, un teléfono blanco, una mosca negra configuran un clima aplastante –caluroso, árido y a la vez pleno de colores– que impide la comunicación. En su escritura, el artista anticipó la misma soledad que se instaló en la pintura de cuerpos abandonados y en las fotografías de rasgos borroneados a causa del implacable paso del tiempo que “se vuelca de los relojes, desparramándose sobre las cosas”. “Ya casi no escribo, aunque ahora lentamente estoy empezando a hacer un diario erótico-filosófico. Nunca me importó anotar nada acerca de la circulación del trabajo, sí quizás, algunas citas que me interesan o pensamientos provocados por alguna obra que hice. Sigo siendo un gran lector. Como siempre, leo todo mezclado, poesía también. Me gusta Raymond Carver, soy fanático de Henry Miller, lo descubrí en la facultad cuando me compré Trópico de Cáncer. Me interesa mucho la narrativa argentina, especialmente el cuento. Ahora sobre mi mesa de luz tengo la biografía de Bacon de Andrew Sinclair; Lo bello y lo siniestro, de Eugenio Trías; La ciudad ausente, de Ricardo Piglia; Las cartas de amor de Nora Barnacle, de James Joyce.


Durante algunos años frecuenté en Buenos Aires el taller literario del rosarino Roger Plá y gracias a él conocí a Anselmo Piccoli, sin duda una figura capital en mi historia. Cuando una novia decidió que quería pintar, Roger nos habló de Anselmo. En ese momento yo tenía veinticuatro años, estaba recibido y escribía. Fuimos a lo de Piccoli, yo por acompañarla. Pero cuando entré y vi el taller del pintor me puse inquieto y me volvió la chispa por la pintura. Me dije ‘yo tengo que estar acá’. Charlamos con el maestro y decidimos empezar a ir juntos. Después ella me dejó a mí, a Piccoli, todo. Me quedé yo en el taller, me quedé con la pintura. Cuando empecé a ir, jamás se me ocurrió que se convertiría en mi vida, mi profesión, en lo único a lo que le encuentro sentido. Yo era psicólogo, ya tenía una profesión y la pintura entonces aparecía como una búsqueda, una expansión de mi universo interior. Por ese tiempo conocí a Susana Russo, con quien me casé el 14 de julio de 1978. Ella me cambió la vida. Y la pintura, también. Al comienzo no me planteé vender mi obra, tenía el dinero resuelto por otro lado. Tampoco me preocupé mucho por el mercado. Creo que eso me fue dando cierto horizonte de libertad. Siempre hice lo que quise con la pintura, siempre fue experiencia, investigación. Desde que vivo de esto exclusivamente, pienso que tal vez tendría que haber prestado más atención a la circulación de mi obra. Ser artista en la Argentina es buscarse en un espejo dentro de una habitación oscura”.

Los interrogantes “¿Qué pretendo con mi obra? Cuando estoy trabajando no tengo ninguna pretensión más allá de poder contestarme esa pregunta que tampoco sé cuál es”. Las imágenes del artista –pinturas y series con fotografías– cuentan una historia poderosa, aun cuando el espectador no pueda determinarla con exactitud. ¿Es la muerte bella y el sacrificio una donación en el altar inocente de un solo adorador? ¿Es el sexo un triunfo; el cuerpo, luz; y la desnudez, desamparo? ¿Es mostrando el ineludible final y los estragos del tiempo como el artista reafirma su creencia en el poder liberador del escándalo? “Aspiro a la construcción de un mundo propio. El otro día estaba leyendo Los otros, un asombroso libro de Arturo Carrera sobre la creación. Él se extiende sobre el biografema del que hablaba Roland Barthes, que se relaciona con la unidad mínima de biografía que uno trata de expresar en la obra. Me doy cuenta de que eso es lo que a lo

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largo de todos estos años yo he tratado de expresar: un biografema, un destello de mi biografía que finalmente diera cuenta de algo mayor, que expresara un mundo, mi visión repleta de interrogantes que son transportados de una obra a otra. El trabajo nunca queda hecho. Es así, la obra no se termina. Soy alguien que plantea y tiene preguntas que a veces veo y otras no. Es lo único que pongo en la obra y cuando a veces ésta se pone críptica, densa, me doy cuenta de que estoy poniendo algo que yo tampoco logro determinar qué es, pero que necesito volcar. A veces mi obra está tan llena, ocupa cada centímetro de tela porque tengo demasiadas preguntas. Eludo las certezas, me siento narrador de la duda. Soy muy dubitativo. Dejo mi mente vagar y arribo a pensamientos que afirmo y anulo de manera asombrosa y casi simultánea. En el fondo, siempre estoy pensando que no sé. Por mi experiencia docente doy por cierto que todos quieren saber lo que hacen porque da seguridad y lo saca a uno de cierto terreno angustiante. Creo que el conocimiento técnico es imprescindible para hacer el oficio, pero el otro querer saber no me sirve para nada”.

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En el taller del segundo piso de un viejo departamento de la calle Gallo está lo que Eduardo llama “la colección forzada del artista”, junto a algunos cuadros que ama. También hay muchos interrumpidos que esperan volver a ser trabajados. Casi seguro recubiertos, rara vez continuados. “Yo tapo todo el tiempo. Suelo dejar muchas obras a mitad de camino porque a veces, no sé cómo seguirlas y otras, porque sé demasiado bien cómo resolverlas. Las dejo precisamente porque sé. Por esta misma razón casi nunca pude hacer series, generalmente son muy cortitas, de tres cuadros. Algunos consideran esto un error. Ahora me estoy dando cuenta de que si uno quisiera intervenir en el mercado es mejor saturar, del mismo modo que se establece una marca. No termino de saturar porque hago dos o tres trabajos y esa serie se aleja de mi interés”. La marca, de todos modos, está dada por el rostro del artista –habitualmente incluido en la obra– cuando representa los sentimientos y dilemas morales que explora. Armado de paciencia, Medici es como un pescador que aguarda recoger los frutos pero más que un solo hilo en el agua mansa, lanza sus redes en un mar de incertidumbre. “Me doy cuenta de que me encuentro totalmente concentrado cuando estoy absolutamente borrado del afuera. Cuando los estímulos no


me llegan, ahí puede funcionar algo. En el trabajo siempre hay dos momentos. El primero es de inmersión en la obra. Uno comienza a disponer los elementos sobre la tela, la tabla sin saber el resultado hasta el instante de retirarse para tomar distancia y ver lo realizado. Uno va entrando y saliendo, haciendo diferentes capas de pintura, de fotos. La razón o el sentido no aparece acaso, hasta el final. Mi actitud frente al trabajo –pintura, instalación, ahora la fotografía– es siempre la misma y mis expectativas también. “Me enfrento diariamente con los materiales y espero que se arme el trabajo. Si no puedo hacer nada, leo, pienso. Estoy. Nunca tengo claro el mensaje que quiero dar, lo que quiero dar se corporiza en la tela, la madera o en la instalación. No pienso mucho en el receptor pero quiero movilizarlo en alguna parte, de alguna manera. Eso seguramente emite algún mensaje. Pero cuando me preguntan si lo político o lo social tiene alguna incidencia en mi quehacer contesto que sí pero no es algo consciente ni tampoco me interesa que lo sea. No apunto a transmitir ese tipo de mensaje. Sin duda, creo que soy testigo. “He analizado mi obra y me doy cuenta de que forzosamente uno da testimonio de su tiempo. En trabajos muy anteriores, en la serie de “Saco y corbata” aparecieron señores de saco y corbata muy longilíneos, perseguidores, individuos especiales. Siempre había una mesa horizontal que después se transformaba en otra cosa –¿en una mesa de torturas? – y que aparece en otros trabajos míos con una mujer acostada. Esto después lo repetí de otras maneras, pero en ese momento era una cosa muy rígida, cerrada, con influencias de [Francis] Bacon, de [Alberto] Giacometti y de viajes míos. Esa serie fue hecha en el momento en que ya había pasado la represión y los climas que yo daba tenían que ver con esa sensación. Yo empecé tarde a pintar, pero no a causa de la dictadura. Creo que más bien me paralizó la neurosis, aunque la opresión reinante tal vez ayudó a que ésta aumentara. Cuando se instaló la dictadura estaba en la facultad y yo encontré la pintura en 1978. Fue uno de los momentos más terribles. Aunque la información era retaceada, la angustia se vivía y la decadencia se sentía. Quizá comencé a pintar para poder respirar”. El entusiasmo del alma Antes, hasta hace unos meses, Eduardo compartía un departamento con su mujer y tenía dos talleres. Uno –cerca del Hospital de Niños– era su exclusivo lugar de trabajo, su muy privado sitio de reflexión. El otro taller esta-

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ba en Belgrano y era el punto de encuentro con sus alumnos. Allí, trajinaban más de veinticinco personas, enchastraban paredes y se veían satisfechos. Ahora que está solo, vive, trabaja y enseña en el mismo sitio. “Como vivo básicamente de la enseñanza, no he tenido más remedio que traer a mis alumnos al taller que actualmente pasó a ser también mi vivienda. Estiré mi departamento –de techos altos y lleno de recovecos– y así mi dormitorio y mi espacio de trabajo quedaron resguardados de la mirada de los de afuera. Sigue siendo un lugar protector. Antes venía todos los días un promedio de ocho horas a empezar algo, a terminar o a tapar todo lo que había hecho el día anterior. Hay una cosa rara, es muy extraño, cuando estoy en el taller –porque uno está– no me importan las interrupciones, dejo que se metan. Salgo a comer, recibo gente, voy a caminar”. Enseña privadamente desde hace quince años. Solía dar taller de pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, la institución oficial gratuita –se paga sólo un bono de ayuda– donde fue docente pero jamás alumno. 36

“Yo creo que el problema de las escuelas oficiales está dado por los programas que son viejos, obsoletos. Los alumnos no conocen casi nada del arte contemporáneo internacional, y a veces ni del local. No van a las muestras, no están orientados a la producción artística, hacia el circuito artístico. Ellos van a la escuela, pintan y se van. Creo que el problema –no sé si está bien decirlo– son algunos profesores. En un momento había bastantes artistas como profesores y ahora hay muchos que no lo son. Dan su materia pero no circulan por el mundo del arte y enseñan lo que está en el libro, en el programa pero no están expuestos, ni tienen idea de lo que pasa. Ni miran ni ven. Tiempo atrás ofrecí una ponencia en México sobre esto. Los organizadores me decían que el nuestro es el único país donde hay talleres particulares. Tanto en los Estados Unidos como en América latina los talleres se hacen en las universidades. Estoy convencido de que los que se están formando como artistas van a los talleres privados por insatisfacción. Casi la misma frustración teníamos los que cursábamos Psicología durante la dictadura. Nos vimos obligados a hacer cursos de [ Jacques] Lacan fuera de la universidad”. Pero él no desconoce el mecanismo perverso que funciona en torno a los talleres de artista. Sabe, constata, cómo se mezclan permanentemente la paja y el trigo.


“Tengo vocación para la enseñanza, aunque reconozco que si no fuera porque tengo necesidades económicas, sería más selectivo al momento de tomar a mis alumnos. Esto también produce una distorsión porque al no haber mercado, los artistas tienen que vivir de su taller. Pero hay artistas que no poseen una vocación pedagógica. Es más, algunos odian su taller y no pueden ni ver a sus alumnos pero terminan dedicándose a la enseñanza para sobrevivir. Esto es como una rueda: los talleres lanzan más gente que después no tiene dónde vender ni exponer sus cosas y que termina a su vez enseñando y compitiendo con los propios profesores. Se hace una cadena interminable. Hay algunas personas que están en un taller apenas tres años y de repente se los ve enseñando a otros. Pero creo que un taller, además de enseñar el oficio, tiene que contagiar el entusiasmo del alma. Tienen que estar las dos cosas pero primero debe existir la pasión, que es lo más difícil de transmitir”. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos artistas están produciendo en el estrecho circuito del arte de Buenos Aires y, menos aun, del país; cuántos pintores de domingo con aspiraciones existen; cuánto se pagó verdaderamente por una obra; cuántos talleres hay. Entre los números que están por ser verificados puede incluirse la cantidad de alumnos que generan los mismos talleres. Seguramente son miles. “Existen muchos niveles, casos. Se ve gente de todo tipo. Hay quienes vienen porque necesitan un lugar, necesitan estar y yo simplemente estoy. Quieren que les digan cosas pero yo uso mucho el silencio, casi no hablo. A los otros, a los que veo que tienen algo dormido, sí, los estimulo mucho. Cuando observo que están en el buen camino, se los digo si no, no. Soy duro, cuando no tienen idea de nada, también se enteran”. Aunque por cuestiones de amor y desamor, el espacio de trabajo de Eduardo se modificó drásticamente, sus fantasías no se achicaron. Uno de sus sueños es tener un taller inmenso con luz natural y compartimientos, para mejor dedicarse al grabado, fotografía, escultura, al pasaje de una disciplina a otra.

La mirada es para crear Eduardo tiene ojos verdes, reposados y curiosos. Como el artista habla poco, mira mucho. Habitualmente es su perceptiva y profunda mirada la que primero seduce y establece el diálogo con quien tiene enfrente.

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“Siempre digo que no quiero saber. Pero el otro querer saber es como un problema de identidad. Si apelo a lo psicoanalítico, ahí concuerdo con Lacan en cuanto a que ‘nunca vemos lo que miramos’. Yo trabajo desde ese lugar, creo que es así. Hay una diferencia que también es interesante –ahora que entré en lo psicoanalítico– entre visión y mirada. La visión –ver– tiene mayor relación con lo general. Uno ve lo que quiere ver, si yo quiero ver un ojo, veo ese ojo. Lacan dice que la mirada tiene que ver con el detalle, es la mirada inconsciente aquella que hace que en algún momento tengamos que estar ciegos para poder ver. Esa diferencia a mí me parece básica para el arte, para la enseñanza, para que los alumnos la tomen en cuenta. Quiero trabajar con la mirada, no con la visión. La visión es para el oficio, la mirada es para crear”. Cuidadoso al momento de elegir sus palabras, por momentos cáustico y desesperanzado, Medici aventura un diagnóstico acerca del cuestionable estado del arte en la Argentina: sostiene que la falta de interés se ve en los ojos. 38

“En cuanto a la mirada, que a mí me preocupa tanto, pienso que ni los críticos, ni los artistas, ni el público miran. Los veo sobrevolar las obras. La gente pasa y circula, pero no veo detenerse a nadie. Me he preguntado por qué ocurre eso y llegué a una conclusión. Estamos tan acostumbrados a los medios, al movimiento de las imágenes, al zapping, a la circulación continua que producen los medios audiovisuales, a contemplar en velocidad. Muchos hacen una especie de cinetismo y les parece que así las obras tienen movimiento pero nadie se detiene porque no lo soportan. Nadie mira y creo que esto es consecuencia de esta mirada educada por los medios de comunicación masiva. La gente pasea y mira, pero no establece una comunicación, en el sentido ritual, con la obra. ¿Tendría que suceder así, debería ser de otra manera? Recrean el movimiento de la televisión con el desplazamiento de sus cuerpos. Como no se mueve, perciben la pintura como algo estático en relación con lo que pasa afuera. De vez en cuando, alguno se detiene. Eso es lo único que nos queda, provocar alguna mirada. Yo busco, por ahí, que alguien se detenga”. Ríos de tinta se han escrito en torno a la experiencia estética del observador, a su presencia y participación, necesaria o no, en el momento de completar la obra artística. Eduardo quiere un espectador activo.


“No pienso en el espectador para darle algo hecho, no quiero que el espectador se reconozca. Quiero que le pase lo mismo que a mí, que se desconozca. Si esto sucede, mi trabajo le producirá algún efecto. En ese sentido lo necesito para completar mi obra. Preciso un espectador de ese tipo, que pueda leer, tenga sensaciones y deseos de obligarse a pensar algo acerca de la obra. No quiero que se fascine por una imagen hipnótica y que después de partir la olvide. De todos modos, tengo bien claro que el público capacitado para ver arte es muy poco. Inclusive se lo puede preparar, pero la mayoría no necesita ver arte, no tiene ganas. Parafraseando a Picasso que dijo ‘yo no busco, encuentro’, el arte no se busca, se encuentra. A mí me interesa lo que no se ve en mis cuadros. Mi intención es que la imagen que está presente –que es la que menos me cuesta ejecutar, lograr– desprenda algún sentido que, aunque no se vea, el otro lo pueda intuir. Los artistas siempre queremos mostrar algo que no podemos mostrar, porque en última instancia siempre se nos escapa. A mí me queda una enorme insatisfacción frente a la obra terminada porque nunca es lo que yo esperaba, siempre tengo la sensación de que falta algo”. Creadores, perezosos, sobrevaluados, conformistas, interrogadores, vapuleados, instintivos, pedantes, brillantes los críticos suelen acercarse al arte conmovidos, aburridos, convencidos y proporcionalmente equipados de saber e ignorancia. “El trabajo crítico debería iluminar, generar polémica, sostener una ética. Yo necesito al crítico porque me interesa conocer, leer todo lo que sea teoría. Pero creo que para construir su obra el artista no necesita a la crítica porque la obra surge desde adentro. El crítico en todo caso puede ayudar en una tarea de difusión y de interpretación. Pero no en el sentido de crear una hermenéutica para el artista”.

La lección de anatomía “La lección de anatomía” es un cuadro de 1992 cuyo contenido contempla y habla de la muerte. Trabajado en técnica mixta, este mismo tema tuvo sucesivas reencarnaciones en dos notables instalaciones posteriores. Son esa clase de piezas que piden ser miradas y que difícilmente son olvidadas. Resumen una experiencia común, la pérdida y la tragedia del primero al último hombre.

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“[Gianni] Vattimo sostiene que en realidad siempre dialogamos con los muertos. Porque por ejemplo, en la historia del arte uno siempre está hablando con los otros, con los que nos precedieron. Creo que tenemos un diálogo permanente con la muerte y en mi obra esto es más evidente, patético y está muy a la vista”. Diversos signos pueblan los bordes del cuadro que tiene un Cristo en reposo, un Che Guevara inmolado –con una barba y los ojos cerrados– como poderoso eje central. Una mancha de pintura roja brota de la mano derecha y se propaga como una rosa sobre el lienzo donde el artista, como en un santo sudario, imprimió la figura yacente. Repleta de espiritualidad y realismo, esta potente imagen irradia una extraña luminosidad. Sin embargo, aparece frágil por haber sido pegada con estudiado descuido sobre otra tela que soporta toda la escena. En enero de 1996, el cuadro fue incluido en la muestra “70-80-90” del Museo Nacional de Bellas Artes.

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“Cuando pienso en cuál episodio marcó mi vida y mi obra no encuentro algo determinante. Tengo muy presentes los miedos de mi infancia y mi primera adolescencia. Era un chico muy temeroso y eso me marcó. Durante la época de la represión [mediados de los años Setenta] en Belgrano sentíamos tiros todo el tiempo, era una situación tensa. Una vez, estando con una chica pasé miedo cuando en la madrugada y con un despliegue policial impresionante, vinieron a buscar a alguien del piso de abajo del departamento donde estábamos. A Piccoli y a un cuñado que quería mucho, los vi morir. Fue hace casi cuatro años y hasta ese momento no había visto morir a nadie, me impresionó. Eso es muy reciente y es parte de mi historia. Creo que después de la muerte de mi maestro, a quien le dediqué dos cuadros, aparece toda una serie con la presencia de la muerte más fuerte. El cuadro, la instalación “La lección de anatomía” surgió de ese homenaje. Al tomar el escorzo de [Andrea] Mantegna, al recrear una sala de terapia intensiva, establezco una metáfora acerca de lo que pasa con el arte desvitalizado de hoy, aludiendo al artista –y a su producto que es lo mismo– quien a veces, en vez de recibir está donando su sangre, el sacrificio. Según [Maurice] Merleau Ponty, el pintor aporta su cuerpo al mundo”. Lo primero que viene a la mente al confrontar “La lección de anatomía”, la instalación, es que las cosas no anduvieron bien para el que acaba de salir del quirófano y se halla en esa réplica de sala de recuperación. El clima es opresivo, de sanatorio. El año que Eduardo pasó por la facultad de


Medicina –antes de dedicarse enteramente a la carrera de Psicología– habrá sido de ayuda al momento de distribuir los instrumentos quirúrgicos, alinear el gabinete con medicamentos, ubicar los recipientes con fluidos corporales, los frascos con vísceras, las pilas de jeringas, las sondas, los restos de una intervención quirúrgica. “A la instalación la hago como un cuadro. Al armar y desarmar van apareciendo pedazos. Tengo primero las partes, aunque en ‘La lección de anatomía’ no tenía nada. Simplemente pensé en imágenes de hospital y después fui juntando sábanas, convertí en camilla una mesa, la pintura en sangre. No tengo un proyecto redondo ni lo llevo armado, entonces lo voy cambiando en el mismo lugar de exposición. Con ‘La lección de anatomía’ me pasó algo interesante, que creo es efecto de la instalación también. La hice primero en Buenos Aires en el Palais de Glace y después la llevé a Rosario. Era básicamente la misma instalación, pero estaba armada en forma distinta, con otros elementos, porque algunos se habían perdido en el camino. Cuando se levantó la muestra, una amiga me la trajo desde Rosario en un bolso. Nos desencontramos y entonces me la dejó en un hotel de Avenida de Mayo. Yo no estaba en Buenos Aires y no la pude retirar enseguida. Días después, cuando Miguel Nigro, un artista joven que trabaja conmigo, fue a reclamar el bolso le pidieron disculpas por haberlo quemado. Según la cuentan los del hotel, la historia es que les avisaron que iban a tener una inspección de no sé qué dependencia municipal. Entonces, cuando abrieron el bolso y vieron una sábana manchada con sangre y jeringas, se asustaron y decidieron hacerlo desaparecer. Me parece interesante el destino de esta instalación que se mezcló tanto con la realidad. Hubo quienes me aconsejaron que les hiciera un juicio por daños. De ninguna manera, me pareció bárbaro cómo terminó la instalación: hecha cenizas”.

Cómo se trabaja Hoy como nunca, en la arena internacional del arte todo vale: pintura, performances, escultura, body art, grabado, instalaciones, video, fotografía, la inmaterialidad, la suma y/o combinación de todo lo antedicho. Mientras el Museo de Arte Moderno de Nueva York y el Dia Center for the Arts –entre decenas de artistas e instituciones– ya inauguraron espacios en la Internet para promover obras creadas para el espacio cibernético, Damien Hirst exhibe la cabeza de una vaca con gusanos y Mathew Barney se trans-

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forma en mitad hombre y mitad cabra para sus videos, alguien declara la vuelta del sentido y el regreso de la pintura a los primeros planos. El arte contemporáneo en la Argentina tiene su propio camino signado por estrecheces geográficas y económicas y por el talento y tesón de algunos. Tampoco aquí, a esta altura, nadie que se pretenda serio puede dictaminar qué es lo que prevalece. “Hay mucha confusión en el arte argentino hoy, está todo muy mezclado. Y por otra parte, me parece que estamos muy aislados, que no hay puentes, no hablamos. Casi nadie se reúne para charlar de arte, de la pintura, para consultarnos. Cada uno está en la suya tratando de ver cómo es el mejor. Éste es un momento en el que no hay ideas. No siempre fue así. En 1985 formamos el grupo Babel con Gustavo López Armentía, Nora Dobarro, Juan Lecuona, Héctor Medici. Fue a la salida de la dictadura y contamos con el apoyo de Jorge Glusberg para las más de catorce exposiciones que realizamos en el exterior. Nos agrupaba la diversidad y no las tendencias. Creo que nosotros, por suerte, fuimos los disparadores de otros agrupamientos como el del grupo de la X, el grupo experimental de grabado, y más tarde el grupo Periferia”. 42

Pero, de todos modos, Eduardo no privilegia teorías o conceptos, sino lo que la memoria y las impresiones sensoriales deslizan en su quehacer. La buena recepción que tuvo su obra en la Feria ARCO de Madrid a comienzos de 1996 refuerza la validez de sus intuiciones. “El hacer y deshacer tiene que ver con los duelos. Siempre en el proceso creativo hay un proceso de desprendimiento. Son microduelos que van apareciendo cuando se vende una obra, cuando se la llevan, pero también cuando la termino y voy de una obra a otra, cuando cambio de imagen. Me parece que en la instalación esto es tremendamente veloz y a veces no da tiempo de hacer ningún duelo porque termina disuelta. Lo máximo que se puede hacer es sacar fotos, hacer un video. Es doloroso, porque desaparece muy rápido y después sólo quedan los elementos. Es como si no hubiera existido. No sabés cómo se hizo ni cómo se fue, es una desaparición extraña. Una instalación también produce otro efecto en mí. Me da placer porque significa trabajar con un espacio mucho más real, la gente está ahí, los elementos tienen una dimensión palpable y a veces causa mayor efecto que el cuadro, produce otra movilización. La fuerza de la instalación es mayor pero está condenada a la desaparición. Las instalaciones son como sueños. Al despertar no nos


acordamos de los sueños y nos preguntamos qué pasó. Mi decisión de dejar de pintar y tratar de buscar otro medio es consecuencia de cierto agotamiento, pero no agotamiento de sentido, sino del modo de expresarlo. Estoy cambiando la vestidura. La tecnología no influye directamente en mi obra pero creo que será decisiva en el arte del siglo XXI. No me es indiferente y veo todo lo que se hace pero no es para mí”. Cuando preparaba la muestra de Der Brücke, sin embargo, se le ocurrió “buscarse” en Internet y encontró más de mil quinientos “Medici” mencionados. Simuló su ingreso a la red e insertó su nombre entre otros dos reales/virtuales: The Medici Empire Home Page y Via Laura Medici Complex. En un momento de recorte y achicamiento, en un acto de voluntad y por un simple juego ilusorio, Medici incluyó su identidad y su muestra en el espacio cibernético, reproduciendo a su vez la página de fábula y enseñándola en la galería: “Entre mí y mí”. “Tampoco veo que aquí en la Argentina la computación se utilice mucho o que tenga mucha incidencia. Salvo en los videastas, los que hacen videoinstalación, videoarte. A pesar del creciente uso de la fotografía, el video, la computación estoy convencido de que la pintura, la escultura, el grabado y el soporte tradicional tienen futuro. Ahora empleo mucho la fotografía, pero siempre habrá gente que pinte, que crea en el soporte tradicional. Esto no se va a acabar nunca, pero lo que sí pongo en duda son los efectos del arte. Llegará un momento en que un cuadro va a ser algo como cualquier objeto en la pared, como algo que se compra en el bazar. Se va a domesticar demasiado. Yo siempre lucho contra la domesticidad del cuadro. Pero es un problema, tengo para mí que cuando se vende y se cuelga arriba de un sillón, el cuadro se domestica. Ya no tiene más la función movilizadora que debería tener. A mí eso me cuesta emocionalmente”. Hay otro tipo de costos que preocupan sobremanera a los artistas argentinos. Son los gastos de producción –compra de material, transporte de obra, mantenimiento de taller– en una economía definitivamente reducida y para un mercado del arte casi inexistente localmente. La cuestión económica pesa en la decisión de cómo realizar un cuadro, qué dimensiones darle, qué elementos emplear en una obra cuya circulación está lejos de estar asegurada. Como los museos argentinos casi no compran arte, los artistas saben que si, por ejemplo, se dedican a las telas gigantes –al estilo de Julian Schnabel, uno de los que más medraron con el alza desmedida de los pre-

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cios en el mercado neoyorquino en la década del Ochenta– no tendrían dónde ponerlas, ni podrían venderlas. “Pienso en las dos cosas, tanto en la ejecución como en la venta, pero más me preocupa la imposibilidad de realizar algún trabajo. La fotografía –que ahora estoy usando tanto– es muy cara. Si acaso yo quisiera ampliar dos negativos a dos metros por uno, sé que me sale carísimo, son setecientos dólares cada uno. Si hago tres, son dos mil dólares para una muestra. Entonces uno se pone estricto al elegir y claro, tiene que haber alguna necesidad muy específica para largarse a invertir. También me asaltan dudas acerca de si –después de tanto billete– esa pieza se habrá de vender. Pero esa cuestión pesa menos y aunque desconfíe de su venta, la hago igual. Los gastos de realización postergan algunas ideas, aunque a la larga termino siempre haciéndolas realidad”.

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Después de la caída del muro de Berlín, el derrumbe de la Unión Soviética y el colapso del comunismo en 1989, creció el debate acerca del valor, del sentido del arte en un mundo sin utopías. Los cambios de imagen y de medios experimentados por Eduardo en la construcción de su obra no apuntan a minimizar el lugar del arte en un mundo con horizontes restringidos sino a afirmar el propio. “Acá se puede encontrar una diferencia entre mi generación y la que nos sigue. Yo creo que los de la generación del Ochenta –por ponerle algún nombre– seguimos creyendo en el arte. Los artistas más jóvenes, más que un programa de trabajo, más que preocupaciones artísticas parecen tener metas para alcanzar cierto éxito comercial. Interesa ser famoso, pero sé que esto no ocurre acá solamente. Pasa en todos lados, lo vi en Nueva York, en Europa. Estoy convencido de que algunos de nosotros queremos darle sentido a lo que hacemos, otorgarle cierta trascendencia para que tenga algún efecto. En el fondo, me doy cuenta de que yo mismo lo deseo, pero me freno y digo ‘no, esto es una idiotez’. Entonces me deprimo, porque me doy cuenta de las contradicciones. “Tengo dos mundos metidos adentro, la modernidad y la posmodernidad. No creo que el modernismo en su forma tradicional esté agotado. El modernismo aun en la posmodernidad tiene efectos. Me parece que lo posmoderno está atravesado por la modernidad. Siempre me pregunté si –en las palabras de la crítica norteamericana Suzy Gablik– acaso el posmodernismo ofrece una posibilidad aun mayor de libertad o es meramente el resultado de lo que


[Georg] Hegel denominó el falso infinito, que pretende abarcarlo todo y no es en realidad más que una complejidad aparente que oculta una ausencia de sentido”.

El artista busca “El artista juega a buscar el sexo de Dios. El juego para mí se torna interesante en la medida en que pierdo. Con esto quiero decir que cuando trabajo, en general siempre pierdo porque nunca logro concretar lo que quiero hacer, aunque me queda una sensación muy estimulante. El desafío que se encuentra en cualquier juego es el que entusiasma. En realidad, me parece que el artista es un jugador que se excita cuando pierde. A un verdadero jugador lo excita perder, entonces vuelve a perder, vuelve a apostar y se compromete cada vez más. A veces, el sexo también es un juego. El sexo es lo que me permite sentirme vivo y luchar contra la angustia de muerte, es mi pelea. Mi cuerpo, el cuerpo de la mujer y el sexo es el campo de batalla donde buscar también a Dios. En el sexo busco también la trascendencia y eludir el destino final. Ese destino que todos sabemos cuál es. Yo no soy religioso, pero Dios, o como se llame, debe tener algún lugar en mi vida. Creo que estoy tratando de encontrarlo en todas las preguntas que me hago, en todo lo que trato de descubrir. En este sentido, Dios tiene que ver con mis crisis, por decirlo de alguna manera. Creo que Dios, en el sentido de esta trascendencia que uno fatalmente busca, me pone en crisis”. Si como dice Paul Valéry, el artista contribuye primero su cuerpo y su cuerpo es el centro de la energía, Eduardo además contempla otras fuerzas que lo formaron. “Reconozco montones de influencias. En un primer momento, cuando mi pintura era como un ensayo [en “Algo pasa en tu cara”] veo el prestigio de la neofiguración argentina y del grupo Cobra. El encuentro de tendencias casi equidistantes dentro de mi obra siempre produjo una rara mezcla que me define. Me considero un conceptualista caliente. Por un lado, me nutro del expresionismo y además me sirvo de lo conceptual. Me interesa trabajar la idea, pero no la idea fría sino junto con el calor del expresionismo. Poner el cuerpo, poner la subjetividad fuerte. Trabajo en base a constelaciones e influencias plásticas y literarias. Rescato a artistas como Mantegna, El Bosco [Hieronymus Bosch], [Francis] Bacon,

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[Enrique] Policastro y muchos contemporáneos. También a escritores como Miller, Borges; a ensayistas como Barthes y E. M. Cioran; y a poetas como Edgar Bailey, Joaquín Gianuzzi, T. S. Eliott y –sobre todo– a Fernando Pessoa, a quien siento como un alter ego. “Creo que los artistas estamos siempre preocupados por la búsqueda de la identidad, pero no desde una perspectiva de lo nacional sino desde la intimidad. Pero el creador siempre está en lucha –más en un país dependiente como el nuestro– contra esas miradas que pretenden imponerse como paradigmas que vienen del centro. La identidad está en esa lucha para que la personalidad no quede disuelta en ese paradigma. No es una impensada dedicación al arte folk o gauchesco lo que preserva mi identidad, como tampoco hacer un arte mimetizado con las capitales del mundo”.

El nuevo parto “Parece como si mi obra actual se hiciese sola. No hago sino esperar. Siento que estoy pariendo”. 46

Esto lo dice un hombre que sufre sobremanera por no poder tener hijos y que de alguna manera transporta ese dolor a sus obras, como en “Autopsia” –premio Konex 1992, elegida por críticos y expertos como una de las cien mejores obras del MNBA. En el centro de esa pintura hay un hombre, es el artista que, a la manera de Frida Kahlo, con sus manos se abre el pecho dejando ver a un bebé en su seno. “Estoy en una rica transición, esperando. Volví a trabajar de forma autobiográfica con la fotografía. Siento que mi obra es el lugar donde sublimo y a la vez, refuerzo mis conflictos, los voy alimentando. Creo que esto me modifica la vida”. Eduardo confiesa la distancia y diferencia existente entre el trabajo de la pintura y el de la fotografía. Siempre vivió el trabajo del pincel y de la pintura sobre una superficie como una descarga, como una pulsión que va del brazo a la tela. “Los ritmos y cadencias de la fotografía son distintos. Después de sacar una foto hay un tiempo de espera donde uno no sabe ni puede controlar lo que está pasando. El revelado y la manipulación de la foto también llevan tiempo. Además, si las fotos no salen bien las tengo que volver a tomar”.


Las fotos que utiliza tienen distinta proveniencia, algunas las tenía guardadas por esa cosa de juntar “cositas”, otras las toma él y muchas le fueron legadas. De todos modos, su interés por los negativos no es enteramente nuevo. Ya en 1982 se le ocurrió incorporar diapositivas a las pinturas-collages. Muchas de las imágenes con las que trabaja son unos formidables y añosos negativos que pertenecían a León Feldstein, el padre de un alumno, un fotógrafo con un verdadero botín guardado en su laboratorio. Los negativos son de gente anónima y Medici no tiene, no quiere tener, la menor idea acerca de qué historias se está apropiando. “Se los pedí porque pensé que en algún momento iba a darles uso. Estoy trabajando hace meses con estos negativos que modifico, que manipulo en el laboratorio, alternándolos con mi producción que como no soy fotógrafo, me obliga a experimentar mucho, sacar, sacar y sacar”. Las imágenes heredadas son de décadas atrás. Entonces el fotógrafo era una pieza fundamental en las celebraciones, no había “instamatics” para los aficionados. Sonrientes, sombrías, bellas, burocráticas, las fotos tienen que ver con ocasiones solemnes e instantes memorables: nacimientos, primeras comuniones, casamientos, reuniones familiares, retratos de grupos y personas. Registro borroso y memoria ambigua, las fotos intervenidas por el artista se resisten a ser captadas. Pintadas, desgarradas, salpicadas, desdobladas, sobreimpresas aparecen fisuradas, inexactas como la vida. ¿Son la llave para intentar reconciliar al observador con la incuestionable disolución de todo, establecen un debate en torno a la identidad o contribuyen a construir el sentido de lo trascendente?

Medici, arquetípico ¿Quedó algo importante fuera del texto? “Seguramente, siempre lo más importante queda afuera”. Buenos Aires, agosto de 1996.

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matilde marĂ­n ensayo y prueba


Retrato de la artista: Silvio Zuccheri

Nace en 1948, Buenos Aires, Argentina. Inicia su trabajo profesional con la gráfica buscando romper con las normativas tradicionales de la disciplina. En 1999 incorpora a su obra la fotografía y el video. Desde esa fecha ha producido seis videos; uno de ellos, Juego de Manos, obtuvo el Premio al mejor video del año 2002 de la Asociación Argentina de Críticos de Arte. Exposiciones: 2005: Contradicciones y Convivencias (Artistas de los 80 y 90 en Latinoamérica) Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá. 2004: Of what I am, Lehman College Art Gallery, Nueva York. 2002: FotoGrafía 1, Primer Festival de Fotografía de Roma; VII Bienal Internacional de Cuenca, Ecuador; Xogos de Mans, Fundación Luis Seoane, Galicia. 2000: El Horizonte se corre diez pasos más acá, Museo de Bergen, Noruega. 1999: Museo de Arte Contemporáneo, San Pablo; Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber, Caracas; Fundación Santillana, Santillana, España. Mangha Centro de Arte Contemporáneo, Cracovia, Polonia. Premios: 2004: Becas Abiertas, Secretaría Cultura de la Nación/Universidad de Barcelona. 2002: Primer Premio Bienal Internacional de Cuenca, Ecuador. 1997: Premio Leonardo a la Creación, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. 1992: Konex de Platino a las artes visuales, artista más destacada de la década en su especialidad. 1989: Premio Facio Hebequer, Academia Nacional de Bellas Artes. 1988: Primer Premio Bienal Latinoamericana de Puerto Rico. 1986: Primer Premio Salón Manuel Belgrano. 1985: Primer Premio Salón Nacional. Obra en Colecciones: Grafoteca de Berlín. Centro de Arte Contemporáneo Reina Sofía, Madrid. Universidad de Salamanca. Instituto de Cultura, Puerto Rico, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá.


Hace rato que Matilde Marín rompió los moldes y estiró los límites del grabado en busca de las huellas del tiempo con las que edificar la memoria del hombre. Reminiscencias privadas y públicas, históricas e inmediatas – que hunden sus raíces en instantes remotos e insondables, próximos y desconcertantes– son transformadas por la artista en objetos de arte. Los materiales y los colores son transmutados invariablemente por la experiencia y los usos que ella les asigna. Como una maga, Matilde mezcla sustancias, reelabora colores, fabrica papeles para crear infinitas asociaciones con las que trazar una senda de búsqueda siempre nueva, utilizando empero destrezas que sobrevienen de edades inmemorables. Los materiales son protagonistas. Metales como el aluminio, bronce, cobre, zinc; mármoles; maderas; telas; finos papeles japoneses o de fabricación propia conforman una desafiante y heterogénea lista. Sugerentes y suaves, los singulares colores –con intensidades salpicadas– que emplea, apenas disimulan la contradictoria inocencia del blanco, revelan la profundidad del azul, insinúan la contundencia del rojo, proponen la calidez constructiva del terracota. Matilde suele esparcir los pigmentos, mezclados previamente por ella, dejando que el azar los asiente como polvo de los siglos que buscan un lugar. Es evidente que encuentra placer en el contacto con las texturas, las temperaturas y los espesores de los elementos que manipula. El deleite no borra el drama, lo acentúa. Matilde es una artista conocida especialmente por su innovador trabajo con el grabado, con el que se siente en deuda. Por eso quiere que se reconozca su jerarquía, su posibilidad de ser actual. Aun cuando en estos días crece su trabajo con la fotografía como una continuación de su obra gráfica, dirige sus esfuerzos hacia la creación de un ámbito de actualización técnica y teórica destinado a los menos prejuiciosos, donde pueda florecer la “gráfica contemporánea”, el nombre y destino del nuevo espacio.

Desde el fondo de la historia Para Matilde su primera individual a los veintitrés años fue como un sueño. Casi sin darse cuenta expuso en una galería de la calle Florida, vendió algunas obras y la crítica se ocupó de ella. Pero nadie le regaló los elogios que recibió. Desde bien joven se juega por trascender la anécdota y otorgarle significado al oficio de artista que eligió hace más de veinticinco años. La muestra fue a principios de los años Setenta en la Art Gallery International. Lo único que recuerda es que los dueños eran muy simpáticos y que la invitaron a exponer. “Todo esto fue antes del famoso viaje que inicié en 1975. Ellos me llamaron porque habían visto obra mía en el Ateneo Esteban

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Echeverría de San Fernando. Yo, al comienzo –siguiendo el camino habitual que recorría cualquier principiante– enviaba mis trabajos a salones pequeños. El Echeverría –que aún sigue vigente– fue mi presentación inaugural con tanta suerte que ese año saqué el primer premio. Otro de los reconocimientos fue para Hernán Dompé, a quien conocía de la escuela, aunque creo que él estaba un año más adelante que yo. Al principio, presentaba gestos tímidos que anticiparon y luego se constituyeron en el pilar de mi trabajo posterior. Había comenzado a hacer fotograbado y eso interesó bastante. Creo que ya en ese momento yo tenía una visión, una tendencia más pictórica dentro del grabado, que se sale de los límites tradicionales y que no pertenece específicamente a esa disciplina, y por eso causó impacto”. Como el currículum creció demasiado, no menciona ya esa lejana y peculiar experiencia –la de ser elegida– que indicó lo que sería una constante de su trayectoria; la otra, son los viajes.

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“En general –y eso que no soy demasiado supersticiosa, aunque he consultado más de una vez a una astróloga– todo lo que se me ha dado es por iniciativa de otros. Me llaman, me convocan cuando no busco. Si soy yo la que insiste, los hechos no se producen. Suelo decir que todo lo que sale viene de afuera, pero igualmente puedo afirmar que todo se me fue dando a través de los viajes”. Pero Matilde jamás se quedó sentada esperando que lleguen los acontecimientos. Pocas personas supieron desde tan temprano tomar en serio su sensibilidad y desarrollo artístico, investigación, realización y docencia. Afortunada, ella tuvo algunas certezas que todavía la acompañan y que los años y su tesón se encargaron de ratificar. Aquella muestra individual coincidió con años de entusiasmo y desazón. “A partir de 1973 se vivieron tiempos especiales en la Argentina, por el clima político, por las frustraciones y experiencias que vivimos. En aquella época yo no sólo hacía plástica con algún contenido político, sino que en mi caso había un compromiso social. Tengo obras que pienso me gustaría volver a reeditar. Nunca fueron propagandísticas, pero estaban comprometidas con el momento que vivíamos. Recuerdo un retrato de [el líder vietnamita] Ho Chi Minh muy lindo y otro de Tupac Amarú. Eran interesantes porque no eran panfletarios. Siempre privilegié lo plástico por encima de cualquier otra consideración. En aquellos años hice mis primeros ensayos con la docencia. Yo pertenecía a una agrupación que había


armado Felipe Pino. Dábamos clases de libre expresión para chicos en villas y barrios. Ésa era toda mi pericia al momento de salir al exterior. Fue una época inolvidable, éramos todos jóvenes y estábamos llenos de ideales”. Justo un año antes del golpe militar de 1976, en coincidencia y búsqueda, viajó por América latina y el mundo, visitando secretos rincones, alimentando sus visiones y señales primigenias, recalando por fin en Europa. “En 1975 suspendí todo lo que estaba haciendo e inicié una travesía que estaba pensada para seis meses y que duró cinco años. Cuando mi primer marido se recibió de arquitecto iniciamos este viaje, facilitado por medio de una organización estudiantil de la facultad de Arquitectura de la UBA [Universidad de Buenos Aires]. Era un momento interesante para viajar por América –justo antes de la catástrofe política que afectó a varios países– pero de los cien que viajamos ese año, todos fueron a Europa menos tres personas, que nos decidimos por Latinoamérica. El viaje cortó la incipiente actividad que yo comenzaba a tener como profesional en artes plásticas y la sustituyó por un largo período de observación y de acumulación de impresiones”. El color y la soledad del desierto de Atacama, el camino del Inca, los rostros de las cholas, las misteriosas líneas de Nazca, el horizonte fugitivo desde las alturas de Machu Picchu, la erosión y el conocimiento que delatan las piedras de Yucatán, las arenas y los muros de la antigua Cartagena, la grandeza de las pirámides junto al juego y la crueldad de los aztecas, el tiempo detenido del Gran Cañón del Colorado, el refugio de olvido de las torres de hierro y vidrio de Nueva York, aún la acompañan. “Después de visitar todos y cada uno de los países del sur del continente nos detuvimos en Caracas, donde vivimos algún tiempo y trabajamos para recuperar nuestros ahorros. Allí, hice una exposición individual en la entonces notoria galería Viva México y también dicté clases en el taller de arte del Ateneo de Caracas, donde otra argentina, Berta Goldenberg, enseñaba teatro”. A los días caraqueños de arepas y pescado frito, chaparrones macondianos y playas calientes, le siguieron pasos por América Central y México hasta llegar a los Estados Unidos, Europa, algo de Asia y África. Al término de la gira, volvieron a Europa y se quedaron viviendo y trabajando en Suiza, donde ella asistió a la Kunstgewerbeschule de grabado en Zürich.

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“Recibí un aporte técnico muy interesante y aprendí mucho acerca de cómo es la enseñanza, cuál es el nivel de exigencia en un país donde la obra sobre papel es muy estimada. La interrupción de mi vida porteña, aunque mucho más larga de lo que habíamos pensado, fue algo buenísimo porque me dio muchas cosas a cambio. Yo, hasta ese momento, había salido sólo al Paraguay y al Uruguay. La idea de un viaje era una fantasía persistente. La travesía por Latinoamérica fue central en la construcción de mi obra. A mí me fascina todo lo relacionado con el paso del tiempo, con las huellas que han sobrevivido a los siglos. Como una arqueóloga, siento una especial atracción por las cosas que permanecen como testigos de la memoria del mundo, por todo lo que nos llega desde el fondo de la historia”.

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Un nuevo viaje trajo a Matilde de regreso a la Argentina en 1980 y a partir de entonces, establece una relación seria, invariable y permanente con el arte. La inserción en el país luego de los años más duros de la dictadura y el reencuentro con otros artistas no fueron gratuitos. En todo había un aire de engañosa familiaridad, la ciudad parecía la misma y la gente también. Pero ni el mozo del bar ni el artista, conocidos de toda la vida, eran los mismos. Los años terribles habían dejado marcas que pocos entonces estaban dispuestos a reconocer. Hubo que sortear desconfianzas mutuas, competencias estériles, releer biografías, reconocer a los amigos. “Creo que todos los artistas de mi generación comenzamos más tarde o padecimos interrupciones sin retorno. La mayoría de nosotros estaba trabajando desde antes de la dictadura pero no de manera demasiado profesional. Aunque yo no vivía aquí, pienso que para todos fue penoso trabajar. Cuando se tienen necesidades prioritarias, cuando está aconteciendo un drama es muy difícil estar pensando en otras cosas. El arte –la realización de algo íntimo en tu taller– en ese caso te salva, pero es muy complicado producir en condiciones de terror, cuando dudosamente se podía exhibir lo realizado. No tengo muy claro si perdí mucho en lo personal, pero sí sé que en su momento extrañé la relación directa, me dolió la ausencia. Volví con un lenguaje diverso a encontrarme con gente que había atravesado una tragedia y tenía otras exigencias. Muchos estaban mal y tenían una mirada absolutamente local. Así, me costó mucho reinsertarme y entonces pasé dos años como en la mitad, sin saber bien cómo integrarme, con quién podía relacionarme. Tuve que readecuar y reformular muchas cosas”.


La salida de su obra a Suiza y a Irlanda, donde es distinguida con el Premio Internacional de Gráfica en 1985, el mismo año en que obtiene el Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Grabado y Dibujo, subraya el desarrollo dual de su carrera que al año siguiente despega en el continente a partir del primer premio que obtiene en la VII Bienal Latinoamericana de Grabado, en San Juan de Puerto Rico. “Esta invitación surgió a partir de la visita que hiciera a Buenos Aires Mari Carmen Ramírez en 1988 y ella misma me dio la noticia del Premio desde Puerto Rico, fue algo muy significativo ya que hasta ese entonces el único artista de la Argentina que había ganado la Bienal era Liliana Porter. Yo no sabía, pero un vuelo de algo más de diez horas me separaba de una de las personas que me ayudaron a descubrir una nueva dimensión en el grabado. Cuando en 1988 hice un programa organizado por el Visitors Center de los Estados Unidos, una de mis primeras entrevistas fue con Krishna Redy, un hindú que dirige el Departamento de Grabado de la New York University. Lo visité en su loft del Soho durante más de cinco horas y me fascinó su calma y la diversidad de su pensamiento. De algún modo, es considerado como el descubridor de la técnica del color simultáneo en el taller de [William] Hayter en París, el mismo que frecuentaba Picasso y muchos artistas más. La aparición de esta técnica fue una apertura muy grande para el grabado porque se venía manejando en blancos y negros y en color iluminado. La posibilidad de trabajar en una sola matriz con varios colores simultáneos inauguró también para el grabado un espectro de comercialización y competitividad mayor con respecto a las otras áreas del arte. Redy trabaja el grabado como un objeto. Eso me ayudó a ver al grabado no solamente en el soporte tradicional sino a contemplar otras posibilidades como su aplicación en cierto tipo de instalaciones donde la cuestión gráfica cobra relevancia. Fue muy importante haberlo conocido porque encontré una profundidad inédita y elaboré cambios decisivos en mi obra”. Es una obra exigente –que ensaya combinaciones y anota experiencias casi imperceptibles de culturas remotas– la que Matilde lleva por el mundo, pero que especialmente transita las mejores galerías de América latina. Esta mención no es menor puesto que es algo que preocupa mucho a los artistas argentinos que ven la salida y apertura de sus trabajos al exterior como una manera de contrarrestar la chatura y la carencia de mercado local.

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“A partir de 1988 trabajo de forma bastante intensa en Latinoamérica –que siempre retuve muy presente en mi corazón– con respeto y a la par de los artistas que proceden de allí, con un resultado afectivo que me importa mucho porque las relaciones se tienen que establecer más allá de lo utilitario. Cuando me preguntan cómo se hace para salir al exterior puedo sólo enumerar lo que me ocurrió. Hice buenas muestras en lugares de prestigio porque tuve la suerte de que me llamaran. Conseguí trabajar con dos o tres galerías de calidad, la prensa me ha prestado atención y además –algo que me importa y cuido mucho– he tenido buenas adquisiciones de instituciones y coleccionistas privados. En mi caso los estímulos fueron muchos pero es muy complicado y hay que ser persistente, no es una cosa de dos meses sino un trabajo prolongado, de años y en una dirección que me interesa porque yo, por ejemplo, me siento cómoda exhibiendo y descubriendo Latinoamérica”.

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Por estos días la artista siente que la vida la hizo viajar en exceso. Hay ocasiones en que desearía que la obra se ponga en camino por su cuenta, quisiera parar, dejar de subirse a los aviones y estar más quieta. En uno de estos viajes, cuando presentó su muestra de 1989 en Washington D.C., conoció a su actual marido. Fue cuando Álvaro se acercó a la galería y le compró una obra. Todavía recuerda que en una libretita tenía apuntado llamar al “ingeniero” para preguntarle por cuál grabado se iba a decidir.

Esto es lo que quiero hacer Aunque se la conoce primeramente como grabadora, las piezas únicas realizadas con papel hecho a mano –a los que otorga tridimensionalidad– y materiales no convencionales –madera, piedra, metales, objetos precolombinos– revelan que la formación que Matilde tuvo como escultora no se perdió en el camino. En “Uno/Uno”, su última individual en Buenos Aires, presentó un conjunto de obras que rodean una letra “M”, de zinc oxidado que les dio origen. Objeto autobiográfico, la plancha metálica es la matriz del grabado. “M” por cuatro: por el nombre, el apellido, por la mujer. “M” de madre, el principio. “Al comienzo, hice algo de escultura pero me deslumbré al entrar en contacto con el grabado y sus posibilidades. Yo estaba buscando algo distinto. Al poco tiempo de salir de la escuela vi una muestra de Marta Gavensky en una galería de la calle Viamonte que tenía una


librería abajo y que ya no existe. Me pareció tan genial que dije: ‘esto es lo que quiero hacer’. Marta tenía una posición de apertura hacia las nuevas técnicas. Acababa de volver de los Estados Unidos, donde estudió en el Pratt Institute de Nueva York y trabajaba con fotograbado. Gavensky, claramente, me impactó. Era una persona múltiple: grabadora, dramaturga, periodista. Muy amiga de Alberto Greco, se le parecía enormemente. Por el Pratt pasaron muchos artistas latinoamericanos –José Luis Cuevas, Rodolfo Abularach, Myrna Báez– porque el instituto tenía una visión nueva del grabado. Lamentablemente, en la Argentina el Pratt pasó inadvertido, quizás por eso el grabado aquí careció de actualización técnica y amplitud de mirada. Gavensky me influyó decididamente. Cuando se instaló nuevamente en Buenos Aires fui a trabajar dos años seguidos a su taller. En realidad, más que a trabajar iba a mirar, ella era creativamente tan caótica que era imposible estudiar, ser su alumna. Entonces yo me limitaba a observar cómo trabajaba y aprendí mirando. Creo que ella no tenía conciencia de su potencia y visión. Fue una artista con demasiado talento desperdiciado por ella misma. Otro artista que me ayudó a volar con libertad fue Fernando López Anaya. Aunque no fui su alumna, fue muy importante en mi educación porque supo mostrar una posición muy amplia hacia el grabado. Me impulsó a investigar la producción del papel hecho a mano, al ensayo y la prueba. Estas fueron personas que, sin saberlo ni ser conscientes de ello, me movilizaron y abrieron las puertas de mi mente”. Precisamente, una de las marcas registradas de Marín es su lucha contra las fronteras y el creciente tránsito entre las disciplinas –grabado, pintura, escultura– que a menudo se superponen en su obra última. Cuando aún era alumna de la Escuela Nacional de Bellas Artes, comenzó una experimentación con los signos, los materiales, las técnicas que, lejos de concluir en receta alguna, aún no se ha detenido. “Si cuando tenía la edad de comenzar la secundaria me parecía que me iba a dedicar al arte, a los veinte años cuando terminé la [escuela Prilidiano] Pueyrredón supe que ése sería mi modo de vida. Pero solamente cuando regresé al país, en 1980, se instaló definitivamente la certeza de que esto era lo mío. Hoy vivo del arte, espiritual y económicamente. Si yo paso mucho tiempo sin trabajar empiezo a tener una situación de neurosis interna –estoy malhumorada, tengo un insoportable enojo conmigo misma– que se tranquiliza apenas me ocupo. Necesito totalmente mi trabajo”.

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Como en aquella época no existía la cantidad de talleres privados que hay ahora, hizo toda la carrera –unos once años– en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Tenía sólo trece años cuando ingresó a la escuela Manuel Belgrano, el equivalente de un secundario de arte, y luego prosiguió en la Prilidiano Pueyrredón, una suerte de profesorado. Complementaria y diferente, terminó en la tercera escuela, Ernesto de la Cárcova, un taller más libre. “Siempre estuve con gente más grande, mis compañeros en general tenían dieciocho años. Fue una ventaja porque de golpe me obligaron a ponerme en otro lugar. Es increíble la cantidad de gente que ingresa a las escuelas y se pierde. Creo que de mi promoción –alrededor de setenta alumnos– quedamos muy pocos trabajando. ¿Por qué? La mayoría de la gente abandona porque no tiene claro que es una profesión y cree que el arte es un hobby, y los hobbies son para el tiempo libre”. Los gatos son su hobby. Los diez bichos que tiene viven repartidos. Algunos se adueñaron del taller y los otros comparten y vigilan su teatral y enorme casa de San Telmo. Al arte, ajeno y propio, Marín se lo toma muy en serio. 58

“Cuando estaba terminando la carrera de Bellas Artes, Basilio Uribe, el actual presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes, me regaló El arte como oficio del italiano Bruno Munari, un libro clave. Otro texto definitorio fue Conversaciones con Duchamp. Pero la verdad es que no leo teoría como para que influya en mi labor, cuando lo hago es para buscar alguna explicación. Mi obra se construye a partir de un enlace de situaciones íntimas que me afectan y me hacen crecer. Además de mi relación con Marta Gavensky, quiero recordar mi vínculo con Líbero Badii establecido a raíz de una muestra mía de grabados en la galería Ática en 1985. En ‘Bibliografías’ trabajé con dos textos antiguos –el Popol Vuh y el Tao Te-king de Lao-Tsé [600 a.C.]. En esa oportunidad exhibí también objetos y libritos. Badii vino a ver la exposición, me llamó por teléfono y me pidió uno de los libros. ‘Te lo cambio por uno mío’, me dijo. Ése fue el inicio de una relación de años en la cual seguimos cambiando libros y cuadros. Badii es uno de los artistas con desarrollo local que más admiro. Es un privilegio poder sentarme y escucharlo, ver y conocer su obra”. La obra de Matilde, donde los estilos se funden, las eras chocan, los signos se revelan, se resiste al encasillamiento. Trabaja a partir de la gráfica, utiliza


sus códigos y arriba a objetos y grabados únicos o en serie. Cuando necesita, incorpora escrituras inmemoriales, figuras humanas y de animales impresas, mayormente, de forma difusa. Es que no trata de descubrir identidades ni analogías sino bucear en el pasado para entender el presente. “Es difícil decir con quién asocio mi trabajo. Hay una corriente, por lo menos en el sur del continente, que es expresión de sensibilidad y reflexión. Yo me relaciono con esos artistas que trabajan con cuestiones ciertamente intangibles. Las buenas muestras de otros artistas son una fantástica inyección de ánimo. La última de Remo Bianchedi, “De niño mi padre me comía las uñas” en el Centro Cultural Recoleta, fue para mí altamente estimulante. Recuerdo haber visto una exposición de Liliana Porter en Arte Nuevo, apenas había regresado yo de Europa, que también me impactó mucho”.

El padre, la casa Tuvo la suerte de tener un padre que se dio cuenta tempranamente de que, ante su creciente interés por la arqueología, lo de Matilde pasaba por las artes visuales. Su padre, Oscar, tuvo un papel decisivo en su encuentro con el arte. “Yo no era muy consciente de mi vocación pero papá vio que tenía sensibilidad y me sugirió la posibilidad de ingresar a la escuela de Bellas Artes en Buenos Aires. En aquel momento se podía entrar ni bien se salía de la primaria y desde entonces estoy metida en esto. Mi interés por la arqueología no se convirtió en una profesión pero se desarrolló paralelamente con mi labor plástica. Casi como cumpliendo un rito ancestral, al morir mi madre volví a mi primera inclinación. El año pasado regresé a la montaña, cerca de San Martín de los Andes, desde donde dispersamos sus cenizas”. Ahora no importa dirimir qué vino primero, la imprenta que tiene su padre o sus deseos de ser grabadora. Su voluntad de cavar la huella – imprimirla, buscar la huella propia, la del padre, la de todos– se puede hallar a lo largo y ancho de su labor. La obra enfatiza el hecho de que la búsqueda puede ser algo universal pero que también es un viaje muy individual. Más de una vez, Matilde grabó en la piedra e imprimió en el papel algún fragmento de este anónimo andino que bien representa el estado de su alma:

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“Cuando yo vea cuando yo realmente conozca cuando yo haga signos cuando yo discierna el futuro tú me verás tú me conocerás”. Con un abuelo materno cantante de ópera, no profesional pero con una voz bella y entrenada, y un lejano pariente pintor por el lado de su padre, Matilde, sin embargo, no reconoce antecedente familiar alguno que la haya inducido a su actual preocupación. La metódica organización de sus asuntos esconde la delicada emotividad de una mujer presumiblemente reposada pero siempre alerta. La exasperación y la inestabilidad de sus primeros años se filtra, todavía contenida, relativizada en sus inscripciones iniciales tanto como en los trazos rojos que penetran los últimos trabajos donde la innovación, a veces, parece cumplir una función protectora de los secretos de su espíritu.

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“Yo sé que mi imagen no representa la vida plagada de contrastes que he tenido. Mi historia fue algo más movida que la de cualquier chico nacido en Buenos Aires un 25 de junio de 1948, en el medio de una familia acomodada. La fortuna, fundada en una fábrica textil, la construyó mi abuelo materno, un inmigrante español que llegó solo a la Argentina a los catorce años. Al morir mi abuelo Mariano todo se derrumbó económica y afectivamente y así llegó a su fin la existencia dorada que llevé hasta los siete años. La situación de mis padres por aquella época era difícil. Para nuestro alivio –porque los chicos inevitablemente estábamos involucrados– se separaron cuando yo tenía ocho años. Papá es paraguayo y había llegado aquí por diferencias políticas. Su familia había sido del partido ‘azul’ y su hermano mayor, el primer ministro de la administración del general José Félix Estigarribia. Al caer ese gobierno, la mayoría de los hombres de su familia fueron presos. A mi padre, que era un estudiante, lo mandaron para Buenos Aires, donde conoció a mamá. Después de la separación, aunque papá se quedó en Buenos Aires, con mi madre y mis hermanos fuimos al Paraguay durante dos o tres años. Cuando volvimos de Asunción, comenzamos a vivir unos años de precariedad económica antes impensada. Fuimos a parar a un hotel de pasajeros que todavía existe, en la esquina de Uruguay y Charcas. Yo tendría unos once años cuando nos mudamos ahí y casi enseguida el hotel cambió de manos –todavía soy


amiga del hijo de la dueña– y se llenó de marginales, prostitutas, cantantes y hasta algún artista. Era increíble, nosotros éramos los únicos chicos que vivíamos ahí y para mí esa experiencia, que duró hasta mis quince años, fue una escuela de vida. Ese año, mi madre conoció a Joaquín y al poco tiempo fuimos todos juntos a una casa normal. Así fue como pasaron los momentos muy duros de mi adolescencia. Yo tenía idea de las diferencias. Por un lado, salía con la barra ‘brava’ de los chicos del barrio y por otro, cuando lo veía a mi padre frecuentaba a los hijos de sus amigos que vivían en pisos importantes y tenían tres meses de vacaciones”. Con dos vidas que no se podían rozar y un papel que representar, en la primera adolescencia Matilde fue tímida hasta morir. El cambiante entorno, esa especie de ducha escocesa entre el bienestar y la inseguridad, y la guía y refugio que encontró en una amiga de Bellas Artes la ayudó a fortalecerse, ¿o a construir una coraza? A pesar de las distancias y los arrepentimientos, el padre permaneció como apoyo y orientación constante en la primera etapa de su desarrollo como artista. “Él fue quien me presentó a Victoria Ocampo –escritora que supo relatar su época y fundó la revista Sur–, la directora fundadora que me hizo entrar al Fondo Nacional de las Artes. Me tomaron para hacer un trabajo administrativo pero que tenía que ver con mis estudios. Trabajaba en la parte de artes plásticas y eso me posibilitó conocer a muchos artistas famosos. Siempre me acuerdo de que una vez –cuando yo recién empezaba a experimentar con el grabado y nadie me conocía– vino Yuyo [Luis Felipe] Noé por un asunto relacionado con la compra de una de sus obras. Se esforzó mostrándome unas diapositivas, tratando de explicarlas como si yo no fuese una estudiante de arte. Las aclaraciones eran tan obvias que aún me hacen reír”. Para alguien que ha creado una sintaxis propia para recrear, transitar, recuperar la memoria interna del hombre, es por lo menos llamativo que Matilde no se ocupe de registrar sus momentos personales en su obra o en un diario. “Tengo un cierto control sobre el destino de mis obras. Mi registro no es demasiado prolijo pero tomo nota de a qué instituciones, colecciones han ido a parar. Acerca de mi vida no anoto nada, aunque conservo un montón de cartas que envié a la familia cuando vivía afuera y eso de algún modo quedó como un diario. Mi madre

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antes de morir me dio una carpeta con toda la correspondencia de cinco años de mi vida. Tampoco tengo demasiados recuerdos, pero sí me veo en un balcón del hotel una tórrida noche de verano conjeturando acerca de mi futuro que, debo confesar, no lo veía demasiado brillante. Cuando miro hacia atrás y veo cómo se dieron las cosas me siento privilegiada. Yo podría haberme casado y tenido veinte hijos o ser una infeliz toda mi vida. Yo opté por no tener hijos. Yo quería hacer muchas cosas, deseaba trabajar, viajar mucho. He tenido una vida que siempre ha sido muy libre y esto me ha condicionado para pensar en un hijo”. Le maravilla la gente que nació, creció y se casó en la misma casa. Es algo que no puede imaginar siquiera porque cambió de domicilio por lo menos cincuenta veces. Quizá es por eso que en su serie “Desde el muro”, se adueñó de extensas paredes y trazó una escritura libre y vigorosa, teñida a la vez de ira y de nostalgia. Ella hablaba de “los muros como silenciosos testigos en la historia de diversos acontecimientos”, donde pueden “verse los primeros intentos de representación” y “los trazos de los que buscan exponer sus ideas”. Al igual que su anterior casa, la actual es fantástica, personalísima y muy distinta. 62

“Yo sobreviví a los cambios adaptando rápidamente los espacios como para sentir que estaba allí desde siempre. Otra constante es haber insistido en el taller propio. Mi primer taller fue una cocina que podía usar después de las diez de la noche y hasta las tres o cuatro de la mañana. Cuando me casé por primera vez vivíamos en un departamento de dos ambientes. El dormitorio se convirtió en taller y la otra sala, que tenía el techo pintado de negro, era living, dormitorio, comedor. Siempre privilegié el espacio del taller, si había lugar para lo demás, mejor. Es una necesidad y un compromiso con la profesión. En todos lados siempre los tuve conmigo, ahora mi taller está a sólo tres cuadras, pero lo prefiero en la casa. Armo cada lugar al que llego como si fuera a vivir toda la vida pero ya sé que mi sino es que algún día tendré que irme. Mis casas están armadas como si me fuera a morir en ellas. Hay algo que cuido mucho y es tener siempre un lugar propio aunque sea una habitación. Por eso nunca vendería mi casa sin asegurarme que puedo reemplazarla. Tampoco se me ocurren cosas locas como hipotecar. No quiero perder mi hogar. Ya lo perdí muchas veces y sé lo que es estar sin una casa, sin saber dónde dormir o con el temor de ser echada”.


No puedo estar un día sin ir Si el taller refleja la personalidad del artista, en este caso traduce también su disponibilidad. Inmensos e iluminados, alojados en centenarias casas rescatadas de la picota municipal o de la desidia especulativa, la artista vive en ellos el ochenta por ciento del día. “El taller es un lugar de trabajo, intimidad, refugio. Yo no puedo estar un día sin ir al taller. Incluso los fines de semana –con la excusa de que debo darle de comer a las gatas– tengo que pasar por el taller para mirar, sentir que estoy cerca de las cosas. Es notable, pero creo que muchos artistas necesitan ese contacto permanente. Me gusta trabajar por la noche, darme una vuelta, hacer anotaciones. Es un lugar donde me siento muy bien y donde no siempre estoy trabajando. Tengo una biblioteca así que leo o hago una multitud de otras cosas. No es un lugar de paso”. Matilde enseñó durante muchos años. Cubrió todos los ciclos, desde niños de primaria hasta estudiantes de la carrera de Historia del Arte de la Universidad de Buenos Aires. Ahora su necesidad docente la concentra en seminarios que dicta en distintas universidades del país y el exterior y en su propio taller de San Telmo una vez al año, habitualmente con algún experto extranjero invitado. “Disfruto de la docencia, pero tuve que decidir entre ser docente o artista. Un modo de mantenerme en contacto con la enseñanza es trabajar en la formación y en la apertura de ideas con relación a la gráfica y en actualizaciones técnicas. En el interior hay distintos lenguajes y niveles culturales. Cuando a veces me pongo en contacto con alumnos a los que les falta el proceso de actualización que hemos hecho en Buenos Aires y que tienen problemas enormes hasta para conseguir materiales, me pregunto si es justo que vaya a hablarles de la Documenta de Kassel. Entonces intento ofrecer ideas, fundamentos para que puedan ir armando su propia historia. No es que ‘voy a ayudar’ sino a compartir con ellos elementos de los que no disponen. Pero no es así en todos lados, hay facultades de arte que están muy actualizadas, que tienen tiempos distintos. Esos viajes a la provincia, más que influir en mi obra, tienen efectos a nivel personal porque establezco relaciones muy duraderas. Me pasa igual con alumnos que conozco desde pequeños y que ahora son gente grande, formada. Sigo manteniendo una relación cercana, me interesa acompañar lo que están haciendo

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para que no se pierda. Las relaciones de intercambio son una parte importante de mi vida”. Hasta 1988, tuvo su taller con muchos alumnos en la calle Virrey Ceballos. A ellos les encantaba el sitio, era tan estimulante que muchos creían ver crecer su obra sin hacer demasiado al respecto, se encandilaban y pensaban que el espacio la dignificaba. “Ahora no tengo a nadie permanente, pueden estar tres meses o un año. Unos pocos vienen a trabajar en proyectos concretos o porque quieren modificar técnicas. A esta altura me interesa dar servicios porque creo que en la enseñanza de la plástica se confunden los roles. Los alumnos terminan haciendo lo que hace el maestro. Ya me pasó, se mezclaba la obra mía con la de ellos y es terrible y malo para todos. Esto en general ocurre con todos los talleres que han proliferado a rolete en Buenos Aires, por cuestiones económicas. La mayoría de los artistas tiene alumnos, los que saben y los que no saben”.

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Matilde sostiene que, además, los talleres tienden a multiplicarse por la oscilante política oficial acerca del arte. Puesto que las frecuentó por años, desde los dos lados del mostrador, está muy segura cuando dice que en las instituciones oficiales hay que actualizar todo, inclusive los reglamentos de los salones. “Muchos artistas hacen lo que se llama la carrera de los premios. Así se distorsiona la labor del artista, deja de trabajar creativa y abarcativamente para hacerlo exclusivamente de modo competitivo. En mi experiencia como jurado he visto que hay quienes se dedican expresamente a los premios. No sostienen un trabajo en el tiempo ni desarrollan un lenguaje. Creo que existen demasiados premios. Son como peces de colores, deslumbran pero no se pueden apresar. Algunos ni dejan documentación, las instituciones o empresas patrocinantes muchas veces no hacen los catálogos correspondientes. No estoy en contra de los premios pero quisiera que se hicieran pensando también en el artista. Hay otros caminos de promoción para los auspiciantes: becas, edición de libros, subvenciones para que los artistas puedan trabajar sin presión económica. El premio es efímero, lo otro es duradero, contribuye a la consolidación del artista”. El respiro que suele significar para un artista los dólares de un premio no alcanza sin embargo a suplir el ingreso fijo que suponen los alumnos regu-


lares. Existe consenso en que los talleres dan de comer a mucha gente pero ella es de la idea de que a la larga van en contra de los mismos creadores. “Por falta de un mercado consistente, los artistas que no quieren tomar trabajos ajenos a ellos –bancos, oficinas, comercios– abren sus talleres a la enseñanza. Así se acercan personas con talento o con motivaciones de otra índole, generalmente con alto poder adquisitivo y en vez de hacer de ellos coleccionistas, absurdamente generan competidores”.

Con el fútbol me concentro Por la intensa actividad que desempeña fuera y dentro del país, Matilde siempre trabaja con una o dos ayudantes. Ellas se ocupan de la ida y vuelta de las obras, el embalaje, lo administrativo. Pero para desarrollar su obra, necesita estar sola en el taller. Es en ese momento cuando se pone en movimiento un proceso que habitualmente ocupa su mente durante los meses previos. “Con los años fui encontrando y modificando el proceso creativo. El mío es un proceso mental y hasta que no tengo todo resuelto en mi cabeza no lo largo. Cuando tengo ideas, recogidas de experiencias visuales directas y transformadas en imagen propia, o sugerencias inspiradas en lecturas, las escribo en un librito. Mis anotaciones pueden referirse a ideas texturales o transferencias, pueden pensar en la huida o contener bocetitos de posibles obras. En general, trabajo ocho o nueve horas por día, en tres o cuatro piezas a la vez, porque una va nutriendo a la otra. La creación tiene distintos momentos muy ligados con la alegría y la satisfacción más intensa e instantes de angustia parecidos a la muerte cuando no puedo salir adelante con lo que estoy trabajando. Entre momentos extremos, la obra resultante suele coincidir centralmente con lo que tenía en la cabeza, pero dejo que intervenga el azar, me conecto mucho con eso. Me concentro bien y por lo general cuando estoy trabajando prendo la radio y pongo fútbol. Es extraño, pero funciona. Es loquísimo, pero me concentro bárbaro con el fútbol. Las cuestiones de la vida cotidiana no interfieren, las tengo en un casillero aparte y cuando entro al estudio las dejo de lado. ¿Cuáles son los obstáculos? Es uno mismo. Cuando me enamoro me cuesta mucho trabajar”. No le interesa reproducir imágenes prehistóricas ni enrolarse en el debate de género. Trabaja con antiguas reminiscencias del hombre. Sus dos series

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“Desde el muro” y “Fragmentos del gesto inicial”, separadas entre sí por diez años, condensan sus reflexiones acerca del tiempo y el origen –principio del fin–, sobre la unicidad del hombre y su ausencia/permanencia. Metafórico, el comentario de la realidad está presente. “Si esto es un tránsito, si esto es un fin, todas las situaciones se repiten en la historia. Cuando yo trabajo sobre un templo antiguo, los templos se repiten. La mía es una obra abierta vinculada al tiempo, al hombre y su huella en la tierra. Mi trabajo tiene una imagen muy propia que apela a los sentidos. No es abstracta –aunque tiene un armado conectado a la abstracción– porque es sugerente, está repleta de interrogantes y elementos que ofrecen datos tangibles para que el espectador pueda entrar en ella, para que la complete cuando la muestro. Por ejemplo, ‘El sacrificio’ es una obra muy sintética del año pasado que comenta la actualidad política y social. El grabado está centrado en una planta de un santuario desde donde baja una línea roja muy abstracta. Nuevamente, así como sucedió durante siglos y siglos, se le pide un sacrificio al pueblo”.

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Matilde valora y cuenta con la habilidad perceptiva del observador para que interprete la concepción que ella tiene de la vida aquí y ahora. El papel y los colores fabricados y mezclados por ella protagonizan las sutiles hojas de sus libros tanto como aquellos grabados que, por su volumen y textura, parecen querer convertirse en esculturas. “Desde hace cuatro años trabajo en técnica mixta, con la pintura y el volumen. Acá todavía se empeñan en clasificar. No se habla del artista sino del grabador, el escultor, la pintora y eso es absurdo. Yo, como tantos otros, soy una artista que utiliza distintos medios. Cuando elaboro mi obra siempre estoy pensando en abrir caminos para la gráfica, cómo integrarla a los otros medios, aportando e incorporando nuevas técnicas. El grabado es mucho más íntimo y me exige más introspección. En cambio, la pintura y la técnica mixta me permiten jugar más libremente. Actualmente, me muevo entre ambas. El libro es otro soporte, otro medio en el que incursioné en 1993. Líbero Badii –veterano de los libros de artista– me obligó a pensar en una especie de envoltorio especial para albergar mis textos, para recrearlos en otras direcciones. “Mitos de creación” es un cierre y una apertura; una suma de mi trabajo de los últimos años y el inicio de otra etapa. Fue como una suerte de rendición de cuentas interna. El libro, que tiene un símbolo inicial maya en la portada, transita once mitos de los orígenes extraídos de culturas


antiguas en los siete grabados originales, viñetas, ornamentos y textos universales”. Acostumbrada a nuevas señales culturales y entretenimientos, con espectáculos gigantescos –efectos especiales y mil quinientas lámparas enfocando a un rockero que se desgañita en medio de una cancha de fútbol– y simultaneidades intercontinentales –la guerra del Golfo y el entierro de François Mitterrand–, la sociedad actual se halla lejos del asombro, parece casi imposible de conmover. Pero, Marín persiste y orienta su intuición hacia el entrañable vínculo emocional que puede generar en el observador su producción, con sus trazos esenciales, sus inscripciones sigilosas. “Creo firmemente en una imagen contemporánea y no le estoy negando posibilidades a la tecnología pero tiene que estar acompañada de un proceso interno fuerte. Siempre habrá alguien que establezca una relación intensa con esa cosa tan cálida que es la tela o responda frente a un grabado. Lo otro, las nuevas tecnologías, fenómeno. Pero todavía hay turistas que van a mirar los frescos en las tumbas de los egipcios. Hace poco estuve invitada a una conferencia en Brasil donde uno de los disertantes hablaba del contrabando de imágenes facilitado por las computadoras. La apropiación de obras de artistas famosos está muy de moda pero creo que tiene que ver con la necesidad de éxito rápido y la falta de ideas. Estamos en el fin de siglo y se está buscando desesperadamente algo. Hay mucho miedo por lo que vendrá, por lo que va a pasar”. Hace más de treinta y cinco años, Andy Warhol primero fue ilustrador de modas antes de lanzarse a su carrera artística. Según la crítica norteamericana Roberta Smith, éste es un momento en que la moda y el arte están más interrelacionados que nunca. La influencia es mutua y el nexo de unión actual es la fotografía. Cindy Sherman –siempre autorreferencial– se puso en los anuncios que tomó para la marca de ropa “Comme des Garçons” y el diseñador Jean Colonna se inspiró para su colección de invierno 1996 en el trabajo de Nan Goldin, la misma notable fotógrafa que tomaba imágenes para The New York Times el día del citado desfile. “El arte es para la vida. Pero muchos no se enteraron, aquí todavía no pudo generar esa cosa tan masiva, sigue siendo aún de elite. Yo creo que tiene recursos para seguir viviendo y no menos porque en este momento, por ejemplo en Europa y en los Estados Unidos, el arte ha salido de los límites de las artes plásticas y está presente más masivamente en la vida cotidiana a través de la publicidad, la moda,

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la prensa, el diseño. El juego que permite la computación ha transformado en artistas potenciales a muchos creativos pero aquí los publicitarios aún no se dieron cuenta. En una revista europea o norteamericana es corriente ver publicidad con indudables citas tomadas de obras contemporáneas o de los maestros. Esta familiaridad hace que la gente le pierda el miedo y se aproxime con más confianza al arte”.

Nos tienen que dar crédito, nos tienen que creer “Si para los Estados Unidos la cultura puede ser un buen negocio, ¿por qué no lo va a ser para la Argentina? Aquí no son conscientes ni los empresarios ni el gobierno que la cultura en serio trae réditos. ¿Qué es lo que hace que Brasil se venda a través de la cultura? El año pasado, Brasil hizo una movida de diez exposiciones simultáneas en Manhattan en galerías medio importantes. Ellos tienen algunas cosas claras. Desde acá también se sale, pero sin mucha claridad o con proyectos individuales. O, se va a una bienal pero no se envía la gente que corresponde y entonces esa representación termina resultando un fracaso. Por ejemplo, si la tónica de esa bienal es el objeto, la instalación o lo nuevo, no se puede ir con una imagen de veinte años atrás, como ya ha sucedido. El arte puede vender muy bien la imagen del país”.

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El acartonamiento de los que establecen el gusto, alguna ignorancia de la sociedad y el menor número de coleccionistas conspiran contra la inclusión del arte en el diario vivir, contra la circulación de la producción reciente. La estética que se difunde desde los lugares de poder como la Casa Rosada,1 con cuadros solemnes y remotos, o la televisión, con pinturas decorativas en los programas de opinión, retarda la promoción del trabajo jugado e innovador. Mucha gente cree que el arte sólo es tal si está situado inalcanzable en un museo, preferentemente extranjero. Hay quienes son capaces de pagar más por una mala reproducción que por un grabado original. “El mercado del arte es mínimo en la Argentina y las razones de su casi inexistencia son variadas. Acá hay un problema que no he visto en otras partes. En Latinoamérica, la gente económicamente acomodada no va a estudiar a los talleres, son coleccionistas. Se apasio-

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Sede del gobierno nacional.


nan por un artista y van a su taller, pero para apoyarlo, interviniendo y difundiendo sus proyectos. Al ser reclutados como alumnos, aquí los perdimos para el coleccionismo. Argentina tenía ese coleccionista pero se desdibujó. El nuevo ejecutivo que tiene dinero para comprar autos, aparatos electrónicos, tendría que estar comprando a mi generación. En cambio, veo que la gente que tiene dinero generalmente compra obra de artistas muertos, no a sus contemporáneos. Al contrario, en todos lados sucede que además de los maestros, los coleccionistas adquieren obra de su propia generación, que es la que pueden hacer crecer, prosperar. Ocurre también, que los coleccionistas locales no sostienen a los artistas argentinos en las subastas internacionales. Los mexicanos, por ejemplo, siempre han comprado su propio arte. Los argentinos se entusiasman por los paisajistas europeos, no se juegan. Aquí hay un problema, en términos generales la gente se quedó estéticamente en el impresionismo. Es común conocer casas de aspecto supermoderno pero de cuyas paredes cuelgan imágenes de cacería inglesa, es una contradicción”. Existen, sin embargo, algunos coleccionistas que se apasionan. Saben comprar, convivir y dialogar con el arte contemporáneo. Otros pocos, intercambian obras de arte porque jerarquizan su valor económico y social. Saben que el arte da prestigio y sirve de carta de presentación para participar en directorios de museos o en las galas de la cafe-society neoyorquina o paulista. “Un coleccionista culto es muy importante para un artista. No se trata simplemente de aquel que realiza la compra casual de una obra. He constatado que cuando el buen coleccionista compra está altamente consustanciado con el artista. Entonces el autor –aparte de la cuestión económica– da con placer su obra a alguien que la aprecia y que la va a cuidar tanto como él. Por ejemplo, tendría que haber muchos Jorge Helft, Mauro Herlizka en la Argentina, personas que aman las obras que tienen en su colección. Creo que hace falta que los galeristas y los operadores culturales sostengan más la buena creación actual. Esa confianza va a repercutir en un nuevo mercado, con espacio para la gente que está produciendo. El galerista tiene la responsabilidad de formar coleccionistas. La gente que compra nos tiene que dar crédito, nos tiene que creer”. El panorama de las galerías de arte es bastante desolador. Cada vez son y se atreven menos. La muerte de Julia Lublin –una de las galeristas que supo jugarse por el arte actual– entristeció a muchos porque además, es paradigmática de los tiempos que corren. Salvo un puñado de honrosas excepcio-

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nes, las galerías serias y valiosas están en extinción en Buenos Aires. Sí, existen intermediarios, que son por lo general mujeres, que venden desde sus departamentos. Pero eso es otra cosa. Las fundaciones están en alza. Por fin se percataron de que para ganarse el respeto deben ser más generosas y pensar menos en los beneficios.

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“En este momento las pocas galerías que hay rara vez se arriesgan a hacer exposiciones con un sentido no comercial. Como acá están muy pendientes de las ventas, las galerías usualmente no permiten armar una instalación sin pensar en los números; cosa que en otros países sucede porque trabajan por el artista en un proyecto más a largo plazo, no para un momento puntual como acá. En países fuertes en artes plásticas como Venezuela, Brasil, Colombia, México los espacios oficiales tanto como las galerías de arte son más osados. Uno puede entrar a una galería importante en Bogotá y encontrarse con una instalación u obra gráfica o fotográfica porque hay una decisión de mostrar otra faceta del artista. Eso posiblemente ayude a que la gente que frecuenta las galerías privadas, no solamente los espacios públicos, tenga una apertura mayor y se juegue también más en la adquisición de arte contemporáneo. Acá hace falta esa pequeña jugada; lo han hecho, pero muy poco”. La zigzagueante política cultural ha retrasado la creatividad y renovación en el campo de las artes. Casi todos coinciden en que hoy la situación es peor que cuarenta años atrás. Sin embargo, esa misma falta de atención de las autoridades permite a funcionarios honestos e imaginativos extraer el máximo provecho de los empobrecidos espacios que administran. El aporte privado, generalmente un trueque positivo, los abastece de los insumos básicos –luces, pintura, catálogo, alfombras– para su funcionamiento. Pero ésta es un arma de doble filo. ¿Cuáles son las condiciones? ¿El patrocinante tiene el poder de imponer la programación, traer una buena muestra o respaldar una exposición de escaso valor artístico? “Creo que el problema mayor es la falta de un proyecto cultural oficial y un mercado de arte claro. Paradójicamente, en la Argentina hay estímulos para las personas que no venden porque existen instituciones, proyectos comunitarios a los que se puede acceder y exponer. Los espacios públicos son más interesantes, permiten hacer una cosa más libre. En este momento el Centro [Cultural] Recoleta por ejemplo, acoge una gran variedad, un gran espectro de artistas, de los más jóvenes a los más establecidos y prestigiosos, pero es un vínculo errático, sin continuidad. La carencia de un esquema consisten-


te se traduce en la gran desprotección que padece el artista. Esto genera un estado de ansiedad que hace que, por ejemplo, cuando los artistas nos reunimos en vez de hablar de trabajo, mayormente, conversamos de cuestiones que tienen poco que ver con el arte. Los comentarios giran en torno al envío de obra al exterior, al exitismo, del último premio, a la cosa muy superficial, a cómo conseguir una galería afuera. Esto es terrible. Con los artistas de Latinoamérica, a los que frecuento y están más cerca de nosotros, se habla de arte, de la vida. Como existen proyectos culturales definidos y distintas bocas de salida de la obra se sienten más libres”. A lo largo de los años, Matilde ha construido una red de personas y galerías e instituciones, en la Argentina y Latinoamérica, que la siguen y hacen circular su obra. Es cierto, no vende toneladas, pero sí sostenidamente como para proseguir sus proyectos, perseguir sus ideales sin agobio. “Acá en este momento hay una fantasía muy grande por salir al exterior, cosa que no es fácil. Hay artistas desesperados, mucha gente que vende ilusiones y varios dispuestos a comprarlas. Algunos artistas entonces, hacen un esfuerzo económico terrible para algo que no tiene consecuencias porque no los llevan a lugares significativos o porque la imagen que muestran no interesa por carecer de personalidad o, paternalismo mediante, no llama la atención por no ser suficientemente ‘autóctona’. Creo en el arte con un mensaje universal, no creo en los localismos pero la identidad es fundamental. Los críticos extranjeros muchas veces han señalado al arte argentino como una prolongación del material de las revistas Art News, Flash Art, ArtForum, de lo que se produce afuera. Éste es un país con formación básicamente europea. Tenemos muchos problemas sociales y políticos y nos cuesta mucho mirar hacia adentro, saber dónde estamos. Pero creo que algunos artistas –no la mayoría– desde hace bastante tiempo lo están haciendo y están construyendo una imagen personal. Nuestra relación con Latinoamérica ha sido escasa en todos los terrenos y recién hace unos años estamos dialogando con la región. Durante décadas nos hemos sentido orgullosos de ser los ‘europeos de Latinoamérica’ y eso ha repercutido en nuestra concepción estética. En ese sentido tenemos un déficit porque en Latinoamérica hay gente muy buena como José Bedia, Doris Salcedo, Jorge Tacla, Carlos Capelán. Podremos hablar de la pampa, de la línea, trabajar una serie de contenidos relacionados con nuestro folclore pero nunca vamos a pertenecer a eso que entre comillas se llama ‘el arte

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latinoamericano’. Pertenecemos a la región, pero nuestra mirada es diferente y nuestra influencia tiene que hacerse valer. Tenemos que rescatar que somos artistas del sur del continente, capaces de un lenguaje personal que está muy bien representado en la obra de Joaquín Torres-García, con esa luz y textura del sur que no tiene elementos del folclore latinoamericano pero cuyo pensamiento se entronca y remite a toda la literatura que se hace acá. Creo que Torres-García es un símbolo de los artistas del sur”. Buenos Aires, agosto de 1996.

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remo bianchedi la constancia de estar vivo


Retrato del artista: Silvana Colombo

Nace en 1950, Buenos Aires, Argentina. Exposiciones y Premios: 1977-81: Escuela Superior de Artes de Kassel. Exposiciones individuales: 1972-80: Galería Lirolay; El Gran Galpón, Santa Fe; Galatea, Víctor Najmías, Carmen Waugh, Gordon, Buenos Aires; Movie Gallery y Estudio Kausch, Kassel; Galerie Michels, Colonia, Alemania. 1982-91: Jacques Martínez, Buenos Aires; Clásica y Moderna, Buenos Aires; Galería Jaime Conci, Córdoba. 1992: Galería Niko Gulland, Buenos Aires; Jaime Conci, Córdoba. 1993 y 1995: Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. 1994: Palais de Glace, Buenos Aires; Ciudad Universitaria, Córdoba. 1996: Fundación Klemm. 1998: Identidad, instalación colectiva, Abuelas de Plaza de Mayo, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. 2000:

Los inocentes, Fundación Federico Klemm, Buenos Aires; La Nautilius, acción, La Cumbre, Córdoba. 2003: El Poema de Gilgamesh, texto Laura Batkis, Stand Sarah García Uriburu, arteBA, Buenos Aires. 2004: El Sr. Lafuente y sus solteras, texto Damián Orosz, Centro Cultural de España, Córdoba. Premios: 1973-74: Primer Premio Salón Nacional, Tucumán; Salón Noroeste Argentino, grabado. 1975: Premio Marcelo de Ridder, grabado. 1976: Beca Albrecht Dürer, DAAD-Fondo Nacional de las Artes. 1986: Primer Premio Alianza Francesa. 1987: Premio mejor instalación, Premio Artista Joven del Año, Asociación Argentina e Internacional de Críticos de Arte. 1993: Premio CAYC; Premio Gunther de Pintura. 1994: Mención Intersoft, pintura. 1995: Primer Premio Universidad de Palermo/MNBA, pintura. Tercer premio Telecom, pintura.


El poder, la violencia y la muerte constituyen la temática central de la obra de los últimos años de Remo Bianchedi. Argumentos tan universales, tan argentinos. Remo explora el diálogo entre la identidad individual y la colectiva. Son relatos originales que pertenecen a individuos íntimamente ligados con los demás miembros de la sociedad, historias que hay que aprender a desentrañar. Los trabajos desafían el olvido, hurgan en lo inescrutable creando una poética de la ausencia. Más allá de lo aparente, sus pinturas –instaladas o en soledad– parecen interpelar al espectador con la tortuosa e ineludible urgencia que acarrean. O tan solo transmiten algo que el artista no sabe nombrar y que no lo deja en paz. Antes de trabajar con el cuerpo como testigo, años anteriores diseñó figuras andróginas, cuerpos despersonalizados, indistintos, con penetrantes miradas que no perdonan. Ya era artista –orgulloso resultado de su tiempo– previo a su viaje a Alemania a mediados de la década del Setenta, pero su experiencia allí a lo largo de cinco años lo marcó definitivamente. Discípulo de Joseph Beuys, era inevitable su vínculo con la Fundación Federico Jorge Klemm, el único sitio de la Argentina que posee una pieza original del gran artista alemán. Allí desplegó “Sibilas criollas, los Conos y el Muerto”, su última muestra de mayo de 1996. Entonces, Remo pintó, habló acerca de la desaparición del pintor, de la dispersión de sus restos, oponiéndose a uno de sus deseos más persistentes: que queden huellas de lo que hace, que quede testimonio de la diferencia. “Es parte de la contradicción en la que vivo, esa cosa de desear y no desear”. Dueño de una obra densa y una palabra ardiente, Remo es un narrador intenso que trabaja con algunos interrogantes que a menudo parecen traer implícita una respuesta que hay que aprender a buscar sin garantías de poderla encontrar.

Los libros eran mi casita “Uno siempre está contando cosas. Creo que soy alguien que cuenta cuentos. Una cosa que me impresionó mucho de unos indios que conocí hace muchos años era que se decían cuentos. A la mañana se detallaban los sueños, yo los escuchaba fascinado. Pepe Bianco decía que no creía en la veracidad de los recuerdos. Yo tampoco sé si todo lo que estoy contando aquí es absolutamente verídico, pero es lo que yo elijo que sea verídico”. Habla, se entusiasma, necesita de la gente, aparentemente es muy sociable. Cuando se lo sigue de cerca, tras su mirada interesada y enmarcada por

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grandes anteojos, es posible percibir un costado enigmático disimulado por su capacidad de comunicación. “Me encanta conversar, pero también necesito sustraerme, aislarme del caos que –creo– surge a mi alrededor. Estoy seguro de que hay una parte mía secreta. Cuando miro mis trabajos sé que encierran un secreto pero no sé cuál es, sé que hay algo que yo mismo no sé qué es”. La obra visible de Remo promueve el debate, discurre acerca de la prepotencia, declara el triunfo de lo humano sobre lo inhumano. Pero Bianchedi tiene otra obra, secreta y paralela. Son los “libritos” que nadie conoce, nacidos de su encuentro en Alemania con el carismático Beuys. El impulsor de la “plástica social”, que concebía a todo ser humano como artista, fue una suerte de moderno chamán interesado en representar el dolor y curar la crisis espiritual que –decía– causa la vida contemporánea.

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“No son diarios, son libros que yo mismo encuaderno. Nacieron no tanto como agenda sino como una constancia de estar vivo. Todos los días, a cierta hora, me sentaba y escribía o dibujaba, recordaba o anotaba nombres. Al principio, lo hacía como registro de memoria. Empecé en el 77, cuando tomé contacto por primera vez con Beuys. Yo llegué a Alemania sin lenguaje, se había cortado. Carecía de idioma, no hablaba una palabra de alemán y el castellano no servía, estaba forcluido. De la Argentina me fui sin nada, con un bolso y un solo libro, La vida breve, de Juan Carlos Onetti”. Su biblioteca de entonces era bien grande, ocupaba metros y metros de su casa colonial en la provincia de Jujuy. En su apremiante salida del país, sintomáticamente elige justo ese texto de 1953 en el que el narrador uruguayo funda la mítica Santa María, una ciudad emblemática e inmóvil, donde prosperan la soledad y la penuria y otra vez los derrotados son protagonistas. “Me lo sé de memoria, lo leía y releía. Más aun cuando durante el primer año no pude hacer nada, estaba aislado, hasta que empecé a hablar alemán. Yo estudiaba diseño gráfico y comunicación visual en la Escuela de Bellas Artes de Kassel. Por casualidad, un compañero de la facultad me invita a acompañarlo a un seminario que daba Beuys en Düsseldorf. Fui sin saber quién era, pero en cuanto lo vi supe que no me había equivocado. El seminario consistía en un maratón de siete días, con cuatrocientos alumnos encerrados en una especie de gran galpón escuchando al maestro, que hablaba sin parar.


Se iba al baño, se cocinaba, se dormía en bolsa de dormir, todo en el mismo lugar. Por supuesto, sólo entendí la cuarta parte de lo que decía pero sentí que estaba ante alguien fuerte, destinado a producir algo importante en mí. Beuys se paseaba entre nosotros con un librito y apuntaba todo, todo. Ahora que lo pienso, no sé de dónde saqué fuerzas para dirigirme a él. Con toda la vergüenza del mundo y hablando como Tarzán, un día le pedí que me prestase el libro. Me dijo que sí y me lo dejó un tiempo. Pude ver que él anotaba todo: en la muestra que vino a Buenos Aires en 1993 reconocí uno o dos dibujos, páginas arrancadas del ejemplar que recordaba haber visto”. Legendario y paródico, el alemán pasó una semana enjaulado con un coyote dentro de una galería neoyorquina, intentando establecer un diálogo de características balsámicas entre el animal, sagrado para las tribus indígenas norteamericanas, y el representante de la raza blanca que había cazado a ambos. Cerca de esta performance de 1974 y sin la espectacularidad del maestro que llegó a su lugar de reclusión en una ambulancia y se envolvió en fieltro, Remo realizó una acción conceptual en simultaneidad con la muestra de Beuys en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Armó tres jaulas y debatió sobre arte dentro de ellas con otro artista (Alfredo Prior), un crítico de arte (Miguel Briante) y un galerista ( Jacques Martínez). “Los elegí porque en este ilusorio país de tribus confrontadas, se supone que un artista es enemigo de otro artista, así como también del crítico y del galerista. El resultado de estas tres acciones demostró lo contrario, puso en acto un otro modo de relación, es decir, la posibilidad de convivencia de las diferencias. Yo siempre estuve medio peleado con el arte, con la cosa oficial del arte, de la pintura, de los críticos. Después de esos alucinados días con Beuys y otra vez solo, pensé que era la oportunidad de hacer una obra secreta del tipo de Marcel Duchamp, a quien admiro y dediqué mi investigación de tesis en Alemania. Decidí, entonces, empezar a encuadernar libros –cosa que aprendí a hacer allá– y a anotar todo. Durante años los libros se fueron acumulando en un bolso. En Europa viajaba mucho y donde iba yo, iba mi bolso con los libritos. Eran mi casita, mi país, mi memoria. Así los fui acumulando hasta que volví a Buenos Aires y de vuelta empecé a trabajar en formato grande a fines de 1982. Jacques Martínez, que entonces era mi galerista, fue uno de los que más me impulsó a seguir haciendo los libros. A instancias de otros, tuve la posibilidad de exponerlos, pero yo preferí guardarlos para mí, para los amigos. Al contrario de Beuys, prefiero no mostrar mis heridas. Hoy están en una biblioteca especialmente fabricada por mí.

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Hasta estos días tengo sesenta y dos libros. Numerados y fechados, tienen como un aire municipal, con sellos, fechas y constancias. Ahora los sigo llevando como una obra paralela donde me doy el gusto de escribir, anotar cosas, proyectos que se me ocurren, ubicación de las instalaciones, el esquema de alguna obra. Ya no anoto sentimientos personales, sensaciones, antes sí, cuando estaba en Alemania. Hay uno que está totalmente sellado, para abrirlo hay que romper el lacre, desatarlo. ¿Está dedicado al amor? A veces a la ausencia. Encima, ése es de cuando me separé de mi familia y mis hijos se volvieron a la Argentina”. Al momento de partir hacia Alemania, Remo estaba casado y vivía con su mujer y sus tres hijos –Juan Pablo, Agustina, María– en Jujuy. Hacía una doble vida, entre su vida familiar y su librería “Libros libres”, un cargo administrativo en la universidad y la militancia.

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“En el 75 obtuve una beca de grabado del Fondo Nacional de las Artes y del Instituto Académico de Intercambio Alemán, D.A.A.D. Hacía años que quería ir, así que cuando me comunican que me había ganado la beca, advirtiendo mi ansiedad, me avisan que venía un trámite que duraba como nueve meses. Casi al mismo tiempo se abrió un concurso del Fondo para ilustrar un diccionario que se llamaba Toponimia patagónica de etimología araucana escrito por [ Juan Domingo] Perón. No tenía la menor idea de lo que era la ‘toponimia patagónica’. Me había presentado con unos grabados absurdos, totalmente surrealistas. Parece que fue lo más original que se presentó porque me eligieron a mí. Guido Di Tella, que era en aquel entonces el presidente del Fondo Nacional de las Artes, me dijo: ‘cheque en blanco para vos, te ganaste el premio, podés hacer lo que te parezca’. Iba a ser una edición alucinante, los diseñadores gráficos eran Juan Carlos Distéfano y Rubén Fontana. Yo no sé bien en qué quedó, pero el nombre no me lo olvidé más. En mis frecuentes viajes a Buenos Aires por cuestiones políticas yo había preguntado varias veces por la beca, pero no salía. Cuando vino la dictadura, los papeles seguían sin llegar. Justo murió mi viejo y viajé a Buenos Aires. Cansado de haber ido siempre al Fondo, esta vez primero fui al consulado alemán, que estaba en Maipú al 900. Me atendió un Dr. Arens, el agregado cultural, y me notificó que yo había perdido la beca. Antes de desesperarme del todo, le dije que no podía ser porque había completado los requisitos y le muestro un telegrama de conformidad. Entonces, me agarra una crisis de nervios. En una sola frase le expliqué quién era yo y en qué estaba metido. Le dije


que me tenía que ir. Entonces el tipo me tranquilizó diciendo que él había sacado al escritor Antonio Di Benedetto del país. Me pidió que me quedase en Buenos Aires y que lo esperara quince días sin moverme. Un día no aguanté más y llamé a un abogado amigo de mi viejo. Fuimos al Fondo, porque yo quería saber qué había pasado con mi beca y con los grabados propuestos para el libro de Perón. Llegamos y nos atendió un milico que medía por lo menos dos metros de alto. Seguro que no existía uno así, pero por el susto lo vi de ese tamaño. Me tenía bien presente porque me dijo ‘así que usted es el famoso Bianchedi. ¡Qué pena pero –echándole la culpa al gobierno de Isabel Perón– los peronistas no se ocuparon de sus papeles!’. Le dije también que quería recuperar mi obra. Tirándome a ganar, había mandado una caja con cincuenta grabados en vez de los diez solicitados. ‘Bueno, mire, siguió el oficial, los grabados tampoco están, pero el Fondo decidió indemnizarlo’. Mientras el tipo hablaba, yo saqué la cuenta de que lo que me ofrecía era el equivalente a tres años de vida en Alemania. Me querían pagar cada grabado cien veces más de su valor. Yo estaba indignado: ‘Ustedes me perdieron los papeles y ahora me quieren coimear –le dije. Aparte, este señor no es mi tío, sino fulano de tal, abogado’. El milico nos agarró a los dos y nos puso en la puerta, descerrajó un insulto y nos fuimos. Mucho después supe qué había sucedido en el Fondo con mi beca: el interventor militar tiró mis papeles y postuló a la persona que me seguía. No fue por mi militancia –porque en Buenos Aires nadie se enteró– sino porque había ganado el concurso del libro de Perón. Después de este incidente anduve medio escondido y a los quince días volví a ver al Dr. Arens. No me lo olvido más: sobre el escritorio estaban los pasajes y los papeles de una beca, que era mejor que la que me había ganado inicialmente. En Alemania estuve casi seis años. De esa etapa, lo que queda son los libritos, allí está todo, está la historia. Eso es lo que más me interesa que quede. También me quedó el idioma, todavía hablo y pienso en alemán”.

Mi nombre en un catálogo Los viajes de Remo comenzaron mucho antes de su transformadora aventura alemana, claramente decisiva en la construcción de su potente trabajo, que pide ser estimado en silencio. La jornada de este artista, que a los dieciséis años se presentó al Premio Braque, comenzó en el barrio norte de Buenos Aires, precisamente en Montevideo y Avenida del Libertador, el 21 de mayo de 1950. Los parientes coinciden en que aquél fue un día como

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cualquier otro, salvo porque tuvieron que sacar del hipódromo al médico que lo asistió al nacer.

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“Así aprendí que la vida es una apuesta, a veces se gana y otras se pierde. Los empates son punto final, luz de amnistía. Ahora parece una tontería, pero me presenté al Premio porque un día se me ocurrió que me gustaría ver mi nombre en un catálogo. Bueno, en realidad estaba muy convencido de lo que quería hacer. Primero mandé al Salón Nacional de Grabado y al Salón Municipal y como entré en los dos, me animé a llevar una pieza al Braque, que en aquella época era el más importante. Se hacía en el Museo de Arte Moderno, en la calle Corrientes. Había que mandar cinco diapositivas con la propuesta. Yo había hecho dos botas en papier-maché como de dos metros de alto, eran unos objetos gigantes. Era la época de [ Juan Carlos] Onganía, en pleno auge del Instituto Di Tella y –no sé si fue porque la obra era buena o porque aludía a la situación política– un día me notificaron que había sido seleccionado. El premio lo había ganado el turco Messil, Gabriel Messil, que después fue muy amigo mío. Fui a la inauguración con alguna intriga pero evidentemente no estaba preparado para lo que me pasó después. Me sentí tan descolocado e impresionado que ahí mismo juré no pintar más y no volví a agarrar un pincel durante años”. Casi treinta años después de haberse presentado al premio de una manera casi infantil para ver su nombre en letras de molde, Bianchedi recién en 1996 vio publicado su primer catálogo formal. No es por no haber trabajado. Al contrario, salvo dos complicados intervalos, participó en decenas de muestras colectivas y en más de una docena de muestras individuales en el país y en el exterior. Pero a lo largo de los años –y aparte de que en la Argentina las dificultades económicas se apilan– Remo desarrolló un estilo paradójico: utiliza materiales efímeros para constituir un dique contra las pérdidas, para rescatar la memoria. “Lo primero que recuerdo haber hecho son unas acuarelas. Siempre estuve expuesto al arte porque mi abuelo era coleccionista de grabados antiguos y mi casa estaba llena de cuadros y libros. Hasta en mi cuarto había grabados de [Giovanni Battista] Piranesi. Papá era arquitecto y un pintor frustrado. La hermana de él pintaba cosas art nouveau y murió muy joven. Pertenecían a una clase media alta, burguesa, políticamente muy reaccionaria. Nunca me voy a olvidar de que en el 55, cuando yo tenía cinco años y vibraban los vidrios cuando pasaban los aviones de la Revolución Libertadora que derrocó a


Perón, mi padre me dijo ‘ahí van las alas de la libertad’. Aunque toda su familia había sido anarquista, de los viejos liberales –mi bisabuela era carbonaria y se enorgullecía de haber matado a un policía el siglo pasado en Italia–, después mi viejo se hizo ultra católico. Pero los estímulos estuvieron ahí para nosotros. Tengo un hermano que es músico. Cuando era chico fui muy solitario. Creo que por eso al cumplir catorce años a mi padre se le ocurrió regalarme una caja de acuarelas, un bloc y pinceles. Fuimos juntos a Leidi y ahí conocí a Emilio, que ahora es el dueño. Cuando llegamos a casa mi papá me advierte que voy a aprender a pintar con la técnica más difícil: la acuarela. Mientras me explicaba cómo pintar y usar los materiales, decidí ser pintor y dejar todo. Empecé a faltar al colegio, mentía, falsificaba los boletines y así, al terminar cuarto año de la secundaria, largué. Durante casi un año salía a las siete de la mañana de casa con uniforme, hacía toda la mímica de partir hacia el colegio pero vagaba todo el día. Iba a las galerías, agarraba el Di Tella, la calle Florida arriba, Florida abajo y el bar Moderno. Era un chiquilín. No tenía pantalones cortos, pero casi. Simulando, aguanté hasta que saltó la perdiz, me descubrieron y se armó un lío descomunal en casa”. Bianchedi suma. Su hondo encuentro con otra cultura inauguró una tendencia que no habría de abandonarlo más. De los arriesgados años que siguieron le quedaron un tatuaje que simboliza la energía, los colores urgentes y la espiritualidad engañosamente primitiva de su primera pintura, algo surrealista, algo libertaria. “Cuando mi padre descubrió que dejé el colegio, me fui de casa. Él no me echó, sólo me advirtió antes de cerrar la puerta que la primera independencia es la económica. Yo conocía a Miguel Grinberg y me dio trabajo seleccionando cartas, encuadernando su revista Eco Contemporáneo. Ganaba muy poco y me fui a vivir a La Plata a una comunidad rockera que se llamaba ‘La cofradía de la flor solar’. Nos la pasábamos fumando marihuana todo el día. Miguel era muy amigo de Allen Ginsberg, recibía cartas de William Burroughs, de Henry Miller, era un delirio. Miguel me regaló Las cartas del yagé, un libro con la correspondencia entre Ginsberg y Burroughs de sus experiencias en la selva amazónica. El yagé, un alucinógeno que toman los indios, llamado también ayahuasca, disparó mi fantasía. Junté unos pesos y con un amigo mío decidimos irnos al Amazonas. Después de ocho días de tren llegamos a La Paz, Bolivia. Nos separamos. Yo fui hacia la frontera entre Perú y Brasil y recalé en un lugar cerca de Pucalpa que se llama Yarinacocha. Ahí me quedé

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viviendo seis meses con la tribu shipibos. Si alguien hoy me pregunta por mi familia, digo que fue ésa. Es la que me dejó el recuerdo de hogar, protección. Me sentí querido, adoptado. Sentí que la familia como noción de cultura estaba ahí, en el sentido verdaderamente antropológico. Nunca volví, pero sé que no están más porque los corrió la civilización. Vivía en las chozas con ellos e iba rotando de grupo familiar. Tuve la suerte de que aquella fuera una tribu que casi no tenía contacto con el blanco. Los indios que trabajaban en los obrajes no eran bien vistos. Pero antes de entrar a la aldea, conocí a uno de estos que hablaba castellano y me sirvió de traductor. Por otra parte, me hacía entender con gestos. Durante el día salía a pescar con ellos, escribía, pensaba, tomaba ayahuasca. En aquel entonces, creció la idea de irme a la India, a Grecia. Me volví a juntar con mi amigo que estaba por ahí dando vueltas y nos fuimos a Iquitos y Manaos para embarcarnos en algún carguero. Pero al final nos acobardamos. Estuve fuera de Buenos Aires un año y algo, volví a fines del 68. Llegué a Retiro con un jean, una camisa y la cédula de identidad. Con mi familia me había comunicado esporádicamente. Yo la extrañé la noche que hice la ceremonia de iniciación con los indios. De repente, el sabio, el brujo, se convirtió en un águila que me transportó a un departamento desconocido para mí, en Superí y Avenida de los Incas, donde estaban mis padres. Cuando llegué a Buenos Aires, fui directamente al lugar de mi visión y ahí estaban todos. Era el día de Pascua y aunque metafóricamente me estaban esperando, no me reconocieron, pesaba veinte kilos menos y estaba negro por el sol. Cuando no aguanté más aquí, quise volver a los indios, pero quedé anclado en Jujuy en el 69. Ahí conseguí un trabajo, conocí a mi primera mujer, me casé y tuve mis tres hijos”. En lo que aparece como una constante, Remo va y vuelve. Desde que fue seleccionado en el Premio Braque en 1967, su convicción de pintar quedó suspendida hasta 1971. Ni pintura ni dibujo. Se dedicó a escribir y a publicar en revistas literarias y marginales de la época. Pero de alguna manera, sin que mediara provocación alguna, después de sus jornadas como librero en las nochecitas tranquilas de Tilcara, Bianchedi, como quien no quiere la cosa, prosiguió con el dibujo. “Un día me puse a dibujar para mí, yo ya tenía un hijo y la militancia. Mi amigo, el pintor Oscar Herrera, mandó por su cuenta dos grabados míos al Premio de Artistas Visuales del Interior, organizado por la Municipalidad de Buenos Aires. Cada provincia elegía por concurso a un artista y los ganadores competían entre sí. Gané el


Premio Nacional. Un día me tocan el timbre en casa y era la televisión. Ahí retomé con todo y viajé a Buenos Aires, donde conocí a Distéfano y a un grupo de gente que me empezó a insistir para que pintara. Un día caí por la galería Lirolay e hice mi primera individual en 1972. Siempre tuve buenas críticas y empecé a vender obra desde el vamos”. Así es como su padre –el mismo que le había quemado los dibujos cuando Remo partió al Amazonas– se convirtió en su representante en Buenos Aires. Ésa fue la vía a través de la cual el artista tuvo la suerte de recomponer su vínculo. “Fuimos amigos” dice, aludiendo a la última época, antes de que muriera. “En el 75 gano el Premio Marcelo de Ridder, que en aquel tiempo era hiper importante. Justo estaba exponiendo en la galería Galatea, de Viamonte y Florida, dedicada a obra relacionada con el surrealismo. Yo leía mucho surrealismo, era el momento de transformar la vida y cambiar el mundo a la manera de [Arthur] Rimbaud y [Karl] Marx. Yo vivía mucho esas cosas y hacía unos dibujitos chiquitos de carácter surrealista. Entre los dibujos expuestos había uno que hice cuando nació mi segunda hija, que es discapacitada. Era el único dibujo que no estaba en venta. Marcos Curi –entonces dueño de la más importante colección de arte contemporáneo argentino de la década del Setenta– quiso comprar la muestra, pero yo no quería venderle ese dibujo. Ahí estuvimos, en un tira y afloja, y al final no se vendió. Cuando me volví a Jujuy, mi papá me avisa que Curi quiere conectarse conmigo. Lo encontré en mi próxima visita porteña. Desde ese momento, Curi empezó a comprar toda mi producción hasta mi partida a Alemania. Creo que tiene trescientas obras mías, todas de los años Sesenta y Setenta. Uno lo cuenta y parece de locos, pero al ganar ese premio, y aún viviendo en Jujuy, las galerías de Buenos Aires me llamaban para exponer. Ahora es más complicado”. Ésta es una generalización, porque él es uno de los pocos artistas que expone regularmente cada año desde 1972. Cuando era adolescente, pintar era un modo de estar en el mundo, jamás pensó que sería su profesión, sin embargo hoy claramente lo es. Al llenar formularios se está acostumbrando a poner “artista plástico”. Como a él le parece que suena horrible, a veces, se describe como “diseñador gráfico”. Fiel a su estilo, y aunque su nombre aparece en los premios y publicaciones, Remo aún cultiva un perfil bajo.

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Como si la idea fuera un fantasma Bianchedi sostiene que cuando pinta se divierte mucho, pero el juego no aparece para nada en la obra, quizás porque sus ideas surgen del dolor, evocan cierta tristeza repetida y atroz. Revelador de una tensión entre fuerzas opuestas, su arte es para explorar el conocimiento antes que para crear belleza. Emerge de las tradiciones humanas, rompe el aislamiento y transita una penetrante atmósfera emocional.

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“La bomba que demolió la AMIA [Asociación Mutual Israelita Argentina] en Buenos Aires en julio de 1994, fue un golpe emotivo grueso para mí y empezó a convertirse en una idea de trabajo. Esa idea tiene que tener tal condición que sea capaz de reproducir en el espectador la emoción que yo sentí. Todo incide, mi hija Agustina –que tiene una enfermedad que no se cura– ha sido en cierta medida rectora de mi trabajo. Es un ser muy mágico, muy afectuoso. Sabe que me gusta juntar cosas, objetos entonces cada vez que viene a verme me trae algo. Pero no me lo da, sino que lo pone en algún lugar especial, en la mesa donde pinto las acuarelas, por ejemplo. Son detalles de sensibilidad que me hacen sentir que se está ocupando de mí desde el lugar que puede. Durante sus primeros quince años nos anunciaron que su fin estaba próximo. Intenté exorcizar la cercanía de la muerte representándola metafóricamente. Creo que la obra no es un objeto a manipular, ni por el artista, ni por el crítico, ni por nadie. Es un sujeto que se va articulando y se va dejando mostrar de a poco. Cuando empiezo un proyecto lo tengo todo anotadito en el libro y después voy haciendo correcciones. Dejo que entren modificaciones en el boceto. Dejo que la idea fluya, se contamine de otras, se niegue y se confirme. Cuando estoy trabajando sobre la obra me juego y no dejo que entre nada más. Con mi última experiencia, ‘Sibilas criollas, los Conos y el Muerto’, fue distinto. Me fui por caminos impensados. Pinté como un desaforado, fervorosamente, apartándome del esquema inicial, pero no de la idea esencial. La obra se me fue de las manos, se independizó. Pero habitualmente el trabajo para mí tiene dos etapas. Una, es la operación mental, digamos, la más importante. Leo muchísimo o estoy horas mirando los pajaritos y carburando hasta que, de repente, siento que hay un clic y me pongo a producir. El trabajo es sentarse y pensar. La ejecución es rápida, una mera resolución técnica. Es sacarse de encima la neurosis y configurarla. Pongo en práctica un pensamiento de [Piet] Mondrian: ‘se piensa antes y se piensa después, nunca durante el trabajo’ ”.


Como tienen que ver más con las ideas que con los materiales, sus obras pueden ser pensadas en cualquier punto geográfico –aunque no en abstracto– siempre a partir de un entorno predeterminado y bocetadas en el librito que lo acompaña. Con el tiempo, Remo ha verificado que le es imposible pintar y después adaptarse al sitio donde habrá de exponer. Es al revés. Tiene que conocerlo antes. “La obra es un vehículo. Las expectativas que vuelco en el proceso creativo son –no sé si se las puede llamar así– de tipo ideológico. Ahora, desde que vivo en Cruz Chica, en Córdoba, por primera vez siento que todo el trabajo que hice durante treinta años se va concentrando en una única línea. Entonces, ya no hablo de obra sino de trabajo, no hablo de exposiciones sino de proyectos, donde lo primero y más importante es la aparición de la idea, como si la idea fuera un fantasma y yo mismo el lugar de la aparición del fantasma. Es por eso que me dedico al arte, a pintar, es el lugar de mayor goce que tengo, es donde –utilizando el concepto de Rimbaud– ‘yo soy un otro’. No soy un pintor de ocho horas diarias ni nada por el estilo, por ahí paso meses sin tocar un pincel. Pinto con la cabeza, pienso. Creo, con Duchamp, a quien le importaba más el trabajo de la imaginación antes que la ejecución, que la obra de arte no es solamente eso que uno pone sobre una tela, sino cualquier modificación de un objeto. Si yo muevo la cafetera, por ahí modifico la composición de toda la mesa. Paso los días contento, modificando cosas, a tal punto que mi casa simula ser una gigantesca instalación que va cambiando al ritmo de la vida cotidiana. La casa es maravillosa, tiene dos plantas que dan a la sierra. La parte de arriba es la más convencional, con un living, comedor, dormitorios, biblioteca. Abajo, tengo tres ámbitos que suman cien metros cuadrados. Uno es para las pinturas grandes, otro para trabajar en formato chico y el tercero es un taller para grabados y objetos. Ésta es la primera vez en mi vida que puedo tener un taller escindido de la casa, digamos. Antes, pintaba en el living, en el dormitorio, en la cocina. Esta vez, cada ámbito cumple su función”. Quizá porque su padre era arquitecto o por sus formadores años alemanes –en la Argentina jamás asistió a escuela de arte alguna–, es evidente que antes y después de trabajar, Remo es extremadamente ordenado. Mientras pinta, el caos parece arrebatarlo. Dice que su taller es como una cápsula espacial. Se ríe al confesar que mantiene un orden casi mágico, cabalístico. “Cada cosa tiene su lugar. Si muevo un pincel de su sitio, el universo se destruye. No soy tan fanático, pero ocurre que la formación

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alemana a mí me dio muy vuelta la cabeza. Tengo una formación Bauhaus absoluta, entonces los pinceles no pueden estar en diagonal, tienen que estar verticales, paralelos, uno al lado del otro. El otro día estaba Miguel Ocampo en casa y me ve preparar la estufa de leña. ‘Estás haciendo una casa tipo Bauhaus’, me dijo. Construyo, pongo los troncos, después el techito. Soy un poco histérico. El orden, cierta naturaleza del orden me contiene”. La Bauhaus, creada en 1919, duró tan solo catorce años. Fue clausurada por los nazis en 1933. Pero su idea del arte contra todo esquema e instalado en lo cotidiano –que propiciaba la libertad creativa y la sensibilidad para lo nuevo, y sus claras líneas y luminosidad– se puede reconocer todavía hoy en la arquitectura y en objetos funcionales. El currículum de la escuela incluía todas las artes visuales y el edificio construido por Walter Gropius en Dessau promovía un distintivo espíritu comunitario. En el trabajo de Remo, la construcción obsesiva está tan presente como la horizontalidad. Su pintura recupera los bordes, instala la ambigüedad.

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“Hay algo recurrente en mis cuadros y es la ubicación de las figuras. Nunca las pongo en el centro. Ahora sé por qué lo hago, antes no. Lo hago para descentralizar la silueta. En el centro, la figura siempre representa poder, por eso todos los próceres están puestos en el medio. Al estar descentralizada, la figura y el fondo, el centro y el margen comienzan a interactuar y así el concepto plástico de fondo y figura se vuelve exactamente lo mismo. En cuanto a la ejecución del trabajo, a los materiales que uso, dejo lugar a la casualidad. El azar interviene a cada rato. Hace poco fui a la ferretería a comprar un tarro de pintura blanca. Se equivocaron y me dieron enduido plástico. Cuando llegué a casa me di cuenta del cambio pero ya era tarde y el negocio había cerrado. Yo tenía la tela ya preparada –trabajo con liencillo que compro en la tienda de ahí– y muchas ganas de pintar. En vez de desesperarme, agarré unos cartoncitos y enduí toda la tela. Cuando estaba seco, me puse a trabajar sobre esto y descubrí una nueva textura que después barnicé”. De su bisabuela anarquista le debe venir la preferencia por la combinación del rojo y negro que, junto con el rojo teja y el borravino, predominan en su paleta. “Mi consigna de trabajo es el límite, siempre lo fue. Las circunstancias ponen el límite, me ayudan más, no me lamento. Uso pintura industrial, lavandina, barniz. Entonces si no tengo el acrílico que


quiero, uso otro. Si no tengo amarillo y bueno, pinto con negro. ¿No tengo negro? Adapto el cuadro y lo pinto rojo. Con los otros materiales –maderas, papel, tela, cartón, diarios– es lo mismo, utilizo lo que está a mano, lo que encuentro en la zona. Con la única técnica que establezco una relación de flirteo amoroso es con la acuarela, tengo una cosa de placer. Así que, cuando estoy con plata, trato de comprar el mejor papel, las mejores acuarelas, los mejores pinceles. Creo que me remiten a mi padre y ese tipo de cosas. Pero, además, es una técnica que obliga a pensar muchísimo, no se puede pintar espontáneamente. En general, se piensa que trabajar con acuarelas es propio de pintor de domingo. Es una técnica que está muy desprestigiada, parece asignada a las señoras que pintan macetas con flores, pero requiere muchísima inteligencia, más como las pinto yo, con capas y capas infinitas de colores”.

Mis utopías son utopías reconocidas A las siete de la tarde, la hora sagrada en que se toma el único whisky del día, Remo abandona la inquietud que lo caracteriza cuando trabaja y se halla más propenso a hablar de sí mismo. “Vivo en Cruz Chica, desde hace cinco años. Allí, en Córdoba, no hay otro referente que uno mismo. Uno está allí, al igual que los árboles, los pajaritos y no hay nada más. Es un lugar de muchísima energía”. Los días transcurren pacíficamente a escasos ochenta kilómetros de la ciudad de Córdoba, cerca de La Cumbre. Él piensa, escribe, pinta. A veces parece preocupado, sólo está concentrado. Como pinta por estos días a horas insólitas –y luego del muy buen período 1995/96– las visitas imprevistas se han tornado un obstáculo mayor. Pero su retiro no lo ha apartado ni por un momento de las preocupaciones políticas y sociales. Lejos de cualquier maniqueísmo, el torbellino emocional está en su obra con tanta fuerza como la construcción social de la identidad. “Si tuviera que llamarlo de algún modo, diría que hago arte político. Por ahí suena medio autoritario, pero creo que un artista tiene que ser espectador y actor de su tiempo. Tiene la obligación y la responsabilidad de ser contemporáneo. Guillermo Kuitca es contemporáneo y Antonio Berni también. Guillermo es un artista que habla de sí mismo y Berni también habla de sí mismo, pero desde

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otro lugar, del sí mismo colectivo. Me considero un artista de lo que antes se llamaba vanguardia, estoy comprometido políticamente y creo en la historia, en el devenir dialéctico. Por eso creo que hay debates que son estériles. Modernismo, posmodernismo, no sé. ¿Podemos hablar de finalización o agotamiento de un proyecto como el de la Bauhaus, por ejemplo, cuando ese proyecto no se pudo nunca terminar de llevar a cabo? Un día un japonés-norteamericano [Francis Fukuyama] decreta el fin de la historia, otro día –dicen– se murieron las vanguardias. Me parece un disparate, una estéril manera de acotar lo que sucede. ¿Un arte para un mundo sin utopías? Beuys, que adoptó el arte porque sostenía que el hombre no podía seguir así, decía: ‘mis utopías son utopías reconocidas’. Para mí, esa frase tiene un significado que se traduce en tratar de encontrar nuevamente un proyecto común que creo existente. Más que en la construcción de una cosmovisión propia, estoy interesado –no sé bien cómo– en un proyecto tribal antes que individual. La gran ausencia que siento ahora es no tener un proyecto social. Estoy viviendo mi tercer exilio, que creo definitivo. Lo que veo me espanta. Por la distancia que tengo, viviendo en Cruz Chica, puedo constatar que hemos dejado de ser un país. Somos tribus aisladas y cada tribu tiene su código. Quizás intercambiamos objetos, alguna cosita entre nosotros, pero éste no es un país. Tampoco lo era el de la dictadura, que ciertamente fue un corte –también en mi carrera–, fue la muerte, me robaron una década. Retomar me costó una enormidad. Desde que vivo en Cruz Chica me volví a ubicar, a seguir aquella línea que se cortó en el 76”. El impulso inicial de su trabajo no pasa por consignas partidarias sino por buscar verdades, plantearse interrogantes. Sus definiciones aportan claves para comprender sus preocupaciones. Pero sus obras, acuarelas y pinturas instaladas, bien muestran que está lejos de cualquier doctrina y por eso son capaces de atravesar márgenes geográficos e históricos.

Las series Remo recurrió al pasado para pensar el presente en cuatro de sus muestras anteriores. En la última, aludió al futuro para imaginar la muerte del pintor. En todas, trabajó el concepto de serie y concibió las pinturas acompañadas de videos y música, como instalaciones. Para cualquier desprevenido parecería que algunas se ocupan de sucesos en Alemania, pero no es así. Remo está seguro de que esos proyectos poseen un discurso pictórico que


es netamente argentino, nacido de necesidades internas que, sin sentimentalismo, registra la historia y crea objetos de arte. En “Los márgenes del canibalismo” (1992), una muestra conjunta con Duilio Pierri y Alfredo Prior en la Fundación Banco Patricios, Bianchedi continúa con esos rostros centroeuropeos que ya había inaugurado en una imborrable galería de retratos en 1982. “Todo estaba guardado en los libritos. Inventé veintiún retratos apócrifos de veintiún profesores de la Bauhaus a partir de fotos que había juntado de alemanes de los años Veinte y Treinta. Los nombres, escritos en caracteres de imprenta con acuarela roja –Vassily Kandinsky, Walter Peterhans, Walter Gropius, Mies van der Rohe– eran lo único verdadero de esta muestra colgada en una pared de veintiún metros. Había puesto un dibujo al lado del otro, sin marco, pegado a la pared. La serie cerraba con un telegrama –sellado en el correo de Cruz Chica– que decía ‘Dada privatización Escuela Estatal Bauhaus los siguientes docentes quedaron relevados de sus funciones. Atte. Ministerio de Economía de la Nación’. La muestra provocó mucho revuelo. Lo tomé como una buena señal. Yo no lo podía creer, me sonaba a chiste pensar que el arte todavía podía incidir sobre la realidad. No fue algo consciente, pero este homenaje a la Bauhaus me trajo el recuerdo de una de las muestras que más me emocionó en mi vida y que había visto en Kassel. Eran retratos y autorretratos hechos en campos de concentración. Me pasó una cosa curiosa, vi la muestra y cuando salí tuve la sensación de que me había perdido algo. Volví a entrar y me di cuenta de que todos estaban sonriendo, eso me pareció formidable. Eligieron pasar a la historia con una sonrisa, aun cuando retratarse en un campo de concentración estaba penado con la muerte. Siempre me quedó pendiente hacer un homenaje a esa muestra. Así fue como armé ‘La noche de los cristales’ [1993] en el Centro Cultural Recoleta”. La noche de los cristales, también conocida como Kristallnacht, es la horrenda jornada del 9 de noviembre de 1938 cuando los judíos de las ciudades alemanas y austríacas fueron perseguidos por multitudes y por militantes nazis que los golpearon salvajemente y atacaron sus propiedades, volando en mil pedazos vidrieras de negocios, ventanas de consultorios y puertas de casas. En esta estremecedora muestra, ¿distante metáfora de La noche de los bastones largos1 y de La noche de los lápices2?, Remo alineó en una pared ciento cinco retratos pequeños de judíos alemanes frente a cinco pinturas de gran tamaño de oficiales nazis. No utilizó el silencio –el

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arma de los verdugos– sino que dotó de identidad a las víctimas. El arte les devolvió la dignidad. “Una vez colgada la muestra, sucedió que por primera vez sentí una devolución afectiva y emotiva muy importante del público. Observé que la gente estaba empezando a formar parte de la obra, se estaba dando eso que Beuys llamaba escultura social. La actitud del espectador, pegadito frente a los cuadritos, mirándolos uno a uno, me alentó a aproximarme más a mi propia historia. En mi obra ‘La noche de los cristales’, el Holocausto aparecía como paradigma del horror. Pero después me di cuenta de algo que tiene que ver más conmigo, que no sé bien qué es y que tampoco quiero ponerlo en el lenguaje lógico discursivo”.

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“Como un cuerpo ausente” (1994) es la obra que compuso especialmente para exhibir en el circular Palais de Glace de Buenos Aires. Al entrar, el espectador se sentía aludido y envuelto en un recogimiento casi religioso de alto impacto emocional. Bianchedi desplegó setenta telones colgados en cruz, tomados sólo por la parte superior, y fijó diez acuarelas con figuras en las convexas paredes del lugar, ante las que ubicó sillas para que el visitante pudiera sentarse a contemplarlas. Todos los lienzos poseían rostros y estaban pintados alrededor de espacios en blanco, el lugar de los cuerpos que no están. Sólo dos pinturas tenían nombres: Haroldo y Emilio, por el escritor Conti y el periodista Jáuregui, desaparecido el primero en 1976/77, muerto el segundo en 1969. Bianchedi respeta a los sujetos, a los protagonistas de sus obras, sabe que los desaparecidos no se resignaron y entonces no ofrece consuelo moral. “Como un cuerpo ausente” comentaba una realidad. También se anticipaba a un debate público. Dos meses después de la muestra, un ex marino confesó que durante la pasada dictadura militar, desde la Escuela de Mecánica de la Armada se organizaron los llamados “vuelos de la muerte”. Aún con vida, presos no reconocidos oficialmente (desaparecidos) eran arrojados desde aviones a aguas del Río de la Plata.

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“La noche de los bastones largos” evoca la jornada del 29 de julio de 1966, cuando la policía, violando la soberanía de la Universidad de Buenos Aires, entró a la facultad de Ciencias Exactas, y a otros claustros, golpeando a profesores y alumnos, para llevarlos presos (durante la dictadura militar 1966-1973, con Juan Carlos Onganía como presidente). “La noche de los lápices” recuerda el arresto en septiembre de 1976 de siete estudiantes secundarios, en La Plata, que pedían por un boleto estudiantil más económico. Seis fueron torturados y desaparecidos, y uno (Pablo Díaz) sobrevivió y contó la historia (durante la dictadura militar 1976-1983, con Jorge Rafael Videla como presidente).


“Mi mirada sobre la Bauhaus, el Holocausto, la desaparición forzosa de treinta mil personas, la infancia, tiene en común autoritarismo y muerte”. Desplegada en el Centro Cultural Recoleta, “De niño mi padre me comía las uñas” (1995) desmitificaba la niñez como tiempo feliz y lugar dorado. La ineludible instalación estaba compuesta por quinientos ochenta cuadros, de 43 x 23 cm., con leyendas que reforzaban la sensación de orfandad. Remo proclamaba desde sus fotogramas que “De niño no tuve infancia”, “De niño había veneno hasta en la sopa”, “De niño era Bosnia”, “De niño la escuela fue mi segunda cárcel”. Colgada a la altura de los ojos de un chico e iluminada con una atípica luz teatral que enfocaba las obras y dejaba el resto en penumbras, la muestra fue concebida como un recorrido por la infancia, entendida como “institución carcelaria con el panóptico como metáfora” que genera una colección de individuos separados: los vigilantes y los vigilados, castigados. Niños usurpados, subalimentados, niños de la calle. “Para la muestra dedicada a la niñez leí mucho a Michel Foucault, en especial Vigilar y castigar, para poder trabajar en una dirección bien precisa. Pero cuando estaba pintando sucedió lo de la AMIA. Lo vi en el noticiero y me puse a llorar. Bajé al taller e hice una serie de cuadritos de la infancia que dicen ‘De niño entre escombros’ y estuve llorando como tres días, no podía parar. Después del monstruoso esfuerzo que supuso hacer los quinientos ochenta trabajos de ‘De niño…’ y a causa de todo lo que me pasó con el corazón, para mi última muestra se me ocurrió hacer algo más íntimo”. En “Sibilas criollas…”, las pequeñas acuarelas y técnicas mixtas de grandes e irregulares formatos, tienen a la mirada –que acecha y guía al espectador ¿del infierno al paraíso o del paraíso al infierno?– como sostén y a la disolución del cuerpo como relato.

El que te camina al lado A lo largo de todo su trabajo, Remo no ha hecho otra cosa que desarrollar el tema de la muerte, en el sentido también de la muerte como transformación. Incluso en su vida, la miró de cerca un par de veces. “Creo que uno hace intervenir permanentemente a la muerte, pero entendida no como terminación, sino como alteración. Por ejemplo, un cartón es un material muerto, lo modifico y lo convierto en una

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obra, obra a su vez que ve alguien y la convierte en otra. La muerte –igual que el encierro– siempre tuvo mucha relación conmigo. De chico yo leía mucho, especialmente me acuerdo muy bien de las novelas de tapa y lomo amarillo de la colección Robin Hood. Uno de mis entretenimientos preferidos al llegar del colegio era poner una frazada sobre la mesa que tenía en mi cuarto. Armaba una cueva, ponía velas y almohadones y leía escondido ahí. Prolegómeno quizás de futuras catacumbas, anticipo de permanente clandestinidad. La muerte no me asustaba ni me intrigaba. Sin duda, es como lo que los alemanes llaman el Doppelgänger, el doble, el que te camina al lado. Siempre está ahí. Pero no es que tenga necesidad o deseos de morir, tampoco me entusiasma más la muerte que la vida, nada de eso. Simplemente constato que las dos cosas van juntas. He tenido encuentros con la muerte, algunas veces he pisado su umbral durante la militancia, en los primeros tiempos de la dictadura, aun en Europa. Otro roce que tuve con la muerte es más reciente. Precisamente, en mayo de 1995, a la semana de haber inaugurado “De niño mi padre me comía las uñas” en el Centro Cultural Recoleta, tuve un espasmo coronario. Yo estaba viviendo muy cerca del Centro. Todos los días, mientras caminaba hacia allá, me agarraba taquicardia pensando en algún desastre. ¿Se habrá roto algo? ¿Me robaron las luces, el televisor, la video-casetera? Aquel día fue un caos –yo iba desde la mañana para reparar lo dañado y me quedaba hasta tarde– y cuando llegué a casa, alrededor de las ocho de la noche, me tiré en la cama, prendí la tele y me serví un whisky. Me lo tomé y me desperté en el Hospital Fernández. Me contaron que me hablaban y yo no respondía nada. No saben qué fue, pero se supone que se contrajeron las arterias y no se me irrigó el cerebro suficientemente y me quedé ahí. Cuando me llevaban al Fernández, pregunté en el trayecto adónde íbamos. Yo no entendí y dije ‘por favor no me lleven al [Centro Cultural] Recoleta’. Al diagnosticarme espasmo coronario, me informaron que tenía que pasar allí por lo menos esa noche, pero me negué rotundamente. ‘Internado no me quedo ni atado’, dije. La cardióloga me advirtió que me podía agarrar un infarto. Ni aun así me convencieron, yo detesto los hospitales, me traen malos recuerdos. Mi padre murió en un hospital y con mi hija Agustina hemos estado saliendo de uno y entrando en otro durante años. Me fui. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, cayó Gabriela Massuh, del Instituto Goethe que auspiciaba la muestra, y me instó a dejarme de embromar. Me interné en el Hospital Alemán y ahí me quedé dos días. Ahora estoy bien, pero tomando medicación de por vida. Más que asustarme, este inciden-


te me hizo ser consciente de la edad que tengo, nunca me imagino que son cuarenta y seis años, aunque tampoco pienso que tengo veinte. Ahora, los días tienen más valor”. Después de esta prueba, que para otros sería aterradora, a Remo parece habérsele acentuado su ácido humor. Lamenta no haber visto ninguna luz, ningún puente, nada, porque –bromea– podría haber vendido su historia de resucitado con bastante éxito y resolver de una vez por todas el problema de los materiales de las próximas muestras.

Barrer la sala Sarcástico en cuanto a la despareja política oficial acerca del arte y escéptico sobre el módico mercado local, Bianchedi recuerda a Aleksandr Rodchenko. “Rodchenko, perseguido y muerto durante el stalinismo, cuenta en su diario que con temperaturas de 18º C bajo cero, necesitaba prender la estufa. Como no tenía leña, quemaba sus dibujos para calentarse. Sabía que sus dibujos iban a terminar en el fuego, pero no tenía más remedio que hacerlos. En el interior existen casos que tienen algún punto de conexión con el artista ruso. Hace poco conocí un chico en Córdoba que construye unas barcas de madera de diez metros de largo con objetos adentro. Me habían hablado de él, así que fui a visitarlo al barrio donde vive. Le pregunté qué hacía con sus obras. ‘Las usamos cuando necesitamos leña para el asado’ me respondió. Me quedé pasmado, el trabajo es bueno y el tipo lo quema. En el taller donde doy clases tengo un lema que estaba colgado en una de las salas de la escuela en Alemania, que creo es de [Paul] Klee y dice: ‘el alumno no es el que no sabe, es aquel que no recuerda lo que sabe’. Creo que un buen taller es el que recuerda eso y un buen maestro es aquel que logra extraer lo que el alumno –que confía y escucha las palabras del que enseña– tiene adentro. Creo que hay varias tribus de artistas. Una, que hace arte como una necesidad interna e histórica, independientemente de que se vea o no, de que se venda o no. Otra, que realiza trabajos banales, que apuntan a la circulación fácil y que podrían estar hechos en cualquier otra parte del mundo”. Remo trata de que sus alumnos no vean sus pinturas en el taller. Como casi nunca viajan a Buenos Aires, es probable que jamás hayan visto una muestra suya. Otra manera de protegerlos es contándoles acerca de las dificulta-

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des y de lo poco que significa ser artista en la Argentina. Aun cuando también les dice que, si sienten la necesidad de emitir símbolos, es algo inevitable que deben hacer.

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“Creo que ser artista en la Argentina es un doble compromiso. Se trata de un esfuerzo gigantesco. Acá el artista trabaja solo, auto produce sus proyectos, está muy expuesto porque todo depende básicamente de él, desde la concepción hasta la difusión y venta. El espasmo coronario que me sobrevino con una de mis muestras no fue gratuito. Tuve innumerables problemas y eso que me sentía más respaldado que en otras oportunidades, era la primera vez que me auspiciaban varias instituciones. Al principio yo estaba tranquilo porque, como se habían ofrecido, confiaba en que iban a cumplir plenamente con lo acordado. No fue del todo así. Claro que hay excepciones, mi reciente relación con la Fundación Klemm, es una. Yo les digo a los alumnos: 'lo habitual es tener que pintar y barrer la sala'. El marchand es el que debería crear el gusto, pero en líneas generales hoy no creo que haya las categorías de marchand que había en los años Cuarenta, Cincuenta, Sesenta, no veo ningún Marcelo de Ridder. Lo que hacen algunos me parece una salvajada, venden basura. Sobran los dedos de las manos para contar los que se salvan, los que hacen bien su trabajo. Actualmente, algunos artistas por sí mismos pueden vender más que el marchand. A la gente le gusta ponerse en contacto con el artista, siente que hay algo mágico, supuestamente mágico. En el campo del arte, también se suceden las distorsiones. Éste es un país arrasado, donde no quedó nada, entonces hoy, pretender vivir de la pintura vendiendo a precios delirantes me parece una idiotez, tenemos que ser más razonables. Ésta es mi postura, me atengo a ella y vivo muy tranquilo. Algunos me critican porque dicen que vendo mi obra muy barata, ¡pero si el mercado no existe! Como dicen los gallegos: esto es un chiringuito. En cambio, creo que prevalece lo que Beuys llamaba 'el concepto ampliado del arte', aquel que realizamos absolutamente todos. La representación más exacta de esto fue mi tránsito por las calles de Nueva York el año pasado. Caminar, explorar, ver, para mí fue el equivalente a la elaboración de una obra de arte. En ese sentido, aprendí de Macedonio Fernández, que decía: pintor no es el que pinta sino el que descubre un ángulo oculto para los demás”. Buenos Aires, agosto de 1996.


roberto elĂ­a artista de buenos aires


Retrato del artista: Gustavo Sosa Pinilla

Nace en 1950, Buenos Aires, Argentina. Exposiciones individuales: 1980: Fundación San Telmo, Buenos Aires. 1984: Ruth Benzacar, Buenos Aires. 1992: Salón Decouverte, Galería Mitend, Feria del Arte Contemporáneo, Grand Palais, París. 1993: Ruth Benzacar. 1995: Espacio proyectos, MNBA. 1999: Galería Filo, Buenos Aires. 2003: Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. Exposiciones Colectivas: 1977: Arte Múltiple, Buenos Aires. 1986: Trenes, Museum of Contemporary Hispanic Art, Nueva York. 1991: L’Atelier de Buenos Aires, CREDAC, Francia; IV Bienal de Arte de La Habana. 1992: El Universo de Borges, Centro Pompidou, París; Diversité Latino-américaine, Galerie 1900-2000, París. 1993: ARCO, Ruth Benzacar, Madrid. 1994: Puente Aéreo, Museo de Arte Contemporáneo, Santiago de Chile. 2002: Artistas argentinos por la resistencia, Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires. Premios: 1985: Premio Beca Guggenheim, Nueva York. 1995: Medalla de Oro, Premio Hoechst. 1992: Premio Municipal Salón Manuel Belgrano, monocopia; Premio Konex, técnicas mixtas, quinquenio 19871991. 1994: Primer Premio Intersoft, pintura. 1995: Premio Beca Fondo Nacional de las Artes; Primer Premio Gunther, pintura. 2003: Premio Trabucco de la Academia Nacional de Bellas Artes.


Roberto Elía está interesado sobre todo en la poesía. Su obra llama al espectador a sentirse libre y a revisar categorías preestablecidas. El artista hace estallar la herramienta más allá de lo previsto y es capaz de infundir un alma a los transformados (¿transformadores?) objetos, contundentes esculturas, misteriosas escrituras, despojadas pinturas, delicadas cajas que fabrica. La profunda mutación que sacude broches, paréntesis, huevos disecados de pescado, cañas, piedras advierte sobre algo oculto a ser explicado. Elementos emblemáticos, los broches desarmados, reconvertidos y resignificados estrenan nuevas representaciones. El broche-herramienta se convierte en rayuela, plumín, figura yacente, efigie humana, pareja amorosa, pasajero de la luz, pájaro, paréntesis, espacio de contención, terreno de interrogación y deja de ser ese objeto que la mayoría percibe como utilitario. El empleo de elementos corrientes que no necesitan ser explicados en ningún lugar del mundo induce a una presunta familiaridad que no siempre asegura significados inmediatos. Los trabajos, una intrigante mezcla de crudos materiales y conceptos paradójicos, hacen trabajar las ideas y generan ilimitadas variaciones como expresión lírica. Obligan a una mirada penetrante para intentar dilucidar las pistas reales y ficcionales que el artista entrelaza. En una doble operación, la obra legitima lo cotidiano e ilumina una ruptura que le otorga una reveladora dimensión, rica e insospechadamente fuera de tiempo y lugar. Roberto, que hizo su primera muestra individual en 1979 y ganó la Beca Guggenheim en 1986, inauguró en 1995 el nuevo espacio Proyectos del Museo Nacional de Bellas Artes con una magnífica retrospectiva.

Extraña intersección Elía es un artista de Buenos Aires. Jorge Luis Borges y la originalidad y tradición rioplatense de Oliverio Girondo, Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Julio Cortázar, Roberto Arlt están presentes en su fecunda obra. Delgado y enérgico, Roberto aparece primero como taciturno y austero. Cuando consiente en que se entrometan en sus días, es posible adivinar un hombre seguro que goza con su trabajo, que se irrita por las banalidades de estos tiempos, pero que a la vez es capaz de exaltarse y divertirse como un niño. “Creo que hay un arte de Buenos Aires. No sé si soy un artista argentino pero me identifico plenamente con lo que es un artista de Buenos Aires. Crecí en Primera Junta, el centro geográfico de la ciudad y ahora vivo en la avenida Juan de Garay, en la manzana de

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la primera fundación de Buenos Aires. Pero no son estas señas las que me definen sino mi búsqueda por establecer profundos vínculos entre el arte y las letras de esta ciudad, por hallar relaciones dentro de la cultura superpuesta que supone este lugar de inmigración española, italiana. Estoy convencido de que Buenos Aires es una intersección rarísima de presencias europeas y energías que tienen que ver con lo americano. Éste es un sitio donde, por ejemplo el tango, música ciudadana si las hay, se expresa a través del bandoneón, un instrumento de origen alemán”. Las obras de Elía transitan, disectan, destruyen objetos menudos para resignificarlos y construir, pintar, escribir una poesía nueva que inaugura un espacio para lo invisible. Así, las imágenes exigen que el espectador suspenda los juicios y hábitos concientes para ver más allá de lo previsible. Si no, con la frecuente aparición de la letra “K” en algunos trabajos podría pensarse automáticamente en Franz Kafka, el esencial escritor judío de Praga, antes que en un poeta del mayor puerto del extremo del mundo.

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“Cuando alguien dice ‘poeta de Buenos Aires’ imagina una serie de ingredientes obvios que resultarían en ‘un poeta de Buenos Aires’. No tengo nada que ver con los estereotipos. Lo que hago es arte de Buenos Aires, un sitio en el fin del continente que es y ha sido cruce de cosas diferentes y que imagino surcado por líneas de fuerzas encontradas, negativas y positivas, por reclamos ancestrales de todo tipo”. Roberto nació el 15 de diciembre de 1950 en esta extraña intersección. Vio la luz en la seductora, difícil e inestable Buenos Aires que –dice– fue fundada precaria, como lugar de contrabando y que encierra dentro de la literatura argentina una historia paralela aún no codificada, a la que el artista se empeña en otorgar un lenguaje visual. “Me interesan mucho Marechal, Arlt, Macedonio, escritores que pertenecen a una de las épocas más intensas de la literatura argentina. Todos estos personajes realizaban un circuito, formulaban un lenguaje que no ha sido traducido y que quizás no es del interés de las letras. Arlt, por ejemplo, tenía en el fondo de su casa un pequeño taller de alquimista. Él pensaba –y en esto era totalmente argentino– que iba a descubrir algo excepcional. Cuando eso ocurriese, patentaría su invento para ‘salvarse’ para toda la vida. Creía que iba a encontrar la fórmula para conseguir un material sintético para fabricar medias de mujer. Se murió sin haberlo logrado, veinte años antes que inventasen una ‘media que no se corre’. Pero existen unos


ensayos de Arlt, que cada tanto se exhiben en la Feria del Libro, donde da cuenta de sus investigaciones con caucho. Macedonio tomaba unas sopas que preparaba y que –decía– eran el elixir de la salud. Cocinaba las sopas y las almacenaba en frascos. Cuando los frascos tenían pelusa, juntaban un moho verde arriba, él tomaba esa capa, que era penicilina pura. En Cuadernos de navegación, de Marechal, que reúne sus experiencias vitales y de autor de poesías, novelas, teatro, ensayos se ve una vida hermética. El banquete de Severo Arcangelo es una puesta en escena de pasión y orden, enigmas y claves. Yo veo un paralelo entre mis caminos y los de ellos. Me identifico con Buenos Aires y me nutro de esos paralelos”. Porteñísimo y empecinado, a Roberto le cuesta despegarse de la ciudad, el teatro de sus cavilaciones y extravagancias. No rechaza viajar pero cada vez que emprende una jornada desearía poder llevarse consigo su taller, el escenario donde desfilan sus fantasías y deseos. “A mí me gusta viajar pero donde voy intento trabajar. Cuando fui con mi mujer a Francia, Italia, España sentí que viajar era como comer una picada. Se come un poquito de todo y al poco tiempo, aun cuando no hubo una comida entera, uno se siente inflado y no se puede levantar. Yo voy a un lugar, me atrapa y me quiero quedar a conocerlo totalmente. Si no, al final es como una especie de flash, vas pasando, vas pasando. Esto me pone un poco nervioso, todo se ve de una manera algo superficial. No me captura ese tipo de viaje. Soy de acá. Quisiera quedarme en los lugares que me gustan pero así no me alcanza la vida”. De todos modos, Elía viajó y vivió en dos ocasiones distintas en tres ciudades que le importan: Nueva York, Madrid y Barcelona. Cuando en marzo de 1996 se aventuró junto con su mujer, la escultora María Causa, por el Perú, tomó nota no sólo de los contrastes económicos de los limeños sino también de las diferencias entre la gente de la costa y la de la selva, de la distinción entre la cultura de la calle y la de los salones de Miraflores. También ascendió a la antigua ciudad fortaleza de los Incas, escondida entre dos picos en medio de los Andes, con su templo y centro urbano rodeados alguna vez por terrazas de jardines unidos entre sí por más de tres mil escalones. “Entre otros sitios, fuimos a Machu Picchu desde Cuzco en un tren repleto de turistas y gente del lugar que a lo largo de los ochenta kilómetros de recorrido se iba quedando en los caseríos por los que

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pasábamos. La ciudadela me impresionó muchísimo. Ahí me di cuenta de que existen relaciones entre algunas cosas con las que vengo trabajando y ese sitio. Me encontré con imágenes afines a mi obra, aunque no de manera mecánica. Desde mi perspectiva, creo que los habitantes del lugar habían desarrollado un arte y un pensamiento abstractos, descubriendo un punto de síntesis de cuestiones muy importantes”. Roberto sabe que los viajes que le permiten acceder a otro conocimiento, tangible o intuitivamente, son bien distintos de aquellos diseñados para una –casi siempre– mítica conquista de espacios lejanos y por eso deseados por muchos.

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“Nunca hice una campaña para llevar mi trabajo al exterior, me gustaría pero es muy complicado. No sólo se necesita dinero, tiempo y estrategias. Es una inversión demasiado grande en proporción con lo que vuelve. Pero la situación entre los artistas aquí es tan desesperante que cuando el año pasado vino un supuesto curador norteamericano perteneciente a una fundación, hubo muchos dispuestos a pagarle para que se dignara a ver sus obras. Lo concreto es que se anotó cualquier cantidad de gente joven, pagaron y después no pasó nada. Es de terror, a mí lo que me sacó de las casillas es que había que pagar. El que no pagaba no podía acceder a la mirada de este ‘maravilloso’ ser”. Elía se enoja nuevamente cuando rememora el episodio con el norteamericano irresponsable. Está convencido de que esos patéticos incidentes suceden porque en la sociedad, entre los artistas locales, creció el valor de fijarse en el mercado. “Es un Golem total”, dice, postulando que si tuviera poder, repartiría dinero y obligaría a la gente a viajar por lo menos durante un año. Él desearía que viesen las dificultades y las complejidades de operar afuera para hacer desaparecer el fantasma del salvador éxito en el extranjero, más exactamente en los Estados Unidos. Después de estar por períodos largos allí, sabe que la salida y la recepción de la obra no es nada fácil. Estuvo viviendo durante casi un año en Nueva York en 1985, cuando ganó la beca Esso. “Como la beca era poca plata, comencé a pintar paredes y a construir unas mesas con diseño de la precolombina cultura Aguada. A mí me gusta mucho la pizarra, es maravillosa. Allí conseguí un equivalente. Siempre tuve relaciones con la pizarra que, como María, viene de San Luis. Yo tenía un diseño, hacía las imágenes, compra-


ba las maderas cortadas, las ensamblaba, las laqueaba. La mesa se desmontaba e iba acompañada por un folleto con el ‘modelo para armar’ y fotos de una mesa completa junto con una reseña de la cultura indígena. Las vendía a cerca de seis mil dólares, acá hice la misma y la quise vender en mil, pero a nadie le interesó. Sin embargo, a poco de volver, vino Jorge Helft a casa y me compró una. Ahora la tiene allí en su colección, junto con otras cosas mías”. Mucho antes de su temporada en los Estados Unidos había partido apurado hacia España y no precisamente a hacer turismo. “Me fui en 1978 y al principio sobreviví vendiendo artesanías en las ramblas catalanas. No pude organizar ningún taller, en aquella época escribía. Estuve dando vueltas por Barcelona y no hice mucho aunque estuve casi un año. Era durante la época de la dictadura militar, me tuve que ir de un día para el otro. Fue cuando empezó a desaparecer mucha gente que me rodeaba, también mi primo Horacio. Yo era el único que no militaba, pero los militares hacían unas conexiones pinzas y podían concluir que el eje era yo. Tenía gente amiga de distintas agrupaciones, nunca de derecha, por supuesto. En general, hoy mis amigos son de este medio, pero todavía tengo amigos de la adolescencia, del bar, parte de esa cultura que ya no existe casi, la de estar sentado junto a una ventana durante horas, hablando”. Roberto no se detiene a pensar si la experiencia de la dictadura afectó su desarrollo o detuvo el reconocimiento social. “Es como pensar qué hubiera pasado si hubiera nacido en Siberia. ¿Qué hubiera hecho? Fuego, seguro”, dice sin reírse. Sí sabe que los años de terror son imborrables. “Creo que existen marcas que no son muy específicas. Quizá no son visibles pero son constitutivas y en algunas obras eso emerge muy claramente. Aunque todo ese ámbito que fue la dictadura, la muerte, la desaparición, el secuestro, la ausencia, la violencia, la falta de memoria no se halla explícito, en general ése es uno de los elementos que organiza mi trabajo. El conocimiento, los sentimientos, el hombre y su circunstancia, la muerte, la lucha por trascender van formando parte de la vida de uno y en la medida en que trabajo, constato que mi actividad tiene un aspecto reflexivo fundamental, relacionado con la identificación y con la memoria. Los años Setenta y Ochenta, en los que sucedieron tantas cosas terribles, fueron determinantes. En aquella época yo hacía unas escrituras que-

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madas, todas tachadas. Escrituras hechas con fuego, atravesadas por la luz. Son papeles heridos, muy delicados que colgaban en el espacio y que yo no mostré mucho y aún conservo en casa”. Perceptivo y corrosivo, Elía trabaja con una red de significados, con datos literarios, políticos y sociales armando una trama que tiene una apariencia delicada, prolija y sin sobresaltos pero que alude a una compleja subjetividad y a una turbulenta historia.

Mi madre guardaba los dibujos Una impresionante obra “Sin título”, que hizo Roberto en 1993, tiene una genuina calavera como pieza central. Clavado sobre una tabla, sujetado con un género blanco que cubre firme e inútilmente unos ojos huecos que hace rato dejaron de ver, el cráneo evoca un sinnúmero de sentidos. Refiere, aunque no de forma excluyente, al desvanecimiento de la mirada, la desaparición violenta, el eclipse de una vida, el paso del tiempo y también, a uno de sus recuerdos inaugurales. 102

“Cuando era chico mi mamá me llevó al Museo Nacional de Arte Decorativo a ver una muestra del arte del Tibet. En una vitrina había un tambor ritual hecho con dos cráneos y un parche de piel humana. Me impresionó muchísimo esa cultura poseedora de visiones y maneras distintas de morir. Yo tendría catorce, quince años y creo que ése fue para mí el primer signo objetivo que me marcó a fuego y brotó más adelante. Ésa, sin embargo, no había sido la primera vez que mi madre me acercó a una exposición. Era profesora de educación física y trabajó en la Escuela Fernando Fader desde los quince años hasta que nació mi hermano. Junto con ella fui a las muestras de fin de año que hacían en la materia de ‘decoración de interiores’. Así que desde chico pude ver esquemas, maquetas y objetos. Los objetitos y los ambientes me quedaban en la cabeza. En mi casa no había ninguna orientación. Tenía un tío que también era profesor de educación física y al que le gustaba el arte. Dibujaba y hacía acuarelas e increíblemente tenía la línea de [Henri] Matisse. Él se crio junto con Héctor Cartier, un personaje que ahora tendrá noventa años y que conoció muchísimo a Eva Perón porque vivió durante quince años a su lado, cuando era pensionista del hotel familiar que regenteaba la vieja Duarte en Mercedes. Cartier es un teórico respetado que motoriza importantes modificaciones en las escuelas de arte al introducir ‘sistemas de composición’, una materia


que no existía. Yo con mi madre tenía buena relación, nos estimulaba a dibujar porque ella en la [escuela] Fader veía todo eso. Nos guardaba los dibujos y anotaba las fechas. Con los años, descubrí que conservó todos y cuando los vi, me impresionó mucho porque la línea que yo tenía en esos dibujos tempranos tiene correspondencias alucinantes con la de ahora. Dibujaba barcos y faros, se ve que iba al puerto. Mi papá me llevaba también al Tigre. Ahora, que vivo a ocho cuadras del río, no voy nunca”. Para arribar a la imagen actual, Roberto transitó las letras de Lezama Lima, los autores de Buenos Aires, Gaston Bachelard, Roland Barthes, Raymond Roussel, Michel Foucault; escuchó la música de John Cage, Charles Yves, The Beatles; se aproximó a la Cábala, a la teosofía, al budismo Zen; se conmovió con Marcel Duchamp, Joseph Beuys, Antonin Artaud, Xul Solar, Alberto Greco, Jorge de la Vega. Pero antes estuvo cerca de su padre. “Mi papá era odontólogo de niños y tenía el consultorio en casa. Evidentemente, hay un momento en que los chicos quieren ver qué pasa con lo que hace el padre. Yo siempre he tenido que ver no sólo con herramientas sino con esas mismas herramientas: tornos, pinzas que él manipulaba. Para hacer artesanías se usan los mismos instrumentos que un odontólogo. Me acuerdo que el consultorio era medio espeluznante, con olores fuertes y extraños, todo lleno de moldes y dientes, entre risas dramáticas, muecas congeladas en vitrinas con tubos fluorescentes. A lo largo de los años he tenido relaciones con él en diversos sentidos, desde un punto de vista se había quedado en el siglo pasado. Mi padre, que se murió hace dos años, tuvo mucha injerencia en lo mío. Mucha más de la que él jamás imaginó, aun cuando nunca me bajó una línea que tuviese que ver con lo cultural. Pero su trabajo era ocuparse de la zona de la boca, que influye en todo el cuerpo. Desde el momento en que empiezo a trabajar, escribo y tengo que ver con la palabra. Tengo tres hermanos, uno de ellos es cirujano plástico, la rama de la medicina más ligada con la imagen visual. Cuando rebobino, me acuerdo de que mi papá me mostró cómo se sacaba un molde. Me compró plastilina y me dijo que hiciera cualquier cosa. Hice una cabecita y después de meter yeso en una cajita de cartón, la puso adentro y le sacó un molde. Fue la primera escultura que hice en mi vida”. Esto sucedió a los diez años, mucho antes de plantarse y declarar a su tradicional familia que quería largar todo y dedicarse al dibujo. Ahora, la figurita lo acompaña. Posee un lugar de privilegio en una estantería de su taller

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desbordado de luz. Roberto la muestra con orgullo. La mira y comenta acerca de sus marcas y pedacitos que se fueron rompiendo. Pero lejos de disminuir, con los años la minúscula escultura se agrandó hasta adquirir un valor totémico.

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“Hasta el ciclo básico fui al colegio de unos hermanos españoles. Estaba absolutamente desinteresado acerca de lo que pasaba ahí. Lo único que me importaba era el dibujo y la educación física, por mamá. Fui gimnasta, participaba de ese grupo de chicos que hace demostraciones. Como un peronista –que nunca fui– tenía que ir del colegio al club y del club a casa. Era maravilloso. Siempre me quedaba hasta lo último porque esperaba a mi tío, que dirigía el lugar y me llevaba a casa. Mientras él terminaba con sus asuntos, yo me quedaba sólo durante ese tiempo especial donde todo estaba detenido. Con una luz penumbrosa, un gimnasio con aparatos es una objetualidad en el espacio que en la mente de un chico puede transformarse en una sala de torturas con sogas y escaleras que cuelgan. De noche se transformaba en algo misterioso pero no me asustaba. No tuvieron más remedio que dejarme largar la secundaria en 1967, aunque mi padre pensaba que los artistas eran comunistas, homosexuales, drogadictos, personas de mal haber. Además, decía que me iba a morir de hambre. Igualmente fui a la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano porque quería saber dibujar. Cuando empecé a exponer y a recibir premios él se quedó ahí, sin entender mucho. Mi papá me habilitó un espacio. Después es más complejo, mucho más. Yo venía de un colegio de varones y los primeros días todo me parecía muy raro, la presencia de las chicas, el pelo de los muchachos. Hasta me descolocaba que no echasen a la gente que se sentaba en los escalones de la entrada”. Como si alguien hubiera abierto una compuerta invisible, a partir de ese momento Roberto se deja inundar por el arte, la imagen y la literatura, por el teatro y la música. Empieza a ver muestras y a leer todo. En el 68 se enfervoriza y revoluciona con el mayo francés. “Soy el producto de mayo del 68, de [ Juan Carlos] Onganía, de la época en que la policía te llevaba preso por la pinta. Te molían a palos –después de la represión que vino no se puede decir exactamente esto– y te jorobaban por tener el pelo largo, que era cosa de gente rara. Eran los tiempos en que el comisario Luis Margaride sacaba a la gente de los albergues transitorios. Menos para buscar adúlteros que para encontrar militantes que hacían reuniones en


los entonces llamados hoteles alojamiento. Después vino el [Instituto] Di Tella”. Elía tuvo su primer taller en una pieza que alquiló al año de estar en la escuela Manuel Belgrano. A esa altura estaba muy decidido y después de años de dar vueltas –como buen tigre en el horóscopo chino– cuando decidió saltar, saltó. “La primera cosa que hice conscientemente fue un trabajo a partir de una idea surrealista, que conservo. El segundo trabajo fue un objeto que había hecho después de leer Impresiones de África, de Roussel. Yo quise poner en escena, a través de objetos fabricados por mí, la novela del surrealista francés que era totalmente extravagante. Pormenorizadamente enumerada, estaba repleta de aventuras que ocurren a través de otra dimensión del tiempo y del espacio con maquinarias y objetos delirantes e imposibles de construir. Roussel, una de las columnas del surrealismo, cuenta la historia de cómo unos náufragos europeos capturados por el rey Talú en la imaginaria Ponukelé participan con sus inventos en los festejos de la coronación del rey mientras aguardan que llegue dinero de Francia para el rescate”. Desde el comienzo, Roberto, que busca una interacción entre la pintura, el dibujo y el trabajo en el espacio discurrió entre la pintura y el objeto sin dificultad alguna. Siempre dispuesto a reelaborar lo preexistente, siempre al borde de reconstruir el universo. “Yo saltaba de una cosa a la otra sin ningún tipo de problemas. Ahora también me mando sin más trámite y después busco la correspondencia. Con los objetos, trabajo a partir de algunas ideas y en general armo un diseño. Cuando trabajo en el espacio –no lo hago pensando en una instalación por más que parezca eso para los espectadores– sino que lo imagino como un organismo. Considero cuáles son y de qué manera las imágenes tienen que estar interrelacionadas. La pregunta principal es por el espacio, todo ese juego sale del espacio. No me veo como alguien que hace instalaciones, lo vivo como si colgara mis pinturas en las paredes de un museo o en una galería”. Autor de una obra capaz de reflexionar sobre sí misma y de establecer límites para también cuestionarlos, cita al veterano cantante y músico norteamericano Joe Cocker para ratificar por qué se decidió por el arte.

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“Años atrás él decía, como una forma de afirmar lo inevitable, que si no se hubiera dedicado a cantar a esa altura habría bajado de un tiro a tres o cuatro personas. Me importa rescatar la fuerza de esas palabras antes que compartir literalmente su contenido. Mi relación con el arte era algo que debía suceder. Evidentemente, yo necesitaba salir de donde estaba para ver qué pasaba afuera y cuando salí de mi entorno original entré al territorio del arte y ya no lo abandoné. Estoy satisfecho. El trabajo produce distintas cosas, produce preguntas, angustias, felicidades, descubrimientos. Ahora vivo –con grandes altibajos– de mi tarea. Al principio, hasta los veinte y tantos, me mantuvieron mis padres. Ellos, de alguna manera, siempre me apoyaron, aun cuando les costaba comprender en qué estaba metido. Era algo que quería hacer, me divertía, tenía mi circuito de gente amiga y eso me importaba. Ni pensaba en el aspecto profesional. Aun en los días en que participé de mi primera muestra con la gente de la [escuela] Belgrano alrededor del 70, en unos tranvías inhabilitados que pusieron en Palermo, sabía que con eso algo iba a hacer. No es algo racional pero no tenía la más mínima duda de que el arte era mi camino y de que a algún lado iba a llegar”. 106

La caja de herramientas Elía es uno de los artistas más reconocidos de la generación intermedia. Sin embargo, es difícil saber –porque tampoco él lo recuerda– si cuando comenzó imaginó que esta avenida poseía tantos estorbos, presentaba tantos obstáculos. “No sé si es un sendero solitario pero seguramente sí muy minoritario. ¿Cuántos somos los que estamos en este barullo? No existimos. El arte importa primero a los artistas. Hay gente a la que no le interesa nada porque no ha tenido ningún tipo de conexión. Pienso que un mexicano, peruano o europeo convive naturalmente con objetos de arte, acá no. El contacto está negado desde la escuela primaria. Lo único en el nivel de la imagen que conocen muchos es la televisión, el cine, el diario. No existen alicientes para que la gente tenga alguna inserción en el mundo de la cultura, salvo por ofrecimientos personales. No hay estímulos, está todo muy desmembrado y creo que es fundamental una educación diferente. El programa oficial de las escuelas de arte era un espanto absoluto, quedado en el tiempo, pobrísimo. No estoy tan al tanto, pero deben seguir siendo anacrónicos. Frente a eso, los talleres de artistas sirven aunque hay


algunos que paralizan a la gente y se generan cosas muy raras: hijitos. A partir de cursos que di en la escuela Prilidiano Pueyrredón y la muestra retrospectiva del Museo Nacional de Bellas Artes, algunas personas quieren estudiar conmigo. Quizá más adelante arme un taller. Por ahora estoy enseñando dibujo con Juan Astica y Eduardo Estupía en [la escuela Ernesto de] la Cárcova”. Pero para que un grupo de alumnos pueda funcionar en el mismo lugar donde él trabaja, Roberto tiene que estar muy convencido o muy necesitado. Cuesta imaginar que permita que cualquiera irrumpa en el orden tan especial que reina en su taller, construido por él mismo en la terraza de una casa de departamentos de dos pisos en San Telmo, que a fines de siglo supo ser de gran categoría, antes de que la fiebre amarilla llevase la ciudad patricia hacia otras latitudes. “Me fui acostumbrando a un tipo de ordenamiento y de situación de taller que resulta en más espacio y con las cosas a la vista. Pero cambia, voy haciendo un armado de acuerdo con lo que necesito. Nosotros vivimos en el segundo piso y tenemos uso exclusivo de la terraza, así que al tiempo de mudarme consulté y me enteré que podía construir el taller. En general, salvo cuando tuve un espacio al fondo del jardín en la casa de mis viejos, tuve el taller fuera de casa. Cuando me casé por primera vez, trabajaba en casa y al separarme también dividí la vivienda del trabajo. Siempre preferí tener el taller en mi casa, aunque a veces siento que se me junta todo, que necesito separar”. El taller mira hacia el Parque Lezama. Desde allí, se alcanzan a ver las distintivas cúpulas de la iglesia ortodoxa rusa. Tiene por lo menos diez aberturas: son puertas altas, de las de antes, que María consiguió en el Hospital Español. Lleno de luz y aire, en el taller no sólo es Roberto el que trabaja con los materiales, sino que escucha los materiales trabajar por su cuenta, contraerse. Esa misma organización espacial, donde nada se pierde ni es casual, está reflejada en una caja de herramientas de madera donde hay de todo. Son objetos e instrumentos que fue trabajando y juntando con los años. Hay desde un cristal hasta un nivel, pesas, broches, cartas, plumas, piedras, tintas, metales, huevos disecados de raya (un pez de cuerpo aplastado), sierras, limas. “Es como una paleta de trabajo. Es una batería. Los objetos que guardo y uso son como motores. Si me fuera a otro lado a trabajar trataría de llevármelos. Por lo menos algunas cosas, como las piedras

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maravillosas que tengo. Compré la pirita cúbica en España, acá es muy difícil de conseguir porque se usa para la fabricación de pólvora. El resto de la piedra es un intermedio entre el cristal y el metal, es un espejo. Siempre me interesaron las piedras, pero la pirita me alucina, es tan reflectante que desaparece. Es transparente, es cristal puro. Las piedras son fundamentales como fuente de energía, presencia, peso. [Frederich] Nietzsche, por ejemplo, decía que en cada piedra había una imagen. Además, el organismo nuestro fabrica piedras que en otros tiempos eran codiciadas por los alquimistas. La piedra invariablemente está presente en mi obra, así como también el pájaro, aunque ninguno de los dos sea evidente. No necesariamente todo tiene que estar ahí. El ave me acompaña desde hace muchos años y cada tanto vuelve a aparecer en distintas situaciones”. El sujeto de algunas de sus obras no parece ser el pájaro sino el vuelo en sí mismo, un viaje a un mundo lejano y difícil de alcanzar. ¿Será el pájaro el vehículo que transporta la utopía?

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“Voy al mar permanentemente y suelo traer cosas que encuentro. A veces vuelvo con hierro recolectado del mar. La costa argentina tiene ese color por la cantidad de hierro que contiene. Cuando uno acerca un imán al borde del agua extrae limadura de hierro. Es un material que no está capitalizado pero está ahí. Encuentro que hay una cierta relación entre mi interés y los problemas de mi organismo con el hierro: tengo una anemia hereditaria. Pero, por sobre todo, el metal me importa como elemento fundamental en la vida. El hierro como elemento nutriente que luego se transforma en forjador, aparece asimismo en mis trabajos aunque no de modo manifiesto”. Es posible que Roberto, a quien le gusta tanto la música, coincida con Eduardo Chillida. El escultor español, que trabaja el hierro de manera formidable, decía que en la fragua “el hierro resuena en un ritmo musical uniforme que hace vibrar nuestras fibras nerviosas; resuena bajo los golpes del martillo”. “Más que un trabajo con la cromaticidad, en mi obra el color está tomado de lo simbólico, ese costado es el que me parece relevante”. Cuando utiliza el color, toma sobre todo su aspecto lumínico. Elige los que vehiculizan más la luz. Pero su curiosidad por el color no aparece como central. Sí, en cambio, su predilección por el tránsito dentro de los diversos medios de expresión entre los espacios de la representación y de la experiencia.


“En el plano, trabajo de formas distintas. Si dibujo o pinto en papel, el desarrollo es fluido. Con el papel siempre se trabaja sobre una superficie rígida, es una cosa franca. Hasta produce una sensación física diferente de la que se tiene frente a la tela. Por ser relativamente nuevo, mi paso a la tela tiene esa cosa como de ensayo, interrogación y juego. Mi relación con esta instancia pictórica comenzó hace algo más de tres años. Como pinto en bastidor, la tela es inestable, tiembla, es como estar sobre un piso enjabonado. El proceso de creación de un objeto es distinto. Construyo el objeto cuando conecto algunas ideas con algunos materiales concretos”. Elía no tiene ni mapas ni fórmulas para guiarse en sus ritos de pasaje de un procedimiento a otro, de una imagen a otra. No siempre sabe adónde va. Sus descubrimientos posteriores son los que gatillan la elaboración de series. “Una constante mía es la bidimensionalidad. En el plano eludo la ilusión de profundidad y en el espacio trabajo de forma tridimensional. Pero yo no manejo un espacio tridimensional ilusorio, cuando aparece la tridimensión es real. La colocación frente a eso también es distinta. Es algo complicado porque la aproximación y concentración ante cada uno de esos trabajos es disímil. El proceso de creación y la actitud frente a la tela, la piedra, el papel, la madera es singular. El trabajo va desarrollándose y adoptando diversas formas. La actitud interna es diferente. Hay momentos de fluidez y de torpeza que se van alternando. A mí me invaden los campos y yo los invado, intento que mi labor tenga un grado de fuerte intensidad. Así como la bidimensionalidad es una constante, la otra es intentar con lo mínimo, un máximo. Esto no tiene que ver sólo con nuestra economía. En mi producción existe un grado importante de conceptualización, de reflexión acerca de la cosa. Pero no sé, no todo es conceptual. Una cosa es [ Joseph] Kosuth y otra, Duchamp”. El artista francés quería poner una vez más “la pintura al servicio de la mente”, cuestionando todas las fronteras conocidas de las artes visuales. Sus ready-made –objetos fabricados en serie que él promovió a las alturas del arte por haber elegido firmarlos– fueron su vehículo para redefinir los parámetros del arte donde el lenguaje, la visión y el pensamiento interactúan. A Roberto le interesa la poesía, prefiere que otros decidan cómo nombrarlo. “Yo tengo incorporada una manera de pensamiento estético. Julian Beck, que dirigía el mitológico Living Theater [de Londres] junto

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con Judith Marina en los años Sesenta, decía que el viaje de la multiplicidad hacia la unidad es fundamental. Esta puntualización venía a cuento de cómo organizaban su trabajo. Se dividían en distintos grupos y entonces algunos hacían teatro cómico, místico, otros se dedicaban al político-callejero. Luego de concluir sus experiencias se juntaban y sumando las vivencias de cada grupo, armaban una obra. Hacían una síntesis. Yo creo que eso es el arte, yo voy de la multiplicidad a la unidad. De alguna manera, Buenos Aires es un viaje que va de la multiplicidad a la unidad. Ésa es la gran travesía”.

Cada vez me da más pereza

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“La concentración es muy difícil. Ciertos trabajos requieren una meditación muy fuerte, otros una atención flotante, abierta. Si algo me saca cuando preciso estar absolutamente concentrado, difícilmente pueda volver a esa situación en lo inmediato. El problema no suelen ser las ideas sino la ejecución de esas ideas. No siempre las causas son directamente económicas. Yo empecé a trabajar cuando era adolescente y no tenía un peso. Me acostumbré; el dato económico no tenía que pesar. Si no tenía nada, me arreglaba. Si había polvo yo trabajaba con polvo. Aun cuando lo económico determina proyectos, a mí no se me articula como frustración, porque el continente mayor sí lo llevo a cabo. Tampoco vendo demasiado pero entiendo, tal como están las cosas, que muchos pueden pasarse la vida sin tener un cuadro. Por otro lado, hay obras que me interesan, que conservo y no vendo. Son nudos de cosas que tienen posibilidad de extensión, son generadores permanentes de ideas. De todos modos, frente a la realidad actual que aparece como inamovible, seguir produciendo me hace sentir que existo y, en cierto sentido, privilegiado. Muchos –algunos galeristas– todavía se sorprenden de la pretensión que tenemos los artistas de vivir de esto. Así, desenvolverme en el mundo del arte local exige un gran esfuerzo, el artista se tiene que ocupar de todo. Cada vez me da más pereza”.

El broche, lo cotidiano Con alma de inventor, el artista investiga, se lanza a crear nuevas fusiones con diversos materiales e insólitas combinaciones con pocos elemen-


tos muy bien elegidos. Trabajados amorosamente, los materiales –mayormente humildes y de uso cotidiano– ponen en escena la elaboración de un relato y anuncian silenciosamente su manera de estar en el mundo. “Por lo general, establecemos relaciones perversas con las cosas y cortamos su circuito, sus posibilidades. Intento un diálogo; sé que podría haber agarrado cualquier otro instrumento. Lo de los broches viene desde siempre. Y hace tres años encontré un punto perfecto de unión que no sabía que existía, que no había ligado hasta ese momento. Alguien que habla alemán me sorprendió diciéndome que para designar la función de sujetar o apretar se usa la misma palabra: Klammer. Esto es, paréntesis, broche”. La incorporación del broche a su mitología personal sucedió sin proponérselo en 1969, cuando hizo un trabajo con un broche de madera que encontró por casualidad. Roberto, que ahora tiene broches de todas partes del mundo, confiesa que ése suceso lo marcó en la vida. “Lo mío pasa por un lado totalmente distinto, no sólo en cuanto sentido sino como propuesta, proporción, modo de producción”, dice cuando aparece el nombre del artista Pop norteamericano Claes Oldemburg, cuyo broche de seis metros de alto dio la vuelta al mundo. “Si mi obra se une en algún punto con la suya es en la similitud formal del objeto”. “Un broche es un medio para articular una acción, en este caso, una situación de tránsito, una ropa que se lava para volver a usarse. Es, por ejemplo, una herramienta como la palabra. ¿Qué pasaría si empezáramos a funcionar con una relación viva con la herramienta para que intervenga en el medio social? ¿Cuál es la condición del empleo de la palabra como para obtener una calidad diferente en el texto o en lo que se dice, en lo que se hace? Ésta es una de las ideas que tiene el trabajo con el broche de ropa”. Asimismo, la manipulación que realiza el artista con los objetos familiares que solicitan un nuevo respeto es una invitación al descubrimiento de su mundo vivencial. Él sigue las reglas de la magia. Algo es hecho desaparecer y conjurado de nuevo en un lugar distinto. “Así apareció Klammer. Ahí empecé a establecer una relación de ida y vuelta con ese objeto. Es una especie de puerta, una suerte de Aleph. Me doy cuenta de que el componente elegido me sirve como metáfora, como analogía de otras cosas”.

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El broche se constituye en el eje de una operación crítica, en un discurso sobre la libertad, sobre la literatura, acerca de la vida y la muerte. La imagen de las casas –muchas veces suspendidas, muchas construidas con broches– que aparece de manera persistente en su producción más reciente, puede ser incluida en su reflexión sobre la autonomía, la independencia. El artista organiza un sentido del habitar. “Yo habito de esta manera”, dice, pensando en los trazos de la vivienda no como un límite y punto donde algo finaliza sino, citando a Martin Heidegger, como sitio donde algo inaugura su presencia. Gershom Scholem decía con razón que “es una profunda verdad que una casa bien ordenada es algo peligroso”. Las casas de Roberto, muy básicas y asépticas, aparentan un orden que no tienen. Encierran una furia que acecha en las esquinas del espacio arquitectónico y, rindiendo culto a la ironía, crean una dimensión para lo imprevisto.

Rayuela La propuesta de investigación con la que Roberto ganó la Beca Guggenheim giraba alrededor del juego de la rayuela. Hizo ese trabajo a lo largo de un año entre Nueva York –que se había puesto muy caro– y Madrid. 112

“Exploré la estructura del juego, el lugar de su aparición. Es muy interesante porque aparece en todo el continente, en Europa, en Oriente. Seguramente tiene que ver con el inconsciente colectivo –Carl Jung– como estructura arquetípica que originalmente tuvo un valor sacro, ritual y que mucho después devino juego de niños. Aparecen rayuelas en todos los países. A partir de esta inmersión estuve haciendo trabajos con la rayuela, que se incorporó de un modo simbólico a mi trabajo. Con esa estructura de imagen estoy trabajando hasta el día de hoy. La única constante, dentro de la inmensa diversidad de formas que encontré, es que se va del cielo a la tierra, de la tierra al cielo o del cielo al infierno y del infierno al cielo. La tierra es la tierra o aparece como infierno. El cielo siempre es el cielo. La rayuela es como un camino, un sendero que pasa por distintas situaciones relacionadas con el cielo y con la tierra. Esto ha tenido y tiene millones de vueltas. “El juego de la rayuela, al igual que las catedrales, posee una simetría axial. Hay un ábside y un terreno que va hacia el ábside. Todo juega a conformar esa imagen totalmente simétrica que de pronto en la realidad no lo es. La rayuela responde a una estructura muy ancestral que seguramente tendría otra función y que no se originó en el continente americano”.


¿Existen las coincidencias? Entre los agradecimientos de su novela de 1963, Cortázar incluye a Roussel, que cincuenta años antes había publicado Impresiones de África y que, como Rayuela, puede comenzarse en el primer capítulo o en el décimo o en cualquier otro. Los primeros trabajos de Roberto se basan en la delirante novela de Roussel y algunos actuales, se vinculan con la rayuela. “Creo que José Lezama Lima es el gran padre de la literatura latinoamericana. Se arman ejes rarísimo porque el que da a conocer a Lezama fuera de Cuba es Cortázar y a su vez el cubano escribe un trabajo completamente alucinante acerca de Rayuela, del escritor argentino. Yo quería dibujar y por eso entré en Bellas Artes pero allí nadie estimulaba el pensamiento. Cuando en aquel momento empecé a leer a Lezama –que hablando de su sistema poético dijo que se acercaba a las cosas por apetito y se alejaba por repugnancia– me topé con el mundo de la imagen desde el punto de vista conceptual, de la reflexión, la imagen abarcatoria”. La obra de Roberto posee una refinada e íntima conexión con la escritura: no sólo porque su obra modifica la relación de las palabras, de los objetos sino también porque los grandes de la época de oro de la literatura argentina –Girondo, Arlt, Macedonio, Borges– lo marcaron definitivamente. Tiene nostalgia por esos momentos germinales en los cuales, en conjunción, sobresalieron artistas como Xul Solar, Lucio Fontana. “Llevo un diario específicamente de trabajo, no de vida. Voy anotando ideas, desarrollos de pensamientos, proyectos, bocetos, textos que me interesan, pego algunas cositas, no muchas porque si no el libro engorda mucho. Anoto el día y la hora en que estoy escribiendo. Pero no me ocupo de seguir el historial de mi obra. Me da pereza registrar dónde van las obras, no soy sistemático. Estos libros se exponen excepcionalmente porque su despliegue es complicado. Un libro es un original y si es de libre acceso, con la manipulación se arruina. Lo mío es un cuaderno de navegación. En general, relato mis ideas en forma constante en esos cuadernos blancos y sin renglones. Ahora ya tengo treinta y cuatro tomos”. La poesía que escribe suele ser secreta, nunca publicada. A veces aflora uno que otro texto a la superficie. Hace mucho tiempo, uno de sus poemas se convirtió en prólogo de una muestra. Hablaba sobre el arte de la conversación. Fue un placer escuchar al autor leerlo en voz alta:

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“El arte de la conversación de la conversión del verso en la versión del con tendría la tensión del arco para la flecha que se atraviesa a sí misma clavándose contraria a la muerte en medio del corazón de aquellos que conversan”. “Aunque parezca curioso, uno de los libros puntuales que me influyó fue el Diccionario ideológico de la lengua española del lexicógrafo español Julio Casares. Está referido al lenguaje, va de la palabra a la idea y de la idea a la palabra. Por ejemplo, cuando se juega a la rayuela se lanza un tejo y la palabra ‘tejo’ aparece como sinónimo de texto. Existe además otra acepción que es ‘pedazo de oro en pasta’. Entonces voy hilando un texto en un camino que de alguna manera está referido al oro, que cita a la alquimia o a un estado muy refinado, pleno, de este metal que se relaciona con la luz. Así tejo mi obra”. 114

Dentro de un punto hay un texto Hay algo en las obras realizadas con el signo del paréntesis que en un primer instante evoca la infancia, la escuela primaria. Es que esos dos trazos paralelos que se inclinan hacia adentro para permitir la inserción, aparecen primero como dos elementales palotes. Simples custodios de una frase autónoma, los paréntesis pueden también anunciar la interrupción, la suspensión o convertirse en dos manos dispuestas a recibir, a contener. “Como vengo del ámbito de las letras, para mí el lenguaje es una plástica. Dentro de la escritura hay elementos visuales cargados de sentido como los puntos suspensivos, los paréntesis. Existe una materialidad del lenguaje, yo arribo a esas ideas a partir de una historia –no importa si verdadera o falsa– que leí de chico. En la casa de mis padres había un libro que se llamaba Historias secretas de la Segunda Guerra Mundial. Era del Reader’s Digest, nada más común. Me impresionó mucho el capítulo de Historia de las motas. Según el relato, durante la guerra el contraespionaje aliado detectó unas cartas que curiosamente tenían los puntos sombreados. Aislaron el punto, lo metieron en el microscopio, lo ampliaron y averiguaron que eran mensajes reducidos. Así, presuntamente, se dieron cuenta


de que existía un correo de espías que pasaba información por medio de los puntos. A mí lo que me alucinó fue descubrir que dentro de un punto hay un texto. La significativa imagen que retuve fue que en el lenguaje de la escritura hay toda una caligrafía manifiesta que son las letras y una escritura oculta o abstracta que son los paréntesis, los puntos. Los orientales han hecho un arte fantástico con la escritura, lo mismo que el arte del Islam, la poesía concreta brasileña, [Guillaume] Apollinaire con los caligramas. Otro libro que recuerdo como favorito es El tesoro de la juventud. Lo leía a la vuelta de la escuela, era un libro que había que mirar con sumo cuidado, con las manos limpias, sin hacer orejas. Yo leía la parte de juego, historia, la poesía me parecía más lejana. Pero era fantástico, cuando me acercaba a tal o cual poesía era porque estaba ahí, no tenía idea de los autores. Así me familiaricé con [Paul] Verlaine, Victor Hugo. La edición que había en casa hablaba de Cuba antes de la revolución de 1959. Me gustaría organizar una muestra, una especie de homenaje a El tesoro de la juventud que nos marcó a tantos en la infancia. Era el libro que estaba en todas las casas de clase media, el Lo sé todo seguramente habrá sido el otro infaltable”. Roberto tiene un trabajo que se llama la “SolIdarIdad”, que fue exhibido en la Fundación Banco Patricios y en el Centro Cultural Recoleta. Está escrito en blanco sobre un escolar pizarrón negro y las “I” son tizas blancas. “Yo escribo la palabra ‘solidaridad’ y descubro que ‘solidaridad’ es, al mismo tiempo, dar y dar sol. Si esto, en efecto, sucediese en el nivel de la enseñanza o del colegio quizás las cosas podrían ser diferentes. Me encantaría hacer veinte, cuarenta, hacer muchas ‘solidaridades’ para ponerlas a la entrada de cada colegio. Octavio Paz decía que la ‘I’ es la única torre que está en pie de un alfabeto arrasado, pero yo no pensaba en él cuando hice la obra. Venía meditando sobre la ‘I’ y las relaciones que establezco con las letras. Me acordé también de algo que me contaba mi padre. Cuando él iba a la escuela estaba de moda hacer una broma que consistía en dedicarse a cargar las tizas. Sus compañeros del secundario en el [Nacional] Mariano Moreno eran terroríficos, hacían agujeritos con alfileres en las tizas y les metían cabecitas de fósforos, de esos que se raspan, y las tapaban. Cuando el profesor escribía, la tiza chirriaba. La imagen de un tipo escribiendo en el pizarrón al que le explota la tiza es alucinante”. La idea es deslumbrante, sobre todo hoy, cuando hay pocos que escriben con pasión, con fuego, en la pizarra de oscuridad que es la educación en la

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Argentina. “El pincel de fuego” es un objeto que literalmente ardía, presentado en la galería Ruth Benzacar en 1993, que subraya la trascendencia que el artista le otorga a los cuatro elementos fundantes. El fuego, centro de la vida, dramatiza la vehemencia que Roberto pone en escena, exteriorizada como silenciosa poesía. “Me veo como un hacedor de situaciones, de imágenes y quiero que en ese proceso surjan cosas. Mi trabajo con los cuadrados, con imágenes muy básicas, con formas sencillas está vinculado a mi interés por el otro que mira, para que aquel que no tiene contacto con el arte tenga todas las posibilidades de penetrar también y bueno, que después adentro se las arregle. En este mundo tan refractario, que cada vez excluye a más personas, esta idea impulsa mi trabajo. No se trata sólo de generar un juego de signos en interrelación con los significados. Cuando nació Camilo, mi hijo, le puse un hermoso trabajo al lado de su cuna. Ahora que tiene casi dos años, él mira y habla mucho de la pintura que tiene cerca. He visto cómo chicos de seis, siete años vuelan frente al trabajo. Esto me hace feliz”. 116

La música Cuando trabaja, Roberto no escucha música. Esto suena contradictorio en alguien que atribuye a la música un impacto fundamental en su obra. No siempre fue así, pero ahora dice que necesita el silencio. “Mi padre toda la vida tocó el piano. Yo desde chiquito escuché música clásica y tango. Cuando entré en Bellas Artes descubrí a los Beatles y eso me partió la cabeza. Una compañera de la escuela estaba casada con un peruano músico que tenía una beca en el Centro de Estudios Musicales, dirigido por Alberto Ginastera. Así fue como tomé contacto con la música contemporánea. En ese entonces yo no tenía relación con la parte de plástica del [Instituto] Di Tella. Mi vínculo fue con el Laboratorio de Música Contemporánea del Instituto. Tenía una biblioteca y discoteca formidables. Uno podía consultar todo tipo de libros, publicaciones y sentarse en unas cabinas para escuchar música con auriculares. Me pasaba horas, de la [escuela] Belgrano iba al Di Tella y de ahí a mi casa. Era un gran momento para la música contemporánea, por aquella época Luigi Nono visitó la Argentina y el Teatro Colón estrenó ‘Bomarzo’ de Ginastera, inspirada en la novela de Manuel Mujica Láinez”.


Si hubiera seguido una de sus tempranas fantasías, quizás Roberto tendría que haberse dedicado a la música. Pero en realidad estuvo más enamorado de la idea de saber música, tocar el saxo, hacer jazz y viajar por todos lados. La primera vez que tuvo en sus manos un instrumento le pareció una máquina compleja y difícil, imposible. Elía advirtió el vínculo entre Duchamp y el compositor vanguardista John Cage, cuya música sirvió de principal conducto para las ideas del creador del arte conceptual. “A mí me marca mucho el músico John Cage, él tiene maneras muy específicas de composición, de trabajo en lo musical. A veces hago equivalentes en lo visual. Otro que me influye y deslumbra es el norteamericano Charles Yves, que hacía música contemporánea proveniente de lo clásico. Yves tiene una historia muy particular. Cuando era chico fue entrenado por su padre, un músico de la orquesta del pueblo. Cuentan que un día al año coincidían las fiestas de dos pueblos vecinos y entonces el padre lo llevaba a la mitad del camino que los unía. Se instalaban con vianda y todo, escuchaban las dos músicas y el viejo le pedía ejercitar relacionando el sonido de las dos. Una de las primeras obras de Yves es una melodía muy sencilla para dos pianos. Un piano está desajustado un cuarto de tono respecto del otro y produce un batimento en el oído, un desajuste que genera un área sonora rarísima”. La cualidad efímera de los papeles quemados que exhibe en su instalación “Desde la resistencia”, apenas se adueña del poder la Junta Militar de 1976 (hasta 1983), es compartida por sus trabajos realizados en hojas pentagramadas a comienzos de los años Ochenta. “Eran como partituras, collages, fantasías que podían ser musicalizadas. Me interesaba porque era un relato que se iba sucediendo en el tiempo. Era una escritura que avanzaba, pero que también evocaba la suspensión del tiempo. Las partituras representan una de las maneras que tengo de trabajar. Se trata del espacio que tiene la reflexión, que es cuando empiezan a suceder cosas, donde tengo que estar alerta para percibir cómo es la trama, cómo se interrelacionan mis pensamientos, los disparadores de mi obra. El juego se da en mi taller donde estoy siempre, casi todo el día”. Buenos Aires, agosto de 1996.

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ana eckell me hice amiga de mi sombra


Retrato de la artista: Pedro Roth

Nace en 1947, Buenos Aires, Argentina. Exposiciones y premios: 1982: Primer Premio Fundación Arche, Museo Nacional de Bellas Artes. 1983: Segundo Premio Dibujo, Salón Municipal Manuel Belgrano; Premio al artista joven del año, Asociación Argentina de Críticos de Arte. 1984: Primer Premio Unión Carbide. 1985: XIII Bienal de París; XVIII Bienal de San Pablo. 1993: Trienal de Osaka, pintura. 1994: Premio a la mejor instalación, XII Jornadas Internacionales de la Crítica, Centro Cultural Recoleta. 1994: Trienal de Osaka, grabado. 1995: Museo Nacional de Bellas Artes, individual; Bienal de Cuenca, Ecuador. 1996: Primer Premio de Dibujo, Salón Municipal Manuel Belgrano; Gran Premio de Honor, Salón Nacional de Dibujo; Trienal de Milán. 1997: Siete cielos, instalación, XLVII Bienal de Venecia; Primer premio, Premio Costantini. 1999: Tiempo Circular, instalación, Bienal del Mercosur, Porto Alegre; Sicardi Gallery, Houston. 2002: La voz del

agua, Cronopios, Centro Cultural Recoleta.


En los últimos dos años, con innumerables premios y viajes, la visibilidad de Ana Eckell y su obra se han multiplicado. Además, desplegó sus “Papeles indiscretos” en el espacio Proyectos del consagratorio Museo Nacional de Bellas Artes. Son papeles garabateados al azar, encolados sobre tela y luego pintados al óleo, donde simultáneamente enuncia varias microhistorias que revelan un increíble bordado de relaciones de espacio y tiempo. Las obras privilegian el vértigo y retratan la distorsión para describir cuestiones acuciantes, coincidencias enigmáticas, excesos hilarantes. La tragedia y el humor pelean centímetro a centímetro por prevalecer en las pinturas pobladas de figuras que remiten a la historieta. Los personajes que se entreveran participan de un juego circular y desarrollan movimientos y pasiones que Ana transmite como testigo sensible e inteligente. Desde hace unos años, los colores y los tamaños de las figuras cambiaron. Es como si Eckell hubiera decidido concentrar la ironía y los gestos de sus obras de años anteriores –emparentadas con el expresionismo alemán– y mostrar ahora fragmentos, índices significativos que permiten un conocimiento indirecto y conjetural. La obra exige una reconstrucción sinuosa de correspondencias cambiantes y de configuraciones en constante adaptación. Es el espectador el que habrá de asignarles los nombres a las experiencias narradas. “Siempre me atravesó la fantasía de asistir, sin que nadie lo sospechara, a encuentros, conversaciones, situaciones que viven los otros. Historias descontroladas, amontonadas, yuxtapuestas y superpuestas. Pero además, nos pasan muchas cosas y tengo necesidad de contarlas”, dice la artista como justificación de su obsesiva reconstrucción. Así sus pinturas enumeran rutinas arrebatadas, exhuman fantasmas ocultos pero también celebran las exageraciones de la vida.

Quiero volar Sus ojos de artista saben ver y encontrar sentimientos y significados especiales en personas corrientes, gestos habituales, acontecimientos triviales. De la nada, Ana construye complicadas tramas, múltiples relatos, universos enteros. Pero, aun cuando tiene cuarenta y ocho años y se siente mejor que cuando tenía veinte, algunas respuestas siguen eludiéndola. Todavía le sorprende la misteriosa comunidad que logra con los apenas conocidos que se aproximan y conmueven con su obra, pintada exaltada y tenazmente. “No la pasé nada bien cuando era chica, no tuve una cosa muy fácil con mi familia, aunque a esta altura hace rato que pasé a otra historia, recuperé otro lugar. Raro, vivir veinte y pico de años con otros

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que te devuelven un entrecruzamiento de imágenes que se supone que confluyen en uno pero que no coinciden con mi propia impresión. Un rompecabezas. No era a mí a quien veían. Era como ser transparente”. El clima de la casa de sus padres –donde nació un 30 de octubre de 1947, a pocas cuadras de su actual vivienda-taller de la calle Soler, en Palermo– era de un enorme control emocional. “Eran temerosos, obedientes a la ley, pero tampoco había ley” dice, al recordar que de pequeña quería llegar al cielo. Instantes después de intentarlo aterrizó en el hospital, pero el episodio preludió una audacia y empecinamiento que no cesaron de crecer.

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“A los ocho años sufrí un accidente. En la plaza, le dije a la muchacha: ‘empujame fuerte que quiero volar’. Después, silencio. Desde muy lejos arriba, escucho una voz tenue que pregunta ‘¿mamá, qué le pasa a la nena?’. Quince días de inmovilidad en el hospital. Aprendo a seguir las historias a partir de los ruidos del entorno. Para entretenerme me dan algo para dibujar. Vuelvo a recordar la reacción de pánico de mi madre frente a mis dibujos, a la intensidad de mis emociones. La sensación que yo tenía de chica era que no todo tenía cabida dentro de ese cuadro –mi familia– que mis padres no sabían qué hacer conmigo. Con el accidente tuve algunas certezas, algo se definió dentro de mí, supe que había cambiado diametralmente mi vida. Fue la primera vez, pero no la última, que caí en la cuenta de que los momentos más espantosos, más dolorosos, son los más lúcidos. Desde siempre me acompaña la sensación de estar detrás de una cámara. Después del golpe, la conciencia de estar viendo lo que estaba pasando me permitió empezar a observar desde otra distancia. Comencé a ver mi vida como posibilidad, no sólo como sufrimiento. Mientras pienso hacia atrás, verifico que en esencia desde muy temprano sabemos lo que somos. Lo sabía a los cuatro años cuando en el jardín me vi reflejada y odié un peinado que me había hecho mi madre. Ese pelito y ese moñito no eran yo. Me vivían encajando cosas que no quería y que terminaba odiando porque yo no las elegía. Me pasé años limpiando y limpiando hasta que un día me encontré con algo que se parecía a lo que realmente quería ser. Es un trabajo agotador”. Para cualquier desprevenido, Eckell aparece retraída y distante. Tenues máscaras disfrazan su vehemencia y carácter pasional. Hasta derrama lágrimas mientras explora algunos recovecos de su vida. La disyuntiva entre maniatarse para que no salgan sus murciélagos o lanzarse a vivir configuró


parte de un arduo debate interno que desbordó y se jugó también en su pintura. Entre exasperantes y optimistas, los personajes de sus pinturas actuales salen del encierro y desplazan una excitada intimidad, que no es necesariamente biográfica pero tampoco reveladora de una anónima e impersonal objetividad. “Cuando vi en el cine Pelle, el conquistador y La fiesta de Babette, no lo podía creer. Nunca antes había visto esos paisajes tan crudos del norte de Europa, ese clima tan gélido y duro que yo percibía cuando mis tías venían a tomar el té. Eran muy austeras en lo emocional, como si estuvieran metidas dentro de cajas. Ahora sé que por dentro vivían pero por fuera eran muy rígidas, contenidas. La familia de mi padre venía de Dinamarca. Un tatarabuelo Eckell metió a sus trece hijos en un barco en la época de Rosas. Todos mis parientes vinieron el siglo pasado. Huían por hambre, persecuciones políticas, religiosas. Traían más dolor que misterio”.

Como una mochila pesada La exuberante obra actual de Eckell, paradójica mezcla de lo real y lo ilusorio, recrea una aguda atmósfera emocional. Intuye vidas agitadas, por momentos vulgares y estrepitosas, donde las figuras principales parecen estar en continuo movimiento, algunas suprimiendo/exhibiendo su sexualidad y otras, una extrema vulnerabilidad. Pero existen segundos tonos, energías subterráneas, relaciones imperceptibles que fueron tejidas con paciencia y que merecen una renovada atención. ¿Son cuestiones abandonadas o en plena gestación? “Toda la vida hacemos un entrenamiento en aquello que nos resulta difícil. Recibimos un montón de cosas que, por más aborrecidas o espantosas, son nuestras hasta que nos las sacamos de encima. Al nacer, nos tiran por la cabeza un contexto emocional, cultural, familiar, histórico con el cual nos ponemos de acuerdo o no. Pero es una carga, como una mochila pesada con la cual se puede o no convivir”. Muchos de los momentos gratos de su infancia se asocian con algunas fugas fantásticas. Como las del Tigre, cuando se internaba en una selva imaginaria soñándose Juana, la del Tarzán de las películas, saltando de rama en rama y construyendo casas arriba de los árboles. Ella sabía que después venían los retos de su madre que se preocupaba porque la pequeña desaparecía por largos ratos, pero el viaje por el delirio valía la pena.

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“Los que hacemos este trabajo, dibujamos, pintamos tenemos una capacidad para generar ficciones y para armar un clima propio. Yo hacía eso de chica, se podía caer la casa encima que la pasaba bien igual. Creo que es una especie de defensa. Cuando repaso mi niñez, evoco a mi abuela Berta, que dibujaba todo el día. Era la única persona tranquila, seguramente melancólica, callada. Encerrada en sus dibujos, no le prestaba atención a nadie. El arte era mi abuela. Amaba las plantas y las representaba. Cada tanto le agarraba un ataque de depresión y se quería tirar por la ventana. Recuerdo algunos encontronazos porque a los seis años quise ir a aprender a dibujar y me dijeron que me podía arreglar con la abuela. Por supuesto que a ella no le interesaba en lo más mínimo y me terminaron mandando a estudiar piano. En realidad, era a mi madre, profesora de literatura inglesa medieval en La Plata, a quien le daba por la música. Hacía canto lírico y era lindo. Yo era una especie de ‘Zelig’, capaz de ubicarme rápidamente en cualquier circunstancia y así aprendí piano y a hablar varios idiomas: alemán, francés, inglés. No es que me mataba estudiando pero tenía la estructura de una buena alumna, era independiente. De chica tuve conciencia de que dibujando decía demasiadas cosas que los demás no toleraban. Ingresé entonces en un proceso de censura, de hacer construcciones, cosas menos figurativas. No tengo recuerdos constantes en relación con el dibujo, retengo algunas escenas. Como aquella en que la maestra del jardín de infantes nos había indicado copiar un dibujo. Me estaban pidiendo algo imposible, me daba bronca copiar, era un esfuerzo que no correspondía a mi posibilidad de hacer a los cuatro años. A mis padres les costó aceptar mi decisión a los doce años de hacer Bellas Artes. Les resultaba inasible esto de ser artista, pero después finalmente me apoyaron. Mi vida cambió, se me abrió el mundo. Me sentía feliz. Fue lo mejor que me pasó en la adolescencia, no tanto por la escuela sino por el clima de libertad que me aportaba pasar todo el día dibujando, pintando. Entonces ni se me ocurría pensar en exhibir en el Museo Nacional de Bellas Artes, la primera vez que pisé el museo el corazón me latía, fue como entrar a un templo”. En la conversación, tanto como en su trabajo, Ana no ofrece una sola respuesta. Entrenada para la supervivencia emocional, siempre está contemplando otras alternativas. Así, las obras ofrecen y ocultan numerosas visiones que pueden multiplicar las lecturas. Mientras confiesa que se moriría de no dedicarse al arte, también afirma que si tuviera que alejarse se lanzaría a la literatura. Para su vejez, abriga imágenes de una casa de madera


frente al mar donde, entre los libros, se habría de sentar a escribir, quizás porque la continua lectura constituyó un refugio casi blindado frente al agobio de la casa familiar. Solía ponerse a llorar cuando terminaba un libro y debía salir de la ficción. “Tengo la sensación de haberme rescatado emocionalmente a partir de mi hacer, de haberme armado una conciencia. El vínculo con mi trabajo es constructivo, absolutamente necesario, vital. Elaborar, indagar es una parte estructural de mi actividad, me constituye, es un espejo, es un otro. Con el tiempo descubrí cómo es mi vida. Creo que mi tarea como artista consiste en acrecentar esa conciencia e intentar vivir armónicamente”. Cuando Eckell tenía alrededor de veinte años pensó en dejar la pintura y hacer cine, porque siempre le llamó la atención el dinamismo y el parecido con la vida que ofrece el buen cine. Una de las cosas que más la aplastaba de la pintura era que en general le resultaba aburrida, pesada. El ritmo vertiginoso con el que superpone imágenes, historias, lecturas se parece bastante al incesante movimiento que crea el zapping en un televisor encendido. La artista y el espectador deben optar permanentemente entre lo que puede verse y lo eliminado, los excesos superados. Para arribar a la presente síntesis, se devanó los sesos buscando un lenguaje válido, hasta que se dio cuenta de que no lo podía tener en la cabeza, que debía lanzarse a trabajar y que ahí lo encontraría. “Con un pensamiento especulativo no se llega a ningún lado. Me llevó tiempo encontrar una salida. Terminé la escuela con un sistema que no me servía. Era una forma vacía de expresión. Me resultaba más fácil y era más libre al hacer danza, expresión corporal, teatro, coreografías porque no sentía ninguna responsabilidad. El trabajo en grupo compensaba esa cosa super solitaria de la pintura que, sentía, no me conducía a parte alguna. Años después comprendí que para completar un proyecto tiene que existir una rutina, una insistencia con el trabajo. Aparte de la pelea con el lenguaje, uno tiene que armar la conciencia pero también el entorno, el espacio, decidir qué hacer. Trabajaba en momentos de presión, era muy inestable, alternaba momentos de mucho trabajo con momentos de parálisis. Después empecé a trabajar más sistemáticamente. Entonces tiré todo lo que había hecho, salvo unas muy pocas cosas de principios del Setenta. Me acuerdo de un trabajo que hice cuando vivía en un cuarto prestado y precario de una casa en construcción. Era una pintura de una mujer exuberante. Se había convertido en una vista cotidiana hasta

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que un día pensé que estaba alucinando cuando descubrí que tenía una barba. Tirada en la cama no me decidía a acercarme y verificar mi sensación. Cuando me arrimé vi que la humedad de la pared hizo que afloraran hongos en el cuadro. Descubrí que lo que me interesaba era algo que no pasaba por lo intelectual sino que me atrapaba eso vivo, eso que estaba sucediendo delante de mis ojos. Ése es el tono que siempre busco poner en escena”.

Hay un hilo que te lleva Aunque el artista esencialmente obtiene la gratificación inicial de forma privada e inmediata frente al trabajo concluido, las estrategias de exposición son una preocupación mayor.

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“En 1977 me presenté al premio Marcelo de Ridder y seleccionada, participé en la muestra que se hizo entonces en el Museo Nacional de Bellas Artes. A propósito del premio, conocí a Samuel Paz que sabe ver y me alentó a seguir. Así, al año siguiente hice mi primera individual en la galería Balmaceda, donde por el camino tuve algunos problemas organizativos. Salir de mi encierro y mostrar mi trabajo fue una conmoción brutal por el riesgo que implicaba exponerme. Vendí un par de trabajitos pero lo que más recuerdo de esa muestra fue el contacto con los colegas. No presenté una obra monolítica sino, como siempre, las telas apuntaban a varias direcciones. Me resultó gracioso que a algunos colegas les gustase lo que otros aborrecían. En aquella época hacía una cosa más intimista, más dulce en la superficie, con un acabado más cuidado. Eran cosas tímidas, más pequeñas, pero de alguna manera tenía que ver con esto de estar contando climas, contando historias, situaciones. Muchos me trataron muy bien y eso me nutrió. Todo es muy vincular, todos son como partecitas de uno. Lo que me costó superar fue el pánico con la prensa. Me negué al contacto directo durante años. Estuve retenida bastante tiempo, recién como en el Noventa, cuando salí a Lima con una muestra, empecé a hacer entrevistas para la televisión por cable y a disfrutar con los encuentros periodísticos. Una vez que comencé a salir con mis cosas constaté que hay un hilo que te lleva. Fui creciendo con cada paso”. La obra también creció y a esta altura puede verse como un iceberg que anticipa y sugiere, sin detallar, múltiples operaciones. Muestra interferencias, efectos sin causas y zonas invisibles a ser descubiertas. Es un lugar donde,


por momentos, el ser humano se oculta detrás de las caricaturas y la naturaleza desaparece tras el decorado. Todo es una pesquisa. El espectador tiene la posibilidad de ordenar los detalles, forjar el argumento y otorgar el sentido a las historias en las que Ana se encuentra empeñada. “Mi trabajo transita ideas inasibles, gestos controvertidos, repeticiones al infinito. Siempre tengo una parte que es rutinaria. En una época me preguntaban por qué incluía perros rabiosos, por qué aparecían los dientes terribles. Cuando surgen elementos recurrentes, si puedo los modifico, pero otras veces se imponen irremediablemente como ahora las cajas abiertas, cerradas, que se instalaron desde hace unos años. Entonces los dejo ser hasta que se disuelven en otra cosa”.

Mis partes en el otro Desde el pequeño jardín de Ana repleto de flores, con plantas fuertes que tienen ganas de perdurar, se escucha el canto de los pájaros. En una de las paredes hay una enredadera brillante frente a la cual su gato se entretiene persiguiendo bichitos que no se ven. La pasión por la naturaleza, por el aire libre viene de sus padres. De chica vivía en un piso séptimo frente al Jardín Botánico y se imaginaba caminando sobre las espesas matas. No hay verde en su obra porque “la naturaleza es perfecta, no hay nada para agregar”. “Cuando escucho el ruido del viento pasando entre las hojas tengo un sentimiento místico muy completo, como el de la vida trabajando en una frecuencia sutil, silenciosa pero potente. Es algo que me abre el corazón. Cuando entré a esta casa y vi este verde supe que era para mí”. El taller está dentro de la casa. Es más, ocupa toda la sala principal. Allí atiende sus sueños y a los alumnos. Desde su primer taller a los diecinueve años, a Eckell le interesa la enseñanza como aventura y el vínculo con sus estudiantes. “Hasta los treinta años me dediqué en buena medida a la docencia y a descubrir aspectos reparadores. Yo no sabía qué hacer con la pintura. Lo que me habían enseñado en la escuela me parecía muy estrecho, un bagaje muerto. Yo era demasiado rígida y nada de lo que producía me gustaba. Cuando terminé la escuela empecé a desarmar todas mis estructuras. Nadie tiene el libreto de cómo es la vida. La docencia era un campo donde podía explorar cosas a través de los

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otros. Trato de trabajar de forma no autoritaria, convirtiéndome en un instrumento para que el otro pueda encontrar su manera de hacer. Doy pautas y mucha libertad. Me llamaba la atención cómo los chicos trabajaban con manchas que caían en su lugar. Los chicos, además, están más cerca de Dios y por lo tanto más abiertos, menos contaminados por la cultura y tienen una manera de dibujar que hace que todo parezca estar bien. La historia del arte está plagada de imitadores, hijos y entenados. Por supuesto, también existen casos en que los maestros adoptan pistas dejadas por los niños y los locos. Sin ir más lejos, Luis F. Benedit tiene una serie de dibujos y objetos realizados a partir de los garabatos de chico de su hijo Tomás. Pero, los ‘hijos’ en un taller son otra cosa. ¿Cómo evitarlos? La disyuntiva es clara, hay que matarlos, echarlos. Es criminal fabricarlos. Pero creo que si el fenómeno es transitorio, vale. Hay que aprender a tirarles el cable necesario para que no se queden pegados y asuman su propia vida. Con un alumno pasan muchas cosas. La enseñanza me sirvió para ver muchas cosas mías en relación con el otro, a reconocer mis partes en el otro. Actualmente tengo alumnos pero además tengo otro tipo de proyectos, es otro terreno de investigación. Vivo de mi pintura y de mi taller y creo que lo haré siempre”. 128

Con el taller en la casa, Ana nunca sabe cuándo está trabajando y cuándo no. Deja un dibujo en el tablero y con el correr de las horas, si se detiene frente a él agrega nuevos elementos. Así la figura de una mujer, un estado de ánimo, una conversación, lo simple y familiar aparecen con cultivada naturalidad. “La cercanía física con la obra me permite una fluidez inusitada pero según cómo sea el movimiento de la casa, a veces me falta intimidad. No me gusta que pasen por delante, por eso adoro las horas de la mañana cuando no hay nadie y existe un clima de silencio, soledad. Pero cuando tuve taller afuera me di cuenta de que me costaba darles vida a dos lugares distintos, que me acongojaba dejar el sitio de trabajo solo. Tampoco necesito un orden especial para inspirarme. A medida que pasan los años me siento mejor. Antes nunca dibujaba en vacaciones o cuando viajaba. Pero, hace cuatro años, estando en Nueva York, empecé a dibujar y aprendí a iniciar trabajos nuevos mientras estoy fuera del taller. Ahora tengo más flexibilidad para armarme espacios, que pueden ser virtuales, en donde haya cierta paz y recogimiento para producir donde me encuentre. Durante mi reciente estadía en Ecuador, a propósito de mi muestra, hice trabajos allí que me gustaron”.


Ana no es la única que descubre sus “partes en el otro”, los coleccionistas parecen encontrar lo mismo en sus obras. Como pocos artistas, Eckell tiene un sólido vínculo con algunas personas que eligieron convivir con sus trabajos y son capaces de reanudar un diálogo cotidiano con los personajes que los pueblan. El verano pasado de 1995, por ejemplo, viajó a Alemania e Israel invitada a la casa de dos parejas que adquirieron su obra en Buenos Aires. “Muchos encuentros fortuitos se convirtieron en lazos profundos. Cuando viajo y reencuentro a mis amigos, siento como si tuviera una gran familia en cualquier lugar del mundo. Los de Kassel son alemanes que estuvieron acá dando clases en el Colegio Pestalozzi. Me empezaron comprando un dibujo, después pintura y al final me trajeron a todos sus amigos. Una coleccionista de Holanda se entusiasmó con las pinturas revulsivas de hace diez años que eran pesadas y mucha gente no las soportaba, pero no hallaba la manera de llevárselas. Como yo tenía que ir a exponer a La Haya me las compró y me invitó a su casa, donde estuve con toda felicidad. Los de Israel también son amigos del alma, los conocí cuando estaban trabajando acá y ahora les volví a llevar obra actual. Con cada uno de ellos hice una especie de trabajo de elaboración frente a la obra, asociamos, descubrimos aspectos que antes no habíamos visto. Cada uno a su modo me ha dicho que la obra es una piedra de toque donde se conectan con sus propias cosas”. Así se terminan de armar los relatos. Ana está convencida de que su amistad con los coleccionistas es posible porque se escuchan mutuamente. Ellos arman tramas, descubren insospechados hilos que ni ella sabía que existían. Los coleccionistas que están lejos siguen con interés sostenido su obra y ella se mantiene cerca gracias a emotivas visitas y largos parlamentos por teléfono. Eckell atribuye la falta de continuidad en la relación con los locales a la inestabilidad económica y a las suertes cambiantes de sus compradores. “Es muy difícil que crezca un proyecto cuando cambia el entorno. Como nuestra historia es muy espasmódica, los nexos también lo son. Existe un pequeño mercado del arte en Argentina. Yo vendo, si no, estaría muerta. Me encantaría tener a alguien que se ocupara de mis cosas y yo encerrarme a pintar. Pero no me quejo, porque en los últimos años viajé incesantemente, me conecté con mucha gente, vendí a personas interesantes que considero amigas y aprendí mucho. Nunca tuve una estrategia clara, pero desde hacía algún tiempo deseaba salir al exterior. A través de casualidades y emprendimientos que no tuvieron resultados inmediatos, mi obra paseó por

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el mundo. Cuando fui a Quito lo hice por cuenta de La galería cuya dueña me vio en una Bienal de Cuenca. Por una presentación en Lima en el 90, donde escribieron notas lindísimas pero no se vendió nada, llegué a un galerista de Miami que me llevó al año siguiente. Ahora estoy a punto de inaugurar una muestra en Houston, Texas, y el año que viene iré a Malasia. Así se arma una red a través de la cual consigo poner mi obra en otro medio”.

Como una enajenada Como toda preparación previa, Ana sale a caminar por las mañanas para pisar la tierra, toma clases de taekwondo o medita antes de ponerse a pintar. Cualquier otra cosa le resultaría un límite y precisamente, lo que más le costó en la vida fue levantar los cercos. Su intención es despojarse de lo accesorio, de lo que le pesa y así lograr no esperar nada de sí misma.

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“No me veo obligada a ser genial ni a tener ideas predeterminadas. He peleado por esta libertad toda la vida y sigo limpiando los ruidos, todo lo que pueda interferir. Tengo la sensación de que todo lo que pueda armar racionalmente corre el riesgo de cerrarme en vez de abrirme. Cuando trabajo, entro en un estado muy particular de entrega, místico, difícil de nombrar. Son momentos como de acceso a cierto conocimiento, al descubrimiento de zonas distintas del ser que me habilitan para empezar a trabajar. El impulso fluye solo y no me pongo a pensar ‘voy a hacer esto’ o ‘quiero situarme así o asá’. No anulo el trabajo reflexivo pero éste viene solo. En esa contienda con la pintura, recién cuando me separo y miro desde otra distancia, me lanzo a entender y a asociar de otra manera”. Los dos últimos años fueron de mucho trabajo y lucimiento. Ana ganó ocho premios, viajó, hizo grabado y video. Todo indica que dejó definitivamente atrás una etapa caracterizada por el pánico. Cuando enfrentaba algún proyecto solía instalarse en ella la angustia de no poder cumplir, de no llegar a tiempo. “Ahora hay algo en mí que me hace funcionar a velocidades increíbles”. “No puedo decir que trabajo de nueve a cinco. Me gusta mucho levantarme temprano y pintar en las primeras horas del día cuando no estoy contaminada por los avatares del mundo y hay silencio. Si puedo, trabajo todo el día, hasta diez o doce horas sin cansarme. Estoy en un momento en el que siento que el tiempo no


existe, que puede ser expandido o comprimido. Mi hija, Eva, de trece años, me liga a la tierra y también al cielo. No estoy presionada ni desconsolada. Lo que me apasiona es la posibilidad de que toda experiencia humana pueda ser enormemente variable si se produce algún clic adentro”. Frente a la saturación de estímulos, eligió en esta etapa dedicarse a las emociones. El alarido visceral, el regocijo del encuentro, la crueldad del sometimiento, el gesto expansivo, la reprobatoria mirada, la energía juguetona legitiman la esfera de lo privado dentro de la caótica ebullición que sucede dentro de su obra. “Trabajo en varias obras a la vez, pero igual siempre priorizo una. No invento nada, está todo ahí, los temas surgen de la vida. Soy una especie de voyeur que ve todo a través de una cámara, que asiste sin ser vista a encuentros inesperados. Esto me acerca a la gente pero no demasiado, permanezco amparada y a distancia. Mi entretenimiento favorito es ‘scannear’ a la gente cuando voy por la calle Florida. Cuando vuelvo al taller las historias salen solas de mi línea indiscreta y descontrolada. Creo que en una época mi visión era más cruel mientras que lo de ahora es más lúdico pero no por eso menos incisivo. A veces comparan mis pinturas anteriores con George Grosz, Otto Dix y los expresionistas alemanes, y aunque todo es relativo, todavía pego un respingo con esa mención. Creo que, entonces, yo poseía la misma mordacidad para mirar que ellos y pude crear un espíritu, cierto clima crítico. Yo estaba paranoica, atravesaba una época terrible y sufría como un perro. Además, era mi única arma para exorcizar los pesares frente a todo el horror que nos rodeaba en aquellos años Setenta. Yo me estaba dando cuenta de que lo que pasaba con la dictadura acá tenía que ver con la pesadilla alemana. La idea de una cultura vuelta hacia otra cultura no es algo que me apasione ni me interese, lo que hago y aun lo que hacía en esa época es bien de Buenos Aires. Pienso que ahora mi mirada es más misericordiosa, más ligada a la gente y a lo que le sucede”. Lejos de la problemática social, Ana hoy realiza su obra a partir de las hojas de su agenda privada que junta desde hace unos cinco años. Volvió su mirada a su propia experiencia, a las notas y garabatos que hace mientras habla por teléfono, donde borronea referencias, planifica sus días o dibuja distraídamente mientras conversa. Esos papeles, con los que otros juegan y suelen tirar a la basura, son tomados al azar y encolados sobre las telas,

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constituyéndose en los fondos sobre los que pinta otras escenas, otros cuentos. “Contar sin parar, sin pensar, sin esperar”. Esta manera de trabajar le permite recoger todo, asistir tanto a victorias como a fracasos, escuchar secretos, revelar amores, neutralizar odios, disparar reflexiones, sortear trampas, ironizar la realidad. “Tengo conciencia de que comprometo mis emociones –turbulentas, pacíficas o confusas–, de que me involucro totalmente en el acto de pintar. Pero lo que quiero es movilizar a los demás. Lo que busco no es algo intelectual, sino producir una especie de corriente de intercambio, de juego recíproco donde yo objetivo y el otro también. Me acuerdo que cuando era chica y encontraba a alguien en mis lecturas que podía explicar algo que era oscuro para mí, sentía un alivio enorme. Lo mismo me sucede cuando termino un trabajo y encuentro la clave de algo muy profundo que sabía que tenía que descubrir para poder pasar a otra cosa”.

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A Eckell le gusta mucho pintar en formatos grandes porque la amplitud la hace sentir que vuela. Cuando pinta, corre, baila, se desplaza. Al dibujar lo hace sobre un tablero, pero igualmente no reposa, se mueve mucho, trabaja a distintas distancias. El movimiento físico le sale naturalmente y se traslada a las pinturas, a los dibujos. No en vano toda su vida trabajó con el cuerpo, hizo danza, artes marciales y expresión corporal. “Me encanta la conmoción, creo que provoca en la obra la aparición de cierta dinámica de la vida que me alucina. Por contraste, siempre hay cosas estables, estáticas, como esos cubos, las cajas que aparecen permanentemente. La concentración es también una constante. Pueden saltar encima de mí y ni me doy cuenta. Hace unos años le encargué al marido de una alumna un video sobre mi trabajo. Propuso filmarme mientras yo pintaba. Al principio me dio pánico, porque en realidad soy muy introvertida. El tipo era fantástico, sensible. Grabó de cerca, de lejos y yo casi lo pisé un par de veces. Yo trabajaba rápido, como una enajenada, y me olvidé de su presencia. Las palabras no alcanzan para describir mi estado de ánimo cuando pinto. No quiero usar la palabra trance. Creo que lo más aproximado es decir que estoy como poseída o enajenada. Esto suena a estar encerrada pero la sensación es exactamente la opuesta. El ritmo de mi producción es proporcional a la velocidad de mi cabeza. Las ideas desbordan, se atropellan y a veces no me alcanzan las manos”.


Los personajes Eckell emplea un lenguaje sencillo y una línea disparatada pero eficaz que la vincula con lo gráfico. Las figuras se repiten, los rictus son intercambiables, los acoples y las actitudes se multiplican al infinito. ¿El ejercicio de esta presunta simplicidad es una manera de intentar detener el torbellino interno que no cesa? ¿La expresión directa acorta las distancias o tapa las heridas? “La única manera de dilucidar este enigma es buscar adentro, bucear en la profundidad de mi ser. Yo entiendo o apuesto a conectarme muy íntimamente con lo que hay de esencial dentro de mí y así sé que no miento, que traslado mis sentimientos/pensamientos. No tengo ningún plan ni idea acabada de lo que va a salir cuando arranco con el trabajo. Pero esto no fue siempre así. Mi primera muestra fue el producto de un período donde tenía tres estrategias. Elegía una imagen, algo visto al azar, soñado o imaginado y la reproducía, pero en algún momento me sentí como un tigre enjaulado. Primero daba vueltas hasta decidirme por alguna de las imágenes que tenía en la cabeza. La intención de control confinaba mi imaginación pero tampoco tenía la suficiente fuerza para lograr mi fidelidad hacia la imagen elegida. Cuando empecé a trabajar de la actual manera, dejándome llevar por un juego de azar que no tengo la menor idea adónde me lleva, me convertí en una especie de catarata. Salí de un letargo que duró años y apareció mi larga lista de personajes. De todos modos, utilizo más o menos la misma técnica desde hace tiempo. Yo empecé a darle lugar a la casualidad más conscientemente hace como veinte años. Por ejemplo, tiro una mancha y dejo que esa misma mancha me sugiera la siguiente, el próximo trazo, el último punto y empiezo a armar una secuencia de asociaciones. De algún modo, ahora trabajo bastante con el color o con el pomo como si fuera un lápiz. Pero la creación no pasa por el material, pasa por una forma de construcción que a mí me hizo crecer. Antes me frenaba muchísimo, ahora no doy abasto, tengo más cosas para dibujar que las que puedo llegar a ejecutar. A esto me refería cuando hablaba de mi velocidad. Además, trato de no tener una valoración que funcione como censura, acepto hacer todo lo que aparece y después veo qué hago con eso. Siempre hay tiempo para eliminar y quedarme con lo que interesa más. No trabajo en serie, soy incapaz de programar. Pero hace dos años empecé con esta sucesión de ejercicios donde meto, integro todo. Es ahí donde incluyo mis conclusiones acerca de la posibilidad de reciclar todo y de la inexistencia del tiempo. En estos papeles, que vienen de

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hace cinco años, hay imágenes muy mezcladas y diversas que me permiten divagar. Paulatina y crecientemente, algo del fondo de esos papeles pegados me llama. Por algún motivo que aún no logro explicar –y que ni siquiera sé si quiero explicar– una de las figuras, dibujada hace años, me atrae, reverbera y aparece en un tamaño más grande y en ocasiones, varias veces seguidas”. La elegancia con la que organiza sus composiciones no impide que salgan los monstruos de sus alucinaciones, los bichos de sus maquinaciones. A pesar del humor, más que escandalizar, las imágenes despiertan curiosidad e inquietud. A veces, los cuadros suscitan los mismos sentimientos contradictorios que tienen los pequeños frente a la puerta cerrada del dormitorio de sus padres. Extrañas y a la vez familiares, las criaturas se exhiben en público también realizando actos privados. Como la televisión, que construye un espacio que borra progresivamente la frontera entre lo público y lo privado, los trabajos de Ana escenifican confesiones inconfesables, instituyen la presencia como valor total y ofrecen testimonios. Pero su pintura gatilla la libre asociación, activa la imaginación y pide distancia para transformar el testimonio en biografía. 134

“Yo también le encuentro el sentido o una razón a mi pintura recién cuando me alejo de ella. Mientras trabajo todo viene por iluminaciones, por flashes, y luego asocio y puedo o no seguir la pista que me sugiere. Puede prevalecer un aspecto sobre el otro, es una tarea que voy estructurando. En mi obra existe un tema de construcción del lenguaje vinculado a una construcción del mundo y de la conciencia. La vida es constructiva. Seré una persona muy esperanzada pero si no pensara así me pegaría un tiro. En ese sentido, los dibujos de los últimos dos, tres años constituyen una especie de registro metafórico. Los personajes están condicionados y unidos imperceptiblemente pero fundan una historia autónoma. A mí me gusta escribir pero no tengo un diario organizado ni nada. Desde hace unos años empecé a guardar estos papeles que estoy usando en las obras –que son una especie de memorias– pero desde mucho antes conservo escritos que me ayudan a elaborar. Lo que pasa es que me resultan impenetrables, imposibles de leer, no los soporto, me aburro. Escribo como pinto, en ráfagas pero me resulta más diáfano el diario que hago con mis dibujos”. Hasta comienzos de los años Ochenta, Ana sintió que no tenía más remedio que comentar la realidad, aunque no en exclusividad. Además, no es que se guiara por las imágenes de los diarios, más bien lograba recrear el clima de la época. Entonces el hambre, el desempleo, la desigualdad social


no estaban en un primer plano, la violencia oficial de los militares en el gobierno opacaba otras miserias. “La dictadura es el episodio que más me marcó en la vida. Fue una cosa espantosa porque en realidad, aunque no se publicaba lo que ocurría, el que quería sabía todo lo que estaba pasando. Sabíamos que se llevaban a la gente en medio de la noche. Yo no tenía militancia. Jamás me interesó la obra panfletaria pero durante años seguí produciendo trabajos relacionados con esa época. Me sentí muy arrollada por todo eso, atravesada. En ese momento secuestraban y mataban gente y uno no podía ayudar ni modificar nada. A través de mi pintura pude hacer una cosa vital y reconciliarme un poco conmigo misma, no sentirme tan miserable. Creo que si no hubiera hecho esos trabajos me hubiera vuelto loca. Ahora puedo separar más entre lo que me pasa a mí y lo de afuera. Pero me acuerdo que todavía en el año 84 me reverberaban los sucesos de la década del Setenta, lo del Mundial [de fútbol, en 1978] y todo lo que apareció en los juicios a las juntas militares, en blanco y negro. Esa capacidad del ser humano para organizar el mal me parece monstruosa. La perversidad que mostraron al ejecutar la aniquilación es absolutamente demoníaca. La censura fue un factor de atraso en la carrera de muchos, en la mía también. Yo trabajaba gracias a un instinto de preservación, a una urgencia de supervivencia pero sabía que las pinturas con esos personajes terribles, carniceros y hombres con doble fila de dientes que ejecutan escenas de torturas no las podía mostrar. Nunca lo pasé peor en mi vida, vivía en pánico. Si uno no se iba por Ezeiza o se tiraba al río y se iba nadando, había otras maneras de partir. Yo remontaba la vida en mi taller haciendo estas pinturas siniestras que expresaban el terror sin obviedad. Recién a comienzos de los Ochenta empecé a mostrar esas cosas. Creí que me iban a cortar la cabeza, pero no pasó nada. La falta de reacción me sirvió para tomar conciencia de que la pintura puede ser muy hermética, sutil e intangible. Para la mayoría de los artistas no existía el más mínimo reconocimiento social, era como si estuviéramos borrados. Por eso, después de aquellas primeras elecciones que ganó Raúl Alfonsín, en diciembre de 1983, hubo una gran euforia. Todo el mundo se largó a pintar con mucho desparpajo y una inmensa felicidad. La apertura fue palpable. Nadie niega que en estos momentos existe violencia en nuestra sociedad pero hoy se puede votar y el clima es distinto. Actualmente el tono de mis obras es otro pero creo igualmente que se conectan con cosas que ocurren. Sé que lo mío está pegando en algún lugar que hacía falta. Tengo la sensación de que no estoy trabajando sola

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porque creo que todo es una inmensa trama donde uno desarrolla ciertos aspectos y al mismo tiempo recoge rasgos que ya están”. Eckell sostiene que el lugar del arte es el territorio de lo innombrable, de lo místico. Es una experiencia que puede dirigirse hacia muchas direcciones y donde sólo la artista puede decidir cuáles son las prioridades.

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“Yo siento al arte como rozando conocimientos que van mas allá de lo racional, que se conectan con la realidad de otra forma. Pienso que la travesía artística se enlaza con entender, descubrir, describir la realidad y contarla desde otro lugar, de hecho muy relegado en nuestra cultura occidental donde predomina lo racional, lo material. Pero, todo agrega. A mí, por ejemplo, la separación de mi marido me resultó espantosa. Sufrí mucho y me dejó huellas difíciles de suprimir pero también fue un avance en la toma de conciencia de muchas cosas ante las cuales jamás me había detenido. En aquellos momentos extremos en que estaba muy golpeada y dolorida, se me abrió la percepción. Empecé a ver más finamente, desde otro lado, y a pintar o dibujar con esta nueva manera de mirar. Con una extraña naturalidad dejo que, como en un escenario, aparezcan los personajes. Ellos desfilan y se van metiendo en mis cuadros. Pero a veces aparecen personajes con los que tuve conflicto. Es decir, de repente, en medio del dibujo se deja ver alguien con quien me he peleado pero que en su momento reprimí el impulso de estrangularlo, clavarle un cuchillo. No importan demasiado las historias particulares, cada uno tiene las suyas. Algunas cosas que brotan de mi trabajo son como premoniciones. Más de una vez dibujo personajes que conozco después. Es frecuente que aparezca una escena, una situación que sólo se concreta más adelante. No le quiero poner nombre a lo que pasa, es gracioso pero es así. Y no es un invento, varias personas que tienen obra mía me dijeron –pero no desde la arrogancia, sino desde el humor y el juego de las metáforas– que se reconocieron en los dibujos”. Osadas, audaces y libres las figuras humanas se repiten junto con algunos de sus colores preferidos como el colorado, el amarillo y el azul –curiosamente siempre los mismos tonos– que aparecen iluminando la tarea desde hace bastantes años. Junto con la reiteración de algunos protagonistas es probable que la diversidad de la mayoría de los personajes aluda, quizás inconscientemente, a las incontables veces que Eckell tuvo que reinventarse. Incómoda con el rol que le asignaba su familia, cuando niña se dedicó a ensoñar muchos papeles más. Después, hubo tantos quiebres como muertes y resurrecciones.


“En los actores de las últimas obras cada uno ve y deposita lo que quiere. Es asombrosa la cantidad de interpretaciones que la gente me devuelve. Hay quienes piensan que las figuras están hablando entre sí, que cada uno cuenta una historia, otros creen que soy yo la que me hago cargo de ellos. Pero me hago la distraída, no armo un hilo. Mi relato no es lineal. En realidad, tampoco los hice con intención alguna, me amparo en eso. Cuando veo a la gente especular acerca del significado de mi obra, me parecen tan ingenuos que me enternecen. En mi caso, cuando trabajo tengo la sensación de estar sumergiéndome en una especie de selva, en un espacio ignoto donde no pretendo tener claro cómo transitar por él ni saber cómo salir, más bien lo más divertido es entregarme a esa ignorancia, al interrogante que encierra el próximo paso. Como ya dije, el azar tiene un lugar relevante en mi obra. Yo no acomodo los papeles sobre la tela, los tiro. Pongo una tela sobre la mesa y según el orden en que están guardados, despliego los papeles para ver dónde tengo que cortarlos a los costados, pero jamás los junto calculando que uno quede más lindo al lado de otro. Es azaroso como lo es la aparición de los protagonistas que, en verdad, tampoco están concebidos como tales, no tienen ese perfil. Con las figuras que sobresalen, que me llaman la atención y que luego pinto, el truco es tratar de controlar lo menos posible. Lo divertido de pintar para mí siempre es la aventura de ingresar a un terreno, a un campo de ensayo donde todo está por suceder. Hacer todo, lo bueno y lo malo sin control, sin anular la profundidad de las pasiones humanas, perdiéndole el miedo a esa misma intensidad en el entendimiento de que no voy a producir ni evitar los desastres por exponerlos a la vista de cualquiera. Lo que aparece en la tela es como un espejo en donde me veo. Pero al mismo tiempo es lo que me permite ver sin perderme en el laberinto del otro, de lo que está ahí, siempre y cuando logre abandonar la conciencia de los límites. La pintura para mí es algo que bulle, que se estructura y se desestructura y en esos baches intermedios aparecen cosas que tienen una esencia clara, un ser definido. Y aunque esto de mis personajes es muy barroco y hay mucha anécdota, no me pierdo en ella. Es una cosa misteriosa, es poder crear un clima en donde se puede entrar, jugar, armar, desarmar, salir, volver a entrar y, sobre todo, armar la propia historia”. Aun cuando Ana se aleja de la obra y la vuelve a ver meses después, puede reconocer momentos o instantes por los que atravesó cuando estaba en medio de la producción, pero también sabe que, una vez terminada, la pintura tiene vida propia. Siempre recuerda cómo, a partir del mordisco de una

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madelaine empapada en té, Marcel Proust devolvió los sabores de su infancia al héroe de En busca del tiempo perdido, desencadenó recuerdos y descripciones minuciosas que revivieron antiguas ansias y ardientes amores. “Cada pintura, cada trabajo está cargado con mi propia vida. No es el resultado de dos horas ni unos días de trabajo. Está muy impregnado de mi cotidiano, de mi experiencia, mis afectos y frustraciones. Tengo memoria pero no soy nostálgica. De alguna manera, soy desapegada y cuando los cuadros se van del taller es como si me hubiera olvidado ya de ellos. Aprendí esto laboriosa y dolorosamente, pero hubo un tiempo en que no era así. Creo que fue un aprendizaje forzoso, por una cuestión de supervivencia. Si me quedo pegada, me asalta la melancolía y no puedo seguir. Creo que en el fondo lo que sirve es esa cosa viva de ir saltando de una experiencia a otra. Estoy convencida de que el trabajo en sí tiene su vida, pero yo siento que no tengo derecho a quedarme en el momento en que lo hice. Es como si me dijera a mí misma que no puedo quedarme en un período que pasó hace veinte años, lo puedo revivir, traer al presente, puedo jugar con él, pero no puedo estacionarme porque es la muerte”. 138

Intuyo el cambio Eckell no tiene prejuicios con la tecnología y la utiliza cuando la necesita. De hecho, en la instalación premiada por un conjunto de críticos internacionales reunidos en Buenos Aires durante las Jornadas de la Crítica en 1994, incluyó cuatro videos realizados por ella artesanalmente porque quería que el espectador accediese a una serie de imágenes distintas. Pero el cambio que está presintiendo actualmente no pasa por variar de medio. “Me gusta hacer instalaciones de cuando en cuando pero si tuviese que vivir haciéndolas me agotaría; lo mismo me pasa con la escultura. Muchas veces tengo imágenes ligadas con la escultura, pero sólo de pensarlas me canso. Con los objetos igual, tengo bastantes formas tridimensionales en la cabeza pero todavía no llegué al momento de tener recursos y paz como para hacerlas. Es por esa velocidad mental, se me atropellan los pensamientos. Como otras cosas que tengo en mente y que voy a hacer en algún momento, éstas requieren de una construcción más racional, un manejo distinto de la materia. No aludo a estrecheces económicas porque yo soy un kamikaze total, hago lo que quiero y después veo. Si no, no hubiera hecho


nada en mi vida. Soy muy cabeza dura, creo que cuando uno está jugado a un propósito todo confluye para que eso sea posible”. No le gustan las cajas ni los estantes y por eso tampoco quiere que confinen su obra en compartimiento alguno. Las mujeres aladas o los hombrespájaro que pinta hablan de una autonomía irrestricta. Pero la libertad de la artista no surgió de la nada, se la ganó. Fue un camino arduo que no está dispuesta a volver a andar. Por eso, cuando pinta las cajitas, desde donde saltan o se esconden sus personajes, lo hace para exorcizar el encierro. “Entiendo que todo tiene que ser nombrado, ordenado y organizado”, dice pero no quiere que nadie la acote, que no la encierren. “Creo que todos, todo el tiempo contamos nuestras experiencias. Y aunque sigo escribiendo y anotando, tengo otra dinámica hoy distinta de la que muestran los papeles de años anteriores que expuse últimamente en el Museo. Sigo garabateando pero siento que se está anunciando una fractura, que estoy por hacer otras cosas. Me divierte muchísimo lo que hago pero también tengo la sensación de que es el comienzo de otra historia que no sé cuál es. Es una pulsión, un deseo, una cosa que aparece. A veces sé, tiene nombre y apellido. Me cae la ficha y sé qué quiero hacer. Como me sucedió en el 91, cuando quise hacer telas con un fondo blanco, prolijamente blanco y sobre eso dibujar con negro. A veces, como entonces, intuyo lo que está por ocurrir y hasta podría describir la ficha con las imágenes. Ahora sé que quiero cambiar. Aunque a veces salto al vacío, por lo general voy haciendo siempre un paso por vez. Me parece que voy a ir dejando los papeles y voy a transferir imágenes a la tela directamente. Claro que primero tengo que experimentar para decidir si proyectar, imprimir o transferir. Sé que pronto haré todo eso y después veré cómo sigo. Pero lejos de desestabilizarme, todos estos movimientos anticipatorios se incluyen en la felicidad que siento por mi trabajo. Es un éxtasis, el mismo que siento también en algunos puntos álgidos de mi vida. En todo momento que mantengo un intercambio personal siento este éxtasis. Por ejemplo, con los alumnos siento que armo un clima y una cosa donde funciona una armonía y una precisión que me hacen absolutamente feliz. En los vínculos puramente afectivos también me ocurre, son momentos especiales. No es que viva en éxtasis o que todos los días a la hora de tomar café sienta esa felicidad tan especial, pero trabajo mucho para sacar de mi cabeza lo accesorio, para tener un clima lo más limpio posible. Después de una vida bastante tumultuosa, me he sacado las zonas oscuras, conflictivas. Puede parecer contradictorio, pero durante la dictadura sentía alivio con mi pin-

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tura, aunque estaba tratando algo extremadamente doloroso. Estoy convencida de que hay ciertas cosas que debemos elaborar porque así las podemos superar de algún modo. No sé si eso es lo que hice, pero se acercaba bastante a esa idea”. Cuando están reunidas y expuestas en el mismo ámbito, las obras de Eckell pueden parecer abrumadoras por la buscada redundancia que exhiben. Obsesiva y detalladamente, Ana pinta la vida. Sus personajes están en perpetuo movimiento. ¿La incesante actividad es un antídoto frente a la muerte?

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“Tengo buenos vínculos con la muerte. No existe. Bueno, claro que sí existe. Una planta, como una persona, tiene su ciclo. Nace, se desarrolla y muere. Pero yo creo que todo continúa. No soy de los que creen que al morir sobreviene la nada. A mí me cuesta poner en palabras esto que es tan importante. Tengo muy presente que la vida en este mundo es finita. Pero de alguna forma creo que uno sufre porque cuesta la separación de los seres queridos. Pero también tengo la sensación de que la vida es encuentro, de que la vida sigue más allá de los límites de este escenario. No me obsesiono con la idea de mi muerte, primero porque pienso que voy a patalear durante mucho tiempo, voy a ser una vieja dama indigna. Pero además, no me importa si mañana se me cae una maceta en la cabeza, no es algo que me preocupe, lo aceptaría como acepto haber nacido con esta forma, en este país. Más que aceptarlo, yo busqué el lugar del artista y no me arrepiento de nada, estoy bien así. Me siento privilegiada por poseer un pensamiento que atraviesa lo permitido. Y aunque puede resultar soberbio, en realidad todo lo que anhelaba profundamente sin saberlo –como tener buenos vínculos, cierta paz, ser productiva, crecer sin muchos tropiezos– lo he conseguido. Llegué a un punto en el cual puedo empezar otra vida, es como que la anterior se murió. Hay como una necesidad, que creo propia de la vida, de desarrollar las cosas y lo único que es monstruoso es ver cortada esa posibilidad o encontrarse en un espacio donde no hay salida porque la propia estructura trabaja en contra. En este momento me encuentro con una sensación de plenitud y fuerza. No es que considere nada terminado, si no me moriría y me iría a otro lado. Pero siento que no tengo cosas que estén operando en mi contra. Es como si dijera, me hice amiga de mi sombra. Me hice amiga de lo que me parecía imposible de juntar, el blanco y el negro”. Buenos Aires, agosto de 1996.


fernando fazzolari el horror, el horror


Nace en 1949, Buenos Aires, Argentina. Exposiciones individuales: 1971-73: Galería Lirolay, Galería Carmen Waugh, Buenos Aires. 1983-2003: Diez muestras individuales en la Galería Álvaro Castagnino. 19922000: Diez instalaciones en el Museo Nacional de Bellas Artes, Palais de Glace, Centro Cultural Recoleta; escenografías de teatro y ópera. 1987: Proyectos de intervención urbana, instalación pictórico-espacial: La Ballena del Centro Cultural Recoleta, La placita. Exposiciones internacionales: 1984-2004: Bienal de San Pablo; Berlín; El Cairo; Ontario; Montevideo; Caracas; Asunción; Lima; París; Río de Janeiro; Jyvaskyla, Finlandia; Venecia; Marsala; Cali; Nueva York; Washington D.C.; Milán. Premios: Premios Nacionales y Municipales en dibujo y pintura. 1988: Mejor artista del año, Asociación Argentina de Críticos de Arte (AACA). 1991: Premio Acción Docente, AACA. 1993: Experiencias 1993, AACA; Premio Gunther; Selecciones Konex y Miró; Premio Bienal Latinoamericana de Valparaíso. Ediciones: 1985: Plasticool. 1999: La Art-Gentina. 2002: La obra de Emma Huijs, recopilación de la obra de la coleccionista holandesa. 2002: Woodnotes. 2004: Villa Ventana con Romina Freschi. 2004: Petróleo, Flores de Gas con Romina Freschi. Desde el año 2000 edita El

Surmenage de la Muerta. 2001: Premio Clamor Brzeska por El Surmenage de la Muerta. Desde 2002 dirige el sitio www.kulturburg.org junto con F. García Delgado.


Como el Kurtz de Apocalypse Now –la película de Francis Coppola que capturó el sentido de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad– Fernando Fazzolari transita estos tiempos nombrando al horror. Ha visto y ve un estado de horror. Estremecido, conspirativo, murmura: “el horror, el horror”. Peleado, y peleando con el oficio, Fernando sobrelleva estos atormentados días cuestionando todo. Su malestar se traduce en un comprometido silencio. Disparados por el inconformismo, los ruidos de un debate que no cesa se dejan oír por dentro. Alerta y haciendo trabajar el pensamiento, Fazzolari se halla en un territorio de extremos. Ama su tarea y está dolorosamente distanciado de ella. Esto ocurre después de una notable serie de exposiciones de pintura en la década del Ochenta que logró inmediato reconocimiento y repercusión, y de una seguidilla de instalaciones a partir de los años Noventa que movilizó e inquietó a muchos. Su obra reciente es una mezcla descarnada de escenarios fantásticos y consideraciones que asocia con una espeluznante realidad, donde lo simbólico adquiere una importancia sustancial. Se desliza entre los vericuetos de la muerte del deseo, la muerte de lo social, la muerte que viene con la peste, agudizando sus contradicciones y estimulando las del espectador. En un mundo que no reconoce jerarquías, su trabajo es una pesquisa que se empeña en un grotesco indigerible. Presenta la idea de conflicto antes que un ideal de trascendencia. El sentido de su quehacer, de su no hacer, se intuye apocalíptico pero se resiste a las interpretaciones simples. Fernando es un audaz. En estos tiempos, aún insiste en provocar algún tipo de reflexión.

Puerto Madero es mi infancia Aunque está apesadumbrado, a Fernando igual se le nota el humor demoledor que caracteriza a un ser inteligente, sensible y obsesivo. Extrovertido y terco, de chico mostraba la misma determinación que ahora. Sabía que su historia no pasaba por repetir la experiencia de sus mayores. No era demasiado charlatán, quizá porque en el conventillo donde creció prefirió siempre escuchar a su extendida “parentela”. Aprendía de todos. Era curiosísimo y sigue siéndolo. “Nací el 28 de septiembre de 1949 en el Centro Gallego. Me crie en una casona de la calle Bolívar, entre Chile y México, donde viví hasta los 18 años. Los fondos de la casa daban a la antigua Biblioteca Nacional y al local anterior de la SADE [Sociedad

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Argentina de Escritores], lugares que visitaba desde pequeño porque me resultaban mágicos. Mi familia era una especie de gestalt. Fui criado por mi abuela María, a quien le agradezco eternamente, y por dos tías abuelas, una real, Carmen, y otra postiza, María, y por múltiples vecinos que me cuidaban. En otra pieza vivían además mis padres, que estaban todo el día afuera. Mi mamá trabajaba en una fábrica de cigarrillos y mi padre inspeccionaba envases textiles, bolsas, esas cosas para el Ministerio de Comercio. En esa casa también fui informado de los distintos oficios. La presencia de Don López fue fundamental para mi educación sexual. Él me contó que las mujeres no tenían pito. Me enseñó a jugar al truco y a cocinar puchero en una olla y con un calentador a kerosene, a tomar vino en bota y a reconocer las banderas de los barcos. López era estibador y en sus días francos me llevaba a los docks a ver los barcos, los guinches, las máquinas y a caminar por la costanera y Puerto Madero. También estaba Don Luis, que era carpintero y tenía un montón de herramientas fascinantes y un carro para llevar las maderas. Era un mundo donde proliferaban las nacionalidades, idiomas y dialectos, que compartían cocinas y baños, fiestas y enfermedades, el amor y la muerte”. 144

La familia de la madre era gallega y la del padre calabresa, perfecta síntesis de la mayoría porteña. A fines de la Segunda Guerra Mundial y antes del aluvión de provincianos atraídos a la capital por la industrialización, el inquilinato era una pequeña Europa en el exilio con habitantes húngaros, polacos, españoles, italianos. Vivienda de contrastes emotivos y económicos, Fernando se acostumbró temprano a la diversidad que le deparó esa forzosa, incómoda y rica experiencia comunitaria. “Había un alemán que escuchaba ópera, iba a la Bolsa y trataba de enseñarme inglés. Era un tipo que vivía en una pieza repleta de partituras de música. Dormía en un catre e iba diariamente al mercado de San Telmo. Venía con una bolsa llena de verduras y frutas medio podridas que recogía de los desechos y las cocinaba en su pieza, que además estaba llena de cucarachas y pulgas, una radio y una lámpara. Durante los carnavales, la risa borraba acentos, soledades y diferencias. Todos participaban salvo el alemán que claramente se intranquilizaba con todo el bochinche. A todos nos gustaba jugar al agua en carnaval y los baldazos eran impresionantes. Íbamos disfrazados a los bailes de Carnaval que se hacían en el Centro Lucense, en la Avenida del Libertador. Llegar hasta allí era una travesía pero nos divertíamos. Mi abuela cosía y lavaba para afuera y siempre me


cosió todo porque la idea de comprar ropa no existía. Ella me hacía los disfraces con retazos de tela que compraba a un turco en el mercado de San Telmo. Parece mentira, pero la primera vez que me compraron ropa afuera, fue el pantalón y el saco del uniforme del colegio secundario. Antes de eso me habían regalado alguna que otra camisa o pantalón para algún cumpleaños”. Fernando se describe a sí mismo como un multinorma porque es capaz de hacer varias cosas simultáneamente. Además, sus manos poseen una rara habilidad para fabricar y reparar objetos. Cualquiera que haya visitado las casas donde alguna vez ha vivido podrá ver muebles, paredes, aparatos, pisos, bibliotecas testigos de su destreza. No exagera demasiado entonces cuando dice que, como su abuelo y sus tíos por parte del padre eran sastres, en algún momento también aprendió a cortar, coser botones, hacer ojales, surfilar. “Mi tía Carmen era maravillosa y trabajaba en la sección Traumatología del Hospital Rawson. A veces yo iba con ella al hospital y ahí aprendí todo lo que conozco de medicina y esas cosas. La veía hacer yesos, armar prótesis para la gente, inventar aparatos, se daba maña para todo. De ella aprendí todo lo manual, carpintería, electricidad, albañilería y el cuidado de los que padecen. En casa hacíamos todo nosotros y Carmen era de alguna manera la encargada de las reparaciones de todo tipo, biológicas y constructivas”. Según sus orígenes y circunstancias, cada uno de los habitantes de la casona parece haber dejado una duradera impresión en el imaginativo niño que era Fernando. Según recuerda, su familia directa también estaba repleta de inquietudes. El cruce del Atlántico pudo haber borrado tradiciones y haber sembrado algunas ilusiones. “Amaba el espíritu de esa gente curiosa que poseía cierta forma de conocimiento más allá de los libros. Porque en mi casa no había muchos libros. El otro día encontré en una librería de viejo de la Avenida de Mayo un montón de folletines. Eran de la serie La novela semanal, unos textos de alrededor de veinte páginas en donde hasta encontré la de ‘aquella costurerita que dio el mal paso’. Me puse a leerlos y eran como los extractos de novelas con cortes muy abruptos. En uno de estos folletines apareció un reclame de la Enciclopedia Contable del Dr. Floriani que promovía el registro de la partida doble en forma gráfica, un sistema de contabilidad. Me acordé de que en casa estaba esa enciclopedia del Dr. Floriani, había

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algunos libros así de dispersos, como el teatro de Eugene O’Neill, algunas novelas de Hugo Wast, otras de Oscar Wilde. Digamos, toda la biblioteca entraba en un estante colocado sobre una puerta que sellaba dos habitaciones. Teníamos un diccionario con algunas láminas de pintura clásica, ésa era toda la fuente de mi saber leído. De todo el elenco de personajes extraños pero cotidianos con los que pasaba mis días, ninguno dibujaba. Los primeros borroneos son del jardín de infantes adonde iba. Era una especie de guardería regenteada por unas monjas que todavía está en Paseo Colón y Venezuela. Empecé a dibujar y pintar héroes de historietas cuando ya iba a la primaria. No me queda ningún dibujo de aquella época. Dibujaba muy bien y en la escuela siempre decían que mis pinturas las hacía otro. Pero lo más lindo era cuando me enfermaba y me quedaba una semana dibujando con lápiz en la parte de atrás de las hojas que traía mi padre del trabajo. Como siempre fui muy buen alumno, con ganas de estudiar, mi pasaje al secundario estaba asegurado. Yo no decidí nada porque los chicos entonces no debatían. Mis padres me dijeron que iba a estudiar comercial porque así por lo menos iba a tener trabajo y, supongo que por sugerencia de alguien, terminé con una beca en el [Escuela Superior de Comercio] Carlos Pellegrini mientras mis dos amigos más queridos fueron al Colegio Nacional de Buenos Aires. Yo quería ir allí pero a mí no me dejaron”. Cuando terminó el colegio secundario, ingresó a la Universidad de Buenos Aires, primero para estudiar licenciatura en Economía y luego Sociología, en Filosofía y Letras. No se había puesto el primer par de anteojos cuando ya casi se recibía de economista a los veintidós años.

No se salvó ningún dibujo Los colores son fuertes, los trazos algo torpes pero vigorosos, el ímpetu adolescente es evidente. ¿O es rabia lo que se percibe en dos de los dibujos hechos cuando Fazzolari tenía alrededor de dieciocho años y que todavía conserva por milagro? Fueron rescatados de atrás de un ropero, cuando pudo sobreponerse a la destrucción de toda su primera “obra”. “Cuando alrededor de los dieciséis años me puse a pintar, enseguida me di cuenta de que eso era lo que más me gustaba hacer. Pintaba en un cuarto que quedó libre por la muerte de una vecina. Estoy casi seguro de que usaba témpera sobre papel y cartón. Sin darme cuen-


ta, empecé a pintar a los vecinos. Eran unos monstruos. A las mujeres les hice unas aberturas enormes que les llegaban hasta el ombligo, bocas grandes con unas lenguas flamígeras y unos ojos terribles. Los hombres eran escuálidos, con piquitos en vez de boca. Eran seres famélicos con miradas perdidas, serviles. Por contraste, las mujeres eran feroces. A mí me criaron las mujeres, las que ocupaban el mando, tomaban las decisiones y cortaban el pito y el bacalao. En mi ingenuidad, había empapelado las altas paredes de mi cuarto con mis pinturas. La pieza era chiquita y no tenía llave, se cerraba con unos postigones y cualquiera que se asomase podía verlas. Evidentemente alguien anduvo husmeando porque un día cuando volví de la calle me encontré con las paredes desnudas. No estaban más, me las habían quemado. ¿Quién? Nunca supe, Fuenteovejuna lo hizo. Decían que yo estaba loco”. Así como nada en su conducta previa lo alertó sobre la rebeldía y la furia que brotó cuando se largó a pintar, tampoco conocía la alegría que la pintura le habría de suscitar. Maravillado por la reacción de los vecinos, míticos personajes de su infancia, pero a su vez lleno de bronca, Fernando empezó a pensar cómo irse de la casa y cómo seguir por el excitante camino recién descubierto. “La primera vez que vi algo que se podría llamar arte fue en ese diccionario de casa y en el colegio, que también me proporcionó una interesante formación musical, literaria e intelectual. Hacíamos teatro, siempre me gustó el teatro. Después vino el [Instituto] Di Tella. Ni siquiera participé de la discusión del Di Tella, era un chiquilín que iba allí entusiasmado y me llenaba la cabeza con las cosas que veía. No fui a una escuela de arte. La mía, además, era una obra clandestina. No se la mostraba a nadie ya que mis compañeros no venían a casa porque a mí me daba vergüenza. Después de la quema de mis pinturas, averigüé y decidí estudiar con Jorge Demirjián. Con él duré tres meses, me echó del taller. En realidad, yo le complicaba el taller. La gente era muy ordenada y yo venía con grandes carteles a pintar monstruos mientras él indicaba la aproximación a alguna naturaleza muerta. De todos modos siempre digo que estudié con Demirjián”. Al poco tiempo del incidente de la incineración, Fazzolari se fue de su casa con algunas pocas cosas en una valija, decidido a comprar un departamento a pagar. Herido, pero en el fondo orgulloso por no pasar inadvertido, se volcó resueltamente al quehacer que lo había enfrentado con el mundo de su infancia.

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Él nunca se dedicó a una sola cosa. Quizá porque la unidad familiar era dispersa, desde el principio sus intereses fueron múltiples e infinitos. No se puede afirmar tajantemente que sus inquietudes sociales surgieron a partir de una crisis individual pero sí es factible arriesgar que ambas instancias estuvieron enfatizadas desde muy temprano en su pintura. Las figuras exageradas, gestos exaltados, paisajes exuberantes buscaban desmontar las representaciones culturales banales y las ideologías políticas predominantes. “Al mismo tiempo que estudio, trabajo y pinto. Un par de años después de irme a vivir sólo hice mi primera muestra en [la galería] Lirolay. Me fue muy bien, me sacaron críticas y todo. Me presenté en varios salones como el de pintura de la Sociedad Hebraica Argentina para pintores jóvenes en 1971, en el Salón Nacional y el Municipal, en 1973 y gané varios premios. Después participé con entusiasmo en varias colectivas. A Ernesto Deira, que era asesor de Carmen Waugh, le gustaban mucho las cosas que yo hacía y me estimuló siempre. Fue así como la galería Carmen Waugh, que en aquel momento era una fiesta, me invitó a hacer otra individual en agosto del 73. Después se acabó todo. Dejé de pintar durante diez años”. 148

La efervescencia del año del triunfo presidencial y caída de Héctor J. Cámpora se coló por todos lados, tanto como la intranquilidad y violencia que se propagó en la sociedad a una velocidad increíble. “Me pasaron varias cosas simultáneamente. El para mí desmesurado reconocimiento a mi trabajo me hizo pensar que estaban todos dementes y dejé de pintar. No me gustaba nada de lo que estaba sucediendo en la pintura durante los años Setenta. Recuerdo esa época como un momento en que todo el mundo estaba buscando una imagen para después convertirla casi en un isotipo. Todos enganchaban una película y de ahí, por ejemplo, salían miles de cuadros, variaciones sobre un mismo tema. En otro ámbito, había una demanda de un arte representativo de las cuestiones sociales. Yo sentía que los compañeros de militancia pedían algo así. Pero yo quería hacer terrorismo cultural, nada que ver con la propaganda partidaria. En los años que suspendí la pintura me dediqué a la militancia, terminé la facultad y consolidé la relación que tenía con Hebe Serebrisky, que murió meses después de separarnos en 1984, luego de casi quince años de vivir juntos”.


Yo soy mi fundación Cuando Fernando retoma la pintura y comienza a exponer nuevamente a partir de 1983, su trabajo neoexpresionista es saludado enérgicamente por críticos y colegas. Es que su obra deviene crucial en el debate acerca del bien y el mal que, tarde o temprano, la sociedad debía –¿quería?– enfrentar después de la última dictadura militar (1976-1983). En sucesivas muestras, el desbordante trabajo alude al hambre, la memoria, los mitos, las muertes, los duelos. También remite a la vida, al juego, al conocimiento pero, de hecho, el artista no representa lo que ve sino la experiencia de esa mirada. “Mi renovada inserción en el medio artístico de entonces es acompañada por una serie de muestras bien consideradas aquí y en el exterior. Con la democracia, renacen las expresiones culturales y se inauguran espacios. Las convocatorias se suceden. Después de nueve o diez años de contención, en los primeros tiempos integro muestras colectivas, me presento a varios premios –y gano algunos de ellos– como el Günther, Marcolla, la Bienal de Valparaíso, la Bienal Latinoamericana sobre papel. Recibo tres distinciones otorgadas por la Asociación Argentina de Críticos de Arte”. 149

Durante este tiempo en el que despliega una encendida actividad en torno al arte y hasta estos días en que está casi apartado del circuito artístico por decisión propia, Fazzolari nunca abandonó la tarea rentada en una consultora de ingeniería. Entre la incertidumbre por el sentido de su producción y la interrogación por el futuro convive con una pregunta que le suelen hacer los demás y que a menudo se hace a sí mismo. ¿Tendría que haber abandonado todo para dedicarse excluyentemente al arte cuando su nombre y su obra circulaban –aunque no comercialmente– con inusitado respeto? Cierta melancolía se asoma cuando ensaya una respuesta. “Pensado retrospectivamente, tal vez sí, tendría que haber largado todo, quizás no lo hice por cobardía. Pero no sé, hoy tengo cinco hijos y en aquel momento tenía que mantener a cuatro personas además de a mí mismo. Yo tenía a mi madre, mi abuela y mis tías Carmen y María a mi cargo. ¿De qué iban a vivir si no tenían ni casa? Tuve que dedicarme a sostenerlas económicamente. Les compré una casa y con el tiempo tuve que poner a alguien que las cuidara. Por más que eran autosuficientes en montones de otras cosas, tuve que proveer atención para las cuatro. Jamás pidieron demasiado pero yo debía sobrellevar solo la situación. ¿Las iba a mantener con las pinturas que jamás vendí? Toda mi vida fue trabajar. Siempre


creí que la pintura no era trabajar, la entendí siempre como pensamiento, interrogación, como un hecho de la expresión y una zona del saber. No me atrae la posibilidad de percibirla como trabajo. Yo veo gente que trabaja alrededor de la obra y merece mi respeto. Pero yo no sé vender cuadros. Veo que el mismo tiempo que utilizo trabajando en otra cosa otros lo destinan a dar clases. Eso también es trabajo, y no sé si es trabajo creativo, a veces sí. A mí me encanta dar seminarios, cosas puntuales ¿pero todos los días? Tampoco me quiero dedicar a las relaciones públicas, no sé hacerlo, no quiero hacerlo. Me da cosa, no entiendo, me aburro, no me gusta, me parece que es perder el tiempo, que es fatuo, que dejo de ser yo. Entonces el dinero lo consigo trabajando. Y mi trabajo, mi espacio mental para la pintura es el de mi taller, el de la reflexión. Pensar. Y bueno, ésa es mi libertad. Me financio con mi trabajo, yo soy mi fundación”.

El arte como interrogación

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A Fernando lo asalta la tristeza cuando recuerda la década del Setenta. Siente que hubo demasiados sueños y amigos perdidos. “Fueron épocas muy raras y duras, con mucha muerte y tanta pena”. Como consecuencia, dice, desde entonces se frustró la comunicación y esto se nota todos los días. No le echa la culpa a la falta de tiempo, sino a que nadie quiere escuchar al otro y –lo que es peor– a que pocos tienen algo valioso para decir. “Durante aquellos años tenía proyectos que no llegaba a completar. Anotaba mis ideas en papelitos que luego perdía. En un momento tuve ganas de volver a pintar y me encontré con que muchos se seguían repitiendo. La interrogación estaba ausente. Retomé la pintura con fuerza en 1983 después de atravesar esa época tan capsular en donde vivimos encerrados, sin vínculos. Necesité ponerme a salvo de nuevo. A comienzos de la década del Ochenta reencontré a Alfredo Saavedra y Diana Dowek, compañeros de algunas muestras y protestas de los Setenta. Diana en aquel momento daba clases y me sumé a su taller de la calle Reconquista”. Ahora se ríe y se excede al contar que trabajó cerca de un año para volver a saber cómo tomar un pincel. Los años que negó el oficio y que se impuso pesadas restricciones no fueron gratuitos. Más tarde, ensayó la modestia y se desafió a sí mismo en la búsqueda de un perfil narrativo. En un ejercicio de memoria y anticipación, en su primera muestra de la primavera democrática puso a la barbarie en primer plano.


“Diana trataba de ordenarme. Por supuesto, que yo hacía lo que quería, como en lo de Demirjián, pero como somos amigos lo pasé bárbaro. En casa tenía una terracita techada, armé allí un pequeño taller y me puse a trabajar. Algunos amigos se entusiasmaron con mis pinturas e insistieron para que Álvaro Castagnino las viera. Cuando vino, me prometió una muestra en su galería a los dos meses. Empecé a mostrar y me sucedió la magia de la primera vez. A instancias de Álvaro y con bastante timidez, me contacté con Horacio Safons para pedirle que viese la pintura y escribiera el catálogo. El texto era muy bueno y precedió a la muestra que inauguré en septiembre de 1983. Era una reseña visual de la antropofagia, mostraba cómo nos estábamos comiendo los unos a los otros, haciendo desaparecer el ser del otro. Cuando digo que fue mágico, es verdad. No tuve que golpear puertas para entrar en una buena galería. Eso de tocar timbre me faltó en la vida. Nunca lo hice, tampoco con la crítica. En esta ocasión, nuevamente, se suceden las muestras en galerías de primer nivel y reseñas maravillosas como las de Bengt Oldenburg, Carlos Espartaco, Miguel Briante, Jorge Glusberg. Esto coincide con la movida de la ‘nueva imagen’ y quedo incluido en medio de esos Ochenta tan fructíferos y febriles”. Fernando emergió de su ostracismo con una pintura de inclusión, repleta de citas imbuidas de misteriosos significados personales. La acumulación de recuerdos pobló de atributos emocionales las entonces escenográficas pinturas de las series “Estigia divina manía”, “La baba rosa”, “Historia de una pasión”. La arena del circo, los juguetes infantiles, cierta ironía, las luces de una vigilia, el sexo voluptuoso, la música del alma, las escaleras ¿conjeturan acerca de la fragilidad y los límites de la ilusión? La profusión de signos y la contundencia de los colores parecen oscurecer las motivaciones inconscientes mientras que la sencillez de sus trazos, las poses y los gestos de las figuras ¿autorizan a descifrar la idea que les dio vida? “Las muestras son el relato de una reflexión. Ese trabajo es la síntesis de un pensamiento. Me puedo interesar por la geología, la medicina, la oceanografía, la botánica, la física o la filosofía no tengo un orden ni tampoco una influencia que provenga de una sola dirección. Quizá, como el personaje de Megafón, en Megafón o la guerra, de Leopoldo Marechal, estoy convencido de que el pensamiento debe ser específico y horizontal, propio y conectivo. Un punto y siempre una red, me interesa esa interrelación. Megafón tuvo una

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formación inorgánica, leía de esto y del otro, cuestiones inútiles, cosas buenas, folletines, libros serios. Mi lectura con el tiempo se fue armando sin orden, me entusiasma la psicología, los problemas del hombre actual –ya no sé si llamar a eso filosofía o sociología o fenomenología del espíritu, semiótica, comunicación, medios, antropología, arqueología, ciencias biológicas. Con el teatro, lo mismo. Me encantan todos los procesos de resurrección de situaciones. Muchos trabajos míos están hechos con técnicas del campo actoral. La pintura era un armado permanente de escenas. Podía reconocer, ubicar y reinstalarme en el lugar donde estaban sucediendo las cosas. Mi propia historia pasaba por esa situación. Mi obra es un proceso de resurrección y pensamiento”. Antes de comenzar con las instalaciones, en los últimos años Fazzolari realizó cuatro o cinco poderosas muestras bienvenidas por la crítica. “Historia de una pasión” y “En el nombre del padre” fueron dos series estupendas que, con una mezcla de recursos y lenguajes, reinterpretan temas que se hunden en los orígenes de la humanidad, multiplicando sus significados en una singular y ardua travesía. 152

“No me planteaba las series como tales pero de golpe aparecía el desarrollo de un argumento que crecía en una cuarentena de obras. Con una selección de formas de representación, ‘Historia de una pasión’ es mi interpretación de la pasión cristiana, tan abarcativa que no quedan sentimientos excluidos. Con ‘En el nombre del padre’ me sucedió lo mismo. Ese momento coincidió con el nacimiento de mi hijo Franco. Mi reflexión acerca de la cuestión del padre resultó una búsqueda esquiva y difícil. Me suscitó tantas representaciones que hice dos muestras simultáneas, en Castagnino y en el espacio de arte de Harrods”. Excesivas y provocativas, las pinturas encierran turbadoras afirmaciones, hablan de la soledad, del amor y su contrapartida, conjuran la ansiedad del fin de siglo. Invocan ¿en vano? el “nombre del padre” y cuestionan la existencia de Dios pero no como enigma religioso sino como parámetro de la presencia del cielo y del infierno. Fernando era el niño que en el catálogo escribía: “No sé si existe alguna poética de la ausencia que implique con precisión el sentimiento de lo desconocido”.


No lo sabía pero con esas dos muestras de pintura y con la concurrente “En la sombra del mal”, una instalación en la Fundación Banco Patricios, en septiembre de 1991, concluían para él nueve eufóricos años. Siempre crítico, ahora dice que volvería a rehacer muchas de las pinturas de los Ochenta. Se queja de la enorme cantidad de obra “espantosa”, producto de la aceleración y urgencia que sentía. La apertura de nuevos espacios de exhibición a los que era invitado también impuso un ritmo de producción no siempre buscado. “Las obras que más me satisfacen del pasado son aquellas en las me tomé el tiempo para reflexionar. Aquellas en las que pude sentir el ambiente y cada uno de esos personajes, trasponer la tela con mi sentimiento, con mi alma, con mi cuerpo. En algunas eso se dio y en otras, no. Las pinturas que no han sido atravesadas por mi alma, hoy me parecen totalmente desangeladas. Las volvería a pintar porque poseen el germen de una buena obra o idea que puede llegar a ser reelaborada, reescrita”.

Estoy peleado con el oficio 153

Fazzolari tiene una relación especial con la Avenida de Mayo y no sólo porque en algún momento vivió en el corazón de la hispanidad porteña. Ama demorarse en sus bares –algunos todavía quedan–, aprecia los árboles y la arquitectura armónica del tradicional paseo. Su inmenso taller, casi en la esquina de Salta, está alojado en un recuperado edificio de principios de siglo. “Cuando vivía solo, me gustaba tener juntos el taller y la casa. Ahora mi taller es acá. Yo sé que es un espacio espléndido, pero hoy me deprime bastante y no vengo seguido. Me provoca rechazo, no lo soporto. No quiero estar acá, huyo. Quizá sea un tema de este año 96 durante el cual no hice demasiadas cosas porque estoy peleado con el oficio. ¿Por qué? Tengo que encontrarle la vuelta para que me gratifique, si no habitualmente pintar me provoca trabajo, mal humor. Como me da bronca ver todas mis obras aquí, las escondí para no tenerlas a la vista. En otros momentos tuve sentimientos distintos. El taller era un lugar de reflexión, de exposición, donde vivía el cuerpo de la pintura, donde yo disponía del tiempo y de la ilusión. Por ahí, estoy medio desilusionado, no de la pintura, sino de la ilusión. Era un sitio de mucho placer y a veces, de pena también, de conocimiento. Poseía un ánimo de comunicar pero hoy no, estoy muy resentido”.


Si –como dice Achille Bonito Oliva– el arte es la posibilidad del otro, de lo distinto, Fernando es pesimista. Sólo ve un regreso a los Setenta y a la uniformidad con la producción de un arte decorativo –“de hotel, de oficina”– sin cuestionamiento alguno. Ante la angustia que le provoca lo que percibe como la banalización del arte, él se interna en lo terrible y lo grotesco del comportamiento humano.

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“Observo con dolor la no detención, la saturación, va, pasa, no registra. ¿Dónde quedó el compromiso de pensar, la responsabilidad del artista como avisador? Posiblemente lo que digo suena hasta mesiánico, digamos paranoico como contrapartida, pero cuando –en una instalación– encierro a los chiquilines dentro de jaulas enterrando juguetes, pienso en mis hijos. La interrogación ante el futuro me tiene totalmente loco. ¿Qué les digo a mis hijos? Si cualquier cosa que les diga es anacrónica para el mundo que les tocará vivir. Con la velocidad de este tiempo ¿dónde está el deseo, dónde la capacidad del hombre de conectarse consigo mismo, con los demás? Cada día estamos más mediatizados. Los medios de comunicación nos dicen cuál es nuestro problema, cuál la solución. Después vienen los encuestadores a medir si los medios comunicaron bien, si nosotros tenemos en realidad conciencia del problema y cuál es la respuesta que el poder quiere. Estamos en una sociedad que cada día está creando mayor cantidad de discapacitados con aspecto físico normal, pero discapacitados de deseo, de sentir, de amar, de conectarse. Estamos volviendo otra vez a un estado capsular. El hombre hoy sigue a rajatabla los mandatos de esta institución misteriosa que es el mercado y todos los poderes están alrededor del mercado. ¿Dónde está el hombre?” El trabajo de estos años informa descarnadamente acerca de este punto de vista. La intención de Fernando es confrontar, sacudir a los espectadores con instantes que la mayoría prefiere sepultar. La obra se inscribe como demanda antes que prédica. Está impregnada de dolor y decepción. “Si tengo oportunidad de hacer las cosas que deseo, sigo adelante. Pero en este momento, lo que me provoca es un arte de lo fatal y hasta si se quiere, de lo morboso, como un arte mortuorio. Sigo pensando cosas pero una peor que la anterior y creo que debo decirlo. Estoy tomando envión para animarme y no puede ser que me suceda como en la última muestra, que la primera reacción del propio galerista fue de rechazo. ¿Qué es esto que me trajiste?, me dijo espantado”.


“Todo silencio”, estaba a mitad de camino entre el afiche, la pintura, la instalación. Dedicada a la artista Liliana Maresca, que murió hace dos años de sida, ciertamente trabajaba fantasías que dejaron perplejos a muchos. También hubo intolerantes, pero la gente se movilizó, reaccionó. ¿Qué le pasa a Fazzolari, está loco, está enfermo, tiene problemas?, dijeron. Todo un éxito. “La muestra de [la galería] Filo no le gustó a nadie. Sé que hubo gente descompuesta, que se sintió mal. Tampoco tuve respuesta de la crítica. Tal vez no tenga derecho a exigirlo pero al producir un fenómeno artístico esperaba que otro campo intelectual acompañara o discutiese. Sentí una soledad intelectual muy grande”. A veces Fernando se deprime más de lo habitual y cuestiona radicalmente el valor artístico de su obra. Pero son más las ocasiones en las que insiste en que el clima político es el que deja al artista absolutamente fuera de todo programa. Compara la actualidad, donde campea la falta de respeto y una locura rematadora, con la de hace dos décadas, cuando se hipotecó al país y se “re-mató” gente. “Estamos en el canibalismo, en la destrucción de las sociedades intermedias, en el cerrar la puerta. ¿Cómo rearmar esa estructura social, humana en la cual el arte se encuentre involucrado también? El artista tiene una tarea que hacer, un decir, un pensar. Mi arte no tiene la estructura de un proyecto exitoso. Yo quisiera que lo fuera sin tener que hacer yo ningún esfuerzo especial, aparte de pintar. Pero ya eso no funciona más –llamo exitoso a ser reconocido, poder vivir de esto, desarrollar la obra, hacerla circular–, es preciso un seguimiento personal para posicionar el trabajo como cualquier producto, hacer marketing. Así se mueve el mundo del arte acá, en Europa o en cualquier lado. Si de esto depende el futuro de mi obra, mi obra está muerta pero espero que pueda sostener vivo mi pensamiento”. Sigue pensando. Se entusiasma, se le ilumina la cara cuando dice que le encantaría pintar mujeres. Quizás porque está verdaderamente enamorado de su mujer Ana, la madre de sus hijos Franco, Magdalena y Guadalupe y de Catriel y Federico. Son los ratos en que desplaza sus cavilaciones y pesares y se permite saborear las cosas buenas de su vida.

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Horror oh mi niño, Horror oh mi sol Con las instalaciones, Fernando se agencia momentos de felicidad que la pintura ahora le niega. No siempre fue así, en otros tiempos bailaba con la pintura. Encendía la música y la energía estaba en el baile, en la cabeza, en la pintura. Las instalaciones tienen otra escala, requieren otra actitud física y emocional totalmente distintas.

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“La pintura tiene un tiempo. Se hace una obra, otra, uno va pensando, los materiales obligan a esperar. La potencia de la instalación es maravillosa. Primero proyecto la obra, luego armo la escena, diseño los distintos actores que compondrán la instalación: objetos, fenómenos. Elaboro una idea, preciso qué elementos participan e indago en el significado y en la razón de cada objeto que coloco. Por ejemplo, en ‘Todo saber’, cada cubo de vidrio estaba infinitamente descripto. En el terrario V el pintor pinta el granado ígneo descalzo. Porque Moisés escuchó: ‘Moisés, quítate las sandalias de tus pies porque la tierra que pisas santa es’. Los dibujos, el diagrama, el listado de elementos están en el papel. Eso es todo mi proyecto, una instalación es como un libro. Cuando estoy haciendo una instalación me siento como una especie de McGiver [el héroe de la historieta televisiva], un señor que resuelve todas las cosas con un cortaplumas. Suelo llegar al lugar –Museo Nacional de Bellas Artes, Palais de Glace, Centro Cultural Recoleta– como si fuera un hipercarpintero, mecánico, soldador con un montón de herramientas. Feliz, me pongo a trabajar. Las instalaciones son efímeras, uno las hace y después las tira. Un video, unas fotos y a otra cosa. Tal vez sea más justo esto que conservar obra que va a desaparecer por alguna forma de corrosión”. No parece ser casual que la trama de las instalaciones se incline hacia la infancia. ¿Será porque sus hijos menores nacieron en los últimos cuatro años? La niñez de Fernando no fue un picnic. Como un río, se abrió a una sucesión de acontecimientos increíbles. Los pequeños de sus instalaciones se dejan ver sufriendo. ¿Cuánto hay de autobiográfico en esto? “Creo que todas las obras terminan siendo autobiográficas. Con la obra estoy estructurando una biografía y reviviendo una vida. Por ahora el que reencarna soy yo, creo que los chicos son inocentes, el mío sería en todo caso un sufrimiento a priori. La preocupación sustancial es el futuro. ¿De dónde se aprende? ¿Es posible algún saber, algún aprendizaje? ¿De qué se aprende, cómo, cuál es la ética sobre


la cual podemos afirmar una vida? Hasta ahora sólo pude contestarme que la muerte es ética porque ante su misterioso instante sólo cuento con el balance permanente de lo hecho y no tengo oportunidad alguna de perfeccionar el pasado”. En “Todo saber”, Fazzolari imaginó un aula donde seis alumnos enfrentan una lápida-pizarra con una inscripción dirigida a los amigos del exilio interno, externo: “Podría decirse que, en última instancia, toda cultura es memoria reconstruida, reciclada y nuevamente significada... Memoria, ser memoria, devenir memoria: la vida”. Cada alumno está sentado frente a un banco-mesa en donde se apoya un terrario, un cubo de vidrio que contiene una escena de un pintor realizando su obra y que el niño reproduce a su vez en un papel. A los chicos les crecieron vidrios en la espalda: ¿por el dolor de saber o por el gozo y la posibilidad de convertirse en ángeles? “Con nuestra decisión de mirar para el costado pienso que nos estamos comiendo el futuro y el deseo de nuestros hijos en un banquete fastuoso, magnífico, real. Así lo puse en ‘El deseo no se come’. En el plato estaban servidos los sexos de los chicos, cocidos a la parrilla porque debían tener algún color local. Mientras comemos el deseo de nuestros hijos –simbólicamente castrados– alrededor de nosotros flotan cadáveres. Éste es un país que está lleno de cadáveres insepultos. Me refiero a los desaparecidos, a todas las otras víctimas de la prepotencia, la indiferencia, la intolerancia, la impudicia, la impunidad y la soberbia. ¿Esos chicos tendrán posibilidades de tener un deseo? ¿Será de ellos o un producto de la comunicación? Quise mostrar cómo se está instituyendo en la gente un deseo preestablecido y cómo los márgenes de libertad son cada vez menores. El mío es un arte del deseo, del horror y la poesía”. Después de instalar la inseguridad y discutir el desplazamiento del sentido, de utilizar la niñez como tema emergente y con la catástrofe a la vuelta de la esquina, Fernando se sumergió en la instalación “El sueño del pintor”. “Es un sueño ridículo. Yo puse una nubecita de algodón con forma de artista durmiendo en una cárcel. El pintor está pensando en un cuadro de oro. Pobre, el marco dorado no tiene nada adentro. Él sueña. Lo encerré detrás de unos barrotes. ¿Será éste el caso?” Así como él desconfía de la realidad, es indispensable que el espectador desconfíe del artista. En una primera mirada, el “sueño del pintor” apa-

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rece como demasiado elemental pero, como un surfista en la Internet, es preciso armar la red propia de asociaciones, inevitablemente sin fin. Aunque no es evidente, Fernando ofrece una sola certeza: goza produciendo. “Tengo un placer enorme pintando, haciendo instalaciones, tomando el pensamiento como un trabajo. A mí me molestan las cosas ajenas a eso. Aun el arte del horror me produce placer: poder nombrarlo, reproducirlo, exponerlo, traerlo y meterlo dentro de mí. Poder contarlo, tengo esa obligación”.

La verdad está en otra parte

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“Para mí el arte terminó siendo una forma casi religiosa –por más que ya no lo sea– y en esa religiosidad está mi sentimiento transformado en relato, la mirada como testigo, la verdad de la exposición, la capacidad de poder transmitir. A propósito de las reacciones frente a mi muestra ‘Todo silencio’, que en otro sentido es ‘toda ceguera’, mi malestar se relaciona con el cansancio de vivir en una sociedad pasatista en donde no hay detención. Las barbaridades más grandes pasan de un día para otro y se olvidan, sin más. Es como estar viviendo en una lata de thinner, uno cae y se diluye, un pensamiento, un problema, un crimen, una gloria caen y se diluyen. En la Argentina no hay retención, no hay historia, no hay texto, no hay. ¡Ay! En otros lugares las cosas están sucediendo bajo el mismo imperio de la velocidad, de lo mediático, de la cosa efímera, inmediata. Pero en algún lugar, alguien para la pelota y rescata cada uno de esos momentos y va construyendo razonablemente una historia. Estamos viviendo en un tiempo ahistórico –no sé tampoco si existe la posibilidad de que haya un tiempo histórico– donde no hay un registro, selección. Todo desaparece, es evanescente, es champagne, burbuja, todo sublima. Falta la ética. Tiempo atrás, se me grabó en el alma una pequeña frase cantada de una obra de Emeterio Cerro. Decía: ‘está en otra parte’. La verdad siempre está en otra parte porque al arribar a una forma de conocimiento, no se puede asir. Aparece la duda y aparecen cuestiones por otro lado. Pero acá todo está en otra parte y es inestable. Existe una movilidad absoluta y permanente. Lo que es más grave, todo se banaliza, obras que son buenas desaparecen y las malas también. Estamos construyendo el desorden, tampoco


sé si tendría que haber algún orden. ¿Si tengo ánimo para seguir? No tengo ánimo para decir estupideces. Lo que muestro en mis pinturas e instalaciones es lo que puedo decir. A lo mejor es malo, denso, no gusta o no sirve. Tal vez en algún momento encuentre una veta más amable y me largo a pintar los retratos de mujeres que me he prometido. Mi muestra de 1983 sobre la antropofagia fue premonitoria. No tiene que cumplirse como regla, pero creo que en el arte existe la capacidad de anunciación. Es más, muchas veces ni el propio artista se da cuenta de lo que está anticipando. Creo que la sociedad debería registrar, escuchar lo que dicen los artistas. Puede ser que los mensajes que enviamos sean confusos, llenos de interferencias, pero creo que el mundo, tal vez nuestro país, se está perdiendo la relación con los artistas. Esto es válido para todas las artes, el teatro, el cine, la música, la plástica, las letras. ¿Qué veo hacia adelante? Estoy viendo un arte absolutamente cretinizado. Creo que ahora estamos en una etapa de nada. Serán flujos y reflujos. Con el Di Tella, en los Sesenta floreció un arte revulsivo que aún hoy está vigente y resistiendo, como el de Clorindo Testa, un maestro; León Ferrari, un amigo. Los Ochenta, a pesar de todo, fueron divertidos porque se hizo un arte zafado. Además, me ofrecieron la enorme satisfacción del profundo diálogo con Eduardo Medici, el reconocimiento del indócil saber de Diana Aisenberg, la proximidad de Guillermo Kuitca y el generoso despliegue de Jorge Glusberg. Los Noventa brindaron obras que parecían light pero eran obras resistentes. Yo a [ Jorge] Gumier Maier y a toda la gente del [Centro Cultural] Rojas [de la Universidad de Buenos Aires] los rescato totalmente. El Rojas se constituyó en un elemento de agresión, de confrontación del arte. Pero el arte banal –sin conflicto, mercantil– se va a tratar de institucionalizar. Creo que también en ese esfuerzo por adornar va a desaparecer como creación porque perderá paulatinamente su ser y su sentido”. Invitado a exhibir en la Trienal de Milán en marzo de 1996, Fernando envió dos autorretratos y los acompañó con estas leyendas: “Tengo hambre, tengo frío, me duele mucho la cabeza”; “Hay que eliminar costos, hay que eliminar gente”. “Mi obra hoy es abiertamente autorreferencial, es mi cara. Quiero salir lo menos posible de mí mismo en cuanto a lo que digo y hago, la metáfora soy yo y yo soy metáfora de todos los demás”.

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No creo en los talleres de pintura Así, en ese estado de ánimo, a comienzos del 96 puso una serie de anuncios en un diario de Buenos Aires y reunió a un grupo de gente. Inteligentes, los avisos llamaban: “Tal vez hasta la última utopía se pueda sostener desde una obra”. “Taller de iniciación a otra ceguera; estudie pintura (el último reino)”. “El arte: congelar la pasión en una obra que arda en sus ojos”. “Analice la posibilidad de instalar la ilusión en una forma”. “Si con todo lo demás ha fracasado: intente con el arte. ¡Llame ya!” Aun cuando no soporta demasiado su taller, ahora todas las semanas va hasta allí a enseñar. Está ofreciendo un curso nada convencional. “Estoy haciendo un taller de pintura o qué se yo. El problema es ése, pintura o qué se yo. Son alrededor de diez personas. No les enseño a pintar, no me interesa eso, me aburriría enormemente. Les enseño a pensar en el arte, a pensar en sus cosas y transformarlas en arte”. 160

Fernando no descansa. Todo el tiempo, agotadoramente se pregunta el porqué, el cómo, el qué, el cuándo, los límites, el alcance, la conexión de los procesos, de la vida. Aun en un poblado bar se percibe el ruido de su pensamiento. Es un gusto oírlo, entre otras cosas porque sabe callar y sentir a los demás. “No vienen a escucharme, en realidad vienen a escucharse. Cada uno hace sus trabajos en sus casas, cuando vienen los comentamos y repensamos juntos. La gente sabe a qué atenerse y parece contenta. Cuando entraron a trabajar les aclaré desde el primer día que si querían aprender a pintar había libros que decían cómo se pinta al óleo, a la acuarela, cómo se dibuja. Dije que fueran, compraran el libro, leyeran y si tenían alguna duda me podían preguntar, que con mucho gusto resolvería las cuestiones técnicas. Pero no quiero que vengan una vez a la semana a ocupar el espacio físico y mental para aprender cosas artesanales. No lo acepto. Yo no creo en los talleres de pintura”. Los ¿alumnos? no pintan sus telas ni fabrican sus objetos en el espacio de Avenida de Mayo. Acercan allí obra pequeña, obra menor, bocetos, pensamientos y reunidos en torno de una gran mesa de madera –compuesta por diez antiguas mesitas de bar– discuten en grupo.


“El material que traen se va a tener que transformar en alguna obra que harán en su taller. Yo no quiero tener un taller para que vengan alumnos durante dos o tres horas, con un portafolio o maletín que dejan a un costado, a ponerse a pintar un cuadrito y luego, a sentarse a tomar un café e irse, dejando la pintura colgada hasta la otra semana. Eso es alquilar un espacio y un profesor para que la gente pueda pintar un rato. Pero además, así no puede haber densidad ni concentración. No hay forma de hacer pintura en un taller así”. Fernando confiesa que si bien el taller de reflexión es bastante democrático e interviene todo el mundo, él indudablemente establece su línea argumental. Hoy, enseñar es su manera de seguir haciendo arte y de estructurar el sentido. Forma parte de lo que considera su responsabilidad social. “Hay un ida y vuelta. De golpe, se entra a trabajar sobre cuestiones personales de cada uno, sobre la memoria emotiva, formal y de representación y bueno, van surgiendo cosas. En realidad, lo que sucede es que a partir del trabajo conjunto cada uno va armando su caminito. Todos tienen un problema distinto de representación y de expresión, formas y cosas para representar. Aun trabajando sobre una naturaleza muerta, cada uno la va a estructurar de acuerdo con su forma de representación. Cuanto más rica sea la transposición de sus cosas a una forma de reflexión, a un proyecto de arte, a una forma de conocimiento, mejor. Mi única preocupación es ésa, intensificar la obra y darle sentido”.

No sé si soporto el mundo Su mirada no perdona y su humor, tampoco. En la muestra de Filo de 1995, había dos testículos clavados en un aviso clasificado que decía “busco una épica nueva”. Cuando se le pregunta por la tragedia en su vida, contesta –medio en chiste, medio en serio– “el haber nacido”. Mucho antes de entrar en la actual etapa de desasosiego, la muerte es lo que lo signa en todo. “Ni siquiera sé si la muerte está presente sólo como tragedia. Toda mi obra es la muerte como situación existencial. No tengo miedo, puedo morirme hoy. No digo que me quiero morir hoy, pero trabajo para que si hoy me tuviera que ir pueda hacerlo en paz, sin dejar cosas del alma pendientes”.

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La familiaridad de Fernando con la muerte comenzó a los cinco años. Fue la primera vez que vio un féretro en la mitad del vestíbulo del inquilinato donde vivía. Sin previo aviso, al salir de su pieza se topó con un velorio en curso. Con muchos vecinos, de tanto en tanto, el luto volvía a visitarlos. ¿Pero es que uno se acostumbra a la muerte?

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“La dictadura fue un momento de suspensión de la vida, nadie tenía derecho a su propia vida, a manifestarse, a opinar, hubo muerte física, intelectual, económica, endeudamiento. Entonces, yo no pinté más. Si cuando cayó Isabel [Perón] había cinco mil millones de dólares de deuda, terminamos con una carga de setenta mil millones. Esa hipoteca sobre nuestra propiedad social no la firmamos nosotros, la firmó un señor-institución-golpe militar que también dispuso de bienes, hacienda y vidas. Robó casas, hijos, personas. El terror provocó el reflujo de la gente que se escondió, guardó, trató de no relacionarse con ese afuera, porque de lo contrario hubiera sido muerta. Hubo quienes se refugiaron en su pintura, su escritura, su música. Soluciones hubo muchas, algunos se fueron al exterior, se mudaron cincuenta veces de casa, otros no pudieron hacer nada. Muchos siguieron como si nada, pero era mentira, porque daba un trabajo muy grande negar, tanto o más trabajo que saber”. Como parte del cobro de la hipoteca nacional, Fernando nota que no hay pasión, custodia ni mirada. Cada día encuentra menos sensibilidad y razón al arte que se produce hoy en la Argentina. “Hay infinita cantidad de gente, alguna muy valiosa, que está trabajando, es expatriada. Salvo algunas escasas excepciones, los que venden quizás tuvieron que instituir una imagen, una cosa hecha, un algo reconocible. Si así fuera ¿dónde quedó el apoyo al nuevo horizonte, a la dimensión insospechada? ¿Tenemos derecho solamente a crear una figura, una forma, una realidad plástica? ¿Ahí termina, si uno se mueve lo castigan? Es absolutamente castrador. ¿No hay más amor, sólo producto?” Las sombras que lo asaltan no le impiden generar imágenes todo el tiempo. Fantasear con hacer teatro, escenografías. Quiere poner a los personajes en movimiento, escribir. Está pensando en diseñar unos afiches y diseminarlos por la ciudad. “Primero quiero pintar unos autorretratos que digan ‘no sé si se puede soportar más el mundo que estamos viviendo’, ‘hay que elimi-


nar costos, hay que eliminar gente’. La leyenda no va a ser la misma y los retratos serán varios, para contribuir de otra forma a la contaminación que propone la publicidad callejera. Este proyecto lo puedo hacer sólo, no tengo que pedir permiso ni seducir a nadie para hacer mi obra. Serán fotos de pintura, afiches para pegar en los muros de Buenos Aires. Voy a sacar mi obra a la calle”. Fazzolari está harto y quiere decírselo a la gente. Está seguro de que como él, hay muchos. Mientras tanto, los suyos son un ancla amorosa. “Mi familia necesita y merece un tiempo de amor y dedicación. Hoy no puedo separar a mis hijos del resto de las cosas, tener un tratamiento diferente, y entonces con ellos también hay creación y reflexión. Si el arte tiene que demorarse porque la actual etapa de los chicos es sustancial, no quiero dejar de aportar esa sustancia a la obra. No quiero que ésas sean obras desprendidas, desinteresadas, apuradas, necesitan tiempo. Esto también forma parte de mi historia actual y acaso digo ¿para qué darle tanta energía a algo como el arte que tiene tantos problemas y que, hoy por hoy, es tan inexistente? Pero las cosas no son tan simples. No son así: el mundo del arte no sirve para nada, yo estoy seco, no tengo ningún tipo de posibilidad de crear, ni de vender. Es también la tapa del diario, la realidad. Todo arte toma alguna forma de la época para poder realizarse con toda la gravedad de una guerra. La necesidad del arte va creciendo, toma tu cuerpo y lo supera. Es en esa lucha, donde la muerte supera al hombre, donde el arte se levanta para superar a la muerte”. Hay días en los que Fernando tiene la sensación de que está desapareciendo porque ni él ni su obra circulan a menudo por el mundo del arte local. Sin embargo, no se da por vencido y ahí está –parafraseando a Lucien Freud– tratando de hacer lo que no puede hacer. “La idea de seguir produciendo me la entrega una señora que encuentro en la calle Lavalle esquina con Carlos Pellegrini. En pleno invierno veo una espalda desnuda amplísima, sensual, un extraño mapa amoroso limitado por un escote que va desde los hombros hasta pasando la cintura. Veo el triángulo de esa espalda, miro un poco más, veo esa cabeza, no está arreglada, mechas cortas ralas. Veo ese escote y es una camisa de hombre abrochada al revés. Veo la falda, es un arrebujo de frazadas y arpilleras. Veo los pies, son unas piernas vendadas y unas botas hechas con bol-

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sas de basura. Delante de ella, un carrito de supermercado atestado de cajas y bolsas, y arriba de todo, en medio de una especie de nidito de papeles, dos gatitos a rayas marroncitos y blancos. Ella era hermosa y estaba feliz miråndose en un pequeùo espejo redondo de mano�. Buenos Aires, agosto de 1996.

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obras



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Eduardo Medici Sin título, 1980 Técnica mixta sobre papel. 66 x 57 cm Fotografía: Fernanda Martínez Rubio


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Eduardo Medici Algo pasa en tu cara, 1985 Acrílico sobre tela. 180 x 130 cm Fotografía: José Cristelli


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Eduardo Medici Casa-miento, serie, 1996 Negativo fotográfico sobre tela. 110 x 90 cm Fotografía: José Cristelli


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Eduardo Medici La lección de anatomía, 1992 Técnica mixta. 200 x 150 cm Fotografía: José Cristelli


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Matilde Marín La Máscara, 1987 Aguafuerte, pastel. 90 x 120 cm Fotografía: Silvio Zuccheri


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Matilde Marín Región, 1988 Aguafuerte, relieve. 70 x 100 cm Fotografía: Silvio Zuccheri


173

Matilde Marín La Señal, 1996 Grabado a fuego. 30 x 120 cm Fotografía: Silvio Zuccheri


174

Matilde Mar铆n Mitos de creaci贸n, 1993 Libro de artista. 35 x 65 cm


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Remo Bianchedi En el linde del borde, 1988 Acrílico sobre tela. 117 x 87 cm Fotografía: José Cristelli


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Remo Bianchedi Agustina, 1987 Acrílico sobre tela. 89 x 57 cm Fotografía: José Cristelli


177

Remo Bianchedi 1938, la noche de los cristales, 1992 Acuarela y lรกpiz sobre papel. 214 x 169 cm


178

Remo Bianchedi Sin título, 1995 Técnica mixta sobre tela. 80 x 60 cm Fotografía: José Cristelli


179

Roberto Elía Sin título, 1995 Técnica mixta sobre papel. 70 x 50 cm Fotografía: José Cristelli


180

Roberto Elía Sin título, proyecto 1980, concreción de obra 2003/4 Acrílico sobre bronce. 24 x 14 x 19 cm Fotografía: Gustavo Sosa Pinilla


181

Roberto Elía Caja, 1983 Medios mixtos. 27 x 47 x 25 cm Fotografía: Gustavo Sosa Pinilla


182

Roberto Elía Solidaridad, 1996 Pizarrón y tizas. 104 x 120 cm Fotografía: Adrián Rocha Novoa


183

Ana Eckell Tiro de gracia, 1983 Óleo sobre tela. 130 x 100 cm Fotografía: Pedro Roth


184

Ana Eckell El cartero, 1985 Óleo sobre tela. 150 x 110 cm Fotografía: Pedro Roth


185

Ana Eckell Sin fin, 1992 Óleo sobre tela. 140 x 200 cm Fotografía: Pedro Roth


186

Ana Eckell Caja de sorpresas, 1995 Oleo sobre tela. 140 x 200 cm FotografĂ­a: Pedro Roth


187

Fernando Fazzolari La baba rosa, 1987 TĂŠcnica mixta sobre tela. 200 x 250 cm


188

Fernando Fazzolari La baba rosa, 1986 Ă“leo sobre tela. 20 x 36 cm


189

Fernando Fazzolari Ay, Patria mía, 1991 Óleo sobre tela. 180 x 180 cm Fotografía: José Cristelli


190

Fernando Fazzolari Todo saber, 1993 Instalaci贸n


Índice

Prólogo Apuntes para un contexto

13

Introducción Algunas palabras para un porqué

23

Eduardo Medici Lo otro de la vida

27

Matilde Marín Ensayo y prueba

51

Remo Bianchedi La constancia de estar vivo

75

Roberto Elía Artista de Buenos Aires

97

Ana Eckell Me hice amiga de mi sombra

121

Fernando Fazzolari El horror, el horror

143

Obras Eduardo Medici Matilde Marín Remo Bianchedi Roberto Elía Ana Eckell Fernando Fazzolari

167 171 175 179 183 187



Agradecimientos Zurich Ing. Jacobo Fiterman ElĂ­as, Carmen y Florencia Masri


Se han editado 2200 ejemplares distribuidos de la siguiente manera: Serie A: Doscientos ejemplares numerados del 1 al 200 presentados en una caja confeccionada a medida y acompa帽ados de grabados de los artistas. Serie B: Dos mil ejemplares numerados del 201 al 2200.

Idea y Producci贸n


Victoria Verlichak (María Victoria Vrljicak) nació en Buenos Aires, 1950. Periodista, crítica de arte y escritora, es autora de El ojo del que mira. Artistas de los Noventa (Fundación Proa, 1998) - Premio Bernardo Graiver a la Entrevista del Año. Premios a la crítica 1999, AACA/AICA- y Marta Traba. Una terquedad furibunda (Universidad Nacional de Tres de Febrero/Fundación Proa, 2001) Premio Jorge Barón Biza al Aporte de Investigación del Año. Premios a la crítica 2001, AACA/AICA. En colaboración: Mariano Cornejo (Ediciones Argentinas de Arte, 1998); Seis décadas de arte argentino (Universidad Torcuato Di Tella, 1998); Teresa Pereda (Ediciones Argentinas de Arte, 1999); Ser artista hoy (Universidad Torcuato Di Tella, 2000). Miembro de la Asociación Argentina de Críticos de Arte y de la Asociación Internacional de Críticos de Arte.


En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta trasmite las experiencias privadas y los puntos de vista de Eduardo Medici, Matilde Marín, Remo Bianchedi, Roberto Elía, Ana Eckell y Fernando Fazzolari. Esta reedición duplica la cantidad de reproducciones anteriormente publicadas e incluye una nueva introducción con imágenes de otros artistas. El texto responde –a dos voces– a preguntas básicas e intenta plantear las esenciales. Refleja los trabajos y los días, logros y frustraciones de estos artistas plásticos, que contribuyeron con su trabajo a la escena artística local en los años de la restauración democrática; los años Ochenta. En la palma de la mano. Artistas de los Ochenta obtuvo una Mención especial del Premio Nacional de Lingüística, Filología e Historia de las Artes y de las Letras, producción 1994/1997, otorgado por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación.


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