1914, más allá de los cuentos de Navidad
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1914, más allá de los cuentos de Navidad Carlos Carnero | Director gerente Fundación Alternativas Nueva Tribuna | 28 de Diciembre de 2013 Leeremos muchos más cuentos de Navidad como el publicado estos días sobre la tregua entre los ejércitos inglés y alemán para jugar al fútbol en diciembre de 1914... Blog Alternativas en El País | Leeremos muchos más cuentos de Navidad como el publicado estos días sobre la tregua entre los ejércitos inglés y alemán para jugar al fútbol en diciembre de 1914. Sin duda, conmueven por el valor humano que entrañan, pero no pueden hacer olvidar que de aquellos futbolistas aficionados pocos estarían vivos o enteros física o psíquicamente al final de la Primera Guerra Mundial. Y tampoco deberían ocultar que no se mataron entre sí porque se hubieran vuelto locos de repente en el mundo idílico que recordaba Stefan Zweig y que, en realidad, no lo era tanto. La gran matanza no fue fruto de un delirio colectivo, sino de un agudo conflicto de intereses entre quienes buscaban ampliar su dominio en los mercados mundiales, imprescindibles para el desarrollo de un capitalismo que avanzaba a velocidad de vértigo desde el comienzo de la revolución industrial y necesitaba más madera para alcanzar nuevos estadios de cantidad y cualidad con los que seguir aumentando las ganancias de las burguesías que lo impulsaban y lo gobernaban. El imperialismo llevó a la clases dominantes de los países centrales (europeos, por supuesto) a una conclusión tan clara como catastrófica: solo las armas podían decantar la pugna por aquellos mercados. Pero si esa fue la causa de fondo de la Gran Guerra, sería imposible entender que se declarara sin tener en cuenta otros factores superestructurales, también determinantes: la ausencia de mecanismos internacionales de solución de conflictos entre estados (la Sociedad de Naciones nacería tras el desastre); la prevalencia de la lógica diplomática más arcaica en las relaciones entre estados, heredera de las guerras napoleónicas; la reiterada política de Berlín de recurrir a las armas en suelo europeo para la conquista de territorios a lo largo de la última parte del siglo XIX (Alemania-Dinamarca, Alemania-Austria, Alemania-Francia), con buenos resultados; la existencia de democracias infradesarrolladas en las que el voto era más que nada una cuestión formal y los ejecutivos presentaban nítidos tintes autoritarios y de relación corrupta con los poderes económicos, empezando por la industria pesada y la de armamento; el nacionalismo como bandera permanente, azuzado por unos medios de comunicación sin escrúpulos dispuestos a distorsionar a la opinión pública hasta llevarla al paroxismo (como dijo Miterrand ante un pleno del Parlamento Europeo reunido en la noche de Estrasburgo que muchos entonces diputados nunca olvidaremos: “el nacionalismo es la guerra”); y, desde luego, la ausencia total de un concepto europeo mínimamente unificador de quienes iban a destrozarse durante cuatro largos años. Y luego, por supuesto, la variable que funcionó exactamente al contrario de como todo el mundo
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