Guerrita- Antonio Peña y Goñí (reedición 2023 Fundación Toro de Lidia)

Page 1

Colección Biografías

Antonio Peña y Goñi

Guerrita


GUERRITA ANTONIO PEÑA Y GOÑI

Prólogo

FRANCISCO GORDÓN


Biblioteca Taurina de la Fundación de Toro de Lidia Colección Textos Biográficos Título original:

Guerrita

Prólogo: Francisco Gordón Diseño de la cubierta y maquetación: Alexandra Larrad Hugo Gómez Consejo editorial de la Colección Textos Biográficos: Carlos Ballesteros Rebeca Fuentes Domingo Delgado Guillermo Vellojín Juan José Montijano Ángel Antonio Sánchez Edición: Álvaro López Martín Fotografías e ilustraciones págs. 268,269,270,271,272,273,274,275 y 276 de la Biblioteca Nacional de España. Reservados todos los derechos de esta edición para: © Fundación del Toro de Lidia Calle Moreto 7, primero izquierda, 28014, Madrid.


GUERRITA



ÍNDICE

Nota de edición...................................................................................7 Prólogo …Y «naide» más...................................................................9 Francisco Gordón Guerrita.............................................................................................29 Antonio Peña y Goñi Capítulo I................................................................................31 Capítulo II..............................................................................37 Capítulo III.............................................................................41 Capítulo IV.............................................................................49 Capítulo V..............................................................................55 Capítulo VI.............................................................................61 Capítulo VII...........................................................................67 Capítulo VIII..........................................................................73 Capítulo IX.............................................................................81 Capítulo X..............................................................................91 Capítulo XI.............................................................................99 Capítulo XII.........................................................................107 Capítulo XIII........................................................................117 Capítulo XIV........................................................................125 Capítulo XV.........................................................................135


Capítulo XVI........................................................................147 Capítulo XVII......................................................................157 Capítulo XVIII.....................................................................165 Capítulo XIX........................................................................173 Capítulo XX.........................................................................189 Capítulo XXI........................................................................199 Capítulo XXII......................................................................205 Capítulo XXIII.....................................................................217 Capítulo XXIV.....................................................................229 Capítulo XXV......................................................................239 Capítulo XXVI.....................................................................249 Capítulo XXVII...................................................................259 Galería............................................................................................267


NOTA DE LA EDICIÓN

NOTA DE LA EDICIÓN

La presente edición de Guerrita, de Antonio Peña y Goñi, supone una revisión y adaptación a los usos actuales de la lengua castellana de la obra original —publicada en 1894— para la Fundación Toro de Lidia. Si bien esta biografía se podría considerar inconclusa, ya que su publicación original es anterior a la retirada de los ruedos de Guerrita (1899), constituye una de las grandes obras de la literatura taurina. En ella, Peña y Goñi da buen reflejo de la biografía personal y taurina de Rafael Guerra, Guerrita, reconocido como el II Califa del toreo y uno de los diestros cuyo nombre ha quedado recogido en letras de oro en la historia de la tauromaquia. Esta obra se compone de 27 capítulos. Los primeros, en los que se abordan cuestiones como su nacimiento, la llamada de la vocación taurina, sus comienzos con el nombre de Llaverito o su concurso en las cuadrillas del Gallo y Lagartijo dan paso al relato de su época más gloriosa, en la que Guerrita vivió la cara y la cruz del toreo. Elevado, primero, a los cielos de la tauromaquia y vilipendiado, después, por los públicos tras su enfrentamiento con el que había sido su benefactor y padre taurino, Lagartijo; gran parte de este libro

7


GUERRITA

se centra en la exigencia de la afición con el torero cordobés y su necesidad de reivindicación constante cada tarde con la muleta y el estoque. A lo largo de la obra se aprecia un eje permanente: la lucha incesante de Guerrita hasta convertirse en la principal figura del toreo de la última década del siglo XIX y uno de los más grandes matadores de la historia.

8


PRÓLOGO

PRÓLOGO

…Y «NAIDE» MÁS

«La modestia es la virtud de los que no tienen otra» Álvaro de Laiglesia Sabedor de que, como dijera su paisano Lucio Anneo Séneca, «la envidia es un dardo pernicioso contra los mejores», Rafael Guerra Bejarano Guerrita asumió las consecuencias de ser el mejor. Lejos de evitar esa íntima gangrena española que —en palabras de Miguel de Unamuno— es la envidia, Guerrita coadyuvó a convertirse a ojos del gran público en un personaje soberbio, altivo y vanidoso, autor de certeras sentencias opacadas por su arrogancia formal, lo que, de algún modo, ha influido en un menor reconocimiento histórico de su legado. La reedición de esta biografía por la Fundación del Toro de Lidia es la mejor excusa para acercarse a la vida y obra de quien fue el mandamás del toreo a un nivel nunca superado, su primer revolucionario y el primer torero moderno. En la segunda mitad del siglo XIX, la Fiesta goza de buena salud; en el olvido quedaron las prohibiciones promulgadas por Carlos IV y la restauración auspiciada por espurios motivos por José Bonaparte. El prematuro fallecimiento de el Chiclanero convierten a Cúchares, el Tato y el Gordito en los ídolos de una afición creciente.

9


GUERRITA

Es precisamente en la cuadrilla de este último donde figura colocado un joven cordobés, Rafael Molina Sánchez, Lagartijo, a quien Antonio Peña y Goñi describe el día de su presentación en Madrid como «un peón joven, apuesto y elegante» que parea a un toro de Miura «clavándole en los rubios un soberbio par al quiebro que es acogido con una ovación inmensa por la precisión, serenidad y gallardía del banderillero». Comienza entonces una ascensión imparable que lleva a Lagartijo a superar pronto a sus maestros y ostentar durante tres décadas el cetro del toreo, el mismo que únicamente cedió ante la irrupción de otro Rafael. Nada distinto que torero podía ser quien nació en el Campo de la Merced de Córdoba, cuna de Califas y el barrio más taurino que haya conocido el orbe taurino que, lejos de limitarse a alumbrar a tres de ellos y una innumerable pléyade de excelentes subalternos, fue sede de los sucesivos cosos taurinos que se construyeron en Córdoba desde el año 1774 —fecha en la que se levantó una plaza de madera junto al matadero— hasta la construcción del mítico Coso de los Tejares en 1844, hoy tristemente desaparecido. Entre ambas fechas, hasta cuatro recintos taurinos tuvieron acomodo en los límites de un barrio que buscaba en la tauromaquia el bálsamo material y espiritual que demandaban las paupérrimas condiciones de vida de sus habitantes. Aunque está por escribir la historia de los mataderos como «colegio» de futuros toreros (terminología acuñada por José María Blanco, White, allá por el año 1821), el cordobés del barrio de La Merced y el sevillano de San Bernardo fueron los que, desde su fundación a finales del siglo XV, «proveían» a la fiesta de un mayor número de toreros, alternándose en la preeminencia a lo largo de los siglos. Como tantas veces sucediera, Córdoba y Sevilla eran los pilares de la tauromaquia, librando una particular guerra en la que, sorprendentemente, jamás han coincidido en el tiempo las batallas. Las hegemonías taurinas de

10


PRÓLOGO

ambas ciudades nunca se solaparon (excepto, quizá, en la época de Bombita y Machaquito), quién sabe si por el profundo y recíproco respeto que se tienen. Pero volviendo a los mataderos, da fe de su importancia el reconocimiento «oficial» que supuso la creación de una escuela taurina junto al de San Bernardo —fundado por Orden regia de Fernando VII—, privilegio al que «respondió» Córdoba, apenas una década después, alumbrando en el Campo de la Merced a Rafael Molina Sánchez, Lagartijo, a escasos metros donde, veinte años después, naciera nuestro protagonista. Rafael Guerra, Guerrita, ve su primera luz el jueves 6 de marzo de 1862 en una humilde casa del tan citado barrio de la Merced, arrabal de la ciudad de Córdoba habitado por modestas familias que procuraban su sustento desempeñando variopintos oficios relacionados con el cercano matadero, aunque como bien apuntaba el erudito taurino cordobés Rafael Sánchez González «al margen de cuál fuera su actividad laboral, en todos los jóvenes anidaba la misma ilusión: ser torero». Era tal el ambiente taurino del barrio que hubo festejos en los que todos sus participantes (toreros, subalternos, mulilleros, areneros, monosabios, etc.) eran oriundos del Campo de la Merced, cuyo terrizo quedaba envuelto en un silencio tímidamente empañado por el bisbiseo de una oración que rogaba por un regreso triunfal o, al menos, indemne. Desde su más tierna infancia, las aspiraciones taurómacas del futuro Califa se toparon con una férrea oposición paterna motivada por el infeliz destino de José Rodríguez, Pepete, cuñado de la madre de Guerrita y padrino de su bautismo por poderes, al encontrarse el infortunado diestro en Madrid firmando la escritura del festejo en el que encontró la muerte en las astas de «Jocinero», apenas un mes después de cristianar a Guerrita. En la España de la segunda mitad del siglo XIX el toreo era la mejor «salida laboral» de la época, de

11


GUERRITA

ahí que una economía familiar relativamente desahogada hiciera albergar a la familia Guerra Bejarano la vana esperanza de que Rafael viviera alejado del ambiente taurino que, puertas afuera de la casa natal, impregnaba el barrio del matadero cordobés. Quiso el destino ayudar a los sueños del imberbe Rafael, al aceptar su padre el nombramiento como portero del matadero de Córdoba, y cambiar así los buriles y gubias con los que curtía las pieles por las llaves del macelo cordobés. Esta providencial decisión vino a aumentar, si cabe, la vocación taurina de Guerrita, sin que las severas reprimendas que el joven Rafael recibía de su padre al ser sorprendido sorteando las reses que aguardaban en el matadero, lograran aplacar el ansia por emular a su ya admirado Lagartijo. Las circunstancias concurrentes fueron conformando un carácter indómito en el joven Rafael, que influyó sobremanera en su visión de la tauromaquia, entendida ésta no únicamente como una concreta y particular forma de interpretar el toreo, sino como un enfoque global hacia dónde debiera dirigirse la Fiesta. La suficiencia de la que hizo gala Guerrita en su vida profesional —y personal— encuentra su explicación en la orteguiana afirmación « yo soy yo y mi circunstancia», pues junto una aptitud innata y vocacional, algunos de los episodios que jalonaron su vida taurina reafirmaron en él la convicción de su supremacía. Con los primeros capotazos que da en el corralón del matadero de Córdoba, jaleados por el mismo Lagartijo, vence la tenaz resistencia paterna narrada con preciosa retórica por el notario José María del Rey Delgado en su obra Espartero y Guerrita. Apuntes por Selipe: «…estaba Rafaliyo rojo de emoción y entusiasmo, con los ojos empañados por ese vaho de lágrimas que el deseo y el anhelo hacen salir, nervioso, excitado, violento, siguiendo con pasión los incidentes de la lidia, envidioso de sus amigos y contenido solo por la presencia y

12


PRÓLOGO

falta de permiso de su padre. Éste, por su parte, más que en la capea improvisada, fijábase en el desasosiego de su hijo (…) al que le dirigió las siguientes palabras: «Muchacho, ¿te atreves a torear?».Rafael no contesta, aprovecha la autorización que se le concede, corre, se lanza al corral, se coloca a la cabeza de un utrero castaño de ganadería desconocida, burla sus acometidas, lo recorta y quiebra, salta y bulle y una salva de aplausos entusiastas saluda al diestro del porvenir, como tenue preludio de las estruendosas ovaciones que luego habría de obtener». En un pasaje inicial de la presente obra, su autor también acude a la lírica para describir una ¿inverosímil? corrida nocturna protagonizada por un joven Guerrita en un patio del matadero cordobés junto a un compañero de aventura apodado «California», que, por laudatoria, fue tildada por otro biógrafo de Guerrita ( Juan Guillén Sotelo, El Bachiller González de Rivera) como «fruto de una hermosa y picaresca imaginación siempre al servicio de los santos en cuyos altares quemase mirra y estoraque». Sean o no los relatos reflejos de la realidad, lo cierto es que Guerrita también fue pionero a la hora de protagonizar unos textos hagiográficos que, años después, alcanzarían el cénit con la celebérrima novela «Juan Belmonte. Matador de toros» de Manuel Chaves Nogales, catalogada fundadamente como la mejor obra de la literatura taurina… de ficción. Con apenas trece años, la plaza de Andújar es testigo de su debut en público como integrante de la cuadrilla de los «Niños Cordobeses», organizada por el banderillero Caniqui, y de la que también formaban parte Mojino y Torerito, todos ellos, por supuesto, del barrio de la Merced. Los públicos y la crítica advierten pronto la notoria superioridad de Guerrita frente a sus compañeros de cuadrilla, y se inician las primeras elucubraciones acerca del futuro de quien, en palabras de un revistero, «arranca los aplausos y apenas tiene el alto

13


GUERRITA

de un abanico». Al reclamo de Guerrita, el anuncio en la cartelería de la cuadrilla de niños cordobeses despertaba gran expectación, pero las cañas comenzaron a tornarse en lanzas cuando pierden el favor del público al hacer de las suyas la implacable naturaleza. En apenas dos años, esos barbilampiños que hasta entonces eran vistos con indulgencia y simpatía, se han convertido en algo más que unos adolescentes, y ya son objeto de ácidas críticas, como tuvieron ocasión de comprobar en su presentación en Madrid que, por boca del crítico de Juan Guillén, «La cosa pasó sin pena ni gloria, y los niños cordobeses parecieron demasiado talluditos, pues si en la novillada de Córdoba de 1852 se llamaba niño a Lagartijo, que tenía once años, la cosa estaba en carácter; pero en 1879 Rafael Guerra tenía diecisiete años, el Torerito dieciséis y el Mojino veinte; los pollos ya eran volantones». Esta circunstancia, unida al dominio que Guerrita ya demuestra ante la reses —leitmotiv de toda su carrera taurina— acaba poniendo fin a la cuadrilla de imberbes. Rafael, ya en pleno uso de razón «taurina», toma conciencia de que está llamado a empresas mayores, cambiando para siempre el inicial apodo de Llaverito ( la mayoría de la crítica ignora que también usó en sus inicios el de El Airoso) por el de Guerrita, en una evolución en la que subyace algo más que una simple transformación nominativa. De la mano del diestro Manuel Fuentes Bocanegra, Guerrita ingresa por primera vez en la cuadrilla de un matador de toros, convirtiéndose, gracias a sus destacadas actuaciones, en objeto de deseo de las máximas figuras de la época. Es el siempre sagaz Fernando Gómez «El Gallo» quien finalmente se lleva el gato al agua, al responder Guerrita afirmativamente un telegrama que literalmente decía así: «Rafael Guerra. Córdoba. Dígame si quiere torear conmigo todas las corridas que tenga; dígaselo Bocanegra; espero contestación telegráfica. Le espero domingo Madrid-Gallito». Los cerca de tres

14


PRÓLOGO

años que permanece Guerrita en la cuadrilla de Fernando Gómez lo convierten en la máxima figura de los banderilleros. El anuncio de su nombre en los carteles con idéntico —o incluso mayor— alarde tipográfico que los matadores, agrandan su ya justificado ego, convirtiéndose junto con Lagartijo y Frascuelo, en el eje de la temporada pese a militar aún en el escalafón de plata. En estos años, Guerrita perfecciona hasta el extremo sus habilidades con los rehiletes, opacando al resto de sus compañeros, y convirtiendo el segundo tercio en una perenne demostración del conocimiento de las reses y los terrenos. Buena prueba de lo expuesto pudo comprobarse en la feria de San Fermín de Pamplona del año 1884, cuando el público desplegó una enorme pancarta con la leyenda «Guerrita para siempre». La imparable ascensión del joven Rafael —y ciertas desavenencias con el jefe de filas exageradas por la rumorología popular— motivaron que Guerrita abandonara la cuadrilla de Fernando Gómez, por quien, contrariamente a las maledicencias de la época, siempre profesó admiración y respeto, como lo demuestra, de un lado, la desinteresada organización y participación en el homenaje al diestro sevillano el 25 de octubre de 1896 en la plaza de Madrid, en el que también medió para que ni ganaderos ni el resto de toreros cobraran una sola peseta; y de otro, el reconocimiento que siempre dispensó al menor de los hijos de «El Gallo», José Gómez Ortega «Gallito», plasmado en otra de las famosas sentencias guerristas: «En el toreo, nada más que tres; Lagartijo, Joselito y otro que queda para mí; después de estos tres, cualquier puede haber salido haciéndole algo grande a los toros; pero algo nada más». Corría el final del año 1885 cuando Guerrita recibe la llamada de Lagartijo para ocupar un lugar estable y preeminente entre sus subalternos. Desde veinte años atrás, el primer califa cordobés viene sosteniendo con Salvador Sánchez Frascuelo la más duradera y leal

15


GUERRITA

competencia que jamás se haya conocido, lo que redunda en una masiva asistencia a las plazas, en lo que es la mejor demostración empírica de las bondades de la competitividad entre toreros. No está permitido permanecer neutral ante el maniqueo debate «Lagartijo o Frascuelo», y la polarización es tal que el ruedo se convierte en un trasunto de las Cortes Generales. Lagartijistas (identificados con el bando liberal ) y frascuelistas ( alineados con el conservador) se enzarzan en continuas contiendas dialécticas que no hacen mella en la mutua admiración que se profesan los matadores, y de la que participa un joven Guerrita. Desde el primer momento de su incorporación a la cuadrilla de Lagartijo, Guerrita ocupa un lugar impropio —por insólito— del grado que ostenta. Si bien no era infrecuente que se cediera la muerte del último toro de la tarde a subalternos con «proyección», lo cierto es que la excepción muda a regla cuando se trata de Guerrita. A finales de 1885 ya comparte con Lagartijo la lidia y muerte de las reses, privilegio del que jamás se apeará hasta su alternativa. La relación entre los Rafaeles es casi paterno-filial, encontrando Guerrita en Lagartijo al mejor de los maestros posibles. El tándem profesor-alumno alcanza una excelencia que jamás existió antes y nunca ha vuelto a repetirse. Lagartijo El Grande pone su sapiencia —y la de su hermano Juan, el mejor subalterno de la historia— al servicio de su heredero, puliéndole los pocos defectos que natura le ha conservado. Guerrita incorpora entonces a su incipiente tauromaquia adornos y recortes propios del estilo lagartijista, manteniendo incólume el resto de sus innatas señas de identidad. Pese a todo, no resulta aventurado suponer que las miras de Guerrita comiencen a apuntar a un trono en el que, tras tres décadas, comienza a languidecer Rafael Molina Lagartijo. «El Guerra» ya mira de reojo a la ansiada alternativa, respecto de cuya procedencia también se suscitan sesudos debates. La indubitada aptitud y actitud

16


PRÓLOGO

demostrada por Guerrita durante estos años de «aprendizaje activo» hubieran bastado para validar, de forma unánime, su pase al grado de matador de toros, pero surgen detractores que cuestionan la decisión, más movidos por su aversión a Lagartijo que por convencimiento propio. Quizá el mayor exponente de ello se comprueba en las páginas de La Lidia, mítica publicación en la que, por mor de sus filias frascuelistas y fobias lagartijistas, pudo leerse: «porque tiene Guerrita madera de torero le aconsejamos que toree y ensaye otro año de práctica, al lado de un matador que le enseñe de verdad, que de adornitos y filigranas ya sabe bastante». Guerrita, en un último ejercicio de respeto al maestro decadente, responde a quienes le urgen para tomar la alternativa: «Cuando Rafaé diga; en su cuadrilla estoy; en mi puesto estaré hasta que Rafaé disponga». Más allá de cortesías a las que tan poco dado era, Guerrita barrunta en su fuero interno que poco más puede aprender al lado de Rafael Molina, máxime cuando el reinado lagartijista toca a su fin por el lógico cansancio del primer Califa, y de un público que anhela un relevo generacional tras veinte años de competencia entre Lagartijo y Frascuelo, incuestionablemente resuelta a favor del primero. Rafael Guerra se siente encorsetado en una jerarquía que le sitúa como cabeza de ratón o cola de león, y no hacen mella en él las voces críticas. El tiempo le demostrará que acertó al desoír los interesados consejos de quienes no le consideran aún preparado para su ascenso al grado de matador de toros. El 29 de septiembre de 1887, en la plaza de Madrid, el toro «Arrecío», de Gallardo, le franquea las puertas del escalafón mayor. Como en tantas ocasiones, el destino dio al traste con la intención de que fuera una acreditada ganadería la que se anunciara para tan magno acontecimiento. Era voluntad de los diestros que el ganado fuera de Saltillo pero, al no atravesar su mejor momento las relaciones entre el ganadero y el empresario de la plaza, finalmente fue elegida

17


GUERRITA

la ganadería de Anastasio Martín. Cuatro días antes de la fecha señalada, un intenso aguacero obligó a la suspensión del festejo anunciado para aquel día, quedando los toros de dicha corrida en los corrales, circunstancia que aprovechó el empresario para imponer —con la aquiescencia de los lidiadores— la lidia y muerte del toro de Gallardo en la tarde de la alternativa. Como era previsible, la corrida despertó en la capital una expectación que evocaba a tiempos pretéritos, imprimiéndose el programa del festejo en carteles en seda con letras doradas. Precisamente en ese cartel anunciador del festejo consiente Guerrita —con una modestia necesariamente falsa— que figure una leyenda que también ilustrara el de la alternativa de su padrino Lagartijo: «que alternará por primera vez en esta plaza confiado más bien en la indulgencia del público que en sus propios merecimientos». Años después, el rey de los toreros, José Gómez Ortega «Gallito» honraría a su admirado Guerrita parafraseando este enunciado en el cartel de la célebre tarde madrileña de los siete toros de Martínez. Poco antes de salir hacia la plaza, Guerrita, vestido de tórtola con caireles de oro y cabos rojos, firmaba la escritura para torear toda la temporada del año siguiente en Madrid. Llegada la hora señalada, Lagartijo cede a Guerrita los trastos... y el trono del toreo. La tarde termina de manera triunfal para el toricantano, tanto que la prensa del día siguiente refiere que «el chico recibió una ovación, cigarros, sombreros, gorras, gabanes, chaquetas, botas de peleón, cestas de camarones, paraguas. No podrá quejarse el muchacho del público. Pocos matadores han tomado la alternativa con mejor acogida que Rafaelillo». Sic transit gloria mundi debió pensar Guerrita cuando, poco tiempo después, arreciaba la crítica. Muy pronto es requerido Rafael para torear en todas las plazas, incluso allende los mares. A diferencia de su padrino («eso me cae mu

18


PRÓLOGO

lejos del barrio» justificaba Lagartijo), los países de Hispanoamérica son privilegiados espectadores de los éxitos del nuevo matador, por el que aún se preocupaban sus paisanos al entonar la coplilla: «Ni me peino ni me lavo/ ni me asomo a la ventana/ hasta que no vea venir/ a Guerrita de La Habana». Es precisamente en La Habana donde, el primer día del año 1888, Rafael sufre una grave cogida, al ser empitonado en el cuello por Boticario, salvando milagrosamente la vida por no afectar la cornada a vasos vitales. En cuanto a percances, el año 1888 acaba tan mal como empieza, pues el 28 de diciembre, asistiendo Guerrita de espectador al festejo que se celebraba en Córdoba, bajó al ruedo a auxiliar a unos novilleros desbordados por la dureza de las reses —precisamente de la ganadería de Lagartijo— siendo arrollado por un novillo que le causó varios varetazos que le obligaron a guardar cama... y a retrasar su boda. En el ínterin, Guerrita afronta el reto de debutar en la feria de abril de Sevilla, en una tarde tan aciaga que sufrió un intento de apuñalamiento por parte de un exaltado espectador. La reconciliación con el coso maestrante se produjo en los tres festejos siguientes, donde las ovaciones fueron constantes al estoquear brillantemente miuras, saltillos y anastasios. Aunque Lagartijo aún se mantiene en activo más de un lustro, en el subconsciente de Guerrita surge de manera inmediata la necesidad freudiana de matar al padre. Metafóricamente dejó en sus inicios atrás al biológico al cambiar «Llaverito» —apodo elegido en honor a su progenitor como portero del matadero— por Guerrita, y ahora le urge acabar con Lagartijo —su padre taurino— pero sus ímpetus juveniles todavía encuentran freno por el respeto y admiración que siente por su tocayo. El califato de Lagartijo apunta a su fin y, pese a las crecientes críticas que recibe Guerrita de unos aficionados lagartijistas cegados ante el evidente ocaso de su justamente venerado ídolo, Guerrita no tiene intención de acelerarlo. Hasta la definitiva

19


GUERRITA

—y catastrófica— retirada del primer Califa, Rafael se «entretiene» acabando con los inconsistentes aspirantes al trono a los que la afición le enfrenta. Manuel García «El Espartero», pese a su admirable valor y recibir los hipócritas apoyos de los lagartijistas, deja de ser una amenaza mucho antes de su trágico encuentro con «Perdigón»; D. Luís Mazzantini apenas le turba con sus cuitas acerca del sorteo de las reses; Antonio Reverte es una inocua compañía a cuyo reclamo acuden en tropel las féminas a las plazas; y otro Antonio —en este caso Fuentes— es el destinatario de la condescendiente afirmación que condensa toda la filosofía guerrista: «Después de mí, naide; y después de naide, Fuentes». El fin de una época dorada del toreo (la de Lagartijo y Frascuelo) es inminente, y así lo percibe Salvador Sánchez al anunciar su retirada para el 11 de mayo de 1890, en un festejo extraordinario en cuyo cartel figura con gran alarde tipográfico que «en dicha corrida, y deseando rendir un tributo de respeto, admiración y cariño a tan célebre diestro, se ha ofrecido gustoso a acompañarle en la lidia el joven matador Rafael Guerra Guerrita». El gesto de Rafael, que sólo obedece al agradecimiento que públicamente quiere dispensar a quien siempre le distinguió con sus atenciones, es utilizado por los frascuelistas para unirse a la causa guerrista, si bien en tan artificiosa militancia sólo subyace el deseo de molestar a Lagartijo. Prendida la mecha, la prensa se hace eco de dimes y diretes que aluden —siempre de buena tinta— a una creciente enemistad entre los Rafaeles. Sea como fuere, lo cierto es que la relación se va enturbiando hasta el extremo de que, ante una cogida del Lagartijo en la feria de julio de Valencia, acusan a Guerrita de no acudir al auxilio de su padrino. Por contraposición, las portentosas facultades de Guerrita son percibidas por el público como una afrenta hacia un cincuentón Lagartijo cuyo declive físico es evidente. El favor debilis se instala en el subconsciente de la afición; Guerrita debe perder tanto en las tardes de éxito («cómo

20


PRÓLOGO

no va a triunfar si se enfrenta a un anciano») como en las que le supera Lagartijo («viejo y todo, y le gana»). La hercúlea tauromaquia guerrista que antaño era motivo de admiración, es ahora considerada un alarde irrespetuoso frente a quien ya peina muchas canas. Guerrita es sometido desde entonces a un diario juicio sumarísimo en el que el pueblo ha emitido su veredicto: Guerrita es culpable. Más allá del lógico resquemor por el injusto trato, nada turba la imparable progresión de Guerrita, y el inicio de la última década del siglo XIX lo consagra de facto como la máxima —y quizá única— figura de la época, reconocimiento que logra de iure el 1 de junio de 1893, fecha en la que, en una aciaga tarde, «Lagartijo El Grande» se despedía para siempre del toreo. ¡El rey ha muerto, viva el rey! Recién instalado en la cima, Guerrita comprueba el peso de la púrpura, quién sabe si recordando el pensamiento enunciado por su paisano Ibn Hazm allá por siglo XI: «...sienten envidia por quien alcanza la maestría en su arte; no se zafará de estas redes ni se verá libre de tales calamidades, a no ser que se marche o huya» Apenas iniciado su califato, el «no me voy, me echan» comienza su cuenta atrás. Dos circunstancias influyen sobremanera en la progresiva hostilidad que los públicos muestran hacia Guerrita. En el ámbito personal —más allá de la ya apuntada atávica envidia española— Rafael Guerra concibe su profesión como un empleo que le procura un bien ganado sustento para él y los suyos, visión diametralmente opuesta a la tradicional imagen del torero festero y rumboso que se juega la vida —literalmente— por amor al arte. En aquella España desangrada por las guerras que acabaron con los restos del menguante imperio español, la fortuna amasada por Guerrita —que cobraba en Madrid en 1893 seis mil pesetas por corrida— suponía una afrenta que sólo podía reparar una cierta socialización de su fortuna, siquiera sea mediante espléndidas convidadas en las tabernas en las que se

21


GUERRITA

coincidía con el diestro. El nuevo Califa distaba mucho de asemejarse a su predecesor, llamado «Lagartijo el Grande» no sólo por sus méritos taurinos, sino por su acreditada bonhomía y generosidad. Guerrita, por el contrario, sentencia que «la leche y los dineros, para Córdoba». Jamás logró Rafael despojarse del sambenito que falazmente le atribuían por su bien ganada riqueza, y hasta el fin de sus días tuvo que soportar la animosidad popular perfectamente reflejada en la afirmación del crítico Eduardo de Palacio: «Lo que tiene Rafaé es que ya pué comé a diario, y esto a porsion de probe nos güerve locos de coraje». En el plano profesional, el celo de Guerrita por acabar con todos sus competidores pronto se reputó como un craso error, al ser el único destinatario de las iras del público. Todos los males de la fiesta eran imputados a Rafael, único responsable a ojos del aficionado de cuanto negativo acontecía en la Fiesta. La desmedida necesidad de Guerrita por ser admirado como el mejor de todos los tiempos provocó un «efecto rebote», tornándose las loas en injustas críticas tanto por lo que hacía... como por lo que no. En un país en el que se abrían paso ideas liberales bajo la regencia de la Reina María Cristina, la dictadura impuesta por Guerrita tenía una fecha de caducidad que, como todo lo que rodeaba a Rafael, él decidiría cuándo, dónde y cómo. Jamás en la historia del toreo la ojeriza de los públicos alcanzó tales cotas, pero el segundo Califa jamás se arredró frente a una campaña a todas luces injusta que, en cualquier caso, no pudo oscurecer la grandeza de sus éxitos. Con Guerrita se produjo el paradójico hecho de que los aficionados entraban a la plaza enfurruñados por el seguro éxito de Rafael, y la abandonaban rendidos ante su incuestionable maestría. La plaza de Madrid —nada nuevo bajo el sol— encabezaba la revuelta antiguerrista, tanto que en sus aledaños se repartían «pitos para silbar a Guerrita». Preguntado el diestro por esta orquestada campaña en su contra respondió: «antes de que termine la corría

22


PRÓLOGO

ya se han comío toos los pitos». De nada le sirvieron las siete corridas benéficas en las que intervino en la plaza de la Fuente del Berro, de ahí que, el 11 de junio de 1899, tras actuar por última vez en Madrid afirmara: «No toreo más en Madrid, ni para el beneficio del lucero del alba». Apenas cuatro meses después, el 15 de octubre de 1899, hastiado y víctima de su propio éxito, Guerrita decide en Zaragoza sorpresivamente poner fin a una carrera sin igual, durante la que estoqueó 2.339 toros como matador de alternativa; mató hasta veintiuna corridas de toros en solitario; concurrió en la Villa y Corte más de ciento treinta tardes pese al «que en Madrid atoree San Isidro», en las que dio muerte a cincuenta y seis con toros de Miura; e intervino desinteresadamente a favor de distintas causas en trece corridas de toros. Con el anuncio de su retirada, cual centurión a los pies de Cruz, se produjo una catarsis colectiva que tornó el vilipendio sufrido en los últimos años en hiperbólica alabanza, y es que en España siempre hemos enterrado muy bien… La inesperada orfandad en la que se sume la Fiesta deja en el olvido el «¿Qué es lo que tiene Guerrita? Mucho miedo y mucha guita», al igual que sucediera años después con el «Manolete, si no sabes torear pa que te metes» tras la tragedia de Linares. Tras el corte de coleta en el patio cordobés de su casa de la calle Góngora, una ola de arrepentimiento por el maltrato dispensado a Guerrita recorre el planeta de los toros. El segundo califato —que no su Califa— llega a término. La pluma del ilustre poeta cordobés Antonio F. Grilo, testigo de la ceremonia de despojo del añadido, le pone letra: ADIÓS AL GRAN TORERO Tronchar la palma inmortal Que era reina en el pensil;

23


GUERRITA

Ser ruiseñor en abril ¡Y no volver a cantar! Catarata que al rodar Se queda de pronto quieta; Ser en el circo un atleta Y dejar el redondel... Eso eres tú, Rafael ¡¡Cortándote la coleta!! ¡Todos los circos con gasa! Las cuadrillas... ¡cuánto miedo! ¡Cuánta tristeza en el ruedo! ¡Cuánto júbilo en tu casa! No es tu gloría la que pasa Por más que tú la derribes; Mayores triunfos recibes; Mejores palmas heredas; Aunque te marchas... ¡te quedas! Aunque te suicidas ¡vives! Retirado a sus dominios cordobeses, Rafael pasa su tiempo apostado en el balconcillo del Club Guerrita, santuario erigido en su honor por sus partidarios en 1896, al que peregrinan toreros, escritores, políticos, artistas y cualquier personaje notable que se tenga como tal por la sociedad española, a fin de rendirle pleitesía y someterse a su siempre severo juicio. Frisando los ochenta, la enfermedad vence a Guerrita en 1941 y, por su expreso deseo, el Club se disuelve; ¿quién quiere un palacio sin rey? Hoy, más de ochenta años después de su muerte, sendas placas descubiertas por el capítulo de Córdoba de la Fundación del Toro de Lidia recuerdan la última morada del califa y el Club que llevaba su nombre.

24


PRÓLOGO

Apuntaba al principio de este prólogo que Rafael Guerra Guerrita fue el primer revolucionario del toreo. Con su advenimiento comienza una embrionaria revolución que, sin ser consciente de ello, sienta las bases del toreo moderno. Siendo Lagartijo la primera figura del toreo de la historia —entendida tal dignidad con criterios actuales— no es menos cierto que su forma de interpretar el toreo no difiere en demasía de anteriores matadores tenidos ya entonces por arcaicos. Hasta la retirada del primer Califa, la lidia tiene como único fundamento preparar al toro para la muerte y, si bien Rafael Molina interpreta las suertes con una gran donosura superando una concepción taurómaca basada exclusivamente en el arrojo, cualquier alarde artístico está radicalmente supeditado a la preparación de la muerte del animal. Más en su imaginario que en sus manos, Guerrita esboza muy tangencialmente dos cambios fundamentales en el devenir del toreo que, como en tantas ocasiones (v.gr. las faena de Chicuelo a «Corchaíto» y otras precedentes en América, o incluso la de Manolete a «Ratón»), pasan desapercibidos para la mayoría de la crítica (Paco Media Luna, en 1884, sí advirtió en Guerrita que «nada más bonito y artístico que aquellos pases naturales haciendo girar al toro en un palmo de terreno») y, con mayor motivo, para la afición. En primer lugar, el toreo de mano baja —bosquejado de forma muy tenue y por el que fue censurado—, y el toreo en redondo como antesala de la ligazón de los muletazos. En algunas (pocas) fotografías puede verse cómo Guerrita retrasa tímidamente la pierna de salida con la presumible intención de alargar el muletazo, en lo que bien pudiera calificase como el primitivo prolegómeno de la actual concepción de la faena de muleta que, años después, desarrollarían episódicamente Chicuelo y Joselito «El Gallo», hasta la total sublimación alcanzada por Manuel Rodríguez «Manolete» y que hoy se mantiene vigente. Pero es en el toreo a la verónica donde el segundo califa se presenta

25


GUERRITA

como un visionario del futuro que vendrá, pues, de manera más teórica que práctica, enseña el camino que indefectiblemente seguirán los capotes del resto de matadores. La concepción canónica de la verónica partía del cite de frente, algo que Guerrita refuta con acierto. Así, en el tratado de Tauromaquia escrito bajo su dirección, describe Guerrita la verónica de forma tal que, ciento treinta años después, lo suscribiría cualquier figura del toreo actual. Dice el segundo califa que la verónica: «se ejecuta en la forma siguiente: se coloca el diestro de costado, en la rectitud del toro y a la distancia que le indiquen las facultades de su adversario, que procurará esté paralelo a las tablas; le citará tendiendo la capa, que tendrá sostenida con ambas manos; le dejará venir por su terreno, y cuando llegue a jurisdicción, le cargará la suerte empapándole bien en el capote y lo vaciará trayéndose la mano izquierda al costado derecho, y alargando el brazo derecho, o viceversa, según del lado de que se practique, procurando que la res quede derecha y no atravesada». Es precisamente la colocación de costado la que permite la ligazón, pilar nuclear sobre el que se asienta la concepción moderna del toreo, que Guerrita justifica certeramente por «tener más facilidad para dar la salida y para repetir la suerte sin moverse de medio cuerpo abajo. La suerte practicada en esta forma, resulta de más lucimiento y más parada que cuando el lidiador da la cara al toro situándose de frente, porque para repetirla tiene, por lo menos, que dar una media vuelta girando sobre los talones». Sobre estas innovaciones técnicas se desarrollarán las bases de la tauromaquia actual, por lo que bien puede concluirse reconociendo a Guerrita como el precursor del toreo moderno. En cuanto al ganado, aunque ya Lagartijo y Frascuelo mostraron sus preferencias por concretas ganaderías andaluzas y castellanas respectivamente, es Guerrita quien eleva esa prelación a exigencia innegociable para su contratación, imponiendo «murubes» y

26


PRÓLOGO

«saltillos», en una inédita e ilustrativa demostración de su poderío y superioridad. Este imperativo en la elección del ganado —reprobado desde entonces y mantenido hasta nuestros días— aún hoy resulta ambivalente, al contraponer la eventual comodidad de determinados encastes con la acertada búsqueda de reses que posibiliten el mayor de los lucimientos. Sea como fuere, lo cierto es que Guerrita jamás eludió su responsabilidad con la máxima figura del toreo que era, de lo que da fe, entre otros episodios, la triunfal lidia en Madrid del mítico «Cocinero» —tenido por uno de los toros de mayor trapío que se recuerdan— cuya muerte exigió Guerrita para acallar aviesas habladurías. En definitiva, tiene en sus manos, lector, una magnífica obra que trasciende por su calidad literaria lo meramente taurino, y que glosa la persona y el personaje que fue Guerrita, probablemente el primer torero total para quien la lidia carecía de secretos. A buen seguro que esta cuidada reedición de la biografía escrita por D. Antonio Peña y Goñi satisfará tanto a quienes se acerquen por primera vez a la figura de Rafael Guerra, como a los que, al igual que yo, crecen en su admiración a medida que profundizan en la vida y obra de quien, de «Llaverito» a «El Guerra» pasando por Guerrita, alcanzó el mayor honor que alcanzarse pudiera: ser Califa del Toreo. Francisco Gordón Suárez Abogado, escritor y coordinador de la FTL en Córdoba

27



GUERRITA ANTONIO PEÑA Y GOÑI



CAPÍTULO I

CAPÍTULO I

Introducción. —Nacimiento e infancia de Rafael Guerra. —En el Matadero de Córdoba. —Una corrida ideal. —Guerra y California. —Una paliza. —Los protectores de Rafael. —»Los niños de Córdoba». —El Llaverito. Rafael Guerra, Guerrita, es hoy la figura preeminente del toreo; representa una interesantísima etapa del arte de Rafael Molina y de Salvador Sánchez. Y de tal suerte absorbe la atención del público, ha llegado a ejercer tan visible monopolio sobre la devoción de los aficionados, que me parece sumamente atractivo y curioso, y caso impuesto por las circunstancias, estudiar de cerca, sin apasionamiento alguno, a un diestro digno por todos conceptos de semejante labor. Sé que la materia es ardua, no por las dificultades que presenta un estudio crítico de Guerrita, sino por tratarse de un espectáculo que lleva aparejada la pasión y llega a perturbar los sentidos del ser más equilibrado de la tierra. Función de degenerados llamaría probablemente Nordau a las corridas de toros, y no le faltaría razón, que a ellas vamos todos para

31


GUERRITA

actuar de ansiomaniacos y buscar en las peripecias de la lidia las tremendas emociones que ansían los desquiciados. Pero mirada con frialdad, es tan estúpida la vida, que vale más imitar a los Césares romanos y gastar pronto el humano combustible que someterse a las leyes de la economía, ya que avaros y pródigos acabaremos por fin por zambullirnos, como todo bicho viviente, en las olas de la eternidad. Aparte filosofías de degenerado, y mandando a paseo a Max Nordau con el veneno de su psiquiatría, ello es que yo estimo la pasión el más delicioso de los apetitos morales, y que siendo, como lo es, principal condimento de las fiestas taurinas, me atrae y seduce cuanto se relaciona con ellas. Guerrita me atrae y seduce, por lo tanto, como asunto pasional y de actualidad palpitante, y me llama a un ambiente del cual me hallaba retirado desde hace bastante tiempo; el ambiente de los toreros y los toros, ambiente de desbordamiento sin tasa, de mientes como puños y puños como mientes, de procacidades e insultos, donde la gente se vuelve fiera y «liba» cual néctar divino la sangre del hombre y la sangre del animal. Ya que hay que tocar las castañuelas, toquémoslas del mejor modo posible, bañándonos en ese ambiente feroz, pero evitando cuidadosamente las pasiones de bajo vuelo, de las cuales Dios nos libre. Y como hay que examinar un período taurómaco de gran importancia y a un torero asombroso que dejará en la historia del arte nombre excepcional, quizá único, voy a proceder con calma y orden y a comenzar por la biografía de Guerrita, narrando con alguna extensión y con varios datos desconocidos hasta ahora cuanto se refiere al génesis del famoso lidiador. El día 6 de marzo de 1862 surgió de las profundidades del claustro

32


CAPÍTULO I

materno a la clara luz del día, en Córdoba la Sultana, Rafael Guerra y Bejarano, hijo legítimo de José y de Juana, curtidores de pieles los dos. Fueron padrinos del niño su abuelo materno Mariano Bejarano y la hija de este, Rafaela, casada a la sazón con el desventurado Pepete, en representación del cual apadrinó a Guerrita el citado abuelo materno. Al día siguiente de verificarse el bautizo, firmó Pepete la escritura para torear en Madrid, donde en la infausta tarde del 20 de abril había de atravesarle el corazón el toro Jocinero, de la vacada de Miura, y segar en flor la existencia del pobre diestro. Los padres de Guerra se dedicaron desde luego a ayudarles en las tareas del oficio, con el cual vivían honradamente y con relativa holgura. De pésima gana lo hizo el mocete, que no se amoldaba a la sujeción de un trabajo metódico, hasta que el nombramiento de portero de la Casa Matadero de Córdoba, recaído en José Guerra, cambió radicalmente el modo de ser de las cosas y mostró al muchacho el luminoso faro del porvenir. Doce años contaba Rafael cuando su padre tomó posesión del nuevo empleo. El muchacho tenía durante el verano la costumbre de tomar baños gratis en los pilones del Matadero. Una noche del mes de julio, después de los frescos zambullones en el pilón, observó que en los corrales de la casa había dos becerros de la ganadería de D. Rafael Barbero, destinados al abastecimiento de la carne. Verlos el chico, quitarse la camisa, convertirla en capote y empezar a torear a los bichos, fue obra de un instante. Terminada la faena, miró Rafael al cielo y juró ante Dios y los becerros de Barbero ser lidiador de reses bravas.

33


GUERRITA

Dos arrapiezos, compañeros inseparables de Guerra, Torerito y el Mojino, formaron con aquel una trinidad que se propuso sortear sin tregua ni reposo cuantos cornúpetos hubiera en los corrales. Y lo hicieron a pedir de boca, nocturnamente, burlando la paternal vigilancia del portero, quien no podía sospechar que su hijo se entregara a tan peligrosos ejercicios. Una noche, sin embargo, el juego quebró. Supo Rafael que había encerrado en el Matadero un novillo utrero superior. Lleno de entusiasmo el chico, no se anduvo en chiquitas. Había en Córdoba un aspirante a picador de toros que respondía al rimbombante apodo de California. Fue a buscarle Guerra, le dio cuenta del caso y decidieron los dos habérselas aquella noche con el utrero. Mientras dormía el padre se hizo el hijo con la llave del corral donde el novillo estaba encerrado, y pisando quedo y conteniendo el hálito, penetraron como dos criminales en el corral Guerra y el gran California. Para torear el bicho llevaba Rafael lo indispensable, que era un magnífico guiñapo en forma de capote. Pero el picador carecía de caballo, y el sitio y la hora se prestaban poco para encontrar corceles. ¡Aquí del ingenio juvenil! Guerra dio con una piel seca de vaca que tenía la forma del lomo de un bridón, y como el cutis de California era de paquidermo y la ocasión poco propicia para pararse en nimiedades, allá se puso a horcajadas el picador, armado de un palo largo y recio, y la corrida comenzó. ¡Corrida ideal para los dos destrozones, que gozaron lo indecible! Guerra empapaba al utrero, lo llevaba a la piel de vaca, embestía el animal, rodaban dulcemente picador y caballo, y Rafael entraba al quite y se llevaba al bicho con una media verónica o una larga, mientras la pálida Hecate, única espectadora de la fiesta, se reía a moco tendido, allá, en las etéreas alturas, bañando con argentada luz

34


CAPÍTULO I

la ciudad de los Califas. Se prolongaba la corrida con gran contentamiento de los delincuentes, entre los volatines que hacían California y su enjuto corcel y los maravillosos quites de Guerra, cuando de pronto sintió este un palo en las espaldas. ¡Ay! gimió el chico con dolor y extrañeza. Se llevó la mano al aporreado miembro, volvió la cara, creyendo tal vez que el utrero le había corneado a traición, y, como D. Juan Tenorio, no tuvo más remedio que exclamar: ¡Válgame Cristo, mi padre! Era su padre, en efecto; su padre que, habiendo notado ciertos rumores en el corral, se levantó de la cama, buscó las llaves y, no hallándolas en su sitio, se asomó a una ventana y contempló airado desde allí el espectáculo de la corrida. Entonces bajó sigilosamente y se presentó como sombra de Nino ante los aterrados mozalbetes. El conspicuo California dijo: «pies, ¿para qué os quiero?», soltó el caballo y apretó a correr, y el pobre Guerra tuvo que aguantar la más descomunal paliza que registran los anales de su cuerpo. Se comprende el furor que se apoderó de José Guerra al sorprender a su hijo en el corral del Matadero. La trágica muerte de Pepete, a quien querían entrañablemente los padres de Rafael, les había hecho cobrar un odio invencible a las corridas de toros; así es que, al lidiar el novillo de Barbero, no podía imaginar Guerrita cosa que más disgustara a su amante padre. Prestó entonces su decidida protección al chico una persona muy respetable e influyente de Córdoba, D. Tomás Conde y Luque, que había visto a Guerra en algunos tentaderos y se había quedado prendado de su maña precoz. Merced al Sr. Conde y Luque se abrieron de par en par para

35


GUERRITA

Guerra las puertas del Matadero; intercedieron también por el muchacho Francisco Rodríguez, Caniqui, antiguo y acreditado banderillero cordobés, y el inteligente aficionado Rafael Sánchez, Poleo, y, al fin, tras varias somantas paternales administradas con equidad y aseo, cedió de mala gana el padre. Y Rafael Guerra vio colmados sus deseos, ingresando en la cuadrilla de jóvenes toreros rotulada Los niños de Córdoba, que organizó el año 1876 Caniqui, y comenzó sus tareas en Andújar el 8 y 9 de septiembre. Con Rafael entraron también a formar parte de la infantil cofradía torera El Torerito y Mojino, sus inseparables camaradas. Un detalle. Entonces fue cuando Guerra usó su primer mote de Llaverito.

36


CAPÍTULO II

CAPÍTULO II

La primera salida. —Vuelta al hogar. —Un año de descanso. —¡En libertad! —Los comienzos de Guerra. —El primer novillo que mató. —Matador de novillos. —Frascuelo y Guerra. —La corrida de Linares. —Banderillero de Bocanegra. —Los triunfos del Llaverito. —Ingreso en la cuadrilla del Gallo. Un año duró aquella expedición, durante la cual banderilleó Guerra varios novillos en las plazas de Andalucía, distinguiéndose mucho en la de Córdoba, donde debutó en una novillada verificada el 15 de octubre de 1876. Terminada la temporada, volvió el mocete al hogar paterno, y ante las severas órdenes del padre, tuvo que dedicarse nuevamente al oficio de curtidor. Un año entero dobló el cuello bajo aquella coyunda y trabajó rabiando de celos aparte. José Guerra se mostraba inflexible, el chiquillo recordaba las palizas de antaño y se aguantaba por la buena, pero su espíritu estaba siempre en las plazas de toros y la sujeción del oficio acrecentaba, si cabe, su decidida vocación. Entretanto Poleo no cejaba por su parte en la tarea de inculcar en el ánimo del padre de Guerra la persuasión de que el muchacho

37


GUERRITA

manifestaba aptitudes extraordinarias para el toreo. Un día, y otro, y otro, ayudado calurosamente por Caniqui, abogaba ante el curtidor en pro de las pretensiones de su hijo. Tanto pudieron los ruegos del entendido aficionado y los del banderillero cordobés, que ablandaron finalmente a José y a su esposa, y Rafael vio el cielo abierto cuando supo que podía volver a torear con el pleno consentimiento de sus padres. Aquí comienza, en realidad, la carrera de Guerrita. En el año de 1878 se lanzó decidido a torear y actuó como banderillero en numerosas plazas. El mes de agosto se hallaba en la de Alcoy, donde entusiasmó al público pareando los novillos que le correspondieron, y mató uno a petición general. Dieciséis años tenía Rafael, era un niño, cuando armado de estoque y muleta se encaró con el torete; pero pesaba demasiado el estoque y tuvo que tenérselo el Camará, mientras Guerra, con gran desahogo, toreaba de muleta al novillo. Cuando estuvo cuadrado pidió el estoque al jefe de la cuadrilla y se dejó caer con una gran estocada en las agujas que hizo polvo al bicho y valió a la criatura una entusiasta ovación. Un mes después, en septiembre, volvió Guerra a empuñar el trapo y la espada para matar en Cabra un toro enano de la ganadería de Barrionuevo, y en las corridas celebradas en Córdoba el 5 de enero de 1879 estoqueó un novillo utrero que le cedió Manuel Molina. Figuró después, por primera vez, como matador en una novillada organizada en Córdoba por Lagartijo, y que se verificó en aquella plaza el 23 de marzo siguiente, a beneficio de las familias de las víctimas de un hundimiento. En dicha función banderillearon y estoquearon gratuitamente cuatro novillos de D. Manuel Álvarez, Guerrita, Mojino y Torerito y Manene. El 26 de junio Guerrita toreó en la plaza de los Campos Elíseos de

38


CAPÍTULO II

Madrid en una corrida de cuatro toretes de D. José Fierro, celebrada a beneficio de los Asilos de San Bernardino. El 28 de agosto estaba en Linares, donde al siguiente día tenía que tomar parte en una novillada, en la cual figuraban como matadores Antonio Fuentes, Hito, y el Camará. Aquel propio día, el 28, toreaban el Gordito y Frascuelo una corrida de Veragua. Todas las aspiraciones de Guerra y del Torerito eran asistir a la función y ver matar a Frascuelo. No había billetes en el despacho, y, aunque los hubiera habido, el bolsillo de los novilleros no daba para permitirse tamaño lujo. ¿Qué iban a hacer para satisfacer el ansia que tenían por asistir a la corrida de toros? Un golpe de audacia los salvó. —Vamos a ver a Frascuelo —dijeron ambos. Y, en efecto, allá se fueron tan templados y se presentaron a Salvador, a quien dieron cuenta de lo que ocurría. Frascuelo, prendado de la frescura de los mozalbetes, le tendió la mano al instante: —Esta tarde vais a salir con mi cuadrilla. Vestíos cuando sea hora y haréis el paseo. ¿Queréis banderillear un toro? —¡Ya lo creo! —¡Pues andando, y hasta luego! Los chicos salieron locos de júbilo del cuarto de Salvador, y por la tarde lucieron su gallardía confundidos con la cuadrilla de Frascuelo. Salió el cuarto toro, un hermoso jabonero de Veragua, y se dirigieron a él, con los palos en la mano, Guerra y el Torerito, quienes en un santiamén clavaron al veragüeño seis pares de banderillas en lo alto, en medio de estruendosa ovación. Salvador mató el toro de una estocada hasta la bola, de las suyas, y obtuvo también una ovación inmensa, en la cual tomaron parte con toda su alma los dos muchachos a quienes tan noblemente había protegido.

39


GUERRITA

En la novillada del día siguiente mató Guerra a petición del público el quinto novillo. El 9 de noviembre se verificó en Córdoba, a beneficio de los inundados de Murcia, Alicante y Almería, una corrida de seis toros, de Castrillón, que fueron estoqueados por Bocanegra, Lagartijo y su hermano Manuel, corrida a la cual siguió la lidia de dos novillos que mataron El Llaverito y Torerito. El año 1880 fue el último en que figuró como novillero Rafael. Después de torear en tal concepto durante aquella temporada, banderilleó en Sevilla el 10 de octubre y obtuvo el ascenso inmediato, ingresando el año l88l en la cuadrilla de Bocanegra y formando parte a veces de la de Manuel Díaz, Lavi, y otras de la de Manuel Molina. Uno de los triunfos más señalados de aquella época lo obtuvo El Llaverito en Bilbao, donde toreó con Lavi dos corridas de toros que se celebraron el 1º y el 2º de mayo. Tales primores hizo el muchacho con las banderillas, que a la conclusión de la corrida segunda un grupo de espectadores lo alzó en hombros y lo paseó por el redondel. Llegó el año 1882 y El Llaverito continuó trabajando durante la primavera y el estío a la vera de los tres matadores que quedan citados, hasta que la buena fortuna de Rafael le deparó la de entrar a formar parte de la cuadrilla de Fernando Gómez, El Gallo, escriturado entonces para la segunda temporada de Madrid. Diego Prieto, Cuatro-dedos, banderillero de Fernando, se disponía a tomar la alternativa, dejando una vacante en la cuadrilla del Gallo, y este, que conocía a Rafael y apreciaba debidamente su mérito, se apresuró a hacerle proposiciones, invitándole a ingresar en aquella. El Llaverito aceptó inmediatamente y entró a formar parte de la cuadrilla del Gallo. Aquí termina El Llaverito y empieza Guerrita. Desapareció por completo el primer mote y Rafael fue bautizado con el que aún lleva y figurará entre los primeros en la historia del toreo.

40


CAPÍTULO III

CAPÍTULO III

Un cartel. —Guerrita en Madrid. —Ovaciones. —El Gordito y Guerra. — La revelación del torero. —Lo que hizo en la cuadrilla del Gallo. —Lluvia de escrituras. —Una corrida en Córdoba. — Salida de Guerrita de la cuadrilla del Gallo. —La leyenda y la verdad. —Ingreso de Guerra en la cuadrilla de Lagartijo. Como documento curioso y que tendrá mañana valor histórico innegable, reproduzco a continuación el primer cartel en que figuró Guerrita en la plaza de toros de Madrid. En dicho cartel aparece por vez primera el nombre de Rafael Guerra, acompañado del nuevo apodo Guerrita, que sustituyó para siempre al de El Llaverito que había usado hasta entonces.

41


GUERRITA

**** PLAZA DE TOROS DE MADRID 14.ª CORRIDA DE ABONO

que se verificará (si el tiempo no lo impide)

EL DOMINGO 24 DE SETIEMBRE DE 1882 PRESIDIRÁ LA PLAZA LA AUTORIDAD COMPETENTE Se lidiarán seis toros de la antigua y acreditada ganadería de

D. ANASTASIO MARTÍN,

vecino de Sevilla, con divisa encarnada y verde. LIDIADORES PICADORES DE TANDA

PICADORES DE RESERVA

Juan Antonio Mondéjar (Juaneca) y Matías Ucela (Colita).

Emilio Bartolesi, Juan Fuentes, Francisco Fuentes y José Pacheco (Veneno)

ESPADAS

José Machío, José Sánchez del Campo (Cara-ancha) Y Fernando Gómez (El Gallo). BANDERILLEROS

Cosme González, Lorenzo Quílez y José Martínez Galindo; José Fernández (Barbi), Manuel Sánchez del Campo y Pedro Sánchez del Campo; Diego Prieto (Cuatro-dedos), Antonio García (El Morenito) y Rafael Guerra (Guerrita). SOBRESALIENTE DE ESPADA

José Martínez Galindo, sin perjuicio de banderillear los toros que le correspondan.

****

42


CAPÍTULO III

Llamó la atención Guerrita desde el mismo día en que pisó la plaza de Madrid. Su juventud, su alegría, su cara aniñada y la desenvoltura con que se colocaba ante la cara de las reses para parear, le captaron al punto las simpatías de todos los aficionados. Estas no hicieron sino acrecentarse de día en día al ver que el muchacho se mostraba deseoso de corresponder a los aplausos del público y de adelantar en la carrera. Cuando llegó a Madrid en 1883 el rey D. Luis de Portugal figuró entre los festejos organizados para agasajar al monarca lusitano una gran corrida extraordinaria, función mixta, compuesta de dos toros rejoneados por D. Juan Laborda y D. José Rodríguez, a quienes apadrinaron Cuatro-dedos y El Gallo, respectivamente, y seis toros de Benjumea estoqueados por el Gordito, Lagartijo, Currito, El Gallo, Manuel Molina y Cuatro-dedos. Parearon el cuarto toro Guerrita y Almendro, clavando el primero dos pares, uno quebrando y el otro al cuarteo, que fueron el acontecimiento de la tarde. Tan en corto citó en el quiebro y de tal manera consintió y cuadró en la cabeza al cuartear el segundo par, que el público, lleno de entusiasmo, aclamó al valiente y primoroso banderillero, tributándole una ovación, acompañada de sombreros y cigarros, como no la obtuvo en toda la corrida ninguno de los matadores. Maravillado el Gordito al ver la maestría de Guerrita, se dirigió a él y le dio la mano en mitad de la plaza, lo cual puso el colmo al frenesí de los espectadores. Desde aquel instante, el nombre de Guerrita subió de repente a considerable altura. En cuanto toreaba Rafael, se adivinaba en el público el deseo de que el muchacho saliese a poner banderillas y rara era la corrida en que no se llevase las palmas de la tarde. Más adelante, en oportuno lugar, me ocuparé detenidamente del

43


GUERRITA

modo de parear de Guerrita, pero puede juzgarse desde luego de la originalidad de su arte en el segundo tercio de la lidia, con sólo pensar que produjo una verdadera revolución en los aficionados y bastó por sí solo para dar a las corridas nuevo cuanto inesperado interés. Fue este tan grande durante aquellos años, que El Gallo veía llover escrituras para todas las provincias de España, que deseaban admirar al joven banderillero cordobés. Rafael llevaba a remolque a toda la cuadrilla, y su nombre hacía tanto o más cartel que los de Lagartijo y Frascuelo. Verdad es que el admirable diestro justificaba con creces en cuantas funciones de toros tomaba parte la ruidosa fama que alcanzara en Madrid, y obtenía siempre frenéticas ovaciones. En varias plazas pedía el público que Guerrita matara el último toro, y así lo hizo en Bilbao, en Córdoba, en Valladolid, con tanto arrojo y eficacia que los espectadores lo aclamaron con delirio. La corrida que se celebró en Córdoba el 2 de junio de 1884 fue memorable para Guerrita. He aquí de qué modo hizo El Diario de Córdoba la reseña del tercer toro al llegar el segundo tercio de la lidia: «Expectación general al tocar a banderillas. Guerrita, el incomparable Guerrita, ese fenómeno del toreo, coge los palos; todas las miradas estaban fijas en nuestro simpático paisano. El toro estaba huido y buscaba defensa en las tablas; allí va Guerrita a desafiarlo, en corto terreno le cita enseñándole el cuerpo, el toro se arranca, creyendo cogerlo, y el diestro lo quiebra con arte y frescura en la misma cabeza, dejándole las banderillas que ni pintadas. La ovación que recibió el chico no es para descrita: sombreros, chaquetas, puros, un zapato de mujer y la mar de regalos. Manso se quedó el toro con el quiebro». En la reseña del último toro decía: «Guerrita vuelve a entusiasmar al público; empieza con un par

44


CAPÍTULO III

de los cortos al cuarteo, superior, después alegrando de la manera más bonita que se conoce, cita, va andando hasta pisar el terreno del toro, retrocede tres pasos, se arranca derecho metiendo los brazos con precaución y parando en firme al rematar la suerte. El público en masa pide unánime mate el héroe de la tarde, él se niega, pero no hay más que ceder ante tanto entusiasmo. El Gallo, acompañado de su banderillero predilecto, llega a la presidencia a pedir la venia, y ésta no se hace esperar, pues el Sr. García Espinosa la concede al momento. Guerrita, de granate y oro, acompañado de los tres espadas, se presenta delante del berrendo con la muleta en la izquierda, y con la frescura de un consumado matador de toros; tres pases naturales, tres con la derecha, dos de pecho y uno en redondo, preceden a una gran estocada a volapié, entrando y saliendo con todas las reglas del arte. El entusiasmo del público rayó en delirio». Así continuó recorriendo un camino sembrado de flores y llenando de corridas a su matador, hasta que en septiembre de 1885 dejó de pertenecer a la cuadrilla del Gallo. ¿Por qué? No podía faltar la indispensable leyenda y, en efecto, no faltó. Se dijo que, merced a las más negras maquinaciones y a las más espantables intrigas, Lagartijo había raptado a Guerra, se lo había robado al Gallo con el objeto de privarle de los inmensos beneficios que le reportaba el célebre banderillero cordobés. Lo que ocurrió fue sencillamente esto: la empresa de la plaza de toros de Caravaca escrituró a Guerrita, lo cual quiere decir que contrató al Gallo. Rafael dijo a su matador que deseaba figurasen en la cuadrilla Mojino y el picador Matacán. Accedió Fernando, participó Guerrita a sus recomendados que torearían con él; a última hora se repuchó el Gallo, hizo saber a Mojino y Matacán que él ponía la gente que mejor le parecía y no

45


GUERRITA

contaba con ellos para Caravaca; escribió en este sentido a Guerra, que se hallaba en Córdoba, y este telegrafió a su matador en los siguientes o parecidos términos: «Enterado por su carta que no van a Caravaca Mojino ni Matacán, yo tampoco voy —RAFAEL». ¡Y hasta hoy! La inconcebible pequeñez del Gallo le privó para siempre del concurso de un torero a quien Fernando debía su fortuna. No pasó más, ni hubo, por lo tanto, raptos de ninguna especie. El malogrado D. Juan Aguilar era íntimo amigo y admirador entusiasta de Guerrita, y al propio tiempo apoderado de Lagartijo. Habló a este para que tomase en su cuadrilla a Guerra; Rafael el Grande no se hizo de rogar; acogió con los brazos abiertos a Guerrita, su paisano; y así entró este por la puerta grande en las huestes del maestro cordobés. Aquí llegamos a un período importantísimo de la carrera de Guerrita, período que conviene narrar in extenso, con pelos y señales, porque representa etapa sumamente curiosa y sugestiva en la vida y destino del gran lidiador. Puede decirse que el período álgido de la fama de nuestro héroe da comienzo en septiembre de 1885, puesto que a partir de esta fecha lo vamos a ver luchando contra encontradas corrientes y víctima de sucesos de grave enseñanza e interesante recordación. No quiero, sin embargo, pasar adelante, ahora que voy a hablar por cuenta propia, sin declarar, para descargo de mi conciencia, que muchos de los datos que anteceden están tomados sustancialmente de una curiosa y, según noticias, exacta biografía de Guerrita, publicada en Sevilla en 1888 y escrita por D. M. Ruiz Jiménez. Algunas noticias desconocidas hasta ahora y otras que he ampliado, proceden de personas íntimamente relacionadas con Guerrita, que me han proporcionado preciosos datos y documentos

46


CAPÍTULO III

de gran utilidad. Y para que se vea que aquí se juega limpio, conste que esas personas son Pepe Bilbao y Luis Carmena, a quienes ofrezco coram populo el testimonio de mi gratitud.

47



CAPÍTULO IV

CAPÍTULO IV

La plaza de Madrid en aquella época. —Lagartijo y Frascuelo. —El público. —Dos metáforas cursis. —El matrimonio y la flor. —Guerrita al lado de Rafael I —Los lagartijistas y los anabaptistas del Profeta. —Lo que se dijo entonces. —Padre, Hijo y Espíritu Santo. —Alternando con el maestro. —Las corridas de Aranjuez. —El año 1887. —Un momento de detención. Cuando Guerrita ingresó en la cuadrilla de Lagartijo, la plaza de Madrid gozaba de un período de calma relativa. La competencia entre Rafael y Salvador continuaba siempre, pero sosegada, pacífica, sin ostentar aquellos caracteres de ferocidad que durante tantos años nos habían traído a todos de cabeza. La labor del tiempo había producido sus efectos naturales. Lagartijo y Frascuelo envejecían, se iban gastando; nosotros también. A fuerza de disparar un día y otro, quedaban muy pocas municiones, las armas comenzaban a enmohecerse y se resentían del cansancio. Podía, pues, decirse que del encarnizamiento de la pelea no quedaban sino efluvios. La juventud, con sus ardimientos y sus desplantes, se había largado con viento fresco, llevándose consigo

49


GUERRITA

la época de las grandes explosiones, aquella época inolvidable, cuyo recuerdo me rejuvenece aún. Mientras Frascuelo encontró en la plaza la despiadada oposición de los lagartijistas, guiada por los anabaptistas del Profeta, luchamos y nos embriagamos con el fragor de la batalla; pero Salvador acabó por imponerse a todos, y desde el momento en que se deslindaron los campos y la verdad pudo más que la mentira, desapareció a pasos agigantados el principal aliciente de la lucha. No cabían ya mixtificaciones; el envidiable ingenio de los portaestandartes del lagartijismo era ya impotente para prolongar el engaño. Habíamos alcanzado la meta, sabíamos a qué atenernos, estábamos —la duda era imposible— en el principio del fin. Valiéndome de una metáfora cursi, mejor dicho, de dos metáforas cursis, me atrevo a afirmar: Primero. Que desde el instante en que el matador de toros se hizo indiscutible en Frascuelo, nos encontramos en la situación del amante que, tras largo tiempo de cruel resistencia, toma posesión de la plaza sitiada. Dicen que el matrimonio es la tumba del amor. Si el casamiento de Frascuelo con la afición general no fue la sepultura de nuestro entusiasmo, lo cierto es que desde entonces entramos todos en la vida sosegada y normal del himeneo que se compadecía tan mal con los pasados arrebatos. Mientras gritamos, vivimos; en callando, ¡a morir! Segundo. Que Lagartijo y Frascuelo eran dos ramilletes, cuya fragancia habíamos aspirado voluptuosamente durante cerca de veinte años; que comenzaban a ajarse, a marchitarse con rapidez, y hacía falta en ellos una flor brillantísima que les comunicara nuevo aroma, y en la cual pudiera recrearse nuestra vista y nuestro olfato, cansados de contemplar los mismos colores de aspirar idénticos perfumes.

50


CAPÍTULO IV

Guerrita fue en la cuadrilla de Lagartijo esa flor, como lo fue más tarde el Bebe en la de Frascuelo. Aquélla creció, se desarrolló y se hizo ramillete; ésta se secó cuando empezaba a oler. Luego hablaremos del Bebe. Una vez dentro de la casa torera de Lagartijo y formando parte integrante de la familia, Guerrita fue inmediatamente el Benjamín del Jacob de Córdoba. El muchacho tuvo letra abierta para todo, toreó como un calavera consentido, hizo quites, recortó, se adornó, abrió cátedra de banderillas creando un modo de parear —como se demostrará a su tiempo— que convirtió el segundo tercio de la lidia en un espectáculo de todo en todo bellísimo y original; inundó, en suma, de luz a la cuadrilla y comunicó a las corridas de toros oleadas de oxígeno que les dieron aspecto nuevo y sumamente atractivo. Los lagartijistas acogieron a Guerrita con los transportes de júbilo que resuenan en los palacios reales al anunciarse el nacimiento del primer varón. La sucesión estaba asegurada, ya tenía la corona un heredero. ¡Sursum corda! Los anabaptistas echaron las campanas al vuelo y se postraron de hinojos ante el retoño del triunfador de Munster, bautizándolo enseguida con el nombre de Rafael II. ¡Con cuánto entusiasmo lo jalearon! ¡Con cuánta solicitud lo cuidaron! ¡Con qué amoroso empeño se hicieron cargo del neófito! ¡Y con qué grandiosa solemnidad anunciaron urbi et orbi que el Califa soberano había dado a luz aquel guapísimo y retrechero mocete, a quien todos debían considerar, acatar y respetar como al glorioso mantenedor, sucesor e idealizador de la dinastía de Rafael el Grande! Este, por su parte, actuaba de autor de los días de Guerrita con una maestría verdaderamente conmovedora. Con los ojos puestos siempre en el chico, atento a sus menores movimientos, ayudándolo en las faenas de la muerte, tendía sobre su protegido un manto de

51


GUERRITA

protección que hacía asomar las lágrimas a los ojos de las almas sensibles. En materias taurinas nadie se para en barras, por lo cual llegó a decirse, y la cosa quedó como verdad inconcusa, que Rafael II era hijo de Rafael I, pero no hijo taurómaco, si puedo expresarme así, sino hijo habido de ayuntamiento carnal, con perdón de ustedes. ¡Hasta ese extremo llegó entonces la leyenda de protección y de cariño rafaelescos que rodeó como nimbo de bienaventuranzas a Guerrita! El joven banderillero cayó, pues, en un lecho de rosas al ingresar en la cuadrilla del maestro cordobés. Lo prohijaron todos los lagartijistas, los anabaptistas lo arroparon con las filigranas de su literatura sugestiva, y el muchacho pudo embriagarse a su gusto en aquella dulcísima luna de miel que el destino le deparaba. Lagartijo vio enseguida que no tenía otra cosa que hacer sino dejarse llevar por la corriente. El público, verdaderamente hipnotizado por Guerrita pedía a voz en cuello, en cuanto se presentaba favorable ocasión, que Rafael II empuñase estoque y muleta; se prestaba a ello de buen grado Rafael I y allá iban al toro el Padre y el Hijo, mientras los espectadores, convertidos en Espíritu Santo, cobijaban bajo sus colombinas alas a los dos y se volvían locos aclamándolos. Poco tardó Guerrita en alternar con Lagartijo matando toros. Comenzó la faena el siguiente año de 1886, y alcanzaron las corridas el número de 22 con los mejores matadores, pero principalmente con el maestro de Córdoba. Fueron notables aquel año las que se verificaron en Aranjuez el 29 de junio y el 4 de septiembre. Lagartijo había terminado el año anterior sus compromisos con la empresa de la Corte y se había marchado decidido a no actuar en Madrid durante la siguiente temporada. No apareció, en efecto, en los carteles el nombre de Rafael, y los lagartijistas se fueron todos a la ciudad de la fresa resueltos a celebrar una manifestación que fuera

52


CAPÍTULO IV

desquite de la ausencia del Califa. La manifestación se llevó a cabo con el aparato debido; Rafael I fue el héroe de la fiesta, y Rafael II, que mató los dos últimos toros, compartió con su padre putativo del toreo las ovaciones que se prodigaron a este. En la corrida del 4 de septiembre, Guerrita, alternando con el maestro, estoqueó tres toros, de los cuales mató dos, el segundo y cuarto, sobre todo este, de un modo admirable, despertando el entusiasmo general. El año 1887 fue escriturado Guerrita por la empresa de Madrid para torear con El Ecijano, Fabrilo y El Bebe cuatro novilladas que se celebraron en los días 27 de febrero, 6, 13 y 27 de marzo, y en cuanto llegó la temporada de toros apareció de nuevo en la cuadrilla de Lagartijo que, tras un año de eclipse, volvía a la Corte a torear con Frascuelo. No es posible hablar del año 1887 sin recordar una corrida que ha quedado escrita para siempre en los fastos de la tauromaquia. Me refiero a la del 26 de mayo, en la cual mató Salvador seis toros de Veragua. ¡Año en verdad memorable, en el cual los dos acontecimientos de la temporada fueron la citada corrida y la alternativa de Rafael Guerra, que señalaron dos fechas inolvidables en la historia del toreo! Hay que hablar de eso con el detenimiento debido.

53



CAPÍTULO V

CAPÍTULO V

La corrida del 26 de mayo de 1887. —Las faenas de Salvador. —El santo de cara. —Los toros del Duque. —Cómo los mató Frascuelo. — Una emoción y una monada. —Las ovaciones. —Guerrita en la corrida del 19 de abril. —Preludios de alternativa. —Punto de atención. Muchas, muchas páginas brillantísimas tenía entonces en su historia Salvador Sánchez Frascuelo. Me basta recordar, entre ellas, la famosa corrida a beneficio de la Asociación de la Cruz Roja verificada en 1874; la corrida en que volvió a presentarse Salvador ante el público madrileño, después de la terrible cogida que sufrió el diestro en 1877; la de Beneficencia de 1882; y la de los seis toros de Murube que estoqueó en 1885. Todas ellas quedaron eclipsadas por la corrida celebrada en Madrid el jueves 26 de mayo de 1887, en la cual toreó y mató Frascuelo seis toros del Duque de Veragua, con un arte, con una inteligencia, con una tranquilidad, y con un arrojo que excedieron a toda ponderación. Reseñar detalladamente los lances y hacer una crítica minuciosa del trabajo de Salvador en dicha corrida sería empequeñecerla. ¿Qué

55


GUERRITA

decir de una función de toros, en la cual se presentó en la plaza la primera res a las cinco menos veintitrés minutos, y arrastraron al último toro a las seis y cuarto? ¿Qué decir de una corrida de seis toros, durante cuya lidia y muerte resonaron los aplausos sin cesar, repitiéndose las ovaciones unas tras otras, unánimes y entusiastas? ¿Qué decir de una fiesta en la que la maestría portentosa de Salvador no decayó ni un solo instante, y durante la cual el público admiró en el célebre diestro todas, absolutamente todas las condiciones de un torero y de un matador, en el cual, la sangre, la vergüenza, la valentía, el aplomo y los conocimientos de un lidiador consumado, rivalizaron a porfía, para convertir el espectáculo en fecha histórica que quedó grabada para siempre en la memoria de los aficionados? Así como algunas veces la desgracia parece empeñada en neutralizar la buena voluntad de los hombres, haciendo inútiles todos sus esfuerzos, hay otras en que la fortuna les abre los brazos y dispensa sus favores con prodigalidad inverosímil. «Venir el santo de cara» llaman a eso los toreros, y «volverse el santo de espaldas» dicen cuando ocurre lo contrario. Esa tarde se propuso, por lo visto, el santo llenar de mercedes a todos: a los toreros, al ganado y al público. Y como todos pusieron por su parte cuanto fue necesario para que la fiesta resultara tal, en toda la extensión de la palabra, sucedió lo que no podía menos de suceder. Hubo aquello de «ayúdate y Dios te ayudará» y lo que comenzó en acto ordinario, terminó en inolvidable acontecimiento. Los toros del Duque, a excepción solamente del cuarto, que fue blando y guasón, hicieron excelente faena, sobresaliendo el quinto, seco y de poder, y demostrando los demás la bravura y la nobleza de su casta. Tomaron 45 varas, propinaron 19 tumbos a los picadores, y mataron 15 caballos. Algunos se quedaron en banderillas, pero todos

56


CAPÍTULO V

dejaron llegar generalmente, y si hubo toros que enseñaron la oreja de manso a la hora de la muerte, la muleta de Salvador se encargó de embravecerlos, volviéndolos a su primitivo estado. De los seis que mató Frascuelo, en veinte minutos próximamente, sólo el primero se echó y necesitó puntilla; los cinco restantes, salieron muertos de manos de Salvador y cayeron a plomo, como caen los toros cuando se hiere alto, derecho y hondo. Solo estuvo el matador toreándolos de muleta; y, fuera del sexto, que tenía todas las varas en la paletilla izquierda y se acostaba de aquel lado, por lo cual había que pasarlo con la mano derecha, los demás recibieron el castigo sobre la izquierda, en corto y consintiéndolos a despecho del aire, que no se echó en toda la tarde y dificulta siempre el manejo del trapo. En la muerte de sus seis toros, Salvador consumó las suertes de recibir, aguantar, a volapié y a un tiempo, magistralmente todas ellas, con una bravura y con una inteligencia de todo punto admirables. Una sola vez, en la muerte del quinto toro, salió el matador por pies al dar el primer pinchazo. Creyó, confiado en la suerte que le favorecía constantemente, que cogería los blandos y se quedaría el animal embebido en un estoconazo, pero dio la espada en hueso, arreó el toro tras el matador, y este, que no había cuidado la salida, tuvo que abrir el regulador a los pies, sin tiempo para rehacerse. Salvador se vengó inmediatamente de aquel insignificante lunar, único de la corrida, empuñando de nuevo el estoque y hundiéndolo hasta la bola en lo alto del morrillo. El toro quedó hecho polvo. Lo demás hubo que presenciarlo para darse de ello cuenta. Toreando con un desahogo admirable, enfilándose en la misma cuna, apuntando con el estoque, como un cazador apunta con la escopeta, haciendo que los toros se comieran la muleta a fuerza de acogotarlos con ella de puro obligarlos a que descubrieran la cerviz, arrancando

57


GUERRITA

derecho como una bala y reuniéndose en el embroque hasta el punto de formar con los toros una masa compacta y forzarlos a que hicieran demás; las faenas de Salvador fueron en los detalles y en el conjunto algo extraordinario, algo nunca imaginado ni visto, algo que queda para no borrarse jamás, y bastó por sí solo para vengar con el entusiasmo de un día los agravios de muchos años. Para que nada faltase en la corrida, hubo también su miajita de emoción. Véase cómo: El tercer toro, que fue, por cierto, el único que no trajo cuernos, dio un tumbo en las tablas al picador Matacán, dejándolo en descubierto. Salvador se lanzó al quite y desvió al toro del bulto, aguantándolo. El animal estaba muy aplomado y dejó pronto rehacerse a Frascuelo, el cual quedó colocado delante del toro, sujetándole la cabeza con el capote extendido ante ella, mientras el picador se levantaba y tomaba el olivo. Pero en aquel instante, un monosabio, con esa insoportable diligencia que caracteriza a los saltarines, se fue al picador y llamó la atención del toro, que al ver la blusa roja del mono se inquietó. Temeroso entonces Salvador de que el animal se desengañara del capote y volviera a las tablas donde estaba Matacán, empapó al toro y se lo llevó de nuevo aguantando, pero quiso terminar con un recorte innecesario, y tanto se encunó, que recibió un hocicazo en el muslo izquierdo, sacando roto el calzón. Y no hubo más afortunadamente. Antes del desavío, Salvador hizo una monada; cogió un pavero que habían lanzado al redondel, dio un recorte al toro, colocó el pavero en la cuna, lo dejó en ella dos o tres segundos, lo volvió a tomar sin mover los pies y lo arrojó al tendido 4, en medio de una entusiasta ovación. La serie no interrumpida de triunfos que Salvador alcanzó aquella tarde en la plaza tuvo una cola inusitada y nunca vista fuera del

58


CAPÍTULO V

redondel. El valiente e inteligente matador fue llevado en hombros hasta el coche, y el público allí apiñado le hizo una verdadera manifestación de admiración y de cariño que se prolongó hasta cerca de la Puerta de Alcalá. He dedicado a esa inolvidable corrida alguna atención, porque he creído que tenía un puesto señalado en esta obra y debía figurar en sus páginas como uno de los acontecimientos taurinos más memorables de esta época. Un mes antes de verificarse esa fiesta de toros, llevada a cabo con una brillantez que quizá no tenga precedentes en la historia del arte, Guerrita hizo en la corrida del 17 de abril algo extraordinario como peón de lidia, algo que llamó unánimemente la atención y le valió entusiastas aplausos. En la revista que escribí en La Lidia entonces, juzgué el trabajo del admirable diestro dedicándole, inmediatamente después del trabajo de los matadores, las siguientes líneas: «GUERRITA. —Nos permitimos colocar en este puesto de honor al simpático Rafael Guerra, que si no mató toros ayer tarde, ayudó mucho a que otros los mataran. No hay palabras con qué elogiar el trabajo tan hermoso por su discreción, su valentía y su oportunidad que hizo ayer Guerrita. Incansable, siempre en su puesto, corriendo los toros, abriéndolos, cerrándolos y refrescándolos, haciendo quites, recortando, colocándose siempre donde debía y toreando de medio cuerpo arriba, que es como se torea de verdad, Guerrita escuchó grandes aplausos durante toda la corrida, y quedó en las simpatías de los aficionados a una envidiable y justificadísima altura, como peón de lidia. ¡Bravo, Guerrita!». Y de mi opinión participaron cuantos habían quedado prendados de aquella primorosa labor. La alternativa se imponía como absoluta necesidad. No podía ya

59


GUERRITA

estar lejos el día de la independencia, el día en que el diestro mimado del público de Madrid formase cuadrilla y campase por sus respetos. Ese día llegó el 29 de septiembre, acompañado de circunstancias que requieren un punto de atención.

60


CAPÍTULO VI

CAPÍTULO VI

Lo que era Guerrita en la cuadrilla de Lagartijo. —El papel que representaba. — Anuncio de alternativa. —Protestas. —Una carta a Guerrita. —Mi profecía. — Algunos párrafos sustanciales. —Situación de Guerra cuando tomó la alternativa. Ya se han visto los rapidísimos progresos realizados por Guerrita desde que apareció en la plaza de Madrid figurando como banderillero en la cuadrilla de Fernando Gómez. Conocidas son también las favorables circunstancias que le acompañaron cuando entró a formar parte de la de Lagartijo. Se había mostrado como un peón de lidia bravo, inteligente, oportuno, duro, incansable, llamando la atención hasta tal punto que el público seguía con la vista al capote de brega de Rafael con igual interés que a sus banderillas o al estoque de un afamado matador. Pareando alcanzaba triunfos ruidosísimos y se presentaba audazmente como un innovador aceptado con entusiasmo unánime. Con estoque y muleta, alternando en provincias con su matador, había despertado el interés general y obtenido repetidas ovaciones. Todo lo había hecho ya, mostrándose en general a una altura no

61


GUERRITA

alcanzada por matadores que tomaron la alternativa antes que él, algunos de los cuales, la mayor parte, yacían en el olvido. En la cuadrilla de Rafael Molina era Guerra un foco de luz eléctrica, como he dicho antes; lo animaba todo con su frescura, con su gallardía, con sus alegres desplantes de niño valiente y travieso. Jugaba con los toros manifestando desenvoltura y desahogo sin par y haciendo alarde de unas facultades tan excepcionales que habían descartado en el público la posibilidad de una avería. Pero, dentro de una corporación respetable a cuyo frente se hallaba el coloso cordobés, Rafael I, se veía que Guerrita tenía necesidad de reprimirse, no podía dar rienda suelta a sus juveniles ímpetus, porque, en medio de las libertades que le permitía su jefe, la aureola que rodeaba a Lagartijo imponía a Guerra ciertas reservas naturales que le impedían moverse completamente a sus anchas. Para decirlo de una vez, hacía dos años que Guerrita representaba el papel de Hijo en la cuadrilla del Padre; y el público deseaba ya con ansia darle el ascenso definitivo, esto es, despojarlo del papel de Hijo y darle la investidura de Padre, para lo cual reunía con exceso las cualidades apetecidas. En esta situación se hallaba Rafael Guerra cuando la hora de la alternativa sonó para el sobresaliente diestro. Pues bien: cuando tantos precedentes a la suya no habían levantado ninguna protesta y habían pasado poco menos que inadvertidas; cuando todo hacía presumir que la de Guerra sería recibida con entusiasmo general, teniendo en cuenta que las esperanzas de los aficionados descansaban en aquel asombroso torero que había eclipsado antes de tomar la alternativa a cuantos matadores modernos le habían precedido en ella, se dio el caso de que hubo muchos que protestaron contra la de Rafael, juzgándola prematura. —Todavía está verde —decían— y debe permanecer dos años más al lado de su maestro para aprender.

62


CAPÍTULO VI

¡Para aprender! ¿Aprender qué? ¿Qué es lo que le iba a enseñar Lagartijo que Guerrita no supiese de memoria? No hay sino repasar las páginas de la historia del neófito, para convencerse de que estaba madurísimo para figurar desde luego como matador de cartel. Por mi parte era tan grande la seguridad que tenía de que Rafael Guerra correspondería con exceso a las esperanzas de sus admiradores, en cuyo número me contaba, que le dirigí una carta larguísima publicada en los números de La Lidia correspondientes a los días 3 y 10 de octubre de 1887. No me ha gustado nunca ponerme moños, como suele decirse, ni jactarme, por lo tanto, de ver mejor, en ocasiones, que la generalidad. En esta, me complace, sin embargo, recordar que tuve el disparatado honor de predecir al Guerrita actual, siete años antes que nadie y hallándome entonces ausente de Madrid. En Biarritz escribí, en efecto, la primera parte de la carta dirigida a Guerra la víspera de verificarse en la Corte la ceremonia de la alternativa. No se asusten los lectores, que no he de incurrir en la puerilidad de reproducir aquí mi larguísimo alegato; pero perdóneseme la pequeña vanidad de copiar algunos fragmentos conducentes al asunto y sobre todo de recordar mi profecía. En la carta citada figuran los párrafos siguientes: «Hace ya bastante tiempo que se habló de la alternativa de Ud., como de cosa hecha. El año pasado, todos decían Lagartijo se la daría a Ud.; y, si mal no recuerdo, usted mismo me dijo en San Sebastián que todavía le hacía falta torear un año más, por consejo de Rafael, para estar en disposición de formar cuadrilla y campar por sus respetos. El año se ha cumplido, y los deseos de usted se ven satisfechos; pero entonces, como ahora, surge la duda de si reúne Ud. o no las condiciones necesarias para dar el gran paso. Permítame Ud. que le diga mi opinión. El inteligentísimo aficionado D. José Sánchez de

63


GUERRITA

Neira, publicó no hace mucho tiempo en estas mismas columnas un artículo notable, como lo son todos los suyos, en el cual le conceptuaba a Ud. poco maduro para tomar la alternativa. Y de esta opinión de D. José participan seguramente algunos aficionados. Pues bien: yo que respeto como el que más todos los juicios de Neira en materias taurómacas, me separo de todo en todo del que ha formulado en esta ocasión. Usted es un gran torero; un torero valiente, arrojado e inteligente, como hay pocos en el día. Viéndole a Ud. torear, se ve inmediatamente que ha nacido Ud. torero, y que ejerce el arte con entusiasmo y por vocación, que es lo principal. Sabe Ud. adornarse y sabe Ud. defenderse, Y SE NECESITA SER MUY MIOPE PARA NO ADIVINAR EN USTED AL TORERO DEL PORVENIR, AL QUE HA DE REEMPLAZAR, QUIZÁ CON VENTAJA, A LOS DOS GRANDES MAESTROS CUYOS NOMBRES NO TENGO NECESIDAD DE CITAR. Digo que con ventaja porque es Ud. joven, tiene apuesta presencia, y reúne Ud. la fuerza física y la elegancia corporal, el coraje y la valentía, lo que Dios le ha dado y lo que Ud. ha aprendido. De modo que puede decirse, sin hipérbole, que hay en Ud. una especie de fusión de Lagartijo y de Frascuelo, fusión que los pocos años de Ud. hacen todavía más simpática y atractiva. Le he visto a Ud. entrar a ciertos quites peligrosos con el ardimiento incomparable de Salvador, y cogerle las vueltas a un toro y llevárselo en viaje largo, con la soberana gallardía de Rafael. Le falta a Ud. aún el imponente arranque del uno y el aplomo fascinador del otro, pero eso vendrá con el tiempo si no lo malogran los golpes. Siendo, pues, Ud., como lo es, un gran torero, ¿a qué estancarse como peón de lidia o sobresaliente de espadas? ¿A qué alternar nominalmente con este y el otro? ¿A qué dejar al prójimo un beneficio

64


CAPÍTULO VI

indudable que nadie más que Ud. debe explotar? Usted tiene grandes simpatías, Ud. tiene muchos devotos, Ud. tiene en todas partes público que le aplauda y aficionados que le admiren. ¿Y va Ud. a figurar en segunda línea cuando la gente que paga y que pega le coloca a Ud. con frecuencia en la primera? ¿Va Ud. a plagiar al sic vos non vobis de las abejas de Virgilio? No, amigo Guerrita; Ud. tiene alas para volar solo, y hace Ud. muy bien en escaparse del nido. Es Ud. mayor de edad y no le hacen ya falta tutores». Tales son los párrafos más sustanciales de mi carta que dan idea del interés que despertaba en todos los aficionados el ascenso de Rafael. En cuanto a mi modesta profecía, el joven cordobés había de tardar poco tiempo en realizarla en todas sus partes.

65



CAPÍTULO VII

CAPÍTULO VII

La corrida de alternativa. —Sobaquillo fecit. —Los héroes del 29 de septiembre. —El juicio de la opinión. —Los ascensos de Guerrita. —La campaña de La Habana. —El beneficio de Guerra. —Vuelta a la Península. —Beneficios de la campaña ultramarina. —A las puertas del martirio. La corrida «sensacional» se llevó a efecto el 29 de septiembre, día de San Miguel, de 1887. Para describir sus principales lances, dejo la pluma a Sobaquillo, que dedicó al acontecimiento una revista primorosa, en la cual el ingenio del más valioso campeón que tuvo en su carrera Rafael Molina estalla con vivísimos colores. Idólatra del Padre, Sobaquillo se encargó de mecer al Hijo en su cuna, y jamás pudo soñar Guerrita con pluma más adecuada para idealizar el acto del bautizo. Boceto de poema en diez cantos tituló Sobaquillo su revista. La alternativa ocupa el cuarto canto, y dice así: «El Califa iba de verde —¡el color del estandarte del Profeta!— con primorosos arabescos de plata. Su heredero lucía espléndido traje de perla y oro. ¡De oro y perlas es él, digan lo que quieran los ciegos

67


GUERRITA

de nacimiento! Celebrada la ceremonia de la alternativa con solemnidad no usada desde el advenimiento de León XIII al solio Pontificio y la coronación de Alejandro III como zar de todas las Rusias, se fue Guerrita hacia el bicho con tan buena voluntad que al tercer pase resultó embrocado y derribado. Rafael I metió el capote con tanto valor, arte y elegancia, preparando, volviendo al marrajo —que no merecía otro nombre— con tanta seguridad, precisión y valentía, que si llega a verlo Moratín hace pedazos su admirable Canción a Pedro Romero, torero insigne, en la cual llegó al colmo de lo perfecto en literatura, según la autoridad de D. Aureliano Fernández Guerra. El cual Guerra —no D. Aureliano, sino Rafael— siguió trasteando al bicho con siete pases más, todos de primera, y dio una a volapié hasta la mano, metiéndose en corto y por derecho con gran coraje. El Califa en ciernes intentó el descabello tres veces y acertó con la puntilla al primer golpe. Ovación por todo lo alto al Séneca y al Lucano de la Córdoba moderna». El toro se llamaba Arrecío, y pertenecía a la ganadería de Núñez de Prado. El cuarto de la corrida, segundo que mató Guerrita, se llamaba Tinajero. Oigamos a Sobaquillo en el sexto canto de su boceto de poema: «Dos admirables pares de Mojino que levantaron de cuajo hasta los sillares del edificio morisco, y uno desigual de Almendro, prepararon a Tinajero para que lo despachase Guerrita de una estocada caída en el lado contrario, citando a recibir dos veces con el pie, la flámula y el cuerpo, dejando llegar al bicho con sin igual valor y saliendo de la suerte hechos una pelota el toro y el torero.

68


CAPÍTULO VII

Descabellado el bicho, recibió Rafael II una ovación indescriptible. Los madrileños estaban como hace diecinueve años en tal día y a tal hora... ¡Y me quedo corto!». Durante la lidia del quinto toro (canto VIII) hubo lo siguiente: «Guerrita fue aclamado por la muchedumbre y se excedió a sí mismo en los quites... Hubo momentos en que hasta el toro le aplaudió. —¡Ellos!, ¡Ellos!— gritaron las masas, y cogieron los palitroques entrambos Rafaeles. Monumentales fueron los dos pares de Guerrita, pero los otros dos de Lagartijo fueron archimonumentales. Se juntó Roma con Santiago, como decían nuestros abuelos. Roma, por supuesto, representaba en este caso a Lagartijo». Vengamos al último toro (canto IX): «Adornado Romerito con dos pares de primer orden puestos por el Mojino y uno caído de Verduti, fue perfectamente trasteado por Guerrita y despachado de una algo tendida que el nuevo espada dio a toda ley, un pinchazo bien señalado, y una hasta la mano, superior. Ovación final». Sobaquillo sintetizaba elocuentemente el efecto que en el público había producido la alternativa de Rafael, terminando su escrito con los dos párrafos siguientes: «Con que ya saben ustedes quiénes y cuántos son los héroes del 29 de septiembre. No son tres, sino cuatro, si se me permite la audacia de elevar el toreo a la altura de la Revolución... PRIM SERRANO TOPETE GUERRITA». No quiero molestar a los lectores reproduciendo los juicios de la prensa política y taurina acerca de la alternativa de Rafael. Que los

69


GUERRITA

lagartijistas echasen las campanas al vuelo y oficiasen de pontifical, no debía extrañarlo nadie, puesto que al elogiar entusiásticamente a Rafael II hacían justicia al neófito y al propio tiempo cosa grata a Rafael I, que en aquella corrida no estuvo por cierto a la altura de su reputación. Pero la opinión fue unánime al formular su juicio sobre el debutante, cuya alternativa se acogió con aplauso general y en quien desde aquel instante descansaron todas las esperanzas. Tenía Guerrita veinticinco años, hacía once que había comenzado a torear novillos con la cuadrilla de Los niños de Córdoba, y seis nada más habían transcurrido desde que ingresara de banderillero en la de Bocanegra. De suerte que en tan breve espacio de tiempo había logrado todos los ascensos de escala y llegado a la codiciada meta de la alternativa, rodeado de la admiración de todos los públicos y en una época en que tantos matadores pretendían en vano despuntar al lado de Rafael y de Salvador. Basta esta circunstancia por sí sola para aquilatar el mérito de Guerrita y dar idea de las simpatías que le rodeaban cuando alcanzó la codiciada meta de matador de cartel. Como la toma de la alternativa se verificó en las postrimerías de la temporada, sólo toreó Guerra aquel año dos corridas más, una en Barcelona el 10 de octubre y otra en Madrid el día 15. Pero la suerte le deparó muy pronto contrata ventajosísima para La Habana, para donde embarcó en Cádiz el 30 de octubre con Currito, escriturados ambos para torear catorce corridas de toros, percibiendo cada uno dieciocho mil duros y sendos beneficios. De las catorce corridas estipuladas toreó Guerrita doce por haber sufrido en la de inauguración y en la sexta de abono dos cogidas que con las demás que ha tenido hasta ahora irán detalladas más tarde en

70


CAPÍTULO VII

el lugar correspondiente. El beneficio se verificó el 5 de febrero del año siguiente 1888, con una corrida en que Guerra estoqueó seis toros de la ganadería de Rafael Molina, empleando para matarlos seis estocadas, dos pinchazos y un descabello. La corrida fue un continuo triunfo para el novel matador, que fue colmado de regalos, algunos de gran valor intrínseco, y despertó la admiración general. La entrada ascendió a 23.000 pesos. Terminados sus compromisos en La Habana, Guerra regresó a España y llegó a Cádiz el 21 de marzo. Había llevado a cabo una campaña brillantísima, toreando fuera de la Península ante un público sano que podía juzgar al diestro con serenidad, puesto que no se hallaba minado por las insensatas pasiones que habían dividido a los aficionados de España en dos irreconciliables bandos. Guerra podía, pues, trabajar allí sin ninguna presión, con desembarazo completo, y tantear el terreno de matar en una plaza que se le ofrecía como escuela práctica, permitiéndole afinar las facultades del matador de toros. Es indudable que lo comprendió así inmediatamente y que en La Habana dio Guerrita un estirón grandísimo, toreando con entusiasmo, entregándose por completo, en vez de salir del paso y cumplir, como en iguales circunstancias hubiese hecho la mayor parte de los compañeros. Vio una ocasión favorable para estudiar a las reses y estudiarse a sí mismo, hizo derroche de arrojo y de temeridad, comenzó a pisar en firme el terreno difícil, el de la muerte, sin hallar el cual no hay matador posible, y aleccionado por los lances de aquella temporada en que pudo moverse a su antojo y probar su sangre torera y el poder de sus facultades, volvió a España después de realizar considerables progresos, sabiendo ya a qué atenerse, dueño de sí mismo, casi

71


GUERRITA

cuajado. ¡Buena falta le hacía! Se acercaba ya la reacción, la hora de las amarguras, de las decepciones; el lecho de rosas iba a convertirse en lecho de espinas; las cañas se disponían a trocarse en lanzas; Guerrita estaba, en suma, a las puertas del martirio; iba a pagar con usura el predominio que su precoz maestría le hacía ejercer. Nos aproximamos ahora a la etapa más curiosa y edificante de la carrera del gran torero, etapa que parecería increíble si no estuviese tan cerca de todos y tan al alcance general. ¡Que Dios ponga tiento en mi pluma!

72


CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO VIII

De La Habana a Sevilla. —Manuel García el Espartero. —Su revelación en la plaza. —Lo que decían los sevillanos. —Consideraciones. —La afición en Sevilla. —Tributo de justicia. —Manuel García y Guerra. —Las primeras corridas. —La Mezquita y la Giralda. —El triunfo de Guerrita. Al volver Guerra de La Habana con gran cosecha de duros, aplausos y regalos y dos cornadas, una en el muslo izquierdo y otra en el maxilar inferior, lo recibieron con mucho agasajo los numerosos amigos que el diestro tenía en Córdoba. El día de Pascua, después de breve descanso, fue a Sevilla, donde tenía que inaugurar la temporada toreando con el Espartero y dar motivo a los diversos incidentes que habían de preludiar a la parte más agitada y curiosa de su carrera. Manuel García acababa de aparecer en la ciudad del Betis como un fenómeno de la tauromaquia, que traía locos de entusiasmo a todos los accionados de aquella andaluza región. Se contaban de él maravillas; los sevillanos lo presentaban como un monstruo de habilidad y de arrojo destinado a eclipsar en término

73


GUERRITA

muy breve a Lagartijo y a Frascuelo y a inaugurar nueva era de gloria en los fastos de la moderna tauromaquia. La revelación del Espartero había sido súbita, fulgurante; el novel diestro comenzaba su carrera, al decir de los periódicos sevillanos, denotando cualidades tan asombrosas de matador, que ninguno de los existentes podía compararse en el último tercio de la lidia. ¿Con quién se había aleccionado? Con nadie. ¿Qué circunstancias habían precedido a aquella repentina cuanto extraordinaria aparición? Era difícil, si no imposible, averiguarlo. Manuel García se había trasladado del campo a la plaza sin ruido alguno; no existía en él la gestación del torero; el arte se había revelado espontáneamente, sin ningún aprendizaje, como ciencia infusa, y había llevado al Espartero ante los toros dotándolo de maestría tal, que hacía de ellos cuanto le venía en gana. A la hora de matar era un diestro incomparable, que se metía en el terreno de los toros y los hipnotizaba con la muleta. Con respecto a este particular, jamás había existido quien los tomara tan en corto y los torease sobre la mano izquierda con tanto desahogo y maestría. Su toreo era de brazos, en un palmo de terreno, acosando a las reses con el trapo y librándose de los embroques con pases de pecho de valentía imponderable y lucimiento sin igual. Eso y aún más decían los sevillanos hablando del Espartero, a quien, como queda dicho, presentaban como algo fantástico, algo fuera de toda ley normal, fenómeno nunca visto que se hallaba destinado a dar en tierra con cuantos matadores actuaban entonces en la hispana nación. No hay que extrañar demasiado tamañas exageraciones. He hecho constar antes el estado en que se hallaba la afición cuando Guerrita ingresó en la cuadrilla de Lagartijo; he señalado como nota dominante el cansancio general que se había apoderado de

74


CAPÍTULO VIII

lagartijistas y frascuelistas después del definitivo triunfo de Salvador, y el deseo de novedad que dominaba a todos. En la penuria de toreros que aquejaba al arte en aquel tiempo en que nadie había podido disputar el cetro a Rafael y a Salvador, el público estaba dispuesto a estimular con sus aplausos a cualquier diestro, por insignificante que fuese, que hiciera algo notable y demostrara facultades para lo futuro. El presente terminaba ya, no había que pensar en que Lagartijo y Frascuelo dieran de sí más de lo que habían dado hasta entonces. Lo que interesaba, por lo tanto, era el porvenir. Los abuelos se iban, era preciso buscar nietos para que las corridas continuasen su marcha sin soluciones de continuidad. En Madrid el problema parecía resuelto con Guerrita. Por este lado había un foco de luz que nos deslumbraba y hacía concebir esperanzas halagüeñas. Sevilla había tenido al Tato inutilizado en la flor de la edad; había tenido al Gordito en quien el matador de toros dio al traste con los triunfos del banderillero colosal, y últimamente el Currito, lleno de linfa, había malogrado las ilusiones forjadas por un principio de carrera, henchido de promesas superiores. La cuna de Romero y Costillares, de Manuel Domínguez y del Curro estaba, pues, vacía y era grandísimo y natural el deseo de acostar a alguien en ella, tanto más cuanto que Córdoba, elevada al máximum de la gloria por Rafael Molina, veía asegurada la sucesión de este con el advenimiento de Guerra en Madrid. Aun dando de barato que la exageración en materias taurinas ostente en Andalucía caracteres más violentos que en las demás regiones de España, hay que hacer a los sevillanos la justicia de consignar que, siendo quizá los más bullangueros y guasones de la tierra, son los que más seriedad han pedido a los toreros a la hora de

75


GUERRITA

matar. Sevilla ha sido siempre la plaza donde los valientes han toreado más a gusto y la única tal vez que no admitió el paso atrás de Lagartijo, diciendo atinadamente que, delante de los toros, los pases se dan hacia adelante y cerrando con eso las puertas de aquel circo a Rafael. Y hoy más que nunca hay que hacerlo constar muy alto en elogio de Sevilla, cuyo público ha acogido con los brazos abiertos a cuantos matadores se han arrimado a las reses, y los ha echado con cajas destempladas en cuanto comenzaron a cerdear. Por eso fue acogido con tanto entusiasmo el Espartero y despertó tan grandes esperanzas allí. Era un mocetón imberbe, un niño que tomaba a los toros con imponente temeridad y andaba con ellos a sopapos, como suele decirse. Bastó eso para que los sevillanos viesen en él la madera de un gran torero y lo llevasen en triunfo por todas partes, llenando a España con el estrépito de los ditirambos que se disparaban en su loor. Si se añade a lo dicho la circunstancia del tronío que traía Guerrita desde Madrid, se comprenderá la exaltación de los sevillanos al encontrarse con Manuel García, a quien podían oponer como rival del diestro cordobés, llenando al propio tiempo el vacío que se notaba desde algunos años en la tradición de la escuela sevillana. El Espartero y Guerrita iban, pues, a encontrarse frente a frente por vez primera, jóvenes ambos, llenos de ardimiento, ávidos de gloria, cuando nada quedaba ya que hacer a Lagartijo y a Frascuelo y había deseos vehementísimos de que saliera alguien capaz de recoger la herencia de los dos colosos. Pero las condiciones en que se presentaban Manuel García y Guerra eran sumamente distintas: el primero contaba previamente con la devoción del público, era dueño absoluto del terreno y necesitaba esforzarse poco para tener todos los sufragios de su parte,

76


CAPÍTULO VIII

mientras Guerrita representaba el rival odioso incubado fuera de allí, el monopolizador de los aplausos, el que había Rafael Molina elegido como sucesor de la llamada escuela cordobesa y amenazaba hacer tabla rasa de todo cuanto enseñaban de dogmático las escuelas de Ronda y de Sevilla. El Espartero era, en suma, la flor criada en el hogar; Guerrita la planta exótica. La lucha adquiría por lo tanto proporciones extraordinarias, se jugaba en ella el amor propio de dos provincias, Sevilla contra Córdoba, la Mezquita contra la Giralda, un duelo a muerte que iba a deslindar los campos y sacar triunfante a una o a otra región. La primera corrida se verificó el día de Pascua 15 de abril de 1888, y en ella se lidiaron seis toros de Orozco. La fortuna fue más propicia al Espartero que a Guerra y los aplausos de la tarde se los llevó el primero. Guerrita despertó gran entusiasmo toreando de muleta a su primer bicho, pero pinchó demasiado y quedó mal con el estoque, por lo cual aquella primera corrida fue para el público sevillano una verdadera decepción. En cambio, el Espartero despachó a dos de sus tres toros de un modo rápido y lucido y alcanzó, sobre todo en la muerte del tercero, llamado Romano, una inmensa ovación. Tengo a la vista las reseñas de las corridas de toros verificadas en Sevilla desde el debut de Rafael Guerra hasta la última de la primera temporada del año actual, publicadas en seis folletos. Están firmadas las reseñas por Carrasquilla, seudónimo de un revistero cuyo verdadero nombre ignoro, el cual Carrasquilla se muestra esparterista acérrimo, pero al propio tiempo muy imparcial, dando a cada uno lo suyo y haciendo justicia seca. El estilo festivo domina en las revistas, por lo cual no hay que buscar en ellas juicios razonados, sino la relación más o menos

77


GUERRITA

detallada y casi siempre ligera en la forma de las faenas verificadas por los toreros. En ellas puede seguirse paso a paso al Espartero y a Guerrita, y, leyéndolas, se tiene idea exacta de las campañas de Rafael y se justifica el entusiasmo que despierta en Sevilla, sobre cuyo público ejerce hoy un dominio absoluto. El resumen de la corrida del 15 de abril, escrito por Carrasquilla, demuestra evidentemente que el estreno de Guerra en la ciudad de Pepe Hillo y de Costillares fue un completo fiasco. «Que Córdoba es muy bonita con su arabesca Mezquita... Pero... lo que dice Eduarda: ¡No hay quien puea con la Girarda!». Dicen que la alegría dura poco en casa de los pobres. Se volvieron las tornas en la corrida siguiente celebrada el 18 con toros de D. Anastasio Martín, en la cual el Espartero estuvo muy desgraciado y Guerrita admirable, y cuando terminó la del 19, en la cual se lidiaron toros de Miura, el problema de la competencia quedó resuelto. He aquí el resumen de Carrasquilla: «Anoche mismo me dijo Andrea: —¡Ay, ay!... La Giralda se tambalea». Todavía es más expresivo el que hizo Carrasquilla de la corrida del 25 de abril de 1889, en la cual se lidiaron también toros de Miura: «Al salir de la plaza dije en alta voz: —¡El que sea esparterista que alce el deo! ¡Toito el mundo se metió las manos en los bolsillos!». Para abreviar: desde la segunda corrida de Pascua del año 1888, que siguió a la del estreno de Guerra en la plaza de Sevilla, el gran torero se apoderó de aquellos aficionados y continúa, hoy más que nunca, despertando allí el entusiasmo general. Aparte sus condiciones excepcionales para la lidia, se arrima a la

78


CAPÍTULO VIII

hora de matar, recibe toros y se muestra siempre celoso de su honra toreando con cuidado sumo en una plaza donde sabe que la vergüenza torera se estima mucho y se cotiza muy alto. Comenzó —y sobre esto no quiero sino resbalar— promoviendo con su maestría escándalos incalificables sobre los cuales conviene echar un velo. Los sevillanos le hicieron pronto justicia, se convencieron de que, entre la Mezquita y la Giralda, no cabían competencias, y levantaron a Guerrita sobre el pavés, dando con ello una lección a algunas plazas que pasan por muy inteligentes y distan mucho de serlo tanto como la de Sevilla. Dicho sea sin intención de adular a ésta ni de ofender a las demás.

79



CAPÍTULO IX

CAPÍTULO IX

Una efeméride. —El Bebe. —Su revelación en la plaza de Madrid. — La protección de Frascuelo. —Paternidades taurinas. —Un ideal. — Las debilidades de Salvador. —La cogida del Bebe. —Sus consecuencias. —Frascuelo solo. —La corrida a beneficio del Bebe. —Sus resultados. El primer triunfo de Guerrita al regresar de La Habana fue, como se ha visto, sumamente valioso. Apoderarse por completo de una plaza como la de Sevilla, en las condiciones que señaladas quedan, sólo podía alcanzarlo un diestro de mérito excepcional. Llegar es fácil, sostenerse presenta mayores dificultades. Guerrita no solamente se ha mantenido firme en el terreno conquistado a las primeras de cambio en la ciudad del Betis, sino que reina hoy en ella sin rival. Continuó el diestro toreando en todas las principales plazas de España, cosechando en ellas palmas y dinero a pedir de boca, sin que ningún desagradable incidente viniese a turbar su carrera. El año 1888 registró, sin embargo, en sus páginas una efeméride dolorosa, sobre la cual precisa decir algo, porque la infortunada

81


GUERRITA

víctima representaba en aquella época un papel importante en el toreo. Me refiero al Bebe. Rafael Sánchez, el Bebe, se reveló torero en la plaza de Madrid, inopinadamente; nadie le conocía, era un niño, una criatura, virgen de todo reclamo. Pisar la arena y recogerlo Salvador e incorporarlo a su cuadrilla, fue todo uno. ¿A qué obedeció este rápido ascenso? ¿Qué vio Frascuelo en el Bebe para extenderle la mano tan de pronto y ahorrarle todas las vicisitudes y fatigas del aprendizaje? Aquella inesperada protección nació al calor de unos momentos que pueden llamarse de paternidades taurinas. Lagartijo acababa de dar la alternativa a Rafael Guerra, lanzando de lleno al joven matador en un camino que el gran torero cordobés había desbrozado previamente. El público juzgaba a Guerrita como único heredero del arte de Lagartijo, y veía en él al continuador de los triunfos alcanzados por el maestro de Córdoba, al representante genuino de su toreo, al idealizador futuro de su escuela. La alternativa de Guerrita representaba el testamento taurómaco de Lagartijo, una filiación de maestros. Rafael Molina, en el ocaso de su carrera, renacía en aquél a quien llamaban su discípulo, y podía retirarse mañana, seguro de que las glorias futuras del joven traerían a la memoria del público las pasadas hazañas del viejo y envolverían a los dos nombres en aclamación común. El destino condenó a Frascuelo a una lucha con Lagartijo constante y tenaz: una lucha que no podía cesar sino con la muerte de uno de los rivales, inevitable y fatal contienda que veinte años dulcificaron en la forma y mantuvieron viva y rencorosa en el fondo. Lagartijo tenía un hijo en el toreo: era necesario que Frascuelo lo tuviese también, y quiso tenerlo en el Bebe. Vio un niño valiente, cordobés por añadidura, y lo prohijó desde luego.

82


CAPÍTULO IX

La circunstancia de ser el Bebe paisano de Lagartijo y de Guerrita, de haber nacido en una ciudad cuyo nombre representaba un arte nuevo, principios reñidos en absoluto con el temperamento y con la historia de Salvador, presentaba a este ocasión inesperada de dirigir al Bebe por una senda original encarnando en el joven torero los principios de una escuela ecléctica, en la cual se fusionaran la serenidad del matador de toros y la animación, la variedad y la elegancia del lidiador en la brega, algo que fuese la variedad una y la unidad varia de la armonía taurina Churriana y Córdoba formando cuerpo común, Lagartijo y Frascuelo en una pieza. El ideal era atractivo; aquella lucha en perspectiva que dejaba en la arena a dos toreros continuadores de los antagonismos del arte moderno, representados por Rafael y Salvador; aquella competencia de una segunda generación decidida y valiente debió estimular los deseos de Frascuelo y espolear su interés hacia el Bebe, que revelaba aptitudes excepcionales para contender con Guerrita. El Bebe era arrojado hasta el exceso, valiente hasta la temeridad, y era además un niño. Rossini decía que para cantar se necesitan tres cosas: voz, voz y voz. Glosando la frase célebre del autor de El barbero de Sevilla, puede decirse que para torear se necesitan tres cosas: valor, valor y valor. De lo demás se encargan la práctica y los buenos modelos. El Bebe entró en la cuadrilla de Frascuelo, y empezó muy pronto a estoquear toros, alternando con su matador. Bastó esto para que el público adjudicase desde luego al joven torero cordobés el título de hijo adoptivo de Frascuelo, y tomase cuerpo y adquiriese los caracteres de cosa fuera de toda discusión la idea de que el Bebe era lidiador elegido por Frascuelo para su cederle en la plaza y recoger la herencia, juzgada intransmisible hasta entonces, del matador de toros.

83


GUERRITA

En verdad que la conducta que observaba Salvador con aquel muchacho daba margen a creerlo a cierra ojos. Severo, autócrata, inaguantable en la arena con su cuadrilla, Frascuelo, que chillaba a todos y tenía a todos en un puño, rebelándose contra el mismo Pablo Herráiz, a quien quería entrañablemente, pero cuyos consejos desoía veinte veces delante de los toros; Frascuelo, el jefe de la cuadrilla, nervioso y descompuesto, ante el cual se movían sus peones con timideces de principiante, siempre en vilo, siempre temerosos, no sabiendo nunca cómo acertar con aquel hombre en constante desequilibrio, que gritaba e imprecaba, y enmendaba y reñía a este y al otro sin ton ni son; Frascuelo, en fin, que era, en cuanto pisaba la plaza, una especie de ogro para toda su gente, sufrió transformación completa en cuanto incorporó al Bebe a su cuadrilla. Mientras veteranos como el Ostión y Pulguita pisaban la arena como quien pisa huevos y acechaban siempre al matador y toreaban en una constante zozobra, desconfiando de dar exacto cumplimiento a las órdenes de aquel jefe intolerable, el niño cordobés tenía letra abierta para hacer cuanto se le antojase, bullía y danzaba ante los toros, se movía en la plaza como en terreno conquistado, ostentando los atrevimientos que más violentaban a Salvador, haciendo alarde de temeridades y jugueteos incompatibles con la seriedad del toreo clásico que Frascuelo representaba y había preconizado siempre. Y el hombre de hierro, el torero incapaz de consentir a otros el menor desliz; el que se revolvía contra Pablo y había hecho sentir su yugo a Ángel Pastor y Valentín, al Ostión y a Pulguita, abría la mano a los escarceos del Bebe, tenía para el chico debilidades de padrazo, y, lejos de vituperar sus libertades y atajarlas a tiempo, las contemplaba con ojos húmedos y cara risueña, atontado, embelesado, estático, cayéndosele la baba... «Bebe cornada grande». Así decía el parte de Frascuelo que

84


CAPÍTULO IX

me leyeron en San Sebastián a principios de agosto de aquel año. ¡Cornada grande! Se necesita conocer a Salvador Sánchez para comprender los tristes augurios que hicimos todos, desde luego, sobre las consecuencias de aquella cogida. Frascuelo era hombre que llamaba puntazos a casi todas las heridas de cuerno; para que la lesión adquiera a sus ojos caracteres de cornada era preciso que el asta hubiese penetrado mucho y causado grandes estragos. Al hablar de la cogida del Bebe no se había contentado con decir «cornada» lo cual hubiera ya indicado gravedad, sino que apelaba al adjetivo «grande» para pintar de lleno lo tremendo de la herida. Sus fatales resultados debían corroborar muy pronto aquel inusitado diagnóstico y las consecuencias que nosotros preveíamos. La catástrofe ocurrió en Cartagena al dar el Bebe el quiebro de rodillas. El desdichado se había encariñado de esa suerte, tenía por ella una chifladura, según la expresión de uno de sus compañeros. Ya en Valencia, en las corridas de feria, la ejecutó una vez; le tocó el toro, y salió ileso por milagro. Era un aviso que no debió haber desoído el Bebe; pero la fatalidad se interpuso y le condenó a morir en aquella atracción irresistible que el quiebro de rodillas ejercía sobre el muchacho. Quiso repetir la suerte en Cartagena: se hincó de rodillas, acudió el toro con gran bravura, se hizo un lío el infortunado torero y, en vez de mostrar la salida a la res, le enseñó el sitio donde debía cornear, le convidó materialmente a la cogida. —Yo me iba a los estoques —me dijo Salvador relatando el hecho— a cambiar un capote de brega, corto, por otro más largo. No sabía que el Bebe iba a dar el quiebro, no le vi arrodillarse. Oí un grito, y cuando volví la cabeza el chico estaba en el aire. Y se acabó. Un cuerpo inerte que llevan a la enfermería; un

85


GUERRITA

agujero espantoso en el muslo izquierdo, por donde la sangre mana a torrentes; la aplicación del torniquete en la herida para contener una hemorragia mortal. Después un vendaje funesto; luego manchas violáceas en el pie y pierna, el frío, la falta de circulación, todos los batidores de la gangrena; últimamente la amputación. De aquella lozanísima juventud de veinte años, de todas las esperanzas, de todos los halagos acumulados en el camino de una carrera que se abría a la vida espléndidamente, no quedaba más que un torero muerto en flor, un inválido prematuro, los despojos de un infeliz que las terribles luchas taurinas arrojaban violentamente a la fosa común de la existencia. Hic Bebe fuit. El niño volvía a su casa con una pierna menos, pero seguía formando parte de la familia. ¿Quién sabe? Entre el lisiado perpetuo, condenado ya a la vida sedentaria, y el ser nómada, siempre fuera del hogar; entre el hijo que se tiene constantemente al lado y el que corre el mundo, expuesto a morir a cada instante, cabe suponer la duda en el alma de una madre. Por un lado, la pierna artificial, la quietud forzosa y la calma, por lo tanto, calma dolorosa, es cierto, pero calma al fin, tranquilidad y reposo tristemente asegurados. Por otro lado, el movimiento, la animación, la vida, pero acompañados de la zozobra diaria, de la ansiedad de todos los momentos, un estado de excitación, de angustia, que enerva y consume lentamente. Colocad a una madre en ese terrible dualismo, y decidme si optará por el torero, a quien ve de tarde en tarde, llena de supersticiones y de terror, o por el hijo inválido, que puede estrechar contra su corazón en el medio ambiente normal del hogar doméstico... Frascuelo, en cambio, el padre taurino, lo había perdido todo. La fatalidad se había interpuesto de nuevo en el camino del valiente matador y había deshecho en un minuto todos sus proyectos, todas

86


CAPÍTULO IX

sus aspiraciones. Ya no más lucha. Guerrita, cada vez más diestro, más aplaudido cada vez, seguía su carrera, sembrada de flores, entre las ovaciones de todos los públicos de España, y la solicitud cariñosa y el amor propio satisfecho del gran Rafael. Lagartijo era para su discípulo un porte bonheur, un amuleto: la fortuna inmensa que ha acompañado siempre al maestro cordobés velaba amorosamente por el porvenir de su sucesor. Lagartijo resucitaría en Guerrita; la herencia se transmitiría; la filiación sería un hecho. Frascuelo no resucitaría en nadie; la suerte, siempre favorable para su rival, siempre para él adversa, le había castigado nuevamente destruyendo, con la desaparición del niño cordobés, los gérmenes de toda esperanza. Y quedó solo Salvador, completamente solo, incopiable, refractario a la asimilación, columna aislada de la tauromaquia moderna, donde la verdad en el arte de matar reses bravas habrá tenido su último refugio... El domingo 11 de noviembre de 1888 se verificó en la plaza de Toros de Madrid la corrida extraordinaria a beneficio del Bebe. Se reunieron Lagartijo, Frascuelo y Guerrita; hablaron dos minutos, y el porvenir del infeliz banderillero quedó asegurado para siempre. Con el objeto de crearle una renta expusieron todos sus vidas, sin vanos alardes, sencillamente, con desprendimiento sublime, lo mismo Rafael y Salvador, en vísperas de retirarse, llenos de cicatrices y de arrugas, que Guerrita, animoso y fresco, en los albores de una brillantísima carrera. Ellos representaban lo pasado y lo presente, eran la atracción suprema del aficionado de ayer y de hoy, los postreros destellos del toreo que se iba y la luminosa revelación de un arte que se acercaba. Quisieron acumular todos los elementos de atracción para el

87


GUERRITA

público; quisieron galvanizar el cadáver de la afición, y lo consiguieron inmediatamente. Frascuelo, divorciado de la plaza de Madrid desde hacía un año, inútil para torear desde hacía tres meses, volvió al circo cortesano para coadyuvar a la obra caritativa. Ya que el destino le arrebató para siempre al torero de su predilección, de quien quería hacer carne de su carne y sangre de su sangre, se presentó en la arena, fue el acontecimiento de la tarde y su presencia llevó al pobre lisiado parte de la fortuna con que había de vivir en lo porvenir. Lagartijo y Guerrita trabajaron por el cordobés, por el paisano, que, al morir para la lidia, parecía cercenar glorias futuras a la ciudad morisca que ellos han rodeado de nueva inmortalidad. Frascuelo trabajó por su discípulo malogrado, por el diestro naciente, en quien había puesto todas sus esperanzas, por aquél a quien le unieron un día lazos de consanguinidad torera que una cornada brutal había roto para siempre. Y los tres, los dos viejos y el joven, con sus cuadrillas de picadores y peones, bregaron sin descanso, rozaron con sus cuerpos las astas de los toros, se expusieron a las fatales contingencias de la lidia, vivieron durante tres horas a dos pasos de la muerte y la desafiaron gozosos para traer algún consuelo al pobre inválido, para enjugar las lágrimas de toda una familia. Y dejando en el regazo materno la cantidad que había de mitigar las amarguras del chico, se retiraron satisfechos de la arena, hasta que la voz de la caridad les llamase a ella de nuevo para sacar de la miseria a algún infeliz. La corrida produjo unos ocho mil duros, merced a los cuales vive desde entonces el Bebe en Córdoba, y con el joven diestro desaparecieron por completo las esperanzas que su precocidad y la protección de Frascuelo habían despertado en toda la afición.

88


CAPÍTULO IX

Conviene hacer constar, para poner término a la triste odisea del Bebe, que Guerrita profesaba al pobre muchacho un cariño entrañable. Para probarlo me bastará consignar que Guerra, contratado para torear como novillero en Madrid, puso como condición sine qua non en su escritura, que el Bebe había de figurar siempre en cuantas novilladas tomase parte Rafael. Y ese afecto no se ha entibiado en lo más mínimo. El Bebe y Guerrita continúan siendo hoy tan buenos amigos como en aquellos tiempos no muy lejanos en que torearon juntos y había el deseo unánime de echarlos a reñir.

89



CAPÍTULO X

CAPÍTULO X

Guerrita en 1889. —Sus desigualdades y su serenidad. —Presentimientos de ruptura. —Los dos Rafaeles. —Situación en que se encontraban. —La nueva generación. —Nivoso y Germinal. —Cambio de los tiempos. —Cierre del paréntesis. Después de la valiosa victoria alcanzada en Sevilla, Guerrita torea en Madrid con Lagartijo y con Frascuelo. Con el atropellado ardor de los pocos años, aparece inquieto, bullicioso, desquiciado, dejándose arrastrar por el empuje de sus extraordinarias facultades. En la lidia general se le ve incansable, danzar delante de los toros, adornarse a tontas y a locas, correr para acá y para allá, bregar sin tregua ni reposo, con desahogos y desplantes de enfant terrible que entusiasman a la masa común y entristecen a veces e indignan otras a los aficionados viejos, los eternos gruñones. Al matar muestra las desigualdades naturales de un diestro que está estirándose y a quien la juventud y un temperamento fogoso prohíben todo equilibrio. Torea de muleta a los toros nobles y celosos, haciendo con el trapo cien mil monerías y entrando a matar con un ímpetu atractivo y eficaz que le vale grandes ovaciones, pero cuando

91


GUERRITA

las reses se repuchan y hay que trabajarlas con seriedad, se nota, como es lógico, la falta de inteligencia, lo cual da motivo a deslucidas bregas y establece las desigualdades de que se han resentido todos los toreros, cuando no han llegado a plena madurez. Sin embargo, si la inteligencia falta a Guerrita en ocasiones, la buena voluntad no le abandona nunca, la serenidad tampoco, esa serenidad de la que había dado admirable ejemplo en la corrida celebrada en Madrid el 15 de abril de 1888. Toreando de muleta Guerra el tercer bicho, al salir de un pase descubrió al matador el fortísimo aire que reinaba, lo acosó la res y con la pala del cuerno le dio un golpe que derribó a Guerrita. Al recibir el golpe tenía el matador la muleta y el estoque en las manos. Con ellos cayó al suelo y con ellos se levantó, sin haber soltado ni el trapo ni el acero. Ya se sabe lo que son los efectos del miedo, que hace dilatarse todo lo dilatable y soltar todo lo soltable cuando tiran a dar. ¿Puede darse mayor ejemplo de serenidad que el del joven espada cordobés en ese pequeño incidente, insignificante, al parecer, pero que tiene en realidad suma importancia? Lo recuerdo para demostrar que, si hace media docena de años se resentía el matador de escasez de recursos para lograr los toros marrajos, esas deficiencias no reconocían por causa la falta de valor, principal cualidad que ha de manifestarse siempre en el torero, sino que constituían lunares naturalísimos en quien acababa de comenzar la carrera de matador de toros y necesitaba la práctica indispensable para dominar a reses de toda casta y dotadas de todo linaje de condiciones. La prueba de ello es que aun en los momentos más comprometidos, cuando tenía que habérselas con toros cuya muerte presentaba grandes dificultades, era raro, rarísimo el pregonado que traía de

92


CAPÍTULO X

cabeza al matador. Podía verse a Guerrita incierto, vacilante y hasta dominado por un toro; pero temeroso y huyendo, jamás, por lo cual las reses de sentido le duraban mucho menos que a cualquiera otro de sus compañeros de profesión. Era, en suma, un período de tanteo, la época necesaria de dudas, de indecisiones que precede siempre al momento definitivo. La planta se hallaba en plena germinación y se desarrollaba rápidamente para alcanzar toda su lozanía y dar el apetecido fruto. Todavía cobijaba a Guerrita la paternal protección de Lagartijo, con todas sus consecuencias, es decir, con los halagos de todo género que a porfía le prodigaban Sobaquillo en El Liberal, Aficiones en El Imparcial, y todos los lagartijistas en la plaza. Pero comenzaba a percibirse en el campo del Califa ese olor a tierra mojada, anuncio infalible de lluvia. Se oía en lontananza algún trueno, muy tenue, es verdad, pero flotaba mucha electricidad en el ambiente; una inquietud vaga que convertía a gran número de aficionados en Sparafucile y les hacía decir con profunda convicción: La tempesta é vicina. Declaro paladinamente que entre esos aficionados me hallaba yo. Hay cosas que no pueden ser so pena de cambiar de raíz las condiciones virtuales de la naturaleza humana. La armonía entre Lagartijo y Guerra estaba dentro de ese axioma. Si Rafael I hubiese escrito su testamento taurino instituyendo heredero universal a Rafael II, es decir, si Lagartijo se hubiese despedido para siempre del toreo dando la alternativa a Guerrita, ese supremo legado, ese trono transmitido in articulo mortis habría coronado la carrera del Califa con glorioso esplendor. En el capítulo dedicado al Bebe, he hablado de las paternidades taurinas; a él me refiero para dar idea de lo que representaba entonces

93


GUERRITA

el acto de Lagartijo al prohijar a Guerra. Todos creíamos que, verificada la cesión del cetro, Rafael no tardaría en retirarse, y lo creíamos con tanta más razón cuanto que varias veces se había anunciado con insistencia que el maestro cordobés había decidido quitarse de los toros. Desgraciadamente para él, no lo hizo, y las cosas cambiaron de todo en todo porque tenían que cambiar necesariamente. Voy a ahondar un poco el asunto, que es importante; representa un episodio interesantísimo en la vida de Guerra y se presta mucho a un estudio de psicología taurina y un si es no es cordobesa. Al emanciparse Guerrita de la tutela de Rafael, quedaron el matador y su sedicente discípulo como representantes ambos de una misma escuela. El Grande se hallaba en sus postrimerías, el Chico entraba de refresco con el garbo y la travesura inherentes a la exuberancia de la sangre y al poder de unas facultades extraordinarias. Rafael I contaba con innumerables y acérrimos partidarios dispuestos a todo, con tal de no amenguar la gloria de que habían rodeado al ídolo indiscutible. Vivían de los recuerdos del pasado, habían peleado como héroes para asignar a Lagartijo un puesto indivisible, y si la imposición soberana de Frascuelo como matador de toros los había forzado a retroceder como fieras acorraladas, no podían consentir que ningún otro diestro osara quitar un átomo de luz a la esplendorosa corona del Califa. Una generación joven, fuerte y robusta, nacida al calor de los postreros tiempos de Lagartijo y de Frascuelo, llegaba entretanto e iba apoderándose poco a poco de la plaza de Madrid. Necesitaba sangre joven, un toreo que estuviese en consonancia con las necesidades del tiempo. Los lagartijistas habían hecho siempre hincapié en el modo de lidiar de Frascuelo, serio, reposado, de pura cepa rondeña, que calificaban de soso, fúnebre e inaguantable.

94


CAPÍTULO X

Aleccionada de esa suerte, la nueva generación tenía forzosamente que echarse en brazos de Guerrita. ¡Cómo no, si las predicaciones incesantes de los partidarios de Rafael mostraban a Guerra como único puerto de salvación para lo futuro! Esa generación no podía de ningún modo encontrar su ideal en Lagartijo ni en Frascuelo, porque llegaba tarde y le era imposible abarcar en toda su entidad la historia de los dos colosos. Y como dentro de la escuela del adorno y de los floreos, dentro de las reglas sustanciales de la flamante escuela cordobesa, Guerrita se presentaba portento de agilidad, de resistencia, de poderío y de valor; como encarnaba todo el arte de Lagartijo, refrescado por los atractivos irresistibles de lozanísima juventud, tenía que llegar un momento en que las travesuras del mozalbete se sobrepusiesen a las marrullerías del viejo y acabaran por dejar a este en la penumbra. Nada de cuanto hacía Lagartijo era desconocido a Guerrita, ninguna de las suertes que practicaba aquél dejaba de figurar en el repertorio de este. En cambio, los años y las fatigas de Rafael le vedaban andar delante de los toros con la desenvoltura inverosímil de que Guerra podía hacer gala sin esfuerzo alguno. El modo de matar del viejo era siempre el mismo, podía contarse como las jugadas del billar; el arte de estoquear del joven se iniciaba variadísimo y lleno de sorpresas. El uno era el torero cansado, vetusto que comenzaba a hacer el equipaje para el viaje postrero; el otro se revelaba como vigorosa savia de lo porvenir, lleno de ardimientos, henchido de jugo torero, en una explosión de vida que tenía que arrollar cuanto encontrara al paso. Ahí va una comparación realista: la ropa de Lagartijo olía a sudor de anciano achacoso, despedía un vaho enfermizo de fiebre; de la de Guerrita se exhalaban aromas juveniles, esa fragancia humana que es el aliento de la fuerza varonil. Rafael I era Nivoso, Rafael II

95


GUERRITA

Germinal. Ni es esto todo. Ambos habían nacido en Córdoba donde tenía su trono el Califa, trono indiscutible e indiscutido y al cual podía aspirar ahora Guerra, no para suceder constitucionalmente a Rafael el Grande, sino para derribarlo en el campo de batalla, destronarlo y convertirlo en un monarca de Daudet. Además, los tiempos habían cambiado bastante, los matadores estaban mejor pagados, se verificaba mayor número de corridas, y Guerrita toreaba muchísimo y acrecentaba rápidamente su caudal, desde que, emancipado de Lagartijo, era dueño absoluto de sus acciones y cobraba libremente cuanto se le antojaba pedir. Pretender que el muchacho se mantuviese, campando por sus respetos, en la actitud de sumisión que tenía que observar cuando era banderillero de Rafael y toreaba alternando con este en provincias, por un precio ridículamente módico, era no solamente desconocer la realidad de las cosas, sino rebajar a Guerrita condenándole a ser cirineo de su pretendido padre taurómaco, cuando no tenía necesidad de llevar cruces a nadie y le sobraban alientos para cargar con la de su profesión. Ahóndese un poco todo esto que no he hecho sino indicar, ténganse en cuenta las susceptibilidades que engendran siempre las luchas ante el público y las diferencias que separaban a los dos Rafaeles, acabando el uno y empezando el otro, y se tendrá el convencimiento de que no podían estar juntos, que eran Dios y el diablo en un costal. Sobraba el Grande o estaba de más el Chico, y por ley natural tenía el primero que ceder el paso al segundo. La ruptura sobrevino, pues, sin ruido, sin escándalo, sin ninguno de los actos ostensibles que justifican una separación. Tan cierto es esto, que nadie ha dicho hasta ahora por qué riñeron Lagartijo y Guerrita, y lo positivo es que echó cada uno por su lado

96


CAPÍTULO X

sin violencia alguna exterior, como dos seres que eran refractarios y tenían que desligarse forzosamente, por virtud de las circunstancias que apuntadas quedan. Podría entrar en ciertos detalles, referir hechos irrecusables que arrojarían sobre el asunto muchísima luz, pero quiero guardar silencio y no introducir en las páginas de este libro algunos documentos humanos que pondrían en claro muchas cosas y mostrarían ciertos sentimientos en toda su desnudez. Otros, en mi caso, no guardarían probablemente esta reserva, porque podrían proporcionarse el gusto de contar hechos que pocos conocen tan bien como yo y cuya revelación levantaría de seguro gran polvareda. Y no es hoy cuando han llegado a mi conocimiento ciertos detalles que pudieran muy bien hallarse estrechísimamente relacionados con la ruptura de Lagartijo y de Guerrita. Hace tres años que, interesado en el asunto por la cruenta campaña que los lagartijistas abrieron contra Guerrita, quise enterarme y me enteré de los motivos que pudieran haber dado margen a aquella tremenda cruzada. Dueño del secreto, pensé dedicar a la cuestión un trabajo especial que deslindara los campos y arrojase alguna luz sobre la oscuridad que reinaba entonces en el campo de la tauromaquia chismográfica, si puedo expresarme así. Circunstancias especiales de las cuales no hay para que hablar, me impidieron hacerlo con gran regocijo mío; que no soy dado a sembrar vientos en regiones donde sopla diariamente el huracán. Si entonces callé, menos he de romper la reserva en las páginas de este libro en las cuales vengo a hacer historia, por lo cual cierro este paréntesis de filosofías inocentes y prosigo.

97



CAPÍTULO XI

CAPÍTULO XI

La despedida de Frascuelo. —En casa del matador. —Dos anónimos. — El último tocado. —La ida a la plaza. —En la capilla de Salvador. —La amante del torero. —Las primeras noticias. —Regreso del matador. —Los amigos y el guarda de campo. —Recuerdo indeleble. Antes de llegar al momento solemne de la carrera de Rafael, antes de relatar la fantástica odisea de su ruptura con Lagartijo, origen de tantos sinsabores para el famoso torero, me cierra el paso una fecha inolvidable en la historia de la tauromaquia: el 12 de mayo de 1890, día en que Frascuelo se despidió para siempre de la profesión en que tanta gloria había alcanzado. Salvador no se encontró a su parecer apto para luchar y vencer en un ejercicio que requiere la plena posesión de las facultades físicas. Y él, que se había entregado a los toros sin tranquillos ni chapucerías; él, que había peleado siempre cara a cara y frente a frente, oponiendo a la brutalidad de la fiera todo cuanto el arte de torear tiene de más bello y de más noble, no se sintió con ánimo para continuar. Inepto para utilizar los recursos de la traición, que no había

99


GUERRITA

empleado nunca sino en casos en que la traición era indispensable, falto de astucia en la aplicación de las reglas que constituyen el toreo de ventaja, torero rudo y serio, maestro como ninguno en el arte de matar, e incompatible con la ficción, con el adorno, con las exterioridades, con todo ese oropel que convierte las fiestas de toros en funciones de títeres, Frascuelo comprendió que después de veinticinco años de carrera, había terminado su misión; y se cortó la coleta. El día anterior, 11 de mayo de 1890, había soplado un Noroeste frescachón, acompañado de chubascos frecuentes. Un cuarto de hora antes de la fijada para que comenzara la función, Salvador estaba en la plaza, reconocía el piso, y convencido de que no permitía una lidia normal, suspendía la corrida de toros. Estuve en casa de Frascuelo, le vi marcharse con su cuadrilla y volver a la media hora, inquieto, sombrío, de mal humor, porque la suspensión había disgustado a una parte del público. Se quitó el traje de luces que vestía, y poco después salió de su cuarto, llevando en la mano dos anónimos que me entregó y conservo. Había recibido el primero el día anterior, el segundo aquella misma mañana. En aquello ponían en las nubes, y se despedían con frases entusiastas y cariñosísimas los buenos aficionados que le adoran, según la firma rezaba. El segundo era un escrito imbécil, en el cual se llamaba a Frascuelo «charrán». Los anónimos le habían perseguido encarnizadamente durante su azarosa carrera, insultándole unos, ensalzándole otros, y venían a dar su nota característica, nota de ardientes entusiasmos y de odios implacables, en los instantes de la última hora, en las solemnidades del postrer adiós. El día siguiente, 12, mientras los aficionados corrían en tropel a la plaza de toros, en medio de una animación, de una algazara indescriptibles, yo, que había formado el firme propósito de no asistir

100


CAPÍTULO XI

a los funerales artísticos de Salvador Sánchez, me dirigí como el día anterior al domicilio de Frascuelo, atraído por la nota del sentimiento, dispuesto a presenciar su última toilette, y a acompañar a la familia durante la ausencia del incomparable matador. ¡Lo habían traído tantas veces herido! ¡Se había despedido de los suyos tantas veces, alegre como unas Pascuas, y marchándose a la plaza de toros como a una romería, y había vuelto en una camilla, con el traje y la piel agujereados y manchados de sangre! La hora fijada para la corrida era la de las cuatro. Llegué a la plaza de Santo Domingo, 18, a las dos y media. Lo mismo que la víspera, Salvador se había echado después de almorzar, dando orden de que lo despertaran a las tres. A esa hora entramos en la alcoba la mujer del diestro y yo, y allí, en una cama inmensa, le vi profundamente dormido, y lo despertamos. Se levantó, se puso un pantalón y una chaqueta, se cubrió los pies desnudos con unas zapatillas, y salió de la alcoba al gabinete, una estancia coquetona, con piano, tocador, armario de luna y chimenea, encima de la cual se amontonaba multitud de chirimbolos. Se sentó enseguida enfrente del tocador, silencioso, mustio, como soñoliento. Los demás callamos atemorizados por aquel medio ambiente que tenía algo de solemne y triste, que cortaba la palabra y oprimía el corazón. De vez en cuando llegaban hasta nosotros los agudos chillidos de la turba que comenzaba a invadir la casa. Y las explosiones de aquella granujería ansiosa de ver salir al matador y de aclamarlo por vez postrera penetraban llenas de descoco, sonando a bateo, en el gabinete, y rasgaban sus penumbras como vivísimo rayo de luz. Eran las tres y cuarto cuando el tocado del diestro ¡el último tocado! comenzó. La esposa de Salvador le hizo la coleta, trenzando con sumo cuidado aquel pelo rizado y abundante, en que ya abundaban

101


GUERRITA

las canas. Se lavó enseguida la cara Frascuelo, y se peinó; después, en calzoncillos y almilla, se puso las medias blancas de hilo, que con las cintas de los calzoncillos ató fuertemente; luego, sobre aquellas, las de seda color carne, y enseguida las zapatillas de torear. Inmediatamente se vistió los calzones bronce y oro e hizo el doble nudo en los cordones para sujetar las segundas medias; hecho lo cual se levantó de la silla y se puso una camisa sencilla, ató los tirantes y se colocó la moña. La cuadrilla de Salvador llegó en aquel instante, y saludó al jefe, que salió del gabinete y pasó a la sala, donde se ciñó la faja, una faja mitad blanca, mitad azul, que, sujetada fuertemente por un criado, y girando sobre sí mismo el matador, quedó apretadísima en la cintura. Enganchó entonces la punta de la faja en el tirante izquierdo, se vistió el chaleco y la chaquetilla, se echó al hombro el capote de paseo, besó con efusión a su hijo y a sus dos hijas, y salió acompañado de la cuadrilla y de varios amigos. Nos abalanzamos al balcón. Una multitud de chicuelos, de hombres y mujeres del pueblo, invadía la acera y cercaba el landó. Subió Salvador, se oyó en la plazuela un formidable estallido de voces, de vivas, de gritos; partió el coche, seguido por aquella muchedumbre compacta, y desapareció enseguida por la esquina de la calle de Preciados. Un momento después la plazuela de Santo Domingo había recobrado su aspecto normal. Quedamos solos en la casa la familia de Frascuelo y yo. Parecía vacía completamente, sola, triste, inundada de tinieblas. Nos dirigimos a la capilla, y allí, ante la imagen de la Virgen de la Soledad, resplandeciente, allí, ante la madre del Salvador, espléndidamente iluminada, doblamos la rodilla todos y elevamos

102


CAPÍTULO XI

nuestras plegarias fervientes para que el valiente diestro salvara aquellas tres horas de mortal angustia, que habían de traer para siempre la tranquilidad del hogar. Aquél por quien rogábamos estaba en la plaza de toros, ante 14.000 almas que invadían el circo, bañadas de sol, ebrias de alegría, deseosas de aclamar al matador maravilloso que durante veinticinco años había hecho en aquella arena, más de una vez tinta en su sangre, despilfarro inverosímil de vergüenza torera, de arrojo y de temeridad. Iba a despedirse, iba a torear por postrera vez en la plaza de la Corte, su plaza idolatrada, teatro de hazañas inolvidables, calvario del hombre y pedestal de la gloria del torero. ¡La plaza de Madrid! Era en verdad y fue siempre la amante de Frascuelo, tanto más querida cuanto eran mayores las infidelidades que cometía al bravo matador. Cuando se separaba de ella —y alguna vez lo hizo por mi consejo— la nostalgia se apoderaba del toreo, y no le dejaba vivir. Quería volver siempre, volver a luchar, volver a sufrir, porque su temperamento loco le atraía hacia las conquistas difíciles, y lo entregaba a los toros en un desquiciamiento insensato del amor propio, en un deseo inacabable del más allá. Los triunfos de provincias le halagaban, sobre todo los de Sevilla, Valencia, Bilbao y San Sebastián; pero le sonaban a hueco. Echaba de menos las grandes injusticias madrileñas; la guerra sin cuartel de los lagartijistas en la plaza y en la prensa, todo aquel rumor imponente de batalla que le espoleaba el ánimo y enardecía el corazón. Allí había conquistado palmo a palmo el trono de matador de toros; allí había luchado cara a cara y frente a frente con su implacable rival; allí había impuesto la verdad haciéndola brillar rodeada de dieciséis cicatrices; y allí volvía siempre, porque en el atropellado prurito de lucha que le dominaba, morir en la plaza peleando, hubiera sido gozar.

103


GUERRITA

Y mientras él jugaba la última carta; mientras se celebraban los funerales del torero en el gran coso donde el entusiasmo popular se desahogaba en ruidosas ovaciones, nosotros estábamos en la capilla, arrodillados ante la Virgen, con los ojos en el suelo, en un recogimiento fúnebre, unidos tiernamente por la oración. Salimos de la capilla y transcurrieron dos horas en una tensión nerviosa que no nos dejaba prolongar ninguna conversación. Calculábamos lo que ocurriría en la plaza. —Ahora habrá matado el segundo toro; el primero se lo habrá cedido a Lagartijo, a quien da la alternativa. Ahora estará en el tercero; dos seguidos. Cuando mate el quinto vendrán noticias. ¿Le pasará algo? Y volvíamos a la capilla maquinalmente, como a un refugio, y nos arrodillábamos de nuevo y de nuevo fijábamos los ojos en la santa imagen, pidiéndole con el alma que trajese ileso a Salvador. De pronto llamaron a la puerta y corrimos locos a abrir. Era un amigo leal que llegaba desalado, jadeante, con el semblante lleno de alegría, a pie desde la plaza de toros. —¡Ya ha matado el último! ¡Un buey! ¡De una hasta la mano! ¡Un poco caída! ¡No lo merecía el manso! ¡Gran ovación! El hombre balbuceaba más que hablaba, en entrecortadas frases, sudando, tembloroso, lleno de júbilo por ser el primero en comunicar la nueva feliz. Lo rodeamos todos; le abrazamos y le hicimos contar punto por punto la corrida... —¡El coche! Me quedé solo, solísimo en la sala: la mujer, los hijos, el amigo, todos apretaron a correr, bajaron las escaleras y aparecieron al poco rato rodeando a Salvador, riendo, llorando, besándolo, locos de felicidad. Llegó sereno, con aire más bien reservado y triste, el capote

104


CAPÍTULO XI

plegado en el hombro derecho y ostentando, como siempre, su característica rigidez. Nos abrazamos fuertemente sin pronunciar una palabra, y el desfile de amigos empezó. Venían en tropel, le felicitaban ardientemente en frases cariñosas y conmovedoras, que él oía imperturbable, dando las gracias sin énfasis, con áspera sencillez. De repente entró en la sala un hombre de unos cincuenta y tantos años, alto, seco, con la cara curtida por el sol, un hombre del campo vestido de paño burdo y con un inmenso pavero en la cabeza. En cuanto vio a Frascuelo, abrió los brazos, se arrojó materialmente sobre él, y diciendo con indefinible acento «¡Salvador!», comenzó a besarle, sollozando, anegándolo en lágrimas. Miré a Frascuelo. Se mordió los labios, abrazó desesperadamente a aquel hombre, le oí balbucear algunas palabras, y vi que cerraba con furia los ojos para enjugarse sin duda la humedad. —¡Gracias a Dios que siquiera una vez en mi vida le he visto a usted emocionado! —dije a Frascuelo. Me dirigió entonces una mirada indefinible, y murmurando —¡es verdad!— volvió hacia el hombre, que continuaba sollozando como una criatura. Pregunté quién era, me contestaron que un guarda de la posesión de Salvador, volví a abrazar a este, salí de la casa, y supe al día siguiente por La Correspondencia que, en el testamento taurino, Frascuelo me legaba la montera con que había toreado la última corrida. Este es el recuerdo indeleble que conservo de la última corrida de Salvador.

105



CAPÍTULO XII

CAPÍTULO XII

La hora de las alabanzas. —La conducta de Guerrita. —La corrida. — Los tres toros que mató Salvador. —El último buey. —Faenas de Guerra. —Los lagartijistas. —La reseña de Aficiones. —La flecha del partho. — Por qué se retiró Frascuelo. —Su puesto en la historia de la tauromaquia. ¡Dios te libre de la hora de las alabanzas!, dice el refrán. Esa hora llegó para Frascuelo, hora única en que hasta los anabaptistas de Rafael se lanzaron a elogiar al incomparable diestro, aunque lo hicieron apelando a todo género de precauciones. No faltó, sin embargo, la flecha del partho, como se verá más tarde. Los periódicos taurinos publicaron sendos extraordinarios en que se cantaban en todos los tonos y en todos los modos, las hazañas de Salvador; le dedicaron composiciones en prosa y verso, hubo, en suma, el gasto necesario para acontecimiento de esa especie; pero como si la seriedad, que había sido siempre nota característica del toreo de Salvador, hubiese contagiado a sus apologistas, lo cierto es que las manifestaciones del entusiasmo se mantuvieron dentro de discreto límite.

107


GUERRITA

Hubo gasto, pero no despilfarro. La retirada no se había anunciado con la aparatosa mise en scéne que tres años después había de emplearse en las despedidas de Lagartijo. Salvador dijo que se quitaría de los toros en una corrida extraordinaria, en la cual daría la alternativa a Lagartijillo, y no se habló más. Se anunció la corrida con seis toros del Duque de Veragua, y la única e importantísima novedad que se ofreció al público, fuera de la que encerraba el acto de la despedida de Salvador, fue la presencia de Guerrita como banderillero. El noble y valiente diestro cordobés había solicitado de Frascuelo la honra de acompañarle en la última corrida, dando, con ese acto generoso, testimonio elocuente de su admiración y de su gratitud. ¿Quién sabe si Guerrita, en los albores de su fortuna y de su gloria, recordó la corrida verificada en Linares el 28 de agosto de 1879, aquella corrida célebre en los recuerdos del joven matador, en que Salvador le había tendido la mano y le permitió salir con su cuadrilla, en compañía del Torerito? ¿Quién sabe si Rafael, que guardó en su corazón la memoria del rasgo de Frascuelo, quiso pagar aquella deuda de gratitud, prestándose a dar mayor solemnidad a los funerales taurinos del primer matador de la época presente? Sea de ello lo que quiera, Guerrita se mostró entonces grande como hombre y grande como lidiador, y su nobilísima conducta le atrajo las simpatías de los aficionados, exceptuando, como es natural, a los lagartijistas. La corrida se verificó con un lleno rebosado. Salvador, que cedió el primer toro a Lagartijillo, mató el segundo, Pregonero, berrendo en negro, capirote, de libras y corniveleto, de una estocada puramente frascuelina, entrando a matar desde la cuna y obligando al toro a arrancarse a fuerza de estrecharle con el trapo.

108


CAPÍTULO XII

El estoque quedó en los rubios, hundido hasta la bola, y el toro cayó hecho una pelota a los pies de su matador. La ovación fue inmensa y continuó durante gran parte de la suerte de varas en el toro siguiente, siendo obsequiado Frascuelo con multitud de regalos. Algunas almas sensibles soltaron varias palmas. En su segundo toro, tercero de la corrida, no estuvo tan afortunado Salvador. El bicho había tomado defensa en las tablas y allí lo toreó de muleta y entró a matar cuatro veces, terminando la faena con un lucido descabello. Llegó el quinto de la corrida, último que iba a estoquear Frascuelo, poniendo término definitivo a su gloriosa carrera. Se llamaba el toro Regalón y era barroso, bragado y de muchas libras. Cuando tocaron a matar, el animal estaba completamente manso y huido. Salvador trató de sujetarlo, lo trasteó buscándolo en todas partes, haciendo grandes esfuerzos a fin de consentirlo. El buey pedía un golletazo a la media vuelta y los espectadores hubieran hallado justificada esa muerte a traición que merecía por todos conceptos. Pero Salvador no lo entendió así; quiso despedirse para siempre de los toros, dando muerte cara a cara y frente a frente a aquel manso de solemnidad; y aprovechando el único momento en que, apretado por la muleta, le obligó a cuadrarse, lio, se armó y cayó sobre el buey con la guapeza de los mejores tiempos del matador, clavando una estocada hasta el puño, un poco caída, que hizo polvo al animal y valió al admirable diestro, dechado de vergüenza torera hasta el último instante, una prolongada y merecida ovación. Así concluyó la carrera de Salvador Sánchez el día 12 de mayo de 1890, en la plaza de toros de Madrid, digno final de una vida dedicada a sacar a la verdad triunfante y a luchar por ella con valentía sin igual. Cuando cayó el último toro, Salvador se vio rodeado de una

109


GUERRITA

multitud entusiasta que lo levantó en hombros y lo llevó hasta el coche; al partir este, el público, apiñado en las cercanías de la plaza, saludó al veterano con vítores y le hizo cariñosísima ovación. Vengamos ahora a Guerrita. Su cooperación en la despedida de Frascuelo fue también digna del memorable acontecimiento y prestó a la fiesta animación y brillantez extraordinarias. Rafael pareó los toros que mató Frascuelo y lo hizo de un modo magistral, alcanzando grandes ovaciones. Se mostró en la brega incansable y eficaz, hizo quites, jugueteó cuanto lo permitían los bueyes lidiados, dio, en suma, admirable realce a la corrida. La luz intensa que el joven derramó sobre los funerales del viejo iluminaron la despedida de este con resplandores de apoteosis y solventaron con usura la cuenta que existía entre los dos. La prensa taurina y los diarios políticos dedicaron a la corrida entusiastas reseñas en que hicieron justicia a la despedida de Frascuelo. La opinión general juzgó prematura aquella retirada, y el mayor elogio que de ella puede hacerse es consignar que Salvador quiso probar a sus enemigos, y lo probó elocuentemente, que no quería dejarles el único recurso que les hubiera quedado para atacarle en adelante: la vejez. Se marchó pudiendo con los toros, matando por delante a un enorme buey, y así pudo escribir la última página de su historia, página que quedaba como definitiva consagración del triunfo alcanzado sobre su rival y a la cual la despedida de Lagartijo había de dar muy pronto caracteres de fallo inapelable. Los lagartijistas tuvieron que rendirse ante la explosión de entusiasmo que provocaron las faenas de Salvador en su última corrida. Los anabaptistas hicieron lo propio; Sobaquillo se adornó, no con los flecos de la escuela cordobesa, sino con los sobrios y eficaces que la rondeña permite, y escribió una revista verdaderamente

110


CAPÍTULO XII

halagüeña para Salvador: En El Imparcial, Aficiones (D. José de la Serna), había reemplazado a Sentimientos y formaba con Sobaquillo el díptico anabaptista, puesto que el pobre Mazas (Un alguacil de El Globo) había muerto. Lagartijo, tratándose de la prensa de gran circulación, tuvo siempre el santo de cara. Con el refuerzo de Aficiones contó con un adalid valioso, decidido más que nadie quizá a defenderlo a toda costa y a arroparlo con su inquebrantable devoción. Escritor fácil, sereno y valiente, dispuesto a no retroceder por nada ni ante nadie y poseedor de un estilo cáustico que lleva el veneno a veces hasta la ferocidad, Aficiones no se dejó conmover por la despedida de Frascuelo. Dedicó a la corrida una reseña andrógina, esto es, en prosa y verso, en la cual relató los lances de la lidia sobriamente, huyendo de meterse en detalles en los cuales se trasluciera el entusiasmo del público, todo ello aderezado con un estilo zumbón lleno de sutilísimas y emponzoñadas reticencias. Únicamente se permitió, al hablar de la muerte del primer toro que mató Salvador, escribir estos cuatro versos: «Palmas, cigarros, orsequios y palomas mensajeras, ¡sólo faltaron coronas de siemprevivas... y etcétera!». La muerte que dio Frascuelo al quinto buey, a aquel buey del cual se deshizo con sin igual guapeza, arrancó a Aficiones lo siguiente: «Regalón estaba hecho un buey cuando sonaron los clarines anunciando la fin de su vida y la última estocada de Salvador. Al mismo tiempo que sonaba unpito de fatídico son, de son maldito, como en Hernani el eco de la trompa fatal, áspero y seco, que nos hace exclamar con voz medrosa: —¡Por fin hay que cortar alguna

111


GUERRITA

cosa! Frascuelo se acerca con gran tranquilidad a Regalón, que a los primeros pases se juye, espantándose hasta de su sombra. Por fin paró, y se cuadró. Y Salvador de una caída lo mató. ¡Ya se la cortó! Moralmente, digo, porque la operación quirúrgica no se hace en la plaza, como había muchos mayos que se lo figuraban». ¡Un poema! El terrible anabaptista que de tal suerte tenía que comprimirse para dar cuenta de la retirada de Oberthal, estaba destinado a lanzar a Salvador la flecha del partho. Y se la lanzó, en efecto, apuntando al talón del Aquiles de la tauromaquia. Véase la clase: «RESPONSO FINAL Los toros del ministro1 medianos, malos, pésimos; ¡si parece imposible que ese sea ganado de Fomento! Y advierto que costaron mil pesetas por cuerno. Entre los de a caballo fue el Badila el número primero. Bregando, pareando y peonando, Guerra entusiasmó al pueblo, que a cambio de los toros del ministro tuvo en él un ministro del toreo. Salvador aclamado, 1

Era entonces el Duque de Veragua ministro de Fomento.

112


CAPÍTULO XII

fue conducido en hombros y sin féretro. ¡Un bel morir tutta una vita onora! ¡Dichoso él que puede hacerse el muerto! ¡Pues yo también, por treinta mil pesetas, me cortaría el pelo!». Frascuelo había, efectivamente, pedido 6.000 duros por su última corrida, y nadie, excepto Aficiones, había juzgado excesiva la cantidad, ni mucho menos se la había echado en cara al gran lidiador. Era este el único punto que la malicia podía estimar vulnerable y Aficiones no desaprovechó la ocasión para instrumentarlo de pasada en su reseña. «¡Pues yo también, por treinta mil pesetas, me cortaría el pelo!». ¿Quién había de decir a Aficiones que, tres años después, su ídolo se llevaría veinticinco mil duros, ciento veinticinco mil pesetas, por los ejercicios de capilografía a que se entregó con motivo de su retirada? Si por treinta mil pesetas que pidió Salvador, se hubiera cortado el pelo Aficiones ¡asusta pensar lo que se hubiere cortado por las ciento veinticinco mil que Rafael se llevó a Córdoba! Por fortuna para todos, el chispeante escritor no se ha cortado nada y continúa actualmente prestando el concurso de su envidiable ingenio a las columnas de El Imparcial. Volviendo a la retirada de Frascuelo, ya he dicho antes que la opinión la juzgó generalmente prematura, tan animoso y valiente habíase mostrado en ella el célebre matador. En mi concepto, Salvador hizo muy bien en retirarse el 12 de mayo de 1890. Cuando llega la hora tristísima de la separación entre el público que, como la tontería humana, es eternamente joven, y el artista que envejece con el tiempo, raro, muy raro es el que, conociendo su decadencia, se decide a abandonar una existencia agitadísima, llena de fatigas y emociones, de glorias y de vilipendios, en exhibición

113


GUERRITA

continua, en incesante bullir, elevado aquí hasta las nubes, arrastrado allí por el lodo, vida enervante y deliciosa que atrae al torero hacia el público, como atrae la mujer caprichosa, injusta y cruel, a quien se ama con delirio y cuyas caricias hacen olvidar en un día las traiciones de diez años. Frascuelo no quiso conocer esa época corta y fatal en que el torero vive de la limosna del público al principio y se ve arrojado después, como un estorbo, del campo de sus triunfos. Se fue con los pies torpes, pero con la frente erguida, dejando el recuerdo indeleble de su nobleza, de su maestría y de su valor. El arte de matar que Redondo y Manuel Domínguez habían recogido de las reglas escritas de José Delgado y de Montes, y aplicado últimamente con admirable eficacia en la plaza de Madrid, se reveló instintivamente en Frascuelo y ha sido el dique que opuso el inolvidable matador al artificio que la astucia de Curro Cúchares creó hace treinta años. La gloria de Frascuelo está ahí principalmente, está en que recogió una bandera que yacía, hecha girones, en el suelo y la tremoló, incansable y audaz, ante aquellos a quienes había atacado de miopía crónica el bullir de vistosos gallardetes. Y combatido sin tregua ni piedad por sus enemigos, tachado de envidioso, de irascible y hasta de bruto, expuesto a todas horas a verse mortificado en su amor propio, en su orgullo y hasta en su dignidad personal, condenado a una rivalidad diaria que le obligaba a poner en juego todo su entendimiento, todo su coraje, su alma toda de torero, para alcanzar un aplauso; cogido por los toros veinte veces, acribillado el cuerpo de cornadas y lacerado el corazón por todo linaje de injusticias, no vaciló ni un instante, no huyó jamás; gritó como Galileo: e pur si muove, y plantó al fin la bandera del toreo verdad cuando la afición caía de hinojos ante el toreo de la mentira.

114


CAPÍTULO XII

Fue más grande cuando las cornadas le hicieron mayor daño, y donde todos han sentido los golpes y retrocedido o vacilado, él extrajo mayor caudal de ánimo y se mostró valiente y temerario como nunca. En la historia de la tauromaquia su nombre figurará entre los primeros. Creó un modo de matar toros que nadie hasta ahora se ha asimilado, y del cual he hablado extensamente en una obra anterior2. Hoy se llama estocada frascuelina a aquélla en que el matador hunde el estoque hasta la bola, entrando corto y derecho; pero nadie, absolutamente nadie, ostenta el sosiego de Salvador, su arte incomparable y su eficacia para adelantar la muleta y el busto, consentir a los toros y marcar la reunión. Es un secreto que Frascuelo se llevó consigo al retirarse y constituye su individualidad. No hay quien haya llenado el vacío que dejó ni quien pueda, por lo tanto, disputarle el puesto que ocupa al lado de las figuras más eminentes en la historia del arte de torear.

2

Lagartijo y Frascuelo y su tiempo.

115



CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIII

Cogida de Guerra en Jerez. —El toro Corredor. —Un escándalo y un par de banderillas. —La cornada. —El varetazo del Espartero. — El toro al corral. —Curación de Guerra. —La cogida monstruo. —Ruptura de Lagartijo y de Guerrita. —Los lagartijistas. —Un heterodoxo español. —El sueño de los anabaptistas. —¡Desperta ferro! El día de San Juan de 1890 Guerrita sufrió en Jerez una cogida digna de ser relatada. Pertenecían los toros que se lidiaron aquella tarde a la ganadería de D. Joaquín Pérez de la Concha, y estaban encargados de la lidia el Espartero y Guerra. El hecho de presenciar la corrida don Isaac Peral y sus compañeros del submarino famoso, en el apogeo entonces de su efímera gloria, daba a la fiesta grandísima animación. Los dos primeros toros llevaron fuego, el cuarto y quinto fueron brindados por los matadores al inventor del célebre barco, del cual hoy no se acuerda nadie. Los brindis promovieron el entusiasmo general, y aún duraban las manifestaciones del popular delirio, cuando se presentó en la plaza el último cornúpeto. Era un jabonero enorme, con abundante

117


GUERRITA

cornamenta y presencia imponente, llamado Corredor. El animalito infundió tal respeto a las plazas montadas, que no había medio de conseguir que se acercasen al bicho. Y por si este era blando con exceso, o muy duro al miedo de los picadores, o escasa la voluntad de Guerrita para obligarlos a picar, ello es que se armó en el circo un escándalo formidable que duró todo el primer tercio y subió de punto al escucharse el toque de banderillas. Pidió entonces el público, como compensación de aquel desaguisado, que parease Rafael, y accediendo este al instante a los insinuantes ruegos de la masa, cogió un par de palos y se colocó frontero al elefante, el cual paquidermo —conviene hacerlo constar— tenía los cuernos no solamente muy grandes, sino excesivamente abiertos. Un soberbio par cuarteando puso Guerrita, pero lo alcanzó a la salida el asta de la fiera y fue por ella volteado el diestro. Un grito de horror, etc., etc., (ya se sabe lo que ocurre en tales casos y cómo se instrumentan literariamente tales cosas). Guerrita se levantó, se dirigió hacia la barrera, apoyado en la cual se llevó las manos a la ingle derecha y se marchó por su pie, pero caminando con trabajo sumo, a la enfermería. Reconocido el diestro, se vio que tenía una herida en la parte superior e interna del muslo derecho, muy próxima al pliegue de la ingle, con dirección de dentro a fuera y de abajo a arriba, de cuatro centímetros de extensión por dos de profundidad. Con la emoción que la cogida produjo, y de la cual debió participar sin duda alguna el Espartero, se dispuso este a dar muerte a Corredor, que se hallaba entero y había sembrado el pánico en el redondel. Comenzó Manuel a torear de muleta al bicho, y a las primeras de cambio, sufrió un varetazo en el pecho. El público, entonces, temeroso de que el animal diese al traste con el único matador que en el ruedo

118


CAPÍTULO XIII

quedaba, se alborotó y pidió enérgicamente que el toro fuese llevado al corral. Accedió el presidente al ruego soberano, salieron los cabestros, y arropando amorosamente al terrible Corredor, lo sacaron del teatro de sus feroces hazañas, con lo cual respiraron todos, público y toreros, y tuvo término aquella inolvidable función. La considerable hemorragia que se presentó en la herida de Guerra dio a ésta, en los primeros momentos, caracteres de bastante gravedad; pero la robusta naturaleza del diestro hizo muy pronto desaparecer todo cuidado. Guerrita permaneció poco tiempo en Jerez, salió enseguida para Córdoba y doce días después del accidente toreó en Madrid, el 6 de Julio, con Lagartijo y el Ecijano. Era la 13ª corrida de abono y se lidiaron en ella cinco toros de Murube y uno de Orozco, que se corrió en segundo lugar y fue el primero que estoqueó Guerrita. De las dos faenas del valiente matador puede juzgarse por el juicio que Don Cándido le dedicó en La Lidia y voy a transcribir. Me conviene advertir que entonces no tenía yo la menor relación con el acreditado semanario taurino, cuya dirección había dejado hacía algunos años. He aquí lo que dijo La Lidia: «GUERRITA. —Empecemos por aplaudir incondicionalmente al bravo muchacho. No hay con qué pagar la voluntad que, aún coartada por los sufrimientos, llega hasta el punto de acudir a su obligación, exponiéndose quizá a mayores males. —Guerrita no estaba ayer en disposición de torear, y bien lo probó con su forzada quietud alrededor de los toros y los frecuentes descansos a que tuvo que apelar por consecuencia de lo reciente de su última cogida de Jerez. A pesar de esto, la faena de su primero fue de las más acabadas.

119


GUERRITA

Media docena de pases como clavado en la arena, y una estocada hasta la taza, entrando con tal ahínco, que fue suspendido y despedido por el toro, sin más consecuencias que el consiguiente varetazo que indudablemente sacaría del lance. En el segundo, que se limitó a dar vueltas a la noria, después de tantearlo y convencerse que no sacaría más partido, le colocó con acierto media estocada al encuentro y lo descabelló a la primera. Después de esto abandonó la plaza con su cuadrilla en dirección a Pamplona, escuchando grandes aplausos. ¡Allá van los nuestros entremezclados de admiración!». Así se presentó Guerrita ante el público madrileño después de la cornada de Jerez, y así se preparó a aguantar el ciclón que se le venía encima. Porque estaba escrito que el año del Señor de 1890 quedaría memorable en la historia de las cogidas de Rafael. De la de Jerez se habló mucho; hubo en los primeros instantes grandísima ansiedad que no se calmó hasta que llegaron noticias quitando gravedad a la cornada; respiraron por fin los corazones al ver al diestro en la plaza de Madrid; y ya todo era júbilo en el taurino campo, ya se disponían los dilettanti a seguir saboreando a Guerrita, cuando el célebre diestro sufrió la cogida más tremenda que puede imaginarse, una de esas cogidas que no admiten más calificación que la inventada por Arana para los partidos de pelota: una cogida monstruo. Hasta entonces lo habían cogido varios toros lidiados en diferentes corridas. Esta vez cogió a Rafael una vacada entera. ¡Y qué vacada! Los toros que mandaron al otro mundo a Pepe Hillo y Curro Guillén, eran bravísimos borregos, peras en dulce, comparados con los que engancharon a Guerrita. ¡Calcúlese lo que serían con pensar que lo cogieron hace cuatro años y todavía manan sangre las heridas que infirieron al mísero lidiador!

120


CAPÍTULO XIII

Pero abandonemos el terreno de las metáforas de mal gusto y hablemos claro. La cogida monstruo de Guerrita fue su famosísima ruptura con Lagartijo. Apuntadas quedan en páginas anteriores las circunstancias en que se hallaron los dos en cuanto Guerra tomó la alternativa y se declaró libre, feliz e independiente. Toda la masa de electricidad acumulada en la atmósfera tenía que estallar de un momento a otro y estalló, en efecto, sobre la cabeza del joven cordobés. Muy poco tiempo después de haber tomado parte Guerrita en la última corrida de Salvador, se supo que los dos Rafaeles, el viejo y el joven, el Padre y el Hijo, habían roto toda amistosa relación, al punto de no saludarse siquiera. La noticia cundió por la grey lagartijista como una exhalación. El primer momento fue de incrédulo asombro. ¡Rebelarse Guerra contra Lagartijo! ¡El águila despreciada por el gorrión! No, no era posible; chismografías frascuelistas que tendían, como siempre, a mortificar a Rafael el Grande. Porque hay que saber que, retirado Salvador, los anabaptistas sufrieron un disloque completo, se dedicaron a ensalzar a su ídolo de un modo tal, que era cosa de preguntar cualquiera si España no es una nación cortada para el absolutismo; que tanto monta llamarse Felipe II o Rafael Molina si el monarca y el torero disponen de las vidas y haciendas de sus súbditos y los tienen, cuando les da la real gana, de rodillas y a sus pies. No les bastaba entonces llamar a Lagartijo Rafael I, y el Califa de Córdoba, y Abdherramán, y Boabdil el Grande; no se contentaban con instrumentarle la inmortalidad con música de Wagner y adorar al divo de la tauromaquia moderna, como adoraban la Sagrada Copa los caballeros del Graal. Para los lagartijistas, Lagartijo, arte, belleza, bondad, valor, ideal eran consustanciales; nada había existido antes, nada existiría después;

121


GUERRITA

y el día en que Rafael se cortase la coleta se rasgarían las nubes, se secarían los ríos, se helarían los mares, se derrumbarían Ossa y Pellón, y Sobaquillo y Aficiones, hechos dos Jeremías, recorrerían las calles de Madrid sollozando: ¡Quomodo sedet sola civitas plena populo! Porque quitarse de los toros Rafael y hacerse el vacío en los dominios de España —de la nación no había que hablar— sería todo uno. Ni había halago que no le prodigasen, ni mimo de que dejaran de echar mano para tenerlo satisfecho y feliz. ¡Adjetivos laudatorios! Rabelais, adjetivador asombroso, era niño de teta al lado de los lagartijistas. Lo tenían, en suma, hipnotizado en aquel ambiente de ditirambos sin tasa, capaz de marear al Padre Eterno. ¿A quién podía, pues, pasársele por la cabeza que Guerrita osara lanzar un grito de rebelión contra el ser indivisible, indiscutible e intangible que se hallaba sentado en el trono de todas las tauromaquias? Era cierto, sin embargo, y el Sr. Menéndez Pelayo cometerá un acto de deplorable injusticia, si en futuras ediciones de la Historia de los heterodoxos españoles no asigna a Guerrita preeminente lugar. Sí, Rafael Guerra y Rafael Molina se separaron sin regañar. ¿Fue el Chico el que se separó del Grande, o este de aquél? Que crea cada uno lo que le convenga; por mi parte tengo la convicción de que la ruptura obedeció a causas naturales, parecidas a las que originan el divorcio entre casados a quienes separan grandes diferencias de edad. Los lagartijistas tuvieron que creer lo que para ellos era increíble; se tocaron, se palparon, y, pasado el primer momento de estupor, juraron vengarse. La verdad es que, desde la retirada de Frascuelo, vivían en las molicies de Cápua, enervados dulcemente por el elogio. Los cantos de alabanza que diariamente entonaban en loor de ambos Rafaeles, comenzaban ya a resentirse de monotonía; los anabaptistas parecían,

122


CAPÍTULO XIII

en suma, tomadores de opio, iban quedándose aletargados, sintiendo la nostalgia del palo, sin tener a quién pegar. Durante muchos años se habían despachado a su gusto, gozando mucho cuando incensaban al ídolo, y gozando aún más cuando deprimían a Salvador, la bête noire, el rival eterno. Porque para los lagartijistas, morder fue siempre más dulce que besar, y cuando metían los dientes en Frascuelo y lo despedazaban con las brillantes largas de la retórica cordobesa, enseñaban los caninos chorreando sangre y se relamían con voluptuosidad. Salvador acababa de cerrarles esa puerta de oro, y los anabaptistas toreaban en serio, se aburrían como los niños traviesos para quienes romper cuanto hallan a mano constituye el supremo placer. La ruptura de Lagartijo y de Guerrita vino, pues, a cambiar radicalmente el aspecto de las cosas, a romper la paz octaviana que reinaba en la plaza y en la prensa desde la retirada de Salvador. Cesó como por ensalmo la nostalgia, los anabaptistas despertaron, sacudieron sus melenas leoninas, tajaron de nuevo aquellas plumas envidiables que sembraban por doquiera el terror o el júbilo y, gritando ¡desperta ferro!, se aprestaron a esgrimirlas briosamente contra el rebelde cordobés.

123



CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XIV

Cogida de Guerra en Jerez. —El toro Corredor. —Un escándalo y un par de banderillas. —La cornada. —El varetazo del Espartero. — El toro al corral. —Curación de Guerra. —La cogida monstruo. —Ruptura de Lagartijo y de Guerrita. —Los lagartijistas. —Un heterodoxo español. —El sueño de los anabaptistas. —¡Desperta ferro! Las orquestas lagartijistas de El Liberal y de El Imparcial, dirigidas por Sobaquillo y Aficiones, los Mancinelli y Lévi de los conciertos cordobeses, rompieron el fuego sin gritar ¡agua va! No hubo preparación alguna, no se oyeron los toques de ordenanza. Lo mismo que en San Sebastián en la noche del 27 de agosto de 1893, de triste memoria, las descargas cayeron sin piedad sobre la indefensa muchedumbre. Declaro que no he visto jamás nada parecido, ni conozco valor que pueda compararse al que mostraron en aquella ocasión los anabaptistas, que es como decir los lagartijistas todos. Porque se necesita un valor a toda prueba para renegar en un día de lo que se ha venido glorificando sin cesar durante seis o siete años;

125


GUERRITA

se requiere un arrojo inverosímil para estimar de repente feto a lo que se ha proclamado gigante en todos los tonos y en todos los modos. Eso hicieron los lagartijistas con Guerra en cuanto Rafael el Chico se separó del Gran Rafael. Necesitaron media docena de años para advertir que Guerrita, Rex judeorum, era Barrabás, y pedir su muerte. Sólo al cabo de ese tiempo cayeron en la cuenta de que el niño cordobés, a quienes ellos habían colocado a la diestra de Rafael Padre, era un hijo espurio, engendrado quizá en pleno sadismo frascuelista, un mamarracho indigno de llevar los estoques a Lagartijo, como muchos dicen aún. Es necesario recordar de nuevo los detalles de aquel inopinado cambio de... espaldas que sufrió el lagartijismo, para tener idea de la influencia inconcebible que Rafael Molina ejercía sobre sus partidarios. Mientras Guerrita estuvo, mozalbete sumiso, en la cuadrilla de Rafael, y este lo llevó de medio espada a provincias en condiciones buenísimas, bonitísimas y baratísimas, las cosas marcharon a pedir de boca. ¿Mataba Lagartijo un toro magistralmente? Pues ya estaban los lagartijistas llamando a Guerra, colocándolo delante del maestro y diciéndole entusiasmados: ¡Ecce Pater tuus! ¿Estoqueaba Guerrita un toro con arte y valentía que despertaban la admiración general? Pues ya estaban los lagartijistas llamando a Rafael, a Rafael el Padre, poniéndolo delante del chico y exclamando conmovidos, con lágrimas en los ojos: ¡Ecce Filius tuus! Y el caso es que, unas veces por ser Padre y otras por poseer tal Hijo, el abuelo se llevaba la gloria de bola a bola o por tabla. Todo ello instrumentado con las galas y la fuerza de dos péñolas, las de Sobaquillo y Aficiones, capaces de demostrar —como Hegel a su criado— que Dios existe o que no existe Dios.

126


CAPÍTULO XIV

Romper Guerrita con Lagartijo y cambiar por completo la decoración, fue todo uno. Desde aquel día fatal lo blanco fue negro, lo grande fue chico, la belleza se trocó en fealdad, y Ney, Soult y el duque de la Moscowa se despojaron de sus uniformes y endosaron el de Dumouriez. ¡O spettacol divin! —como dice Vasco en La Africana. Los papás amantísimos de Guerra, los que le colmaban de golosinas y batían palmas a sus travesuras infantiles, se convirtieron bruscamente en feroces padrastros. Y la Guerra Santa, la guerra a Guerrita, fue declarada en campos y ciudades y asoló a toda la nación. Con una perfidia de onda se dieron los anabaptistas a empequeñecer los trabajos del subcordobés, como lo llamó enseguida Sobaquillo, cuando Guerrita estaba afortunado, y cayeron sobre él inhumanamente, con envenenadas frases, cuya depresiva intención sólo era asequible al que sabe leer entre líneas, en cuanto el Santo le volvía las espaldas. ¿Mataba bien un toro? Pues no era toro, sino novillo, sin cara ni cuernos, un ternero extraído del vientre de alguna inofensiva Coliche. ¿Daba un volapié que arrancaba grandes aplausos? ¿Qué volapié ni que niño muerto? Concedían que fuese volapié, llegaban hasta eso, pero ¿volapié legítimo? ¡Nunca! Los volapiés de Guerrita eran volapiés de sorpresa (sic) y se parecían a los inventados por Costillares como un huevo a una castaña. Ahora bien, Costillares inventó el volapié para sorprender a los toros, para matarlos por sorpresa, de lo cual se deduce que el volapié es suerte por sorpresa o deja de ser volapié. ¡Sigamos adelante! ¿Movía los pies Guerrita? Pues baile al canto, con el acompañamiento obligado de peteneras, sevillanas, boleras y demás excesos de la coreografía. ¿Recortaba los toros? ¿Daba pataítas? ¿Jugueteaba con las reses?

127


GUERRITA

Pues anden los títeres y venga una función de pueblo para mayor gloria de los conspicuos villamelones. Y todo ello aderezado con el antiguo repertorio de Salvador, con el socorrido cliché de la envidia, de la soberbia, del despecho y lo demás que de puro sabido se calla. Las predicaciones de los anabaptistas surtieron inmediatamente su efecto; todo, absolutamente todo el campo lagartijista cayó como un solo hombre sobre el mísero subcordobés, y se dio el caso realmente fantástico de quedarse solo e inerme en la plaza quien hasta entonces había reinado en ella, merced a unos méritos elevados hasta las nubes por aquellos mismos que se los negaban en redondo ahora y lo zaherían sin cesar. ¡A tal punto llegaba la idolatría que despertaba Lagartijo! ¡Al punto de repartir este las flores y las espinas, según protegiera a cualquier torero o le retirase su augusta protección! Guerrita lo demostró de un modo harto elocuente al verse, de la noche al día, arrojado brutalmente del Paraíso y encontrarse en pleno Calvario, rodeado de los amigos que tanto le glorificaban antes y hoy pedían airados su crucifixión. ¿Se cree que exagero? ¿Se cree que la pasión guía mi pluma al consignar la espantosa soledad de que Guerrita se halló rodeado, a consecuencia de la ruptura con Rafael? Léase lo siguiente, que apareció tal como lo trascribo, en un semanario profesional de Madrid: «Guerrita ha perdido totalmente la vergüenza, pues a cada paso va echando mano de los burladeros, y, sobre todo, cuando tiene que vérselas con pavos que no son chotos del Saltillo. ¡Y el público, inocente y cándido, aplaudiendo aún las cabriolas y padeburés del primer titiritero taurino de estos tiempos!». ¡Sinvergüenza y primer titiritero taurino de estos tiempos!

128


CAPÍTULO XIV

¡Matador de chotos y ejecutante de cabriolas y padeburés! Después de eso, no queda sino dar un paseíto en el tranvía y dormirse luego como un lirón. ¡De menos nos hizo Dios, que nos hizo de un pedazo de... Guerrita! Hay que advertir que, solo una vez en la vida, mandó Guerra que le pusieran burladeros. Ocurrió el caso en la plaza de Pamplona, donde toreó por San Fermín de 1890, teniendo abierta la herida que le infirió en Jerez el día 24 de junio de aquel año el famoso toro Corredor. El mismo Sánchez de Neira, cuya seriedad y buena fe están fuera de duda, se hizo eco en La Lidia (número del 10 de noviembre de 1890) de los horrores que se decían contra el célebre torero cordobés, y afirmo que este se había negado a lidiar toros del Conde de Patilla, de Dña. Celsa Fontfrede y de D. Antonio Miura, y que veía «con mal gesto» las reses de Concha y Sierra, del Colmenar y portuguesas. «Dicen que ha llegado el caso —añadía Neira— de exigir (Guerra) a las empresas que deseen contratarle que compren el ganado de ciertas y determinadas vacadas». ¡Calcúlese cómo estaría la atmósfera antiguerrista cuando un hombre de la inteligencia y del reposo de Sánchez de Neira se dejó contaminar! Cuanto se decía para vilipendiar al diestro y herirle en su dignidad profesional era falso. Únicamente se negó Guerrita a torear reses de Conde de Patilla por un rozamiento de carácter puramente personal ocurrido entre ambos, a consecuencia de un toro que sobró entre los que se lidiaron en la corrida a beneficio del Bebe. No quiero ocuparme del asunto, porque no hay para qué resucitar historias pasadas; pero las causas que motivaron la ruptura entre Guerra y el conde de Patilla, hoy difunto, enaltecen sobremanera al diestro cordobés. Para nada entró en el asunto la prevención que pudiera abrigar el torero contra aquella ganadería, fue una cuestión desligada en

129


GUERRITA

absoluto de todo aspecto profesional, y si se fuese a tirar de la manta para todos y se recordaran ciertos hechos que la historia no debe recoger, podría aquilatarse la odiosa campaña de la que fue víctima Guerra, campaña que, al fin y a la postre, había de dar mayor realce al triunfo definitivo. Fuera de ese incidente que produjo, efectivamente, la negativa del matador a lidiar reses de Patilla, nunca se ha negado Rafael a torear cuantos toros hayan querido echarle las empresas, y le he oído decir varias veces que desafía a que se le pruebe lo contrario. Si no fuera suficiente la afirmación de Guerra, me bastaría lo que he visto yo y no me ha contado nadie. Guerrita torea en San Sebastián todos los años desde que tomó la alternativa, y bien puede asegurarse que no hay empresario que pueda compararse con Arana en lo de surtirse de toros en Colmenar. En la capital de Guipúzcoa le he visto, por lo tanto, matar reses de la tierra, toros de todos tamaños y de todas castas, sin que jamás se le haya ocurrido protestar, ni presentar a Arana el más leve impedimento. Pongo por testigo al popular empresario, que no me dejará mentir, y seguramente dirán lo mismo cuantos empresarios han tenido que ver con Guerrita. Y no ahondemos el asunto, que al buen callar llaman Sancho y esta es ocasión muy propicia para sanchear. Lo que he querido dejar sentado es el carácter de la oposición que se hizo a Guerrita poco tiempo después de haber tomado parte tan eficaz y brillante en la despedida de Salvador. Será pura coincidencia, pero el hecho es que las iras lagartijistas se desplomaron sobre Guerra a raíz de la retirada de Frascuelo, y no debe estimarse excesiva suspicacia pensar que la conducta del joven cordobés, en aquella ocasión solemne, fue la gota de agua que hizo salirse de madre a todo el lagartijismo.

130


CAPÍTULO XIV

De todas suertes el encono del campo enemigo fue tan grande, revistió caracteres de tal naturaleza, que voy a apelar a testimonio ajeno para que no se me tache de apasionado por millonésima vez. D. José Sánchez de Neira fue de los que juzgaron prematura la alternativa de Guerrita y le censuró siempre tratando de atraerlo al camino del arte serio que aquél preconizaba, por lo mismo que veía en el mozo al único diestro del porvenir. Le criticó mucho; más de una vez le puso los puntos sobre las íes y, sin quitar ni poner rey, ayudó a los regocijados lagartijistas; pero llegó un instante en que el cambio radical de los secuaces de Lagartijo dolió a Neira, porque hombres como el autor de El Toreo no podían mostrarse indiferentes, ante la inicua guerra que se hacía a Rafael. Entonces cogió D. José la pluma y escribió un artículo titulado Aprended flores de mi... que publicó La Lidia en su número del 13 de julio de 1891. Ese trabajo es en su mayor parte un monólogo de Guerrita, del cual voy a reproducir algunos párrafos, los más sustanciosos, para que se vea si hay en lo que llevo dicho alguna exageración. He aquí las tristes reflexiones que Sánchez de Neira pone en labios de Guerrita: «Gané dinero, tanto como nombradía, y por lo que yo me sé, resolví marchar solo y sin andadores. Aquí fue Troya; me faltaron los rayos del sol que, sin yo saberlo, me iluminaban, y si no me quedé a oscuras, fue porque, gracias a Dios, tenía buen repuesto de luz propia. Los mejores amigos de aquellos tiempos, o al menos los que aparecían defendiéndome de toda clase de ataques o censuras, fueron los primeros en acogerlas con empeño, se alejaron de mí y los oigo por todas partes que mi trabajo es muy deficiente y no es artístico, ni de buen gusto. Hago cuanto puedo, y me escatiman los aplausos; trabajo como antes, y no complazco al auditorio. ¿Tanto he mudado de

131


GUERRITA

un año a otro? ¿He dado en este señales de cobardía? Francamente, al observar este cambio repentino, me digo pensando en ellos: O eran injustos aplaudiéndome, o lo son ahora criticándome. Si como torero valgo lo que valía, poco o mucho, ¿qué motivo hay para estimar hoy como malo aquello mismo que fue apreciado como sobresaliente? Animado de los mejores deseos, he intentado varias veces ejecutar la difícil suerte de recibir. Entusiasmé a mis partidarios, y los que siempre dijeron ser imparciales, negaron mérito a mi trabajo, porque no paré los pies como ellos querían, y qué sé yo por qué cosas más, dando lugar con esto a que en mis adentros meditase acerca de ello, diciéndome: demasiado hago, puesto que yo no he visto nunca ejecutar esa suerte a mis maestros, y nunca me la enseñaron. No sé si algún día me dará la gana de volverla a intentar; pero en el presente año me ha hecho sufrir muchas amarguras el pueblo de Madrid, a quien tanto debo y a quien tanto quiero; y es muy triste hacer esfuerzos repetidos para no perder el puesto conquistado, y sacar a pulso los aplausos. ¡Cuántas veces me acuerdo del admirable Frascuelo, nunca tan aplaudido como le correspondía serlo en justicia! ¡Ah! los partidos, los partidos; ¡qué intolerantes son! ¡Cuán fácilmente me tributaban ovaciones que no merecía! ¡Cuánto necesito mirar ahora lo que hago para conseguir tímidas palmas!; y aquellas que obtengo ¡cómo tengo que arrancarlas por fuerza, a despecho hoy de los que antes me las prodigaron demasiado! Han llegado a suponer envidia en mí al ver tributar elogios a un compañero que alterna conmigo este año en la plaza de toros de Madrid. ¡Qué lamentable error! Ni para mí hay mejor compañero, ni creo que para él haya otro a quien más distinga. Nuestro anhelo, estoy seguro de ello, sería sostener en las plazas esa honrosa emulación que por tantos años han llevado con noble empeño Lagartijo y Frascuelo;

132


CAPÍTULO XIV

pero son otros tiempos y otros los aficionados». Neira, hablando por cuenta propia, terminaba su artículo con las palabras siguientes: «En un pueblo donde no hay gentes que tenga de nada opinión propia, necesitando que otros se la den hecha, debe tenerse el pensamiento fijo en la gran máxima de que «para verdades el tiempo y para justicias Dios». Ya se ha visto: cuando Sánchez de Neira, que fue siempre excesivamente severo para Rafael, se expresaba de ese modo ¡júzguese cuál sería la situación de Guerrita en cuanto los lagartijistas le retiraron su protección! Hay en el monólogo de Guerra un párrafo que merece instrumentarse aparte: el que se refiere a la envidia que le causaban los éxitos de un compañero y la competencia que se pretendía establecer entre los dos.

133



CAPÍTULO XV

CAPÍTULO XV

El Espartero y los lagartijistas. —Elección de un rival. —Los anabaptistas y Maoliyo. —El estallido. —Teorías y Lagartijo. —La carta del maestro. — Contestación de Teorías. —Las corridas de Valencia. —La cogida de Lagartijo. —Un drama espantable. —Sus consecuencias para Guerrita. —Final de la mascarada. —Un brindis. —Deberes del historiador. —Antes del momento solemne. El compañero de Guerrita, a quien aludía Neira en su artículo, era el desventurado Espartero, que cuatro años después había de encontrar trágica muerte en la plaza de toros de Madrid. Manuel García, de cuya aparición me he ocupado al dar cuenta del estreno de Guerra en la plaza de Sevilla, se presentó en la de la Corte el día 14 de octubre de 1885. No correspondió su debut a la inmensa reputación que le habían forjado en Andalucía, por lo cual el torero volvió a sus lares y quedó poco menos que descontado del coso madrileño, donde sus trabajos sucesivos no lograron despertar extraordinario interés. Pero la ruptura de los dos Rafaeles vino de pronto a torcer el curso normal de los acontecimientos. Los anabaptistas no habían apenas 135


GUERRITA

parado mientes en el Espartero. ¿Para qué? Con Lagartijo y Guerrita tenían bastante para dominar al mundo de la tauromaquia y cobrar el barato en todas partes. Si los dos hubiesen seguido unidos, ¡guay del que intentara introducirse en aquel edén del califato de Córdoba, Sancta Sanctorum de la estética taurina! ¡No hubiera llevado frío! Pero rotas las hostilidades entre el Califa y su retoño, se dedicaron los anabaptistas a buscar con ahínco un torero a quien pudiesen colocar en frente de Guerra, con el piadoso fin que puede fácilmente imaginarse. ¡Lástima grande que se hubiese retirado Salvador! ¡Porque lléveme el diablo si en aquel supremo instante no hubieran sido capaces los anabaptistas de tragarse cuantos horrores habían escrito contra Frascuelo y de elevarlo sobre el pavés con tal de cercenar los méritos de Guerra! No había más que el Espartero a quien volver los ojos y eso hicieron los desquiciados enemigos de Guerrita. ¡Pobre Espartero! Por poco, muy poco que le hubiese ayudado la fortuna, ¡adiós el subcordobés! Jamás torero alguno de mis tiempos se ha hallado en condiciones tan favorables como el diestro sevillano para encontrárselo todo hecho y lograr la victoria sobre su rival. Porque de lo que se trataba era de eso: presentar como rivales al Espartero y a Guerra, una nueva edición de la Giralda y la Mezquita, con la pequeñísima diferencia de que mientras en Sevilla pedían pasos para adelante, en Madrid se volvía loco el Verbo con el paso atrás. No hay idea de la ternura con que los anabaptistas se volvieron hacia Manuel. Lo llamaron enseguida Maoliyo, le prodigaron, todas las caricias felinas del repertorio, le buscaron toda suerte de atenuantes para ocultar sus defectos, y acentuaron tanto más sus cantos de Loreley cuanto eran mayores las indecisiones de Guerrita, agobiado

136


CAPÍTULO XV

bajo el peso de la soledad que le iba envolviendo poco a poco. Las malas pasiones que devoraban a la grey lagartijista, los rencores que la propaganda antiguerrista había encendido en los idólatras del gran Rafael, estallaron en Valencia en las corridas de feria celebradas en julio de 1891. Tuvo origen la memorable algarada en un incidente sumamente curioso y que merece contarse a grandes rasgos. El antiguo y acreditado semanario taurino El Toreo publicó en su número del 9 de febrero de aquel año una carta de Valencia firmada Teorías, en la cual, a propósito de haber sido escriturados Lagartijo y Torerito para las corridas de mayo, se decía que el rumor público atribuía a Rafael la escritura de Torerito y protestaba contra la imposición. Ya en esta tessitura, el corresponsal valenciano de El Toreo no se mordía la lengua, llamaba a Lagartijo «figura decorativa en el arte del toreo» y terminaba la carta así: «A los muertos debe dárseles sepultura. ¡PAZ A LOS MUERTOS!». El efecto que el escrito de Teorías produjo en Rafael debió de ser tan grande, que le hizo cometer una imperdonable torpeza, como fue la de contestar. La carta de Teorías, fechada a 6 de febrero en Valencia, se publicó, como queda dicho, en El Toreo del 9; en el número siguiente apareció la contestación de Lagartijo, fechada el día 11 en Córdoba. Los amigos oficiosos entraron en campaña y redactaron al maestro una carta altisonante, llena de malévolas reticencias, en la cual se indicaba claramente que Guerrita o su apoderado imponían toros de cierta edad y determinadas ganaderías, y recurrían a la prensa para conquistar aplausos que deben obtenerse en la plaza, en el terreno de la verdad. A tal punto llegaron en sus arrogancias los amanuenses de Rafael,

137


GUERRITA

que le hicieron firmar los dos siguientes párrafos: «Dice el Sr. Teorías, que me voy, que doy mal ejemplo a los que vienen, que soy una figura decorativa del toreo, y que se me debe dar sepultura y desearme paz en la tumba; con otras frases tan faltas de sentido taurino, por no decir de otra clase, como sobradas de despecho (!!), a las cuales sólo contestaré que si el Sr. Teorías tiene un torero de su devoción —que sí debe tenerlo— diga quién es, y sea cual fuese, acepte en su nombre este reto que le hace una figura decorativa. Rafael Molina no tiene inconveniente en torear con el matador de la devoción del Sr. Teorías, una o varias corridas de toros de respeto, de cinco o seis años cada uno, procedentes de una de las seis mejores ganaderías de España o de cualquiera de ellas, cuyos toros serán sorteados al hacer el encierro, con el fin de que ninguno de los dos matadores se queje de que le han echado los mejores o los peores toros». Después de tales bravatas, Lagartijo daba la puntilla al asunto añadiendo lo siguiente: «Si el Sr. Teorías tiene conciencia de lo que ha dicho, sepa que no admito otra discusión sobre este asunto que encerrarme en una plaza de toros con su matador, en las condiciones expresadas». La carta del Califa dio muchísimo que hablar y se comentó con el ardor que puede suponerse, tanto más cuanto que los amigos que se la habían sugerido indudablemente presentaban al maestro bajo un aspecto pendenciero y procaz, reñido de todo en todo con el decantado carácter apacible, dulce y modesto del gran torero cordobés. Los que aguardaban con impaciencia la respuesta de Teorías, vieron muy pronto satisfechos sus deseos. Ni corto ni perezoso, el valiente corresponsal valenciano de El Toreo contestó inmediatamente a Lagartijo en el número del 23, firmando su carta «José Aparici» porque Rafael le había echado en cara el seudónimo.

138


CAPÍTULO XV

Refutó con gran tranquilidad los asertos del Califa, y aceptó de un modo tan ingenioso como cruel el reto que Lagartijo le lanzaba. «Me regocija ese arranque —escribió el Sr. Aparici— y me felicito de que por medio de mi carta consigan los aficionados valencianos poder apreciar lo que aún puede y vale Rafael I de Córdoba, en las próximas corridas de mayo o en las siguientes de julio, sin que para ello tenga yo necesidad de presentar al matador de mi devoción. Ello, no obstante, si Rafael se empeña en sostener el reto, yo lo acepto y recojo el guante por él arrojado, confesando paladinamente que tengo un matador de mi devoción; y al confesar cuál es abrigo la seguridad de que es el único con quien no puede competir el afamado maestro cordobés. El matador de mi devoción es... ni más menos, el propio Rafael Molina, Lagartijo, pero no el actual, sino otro Lagartijo que desapareció de los circos taurinos hace catorce o dieciséis años, y que no se le ha visto más. Presénteme el maestro cordobés ese otro Rafael a que me refiero y que hizo nacer en mí esa devoción pecadora y acepte con él esa competencia a que nos reta el Lagartijo de nuestros días. ¡Ya ve Rafael Molina si es morrocotudo el matador de mi devoción! ¿Aceptará la competencia con él? ¡Imposible! ¿Nos presentará el maestro cordobés ese Lagartijo de otros tiempos en las próximas corridas de mayo y julio? Tiene la palabra para responder a esta pregunta el laureado Califa de Córdoba». Lagartijo no debía ni podía contestar a esa larga de Teorías y, con excelente acuerdo, se calló, dándose la cuestión por terminada; pero las envenenadas reticencias que contra Guerrita contenía la carta del maestro, soliviantaron a los lagartijistas y enardecieron los ánimos aún más de lo que lo estaban, y era mucho a la sazón. Toreó Lagartijo en Valencia la corrida de mayo con Torerito y

139


GUERRITA

tuvo que matar cinco toros, porque al colear Torerito al tercero sufrió una coz de un caballo y una cogida sin consecuencias, pero la coz le lastimó lo suficiente para obligarle a retirarse de la plaza y no volver a parecer. Rafael hizo poco de notable en la muerte de sus toros, pero fue aplaudido con entusiasmo y se vio desde luego la atmósfera favorable que le había formado su incidente con Teorías, por lo cual era general el deseo de que llegasen las grandes corridas de feria para ver el desenlace que tendría el arrogante reto lanzado por Rafael. Estaban contratados para las cuatro funciones Lagartijo, el Espartero, Guerrita y Lagartijillo, con el programa siguiente: Primera corrida: seis toros de Saltillo, con el Espartero y Guerrita. Segunda corrida: seis toros del Duque de Veragua, con Lagartijo y Guerra. Tercera corrida: seis toros de Dña. Celsa Fontfrede (Concha y Sierra), con Lagartijo y el Espartero. Cuarta corrida: ocho toros de Ibarra, con los tres matadores citados y Lagartijillo. La ocasión no podía ser más propicia para intentar un golpe. La plaza de Valencia era, en su mayoría, lagartijista hasta las cachas, allí iban a encontrarse frente a frente los dos Rafaeles después de las cartas de Teorías y del Califa que habían metido tanto ruido; y como coda de la cavatina cordobesa estaba el Espartero a quien, según queda indicado, protegían los prerrafaelistas y querían presentar a todo trance como competidor del subcordobés. Se anunció la cosa con gran estrépito, y los anabaptistas, deseando dar con su presencia mayor solemnidad al acto, tomaron con anticipación el tren y cayeron como una tromba sobre la ciudad del Turia, dispuestos a pasar a cuchillo con sus tajantes péñolas a todo bicho viviente que no gritase ¡viva! a Lagartijo y ¡muera! a Guerrita.

140


CAPÍTULO XV

Los ánimos estaban, pues, excitadísimos y el terreno perfectamente dispuesto contra Guerra cuando la juerga comenzó. En la primera corrida no ocurrió nada saliente; los toros del Saltillo fueron pequeños, guasones y blandos, y la tarde se pasó tontamente sin más luz que los aplausos que se prodigaron al Espartero y los que se escatimaron a Guerrita, quienes hicieron por su parte muy poco digno de mención. Día de nada, víspera de mucho, hay que decir ahora invirtiendo los términos del refrán. La segunda corrida compensó sobradamente el aburrimiento de la primera. Al llegar a este punto hay que advertir que las diferencias que separaban a los dos Rafaeles se habían agrandado muchísimo, estaban en su máximo grado, al extremo de introducir entre ambos el período de la incompatibilidad. No se hablaban, no se saludaban, no se miraban a la cara, por lo cual la ira de los lagartijistas contra Guerra había subido de punto y ostentaba caracteres de terrible exasperación. El toro de Veragua que asomó la jeta el primero por las puertas del toril trajo en la cabeza las plumas de Sobaquillo y de Aficiones; tal fue el lío que armó en el último tercio y tan grandes las cornadas morales que propinó al mísero Guerrita. Salir el animalito y aparecer Lagartijo remozado fue todo uno. El abuelo sacudió su apatía, se quitó de encima veintes años; se vio, en suma, a las primeras de cambio, que traía las de Caín. Entró a los quites con suprema elegancia, se adornó soberanamente, y cuando llegó la hora de matar y empuñó Rafael muleta y estoque, tenía, como vulgarmente se dice, la plaza toda metida en el bolsillo. Toreó con el trapo con una gallardía irresistible, jaleado por los vítores del entusiasmado público, hasta que se cuadró el veragüeño y el diestro lio y se armó. Entonces con guapeza frascuelina, según aseguran cuantos le vieron, entró a matar corto y derecho, sin paso

141


GUERRITA

atrás, resultando lo que no podía menos de resultar: una cogida. El toro se dejó pinchar apenas, pues al llegar al embroque se encontró con el matador, cuyo arte al matar ha consistido precisamente en suprimir el embroque, o sea la reunión. Cayó Lagartijo derribado por Regatero —así se llamaba el bicho— que quiso meterle la cabeza; pero Rafael se asió a un cuerno mientras su hermano Juan se agarraba fuertemente a la cola del toro y Ostión y Antolín le sujetaban la cabeza con los capotes. Se levantó entonces Rafael sano y salvo por fortuna, y dio cuenta de su enemigo con otro pinchazo y dos medias estocadas, continuando la corrida y matando a su manera los otros dos toros. Pero aquí tuvo origen el drama más espantable que pudo nacer en el magín de un Ponson du Terrail de los actuales tiempos. He aquí lo sustancial de su argumento: Lagartijo cae herido de una cornada en el pecho que hubiera dado al traste con el valor de cualquier mozalbete lleno de ardimiento juvenil. El anciano oculta cuidadosamente la magnitud de la herida, sufre en silencio los horribles dolores que le produce, sigue toreando y da fin a la corrida, teniendo agujereada ¡la tetilla izquierda! Guerrita ha visto caer al pobre viejo. Cualquiera en el lugar del muchacho hubiera volado a auxiliar al caído. Nada de eso; al contrario. Una sonrisa feroz se dibuja en los labios de Guerra, cuyos ojos incitan al toro a que haga polvo a Rafael. No ha desplegado el capote, ha permanecido indiferente ante la catástrofe horrenda, gozándose en el espectáculo de Lagartijo a los pies de la fiera astada, a la cual acaban por engañar miserablemente, desviándola de su presa, Juan Molina, Ostión y Antolín. Guerrita ve levantarse a Rafael, ve que anda, que se mueve perfectamente, que empuña otra vez la muleta y el estoque. ¡Oh decepción! No le ha matado el toro, Lagartijo vive. ¡Mal rayo parta

142


CAPÍTULO XV

a Regatero que no ha sacado entre sus cuernos el pericardio y el endocardio y toda la sustancia cardíaca del Califa cordobés! Tal fue el drama que instrumentaron los anabaptistas con maestría que envidiara el mismo Wagner. Convirtieron en cornada lo que fue insignificante rasguño, un botonazo que levantó la piel; hicieron torear a Lagartijo con el pecho horadado, presentándolo como ejemplo nunca visto de serenidad imponderable y de sublime valor; y dieron a entender pérfidamente que Guerrita no había acudido al quite porque no le dio la gana y se había complacido o poco menos en dejar a su maestro (!) a merced del bruto feroz. ¡Calcúlense las consecuencias! De Valencia no hay que hablar, porque allí se iba a tiro hecho; pero en el resto de España, en cuanto se leyeron los telegramas de los anabaptistas, quedó como verdad inconcusa la leyenda forjada por ellos y no hubo más que una voz para ensalzar al valiente viejo y vilipendiar al joven infame, ejemplo odioso de cinismo y de abyección. Tan cierto es esto que cuando Guerrita, terminadas las corridas de Valencia, volvió a Córdoba, salió al encuentro su madre, desolada, llena de lágrimas, preguntándole: —Pero, hijo mío, ¿qué has hecho en Valencia? ¿Cómo es que no has querido salvar a Rafael? ¿Tan malo te has vuelto? Claro es que había de saberse la verdad; claro es que la verdad había de tomar venganza de aquella algarada ridícula; pero ello es que, echada la semilla en el campo de la calumnia tan fértil cuando se trata de toros, quedó Guerrita en Valencia dominado por sus enemigos y atado de pies y manos en el redondel. Desde el momento en que ocurrió la cogida de Lagartijo, puede decirse que toda la plaza se desencadenó contra el desdichado Guerra. No quiero entrar en detalles acerca de las corridas que toreó después de la de Veragua. Baste saber que citó a recibir dos veces a

143


GUERRITA

un toro y le chillaron; que se dejó coger por el primer toro de la última corrida, un pregonado que se defendía en las tablas, y le chillaron también. Tampoco quiero mentar las faenas de Lagartijo después de su cogida, ni mostrar en toda su desnudez las artes a que apelaron sus idólatras para herir en su dignidad de torero y de hombre a Guerrita. Aquella inmensa mascarada del lagartijismo tenía que terminar con un golpe que pusiera de manifiesto en toda su desnudez el verdadero objeto de los despechados lagartijistas, y terminó efectivamente con un asombroso brindis pronunciado en un banquete con que varios aficionados valencianos obsequiaron en «Las Arenas» a Lagartijo y el Espartero. Allí, reunidos en amoroso lazo los dos diestros, el cordobés y el sevillano, se levantó un anabaptista y tuvo el tupé de brindar por Lagartijo como único torero de nuestra época y de declarar único heredero de las glorias del Califa a .. ¡Manuel García, el Espartero! ¡Heredero de Rafael el pobre Maoliyo! Heredero el valentísimo espada sevillano, derribado o cogido por los toros ochenta veces, del matador que decía: —A mí no me cogen los toros como no me tiren un cuerno! No es muy agradable la misión del historiador al recoger y comentar tales delirios, pero es mi deber, y lo cumplo, exhibir a los ojos del lector el deplorable cuadro que ofreció entonces el campo lagartijista y los recursos de que se atrevió a echar mano en su insaciable afán de glorificar a Lagartijo y destruir cuanto pudiera hacerle la menor sombra. Desde que hay en el mundo toros y toreros no se ha dado seguramente nada parecido al insensato amor que Rafael despertó en sus secuaces, al desbordamiento de pasiones que produjo entre los aficionados, a esa ceguedad inconcebible que convertía a los

144


CAPÍTULO XV

lagartijistas en esclavos de su amo y señor. Ya se ha visto; renegando hoy de lo que ayer enaltecieron, nada más que porque Guerrita formó rancho aparte desde que se hizo matador de cartel, no hubo medio a que no apelaran ni exceso ante el cual retrocedieran con tal de adorar a su ídolo, aunque tuviesen que arremeter contra los sentimientos más delicados y respetables de un diestro que no se podía defender. Ese es el cuadro que he querido trazar y ahí queda, como antes dije, para consuelo de mártires y enseñanza de incautos. La expiación tenía que ser tremenda, se acercaba el instante en que tantas vendas habían de caer, el instante de la venganza preparado por ese gran factor que, tarde o temprano, sale siempre triunfante: la verdad. Pero no anticipemos los sucesos, que antes de llegar a ese momento solemne hay todavía un poco que decir.

145



CAPÍTULO XVI

CAPÍTULO XVI

Calma relativa. —Un paso atrás. —El Espartero y Guerra. — Efectos de una corrida. —Los toros y los toreros. —Competencias pasadas. —La parte contra el todo. —Estado de la afición. —Una situación falsa. —Lagartijo, el Espartero y Guerrita. —Oscuridades. Después de los excesos de Valencia hubo en los sobreexcitados ánimos la consiguiente reacción; se calmaron un tanto los nervios y se estableció un período de calma relativa, parecida a la que reinaba entre los aficionados a principios de 1891, pocos meses antes de la famosa algarada. Recuerdo que entonces —y perdónenme los lectores si doy este paso atrás— el desconsuelo más profundo se había apoderado de los dilettanti. Aquellos mismos, y entre ellos me contaba yo, que juzgaban imposible la muerte del espectáculo, se preguntaban si, como la forma poética, estaba llamado a desaparecer. Los periódicos eran doloroso reflejo del hastío que reinaba en la afición, y la decadencia del toreo hacía presa de la literatura taurina, contaminándola visiblemente.

147


GUERRITA

Los anabaptistas, maestros consumados en el arte de fascinar con su ingenio inagotable a los devotos del espectáculo, tremolaban gallardamente el pendón antiguerrista; pero la desnudez del lenguaje, la viveza de la metáfora, la sangre del estilo, la alegría, aquella alegría comunicativa, desenvuelta y procaz que corría por las columnas de la prensa haciendo cosquillas a la frase, con garbos de cigarrera y desplantes de chulo, se arrastraba lánguidamente, era alegría con máscara, mueca de cartón pintado que tapaba el rictus de la ironía y de la desesperación. Retirado completamente de la literatura taurina, como me hallaba yo entonces, y alejado de la plaza de Madrid cuatro años hacía, me llamó la atención aquel estado de marasmo y, tratando de investigar las causas que pudieran producirlo, fui a los toros, asistí a una corrida extraordinaria que se verificó el Domingo de Ramos de 1891. La empresa había echado toda la carne en el asador: el Espartero y Guerrita, y seis toros del Saltillo: un acontecimiento para los tiempos que corrían. Una hora después de terminada la función no me quedaba de ella el menor recuerdo. ¡Qué aburrimiento, qué frialdad, qué insoportable sosada! Hubo pases de muleta superiores, hubo buenas estocadas, excelentes quites, toreo de monadas, quiebros, desplantes, morisquetas, todo atrezzo, los trajes y decoraciones que acompañan a la mise en scène de las corridas modernas. Y la plaza se mantuvo helada, lívida, yerta, durante toda la corrida. Los aplausos sonaban a hueco; el mar agitado del público dormía en calma chicha; los aficionados miraban por costumbre; los toreros lidiaban por obligación. Ni un grito de férvido entusiasmo, de esos que hacen trepidar la plaza entera. Ni una protesta feroz de esas que convierten el circo en receptáculo de fieras humanas y traen a la memoria el Pollice verso de

148


CAPÍTULO XVI

Gérome. Por todas partes la quietud, la calma, una benevolencia inverosímil, el cansancio, el hastío, la resignación. ¡Cuánto gocé al contemplar aquel espectáculo! ¡Cuánto gocé al advertir que las sombras de Lagartijo y de Frascuelo vagaban por la arena y se interponían entre el público y los lidiadores! Aquello era el duelo de Rafael y Salvador, el recuerdo de lo que se fue para no volver nunca, veinte años de admirable lucha, veinte años de incesantes emociones, las manos rotas de aplaudir, los labios secos de silbar. No se goza y no se sufre impunemente durante veinte años; es mucho tiempo para que no se use el corazón, como se usa un mueble, como se deshilacha un traje. En ese espacio de tiempo habíamos latido demasiado, nos habíamos entregado con exceso para que no se impusiera a todos la necesidad de descansar. Y el arte del toreo había sufrido y se había cansado como nosotros; se había hecho, como nosotros, viejo, estaba reumático, achacoso, enclenque, en plena reacción. Lagartijo y Frascuelo lo levantaron sobre el pavés cuando las postrimerías de Cúchares y Cayetano Sanz parecían preludiar a su decadencia y Antonio Carmona trataba de galvanizarlo con sus famosas banderillas al quiebro. Desde entonces cobraron el barato, y a ellos pertenece, a ellos solos, el renacimiento de las corridas de toros; ellos, ellos solos han llenado con sus nombres la época más brillante, más larga, más sugestiva y ¿por qué no decirlo? más gloriosa de la fiesta nacional. ¿Qué quedaba ya, después de la heroica competencia de Rafael y de Salvador? ¿Toreros? ¿Dónde había dos que pudiesen luchar entre sí como Lagartijo y Frascuelo? ¿Toros? ¿Dónde estaban? Cabras, chivos, becerros, gnomos; así

149


GUERRITA

llamaban los periódicos a las reses que se lidiaban entonces en la plaza de toros de Madrid. El mal terrible, el cáncer que mata al espectáculo estaba ahí: en los toros más que en los toreros. El Espartero y Guerrita eran jóvenes, eran valientes. El primero, un dechado de vergüenza, se entregaba al matar, toreaba de muleta con tranquilidad pasmosa, y suplía a la escasez de facultades con una temeridad simpática, casi inocente, con una despreocupación adorable que rayaba en candidez. Guerrita era un fenómeno, fenómeno de fuerza y agilidad, fenómeno de vista, fenómeno de entusiasmo, inquieto, bullidor, ávido de aplausos, entrometido y efectista, con desplantes de niño mal criado; torero extraordinario, en suma, audaz, sereno v absorbente que la fama prematura había destemplado y el público madrileño malograría tal vez. La competencia entre los dos era imposible, porque llegaban tarde y el campo estaba agostado. La lucha entre toreros debe ser implacable, salvaje, brutal; lucha de principios, lucha de personas, ojo por ojo y diente por diente, sin tregua ni compasión, unguibus et rostro. Así lucharon Lagartijo y Frascuelo en la plaza; así lucharon fuera de ella sus partidarios. Las competencias toreras son guerra civil, feroz contienda entre hermanos, encarnizamiento, fanatismo, algo que perturba los sentidos, oscurece la vista y desquicia la razón. El Espartero y Guerra no podían luchar así; carecían de autoridad y de importancia para producir una nueva revolución, llegaban tarde, ya lo he dicho, y su competencia era ficticia; una competencia suave, fina, bien educada; una competencia de guante blanco. Los toreros se habían civilizado, y los toros también. No tenían cara, no tenían cuernos, no tenían libras; eran reses anémicas, a las que tronchaban dos recortes y mugían no de ira, sino de debilidad. La parte dramática, la parte de emoción, la parte virtual del

150


CAPÍTULO XVI

espectáculo desaparecía por completo, era una mixtificación. En cuanto desaparece el riesgo y el peligro se aleja, amortiguase el interés del público y se desvanece el mérito del lidiador. Sin emociones no hay corrida posible; aquéllas aumentan en razón del riesgo seguro o del peligro probable, y privar al público de la ansiedad que crea en él la posibilidad de una desgracia, es despojarlo del sentimiento que le lleva en primer término a la plaza de toros. El entusiasmo del aficionado crece a medida del peligro salvado por el lidiador, y cuanto más iguales son las condiciones de ataque en el toro y de defensa en el torero, es mayor y más lucido el mérito de este, y más ardiente y sincera la admiración del público. Aquello había terminado; Lagartijo y Frascuelo se lo habían llevado todo: los toreros, los toros, la afición. Las corridas eran óperas cómicas, los toros tenores de gracia, los toreros tiples ligeras. La pasión había huido con sus acentos rudos, desordenados, brutales, dejando dueños de la plaza a Dulcamara y a Crispín Tachetto. Los odios que concitara a Guerrita su ruptura con Lagartijo, daban al Espartero un contingente inesperado de parciales; pero todo era falso, equilibrios de conveniencia, pura bouderie de anabaptistas, a quienes los disgustos de Rafael laceraban el alma. Los periódicos dijeron que Jerez vería aquel año la competencia de Lagartijo y Guerrita. El maestro desafiaba a Guerra; este aceptaba y la lucha se desarrollaría con todo el aparato que su argumento requiere en la ciudad andaluza. ¿Hubo alguno que lo creyera? No, no podía ser: Barnum había muerto, y Géraudel y Vaissier no tomaban la plaza de Jerez para exponer las pastillas contra la tos ni el jabón de los príncipes del Congo. Rafael Guerra contra Rafael Molina era la lucha de la parte contra el todo, la página contra el libro, Chueca y Barbieri iguales, la

151


GUERRITA

canción de la Menegilda contra Pan y Toros. El único que podía contender y contendió, de potencia a potencia con el maestro cordobés, se había retirado, y cuantos se agitaban en torno suyo eran a su lado figuras de biscuit. Lagartijo representaba una época, era el derecho adquirido, la savia de una generación; y aunque vagase triste y nostálgico fuera de la Corte, miembro aislado, grandioso fragmento de las glorias de ayer, le bastaría sacudir su melena una vez al león del pasado para convertir en gozquecillos a los toreros del presente. Solo estaba, solo estaría y solo había que dejarlo, como augusta sombra, hasta que su retirada cerrase definitivamente el único resquicio que en el arte de torear reses bravas dejó abierto la retirada de Salvador. Todo quedaba, pues, reducido a la competencia anodina entre el Espartero y Guerra. Ese era el único alimento que restaba a los aficionados; dulce de confitería que empalaga, aria de flauta con variaciones, que era al toreo verdad lo que el canario al águila. Algo es algo, y eso podía aun dar al espectáculo una vejez alegre. ¿Pero los toros? ¿Dónde estaban los toros? En ese pastel de liebre de la fiesta nacional, ¿dónde estaba la liebre? La liebre no existía, había quedado solo el pastel. Tales fueron las reflexiones que me sugirió la corrida del Domingo de Ramos de 1891, corrida que sintetizaba el estado de la afición en aquel tiempo y revelaba en el público ese amodorramiento de mal agüero que se apodera de los enfermos graves antes de morir. La verdad es que, después de la retirada de Frascuelo, reinaba generalmente en la plaza madrileña marcada desanimación. Los acérrimos del gran matador de toros habían dejado de asistir a las corridas o iban de tarde en tarde, cuando repicaban gordo, es decir, cuando el conato de competencia entre el Espartero y Guerrita

152


CAPÍTULO XVI

parecía tener visos de realidad. Porque conviene advertir que llegó un momento en que los lagartijistas, ávidos de que el diestro sevillano se comiese al cordobés, llegaron a creer que habían puesto una pica en Flandes. La temporada de 1891 dio comienzo ochos días después de la corrida extraordinaria del Domingo de Ramos que acabo de describir. Empezó mediana para Manuel García y excelente para Guerra, pero a fines del mes de junio y principios del siguiente, las cañas se volvieron lanzas para el cordobés y las espinas se trocaron en flores para el sevillano, por lo cual los anabaptistas apretaron de firme, locos de júbilo, haciendo trepidar a España con el estrépito de aquella brillante artillería que anunciaba el hallazgo de la tauromáquica piedra filosofal. Maoliyo subió a las nubes y el subcordobés se zambulló en las aguas del Leteo. Apelo de nuevo a La Lidia para probarlo. Y no se me recuse el testimonio, porque no hay sino leer en el popular periódico taurino los numerosos artículos que Sánchez de Neira dedicó a los trabajos de Guerrita, para convencerse de que nadie quizá se ha mostrado tan hostil al diestro de Córdoba como el autor de El Toreo, a despecho de distingos y logomaquias y del fondo de rectitud e imparcialidad que campea generalmente en los escritos del maestro. Cierto que lo que voy a reproducir no es de Neira, sino de Don Cándido, pero en el mero hecho de aparecer en La Lidia (con la cual vuelvo a decir que no tenía yo entonces ninguna relación) tiene en mi concepto un sello de verdad innegable. He aquí lo que dijo Don Cándido en un artículo titulado Competencia... estímulo, publicado en el número de La Lidia correspondiente al día 6 de julio de 1891: «Al empezar la actual temporada taurina, alguien creyó ver que la presencia en esta plaza de los jóvenes espadas Manuel García, Espartero

153


GUERRITA

y Rafael Guerra Guerrita, entrañaba ipso facto una competencia que podría ser de buenos o malos resultados, pero como tal competencia, interesante siempre y animada. Las primeras corridas no acusaron ciertamente que la presunción llegase a vías de realidad; el cordobés llevaba siempre ganada la partida, y el sevillano, bien por el desconocimiento del público, la poca costumbre o familiaridad con el circo, o cualquiera otra causa, es lo cierto que se deslucía en las faenas en fuerza de ser largas y pinchaba con exceso y poca seguridad». No había, pues, competencia posible; siendo de notar la circunstancia de que el público deseaba ocasión de aplaudir al Espartero y se mostraba algo reservado con Guerrita. Pero avanza la temporada, y bien porque García vaya entrando en este ambiente, o porque perfeccione su toreo, o por espontáneo impulso, aquellas faenas se abrevian, parece que hay más soltura en los movimientos del diestro, y más certeza para herir, y hace alarde de condiciones no reveladas hasta entonces. Y el público le aplaude, ya sin reservas, a Guerrita y escatima cuanto puede las muestras de aprobación. Se han acortado mucho las distancias, cuando llega el jueves 2 del corriente, en que se lidian los toros portugueses de Palha, que desde la corrida de prueba traen siempre su poquito de respeto, por más que ninguna de las posteriores haya igualado a aquella. El Espartero trastea primorosamente a su primer bicho, y lo mata con una guapeza extraordinaria. Guerrita trabaja el suyo con afán, pero con menos lucimiento, y entra a matar con igual valor. Obtiene Manuel otra buena faena en el quinto, y Rafaelillo cumple como bueno en el último. Los dos bichos que correspondieron al Espartero se prestaron a la última suerte que tan brillantemente desempeñó el espada; los dos que le tocaron a Guerrita fueron más difíciles de manejar, y dieron poco realce a la brega. Aquél obtuvo dos ovaciones entusiastas; este

154


CAPÍTULO XVI

algunos aplausos como de limosna». ¿A qué ocuparme ahora detalladamente de los diversos, lances que ofreció aquella competencia imposible? Toda la atmósfera que los lagartijistas pretendieron hacer entorno del Espartero se desvaneció muy pronto, como el humo, y las cosas tardaron poco en recuperar su nivel. Entonces se vio claramente que se había creado una situación falsa que molestaba a todos y envolvía poco a poco a la fiesta nacional en una niebla que iba haciéndose cada vez más tupida. Rafael, viejo, cayéndose a pedazos, sordo a las voces que le mandaban retirarse del toreo; el Espartero y Guerrita refractarios a toda competencia seria; y el joven cordobés, aherrojado por las animosidades implacables de los lagartijistas, presentaban un cuadro desolador, habían establecido un período fantástico de pequeñas miserias, de dolos, de engaños mutuos, de compresiones y represiones de todo linaje, período, en suma, de oscuridades sin cuento sobre el cual la retirada de Lagartijo había de arrojar muy pronto torrentes de luz.

155



CAPÍTULO XVII

CAPÍTULO XVII

Acontecimiento inesperado. —La aparición de Reverte. —Ayer y hoy. —Referencias populares. —Reverte y Bonarillo. —Las novilladas famosas. —Los dos nuevos monstruos. —El público y la prensa. —Alternativas y decepción. —Los dos cañones de los lagartijistas. —Lo que hacía Guerra. —El abismo fatal. —Derroche de lirismo. Tal, poco más o menos, era la situación en que quedó la plaza de Madrid después de la apoteosis de Lagartijo y del calvario de Guerrita en Valencia. Y así hubiese continuado, según todas las probabilidades, sosa, aburrida, sin ninguno de los estimulantes que tanto excitan el apetito de los taurófilos, si un inesperado acontecimiento no hubiese venido a conmover profundamente al mundo de la afición. Como un rayo había aparecido el Espartero algunos años antes; como una centella apareció en julio de 1891 Antonio Reverte en las novilladas de la plaza de Madrid. Aquello fue un nuevo delirio que hubo que agregar a los delirios que padecía entonces el desquiciado campo de la tauromaquia. Reverte era un mocetón tosco, sin hechuras, deslavazado, con pies de plomo y cuerpo de hierro, una especie de gañán con traje de luces

157


GUERRITA

y coleta que surgía de lo desconocido, como un fantasma, y venía a hundir en el abismo a todo lo existente. ¿De dónde procedía aquel Antecristo taurino? ¿A dónde iba? ¡Cualquiera era capaz de averiguarlo! Los aficionados se miraban unos a otros, llenos de asombro creciente, en el colmo de la estupefacción. En otros tiempos, cuando el arte de Montes era una profesión que había que recorrer por etapas, paso a paso, como los cursos de una carrera, era fácil seguir tranquilamente a los jóvenes de esperanzas y verlos llegar. Claro es que recorrían el camino en mucho menos tiempo que la masa común de la torería, pero los aplausos que alcanzaban, por exagerados que fuesen, no les daban autoridad para plantarse de pronto en la meta y gallear desde allí. Hoy todo ha cambiado. La literatura era hasta ahora la única carrera; que cualquier hijo de vecino puede ejercer sin haberla estudiado. En adelante, esas carreras serán dos: las letras y los toros. Todos Cervantes, todos Romeros, y ¡viva la libertad! Por eso no hay que extrañar que al presentarse Reverte en Madrid y dislocar a la concurrencia, los reporters se vieran negros para contar la vida y antecedentes de aquel fenómeno y tuvieran que atenerse a la referencia popular. Decía esta que el maravilloso lidiador había nacido en Alcalá del Río en 1869; que su padre era mayoral de una ganadería sevillana, entre la cual había pasado el mozo los años de su niñez y pubertad; que contaba dieciocho cuando comenzó a sortear vacas; que anduvo por aquellos contornos toreando y matando novillos, hasta que se dio a conocer en Sevilla, donde produjo gran entusiasmo y vino a Madrid para debutar en la novillada del 19 de julio de 1891 y tomar la alternativa el 16 de septiembre de aquel año, dos meses después de su debut.

158


CAPÍTULO XVII

Resumen: a los dieciocho años, sorteando vacas en Andalucía; a los veintidós, matador de novillos y matador de toros de cartel en la propia plaza de la Corte. ¡El que pida más que alce el dedo! ¡Me río yo de los aprendizajes de Lagartijo, de Frascuelo y de Guerrita, comparados con los que estilan los fenómenos hodiernos! Lidiador que en un espacio de tiempo inverosímil se había calzado todos los grados de la tauromaquia, tenía que ser forzosamente un monstruo en el arte de torear. Y como tal lo calificaron los impresionables revisteros y un público loco de admiración. No se encontró solo en la plaza madrileña el bravo Reverte, sino con otro torerito de su fuste capaz de traérselas tiesas al lucero del alba, cuanto ni más al diestro andaluz. Era el torerito en cuestión el arrojado Bonarillo, que tardó también muy poco en tomar la alternativa y zambullirse en la masa común de los matadores. Sólo Dios sabe las atrocidades que cometieron los dos en aquellas famosas novilladas en que se veía siempre la plaza llena de bote en bote. Desde la despedida de Salvador, ninguna corrida de toros había despertado interés parecido ni llevado a la plaza tanta gente. Para Reverte se empleó el cliché de rúbrica: se acercaba más que nadie, entraba más corto y derecho que nadie, era más valiente que el Cid, más temerario que Roldán, más sereno que César, y su imperturbabilidad ante el peligro crecía con la inminencia de este. En suma, el torero más emocionante de la tierra, porque había fiesta nacional en que los toros lo cogían tres y cuatro veces y estaban toda la tarde a punto de quedarse con él. Traía una novedad importantísima: unos recortes con capote al brazo, para ejecutar los cuales se ceñía de tal modo que los cuernos de la fiera pasaban siempre rozando la chaquetilla del lidiador. Esta suerte era la que había asombrado sobre todo al público y despertado

159


GUERRITA

la admiración general. Con las banderillas citaba a los toros, los esperaba inmóvil y quebraba en la cabeza con una imperturbabilidad aterradora. A la hora de la muerte se situaba delante del bicho; con los pies clavados en la arena, toreaba de muleta con una calma solemne y entraba a estoquear tan corto y derecho, que casi siempre hundía el arma hasta la guarnición. No había más que un lunar insignificante, y es que los toros, al tragarse el estoque, cogían al torero y daban en tierra con él; pero como generalmente salían muertos de la mano, el matador se levantaba ileso y el público lo ovacionaba con verdadero frenesí. A todo esto, el hombre parecía indiferente a cuanto le rodeaba, se movía con monolítica pesadez, apenas tomaba el olivo, llevaba a cabo sus faenas con un desprecio del peligro, con una despreocupación olímpica capaces de conmover a un usurero. Bonarillo, aunque carecía de tan sugestivos alicientes, no le iba en zaga al vaquero andaluz, y el propio Sánchez de Neira escribió de él lo siguiente en el número de La Lidia correspondiente al 17 de agosto de 1891: «Dio en los quites algunas largas tan limpias, tan clásicas y tan artísticas, que Cayetano Sanz, si las viera, aplaudiría, y lanceó de capa al quinto toro con unas verónicas, dos navarras y un farol, que para sí quisieran matadores de primera categoría». Pedir más en unas novilladas hubiera sido, pues, gollería y así se explica que la temporada de canícula de aquel año trajese tanto ruido e hiciera concebir tantas esperanzas. ¿Tiene algo de particular que al verse Reverte y Bonarillo objeto de férvido entusiasmo y de juicios tan halagüeños, se apresurasen a soltar el sayo del novillero y endosasen el brillante uniforme del matador de cartel?

160


CAPÍTULO XVII

Ellos llenaban la plaza, se veían aclamados por el público y ensalzados por una prensa que les concedía a manos llenas lo que había escatimado a tantos otros después de laboriosísimos aprendizajes. Se dieron por lo tanto prisa en tomar la alternativa, formaron rancho aparte, tiró cada uno por su lado y ¡adiós mi dinero! vino irremediablemente la decepción. Quien tuvo, retuvo y guardó para la vejez, dice el proverbio. Quien no tiene no retiene, ni puede guardar nada para ninguna edad, dice el sentido común. Y como el sentido común es lo que más brilla por su ausencia en las plazas de toros, resultó que tanto Reverte como Bonarillo se convirtieron en dos abortos, los delirios fueron cediendo, el entusiasmo se apagó y por ahí andan los dos ahora aprovechando la espantosa soledad de matadores que aflige a la fiesta, y sumidos probablemente en la nostalgia de aquellas novilladas famosas en que les hicieron creer que venían a quitar cuantos moños había entonces en la nación española. Reverte, sin embargo, con la velocidad adquirida, se mantuvo más tiempo que su rival y todavía actúa al lado de los matadores de más fama. ¡Es verdad que quedan tan pocos! Pero el mozo, justo es confesarlo, había logrado entrar de lleno en el público y este había soltado demasiadas prendas para renegar en el acto del héroe de las novilladas y arrojarlo a la fosa común. El público, pues, esperó y Reverte empezó a estirarse como matador de toros, dando muchas más en la herradura que en el clavo. Aquellas imponentes novedades que precedieran a la alternativa desparecieron cual relámpagos fugaces y todo quedó reducido a faenas aisladas, golpes de fortuna que no cuentan en el conjunto de las buenas cualidades de un lidiador y realizan un día u otro en las plazas todos los matadores de toros. Los antiguerristas no desaprovecharon la ocasión que se les

161


GUERRITA

presentaba de llamar la atención sobre Reverte y oponerlo a Guerrita como rival. El Espartero no daba todo el juego que ellos esperaban, pero mantenía siempre viva la animosidad del público contra Rafael. Reverte venía, pues, como refuerzo, y algo era algo para acumular elementos en contra del infame Guerrita. Antes poseían, como Barba-Azul, un solo cañón: el pobre Maoliyo; ahora, con Reverte, tenían dos. Dispararon y les ocurrió lo que al general del cuento: el primer cañonazo no llegó y el segundo se perdió en el camino. Las cosas no pasaron, por lo tanto, a mayores, y la competencia tan ansiada, esa competencia que los lagartijistas pedían al cielo, como las solteras piden novio al santo mi tocayo, volvió a abortar. Únicamente quedó, mejor dicho, me ha quedado a mí particularmente, un eco inolvidable de aquellos escarceos. Y fue que un antiguerrista implacable hizo el siguiente portentoso descubrimiento: escribió que Reverte tenía ¡¡¡el perfil de Lagartijo!!! No quiero citar el nombre del blasfemo a quien su odio a Guerrita condena todavía hoy a cómicos delirios. Si los lagartijistas lo conociesen ¡pobre de él! Guerrita, entre tanto, proseguía su carrera, cohibido por la atmósfera de horrores que los secuaces de Lagartijo habían formado en torno del subcordobés. Toreaba muchísimo, más que nadie, las empresas se lo disputaban, cruzaba el país en todas direcciones, ganaba treinta o cuarenta mil duros al año, arrancando ovaciones sin cuento en las plazas no contaminadas y pasando las de Caín en aquellas donde el lagartijismo tenía hondas raíces. Su toreo era como siempre, bullicioso y lleno de efectos, pecaba de movimiento excesivo; el diestro se adornaba a tontas y a locas, amenazaba a los toros, les daba puntapiés en los hocicos, jugaba con ellos cuando se prestaban y convertía las corridas de toros en una

162


CAPÍTULO XVII

especie de pirotecnia taurina, a la cual se entregaba sin descanso, como si quisiese olvidar en la embriaguez de la lidia la situación que le habían creado sus entusiastas amigos de ayer. El drama de Valencia había dejado huellas profundas; la figura de Lagartijo era ya la cabeza de Banco que se alzaba por doquier al paso de Guerrita. No hay, pues, que extrañar que se hallase desquiciado por aquel cúmulo de circunstancias que le privaba de la necesaria tranquilidad de ánimo para lidiar y que su toreo se resintiese de la falta de reposo y de formalidad que ahora le pedían a voz en cuello sus despiadados enemigos. Aquella situación violentísima tenía forzosamente que desaparecer; las cuerdas estaban demasiado tendidas para que no se rompiesen por algún lado; entre Lagartijo y Guerrita había ya un abismo que tenía que tragarse a uno de los dos. Por fin llegó el instante de las grandes expiaciones y de las grandes justicias; los que estaban en el Paraíso se despeñaron y cayeron en el Gólgotha; el que habían clavado en la cruz los sayones del lagartijismo, dejó el leño infamante, resurrexit tertio anno; las cumbres del Calvario se llenaron de hórridas sombras; rasgó los cielos el relámpago, crujió la tierra al estallido de los truenos, y mientras Jehovah se hundía en el abismo, acompañado de las maldiciones eternas, Luzbel volaba al Empíreo donde los ángeles, arcángeles y querubes de la tauromaquia aplaudían a rabiar y gritaban entusiasmados ¡Allelluia! Perdóneme el lector este alarde de lirismo, que todo hace falta para anunciar con la debida pompa un acontecimiento que no tiene igual en los fastos de la tauromaquia ni en la historia del pueblo de Madrid. Me refiero a las despedidas del Califa, a la retirada del Gran Rafael.

163



CAPÍTULO XVIII

CAPÍTULO XVIII

La situación de Lagartijo. —Mansos de solemnidad. —Timideces y súplicas. —La campaña de Bilbao. —Paces ficticias. —El año 1893. —Cinco despedidas. —La tradición rota por Frascuelo. —Recuerdo de antaño. —El programa de las despedidas. —Comentarios y chismografía. —Lo que se atribuyó a Salvador. —Preparativos. Hacía ya bastante tiempo que los públicos y los toros venían pidiendo a Rafael que se retirase. La prensa, como es natural, no había tardado en tomar cartas en el asunto y más de una vez había aparecido en ella esta fatídica palabra: Waterloo. Falto cada vez más de facultades, sufría de vez en cuando derrotas ruidosas que en la carrera de cualquier otro lidiador hubieran traído a este una retirada forzosa y fatal; pero Lagartijo conservaba siempre su mágica influencia y los secuaces del maestro apelaban a todo género de atenuantes para divinizarlo hasta la última hora. Ellos que deberían de haber sido los primeros en aconsejarle que se quitase de los toros, en advertirle que era llegado el momento de dar a la carrera el postrer adiós, se callaban, no se atrevían a hablar el lenguaje de la verdad al veterano.

165


GUERRITA

El más pequeño rayo de luz les bastaba y sobraba para hacerles llevadero el mundo de tinieblas en que yacía Rafael. Más que nunca explotaban entonces el socorrido recurso de que los toros que traían de cabeza al ídolo eran mansos de solemnidad. Él lo decía siempre: —A mí no me coge ningún buey. Y con llamar bueyes a los marrajos o a cualquiera otra res, a la cual no tuviera a bien arrimarse Lagartijo, fuese porque aquéllos conservasen facultades o por exceso de aprensión del maestro, tenían los lagartijistas cubierta la retirada y convertidas en piaras bovinas a las mejores ganaderías del país. En cambio, era suficiente que el matador se confiase con un toro y lo estoquease admirablemente a su manera para que echasen las campanas al vuelo y ensordecieran a la afición con el estrépito de sus ditirambos. Y como el díptico anabaptista dominaba al mundo taurómaco desde El Imparcial y El Liberal, se necesitaba un valor heroico para encararse con el Califa y decirle resueltamente: —¡Váyase usted! La prensa profesional era la única que se lo había dicho varias veces, pero generalmente con unos distingos, con unos paliativos y con una ruborosa timidez que revelaban a las claras el terror que inspiraba el maestro. Hubo contados valientes que echaron el pecho al agua y le soltaron la verdad; pero, lo repito, aun aquellos que no comulgaban en la iglesia lagartijista, dieron acentos conmovedores de súplica a lo que tratándose de otro diestro cualquiera se hubiese convertido en orden terminante y hasta brutal. El año anterior, 1892, había Rafael toreado en Bilbao con Guerrita y llevado a cabo una campaña excelente. Como por fortuna no lo cogió ningún toro, las fiestas se resintieron de falta de leyendas valencianas; pero el maestro quedó en general muy bien. Guerra se mostró a su

166


CAPÍTULO XVIII

vez a gran altura, y aunque hubo las consabidas instrumentaciones telegráficas, no llegó a alterarse la paz en la Varsovia taurina y el mundo respiró. Sépase por lo que valga, que después de la tragicomedia desarrollada a las frescas márgenes del Turia, los dos Rafaeles se habían hablado en Córdoba la Sultana y sellado unas paces ficticias. Ya en adelante, cuando se encontraban, cruzaban un saludo y se acabó. Demás estará decir que aquella reconciliación heteróclita no había convencido poco ni mucho a los partidarios del maestro, ni tenía que ejercer ninguna influencia en su conducta futura. Así las cosas, llegó el año del Señor de 1893, y lo que el otoño anterior se había anunciado como caso probable, adquirió visos de certeza, de los cuales, al poco tiempo, nadie pudo dudar. Rafael Molina se retiraba de los toros, era asunto resuelto, meditado profundamente en las soledades del hogar doméstico, una resolución anunciada solemnemente por los anabaptistas con carácter oficial. Pero para que todo fuera extraordinario en la vida de aquel torero a cuyo paso habían brotado tantas cosas extraordinarias, se supo con estupor que las despedidas serían, no una, sino cinco. En verdad que hasta entonces no se conocían más despedidas solemnes que la de Salvador, porque la historia del arte de Montes no encerraba en sus páginas ningún acontecimiento de esa especie. Estaba visto que en los tiempos de oro de la tauromaquia los diestros hacían mutis por el foro en cuanto se veían exhaustos de fuerzas; que los que, como Pepe Hillo, José Cándido y Curro Guillén, no encontraban la muerte en la arena, se marchaban sin dejar en ninguna parte tarjetas de despedida. Frascuelo había roto la tradición el 12 de mayo de 1890, celebrándose una corrida que por anunciarse como última del célebre diestro había adquirido inusitada solemnidad. En la guerra

167


GUERRITA

sin cuartel que Rafael y Salvador se habían hecho durante su larga competencia se mostró en ambos el prurito de distinguirse el uno del otro, el empeño de violentar las cosas estableciendo alguna diferencia entre los dos. Así, por ejemplo, cuando en noviembre de 1872, mataron solos en Madrid las dos primeras corridas de toros, se había convenido en que las reses serían de la ganadería de Hernández. Toreó Rafael su corrida, salieron malos los toros y Salvador pidió y obtuvo que se cambiase la ganadería y que le dieran seis Veragua en vez de los de Hernández como se había convenido. Con tal motivo hubo gran marejada, se publicaron cartas en los periódicos, la chismografía se despachó a su gusto, pero al fin venció Frascuelo y mató los seis toros del Duque. Más tarde, cuando las famosas corridas de la Cruz Roja, Salvador mató una de Bermúdez, en la cual quedó a inolvidable altura. Rafael puso por condición para torear la que le correspondía que los toros fuesen precisamente de Miura, dando a entender que deseaba distinguirse de Frascuelo matando los bichos que más respeto y temor infundían entonces a la gente de coleta. Y mató de un modo que no hay para qué recordar. Era, pues, necesario que, al llegar la hora de la retirada, se estableciese marcada diferencia entre las de los dos ilustres rivales, y que la de Lagartijo viniese acompañada de tales circunstancias, presentase tal relieve que dejase en lugar secundario la de Salvador. Un poco antes que la riente primavera iluminase con sus resplandores a España feliz, cuando la humanidad despierta del letargo invernal, y las rosas abren sus capullos, y las avecillas pían y los toros mugen, apareció en las columnas de la prensa nacional el copioso programa de las despedidas del Califa. Eran cinco, ni una más ni una menos, cinco corridas monstruos que

168


CAPÍTULO XVIII

se celebrarían en otras tantas capitales elegidas cuidadosamente por el maestro de Córdoba para que gozaran de su quíntuple sepelio. Las plazas favorecidas y las fechas en que las corridas habían de verificarse estaban incluidas en el siguiente menú: 1º Zaragoza, el día 7 de mayo de 1893; seis toros de Espoz y Mina, antes Carriquiri. 2º Bilbao, el día 11 de mayo; seis toros del Duque de Veragua. 3º Barcelona, el día 21 de mayo; seis toros del Duque de Veragua. 4º Valencia, el día 28 de mayo; seis toros del Duque de Veragua. Y 5º Madrid, el día 1º de junio; seis toros del Duque de Veragua. Vayamos por partes. Lo primero que llamó extraordinariamente la atención de los aficionados imparciales fue que un torero nacido en Córdoba, un torero andaluz, hubiese borrado del mapa de las despedidas las nueve provincias de la tierra clásica del toreo, y relegase, por consiguiente, al olvido a lo que ha encarnado siempre el indigenismo del arte, si puedo expresarme así. Que, en el caso de despedirse una vez, como es uso y costumbre, hubiese Rafael dedicado sus funerales toreros a la plaza de Madrid, santo y bueno; eso era lo discreto, lo lógico y lo racional. Pero que una vez lanzado en el camino de la longanimidad, resuelto ya a repartir los beneficios de su retirada, echase una esponja sobre la patria de cuantos grandes toreros han sido en el mundo, exceptuando al bárbaro Martincho y al pulquérrimo Cayetano Sanz; y, sobre todo, que en esa preterición imperdonable se viese incluida Córdoba, aquella Córdoba que los anabaptistas habían cantado con acentos de ternura y vocalizaciones extra, dignas de la garganta de Farinelli; todo eso revelaba en Lagartijo un azoramiento o un fondo de ingratitud, cuya justificación se buscaba en vano. De los comentarios que se hicieron entonces, de la punta que se sacó al asombroso programa de las despedidas, no quiero ocuparme

169


GUERRITA

con extensión. La palabra negocio brotó enseguida de todos los labios y llevó a los aficionados el convencimiento de que Harpagón se había sobrepuesto a Rafael Molina, y que el corte de la coleta obedecía pura y simplemente a un asunto de aritmética elemental. Con esto se mezcló la cuestión de los toros de Veragua, relacionándola con no sé qué deuda que el Sr. Duque había contraído con Lagartijo, cuando se llevó a cabo el ruinoso asunto de los toros en París; deuda que el ilustre prócer quiso solventar con caballerosidad irreprochable. Además, el nombre de Rafael sonaba junto con el de su apoderado, y se oían tales cosas y se les achacaban tales propósitos e intenciones que no había sino taparse los oídos para no perderse en el dédalo de chismes en que estaba metida la afición. Se atribuyó a Frascuelo un dicho que sintetizaba admirablemente el carácter de las despedidas de Rafael. Se contaba que interrogado Salvador por un amigo que le pidió su parecer sobre aquéllas, había contestado: —Rafael acaba por donde empecé yo: echando un guante por los pueblos. Tal fue el dicho que a Frascuelo colgaron entonces. Si es o no cierto, averígüelo quien quiera; de todas suertes pocas veces se podrá sacar a colación con más oportunidad que ahora el se non é vero é ben trovato de los italianos. Por lo demás, el desarrollo de las despedidas de Lagartijo ha de demostrarnos con harta elocuencia que obedecían a un negocio mercantil que yo, por mi parte, estimo perfectamente lícito y me guardaré mucho de censurar. Inútil parece consignar que todo, absolutamente todo el interés de aquella temporada taurina quedó concentrado en las despedidas

170


CAPÍTULO XVIII

de Rafael. Los lagartijistas estaban locos de emoción. Cinco corridas eran para ellos otros tantos días de zozobra, de ansia infinita, en los cuales iba a jugarse la última carta del maestro. ¡Si ellos hubieran podido darle unas cuantas inyecciones del líquido de Brown-Sequard! ¡Si hubiese estado en sus manos revestirlo de alguna coraza mágica como las que en los cuentos de hadas se estilan, o hacerle invulnerable como Aquiles! Pedían de todo corazón al cielo que Rafael saliese victorioso en sus cinco batallas y tenían preparados todos los utensilios de una apoteosis teatral para el último acto, el acto de Madrid. Tres semanas de espera eran bastantes, sin embargo, para producir una pericarditis; pero no importaba. Aunque en las cuatro corridas anteriores se mostrase la suerte adversa al Califa, ellos le prepararían en Madrid un desquite que le hiciera olvidar fácilmente cualquiera improbable decepción. Llegó mayo florido, brotaron las lilas en toda España y se acercó la primera solemnidad. Los anabaptistas ¡cómo no! resolvieron ser heraldos del cortejo, empuñaron los clarines sonoros, cogieron el tren y se fueron a Zaragoza, dispuestos a seguir al Profeta a los cinco Munsters que tenía que conquistar.

171



CAPÍTULO XIX

CAPÍTULO XIX

Las despedidas de Lagartijo. —En Zaragoza. —Sierra Morena y manos inexpertas. —El resultado. —En Bilbao. —La catástrofe. —La cabeza de Barquero. —La ley de las compensaciones. —En Barcelona. —Triunfo del maestro. —En Valencia. —Teorías y su reseña. —Madrid esperando a Rafael. Con las famosas despedidas de Lagartijo llego a la parte más desagradable y espinosa de esta obra. Si hasta ahora se me ha podido censurar porque la pluma del historiador y del crítico se haya corrido frecuentemente al terreno de la sátira, he de procurar, al ocuparme de la retirada de Rafael Molina, conservarme en el campo de la más estricta neutralidad. Momento habrá en que la serenidad se pierda ante el relato de ciertos hechos que no tienen igual, no ya en la historia del célebre diestro cordobés, sino en la historia de España; pero fuera de esos detalles, en los cuales, como se verá luego, ninguna responsabilidad directa toca a Rafael, he de hacer de suerte que sus partidarios no puedan achacarme la intención de mortificarle apasionadamente. Ahora bien: de cuantos periódicos se ocuparon de las despedidas

173


GUERRITA

de Lagartijo, dificulto que haya ninguno que tratara al maestro cordobés con la benevolencia de La Lidia. Al semanario taurino voy, pues, a apelar para hablar de aquellas corridas en que Rafael fue aplaudido y agasajado y no dio motivo a que sus faenas mereciesen el vituperio general. La despedida en Zaragoza se verificó el día anunciado. He aquí lo más sustancial de la fiesta referido en La Lidia bajo la firma de D. Emilio Boli: «Día espléndido, gran afluencia de forasteros; todo favorecía para que la corrida de despedida de Rafael recordara en concurrencia a las grandes solemnidades taurómacas, que como tal puede conceptuarse ésta. Pero sucedió que la poca experiencia del que organizó la función propuso, y la afición dispuso… no ir a la plaza, para no hacer el «primo». Las cuatro pesetas las pagaron muy pocos aficionados de Zaragoza, teniendo en sus venas sangre torera y predilección por Lagartijo. Buena entrada en tendidos de sombra, mala al sol, demasiada en palcos, floja en gradas y completamente vacía la andanada. A las dos de la tarde, el papel se llegó a cotizar a peseta y a seis reales. Así es que las opiniones se dividieron: unos juzgaban la fiesta con relación a precios sumamente caros, mientras otros exigían sólo 1,50 de Lagartijo. Los primeros se atrevieron a insultar a Rafael, creyendo que la elevación de los precios era obra suya. Malas nuevas debieron llegar a oídos de Lagartijo —que por cierto está muy sordo— para anunciar a última hora que se lidiaría un toro de gracia». El corresponsal zaragozano de La Lidia califica los toros de Carriquiri de cuatreños y dice que eran «demasiado jóvenes y mal presentados» y al ocuparse del trabajo de Rafael, se expresa en los términos siguientes: «Teniendo en cuenta su tranquillo y la poca verdad que encierra

174


CAPÍTULO XIX

su toreo, en el que predomina la forma sobre el fondo, el trabajo de Rafael fue aceptable y superior, apreciando la merma que sus facultades han sufrido y lo que representa una brega de siete toros. Pasando de muleta no hizo nada extraordinario, pues casi todos los toros presentaron lidia fácil, excepto el sexto, y, sin embargo, el maestro se limitó a dar telonazos y pases por alto, dejando en el olvido los de pitón a rabo, de pecho y otros de mérito. Con el estoque hubo momentos que se salió de cajón. No coinciden mis apreciaciones con las de cierta parte del público. Yo concedo más mérito a un pinchazo en buen sitio, entrando como el arte manda, que a una estocada caída en el lado contrario, como le resultan muchas a Rafael. Pues bien: esto, con ser más claro que el agua, no sucedió en la corrida que critico, y Rafael fue silbado al pinchar muy bien al segundo toro, y aplaudido frenéticamente al ver que un toro rodaba por una estocada de estas últimas». He aquí las faenas que con el estoque hizo Lagartijo: «En el primer toro, una estocada a volapié contraria y caída, por cuartear. En el segundo, superior pinchazo a volapié, dando tablas y perfilándose perfectamente, media estocada delantera, volviendo el rostro. Otra media estocada delantera, con paso atrás y demasiado fuera de cacho, y un certero descabello a pulso empleó para dar muerte al tercero. El cuarto necesitó dos estocadas: una en los blandos, cuarteando mucho, y una superior, entrando bien. Rafael ganó palmas, sombreros y la oreja. En el quinto estuvo sublime; basta con decir que recordó su pasado. En los medios de la plaza mandó retirar la cuadrilla, y allí, parando —en los anteriores bailó mucho— dio en dos minutos cuatro pases altos y un cambiado, soltando a continuación un magnífico volapié, entrando a la perfección y saliendo algo embarullado. Oyó una ovación como pocas; llovieron prendas y cigarros, y un paisano, el picador Memento, bajó al

175


GUERRITA

ruedo y besó al maestro, que se ganó la oreja del burel, y, en fin, el entusiasmo duró hasta la salida del sexto, en el que estuvo regular, no bien, como equivocadamente telegrafié. Con el capote, admirable. ¡Vaya unas verónicas que dio al sexto, parando y con elegancia! El toro, embobado, seguía con la vista los vuelos del capote movido con majestad por los brazos de Rafael, digno rival de Cayetano Sanz. Con los palos no hizo gran cosa; colocó dos pares que, aunque buenos, no eran de mérito en el maestro. En la dirección, a ratos bien y a ratos mal. El último toro fue estoqueado por el Ostión, quien después de un volapié contrario, una estocada horizontal, dos pinchazos y un sablazo, se retiró enfermo al estribo, teniendo que coger los trastos Lagartijo y matar el toro de una a la media vuelta. Parece que Rafael aconsejó al Ostión en la fonda, después de la corrida, que se retirara del toreo, en vista de su mal estado de salud. A la salida, el cordobés fue llevado en triunfo hasta el coche. El público salió satisfecho: Lagartijo se despidió triunfando, y, a pesar de esto, todos trinaban contra el que organizó el espectáculo y convirtió las taquillas, por arte maravilloso, en verdadera Sierra Morena. ¡Qué desengaño para Lagartijo, ver en el día de su despedida cerca de media plaza sin ese público que le prefirió a otros diestros y le dispensó sus faltas en la corrida del 4 de octubre, en que se llenó de aragoneses, no de forasteros, como sucedió en la que reseño! ¡He ahí el resultado de colocar el negocio en manos inexpertas!». ¿En manos inexpertas? Tratándose de los zaragozanos sí, pero no tratándose de los bilbaínos, barceloneses, valencianos y madrileños. Si el ejemplo dado por Zaragoza al no pasar por las horcas usurarias impuestas por Rafael hubiese cundido; si los demás públicos hubiesen dado a entender al despidiente que no comulgaban con ruedas de

176


CAPÍTULO XIX

Harpagón; si, en una palabra, la soberana lección dada por Zaragoza a Lagartijo hubiera abierto los ojos a los incautos, ¿quién sabe si el asunto de la retirada hubiera tomado otro sesgo y hecho tal vez menos sensible y ruidosa la catástrofe final? De todos modos, la primera despedida empezó mal y acabó muy bien, y si el negocio no resultó tan brillante como se esperaba, la honra torera quedó a flote y los partidarios del maestro pudieron regocijarse y verse libres de un peso en el corazón. El domingo en Zaragoza; el jueves en Bilbao. Se necesita conocer a los bilbaínos para formarse idea del desquiciamiento que había producido en la capital de Vizcaya el solo anuncio de la despedida dedicada por Lagartijo a la ciudad del Nervión. Rumbosos y jactanciosos como ellos solos, los bilbaínos habían cedido la plaza al maestro y disponían una apoteosis lagartijana digna del torero a quien habían mimado durante toda su carrera, más quizá que ningún otro público. Si Rafael hubiese triunfado en Bilbao, puede asegurarse que aquella despedida hubiese hecho raya entre todas las demás y quedara memorable en las últimas horas del maestro. Pero los hados lo habían dispuesto de modo diferente, estaba escrito que los bilbaínos irían radiantes a la plaza, resueltos a llenarla de flores y regalos y se volverían a casa de vacío con un humor de todos los demonios. Cuando Lagartijo se presentó a hacer el paseo, una aclamación inmensa ensordeció el espacio y repercutió en los ámbitos del circo como ¡Hosannah! colosal. Era el himno de gloria que habría de trocarse muy pronto en fúnebre silencio y terminar en formidable escándalo, en luctuosa e inolvidable débâcle. Rafael, en efecto, no quiso arrimarse a ningún toro. La plaza, llena de bote en bote, contempló, absorta al principio, aquella sucesión de

177


GUERRITA

tristes faenas; llegó la muerte del quinto toro, que dobló aburrido después de cinco pinchazos y dos medias estocadas; salió el sexto y, al tocarse a banderillas, el huracán estalló. Muchos testigos presenciales del escándalo me lo han referido con pelos y señales. La plaza se llenó de botellas, cazuelas, panecillos y objetos de género diverso; la cuadrilla tuvo que ponerse en salvo entre barreras; el público, en el colmo de la indignación, llenó de improperios al desdichado protagonista, que apeló a la fuga y desapareció de la plaza como por escotillón. Y quedó solo el toro, encampanado en medio del anillo, envuelto en las penumbras de la noche, que iba invadiendo poco a poco el redondel, mientras la ira de los espectadores arreciaba y adquiría imponentes proporciones. A tal punto llegó, que un capitán de forales, dirigiéndose a su Compañía, dio la voz de ¡fuera guantes!, indicando bien a las claras que había llegado el momento de apelar a la fuerza para poner término a aquel verdadero motín. Por fortuna la noche vino en auxilio de los forales y merced a su ayuda fue el público evacuando la plaza lentamente. Sólo quedó en ella, como antes dije, el sexto toro del Duque, con el morrillo ensangrentado, mirando azorado al vacío que le rodeaba por todas partes, resto lamentable y elocuente síntesis de los funerales bilbaínos de Rafael. ¿A qué se debió la catástrofe? Ni qué decir tiene: a los toros. A reserva de ocuparme de este particular cuando me ocupe de la última despedida, he de decir que persona muy allegada a mí, D. Javier Peña y Goñi, adquirió en Bilbao y es poseedor de ella con todos los certificados correspondientes, la cabeza del tercer toro lidiado en aquella corrida. Se llamaba el bicho Barquero, era de pelo barroso y no hay

178


CAPÍTULO XIX

sino ver la cabeza, una cabeza recogida, preciosa, de res impúber, con cuernecitos de bisutería, una cabeza, en suma, que parece un juguete taurino, para caer en la cuenta de que si los toros corridos de Bilbao el 11 de mayo de 1893 eran infectos bueyes, estaban en cambio colocados de suerte que pudiera confiarse al meter el brazo cualquiera matador. Pero tendamos un velo sobre la despedida de Rafael en la capital de Vizcaya y contentémonos con decir que, si en Zaragoza el negocio falló y se salvó la honra torera, en Bilbao pereció ésta, pero quedó a salvo el bolsillo. La ley de las compensaciones. Dejemos a la ciudad del Nervión, huyamos del lugar de la catástrofe y trasladémonos a Barcelona, donde los bueyes serán más piadosos y el sol volverá a lucir. Torno a La Lidia para reseñar la despedida en la ciudad condal, suscrita por Verduguillo, el cual, ocupándose de los toros, dice: «la corrida no estuvo bien presentada por pecar de desigual y haber un toro defectuoso, pero el resultado fue del todo satisfactorio». Este toro defectuoso sería indudablemente el primero, del cual dice el corresponsal de La Lidia que era mogón de los dos cuernos. La calificación que hace del ganado es la siguiente: buenos los toros sexto, primero y segundo, notabilísimo el quinto, un buey el cuarto y superior el tercero. Entre los seis tomaron cincuenta varas y mataron doce caballos. He aquí las faenas de Lagartijo: «El veterano cordobés, que por espacio de treinta y pico de años ha estoqueado centenares de reses bravas, ha demostrado en Barcelona que se retira del toreo cuando todavía puede con ellos, pero dejando entrever que obra cuerdamente al tomar la citada resolución. En esta corrida hizo todo lo que pudo, todo lo que le permitieron sus facultades y le dejó ejecutar el viento huracanado que reinó en la

179


GUERRITA

plaza después de arrastrado el segundo toro. Al primer bicho, que encontró acudiendo con nobleza, le toreó en corto, parando con frescura y adornándose mucho al terminar los muletazos, para señalar un pinchazo alto, al volapié, y una estocada corta, contraria y algo desviada, entrando por derecho. Después intentó cuatro veces el descabello, desluciendo esto algo la ‘forma’ de la faena, aunque el ‘fondo’ fue muy bueno. (Aplausos justos de los inteligentes). El segundo toro estaba quedado, y al arrancar lo hacía con incertidumbre. Rafael le muleteó con serenidad y desahogo, si bien no tan confiadísimo como en el bicho anterior. Se pasó una vez sin herir por humillar la res al iniciar el arranque el Califa, aplaudiendo el público la serenidad y vista del maestro. Dio un pinchazo en hueso en las tablas, y una estocada contraria hasta la guarnición, habiendo igualado al cornúpeto en las tablas, y arrancándose él, previo el pasito atrás, pero sin desviarse mucho. Varios trasteos y descabella al primer intento. (Gran ovación). Encontró al tercero aculado en las tablas, y después del quinto pase, se le marchó a tomar la querencia de un caballo, imposibilitando mucho el vendaval el manejo de la muleta. Rafael empezó con algún recelo, pero a los pocos pases se confió algo más, tiró la montera, y ayudado por Juan muletea con ocho pases para clavar media estocada caída, tendida y con tendencias, que debió atravesar los pulmones del noble cornudo, puesto que a los pocos pasos cayó el animal al suelo. Muchos aplausos y regalo de dos kilométricos salchichones de Vich. El cuarto era un buey de solemnidad, que ni se fijaba en el trapo, ni atendía a las salidas naturales que repetidas veces le marcaron los peones con los capotes y el maestro con la flámula; y siempre que por equivocación (¡) arrancó, se quedaba torpemente en el centro de la suerte, y alargaba con malísima intención el pescuezo. Fue, por lo

180


CAPÍTULO XIX

tanto, un pavo de cuidado, que además de lo referido, se conservaba enterito, puesto que los picadores no pudieron castigarle mucho, por haber tomado las varas rebrincando y escupiéndose al sentirse herido. Lagartijo, poderosamente ayudado por la ‘rueda’ de peones, sobresaliendo de todos por su eficacia y acierto. Rafael Molina abanicó al veragüeño con 18 pases, y cuando el público menos lo esperaba, después de pasarse una vez sin pinchar por quedarse la res ‘embobada’ le atizó media estocada superior, en las mismas péndolas, que hizo innecesaria la puntilla, y caer redondo al suelo el toro como si hubiera sido herido por una descarga eléctrica. (Ovación y la oreja del bueyendo). Brindó la muerte del quinto a los espectadores del sol, y a no habérselo impedido el fuerte viento que arreció durante este tercio, la faena habría resultado magistral, pues vimos en el veterano muchos y vehementes deseos de ello. Tuvo que limitarse a cumplir, y pasaportó al duquereño que, para colmos de desdichas, huyó como un condenado después del primer pinchacito, de varios pases, superior uno ayudado, de pecho, de tres pinchazos, saliendo en dos perseguido, y de una estocada corta y ladeada a paso de banderillas, descabellando luego con acierto. (Algunos aplausos). Con el sexto, que dedicó a los concurrentes de sombra, ejecutó una faena magistralísima, la mejor sin duda que ha consumado Lagartijo en Barcelona. Fue breve, artística y archisuperior. En un minuto le dio un natural, un redondo magnífico, uno bueno de pecho y otro precioso de molinete, dando la vueltecita entre los mismos cuernos del toro. Una vez estuvo este igualado, desde corto y dejándose caer al volapié con tanto valor como maestría, el célebre cordobés agarró una media estocada monumental, inmejorable, de la que mordió la arena enseguida el último bicho de tan brillante jornada taurina. Rafael sacó un fuerte varetazo en el brazo derecho, de puro atracarse. Los

181


GUERRITA

rafaelófilos invadieron el redondel, abrazando y besando (¡qué rubor!) cariñosamente al viejo Rafael, mientras los aficionados sensatos le aplaudían y vitoreaban desde los tendidos, gradas y palcos, con indescriptible entusiasmo. Con esta imborrable faena, puso Lagartijo la firma en Barcelona a su acrisolada reputación. ¡Bien por Rafael I! En quites y brega estuvo relativamente trabajador, haciendo algunos con primorosas largas, que no fueron aplaudidas como merecían; y con los palitroques, puso dos pares regularcillos al quinto; otro bueno al sexto y uno superiorísimo al mismo, cortándole el bicho el terreno, mejorándolo Rafael con agallas y vista, cuadrando como un valiente al llegar al terreno de la verdad. Toreando al alimón, muy bonito y rejuvenecido. En resumen: que Lagartijo se ha despedido del público de Barcelona como este merecía, superiormente; y nosotros, que conservaremos de él gratísima memoria, le deseamos un millón de felicidades y un vagón de años de vida». No quiero por mi parte añadir a la anterior revista nada que pueda desvirtuar el mérito de las faenas de Rafael, sobre todo en lo que al sexto toro se refiere. Barcelona, como se ha visto, fue brillante desquite de Bilbao y el maestro pudo mostrarse satisfecho de los barceloneses y saborear los aplausos y el dinero que le prodigaron en la ciudad condal. La del Turia no le fue en zaga a la segunda capital española; la buena racha continuó para Lagartijo y puede afirmarse que la despedida en Valencia fue la más completa y eficaz de todas. Teorías, seudónimo bajo el cual se oculta el nombre del Sr. Aparici, que dos años antes había tenido el valor de llamar a Rafael figura decorativa y de aconsejarle que se retirase de los toros, fue el que mandó a La Lidia la revista de la despedida de Valencia. No conozco a Teorías, pero basta leer su escrito para comprender

182


CAPÍTULO XIX

que se trata de un taurófilo serio que no es justo confundir con la nube de reporters más o menos taurómacos y la colección de sabios de guardarropía que desatina a diestro y siniestro en la prensa política y taurina de España e islas adyacentes. Así como la despedida de Lagartijo en Valencia resultó la mejor entre las tres buenas, del mismo modo la reseña de Teorías puede presentarse como modelo de imparcialidad y de justicia, cualidades que abrillantan más que mitigan la galantería y la discreción que campean en el escrito. «Rafael ha venido a despedirse —comienza diciendo Teorías—. El recibimiento ha sido magnífico; los entusiastas le siguieron hasta la fonda de Roma, vitoreándolo, y de este entusiasmo por el Califa, rayano en el delirio, pueden dar fe los revendedores de billetes que, no obstante la acertada medida del Gobernador prohibiendo la reventa, han hecho un bonito negocio. Nada; que se redondearon y cuadraron a los paganos». Hace constar después que al presentarse la cuadrilla resonó una salva imponente de aplausos y que «las doscientas palomas mensajeras anunciadas quedaron reducidas a siete fumarells de la Albufera». Y hecha esa declaración, se ocupa del ganado de Veragua, al cual juzga del modo siguiente: «Ni con pinzas pudiera sacar otro que no fuera Rafael, seis reses mejor escogidas ni preparadas cuanto a su estado de carnes, pues gracias a su adelantamiento, se disimulaba la falta de edad para la lidia. Pero, como según el refrán, en la cara está la edad, éstas acusaban por esa parte su extremada juventud, careciendo todavía de bigotes y… de pitones. Bravos, como ellos solos, voluntariosos, en principio, pero aplomándose pronto con el castigo, y con la falta de poder consiguiente, tomaron 41 puyazos, ocasionaron 16 caídas y despenaron ocho jacos. En banderillas se prestaron a buenas faenas, y

183


GUERRITA

llegaron a manos de Rafael buscando palmas para el maestro. Los toros aparecieron por este orden: 1º, Peseta; retinto oscuro, mal encornado. 2º, Batanero; castaño claro, cornicorto. 3º, Pasajero; negro, astifino, novillejo, pero pegajoso. 4º, Zurriqueño; berrendo en negro, mayor y mejor armado. 5º, Perdigón; jabonero sucio; el más adelantado de todos. 6º, Rosito; colorao y no mal puesto. Sobresalieron: el Pasajero, que no obstante sus pocas fuerzas, se liaba con los jacos, costando no poco despegarlo, y Perdigón, que logró imponer temor a la cuadrilla sólo con el testuz, pues casi carecía de pitones; su salida fue un acontecimiento, y el primer tercio un herradero. Fue duro, seco, de mucha cabeza y de los que se agarran. ¡Lástima de toro! A tener armas, él sólo hace la corrida. Era uno de aquellos notables jaboneros del Duque, tan feos de cara como bravos. ¡Qué digo del Duque! No; era de los de Veragua, y hay que distinguir, al extremo a que hoy ha llegado esta ganadería. En suma: que, a estar cuajados tan bonitos animales, hubiéramos presenciado una de aquellas corridas de otros tiempos». He aquí ahora la crítica de Teorías referente al trabajo de Rafael, crítica que podrá arrancar gritos de indignación a los aficionados del maestro, pero que convencerá a las personas imparciales: «No pretenda nadie encontrar en mi apreciación odios ni prevenciones contra el Califa; pues si bien no he sido nunca tocado de la chifladura que a ciertos aficionados y escritores domina, ateniéndome en todo a la estricta imparcialidad que en mis escritos campea, no he de regatear al veterano diestro mis elogios en aquello que lo merezca. Rafael, a pesar de las innegables excelentes condiciones que presentaron los toros a la hora de la muerte, su fuerte, la muleta, no ha sido el trabajo sosegado, elegante y fino de otras veces. Aparte de que le rodeaban casi siempre demasiados capotes, no

184


CAPÍTULO XIX

se confió en ninguno, y sobre lejos, pasó movido, sin acabar los pases, y resultándole las faenas nada vistosas y sí deslucidas. En cambio, los trasteos para prepararse los descabellos fueron magistrales y como suyos. Tampoco al herir vimos, siquiera en una vez, decir quiero, y llegar con la mano al morrillo; todo fueron medias estocadas peor o mejor puestas, y aquí hago caso omiso del tranquillo y demás ventajas de que se vale para herir a los toros, por ser ya sobrado conocidas de todos. Remató al primero de media delantera, contraria y caída, oyendo palmas. Al segundo, de media superiorísima, que hubiera tumbado a la res a sus plantas a entrar lo debido en la cara, en lugar de escupirse tan pronto, un disparo de ballestilla y un descabello. En el tercero se enfiló mejor, y casi aproximándose al volapié, recetó media estocada algo tendida, y acabó con un buen descabello. (Palmas merecidas). En el cuarto se descompuso, dando primero media estocada con gran semicírculo; otra media pescuecera, entrando mal y esquivando la vista, otra lo mismo; un pinchazo malo dado de la peor manera, y un descabello en la querencia de un jaco, cayendo el toro redondo y quebrándose el estoque en varios pedazos. El maestro oyó muchos pitos en todas las estocadas, no bien justificados, si se tiene en cuenta que el toro se tapaba al meter el brazo. Al quinto le propinó dos medias estocadas, atravesada la primera y buena la segunda, escupiéndose mucho del terreno en ambas. (Palmas). El sexto, que dobló antes de pincharlo, murió de media regular y dos descabellos. En suma: que excepto en el cuarto, en todos los restantes ha estado afortunado hiriendo, apreciando por el resultado; lo demás, hay que dejarlo como obra muerta. Y si pasando no ha estado vistoso, ha procurado emplear un trabajo de provecho, escatimando el castigo y tratando a las reses como verdadero inteligente y conocedor de sus

185


GUERRITA

condiciones. En la brega estuvo rejuvenecido, trabajador, concienzudo y elegante; en los quites usó del toreo de salón, y nos dejó ver alguna de sus primorosas largas, en que nos demostró que, si se le van las facultades, la gracia no le abandona. En banderillas, bordando en oro en el primer par de lujo, y bien en los otros. Dirigiendo, hecho un jefe de cuadrilla y un ganadero. Hizo tratar al ganado a conciencia; que se le diera poca lidia y ésta muy buena. En la suerte de al alimón, que ejecutó con el Torerito, llevó el maestro la batuta. Rafael, el gran Califa, abdica al fin, pero bien completada la obra; pues lejos de llevarse consigo el arte, como apasionadamente creen algunos, deja un digno sucesor y continuador de sus glorias en Rafael II, el incomparable Guerrita, que no tardará en llenar el vacío que deja con su retirada el laureado maestro. Valencia ha despedido magníficamente a Lagartijo al terminar la corrida, y yo también envío mi adiós al gran torero, a quien deseo salud y prosperidad en su tranquilo retiro, mientras la afición conservará de él gratos recuerdos para mucho tiempo». Tal fue la despedida que tuvo en Valencia Lagartijo, despedida cariñosa, puede decirse que triunfal, y en la cual, como había ocurrido en Barcelona, se dieron la mano lo útil y lo dulce, la honra y el provecho. Faltaba la última, faltaba la coronación de aquel edificio que, a despecho de su vetusto fondo, había logrado conmover muy poco el ciclón de la capital de Vizcaya y se había erguido de nuevo al calor de las aclamaciones de Barcelona y de Valencia. El domingo en Valencia, el jueves siguiente en Madrid. Faltaban tan sólo cuatro días para que el maestro de Córdoba jugase la última carta y se retirase a sus lares después de una carrera de veinticinco

186


CAPÍTULO XIX

años, llena de triunfos, sembrada de flores, y durante la cual no le había faltado más que inventar un Bayreuth del toreo para dar quince y raya a Wagner. La Corte de España esperaba a Lagartijo con indescriptible ansia; Madrid se hallaba en un estado de histerismo lagartijófilo increíble; todo se había paralizado, la ola rafaelina había invadido las capas sociales, y empujaba con tal fuerza, que llegó hasta a conmover los cimientos de nuestra religión. Ya se verá enseguida que no exagero, ya se verá que, entre el Señor de los católicos y el Señor de los lagartijistas, tuvo aquél que ceder el paso a este. ¡Narremos el asombroso evento y quede mi pluma bajo la protección de los Dioses inmortales!

187



CAPÍTULO XX

CAPÍTULO XX

El 1º de junio de 1893. —Coincidencia singular. —La procesión del Corpus y la corrida de toros. —Religión y tauromaquia. —El Sacramento del Altar y el Sacramento del Toreo. —Antes de la corrida. —La prensa y Rafael. —¡A la plaza! —La salida de Lagartijo. —La mancha indeleble. —Lo que ocurrió en la despedida. —Sobaquillo y Rafael. —El epitafio. El día elegido por Rafael para despedirse del público madrileño y torear por última vez, era el 1º de junio, día del Corpus. ¡Singular coincidencia! Lagartijo exhibía por postrera vez su entidad torera, Corpus Tauromachice, el mismo día que la Iglesia Católica ensalzaba la memoria del Redentor, Corpus Christi; doble solemnidad que iba a crear gloriosísima efeméride en la historia de la estupidez humana en general y particularmente en los fastos de la estupidez madrileña. Sólo la pluma de Barbey d’Aurevilly, el cáustico autor de Les ridicules du temps, podría haber comentado el «documento social» que ofreciera entonces a las meditaciones del crítico la villa y corte de todas las Españas.

189


GUERRITA

Ocurrió, pues, como se ha visto, que, fortuito encuentro o voluntaria y premeditada determinación, Rafael había elegido para su última despedida el día 1° de junio, que coincidió aquel año con la festividad del Corpus, cuya procesión se verificaba desde hacía pocos años por la tarde, merced a concesión especial del Padre Santo. Por la tarde debía, pues, llevarse a efecto la procesión citada y así quedó acordado y se anunció de una manera oficial. Ahora bien: la hora fijada para la gran corrida era las cuatro, y las cinco en la que había de salir la procesión. ¡Calcúlese el efecto que produciría en el devotísimo pueblo de Madrid aquella noticia estupenda! A la procesión o a la plaza: tal fue el dilema que amenazó a los piadosos madrileños y la indescriptible zozobra que hizo en ellos presa al verse entre la espada y la pared. Por un lado, el Cuerpo del Señor, por otro el Alma de Lagartijo. No había escape: a la religión católica o a la religión taurina, a los curas o a los cuernos, a gritar ante el Santísimo ¡viva Jesús! o a gritar ante una larga ¡viva Rafael! Que no se me llame blasfemo; que no se me acuse de insultar las arraigadas creencias, la fervorosa piedad, etc., etc., de la nación hispana; que nadie juzgue mi conducta como la de un protervo que desea minar los sacrosantos dogmas del catolicismo. Pega, si quieres, ¡oh lector! pero escucha y prosigamos. Aquel pavoroso dilema, aquella espada de Damocles que pendía sobre el azorado Madrid, dándole a elegir entre la procesión del Corpus y la despedida de Lagartijo, tenía que caer sobre la una o la otra cabeza, sobre la del obispo o sobre la del matador de toros. La lucha fue corta, la religión católica comprendió enseguida que no le era posible luchar con la religión taurina, previó la espantosa soledad que amenazaba a la procesión del Corpus y dispuso que se verificase por la mañana. Sueltos oficiosos mandados por la autoridad eclesiástica (esto no

190


CAPÍTULO XX

me lo ha contado nadie, lo vi yo mismo) a los principales diarios de Madrid y en los cuales se trataba de atenuar, en vano, los motivos de aquella incalificable abdicación destruyeron la angustia del religiosísimo pueblo madrileño e hicieron que el júbilo brillase en todos los semblantes. Ya no había cuidado: la procesión no estorbaría en lo más mínimo a la corrida; el Sacramento del Altar se inclinaba humildemente ante el Sacramento del Toreo, y le decía: —¡Pase usted! Por la mañana a la iglesia, a recibir el Señor; por la tarde a la plaza, a aguantar a Rafael. Y la procesión se verificó por la mañana y la corrida se celebró por la tarde. Así acabó aquella farsa monstruosa, así acabó aquel sainete de la hipocresía que puso de manifiesto una vez más ese adorable fondo de fervor católico que consume lentamente a la capital de la nación, sin perjuicio de banderillear los toros que le correspondan, quiero decir, sin perjuicio de mostrar al desnudo, cuando la ocasión se presenta, los vicios que le afligen en su lamentable decrepitud. La corrida de los toros vino aquel día precedida de la corrida de las letras; la literatura se anticipó a la tauromaquia e iluminó espléndidamente los albores de Waterloo. Hubo quien comparó a Lagartijo con Homero, Miguel Ángel y Shakespeare; hubo quien, para cantar las glorias del Califa, pidió auxilio a las musas de Castelar y Núñez de Arce, a las paletas de Rosales y Pradilla; el nombre del héroe cordobés irradió sobre Madrid como el de Radamés, vencedor de los etíopes, sobre los muros de Tebas; y, lo mismo que el Faraón de Verdi, el pueblo del oso y del madroño, elevó sus brazos solemnemente y dijo a Rafael: ¡Salvator della patria, io ti saluto! A todo esto, Sierra Morena había trasladado sus reales a la corte; los billetes andaban por las nubes; Harpagón y Shylock venían a echar la última redada y apretaban a pedir de boca los tornillos.

191


GUERRITA

Diez mil duros —cuatro mil más que Salvador— había pedido Lagartijo a la empresa por el acontecimiento. Así es que el papel se cotizaba a precios exorbitantes y los revendedores eran dueños de la situación. Las protestas llegaban al cielo, pero los bolsillos se vaciaban al fin; se pegaba, pero se pagaba; quod erat demostrandum. Cuando llegó la tarde, nada puede dar idea del aspecto que presentaba la calle de Alcalá. Un sol de pura cepa lagartijista, radiante de luz, vestido de gala, toreaba a Madrid, jugueteaba con la villa y corte, dando recortes y medias verónicas, rascándole el hocico y rematando las monerías con una larga maravillosa que lo llevaba como un borrego hasta la plaza de toros. La anchurosa vía de la calle de Alcalá era insuficiente para contener el sinnúmero de vehículos: ómnibus, tranvías, simones, tartanas, jardineras, breaks, landós, victorias, mylords, que se amontonaban y comprimían allí, como en feria rodada, y se dirigían al templo de la carretera de Aragón. Las madrileñas habían echado el resto, lo mismo que las hembras del bronce; las mantillas blancas, las de casco y madroños se rozaban con los mantones de Manila; y, allá arriba, en las imperiales de los ómnibus, la gente estudiantil bombardeaba con sus piropos a tifias y troyanas, gritando y gesticulando sin cesar. Al lado de aquella juventud desquiciada que saturaba el ambiente de una alegría robusta y pegajosa, se veían pasar al diplomático en su coche, al ministro, al diputado, al senador, confundidos todos en la oleada humana, gotas de agua que venían a engrosar aquel día el océano del lagartijismo y se aprestaban a dar lucido contingente a la apoteosis de Rafael. ¡Viva Lagartijo! era el grito que se presentía hasta en las vibraciones del aire. ¡Vítor al Califa! parecía exclamar el sol, inundando con sus rayos aquella inenarrable escena, aquel rodar de coches y bullir de

192


CAPÍTULO XX

gentes que envolvía al nombre del maestro en frenética aclamación. A las cuatro la plaza era un hervidero, trece mil almas apiñadas, una embriaguez de color, un derroche de garbo indígena, de madrileña sal, que partía los corazones. Cuando tocaron al despejo y se vació el redondel, se hubiera dicho que se ensanchaba, que adquiría colosales proporciones para recibir dignamente al gran torero que iba a pisarlo por última vez; y cuando se abrieron las puertas por donde salen las cuadrillas y sonaron los primeros acordes del pasodoble, jamás ha caído sobre la plaza de Madrid galerna de aplausos y de vítores semejante a la que produjo la aparición de Rafael. Los años lo habían comprimido considerablemente; la cara se había achicado, surcada de arrugas, tostada por veinticinco años vividos al sol, y asomaba bajo la montera como una mancha negra en la cual se destacaba la fina arista de la nariz. Marchaba solo, al frente de la cuadrilla, lentamente, con el capote de paseo que le cubría medio busto y le ceñía la cintura; y todo el cuerpo se movía con su adorable pereza, con su característico abandono, mientras el brazo derecho se balanceaba a compás. Las aclamaciones del público lo acompañaron mientras duró el paseo, y lo envolvieron como una onda de cariño y de admiración. Aquel conmovedor saludo representaba el testimonio envidiable del respeto y de la gratitud de un pueblo, el último adiós dado al maestro por dos generaciones que habían puesto todo su entusiasmo y toda su actividad al servicio de la causa lagartijista, y representaba al propio tiempo un mundo de esperanzas, el afán de dedicarle en su despedida un homenaje digno del incomparable diestro que había logrado cautivar las voluntades, esclavizar los corazones y dejar en los anales del toreo un nombre inmortal. Aquel saludo rememoraba una historia, traía a la mente una etapa memorable de la vida, los ardimientos de cien batallas libradas en el

193


GUERRITA

campo en que el héroe se presentaba para no volverlo a pisar. Había, por lo tanto, un ansia loca de palmas, el prurito de promover una manifestación nunca vista en loor de Lagartijo, algo que dejase atrás todo lo precedente y sellase con timbre inmarcesible de gloria la carrera de Rafael. Los menos optimistas, los que conocían al maestro y sabían a qué atenerse con respecto a sus facultades y a su arte de lidiar, esperaban que en el transcurso de la corrida no le faltaría una ocasión, una tan sola, que le permitiría confiarse y recordar brillantemente los días del pasado, haciendo olvidar al público los enormes sacrificios que implicaba la fiesta. Y en verdad que hubiese bastado eso para conseguir el fin que se perseguía, y dejar recuerdo perdurable de la retirada de Rafael. En toda la plaza se presentía un exceso de cariño, un acopio previo de entusiasmo que no necesitaba más que leve pretexto para estallar; había en el público esa tensión nerviosa que precede a los grandes accidentes y necesita salida franca para evitar una congestión. Digámoslo de una vez: que Rafael matase bien un toro, nada más que un toro; todo el problema estaba ahí. La faena del maestro hubiese traído el desahogo del público; las manos se hubiesen roto, las gargantas se hubiesen deshecho, los corazones se hubiesen vaciado, cuantos agasajos le llevaban sus admiradores hubiesen sembrado la plaza, y la maestría de cinco minutos hubiese hecho olvidar las deficiencias todas, por grandes que fueran, de la corrida entera. Esta era la situación de Rafael Molina cuando el presidente agitó su pañuelo, sonaron los clarines y el primer toro del Duque de Veragua se presentó en el redondel. No quiero ser hipócrita, no quiero cubrir a Lagartijo con un manto indigno de su fama, el manto de la compasión. A los muertos se les deben las verdades y yo se las quiero cantar a Rafael Molina.

194


CAPÍTULO XX

Ocurrió en aquella corrida desastrosa, digno pendant de la de Bilbao, que el hombre se sobrepuso al lidiador, que Harpagón pudo más que Lagartijo y que el peso de ciento veinticinco mil pesetas que había en el bolsillo de Rafael aniquiló sus escasas facultades, destruyó los restos de su voluntad y le hizo huir de los toros como alma que lleva... veinticinco mil duros. Francisco I dijo en Pavía: —¡Todo se ha perdido menos el honor! Lagartijo pudo decir después de la corrida del 1º de junio: —¡Todo se ha perdido menos la luz! La luz se salvó, en efecto; los diez mil duros de la corrida de Madrid fueron a engrosar la considerable cantidad que habían producido las otras despedidas; pero la gabeta ganó lo que perdió la honra del torero, y bastaron tres horas para que el usurero arrojase una mancha indeleble sobre la historia del lidiador. Mancha indeleble, en efecto, el amor propio por los suelos, la dignidad profesional deshecha, veinticinco años de carrera brillantísima oscurecidos para siempre, la efeméride de la gloria final que hubiese irradiado sobre una vida llena de triunfos, convertida en odiosa fecha que nadie se atreve a recordar; esa fue la última despedida de Lagartijo, terrible venganza de la religión vencida sobre el torero vencedor. Logró matar el primer toro con prontitud relativa, por lo cual escuchó algunos aplausos; pero desde aquel instante la corrida fue la más horrible e inexplicable de las decepciones, algo inverosímil por lo malo, una serie de vergüenzas que el público no podía ni quiso tolerar. Desde la muerte del tercer toro se acentuó la catástrofe. Hasta entonces se había contenido trabajosamente porque se alimentaba la esperanza de que Lagartijo sacudiese su apatía y volviese en sí, a la vista de aquella inmensa masa de admiradores que no esperaba más que una ocasión para aclamarlo.

195


GUERRITA

Pero al observarse que toda esperanza era inútil, al convencerse el público de que no le era posible forjarse ilusiones, el cariño se convirtió en ira, la confianza en desengaño, la admiración en odio, la victoria esperada en derrota total. Hay que tener en cuenta el estado de los ánimos antes de la corrida, estado que he descrito a la ligera hace poco, para darse idea de la reacción. Fue espantosa; las esperanzas perdidas y los bolsillos vaciados se unieron en común protesta y barrieron al malaventurado lidiador. La manifestación duró hasta que cayó el último toro, entre los silbidos y los improperios de la muchedumbre. Como en Bilbao, Lagartijo huyó a refugiarse en su coche, pero se vio perseguido e insultado hasta allí. La Guardia Civil a caballo tuvo que protegerlo, obligó a retroceder al populacho, rodeó el landó y dio escolta a Rafael Molina hasta su domicilio. Entretanto, la gente aglomerada en el Prado y en la calle de Alcalá, silbaba y se burlaba del público que volvía de los toros, soltándole todo género de epítetos, «lilas», «primaveras» y otros más expresivos que la pluma no puede escribir. Los aludidos oían y callaban, bajaban la cabeza, se sometían a aquel castigo y proseguían su camino sin chistar. Y como cadencia de aquel infernal allegro, estallaban a la puerta de la casa de Rafael los silbidos y las imprecaciones de la plebe que allí le aguardaba para obsequiarle con la despedida final. Por la noche, los periódicos daban cuenta de la fantástica corrida, ensalzándolo como un héroe al principio, tratándolo como un guiñapo después. Uno de ellos lo glorificaba en las tres primeras planas y lo llamaba ¡ladrón! en la última. Tengo prisa por concluir este capítulo, el más triste, ya lo he dicho

196


CAPÍTULO XX

antes, de mi obra, y el más desagradable y penoso para mí. Demasiado sé que no lo creerán muchos, pero me tiene sin cuidado. Toreros de la talla de Rafael Molina quedarían empequeñecidos si la crítica y la historia llorasen como damiselas histéricas ante la tumba del maestro cordobés. Y como de todas suertes mis lágrimas serían de cocodrilo, vale más decir la verdad y dejar que los molestados por ella se despachen a su gusto. Hacía falta una pluma que encerrase en poco espacio los horrores de aquel Corpus inolvidable; una pluma que extrajese la quinta esencia de la retirada de Rafael. Esa pluma fue, ¡quién lo dijera! la de Sobaquillo. Sí; Sobaquillo fue el encargado de enterrar al Califa, y lo enterró, efectivamente, de un modo regio, de un modo digno del gran interfecto y digno a la vez del incomparable anabaptista que lo había sostenido en su trono, con valentía y tesón inquebrantables. Sobaquillo había querido acompañar al maestro en sus despedidas, había dedicado a las de Zaragoza, Barcelona y Valencia reseñas telegráficas llenas de ternura sin igual, le había preparado el terreno para la última, la grande, la de Madrid, y se disponía seguramente a terminar, él también, su obra lagartijista con alguna despedida literaria en que el maravilloso ingenio del escritor y el cariño acendrado del amigo tejiesen a Rafael su mejor corona. ¡Y todo, todo se lo había llevado la trampa en la fatal corrida del Corpus! El golpe era demasiado rudo para un temperamento impresionable, temperamento de poeta; había en el popular escritor demasiado entusiasmo tragado, un exceso de compresión que necesitaba desahogarse. Ante el inesperado derrumbamiento de tantas ilusiones, ante el naufragio de tantas y tan risueñas esperanzas, ante aquel siniestro que

197


GUERRITA

acababa de arrastrar de golpe y porrazo, brutalmente, el poema del afecto y de la admiración que ardía en el alma del gran anabaptista, Sobaquillo no pudo más. La conciencia se irguió imponiendo silencio al cariño, la decepción horrenda borró todo sentimiento de hipócrita piedad, y la pluma de oro que se había plegado como una bayadera a las morbideces orientales del estilo y había bailado tantas veces en loor de Lagartijo la danza del vientre se convirtió en estilete florentino y trazó valiente y hermosa, transfigurada, sobre la tumba de Rafael Molina, el epitafio siguiente: «Si acabó como un maleta, el que antes llegó a la meta, no sirvan excusas vanas; aquí yace su coleta, respetad sus muchas canas».

198


CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXI

Obediencia a Sobaquillo. —Los toros de Veragua. —Defensa del ganadero. —Paulo majora canamus. —El romanticismo y el realismo en el toreo. —El estilo de Rafael. —Influencia de Lagartijo en el público. —Deuda cobrada. —Cambronne y Lagartijo. —Encargo hecho. Sobaquillo tiene razón, y yo voy a obedecerle; quiero como el que más respetar las canas de la gloriosa coleta, pero séame permitido antes salir a la defensa del hombre caballeroso, del ilustre prócer que tantas pruebas de consideración había dado a Rafael durante su carrera y que el despecho lagartijista eligió víctima propiciatoria de aquella catástrofe sin par. Me refiero al Duque de Veragua, sobre cuyos toros recayó la responsabilidad de la ominosa derrota. Mataron catorce caballos y fueron, al decir de la mayoría de los revisteros, unos bueyes de carreta indignos de rozarse las espaldas con el último novillo. Prescindiendo de que la maestría de un matador queda juzgada al considerar que no logra un aplauso durante tres horas de lidia constante y habiéndoselas con seis reses, a ninguna de las cuales

199


GUERRITA

se permite tantear siquiera con el trapo, ¿quiere decírseme si toros sometidos, por las especialísimas condiciones en que quiso siempre encontrarlas Lagartijo a la hora de la muerte, a una lluvia infernal de capotazos, a un mareo incesante, a las consecuencias de capotes como el de Juan Molina, a ese implacable sistema de recortes capaz de volver manso al toro más bravo de la tierra, pueden llegar al último tercio con mucha bravura, mucha nobleza y sin patas, que es como los quería Rafael? ¿A quién hay que atribuir la mansedumbre? ¿A los toros o a los toreros? Y si de lo que se trataba era de hacer que los toros llegasen a la muerte en el estado de babosas ideales, ¿dónde está, lo repito, la maestría del matador? Y, sobre todo, ¿quién sabe si los toros están bravos o mansos, cuando el lidiador no se acerca a ellos? No es esto decir, ni mucho menos, que los toros del Duque corridos aquella tarde pudieran presentarse como modelos de nobleza y de bravura, de defensas y de carnes, sino descartar el exceso de responsabilidades que se arrojó sobre el dueño de la ganadería y dejar ante todo sentadas dos verdades: 1ª Que, con la lidia al uso, deberían disecarse cuantos toros lleguen a la muerte con nobleza, bravura y facultades y archivarlos en un museo especial que podría titularse: «Museo de toros inverosímiles». Y 2ª Que, corrida de seis toros, durante la cual el matador no se arrima ni una sola vez, constituye una derrota cuya responsabilidad debe achacarse única y exclusivamente a la impericia o al miedo del matador. Dicho esto, vuelvo al ruego de Sobaquillo y quiero demostrar mi respeto a la canosa coleta de Rafael. Si el público madrileño, presa de una indignación no por lo excesiva injustificada, olvidó y pisoteó en poco tiempo la gloria de veinticinco años, yo voy a recordarla ahora, voy a abandonar el modo triste dejando Waterloo para cantar

200


CAPÍTULO XXI

Austerlitz. ¡Paulo majora canamus! De no hacerlo así incurriría en crimen de lesa ingratitud, tratándose del admirable diestro, del gran lidiador a quien me atrevería a calificar de fundador del romanticismo en el toreo y del cual no puedo ocuparme sin sentir honda emoción. Y es que Rafael Molina, lo mismo que Frascuelo, trae a mi mente un mundo de memorias, me hace volver la vista atrás y contemplar entristecido las ilusiones de la juventud, que yacen esparcidas como cadáveres en el campo de los recuerdos. ¡Qué remedio si el destino me llevó a tomar parte activa —desde la barrera, se entiende— en la sin igual competencia entre Rafael y Salvador! ¡Cómo huir de las emociones, si han despertado tantas en mí y en millones de españoles esos dos colosos del arte de torear! Cuando me he ocupado de la despedida de Salvador me ha sido imposible del todo punto separar su nombre del de Rafael. Ahora que se trata de Lagartijo, me encuentro en el mismo caso. He dicho antes que Rafael Molina ha sido el creador del romanticismo en el toreo, y no sé por qué extraña asociación de ideas vienen a mi mente las palabras romanticismo y realismo, acordándome ahora de Rafael y de Salvador, como fundadores de las dos modernas escuelas aplicadas al arte de Francisco Montes. La competencia se inició terrible y duró veinte años, porque Frascuelo representaba el principio opuesto, y de estos dos dogmas incompatibles de todo en todo, tenía que surgir forzosamente una guerra sin cuartel. Largartijo y Frascuelo eran —¡perdonadme, oh dioses la comparación!— el Teófilo Gautier y el Emilio Zola del toreo. Si los lagartijistas no se contentan, llegaré a concederles que su ídolo era Flaubert; pero entendámonos, no el autor de Madame Bovary y L’éducatión sentimentale, sino el de Herodias y Salammbô (!!!).

201


GUERRITA

El mérito indiscutible del maestro de Córdoba, lo que le ha hecho superior a sus predecesores, está en que su arte no se ha separado jamás del buen gusto más depurado, en que ha sido siempre el mismo desde el principio hasta el fin, modelo de elegancia y de seriedad al propio tiempo, majestuoso y gallardo a la vez, arte andrógino, en suma, que ha reunido los encantos y las coqueterías, las nerviosidades felinas de lo femenino, y la fortaleza, la severidad, el aliento macho del ser viril. Su toreo ha tenido como condición sobresaliente la plasticidad. El cuerpo de Rafael, su capote y su muleta han ido siempre juntos, y la ductilidad de aquél ha corrido parejas con los medios de defensa del torero, formando uno armonía que, lo repito, saldrá de la plaza con Lagartijo para no volver jamás. Matador de ventaja lo fue desde la cogida que estuvo a punto de hacerle perder un brazo; pero esa ventaja la empleó como nadie, y constituyó un resultado, mientras los modernos la emplean como un fin. Nadie como Rafael podrá preciarse de haber sojuzgado a los públicos, de haber dominado a los más rebeldes con los encantos de una maestría incomparable de lidiador. Nadie como él podrá jactarse de haber reunido en torno suyo mayor número de idólatras dispuestos a defenderlo con la lengua y con la pluma, quemando el incienso con entusiasmo inagotable, siguiéndole, ciegos, en sus amistades y en sus rencores, arrullándolo, mimándolo con caricias filiales, respetos de apóstol y hasta humillaciones de esclavo. Si Lagartijo, en vez de templar los insensatos delirios de sus secuaces, los alentó, si se dejó arrastrar por la atmósfera de adulaciones que lo rodeó con sus cantos de sirena, si lejos de poner coto a ciertos desmanes que propendían a aniquilar a Frascuelo primero, a Guerrita

202


CAPÍTULO XXI

después, empleando medios contra los cuales tenían que rebelarse todas las palmas sensatas, atizó ese fuego de las pequeñas pasiones y dio motivo a vituperables hechos, la Providencia le preparó tremenda expiación el día del Corpus de 1893 y cobró con creces en pocas horas las deudas contraídas durante muchos años. No podrá, pues, sacarse a colación, como lo hizo Aficiones al hablar de la despedida de Frascuelo, el famoso verso: Un bel morir tutta una vita onora; pero sería también injusto decir que un puñado de lodo puede destruir una vida llena de triunfos, dedicada al enaltecimiento de nuestra fiesta nacional. En suma: si Lagartijo fue el Cambronne de su propio Waterloo, con la diferencia importantísima de que no puede instrumentarse la palabra del torero como Víctor Hugo instrumentó en Los Miserables la del heroico oficial francés, el maestro de Córdoba derramó durante su larga carrera hartos perfumes, saturó a los aficionados de sobrada y exquisita fragancia para que se olvide piadosamente el coprolito final. «Aquí yace su coleta, respetad sus muchas canas», dijo Sobaquillo. Hecho queda por mi parte, y mande otra cosa a su siempre amigo y admirador.

203



CAPÍTULO XXII

CAPÍTULO XXII

La venganza de Guerrita. —Primera temporada de 1894. —La nueva empresa. —Los matadores escriturados. —El público y la prensa con Rafael. —Nodrizas y pedagogos. —Las corridas. —La muerte de Farolero. —El toro Enanito, de Miura. —Ovaciones. —El recibimiento de Guerra en Córdoba. —La corrida de Gómez. —El toro Cocinero. —El Espartero y Reverte. —La verdad. Las despedidas de Lagartijo me han separado de Guerrita, pero ahora vuelvo a él con tanto mayor gusto cuanto que vamos a asistir a lo que puede desde luego llamarse el advenimiento de Rafael Guerra al trono de la tauromaquia. Transcurrió el año de 1893 sin novedades que sean dignas de señalada mención. Los lagartijistas, mudos, aterrados, ante la débâcle del día del Corpus, necesitaban algún tiempo para volver en sí; pero preveían el vacío que había de rodearles, las consecuencias de aquella caída mortal que los abandonaba al enemigo, inermes, sin consuelo, a su completa merced. «Estás vengado» había telegrafiado lacónicamente un amigo de Guerrita al subcordobés, dándole cuenta de la retirada de Lagartijo.

205


GUERRITA

En verdad que, si el alma de Guerra podía abrigar sentimientos de venganza, el autor del telegrama tenía razón, Guerrita estaba vengado; mas no era lícito suponer tal cosa en quien había sido cabeza de turco de los lagartijistas, puesto que la cruenta campaña llevada a cabo contra él no le había perjudicado lo más mínimo a los ojos de las empresas ni, por lo tanto, cercenándole ningún beneficio material. Además, dando de barato que Guerrita pudiera saborear el manjar de los dioses, en modo alguno debía satisfacerle un bien adquirido a costa del mal ajeno. No estaba pues la venganza ahí; estaba en que el diestro, con su bravura y su inteligencia, demostrase ante los toros que podía ir más adelante, que era capaz de alcanzar la meta y conducirse de tal suerte que sus enemigos, sin deponer totalmente su rencor, tuvieran que mitigarlo y soportar por fuerza lo que de grado no habían querido admitir. Para que la venganza —supuesto que existiese— fuera completa, precisaba que la derrota fatal del muerto preludiase a la fulgurante resurrección del vivo, valga la paradoja; que aquella Mezquita, ayer arrogante y sin rival, que Lagartijo había dejado en la plaza de Madrid, tendida en la arena y hecha pedazos, surgiera de nuevo al empuje de Guerrita y se enseñorease de España entera como síntesis de la robustez y de la vida de nuestra fiesta nacional. Tal era la misión de Rafael Guerra, la única digna del diestro y de su fama, y esa fue la que emprendió y llevó brillantemente a término en cuanto la retirada de Lagartijo le permitió ¡ya era hora! respirar. Para la primera temporada del año actual había contratado la empresa al Espartero, a Guerrita y a Reverte. La plaza de toros de Madrid venía desde hace algunos años siendo un negocio ruinoso, y desde la retirada de Salvador se acentuaba considerablemente la indiferencia del público, el cual acudía a su fiesta predilecta en

206


CAPÍTULO XXII

número que se hacía más escaso cada vez. Cambió la empresa y vino a parar a manos de D. Jacinto Jimeno, gerente del conocido empresario de Sevilla, don Bartolomé Muñoz, a quien se llama democráticamente Bartolo, y la situación no tardó en presentar visible mejoría. Ayudaron las circunstancias a los señores Jimeno y Muñoz: el centenario de Colón y la venida de la Reina de Portugal dieron motivo a una animación inusitada, y últimamente la famosa despedida de Lagartijo vino a remachar el clavo y devolver al circo madrileño su antiguo esplendor. Ello es que la nueva empresa, aprovechando aquellos sucesos favorables y poniendo por su parte cuanto le sugerían sus conocimientos en asuntos de toros y de toreros, logró levantar el crédito de la plaza, atraer al público y comunicar a las corridas el calor de que se resentían tanto. Así las cosas, llegó la temporada de 1894, y, como dije antes, escrituró la empresa al Espartero, a Guerrita y a Reverte. Dados los tiempos que se corrían, era imposible presentar al público combinación que mejor llenase sus deseos, puesto que los tres matadores traían consigo cuanto la juventud y el recuerdo de pasadas luchas podían ofrecer de más sugestivo a la afición. Hay que tener en cuenta que la superioridad de Guerrita sobre todos sus compañeros estaba fuera de discusión; había, es claro, lagartijistas empedernidos que volvían toda vía su devoción hacia el Espartero o hacia Reverte; pero el grueso del ejército no se forjaba ilusiones, reconocía que no cabía comparación entre el cordobés y los demás toreros y soportaba a Rafael. En cuanto a los aficionados sensatos, a la colectividad que ve y calla y no se alborota fácilmente, esos seguían a Guerrita con creciente interés, tenían puesto sus ojos en el incomparable diestro y

207


GUERRITA

le admiraban sin desplantes más, mucho más que los que le aplaudían como locos. Fuera de los que la despedida de Lagartijo en Madrid había exacerbado y odiaban con toda su alma al segundo Rafael, y de los que aferrados a fantásticas leyes lo trataban como a niño de teta, a quien hay que enseñar el catecismo taurómaco, los demás, es decir, ese público abigarrado que viene del bullicio de la fiesta y no se deja arrastrar por influencias extrañas, tenían en Guerrita su bello ideal y lo vitoreaban ebrios de entusiasmo, admirando su toreo tan brillante, tan eficaz, tan desahogado, lleno de efectos, plagado de sorpresas, atractivo y único, que achicaba a todos los compañeros del diestro y establecía un verdadero abismo entre ellos y el cordobés. La prensa, lo mismo la política que la taurina, era en general hostil a Guerra. Esto parece mentira, pero es la pura verdad. Que tres años de propaganda antiguerrista, llevada a cabo por los anabaptistas con crueldad terrible, hubiesen dejado huellas difíciles de borrar en las naturalezas impresionables, ¡vaya con Dios! Pero que la mayoría de la prensa taurina, la que trata en serio el espectáculo y tiene obligación de ver más allá de los que se salvan por la literatura, la emprendiese con Guerrita y le tirase a degüello, sólo se comprende teniendo en cuenta que media docena de frases de cliché basta y sobra a la generalidad de los revisteros finiseculares para dar lecciones de tauromaquia a Pepe Hillo y a Montes, y que, en tales condiciones, adquirir el diploma de crítico inteligente, temible y temido, es coser y cantar. De otra suerte no se explica que cuando la fiesta nacional se bambolea y está a punto de caerse, la prensa más obligada a defenderla, la que de ella vive, sea la que se obstine en zaherir al único diestro que se presenta como salvador de las corridas de toros, mantenedor de su presente y garantía de su porvenir.

208


CAPÍTULO XXII

¡Pero qué se va a hacer cuando hay quienes se erigen en nodrizas del asombroso torero que hace dieciocho años brega en las plazas y ha realizado durante su carrera lo que en las páginas de este libro ha visto el curioso lector! Porque lo notable del caso es que a ningún diestro antiguo ni moderno se le han apretado las clavijas con el rigor de que alardean los pedagogos taurólogos cuando enseñan la gramática de Montes a Rafael. ¡Cualquiera diría que el cordobés es un niño de mucha disposición para los toros, pero que necesita asistir diariamente dos o tres horas a clase para escuchar las sabrosas lecciones de los que no quieren que se malogre! ¡Pobrecito! Veo que involuntariamente me anticipo a críticas que estarán más tarde en su lugar. Aplacemos, pues, la partida y entremos de lleno en la primera temporada del año presente, temporada por varios conceptos inolvidable y que señala en la historia de la tauromaquia una lúgubre fecha: la cogida y muerte del Espartero. Desde la primera corrida de abono se vio ya a Guerrita dispuesto a entrar en la pelea con decidido tesón; se le vio torear con tal desenvoltura y arte, moverse con desembarazo tan magistral, pisar el terreno de la muerte con holgura tan notable que no parecía, sino que respiraba en desinfectada atmósfera, al aire libre, sin trabas de ninguna especie, como si hubiese sacudido algún peso enorme que le impidiese vivir con entera libertad. Los toros que se lidiaron eran de D. Esteban Hernández, oriundos de la ganadería del Conde de Patilla, y nadie pudo esgrimir contra Guerra el arma de los chotos y de los terneros, puesto que los animalitos venían con sobra de carnes y lucían sendas fisonomías dignas de los mayores respeto y consideración. La corrida fue una ovación constante para el torero y valió ruidosos triunfos al matador. Con los laureles conquistados aquella tarde marchó Guerra a

209


GUERRITA

Sevilla, donde tenía que torear las corridas de feria con el Espartero. Ambos llevaron a cabo allí campaña lucidísima, se apretaron mucho con los toros; Rafael mató recibiendo el sexto, de Dña. Celsa Fontfrede, lidiado el 18 de abril; Manuel estuvo tan valiente como afortunado y los dos recibieron grandes ovaciones. El 22 Guerrita volvía a Madrid, donde tenía que torear la segunda de abono con el Espartero y Reverte; pero se indispuso Manuel y torearon la corrida sus dos compañeros. Se lidiaron toros de D. Juan Vázquez, de los cuales mató Guerrita el que rompió plaza de media estocada excelente que le valió muchos aplausos. Salió el tercero de la corrida, segundo que correspondía estoquear a Rafael y llegó al último tercio completamente huido y convertido en manso; pero el matador lo estrechó con tal maestría, lo recogió con la muleta tan admirable y eficazmente, que el bicho sufrió radical transformación, y de buey que era se convirtió en toro bravo y boyante, entre los entusiastas aplausos de todo el público. Entonces Guerrita lo citó hasta cuatro veces y las cuatro ejecutó la suerte de recibir mejorándolo progresivamente hasta lograr consumarla la última vez y dar en tierra con el toro. La serie de ovaciones que obtuvo durante aquella faena que ha quedado inolvidable, hizo caer algunas vendas y extravasarse mucha bilis; y cuando el matador se retiró, después de dejar tendido al vazqueño, fue objeto de una de las manifestaciones de admiración y de gratitud más grandes que se han presenciado en la plaza de Madrid. La resonancia que tuvo en toda España la muerte de Farolero, nombre del toro de Vázquez, fue grandísima y elevó a Guerrita a inaccesible altura. Desde aquel instante Rafael se cuajó definitivamente, y como si se hubiese desprendido de las escorias que su toreo encerraba, al decir de sus despiadados enemigos, pisó con pie

210


CAPÍTULO XXII

firme el terreno de la muerte y realizó una serie de faenas cual no la registra quizá en su carrera ningún matador de toros. Se mostró igualmente admirable en la siguiente corrida del 29, y llegó a despertar en la del 4 de mayo un entusiasmo rayano en frenesí. Se corrieron en aquella corrida reses de Miura que llamaron la atención por su corpulencia y demás condiciones de inmejorable trapío. El primero descolló entre todos por su romana. Era enorme, fino al propio tiempo, y traía en la cara un respeto capaz de aflojar la taleguilla al más pintado. Hizo superior pelea en el primer tercio y llegó afligido al último, aplomado, incierto y desafiando. Guerrita lo toreó con gran inteligencia, castigándolo en su mismo terreno, y en cuanto el animal estuvo medio igualado, se arrancó el matador desde la cuna y hundió el estoque en lo alto haciendo caer desplomado al enemigo. La ovación fue tan grande como merecida. Faltaba, sin embargo, lo más notable de la corrida, la muerte del cuarto toro. Rafael lo trasteó admirablemente y así que se cuadró el bicho, cayó sobre él, corto y derecho y clavó una magnífica estocada. El animal, embebido en ella, quedó inmóvil ante el matador, que se hallaba en las tablas del 8, donde se había verificado toda la faena, Entonces Guerrita se sentó con gran tranquilidad en el estribo, tan cerca del toro que casi le rozaba con la cara. En esta posición sacó el diestro su pañuelo, se limpió el sudor y volvió a meterlo en el bolsillo, mientras el toro daba una vuelta y quedaba de nuevo rozando a Rafael y con la vista fija en este. Pocos segundos después doblaba lentamente y caía a los pies del matador. Es imposible describir la actitud del público ante aquel maravilloso espectáculo. Puestos en pie los aficionados, agitando pañuelos, aplaudiendo y vitoreando frenéticamente al asombroso lidiador, le dieron una ovación que se prolongó, puede decirse, hasta la

211


GUERRITA

terminación de la corrida. Si habían tenido resonancia los trabajos de Guerra con los toros de Vázquez, la tuvo mucho mayor la incomparable maestría demostrada con los de Miura y la muerte de Enanito, que tal era el nombre del toro cuarto, que acabo de reseñar. ¿Cedieron los antiguerristas? No; de sabios es mudar de consejo, y en asuntos taurinos la sabiduría brilla por su ausencia. Los enemigos de Guerrita callaron, se mordieron la lengua, rabiaron de ira aparte, y esperaron la mala que, según ellos, no podía tardar. Pero Rafael se hallaba poco propicio a complacerlos y esta es la hora en que no les ha dejado más resquicio que el que la malevolencia sistemática, el despecho o una inexplicable terquedad dejan siempre abierto a las pasiones taurómacas. En la siguiente corrida celebrada el 9 de mayo con toros de Veragua, Guerrita mató su primero de una soberbia estocada hasta el puño y dio cuenta del segundo de una caída recibiendo, lo cual le valió sendas y estrepitosas ovaciones. Parecerá ocioso añadir que el eco de las aclamaciones a Guerrita había traído el renacimiento de la afición. El maravilloso diestro llenaba ya solo la plaza, el nombre del cordobés sonaba en todos los labios, buen número de incrédulos se había declarado vencido y se había pasado al campo guerrista con armas y bagajes, abandonando a los que seguían y seguirán hasta la muerte aferrados a rutinarias preocupaciones o prefiriendo el ridículo a toda noble retractación. Cuando se anunció la sexta de abono con ganado de Udaeta, el interés fue grande; al comenzar la función la plaza estaba llena. Tres veces pinchó Rafael a su primer toro, tres veces en lo alto y arrancando siempre corto y derecho, cogiendo hueso las tres. Se trataba de un buey de solemnidad que el diestro trató de embravecer inútilmente y al cual dio más de lo debido, por lo cual los aplausos

212


CAPÍTULO XXII

fueron bastantes, pero no los que merecía en realidad. Llegó el quinto, el cual, como todos sus hermanos, se mostró manso desde los pitones hasta la cola. Guerrita lo encontró defendiéndose entre dos caballos muertos; lo sacó de allí sujetándolo y engriéndolo con la muleta, pero el buey se desengañó y tornó a colocarse al alivio de los dos jacos. Entonces el matador comprendió que entre sus deseos y los del cornúpeto había que atender a los de este, por lo cual lo igualó entre los dos caballos, y entrando a matar frascuelinamente dio a favor de obra una superior estocada hasta la guarnición. La ovación fue inmensa; el público entusiasmado aclamó al valiente matador que de aquel modo tan digno respondía a los que le motejaban aún de bailarín o poco menos y se veían ya acorralados por la maestría insuperable de Rafael. Córdoba no podía mostrarse indiferente a los lauros de Guerrita. Eran muchos y repetidos los que conquistaba en Madrid desde el principio de la temporada y hubiese sido realmente inexplicable ingratitud que pasara inadvertida aquella campaña. Terminada la corrida de Udaeta, que resultó con respecto al ganado una completa decepción, al punto de deshacer aquel señor la vacada, salió para Córdoba Rafael y fue objeto de una manifestación de cariño espontánea y unánime. Lo recibieron con música en la estación, le acompañaron hasta su casa vitoreándolo incesantemente y Guerrita, conmovido, pudo saborear aquellos agasajos que le prodigó justamente su pueblo natal. El domingo siguiente, 17 de mayo, estaba de regreso en Madrid donde tenía que tomar parte en la séptima corrida de abono y matar con el Espartero y Fuentes seis toros de Félix Gómez. Reverte había sufrido la rotura del peroné derecho, ocasionada en la corrida anterior por el sexto toro de Udaeta, que saltó durante el segundo tercio al callejón de la barrera por el tendido l, cogiendo desprevenido

213


GUERRITA

al diestro, cuando este se encontraba allí con los trastos de matar. Antes de celebrarse la corrida ocurrió un incidente, del cual se hacían no pocos comentarios. Había encerrados siete toros, grandes todos ellos y bien armados, pero descollaba uno por sus defensas descomunales que destruían por completo la armonía que reinaba en el trapío de los otros seis. Guerrita rogó en el apartado al representante del ganadero que separase al cornalón, añadiendo que podía mandarlo a Burgos, donde lo mataría gustoso, y fundándose única y exclusivamente en que siendo los demás bichos de mucho respeto y muy bien colocados, no había por qué establecer aquella cuerna disonante en la corrida. El ganadero se negó en redondo a acceder a los deseos de Rafael y hubo de decirle bruscamente: —Y, sobre todo, a Ud. debe importarle muy poco, porque este toro no viene para usted. —Oiga Ud.; —dicen que contestó Guerrita, picado— bien o mal, o en mucho o en poco tiempo, yo mato ese toro con otro que le ponga Ud. encima, y si me apura Ud., mato los dos colocándose el ganadero encima del segundo. Y ya que dice Ud. eso, el toro lo voy a matar yo esta tarde, por lo cual exijo que me lo echen el primero. Y, dicho y hecho, se enchiqueró al bicho para que Guerrita lo estoquease en primer lugar. Mató el Espartero el toro que rompió plaza y sonaron los clarines para dar suelta al segundo, que era el de la cuestión. Como se había enterado mucha gente y el caso, según queda dicho, dio motivo a sabrosas conversaciones, había verdadera ansiedad por conocer al autor del desaguisado, al famoso toro de Gómez. Cuando asomó la jeta se oyó en la plaza esa gran exclamación ¡aaaah! que el público lanza siempre ante todo lo extraordinario. Era un animal tremendo de estatura, altísimo de agujas, llamado

214


CAPÍTULO XXII

Cocinero, castaño, ojinegro y cornalón. La cara no parecía tan grande y tan de respeto como realmente lo era, porque las defensas estaban algo apretadas, pero esta misma circunstancia hacía que los dos cuernos saliesen por las dos bandas del testuz como dos palos afilados, interminables y algo tocados en la extremidad. El ternero hizo la pelea de varas recreciéndose, despachó tres jacos, dio seis tumbos a los picadores y llegó quedado al segundo tercio y reservón y con facultades a la hora de la muerte. Guerrita lo toreó brevemente, con siete pases, la mayoría con la derecha, que el animalito aceptó de mala gana; pero no hizo sino cuadrarse, igualarse y encontrarse con el estoque hundido en lo alto y hasta la empuñadura, desplomándose estrepitosamente breves momentos después. La ovación que el público hizo al matador fue de las que se recuerdan. Aún la superó, si cabe, la que recibió Rafael en la muerte de su segundo toro, quinto de la corrida. Con solo cuatro pases lo cuadró, dejándose caer enseguida con una admirable estocada hasta la mano, hecho lo cual le acarició el testuz y cayó el bicho para no levantarse más. La plaza quedó sembrada de sombreros y cigarros y la ovación continuó durante el primer tercio del toro siguiente. Se cansa la pluma de tanto elogiar, pero el público no se cansaba de aplaudir con el mayor entusiasmo al diestro que en una y otra corrida y con toros de gran respeto realizaba las proezas de que queda hecha mención. ¿Qué hacían entretanto sus compañeros? ¿Qué hacían el Espartero y Reverte? Nada, absolutamente nada que fuera digno de encomio. Había entre las faenas que realizaban los dos y las de Guerrita tan marcada diferencia, resaltaban tanto las incertidumbres constantes de ambos, su falta de desahogo, la escasez de sus facultades y de su inteligencia ante la desenvoltura, la maestría y el valor que se

215


GUERRITA

mostraban exuberantes en Rafael, que parecían abrumados, fuera de toda realidad taurómaca, gallinas en corral ajeno, reducidos a figuras de último término, cuya insignificancia se revelaba más palpable al lado de las incomparables dotes de que alardeaba el cordobés. Este es un libro sincero, libro dedicado a la verdad, y he de decirla, aunque quizá me pese a mí mismo. El público de Madrid trataba al Espartero y a Reverte con implacable dureza; los silbaba, los denostaba sin cesar, y no se me olvidará jamás la corrida de Udaeta, en que presencié un espectáculo para mí completamente nuevo; un público aclamando a Guerrita desde que salió el primer toro hasta que se arrastró al último, y silbando despiadadamente, llenando de ultrajes a los otros dos matadores, sobre todo al infortunado Manuel. Así estaba la plaza madrileña cuando llegó el nefasto 27 de mayo y el Espartero cayó muerto a los pies de Perdigón.

216


CAPÍTULO XXIII

CAPÍTULO XXIII

Un capítulo triste. —El toro Perdigón. —Las dos faenas del Espartero. —El parte facultativo. —Muerte instantánea. —Carácter de la cogida. —Suposiciones erróneas. —Causas de la cogida. —El entierro de Manuel. —Juicio crítico. —¿Qué importa? —Lista de heridas. —La maestría y la temeridad. — Lo que fue el Espartero. —Manuel y Guerra. —Lo que registra la historia. Triste, tristísimo capítulo este en que tengo que ocuparme de la cogida y muerte del Espartero. Podría sortear los escollos que presenta el trágico suceso, apelando al fingido sentimentalismo de ocasión; pero sería un acto de cobardía y no he de incurrir en él cuando mi conciencia me dicta lo contrario. Voy pues a expresarme con toda sinceridad, escribiendo estas líneas no para los sevillanos ni para los madrileños, sino para mí mismo y las personas que, huyendo de lugares comunes y de opiniones hechas, saben apartarse de ese ambiente de idolatrías y de pasiones pendencieras que es, en medio de todo, el principal incentivo de la fiesta nacional. Al tratar de la muerte torera de Lagartijo, dije que a los muertos se les deben las verdades. No pienso apartarme de este principio al relatar

217


GUERRITA

la catástrofe del 27 de mayo, y emitir mi juicio sobre su desdichada víctima. El toro que rompió plaza esa tarde pertenecía, como los demás, a la ganadería de Miura; se llamaba Perdigón, y era de pelo castaño, ojo de perdiz, sin que por sus carnes ni por su cuerna presentase nada digno de llamar la atención. Comenzó a embestir con bravura a los caballos, tomando siete varas en total y produciendo tres bajas; pero desde el cuarto puyazo se hizo tardo, y acabó metiendo el hocico en la arena. Cortó mucho el terreno en banderillas, y tanto Valencia como Antolín escucharon por su valentía muchas palmas en el segundo tercio. El Espartero, con traje verde y oro, pronunció el brindis de rúbrica y se dirigió a Perdigón, que se hallaba reservón y con patas, pero que se dejó torear de muleta muy bien, como lo prueban los doce pases que dio el matador desahogadamente y con bravura, sin que en ninguno de ellos se notase desconfianza por parte suya, ni se metiese el toro por el terreno del diestro. Hasta entonces nada había ocurrido de particular, pero cuando el toro estuvo igualado y el Espartero se arrancó a matar, las cosas cambiaron de aspecto, porque Perdigón cogió al espada y le dio tal testerazo, que lo despidió a considerable altura. Resultado del incidente fue una estocada corta que escupió el bicho, y un gran varetazo que sufrió el matador. Se levantó este sin tardar y cogió de nuevo los trastos, toreando otra vez de muleta a Perdigón y fijándolo con siete pases, todos con la derecha. Cuadrado el toro, entró Manuel por vez segunda, clavó una estocada mortal en el lado contrario y cayó a los pies del miureño. Se contrajo horriblemente el cuerpo de Manuel, por el cual hizo el toro, arrastrándolo unos cuantos pasos; y todo acabó. Desviado el animal del sitio en que yacía su víctima, cogieron al diestro algunos de

218


CAPÍTULO XXIII

sus compañeros y varios saltarines, lo llevaron a la enfermería, donde fueron inútiles cuantos esfuerzos se intentaron para hacerle volver en sí. El cuerno de Perdigón se había hundido en el vientre del Espartero, produciendo una muerte instantánea. «El profesor de Medicina y Cirugía que suscribe, encargado del servicio facultativo de la plaza en el día de hoy, da parte al señor presidente que, durante la lidia del primer toro, ha sido conducido a esta enfermería el diestro Manuel García, Espartero, en un estado de profundo colapso. Reconocido detenidamente, resultó presentar una herida penetrante en la región hipogástrica, con hernia visceral, una contusión en la región externa y clavicular izquierda. Prestados los auxilios de la ciencia para el caso más alarmante, que era el de colapso, y reconocido al cabo como ineficaces, se le administraron los últimos sacramentos, falleciendo el herido a las cinco y cinco minutos de la tarde, y a los veinte minutos de su ingreso en la enfermería. Todo lo cual tengo el sentimiento de participar a V. S. —El jefe de servicio, Marcelino Fuertes». Así decía textualmente el parte facultativo de la función del 27 de mayo de 1894, dirigido a la presidencia. Cierto que la vida material del Espartero se apagó a los veinte minutos de haber ingresado el cuerpo en la enfermería; pero el colapso lo determinó la cornada, y como colapso no es otra cosa sino la cesación del aparato circulatorio puede afirmarse que Manuel García quedó muerto instantáneamente a los pies de Perdigón. Detalle dramático. Cuando el Espartero era llevado en hombros, se vio que, efecto sin duda de una contracción nerviosa, volvía la vista hacia el toro en el momento en que este, herido mortalmente por la estocada, doblaba en el redondel. Jamás había ocurrido nada semejante en la plaza de Madrid.

219


GUERRITA

Hacía noventa y tres años que Pepe Hillo, destrozado por un toro de Peñaranda de Bracamonte, cayera muerto ante la cara del animal; pero José Romero tuvo que rematar de dos estocadas a la fiera, la cual había sufrido poco daño con el pinchazo de Hillo. Los demás, espadas y banderilleros, novilleros y diestros de cartel, Bocanegra, el Cano, Barragán, Oliva, Pepete, Canet y Nicolás, el Pollo, murieron casi todos en sus casas o en el hospital; y si hallaron la muerte en la misma plaza, fue haciendo un quite, como Pepete, o tropezando en un viaje con el toro, como Nicolás. El Espartero cayó ante el enemigo, herido este de muerte por el estoque del torero, y herido mortalmente también el torero por la asta de Perdigón. Desde que el toreo existe no se había dado el caso de caer muertos el toro y el matador casi simultáneamente. La cogida no fue aparatosa, no revistió por parte del cornúpeto esa ferocidad de recoger el bulto y cornearlo repetidamente; no se vio, en suma, al hombre, convertido en pelele, como ocurrió con Pepete y Pepe Hillo, lo mismo que con varios otros diestros que, zarandeados por los toros, en medio de una imponente ansiedad, habían salido heridos y algunas veces ilesos. Fue una cornada seca que penetró en la cavidad del vientre, horadó aquel órgano vital y dejó al mísero matador muerto en el acto a pocos pasos del miureño. Se dijo que el varetazo recibido por Manuel al entrar por vez primera había sido causa determinante del colapso, y se añadió que, si Guerrita hubiese estado allí, hubiese impedido que el matador empuñara de nuevo el estoque y la muleta. Ni lo uno ni lo otro; no se dan siete pases con sosiego cuando se sufre un varetazo mortal. Y, en cuanto a la intervención hipotética de Guerra, se necesitaba conocer muy poco la historia del Espartero para suponer que un lidiador que había toreado varias veces con heridas

220


CAPÍTULO XXIII

abiertas, y mostrado ante los golpes un desprecio absoluto del dolor, se hubiese dejado desarmar por nadie, tratándose de un varetazo. Pero se sutiliza tanto en los toros cuando ocurre una cogida mortal; de tal suerte se abre el regulador de la fantasía, que no es mucho se comentase la tragedia a gusto del consumidor. El Espartero murió de la cornada y murió, porque el infeliz, dotado de una temeridad que ocultaba siempre a sus ojos todo peligro, no quiso o no pudo atender el aviso del toro al voltearlo la primera vez. Es evidente que el animal se ciñó mucho, indicando al matador que había que tomar holgadamente el terreno para el arranque, entrar con suma ligereza y salir con todos los pies. Esto es lo que manda el arte para estoquear las reses que se ciñen o se cuelan. El Espartero entró la segunda vez lo mismo que la primera, corto y derecho, queriendo quizá responder valientemente a la terrible crueldad que el público le había manifestado en las corridas anteriores; pero entró despacio y se embraguetó al extremo de írsele por carne la estocada, es decir, de herir en el lado contrario; y como no tenía fuerzas para salir muy de prisa, librando así el embroque, el toro no hizo sino dar el hachazo y cornear a pedir de boca el vientre del matador. La primera cogida le ofuscó indudablemente. Hay que tener en cuenta, y lo repito por más que duela mucho, que el público había tratado al pobre espada sin pizca de benevolencia, aunque el hielo se había roto algo en la corrida del 20, en que se corrieron toros de Navarro, que estoquearon el Espartero, Guerrita y Fuentes. Ahora bien: verse cogido en cuanto trataba de recuperar las perdidas simpatías, debió de causar un efecto deplorable al pundonoroso diestro. Quiso estrecharse aún más en la segunda estocada, y el resultado fue la cornada inevitable, la muerte fatal. La enmienda de una falta trajo otra más grande, que terminó para siempre con la vida de Manuel. El efecto que produjo la desgracia fue indescriptible en Madrid,

221


GUERRITA

alcanzó proporciones imponentes y conmovedoras en Sevilla, constituyó una explosión unánime de duelo, la corona más valiosa que llevó a su tumba el infortunado lidiador, que, en la flor de la vida, a los veintiocho años, moría como mueren los temerarios, en el terreno de sus triunfos, en el campo del honor. El cadáver fue trasladado desde la plaza de toros a la casa de la calle de la Gorguera, domicilio del picador Cantares, donde paraba siempre el Espartero, y expuesto allí al público que acudió numerosísimo a contemplar los inanimados restos de Manuel. El martes 29 salió el féretro para Sevilla, acompañado de una multitud inmensa, de la cual formaban parte los compañeros del diestro, periodistas, ganaderos, amigos y admiradores. Una gran carroza, arrastrada por seis caballos, llevaba la caja de zinc, donde yacían los despojos mortales del hombre, y sobre ella, cubriéndola enteramente, se veían diecinueve coronas que el cariño y la admiración habían depositado como último tributo rendido a la memoria del valiente matador. Cuando el tren se puso en marcha, la muchedumbre, apiñada en el andén, se descubrió piadosamente, dominada de profunda emoción; se humedecieron muchos ojos, se oprimieron muchos corazones y desapareció al poco rato el furgón que llevaba a Sevilla aquellos restos desfigurados por la muerte. El alma del torero quedaba en Madrid envuelta en el terrible recuerdo de la tragedia del 27 de mayo; el cuerpo iba a yacer para siempre a la sombra de la Giralda, en la casa materna, regado por el llanto del pueblo natal. Era un valiente y era un temerario: valiente, porque estaba dotado de un ánimo superior; temerario, porque se arrojaba al peligro despreciando sus consecuencias. Cuentan que en cierta ocasión un banderillero suyo pasaba grandes

222


CAPÍTULO XXIII

apuros para meter los brazos a un toro. Impacientado el Espartero, se dirigió a aquél y le sugirió el modo de ejecutar la suerte. —Pero, si hago lo que me mandas —le dijo el banderillero— me coge con toda seguridad. —Y eso ¿qué importa? —contestó sencillamente el Espartero. ¡Admirable respuesta, que pinta de cuerpo entero al arrojado matador! Esa contestación sintetiza la vida torera del diestro; encierra, en pocas palabras, su alma de bronce, su incomparable valor; es la crítica más concisa, exacta y elocuente de la carrera de Manuel García, y justifica esta apreciación de El Toreo: «La muerte del Espartero era una letra de cambio sin fecha fija, aceptada el mismo día que tomó la alternativa de matador de toros. Por lo tanto, el suceso no ha podido causar extrañeza a nadie. El plazo había de vencer, y ha vencido». Terrible, pero verdad. —¿Qué importa? —fue la divisa del infortunado lidiador; la vida colocada en último término, el peligro desconocido, la muerte despreciada, el martirio descontado, el holocausto de la existencia convertido en ineludible obligación. 1885. —19 de septiembre. —Zalamea la Real. —Herida dislacerante de cuatro centímetros de extensión por otros tantos de profundidad, situada en la unión del tercio medio con el inferior del muslo derecho, y en su cara interna. Al entrar a matar. ¿Qué importa? 1885. —Sevilla. —29 de octubre. —Herida de seis centímetros en el tercio inferior del vientre, al entrar a matar. ¿Qué importa? 1886. —14 de mayo. —Málaga. —Cornada extensa y profunda en el muslo derecho al rematar un quite. ¿Qué importa? 1886. —11 de julio. —Puerto de Santa María. —Tres heridas: una en el muslo izquierdo, otra en el hipogastrio derecho y otra en parte que el pudor impide nombrar, al dar una estocada. ¿Qué importa? 1886. —28 de septiembre. —Sevilla. —Cornada en el muslo

223


GUERRITA

derecho al entrar a matar. ¿Qué importa? 1887. —17 de julio. — Cabra. —Cornada en el muslo derecho al entrar a matar. ¿Qué importa? 1888. —21 de mayo. —Ronda. —Puntazo en el muslo derecho al torear de muleta. ¿Qué importa? 1888. —23 de julio. —Valencia. —Tres heridas en la región inguinal izquierda y una en la sien derecha. Las tres primeras al entrar a matar, y la cuarta producida por una banderilla que, al dar un pase de muleta, se desprendió del toro y fue a clavarse en la sien del matador. ¿Qué importa? 1889. —16 de junio. —Palma de Mallorca. —Puntazo en el muslo izquierdo al entrar a matar. ¿Qué importa? 1890. —2 de agosto. —Alicante. —Cornada en el tercer espacio intercostal al dar una estocada. ¿Qué importa? 1891. —l6 de agosto. —Cazalla de la Sierra. —Herida dislacerante en el pecho al hacer un quite. ¿Qué importa? 1891. —4 de septiembre. —Daimiel. —Cornada en la pierna izquierda al rematar un quite. ¿Qué importa? 1891. —4 de octubre. —Madrid. —Cornada en la muñeca izquierda al dar una estocada. ¿Qué importa? 1891. — l6 de octubre. —Guadalajara. —Herida en la mano derecha, región palmar, interesando los blandos y dejando al descubierto los huesos, al torear de muleta. ¿Qué importa? 1892. —23 de octubre. —Sevilla. — Herida en el pecho, dislacerante, de cinco centímetros de extensión y cuatro de profundidad, al entrar a matar. ¿Qué importa? 1893. —18 de junio. —Barcelona. —Cornada de doce a catorce centímetros de profundidad en el muslo derecho al torear de muleta. ¿Qué importa? 1893. —25 de agosto. —Almagro. —Herida de seis centímetros de

224


CAPÍTULO XXIII

profundidad en el muslo derecho, alcanzado y volteado por el sexto toro de Miura, que al ir a tomar un puyazo se arrancó a un grupo formado por el Gallo, el Espartero y Malaver. ¿Qué importa? Total: en nueve años, diecisiete cogidas y veintidós heridas. ¿Qué importa? ¡Y no se cuentan los varetazos ni las cogidas sin ninguna consecuencia, que, sumadas a las relatadas anteriormente, arrojan la fabulosa suma de ochenta y una! Faltaban las dos últimas, las que habían de poner la firma al vencimiento de la letra fatal. Helas aquí: 1894. —27 de mayo. —Madrid. —Contusión en la región externa y clavicular izquierda al entrar a matar la primera vez. Cornada en el vientre al entrar a matar la segunda vez. —¿Qué importa? —murmuró quizá el Espartero al caer sin vida a los pies de Perdigón. Sumemos ahora y establezcamos la cantidad definitiva: diecinueve cogidas y veintitrés heridas, de las cuales corresponden: una a la banderilla que se desprendió del cerviguillo del toro lidiado el 23 de julio de 1888 en Valencia, y veintidós a los cuernos de las reses. Las heridas se dividen del modo siguiente: siete en el muslo derecho, dos en el izquierdo, una en la pierna izquierda, tres en la región inguinal, tres en el pecho, tres en el vientre, una en la muñeca izquierda, una en la mano derecha, una en la sien y otra en la parte que la vergüenza impide escribir. Añadiendo ahora las dos últimas de Madrid a las que sufrió con o sin consecuencias el Espartero, desde que en octubre de 1882 se presentó en la plaza de Sevilla como banderillero del Cirineo, hasta su muerte, resulta que Manuel sufrió ochenta y tres cogidas en el espacio de doce años. Un solo toro lo cogió y volteó siete veces consecutivas en la corrida verificada en Cazalla el 17 de agosto de 1884.

225


GUERRITA

¿Se necesitan más pruebas para adquirir la certidumbre de que entre la temeridad de Manuel y su maestría mediaba un abismo? ¡Maestro! No podía serlo el desdichado. Carecía de experiencia porque había llegado a matador de cartel sin las duras faenas del aprendizaje, y carecía de destreza y habilidad porque se lo vedaba la casi absoluta nulidad de sus facultades físicas. La inteligencia es negativa cuando no existen medios de aplicarla, y el instinto, por grande que sea, y lo era en el Espartero, sirve de poco si no va eficazmente auxiliado por la reflexión. De cintura para arriba, Manuel tenía la contextura de los fuertes; de cintura para abajo parecía atacado de raquitismo. No había pues en él la fortaleza física que se requiere para sortear en todos los casos las acometidas de las reses y burlar sus traidores derrotes. La ligereza de piernas, la flexibilidad de cuerpo, la resistencia general que es necesaria para correr prontamente en todas direcciones, pararse, volverse, cambiarse con gran celeridad; todas las condiciones indispensables del torero que ha de ser dueño absoluto de sus movimientos para evitar cogidas en los embroques sobre corto eran en el Espartero letra muerta y tenían que exponerlo por lo tanto a repetidos accidentes. El exceso de valor formaba contraste con la nulidad de las facultades del diestro, y eso le sostuvo a fuerza de golpes, hasta que el cuerno de Perdigón se encargó de poner fin a aquella carrera de cornadas. Le cogieron los toros pasando de muleta, haciendo quites, entrando a matar, es decir, en embroques sobre corto, cuando la salvación estaba siempre en la ligereza de los pies; y escudado en su admirable ¿qué importa? sanó de las heridas y volvió a presentarse tan fresco y animoso como antes, con esa despreocupación rayana en la demencia, que le hacía ir a las cornadas como a cosa prevista y que tenía descontada de antemano.

226


CAPÍTULO XXIII

Por mucho que Dios reparta las cornadas de los toros, tenía que llegar un momento en que una profesión transcurrida, puede decirse que entre las astas tuviese un término fatal. Los cuernos lo habían hurgado tres veces en el pecho y otras tantas en el vientre. Perdigón fue más certero, y la herida que de otra suerte hubiese constituido una más que añadir al copioso catálogo de las recibidas anteriormente, se convirtió en lesión mortal y cerró para siempre la triste odisea. Podría extenderme en otros particulares científicos que vendrían a robustecer mi opinión; pero la pedantería no cuadra ante el torero cuya valentía y temeridad imponen el mayor respeto. No sé si los aficionados antiguos, los que viven de recuerdos que abulta la vejez y pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino, habrán conocido algún torero más valiente y temerario que Manuel García. Yo, que he visto torear, desde 1861 hasta la fecha, a cuantos diestros de fama han pisado las plazas de toros, declaro no haber conocido jamás torero que se le pueda comparar por aquellos conceptos. El Gran Valiente y el Gran Suicida; ese fue el Espartero. Un intento frustrado de suicidio basta a la inmensa mayoría de sus compañeros para hacerles desistir de nuevos empeños y condenarlos a la vida vulgar de la profesión. Él fue todo lo contrario; los intentos, lejos de dejar mella en su ánimo, lo estimulaban a reincidir; y así había logrado llegar a ocupar actualmente preferente puesto, atravesando una vida llena de cornadas y de golpes. Lo triste, lo dolorosísimo es que, a los veintiocho años de edad y doce de carrera, se encontraba ya en desahogada posición; que el calvario a que lo habían condenado su incomparable valor y su falta absoluta de facultades tocaba a su término y presentaba al infortunado

227


GUERRITA

diestro un descanso tan bien ganado para lo porvenir. Pensaba torear muy poco y retirarse enseguida, cuando la asta de Perdigón dispuso lo contrario. Tenía casa propia, había adquirido coches y caballos, toreaba mucho, y, últimamente, había hecho en Sevilla, donde lo adoraban, una magnífica campaña con Rafael. Se querían entrañablemente. Félix Urcola, el amigo inseparable de Espartero me ha dicho que para Manuel no había compañero corno Guerrita. Y he oído a este expresarse del siguiente modo: —Entre el Espartero y yo no podía haber competencia, porque nos queríamos demasiado. En las últimas corridas de feria, en Sevilla, mató Rafael un toro recibiendo. —¡Adió, Cotiyare! —le había dicho riéndose Manuel. — Hombre! Cotiyare no; —contestó riéndose también Guerrita— ese fue er que inventó er volapié. Di José Reondo, que é er que resibía. —E verdá. ¡Adió, José Reondo! Y se habían separado riéndose como tontos los dos. ¡Pobre Manuel! Si la tragedia del 27 de mayo le impidió poner en práctica su propósito de quitarse de los toros, cuando un capital ganado a costa de tanta sangre le brindaba con el descanso, la muerte en la plaza de Madrid transfiguró al diestro y borró piadosamente las faltas de toda su carrera. Murió como un héroe, a los pies del enemigo, y después de haber dado buena cuenta de este. El fin fue digno de quien había enarbolado el ¿qué importa? como quinta esencia de un temperamento que no conocía el temor. La mortal caída fue, pues, subida inmortal. La historia del toreo registra ya en sus páginas el nombre de Manuel García, como modelo imponderable de valentía y de temeridad.

228


CAPÍTULO XXIV

CAPÍTULO XXIV

Después de la muerte del Espartero. —Final de la primera temporada. — Un congrio y varios terneros. —Retirada y rectificación. —Guerrita en Francia. —El corresponsal salmantino. —San Isidro y Guerra. —La expiación. —El triunfo de Guerrita. —Su situación en la plaza de Madrid. La muerte del Espartero hizo en Guerrita grandísimo efecto, lo contristó al punto de que ni aun con sus amigos más íntimos hacía la menor referencia a la corrida del 27 de mayo. Toreó después en Aranjuez, el día 30, y mató tres toros que le correspondieron de otras tantas magníficas estocadas hasta la mano, que le valieron sendas ovaciones. Tomó parte en la corrida de Beneficencia de Madrid celebrada el 17 de junio con ocho toros del Saltillo y cuatro matadores, y logró como siempre, dar él solo a la fiesta extraordinaria brillantez. Recortando sus toros, jugueteando con ellos, hizo primores, y mató los dos que le correspondieron, recibiendo el primero, de una estocada caída, y haciendo rodar al segundo de un soberano volapié, por lo cual fue objeto de dos ruidosas ovaciones, únicas que hubo en la fiesta.

229


GUERRITA

El 27 toreó la 12ª de abono y dio la alternativa a Bombita. Se corrieron seis toros de Adalid con una tarde pésima que amenazaba lluvia desde antes de darse comienzo a la función. Cuando se estaba picando al primer toro empezó a caer agua, y cuando tocaron a matar, en el tercero, el piso estaba imposible, el redondel convertido en un charco. Guerrita brindó, se quitó las zapatillas y se dirigió al toro, al cual pasó de muleta de un modo admirable, muy cerca de la cara, dejándose caer enseguida con media estocada superior al volapié. Después sacó la espada y, corriéndola lentamente por el cerviguillo del bicho, colocó la punta en el centro del testuz y descabelló a la primera. La admiración que produjo aquella faena se manifestó en grandísima ovación. Mató el cuarto de una estocada corta y otra hasta la mano, que le valió también abundantes palmadas. Habían sido tan grandes, tan continuados los triunfos de Guerrita en aquellas corridas inolvidables: de tal modo se había enardecido la afición con las repetidas proezas del diestro, que la empresa le propuso y aquél aceptó terminar el primer abono con una corrida de Murube estoqueada por él solo. Y se dio el caso, nunca ocurrido hasta entonces, que hallándose tan avanzada la estación y reinando un calor sofocante, se vendieran la víspera de la corrida todas las localidades a precios altísimos y ofreciese la fiesta caracteres de acontecimiento taurómaco tan señalados como los mayores que se recordaban en Madrid. Llegó el día, y la corrida se llevó a cabo matando Guerrita los seis toros de Murube. Salieron blandos, guasones y quedados, e hicieron en general faenas de bueyes tiernos, porque fueron cortos de agujas, lamidos de cara y escasos de cornamenta. No desaprovecharon la ocasión los eternos enemigos del diestro.

230


CAPÍTULO XXIV

Le habían visto matar, durante varias corridas seguidas, toros de gran respeto, como los de Miura y los de Gómez; todavía sonaba el eco de las ovaciones de que Guerrita había sido objeto en aquella temporada sin igual; pero ¿qué importaban los triunfos recientes del espada ni las asombrosas faenas que habían tenido por resultado el renacimiento de la afición? Le echaron, pues, en cara la fisonomía del ganado, y un antiguerrista delicioso, bombeador a diestro y siniestro de todo bicho viviente que se deja interviervear para suministrarle las primicias de cualquier cosa, escribió que los toros de Murube fueron «terneras que en el Instituto de Vacunación hubieran prestado grandes servicios». Este antiguerrista es el mismo que descubrió el perfil de Lagartijo ¡en Reverte! Non raggioniam di lui ma guarda e ride. ¡Y perdóneme el Dante esta profanación! Rafael despachó los seis toros de Murube de seis estocadas y dos pinchazos y alcanzó, banderilleando el quinto, una ovación inmensa. Ni una sola vez pinchó en los bajos; llegó con la mano al pelo en la mayoría de las estocadas, e hizo en la muerte de los tres últimos toros faenas superiores que arrancaron grandes y unánimes aplausos. La corrida, en conjunto, no resultó todo lo lucida que se esperaba, más que por la corpulencia de los toros, por las condiciones que mostraron en la lidia. Si hubiesen sido bravos y permitido a Guerra lucir sus habilidades, la decoración hubiese cambiado seguramente; pero ocurrió a aquellos toros lo que a la mayoría de las bailarinas del regio coliseo, que es fea y baila mal. Ni uno de los tales bichos le dejó colocarse a su gusto para entrar con el estoque; ninguno se prestó a las suertes de adorno; todos metieron el morro en la arena, a excepción del quinto, que dio motivo a que Rafael hiciese en el segundo tercio portentos de travesura, de gallardía y de habilidad; por lo cual el público, que llenaba la plaza

231


GUERRITA

hasta los topes, aplaudió a rabiar y convirtió la fiesta en halagüeña y merecida manifestación de simpatía a Rafael. Al día siguiente corrió por todo Madrid una fantástica noticia. Guerrita no torearía más; había resuelto retirarse de los toros. No lo creyó nadie, y sin embargo era verdad. Hacía tiempo que algún íntimo amigo del cordobés trabajaba con ahínco, de acuerdo con la familia de Rafael, para conseguir que se cortaste la coleta. El resultado de la corrida de Murube no había logrado satisfacer por completo a Guerrita, creando en él un estado de ánimo triste del cual se había aprovechado el amigo en cuestión, auxiliado por algunos otros, para insistir en el propósito de la retirada. De tal modo se valieron para conmover a Guerra, tan bien supieron aprovechar las circunstancias, que el diestro, en un arranque de impresionabilidad justificada por el momento, acabó por ceder. Fue a Córdoba, y Aficiones le telegrafió preguntándole si era cierta la determinación que se le atribuía. La respuesta vino pronto, y Aficiones la insertó en El Imparcial. «Es verdad que me retiro de los toros. —Guerrita». No cabía, pues, duda. Los incrédulos se mostraron, sin embargo, en gran mayoría, y vencieron. ¿Para qué ocuparme con extensión de la humorada de Guerrita? Fue una nube de verano, y sería ocioso relatar con pelos y señales lo que se dijo, se escribió y se comentó en, con, por, sin, de y acerca del evento. Baste saber que el gran torero no tardó en rectificar su conducta y contestar a las repetidas ovaciones que alcanzó en provincias, en las corridas de canícula, con un ¡hasta el año que viene!, que tranquilizó a los aficionados. Transcurrió el verano sin ninguna novedad, puesto que el entusiasmo que Guerrita despertó en cuantas plazas lució su maestría, lejos de ser cosa nueva, iba ya adquiriendo caracteres de vulgaridad.

232


CAPÍTULO XXIV

Toreó sendas corridas en Dax, Bayona y Nimes, y mató en ellas nueve toros de nueve soberbias estocadas, despertando un verdadero delirio en los franceses, que lo agasajaron extraordinariamente y lo comprometieron para torear el año próximo venidero. Así las cosas, y cuando el verano actual había sido para Guerrita una sucesión de triunfos realmente inverosímil, le llevó su mala estrella a Salamanca y le deparó allí, en forma de corresponsal de diario madrileño, a un apreciable caballero, ávido sin duda de notoriedad. El cual caballero apreciable, haciendo gala de una discreción y de un tacto superiores a todo encomio, telegrafió a El Liberal que Guerrita había manifestado ante varias personas su resolución de no volver a torear en la plaza de la corte, añadiendo estas memorables palabras: —¡En Madrid, que atoree San Isidro! La prensa madrileña, ávida de noticias de sensación, acogió aquélla con los brazos abiertos. La política veraniega daba poco de sí y Guerrita interesaba más que Sagasta; por lo cual gimieron las prensas, estremeciéronse los chivaletes y los cajistas temblaron. ¡Imagínese el lector la trapatiesta que se armaría entre los antiguerristas, al saberse que el impío torero cedía en Madrid el capote, el estoque y la muleta al Santo labrador! Aquello era un inesperado oasis en el árido desierto de los triunfos de Guerrita, y en él se refugiaban apresuradamente sus sempiternos enemigos para presentarlo como niño sin entrañas que desprecia e insulta a su madre. Guerra contestó al famoso corresponsal salmantino negando en redondo la veracidad de sus asertos, pero aquél replicó e insistió en lo dicho. ¡Pues, hombre, no faltaba más! Sí, señor; el cordobés había pronunciado las históricas palabras en el café Suizo de Salamanca, y cuantos respetabilísimos salmantinos escuchaban al diestro juraban y

233


GUERRITA

perjuraban haberle oído decir: —¡En Madrid, que atoree San Isidro! Y se acabó. Ya se sabe lo que es la prensa y lo que son algunos corresponsales. Sometido a la Inquisición fin de siécle, el torero tuvo que callarse y aguardar con resignación el condigno castigo. No podía tardar; y, en efecto, no tardó. Aquí viene lo inaudito, lo madrileño pur sang. Tenía que torear Rafael el día 30 de septiembre, siendo de notar que no se había presentado en la plaza de Madrid desde el 1º de julio, desde la corrida de los seis toros de Murube. Coincidió aquella presentación con la de Fuentes que, contratado recientemente para una corrida, había faltado a su compromiso y aceptado otro en Jerez, dejando con un palmo de narices al público madrileño, cuya indignación no reconocía límites. Había, pues, que hacer una carambola, y envolver en silba común a los dos destrozones: al que pretendía que se diese la alternativa a San Isidro y al que se había fugado a Jerez. La plaza había estado poco menos que vacía en las corridas anteriores, pero el sólo aliciente de Guerrita bastó para que hubiese gran entrada en la sombra y lleno completo al sol. Se hizo el paseo y estalló la protesta. Las cuadrillas llegaron a la presidencia acompañadas de silbidos. Aquella era la silba colectiva; faltaba la particular. La empresa, con oportunidad suma, y como si hubiese querido ayudar por su parte al éxito de la preciosa manifestación, había dispuesto que en aquella corrida se lidiasen cinco reses de una ganadería insignificante, la de Moreno Santa María, que resultaron pésimos. Tocaron a matar en el primero, soltó Guerra su brindis y se dirigió al toro. Los que recordaban las memorables faenas de la temporada anterior, aplaudieron inmediatamente al diestro, dándole la bienvenida; pero salieron en el acto los silbantes, y como diez silbidos

234


CAPÍTULO XXIV

estropean la mayor ovación, el corresponsal de Salamanca venció en toda la línea, y los antiguerristas pudieron restregarse las manos de gusto después de aquella hombrada. El toro que mató Rafael era un cobardón con facultades, que se había agarrado con las patas al suelo y meneaba la cabeza en todas direcciones, como abanico de tonta. El mozo se acercó, y pisando el terreno del bueyendo lo sujetó allí mismo con medios pases. La faena fue breve, porque en cuanto el animal, asombrado, levantó la cabeza y la tuvo inmóvil durante pocos segundos, Guerra no le dio tiempo para desengañarse, sino que, entrando como un relámpago, según manda el arte (pronto hablaremos ya de esto), clavó media estocada caída que dio en tierra con el buey. Aquella muerte admirable en que el valor y la inteligencia de Guerrita se mostraron a igual altura fue recibida con aplausos y silbidos. Al día siguiente, la prensa en general censuraba la faena de Rafael, y yo tenía la agradable sorpresa de ver que el único revistero que había coincidido conmigo en la apreciación sustancial del trabajo de Guerrita, era el mayor de los heterodoxos, ¡Aficiones! No comento el hecho, porque me llamarían adulador. Cualquiera en el caso del torero, al convencerse de que para nada le había servido la maestría derrochada en todas las corridas de la temporada anterior, y que sólo faenas ideales podían acallar los silbidos que le amenaban siempre, se hubiera descorazonado y hubiese perdido la serenidad. Era triste, en efecto, bregar incesantemente, andar a bofetadas con los toros, ceñirse a ellos con lucimiento sin igual, matarlos un día y otro con prontitud y maestría a ningunas otras semejantes, alcanzar ovaciones repetidas, llenar la plaza, resucitar la afición, realizar, en suma, una serie de proezas de todo género como nadie las recordaba en cantidad ni calidad, para que cuatro palabras de cualquier

235


GUERRITA

corresponsal mal intencionado o sobradamente ligero destruyesen todo derecho adquirido y dejasen al diestro a merced de los silbantes. Por menos, por muchísimo menos se habían ausentado de la plaza de la Corte, no una, sino varias veces Rafael y Salvador. Guerrita no cedió afortunadamente. Mató el cuarto toro, el cuarto buey, de una soberana estocada hasta la mano que le valió ovación unánime; y cuando tocaron a banderillas en el sexto, un toro de Adalid que había sustituido al probable bueyendo de Santa María, cogió Guerrita los palos y entregó un par a Fuentes que este, saliendo por delante, clavó al cuarteo de un modo admirable. Desde aquel instante el segundo tercio se convirtió para Guerra en continuada ovación. No hay idea de los primores que hizo antes de clavar dos magníficos pares; de los galleos a cuerpo limpio, de los recortes, de las voluntarias salidas en falso dando una vuelta en la cabeza de la res, de toda esa preciosa mise en scéne con que Rafael exorna el segundo tercio y llega a ejercer sobre los toros una verdadera fascinación. Ya antes de las banderillas había ejecutado, durante la suerte de varas, suertes que despertaron entusiasmo general, poniendo una rodilla en tierra al remate de un quite y corriendo al toro, yendo el diestro por el hilo de las tablas y aquél por el terreno de fuera, casi pegados los dos. El segundo tercio fue, pues, digno remate de aquellas golosinas; iluminó la corrida con vivísimos resplandores y provocó una manifestación imponente de admiración y de afecto. Al terminar la corrida, el gran torero contaba con un triunfo más, había llenado de gozo a sus innumerables admiradores y hecho morder el polvo a sus contados e implacables enemigos. ¡Pero a fuerza de cuánta maestría, a fuerza de cuánto amor propio acababa de obtener tan señalada victoria! ¡Porque era en verdad muy

236


CAPÍTULO XXIV

triste tener que entregarse a los toros por completo, todos los días de corrida, a todas horas, para que el insultante sonar de veinte silbidos no estableciese una nota disonante, llena de iras y despechos, en el entusiasta clamor de miles de espectadores! Por mi parte, confieso que jamás, ni aun en lo más rudo de la pelea entre Lagartijo y Frascuelo, había contemplado espectáculo tan odioso. Tal es la situación de Guerrita a la hora presente, cuando llego al término de esta obra y voy a entrar de lleno en el estudio del portentoso lidiador.

237



CAPÍTULO XXV

CAPÍTULO XXV

Resumen de la carrera de Guerrita. —Aprendizajes. —Los dos Rafaeles. —La crítica taurina. —El torero en Guerrita. —Lo que dicen los «sagrados cánones». — Lo bello y lo bonito. —Personalidad de Guerrita como torero. —El banderillero. — Modo de parear de Rafael. —Su personalidad en el segundo tercio. —Capítulo aparte. Es de suma conveniencia, antes de formular una opinión razonada sobre la entidad torera de Guerrita, hacer brevísimo resumen de la carrera del célebre lidiador y ponerla en parangón con la de sus predecesores Lagartijo y Frascuelo. Rafael Molina empezó a torear a los once años de edad en la cuadrilla de Niños cordobeses y tomó la alternativa cuando tenía veintidós años. Tardó, por lo tanto, once en alcanzar el puesto de matador de cartel. Frascuelo empezó a su aire, sin maestro ni nada que se le pareciese, a los dieciséis años, y contaba veintitrés al tomar la alternativa. Total: siete años de aprendizaje. Guerrita tenía catorce años cuando ingresó en la cuadrilla de Los Niños de Córdoba y veinticinco cuando recibió la alternativa. Tomó,

239


GUERRITA

pues, el grado de doctor en tauromaquia después de once años de trabajos incesantes. Nótese la semejanza que existe entre Lagartijo y Guerrita. Ambos salen a la plaza formando parte de una cuadrilla de niños toreros, el uno a los once años y el otro a los catorce; los dos alcanzan fama especial como banderilleros, y los dos andan con los toros, bregando durante once años, al cabo de los cuales toman la alternativa. Rafael Molina lleva por mote El Chico, antes de adoptar el que lo ha inmortalizado. Rafael Guerra se llama El Llaverito, antes de usar el apodo de Guerrita con el cual pasará a la historia. Rafaeles los dos, cordobeses los dos, debutantes los dos en cuadrillas de niños, banderilleros célebres los dos a las primeras de cambio, y cargando los dos con once años de aprendizaje; sería dificilísimo hallar dos toreros que presenten en los comienzos de sus carreras tanta similitud. No lo digo a humo de pajas, sino para dejar sentado que, lejos de imitar la conducta de los toreritos modernos, los cuales escalan la alternativa de golpe y porrazo, y sientan plaza de padres sin haber sido hijos, Guerrita tenía la piel muy curtida, había pasado por todas las etapas universitarias cuando, al cabo de once años de fatigas, obtuvo la investidura de matador de cartel. Como todavía hay quienes tratan al célebre torero de estudiante desaplicado y se erigen en preceptores de Rafael, dándole lecciones de tauromaquia con una gravedad encantadora, bueno es recordar que el niño arrojó hace tiempo la chichonera y los andadores, y se reirá cordialmente de los palmetazos que le sueltan por ahí. Permítaseme insistir sobre este punto. La sedicente crítica taurina, pase el neologismo, consiste generalmente hoy en aplicar cuatro frases hechas a todas las suertes del toreo. Con ellas, empleadas a todo pasto, se da quince y raya a D. Santos López Pelegrín y se matan

240


CAPÍTULO XXV

matemáticamente, con maestría y lucimiento maravillosos, los toros que, como decía Cúchares, vienen por el dinero de la temporada. Parar los pies, estirar los brazos, entrar corto y derecho y salir limpio; con barajar eso a diestro y siniestro y aderezarlo con los nombres de Romero, Montes, Cayetano Sanz, José Redondo, Lagartijo y Frascuelo, queda armado crítico taurómaco cualquier hijo de vecino, aunque escriba amigo con hache, y entienda de sintaxis tanto como el Pataterillo o Come arroz. Lo que se ha escrito sobre el particular, y con esos ingredientes, sobre Lagartijo y Frascuelo, hay que leerlo para creerlo. Lo que se escribe acerca de Guerrita excede a toda ponderación. Todo se sutiliza, todo se particulariza, todo se empequeñece, sometiendo el arte de las cornadas a una serie de teoremas y de corolarios que lo convierten en ciencia exacta. La estocada fue un poquito trasera, o un poquito delantera, o una miajita caída, y así sucesivamente. ¿Cuánto va a que, siguiendo, así las cosas, tendrán que salir los toros llevando pegado en el centro del morrillo un parche del diámetro de una peseta? Matador que no ponga la punta de la espada en el parchecito habrá matado mal; se estoqueará al blanco, y el último tercio se convertirá en tiro nacional. Dejemos estos excesos, puesto que son incorregibles, pero útiles de señalar para mi propósito, y estudiemos a grandes rasgos, sin ridículas nimiedades, a Rafael Guerra. Procedamos con orden. Primero el torero, después el banderillero; y últimamente el matador. EL TORERO. —Voy a ponerme en franquía inmediatamente para que nadie pueda llamarse a engaño, y no sigan leyendo aquellos a quienes disguste mi opinión. Al hablar del Espartero, dije que no he conocido en mi vida diestro más valiente. Al tratarse de Guerrita, declaro que no he conocido nunca torero tan colosal. Ahora

241


GUERRITA

razonemos. ¿Cuáles son las condiciones que caracterizan al perfecto lidiador? Tres: el valor, la ligereza, la inteligencia. Las dos primeras son innatas en el individuo; la tercera es producto de la práctica. Montes define admirablemente el valor cuando dice: «el verdadero valor es el que nos mantiene delante del toro con la misma serenidad que tenemos cuando este no está presente». Sería, pues, ridículo discutir el valor de Guerrita. Sigamos adelante y dejemos describir la ligereza a Montes. ¿No se habla siempre de las reglas del arte y de los sagrados cánones? Pues a ello voy a acudir para juzgar a Guerra. «La ligereza de que hablo —dice Montes— es otra cualidad sumamente necesaria al que ha de torear, y consiste en correr derecho con mucha celeridad, y volverse, pararse o cambiar de dirección con una prontitud grande; el saltar también es preciso al torero; pero donde más se conoce su ligereza es en todos los movimientos que en los embroques sobre corto es necesario hacer para librar la cabezada: el que tenga esta agilidad tiene mucho adelantado para que jamás lo coja un toro, y se hace indispensable poseerla para practicar con seguridad los recortes, galleos, etc». He subrayado de intento algunas palabras para que advierta el lector la insistencia con que Montes habla de la mucha celeridad, de la prontitud grande y de la rapidez de movimientos en todo lo que atañe a la ligereza, añadiendo justamente que el que posea tales cualidades tiene mucho adelantado para que jamás lo coja un toro, ni en los embroques sobre largo, es decir, en todas las suertes que se ejecutan a toro levantado, ni en los embroques sobre corto, es decir, en las suertes que generalmente se verifican a toro parado. Ahora bien: la ligereza es innata en el lidiador, pero puede disminuir y hasta perderse: primero, por las heridas inferidas por los

242


CAPÍTULO XXV

toros; segundo, por enfermedad, y tercero, por la mala conducta. El primer caso se presenta por fortuna raras veces cuanto a la ligereza se refiere, que, tocante al valor, ya es harina de otro costal. El segundo caso es improbable; el tercero puede darse con frecuencia. Los toreros son hombres rudos, respiran una atmósfera sumamente viril, y no es extraño que, al llegar a la celebridad, cuando se ven rodeados de los halagos de las palmas y del dinero, beneficien de la parte alegre de la vida y cometan grandes excesos que son sumamente dañosos, y atacan directamente a la fuerza y a la agilidad. La ligereza de Guerrita es maravillosa, el poder de sus piernas no admite comparación con el de ningún otro diestro, su cintura parece de goma, sus músculos de acero, y todas, todas las condiciones que, según Montes, constituyen esa cualidad principal de un buen torero, las posee en grado superlativo Rafael. Su salud es de hierro, su conducta intachable, no se le conoce ningún vicio, no hay resquicio alguno por donde su ligereza pueda sufrir menoscabo, por lo cual, dueño absoluto de esa facultad esencial para la lidia, apto para concebir y ejecutar, puede estar en todo, acudir a todas partes y realizar con su capote prodigios de destreza, de agilidad y de valor, puede adornarse al rematar las suertes lo mismo que entrar confiado en los lugares de mayor peligro, consentir a los toros como nadie, y ser ayuda eficaz propia y ajena, sin que sus facultades sufran el menor detrimento. La ligereza es, por lo tanto, la característica de Guerra; es el sello individual de su arte; es, en suma, su personalidad. La posee, la domina, hace de ella lo que quiere, y escudado en ella y empleándola magistralmente ha logrado lo que, en mi concepto, no ha logrado nadie ni antes ni ahora: la originalidad en los tres tercios de la lidia. Que esa originalidad guste o no guste, santo y bueno; pero que no sea estética ni esté dentro de las reglas de la tauromaquia, ese ya es

243


GUERRITA

otro cantar. Ya se ha oído a Montes, el cual dice que hasta el saltar es preciso al torero. Que Guerrita, en ocasiones, cometa algún abuso arrastrado por el exceso de su propia individualidad torera, dígame quién no los ha cometido en todas las esferas de la humana actividad; pero de ahí, a declararlo payaso, hay alguna diferencia. Para ser payaso se necesita que entre el trabajo ejecutado y el individuo que lo ejecuta haya el contraste grotesco de la figura. Los clowns de los circos resultarían fúnebres si no se desfigurasen la cara y el traje. Y así como Lagartijo era siempre en la lidia majestuoso, casi solemne, del mismo modo Guerrita, con su esbelto cuerpo, su línea fina y elegante y su cara aniñada es siempre bonito ante los toros. Es una gradación de la belleza y nada más. Lagartijo bello, Guerrita bonito; cuestión de temperamento. El uno tiene su personalidad en el reposo, en el aplomo, en la dejadez oriental de sus movimientos; el otro la tiene en la animación, en la vivacidad, en la travesura con que juguetea con las reses y burla sus acometidas. No hay, pues, discusión posible. Ambos se hallan dentro del arte, representando lo hermoso y lo bonito. ¿Hay quien gusta de la corrección escultural de formas, de la perfecta y exquisita armonía que resplandece en los rasgos fisonómicos de las mujeres hermosas? Pues váyase con Rafael Molina. ¿Hay quien a la plasticidad de una figura bella prefiere la desenvoltura, la coquetería, el garbo, la línea airosa y atractiva, ese irresistible gancho que poseen las mujeres bonitas? Pues véngase con Rafael Guerra. ¿Hay quien se quede con los dos? Pues a ese número pertenezco y debieran pertenecer todos. De todas suertes, ya lo he dicho antes: no hay discusión posible, es cuestión de elegir.

244


CAPÍTULO XXV

Guerrita es, pues, refractario a lo grotesco y a lo coreográfico; ni payaso ni bailarín. Se mueve mucho porque brega muchísimo y le gusta acudir a todas partes para auxiliar a sus compañeros, que cordialmente se lo agradecen; pero precisamente su figura esbelta y fina, y su rostro de niño travieso y juguetón, adquieren mayor realce ante la cara de los toros por el contraste que ofrece un chiquillo burlando la fiereza de las reses y apoderándose de ellas en un dos por tres. Es, pues, Guerrita, en mi opinión, un torero, el más grande y completo de cuantos he conocido, porque no he conocido ninguno que haya tenido sus facultades ni podido, por lo tanto, aplicarlas con más eficacia y más brillantez a las múltiples suertes que constituyen la lidia de reses bravas. Torero ligero, sí; saltarín, no. Al testimonio de Montes apelo para justificarme y dejar sentado mi parecer sobre Guerrita, cuya ligereza incomparable es la que precisamente da a su toreo un sello inalienable de personalidad. EL BANDERILLERO. —Sobre este particular hay que hablar menos, porque supongo que nadie habrá que ponga en tela de juicio las extraordinarias dotes que como banderillero ostentó Guerrita cuando se presentó en Madrid. Recuérdese que el modo de parear de Guerra despertó tanto entusiasmo que, lo mismo en la cuadrilla del Gallo que en la de Lagartijo, bastaba la presencia del joven cordobés para dar interés a las corridas, llevar gente a la plaza y proporcionar a Rafael inusitadas ovaciones. Desde el primer momento cautivó a los aficionados la maestría con la que el apuesto banderillero entraba a la suerte. El quiebro era en sus manos una filigrana; pero otros antes que él, el Gordito y Lagartijo sobre todo, lo habían ejecutado con elegancia y finura

245


GUERRITA

intachables. Lo que asombró al público fue lo corto que Guerrita tomaba los toros para entrar. Se dirigía a ellos y salía voluntariamente en falso, quedándose parado a un metro de la cara; enmendaba enseguida el terreno para atrás, se detenía muy pronto, y situado a una distancia insignificante con relación a la en que se colocaban todos los demás banderilleros, se iba al toro y, embrocándose sobre muy corto, clavaba admirablemente el par. Aquello era nuevo, no se había visto nunca y daba desde luego a Guerrita los caracteres de un innovador. El éxito que alcanzó fue, pues, inmenso y formó la base del porvenir de Rafael Guerra. Poco a poco fue introduciendo en el segundo tercio detalles que sugerían al torero sus excepcionales facultades. Ya no le bastaba clavar las banderillas; era preciso que la suerte perdiese todo aspecto de vulgaridad y viniese acompañada de otras suertes preparatorias, las cuales debían concurrir a prestar un carácter nuevo, lucidísimo, henchido de atractivas sorpresas al arte de parear. De cómo lo ha conseguido Guerrita, de la vista, el valor, la inteligencia y la seguridad con que ha llenado de encantos el segundo tercio, puede juzgarse con verle en cuanto coge los palos, lo cual verifica con frecuencia. En los demás banderilleros, sin excluir a los más célebres, poner un par ha consistido en irse al toro, cuadrar en la cabeza y clavar los palos en el centro del morrillo. Si se trataba del quiebro o del cambio, se esperaba con frescura al toro y se le marcaba la salida en el embroque. Como no escribo un tratado de tauromaquia y se trata de suertes sobradamente conocidas, huyo de otros pormenores. Pero el caso es que, hasta el advenimiento de Guerrita, la suerte de banderillas se hallaba encerrada en estos tres términos: primero, colocación del toro por los peones; segundo, entrada del banderillero;

246


CAPÍTULO XXV

tercero, consumación de la suerte. Con Guerrita nos hallamos en presencia de un espectáculo completamente original. De más estará advertir que al explicar el modo de parear del célebre diestro, la supongo ejecutada con los toros bravos y boyantes. Con los palos en la mano Guerrita no necesita peones. Arranca hacia el toro de primera intención y sale en falso, dándole en el testuz con las banderillas. Una vez solos el toro y el torero, el segundo tercio se convierte en un cuadro dividido en varias escenas. Escudado en su sin igual ligereza, dotado de una flexibilidad de cuerpo, de un poder en las piernas y de una perspicacia en la vista, a los cuales nada puede resistir, Guerra se lía con el toro, lo recorta, lo gallea a cuerpo limpio, pasa por la cara dando una vuelta airosísima rozando los cuernos del animal, entra a banderillear y simula la suerte, mostrando a la res la salida por un terreno y haciéndola ocupar el contrario; y de tal suerte consiente a los toros, los engríe y los castiga, que lo siguen como mansos borregos, cual si estuviesen hipnotizados, y fuese el diestro un domador. Hasta tal punto llega la maestría de Rafael en el segundo tercio; son tantos, tan variados y tan primorosos los recursos que le sugieren su vista, su valor, y, sobre todo, su portentosa ligereza; con tal arte y eficacia sabe escalonar todas las escenas que preceden al acto material de poner las banderillas que, cuando este momento llega, los toros y el público se hallan sugestionados por el banderillero e importaría poco que los palos cayesen en sitio bueno o malo y hasta quedasen sin clavar. Pero como la cadencia final corresponde siempre a las filigranas de la cavatina, de ahí que el cuadro resulte completo, constituya, como queda dicho, un espectáculo enteramente original, y eleve a Guerrita al rango envidiable de creador.

247


GUERRITA

¿Habrá divergencia de opiniones sobre este asunto? Como en materias de toros todo es posible, pudiera suceder que sí. En tal caso, hablar es inútil, que, así como no hay peor sordo que el que no quiere oír, tampoco hay peor ciego que el que cierra los ojos y goza con la oscuridad. Guerrita posee, pues, personalidad marcadísima como banderillero, porque su ligereza le permite ensanchar los límites reducidos del segundo tercio, y rodearlo de atractivos que no han estado al alcance de ningún lidiador. El matador de toros y el resumen de las cualidades de Rafael merecen capítulo aparte.

248


CAPÍTULO XXVI

CAPÍTULO XXVI

El matador de toros. —Guerrita con la muleta y con el estoque. —El matador eléctrico. —Ignorancia o mala fe. —Lo que dicen Pepe-Illo y Montes. — Enormidades. —La suerte de recibir. —Frascuelo y Guerra. —Estadísticas. — Corridas y toros muertos. —Las cogidas de Rafael. —Resumen de cualidades. EL MATADOR. —Aquí hay que ir despacio y con tiento, porque entramos en el hueso de la crítica y hay que razonar mucho y hablar con claridad. Comencemos por el toreo de muleta. Pocos matadores hay que teniendo que arreglar con el trapo a los toros bravos y nobles dejen de lucirse y de arrancar palmas. Toros así dan hecho el trabajo y se pasan ellos mismos de muleta, adjudicando al matador los aplausos que en realidad corresponden a las reses. Con ellas se adornan a pedir de boca los espadas, y el toreo resulta tanto más lucido cuanto las condiciones físicas del matador se prestan más a ostentar su gallardía. Adornándose con la muleta, Guerrita tiene que ser tan bonito y esbelto, tan elegante y primoroso como con el capote y las banderillas. Y lo es en alto grado, porque sus facultades le permiten acercarse y

249


GUERRITA

tomar a los toros muy ceñido y apretarse en los embroques sobre corto, seguro, como lo está, de que el poder de sus piernas y la agilidad general de sus movimientos ha de salvarle de todo apuro que pueda ocasionarle la excesiva confianza. Pero, como no en el trasteo de los borregos, sino en el de los marrajos, es donde se conoce la enjundia del matador, hay que explicar el arte de Guerrita por este concepto. Aquí, lo mismo que en la lidia general y en el segundo tercio, la ligereza proporciona a Guerrita abundantes armas para castigar a los toros y obligarlos a cuadrarse. Ya se ha visto en páginas anteriores con cuánta bravura llegó el matador a convertir en toros a bueyes de carreta, recogiéndolos con la muleta y comunicándoles ganas de coger. Con los toros que se agarran al suelo y desafían, emplea un recurso nuevo, un recurso inventado por él, los medios pases secos, imprimiendo a la muleta un movimiento rápido, nervioso, de arriba abajo, que coincide con la arrancada del toro y le obliga a detenerse en cuanto da el derrote. De este modo los somete a un castigo muy duro que trae siempre la cuadratura del animal. Claro es que hay momentos en que los toros pueden más que el espada, como ha ocurrido a todos los matadores antiguos y modernos y ocurrirá a los que nos depare lo porvenir. No todos los toros se dejan torear, porque también ellos poseen una tauromaquia desconocida que da al traste con todos los preceptos de las de Pepe Hillo y Francisco Montes. Pero aun en los casos en que las reses traen de cabeza a los matadores y los ponen a veces en el trance —como lo he visto con los más célebres de mi tiempo— de soltar los trastos y zambullirse en el callejón, se ve a Guerrita aprovechar siempre los recursos que le proporcionan sus extraordinarias facultades, por lo cual le duran

250


CAPÍTULO XXVI

los toros, aunque tenga miedo y se despegue de ellos, mucho menos tiempo que a los demás. Lo he visto desconfiado y con algún azoramiento en ocasiones; lo he visto en otras hasta temeroso, torear sin bravura alguna y llamar en su auxilio a los capotes de su cuadrilla; pero jamás recuerdo haberlo contemplado a merced del toro, perdidos por completo los estribos, lívido, desencajado, sin saber a qué santo encomendarse, como he visto a matadores de primer orden, a colosos en el arte de estoquear. Y es, no me cansaré de repetirlo, que el poder de sus piernas, al de ningún otro torero semejante, ensancha de tal manera el límite de sus recursos, que allí donde la valentía se convierte en temeridad y traería por resultado la cornada, Guerrita salva la situación, ahuyenta el peligro con la ligereza inverosímil de sus pies. El trasteo de Guerrita es, pues, generalmente considerado, bonitísimo, variado, lleno de garbo y de elegancia en los toros nobles; de gran defensa y de gran castigo en los que ofrecen cuidado, y en él predomina como nota saliente, como sello individual esa incomparable ligereza que constituye siempre la cualidad predominante del diestro y brilla cual condición esencial, cual poderosa arma ofensiva y defensiva en el matador de toros. Juzguémoslo ahora con el estoque. Su personalidad por este concepto es más clara si cabe que la que ostenta Guerrita en los dos tercios anteriores, y se destaca de un modo que no deja lugar a dudas. Le llaman sus enemigos el matador eléctrico, el matador relámpago, dicen que mata demasiado deprisa, y de la celeridad con que Rafael consuma la suerte de matar han extraído un arsenal de armas para censurarle y mortificarle sin tasa ni medida. Esto es sencillamente supina ignorancia o insigne mala fe. Probémoslo, que es muy fácil, y veamos hasta dónde llega el apasionamiento inconcebible o el desconocimiento total de las reglas

251


GUERRITA

del arte que aflige a los antiguerristas. Ya se sabe que en el tercer tercio todo el monte es hoy en día orégano; quiero decir, que todas las suertes han quedado reducidas al volapié. Las estocadas arrancando y a paso de banderillas, derivaciones directas de la estocada inventada por Costillares, existen apenas para la generalidad de los modernos revisteros. Como hay que mirar mucho al toro y hoy no se mira más que al torero, de ahí que los sabios no se enteren y confundan lamentablemente esos dos modos de herir con el volapié. Ahora bien: para matar a volapié es necesario, según Pepe Hillo: primero, correr hacia el toro, y segundo, salir con pies. Oigamos a Montes: «El modo de practicarla (la suerte de volapié) es muy sencillo, pues consiste en armarse el diestro para la muerte sobre corto, por razón de que el toro no arranca, lo cual es requisito preciso para la suerte, que por esto la llaman también algunos a toro parado: estando, pues, armado así, se espera el momento en que tenga el toro la cabeza natural, y, yéndose con prontitud a él, se le acercará la muleta al hocico, bajándola hasta el suelo, para que humille bien y se descubra; hecho lo cual se mete la espada, saliendo del centro CON TODOS LOS PIES». Más adelante, y hablando de los toros, que se aploman en los medios, caso que hoy ocurre frecuentemente con la lidia moderna, habla Montes de las grandes dificultades que presenta el volapié con esos toros, y concluye diciendo como resumen de la suerte: «Por lo cual recomiendo con particular empeño QUE SIEMPRE SE SALGA POR PIES». Es decir, que según el autor del mejor y más razonado y completo Tratado de tauromaquia que se conoce, las condiciones esenciales del volapié, para que esté bien ejecutado, son dos: primera, IRSE CON PRONTITUD AL TORO; segunda, SALIR CON TODOS LOS

252


CAPÍTULO XXVI

PIES. De modo que el matador que arranque más pronto y salga con más pies, habrá consumado el volapié con más facilidad y perfección que cualquier espada que posea en menor grado la rapidez para entrar y la ligereza para salir. ¡A no ser que Montes nos resulte ahora un maleta; que, tratándose de toros, toreros y aficionados flamantes, nada hay imposible en este mundo! Lo grande es que, aunque no lo hubiese dicho Montes, el sentido común diría que el volapié, una suerte de matar inventada para sorprender a los toros que no arrancan, debe ejecutarse con rapidez tal que no deje al toro tiempo de enterarse, porque estando aplomado, no haciendo por el diestro, es evidente que este no puede librar el hachazo sino saliendo con todos los pies. Pues bien: el secreto del modo de matar de Guerrita, su admirable eficacia en general consiste precisamente en que su extraordinaria ligereza le da andado el camino en los trances más difíciles, y le permite consumar el volapié y sus derivados (arrancando y a paso de banderillas) con destreza y agilidad, con perspicacia e inteligencia, en una palabra, con maestría superior a todo encomio y sin apartarse ni un ápice, antes bien, observando religiosamente las reglas del arte de matar. Total: que los que han convertido la vertiginosa rapidez con que Guerrita entra y sale en las suertes a toro parado en arma de censuras, con la cual lo zahieren todos los días, hacen el elogio más grande y justo que puede hacerse del gran matador. En cuanto a la censura, es tan general, se ha abierto tanto camino y pasa ya como moneda tan corriente, que he leído en un periódico profesional muy serio y autorizado, la siguiente, enormidad: «En la segunda (estocada) que fue hasta la mano, aunque algo tendida, entró bien, PERO SALIÓ CON TODOS LOS PIES. No

253


GUERRITA

hemos de censurarlo por esto, porque dada la condición del toro, así se matan los bueyes, etcétera, etc». Que es lo mismo que decir: «La novela de Fulano es muy interesante, pero está admirablemente escrita. No hemos de censurarle por esto, etc., etc.». Cuando el prior juega a los naipes ¡calcúlese lo que harán los frailes! Menos mal, porque esto me da mi apreciación hecha sobre el mérito de Guerrita como estoqueador. Matador eléctrico, matador relámpago, matador tren express; todo eso es, en efecto, Guerrita, que entra al volapié, a la suerte arrancando y al paso de banderillas como un rayo, y sale como una centella, según manda el arte y prescriben «los sagrados cánones». ¡Así desde que se ha cuajado y domina el tercer tercio, le duran tan poco los toros! ¡Así los afianza generalmente a la primera estocada y sale ileso! ¡Y así le es permitido, lo que no le ha sido permitido a ningún matador de mis tiempos, calcular por el estado del toro cuál de las tres suertes le conviene ejecutar, el terreno que ha de tomar para la arrancada y la cantidad de ligereza necesaria para entrar y salir! Merced a esa ligereza, que constituye, no sé cuántas veces lo he dicho ya, su personalidad en el toreo puede verificar Guerrita con gran lucimiento, y mejor que ningún otro espada, todas las suertes a toro parado, aun cuando los toros no estén ni perfectamente igualados, ni lo bastante aplomados para el volapié. Le han pedido varias veces que reciba toros y lo ha hecho. Dos palabras sobre la suerte de recibir. Modo de matar facilísimo, dicen Pepe Hillo y Montes. No dudo que lo sería cuando se practicaba diariamente y se transmitía entre los toreros de generación en generación. Las reglas teóricas del toreo son letra muerta, como lo son todas aquellas que se refieren a los ejercicios de fuerza, destreza y agilidad;

254


CAPÍTULO XXVI

una hora de práctica vale más que todas las teorías. Cuando desapareció con Curro Guillén la segunda época del toreo antiguo, la suerte de recibir hubiese muerto para siempre a no haber creado Fernando VII la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, y puesto a su frente al gran Pedro Romero. Allí se matriculó Montes, y aprendió prácticamente de Romero la suerte de recibir, que transmitió enseguida en la plaza al Chiclanero y a Manuel Domínguez. ¿Y luego? Luego, se acabó. Cuando se inauguró el toreo contemporáneo con el Tato, con Lagartijo y con Frascuelo, ¿quién practicaba la suerte de recibir? Nadie. ¿Dónde podían aprenderla los diestros modernos? En ninguna parte. El admirable valor de Frascuelo encomendó al instinto lo que no podía hacer la inteligencia. Salvador recibió toros y lo silbaron la mayoría de las veces. Estábamos en la deliciosa época de la lucha lagartifrascuelina y hablábamos ya de las estocadas un poquito delanteras, un poquitito traseras y un si es si no es caídas, etc., etc. Había que herir en el centro matemático del morrillo y con los pies clavados en el suelo. Y si no se recibía así, se silbaba generalmente. Guerrita ha ejecutado también la suerte de recibir, no una sino diferentes veces. ¿Se quieren estadísticas? Allá van. Rafael Guerra ha matado recibiendo los siguientes toros: el cuarto, de Lizaso, lidiado en Barcelona el 24 de junio de 1887; el cuarto, de Vázquez, en Madrid el 29 de septiembre del mismo año; el tercero, de Núñez de Prado, en Madrid el 16 de septiembre de 1888; el primero, del Saltillo, en Castellón el 7 de julio de 1889; el sexto, del Saltillo, en Madrid el 4 de junio de 1890; el tercero, del Saltillo, en Valladolid el 20 de septiembre de 1890; el tercero, del Saltillo, en Madrid el 2 de octubre de 1890; el cuarto, del Saltillo, en Madrid el 22 de marzo de 1891; el segundo, del Saltillo, en Madrid el 16 de

255


GUERRITA

septiembre de 1891; el sexto, de Anastasio Martín, en Sevilla el 11 de mayo de 1893; y este año ha prodigado la suerte recibiendo, el sexto, de Fontfrede, en Sevilla el 18 de abril; el sexto, de la misma ganadería, en la misma plaza el 19 de abril; el tercero, de Vázquez, en Madrid el 22 del propio mes; el cuarto, de Veragua, en Madrid el 6 de mayo; el segundo, del Saltillo, en Madrid el 17 de junio; el quinto, del Saltillo, en Málaga el 8 de agosto, y el segundo, del Saltillo, en Bilbao el 21 del mismo mes. Esto sin contar los toros que ha pinchado en dicha suerte sin lograr matarlos. Creo que es suficiente para probar que Guerrita no se ha limitado a matar yéndose a los toros, sino que ha conseguido dar con ellos en tierra viéndolos venir. Ya que estamos con las estadísticas, continúo en ese terreno, sumamente engorroso para mí, pero que puede interesar mucho a los lectores. Desde que Guerrita tomó la alternativa el 29 de septiembre de 1887, hasta el 30 de septiembre del año actual, lleva toreadas quinientas veintisiete corridas y muertos mil cuatrocientos veintidós toros. En 1887 toreó 9 corridas y mató 19 toros 1888 84 226 1889 69 190 1890 73 216 1891 78 205 1892 69 191 1893 75 188 1894 79 223 Total de corridas, 556. —Número de toros muertos, 1.458. Pertenecieron estos toros a sesenta y ocho ganaderías, y de ellos ciento

256


CAPÍTULO XXVI

cincuenta y siete a vacadas del Colmenar. ¿Dónde está —pregunto yo ahora— el torero que en el breve espacio de siete años y tres meses haya hecho esas hecatombes? ¿Dónde está el que solo, sin estímulo alguno de competencia, haya llegado a esa altura? ¿Qué ha matado terneros? ¿Quién no los ha matado? Pero mientras salga algún ganadero que fabrique toros a gusto de los consumidores antiguerristas, ¿son terneros los 1.458 toros pertenecientes a 68 ganaderías que figuran en la hoja de servicios de Rafael? ¡Verdad es que estos críticos al uso hubiesen dicho, tratándose de Gayarre, que La Favorita, Los Puritanos, La Africana, Mefistófeles y Los Pescadores de perlas eran terneros, y hubiesen pedido que el gran tenor cantase, para probar que valía, Roberto el Diablo, El Barbero de Sevilla o El Crepúsculo de los dioses! Pongamos, fin a las estadísticas con las heridas de cuerno que ha sufrido Rafael. Han sido poquísimas, por fortuna. En Pamplona, el 9 de julio de 1886, un toro de Ripamilán lo enganchó al darle media estocada y le infirió un puntazo en el muslo izquierdo y un varetazo en el brazo derecho. Después de tomar la alternativa fue, como es sabido, a La Habana, y allí sufrió dos cogidas: una en la corrida de Nandín, celebrada el 20 de noviembre de 1887, al hacer un quite, cogida que tuvo por resultado una cornada en el muslo izquierdo, y otra el 1° de enero de 1888 por haber resbalado Guerrita en la cara del primer toro del Saltillo, que le hirió con la asta en el lado derecho del cuello, salvando la vida milagrosamente. En 1890 sufrió en Jerez la cornada de que he hablado extensamente en el capítulo XIII. Y el 7 de septiembre de 1893, Bragadito, de Solís, lidiado en segundo lugar en la corrida verificada en Murcia, cogió a Guerrita al entrar a matar por segunda vez, produciéndole una herida

257


GUERRITA

en el ángulo del maxilar inferior (lado derecho) de cinco centímetros de extensión por uno de profundidad, que providencialmente no le ocasionó la muerte, teniendo en cuenta la proximidad de la arteria carótida y la vena yugular. Total: puede decirse que dos puntazos y dos cornadas. Después de todos estos detalles, que tan íntimamente se relacionan con la vida y los hechos del lidiador, sólo me resta añadir que Guerrita, como matador de toros, es tan extraordinario como el banderillero y el torero en general. Ha practicado todas las suertes de matar, ha intentado llevar a cabo la más difícil, la de recibir, guiado sólo por su instinto, y ha logrado consumarlas muchas veces, aleccionado tan sólo por lo que ha visto hacer a Salvador; y ha llegado en las del volapié, arrancando y a paso de banderillas, a dominarlas de tal modo, merced a su ligereza, que no reconoce en ellas rival. Pinchará unas veces más y otras veces menos, tomará aprensión a uno o a varios toros, se le verá en unas ocasiones más confiado, más seguro de sí mismo que en otras; esto ha ocurrido siempre y ocurrirá a todos los toreros; pero juzgadas sus cualidades desde un punto de vista general, Guerrita se arranca tan corto y derecho como se hayan arrancado los más valientes y sale de los embroques, merced a sus facultades excepcionales, mejor, mucho mejor que cuantos matadores le han precedido en el uso de la muleta y del estoque. No se parece a nadie, es él mismo, tiene fisonomía propia, posee lo que no es dado poseer más que a los grandes: la individualidad; y esta individualidad, que podrá gustar a unos y disgustar a otros, está siempre dentro del arte y no se aparta de sus preceptos, como creo haberlo demostrado. Me resta tan sólo para terminar examinar en conjunto las cualidades del diestro, y fijar definitivamente la obra Guerrita en el arte de torear.

258


CAPÍTULO XXVII

CAPÍTULO XXVII

Lagartijo, Frascuelo y Guerrita. —El supremo defecto de Guerra. —Declaración leal. —Lo que han hecho otros y lo que hace Guerrita. —La obra del torero. —Lo que es este libro. —Explicaciones y declaraciones. —Guerrita y sus enemigos. —¿Quiénes se equivocan? —El porvenir del diestro. —Conclusión. No hay sino que fijarse un poco en la entidad torera de Guerrita y examinar el medioambiente en que se ha desarrollado para poder afirmar resueltamente que el gran diestro cordobés es la resultante lógica y natural de Lagartijo y de Frascuelo. Ha tomado del uno y del otro y ha aplicado a su temperamento lo que mejor podía asimilarse de los dos, quedando, sin embargo, sin parecerse a ninguno de ambos, con luz propia y relevante personalidad. Lagartijo ha sido con el capote y las banderillas la personificación de la belleza taurómaca, si se me permite la frase, y no ha podido tener rivales como torero elegante y serio a la vez. Frascuelo ha sido dechado de valentía y de inteligencia al propio tiempo, imponente para desafiar el peligro en los quites, y un coloso en

259


GUERRITA

el arte de matar. Ha creado un modo de estoquear toros, y bastará ésta sola circunstancia para colocarlo aparte, como algo extraordinario, como algo superior, en un rango que en mi concepto no ha alcanzado nadie, ni nadie alcanzará como matador de toros. Cuando mataba Salvador se presentía el drama, porque entre su arrojo único y su maestría, y las condiciones de las reses que estoqueaba había equilibrio; es decir, había en el diestro el prurito de desafiar a los toros y de entenderse con ellos cara a cara y frente a frente. De ahí sus cogidas, y de ahí la intensa emoción que sus inolvidables faenas despertaban. Con Guerrita no hay drama, no hay, por lo tanto, emoción. ¿Por qué? Porque el público tiene descartada la posibilidad de una cogida. He ahí, ¡parece mentira! el supremo defecto de Rafael. Su práctica, su valor, su inteligencia, su vista, y sobre todo su imponderable ligereza, lo colocan fuera de las contingencias desagradables o fatales de la lidia general; el público lo mira con tranquilidad perfecta, le ve salvar las situaciones más difíciles con desenvoltura, seguridad y gallardía que no admiten parangón; sabe que su maestría y el dominio absoluto que ejerce sobre sus facultades constituyen incalculables defensas para burlar las acometidas de las reses, y lo sigue a todas partes sin inmutarse, lleno de asombro ante un torero que, sin hacer cosas tan bien hechas como las han hecho Rafael y Salvador, posee un repertorio variadísimo, lances originales y de extraordinario lucimiento, que ni Rafael ni Salvador han intentado siquiera, y forman un conjunto vistosísimo, precioso, lleno de efectos y henchido de animación. No se ve casi nunca en Guerra la dificultad vencida; es tanta la ventaja que lleva a los toros, que lo más difícil de hacer parece en él cosa natural y corriente, por lo cual, cuando él torea, se diría que la fiesta nacional pierde todo aspecto de barbarie.

260


CAPÍTULO XXVII

Pues bien: yo declaro con toda lealtad que jamás soñé con un torero de esa talla, con un torero que, arrimándose en ocasiones como el que más, y no cediendo a nadie en bravura y conocimiento de los toros, se verifica todo género de suertes, sin excluir las más peligrosas, con una seguridad, con una facilidad y una brillantez que descartasen del público la posibilidad de una desgracia. En la historia de la tauromaquia no encuentro más que a Montes que recortaba, galleaba, saltaba con la garrocha, daba saltos al trascuerno y hacía todo género de monerías, a quien Guerrita pueda compararse. ¡Y Montes sufrió muchas cogidas, dicen los unos que por no ajustarse a las reglas del arte (!!!) y los otros que por su terquedad en no dar a los toros lo que pedían! La gallardía de Rafael Molina, sin llegar a su soberana elegancia; el arrojo de Salvador sin llegar a su imponente fiereza; la astucia de Curro Cúchares para lograr en un abrir y cerrar de ojos los toros difíciles; todo eso encierra el toreo de Guerrita, realzado por los encantos de su individualidad. Ya lo he dicho antes, habrá otros que hayan ejecutado suertes mejor que él; pero ninguno en estos tiempos ha sido tan completo, tan general, ni ha podido ostentar, como probado queda, la universalidad de conocimientos, la totalidad de recursos, la plena posesión de sus facultades que forman la personalidad de Rafael en todos los lances de la lidia. ¿Cómo, si no, se comprende que cuando tantos creían —y yo el primero— que Lagartijo y Frascuelo se lo habían llevado todo, porque sin competencia no hay interés, llegase un torero capaz, en virtud de su único y exclusivo mérito, de resucitar la afición decaída, medio muerta, y de señalar nueva y brillantísima era en la historia de la tauromaquia?

261


GUERRITA

Esta es la gloria de Guerrita, gloria que sólo alcanzó Montes cuando el arte yacía en el marasmo después de la muerte de Curro Guillén. Defectos tiene, como los tenemos todos; pero los principales de Guerrita son exceso de buenas cualidades: la prisa por afianzar, el hervor de la juventud (hoy tiene treinta y dos años), el prurito de arrancar palmas, manchas sin importancia, si se atiende a la suma de sus grandes cualidades. Después de Lagartijo y Frascuelo ha llenado una época; no ha sido mono de imitación, no ha copiado a nadie, ha aprendido de los dos lo que le ha parecido más conveniente, que no ha sido mucho, para amoldarlo a su temperamento y alcanzar luego sobresaliente personalidad. Ha resucitado el cadáver de la afición en toda España, ha llegado a ser el Gayarre de los toreros, prestando a las plazas de toros la animación que el gran cantante trajo al Teatro Real; y, pese a quien pese, el nombre de Rafael Guerra pasará a la historia como uno de los más grandes del arte de lidiar reses bravas, y como el más completo y extraordinario de la época actual. No quiero terminar este largo estudio de Guerrita, lógica continuación de Lagartijo y Frascuelo y su tiempo, sin añadir unas cuantas palabras a guisa de cadencia final. Se dirá que este es un libro de pasión. ¡Para qué negarlo? En efecto, este es un libro de pasión, porque donde nada puede probarse, la pasión tiene que asomar la cabeza sin remedio; pero mi pasión está más en la forma que en el fondo, menos en la idea que en la expresión. He querido ser historiador y crítico de una época corta, pero interesantísima, del arte contemporáneo de torear; he narrado hechos, he tratado de extraer su sustancia, juzgándolos desde un

262


CAPÍTULO XXVII

punto de vista recto y exento de sistemáticas animosidades. Más de una vez —mucho lo temo— el ambiente de pasión que predomina en la crítica taurómaca me habrá arrastrado, bien a mi pesar, y hecho cometer alguna falta en el modo de dar forma a mis pensamientos; más de una vez también habré cometido excesos de prolijidad al relatar sucesos y someterlos al examen de la crítica; en una palabra, me habré dormido en la suerte. Son defectos irremediables en mí, y harto siento no poder corregirlos; pero estimo que no he rebasado los linderos señalados al crítico y al historiador, y que nada personal se ha mezclado a mis apreciaciones. He tropezado necesariamente en mi camino con Sobaquillo y con Aficiones, que han ejercido en los últimos tiempos de la carrera de Rafael Molina, y en los primeros de Rafael Guerra, una influencia decisiva y capital. Sobaquillo es antiguo amigo, a quien quiero entrañablemente, y escritor cuyo talento admiro sin reservas; mucho menor es la intimidad de relaciones amistosas que me une a Aficiones, pero lo conozco también, aunque lo trato poco, y soy el primero en envidiar las dotes de su ingenio. No lo hago constar por adularlos, ni menos por mitigar el efecto que puedan hacer en ambos mis apreciaciones, sino para probar que, dispuesto a ser crítico sincero, no he retrocedido ante ningún sentimiento de afecto personal. En medio de todo, si Sobaquillo y Aficiones hubiesen sido dos tontos, quizás los hubiese tratado con miramientos y hasta hubiese prescindido de citarlos; pero como son hombres de talento, me he expresado sin rebozo alguno, diciendo cuanto tenía que decir. A la guerre comme à la guerre. Siguiendo el método que empleé en Lagartijo y Frascuelo y su

263


GUERRITA

tiempo, he dado de mano a todo juicio que pudiera referirse a cuantos diestros no han influido directamente en la carrera de Guerrita, motivo por el cual, después de haber asignado a Rafael y a Salvador la importantísima parte que les correspondía, sólo me he detenido en el Espartero y en Reverte. Que no se quejen, pues, los toreros preteridos, puesto que mi conducta se ha ajustado estrictamente a un sistema. Sobrado extensa me ha salido la obra para que haya huido de hacerla interminable. Habrá en ella errores biográficos, se me habrá deslizado algún anacronismo, a pesar de la impagable buena voluntad con que han acudido en mi auxilio mis buenos amigos D. José Bilbao y D. Luis Carmena y Millán, a quienes me complazco en presentar de nuevo el testimonio de mi gratitud; pero en lo que atañe a mis opiniones con respecto a Rafael Guerra, no estoy dispuesto a cambiarlas, porque son fruto de un estudio meditado y de profunda y sincera convicción. No trato de catequizar a nadie, ni estoy dispuesto a dejarme catequizar. La discusión es, por lo tanto, inútil, y la rehúyo desde luego. Voy a insistir ahora sobre la situación que hoy ocupa Guerrita en la plaza de Madrid, sobre el instinto suicida que se ha apoderado de ciertos aficionados, algunos de ellos muy respetables, sin duda alguna, e insignificantes otros, que acumulan todo linaje de odios sobre la cabeza de Rafael, y ya que no pueden echarlo de la corte como buen torero, pretenden arrojarlo calumniándolo como mal hombre. —Oigo un siseo entre millares de aplausos y me hace saltar —solía decir Gayarre a quien el público del regio coliseo trajo siempre en palmitas, porque era el único sostén de la ópera italiana en Madrid y comunicó nueva vida al Teatro Real. No un siseo, sino cien silbidos, escucha aquí Guerrita en cuanto se descuida lo más mínimo como torero, o la prensa de provincias

264


CAPÍTULO XXVII

le cuelga cualquier odioso sambenito personal; silbidos que son inevitables, que mortifican el amor propio del diestro y el pundonor del hombre y echan a perder la ovación más halagüeña. ¿Es sostenible esa situación cuando un lidiador que se halla solo, sin rival alguno que pueda hacerle la menor sombra, dueño de un caudal cuantioso y teniendo para torear, en provincias y en el extranjero, cuantas corridas se le antojan, se ve mortificado incesantemente por una minoría que acecha siempre el momento de meterle mano, que no reconoce en el diestro mérito alguno, que va a la plaza de toros con el único y exclusivo objeto de chillarle y dispuesta a perseguirlo a todas horas con un odio incalificable y tenaz? ¿Qué se proponen con eso? ¿A qué fin obedece el insensato prurito de apagar la única luz que alumbra al toreo moderno y mantiene viva la afición? Averígüelo quien quiera, que no he de ser yo quien se lance a investigar las causas de lo absurdo. Allá se las haya esos señores; pero sepan que, de todas suertes, ya consigan su singular deseo o dejen de alcanzarlo, la verdad acaba por triunfar siempre, y triunfará a despecho de cuantos se obstinan en cerrarle el paso. ¿Quiénes se equivocan aquí? ¿Yo, y conmigo millones de españoles que participan de mi opinión, o los que zahieren en Guerrita al hombre, atribuyéndole defectos que no han podido hallar en el torero? ¿Quiénes se equivocan? ¿Los que, como el autor de este libro, se expresan quizá con sobrada violencia en ocasiones, pero sinceramente siempre, no pertenecen a bandería alguna ni mantienen con Rafael Guerra relaciones de amistad, o los que, obcecados por rutinarias preocupaciones o guiados por sistemáticos odios se empeñan en desconocer el mérito del diestro y lo persiguen con inacabable rencor? La contestación no es dudosa, y el tiempo la sancionará. Guerrita, entretanto, proseguirá su carrera, aplaudido en todas

265


GUERRITA

partes y despertando la gratitud y la admiración de toda España. ¿Adelantará? Lo dudo; es joven, se halla en la plenitud de sus facultades, y, sin embargo, es opinión general que toreará poco y se retirará temprano a disfrutar del cuantioso caudal que ha ganado honradísimamente, venciendo las grandes dificultades que sus enemigos le han opuesto, prodigándose siempre, dando lo suyo, sin reservarse jamás. Si sigue toreando mucho, podrá tal vez depurar su estilo en algunos detalles; pero el distintivo de su individualidad, el sello especial de su toreo será siempre el mismo; y nada ni nadie habrá que aumente ni cercene la gloria que rodea a Guerrita, ni pueda oscurecer el nombre, grande entre los grandes, con que pasará a la historia del arte de torear.

FIN.

266


GALERÍA

GALERÍA

267


GUERRITA

Fig. n.º 1 - Grandes corridas en los días 5, 6 y 7 de Septiembre de 1889 / Gran plaza de toros de Murcia. Plaza de toros de Murcia, Giménez (s. XIX), Litografía de J. Palacios (Madrid), 1889.

268


GALERÍA

Fig. n.º 2 – Guerrita, Pasodoble torero/ Isidoro Hernández. Hernández, Isidoro (1847-1888), 1884.

269


GUERRITA

Fig. n.º 3 - Retrato de Guerrita/ M. Matorrodona, Barcelona. Matorrodona, Miquel (fl. 1896), 1887. Dibujos, grabados y fotografías.

270


GALERÍA

Fig. n.º 4 - Retrato de Rafael Guerra Bejarano. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX. Estampa.

271


GUERRITA

Fig. n.º 5 - Retrato de Rafael Guerra Bejaran. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX.

272


GALERÍA

Fig. n.º 6 - Retrato de Rafael Guerra Bejarano. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX.

273


GUERRITA

Fig. n.º 7 - Retrato de Rafael Guerra Bejarano. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX.

274


GALERÍA

Fig. n.º 8 - Retrato de Rafael Guerra Bejarano. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX.

275


GUERRITA

Fig. n.º 9 - Retrato de Rafael Guerra Bejarano. Perea, Daniel (1834-1909), Ramírez Bonno, Manuel. Guerrita (1862 - 1941), Toreros - S. XX. 1 estampa;

276



Biblioteca Taurina de la Fundación Toro de Lidia Colección Textos Biográficos

fundaciontorodelidia.org


La presente biografía, si bien no abarca la totalidad de la carrera taurina de Guerrita por datar de 1894, debe ser reconocida como la más brillante de las escritas sobre el II Califa del toreo. A lo largo de sus páginas –y del prólogo escrito por Francisco Gordón, abogado, articulista y coordinador de la FTL en Córdoba– el lector podrá conocer sus infantiles sueños de grandeza en el matadero cordobés; la férrea oposición paterna vencida por unas aptitudes excepcionales; los inicios en la cuadrilla de niños cordobeses; su progresiva superación hasta alcanzar el cetro del toreo; la envidia por las justas riquezas ganadas; e incluso una certera premonición acerca de su prematura retirada. En definitiva, las hazañas de quien –en palabras del revistero que reseñó una de las primeras actuaciones de Rafael– «apenas tiene el alto de un abanico» y acabó siendo el dueño y señor de todo el orbe taurino.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.