Ciudad de Buenos Aires. Cuarenta años de cultura en democracia

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CIUDAD DE BUENOS AIRES

Cuarenta años de cultura en democracia

Ciudad de Buenos Aires. Cuarenta años de cultura en democracia

Ciudad de Buenos Aires: cuarenta años de cultura en democracia / Marta Dillon... [et al.] ; Compilación de Stella Maris Puente; Editado por Francisco Medail. - 1a edCiudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Medifé Edita, 2024. 168 p. ; 23 x 17 cm.

ISBN 978-987-8437-37-8

1. Cultura Urbana. 2. Historia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. 3. Arte. I. Dillon, Marta II. Puente, Stella Maris, comp. III. Francisco Medail, ed. CDD 306.0982

© 2024, Fundación Medifé Edita

Fundación Medifé Edita

Lima 87, piso 8 (C1002) Ciudad Autónoma de Buenos Aires

© de los textos, sus autores

© de las imágenes, sus autores

Dirección editorial

Daniela Gutierrez

Editora

Stella M. Puente

Equipo editorial

Lorena Tenuta

Adriana Ribot

Diseño

ZkySky

Valeria Dulitzky y Julieta Ulanovsky

Diagramación

Alicia Galvele

Edición fotográfica

Francisco Medail

Retoque digital

Guillermo Miguens

Hecho el depósito que establece la Ley 11.723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos sin el permiso previo del editor.

Esta publicación fue realizada con el apoyo de:

Ciudad de Buenos Aires. Cuarenta años de cultura en democracia

Si alguien distraído, al costado del camino cuando nos ve marchar, nos pregunta: ‘¿hacia dónde marchan, por qué luchan?’ Tenemos que contestarles con las palabras del preámbulo. Que marchamos, que luchamos, para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino.

Raúl Alfonsín, discurso cierre de campaña, 1983.

40 años. Cultura, territorio y memoria

Stella Puente 13

Cuerpos precarios, cuerpos políticos; el volumen inapelable de la democracia

Marta Dillon

27

Del cuerpo-jurídico al cuerpo-desborde.

Entre las siluetas públicas del activismo y los contornos privados de Jorge Acha

Natalia Taccetta 39

Cuerpos y sensibilidades contraculturales de los ochenta

Daniela Lucena 53

Comunicaciones en expansión y democracia en discusión a 40 años de 1983

Martín Becerra

Nuevas subjetividades y viejas demandas. Performance y feminismos para las democracias por venir

Lorena Verzero 81

40 años de democracia: el impacto de las calles en la escena cultural. Nuevos significados a partir de la digitalización cultural

Ana Wortman

95

Del under al bicentenario. Entrevista a Javier Grosman

Sergio Pujol

103

Renata en el país. Galaxia Renata. Entrevista a Renata Schussheim

Víctor Hugo Ghitta

115

Imágen pública. Cuerpos, espacios y política cultural en 40 años

Francisco Medail

165

Posfacio

Daniela Gutierrez

40 años. Cultura, territorio y memoria

Stella Puente - Editora

Stella Puente es Socióloga (UBA) y Directora de la Especialización en Industrias Culturales en la Convergencia Digital (Untref). Sus temas de investigación indagan sobre la producción cultural y los efectos que las nuevas tecnologías tienen en ella. Fue Subsecretaria de Industrias Culturales de la Ciudad de Buenos Aires y Directora Nacional de políticas culturales y Cooperación internacional. Es autora del libro Industrias Culturales editado por Prometeo, Coordinadora de la investigación Convergencia y nuevos Contenidos Audiovisuales publicada por Eduntref y de Hibridaciones en tiempos de Convergencia Digital publicado en Imágenes Mutantes, Editorial Teseo, entre otras publicaciones.

Construir un relato sobre la cultura en estos 40 años de democracia, en la Ciudad de Buenos Aires, ha sido un gran desafío por varias cuestiones. En principio y siguiendo el ritmo contemporáneo, contábamos con muy poco tiempo para pensar el formato, sus autores, su diseño, su mensaje y el tono. La cultura es un concepto y una práctica que nos abre infinidades de mundos posibles desde donde abordarla, teníamos que tomar decisiones. Otro tema, no menor, fue el contexto de inminente convocatoria a elecciones nacionales que, hoy sabemos y antes sospechábamos (aunque sin creerlo totalmente), culminó con el triunfo de Javier Milei. El escenario de campaña electoral se hacía presente a cada momento y se filtraba entre los trazos que pretendían construir certezas: la democracia había llegado para poner fin a una época oscura, de violación a los derechos humanos, donde la promesa de libertad respondía a idearios muy distintos a los presentes en esta «libertad que avanzaba» de la mano del candidato ganador.

Algo se estaba gestando, quebrando, lo percibíamos. El dolor que se cuela en gran parte de los escritos de este libro responde, hoy podemos identificarlo, no sólo al hecho de estar tocando un pasado del horror, sino también, a la presencia de una intuición que nos advertía que esa conmemoración respondía a un proyecto democrático que ya no sería, que ya no estaba siendo y que, en su construcción hacia el futuro, no estaba claro en que se transformaría. Ese era el clima en el que convivían recuerdos, sentires, investigaciones y datos, donde lo cultural tenía un rol fundamental como espacio para soñar, creer, expresar y participar.

Decidimos dar lugar al cuerpo, construir una memoria y narrativa corporal, rastreando sus emociones y su tránsito por el territorio urbano; cuerpos que venían de transitar operaciones contra su materialidad, hasta la propia negación, para salir a la calle, deseantes y con nuevos bríos. Cuerpos que saltan y bailan, sabiéndose liberados. Evocamos la fuerza del under porteño de las décadas de los ochenta y noventa, con su

irreverencia y su propuesta de convivencia entre el rock, los drags queen y el glamour. El Parakultural, Café Einstein, Paladium, El Dorado, Ave Porco, Morocco y tantos otros, dieron forma a una escena donde los cuerpos expresaban, de manera grotesca, lo que, finalmente, en años recientes, tomaría la forma de nuevos derechos por la diversidad y las disidencias. A ello se sumarían, como catalizadores de toda esa efervescencia, los festivales de la Ciudad y todo el circuito de centros culturales barriales conteniendo y dando lugar a las ansias de una sociedad dispuesta a participar y expresarse.

Otro de los puntos presentes en el libro es el rol de los medios, sus transformaciones técnicas y políticas y su relación con la construcción de un sujeto social en vinculación con la participación política cultural. Desde la potencia masiva analógica hasta su digitalización con cuerpos encerrados en pandemia; una aceleración tecnológica que volvió a desmaterializar

los cuerpos, pero esta vez para convertirlos en datos; un nuevo «tesoro».

Están presentes también el impacto que tuvieron, en el trazado territorial, las luchas de los feminismos con sus renovadas propuestas de intervención artística.

Algo para destacar es que en este libro conviven autorxs que han sido contemporánexs a los hechos narrados con quienes hoy que pueden observar los acontecimientos con la distancia de una época posterior, aportando una mirada fresca y renovada de lo sucedido.

Es inevitable pensar que estos cuarenta años no pueden pensarse sin lamentar la necesaria resignificación del verdadero sentido de la democracia. Como ya se dijo, salpican las letras de este libro, la sensación de que oportunamente nos dimos un modo de gobierno que ya no es, ni será como en ese regreso después de la dictadura. Esto puede generar cierto desasosiego, pero, a su vez, podría ser una fuerza que nos anime a crear y construir lo nuevo.

Cuerpos precarios, cuerpos políticos; el volumen inapelable de la democracia

Marta Dillon

Es periodista, escritora y activista lesbiana feminista. Es la editora del suplemento feminista Las12 en el diario Página12 y conduce Pasamos todes en Radio Nacional. Sus crónicas se han publicado en diferentes medios de Argentina y el exterior y forman parte de diversas antologías. Como activista, ha formado parte de diversos colectivos y agrupaciones, H.I.J.O.S., Colectivo Ni Una Menos, Colectiva Lohana Berkins, Colectiva de comunicación Emergentes. Ha publicado los libros Vivir con virus, Corazones cautivos: La vida en la cárcel de mujeres, Aparecida, La intensidad; entre otros.

Eran las 00.00 del 20 de marzo de 2020, el primer minuto del aislamiento social preventivo y obligatorio empezó a correr. Caballito, Villa Crespo, Palermo, Colegiales; una bicicleta cortaba en diagonal esos barrios sin cruzarse con absolutamente nadie. El anuncio presidencial había ocurrido dos horas antes y se cumplía sin resistencias. La pandemia de COVID-19 ya había matado a tres personas en Argentina y se contaban como confirmados 97 casos de infección. Las imágenes que llegaban de otras partes del mundo volvían alarmantes esas cifras. El desafío de la mujer en bicicleta era llegar a una casa donde alguien la esperaba para esquivar la soledad del aislamiento decretado por necesidad y urgencia por los siguientes quince días, en principio. Después se supo, cuando los cuerpos empezaron a aparecer en las redes sociales como forma privilegiada de hacerse visibles, que hubo quienes se quedaron en el lugar donde los agarró

la medianoche. Con la misma ropa de verano resistieron los primeros fríos del otoño. Las medidas de aislamiento, con diferencias, fueron globales igual que el miedo a la muerte. Que la muerte misma exhibida en números diarios, cuerpos que restaban a la población del mundo. El estupor, la súbita conciencia planetaria de la fragilidad, alumbró textos expectantes, futuristas, muchos esperanzadores. La interconexión de los cuerpos, aun de los distantes, se hizo evidente. El cuerpo de otro, el aire que se respira en común era una amenaza a escala planetaria. En Argentina, por primera vez desde el fin de la dictadura, que ahora festeja su cuadragésimo aniversario, no hubo marcha el 24 de marzo. En cambio, eran autos de policía los que aparecían en las calles, desde los parlantes de sus sirenas advertían a la población que debía quedarse en su casa. Era imposible no contemplar que la memoria del trauma de la dictadura y su plan

sistemático de represión, tortura, exterminio y desaparición se hubiera activado en esa situación inédita en muchos cuerpos. No es posible saber cuánto calmó la acción colectiva de colgar pañuelos blancos en ventanas y balcones, de publicar las fotografías en redes sociales de les manifestantes en aislamiento junto a ese símbolo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Pero aunque no se marchó, aunque por primera vez se restaron los cuerpos de la calle para, con su contundencia, exigir una vez más Memoria, Verdad y Justicia, un hilo visible en la era digital que se acelerará de manera exponencial desde entonces enlazó a quienes no pudieron darse ese abrazo deseado cada otoño, que es estar en la calle con otros y otras. No solo recordatorio del poder del Estado al servicio del terror, también reparación de la trama social acribillada durante la dictadura. Los 40 años de democracia en Argentina, que se celebran después de medio siglo de interrupciones de los gobiernos elegidos en votaciones por parte de las Fuerzas Armadas en complicidad con la oligarquía y los sectores concentrados de poder económico –que han ido variando en sus matices desde el primer golpe de Estado en 1930 hasta consolidarse en actores que siguen presentes hasta nuestros días después la más cruenta y última dictadura cívico militar– se cuentan desde la asunción del presidente Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983. Sin embargo, si hablamos de recuperación democrática, ese camino comenzó antes y fue con una performance no pensada como tal, sino como una acción desesperada que se coreografió a modo de autodefensa. Fue un grupo de mujeres que buscaban a sus hijos e hijas, secuestrados por grupos de tareas –integrados por miembros de Fuerzas Armadas, de Seguridad y servicios de inteligencia– y desaparecidos, las que empezaron a encontrarse mientras demandaban por su paradero en distintos estamentos del estado y también de las iglesias. Ellas caminaban en torno a la Pirámide de Mayo, en la plaza del mismo nombre frente a la Casa Rosada, sede del

gobierno nacional, y así empezaron a resquebrajar el poder totalitario.

La idea de caminar en ronda respondió al mandato policial de dispersarse cuando se reunían allí para intercambiar noticias. Y lo hicieron en principio con un pañal en la cabeza. Ninguna referencia más material que esa para aludir a su condición de madres, la memoria de los cuidados para esos hijos e hijas, de su enchastrarse las manos con sus heces y sus lágrimas, los restos de comida, el regurgitar después de mamar; eso fue lo que les cubrió la cabeza a modo de contraseña para llamar a otras. Para que su condición de madres habilitara el grito que no pudo acallarse aunque las trataran de locas –cuándo no a unas mujeres–, desde lo más visceral de esa condición.

La ronda de las Madres no ha dejado de girar cada jueves desde que instaló su persistencia en el año 1978. Ese año algunas de ellas aparecieron con su firmeza y su desgarro frente a las cámaras de televisión de un medio holandés que había llegado a la Argentina para seguir el Mundial de Fútbol que se jugó acá, al mismo tiempo que desaparecían cuerpos de miles, que funcionaban los centros clandestinos de tortura, desaparición y exterminio, que desaparecidas seguían pariendo en cautiverio para que sus hijos o hijas fueran apropiades.

Hoy, las pocas Madres que siguen girando en ronda en torno a la Pirámide lo hacen en sillas de ruedas mientras alguien más grita una lista de nombres que nunca se termina y se contesta con «¡Presente!». También otras banderas de diversos colores y demandas se apañan y se conjuran con ellas para dar cuenta de las esquirlas de la dictadura en las desapariciones en democracia, en los rostros de los muertos por el gatillo fácil –ejecuciones arbitrarias de las fuerzas policiales, casi siempre sobre varones jóvenes de barrios populares–, en las fotografías que se llevan como pancartas de las chicas desaparecidas por redes de trata para la explotación sexual (como narra Lorena Verzero en su artículo Otros

cuerpos, nuevas subjetividades y viejas demandas: Performance y feminismos para las democracias por venir), en las huipalas que flamean por los pueblos originarios y su lucha por la tierra, por la denuncia del genocidio indígena en que se fundó el Estado argentino. Los cuerpos que faltan aparecen en la Plaza en el espacio vacío que sostienen quienes los buscan, en estrecha demanda con las Madres que siguen buscando. Si este texto empieza con la referencia a la primera interrupción de la marcha del 24 de marzo que empezó a convocarse primero en Rosario –en 1983– desde los partidos enfrentados históricamente, el peronismo y el radicalismo, y desde 1985 en Buenos Aires y en todo el país para demandar contra la impunidad del terrorismo de Estado y sus ejecutores, es porque los efectos de ese bloqueo de los cuerpos en su circulación y encuentros con otros que produjo la pandemia por COVID-19 todavía no han sido completamente evaluados. Y, sin embargo, después de esa emergencia, en los tres años que siguieron y en estos festejos democráticos que ahora se transitan, también se hicieron audibles como nunca antes los discursos negacionistas del genocidio que produjo el terrorismo de Estado. Las marchas del 24 de marzo volvieron a ser multitudinarias y a congregar las más diversas fuerzas políticas y sociales en la calle; pero es evidente que la Memoria es un ejercicio que se construye y se sostiene cuerpo a cuerpo.

si simplemente no se hubieran presentado a votar. Esos cuerpos que faltaban y que faltan –aunque lentamente algunos restos identificados hayan dado cuenta de su destino final–, que hicieron imposible el duelo para miles y miles de familias, agujeros violentos en el tejido social de una nación, encontraron alguna representación, espectral, en una acción artístico-activista que no dejó de replicarse para politizar esos duelos.

Escribe Natalia Taccetta en Del cuerpo jurídico al cuerpo-desborde:

El «siluetazo» de 1983 ocupaba la calle con una acción que volvía indistinguible el hecho político de la obra de arte en un acontecimiento en el que los «cuerpos» desaparecidos se volvían imagen-símbolo de la violencia política de Estado y también acción para sostener una exigencia cada vez más simbólica –la de la aparición con vida– y un reclamo jurídico incansable –el de habeas corpus–. La silueta dota a lxs desaparecidxs de algún tipo de presencia en el territorio de la transición y la democracia que comenzaría en diciembre de ese año y, en este sentido, augura la actitud que tendría parte del pueblo argentino: ni olvidaría, ni perdonaría, ni dejaría de buscar.

La última dictadura terminó con la autoamnistía que los ejecutores del genocidio se otorgaron a sí mismos sin dar respuesta a la demanda que seguirá formulándose a lo largo de cuatro décadas, aunque en la actualidad la demanda sea por la apertura de los archivos de la dictadura: los desaparecidos, que digan dónde están.

La democracia empezó a desplegarse en octubre, con los nombres de desaparecidos y desaparecidas en los padrones electorales como

Esta acción desbordó la Ciudad de Buenos Aires y se realizó en diversos puntos del país, replicando también el modo en que se trazaban las siluetas. Se necesitaba de un cuerpo vivo que tomara posición sobre el papel o cartón para dibujar su contorno, la espalda en el piso, los brazos y las piernas abiertas, un cuerpo que hiciera lugar a otro cuerpo que faltaba, al que aun reclamando la aparición con vida como se pedía entonces, se lo suponía muerto, pero ¿cómo, dónde? Son muchos los testimonios de familiares de personas secuestradas y desaparecidas que relatan esa misma idea, la de haber yuxtapuesto el cuerpo desaparecido con el propio. Hacerle lugar con relatos repetidos mil veces –y no solo testimonios– para que no se cierre la trama de la vida sobre la ausencia sin

«En 2020, en Argentina, por primera vez desde el fin de la dictadura, que ahora festeja su cuadragésimo aniversario, no hubo marcha el 24 de marzo. Pero, aunque no se marchó, aunque por primera vez se restaron los cuerpos de la calle para, con su contundencia, exigir una vez más Memoria, Verdad y Justicia, un hilo visible en la era digital que se acelerará de manera exponencial desde entonces enlazó a quienes no pudieron darse ese abrazo deseado cada otoño, que es estar en la calle con otros y otras.»

duelo. O cargar la foto del/de la ausente sobre el pecho, llevar su rostro tomado las más de las veces de fotos carnet, tres cuartos perfil como en el documento, y darle pies y manos para que siga girando su presencia/ausencia.

No eran los cuerpos de desaparecidos y desaparecidas los únicos que faltaban sobre el final de la dictadura y el principio de la democracia. Los soldados que pelearon la guerra de Malvinas, los soldados y marineros rasos, a esos también se los ocultó. Sin bienvenidas, silenciados por órdenes marciales en sus relatos. Ese último gesto del poder dictatorial fue otra muestra de la tánato-política que desplegó, no solo haciendo morir, sino también disponiendo de los cuerpos muertos –y de los heridos de diversas formas que en el caso de los soldados de Malvinas optaron por el suicidio hasta sumar más cadáveres que los caídos en combate– para extender el control sobre la población.

Contra ese aire que hacía respirar muerte, contra la sensación de que aun siendo clandestinos los centros de detención, tortura y exterminio solo encontraban frontera en los límites nacionales; la primavera democrática que se abrió sobre el final de 1983 hizo emerger otros cuerpos, otros deseos para el cuerpo, que bailaron, cantaron, se rieron, actuaron, demandaron sobre la tensión subterránea de lo que todavía podía volver, sobre la inestabilidad de la retirada del terrorismo de Estado, que todavía tenía las armas para asegurarse su continuidad, su impunidad.

también contagió a circuitos más minoritarios, aunque potentes en su manera de hacer aparecer otras corporalidades, otras formas de habitar los escenarios, de producir cultura. Y, a la vez, poner de manifiesto incomodidades frente a las imposiciones morales de una sociedad que se alejaba de la violencia –existe el consenso de que la quema de un féretro con las siglas de UCR por parte del sindicalista Herminio Iglesias en el cierre de campaña del Partido Justicialista fue lo que selló el triunfo del presidente radical– y también ignoraba o directamente despreciaba a las identidades disidentes de la heterosexualidad. Una mixtura entre vanguardias artísticas predictadura, teatro experimental, clowns, fiestas performáticas que emulaban los happenings de los sesenta, un remedo de los carnavales que ampararon a las travestis como única oportunidad de existir más allá de las paradas de prostitución y las comisarías poblaba antros, tugurios, espacios a los que se entraba por pequeñas puertas y casi siempre implicaban escaleras antes de llegar. El underground de los ochenta era un desborde de deseo vital y sensual que se contraponía a la sociedad de terror de la dictadura. Los cuerpos estaban en primer plano, contorsionados, grotescos, libidinosos.

La primavera alfonsinista, o la primavera democrática, trajo a la luz las flores que venían germinando en los sótanos de Buenos Aires. No es que las razias se hubieran terminado, sobre todo para cuerpos abyectos: maricas, travestis, lesbianas masculinas, trabajadorxs sexuales, linyeras… Pero la efervescencia de los grandes festivales de música en los que las canciones antes prohibidas volvían a sonar y se coreaban de a miles

Daniela Lucena registra en su artículo Cuerpos y sensibilidades contraculturales de los ochenta: Frente al atomismo de la ciudadanía propagado por la dictadura, la contracultura de los 80 contrapuso la producción colectiva y la creación en colaboración. Desafiando la incertidumbre y la opresión, fue capaz de generar nuevas concepciones ideales que sobreimprimieron otros significados a la vida colectiva. Esos nuevos valores cambiaron el encierro y el aislamiento por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros. Propusieron, en contrapunto con el silencio y la ausencia, la exacerbación de los sentidos y la recuperación del cuerpo como disfrute y rebeldía.

Estas expresiones contrastaban, incluso agresivamente, con la escena más dominante

de las bandas de rock nacional que convocaba a miles de jóvenes en todo el país. Artistas que habían estado prohibidos o exiliados volvían a tocar canciones míticas que en los años de la dictadura se habían escuchado clandestinamente, esa costura imposible a través de la música que unía los bordes previos y posdictadura también entonaba por lo bajo una arenga identitaria que echó a muchos de la plaza común. «No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros», se coreaba en los setenta, mientras el Frente de Liberación Homosexual marchaba con Néstor Perlongher de sombrero y al frente de una bandera que pedía «hasta que reine en el pueblo el amor y la alegría». Si el rock estaba asociado a la rebeldía, la homosexualidad se consideraba burguesa y esa calificación no se había disipado. En el megafestival Buenos Aires Rock, en 1984, el grupo Virus, con Federico Moura como frontman fue saludado con insultos y botellazos.

El 8 de marzo de 1984, en el Día Internacional de la Mujer, la foto de María Elena Oddone subiendo las escaleras del monumento de la Plaza del Congreso, con el cartel «No a la maternidad, sí al placer» pasa a los archivos sin demasiado contexto durante décadas. A 40 años de su prepotente irrupción sigue sacudiendo cuando aparece en las pantallas por su asertividad en esa oposición tan contundente y a la vez tan enmascarada. No podía ser más primaveral ese cuerpo que emergía de una manifestación numerosa en la que se alcanzaba a leer otro cartel: «Machismo es fascismo». Entrevistada por Emmanuel Theumer en 2020, dice Oddone: «Criticaban mi liderazgo, pensaban que era masculino y referían a que fuéramos horizontales. Habíamos acordado que nadie iba a hablar. Yo entendía que alguien tenía que hacerlo, decir por qué estábamos ahí. (…) Subí, pero no pude hablar. No me escupieron, no sé cómo, porque al otro día en casi todos los diarios estaba yo.» Ella, una mujer de clase alta, divorciada cuando no había divorcio legal después de que el marido

le diera a elegir entre el feminismo y él, amiga de Néstor Perlongher, del Frente de Liberación Homosexual y el Grupo de Política Sexual, a quienes permitió que se reunieran en su oficina del Movimiento de Liberación Femenina «con la persiana cerrada después de las 22», llevó su radicalidad antimaternidad a cuestionar como aliadas a las Madres de Plaza de Mayo.

En las antípodas de ese cuerpo determinado, con su cartel dando vuelta la intimidad para hacerla superficie común, otra imagen se instaló en los medios de comunicación y se metió en las casas de distintas maneras: Luciano Benjamín Menéndez, el jefe del III Cuerpo de Ejército, responsable de la crueldad y el exterminio desplegado en las provincias del centro del país, empuñando su cuchillo de paracaidista desenvainado para arremeter contra quienes, a la salida del programa de televisión que conducía Bernardo Neustadt, lo llamaban asesino.

Lo curioso es que Neustadt le hablaba a una silueta que él mismo había construido, la de «doña Rosa», una mujer supuestamente común y, por lo tanto, esposa y ama de casa; una mujer que también reclamaba Oddone como destinataria. Una que no estaría girando cada jueves en la Plaza de Mayo.

Un solo cuerpo encuentra su límite en la piel, pero con otros, con las señales que intercambian, los signos, el calor, los latidos que golpean al mismo tiempo, cada uno a su ritmo. Ese rozarse de la fiesta con el grito común como música, algo de eso empezó a fusionarse como cuerpo colectivo en el Encuentro Nacional de Mujeres; mujeres que, desde su primera edición en 1986, se reúnen en distintas ciudades del país con la única pausa obligada durante la pandemia. Rebautizado «Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans y No binaries» en 2019, esta política sostenida como una soga a la cual aferrarse cuando sube la corriente a lo largo de estas décadas de democracia es un fruto extraño para los feminismos del mundo. Su potencia es imposible de capturar, como agua en las manos, pero es así

como también –aun con tensiones– ha sido capaz de hacer de la confluencia de cuerpos y experiencias heterogéneas cauce para la sed común de autonomía, existencia, resistencia de formas de vida que ponen en cuestión desde la biología a la identidad, desde la macroeconomía a la vida cotidiana, desde la micropolítica al deseo. Deseo de transformarlo todo. Esta experiencia itinerante y gozosa, fuera del tiempo de la productividad, atrevida y rebelde desembocó como revuelta en 2015 en Buenos Aires, y al mismo tiempo en cada rincón del país, cuando el 3 de junio se pusieron en el centro de la agenda pública unos cuerpos que faltaban y que no habían sido contados como víctimas comunes con el grito «Ni Una Menos». Los femicidios, la violencia machista y sus causas sociales, culturales y políticas se pusieron en el centro de la agenda pública. Los feminismos se transformaron en un movimiento de masas.

Fueron la oposición más firme al gobierno neoliberal de Mauricio Macri entre 2015 y 2019. El 8 de marzo se convirtió en Paro Internacional Feminista a partir de 2017 y hasta 2020 fueron un desborde. La marea feminista se acumuló en una demanda planificada en cada Encuentro: el aborto legal. El proceso de convertirla en ley transformó cuerpos y subjetividades. «Nosotras cogemos y nosotras abortamos», dijo una adolescente en el Congreso, en audiencias públicas. También lo dijeron varones trans, el texto de la ley habla de «mujeres y cuerpos gestantes». Esa fue la lengua de la calle y del palacio.

La primavera fue corta. El sueño de justicia para los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura se terminó con un levantamiento militar –carapintada– que sacó a la calle a cientos de miles. El presidente Raúl Alfonsín acudió a la metáfora más heteronormativa cuando clausuró esa Semana Santa de 1987 visitando a los amotinados, tras lo cual su discurso en Plaza

de Mayo emitido en directo por televisión y radio aseguró que los militares rebeldes habían «depuesto su actitud», que algunos de ellos eran «héroes de la guerra de las Malvinas», que quería «evitar derramamientos de sangre», que «la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina», para seguidamente pedir «al pueblo que ha ingresado a Campo de Mayo que se retire» del lugar, mientras invitaba a la ciudadanía movilizada a regresar a sus hogares, «besar a sus hijos»

como describe Martín Becerra en su artículo Comunicaciones en expansión y democracia en discusión a 40 años de 1983, en el que cita ese hecho como el fin de las manifestaciones masivas y multipartidarias hasta que empiece el nuevo siglo.

Sin embargo, faltaba otra, la que le dijo NO al indulto del presidente Carlos Menem: un millón de personas en la calle en Buenos Aires y en muchas otras ciudades del país, que no evitó que de todas maneras se firmara y completara el círculo de la impunidad que se inició con las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sancionadas después de las revueltas carapintadas.

Así empezaban los años noventa, con el desengaño como emoción prevalente, con un presidente peronista y provinciano, de pelo largo y grandes patillas –sobre su aspecto había hecho contracampaña el radicalismo– que prometía revolución productiva y en cambio ofreció privatizaciones, una desocupación que seguiría creciendo hasta el final de su mandato y la expansión de cierto cuentapropismo que precarizaba todavía más la vida cotidiana: mensajerxs en moto, remises, gestión de canchas de paddle, kioscos 24 horas. En contrapartida, Buenos Aires se llenaba de franquicias extranjeras, el conurbano, de barrios cerrados, la clase política se mixturó con la farándula y la pizza con champagne describía una forma de circulación de cuerpos y consumo que mezclaba dirigentes sindicales, políticos, cantantes de cumbia, vedettes, modelos adolescentes con apellidos de

alcurnia que habían sostenido al partido conservador y que veían concretados sus sueños húmedos de achicar el Estado de la mano de un elenco inesperado, sin clase pero con carisma. María Julia Alsogaray, hija del ex ministro de economía Álvaro Alsogaray, funcionaria del gobierno de Menem, se fotografió desnuda debajo de un tapado de piel en la tapa de la revista Noticias. «Todos merecemos un instante de frivolidad», justificó. En 1992 aparece en la calle la primera Marcha del Orgullo Gay y Lesbiano, aunque también había algunas pocas travestis –la sigla LGBTIQNB+ aún no se había armado y desarmado para seguir nombrando cuerpos, identidades y prácticas disidentes–. Fueron unas trescientas personas, aunque tal vez el cálculo haya sido optimista. Muchas de ellas con barbijos o máscaras no solo porque la respuesta política a la vergüenza y la persecución que todavía se vivía en las calles no aseguraba conservar el trabajo o los vínculos familiares al día siguiente de marchar con la cara descubierta, sino porque además la crisis del SIDA empezaba a escalar en el número de muertes e infecciones. A diferencia de otros países, es en los noventa, con sus contrastes de hipersexualización heteronormada y moral cristiana –que desde los púlpitos cardenalicios inventaban islas donde recluir a lxs desviadxs–cuando el VIH se hace visible, cuando los activistas como Carlos y Roberto Jáuregui aparecen en televisión para hablar de su diagnóstico.

Decir que se era gay y que se vivía con VIH traspasaba la mera salida del clóset, era una toma de posición radical en la esfera pública, un gesto de resistencia a la imagen prístina que estableció el neoliberalismo. La desconexión (en el campo del arte) hizo que las obras no estén atravesadas por la eficacia del activismo y sí, ancladas a una genealogía del arte contemporáneo en la que prevaleció la autonomía del campo. El precio fueron las impugnaciones, la imposibilidad de anudar, hasta hace unos pocos años, el arte con la micropolítica, el virus con una estética.

escribe Francisco Lemus en 2021, en la revista Heterotopías, en relación con obras de artistas como Feliciano Centurión, Omar Schirilo, Liliana Maresca, todes fallecidxs a causa del SIDA. Rescato una de Centurión, un bordado sobre una manta comprada en el barrio de Once, una superficie sin metáfora destinada a dar abrigo: «No dejemos que el terror entre en nuestros corazones».

Recién emergiendo de los años del terror, después de la efervescencia de los ochenta, la escena se resquebraja. En las campañas públicas de prevención –escasas– no se hablaba de prácticas sexuales, el cuerpo estaba escindido de la cabeza. Los afiches daban la orden: «Metételo en la cabeza, el SIDA mata». O «avisá», una recomendación críptica que aun impresa sobre un condón de fondo ponía una marca sobre algunos cuerpos, los descartables: promiscuos, maricas, putas, travestis, drogadictxs.

La combinación de drogas antirretrovirales, que empezaron a convertir en crónica la enfermedad, tardaron más de un año, desde su presentación en 1996, en empezar a distribuirse en Argentina. Después escasearon los análisis –o las obras sociales directamente no los autorizaban– necesarios para el seguimiento de su eficacia y daños colaterales. La carga ominosa del VIH/SIDA no se disipa del todo en las cuatro décadas de democracia, facilita que lxs desviadxs que viven con el virus sean variable de ajuste en el acceso a la salud. Las razones de las muertes relacionadas al VIH son interseccionales: a medida que se estabiliza la seropositividad como una condición crónica, serán las travestis empobrecidas las que llenen las estadísticas funerarias.

En esos años hubo más de un centenar de muertos tapados por los escombros de los atentados a la Embajada de Israel, en 1992; a la sede de la mutual judía AMIA, en 1994; y la explosión de la Fábrica Militar Río Tercero que, se supo

«El underground de los ochenta era un desborde de deseo vital y sensual que se contraponía a la sociedad de terror de la dictadura. Los cuerpos estaban en primer plano, contorsionados, grotescos, libidinosos. Estas expresiones contrarrestaban, incluso agresivamente, con la escena más dominante de las bandas de rock nacional que convocaba a miles de jóvenes en todo el país.»

después, buscó ocultar el contrabando de armas a Croacia. Los atentados a la comunidad judía continúan impunes.

La desocupación, que dejó a miles sin herramientas sindicales para la resistencia, encontró en los cortes de ruta una forma de acción directa que organizó una nueva identidad: piquetera. Cuerpos marrones, docentes, trabajadores de YPF, de SOMISA, desocupados de sus trabajos en fábricas cerradas que se buscaban recuperar, excluidos de toda asistencia social, imponían su materialidad para cortar el tránsito. No se los podía pasar por alto, su contundencia sobre el asfalto durante semanas, hasta meses organizaban la vida cotidiana al raso de la ruta, obligando a las mujeres a sostener los piquetes con ollas populares entre otras tareas de cuidado; con la misma determinación que sus compañeros, pero sin la misma voz en las decisiones políticas. Esta forma de acción directa para hacerse visible, poner el cuerpo para que se detenga la indiferencia a riesgo de la represión –Víctor Choque en Ushuaia (1995) y Teresa Rodríguez en Cutral Có (1997) fueron muertos en piquetes–, se intensificaría a fin de siglo y en la revuelta de 2001 alumbraría una alianza de clase entre «piquete y cacerola». Con el instrumento de cocina, se mencionaba a la clase media, confiscada de sus ahorros por las medidas económicas del Gobierno de Fernando de la Rúa, que terminó violentamente con el estallido del 19 y 20 de diciembre de ese año.

El hambre y la desposesión, pero también la potencia de los cuerpos juntos, las alianzas para sostener la reproducción de la vida por fuera incluso del imperativo productivo del trabajo, fueron modos de estar y vivir juntes que desafiaron la idea misma de exclusión para hacer de la periferia un lugar deseado. Los movimientos piqueteros al filo del siglo XX y principios del XXI aportaron imaginación y práctica política desde

las geografías más diversas, del norte al sur, en la periferia del conurbano, en las asambleas populares, que discutieron desde el derecho al aborto hasta las compras comunitarias en los centros urbanos. La serigrafía como tecnología artística privilegiada a los costados de las rutas y en las manifestaciones acompañó ese proceso, las consignas se llevaban en el cuerpo en remeras o parches que se producían en la calle misma. Reproducir, diseminar, señalizar; leyendas, ideas, imágenes.

Contra los cuerpos seriados, rubios, bronceados, musculosos que las revistas exhibían como ideales, sometidos a tecnologías que irían perfeccionándose para ofrecer la promesa de un cuerpo correcto, apto para el mercado del deseo, otros cuerpos tomaban la calle, desbordados, bailando desaforadamente en la calle al final de los escraches. Esa acción directa compartió época, imaginación y mesa de articulación entre piqueterxs, estudiantes universitarixs, agrupaciones de lesbianas, travestis, artistas, militantes políticxs y la agrupación H.I.J.O.S., que reúne a hijos e hijas de desaparecides, exialiades, asesinadxs durante el terrorismo de Estado, y a quienes quisieran sumarse en la búsqueda de quebrar la impunidad por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar. «Si no hay justicia, hay escrache», radical y sencillo: si el Estado no juzga a los genocidas, «el país entero será su cárcel», se decía frente a las casas de los genocidas, ubicadas mediante investigaciones minuciosas, el día de la acción que era largamente preparado con volantes que se distribuían en las casas vecinas, en las plazas del barrio y los comercios. Los escraches reconstruyeron la condena social necesaria para anular las leyes de impunidad –en 2004–, igual que la aparición de los bebés, ya jóvenes y después adultos, apropiados durante la dictadura, que las Abuelas de Plaza de Mayo buscaron y buscan a través de acciones diversas cuerpo a cuerpo, como dar charlas en las escuelas, organizar ciclos de teatro, alojar

Marta Dillon

hospitalariamente a cada quien que recuperaba su identidad para que también se convirtieran en difusores de la búsqueda de quienes faltan.

Si el estallido del 19 y 20 de diciembre de 2001 dejó un tendal de cuerpos sin vida en todo el país, también tuvo la capacidad de organizarse para que no fueran más, para poner un límite, saber que era posible. Fueron las Madres de Plaza de Mayo las primeras que pusieron el cuerpo frente a los caballos de la Guardia de Infantería que pretendía desalojar los alrededores de la Casa de Gobierno y el microcentro de Buenos Aires después de un gigantesco cacerolazo la noche del 19 y de una jornada de saqueos a supermercados y centros comerciales que se produjeron en casi todo el país. La resistencia en ese día en que el Obelisco se cubrió del humo gris de las armas que detonaron las fuerzas represivas fue encarnada por jóvenes, muchxs se habrían encontrado antes en algunos de los escraches. En la zona del microcentro los impactos de balas quedaron marcados sobre los vidrios de las sedes centrales de la mayoría de los bancos junto a pegatinas de miras telescópicas, el piso estaba regado de soldaditos de plástico. El día anterior a la revuelta el GAC (Grupo de Arte Callejero) había hecho una intervención para denunciar la complicidad del capital financiero y las armas.

Cinco muertes en la Capital Federal, treinta y cuatro más a lo largo y ancho del país; en las jornadas que siguieron a la huida de Fernando de la Rúa en helicóptero, otro cuerpo más quedó tendido en las escalinatas del Congreso. En las pantallas de televisión se vio llegar la sangre hasta la vereda.

«Sacayán, Kosteki, Santillán», dice una de las remeras serigrafiadas que la artista Mariela Scafati fue poniéndose una sobre otra hasta contar veinticinco o treinta y hacerse un cuerpo-otro sobre el suyo. En cada una había una

obra del Taller de Serigrafía Popular, que integró, y del colectivo Serigrafistas Queer, que integra. Los shablones fueron hechos de la interacción con otros cuerpos e identidades, con el pulso de la calle y los conflictos sociales. Esa corporalidad gruesa que va consiguiendo la artista con la performance que presentó en el MALBA –entre otros museos del mundo– está hecha de otras voces, otros cuerpos, de este tiempo.

Diana Sacayán, dirigente travesti, indígena y piquetera, fue asesinada en el final del año 2015, cuando terminaban los doce años de gobierno kirchnerista. Maximiliano Kosteki y Darío Santillán fueron asesinados en las inmediaciones del Puente Pueyrredón, que separa la Ciudad de Buenos Aires del conurbano sur. Pretender ocultar la responsabilidad policial en esa cacería de militantes piqueteros fue el final, en 2002, del gobierno de transición de Eduardo Duhalde después del estallido de 2001. La obra de Serigrafistas Queer no marca solo un período en que los cuerpos fueron otros, adquirieron nuevas categorías ciudadanas, busca también poner en la agenda emocional del pueblo un travesticidio. Un crimen de odio de una dirigente política vulnerable por su identidad de género. La presidencia de Néstor Kirchner fue una sorpresa para muchos y muchas. Se anularon las leyes de impunidad, se reabrieron los juicios por crímenes de lesa humanidad contra los responsables del genocidio y los derechos humanos se transformaron en una cuestión de Estado. Alto, desgarbado y bizco, Kirchner se arrojó entre la multitud el primer día de su gobierno y terminó con un magullón en la frente apenas comenzado su mandato. Hizo piruetas con el bastón presidencial cuando se lo entregaron. Se declaró hijo de las Madres, parte de una generación diezmada. Con ese porte exigió bajar los cuadros de los presidentes de facto de una galería de honor del Colegio Militar. Se respiraba otro aire, era fácil sentirlo en el cuerpo. La Asignación Universal por Hijo, la ley de salud sexual y reproductiva, la Ley de Educación Sexual Integral, la reducción Cuerpos precarios,

de la pobreza, la indigencia y el desempleo, el pago de la deuda al FMI, la idea de la Patria Grande. Fue él quien aseguró que se sancionara en la Cámara Baja la ley de matrimonio igualitario, que amplió los límites de lo hasta entonces posible para muchxs. Cuando murió, en 2010, el duelo fue generalizado. Su viuda, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, condujo el cortejo bajo la lluvia, caminando solo acompañada por su hijo y su hija, detrás los honores y una multitud doliente.

Los dos períodos presidenciales de CFK fueron también de ampliación de derechos. La Ley de Identidad de Género inauguró la democracia real para las personas travestis y trans en 2012. Las amas de casa, o mejor dicho, las que habían trabajado en tareas de cuidado no reconocidas, pudieron jubilarse. Se regularon las relaciones laborales de las trabajadoras de casas particulares. La protesta se retrajo, creció la polarización. Una presidenta podía ser juzgada por sus medidas, pero la irritación que generó su figura sexuada la estigmatizó como yegua, loca, se la retrató como mujer golpeada, que gozaba sexualmente con los gritos del pueblo, quemada en una hoguera como bruja. Su pelea con el sector concentrado del «campo» y los medios de comunicación le valió el escarnio y el odio que llegó, en 2022, a concretarse en un atentado contra su vida con efecto disciplinante para todas las desobedientes. Ese atentado todavía no fue juzgado y aunque el disparo no salió del arma homicida, su carrera política si quedó herida fatalmente. Uno al lado del otro, tirados sobre la vereda, a pasos de la estación Once del tren Sarmiento, los cuerpos jóvenes y sin vida de casi doscientas personas que habían ido a escuchar un recital de rock en el local República Cromañón signaron el final del año 2004, y un antes y después para la vida cultural alternativa en la Ciudad de Buenos

Aires. Era 30 de diciembre y en un espacio habilitado para mil personas se permitió entrar al triple de seguidorxs del grupo Callejeros, una banda del conurbano que le cantaba a los ritos, fugas y encuentros de su territorio. Ninguna medida de seguridad se activó correctamente frente al incendio, que solo generó humo, asfixia y encierro fatal a poco de empezar el show. La cantidad de zapatillas que quedaron en el piso como resto de la tragedia tradujeron el saldo de más de mil heridos y heridas. Los efectos de Cromañón, además de afectar a cientos de familias y a miles de sobrevivientes, pusieron en jaque a centros culturales, lugares de reunión, pequeños teatros y hasta cineclubes.

En 2012, un tren de la línea Sarmiento colisionó contra la estación terminal de Once. Era 22 de febrero a las 8.33 de la mañana, la formación iba repleta. Las imágenes de los cuerpos apilados entre los primeros vagones son imposibles de olvidar. Cincuenta y dos muertes, casi ochocientas personas heridas. Estas dos tragedias en la Ciudad de Buenos Aires en los años en que gobernó el kirchnerismo produjeron quiebres insoslayables en la idea de una mayor integración a la ciudadanía de las vidas precarias. Las que viajan «como el orto», como se llamaba un blog que estuvo abierto para narrar experiencias en el transporte público y funcionó hasta 2011, poco antes de la tragedia ferroviaria. Las que se apiñan en un espacio cerrado para beber una hora de éxtasis de su banda favorita y no llegan a pagar la entrada a un estadio. Vidas precarias, cuerpos que valen menos, cuerpos separados de su identidad; los cuerpos de quienes ya no pueden decir «mío».

Ana Wortman describe en 40 años de democracia. El impacto de las calles en la escena cultural. Nuevos significados a partir de la digitalización cultural una suerte de resiliencia de los espacios culturales que fueron cerrados después de la tragedia de Cromañón, que volvieron a abrirse en «una continuidad con los surgidos en la crisis de 2001», aunque no tanto en términos de abrir

lugares de trabajo, sino de generar posibilidades de ensayar otras formas de vida. Un reflejo de la cultura para reinventarse que también registra en la pospandemia, después de la parálisis de la cuarentena. Esa pulsión vital por no dejar de insistir en vivir, crear y compartir que podría ser una marca indeleble de estos 40 años de democracia.

Rebeldes, desencajados de toda norma, feministas, transfeministas, cuerpos en lucha que aparecieron masivamente en la escena pública durante el Gobierno de Mauricio Macri y fueron su mejor oposición. Cuerpos que se narran en colectivo y nos transformaron a todes. Gordos, marrones, negros, maricas, travestis, villeros; cuerpos en asamblea permanente contra la violencia y el empobrecimiento que produjo la deuda gigantesca tomada otra vez con el FMI y que se tradujo en endeudamiento de los hogares para sostener la vida cotidiana. Se marchó en estado de desobediencia y fiesta, con las consignas pintadas en el cuerpo, con los torsos desnudos o no, sin regulaciones estéticas, con esa potencia de tsunami que tiene el desacato. La pandemia fue como sentir un palazo en los dientes cuando se corre a toda velocidad. La sobrecarga de las tareas de cuidado, el estallido de los hogares donde se acumularon tareas reproductivas y productivas dejó cuerpos cansados, más temerosos, casi adaptados a la sociedad de control. «Los mexicanos vienen de los indios, los brasileros vienen de la selva, pero los argentinos bajamos de los barcos», se escuchó decir al presidente Alberto Fernández públicamente

Una emoción prevalece en el final de este 2023, en las puertas del aniversario que convoca este libro: la ansiedad. Como nunca antes, aumentó la venta de ansiolíticos y otros medicamentos similares. Clonazepam, omeprazol, ibuprofeno, podrían ser los nombres de la época. Duele el cuerpo, no se ve el futuro. Y, sin embargo, una creciente politización rizomática activó las defensas de un pueblo que se resiste a la debacle. La 32a Marcha del Orgullo LGBTIQ+ congregó a un millón y medio de personas, que fueron puro cuerpo politizado durante un sábado entero. Esa imagen de una vibración al unísono, una fiesta desgarrada deseosa del instante, podría completarse con otra imagen, en un vagón de subte, en alguna de las líneas que apenas se extendieron en estas décadas en la Ciudad de Buenos Aires. Es la de una mujer que habla desde su fragilidad al resto del pasaje, cuenta su historia como hija de otra mujer que fue secuestrada y torturada mientras la gestaba, nieta de una Madre de Plaza de Mayo también secuestrada en 1977 y arrojada viva al mar desde uno de los aviones de la muerte. Habla buscando en les otres ese lazo que fundó la democracia, un lazo vital que emergió del terror y se le opuso para buscar y reinventar la primavera. Cuerpos precarios,

en un alarde de racismo e ignorancia del que no se vuelve. La aceleración exponencial de las comunicaciones digitales, de la vida digital, aceleró también una revuelta conservadora y violenta que amenaza a la democracia misma con la pretensión de hasta revertir el proceso de Memoria, Verdad y Justicia, que es pacto fundamental de la convivencia en este territorio.

Del cuerpo-jurídico al cuerpo-desborde. Entre las siluetas públicas del activismo y los contornos privados de Jorge Acha

Natalia Taccetta

Es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA), doctora en Filosofía por la Universidad de París 8 y doctora en Historia por la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (IDAES-UNSAM). Es magíster en Sociología de la Cultura por el IDAES-UNSAM y profesora y licenciada en Filosofía por la UBA. Es investigadora adjunta del CONICET, docente e investigadora de la UBA y la Universidad Nacional de las Artes. Sus temas de investigación son la estética, la filosofía de la historia y la teoría de los afectos.

Apenas terminada la dictadura cívico-militar que se extendió en Argentina entre 1976 y 1983, la desaparición se volvió cada vez más omnipresente en el activismo político y artístico. Lxs desaparecidxs se convertían en fantasmas que poblaban espacios y tiempos y reclamaban in absentia una sepultura adecuada, una palabra acorde, un duelo justo. «Ni vivo ni muerto, condenado a la búsqueda de un depósito o receptáculo donde poner término al duelo», dice Miguel Valderrama (2009) sobre la desaparición, que abre el debate sobre los modos de detener su errancia sin fin. Desde entonces, la posdictadura se llena de rituales luctuosos que intentan figurar formas posibles de su aparecer. Estas páginas se proponen volver sobre esos espectros para recoger el arco que se tensa entre prácticas públicas del activismo y los contornos privados del cine experimental, que, en las

antípodas del «cine de memoria», comenzaría en esos años y se extendería durante las décadas siguientes. Entre la potencia de los «siluetazos» y las formas queer del cine de Jorge Acha (19461996), emergió un imaginario de cuerpos sojuzgados y desaparecidxs, pero también de superficies desbordadas de deseo. Desde la generalidad de las siluetas sin nombre hasta los films Habeas corpus (1986) y Standard (1989), se consolida todo un archivo de cuerpos, una arqueología de la violencia tanto como una de las pasiones.

DE FORMAS Y SILUETAS

En diciembre de 2004, se produjo un «siluetazo» en las rejas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) a pocos meses de la firma del convenio que

la convertía en Espacio para la Memoria y la volvería «ex-ESMA», «lo otro» de la ESMA, su contrario. Los organismos de Derechos Humanos realizaron esta primera intervención, y siluetas de hombres, mujeres, cuerpos gestantes y bebés fueron realizadas en cartón y colocadas en las rejas exteriores del Espacio. Sin embargo, duraron solo un día. Atacantes nocturnos dejaron en pie solamente la única silueta realizada en chapa poniendo en evidencia las sensibilidades que despertaba el reclamo de la aparición de la desaparición.

Algunos meses después, en abril de 2005, se realizó un segundo siluetazo, pero con materiales resistentes. Aunque al principio fue pensado como una intervención no exclusivamente artística, este siluetazo fue llevado a cabo por los gestores del original (Julio Flores, Guillermo Kexel y Rodolfo Aguerreberry) y por artistas como León Ferrari, Felipe Noé, Marcelo Brodsky. Las siluetas fueron soldadas a las rejas, ya sin el misticismo de la gestión colectiva.

Según Ana Longoni y Gustavo Bruzzone (2008), autores de una compilación de documentos imprescindible sobre el tema, la realización de siluetas «es la más recordada de las prácticas artístico-políticas que proporcionaron una potente visualidad en el espacio público de Buenos Aires y muchas otras ciudades del país» (p. 7). La silueta reactualizaba la pregunta por la ausencia como falta material, como «pueblo que falta» tal como diría Gilles Deleuze, en que «el trazado sencillo de la forma vacía de un cuerpo a escala» (Longoni y Bruzzone, 2008, p. 7) daba alguna dimensión de la desaparición aunque treinta mil es una cifra difícil de imaginar en cualquier contexto.

Estas siluetas en la ESMA se inscriben genealógicamente en una línea que llega al día del estudiante de 1983. Mientras se realizaba la tercera Marcha de la Resistencia en Plaza de Mayo, el público se sumó a la confección de siluetas de cartón a escala humana para empapelar el centro de la ciudad. El recurso tenía la virtud de ser un mecanismo de participación socializada de fácil reproducción a nivel nacional y se convirtió en una

herramienta creativa de producción visual que, al mismo tiempo, instauró una fisura en el espacio público, una ocupación y un reclamo de soberanía.

En los primeros documentos recopilados en el libro de Longoni y Bruzzone se pone en evidencia que la idea de «silueta» forma parte de un linaje extenso. El «siluetazo» de 1983 ocupaba la calle con una acción que volvía indistinguible el hecho político de la obra de arte en un acontecimiento en el que los «cuerpos» desaparecidos se volvían imagen-símbolo de la violencia política de Estado y también acción para sostener una exigencia cada vez más simbólica –la de la aparición con vida– y un reclamo jurídico incansable –el de habeas corpus. La silueta dotaba a lxs desaparecidxs de algún tipo de presencia en el territorio de la transición y la democracia que comenzaría en diciembre de ese año y, en este sentido, auguraba la actitud que tendría parte del pueblo argentino: ni olvidaría, ni perdonaría, ni dejaría de buscar. Como explica Longoni en una entrevista de 2005, se esperaba poder hacer reflexionar sobre los desaparecidos «desde la cantidad de cuerpos ausentadxs por la violencia política, por la represión del Estado».1 En 1982, ya se había gestado la idea de poner en la arena pública treinta mil cuerpos aunque no había todavía una idea definida del todo y se anticipaba que, como acción artística, era imposible sin la participación colaborativa. Se pensó en un laberinto de papel en el exterior de un museo –como propuesta en principio pensada para un premio en el campo artístico–, pero se advirtió rápidamente la cantidad de manos y voluntades que serían necesarias para poner en práctica cualquier acción que implicara treinta mil figuras. La idea debió aguardar al año siguiente.

En la Marcha de 1983, los artistas llevaron la iniciativa a la organización de las Madres de Plaza de Mayo, que, entre otras cosas, pidieron que las

1 Entrevista para material educativo realizada por Fernanda Carvajal, Marcelo Expósito, Cora Gamarnik, Ana Longoni y Jaime Vindel para la Red Conceptualismos del Sur. Disponible en https://campuseducativo.santafe.edu.ar/el-siluetazo-lapolitica-del-acontecimiento/

siluetas no tuvieran nombres ni marcas específicas dado que las listas de desaparecidxs eran incompletas. Así se decidió la homologación entre las siluetas, que ninguna aparecería acostada y que ninguna fuera identificable de modo alguno. Erguidas y sin nombres, las siluetas instauraron la figuración del pueblo desaparecido como un todo indiferenciado, sin jerarquías ni protagonistas. El mecanismo era simple y repetitivo: un manifestante se acostaba y prestaba su silueta para que se materializara en la sucesión enorme de cuerpos. Los muros de los edificios públicos que rodean la Plaza de Mayo se llenaron de desaparecidxs. Para diciembre de ese año, el dispositivo se reproducía «espontáneamente» por otros barrios y otras ciudades del país. El recurso se codificaba y se esparcía en marchas, ocasionalmente con la premisa del uso de alguna plantilla específica o la indicación de emplear algún color en particular. En cualquier caso, el cuerpo del desaparecidx, el cuerpo que faltaba, se yuxtaponía al cuerpo manifestante en una coincidencia sin tiempo, que se convirtió en una de las matrices de la representación de la desaparición. Otra fundamental sería, naturalmente, la utilización desde 1977 de las fotos carnet de lxs desaparecidxs por parte de las Madres.

El siluetazo involucró la repetición y la serialidad, en medio de las que irrumpió eventualmente alguna silueta fuera de código, que, poco a poco, durante las noches, se llenaban de datos y nombres cuando los artistas ya no motorizaban la acción y la intervención ya se había desbordado. El reclamo se repetiría, por ejemplo, en la Plaza de la República, con la intención de mostrarle al presidente electo Raúl Alfonsín, que asumiría poco después la deuda inexpiable tanto con lxs desaparecidxs como con sus sobrevivientes. El carácter sustitutivo de la silueta reclamaría día y noche la restitución de la aparición a partir de esta acción colectiva, aunque los reclamos fueron cambiando desde la «aparición con vida» a la «memoria, verdad, justicia», pasando por «que abran los archivos».

Testimonio de estas demandas, las siluetas colmaron las paredes de Plaza de Mayo para poner en evidencia un secreto a voces. Allí, en ese ágora, cuna de la conquista de la patria, aparecían los hijxs y nietxs con otra exigencia política, que permitiría la apropiación definitiva de la Plaza a Madres y manifestantes. En este sentido, lo que Roberto Amigo Cerisola llama la «toma política» de la Plaza, «no se podría haber dado sin la toma estética, sobre todo, porque la manera en que esta se produce implica una recuperación de los lazos solidarios perdidos durante la dictadura» (Amigo Cerisola, 1995). Las imágenes del siluetazo vinieron a reparar este hiato con una práctica colaborativa, involucrando un debate «en torno a la figura del desaparecido y su representación» (Giunta, 2014, p. 6), así como sus modos de inscripción «en la textura social antes que en la individual, más vinculada a la identificación» (p. 6). Marcelo Expósito (2009) sostiene, en este sentido, que con el siluetazo se salda el vacío que separa dos momentos históricos del activismo en el arte, como son el ciclo revolucionario de 1968 y el ciclo posdictadura. El período del 68 ofrece al siluetazo el antecedente inexorable de los proyectos de autoemancipación colectiva y la apuesta por la vanguardia revolucionaria como en el proyecto Tucumán Arde.

El siluetazo genera, entonces, esta ocupación estética y política de la Plaza de Mayo (Battiti, 2013) al exhibir la desaparición a partir de una tematización oblicua. Hay en los siluetazos un encuentro entre el vacío y el cuerpo que exhibe la falta, pero con una formalización escorzada. Imagen y desaparición aún no van juntos: el intervalo entre ellos está asumido, imaginado, pensado colectivamente. Este «entre» configura la temporalidad de un ritual dislocado y reconducido desde la intimidad familiar al tiempo comunitario y político. En las siluetas, converge lo natural y lo social de la desaparición. «Desaparecer el cadáver, borrar sus huellas, destruirlo, confundirlo con una cosa…» (Giorgi, 2014, p. 199) constituye la principal ceremonia del poder represor. La silueta surge allí donde hay una suerte de duelo imposible –derridiano,

inacabable–2 y con este los vínculos comunitarios en torno a la muerte. El pacto mortuorio desencajado arroja al espacio de la incertidumbre ese tiempo sin cronología, ese Kairós sin Cronos. Justo allí, entre ambos, la silueta horada la ausencia in praesentia, resto presente, cuerpo inconforme y molesto, que transforma un evento de producción social como es el duelo en escenario espectral para la imaginación política del cuerpo.

QUE HAYA CUERPO

Las siluetas volvían verdaderamente imposible seguir diciendo «nosotros no sabíamos», título de la obra-collage de León Ferrari (1920-2013), en la que recopila noticias periodísticas desde 1976 sobre detenciones, atentados y desapariciones en collages que superan las ochenta piezas. Los textos describen «la aparición de cuerpos atados, calcinados, fusilados en distintas ciudades de la Argentina y el hallazgo de cadáveres en las costas del Uruguay» (Giunta, 2014, p. 6). Como buen archivo –un «archivo de urgencia», como señala Giunta–, se trata de una recopilación incompleta

2 Desde 1980, Jacques Derrida dedicó una serie de obras-epitafio a sus amigos al momento de su muerte. A lo largo de esos textos, una expresión cobra verdadero sentido, la de un «duelo imposible». Para Derrida, consiste en reconocer que el amigo muerto está «ahora» en él y que es imposible depositarlo tranquilamente en el recuerdo. El dolor de este duelo es imposible de «elaborar» y el amigo muerto se mantiene vivo. Para Derrida, los amigos muertos son muertos que no terminan de morir, que asedian; son como fantasmas que quedan atrapados entre la vida y la muerte. El primero de sus «epitafios» está dedicado a Roland Barthes –Las muertes de Roland Barthes de 1981– y en él intentó pensar la muerte del amigo –en su muerte y con motivo de su muerte– a partir de sus obras y en términos de un duelo que consistía en reconocer que el muerto estaba «ahora» (después de la muerte como acontecimiento) en él y en el que se interrogaba por la relación –en apariencia paradójica– entre el carácter singular de la muerte y su repetición inevitable. Derrida busca la operatoria menos infiel para hablarle al amigo muerto y para producir el discurso con motivo de su muerte, pero también en esa muerte misma. Así es como piensa al otro como presente en él en términos de una presencia espectral, inasimilable, inexpulsable e infagocitable, imposible de descontaminar.

sobre la represión y los asesinatos durante la primera época de las Juntas, las noticias que «lograron pasar el tamiz de la censura o que se dejaron pasar como mensajeras del terror», tal como Ferrari lo enuncia en el texto de presentación de la serie, escrito a máquina, con tachaduras y correcciones y con fecha de 1992. Con este gesto, Ferrari resolvía la relación arte/política como dupla inescindible, si bien él mismo clasificaba su arte entre «arte a secas» o arte «lindo» y arte político y de denuncia (cfr. Giunta, 2014, p. 7 y ss.).

La apuesta de Ferrari tiene la fuerza irreverente de la invalidación –del «nosotros no sabíamos»– y funcionó originalmente como información, acusación o evidencia del desastre. En 1984, el archivo se transformó en expediente y volvió a publicarlo –continuando con su fascinación por las fotocopias– con la pretensión de profanar el halo de silencio «sagrado» en el que se encerraba la sociedad, entre el miedo y la cobardía, entre la comodidad de averiguar y el fingimiento de no haber sabido. Con cuerpos destruidos e imaginados, cuerpos presentes que avisaban de la desaparición, Nosotros no sabíamos consolidó la amalgama entre información, archivo, materialidad y apelación jurídica.

En el contexto de esos años, los recursos de habeas corpus proliferan y se convierten en la institución más desoída: el Estado represor niega los cuerpos, multiplica las injusticias del estado de excepción y revictimiza tanto a lxs desaparecidxs como a sus madres. El reclamo de «que tengas tu cuerpo» («habeas corpus [ad subiciendum]», «que tengas [tu] cuerpo [para exponer]») parece aludir en el cine de Jorge Acha tanto a la exigencia de aparición con vida como a algo más elemental: que haya cuerpo porque, como se dice desde Spinoza, nadie sabe lo que puede un cuerpo.

En 1986, este artista plástico de Miramar devenido cineasta por fuera del mainstream realiza Habeas corpus, un film experimental sobre el cuerpo y el cautiverio, pero también sobre el modo en que todo eso pervive en la memoria de una generación, escorzadamente, en sueños, fantasías

«En diciembre de 2004, se produjo un «siluetazo» en las rejas de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) a pocos meses de la firma del convenio que la convertía en Espacio para la Memoria y la volvería «ex -ESMA», «lo otro» de la ESMA, su contrario. Los organismos Derechos Humanos realizaron esta primera intervención, y siluetas de hombres, mujeres, cuerpos gestantes y bebés fueron realizadas en cartón y colocadas en las rejas exteriores del Espacio. Sin embargo, duraron solo un día.»

y deseos. Esta «subjetividad del cautivo» (Sala, 2017) está en las antípodas de poéticas realistas de cineastas como Luis Puenzo y Héctor Olivera (uno estaba recibiendo el Oscar a la mejor película extranjera por La historia oficial, el otro hacía en 1986 la obra más transitada sobre «la Noche de los Lápices»). Acha se mueve en el margen de las instituciones y explora, precisamente, los límites de lo decible y lo mostrable del cuerpo sojuzgado. La convivencia de estos estilos tan distintos marca a fuego la contraposición entre el cine de la transición democrática que configuró el verosímil cultural de la última dictadura cívico-militar y la apuesta radical de los cuerpos de Acha. El cineasta se centra en ese cuerpo que, desde los primeros años setenta, Michel Foucault convierte sin descanso en objeto de sus reflexiones. El cuerpo azorado por la biopolítica confirma la ecuación por la que vida y viviente se convierten en «retos de las nuevas luchas políticas» (Lazzarato, 2000), como bien lo sabe Acha, mientras la «entrada de la vida en la historia» (Foucault, 2006, p. 171) se corresponde con formas de control e intervención por parte del Estado y sus epifenómenos, como bien había anunciado Foucault. Pero el filósofo estaba interesado también en determinar lo que en la vida se resiste y advirtió la existencia de formas de subjetivación y formas de vida que escapan a los biopoderes, una nueva ontología que parte del cuerpo y sus potencias para pensar en la subjetividad política.

Como Foucault, Acha interroga al poder, sus dispositivos y prácticas, y lo hace a partir de la desnudez y el desborde, de la fantasía como una potencialidad que se escurre de las tramas de la obediencia. El cuerpo está inmerso en el campo político y las relaciones de poder-saber operan sobre él, «lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos» (Foucault, 1998, p. 33). Esta inmanencia de dispositivos de poder es, evidentemente, la del cuerpo del condenado de Habeas corpus, cuya materialidad expone un carácter de doble producción:

como efecto biopolítico del cautiverio –desnudez, desesperación, sudor– y como efecto cinematográfico del desborde –fantasía, felicidad–.

Los recuerdos o sueños del detenido de Habeas corpus interrumpen en el ambiente mortuorio convencionalmente asociado a los centros clandestinos de detención. Un cuerpo desnudo, transpirado, pero paradójicamente deseable alterna entre la posición erguida del Cristo crucificado con la del Cristo muerto frente a la mirada del perpetrador, que se centra en las revistas de fisicoculturismo que endiosan cuerpos helénicos, que se enmarcan en el estudio de las proporciones de Leonardo. Entre Da Vinci y Mantegna, el Cristo desvencijado de Acha es observado por el espectador con menos obsesión por los abdominales, aunque peligrosamente ubicado en el lugar mismo del verdugo. El film juega con las temporalidades que se alternan. La del cautiverio, la de la «realidad» –el afuera del que participa el guarda– y la de los sueños de cuerpos semidesnudos, peces, agua y arena, risas y abrazos. Esas fantasías irrumpen con el tiempo del deseo, mezclándose problemáticamente con un «tiempo realista» entre referencias a la visita de Juan Pablo II a la Argentina en junio de 1982, misas en la radio, frases en latín, lecturas bíblicas, cantos gregorianos y una figura cristológica insolente, que exhibe el cuerpo desnudo como objeto de deseo y hasta ensaya una sonrisa emancipadora sobre el final, entre las gotas de lluvia y los peces liberados en el mar.

El cine de Acha es, como señala Luciana Caresani (2017), «un cine de cuerpos» y, por eso mismo, Habeas corpus se inscribe seguramente en una trama que llega a la depuración del cine de Robert Bresson en Un condenado a muerte se escapa (Un condamné à mort s’est échappé o Le vent souffle où il veut, 1956) tanto como a la virilidad obscena en el mundo carcelario de Un chant d’amour (1950), de Jean Genet, o hasta Querelle (1982), de Rainer Werner Fassbinder. Como buen pintor que era Acha, su cámara entra y sale de la escena con pincelada certera, quirúrgica, «va y viene y vuelve

a entrar en una de esas celdas, escenario en el que caben –como siempre pasa entre captor y prisionero– también las sombras, los fantasmas y los deseos, casi en ese orden» (Bertazza, 2017, pp. 65-66). Habeas corpus comienza con el río fantaseado, pero también temido. El agua, las goteras, la humedad se confunden con gestos y gemidos, peces boqueando y un cuerpo desnudo al que el «padrenuestro» en latín inviste de sacralidad. El culto al cuerpo perfecto de las revistas se yuxtapone al cuerpo del viacrucis y ambos se enredan en la playa imaginada entre sonrisas, palabras apenas oídas, como aquellas que resuenan apenas una vez que se termina el sueño. Mientras tanto, la certeza irrefutable en la radio: «Un joven de 33 años está por ser sacrificado».

El cuerpo de Acha no es solo el de un condenado a muerte; es un derrotado, un cuerpo aplastado por los sangrientos biopoderes contemporáneos, aquí corporizados en un hombre cualquiera. El film solapa el cuerpo desaparecido y el cuerpo de Cristo sin solemnidad, sino con gestos de barbarie sudaca, como sostendría Gustavo Bernstein, una fuerza plebeya que lleva estas denominaciones «de lo peyorativo a lo admirativo» (Bernstein, 2017). Ese cine «a contracorriente» y que expande «los campos semánticos y perceptuales del espectador» (Piedras, 2017, p. 36) exhibe los cuerpos de la dictadura; los de adentro de los campos y también los de afuera, aquellos de la playa desierta que favorece los encuentros homoeróticos. Este mundo, «separado por el adentro (paredes, cuerpo, celda) y el afuera (calles, imaginarios, mar)» (p. 37), narra el encierro de la dictadura, pero también hace aparecer el cuerpo queer de los años ochenta, frágil y sin garantías. De ahí que parezca como si Acha hubiera encontrado la clave de una puesta en escena que permite, finalmente, «mostrar la inenarrable experiencia del encierro, de la tortura, pero también de la resistencia y de la rebelión personal frente a estos castigos» (p. 37).

El cuerpo de los ochenta es territorio de control y vigilancia; sistemáticamente domesticado

por la represión, la tortura, la religión y, sin duda, también, por el VIH. Todas fuerzas desafiadas tal vez –y, apenas– por las letras alegres de Federico Moura, un poeta del virus y el cuerpo que llama a la sensualidad y al baile después de los años de plomo. Levantes, encuentros ocasionales y disfrutes sin reglas, sensibilidades que aparecen en «El 146», «Locura», «Sin disfraz» o «Una luna de miel en la mano» y parecen guionar las escenas playeras de Habeas corpus mientras la palabra clerical se impone en la radio, recordando los pecados del sexo, las drogas y el rock and roll.

QUE HAYA DESEO

A los excesos de los ochenta apuntan las tetas de Libertad Leblanc en Standard, más como arenga que como censura. En este film, Acha muestra a un grupo de obreros intentando construir un monumento faraónico, evidentemente inspirado en el proyecto de José López Rega durante la presidencia de María Estela Martínez de Perón para montar un «Altar de la Patria». Como recuerda Magalí Mariano, la ley que promulgó la creación del panteón en 1974 suponía que el frontispicio debía decir: «Hermanados en la gloria, vigilamos los destinos de la patria. Que nadie utilice nuestro recuerdo para desunir a los argentinos» (Mariano, 2017, p. 90). La apelación a la vigilancia sorprende menos que el lugar elegido para el altar, un terreno de la Avenida Figueroa Alcorta en el que antes ya se había frustrado otro proyecto peronista: el Monumento al Descamisado. El cablerío de alta y media tensión de SEGBA bajo tierra en contacto con redes cloacales y las ruinas del mausoleo de Eva Perón entorpecieron el avance de la obra y la dictadura le dio el tiro de gracia al Altar de la Patria poco después. De algún modo, los obreros de Standard (de)construyen este monumento ficcional que nunca avanza entre los escombros de la remodelación del viejo Mercado Ciudad de Buenos Aires, a punto de convertirse desde mediados de los ochenta en el Spinetto

«El tiempo posdictadura es un tiempo desfallecido, pero que exige figurar la pérdida, pues explorar el duelo es preguntarse por la imagen de una cierta “espectralización del presente”. Esto implica que la escritura y la lectura del archivo posdictadura exigen operaciones de traducción y desciframiento.

Se escriben y se leen ruinas y se construye y decodifica una ruinología. Se trata de una lectura insegura, que asume la incerteza del riesgo.»

Shopping, en un barrio con menos glamour que la zona recoleta elegida para el verdadero.

Los obreros de Acha vagan y gozan, trasladan ladrillos sin objeto y se masturban entre imágenes de Billiken. Parecen cautivos de esas paredes que apenas se sostienen, de esos bloques que se apilan sin sentido. Nada se dice en Standard ni de la construcción del modelo de la maqueta, ni de la destrucción de la nación y sus símbolos. Nada se dice de San Martín ni de Perón, ni de virgencitas ni de guerreros en piedra. Y, sin embargo, un joven señala al espectador con un índice acusador que desconfía de cualquier relato nacional.

Pablo Piedras (2017) propone una idea fundamental: Leblanc en Standard es un mito. Es decir, una figura sin cronología, sin historia, rodeada de grandes hombres de la patria, a los que mira como figurantes con caballos blancos y cucardas. De Carlos Gardel al dictador Videla, pasando por los estereotipos obreros, Leblanc, símbolo sexual en su ocaso, se para firme frente a cámara con mirada lasciva y asiste al goce de los trabajadores. Esos de las zapatillas rotas y los torsos morenos desnudos; esos de la mirada sedienta y las estampitas. La arquitecta controla el trabajo y somete eróticamente. Ella es y construye el altar de la matria sobre el descamisado febril.

Contrariamente a lo que se suele pensar en torno al cine experimental, Acha recoge el guante para dar cuenta del pasado reciente y de un presente incierto, nebuloso, tambaleante. «Mientras la fantasía de un pasado idílico en Habeas corpus permitía avizorar una realidad ajena al dolor; en Standard todo lo que ha sobrevivido está inevitablemente desmoronado» (Sala, 2017, p. 48).

Acha imagina el cuerpo enredado de política del desaparecido mientras enmarca el cuerpo-deseo del cabecita negra. El cuerpo-desborde es reclamo jurídico y anuncio del cuerpo-estigma; imagen indomesticada y cuerpo vigilado. De las ruinas de Standard emerge el cuerpo-precario que se encandila. Monstruoso y apenas erguido, contrasta con el cuerpo-potencia de la Leblanc, arquitecta, sí,

pero también policía, soldadora y tanguera porno. Del agua de Habeas corpus, nace la vida frágil del descamisado de Standard.

QUE HAYA VIDA

«Violencia, duelo y política» es el nombre de un capítulo de Vida precaria, de Judith Butler (2006). Estas tres palabras pueden resumir el conjunto que convoca la dictadura: qué hacer con los restos de la violencia, cómo elaborar el duelo, cómo configurar nuevos escenarios políticos y, concomitantemente, cómo archivar las huellas y los afectos. En ese libro, Butler está preocupada por repensar la relación entre vulnerabilidad y vida para reelaborar la noción de comunidad en un contexto donde pesan preguntas elementales: ¿qué vidas «cuentan» como vidas? y ¿qué es «lo que hace que una vida valga la pena»? (Butler, 2006, p. 46).

Butler consigna que, para Freud, elaborar un duelo significa ser capaz de sustituir un objeto por otro y que se vincula a la introyección, históricamente asociada a la melancolía. Sin suscribir directamente al duelo imposible de Jacques Derrida, la autora parte de que el duelo no es la sustitución de un objeto (algo que viene a ocupar el lugar vacío), sino que implica transformación: «Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente, para siempre» (Butler, 2006, p. 47). Implica enfrentar un enigma, la experiencia de no saber qué se logrará con el intento de duelo. De esta incertidumbre habla gran parte del arte posdictadura. Comprender que hay una pérdida, no saber qué hacer con ella, bordearla con imágenes sin que ninguna ocupe su lugar ni la sustituya. De alguna manera, las apuestas aquí mencionadas parecen responder al interrogante que plantea Butler para pensar esta ecuación: «¿Qué soy sin ti?, –dice la filósofa– solo lo que persiste cuando lo demás ha desaparecido». No se trata de un duelo privado y solitario, sino de una politización del ritual comunitario:

El duelo nos enseña la sujeción a la que nos somete nuestra relación con los otros en formas que no podemos siempre contar o explicar –formas que a menudo interrumpen el propio relato autoconsciente que tratamos de brindar, formas que desafían la versión de uno mismo como sujeto autónomo capaz de controlarlo todo–. (Butler, 2006, p. 49)

El duelo posdictadura inaugura un «yo» colectivo que cobra forma en el arte desde la recuperación democrática. Los artistas intentan articular figuraciones posibles para no caer en el silencio o el discurso de lo irrepresentable y forjar una comunidad que se instale políticamente en sus imágenes. Una comunidad que construirá formas de duelo alrededor del vacío del cuerpo. «El cuerpo es praxis», sostiene Butler. Es hacer, es piel y carne que acciona y expone a la mirada, como bien lo sabe Acha. Más allá del dolor de la intimidad de las familias sin duelo, los cuerpos que faltan de la dictadura son cuerpos cuya dimensión es invariablemente pública. Cuerpos que tienen que ser imaginados tanto como reclamados, que llevan huellas que no se ven, en restos que no están. En este sentido, Butler asegura que se manda convencionalmente a «desterrar la melancolía» en pos de procesar el duelo, cuando en realidad habría que asumir que el ser melancólico es el encargado de sostener activa una pérdida para exigir reflexión y pensamiento. Esta es la idea de melancolía que nos interesa: una melancolía que melancolice (como verbo), que se sostenga en la acción de mirar al pasado, no pasiva, sino llena de potencia. Por la falta de archivos, pruebas, cuerpos y documentos, identidades y crímenes, la posdictadura argentina no ha podido llevar a cabo el duelo social. Si algo parecen hacer los artistas es, precisamente, abrazar afectos que exigen seguir experimentando el pasado de algún modo para devolver politicidad a los muertos.

Elaborar el duelo y transformar el dolor en un recurso político no significa resignarse a la inacción; más bien debe entenderse como un lento proceso a

lo largo del cual desarrollamos una identificación con el sufrimiento mismo. La desorientación del duelo –«¿En qué me he convertido?» o, incluso, «¿qué es lo que me queda?», «¿qué había en el Otro que he perdido?»– deja al «yo» en posición de desconocimiento. (Butler, 2006, p. 57)

«¿Qué es lo que queda?», se preguntan los artistas. Una melancolía por fuera de la preocupación narcisista implica la salida del «yo» a un «nosotros», que involucra a toda una generación. Estrictamente, se corresponde con lo que Marianne Hirsch denominó «posmemoria» (postmemory) (Hirsch, 2012). Como recuerda Andrea Giunta, el término describe la relación de las generaciones posteriores con aquellas directamente involucradas en la represión y agrega: «Se refiere a la forma en la que experimentan el trauma personal y colectivo a través de historias, imágenes y comportamientos entre los que, en muchos casos, crecieron» (Giunta, 2014, p. 6-7). En definitiva, se trata de asumir que la imaginación política posdictadura implica un tiempo de duelo público, una corporalidad política, un «cuerpo comunitario» que se constituye tanto por «aquellos que recuerdo con dolor» como por «aquellos cuyas muertes reprimo, muertes anónimas y sin rostro que forman el fondo melancólico de mi mundo social» (Butler, 2006, p. 74). Finalmente, un tiempo en que «pasado, presente y futuro se confunden y anulan en la memoria intemporal de un presente desprovisto de horizonte, de mundo, de representación» (Valderrama, 2018, p. 18). La «aparición» de la desaparición tomó múltiples formas; el archivo de cuerpos posdictadura intenta contemplar algunas de ellas.

Llamar la atención sobre los restos posdictadura implica aceptar que este reclamo se replica individual y generacionalmente, y que una selección de obras puede hacer decantar problemas que atraviesan desde el arte a toda una generación. La lectura de un archivo de cuerpos implica inexorablemente la ilegibilidad del archivo completo; es también saber que la dictadura sigue

Del cuerpo-jurídico al cuerpo-desborde

escribiéndose en un presente plagado de huecos y ausencias. Es aquí que surge la pregunta que está en la base de este tipo de empresas, es decir, si esos vacíos son representables. Allí es donde podemos seguir la idea de Nelly Richard que asegura que, a pesar de que la experiencia traumática es inefable, requiere un código que la vuelva visible. Se necesita inscribir la desaparición en un tejido, hacerlo aparecer, entrelazar significados nuevos con aquellos que declinan; finalmente, «formular enlaces hasta entonces desconocidos para recobrar el sentido residual de una nueva historicidad social ya irreconciliable con la Historia, en mayúscula, de los vencedores» (Richard, 1986, p. 16).

El arte posdictadura introyecta lo infigurable sin sintetizarlo del todo y arroja una imagen de la inefabilidad y la obligación de figurar. «Figurar a pesar de todo, por lo tanto forzar, por lo tanto desgarrar», propone Didi-Huberman (2010, p. 202).

El desgarro abre la ilusión a la esfera de los afectos articulando un proceso de transformación informado por la falta. La búsqueda y el esfuerzo de figuración de la posdictadura ponen en funcionamiento la fuerza de la falla como síntoma, en el olvido en el cual se juega la posibilidad de

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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donación de la imagen. El síntoma es la potencia de desgarro, la presencia de lo visual en lo visible. El tiempo del duelo se inscribe en esta crisis de la representación y testimonia el desfallecimiento de un tipo de continuidad y un tipo de confianza. Sin embargo, esta inquietud refuerza la necesidad de la imagen. Como propone Valderrama en su libro Prefacio a la posdictadura (2018), incluso hace falta «una imagen de muerte». El tiempo posdictadura es un tiempo desfallecido, pero que exige figurar la pérdida, pues explorar el duelo es preguntarse por la imagen de una cierta «espectralización del presente». Esto implica que la escritura y la lectura del archivo posdictadura exigen operaciones de traducción y desciframiento. Se escriben y se leen ruinas y se construye y decodifica una ruinología. Se trata de una lectura insegura, que asume la incerteza del riesgo. Si la experiencia es desajustada, también la lectura se inscribe en esa dislocación y a ella es a quien verdaderamente el arte posdictadura interroga. Se trata de un exceso y una falta, una contradicción que envuelve al resto y al cuerpo. Una cartografía de afectos que inauguran una experiencia de la temporalidad que va del reclamo jurídico al reclamo por vivir.

Giorgi, G. (2014). Lo que queda de una vida: comunidad y cadáver. En Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica. Eterna Cadencia. Giunta, A. (2014). Arte, memoria y derechos humanos en Argentina. Arteologie. Recherche sur les arts, le patrimoine et la littérature de l’Amérique latine, nº 6.

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Cuerpos y sensibilidades contraculturales de los ochenta

Daniela Lucena

Socióloga y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como investigadora del CONICET y dicta clases en distintas universidades. Es autora del libro Contaminación artística. Vanguardia concreta, comunismo y peronismo en los años 40 y coautora de Modo mata moda. Arte, cuerpo y (micro)política en los 80, Costura y cultura y Body Art. Ha participado en la realización de muestras y archivos en los museos Reina Sofía (Madrid), MALBA, Moderno y Casa Nacional del Bicentenario (Ciudad de Buenos Aires). Su tema de estudio actual se enfoca en los diálogos entre arte, moda y diseño en Argentina.

INTRODUCCIÓN

Desde fines de la última dictadura militar es posible identificar, en la escena cultural de Buenos Aires, un mundo del arte conformado por una trama de espacios y experiencias estéticas que renovaron temprana y vitalmente las formas convencionales de hacer arte y política. Me refiero a una serie de iniciativas que se ubicaron estratégicamente al margen de las instituciones oficiales de la época y que fueron impulsadas por una generación que, aun en medio del terror dictatorial, imaginó nuevos modos de crear y compartir sus obras y producciones.

Mientras que en la calle las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo denunciaban el feroz accionar del aparato represivo del Estado a través de la realización de las siluetas de los desaparecidos, un mundo contracultural indisciplinado y festivo germinaba en los sótanos de la ciudad. La elocuente visibilización de los cuerpos ausentes en el espacio público llevada a cabo por los organismos de Derechos Humanos tuvo una suerte de

correlato, o lado B, en el llamado under de los 80: un circuito que puede ser leído en clave de confrontación y resistencia frente a los efectos paralizantes del poder desaparecedor y sus secuelas durante el regreso de la democracia. Un enlace molecular que, a través de la generación espacios de encuentro, experimentación y creación conjunta, desafió el miedo que la junta militar dispersó como forma privilegiada del vínculo social. Este texto refiere a algunas de esas experiencias estéticas, que se expandieron y multiplicaron en los años del retorno democrático, haciendo foco en el rol del cuerpo desde una doble dimensión: como blanco y efecto del poder, pero también como territorio de insubordinación política.

VIRUS Y LA ESTRATEGIA DE LA ALEGRÍA

Luego de su paso por «Un arte de los medios de comunicación» y la vanguardia radicalizada de la década de 1960, el artista y sociólogo Roberto Jacoby se convirtió en los años ochenta en

letrista del grupo de rock Virus. En esos años, Jacoby repensaba las formas de la acción política dándole un nuevo protagonismo al cuerpo y a los afectos. Ubicaba en el ámbito del rock una «estrategia de la alegría», que buscó interpelar a los jóvenes, desencadenar sus cuerpos paralizados por el terror, ponerlos en acción a través de la exploración sensorial, el deseo y el baile. Formas lúdicas e íntimas de la libertad que configuraron espacios experimentales y festivos, donde se desplegaron iniciativas estéticas indisciplinarias e irreverentes.

Esta estrategia había tenido su origen en los recitales de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, grupo de rock liderado por Carlos «el Indio» Solari. El músico decía, en los años más crudos de la represión dictatorial, que la misión de su grupo era proteger el estado de ánimo de la población. En la entrevista que le hicimos junto con Gisela Laboureau en el año 2011,1 nos explicaba esta idea de la siguiente manera:

Un buen estado de ánimo es como una religión a un mejor precio. Su principal mandamiento es:

¡NO TE ABURRIRÁS! Durante la dictadura militar fue necesario construir guaridas underground para Dionisios. Tratar de que el miedo no nos paralizara y el amor no fuera desacreditado. Que siguiera operando como el simple deseo del bien para otro. Que la alegría no fuera parodiada y que la belleza apareciera aunque más no fuera esporádicamente.

Desde los inicios de la banda, aquellas guaridas under se convirtieron en el espacio de la vida desbordante, de la cercanía intensa, de la fusión colectiva en acontecimientos plagados de delirio y libertad. En los recitales, «el Indio» Solari llamaba a bailar hasta perder la forma humana, como una invitación abierta a la mutación, a desanclar la identidad a través de la búsqueda incesante y la autocreación permanente. El

1 Esta entrevista forma parte del libro Modo mata moda: Arte, cuerpo y (micro)política en los 80, compilado junto con Gisela Laboureau y editado por EDULP en el año 2015.

éxtasis de la danza y la música propiciaba un desprendimiento del yo, lo que permitía el desvanecimiento de las fronteras del ser. Lo dionisiaco, ese sentimiento descripto por Nietzsche bajo la metáfora de una embriaguez que propicia la disolución del individuo, operaba entonces como la guía en la construcción de esas pequeñas y difusas cápsulas de vida grupal. Los encuentros subterráneos se convertían así en rituales colectivos en que los individuos, sin perder su singularidad, se fundían en algo mayor que los abarcaba y al mismo tiempo los excedía.

A tono con estas ideas Jacoby ensayaba con Virus un convencido y desobediente rescate de las pasiones alegres. Si los poderes, para su ejercicio, se valen de la composición de fuerzas afectivas dirigidas a entristecer y a descomponer nuestras relaciones, la alegría podía ser, tal como señaló el filósofo Baruch Spinoza, esa pasión-núcleo fundamental para la formación de una nueva comunidad política por fuera del miedo, la tristeza y la inacción. La alegría, el deseo y el hedonismo se perfilaban, entonces, como herramientas de resistencia y emancipación capaces de reconectar afectivamente a una sociedad profundamente fracturada por el accionar represivo de la dictadura, cuyas secuelas traumáticas perduraron incluso después del retorno de la democracia.

Pese a estos objetivos, durante sus primeros años de existencia Virus tuvo que lidiar con severas críticas, dado que se los acusaba de frívolos y descomprometidos. Los pantalones ajustados y las musculosas estridentes que vestían los miembros del grupo, la silueta sensual y espigada del cantante Federico Moura, el pelo corto, la breve duración de sus canciones y las cuidadas coreografías eran elementos que contradecían abiertamente los mandatos del rock argentino.

Los periodistas encontraban en Federico un cierto aire a David Bowie y esa comparación no era nada infundada. Tanto el músico inglés como el argentino componían a partir de sus

Daniela Lucena

cuerpos vestidos una androginia inédita y glamorosa, que irrumpió como una potencia transformadora en los escenarios.

Con su indumentaria y sus maquillajes, Federico ensayaba versiones inclasificables de sí mismo, que podían redefinirse una y otra vez. Desde ese borde radicalizado de indeterminación exponía la coerción de la normativa heterosexual al mismo tiempo que la desestabilizaba. Sus prácticas del vestido y del adorno enunciaban nuevas formas del erotismo y el deseo a partir de una identidad que, al desfijarse, abría a la multiplicidad y el extrañamiento con lo dado. Pero la ambigüedad de Federico resultaba inadmisible para el discurso dominante de la cultura del rock, que albergaba rasgos autoritarios, machistas y homofóbicos.

Además, Federico bailaba sobre el escenario. Este gesto, aparentemente menor, no lo era en absoluto. En el ámbito del rock nacional se había intensificado desde los años setenta la supremacía del aspecto intelectual y mental sobre el cuerpo y los sentidos. El baile había quedado relegado al espacio de la discoteca donde, según decían muchos roqueros, se escuchaba música comercial y pasatista, que representaba un obstáculo para la consolidación de un espíritu juvenil crítico. Para Virus, sin embargo, era esencial fomentar el baile y la diversión en los recitales, de modo de generar un estado distinto a la tristeza y al desánimo. Algo sumamente significativo si se tiene en cuenta que Jorge Moura, el hermano mayor de los músicos del grupo, fue secuestrado por las Fuerzas Armadas en 1977 y sigue desaparecido hasta el día de hoy.

Federico creía firmemente que en un auténtico concierto de rock and roll el público debía estar en movimiento y no dudaba en levantar las butacas de los teatros antes de sus presentaciones para que la gente pudiera bailar libremente, sin miedo a poner el cuerpo en acción. «Hay mucha gente que cree que atender el cuerpo es una cosa estúpida, que bailar es perder el tiempo. Yo creo que atender el cuerpo es igual

que atender la mente: es tan elevado lo uno como lo otro», respondía a quienes lo tildaban de hedonista y superficial.

Más que frívola, la reivindicación del hedonismo tenía un profundo sentido estético y político en ese contexto. Ante un cuerpo que era blanco y objeto de la violencia y la represión, Virus creaba un espacio para la diversión y el deleite sensorial. Los cuerpos gozosos desafiaban los efectos del poder militar desde una sensible y vital afirmación de la libertad y la alegría en medio de la adversidad. Contra el cuerpo cautivo y sufriente, Virus puso en escena al cuerpo como superficie de placer.

LAS INALÁMBRICAS

Tras el fin de la guerra de Malvinas en 1982, y con la sensación de ciertas libertades emergentes, la periodista Ana Torrejón empezó a llevar su imagen personal al extremo. Concebía sus prácticas del vestir de modo performativo, como una intervención que podía realizarse a partir de la propia imagen. Fue ahí cuando sintió la necesidad de armar un grupo de mujeres que la acompañaran en estas nuevas inquietudes. Era el comienzo de Las Inalámbricas, colectivo integrado por Ana y Cecilia Torrejón, Paula Serrat, Jimena Esteve y Guillermina Rosenkrantz, que contó también con la participación ocasional de Rosario Bléfari. En los años de la posdictadura, Las Inalámbricas llevaron a cabo distintas intervenciones en bares, fiestas, muestras, y convirtieron a la indumentaria en su aliada predilecta. Desde inicio del grupo fue Ana Torrejón quien se encargó del diseño y la confección de las prendas. Los trajes se destacaban por la variedad de materiales y la revalorización de objetos y texturas que usualmente no se utilizaban en la indumentaria, como flores de plástico, manteles de hule, adornos de cotillón, cortinas de baño y discos de vinilo. Sus elecciones tendían a la fusión y a la mezcla, lo que dio origen a

una estética que tensionaba las fronteras entre lo sofisticado y lo vulgar, lo auténtico y lo superficial, lo serio y lo cómico.

En varias de sus acciones la propuesta de Las Inalámbricas era posicionarse como un objeto escultórico. Un cuidadoso y selectivo ensamblaje de telas, colores y texturas, que se traducía en trajes únicos en su estilo, permitía la transformación del cuerpo en obra de arte. Un cuerpo inútil e improductivo en los términos de la lógica instrumental de la fuerza de trabajo capitalista, cuya única función era explorar sus posibilidades plásticas y activar experiencias perceptivas y creativas.

Mezclando prendas del anticuario, los cuerpos vestidos de aquellas mujeres evocaban imágenes de distintas décadas, como fragmentos temporales recodificados a partir del presente. Su sola presencia provocaba sorpresa y llamaba la atención, al modo de signos de interrogación o exclamación que desorganizan la lógica de los mecanismos sociales que regulan los comportamientos. Al volver sobre esas experiencias, Torrejón reflexiona: «En un contexto de tanta ausencia, la presencia con aparente sinsentido era elocuente». Una elocuencia asumida y transmitida por cuerpos que se sabían vulnerables, pero que sin embargo actuaban como un territorio desde el cual provocar nuevas poéticas del vestir capaces de interpelar la llamada normalidad de la época.

En los espacios nocturnos, una de las primeras intervenciones del grupo fue realizada en el bar El Taller del barrio de Palermo, donde también tocaron los grupos de rock Los Casanovas y Los Gallos Negros. Allí Las Inalámbricas enseñaban a hacer licuados de banana luciendo un atuendo recargado y kitsch: poleras negras y corpiños puntiagudos, faldas y cinturones de hule, estilizadas medias de danza, zapatos de taco aguja y tocados al estilo de los años cuarenta con frutas plásticas, discos y cintas con grandes moños. Así vestidas, permanecían estáticas detrás de licuadoras mientras la voz del periodista

Lalo Mir instruía al público, en español e inglés, sobre cómo preparar el licuado.

La imagen, teatral y absurda, puede interpretarse en varios sentidos. La escenificación satirizaba la representación mediática de los programas que se dirigían a la audiencia femenina con la intención didáctica de formar buenas amas de casa. Pero a diferencia de ese formato televisivo, aquí las protagonistas no interactuaban con el público ni cocinaban. Era la voz de un hombre, visualmente ausente, la que explicaba la receta. Las mujeres, en este contexto, caricaturizaban la pasividad y la subordinación históricamente impuestas al género femenino, mientras el narrador masculino ostentaba el conocimiento y la autoridad. De este modo, llamaban la atención sobre la forma en que las mujeres habían sido relegadas a papeles secundarios, en que se esperaba que escucharan y obedecieran sin cuestionar.

En otra faceta de sus intervenciones, Las Inalámbricas colaboraron en acciones de pintura en vivo junto al Trío Loxon, formado por los artistas plásticos Rafael Bueno, Guillermo Conte y Majo Okner. Los vínculos entre ambos grupos habían comenzado en el taller La Zona de Bueno, que desde comienzos de la década era un importante espacio de sociabilidad y producción de jóvenes artistas que se reunían a pintar y a encontrarse con compañeros y amigos.

Mientras tocaban grupos de rock o se presentaban distintos actores y poetas, el trío pintaba sobre plásticos transparentes y también sobre los vestidos portados por Las Inalámbricas, en una suerte de performance que evocaba las acciones de una vasta zona de la vanguardia histórica de la primera mitad del siglo XX. El material elegido para esas obras era la pintura Loxon, propia del mundo de la construcción que, además de ser económica, tenía una buena adherencia a las telas y perduraba después de lavados.

Siguiendo ese procedimiento, en 1985 Las Inalámbricas participaron de una sesión de pintura en vivo en la discoteca Cemento,

recientemente inaugurada por Katja Alemann y Omar Chabán. La misión de aquella noche era recaudar fondos para la realización de murales en la estación Callao de la línea D del subterráneo de Buenos Aires. Gracias al trabajo colectivo, lograron juntar los recursos necesarios para materializar el proyecto pictórico. Los artistas José Garófalo, Martín Reyna, Armando Rearte, Luis Pereyra y Duilio Pierri fueron los encargados de realizar las obras en los andenes y los pasillos de la estación. Las ochenta y tres pinturas realizadas formaban un colorido repertorio que replanteaba con tintes propios las propuestas de la figuración libre y el neoexpresionismo. Los artistas se apropiaron de los lugares destinados a los carteles publicitarios y los reinventaron como superficies intervenidas por una nueva plástica urbana.

El día de la inauguración, Las Inalámbricas realizaron en la estación una intervención titulada «Casamiento con el arte». Los vestidos blancos elegidos para la ocasión habían sido adquiridos en la entonces emergente galería Quinta Avenida, lugar que concentra desde entonces diversas ferias americanas y locales de ropa vintage. Camino a la estación, Las Inalámbricas transformaron los trajes de boda, asociados tradicionalmente a la pureza y la castidad, en un enigma difícil de codificar. ¿Adónde se dirigían esas novias extrañas y solitarias, sin cortejo ni padrino que las guiara hacia al altar? Al llegar a su destino las inusuales novias bajaron hacia el andén, lo que provocó la sorpresa de los usuarios del transporte, que seguía funcionando normalmente. Allí, procedieron a una ceremonia que rompía con el protocolo nupcial: un altar sin novio. Las canciones del grupo The Doors, que sonaban desde un precario grabador, musicalizaron esta particular alianza donde las cuatro mujeres, paradas frente al altar, consagraron sus votos al arte.

Aunque el hecho artístico terminó abruptamente con Las Inalámbricas corridas por un grupo de policías, quienes participaron en forma involuntaria en la teatralidad del hecho,

la imagen de aquel casamiento simbolizó el compromiso con un nuevo tipo de estética que, ya sea a través de la ropa o la pintura, salió al encuentro del otro para desacomodar y reinventar el fluir ordenado y previsible de la ciudad. «Colores brillantes, formas no convencionales», titulaba una crónica del diario La Razón del 18 de agosto de 1985, que registraba el cambio en la fisonomía de la estación subterránea.

Sin embargo, este arte inesperadamente inserto en el espacio de la ciudad, que convocaba la participación del ciudadano desde un nuevo rol de público-espectador de la obra, suscitó reacciones que no se alinearon con las expectativas de los artistas. Los vecinos y los usuarios del transporte se quejaron por el estilo moderno de las obras y, ante los insistentes reclamos, los murales fueron tapados tan solo unos pocos meses después de ser inaugurados. Queda hoy, no obstante, el recuerdo de esas pinturas y del «Casamiento con el arte» en la memoria de sus protagonistas; también, en algunas fotografías y en los recortes de la prensa de la época. Y, aunque dichos registros quizá no capturen completamente la esencia de esas intervenciones artísticas, lo que sí evocan esos materiales y relatos son las huellas de un tiempo en que el hacer colectivo se volvió una política estética y un modo de hacer más vivible la vida.

EL FESTIVAL BODY ART EN PALADIUM 2

El 4 de octubre de 1988 la discoteca Paladium, del arquitecto y escenógrafo Juan Lepes, abrió

2 Las reflexiones que propongo a continuación son deudoras del trabajo de investigación y archivo que realizamos junto con Francisco Lemus y Gisela Laboureau, que se materializó en el libro Body Art publicado por la editorial Actividad de uso en 2021. El libro cuenta con un texto de nuestra autoría y también con escritos de Ana Longoni, Valeria Garrote, María Moreno, Martín Caparrós, Jorge Di Paola, Alberto Greco y Roberto Jacoby, junto a una compilación de testimonios de los participantes del concurso. Todos los testimonios reproducidos en este apartado también forman parte del libro.

sus puertas al Festival Body Art. En sus publicidades, diseñadas por el artista Oscar Smoje, Paladium se presentaba como «Lo mejor del Tercer Mundo» y prometía experimentar la convivencia de la frivolidad con la vanguardia. La promesa era cierta. Por Paladium pasaron personalidades de las artes y del deporte, del rock y de la política, de la televisión y de la alta costura. Desde el famoso humorista Alberto Olmedo hasta el diseñador francés Jean-Paul Gaultier, pasando por la artista plástica Marta Minujín, el tenista Guillermo Vilas, las actrices de Las Gambas al Ajillo, el grupo under Los Peinados Yoli y el actor Ricardo Darín, todos fueron parte de esta propuesta nocturna que se declaraba en guerra contra el aburrimiento y celebraba la mezcla y la diversidad desde su orgullosa posición periférica.

En la noche del Festival Body Art, Paladium reconvirtió su espacio a partir de la idea del Museo Bailable, del artista Fernando «Coco» Bedoya. Mientras que la idea de museo generalmente evoca imágenes de contemplación tranquila, ordenada y distante, la discoteca está asociada con la música, el baile y la socialización. Al combinar estos dos conceptos, la iniciativa del Museo Bailable proponía un espacio participativo donde arte y diversión coexistían y se complementaban. Lo artístico se acercaba así a un público más amplio y redefinía en su despliegue las convenciones de la experiencia estética.

Siguiendo este espíritu, Bedoya trabajó en la organización del Festival Body Art junto con los artistas Jacoby, Emei y un numeroso equipo de colaboradores. La convocatoria llamaba a una «fiesta del arte vivo» en la que cada persona podría tener sus «15 segundos de fama» y ganar un premio de 200 dólares:

Con el arte en el cuerpo. Fiesta del arte vivo. La propuesta es que cada uno se produzca o produzca a ALGUIEN como Obra de Arte, como Imagen Viva, que respira, camina y habla. No importa que el look

sea clásico o invento demencial, sino que tenga carácter. Ser uno o ser otros. El cuerpo, una superficie recorrida por la sorpresa de lo imposible. La máscara como cara y la vestimenta como extensión del cerebro. Mensaje portátil, política de la apariencia pública, teatro del instante, moda sin dictadores. Contra la tristeza del pobre disfraz cotidiano, el lujo de una imagen intensa.

A fin de captar la singularidad de esta propuesta, me detendré en algunas de las referencias que se mencionan en esta invitación. La primera tiene que ver con la idea de arte vivo, que remite directamente a un texto clave del arte argentino de los años sesenta: el Manifiesto Dito dell´Arte Vivo de Alberto Greco. «El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro, sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle», escribía Greco en el manifiesto de 1962. Estas afirmaciones iban acompañadas de acciones en las que el artista identificaba a personas o situaciones en la vida real y las señalaba como obras de arte, trazando un círculo de tiza a su alrededor. Su firma les confería el estatuto de obras de arte vivo, entendido como contemplación, pero también como comunicación directa con las personas: «Debemos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad. Movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares y situaciones. ARTE VIVO, movimiento DITO. Alberto Greco, 24 de julio de 1962, hora: 11.30», concluía el manifiesto. En este mismo sentido, el Festival Body Art reponía la idea del arte vivo en un espacio del mundo real, como la discoteca, donde se trastocaba tanto la noción de obra como su relación con la vida cotidiana a partir de una conexión íntima y afectiva entre el creador y su creación en el propio cuerpo.

La segunda refiere a la famosa frase de Andy Warhol: «En el futuro, todos serán famosos durante 15 minutos». Acortando la predicción del artista pop a solo 15 segundos, el Festival

«Desde fines de la última dictadura militar es posible identificar, en la escena cultural de Buenos Aires, un mundo del arte conformado por una trama de espacios y experiencias estéticas que renovaron temprana y vitalmente las formas convencionales de hacer arte y política.

Al margen de las instituciones oficiales de la época, fueron impulsadas por una generación que, aun en medio del terror dictatorial, imaginó nuevos modos de crear y compartir sus obras y producciones.»

Body Art prometía una fama efímera, pero brillante e intensa. Sus organizadores procuraron que todos tuvieran su momento de celebridad memorable, por eso decidieron convocar a los fotógrafos Julieta Steimberg, Cristina Fraire, RES y Alejandro Bachrach para retratar a los participantes. Sus fotos y las de Pompi Gutnisky registraron la variedad de trajes y personajes que desfilaron esa noche en la discoteca, componiendo, tal como decían los volantes del evento, una verdadera imagen viva de Buenos Aires.

El poeta Fernando Noy recuerda que confeccionó un sombrero de emperador como el que utilizaba Napoleón Bonaparte. Su participación fue concebida como una performance en la que «bailando semioculto detrás de un enorme abanico kitsch» logró arrodillarse «como una deidad pagana realizando movimientos de diosa maya o eunuco kabuki poseído por Shiva».

El artista Cayetano Vicentini presentó una gran lámpara de caireles a propulsión humana. Según explica: «El cable de la conexión eléctrica como un cordón umbilical desde su fuente de energía conectaba las dos grandes lámparas de caireles alrededor de mi cintura. El lujo de una imagen intensa y toda la piel para sentir el arrebato del aire a mi alrededor».

La artista plástica Anna-Lisa Marjak detalla con precisión su atuendo: «Lo mío era muy net: llegué a Paladium con una malla negra que tapaba brazos y piernas, una pollerita de colores y algo más en un bolso». Para salir a escena se sacó la falda y se puso guantes negros y una media negra en la cabeza. Su acto en el escenario incluía también un gran tarro de pintura sintética que dejó caer directamente sobre su cabeza.

Estas producciones concursaron junto a otras tan originales como llamativas: la mujer con habano del diseñador Víctor de Souza, una sirena interpretada por la actriz Helena Tritek, el disfraz reciclado de Lady Plástico de Carlos Cassini, una representación de la Estatua de la Libertad desfilando sobre un carrito de

supermercado, vestidos inspirados en geishas, peinados afro, trajes de insectos, cuerpos semidesnudos y bailarines en zancos.

Mención aparte amerita el traje desfilado por el actor Batato Barea, acaso hasta hoy el más bello y melancólico testimonio de esas vidas que hicieron de la incertidumbre y la inestabilidad potencia. Clown-travesti-literario, como a él mismo le gustaba definirse, Batato fue artífice de una estética que desde el desecho, la manualidad y la costura casera socavó la convención central del vestir ordenadora de los cuerpos y de los géneros.

En un retrato realizado por Julieta Steimberg, Batato posa en Paladium luciendo un vestido llamado «El papelón», confeccionado por el artista Jorge Gumier Maier a partir de un rollo de papel plisado encontrado en la basura. Rememorando esa imagen, la fotógrafa escribe:

Con desmesurado cuello y especie de cola de pato, flor o escoba / Tocado de turbante que deriva en otra flor alta, erecta, nívea / La señora Barea se eleva altísima / Sube al escenario lateral con sus zapatos de tía / Sosteniendo en sus manos enjoyadas / Un envase plástico que contiene algo, o ya no, quién sabe / Acomoda su falda, sonríe, flexiona la rodilla y levanta el talón / Y actuando dice: mírame, he caminado hasta aquí y estoy rendida / Batato sonríe, sonríe para mí, y yo disparo / La foto ya está hecha, no repito.

Batato desplegaba una política de la pose travesti en la que resonaban los principios del Festival Body Art, especialmente en torno a la idea de «ser uno o ser otros. El cuerpo, una superficie recorrida por la sorpresa de lo imposible». A través de la mutación y la metamorfosis de su apariencia, Batato trastocaba la oposición excluyente masculino-femenino desde una configuración del vestir que exhibía con desparpajo el carácter polifacético y performativo de la identidad.

Luego del desfile, que tuvo como maestros de ceremonia a los conductores de radio Lalo

Daniela Lucena

Mir y Douglas Vinci, un jurado integrado por la escritora María Moreno, el periodista y poeta Tom Lupo, la artista Marcia Schvartz y el crítico de arte francés Pierre Restany eligieron a los ganadores. Cecilia Ximenes, que en ese momento estudiaba diseño gráfico, fue parte del grupo que se llevó el premio del certamen. Había asistido a Paladium junto a sus amigos Ramiro y Julia y su tía abuela Pichuca, de 85 años, que brindó su casa para la preparación de los atuendos. Utilizando un aerógrafo, Ramiro pintó el cuerpo de Julia con distintas tipografías celestes, rojas y amarillas. Le entregó también un clarín que sería tocado en su paso por la pasarela. Cecilia, en tanto, vistió a su tía con una enagua y la maquilló siguiendo la moda del momento. Para su propio vestuario eligió la falda del vestido de novia de su bisabuela y le agregó pintura, anteojos, un paraguas y un par de patines. Recuerda: «Así producidos, nos fuimos los cuatro a Paladium, decidimos subir al escenario los cuatro juntos con los patines, el clarín y Pichu con una botella tirando champán por todos lados. ¡Ganamos! Cuando nos estaban por dar el premio se armó un lío bárbaro y alguien robó una parte».

Como evocan los testimonios, en la noche del Body Art el cuerpo se convirtió en el protagonista de un desaprendizaje estético que fue fiesta, libertad y reinvención. En esa conjunción de moda, teatro, diseño y pintura, los trajes evidenciaron la fuerza plástico-expresiva del vestir y su capacidad de transformar la apariencia en un acto micropolítico a contrapelo de los sentidos cristalizados. Si bien la máscara brinda la posibilidad de ocultarse, puede también asumir la coexistencia de múltiples identidades de fantasía, satíricas, desmesuradas, glamorosas, ridículas. Desde la seducción y el artificio, el deseo de una moda sin dictadores del Body Art se hizo cuerpo en trajes que, con sus singulares formas y texturas, encarnaron de forma única los matices irrepetibles de la diferencia.

GENIOS POBRES

En la Bienal de Arte Joven, realizada en 1989 en el actual Centro Cultural Recoleta, una multitud de menores de 30 años participaba activamente de muestras y talleres, organizados con el objetivo de promover la cultura como instrumento clave en la conformación de ciudadanos democráticos. Si bien se trataba de un evento oficial, las propuestas estéticas de los participantes reenviaban a los modos precarios, colaborativos y festivos propios del circuito under de la ciudad. Aunque el evento incluyó varias disciplinas artísticas, la moda fue inesperadamente la niña mimada de la Bienal, aclamada por la crítica y la prensa masiva. Frente a una plástica que reproducía los estilos consagrados, los desfiles trajeron la novedad que el público esperaba. Durante cada jornada las multitudes seguían con interés y fervor las pasarelas ubicadas sobre la plaza de San Martín de Tours. Allí, Gabriela Bunader, Andrés Baño, Mónica Van Asperen y Gabriel Grippo fueron algunos de los diseñadores que mostraron prendas sumamente atractivas para los jóvenes, que parecían proclamar «se tú mismo» en cada pasada. Sus diseños novedosos y desenfadados ponían en escena valores asociados a la posmodernidad: la fragmentación, el hedonismo, la personalización y la crisis de los relatos totalizantes no eran solo temas filosóficos, sino que alcanzaron también al cambiante mundo de la moda.

El desfile de Baño, en particular, atrajo la atención de la periodista Laura Ramos, que escribía la popular columna Buenos Aires me mata en el suplemento joven Sí del diario Clarín. Las prendas para la Bienal habían sido confeccionadas por el diseñador con cueros de la curtiembre familiar en la que se había criado, entre máquinas, químicos y tambores de madera. Pero, además de sus sensuales trajes, Ramos destacaba la actuación de los modelos: «Cuando irrumpió Lucas en la pasarela, Lucas, el transformista, la platea aulló», decía su crónica. Y

«El bar Bolivia, fue el espacio creado por Sergio de Loof junto a Marula Di Como y otros estudiantes de bellas artes.

Ubicado en el circuito under del barrio de San Telmo, cerca de la discoteca Cemento y del centro Parakultural, el bar se convirtió en un refugio de experimentación y producción de una nueva generación de artistas y diseñadores de avanzada que desafiaron todas las convenciones estéticas desde un difuso pero potente límite entre el arte, la moda y el diseño.»

luego proseguía: «Cuando llegaron las street girls, tan de manos tomadas, cigarrillos y besos, la platea palideció».

Lucas, un transformista de rasgos latinos, vestía un traje de cuero meticulosamente pintado en tonalidades de turquesa y amarillo con cromado de oro que Baño definía como una obra «casi religiosa» y erótica al mismo tiempo. Las street girls, chicas de la alta sociedad bellas y rebeldes, protagonizaron espontáneamente un beso lésbico sin precedentes en la pasarela porteña, frente a la mirada atónita de los funcionarios del gobierno sentados en la primera fila. Hasta el día de hoy, muchos recuerdan lo disruptivo de ese inesperado beso, que habilitó a hablar sobre las elecciones sexuales de muchos jóvenes cuyas preferencias se corrían de la heterosexualidad normativa.

Muy pronto, los diseñadores de la Bienal confluyeron en el bar Bolivia, espacio creado por Sergio De Loof junto a Marula Di Como y otros estudiantes de bellas artes. Ubicado en el circuito under del barrio de San Telmo, cerca de la discoteca Cemento y del centro Parakultural, el bar se convirtió en un refugio de experimentación y producción de una nueva generación de artistas y diseñadores de avanzada que desafiaron todas las convenciones estéticas desde un difuso pero potente límite entre el arte, la moda y el diseño. Ya desde su nombre, Bolivia enunciaba una provocación: bautizando el bar como el país andino, De Loof reivindicaba el orgullo de ser marrón en una ciudad que se pretendía blanca y europea. Su decoración, realizada con materiales baratos y muebles de cotolengo, componía una singular atmósfera trash-chic, que se diferenciaba por su detallista y cuidada ambientación. Bunader recuerda: «Sergio conseguía objetos y muebles usados ¡y los arreglaba de una manera realmente encantadora! Todo lo que mirabas era hermoso y todos los días iban cambiando la decoración, era muy acogedor el lugar». La intención de diferenciarse del negro, preponderantes en otros lugares del under como Cemento y el

Parakultural, se tradujo en una atmósfera que recuperaba el glamour desde un retro-kistch romántico y colorido.

De Loof concebía el bar Bolivia como un orfanato para artistas pobres, un espacio de comunidad y creación amigable y diverso. La falta de recursos, antes que una limitación, era estímulo para la realización de estéticas desprejuiciadas y novedosas que sirvieron como signo de identificación y pertenencia. «Siempre el cottolengo me salvó», aseguraba De Loof. «Yo no hubiese sido tan original si hubiese tenido plata para hacer las cosas. La situación de no tener dinero me hizo ser mucho más original de lo que hubiese sido teniendo el dinero en la mano».

Agrupados bajo el nombre de Genios Pobres, los diseñadores de la Bienal junto a Cristian Delgado, Pablo Simón, Kelo Romero y el propio De Loof hicieron del reciclaje, la deconstrucción y el uso de desechos su principal modo de creación. Mientras los modistos viajaban a Europa o New York a comprar materiales e importar tendencias, los Genios Pobres viajaban al barrio de Pompeya a buscar inspiración y telas en el Ejército de Salvación y en las tiendas de segunda mano. En sus distintas prácticas, asumían la pobreza no como una carencia sino como un potente lugar de enunciación y producción.

La primera colección presentada por De Loof, llamada justamente Latina Winter by Cottolengo Fashion, inició una serie de desfiles en los que se resignificó el ritual de la alta costura a partir de la estética del videoclip y de la presencia de cuerpos reales, lejanos a siluetas perfectas de las llamadas supermodelos, que ocupaban las tapas de las revistas. De Loof emprendía entonces una gesta refundacional. Con más de cien personas arriba de la pasarela, recreaba desde Latinoamérica siglos enteros de moda europea a partir de trajes confeccionados con coloridas prendas usadas y disparatados objetos de segunda mano conseguidos en las periferias de la ciudad.

Desde la precariedad del desecho, y con el desenfado propio de quienes se saben outsiders, los Genios Pobres dieron forma en los años noventa a una moda desclasada que fue también una forma de crítica a los cuerpos y estilos hegemónicos. Sus diseños activaron sentidos culturales y estéticos que, en vez de compartimentar lugares estancos para cada propuesta creativa, pusieron en crisis los mecanismos que resguardaban las fronteras entre disciplinas, diluyendo las jerarquías entre las bellas artes y la cultura de masas, la alta costura y el diseño. Un gesto desafiante que se materializó a través de vestidos y prendas hechos con basura y telas viejas, adornos de baratijas, trajes de moldería alterada y patrones andróginos que eran reinvindicados indistintamente como obras de arte, decoración o diseño, recurriendo con el mismo afán a la pintura y al bordado, al collage y al tejido, al crochet y a la escultura, al óleo y al plástico. Sus creaciones de contracostura delinearon un activismo fashionista que democratizó la moda y alteró los soportes tradicionales del diseño, así como también las convenciones sobre la elegancia, la belleza y la apariencia deseable.

Para algunos artistas, la libertad de explorar texturas, formas y colores para una indumentaria a contracorriente viraría hacia los vestuarios drag, como en el caso de Cristian Delgado, conocido luego con el nombre de Cristian Dios. Como él mismo explica: «Para mí, vestirme ya es divertirme. O sea, yo me monto, me miro al espejo y es un juego: es transformarse. Es algo lúdico y lo mejor que yo le he aportado a esta ciudad para mí es ese espíritu». Desde una conexión afectiva y lúdica con las prendas, Cristian fue una de las primeras drag queens de Buenos Aires. Junto a La James, otra drag pionera, desplegaron con brillo y carisma una teatralidad que descolocó las asignaciones binarias de género. En las noches de El Dorado, sus altos tacones, sus pelucas barrocas y maquillajes recargados fueron artífices de performances que pusieron en crisis los modelos identitarios fijos e inmutables.

REFLEXIONES FINALES

Modo mata moda, de eso estoy seguro. Cómo llevás lo que no es de moda te convierte en una persona que tiene un estilo moderno. Generar estilo, tener estilo o no tenerlo. Vos podés tener lo que está trendy, de moda, o podés estar vestido con lo que no está trendy. Pero si no tenés el modo, no estás ni en un lugar ni en el otro. (…) Entrar en la tribu del estilo es muy distinto que tener la ropa que está de moda: es el modo de la elección, es el modo en que se lleva.

«Modo mata moda», la frase que el músico Daniel Melero me dijo en una entrevista de 2011, es mucho más que un ingenioso juego de palabras. El dicho capta en su esencia la potencia de un estilo que en su originalidad y singularidad logra perdurar más allá de la moda, constitutivamente efímera, cambiante y pasajera. Mientras que las modas van y vienen, un estilo auténtico se define a partir del modo en que se elige y se lleva la ropa, y es justamente ese modo el que marca la impronta propia, la diferencia. El modo carga al vestido de la experiencia intersubjetiva, imbuida de significados que son personales, pero también sociales. En tanto acto de atención y conciencia sobre sí mismo, el modo pone distancia de la moda en su carácter masivo y homogeneizante. El modo habla del borde diferenciador del vestir, de lo único, del ser para otros pero distinto al resto.

Si bien Melero se refería a las prendas que elegían quienes pertenecían a «la tribu del estilo», quisiera retomar esta idea más allá del mero acto del vestir. La contracultura de los ochenta supo inventar su modo diferencial de recrear lo dado dotando al mundo de un sentido creativo, poniendo el cuerpo, haciendo arte con la propia vida. ¿Qué fue lo propio de ese modo renovador y vitalizante?

Frente al atomismo de la ciudadanía propagado por la dictadura, la contracultura de los ochenta contrapuso la producción colectiva y

la creación en colaboración. Desafiando la incertidumbre y la opresión, fue capaz de generar nuevas concepciones ideales que sobreimprimieron otros significados a la vida colectiva. Esos nuevos valores cambiaron el encierro y el aislamiento por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros. Propusieron, en contrapunto con el silencio y la ausencia, la exacerbación de los sentidos y la recuperación del cuerpo como disfrute y rebeldía. Renovaron los modos de creación rígidos y jerárquicos a partir del trabajo de autogestión y de la fusión de lenguajes artísticos. Inventaron originales y coloridas indumentarias que desacomodaron los ideales del cuerpo deseable,

frente a las imposiciones anodinas de la moda y la normativa binaria ordenadora del género y los placeres. Desafiaron las tácticas de disciplinamiento desplegadas por el poder militar con una estrategia micropolítica cotidiana y festiva que apuntó a la mutación, a la protección del estado de ánimo y a la dispersión de afectos alegres. Y si bien muchas de estas iniciativas cargaron con el estigma de la despolitización, es posible encontrar en sus distintas propuestas un potente y singular modo de intervención estética: uno que, distanciándose del autoritarismo y la solemnidad, prefiguró nuevas sensibilidades y anticipó mundos por venir que aún nos interpelan en el presente. Cuerpos y

Comunicaciones en expansión y democracia en discusión a 40 años de 1983

Martín Becerra

Investigador principal del CONICET y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y en la UBA. Doctor en Ciencias de la Información y magíster en Ciencias de la Comunicación (U. Autónoma de Barcelona). Especialista en políticas de medios, telecomunicaciones y TIC. Autor de libros y artículos sobre políticas de comunicación, medios y tecnologías de la información y la comunicación. Dirige el Centro de Investigación «Industrias culturales, políticas de comunicación y espacio público» (ICEP) de la UNQ.

LA PRIMAVERA FUE INEXORABLE. E INSUFICIENTE

La alusión a la primavera como caracterización del proceso abierto con la recuperación del régimen constitucional de gobierno en diciembre de 1983 tiene asidero porque esa figura asocia a la dictadura con el invierno, la retracción de los signos e impulsos vitales (en el mejor de los casos) o su exterminio.

La recuperación democrática fue laboriosamente gestada en la propia dictadura. La primera expresión coordinada de búsqueda de personas secuestradas y desaparecidas por la represión militar tomó forma de ronda en torno a la pirámide de la Plaza de Mayo por parte de las madres de las víctimas del terror estatal en abril de 1977. Se produjo con días de diferencia en el mismo mes en que la «Comisión de los 25» gremios de trabajadores peronistas realizó la primera huelga general en protesta contra el

plan económico ejecutado por el presidente de facto Jorge Videla y «por la democracia, la dignidad y el trabajo».

Estos dos hechos marcan un tipo de intervención política que se extendería en la década siguiente: poner el cuerpo de modo pacífico en el espacio público para reclamar por mejores condiciones de vida, para criticar políticas públicas y para respaldar programas o consignas alternativos. «Poner el cuerpo» no es un mero enunciado: las Madres de Plaza de Mayo y otros familiares de detenidos-desaparecidos, así como representantes sindicales, que ya sufrían la persecución dictatorial antes de abril de 1977, serían apresados, torturados o desaparecidos en los años siguientes como represalia a sus manifestaciones.

Entonces, y hasta bien entrada la década de 1980, el ecosistema de medios era a la vez «simple» (solo había radio AM, TV abierta, diarios y revistas) y masivo, estaba férreamente

controlado y contenido desde la cúpula dictatorial y, de hecho, la mayoría de las emisoras radiales y televisivas eran gestionadas por el Estado. La prensa era privada, los diarios y revistas que no coincidían ni propagandizaban las políticas gubernamentales eran censurados y clausurados. Hubo sociedades entre el Estado en dictadura y medios privados, con la empresa Papel Prensa como ejemplo.

¿Cómo se organizaban las acciones de protesta que abrieron la puerta a la democracia en ese contexto mediático? En registro coloquial, «boca a boca», es decir, con llamados telefónicos, impresión de volantes y afiches en mimeógrafos, pegatinas clandestinas. Estos flujos de comunicación eran físicos, con el tiempo se abrieron espacio en canchas de fútbol, recitales de música, teatros, cines y otras concentraciones no eminentemente políticas, pero carecían de cobertura mediática.

La comunicación interpersonal se estructuraba en redes sociales directas, materiales, corporales y analógicas. Las redes sociales de antaño acercaban el sentido de las noticias y opiniones, dotándolas de mayor credibilidad que la institucionalidad mediática y política controlada por la dictadura.

Las elecciones de octubre de 1983 y la asunción de Raúl Alfonsín (UCR) en diciembre de ese año coronaron años de intensas movilizaciones y, al mismo tiempo, abrieron nuevas concentraciones de cuerpos en plazas vitoreando «se acabó la dictadura», disfrutando grupos de música, teatro y cine al aire libre. También hubo lugar para reclamos, porque al cabo de poco tiempo una parte de la sociedad constataría que con la democracia no se comía, no se curaba, ni se educaba, o al menos no según las expectativas desatadas por los discursos inaugurales del nuevo ciclo de convivencia sin terror.

El sistema de medios de comunicación fue radicalmente transformado desde 1983. Los soportes que distribuían información y opinión hace cuatro décadas constituían un ecosistema

relativamente simple y escaso en cantidad de emisores que concentraban el poder de producir y hacer circular contenidos a través de redes tradicionales (la prensa, la radio AM y la TV abierta). Entonces, el sistema de medios era poco diversificado en su estructura, conservador en lo estilístico y con fuerte presencia estatal en el campo audiovisual.

La posibilidad técnica y normativa de duplicar el dial de la radio con la frecuencia modulada (FM) y la publicación de diarios y revistas nacidos junto con la experiencia democrática o en plena transición hacia ella, como Tiempo Argentino, La Voz, Sur, Periodistas y Página12, habilitaron la producción de nuevos discursos y estilos que interpelaban la sensibilidad posdictatorial legitimada en la sociedad. Este proceso fue complementado por la metamorfosis de los medios comerciales más grandes, que hicieron gala del transformismo y abrazaron súbitamente la fe constitucional con capítulos degradantes, como el «show del horror» con el que destaparon tumbas anónimas (NN) de personas víctimas del terrorismo estatal, así como denuncias de violaciones de la dictadura a los derechos humanos.

Un factor decisivo en la metamorfosis del sistema de medios desde la recuperación del régimen constitucional fue el surgimiento incesante de nuevas plataformas de emisión. Las radios FM desde 1980 modificaron el lenguaje radiofónico y segmentaron públicos y géneros. Además, en la salida de la dictadura el dial se nutrió con la movilización social a través de experiencias comunitarias y barriales que se multiplicaban, si bien se hallaban proscriptas por el Decreto Ley 22.285 de Radiodifusión (1980), que recién fue reemplazado por una norma democrática en 2009 con la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual. La sintonía del proceso social de expansión de las libertades individuales y colectivas con la disponibilidad de tecnologías de la comunicación (como las FM) y un Estado que desde 1981 carece de un

plan técnico que ofrezca información pública sobre la cantidad de frecuencias radiales y televisivas en cada localidad del país, arrojó un resultado que modificó en los hechos el panorama de las radios comunitarias, alternativas y locales desde comienzos de los ochenta y no se detendría.

La crisis que aceleró el final del Gobierno de Alfonsín fue también testigo de grandes movilizaciones callejeras en apoyo o –sobre todo– en protesta por los fallidos planes económicos Austral y Primavera y por los alzamientos militares carapintada. Estos suscitaron la reacción conjunta de fuerzas oficialistas y opositoras en defensa de la democracia ante las plazas repletas de una ciudadanía mayoritariamente comprometida con el régimen de gobierno reconquistado en 1983.

El epílogo de la Semana Santa de 1987 puede leerse retrospectivamente como una bisagra que señaló el inicio de la retracción de grandes movilizaciones compartidas por distintas fuerzas políticas y sociales hasta fines de 2001. El expresidente Alfonsín tuvo su cuota de responsabilidad en ello, pues, tras haber promovido la conformación de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) y el juzgamiento de las cúpulas militares de la dictadura a comienzos de su mandato, clausuró esa Semana Santa de 1987 visitando a los amotinados. Tras ello, en su discurso en Plaza de Mayo emitido en directo por televisión y radio, aseguró que los militares rebeldes habían «depuesto su actitud», que algunos de ellos eran «héroes de la guerra de las Malvinas», que quería «evitar derramamientos de sangre», que «la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina», para seguidamente pedir «al pueblo que ha ingresado a Campo de Mayo que se retire» del lugar, mientras invitaba a la ciudadanía movilizada a regresar a sus hogares, «besar a sus hijos».

Pero la hiperinflación con la que terminó la década de 1980 y se inauguró la siguiente, con su efecto disciplinador, conjuntamente

con decisiones políticas del final de la gestión alfonsinista y de los dos gobiernos siguientes de Carlos Menem (1989-1995 y 1995-1999), fueron los hechos macro que se combinaron con la transformación del sistema de medios y comunicaciones, y que incidieron en la retracción de la participación pública de la ciudadanía en la última década del siglo pasado.

CARAVANA PRIVATIZADORA

Las caravanas multitudinarias, coloridas y optimistas que acompañaron la campaña electoral de Menem fueron también una bisagra entre décadas. Las privatizaciones como programa de gobierno quitaron capacidades estatales de atención social y servicios públicos –notoriamente disminuidos y desfinanciados en los 15 años previos– a la sociedad argentina.

El «sálvese quien pueda» como respuesta inmediata en la lucha por la supervivencia fue un activador del individualismo y la fractura de lazos de solidaridad que tejieron la cultura política desde fines de la dictadura hasta entonces. Los indultos a jerarcas militares y a líderes de grupos guerrilleros dispuestos por Menem en 1989 y en 1990 no solo fueron ajenos a las promesas de su campaña previa, sino que complementaron en lo ideológico el rumbo de sus dos gobiernos. «Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia», musicalizaban las caravanas menemistas en los meses anteriores a los decretos con los que el flamante presidente pretendía clausurar la historia, exceptuando de sus sanciones a quienes la Justicia había condenado como autores de las mayores violaciones a los derechos humanos que conoció la Argentina.

En tanto, el control remoto y la migración de los receptores al color ya habían tonificado las formas de ver televisión en la década de 1980, pero a partir de 1990 la paulatina masificación de la televisión por cable y su menú multicanal

introdujeron una oferta de decenas de señales, muchas de ellas temáticas, en una pantalla que solo en las grandes ciudades contaba con más de un canal de aire hasta entonces. La concentración de la propiedad comenzaba una etapa expansiva, auspiciada por la primera de las privatizaciones ejecutadas por Menem a solo cinco meses de haber asumido la presidencia anticipadamente, cuando en diciembre de 1989 entregó las licencias de los canales 11 y 13 de la Ciudad de Buenos Aires a los consorcios Telefé, integrado por accionistas gráficos como Editorial Atlántida, el Grupo Soldati y socios de empresas de TV del interior del país, y a Artear, del Grupo Clarín. Para ello, el Congreso había aprobado una norma que modificó parcialmente el Decreto Ley de Radiodifusión vigente y que habilitaría, además, la ola de privatizaciones que signaría el período: la Ley 23.696 de Reforma del Estado. Esta habilitaría una diversificación de intereses económicos en el sector de los medios de comunicación.

Los gobiernos de Menem estimularon la fase expansiva de la concentración del sistema de medios, primero con privatizaciones que beneficiaron a grupos nacionales (Clarín, Editorial Atlántida) y, luego, permitiendo el ingreso de capitales extranjeros, en algunos casos ajenos a la economía de los medios. Dentro de estos, en la segunda mitad de la década de 1990, comenzaron a sobresalir, de forma inédita, capitales financieros en el sector de la comunicación.

En paralelo, la sociedad dejaba de protagonizar movilizaciones masivas, con algunas excepciones como la famosa Plaza del Sí, convocada en Plaza de Mayo en 1990 en apoyo a las políticas privatizadoras desde la pantalla televisiva, sobre todo (aunque no únicamente) desde la tribuna de opinión oficialista conducida por Bernardo Neustadt. Esta conjunción entre despliegue físico en el espacio público a partir de su articulación desde los medios masivos es una marca de época que fue sustrayendo la política y la cultura directa a las mediaciones de empresas

de entretenimiento, opinión y noticias. La videopolítica, que Giovanni Sartori convirtió en best-seller editorial en 1997 (Videopolítica: Medios, información y democracia de sondeo), o que Pierre Bourdieu criticó en 1996 en su Sobre la televisión, catalizó una época en la que la expresión del humor social, de su cultura y sus tensiones políticas se replegó a espacios más acotados y, en muchos casos, al ámbito privado. «Quedarse en casa» no era solo un eslogan del canal cabecera de una de las dos redes televisivas más grandes del país, sino un rasgo de la segmentación de audiencias y públicos que, bien mirado, no era más que el reflejo comunicacional de la fragmentación social en curso.

Lo público era abandonado y resignificado como amenaza a la propia seguridad, a la integridad personal. La edición de los medios no fue ajena a esta tendencia, toda vez que se ampliaban los minutos sobre noticias acerca de delito e inseguridad en los informativos, así como el despliegue de los temas policiales en las páginas de diarios y revistas.

En 1994, el Congreso sancionó la ley de cine que, como señala Santiago Marino (2013), representó una excepción en las políticas culturales de Menem. Esta norma, que con modificaciones sigue vigente casi 30 años después, permitió resucitar una industria que yacía exánime gracias al financiamiento de películas coordinado por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), con base en la recaudación de las entradas en las salas de exhibición cinematográfica y en el cobro de un porcentaje de los gravámenes de licenciatarios de televisión y radio.

A partir del segundo gobierno de Menem (1995) se produjo el ingreso de conglomerados, como Telefónica, Prime o, más tarde, Prisa, y se financierizó el sistema de medios y comunicaciones. Por ejemplo, con la llegada del Citibank asociado al banquero Raúl Moneta, del fondo de inversión HTF&M, o de la sociedad entre Clarín y Goldman Sachs.

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La cualidad extranjerizada y financierizada de la concentración fueron indicadores de que los medios cotizaban tanto por su influencia político-cultural, como por su función económica. Esta doble cualidad de la comunicación (simbólica y económica) fue analizada por la Escuela de Frankfurt a partir de la década de 1940 (Adorno, 1967), pero la centralidad de las industrias de la cultura y en particular de los medios de comunicación como vehículos de valorización de otros capitales además de ser en sí mismos un sector dinámico y económicamente creciente se corresponde con la globalización de las últimas décadas del siglo XX. En la Argentina la concentración del sector, su movilidad, extranjerización, anonimización (vía participación de sociedades anónimas) y financierización están contenidas en tendencias globales que, sin embargo, no alcanzan para explicar las peculiaridades propias del país.

La modernización de las estructuras productivas de las industrias culturales coincidió con el sentido privatizador de las políticas de Menem y con la consecuente precarización de los contratos laborales. Suelen asociarse todos los atributos del período como si presentaran nexos causales: concentración de multimedios, extranjerización, financierización, modernización tecnológica, tercerización productiva, precarización laboral. Sin embargo, en otros países donde la privatización de los activos públicos fue diferente (México y Colombia), o mucho menor en cantidad y profundidad del proceso privatizador (Uruguay), la modernización tecnológica de las comunicaciones y otros aspectos mencionados también se registran en el mismo momento histórico.

En la fase expansiva de la concentración el Estado autorizó la constitución de multimedios, otorgó privilegios impositivos, amplió el límite de licencias acumulables por parte de un mismo operador y legalizó las redes. Así, se reforzó la centralización geográfica de la producción de ficción, de información y opinión en los

grandes centros urbanos, especialmente en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA). El AMBA irradia su programación y abastece de contenidos al resto del territorio, en detrimento de medios, actores e intereses locales.

La década de 1990 aceleró la mercantilización de las comunicaciones. Los medios acompañaron y celebraron –con pocas excepciones– el proceso privatizador aunque, tras la reelección de Menem en 1995, algunas empresas de capitales nacionales publicaron críticas al gobierno. En paralelo se contraía la participación social en espacios públicos, mientras se iniciaba una paulatina segmentación de audiencias, lo que no era sino el reflejo comunicacional de la fragmentación social en curso.

Con la asunción de Fernando de la Rúa (Alianza UCR-FREPASO) en 1999, el sistema de medios estaba protagonizado por los grupos Clarín y Telefónica. Clarín basó su estrategia en la expansión conglomeral a distintos medios de comunicación (tiene posesiones en casi todas las actividades de las industrias mediáticas) y, en particular, en su dominio del apetecible mercado de TV por cable que, al finalizar la década de 1990, le aportaba ya más de la mitad de sus ingresos totales. Telefónica, en cambio, dominaba el mercado de telefonía básica y móvil y gestionaba nueve canales de televisión abierta (Telefé en la Ciudad de Buenos Aires y ocho en el interior del país).

De la Rúa, al igual que sus antecesores Raúl Alfonsín y Carlos Menem, promovió en el interior de su gobierno la redacción de un proyecto de ley sobre radiodifusión que reemplazara el decreto-ley dictatorial, pero este intento fue abortado a raíz de la resistencia de los principales grupos de medios (ver Mastrini et al., 2005). A su vez, el presidente de la Alianza vetó una ley que había sancionado el Congreso en los últimos días de mandato de Menem para crear un multimedios público-estatal con mandato de no gubernamentalización. Creó, en cambio, el Sistema Nacional de Medios Públicos, dependiente del PEN.

CAMBIO DE SIGLO, CAMBIO DE CICLO

La salida de la crisis de 2001, mientras el pueblo legitimaba reclamos de base en torno de la consigna «que se vayan todos» y las clases populares movilizadas eran aplaudidas desde los balcones de las grandes ciudades por los sectores medios, que también activaban en asambleas en plazas y espacios públicos, encontró un Estado dispuesto a ayudar a las empresas periodísticas. Se salvaguardaron las condiciones patrimoniales, concentradas y centralizadas en pocos grupos, que caracterizaban al sistema de medios.

Así se inició la segunda fase del proceso de concentración iniciado por Menem, en el que los gobiernos de Eduardo Duhalde (2002-2003) y Néstor Kirchner (2003-2007) respaldaron una estrategia defensiva con políticas de medios diseñadas a la medida de los grupos más importantes del mercado local. Si la década de 1990 fue expansiva y la concentración avanzó hacia la integración de la industria gráfica, productoras audiovisuales, licencias de TV y radio, y redes de TV por cable, el lustro que siguió a la crisis de principios de siglo atestigua el despliegue de una defensa de los grupos concentrados para evitar la pérdida del control de los sectores bajo su dominio.

Puede definirse la etapa 2002-2008 como de «concentración defensiva». Así se explica, por ejemplo, que ni el Gobierno nacional ni los provinciales o municipales –vale señalar que de distintos colores políticos– auspiciaran la apertura a la competencia del lucrativo mercado de televisión por cable, que en la regulación heredada de la dictadura era considerado «servicio complementario» y hubiera estimulado una dinámica distinta de haberse promovido la concurrencia de otros actores en ese segmento, que es el más importante económicamente en el sistema de medios. Esta etapa, de «concentración defensiva», finalizó junto con la conclusión de la presidencia de Néstor Kirchner. En las presidencias de Duhalde y Kirchner la

administración de la autoridad de aplicación audiovisual (el COMFER) fue funcional a los intereses de los grupos comerciales que operaban en el sector.

La crisis de inicios de siglo operó como pretexto para esta segunda fase, que fue defensiva, justamente, porque el argumento de empresarios y gobiernos fue que solo un blindaje al ingreso de otros operadores podría permitir la recuperación de sus niveles de actividad. La protección ante la competencia ha sido una estrategia utilizada en otras fases de concentración en la historia de los medios en la Argentina y habilitaría una reflexión fundamental acerca del vínculo necesario con la regulación estatal que precisan los actores concentrados del sector para poder funcionar. Esta vinculación, en la que el Estado constituye un dinamizador económico insoslayable del mercado infocomunicacional, excede las etapas de disputa que protagonizaron algunos gobiernos (como el de Cristina Fernández) y ciertos grupos de medios (como Clarín) y ayuda a entender continuidades históricas más largas.

El sector de medios documenta una fuerte concentración de la propiedad, la centralización de capitales y de las producciones. La combinación de estos procesos produjo la desaparición de empresas de comunicación medianas y pequeñas, deterioró la diversidad de perspectivas y de espacios de representación, sobre todo, en localidades medianas y pequeñas del territorio nacional.

El examen detallado de las políticas de medios del kirchnerismo arroja un panorama que dista de ser homogéneo. El análisis no preinscripto en la condena o la celebración advierte que en la política de medios desplegada por el kirchnerismo entre 2003 y 2015 se distinguen dos etapas. Aunque hay ejes de continuidad en todo el ciclo, hay también diferencias sobresalientes entre ambas etapas. El punto de ruptura se ubica tras la asunción de Cristina Fernández como presidenta, quien disolvió los buenos

«¿Cómo se organizaban las acciones de protesta que abrieron la puerta a la democracia en ese contexto mediático? En registro coloquial, «boca a boca», es decir, con llamados telefónicos, impresión de volantes y afiches en mimeógrafos, pegatinas clandestinas. Esos flujos de comunicación eran físicos, con el tiempo se abrieron espacio en canchas de fútbol, recitales de música, teatros, cines y otras concentraciones no eminentemente políticas, pero carecían de cobertura mediática.»

vínculos que su antecesor cultivó con los principales grupos de medios y, en particular, con el Grupo Clarín, durante el lapso 2003-2007.

Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia en 2003, el sistema de medios había sufrido una importante transformación y modernización, pero estaba en quiebra. El sector se había concentrado en pocos grupos, nacionales y extranjeros, algunos de ellos asociados a capitales financieros. La concentración era de carácter conglomeral, es decir que los grupos desbordaban en muchos casos su actividad inicial y se habían expandido a otros medios (multimedios) y también a otras áreas de la economía, lo que en varios mercados se traducía en actores dominantes. Se había remozado tecnológicamente el parque productivo. La organización de los procesos de creación y edición había mutado por la tercerización de la producción de contenidos lo que, a su vez, había estimulado una dinámica base de productoras de diferente tamaño. Se forjaron nuevos patrones estéticos tanto en la ficción televisiva como en los géneros periodísticos. Había resucitado la industria cinematográfica gracias a la regulación estatal y se había incrementado la centralización de la producción en Buenos Aires.

La crisis de 2001 había causado una importante retracción de los mercados pagos de industrias culturales (cayeron los abonos a la televisión por cable, la compra de diarios, revistas, libros, discos y entradas de cine), redujo dramáticamente la inversión publicitaria y, en consecuencia, alteró todo el sistema. La televisión exhibió en sus pantallas envíos de bajo costo, talk-shows y programación de formato periodístico que, a su vez, comulgaba con la necesidad social de reflexionar acerca de las causas y las consecuencias del colapso socioeconómico, mientras la sociedad vivía un pico de protestas, movilizaciones y discusiones callejeras. La institución mediática se interrogaba acerca de la crisis de legitimidad de las formas de institucionalidad política (partidos, Estado) y económicas (bancos), sin comprender todavía que la

extensión de esa crisis alcanzaba, también, a los propios medios de comunicación.

Las empresas de medios, que en muchos casos habían contraído deudas en dólares en la década anterior, registraban ingresos menguantes y en pesos. Ello motivó al gobierno de Eduardo Duhalde a impulsar una ley aprobada ya en la gestión de Kirchner: la de preservación de bienes culturales que, al establecer un tope del 30 % de capital extranjero en las industrias culturales argentinas, impedía que acreedores externos reclamaran los activos de las empresas locales endeudadas como parte de pago y tuvieran que negociar quitas y planes de financiación del pasivo.

La ley de bienes culturales fue un salvataje estatal a las empresas de medios que impregnó, como lógica de intervención, la primera etapa del ciclo kirchnerista. La renovación automática de las licencias televisivas más importantes de los dos principales grupos de medios, Clarín y Telefónica, en diciembre de 2004 (después de renovar la del Canal 9 que entonces gestionaba Daniel Hadad), y, sobre todo, la firma del Decreto 527 en 2005, mediante el cual Kirchner suspendió el cómputo de diez años para las licencias audiovisuales, constituyen indicadores explícitos (hay otros) de un Estado que socorrió a los magullados capitales de la comunicación.

Mientras tanto, las organizaciones sin fines de lucro continuaban proscriptas del acceso a licencias audiovisuales, lo que contravenía el derecho a la comunicación y la tradición que vincula la libertad de expresión con los derechos humanos contenida en la Declaración Universal de DDHH, en la Convención Americana de DDHH y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Ese mismo año, 2005, a instancias de la Corte Suprema de Justicia, el Congreso sancionó la Ley 26.053, por la que modificó el artículo 45 de la entonces vigente Ley 22.285 de Radiodifusión 1980 y se habilitó el acceso a licencias de radio y televisión para personas y entidades sin fines de lucro. No obstante, este avance legal no se tradujo en la apertura

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de concursos para materializarlo y por lo tanto, no afectó la lógica concentrada del sector.

La presidencia de Kirchner respaldó la estructura de medios heredada, estimulando su estructura, en especial, la concentración, y acompañando su recuperación económica. Evitó en los hechos habilitar el acceso a los medios por parte de sectores sociales no lucrativos, concibió un esquema de ayuda estatal a cambio de apoyo editorial, incentivó la mejora en la programación de Canal 7, creó la señal Encuentro. El sector se recompuso económicamente y experimentó una primavera exportadora de contenidos y formatos facilitada por la competitividad del tipo de cambio. A muchos periodistas les fastidiaba la desintermediación que Kirchner ejercitaba prescindiendo de conferencias de prensa y entrevistas, pero, al no promover grandes cambios en el sector, convivió amablemente con los accionistas de los grandes grupos. A partir de la recuperación macroeconómica de 2003, la expansión de la conectividad fija a Internet y de la telefonía móvil en redes 2G y 3G acompañaron un proceso de repolitización social dinamizado desde la conducción estatal. El clásico descuido de las emisoras de gestión estatal (que alcanzó picos de mercantilización y corrupción en la década de 1990) comenzó a revertirse a partir del gobierno de Fernando de la Rúa, pero con las presidencias de Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se crearon nuevas señales (Encuentro, Paka-Paka, IncaaTV) y se potenció la función del Estado como emisor. La adopción del Programa Fútbol para Todos desde 2009 (meses antes de la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual), reforzó la evolución de una pantalla que hasta entonces no disputaba el interés de las audiencias. El Estado incidía en el rating produciendo contenidos de calidad, si bien en el segmento de la información política acentuó su sesgo gubernamental e intemperante con las opiniones que no reproducían la posición del Poder Ejecutivo Nacional. Es importante recordar que en la

historia argentina los medios estatales siempre fueron oficialistas, tradición con la que colaboraron gestiones (nacionales y provinciales) de distinto signo político, no obstante el nivel de confrontación promovido por las emisoras estatales en el ciclo kirchnerista y, en particular, a partir de 2009, tiene pocos antecedentes en los gobiernos civiles del siglo pasado. Uno de esos antecedentes es el de los dos primeros gobiernos de Juan Perón (ver Varela, 2005; Sivak, 2013).

La exaltación militante de los contenidos políticos de los medios estatales se produjo a partir de la llamada «crisis del campo» de marzo de 2008, cuando la entonces flamante presidenta Cristina Fernández de Kirchner se enfrentó con el grupo Clarín, que sigue siendo, junto a Telefónica, el más poderoso conglomerado comunicacional en el país.

Antes, Néstor Kirchner había finalizado su mandato avalando una de las mayores fusiones de medios de la historia argentina, que benefició al Grupo Clarín. En efecto, tras las elecciones presidenciales de 2007, cuando Cristina Fernández fue electa con una diferencia de más de 20 puntos sobre sus adversarios, es decir, con enorme legitimidad electoral y capital político, Kirchner autorizó en su último día de mandato la fusión entre Cablevisión y Multicanal (Grupo Clarín). El cable representaba más del 80% de los ingresos del conglomerado conducido por Héctor Magnetto.1

CUANDO LA POLÍTICA DE MEDIOS MOVIÓ LOS CUERPOS

Las presidencias de Cristina Fernández (20072011 y 2011-2015) fueron las más transgresoras en materia de política de medios desde la

1 Según los balances informados por el Grupo Clarín a la Bolsa de Comercio en 2009, el 89 % de sus ganancias proviene de las actividades «televisión por cable e Internet» (Cablevisión y Fibertel).

«La economía de datos y la correlativa reconfiguración de los espacios público, privado e íntimo en un régimen de conectividad masivo, personalizado y móvil son signos de identidad de la sociedad argentina a 40 años de reconquistado el sistema constitucional de gobierno. La expresión se amplió por impulso de la propia sociedad civil y de su representación política, y también por la revolución de las comunicaciones.»

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recuperación del régimen constitucional. No solo eso: fueron, también, las más movilizadoras y polarizantes. Casi todo el campo periodístico y, desde luego, la totalidad de los medios de comunicación, tomaron partido a favor (los estatales, algunos medios comerciales y muchos pequeños medios comunitarios y cooperativos) o en contra (la gran mayoría de los principales medios y grupos multimedios comerciales) de las políticas gubernamentales.

La primera mandataria promovió investigaciones sobre el origen de la sociedad Papel Prensa (en la que el Estado es socio de Clarín y La Nación desde 1977) y nuevas regulaciones para corregir su práctica acusada de anticompetitiva por el conjunto de las empresas periodísticas que no participan del accionariado de la empresa. Además, el gobierno impulsó el cuestionamiento a la firma Fibertel, la marca de provisión de conectividad a Internet del Grupo Clarín y gestó la creación del Programa Fútbol para Todos con la que masificó la exhibición en TV abierta de los partidos de fútbol del torneo argentino, en claro desafío a uno de los motivos que sostienen los abonos a la TV por cable dominada por el Grupo Clarín. Simultáneamente, adoptó la norma japonesa-brasileña de televisión digital terrestre en un plan que aspiraba inicialmente a restar abonados a la televisión por cable. El listado anterior sería incompleto si no se mencionara el incremento de la financiación de medios afines al gobierno con recursos públicos a través de la publicidad oficial, cuyo manejo discrecional fue condenado por la Corte Suprema de Justicia. O si se omitieran medidas que protegen el derecho a la libertad de expresión, como la despenalización de las figuras de calumnias e injurias en casos de interés público, o la abolición del desacato.

Además, el Estado argentino creó la empresa Arsat y construyó la Red Federal de Fibra Óptica (ReFeFO), mientras que operadores privados y cooperativos de conectividad llevaron el servicio a cada vez más localidades. Y en 2010 el

plan Conectar Igualdad distribuyó a través del Ministerio de Educación millones de computadoras personales (netbooks) a estudiantes del nivel secundario de enseñanza.

La mayoría de las medidas citadas en sí mismas expresan un giro respecto de las políticas públicas que respaldaron la concentración de medios de comunicación, la centralización de la producción de contenidos en Buenos Aires y la precarización de las condiciones de operación y trabajo de medios pequeños y medianos, sobre todo, los no lucrativos. Pero fue la sanción de la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual en 2009 la que rubricó el giro político en esta materia y convocó a la expresión directa de voluntades en congresos y seminarios, foros en todo el país en los meses previos, junto con discusiones acaloradas en estudios televisivos y radiales y, por supuesto, con un debate en el propio Congreso de la Nación, inédito en los 26 años previos de convivencia democrática. Este culminó el 10 de octubre de 2009 con su aprobación acompañada por una importante movilización social de respaldo en la plaza adyacente al palacio.

La contienda entre la gestión de Cristina Fernández y el Grupo Clarín cuenta con antecedentes en relaciones tormentosas entre gobiernos y medios a lo largo del siglo XX, pero a la vez presenta rasgos novedosos. Varios expresidentes podrían suscribir a las filípicas de Fernández de Kirchner contra «la corpo» y contra Magnetto, incluso en los años posteriores a su ejercicio de la presidencia. Yrigoyen, sobre todo en su segundo mandato, o Juan Perón desde las vísperas de su asunción como presidente durante sus primeros años de gobierno, es decir, antes de cooptar radios y diarios y convertirlos al oficialismo, lidiaron con la cerril oposición de grandes medios. También fueron víctimas del acoso mediático Arturo Illia, quien era ridiculizado desde publicaciones en las que emergía como astuto editor Jacobo Timerman, y María Estela Martínez de Perón en los meses previos al golpe

de Estado de Videla, Massera y Agosti. Tras la dictadura, Raúl Alfonsín sufrió el embate de los medios privados en el tramo final de su presidencia y Carlos Menem en su segundo gobierno se arrepentía de haber propiciado la conformación de multimedios.

El cambio de política de medios a partir de 2008 encuentra semejanzas con los procesos desarrollados en otros países de la región, donde grupos activos en la producción de debates sobre el rol de los medios tejen propuestas de reformas que son luego aprovechadas por el poder político cuando este evalúa que esas propuestas resultan funcionales ante una coyuntura conflictiva con ciertos actores concentrados del sistema de medios. Sin exagerar su poder de agencia, la masa crítica construida por estos sectores de la sociedad civil resultó condición necesaria para la renovación de las políticas de comunicación.

En el caso argentino, desde fines de la dictadura fue gestándose en ámbitos socialmente acotados un debate sobre la regulación mediática que halló mejores condiciones de expresión a partir de la crisis de 2001, cuando la discusión sobre la función que desempeñan los medios y el cuestionamiento a su inmaculada concepción fue ampliándose. En este marco, algunos actores de la sociedad civil promovieron la discusión sobre la regulación mediática que logró articular demandas ciudadanas y de grupos organizados (sindicatos de trabajadores de medios, el movimiento de radios comunitarias, organizaciones de derechos humanos y ONG, investigadores universitarios) con las de mayor inclusión para actores sociales postergados en los medios. En 2004 esos actores se dieron forma organizativa a través de la Coalición por una Radiodifusión Democrática, que acordó una plataforma de veintiún puntos con los que postulaban un cambio de paradigma regulatorio en el sector. Entre otros, se destacaba el derecho al acceso a licencias de radio y televisión por parte de actores no lucrativos en el marco de una concepción de la comunicación como derecho social, la

promoción de la diversidad, la no gubernamentalización de los contenidos ni de la gestión de los medios del Estado, la necesidad de restringir los niveles de concentración de la propiedad y la no discriminación de la asignación de la publicidad oficial.

La Coalición por una Radiodifusión Democrática representó en el período previo a 2008 una fuerza de perspectivas múltiples, plurales y abiertas a la discusión. Su plataforma tuvo eco en varios partidos políticos y en otras organizaciones no ligadas al campo de la infocomunicación. Pero la discusión, inédita, se incorporó a la agenda política recién a partir de 2008, cuando el gobierno de Cristina Fernández colocó la cuestión de los medios en el centro de su discurso. Es de resaltar que entonces el discurso que postulaba reformas en las políticas de medios era acompañado, e incluso precedido, por la activa participación de personas y grupos de organizaciones variopintas en todo el país.

La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual tenía carácter inclusivo al comprender a sectores no lucrativos (cooperativas, medios comunitarios) en la gestión de licencias, establecer límites a la concentración de la propiedad, exigir a las emisoras estatales pluralismo y diversidad, habilitar la participación de minorías políticas y sociales en los organismos de aplicación y control y disponer cuotas de contenidos locales e independientes. Sin embargo, la norma (por las condiciones en las que fue tramitada) excluyó la posibilidad de contener el proceso de convergencia tecnológica al impedir que servicios como el triple play pudieran ser reconocidos legalmente. Además, era rígida en sus disposiciones sobre concentración de la propiedad, en su comprensión del mercado audiovisual (en particular, lo referido a cruces entre licencias y contenidos) y en sus exigencias de producción propia.

A estos problemas se suma que, como señaló la Corte Suprema de Justicia en octubre de 2013 cuando validó la plena constitucionalidad de

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la Ley 26.522,2 ni el Gobierno ni los principales grupos fueron respetuosos de esta. Es más, la ausencia de concursos, la falta de información fiable sobre quiénes son los licenciatarios, el sobreactuado oficialismo de los medios estatales, la inyección de recursos para promover políticas carentes de controles sociales y políticos, se combinaron para desatender la democratización prometida en la discusión que precedió a su sanción. La política de medios estaba inserta en una idea de Estado consciente de que las transformaciones propulsadas por el Gobierno precisaban de una sociedad comprometida y movilizada que legitimara sus proyectos, tanto en materia previsional (estatización de la jubilación privada gestionada por las AFJP), como en la nacionalización de la compañía YPF, la Asignación Universal por Hijo (AUH) o el matrimonio igualitario. Un hito de esa concepción de políticas en sintonía con la movilización social fueron los festejos del bicentenario de la Revolución de Mayo en 2010. Durante cinco días, más de seis millones de personas en una gigantesca concentración con música, teatro y performances en vivo. La evocación de esa multitud festiva en un contexto de varios años consecutivos de crecimiento económico y de ampliación del poder adquisitivo de los salarios resulta, 13 años después, turbadora. Mucho antes de la pandemia de COVID-19 de 2020 y 2021 se habían agotado los ecos de aquel 2010.

RETRACCIÓN ECONÓMICA

Y DESMOVILIZACIÓN SOCIAL

La retracción económica que se inició en el segundo mandato presidencial de Cristina Fernández y se profundizó durante los gobiernos

2 Cuestionada en sede judicial por el grupo Clarín desde 2009 y la causa tuvo sentencia final en octubre de 2013, cuando la Corte Suprema de Justicia se pronunció por la constitucionalidad de la norma.

de sus sucesores, Mauricio Macri (2015-2019) y Alberto Fernández (2019-2023) –en el que Fernández de Kirchner se desempeñó como vicepresidenta– restó relevancia a las discusiones que organizaban el debate público sobre políticas de medios y cultura en los años previos. No obstante, se trata de un período también signado por grandes movilizaciones atadas a la agenda política (protestas contra la reforma jubilatoria impulsada por Macri en diciembre de 2017), feminista (concentraciones del Colectivo Ni Una Menos a partir de 2015, y en oportunidad de las propuestas de ley de interrupción voluntaria del embarazo en 2018 y 2020) y social (protestas contra las medidas de aislamiento social preventivo y obligatorio y de vacunación para prevenir el contagio de COVID-19 en 2020 y 2021), entre otras. Desde un registro muy diferente y con tonalidad muy distinta, pero también representativas de la vocación movilizadora transversal a distintas clases y sectores de la sociedad argentina, deben mencionarse las concentraciones populares de duelo por la muerte de Diego Armando Maradona en noviembre de 2020, y de euforia por la obtención del campeonato mundial de fútbol por parte de la selección argentina en diciembre de 2022.

Pero la política de medios, que se ocupó de la regulación de un sector cardinal en la configuración de las sociedades en el siglo XX, y en particular de la industrialización, masificación y mercantilización de los medios de comunicación y de las industrias culturales, comenzó a ser desafiada por la crisis del objeto mismo al que está consagrada. Hoy, el sector de los medios protagoniza un proceso inédito de convergencia y ello marca algunos de los principales desafíos en la progresión de una agenda de libertad de expresión y derecho a la comunicación y la cultura.

La última gran licitación de espectro móvil por parte del Estado, en 2014, permitió la evolución de las comunicaciones móviles de cuarta generación (4G) y la correlativa expansión de

servicios de streaming de audio y video fue potenciada por su consumo multipantalla, sobre todo, en dispositivos móviles. Estas son las condiciones necesarias para la veloz masificación de las redes sociodigitales, cuya intermediación en el flujo de información, entretenimiento y comunicaciones personales hoy es predominante.

Los gobiernos de Macri y Alberto Fernández transcurren en un ecosistema de comunicaciones en plena transformación, con la migración de audiencias y públicos, la existencia de la industria gráfica amenazada severamente, y regulaciones en otras regiones y países sobre las plataformas digitales, las tecnologías emergentes como la Inteligencia Artificial, la programación algorítmica de las redes y el tratamiento de datos personales. Macri había desmontado el andamiaje de regulaciones heredado en el sector de las comunicaciones, provocó cambios sustantivos en la estructura de propiedad de medios y telecomunicaciones, abandonó líneas estratégicas de desarrollo, cobertura y acceso como el plan satelital, la TV digital terrestre o el programa Conectar Igualdad. Restó sostén económico a los medios estatales, que tuvieron menor control gubernamental en su línea editorial, facilitó la transferencia de manos de la titularidad de medios grandes y pequeños, asistió al cierre de numerosas empresas periodísticas de distinta envergadura con su secuela de despidos y precarización del trabajo periodístico, modificó el gasto en publicidad estatal, y alteró el modelo de financiamiento y las relaciones entre gobierno y empresas de medios de comunicación que dominó la agenda de su antecesora, Cristina Fernández.

Las condiciones en las que se ejerció el derecho a la libertad de expresión contrastaron con la prédica republicana del gobierno. Si bien durante el período fue propuesta y sancionada la ley de acceso a la información pública por el Congreso, lo que representó la adaptación de la legislación argentina a los estándares en

la materia, otros episodios fueron en cambio muy problemáticos para la libre expresión. Por ejemplo, la detención sin condena de dos empresarios periodísticos de línea editorial opositora a Macri, el espionaje ilegal que el Poder Judicial investiga que realizó la Agencia Federal de Inteligencia contra periodistas, defensores de derechos humanos y dirigentes políticos, la presión oficial contra empresarios que no fueron sumisos al presidente, la represión sufrida por periodistas en la cobertura de manifestaciones y el estímulo a la concentración de grandes conglomerados en detrimento de los medios más pequeños, locales, comunitarios y cooperativos.

A través de decretos y de resoluciones ministeriales y de la autoridad de aplicación creada –también– por decreto presidencial, Macri protagonizó un giro de 180 grados en las políticas de medios y telecomunicaciones previas. Pero su condición transgresora se combinó con una enérgica regresividad que buscó –y, en varios aspectos, logró– restaurar las condiciones de funcionamiento de la propiedad de los medios y telecomunicaciones previas al giro de las políticas públicas en comunicación realizado por el kirchnerismo en 2008.

El gobierno de Macri contó con el apoyo entusiasta de los medios privados comerciales más concentrados, a pesar de lo cual Macri fue derrotado en su intento de reelección en 2019 por el Frente de Todos, encabezado por la fórmula de Alberto Fernández y Cristina Fernández. Como sostén de la gestión, los grandes medios y sus principales firmas colaboraron en la permanente legitimación del macrismo y sus consignas de cambio cultural, menoscabando los profundos impactos sociales de su práctica que desembocaron en la derrota electoral.

La apertura de la tercera década del milenio, con la pandemia COVID-19 que azotaba la organización de la vida humana, golpeó el escenario comunicacional y encontró al ecosistema mediático en un severo ajuste, mientras

se subordinaba a la lógica algorítmica de las Big Tech. Las generaciones de comunicaciones móviles transformaron un servicio de llamadas de voz en una red multiservicios y multiaplicaciones inimaginada hace tan solo 20 años; y las redes audiovisuales se nutrieron de ofertas de programación a demanda, con proveedores de contenidos en streaming que se multiplicaron a medida que las conexiones físicas y móviles fueron mejorando en su capacidad y que la sociedad migraba en sus consumos culturales e informativos. Durante la pandemia se incorporaron y potenciaron los usos y consumos digitales de la mayoría de la población, en la que el 94 % se conecta frecuentemente a Internet al menos desde su dispositivo móvil. Internet, cuyo acceso creció notablemente desde 2005, fue cada vez más plataformizada (dominada por grandes plataformas digitales), personalizada (la navegación de servicios, redes sociodigitales y aplicaciones es cada vez más individual y dependiente de la huella digital de usuarios), lo que suscita discusiones sobre su regulación en otras latitudes, pero todavía no en la

Argentina. La economía de datos y la correlativa reconfiguración de los espacios público, privado e íntimo en un régimen de conectividad masivo, personalizado y móvil son signos de identidad de la sociedad argentina a 40 años de reconquistado el sistema constitucional de gobierno. La expresión se amplió por impulso de la propia sociedad civil y de su representación política, y también por la revolución de las comunicaciones. Hay mucha más comunicación, tanto en su formato directo y físico, como –fundamentalmente– a través de soportes tecnológicos móviles y ubicuos. ¿Colabora ello en la resolución de los grandes problemas que padece y que enuncia en sus encuentros físico-corporales y en las redes sociodigitales la sociedad argentina? Consensos que parecían estables sobre el valor de la vida, el castigo a responsables de delitos de lesa humanidad o la función estatal como compensadora de desigualdades, hoy crujen junto a pilares de la construcción democrática iniciada en 1983. La resolución a las preguntas abiertas está en manos de los 46 millones de habitantes. Comunicaciones

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Adorno, T. (1967). La industria cultural. En Morin, E. y Adorno, T. La industria cultural (pp. 7-20). Galerna. Bourdieu, P. (1996). Sobre la televisión. Anagrama. Marino, S. (2013). «Políticas de comunicación del sector audiovisual: las paradojas de modelos divergentes con resultados congruentes, mimeo». Tesis defendida en el Doctorado de Ciencias Sociales de la UBA en marzo de 2013.

Mastrini, G. (Ed.) (2005). Mucho ruido, pocas leyes: economía y políticas de comunicación en la Argentina (1920-2004). La Crujía.

Sartori, G. (1997). Videopolítica: Medios, información y democracia de sondeo. Fondo de Cultura Económica.

Sivak, M. (2013). Clarín, el gran diario argentino. Una historia. Planeta. Varela, M. (2005). La televisión criolla. Desde sus inicios hasta la llegada del hombre a la Luna 1951-1969 (p. 301). Edhasa.

Otros cuerpos, nuevas subjetividades y viejas demandas. Performance y feminismos para las democracias por venir

Lorena Verzero

Es investigadora independiente del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas), directora del Programa de Posgrado de Actualización en Prácticas Artísticas y Política en América Latina (Universidad de Buenos Aires), profesora en la UBA y en la UNICEN. Doctora en Historia y Teoría de las Artes (UBA); magíster en Humanidades (Universidad Carlos III de Madrid). Se especializa en el estudio de las prácticas escénicas en sus relaciones con lo político en la historia reciente de Argentina y América Latina. Es reconocido su trabajo en torno a las militancias teatrales de los años sesenta/setenta, que se abrió luego en dos líneas de investigación estrechamente vinculadas: la reconstrucción de esos años en las artes escénicas en el marco de los estudios sobre memorias y el activismo artístico contemporáneo. Entre sus últimas publicaciones se encuentra Ciudades performativas: Prácticas artísticas y políticas de (des)memoria en Buenos Aires, Berlín y Madrid (Clacso-IIGG, 2021), dirigido con Pietsie Feenstra. En términos generales, como investigadora me interesa observar las relaciones entre las prácticas artísticas y lo social-político. Cuando comencé mis estudios, nos enseñaban que había que analizar las obras de arte en su contexto de producción y de recepción. Tal enfoque superaba las perspectivas anteriores centradas en el análisis inmanente de las obras, pero luego de cierto tiempo se comenzó a percibir que este enfoque en algún punto adolecía de una percepción de las prácticas artísticas y la esfera social como campos separados. Con el paso del tiempo y la profundización de los enfoques inter y transdisciplinarios, el paradigma epistémico dominante pasó a considerar que esa

Desde los años setenta en América Latina, en un tiempo histórico acelerado, tuvo lugar la instalación de distintas formas de neoliberalismo, sobre todo, a partir de dictaduras cívico-militares seguidas por transiciones democráticas con distinto tipo de alcances en cuanto a la atención global de las demandas ciudadanas. Y también, ya en los albores del siglo XXI, se dieron inflexiones progresistas que favorecieron las condiciones para un nuevo protagonismo popular en tensión con formas de derecha cada vez más radicalizadas que fueron accediendo al poder en distintos países en la segunda década del siglo.

distancia imaginaria entre la obra y el contexto no es tal, que la autonomía entre un campo y el otro es muy relativa. Es decir que no se trata de dos universos separados que se relacionan, sino que las obras y también los procesos de creación son parte del mismo entramado social; las prácticas artísticas surgen de la coyuntura social, la expresan y, a su vez, la modifican, inciden en ella. Es imposible, por ende, pensar las obras disociadas del entramado social. Los lenguajes estéticos y las poéticas que surgen en las prácticas artísticas se modifican de acuerdo con el momento histórico en el que se producen, en diálogo con los discursos sociales y políticos. Es decir, los lenguajes estéticos necesariamente se transforman en articulación con los cambios en el terreno de la política y lo político, y operan también en la transformación de esas esferas (Mouffe, 2005; Laclau, 2005; Laclau y Mouffe, 1987; Rancière, 2001).1 En ese sentido, si las obras de arte construyen «modos de existencia vinculados con el contexto histórico del productor y las estructuras políticas y sociales» (Proaño Gómez, 2016, p. 19), resultarán objetos privilegiados para comprender las transformaciones de las subjetividades y de los imaginarios.

Desde ese punto de partida, me ocupo de estudiar en particular los modos de participación de la escena teatral y performática en distintos procesos sociales y políticos en la historia reciente de la región. En ese sentido, trato de analizar la productividad de las prácticas artísticas en la formación y transformación de subjetividades y de identidades colectivas, la (re)significación de espacios, la construcción de memorias y la intervención ciudadana, entre otras problemáticas neurálgicas de las relaciones entre artes escénicas, política y sociedad.

Es en ese marco que me he abocado a los modos en que se construyen las memorias en

1 «Dialécticas de incidencia entre las artes escénicas y la trama política (segunda parte): La democratización en disputa», Proyecto Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica - Resolución Nº 031/2023 (PICT-2021-I-GRF2).

Directora: Dra. Lorena Verzero (IIGG-FSOC-UBA).

el teatro, específicamente, las memorias de los terrorismos de Estado en el Cono Sur. Y fue estudiando la construcción de esas memorias que observé que hacia el final de los gobiernos progresistas que se dieron en el sur de la región en torno al tercer lustro de este siglo, y con el avance de posiciones liberales en materia económica y conservadoras en lo cultural y lo político, se conformaron colectivos artísticos que comenzaron a intervenir en el espacio público, al tiempo que grupos que trabajaban en salas de teatro u otras instituciones artísticas se volcaron a experiencias performáticas. Ese regreso a la activación artística más directa se dio en sintonía con la emergencia de otras memorias. Es decir, las experiencias de activismo artístico conteporáneas construyen memorias de las últimas dictaduras articuladas con otras memorias: memorias de los pueblos originarios, memorias migrantes, memorias feministas y de disidencias sexo-genéricas, entre las más visibles.

Como parte de ese mismo contexto se da el último estallido feminista, que ocupa un lugar central en las luchas por la transformación política y micropolítica, y desde su seno han activado cantidad de colectivos artísticos que operan transversalmente entretejiendo ideologías político-partidarias, tradiciones estéticas e identidades locales, nacionales y regionales.

Como ocurre en toda coyuntura, con la aparición de estos nuevos actores sociales y de nuevas subjetividades en espacios tradicionalmente excluyentes, se generan tensiones y disputas. Estas subjetividades pueden ser consideradas como «nuevas» en tanto se construyen como agentes que empujan por conseguir un lugar diferenciado al que venían ocupando. En el caso de los feminismos y diversidades sexogenéricas, se trata de subjetividades que demandan nuevos derechos y exigen accesos equitativos en distintos aspectos de la vida y que tienen que ver con cuestiones de clase, de edad, de raza y/o de género conectadas. Esas diferentes demandas reclaman por reconocimiento de la diversidad

Otros cuerpos, nuevas subjetividades y viejas demandas

de géneros, igualdad en derechos laborales y promoción de la independencia económica de las mujeres y diversidades, prevención de la violencia por motivos de género, promoción de políticas públicas que sostengan una perspectiva intercultural con reconocimiento de saberes ancestrales de las distintas culturas, garantía de la soberanía alimentaria y la seguridad bioecológica, entre los más destacados.

Entre las estrategias desplegadas para expresar las demandas, ganar visibilidad en la arena de lo político y conquistar nuevos derechos o hacer que se cumplan los ya obtenidos, se encuentran las intervenciones artísticas. El arte no solo recoge las demandas, sino que tiene la capacidad de integrarlas a la cotidianeidad de la ciudad, de amplificarlas y de ponerlas en primer plano, además de resignificarlas. De este modo, se pone en acto la construcción de un entramado democrático vivo. Dicho inversamente, aquellas experiencias artísticas que apelan a la memoria de las vidas y de los derechos violentados escenifican la tensión propia del mecanismo de lo político (Rancière, 2007; Mouffe, 2013) que en el actual sistema colonial-capitalista globalitario (Rolnik, 2019) se tiende a extremar cada vez más. Estas prácticas artísticas, en definitiva, expanden las posibilidades de denuncia de distinto tipo de violencias y proponen la imaginación y la construcción de futuros alternativos. Para ello resignifican los espacios urbanos tanto como los modos en que se vinculan los cuerpos, y generan así nuevas sinergias que redefinen el cuerpo y la ciudad como territorios en los cuales inscribir las nuevas formas de vida que proponen. En este ensayo me referiré específicamente a la intervención artística por parte de colectivos feministas en la Ciudad de Buenos Aires en los últimos años, analizando algunas particularidades que hacen posible pensar en una «teatralidad feminista» (Proaño Gómez, 2020), que propone nuevos modos de habitar el propio cuerpo, la comunidad y el espacio público. Primeramente, me interesa situar las experiencias de colectivos

feministas como parte del fenómeno del «artivismo» contemporáneo y plantear la perspectiva de la teoría de los afectos como lente especial para observar estas prácticas, para luego presentar dos experiencias que demandan derechos diferenciados, intervienen en el espacio público de distinta manera y tienen lógicas de funcionamiento distintas, pero cuyas intervenciones echan mano de herramientas afines. Me propongo con esto exponer cómo coexiste una heterogeneidad de problemáticas y de dilemas junto a formas comunes de expresión artístico-política. Es decir, a partir de una convergencia de elementos estéticos, se expresa una cantidad de demandas diferenciadas que no hacen más que poner de manifiesto el trasfondo común de explotación, invisibilización y dominación.

INTERVENIR EN LA AGENDA

El calendario feminista es un buen punto de partida para observar las acciones de los colectivos: como fechas destacadas aparecen las movilizaciones del 8M (Día Internacional de la Mujer), o del 3J (día en el que desde 2015 se marcha bajo la consigna «Ni una menos, vivas nos queremos»). Así también, algunos colectivos activan el 30 de julio (Día Mundial contra la Trata de Personas) y en el Encuentro Nacional de Mujeres, que tiene lugar anualmente desde 1986 en una ciudad distinta del país. Los colectivos se movilizan también frente a agendas coyunturales, como fue la lucha por la interrupción voluntaria y legal del embarazo, que finalmente fue sancionada con forma de ley por el Congreso Nacional el 30 de diciembre de 2020 y promulgada el 14 de enero de 2021. En términos generales, desde las distintas corrientes del movimiento feminista se defienden y promueven derechos de mujeres, lesbianas, travestis, trans, personas bisexuales, intersexuales y no binaries en todas las esferas sociales. Y la expresión a través de prácticas performáticas es una característica

peculiar de todas las movilizaciones. Asimismo, en general, los colectivos realizan intervenciones en otros momentos, de acuerdo a sus propias agendas y lógicas de trabajo. Este tipo de intervención es común a todo Occidente, con particularidades específicas en América Latina, donde las apropiaciones, contagios e irradiación de las luchas y de las experiencias potencian la construcción colectiva de la teatralidad feminista.

ARTIVISMO: UNA DEFINICIÓN OPERATIVA

El arte activista, activismo artístico o el más recientemente denominado «artivismo», ha atravesado el siglo XX y lo que va del siglo XXI explorando diferentes formas de intervención colectiva en los distintos escenarios. Las experiencias de activismo artístico contemporáneo realizado en y desde América Latina son, por supuesto, vastas y heterogéneas, y pueden ser observadas desde diferentes perspectivas críticas. En mis investigaciones persigo la intención de considerar puntos centrales en común que nos permitan pensarnos regionalmente a partir de elementos estético-políticos que sirvan a la construcción de una vida más plena.

Las experiencias artivistas contemporáneas intentan despertar a las sociedades de las ilusiones del neoliberalismo, señalando la violencia física y simbólica, subvirtiendo los usos del espacio público físico y virtual, subrayando el carácter antidemocrático de la hegemonía patriarcal y de los modos de organización social, política y económica que de él se desprenden y están naturalizados. Suelen ofrecerse como experiencias interdisciplinarias, transdisciplinarias o híbridas en sus condiciones estéticas y, en un sentido análogo, cuestionan la noción de autoría, proponiendo prácticas colectivas tanto en sus modos de producción como en su realización y en la concepción del espacio de recepción.

El lugar del espectador es concebido como un lugar para la participación; el espectador es considerado participante y es convocado a integrar la experiencia de muy diversas maneras. Con esto se escinde la tradicional separación entre artistas y público, tendiendo a difuminarse las fronteras entre arte y activismo, creación artística y participación ciudadana, vida y obra.

Algunos de los colectivos se vinculan a movimientos sociales, feminismos, organismos de derechos humanos o agrupaciones de diferente índole, mientras que otros intervienen en la esfera pública de manera independiente, manteniendo distinto tipo de relaciones con las instituciones (desde la institución arte hasta instituciones culturales, teatrales, políticas, estatales, universitarias, etc.) Pero todas estas experiencias combinan un interés estético con una intencionalidad (micro)política directa, y se desarrollan de manera colectiva en el interregno entre el arte, la política, la comunicación y la performance. Los colectivos contemporáneos se caracterizan por configurar un tipo de activismo artístico que desafía no solo definiciones de ciudad y de ciudadanía, de corporalidad y de virtualidad, sino también la noción del arte y la experiencia estética como actividad relativamente autónoma de las lógicas dominantes.

El artivismo como práctica artístico-política entra en tensión con otro tipo de conceptos y de prácticas que lo ponen en jaque, como el diseño (Groys, 2016), y no está exento de aporías, contradicciones y paradojas (Delgado, 2013, entre otros). Estas se extienden desde la dificultad ideológica de trabar relaciones con instituciones oficiales o artísticas –como departamentos del Estado o museos– hasta la utilización de herramientas performáticas por parte de colectivos que defienden posiciones de derecha o de ultraderecha. Si bien aquí no nos detendremos en estas problemáticas, es preciso tenerlas presentes para complejizar la observación de las experiencias y evitar así ciertos riesgos, como la romantización o la simplificación.

ACTIVISMO ARTÍSTICO FEMINISTA Y PERFORMANCE

Como anticipé más arriba, cuando los grupos activistas feministas recurren a lenguajes artísticos para sus intervenciones, una de las formas más frecuentes es la performance. Si bien también se acude a las artes visuales, a la literatura o al cine, cuando se trata de lo que podríamos denominar «artes vivas» o «artes de la escena», no se apela al teatro, sino a la performance. En el marco de la performance, es sumamente habitual también la práctica colectiva de percusión como experiencia musical performativa y las expresiones vinculadas a la danza.

Podríamos pensar que los colectivos activistas y artísticos feministas recurren a la performance por mera coincidencia epocal, es decir, que el clima de época lleva a que cuando las demandas sociales son canalizadas desde el arte, esto se lleve a cabo a través de esta forma estética, pero presumo que esa no es la única razón. Es por eso que, junto con Yanina Vidal (Verzero, en Vidal, 2020, pp. 17-18), me pregunto cuáles son las particularidades que ofrece la performance frente a metodologías activistas para la canalización de las demandas sociales en la actualidad. Y, acto seguido, aparece la interrogación sobre las relaciones que se dan entre activismo artístico y teatralidad.

Como voy a intentar argumentar en lo sucesivo, mi hipótesis de partida sostiene que el retorno a la conciencia corporal y a una búsqueda de colectivización de los cuerpos, de recuperación de un sentido de comunidad, junto a la exploración de caminos hacia la emancipación y la toma de decisiones con libertad, presentes como herramientas constitutivas de la performance, hacen que esta aparezca como uno de los lenguajes más recurridos.

La performance, a su vez, operaría como vehículo de lo que Vidal (2020) definió como «estética feminista», que se alinea con la conceptualización de una «teatralidad feminista» que contemporáneamente define Proaño Gómez (2020). Mi segunda

hipótesis, entonces, sostiene que es posible considerar una teatralidad feminista como estética común materializada a través de la performance. Esa teatralidad cuenta con elementos estéticos muy particulares y está orientada a la puesta en valor de la vida, de una sociabilidad democrática y plena, con el «fin del patriarcado» como meta final, y otros objetivos más inmediatos, como la denuncia de la violencia de género, la sanción de leyes nacionales de interrupción voluntaria del embarazo o la visibilización de femicidios, entre otras. Entre los colectivos artísticos activistas feministas en Argentina, entre muchos otros, es posible mencionar a Arda, Mujeres de Artes Tomar o FUNAS (un círculo al interior de FUNO, colectivo Fin de UN MundO), que comenzaron a activar en torno al año 2015 con la llegada al poder de un gobierno neoliberal. La mayor cantidad de grupos residen y accionan en la Ciudad de Buenos Aires, pero las experiencias se extienden a otros lugares del país, donde encontramos colectivos como Mujeres Teatristas de Tandil o la experiencia #Juntas, libres e iguales surgida en el partido bonaerense de San Martín. Como se trata de un movimiento que no reconoce las fronteras nacionales, es posible observar tramas de vínculos afectivos y de experiencias que se comparten y se contagian en otros lugares. Por mencionar solo algunos colectivos que activan en países vecinos con propósitos y estéticas similares: en Chile, por ejemplo, se encuentran Las Tesis, la Yeguada Latinoamericana o el Colectivo Cueca Sola, entre muchísimos otros, que también cobraron vigor hacia el tercer lustro de este siglo y ganaron visibilidad con el estallido social de octubre de 2019. Y en Uruguay desde 2015 existen colectivos como los que llevan adelante las acciones La caída de las campanas y Diez de cada diez, o el colectivo Decidoras Desobedientas.

AFECTOS Y ARTIVISMO

Para abordar esas experiencias, me gustaría partir de algunos interrogantes: primeramente,

es válida la pregunta de Sara Ahmed (2017) sobre qué es vivir una vida feminista. Luego, y en relación con esa problemática: ¿en qué medida esas prácticas son liberadoras? Y para pensar esto último, cabe ponerlas en tensión observando sus relaciones con las instituciones, su integración a otros escenarios, sus fisuras e, incluso, su posible cooptación por el sistema (Groys, 2018), por el mercado, que deglute lenguajes estéticos y diluye las posiciones ideológicas.

Si las prácticas artísticas se articulan con la situación sociopolítica –como hemos dicho más arriba–, tendrán la potencialidad de desestabilizar o denunciar un cierto estado de cosas. Ahora bien, es necesario adoptar nuevas perspectivas para observar estos (nuevos) fenómenos. La tradición ha impuesto una lógica de pensamiento asentada en la razón: los conocimientos considerados válidos son aquellos producidos desde la razón. ¿Qué otros modos de generar saberes existen, sino los racionales? Pues, muchos otros. La producción de conocimiento válido ha sido asignada no solo a la razón, sino a la razón masculina, mientras que el mundo de las emociones ha sido instalado en el universo de lo femenino e improductivo. La teoría de los afectos viene a cuestionar este paradigma y es en ese marco que me interesa situarnos. La perspectiva de los afectos resulta una lente óptima para mirar cómo se despliegan esos fenómenos.

Si partimos de la idea de que es posible producir conocimientos distintos a los que imponen la lógica y la racionalidad tradicionales, la perspectiva del giro afectivo (Macón y Solana, 2015) resulta iluminadora para pensar la escena teatral y artística (Verzero y Proaño Gómez, 2023). Si bien el giro afectivo y la teoría de los afectos han orientado estudios en campos disciplinares específicos (como el cine y la literatura), este enfoque no ha sido adoptado hasta ahora para el estudio de las prácticas escénicas de manera sistemática.

La forma del conocimiento que proporciona la escena rebasa esta concepción tradicional gracias a los «saberes-del-cuerpo» (Rolnik, 2019), emocionales y afectivos (Verzero, 2020). Las prácticas

escénicas y performáticas entendidas de este modo resultan objetos privilegiados para poner en juego la capacidad política de los afectos que tensionan las relaciones entre poder, conocimiento y resistencia (Proaño Gómez, 2021). En este marco, afectividad y conocimiento aparecen como categorías indisociables en la construcción de saberes.

Junto con Proaño Gómez (Verzero y Proaño Gómez, 2023), sostenemos que las distintas teatralidades despliegan pensamientos en acción en los que observamos esta racionalidad poético-afectiva y su lógica, que ponen la vida como límite de la manipulación y del ejercicio del biopoder. Según esta idea, los saberes coconstruidos a partir de la escena se gestan en tres dimensiones indisociables que operan sincrónicamente: la racional, ligada al logos; la poética, vinculada con los lenguajes estéticos; y la afectiva, relacionada a la esfera de lo sensible. Todas ellas, por supuesto, involucran tanto a los participantes de la escena como a los espectadores. Nos preguntamos, entonces, por la forma en que se articulan el poder y la vida, y por el peso que tendría la afectividad en esa relación (Proaño Gómez, 2021).

La adopción de esta racionalidad poético-afectiva como perspectiva de estudio enriquece la comprensión de la escena en sus múltiples dimensiones. Cada experiencia estética expondría una política emocional (Verzero, 2020) integrada por la multiplicidad de elementos de la escena: los modos de actuación, los cuerpos y su gestualidad, las miradas, la luz, el espacio, la manipulación de objetos y el movimiento escénico, entre otros. Y esas políticas emocionales estimulan la emergencia de múltiples atmósferas afectivas (Anderson, 2011) que impactan tanto en los realizadores como en los espectadores/participantes.

8M, EL CONGRESO COMO EPICENTRO:

#JUNTAS, LIBRES E IGUALES

#Juntas, libres e iguales es la consigna con la que trabaja la Secretaría de Mujeres, Géneros e

«Entre las estrategias desplegadas para expresar las demandas, ganar visibilidad en la arena de lo político y conquistar nuevos derechos o hacer que se cumplan los ya obtenidos, se encuentran las intervenciones artísticas. El arte no solo recoge las demandas, sino que tiene la capacidad de integrarlas a la cotidianeidad de la ciudad, de amplificarlas y de ponerlas en primer plano.»

Infancias de la Municipalidad de San Martín, bajo la conducción de Marcela Ferri. San Martín es uno de los partidos de la Provincia de Buenos Aires que limitan con la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la capital del país. Se trata de un aglomerado con una población de casi 450.000 habitantes y una superficie de menos de 60 km2 , que incluye zonas de clases medias y medias altas, junto a barrios muy humildes y postergados. Me interesa recuperar esta experiencia y, específicamente, el 8M de 2022 como caso a partir del cual pensar la movilización por el Día Internacional de la Mujer como un momento en el que se congregan personas de la más diversa extracción de clase, etnia y edad en el Congreso Nacional conformando un espacio-tiempo como epicentro capaz de reunir un aglomerado de voces y de consignas disímiles, pero con demandas de derechos y luchas comunes. El 8 de marzo se marcha al Congreso desde distintos lugares, luego de trayectos breves, muy largos o de media distancia, como en el caso de las localidades del conurbano bonaerense. Se marcha de manera espontánea o con una preparación previa, como el colectivo que se acerca cada año desde el partido de San Martín.

Para el 8M de 2022, desde el municipio de esa localidad se propuso un proceso participativo de construcción de una intervención que puso en juego lenguajes artísticos y performáticos, y que superó lo esperado en cuanto a participación, movilización y sentidos producidos.2

La Municipalidad de San Martín convoca a la movilización por el Día Internacional de la Mujer desde 2015 y año tras año la participación fue incrementando. Habitualmente se propone una consigna y, en los últimos años, se tomó para la marcha aquella que guía todo el trabajo de la Secretaría de Mujeres, Géneros e Infancias: #Juntas, libres e iguales. En 2020 se realizó un taller y una batucada antes de movilizar, con la

2 Para una aproximación de conjunto a esta experiencia, se recomienda Verzero (coord.), 2022.

finalidad de sumar modos de expresión artísticos a la ya potente acción de marchar juntas con una consigna en común. Esa experiencia funcionó como antecedente de lo que fue el 8M en 2022, primera movilización por el Día Internacional de la Mujer luego de la pandemia, que resultó en una gran batucada y performance.

En enero se hizo una convocatoria y durante el mes siguiente se realizaron talleres coordinados por el colectivo de percusión local Boom Chapadama. En cada encuentro se sumaban más y más personas, hasta llegar a una participación masiva tanto en la movilización del 8M como en una segunda presentación que se realizó en la plaza central de San Martín dos semanas después.

Ese 8M se congregaron alrededor de dos mil mujeres en la Plaza Central de la Municipalidad de San Martín para dirigirse a la multitudinaria marcha en las inmediaciones del Congreso de la Nación en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. Una enorme columna blanca y violeta sonaba junto con sus tambores.

Así, desde el Estado local se motorizó un encuentro entre mujeres atravesado por la práctica artística de la performance y la batucada como modos de sintonizar, de resonar y de habitar juntas desde la alegría, el disfrute y la posibilidad de transformación como formas de lucha. En muchos casos se trata de mujeres humildes, trabajadoras, y madres o abuelas, por lo que esta experiencia cobró un sentido de transformación de sus vidas cotidianas y de construcción de un sentido de pertenencia a un colectivo en el que podían compartir sus problemas, sus sufrimientos y sus preocupaciones, tanto como sus deseos de vivir una vida más plena, sin violencias y en libertad. El espacio de participación integró no solo a las mujeres que realizaron la performance, sino también a sus familias que las acompañaron a los ensayos y a las presentaciones, y las relevaron en sus tareas domésticas y de cuidados durante todos esos momentos, comprendiendo lo que esto significaba para ellas.

Otros cuerpos, nuevas subjetividades y viejas demandas

Las actividades continuaron luego del 8M, a través de encuentros, talleres y otros espacios de participación. Así es como el 8M empezó mucho antes de ese día en particular y se continuó a lo largo de todo el año.

De esta manera, desde las políticas públicas locales se enfatizó el trabajo de construcción de espacios para las mujeres y se persiguieron los objetivos de acortar brechas de desigualdad y de promover el acceso a derechos, potenciando los vínculos entre la municipalidad y las organizaciones sociales gestadas en los distintos barrios del partido.

Como primera evidencia, es posible afirmar que la experiencia da cuenta de una propuesta que supo oír la necesidad de las personas que habitan el territorio, convocarlas, acercarlas y movilizarlas. Al mismo tiempo, como primer interrogante, aparece el problema de la motorización por parte del Estado de una movilización feminista y artística. Esta experiencia nos permite abrir preguntas respecto del rol de la política en la movilización social, de su función como coaguladora de las demandas y de los mecanismos de gestión estatal de la participación que, en este caso en particular, parece haber dado un resultado positivo, por cuanto las personas –según han manifestado en entrevistas (Verzero, 2022)– se sintieron convocadas, escuchadas e integradas.

SE TRATA DE NO + TRATA:

LAS MARIPOSAS A.U.GE.

El colectivo Las Mariposas A.U.Ge. (Acción Urbana de Género) se gestó en 2014 por iniciativa de la coreógrafa, bailarina y docente Blanca Rizzo y continúa hasta la actualidad. Como otros colectivos, prefieren el término «acción» en lugar del anglosajón performance. Si bien el núcleo del colectivo está integrado por bailarines, artistas, y particularmente estudiantes de carreras artísticas de la Universidad de las Artes (UNA) y de la Escuela Metropolitana de

Arte Dramático (EMAD), las convocatorias son abiertas y, según la ocasión, las acciones están integradas por distintas personas. Su centro de acción gira en torno a las violencias hacia las feminidades. Su primera acción fue el 8M de 2014 en el Obelisco. Accionaron también en el primer Ni Una Menos, el 3J de 2015, en el que ya reunieron a 63 personas. El color rojo para el vestuario y la utilización de antifaces formó parte de su estética desde la primera acción.

Se consideran una colectiva artivista y su acción propia es la Ronda Contra la Trata, con la que acompañan a familiares de personas desaparecidas o víctimas de la explotación sexual. El colectivo sostiene esta acción desde 2015 y se lleva a cabo con perseverancia e insistencia cada tercer viernes del mes a las 17 horas en la Pirámide de Mayo, que se encuentra emplazada en el centro de la Plaza de Mayo. La acción consiste en caminar en círculo alrededor de la Pirámide. Las performers visten de rojo y portan en su pecho la imagen de una persona que se encuentra desaparecida por ser víctima del sistema de prostitución. Circulan a paso lento alrededor de la Pirámide. Esa circulación de los cuerpos es acompañada en cada ocasión por alguna acción sonora, poética o performática diferente. Durante muchos años compartieron esta acción con la organización civil Madres Víctimas de Trata. En esos casos, era posible distinguir a las madres y familiares por sus pecheras, y porque se acercaban a los transeúntes para brindarles información, dejarles folletería y también recibían aportes en alcancías.

La Ronda Contra la Trata sin dudas replica y resignifica aquella otra que las Madres de Plaza de Mayo realizan cada jueves a las 15:30 horas desde 1977 como forma de visibilización de la búsqueda de sus hijos desaparecidos por la última dictadura cívico-militar. Como cuentan las mismas integrantes de Las Mariposas A.U.Ge. (Caizza Dip y Zaldumbide, 2023, p. 4), antes de realizar la ronda alrededor de la Pirámide, consultaron a las dos líneas existentes de la

organización Madres de Plaza de Mayo, quienes en un gesto de profunda apertura política, ética y humana, les respondieron que «la plaza es de todos». A partir de entonces, Las Mariposas instalaron el uso del pañuelo blanco con el bordado en rojo de la consigna «Se trata de NO + TRATA». Una diferencia estética entre las habituales imágenes con las que se intenta hacer presentes a las personas desaparecidas es el tamaño de las fotos que se llevan colgadas en el pecho: las imágenes que portan Las Mariposas suelen ser de un tamaño bastante mayor al que es habitual en las acciones vinculadas a las luchas de los organismos de derechos humanos.

A diferencia de la experiencia de #Juntas, libres e iguales, Las Mariposas tienen una relación de tensión con el Estado, puesto que este asume una doble posición. Por un lado, el Estado es para ellas el responsable último de las redes de trata de personas a través de la connivencia del poder político, el poder judicial y las fuerzas de seguridad. Y al mismo tiempo, el Estado es el encargado de prevenir y sancionar la trata de personas, tanto como de asistir a sus víctimas, por lo que ante él dirigen sus denuncias (Zaldumbide, 2018).

La trata de personas constituye, tal vez, una de las problemáticas más tabú del sistema de opresión contemporáneo. Como comentaban las mismas integrantes de Las Mariposas en el XIV Seminario Internacional Políticas de la Memoria,3 incluso dentro del movimiento feminista ha sido complejo el reconocimiento del colectivo. Por supuesto, esta situación es multicausal y no nos adentraremos en ella en esta ocasión, pero es necesario introducir que el problema de la violencia por trata de personas y el sistema de prostitución constituye uno de los núcleos más dolorosos y cruentos de la opresión machista y capitalista.

3 Alejandra Caizza Dip y Rocío Belén Zaldumbide presentaron un trabajo en la mesa organizada por el Grupo de Estudios sobre Política y Sociedad en América Latina (IIGG, FSOC-UBA) en el XIV Seminario Internacional Políticas de la Memoria, Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti en septiembre de 2023 (Caizza Dip y Zaldumbide, 2023).

CONCLUSIONES

Las conmemoraciones por los primeros 40 años de democracia ininterrumpida en la Argentina se dan en una coyuntura en la que se vuelven a poner en cuestión algunos acuerdos sociales que creíamos establecidos. Conceptos neurálgicos para la construcción de subjetividades, como libertad, emancipación o derechos ciudadanos, se encuentran en franca disputa. Esa misma dinámica lleva a la puesta en primer plano de los afectos como motorizadores de acciones colectivas (como los tan mencionados «discursos de odio» o «la ternura», entre muchos otros).

En este contexto, el último estallido feminista ocupa un lugar central en las luchas por la transformación política y micropolítica, y desde su seno han activado cantidad de colectivos artísticos que operan transversalmente entretejiendo ideologías político-partidarias, tradiciones estéticas, e identidades locales, nacionales o regionales. Y la performance se ha instalado como la forma estética más representativa para visibilizar estas demandas.

Las experiencias artísticas de colectivos feministas contemporáneos se caracterizan por la puesta en primer plano de una conciencia corporal y de la construcción de sentidos de comunidad a través de la ocupación del espacio público, que se da en sintonía con la transformación de los roles en el espacio privado. Los cuerpos («cuerpas») feministas proponen modos de circular por la ciudad, de «performar» la ciudad, de habitarla, instalando lógicas y estéticas propias. Esto nos permite pensar en la posibilidad de emergencia de una «teatralidad feminista» para la cual la performance aparece como lenguaje común. Hemos observado cómo esto se construye en dos experiencias bien distintas: #Juntas, libres e iguales, una movilización artística masiva de mujeres de la localidad bonaerense de San Martín que con motivo del 8M marchan al Congreso de la Nación, y las acciones del colectivo Las Margaritas

A.U.Ge., cuyo objetivo central gira en torno a visibilizar y denunciar la trata de personas.

Creo que es posible afirmar que las acciones hoy presentadas podrían inscribirse en lo que Lola Proaño (2022) ha definido como «estética de la liberación», es decir, que estas teatralidades pueden ser consideradas como «aparatos liberadores, como sistemas de relaciones que surgen entre elementos discursivos y no discursivos heterogéneos, que tienen como función estratégica responder a una necesidad urgente» y que consisten –afirma citando a Foucault– «en una ‘cierta manipulación de fuerzas [entre la imposición neoliberal y la resistencia]» (p. 49).

Estas experiencias, además, tienen implicancias políticas en la construcción de memorias, en el «des-cubrimiento», la desnaturalización y el rechazo del statu quo, y en la generación de reacciones a partir de la producción de conocimiento racional-afectivo respecto de la política y de lo que se entiende como justo o injusto, como inevitable o contingente, tanto como de las posibilidades de denuncia y de transformación. Es por todo esto que creo que estas prácticas bien pueden colaborar en sentar las bases de nuevas formas democráticas basadas en el respeto por las diferencias, en la búsqueda de equidad y de una vida digna. Otros cuerpos, nuevas subjetividades y viejas demandas

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40 años de democracia: El impacto de las calles en la escena cultural. Nuevos significados a partir de la digitalización cultural

Ana Wortman

Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Es investigadora del Instituto Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales y profesora de Sociología Contemporánea. Es miembro de la Red Universitaria del Mercosur, FOMERCO. Ha investigado y publicado sobre identidades juveniles, clases medias urbanas argentinas, centrándose en el consumo de cine y música; políticas culturales en la transición a la democracia, iniciativas culturales de la sociedad civil en torno al fenómeno de la cultura independiente. Más recientemente ha publicado sobre «Los festivales de cine como política cultural» (UAM,2020), y Festivales de música, como nueva experiencia musical (Teseo Press, 2020). Ha sido miembro del Consejo de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires (2018- 2020). Recientemente ha participado en la investigación «Impacto de la pandemia en las artes escénicas» con la Dra. Cecilia Dinardi de Goldsmiths University UK, estudio comparativo Londres-Buenos Aires, financiado por la British Academy 2021-2023.

A partir de la segunda mitad de los noventa y con la promulgación de una nueva Constitución de la Ciudad de Buenos Aires (1994), comenzaron a desarrollarse nuevas formas de acción cultural que luego se desplegaron en otros lugares del país. Si ya la calle había comenzado a ocupar un lugar central con la transición a la democracia, al menos en sus comienzos para distintas clases de performances, reviven en esos años y en particular a partir de la crisis del 2001.

Como se estaba dando en otros lugares del planeta, la protesta social se estetizó, se realizaban grafitis en distintos lugares de la ciudad, las marchas por los DD.HH. eran bailadas por

quienes practicaban danza afro y otras diversidades, desfilaban grupos de candombe, etc. En ese marco surgieron distintos colectivos de artistas que –de manera autogestiva– se constituyeron en centros culturales y se desplegaron por distintos lugares de los centros urbanos. Paralelamente comenzaron a desplegarse festivales de música, de teatro, de danza, promovidos por distintas instancias gubernamentales, tanto locales, nacionales, cooperativas, de movimientos sociales, como privadas.

Con la pandemia todas estas manifestaciones se pusieron entre paréntesis y muchas de estas acciones comenzaron a desarrollarse por

redes sociales mientras que otras entraron en crisis. La digitalización ocupó un lugar central acentuando radicalmente un proceso que ya se estaba gestando. Notablemente en la pospandemia hubo una explosión de festivales de música, danza y teatro donde los cuerpos salieron del espacio doméstico. Así es como en medio de una profunda crisis económica, cada vez que se difunde una nueva expresión cultural, al poco tiempo se agotan las entradas.

Nos preguntamos qué significan estas formas aparentemente duales de consumo cultural y de disposición de los cuerpos. En un caso nos referimos a cuerpos domésticos frente a la pantalla y, en otro, a cuerpos en escena, protagonistas, que asumen nuevas experiencias y emocionalidades en forma colectiva.

FESTIVALES COMO POLÍTICA URBANAS, RECUPERACIÓN DE LOS PÚBLICOS

Los primeros años del regreso de la democracia se caracterizaron por una presencia fuerte de la cultura en las calles como emergente de la celebración del levantamiento del estado de sitio y las recurrentes movilizaciones callejeras en apoyo de los movimientos de DD.HH. Sin embargo, con la crisis económica de 1989 (hiperinflación, saqueos), un cambio de época a nivel mundial, comenzaron a configurarse nuevos imaginarios sociales. Los años noventa fueron globales y en ese marco se gestó el ethos de la cultura menemista –menos centrado en el valor de la democratización cultural (bibliotecas, librerías, asistencia a salas de cine, teatro, museos) y más en una cultura del consumo, coincidente con la llegada de la TV por cable, el auge de los shoppings y un nuevo estilo de vida suburbano–. La salida cultural en espacios públicos característico de las clases medias fue reemplazada por prácticas de corte mercantil.

Por su parte, la reforma institucional de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que

se constituyó como ciudad autónoma, implicó un giro de la dinámica urbana y cierta centralidad –que, en este proceso– ocuparon los ministros de cultura de la nueva gestión. O, mejor dicho, la cultura ocupó no solo el ministerio creado para tal fin, sino que también formó parte del Ministerio de Economía, con el área de Industrias Culturales. De esta manera, CABA comenzó a distanciarse de las políticas culturales nacionales y a adoptar un perfil propio. Este cambio coincidió con el debate global en torno al rol de las ciudades en el desarrollo económico, y se adoptó con éxito el imaginario sobre las potencialidades de la creatividad en la dinamización de recursos tanto económicos, como sociales y culturales de distinta naturaleza. Las políticas culturales adoptaron una nueva direccionalidad y ocuparon un lugar relevante en la gestión de la ciudad, más allá del signo político imperante. La idea de cultura como recurso para el desarrollo, la promoción de identidades múltiples, también llamadas diversidades, amplificó el campo de acción de las secretarías o ministerios de cultura, antes centrados en un campo delimitado de la acción cultural, más en un sentido pedagógico (Rowan, 2014). Buenos Aires formó parte de los debates globales sobre las llamadas ciudades creativas y participó en innumerables eventos internacionales de los cuales surgieron un conjunto de ideas que se tradujeron en políticas y prácticas. En el marco del éxito que tenían en el mundo los festivales, Juegos Olímpicos y diversos tipos de eventos de carácter global, se modificaron los centros, se levantaron nuevos museos, se construyeron estadios como una vía de generación de recursos a través del turismo cultural y de la reactivación de la vida urbana en los centros urbanos degradados por las nuevas dinámicas económicas del capitalismo. También proliferaron los observatorios y comenzaron a desarrollarse estadísticas sobre políticas y consumos culturales. En esa ola de promoción de las ciudades se montó la gestión de CABA en sucesivas propuestas. Entre las distintas acciones culturales pensadas en esa

dirección, podemos mencionar el emblemático Festival Buenos Aires no Duerme1 y el BAFICI, Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Wortman, 2020). Ambas actividades produjeron la movilización de miles de personas, más allá de sus distintas propuestas y objetivos: nuevamente los cuerpos salieron a expresarse en las calles. El BAFICI a su vez fue cambiando de sedes en función de las zonas de CABA que se querían promover y sucesivamente fue ampliando sus alcances. Dejó de ser solo el ámbito de difusión del cine independiente local y mundial, (Centro, Recoleta, Abasto), sino también de exhibición en zonas alejadas de los centros muchas veces postergadas en las acciones culturales. También se desarrollaron una sucesión de festivales de danza, como Ciudad Emergente, orientado a promover nuevas figuras juveniles en diversas disciplinas artísticas, en particular, en la música. Se continuó con la Bienal de Arte Joven, etc. Si bien se suele afirmar que nada ocurría en los noventa desde el punto de vista cultural, no debemos dejar de mencionar el Centro Cultural Recoleta, que tuvo una presencia significativa en el campo de las artes visuales. Aunque tuvo un devenir errático, fue cambiando su identidad más recientemente y actualmente está orientado a un público adolescente y a generar espacios de práctica libre de rap. Dar lugar al cuerpo adolescente constituye uno de los objetivos de este espacio renovado, con lugares destinados para estar, descansar libremente el cuerpo. También es relevante el rol del Centro Cultural Rojas, dependiente de la Universidad de Buenos Aires, como ámbito de promoción de nuevas figuras del campo, así como también como espacio de formación en artes. De esa manera, la Universidad de Buenos Aires, a través de la extensión universitaria, desarrolla una labor pedagógica extramuros.

1 Este evento estuvo conformado por una sucesión de eventos durante diez días, tanto de espectáculos, proyecciones de cine, representaciones teatrales, bandas de música, como de espacios de formación, talleres, que intentaban integrar jóvenes de zonas céntricas con jóvenes de zonas periféricas de la ciudad.

ESTETIZACIÓN DE LA PROTESTA SOCIAL. CULTURA COMO LENGUAJE DE LA CRISIS

En el marco de la crisis económica2 que atravesó la sociedad argentina a fines de los años noventa3, ciclo que terminó con una grave crisis, un sector de las clases medias, en general de alto nivel educativo, golpeado por las políticas económicas y en algunos casos afectado por el desempleo, reactivó sus capitales culturales para generar proyectos culturales. En ese contexto, se desplegaron formas de organización, producción, difusión y financiamiento de proyectos culturales de nuevo tipo, fundadas en nuevos valores y sentidos políticos culturales en la esfera pública. Se desarrollaron diversas iniciativas de la sociedad civil, de corte autogestivo. Estas formas renovadas de acción cultural de alguna

2 En la segunda mitad de los noventa el modelo de sociedad de consumo fundado en prácticas mercantiles comenzó a entrar en crisis. En el contexto de las consecuencias de las privatizaciones de YPF, por ejemplo, surgió otro tipo de protesta, ya no de sujetos sindicalizados que reclaman por mejoras laborales, sino de sujetos desempleados. Así, fuera de Buenos Aires, tanto en el norte como en el sur del país surgió el movimiento piquetero, cuya forma de protesta consistía en cortar calles como recurso para ser visibilizados. Esta práctica tuvo consecuencias en nuevos modos de hacer política, en primer lugar en la protesta social, pero también fue incorporado en el imaginario social y cultural.

3 La crisis de 2001 quizás haya sido el peor derrumbe social de la historia argentina. No se trató, desde ya, de una mera crisis económica, sino que se puso en juego la posibilidad de la continuidad del Estado nacional como entidad con capacidad de autogobierno. Protestas callejeras, de clases populares y clases medias que se vieron afectadas por la crisis bancarias y la confiscación de sus ahorros, saqueos. hubo violencia, represión y muerte en las calles. Hacia fines de aquel año, la disolución de los vínculos políticos, económicos y sociales llegó a un punto tal que no podían garantizarse las condiciones para la supervivencia «normal» de amplias franjas de la población. El colapso del aparato productivo, bancario y de las finanzas públicas fue solo la expresión económica del derrumbe de toda la sociedad. A diferencia de un cataclismo, no fue un producto de la naturaleza, sino de la acumulación de políticas contrarias a los intereses básicos de la Nación (Aronskind, 2011). En ese contexto se produjeron movilizaciones multitudinarias las cuales quedaron en la historia como las jornadas del 19 y 20 de diciembre, con muertos, heridos, etc.

«El crecimiento de espacios de formación, tanto de artistas plásticos como de estudiantes de cine, han incidido en la visualidad urbana. El eco de la caída se puede advertir en estos fenómenos de estetización de la calle y de movilizaciones sociales, fuera de los espacios convencionales y en la intervención visual de los edificios. Una explosión de grafitis se puede advertir en la vida urbana a partir de entonces.»

manera retoman –de la memoria colectiva– iniciativas culturales de la sociedad civil generada por inmigrantes a través de centros barriales del anarquismo y el socialismo (Barrancos, 1996). También de parte de los trabajadores desempleados, en esta misma lógica, surgió el fenómeno de las fábricas recuperadas por los trabajadores y el concepto de economía social con mayor y menor éxito en distintas situaciones, modelo que se llevó luego al plano cultural.

Al apoyarse en el ideario de la cultura independiente, estas acciones culturales promovieron nuevas subjetividades y prácticas en relación con el trabajo. La noción de cultura como recurso mencionada más arriba, y que se instaló a través de organismos internacionales en nuestro país, no se pensaba solo como recurso económico, sino como social y político según las circunstancias. La cultura podía ser un trabajo, el cual también tuvo consecuencias en la creación artística, en la resignificación de casas ociosas y en la promoción de nuevas estéticas.

En el marco del rechazo del ethos de la sociedad de consumo, estos espacios promovían nuevos valores de orden colectivo y solidario, los cuales fueron herederos de la pregnancia del intenso trabajo de las organizaciones de derechos humanos en los años ochenta, en particular HIJOS. Si ya en los noventa se percibía a la acción cultural en una amplia variedad de acciones en un contexto de crisis, la cultura aparecía desde la perspectiva de los organizadores de los centros y espacios culturales, como espacios de socialización y recomposición del lazo social. En el contexto de resignificación de distintos planos sociales, incluyendo la cultura, en los centros culturales autogestivos se manifestaba el rechazo de la idea de público asociada con el concepto de espectador, como un sujeto pasivo. Se concebía que el asistente a las actividades también podía ser alumno, productor, gestor, etc. También desde políticas culturales estatales se ha promovido la creación de nuevas espacialidades, que presentan –de manera nutrida– una

importante programación con artistas generalmente jóvenes tanto de la Ciudad de Buenos Aires como del interior del país. En ese sentido advertimos el crecimiento de espacios de exhibición y presentación de bienes culturales que recibían nuevas denominaciones; centros culturales, bares culturales, casas culturales, cineclubes, así como de realización de actividades culturales en general en la Argentina y en la Ciudad de Buenos Aires. Si bien los noventa están asociados a un predominio de la cultura de consumo, también en ese contexto comenzaron a tener presencia nuevos espacios de formación en artes que tuvieron impacto posterior en la producción de artistas y gestores culturales. Tanto en CABA como en el conurbano surgieron escuelas terciarias de formación musical, cinematográfica, así como fue creciendo también la matrícula en la Universidad Nacional de las Artes.

EL DESBORDE DE LA ESCENA ARTÍSTICA. EL CONSUMO CULTURAL COMO ÁMBITO DE ENCUENTRO SOCIAL. EL FIN DEL CUERPO INMOVILIZADO

Este hecho da cuenta de la importancia del surgimiento de nuevas prácticas sociales asociadas a ver, consumir y reunirse con otros en torno a bienes artístico-culturales. La presentación de bienes culturales en diversos espacios sociales públicos generó formas de sociabilidad, agrupamiento, comunidades, nuevos entretenimientos, así como también rituales. Esta cuestión ya venía siendo pensada en relación con la reconfiguración del espectáculo cinematográfico (Mantecon, 2016). Como el espectador de cine no es siempre igual a sí mismo, su modo de ver y asistir a la sala de exhibición va variando y modificando en relación con otros procesos sociales, en este caso, con la domesticación del consumo de cine y el debilitamiento de la vida barrial. Si en la actualidad se puede advertir una vuelta a las salas de exhibición –hay un

conjunto de datos que así lo demuestran–, seguramente ese espectador va a estar atravesado por la experiencia doméstica de interrumpir la película, comer y charlar. Vamos al cine, pero también vamos a comer, nos juntamos con amigos, comemos en el cine. Vamos al teatro, pero mientras presenciamos la obra de teatro, también comemos y conocemos nuevas personas. Así como siguen existiendo salas de teatro en el sentido convencional, donde está claramente definido dónde se ubican los actores, la escena teatral y el público, nuevos tipos de obras se presentan en bares, museos, salas de exhibición, centros culturales, casas, universidades y el público muchas veces es interpelado para intervenir en la obra: se lo hace actuar, cantar y participar de diversas maneras. Lo mismo sucede con los recitales, los conciertos y la música en vivo en general. Podemos advertir que ya no hay un único espacio predeterminado para la presentación de un bien cultural. Se mantienen los espacios creados para tal fin, pero observamos el crecimiento de una diversidad de lugares que convocan público y se comparten consumos (teatro, música, danza conviven en forma intermitente con venta de objetos, gastronomía). Si en la primera modernidad asistir a un espectáculo tenía una dimensión casi religiosa, contemplativa, de silencio y disposición corporal especial, hoy convive con ruidos, comidas e interrupciones diversas.

¿UN RETORNO A LO COMUNITARIO?

UNA NUEVA VISUALIDAD URBANA

Muchas veces la gente, en particular jóvenes, va a un lugar más por la identificación, la expectativa de cierto estilo de propuestas y la posibilidad de encuentro con personas de similares patrones de comportamiento, que a ver una presentación en particular. Se confía en el lugar, los lugares crean identidad y confianza. Asimismo, se espera encontrar cierto tipo de

gente alrededor de ciertas ofertas culturales. Podríamos afirmar que los espacios culturales contemporáneos se convierten en clubes sociales. La identificación con cierta estética está asociada a cierto estilo de vida y se conforma en relación a una lógica de corte comunitario.

El fenómeno de los nuevos espacios culturales acompaña un proceso de nuevas vinculaciones entre arte y política. Es decir, no puede comprenderse el cambio cultural si no es también en el marco de la protesta política y de nuevas vinculaciones entre arte y política.4 En todo caso lo que pretendemos señalar es cómo la dinámica de la vida social, la emergencia de nuevas subjetividades, se plasman en la organización del espacio tanto en el plano de cómo la gente vive, así como también de cómo la gente se encuentra y produce arte.

En ese sentido, también las artes visuales han generado una explosión en la ciudad y en los cuerpos que la habitan. El crecimiento de espacios de formación, tanto de artistas plásticos como de estudiantes de cine, han incidido en la visualidad urbana. El eco de la caída del Muro de Berlín se puede advertir en estos fenómenos de estetización de la calle y de movilizaciones sociales, fuera de los espacios convencionales y en la intervención visual de los edificios. Una explosión de grafitis se puede advertir en la vida urbana a partir de entonces. Pintamos y creamos espacialidad, también los sujetos se intervienen cada vez en los cuerpos. Cierta creciente estetización de las calles, paredes y espacios públicos puede advertirse diariamente en nuestro circular por los espacios urbanos; también los transportes públicos, en particular trenes y

4 La insurrección popular argentina del año 2001 inauguró una década de sentidas innovaciones en los modos de hacer arte y política. Significó el nacimiento de un nuevo protagonismo social con una insoslayable singularidad poética e innovadores modos de estar en la calle. Fue un acontecimiento umbral en la historia política argentina reciente y el punto de ebullición de un ciclo de protesta que situamos entre los años 1997 y 2003/5 (Di Filippo, 2018).

subtes, están pintados por artistas. Esta culturización o estetización de nuestra vida cotidiana remite a un concepto señalado hace más de veinte años por Mike Featherstone en relación con el impacto del diseño y los diseñadores, así como también de los publicistas y de los llamados nuevos intermediarios culturales. La ciudad comenzó a cambiar hace más de veinte años por esta creciente presencia de productores culturales en diversos ámbitos de la vida social. Señalamos este hecho social porque es fundamental para comprender la dinámica de los consumos culturales en las ciudades argentinas y también de otros países en un contexto de globalización cultural. Si bien advertimos esta nueva dinámica espacial y de producción, circulación y distribución de los bienes culturales, al mismo tiempo sabemos que esto ocurre en otros lugares de América Latina y el mundo en general. Consumir bienes culturales implica dar cuenta de estas transformaciones en la dinámica de la producción, así como también de la vida social y al mismo tiempo de las subjetividades sociales.

LA CASA CULTURAL Y LOS CINECLUBES.

LA CULTURA COMO ESTILO DE VIDA

Ante el cierre de numerosos espacios de circulación cultural, otros han surgido en años posteriores a la tragedia de Cromañón (Wortman, 2005). Se puede advertir una continuidad con los surgidos en la crisis argentina de 2001 en la dinámica de estos nuevos espacios, aunque también ya no solo como una salida de la crisis en términos de trabajo, como emergencia, sino más bien en tanto elección de vida. En la coordinación de estos nuevos espacios aparece claramente una necesidad de plasmar ideas, proyectos y creencias en torno a un discurso político cultural no siempre militante, y también evidencia una transformación de la sociedad ya que expresa que hay una gran cantidad de jóvenes que se dedica al arte. Asimismo, es posible advertir el resurgimiento de espacios

5 Demián Adler en Vuela el pez. 40 años

destinados a la circulación social del cine. Este fenómeno no es novedoso, uno de ellos es de larga data y surge en un contexto de cierre cultural como fue el segundo gobierno de Perón, el resto de los llamados, en términos generales, «cineclubes», también curiosamente reaparece después de la mencionada tragedia de Cromañón en 2004. Como los centros que observamos y clasificamos antes y después de la crisis de 2001, muchos de estos nuevos espacios postragedia también admiten esa clasificación. En todos observamos también una pasión por emprender, por generar proyectos, hay ideas y necesidad de recrear espacios de encuentro donde lo cultural a veces es el leitmotiv y otras la excusa para reunirse, así como también experimentar otro estilo de vida.

Que arte es vivir de forma artística. Aunque no pintes, ni cantes, ni toques, ni escribas, ni nada de eso, y todo te salga mal. Es como vivís. Arte es vincularse con el otro. Vincularse bien, vincularse desde el corazón. El arte es corazón, también.5

Si los noventa se caracterizaron por la promoción de la world music, en el contexto de la globalización, con la crisis y una nueva instancia política se expresó una revalorización de lo nacional y, en ese contexto, de las músicas locales, como el folklore y el tango mezclados con ritmos y sonidos internacionales. El tango y el folklore fueron recreados por jóvenes. Surgió una importante cantidad de orquestas de tango, mezclado con sonidos electrónicos, del rock y del folklore, así como también espacios autogestivos, como el emblemático Club Fernández Fierro. Primaba la fusión. También se manifestaba un cierto rechazo por espacios impersonales y muy grandes, donde no se puede conversar y además suele ser muy costosa la entrada. Según lo que manifestaron sus coordinadores en las entrevistas, estos espacios eran como una casa grande, amigos con intereses comunes.

¿NUEVAS FORMACIONES CULTURALES?

Si fue una característica de la primera modernidad el consumo cultural en el espacio público, lo cual supuso la creación de espacios colectivos para la recepción de la oferta cultural, en la actualidad ciertos procesos sociales a los que alude la teoría sociológica contemporánea, pueden advertirse en las nuevas prácticas, tanto en las formas públicas del consumo, como en las privadas. Entre otros procesos sociales, nos referimos a la individualización de lo social y a la revalorización de la creatividad.

También en la cultura contemporánea se resignifica el concepto de espacio. En una época donde ya las instituciones no son centrales para generar actividades, es la lógica de la red la que atraviesa los nuevos emprendimientos y la circulación y conformación de sus públicos. No percibimos sólidas apuestas estéticas que definan y distingan los proyectos, son más bien inquietudes de corte subjetivo las que motivan y sostienen las ideas. Aunque sí podemos percibir imaginarios estéticos y político-culturales distintos, no siempre del todo explicitados y conscientes.

Desde los años noventa, los festivales constituyen un modo de acción cultural muy difundido en grandes ciudades. También pueden observarse en ciudades pequeñas e intermedias y zonas rurales, donde se despliega una interminable variedad de festivales y eventos en la agenda anual de una ciudad, municipio o localidad, los cuales deben ser entendidos en la práctica actual de apelación al turismo como un modo de generar recursos económicos en contextos de desindustrialización o de debilitamiento de economías regionales. Asimismo, cambios en las dinámicas económicas por otros procesos sociales, demográficos, migratorios inciden en cambios en las formas de reproducción de las sociedades, cada vez más heterogéneas.

Una de las vetas que viene teniendo una presencia significativa en términos de acciones y

políticas culturales en las que intervienen intermediarios culturales es la realización de festivales culturales en el ámbito[1]. Este fenómeno lo pensamos en términos de múltiples dimensiones de la acción cultural y estaría en relación con el crecimiento de la economía creativa tanto en Buenos Aires como en el resto del mundo.

Así es que, a partir de este proyecto de mayor alcance, hemos realizado una encuesta específica sobre públicos de festivales de música, con la idea de reflexionar acerca de cómo esta nueva economía creativa está vinculada con nuevas prácticas y experiencias de consumos culturales.

DIGITALIZACIÓN. LOS CUERPOS SE MUEVEN

FRENTE A LA PANTALLA

Una pandemia y una cuarentena larguísima modificaron nuestras prácticas sociales a lo largo de casi dos años. Esta tragedia constituye un antes y después en múltiples aspectos y también en el plano cultural. De esta manera, se instaló lo que ya estaba señalando la última encuesta nacional de consumos culturales (2017) del Sistema de Información Cultural de Argentina (SInCA): un proceso de creciente digitalización de los consumos y de las prácticas culturales. En la transformación de la cotidianeidad, las que ganaron fueron las plataformas virtuales, especialmente las de streaming (reproducción en línea) de contenidos audiovisuales. Este proceso tuvo consecuencias sobre las formas de habitar el espacio doméstico y el urbano. Así, en una plataforma virtual, podemos trabajar, bailar, hacer vida social, festejar cumpleaños, asistir a conferencias, ver teatro, ensayar, hacer cursos, mientras que, en las plataformas de streaming, podemos acceder a una gran cantidad y diversidad de contenido en formato audiovisual y musical (películas, series, podcasts, música, teatro, danza, conciertos) mediante el pago de suscripciones, o de manera gratuita. La disponibilidad a toda hora y lugar de innumerables bienes

«También en la cultura contemporánea se resignifica el concepto de espacio. En una época donde ya las instituciones no son centrales para generar actividades, es la lógica de la red la que atraviesa los nuevos emprendimientos y la circulación y conformación de sus públicos.»

culturales modifica radicalmente el consumo cultural. No necesitamos de un espacio, no nos vinculamos más con la ciudad. La economía de plataformas organizó nuestra vida cotidiana, siendo el espacio doméstico adaptado a ese 24/7.

Con la pandemia y la cuarentena se produjo un antes y un después en la producción cultural que tendió a homogeneizar el mundo de las artes performáticas. Ante la imposibilidad de actuar, cantar y/o generar música en vivo, bailar, hacer circo o producir óperas, los artistas debieron adoptar formas no frecuentes en su práctica cotidiana. De esta manera, la tecnología, las redes sociales y las plataformas comenzaron a formar parte de su universo. Forzadamente, tuvieron que presentarse frente a una cámara, difundir sus creaciones mediante videos y aprender a apropiarse de las redes sociales y de sus posibilidades. Si estas habilidades, prácticas y saberes son inherentes a la producción audiovisual, en la cultura de plataformas todo se convierte en producción audiovisual, incluso las artes performáticas, que ven así alteradas sus formas habituales de negocio.

Instagram, por ejemplo, ha sido una de las redes con más éxito en el contexto de la pandemia. Así es como vimos y seguimos viendo representaciones teatrales, stand-ups y lives de músicos, y también participamos en fiestas y bailamos al ritmo de los DJ. En los lives los usuarios hacen comentarios e interactúan entre sí y con el artista a través del chat. A pesar de cierto rechazo inicial a esta vinculación obligada con la tecnología, la cámara y la edición, que implicó la actualización del software de muchos equipos y nuevos aprendizajes, en varios casos los artistas pudieron constatar que estar en las redes ofrece una proyección potente y una posibilidad de traspasar el universo local y nacional. Los artistas dan cuenta de un antes y un después en la proyección de su disciplina artística, con mayor o menor entusiasmo frente a las nuevas tecnologías, herramientas y dispositivos. Así es como podemos afirmar que la pandemia abrió

un nuevo momento en el campo de las artes escénicas. Cabe señalar que estamos hablando de disciplinas corporales cuya existencia depende de la presencia de público. En el otro extremo, los escritores también aluden a sus lectores, pero en el momento de la escritura su presencia no es necesaria, a diferencia del actor/actriz, cantante de ópera, instrumentista o DJ, que despliegan su arte frente al público presencial.

La mediatización, como suele decirse con relación a diversos procesos sociales, se extendió a las artes escénicas. Este nuevo fenómeno, surgido ante una emergencia, una imposibilidad y una catástrofe, produce al principio mucha desazón. Los artistas entran en un cuestionamiento existencial de lo que hacen, en una pérdida de sentido. Pero luego observan que esta fuerte presencia de las tecnologías supone una veta más de su labor artística, que aporta nuevas reflexiones y ofrece un horizonte de posibilidades e interrogantes.

La pandemia y la cuarentena provocaron, particularmente en los artistas escénicos independientes, depresiones, mudanzas, reconversiones laborales y hasta crisis económicas severas. Fue difícil soportar el cuerpo recluido, encerrado. La precariedad del trabajo artístico, en especial del independiente, quedó más en evidencia que nunca. El cierre del trabajo en escena y de los talleres empujó a muchos a sobrevivir de diversas maneras, si bien antes de la pandemia era ínfima la cantidad de artistas que vivían solo de su arte. Varios aprovecharon para realizar estudios postergados, investigar y descubrir nuevas vocaciones. Hoy los artistas encuentran en las nuevas tecnologías un canal de reconsideración de su disciplina, incluso más allá del contexto de la pandemia.

En la pospandemia si bien retornamos al offline cultural, ya no somos los mismos, lo virtual, las apps y las plataformas resignifican nuestras búsquedas de bienes culturales. Conocemos propuestas culturales a partir de cómo se constituyen en imagen en Instagram.

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EXPLOSIÓN DE FESTIVALES

Y LA CULTURA EN ESPACIOS ABIERTOS. CALLES, CLUBES Y ESTADIOS

Si bien la producción de festivales no es un fenómeno nuevo, llama la atención el éxito que han tenido en términos de público en la pospandemia. Buenos Aires y otras ciudades del interior del país han sido escenario de grandes festivales globales con éxito total en venta de entradas. Es evidente que escuchar música en festivales y estadios supone una experiencia distinta al concierto de música en espacio cerrado. Predispone a los cuerpos y al encuentro colectivo. Es una experiencia única y global al mismo tiempo. Así es como del encierro y del retraimiento de los cuerpos en la vida doméstica pasamos a los cuerpos en festivales y en espacios amplios, donde los celulares y las visuales ocupan un lugar muy relevante en la experiencia musical. El espectáculo masivo también se produce con el fútbol. Son experiencias colectivas donde el cuerpo se expresa casi sin límites. Asimismo, el campo de estudios sobre festivales nos permite abordar nuevos procesos de globalización de las industrias culturales –en este caso, de la música–, su articulación con otras industrias culturales y un campo más vinculado a la sociología del arte, como lo es el modo de escuchar música en la actualidad.

Múltiples son los factores convocantes para su realización: algunas veces se hacen con propósitos benefactores y otras, simplemente por el placer de disfrutar de forma colectiva de los músicos con los que nos identificamos, tanto aquellos del mainstream como figuras alternativas de la escena indie y otras vinculadas a cierta recreación del pasado, en tono patrimonial de la cultura juvenil. El festival funciona como un espacio de encuentro, de fiesta y de ritual. También supone una singular economía de la cultura, ya que, dada la gran cantidad de horas que las personas transcurren en el lugar, se

ofrece una importante cantidad de servicios tales como gastronomías varias y espacios de encuentro o de venta de ropa.

LA MÚSICA SE HACE VISUAL. EL CUERPO, LA COMPUTADORA Y LAS REDES

En el contexto de la dinámica de la globalización cultural, comenzaron a llegar a la Argentina festivales de música que se han replicado en otras ciudades, como el Creamfields, hoy ya desaparecido, o el Lollapalooza, en plena vigencia. En el campo de la música electrónica también podemos mencionar Mutek y Sónar, asociados a cierta combinación del sonido con lo audiovisual, en el marco de la experimentación tecnológica e interdisciplinaria. Los grandes festivales están vinculados a grandes consorcios del entretenimiento mundial, más recientemente las políticas culturales locales públicas comenzaron a promover esta instancia de la música en vivo, como un modo de potenciar la escena musical y artística local, así como ocupar las calles y revivir zonas degradadas del sur de la ciudad como del microcentro. La visualidad de la música se puede experimentar en espacios de investigación tecnológica, donde se convoca a bailarines, programadores y artistas visuales en el ámbito privado, estilo Artlab, como también en propuestas que tienen lugar en el ámbito del Museo de Arte Moderno, Mamba, con una en particular que se denomina «Sonidos visuales», en la cual van desfilando DJ de la escena alternativa que producen música con computadoras y, con otras, un/a diseñador/a hace proyecciones visuales en las paredes. Así, la experiencia de escuchar música va mutando de la contemplación inicial que demandaba un concierto hasta la escenificación de emociones y manifestaciones corporales que comienza a suscitar la música con la cultura de masas y, particularmente, con la música juvenil. La música en el cine, en los años cincuenta, y, luego, las

difusiones musicales vía videoclips hacen que la música se haga también visual. En ese devenir también se va modificando la forma de presentación de los músicos: de los recitales al acto de compartir el escenario con múltiples bandas. Y más recientemente con bailarines, al estilo del jazz de los años 40. Así, el encuentro musical se transforma y adopta diversas funciones que van entre el ocio, el entretenimiento, la circulación por el espacio público y un estímulo para la vida social. Estar en un festival de música es una conmoción vital.

Con este artículo hemos querido demostrar cómo las transformaciones de la escena cultural implican variaciones en las formas de conformación y circulación de los públicos. Gracias a la democracia, los cuerpos en la escena cultural pudieron transitar diversos caminos en libertad. Sin ese marco institucional, lo que aquí describimos no hubiera sido posible. Muchas fueron las experiencias, algunas trágicas, pero aun desde ese pozo, surgieron nuevas posibilidades. El camino continúa y sigue abierto.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Del under al bicentenario

Sergio Pujol

«¡El que no salta es un militar!». A viva voz, miles de jóvenes que asistían a recitales en los días previos al retorno de la democracia en el Argentina preanunciaban, con aquella frase de un solo compás, un nuevo tiempo. Eran cuerpos festejantes que, animados por la música, expresaban alborozo por el fin de un ciclo autoritario que había puesto estrictos límites al uso del espacio público. Un tiempo antes de la guerra de Malvinas, eventos puntuales como Teatro Abierto y los recitales de rock habían ido consolidando, trabajosa y arriesgadamente, lo que el sociólogo Pablo Vila llamó «esfera de disenso». En 1982, el regreso al país de Mercedes Sosa tras cuatro años de exilio –la seguidilla de recitales que la Negra brindó en el teatro Ópera de avenida Corrientes en febrero de ese año marcó un hito en la historia reciente de la cultura argentina– y el recital de Charly García en el estadio de Ferrocarril Oeste en diciembre, con una inusual escenificación de la canción «No bombardeen Buenos Aires» a cargo de la artista plástica Renata Schussheim, fueron apuestas desafiantes contra el silenciamiento impuesto por una dictadura responsable de la desaparición de 30.000 personas. Frente a aquel borramiento de cuerpos, la cultura había salido a responder con creatividad. La cultura había puesto el cuerpo, una vez más. Paralelamente a aquellas respuestas masivas, una escena underground fue gestándose en salas pequeñas situadas en diferentes barrios de la ciudad de Buenos Aires. Fue en aquel momento y en aquel contexto que el joven Javier Grosman (Buenos Aires, 1953) empezó un singularísimo

periplo como productor y gesto cultural. El mismo lo llevaría al punto más alto en materia de organización de eventos. Del icónico espacio cultural independiente Babilonia, en las entrañas del Abasto, hasta los multitudinarios festejos del Bicentenario, en avenida 9 de Julio y Plaza de Mayo, el hombre que no sin sarcasmo fue definido en los años recientes como «regisseur de la felicidad K» es una figura clave para entender las diferentes formas de apropiación del espacio público ensayadas por la cultura a lo largo de cuarenta años de vida social en democracia. El verano de 2024 sorprende a Grosman al frente de una productora de eventos y contenidos de nombre vintage: Superacción! A los 69 años de edad, con un aspecto que combina sutilmente un aire a lo Allen Ginsberg con el aplomo de un ejecutivo, Grosman trabaja en una oficina situada en el barrio de Colegiales. La oficina está poblada de objetos del culto a Star Wars, culto que Grosman profesa con verdadera pasión, acaso porque la legendaria saga supo fusionar lo alto y lo bajo «con un sentido casi shakesperiano». Oriundo del maradoniano barrio La Paternal pero hincha devoto de Racing Club de Avellaneda, el hombre sin cuya mención no podría escribirse una historia más o menos completa de la vida cultural porteña de las últimas décadas nos recibe amablemente. Ha aceptado la propuesta de rememorar sin nostalgia los puntos nodales de sus aventuras dentro y fuera de la escena underground. «Mi primer emprendimiento se llamó El Viejo Café, una sala ubicada en Santa Fe y Ecuador, arriba de una sastrería», recuerda con

orgullo. «Lo fundamos con mi mujer y unos amigos durante el tramo final de la dictadura militar, cuando algunas de las cosas más interesantes de la cultura se estaban gestando en el adentro de una ciudad aun hostil. Allí sucedieron cosas notables, que se dimensionarían con los años. Por ejemplo, en nuestra sala debutó Fabiana Cantilo. Yo conocía a su papá, que había expuesto su obra plástica con nosotros. También allí arrancaron Sumo y Los Helicópteros, entre otros grupos. El piano era propiedad de Andrés Calamaro. Pero tal vez lo más curioso, y en cierto punto bizarro, fue una noche en la que Carlos Saúl Menem y Ramón Ayala se juntaron para recitar sus propias poesías.» Grosman dice esto último con una leve sonrisa que no debe entenderse como gesto de posmodernidad canchera, sino más bien como reafirmación de que en su vida de productor cultural siempre buscó salirse de la norma.

—La escala reducida del lugar y el tipo de eventos que allí se presentaban pueden interpretarse hoy como una metáfora de lo gestante en la transición entre dictadura y democracia.

—En realidad, esa lectura la hicimos más tarde. Indudablemente delimitamos un adentro porque aún no había posibilidades de copar el espacio público de modo pleno. Pero la iniciativa nació de algo más simple que eso: las ganas que teníamos de generar cosas en un ámbito amistoso. Eran tiempos post-Malvinas, cuando tras la prohibición de difundir rock cantado en inglés en las radios la escena local empezaba a crecer exponencialmente. De todos modos, nuestro rechazo a todo lo que tuviera alguna relación con los militares era in limine. Incluso yo estaba completamente en contra de Malvinas y de la prohibición de música en inglés, en tanto aquello había sido presentado como causa nacional por la dictadura. Pero el boom de rock nacional como coletazo post-Malvinas fue real. Y sus efectos, interesantes.

—A lo largo de los años 80, el rock adquirió una dimensión masiva como nunca antes había tenido. Pero en tu caso, a diferencia del de Daniel Grinbank, preferiste trabajar desde los márgenes. ¿Se trató de una decisión políticamente consciente?

—Sí, nunca quise tomar el camino del mainstream rockero. Soy amigo de Daniel y no tengo nada contra la masividad del rock. Pero yo creía que la transformación, al menos en aquel momento, debía provenir de los bordes. Me interesaban los recitales de rock a escala reducida. Para mí el rock en vivo es una ceremonia, con un oficiante que entrega su cuerpo, a su vez objeto de transformación: el baile, el pogo, el roce de los cuerpos… Todo eso suele ser más interesante aun que lo que sucede sobre el escenario.

ENTRE LAS RUINAS DEL ABASTO

A lo largo de los ochenta, Grosman fue gerente de marketing en una empresa textil, mientras su mujer, Graciela Casabé, se desempeñaba como arquitecta y profesora de Diseño en la Facultad de Arquitectura de la UBA. Para ambos, el recuerdo de la experiencia de El Viejo Café rondaba sus vidas a manera de déjà vu cada vez que asistían a algún espectáculo en reductos de San Telmo o Palermo. En la llamada «Primavera Alfonsinista», un poco a la manera del destapa español posterior al Franquismo, parte de la agenda social más avanzada figuraba en ciertas carteleras de lo que empezaba a conocerse como escena under. En 1986, Omar Viola y Horacio Gabin habían alquilado un sótano oscuro y húmedo en Venezuela al 300 al que llamaron Centro Parakultural. Teatro off, rock y pop post-punk y artes plásticas se daban cita en el corazón de San Telmo. Reinaba la diversidad y lo interdisciplinario, del travestismo sarcástico de Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese al mordaz cuestionamiento de los estereotipos femeninos a cargo del grupo de

Sergio Pujol / Javier Grosman

actrices y performers Gambas al Ajillo y su «varieté posmoderno».

Ese mismo año, en el barrio de Constitución, Omar Chabán abrió las puertas de Cemento, otro espacio de teatro under que, tras las primeras presentaciones de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y las últimas de Sumo, terminaría siendo una suerte de sede del punk, el heavy metal y otras movidas ultramodernas que definirían buena parte del rock de la segunda mitad de los ochenta y toda la década de 1990. La cartelera alternativa suponía, en su pluralidad transgresora, un concepto de performance aun poco explorado en la Argentina.

Hacia el final del ciclo político del alfonsinismo, Javier y Graciela decidieron sumarse a aquella cultura desafiante, en el contexto de una ciudad que, tras seis años de vida en democracia, había empezado a restañar las heridas dejadas por la dictadura. Finalmente encontraron un depósito de bananas en la calle Guardia Vieja, en el barrio de Abasto. La zona estaba abandonada a la buena de Dios. Al lugar escogido lo bautizaron Babilonia, acaso remitiendo a una grandeza pretérita. De pronto, el barrio que supo albergar el Mercado de Abasto Proveedor, con la voz de Carlos Gardel ensayando una definición concreta del ser porteño, fue locación de uno de los emprendimientos culturales más significativos de la década de los noventa. El espacio estuvo activo entre 1989 y 2001.

—¿Cuánto tuvo que ver tu indudable identidad rockera en la fundación de Babilonia?

—Bastante, pero no olvidemos que Babilonia no fue sólo un lugar de encuentros rockeros. Fue un lugar crossover, por el que pasaron Tato Pavlovsky y Divididos; Laura Yusem y Los Piojos; Fito Páez y ciclos de lectura de poesía. No era tanto un espacio físico como conceptual, en un momento en el que empezaban a surgir temáticas post-primavera alfonsinista, relativamente ausentes en lo que podríamos llamar la primera época del underground porteño. Aquel under no abordaba

cuestiones políticas y sociales. Los Melli, por ejemplo, eran geniales, pero en sus intervenciones no figuraban la dictadura, ni los desaparecidos. Luego fue surgiendo una cosa más reflexiva, que coincidió con la aparición de Babilonia. Ahí hicimos obras que abordaban el tema de la represión, como Potestad o Paso de dos de Pavlovsky. Lentamente el tema de la memoria se fue instalando en las obras de la época; en los textos de Pompeyo Audivert, Ricardo Bartis y otros.

—Esa suerte de segundo under, con Babilonia en el corazón del Abasto al que le cantó Luca Prodan, se hizo sin sponsors de ningún tipo, me imagino.

—Arrancamos con Babilonia en medio de la crisis de diciembre de 1989. No pudimos haber elegido peor momento en términos económicos. Éramos una expresión marginal en sentido logístico y urbanístico. Aún no se había construido el Shopping y Abasto era una zona casi abandonada, como si hubiera sido dinamitada. Un barrio despojado de su memoria. Recuerdo que en la inauguración nos quedamos sin bebidas, y tuvimos que salir con un carro de supermercado que nos prestó un cartonero que frecuentaba la zona a buscar cerveza y whisky al almacén más próximo. Carecíamos de todo apoyo oficial. Los únicos sponsors que teníamos eran los jóvenes que venían a escuchar bandas de rock. Dividíamos a la gente en dos grupos: los que no conocíamos y aquellos a los que les debíamos dinero. Cuando hicimos «Babilonia gana la calle» planteamos la necesidad de extender aquella experiencia de comunicación, salir un poco del adentro para generar un movimiento un poco más amplio, volcado al espacio público.

—Babilonia coexistió con la recuperación, sobre todo en los barrios, del baile del tango. ¿Tuviste algún tipo de participación en el fenómeno de las milongas?

—Debo reconocer que como género musical el tango nunca me interpeló demasiado, como sí la

ópera, por ejemplo. Pero es verdad que el boom de las milongas en la ciudad fue algo extraordinario. Fue una forma de recuperación del cara a cara, del toque, de la mirada. Recuerdo que muchas chicas que venían a Babilonia traían en sus bolsos los zapatos para luego ir a la milonga a bailar tango; o venían de allí. Iban de las zapatillas a los zapatos con taco con total naturalidad. Había entonces una suerte de camino conceptual entre el rock y el tango. Babilonia fue testigo de todo eso. Lo mismo sucedió con las murgas y los corsos; sirvieron para afirmar las identidades barriales, con un fuerte sentido de pertenencia a una comunidad. Volvió a tener sentido «ser» de Devoto, Palermo, Almagro, etc.

—La década de los 90 estuvo fuertemente impactada por la aplicación de políticas neoliberales en el país. ¿Qué tipo de acción pudo desplegar Babilonia frente a lo que David Viñas llamó «el Menemato»?

—Estaba el rock, por supuesto, pero creo que la actitud contestataria más interesante que por entonces eligió el campo de la cultura fue la del teatro contemporáneo, en la medida que este planteó una experiencia textual y performática diferente. Vivíamos en democracia, no cabían dudas de eso, y quienes veníamos de la militancia de izquierda «dura» buscamos otras formas de enfrentar al establishment. La época de Menem fue, en ese sentido, algo engañosa, porque, para una sociedad aspiracional, el hecho de tener acceso a ciertas formas de consumo más sofisticado, como por ejemplo poder ser socio del MOMA de Nueva York o poder viajar más seguido a Europa, resultaba funcional al Menemismo, un neoliberalismo de buenos modales y un tanto kitsch. Además, el propio Menem tenía una relación con el showbiz que podríamos llamar amorosa.

—¿En ese contexto, ¿qué posibilidades daba la ciudad de Buenos Aires de sostener una cultura creativa y no convencional que

retomara, e incluso ampliara, aquello surgido en la escena under post dictadura?

—En época del gobierno de Fernando de la Rúa en la ciudad hicimos actividades en ese perfil junto a la secretaría de Cultura de la ciudad. Con Darío Lopérfido y Cecilia Figueras tuvimos muy buena relación. De esa relación nacería el Festival Internacional de Teatro (FIBA). Más tarde fui convocado para organizar la Bienal de Arte. El concepto de una bienal nunca me gustó. Me suena a nicho; me parece un plomo, francamente. Intenté entonces hacer algo más amplio y masivo, y creo que lo logramos. En ese tiempo también trabajamos con la UBA, especialmente con la agenda del Centro Cultural Rojas, un punto de referencia importantísimo en aquellos años. El desarrollo de un artista como Jorge Gumeir Maier fue, en alguna medida, producto del Rojas.

—La relación entre cultura, cuerpo y espacio público ha tenido en estos cuarenta años de democracia un sujeto clave, la juventud, y una temporalidad dominante, la noche. Sin embargo, estos vínculos han sido problemáticos. Babilonia se desarrolló en una zona de Buenos Aires «peligrosa» –especialmente de noche– y diferentes formas de control por parte del Estado, e incluso de violencia institucional, buscaron limitar las prácticas noctámbulas de los jóvenes. ¿Cómo sorteaste esas restricciones, si es que pudiste hacerlo? —Con imaginación y redoblando la apuesta. Por ejemplo, cuando en la provincia de Buenos Aires el entonces gobernador Eduardo Duhalde lanzó la campaña «A dormir a las 3» – un límite absurdo, desde mi punto de vista- encaramos la movida «Buenos Aires no duerme». Fueron dos ediciones, para mostrar, a través de la cultura, que la noche no necesariamente es sinónimo de animosidad. Con la crisis de 2001 la situación social se volvió más acuciante aún, y lógicamente la nocturnidad fue observada con algunos prejuicios, pero la relación entre juventud y espacio público nunca se discontinuó del todo.

«Su oficina está poblada de objetos de culto a Star Wars, culto que Grosman profesa con verdadera pasión, acaso porque la legendaria saga supo fusionar por lo alto y lo bajo «con un sentido casi shakesperiano». Oriundo de la Paternal pero hincha devoto de Racing Club de Avellaneda, el hombre sin cuya mención no podría escribirse una historia más o menos completa de la vida cultural porteña de las últimas décadas, nos recibe amablemente. Ha aceptado la propuesta de rememorar sin nostalgia los puntos nodales de sus aventuras dentro y fuera de la escena underground.»

—Otra forma de violencia, inesperada y fatal, fue la que desató el incendio por uso de bengalas en el boliche Cromagnon en diciembre de 2004. ¿Qué significó Cromagnon en la historia de las relaciones entre cuerpo, espacio público y nocturnidad?

—Cromagnon es otra herida narcisista, esta vez sobre el cuerpo central del rock. Todos tenemos que hacernos una autocrítica. Soy muy crítico de lo que sucedió allí. Si metés más gente de lo que permite la capacidad de un lugar así, y encima colgás un candado para evitar que ingrese público sin pagar, estás invocando a la desgracia. Los efectos fueron duros para la música y para el teatro. Se buscaron algunos subterfugios para que se permitiera la habilitación de salas pequeñas, pero la recuperación fue muy lenta.

ROMPER PAREDES

—Pasaste de la independencia total de Babilonia a encarar producciones dentro de un marco estatal. La culminación de esa parábola fueron sin duda los festejos del Bicentenario, con una asistencia total de 6 millones de personas. ¿Cómo entendés la relación entre cultura y Estado, teniendo en cuenta que siempre has pensado a la cultura a partir de su poder transformador y el Estado, por su propia naturaleza, tiende a preservar y regular?

—Tengo la certeza de que hay una relación compleja entre arte y Estado. En efecto, el arte destruye lo establecido. El pintor violenta la tela, el escritor altera el vacío de la página y el músico transforma el silencio en sonido. Peter Brooks hablaba del empty space, eso que los actores deben llenar. Por otro lado, el objetivo de todo Estado es el de preservar lo establecido, más allá del gobierno de turno. Sabemos que los tiempos electorales y los tiempos de la creación no son los mismos. Pero si el espacio público está regulado y controlado por el Estado, ¿cómo es posible entonces

intervenirlo desde la cultura? Para mí, es un problema central, desde que hicimos «Babilonia gana la calle». En la historia argentina reciente, en el espacio público se resuelven las heridas narcisistas que dejó la dictadura. Es allí donde cabe intervenir con un determinado «relato». Entrecomillo relato porque me han criticado mucho por hacer «el relato» del Kirchnerismo, pero se trata de un desafió que, como dije, trasciende los gobiernos, si bien en nuestro país siempre ha sido difícil distinguir los límites entre estado y gobierno. Son dichosas aquellas sociedades en las que la cultura puede llenar ese relato y no lo llena el vacío de la política, como fue el relato del 2001. Una sociedad no puede contarse a sí misma al grito de ‘que se vayan todos’.

—Hablando de relato, los festejos del Bicentenario presentaron una amplia cartelera de géneros musicales –tango, folclore, rock, cumbia, etc.–, con intérpretes latinoamericanos invitados, como la colombiana Totó La Momposina y el brasileño Gilberto Gil, entre otros. La patria grande en música. Pero quizá lo más original como narrativa identitaria e histórica fue el desfile final con Fuerza Bruta a la cabeza. Esto último supuso una narrativa sin duda muy diferente a la de los festejos del Centenario, cuando vino a Buenos Aires la Infanta Isabel y lo único verdaderamente «argentino» que encontró en términos culturales fue el tango «Independencia» de Alfredo Bevilacqua. ¿Qué se tuvo en cuenta en 2010 para «narrar» un país desde su historia?

—Yo diría que con el Bicentenario los bordes de la cultura se convirtieron en centro. A través de la Unidad Ejecutora, en contacto directo con la Secretaría General de la Presidencia, quisimos llevar aquel concepto del under a un espacio público lleno de gente. No hicimos algo tranquilo o moderado. Llevamos Fuerza Bruta de la Recoleta al centro de la ciudad, con su propuesta recia. En ese desfile a manera de relato se pudo ver la

quema de la constitución durante la dictadura, la guerra de Malvinas, los desaparecidos, los pueblos originarios, las madres de Plaza de Mayo, los hitos de industria nacional, etc. No sé si cabe hablar de un revisionismo histórico, pero indudablemente ampliamos los temas de memoria y elegimos un tipo de representación más transgresora, con uso de las nuevas tecnologías, como el mapping sobre el Cabildo, y una performance sonora que combinaba lo autóctono con lo electrónico. Todo eso produjo una emoción unánime, un grado de cohesión social inédita. No hubo allí excluidos; incluso los opositores al gobierno, que al principio se escandalizaron con la dimensión de los festejos, debieron reconocer que las cosas salieron muy bien. Las críticas cesaron completamente. En 1910, en cambio, se celebró de modo unitario y mirando a Europa. Hubo entonces invitados de honor y un festejo para las clases acomodadas. Simbólicamente, aquella representación puso en escena al país de unos pocos, mientras la de mayo de 2010, al país de todos, o de muchos. Nuestro rol fue revolucionario al romper el concepto de espacio público para darle un sentido de construcción de sentido social.

—¿Tecnópolis fue la representación de un posible futuro para el país?

—En realidad, fue pensado como cuadro final del desfile del Bicentenario, y terminó siendo una Feria de ciencia y tecnología más amplia, con cinco ediciones consecutivas. Eso fue decisión de Cristina Fernández de Kirchner. «¿Qué hacemos con Tecnópolis?», me preguntó después de la muerte de Néstor (Yo había organizado el velatorio del ex presidente). Ella retomó el proyecto y nos impulsó para que lo realizáramos más allá de la fecha de Bicentenario. Originalmente Tecnópolis iba a estar situado dentro del perímetro de la ciudad de Buenos Aires, pero el gobierno de la ciudad no quiso cedernos ningún espacio. Se evaluó la posibilidad

de armarlo en algún predio que dependiera de Nación (por ejemplo, donde está situada la Televisión Pública o en los terrenos del Museo Nacional de Bellas Artes), pero finalmente elegimos unas 54 hectáreas en Villa Martelli. Lo inauguramos el 9 de julio de 2011. Entre ese año y 2015, Tecnópolis convocó una cantidad de gente impresionante. Llegamos a tener 250 mil visitantes en un solo día.

—En términos cuantitativos –y quizá también cualitativos– no podrían existir dos emprendimientos tan diferentes entre sí como Babilonia y Tecnópolis.

—Es posible, pero al mismo tiempo encuentro una línea de continuidad entre lo que me propuse hacer en 1989 y lo que finalmente me llevó al lugar que hoy ocupo tras 2010. El concepto dominante en Babilonia era el de romper paredes. Llevar ese adentro de cultura transgresora al afuera del espacio público. Los estados y los gobiernos deben apropiarse de todo lo bueno que genera la sociedad. Dar lugar a que la gente desborde en el espacio público. Ese es un gran legado de 40 años de democracia. Del under al bicentenario

—Sin embargo, cada vez que hablo de Tecnópolis la llamo «Babilonia». Tengo ese acto fallido permanente. Así como a mi nieto suelo llamarlo con el nombre de mi hijo, hay cosas que hice que quiero mucho y de las que me siento orgulloso que las llamo «Babilonia». Por supuesto, las dimensiones de una cosa y la otra son completamente diferentes. En tanto capítulo final de la Unidad del Bicentenario, Tecnópolis me dio una visibilidad pública que yo siempre había evitado. A partir de 2011 cerré todas mis cuentas en redes. Cuido mucho mi privacidad, y estos eventos me convirtieron, contra mi voluntad, en figura pública.

—¿Sentís añoranza por aquel anonimato de los años frente a Babilonia?

Renata en el país. Galaxia Renata

Vinicius de Moraes señaló alguna vez que Renata Schussheim pertenecía al mundo encantado de los pájaros, los duendes y las galaxias infinitas. Y al de los poetas locos. Se conocieron en 1967, cuando Daniel Divinsky, uno de los más grandes editores de libros que ha tenido la Argentina, le pidió a la ilustradora que trabajase en el dibujo de la portada de un libro de poemas del músico carioca: Para una muchacha con una flor.

Ella era una artista muy joven que algunos años antes había empezado a llamar la atención de los galeristas. Sucesivos encuentros de trabajo derivaron en una amistad, si puede confiarse en que Vinicius fuese capaz de sostener una amistad sin pretensiones ulteriores con una mujer hermosa. Hay buenas razones para desconfiar: a lo largo de una vida tan provechosa en lo artístico como en lo sentimental, el poeta se casó nueve veces.

Vinicius acompañó aquel sistema de relaciones artísticas con una nómina de personajes de la cultura en la que anotó tres nombres: Lewis Carroll, Edward Lear y Wilhelm Reich, a su juicio, poetas locos como ella.

De Lewis Carroll queda poco por decir. Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, sus obras más conocidas y abundantemente estudiadas, siguen asombrando a nuevas generaciones de lectores, que como viene sucediendo desde la publicación de

la primera, en 1865, se precipitan en ese singular universo poético con el mismo vértigo (con el mismo asombro, con la misma curiosidad) con que la niña del cuento se despeña en la engañosa madriguera del Conejo Blanco, aventurándose en un mundo de hechizos, juegos de palabras deslumbrantes y criaturas encantadas. Todo se asemeja a una ensoñación.

Edward Lear fue uno de los grandes maestros del sinsentido. El nonsense cobró en sus poemas la forma breve de lo que los críticos denominaron limerick. Era, además, ilustrador, y en ese oficio se especializó en el dibujo de aves. Pese a que en su época era costumbre retratar animales acudiendo a modelos embalsamados, él prefirió llevar adelante esa tarea trabajando con seres vivos. Reunió esas piezas en un libro cuyo título es significativo: Parrots. Todo esto sucedía hacia 1832. Quizá Vinicius haya pensado en los dibujos de Edward Lear cuando descubrió el amor de Schussheim por los animales, una presencia inexcusable en su obra, pero sobre todo cuando dio con su pasión por los loros, que aún perdura. Wilhelm Reich colaboró con Sigmund Freud en los años veinte. Pese a esa primera cercanía, con los años empezó a desarrollar ideas propias, apegado a la creencia –tan freudiana– de que siempre es saludable matar al padre. Pronto llamaron la atención sus investigaciones acerca de la sexualidad, con las cuales se empeñó en llegar más lejos que su maestro. Dio un paso

adelante en ese propósito cuando señaló que la represión sexual, sobre la que el padre del psicoanálisis edificó su monumental edificio teórico, no tenía lugar solamente en el aparato psíquico, sino también en el plano físico. Reich determinó que esas tensiones conformaban lo que denominó una «armadura muscular», y para liberar esa energía sexual reprimida impulsó un tratamiento al que denominó vegetoterapia y que consistió, para consternación de muchos, en desbloquear las rigideces del cuerpo mediante masajes que daba en su consultorio a pacientes semi desnudos.

Sus ideas provocaron gran revuelo (se lo acusó de vulnerar con esas prácticas la relación entre psicoanalista y paciente) y fueron reunidas en un libro de título provocador para la época: La función del orgasmo. Murió años después en prisión, en los Estados Unidos, adonde había llegado huyendo del nazismo, condenado por llevar adelante actividades sexuales ilícitas. Su obra fue redescubierta en los roaring sixties y recibió la adhesión de gente como Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs: otros poetas locos.

Lo que importa verdaderamente de todo esto es el reflejo de esos autores que Vinicius encontró en la obra de Schussheim. Si se observa con atención ese corpus artístico, desplegado a lo largo de más de medio siglo en territorios tan distintos como los del ballet y el concierto de rock, la escultura y el teatro, el dibujo y la ópera, se comprende esa genealogía.

Durante algo más de medio siglo, Schussheim dio cuenta de un portentoso mundo interior, y en ese ejercicio capturó el espíritu de su tiempo, aunque nunca precisó del énfasis ni de la altisonancia. Lo hizo con delicadeza, con un buen gusto lindante, a veces, con la exquisitez, adueñándose de géneros y oficios, en un movimiento pendular que la condujo del espectáculo de masas al universo de la música culta, sin renunciar, en ese vaivén, a su mirada ni a su estilo personalísimos.

Del Don Giovanni de Mozart a Bicicleta de Serú Girán, del musical Sugar de Peter Stone a El homosexual o la necesidad de expresarse de Copi, de La consagración de la primavera de Stravinsky a Boquitas pintadas de Manuel Puig.

De la intimidad de la galería de arte al estadio a cielo abierto. Del dibujo con plumín a la muestra performática movida por recursos de última tecnología.

En ese reino de la diversidad, Schusscheim se entregó sin miramientos a sus obsesiones: la recurrencia a los animales, en primer lugar, sobre todo a los pájaros, esenciales en su iconografía; y, luego, el papel central de la mujer, que la ha mostrado interesada en comprender la interioridad de la condición femenina (tal vez cerca de Delia Cancela, una de las figuras de la vanguardia cuyos trabajos conoció en el Di Tella) antes que en declamar las ideas del feminismo.

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En el principio fue el erotismo.

Esa marca puede rastrearse en la serie de dibujos con la que Schussheim irrumpió en las galerías de arte de Buenos Aires cuando, para decirlo en términos de época hoy difícilmente tolerables, era una lolita: tenía dieciséis años, y llevaba flequillo, minifalda y medias rayadas en blanco y negro, según la fotografía publicada en la revista Adán que da testimonio de aquel sonado debut en la galería El Laberinto

En aquellas primeras piezas con las que se dio a conocer, el erotismo no era una mera insinuación: aparecen una niña desnuda, hombres y mujeres abrazándose, amándose, devorándose entre sí, con marcas de un estilo en el que se advierte, ella misma lo señala, las huellas tempranas de El jardín de las delicias, de El Bosco.

Ese influjo incluye abundantes alusiones a una sexualidad rebosante. Schussheim encontrará más tarde en ese tópico uno de sus temas recurrentes, aunque nunca se interesará por las

Víctor Hugo Ghitta / Renata Schussheim

resonancias morales y religiosas del tema, como ocurría con el pintor flamenco.

En aquellos años, a fines de la década del 60, Ediciones de la Flor publicó un libro que reunió algunos de sus dibujos tempranos. En esas piezas otra niña, que en mucho se parecía a la autora, exhibía un temperamento impulsivo y audaz, sobre todo en el ejercicio persistente de la masturbación. El libro se tituló Griselda adolescente. Renata era poco más que una niña.

—Una niña precoz –se ríe.

En la producción artística de Schussheim, espejo de los progresos vividos en el mundo del arte y el entretenimiento, se cifra parte de la vida cultural de la ciudad del último medio siglo.

Entre aquellas obras y su última muestra, Al rojo vivo, pasaron exactamente cincuenta y seis años. Durante ese lapso, Schussheim tradujo en imágenes el pulso cambiante de una ciudad, Buenos Aires, que ha vivido durante ese período en plena convulsión.

Lo hizo acudiendo a recursos distintos, trasvasando géneros, alternando oficios, en ambientes de muy distinto temperamento y para audiencias que contemplaron sus obras en condiciones de recepción diferentes –la intimidad de una pequeña galería, el fervor de los grandes estadios, la atmósfera augusta del Teatro Colón–, pero imponiendo siempre su inconfundible sello artístico.

Porque, aunque pase el tiempo irrevocable, aunque cambien los lenguajes y sean diversos los oficios –dibujo, vestuario, escultura, ilustración, dirección escénica, ambientación–, cada vez que el agradecido espectador se aventura en ese cosmos es otra vez asaltado, como le sucede a la pequeña Alicia, por la sensación de que está cayendo en una encantadora madriguera.

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Pese a que nunca se interesó en razonar los procedimientos que utiliza, hace algún tiempo,

sin embargo, Schussheim dejó indicios de ese proceso en una conversación que mantuvo con la escritora María Moreno, con quien entabló una amistad desde que en los años 70 hicieron juntas para la revista Siete Días, en complicidad con el fotógrafo Eduardo Martí, una serie de producciones ambiciosas con ínfulas operísticas.

De aquella experiencia periodística recuerda la felicidad del trabajo compartido –complicidad, subraya–, que en su caso tantas veces se asocia a la amistad.

«Dibujar es como escribir –le confió entonces a la autora de Black Out–, esa tortura del papel en blanco; cualquier error y se arruina todo. La pintura es más sensual, menos fría, menos intelectual. Te equivocás, tapás, te dejás llevar, vas modificando. Y descanso de mi propia cabeza y de la figura humana. Por ejemplo, ¿qué hay ahí al fondo del paisaje que está tan oscuro? No sé si alguna vez, si sigo pintando, voy a saber qué hay detrás».1

Sigue pintando, naturalmente, pero, pese a esa obstinación, el misterio aún no ha sido develado. Quizá es por eso que la obra de Schussheim tiene la fuerza (y la belleza) de los grandes enigmas.

Si su historia está asociada de manera indisoluble a la deriva cultural de la ciudad, no sólo es así por la manera en que ha conseguido dar cuenta de ese devenir en el plano estético, sino también porque muchos de esos espectáculos tuvieron como escenario salas oficiales y otros espacios públicos de la metrópoli.

Cada uno de esos acontecimientos encendió en el espectador una rara fascinación. Ese encanto se asienta, entre otras cuestiones, en una manera de mirar el mundo y de narrarlo. Para comprender los orígenes de esa delicadeza, habrá que confiar en aquello que dijo de ella hace algunos años Oscar Araiz, el coreógrafo argentino con quien inició en 1970 una indisoluble

1 MORENO, MARÍA, Toca es timbre, suplemento Las 12, Página/12, 2002

«En el principio fue el erotismo. Esa marca puede rastrearse en la serie de dibujos con la que Schussheim irrumpió en las galerías de arte de Buenos Aires cuando, para decirlo en términos de época hoy difícilmente tolerables, era una lolita: tenía dieciséis años, y llevaba flequillo, minifalda y medias rayadas en blanco y negro, según la fotografía publicada en la revista Adán.»

Renata en el país. Galaxia Renata

sociedad artística cuando él la invitó a realizar el vestuario de Romeo y Julieta. A Renata lo que de verdad le interesa, resumió Araiz, es lo pequeño y lo frágil, la condición de vulnerabilidad.

Así, construyó un sistema de imágenes (o mejor, para decirlo con una voz tan apreciada en estos tiempos, de experiencias) que suele comprometer todos los sentidos del espectador. Por eso, cada una de sus intervenciones –para comprobarlo basta con evocar las imágenes de algunas de las muestras e instalaciones que realizó a lo largo de las últimas cuatro décadas: Travesía, Nave, Estado de gracia, Al rojo vivo– envuelve al visitante en un clima ilusorio tan propio del mundo de los sueños. A veces, esa atmósfera engañosa es corrompida por notas sombrías cuya materia es la pesadilla. Esa ambivalencia añade a sus obras una belleza amenazante.

—Muchas de mis ideas vienen de mis sueños –admite–. Siempre tuve una actividad onírica muy intensa. Sueños y pesadillas. Nunca me detuve en eso. Mi mundo siempre fue poco intelectual. Es como si algunos artistas tuviésemos un radar que atrapa lo que sucede a nuestro alrededor: las ideas, los estados de ánimo, las vibraciones de los demás. Todo lo que fluye. Nunca pude organizar un discurso alrededor de mi trabajo ni adjudicarle una ideología, nunca me interesé en hacerlo. No puedo razonarlo. Es como cuando Charly García hizo los dinosaurios. Una explosión. Recuerdo que alguien quiso saber alguna vez, creo que en los tiempos de Travesía, eran los primeros años de la democracia, por qué razón algunas de las obras mostraban tantas lágrimas, tanta sangre. Me es imposible saberlo. Hay sentimientos que, sin que una lo advierta, simplemente van acumulándose.

Prokofiev. Desde entonces, casi sin intermitencias, y casi siempre en sociedad con Araiz, preparó el vestuario de una serie de ballets que llevaron música de una amplísima paleta de compositores: Bach, Tchaikovsky, Hindemith, Satie, Mendelssohn, Poulenc, Stravinsky, Cage, Janacek, Schumann y Arvo Pärt, entre otros. Esa diversidad de estilos delata la hondura de su sensibilidad.

—Aprendí mucho sobre el movimiento del cuerpo observando el trabajo de Oscar –dice–, mirando el detalle de los desplazamientos, el movimiento de los bailarines. El teatro de prosa y la ópera son menos exigentes que el ballet. Son mucho mayores las demandas de un pas de deux. Yo fui educada en la danza, y esa educación me dio mucho conocimiento para hacer el vestuario de una obra teatral, una ópera o un concierto de rock. Aprendí muchísimo sobre telas: las texturas, los materiales, los volúmenes, las caídas de una tela, toda la relación con el movimiento del cuerpo, o con su quietud.

Algunos años antes, había recibido las primeras lecciones de su educación sentimental, rodeada de artistas que visitaban la casa de su abuelo, el periodista Arón León Schussheim, quien solía recibir a músicos, escritores y pintores en reuniones extensas durantes las que se tomaba vino y escuchaba música clásica. Muchas de aquellas tertulias, recuerda, eran amenizadas al piano por Paloma Efrón, Blackie, eximia intérprete de negro spirituals.

A finales de los años 60, la dibujante que se imaginaba a sí misma en el teatro, aunque nunca sobre las tablas, según supo desde temprano, llegó como espectadora a un espacio de la ciudad en el que formó su mirada, como tantos porteños que se acercaron a la modernidad en el que fue un templo de las vanguardias.

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Su vida artística dio un vuelco cuando realizó el vestuario de Romeo y Julieta, con música de

En el Instituto Di Tella, Renata aprendió la curiosidad.

—Un lugar donde la libertad era absoluta –rememora–. Todo era experimentación. Pasé muchas horas entre el Di Tella, el Moderno y la

Galería del Este.2 Ví cosas alucinantes y otras que eran verdaderos bochornos. Yo era una muchachita de choque, iba al frente. Precursora de la minifalda, me gritaban de todo en la calle. No usaba la minifalda que dejaba ver la carne, no, me ponía esas medias rayadas, en blanco y negro, muy Mary Quant. Había conocido la movida del Swinging London y sus derivados en Buenos Aires. Era un clima efervescente que permitía inventar cosas. En el Di Tella estaban Pablo Mesejean y Delia Cancela, Roberto Villanueva haciendo Timón de Atenas, Mario Trejo con Libertad y otras intoxicaciones, Julio Llinás, Aldo y Mario Pellegrini, Delia Cancela y Dalila Puzzovio, Marta Minujín. Venían los chicos de la disquería El Agujerito, estaba Borges en la librería La Ciudad. El furor de Hair en el teatro, la música ciudadana de Astor Piazzolla, los chicos de Manal y Almendra. Son recuerdos por momentos confusos, entre la alegría y las prohibiciones. Pero, en cualquier caso, era un ambiente de una libertad que hasta entonces era desconocida. Schussheim era una artista plástica que exponía en galerías. Pero en la década siguiente empezó a familiarizarse con los escenarios mediante numerosos espectáculos montados por Araiz (Maria, Maria y Toda forma de amor vale la pena, con música de Milton Nascimento; Escenas de familia, Poulenc; Sueño de una noche de verano, Mendelssohn). En años subsiguientes contribuyó como vestuarista con numerosas obras de teatro en prosa (El hombre elefante, de Bernard Pomerance; Peer Gynt, de Henrik Ibsen; De cómo el señor Mockinpott consiguió liberarse de sus padecimientos, de Peter Weiss).

Esa progresión incluyó otro encuentro decisivo en su carrera, como lo fue el encuentro con

2 El Instituto Di Tella, la Galería del Este y el bar Moderno formaron parte de lo que se conoció en los años 60 como la Manzana Loca, una área entre las calles Esmeralda y Florida y Charcas y Paraguay. En 1963 se inauguró la sede de Florida 936, donde funcionaron el Centro de Experimentación Audiovisual, el Centro Latinoamericano de Altos Estudios y el Centro de Artes Visuales.

Jean-Francois Casanovas, el creador del grupo Caviar, con quien trabajó en espectáculos de un refinamiento propio de las escuelas europeas (No problem, El espíritu del éxtasis, Fénix). Casanovas puso en escena el transformismo en Buenos Aires. Ese reino de lo engañoso e incierto no era extraño a Schussheim, cuyos dibujos habían ya explorado el territorio de la ambigüedad sexual. En esas indagaciones, que la artista emprendió desde temprano, estaba anticipada lo que en el futuro, ya más cerca de nuestro tiempo, sería una marca de época: las variaciones en las identidades de género.

Cuando esto sucedía, a finales de los años 80, aunque bien entrada la democracia, una parte de la sociedad argentina no había dejado atrás sus fuertes rasgos homofóbicos ni sus temores al daño que pudiese causar una permisividad moral que a su juicio alentaba una carrera desenfrenada hacia el goce de los sentidos.

Hacía tiempo que Federico Moura, al frente del grupo Virus, impulsaba una fiesta del hedonismo. Sus shows eran parte de lo que Roberto Jacoby denominó una estrategia de la alegría y, más tarde, Carlos Solari, el Indio, describió como una política del éxtasis.

Para Jacoby, la estrategia de la alegría fue la manera de «desencadenar los cuerpos aterrorizados» de los jóvenes para que dejaran de ser cuerpos paralizados y se convirtieran en cuerpos capaces de ejercer «movimientos conducidos por el deseo o el juego, formas íntimas pero no por eso menos significativas de la libertad».3

—Yo había ido mucho a la disco New York City –dice Schussheim–. Vivía al lado de una comisaría, y algunas noches volvía a casa en un estado catatónico. En cuanto me acercaba me enfocaban con aquellos faros de luz blanquísima. Iba a muchos shows clandestinos a los

3 EL ROL DEL CUERPO-VESTIDO EN LA RUPTURA ESTÉTICA DE VIRUS DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS DE LA DICTADURA MILITAR, Daniela Lucena y Ana Laboureau, Revista Música Hodie, Goiânia, Brasil

que me arrastraba Jean-Francois. No a los del mundo under, nunca circulé por esas zonas de la ciudad –se refiere al circuito que tenía como inevitables estaciones nocturnas a lugares como el Bar Einstein, Cemento o el Parakultural–. Pero Jean-Francois me llevaba a otros espacios secretos. A él lo detenían con mucha frecuencia, por supuesto. Era un extraterrestre en medio de la ciudad, con esos sacos con hombreras y esos anteojos. No se podía circular por la ciudad de esa manera y de muchas otras tampoco. Él llegó con una troupe que se llamaba Cóctel Show. En algún momento fueron censurados y yo alojé a unos cuantos de ellos en mi departamento, que no era especialmente grande. Al lado de la comisaría, imaginate.

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Schussheim vivió en México en 1976, aunque por razones estrictamente profesionales. De su regreso a Buenos Aires guarda imágenes sobrecogedoras. La más perturbadora, dice, es la de un grupo de soldados armados frente a un jardín de infantes.

—Nunca fui militante, aunque sí tenía muchos amigos y gente muy cercana que lo era. Marilina Ross, Piero, Eduardo Galeano. Alguna vez me pidieron que convenciera a Galeano para que se fuera del país. No quería hacerlo al principio, pero finalmente aceptó. Eran tiempos raros. Es difícil de creer si se lo piensa desde el presente, pero durante la época en que trabajamos para Siete Días las razones por las cuales se demoró la publicación de dos producciones fueron en un caso el nombre de la banda, Virus, y en el otro que Jean-Francois era transformista.

A principios de los años 80, la propagación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (HIV) modificó sustancialmente los modos de circulación en los espacios públicos, los vínculos interpersonales y los hábitos de una

sexualidad que recién empezaba a ser más abierta, con la lenta incorporación a la vida pública de las disidencias sexuales. Los medios de masas la dieron a conocer como peste rosa, una muestra de la homofobia extendida en amplios sectores del conservadurismo porteño. Virus fue una de las expresiones más acabadas de la liberación de los cuerpos. Encarnó la fiesta del hedonismo en una sociedad que pocos años antes había sido desmembrada por la tortura, la desaparición y el exilio.

—Para mí fue un momento desolador –recuerda Schussheim–. Mi hermano del alma, el escenógrafo Carlos Citrinowski, se enfermó de sida, y su pareja, también. Estuvieron entre los primeros que fallecieron. No existía al comienzo la posibilidad de sobrevivir. La comunidad artística sufrió mucho.

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Schussheim se encontró con Federico Moura en la calle. Fue fascinación a primera vista. Cayó rendida ante ese rostro anguloso, dice, tocado con ese aire andrógino tan delicadamente perverso y tan próximo –cabe agregar– a cierta cualidad perturbadora de sus dibujos.

Cuando se conocieron, Moura tenía una tienda de ropa llamada Limbo en Galería del Este. Era un local de rarezas, con ropa que no coincidía el gusto hegemónico de la época, al que asistía una fauna porteña hecha de intelectuales, artistas y aspirantes a la modernidad, hacedores de un runrún festivo y felizmente ruidoso en una ciudad que todavía no había dejada atrás todas sus sombras.

—Quedé prendada de ese rostro –recuerda–. Era un fauno. Pensé que era una aparición, un personaje salido de mis dibujos. Me pareció magnético. Hermoso, elegante. Todavía no había formado Virus. Intercambiamos muchos libros, discos: Kraftwerk, Ingrid Caven, mucha música alemana. Kate Bush, electrónica. En algún Renata en el país.

momento se lo presenté a Jean-Francois. Ellos trabajaron juntos, después.

El mundo del rock –el mundo, a secas– era de los hombres. Pero Schussheim consiguió deslizarse en medio de esas asperezas eludiendo eventuales hostilidades. Pocos meses después de la Guerra de Malvinas, fue invitada por el realizador Héctor Olivera a filmar el backstage del festival Buenos Aires Rock. Schussheim quedó deslumbrada con la edición de imágenes. Con el material registrado hizo dos películas breves con Luis Alberto Spinetta y Los Abuelos de la Nada.

—Salvo en algún episodio aislado con alguien del personal técnico –dice–, nunca tuve dificultades para tomar decisiones en el mundo del rock, que era un mundo masculino. No con los músicos, tal vez porque me percibían como una más de ellos. Acá viene el glamour, me decían en broma en cuanto llegaba. Después, empezaba el trabajo.

Conoció a Charly García en los días de Serú Girán. Ese vínculo artístico le abrió las puertas del espectáculo de masas: rock and roll a cielo abierto.

—Yo era amiga del pianista Carlos Cutaia, que en ese momento, estamos a principios de 1980, era parte de La Máquina de Hacer Pájaros. Me presentó a Charly. Conectamos rápido. Con el tiempo me interesó su modo de integrar en sus espectáculos lenguajes artísticos diferentes, de incorporar a artistas que provenían de disciplinas distintas. Siempre lo hizo con naturalidad. Charly me invitó a hacerme cargo de manera integral del álbum Bicicleta: la tapa del disco, los afiches, la dirección escénica del espectáculo en Obras. Y poco después llegó No bombardeen Buenos Aires, que fue el show con el que presentó Yendo de la cama al living

No bombardeen Buenos Aires tuvo lugar el 26 de diciembre de 1982 en el estadio de Ferro. No fue un acontecimiento más. El país acababa de ser derrotado militarmente en la Guerra de Malvinas y empezaba a insinuarse una inevitable salida a la democracia, que clausuró el

período más atroz de su historia moderna: la dictadura militar.4

—La idea central fue de Charly –dice Renata–. Quería que todo terminara con una ciudad devastada por las bombas, un estallido. Lo hicimos. Tomamos riesgos. En aquella época no había posibilidad de ensayar. Todo era muy artesanal. Llovió. Se me caían las lágrimas del miedo a que no funcionara nada. Pero explotó. Buenos Aires explotó.

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Fue un momento cumbre en la historia de los espectáculos de masas, que hasta ese entonces eran poco frecuentes. El recuerdo que perdura, cuarenta años después, es el de una multitud enfervorizada. Es una escena central en la carrera de Schusscheim, porque le concedió mucha visibilidad, sobre todo en el mundo de la denominada cultura joven.

Pero No bombardeen Buenos Aires resultó crucial, además, para la metrópoli, que en pocos meses fue escenario de manifestaciones de índole diversa: el acto popular en Plaza de Mayo que celebró la declaración de guerra al Reino Unido, en primer lugar, pero más adelante las primeras reuniones sindicales y políticas en las calles. Los recitales de música popular fueron escenario de la liberación de los cuerpos y las proclamas políticas, aunque esa larga transición no estuvo exenta de tensiones.

Sectores conservadores rancios, con frecuencia ligados al poder eclesiástico, expresaron sus temores a lo que consideraban sería una liberalización de las costumbres. Esas ideas

4 La Guerra de Malvinas comenzó el 2 de abril de 1982. El 16 de mayo se llevó a cabo en el club Obras Sanitarias el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, en favor de la paz y para reunir alimentos y ropa de abrigo que se destinaría a los soldados argentinos.Participaron del concierto, al que asistieron unas 70.000 personas, los principales artistas del denominado rock nacional.

«Atenta a las innovaciones del lenguaje artístico, aunque después esa curiosidad se perciba en detalles mínimos de su obra, tanta es su reticencia a la grandilocuencia o a la pedantería, en los últimos años Schussheim afianzó su interés por la tecnología. Prueba de esa búsqueda, prolongación de su insaciable capacidad de juego, fueron la escultura hiperrealista que ocupó el centro de gravedad de la Bienal de Arte Joven, en 2022 (y que no era otra cosa que el cuerpo desnudo de la autora rematado en la cola azul de una sirena), o al año siguiente, las nadadoras distribuidas en un espléndido movimiento aéreo en la Plaza de las Artes del Centro Cultural Borges.»

cristalizaron en un episodio funesto en mayo de 1984, cuando el actor italiano Darío Fo presentó en el San Martín su obra Misterio Buffo. La reprobación de una parte de los espectadores concluyó con un atentado en plena sala.

—A Fo lo trajo Andrés Neuman –cuenta Renata–, que era manager de Pina Bausch. Ellos me invitaron a comer a Edelweiss. Divinos. Estaban algo atemorizados, había cierto clima alrededor, y recuerdo que durante la cena yo insistía en que no iba a pasar nada. Ingenuidad absoluta. Pusieron una bomba en el teatro.

Ese año, Schussheim fue responsable de la dirección integral de Piano Bar, uno de los conciertos más bellos de García. La estrategia de la alegría, otra vez.

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Atenta a las innovaciones del lenguaje artístico, aunque después esa curiosidad se perciba en detalles mínimos de su obra, tanta es su reticencia a la grandilocuencia o a la pedantería, en los últimos años Schussheim afianzó su interés en la tecnología. Prueba de esa búsqueda, prolongación de su insaciable capacidad de juego, fueron la escultura hiperrealista que ocupó el centro de gravedad de la Bienal de Arte Joven, en 2022 (y que no era otra cosa que el cuerpo desnudo de la autora rematado en la cola azul de una sirena), o, al año siguiente, las nadadoras distribuidas en un espléndido movimiento aéreo en la Plaza de las Artes del Centro Cultural Borges.

—La sirena tiene que ver, además, con algo muy femenino –dice Schussheim–. El mar, el agua, esa libertad de movimientos. Zambullirse en el agua, bracear, hundirse, volver a la superficie –repite como si fuese un mantra.

Todas esas obras exploran las posibilidades que ofrecen al arte los avances de la tecnología. Están realizadas en 3D, una técnica que le asombra porque le permite realizar esculturas idénticas al modelo. Idénticas, insiste, porque a su

juicio la réplica provoca un efecto distinto, una doble sensación de familiaridad y extrañamiento, sentimientos constitutivos de lo siniestro, todavía mayor a la que suscitaban las esculturas de pioneros del hiperrealismo como Duane Hanson o Ron Müeck.

—Es muy loco –se asombra–. Yo quería hacer algo hiperrealista, sí. La curadora Romina Del Prete me presentó a Mario Astutti, diseñador industrial. Quedé alucinada. Pensé en la sirena. El resultado me impactó. Es muy fuerte tener una reproducción exacta de tu persona. Había experimentado con otra escultura hiperrealista en la época de Nave, aquella sirena que estaba plantada en la cubierta de un barco, mirando hacia un telón pintado donde se veía el mar, pero todo era muy artesanal. Esta es distinta: soy yo. Una se apropia de los otros cuando los dibuja o los fotografía. Pero con el 3D esa apropiación es todavía más fuerte.

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Además de las muestras en las que ha venido revisando su cuantiosa producción, el teatro fue quizá la disciplina que principalmente la ocupó en las últimas décadas, con trabajos para directores como Claudio Tolcachir, Norma Aleandro, Leonor Manso y Lía Jelín, y para régisseurs de ópera como Emilio Sagi (El barbero de Sevilla, Don Giovanni) o Sergio Renán (Lady Macbeth).

Pero, con el paso de los años, ha sido en las muestras donde Schussheim acudió a un dispositivo escénico y audiovisual que puso al servicio de su depurado sentido teatral, y donde emprendió la revisión de sus archivos, según la acertada expresión de María Moreno, en una suerte de vasto ejercicio de la memoria.

En ese espacio ha tenido lugar la puesta en escena de una doble memoria personal: la de la artista, que revisita su obra extrayendo de ella imágenes que, dispuestas en un contexto distinto, cobran nuevos significados, y la del

Renata en el país. Galaxia Renata

conmovido espectador, que encuentra en cada una de esas piezas (baste como ejemplo la foto icónica de Moura estampada en un almohadón) un eco de su propia biografía.

En ese sentido, una de las obras recobradas en Al rojo vivo, su última exposición, guarda un

significado especial. Es un figurín muy simple que, como sucede a veces, trae consigo una vigorosa resonancia simbólica: se trata de la Reina Roja, la alucinada criatura de Carroll, que Schussheim recreó hace exactamente veinte años para el ballet de Alicia

Imagen pública. Cuerpos, espacios y política cultural en 40 años

Francisco Medail

Es artista y curador especializado en fotografía. Licenciado en Gestión Cultural (UNDAV) y candidato a magíster en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano (UNSAM). Su obra forma parte de colecciones públicas y privadas, entre ellas el Museo Nacional de Bellas Artes, Fundación Larivière y el Getty Research Institute. Actualmente dirige Pretéritos Imperfectos, colección de libros teóricos sobre teorías y prácticas vinculadas a la fotografía y se desempeña como curador en el Centro Cultural Kirchner (CCK).

Tarea difícil sino imposible sintetizar cuarenta años de cultura y democracia en un puñado de imágenes. Todo criterio que aspire a resumir el desarrollo cultural de la ciudad de Buenos Aires en unas pocas páginas está destinado al fracaso. ¿Acaso hay hechos históricos ineludibles y otros plausibles de omitir? ¿Quién tendría la potestad de trazar esa distinción?

Este dossier propone menos una síntesis histórica que un modo de pensar el devenir de la cultura en función de una disputa por espacio público, los cuerpos que habitan esos espacios y los efectos que las políticas públicas, por presencia o ausencia, puede producir en ellos. Conviven en estas páginas registros fotográficos de la efervescencia cultural salida de sótanos y bares en los primeros años de democracia con los intentos gubernamentales de llevar el arte a las calles; políticas trascendentales para recuperar

el tejido social roto por la dictadura como fue el Programa Cultural en Barrios con las consecuencias de la desidia y la corrupción cristalizadas en la Tragedia de Cromañón; visitas de artistas internacionales y la importación de cultura pop adolescente con el surgimiento del movimiento skinhead local y otras tribus urbanas con las que disputaban sus diferencias a cuchillazos.

Buenos Aires fue siempre una ciudad compleja. Mientras un sector social ha podido hacer del espacio público lo que quiera, otros han sido perseguidos por las razzias policiales apenas pusieron un pie en la calle. Sin embargo, hay movimientos que emergen con una fuerza que ni policías ni ministros ni diputados ni senadores pueden parar.

Pensar en democracia es pensar en el conflicto. Aprender a gestionar el conflicto es parte de toda política cultural.

O’Donell y Osvaldo

durante la inauguración del Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires. Mayo de 1984.

Pacho
Giesso

durante la inauguración del

Festejos
Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires. Mayo de 1984. Foto: Daniel Merle
Omar Chaban en Cemento. 1987.
Foto: Eduardo Grossman
Fachada del Parakultural.
Foto: Eduardo Grossman
Murga de Suarez y Caboto, La Boca. 1986.
Foto: Eduardo Grossman
Murga de Suarez y Caboto, La Boca. 1986.
Foto: Eduardo Grossman
Espectáculo
Obelisco. Diciembre de 1989. Foto: Patricio Pidal
Concierto de Daniel Barenboim en el barrio de Pompeya. Agosto de 2014. Foto: Patricio Pidal

en conmemoración a las

Santuario
víctimas de la Tragedia de Cromañón. 2005. Foto: María Eugenia Cerutti
Santuario en conmemoración a las víctimas de la Tragedia de Cromañón. 2005. Foto: María Eugenia Cerutti
Grupo de fans esperando la llegada de los Backstreet Boys. Septiembre de 1998. Foto: Archivo Abril
Michael Jackson visitando las instalaciones del Hospital Garrahan. Octubre de 1993. Foto: Archivo Abril

Grupo skinhead homenajeando a Marcelo Scalera, asesinado durante un enfrentamiento entre bandas punks y neonazis en un recital contra la represión policial en el parque Rivadavia el domingo 28 de abril de 1996. Septiembre de 2001.

Foto: Enrique García Medina

Grupo de punks en las inmediaciones de los bares del microcentro porteño un sábado por la mañana. Agosto de 2001.

Foto: Enrique García Medina

Festejos en Puerto Madero por la llegada del nuevo milenio. 1ro de enero de 2000.
Foto: Enrique García Medina
Festejos en los Bosques de Palermo por la llegada del nuevo milenio. 1ro de enero de 2000.
Foto: Enrique García Medina

Travestis detenidas por la policía durante un operativo en la calle

Godoy Cruz. Mayo de 2001.
Foto: Enrique García Medina
Las Inalámbricas, 1985.
Fotos: Facundo de Zuviría
Gumier Maier, Urdapilleta y Noy en la murga, 1988.
Foto: Facundo de Zuviría
Gumier Maier, Urdapilleta y Batato en la murga, 1988.
Foto: Facundo de Zuviría
Tango sobre el empedrado, Programa Cultural en Barrios, ca.1986.
Foto: Facundo de Zuviría
Taller de peluquería, recital de tango en la calle, fiesta en La Boca, taller de literatura, ca.1986.
Programa Cultural en Barrios. Fotos: Facundo de Zuviría

Movilización frente a la Jefatura y el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires en defensa de los espacios culturales autogestivos. Agosto de 2014.

Foto: M.A.F.I.A.

Festejos por la media sanción de la Ley de Aborto Legal, Seguro y Gratuito en la Cámara de Diputados. Junio de 2018. Foto: M.A.F.I.A.

Festejos por la media sanción de la Ley de Aborto Legal, Seguro y Gratuito en la Cámara de Diputados. Junio de 2018.

Foto: M.A.F.I.A.

Programa Cultural en Barrios. Vista desde la oficina, 1987.
Foto: Facundo de Zuviría

Posfacio

Daniela Gutierrez

Gerenta general de Fundación Medifé.

En estos meses, en el largo tiempo que demoró pensar este libro hasta su realización, el sentido de la celebración de los cuarenta años de democracia fue cambiando de una manera que nunca imaginé. El punto de partida del proyecto fue cómo la Ciudad de Buenos Aires hizo de la cultura el paradigma celebratorio– en el espacio público y en los cuerpos que lo recorren y habitan– del fin de épocas oscuras. Sin embargo, terminado este libro, nos queda un temblor, una inquietud, muchas preguntas.

En cualquier caso, confiamos, todo lo vivido en esta ciudad durante las cuatro décadas pasadas, ha dejado su sedimento y en ese pasado encontraremos los mejores anticuerpos para que siga brillando, haciendo lugar a la representación barrial, acogiendo diversidades y disidencias, albergando nuevas presencias que con voces enriquecidas tengan el potencial de comunicar palabras esperanzadas y felices. Los y las artistas, quienes piensan y gestionan las políticas públicas de la cultura, las más diversas audiencias, son hoy –pasado el momento de la conmemoración–, quienes le exigirán al porvenir estar a la altura del pasado reciente.

Cuando convoqué a Stella Puente a ser la editora, a ayudarme a pensar el contenido del libro, supe que estábamos tomando decisiones orientadas por un presente que discutía los sentidos de las décadas anteriores y el mismísimo espíritu de aquella «primavera alfonsinista» y lo que siguió. La pospandemia, el regreso de los discursos de odio y las guerras a escala

mundial, la consolidación de la inequidad neoliberal –que tuvo zozobras temporarias, y allí la cultura sembró y recogió cosechas generosas–, la fatiga económica, social y la crisis de los paradigmas progresistas… todo eso atraviesa fuertemente la producción de quienes escriben aquí. Paradójicamente, luego de cuarenta años, nos tocó editar un texto en el tembladeral de las certezas. Pero lo hicimos.

La tarea que condujo Stella, la conversación con los autores y con Francisco Medail el editor de fotografía, fue fructífera. No caímos en la celebración maníaca, la falsa alegría cuya resaca sabe a profundo dolor, sino todo lo contrario: se pudo hacer lugar a un relevamiento de lo magnífico que se produjo en muchos momentos de esos cuarenta años y reconocer aun en ese esplendor las semillas de las dificultades del presente. También espacios y cuerpos han padecido devenires muy virtuosos y honestos, gozando de libertad y derechos que desconocían por completo. La cultura de esta Ciudad de Buenos Aires les hizo un lugar, dio cuenta de ellos, exigió que las voces fueran oídas y eso sucedió.

Nuestra querida ciudad, tuvo y tiene un apetito maravilloso, se ha reconfigurado en cada una de las gestiones del Ministerio de Cultura de modo tal de acompañar a los vecinos y visitantes. Vivimos estos cuarenta años democráticos con grados crecientes de participación; la integración del Programa Cultura en Barrios ha logrado redefinir de un modo exitoso, durante décadas, la idea clásica de centro y periferia. Las

plazas, a pesar de sus rejas, siguen siendo lugares de encuentro. Las bibliotecas, los teatros, los centros culturales florecen y dan fruto en nuevas audiencias, géneros artísticos que brotan de la vida urbana. Sonidos e imágenes de este momentos, revisitan también los años oscuros y el trayecto por el que llegamos hasta aquí.

Nos queda la esperanza, la confianza en que «los nuevos» recogerán la experiencia abundante de las generaciones que crecimos en democracia y harán los suyo con la dignidad y solvencia que la cultura exige, porque hay algo ahí. Seguiremos trabajando todos, todas y cada una de las personas de este sistema cultural de la Ciudad de Buenos Aires para seguir sosteniendo

el pulso vital de colectivos y artistas en su voluntad creativa.

El libro da cuenta, entonces, de cómo llegamos aquí. De ahora en más, a seguir produciendo, con todas las restricciones que surjan, sabiendo que late entre nosotros las ganas, la voluntad de seguir vivientes, de dar lo que se tiene y esperar lo que llega. En el campo cultural no hay recursos económicos que suplanten la voluntad de trabajar, el impulso de las políticas públicas positivas y el talento diverso y rico de la gente de la ciudad. Estamos para pensar en lo que llega y sigue… hacia allí, hacia ese horizonte, ordenamos el trabajo cultural y artístico. Tarea es lo que hay.

Daniela Gutierrez

Este libro se terminó de imprimir en el mes de julio de 2024 en los Talleres Trama. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Este libro busca recuperar algo de los primeros cuarenta años de una ciudad que emergió, a través de la cultura, de la anomalía oscura de la dictadura. Los cuerpos y las calles se abrieron a la experiencia de dejarse tomar, ya no por el miedo y la amenaza a la vida, sino por la creatividad, la memoria y la alegría. La editora de este trabajo, Stella Puente, reúne los textos de Marta Dillon, Natalia Taccetta, Daniela Lucena, Martín Becerra, Lorena Verzero y Ana Wortman; las entrevistas de Sergio Pujol y Víctor Hugo Ghitta y un increíble documento fotográfico editado por Francisco Medail. Todas estas voces e imágenes nos permiten conservar, en la celebración reflexiva de estas páginas, la esperanza de que la cultura y el arte rescatan y sanan todas las heridas de la vida social. No olvidemos eso, jamás.

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