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Siempre que paso por la autovía del Noroeste, el skyline de la villa abulense de Arévalo me recuerda una mañana de hace ya bastantes años en que me tocaba intervenir allá en un coloquio sobre el inolvidable pintor palentino Juan Manuel DíazCaneja. Ya en el automóvil que me llevaba allá, me enteré de que el otro interlocutor, mi amigo Javier Villán, albacea del pintor, no podía finalmente acompañarnos. Y que el acto no era para el público general, sino que estaba destinado a alumnos de bachillerato. Recompuse mis notas, y finalmente les conté a aquellos niños y adolescentes, buscando las palabras adecuadas para sus oídos, quien era Caneja, un paisano suyo que había conseguido convertirse en uno de los grandes cantores de su tierra, del que yo había sido amigo, y del que podían sentirse legítimamente orgullosos. Tentado en un principio por la poesía, que nunca le abandonaría, a finales de la década del veinte Caneja publicó versos en la revista literaria burgalesa Parábola. Hizo la visita ritual al París de las vanguardias. Participó en las caminatas a la localidad madrileña de Vallecas, lideradas por el pintor albaceteño Benjamín Palencia y por el escultor toledano Alberto. Esos cerros y otros de la vecina provincia de Guadalajara serían importantes para la evolución de su pintura. Tras la guerra civil, durante la cual combatió en las filas republicanas, retomó su carrera como pintor. Fue durante un tiempo que pasó en prisión debido a su militancia comunista, cuando alcanzó su primera madurez. Apartado, a la fuerza, del paisaje, quien siempre diría que no era paisajista, lo fue más que nunca, aunque de un modo esencial y despojado. Se conserva un libro de William Faulkner que le perteneció, con el sello del censor de la cárcel. Castilla fue su Misisipi. Barajados entonces y siempre en la memoria, los parajes amados se convertían, bajo su pincel, en pintura pura. Pintura de base cubista y sintaxis abstracta, pero impregnada siempre del mundo en torno. Al entregarse a esa alquimia, Caneja se hermanaba con poetas y prosistas, no todos castellano-leoneses de nacimiento, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Jorge Guillén, Francisco Pino, Blas de Otero, Miguel Delibes o José Jiménez Lozano, que universalizaron ellos también, con la palabra, esa tierra compartida. Primer galardonado, en 1984, con el Premio Castilla y León de las Artes, fue feliz cuando le tocó viajar a todas las capitales castellano-leonesas para inaugurar la itinerante que la Junta le organizó con ese motivo.
El arte es universal, pero casos como el de Caneja o, en su misma tierra, el del vallisoletano Aurelio García Lesmes antes que él, o el del zamorano José María Mezquita (otro Premio Castilla y León de las Artes) después, o como el del provenzal Paul Cézanne ante la Montagne SainteVictoire, o el de Godofredo Ortega Muñoz ante su campo extremeño, o el del boloñés Giorgio Morandi ante las colinas de Grizzana, o, en literatura, el de William Faulkner en su Sur, están ahí para recordarnos que hay una alquimia especial llamada arte, mediante la cual lo local se transforma en universal.
Una alquimia llamada arte
Por Juan Manuel Bonet