Jack London en el abismo
Por
Gabriel Pombo
GENTE DEL ABISMO: LA EXTRAORDINARIA CRITICA SOCIAL DE
JACK LONDON En 1902, o sea, catorce años después del otoño de terror de 1888 que estremeció a los barrios pobres británicos, un juvenil reportero iría a convivir con los más desamparados. Los acompañaría hasta sus albergues y caminaría con ellos por las callejuelas sórdidas del distrito más paupérrimo del lejano este de la capital británica: Whitechapel. De esa cruda experiencia nacería un libro señero que se publicaría un año más tarde: "Gente del abismo"; extraordinaria crítica social de la miseria que aquejaba al país por entonces más poderoso del mundo.
"Gente del abismo" en una edición en habla hispana
Edición inglesa de "Gente del abismo"
Aquel joven periodista se llamaba Jack London, más recordado por sus novelas de aventuras o de ciencia ficción (Colmillo blanco, La llamada de la selva, El vagabundo de las estrellas) y también por obras de tenor políticosocial como "El talón de hierro". Demostró, sin embargo, con "Gente del abismo" su gran capacidad de cronista de investigación.
El gran escritor y periodista Jack London
Lo que hace Jack London es sumergirse en el océano de los desafortunados, en el caldo de cultivo de la pobreza y la degradación social. Y para hacerlo elige la manera más coherente: pasar por uno de sus habitantes. "The people of the Abyss" no es una novela, sino más bien un libro de nuevo cuño (en esa época al menos). Un texto que une el reportaje con la tesis social y con el estudio sociológico de campo, pero que tampoco desdeña aportar datos estadísticos y valerse de encuestas. Se trata de un libro valiente, que trasunta indignación, que no se anda con componendas, y que resulta desolador en sus conclusiones. El reportero norteamericano acude a la célebre agencia de viajes Cook´s para que le organicen el itinerario. Antes de eso, sus propios amigos londinenses habían tratado de disuadirle de su propósito, y le previenen que el East End de Londres constituye un lugar donde “la vida de un hombre no vale ni dos peniques”; a lo cual éste les respondió: Esos son los sitios que deseo conocer. En la agencia se muestran perplejos y, de hecho, le facilitan poca ayuda. El escritor deberá actuar entonces por su cuenta y riesgo. London llama al cochero de un carro para que lo traslade hacía allí. El conductor toma la dirección que se le indica, y pronto se encuentran en lo que el Jack define como un “suburbio infinito”. Las calles estaban pobladas con una nueva y diferente raza de gente, cortas de estatura, y de una apariencia ruinosa.
Rápidamente detecta peleas callejeras entre hombres y mujeres borrachos: el aire se condensa con el obsceno sonido de los insultos. Junto a un mercado ve afanarse a individuos de todas las edades rebuscando en montones de basura papas y otras verduras en mal estado. Los niños mosconeaban, hundidos los brazos hasta los hombros en masas de fruta fermentada, y devoraban los fragmentos menos nauseabundos que encontraban.
Escenas de pobreza en las calles de Whitechapel
Le extraña la completa ausencia de vehículos, así que el suyo representa una aparición, como un heraldo de un mundo mejor, lo que provoca que los pilluelos se apresten a asediarlo. Finalmente, el carruaje se detiene en la estación de Stepney. Desde allí el visitante dirige sus pasos a la tienda de un ropavejero, a fin de comprar modestas ropas con las cuales disfrazarse adecuadamente; único modo de poder entrar en el East End simulando ser uno más de sus maltrechos habitantes. Una vez en la tienda, y ante su petición de trajes en pésimo estado, el dueño del establecimiento deduce que está ante un ladrón o criminal buscado en varios continentes y le cobra los andrajos a un precio altísimo, inversamente proporcional a su verdadero valor. Como un seguro de vida para cuando las cosas vinieran mal barajadas, Jack se cose un soberano de oro en un lugar discreto de sus harapos. Pronto, luego se verá, tendrá que recurrir a él. En sus iniciales paseos por los suburbios de Londres, ya “disfrazado”, nota que su anterior estatus se desvanece: ya no le asedian los pedigüeños como sucedía antes, cuando era un “americano distinguido”. Por el camino sostiene la rienda del caballo de un gentleman para que éste descienda más cómodamente, y contesta con un “Gracias, señor” al recibir el penique que
aquél deposita en su mano. Descubre, con sorpresa, que su vida vale ya muy poco. Los coches, que antes se paraban prudentemente para que cruzara las calles, aceleran ahora frente a su presencia, seguros de que será él quien habrá de preocuparse de no ser atropellado. Y en los ferrocarriles le extienden, sin preguntarle, un billete de tercera. Sin embargo hay una compensación en trueque a estas incomodidades. Por primera vez se encuentra con la clase baja inglesa cara a cara, y los conoce como en verdad son -confiesa-; y de pronto la multitud deja de asustarle. La persona con la cual inicialmente se contacta en Whitechapel es un antiguo sargento detective -al que previamente había solicitado sus servicios- de quién el autor no proporciona su nombre y apellido reales, sino que sólo lo refiere mediante un seudónimo: Johnny Upright. Se trata de un apodo, más bien peyorativo, con el cual un delincuente lo había bautizado, y que aludía a que este agente policial "ponía rectos" a los gandules que caían bajo su mano. El ex policía con el cual el narrador pronto entrará en cordiales relaciones es, nada más ni nada menos -tal como sí nos informa, en cambio, Alan Moore en el cómic From Hell- William Thick, el tenaz Sargento Detective de la Policía Metropolitana que persiguió a Jack the Ripper doce años atrás, y que deviene recordado por haber puesto bajo arresto a John Pizer -"Mandil de Cuero"quien en su momento fue sospechoso de ser el homicida de Whitechapel. El ahora retirado policía vive junto a su señora y dos hijas en una casa alquilada sita la más respetable calle del East End londinense. En el relato no se señala cuál es esa calle, pero lo importante radica en que el veterano agente colabora con el periodista y le brinda un valioso servicio. William Thick le consigue a Jack London una habitación “secreta”, un refugio al cual poder regresar a reponerse tras sus correrías disfrazado de harapos. El alojamiento le cuesta seis chelines a la semana lo que no parece, dado el estandar de la región, demasiado barato. En ese estrecho cuarto el joven -de entonces veintiséis años- ubica una máquina de escribir con la que podrá plasmar sus impresiones al regresar del Abismo.
Sargento Detective William Thick: empeñoso perseguidor del Destripador
Sus primeros paseos por el bajo Londres los emprende fingiendo buscar un asentamiento decoroso para él y su ficticia mujer e hijos. Pronto se da cuenta de que, a pesar de las indignas condiciones de vida, el área se halla saturado pues no hay casi fincas para alquilar y, las pocas que encuentra, resultan demasiado caras. Se trata de cuchitriles sombríos por los cuales los propietarios exigen precios astronómicos. La esposa de William Thick le explica al visitante que en los buenos tiempos los alquileres eran mucho más accesibles pero que ahora, con tanto inmigrante, todo ha subido; especialmente por la capacidad de estos recién llegados de vivir como piojos en costura. Lo curioso del caso consiste en que, según se infiere, los “buenos tiempos” datan de diez o más años. Vale decir, por 1888 cuando hiciera estragos allí el asesino serial Jack el Destripador. El aventurero comienza sus andanzas en esos barrios conociendo a un joven menor que él, con el cual va a una taberna y se embriaga. Aquél es un marinero que también trabajó de bombero, entre otros empleos. Intiman, pero enseguida el periodista se percata del estado de postración moral de su flamante amigo, quien había desarrollado una peculiar filosofía de la existencia Ésta constituía una "fea y repulsiva filosofía", según nos comunica el relator; quien añade que la misma tenía, no obstante, "lógica y gran sentido desde su punto de vista". Cuando le pregunta a su interlocutor por qué y para qué vivía, éste le contestó sin titubear: para emborracharme. El marino tenía sólo veintidós años. London describe su cara, de rasgos regulares y cierta noble disposición; y también su cuerpo, de equilibradas proporciones y superior a muchos otros que ha visto en los gimnasios de Estados Unidos. Pero sabe que dentro de cuatro o cinco años, debido a la magra alimentación y al alcoholismo, este chico se convertirá en un desecho humano.
Más adelante, visita los “jardines” de la iglesia del Cristo (Christ Church) al que un humorista definió como “uno de los pulmones de Londres”, pero que en realidad por entonces era una región carente de flores y arbustos. "Lo que vi allí -expresa- "no quisiera volver a verlo". Contempla una colonia de mujeres mal vestidas y sucias que aguardan a que se abran las puertas de una workhouse cercana haciendo fila. Como los caracoles llevan toda la casa encima, de tan atiborradas de trapos que están. Allí el periodista descubre que uno de los dramas de la Gente del Abismo reside en la falta de sueño. El apetito de sueño que puede llegar a ser tan grave como el hambre de alimentos. Para los “sin techo” no quedaban mayores opciones. El panorama no había mejorado desde los tiempos del Destripador, si acaso era peor. Estaban las common lodging houses, por las que había que pagar para alojarse, y las work houses¸ teóricamente gratuitas, donde era preciso compensar la cama y la pésima comida con trabajos manuales. Lo lastimoso era que los indigentes -o sea la mayoría de los pobladores- no tenían otra alternativa. Al no disponer de dónde pernoctar debían forzosamente acudir a aquellos degradantes antros. La ley inglesa prohibía dormir a la intemperie, y los agentes eran muy eficientes en su tarea de despertar y hacer moverse a cuantos pillaban intentando descabezar un sueño. A mucha gente no le quedaba más remedio que dormir durante el día en los sitios más insólitos, aprovechando aquí y allá cualquier oportunidad. El lastimoso espectáculo de ver, a plena luz del día, a hombres y mujeres tendidos sobre las escalinatas de la Christ´s Church, insensibles al tráfico y a los ruidos del quehacer diario, es pintado con lúgubres trazos por el joven narrador. Pero entre tanto desecho humano Jack London rescata a algún que otro personaje notable atrapado, al igual que todos los demás, dentro de aquel desierto moral donde ni un pensamiento alegre podría subsistir. Ello le ocurre al tentar, por tercera ocasión, ingresar en una work house. La primera vez se puso a hacer cola desde las siete de la tarde y olvidó unos chelines en el bolsillo, lo que fue suficiente para que le descartaran al registrarle. Así supo que esa hora era demasiado tardía para conseguir una plaza allí. En su segundo intento, mientras le acompaña un socialista que acaba de conocer, comienza a hacer fila más temprano y no olvida reducir su dinero de bolsillo a la cantidad de tres peniques.
Interior de una work house del East End
Aún contemplados desde el exterior aquellos alojamientos eran tétricos. No obstante, el investigador debe proseguir con su plan y recuerda que ahora es pobre. Haciendo un esfuerzo, se pone en la cola y no tarda en trabar conocimiento con un viejo lobo de mar; un personaje -nos cuenta- digno de una novela de Kipling. El anciano le explica que lleva dos noches durmiendo al raso, y que todavía no se le ha secado la piel de la humedad que le dejó encima la última noche. Le dice que se está volviendo viejo y teme que cualquier mañana lo encuentren muerto. Aconseja a su juvenil compañero que no llegue a viejo. "Muérete cuando seas joven, o llegarás a esto" le previene con tristeza. Como la espera es larga le narra su historia: pese a defender a su patria Inglaterra y obtener varias condecoraciones de la Marina, un mal día golpeó a un capitán de navío que lo insultó por una falta menor. Dejó maltrecho a puñetazos a su superior, pero lo detuvieron; lo juzgaron y degradaron, expulsándolo de la Armada. Por si fuera poca su desgracia, le impusieron dos años de cárcel y, previamente, le aplicaron un castigo corporal -vigente por entonces- de cincuenta latigazos. También le quitaron su pensión y confiscaron sus bienes. Ahora, ya viejo, había caído en el abismo de Whitechapel quedando reducido a mendigar un trozo de pan, y a tener que hacer fila para pasar la noche en un mísero albergue. Cuando están próximos a lograr su objetivo de entrar, el portero les cierra violentamente la puerta avisando que ya no queda espacio para más nadie. Jack ve como el anciano marino, a despecho de sus achaques, sale corriendo rumbo a otro albergue con la esperanza de llegar a tiempo. Él, a su vez, junto a dos ocasionales compañeros -un cochero y un carpintero- se encamina al asilo de Poplar -distante a varias millas de allí- a la carrera en pos de conseguir alojamiento. Llegan a Poplar y llaman con muchos miramientos a la puerta,
para no enfadar al personal. Al final sale un tipo con cara de pocos amigos y les ladra: ¡Full up! (¡Lleno!). "Hasta bajo la pobre luz de gas podía verse" – relata el cronista- "cómo la cara del cochero se volvía gris de desesperación". Esto fue demasiado para el joven. No lo pudo soportar más y les gritó a los otros: "¡Seguidme!, coged vuestros cuchillos y seguidme". Sus dos acompañantes se inquietaron; y aquí aparece la única mención que se formula a Jack the Ripper en toda la narración. Nos explica: "Posiblemente me tomaron por un Jack el Destripador algo retrasado, o pensaron que yo quería implicarlos en algún crimen desesperado". La preocupación de los individuos se transformó en tremendo susto cuando vieron a su camarada extraer de sus ropas un cuchillo. Ahora sí quedaron convencidos de que aquél sujeto era peligroso y estaba loco. Pero rápidamente advertirán el uso que le da Jack al arma blanca: la emplea para descoser el bolsillo interior donde guardaba su soberano de oro, y ante los ojos atónitos de los dos hombres exhibe la valiosa moneda. ¿Cómo podía poseer esa pequeña fortuna un desesperado igual que ellos?. London concluye que ya es hora de decirle la verdad a los pobres tipos. Les cuenta que él no es un marginado como fingía serlo, que era periodista de un prestigioso medio de prensa americano, que estaba realizando una especie de "experimento social" pagado por sus superiores, etc, etc. Total: los invita a cenar en una decorosa taberna y, entre bocado y bocado, recibe las confidencias y las historias de estos dos desventurados. Confidencias e historias que se irán sumando a las que irá recogiendo a lo largo de su periplo, y que gracias a su pluma maravillosa legará a las futuras generaciones. Tal resulta el contenido de la extraordinaria investigación que el eximio escritor nos entrega en su "Gente del abismo"
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