CANTARRANA No. 26. Revista de Poesía. Enero 2018. Cartago, Valle, Colombia

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“Porque la poesía es la mejor zona de tolerancia” ISSN: 2357-4771

...Este hombre no se ha muerto, se reintegró total al universo. Si habló de la belleza era porque tenía simplemente dos ojos para arañar los días y una pipa para guardar su humo. Porque habitó una calle con música de ciegos y con niños de silencio y azufre... Alberto Rodríguez Cifuentes

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DIRECTOR Fernando López Rodríguez

PARTICIPAN Armando Barona Mesa Óscar Rodríguez Cifuentes CARÁTULA Arley Urrego CONTRACARÁTULA

“NUNCA HABRÁ OTRO SILENCIO” 5 0

A Ñ O S

1967 - 2017

Andrés Herrera Puerta CORRECCIÓN Antonio Bolívar Luis Alejandro Rojas ARTES Victoria Eugenia Gómez M.

Este año ha sido pródigo en celebraciones: 500 años de la reforma protestante, 150 años de la publicación de la novela “María” de Jorge Isaacs Ferrer, 150 años del nacimiento del poeta nicaragüense Rubén Darío, 150 años de la muerte en París del poeta Charles Pierre Baudelaire y 100 años de la Revolución Rusa.

Cartago, Valle, Colombia. cantarrana-@hotmail.com

Hace 75 años, el 14 de enero de 1942 en Ciudad de México, murió el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob. Hace cincuenta años, el 30 de mayo de 1967, la editorial Sudamericana, en Buenos Aires Argentina, publicó la novela “Cien años de soledad” del Nobel colombiano Gabriel García Márquez. Cinco meses más tarde, el 9 de octubre del mismo año, fue fusilado en la localidad de “La higuera”, Bolivia, Ernesto Guevara de la Serna, conocido como “Che Guevara”. En el plano de las literaturas regionales es importante reseñar que hace cuarenta años, el 4 de marzo de 1977, murió el escritor caleño Andrés Caicedo y hace cincuenta años, en abril de 1967, en Santiago de Cali, el poeta cartagüeño Alberto Rodríguez Cifuentes publicó el libro de poemas “Nunca habrá otro silencio”. Era su ópera prima, el poeta contaba con veintiocho años de edad y había logrado celebridad en los círculos intelectuales de la capital vallecaucana. Con pompa y fastuosidad se han realizado infinidad de eventos para conmemorar los acontecimientos antes mencionados. Sin embargo, nadie ha tenido en cuenta al poeta Rodríguez Cifuentes. La revista de poesía Cantarrana ofrece a sus lectores una edición especial para hacer memoria sobre la vida y la obra de uno de los poetas más importantes de Cartago, el Valle del Cauca y Colombia. Alberto Rodríguez Cifuentes nació en Cartago, el sábado 1 de abril de 1939 y murió el miércoles 16 de mayo de 1976. Hijo de los educadores Alfonso Rodríguez y Manuela Cifuentes. Su infancia y primera juventud las vivió en Cartago; en esta ciudad se fraguó su sensibilidad y su particular forma de relacionarse con el mundo. En 1958 el poeta se traslada con su familia a la ciudad de Santiago de Cali, donde termina el bachillerato y estudia derecho en la Universidad Santiago de Cali. Integró el movimiento Nadaísta y fue miembro del grupo de artistas que fundó “Ciudad Solar”. Durante su corta vida publicó dos libros: “Nunca habrá otro silencio”, 1967, y “Los días como rostros”, 1973. Los temas de su poesía son el tiempo, el amor, el desamor, la infancia, el compromiso político de su generación y las diferentes expresiones del arte. “Nunca habrá otro silencio” fue editado por la Imprenta Departamental del Valle del Cauca. Está conformado por treinta y cuatro poemas donde Rodríguez Cifuentes asume los temas que caracterizarán su obra. Tenía la convicción de que la niñez era el cuento de la abuela, un sombrero mágico, un rincón ya lejano en el tiempo y este a su vez es simbolizado como “una granizada de manzanas oscuras”. Juega el poeta a edificar su propio perfil y busca una autodefinición muy cercana a la bohemia francesa. A veces sus poemas son como un diario donde es importante nombrar el mes del año, el día, el tiempo atmosférico… para cantar el instante poético. Hay en el libro, soledad, nostalgia de un amor que no alcanza a tener rostro, solo se atreve a nombrarlo como “una doncella de soledades”. Este libro es un testimonio de una vida que al mismo tiempo tiene deleite y padecer, aire y humareda, vino y madrugadas ebrias, abrazos y despedidas. Nuestra invitación es a retornar sobre la obra de Rodríguez Cifuentes. En sus versos hay vino, sandalias, alquitrán, doncellas brumosas, paico, mendigos, sátiros, arquitrabe y la niebla remansada el corazón del poeta, en el corazón del nieto predilecto de María Mazuera.

Se publica con la colaboración de: Apoyos Jurídicos Especializados S.A.S. Cel. 3155913638 Cali; Institución Educativa Académico; SINTRENAL Seccional Valle; Rompesilencios ediciones y Viviana Alvarado (SUTEV Cali).

ODA A LA OSCURIDAD

A Marco Fidel Chávez

Soy el poeta de las tinieblas, mas no quiero ni vengo a anunciar la nueva oscuridad ni la muerte de los dioses, porque esta la comprobaréis por el hedor de sus templos y por el luto de sus vestiduras. Vengo únicamente a decirme que la verdad es un pozo de infinitas aguas negras. Que la eternidad fue hecha bajo las plataneras de Grecia y que después la explotaron y la vendieron en pública subasta los fariseos, los saduceos y los cristianos al son de la parábola de su avidez. A nadie pues de esto quiero conversar. Yo, Alberto, el tenebroso, el confuso, el mendicante de carbones, el tañedor de insonancias y el que tiene las llaves del reino de la oscuridad, aunque vosotros también la tenéis, mas no sabéis usarlas. La podredumbre de la gloria no invade mis fosas nasales, ni a mis oídos llega la salobre música de los rezos estulticios. Solo soy un poeta de negociaciones, un juglar de hórridas melodías y un jugador de vidas en declive. No me escuchéis pues, que no vengo a ofreceros en la cruz porque sé que la madera se derruye en la pequeñez del gorgojo, ni la espalda porque esta cae bajo el orín. Por eso seguid pues sordos, que no os hablo, me hablo a mí mismo, templo mi guitarra de barbarie y me alejo de aquí con mi incidencia.


EVOCACIÓN DEL POETA ALBERTO RODRÍGUEZ

Por ARMANDO BARONA MESA

1954

1975

sobre la cama, nave, para el amor y el sueño. Paraíso de fiebre, opaco cual la risa de amigos que me niegan sin gallos ni sampedros. Vengo del paraíso de la fiebre, con mi vestido en fuga de quinina y termómetros, mientras en la solapa de nuevo crece oculto el jardín de los hongos de la melancolía. Desde allí se perfiló el poeta. Cargaba un acento no de poesía nueva, que ya entonces iba dejando el canto para economizar palabras, sino de una poesía sin escuela ni ismos. Iba lleno de figuras de bella factura, dentro de un sentimiento fatal de tristeza, de angustia, de ansiedad y de muerte. Sí, la suya fue una poesía triste, al estilo de Poe, cuya vida siguió, adelantándose al existencialismo que entonces no se conocía. La marca de la muerte es la marcha de la vida en el espacio breve de un suspiro o un sueño. Dirá entonces, como en un salmo: “Los días van pasando como rostros/ o como islas que jamás soñamos/ y somos los ulises de odiseas/ que nunca cesan de desesperarnos./ Lejos aún la arcilla del silencio/ en el que habremos de encontrarnos/ consultemos en todos los relojes/ la hora del amor y el desengaño”.

Bardo de la desesperanza, de la bruma, del desamor, de la tristeza, de la angustia de vivir, del desarraigo, del insomnio, del vino huracanado, de la lluvia, de los pájaros errabundos, de la noche sin brisa, del delirio y de la muerte buscando las estrellas. Hoy te evoco brindando en tu memoria bajo una ronda de lágrimas. En la bruma imprecisa de un ayer muy lejano, veo surgir con nitidez, en la ciudad de Cartago, a un niño un año menor que yo. Yo tendría cinco y él cuatro. Nuestras madres eran amigas muy cercanas. Nuestros padres también. Su madre era maestra de pequeña escuela privada. Se llamaba Manuela Cifuentes y su padre, Alfonso Rodríguez, era un empleado público como el mío. El niño era Alberto Rodríguez Cifuentes. Éramos vecinos y un día, también impreciso, su madre nos sentó en los pupitres, fuera de clase, y nos enseñó a leer. Claro que desde entonces fuimos amigos muy cercanos. Es curioso, pero el año que yo le llevaba —y pienso que algunas otras cosas de la vida que fueron sucediendo—, hizo que él me diera una especie de preeminencia de mayorazgo. O sea que yo le podía llamar la atención para corregirle sus pasos inciertos y darle consejos, y él me oía con el respeto que se le tiene a un hermano mayor. Pasamos juntos la primaria. Era precoz, casi angustioso en el deseo de bogar como un barquero insaciable el mar de lecturas infinito de la biblioteca del Colegio Académico. Ya había leído, a los nueve años, El Tesoro de la Juventud, que eran muchos tomos. Claro que en el colegio iba lento, a empujones, pero cumplía. Ninguno de los compañeros —quizás el único que queda vivo es Julio Mendoza Durán— desconocía la inteligencia de Alberto. Y pasamos al bachillerato juntos en el Académico. Un día Alberto enfermó de fiebres palúdicas. Otro día nos dijeron que se estaba muriendo. Y fui a visitarlo entre los hervores de una fiebre de cuarenta y un grados y un delirio deletéreo y fugitivo, que se aumentaba con unas pastillas llamadas aralén, que era quinina pura. Pasaron varios días de incertidumbre, luego de convalecencia y posteriormente, con debilidad, se fue reponiendo. Tendría diez años. Fue entonces cuando unos días después me presentó, en las páginas de su cuaderno, un poema sorprendente: Paraíso de la fiebre.

Paraíso con junglas de abismales ojeras donde un fuego interior calcina las palabras y deja diminutos saharas en los labios y en el cerebro un vuelo de agigantados cuervos. Es su ruta, la ruta de crueles espejismos,

Emigramos mi familia y yo primero a Palmira y luego a Cali, cuando las hordas de una infamia sumieron en dolor a los miembros del partido político al que pertenecíamos. Se inició al Norte del Valle; y habríamos de ver Alberto y yo temblar a nuestros padres por el terror del crimen, solazado impunemente, recorrer caminos, aldeas y poblaciones pequeñas que se destacaban en el horizonte de la cordillera con humo extenso y el rojo encendido de las llamas. Cartago, como Tuluá, en esta tierra nuestra, sintieron fatídicamente los pasos, la presencia y los apodos de los “pájaros”. Entonces fueron familiares los muertos anónimos y los conocidos. Nos volvimos a encontrar en Cali. Habían pasado más de diez años. Me contó cómo presenció el suicidio de un amigo nuestro, compañero de estudios, llamado Cristian Delgado, hijo de un gran patriarca conservador. Todo había llegado al envilecimiento de las costumbres, al silencio de las conciencias y a la familiaridad del crimen, como si no hubiese otro destino. O como si los caminos se hubiesen astillado desterrando los sueños. Nada era legítimo, nada era propio, nada era promisorio. Y Alberto sintió bajo sus carnes la marca indeleble del dolor que le dejaba la amarga convicción de la ninguna importancia de la vida o de la muerte, que se fue ahondando más con sus copiosas lecturas de los trágicos de siempre ahogados en la angustia. Quiso entonces ser un poeta maldito, como Verlaine o Rimbaud, porque nada le calzaba a su ilusión o a sus proyectos, que jamás los tuvo. Y se volvió bohemio, porque poeta ya lo era en silencio, en la invisibilidad de un sueño derrotado. Por aquella época —yo no lo supe entonces— se enamoró en silencio de mi hermana Virginia, a quien en sus sueños llamó Anadiomena y por ella suspiró en su abandono: “¿En donde estás, Anadiomena triste,/ en qué mar de corales asombrados/ o entre qué teleósteos sin su sombra/ se ha ocultado tu pálida ternura?/ Pues cuando el tiempo parte la naranja/ donde dormita el ámbar de los días/ tú cruzas por mi ser como algún ala/ o un rumor de hojas secas en el viento”. Yo ya era abogado, y él, bajo los rigores de su madre, entró a estudiar derecho en la Santiago de Cali. Pero sus pesadumbres ya lo habían conducido por los caminos del alcohol. “Este mirar el vuelo de coleópteros ciegos/ por entre el cielo raso de mis pesadillas/ donde el alcohol es director de orquesta/ en un teatro, para mí, vacío”. Era saber que nunca sería el abogado que de él queríamos, ni el hombre de trabajo con un pan debajo del brazo y una familia alegre y bulliciosa. La marca podía más que una voluntad que había perdido en los caminos sin fin, por esos que deambulan aquellos rostros que veía como los días sin brillo de la vida. Dijo entonces: “Es cierto, Tiempo, que no podré vencerte,/ mas haré la jugada de escaparme temprano/ por cualquier puerta falsa,/ antes que la vejez venga silvando…”. Un día tomó alcohol impotable, peor que el absenta de los poetas malditos. Su madre lo vio en la sala revolcándose y no le creyó. Ella entró al interior de la casa y cuando volvió a salir, el bardo estaba inerte sobre la alfombra, los ojos vidriosos y una mueca imborrable que apenas desdibujó su sonrisa de niño.


“Aunque sentí de cerca la miel de la manzana, en ninguna cometa edifiqué mi viento” 10

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Publicación de su segundo libro “Los días como rostros”, editorial “Ciudad Solar”. Fotografía: Pakito Ordóñez, Eduardo Carvajal, 1973.

Con Manuela Cifuentes, 1939. 2

De paseo por el centro de Cali, 1969. Publicación de su primer libro “Nunca habrá otro silencio”, 1967.

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1942

Fotografía para el mosaico de abogado, seis meses antes de su muerte Cali, 9 de octubre de 1975.

1975 3 4

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Estudiante universitario, 1965.

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Primera comunión, 1945. Inauguración de la Sociedad Cultural. Colegio Nacional Académico. Cartago, sábado 12 de octubre de 1957.

Discurso improvisado ante la Sociedad de areneros. 1 de mayo de 1959.

Recién llegado a Cali, 1960.


INFANCIA DEL POETA Por: Óscar Rodríguez Cifuentes.

A VECES YO NO CREO

LA ESTRELLA QUE AMO

A veces yo no creo, amada, que fui niño, ni que mi abuela era la vejez vuelta un cuento. Creo que con Peter Pan no fui a Nunca Jamás ni que escribí un diciembre con la estrella y el musgo.

No es la estrella de Gioia, ni la de Erik el rojo, ni la estrella del alba sobre el frío del bar. Es la estrella que un día Óscar y yo miramos, la estrella de la infancia, la que no volverá. Alberto Rodríguez Cifuente

Alberto y Óscar Rodríguez Cifuentes, 1952.

Mi hermano se inspiró en el anterior poema a través de una experiencia que tuvimos. Por aquellos días vivíamos en la carrera séptima con novena. Había un edifico que se llama “Edificio Botero”. Aún existe, corría el año 1948, habitábamos la parte alta del edificio. Mi mamá se levantaba muy temprano a rezar el rosario de la aurora, era una devoción. Nosotros nos levantábamos y Alberto se ponía a ver la estrella de la aurora, en realidad era el planeta venus, después del sol y la luna es el objeto más luminoso visto desde la tierra. Mi hermano se quedaba en silencio, solo observaba, decía “¡qué estrella tan hermosa!”. Nosotros salíamos a observar, exclamábamos, lo identificábamos en esas madrugadas cartagüeñas tan azules y despejadas. En las letanías de nuestra madre a la Virgen, la estrella volvía a brillar: “torre de David, torre de marfil, casa de oro, arca de la alianza, puerta del cielo, estrella de la mañana”. Esos acontecimientos tan elementales de la infancia quedan para toda la vida. Allí se fragua la cosmovisión del ser humano. Más adelante, cuando todas sus lecturas lo formaron, volvía a la infancia donde la estrella siguió relumbrando pero en forma de poema. Mi hermano me llevaba cuatro años, a él le gustaba mucho la naturaleza, los animales. Tenía la costumbre de coleccionar insectos. Cogía mariposas, arañas, escarabajos, cucarrones, libélulas, chicharras… y las clavaba con alfileres en cajas de cartón. Sus insectarios le ocupaban buena parte de su tiempo. Toda la vida le encantó el tema de los insectos, pero nunca elevó una cometa, nunca hizo bailar un trompo, nunca jugó bolas, nunca practicó ningún deporte; desde pequeñito empezó con la lectura. Recuerdo que sus primeras lecturas fueron la revista argentina “Billiken” y la revista chilena “El peneca”. Leyó con atención y gozo el libro escolar “Alma nueva”, editado en Argentina y escrito por un tal Constancio C. Vigil. Cuando fue adulto lo buscó en el parque de Santa Rosa en Cali, el parque de los libreros, y lo compró. El kínder lo estudió en la carrera cuarta entre calles 13 y 14. Unas de sus primeras profesoras fueron Adelfa Campo y doña Graciela Abadía. En la mitad de la cuadra, doña Graciela tenía su casa y allí mismo funcionaba el kínder. Alberto no duró mucho allí porque había una lora. En una ocasión tumbó un asiento donde la lora era soberana absoluta, casi la mata. La maestra le dijo a mi mamá: “No, señora, se me lleva ese muchachito de aquí”. Luego empezó estudios en el Instituto Robledo, al frente de la plazoleta de San Francisco. Allí estudió la primaria. Los primeros años de bachillerato los estudió en el Liceo Cartago. Alberto tuvo muy buena amistad con don Gonzalo Suárez y don Saúl Rodríguez Bueno; eran los profesores de literatura. Luego afianzó su amistad con don Gonzalo Suárez porque desde joven mostró que su gran pasión era la literatura y la lectura. Vivía entre los libros, todo lo que le llegaba lo leía. Del Liceo Cartago salta al Colegio Nacional Académico, no alcanza a terminar sus estudios en Cartago porque nos tocó emigrar a Cali. El matrimonio de mis padres fracasó. Ante la separación, mi madre consigue plaza de maestra en la capital. Llegamos a Cali en 1958 y terminamos el bachillerato en una institución nocturna: el Instituto Gran Colombiano. La literatura fue algo innato en Alberto. Mis padres fueron maestros y pusieron en nuestras manos libros adecuados para desarrollar la sensibilidad. La pasión de nosotros era salir a San Jerónimo, Santa Ana, El Enfado y la quebrada Hortés. Paseábamos y cazábamos con una escopeta hechiza. Las lecturas de Ernest Hemingway lo marcaron y como el escritor norteamericano era cazador, Alberto lo quiso imitar. Le gustaba también la taxidermia, fue un taxidermista empírico. Como nuestras casas eran grandes a él se le asignó un cuarto para que trabajara. Allí metía culebras en alcohol, tenía iguanas disecadas, pájaros…; eso olía muy mal, la mezcla del alcohol con el formol era insoportable. Yo era más normal. Al igual que los otros niños elevaba cometas, jugaba bolas, trompo; salía al campo y pescaba en El Enfado. Alberto aparecía con animales raros. Una vez llegó con unas ranas del Chocó, de esas de colores, negras con rojo y negras con amarillo. Otra vez apareció con un oso hormiguero. Nuestros padres entre tanto eran pacientes y consentían todas nuestras locuras. A nosotros nos alcahueteaban todo. En realidad vivimos una infancia muy feliz.

Aunque sentí de cerca la miel de la manzana, en ninguna cometa edifiqué mi viento ni mis dedos rozaron arcoíris de vidrio, ni la fruta con punta de un trompo sobre el suelo. Y la luz se llevó mis prólogos de ensueño, sintiéndome una sombra sin greda en el verano, al ver que la niñez era sombrero mágico desde donde brotaban la ternura y el llanto. A veces, pues, amada, no creo que fui niño, y pienso que camino sobre el día inútilmente. Regresar no se puede a donde no se ha ido y la infancia es ya más que un rincón en el tiempo.

SÍNTESIS… “Marzo en su sandalia humedecida caminando a mi grito de esperanza” y la amapola, herida sobre el limo ardiendo siempre en amorosa llama. La cigarra, sonata disecada sobre la piel del árbol, y su sombra, y la campana, pena dividida para el hombre y su duro mineral. El arcoíris, puente de la lluvia desintegrado entre la mariposa y la carreta, mano campesina, aromada de buey y de lumbre. Esta es la síntesis de mis poemas sencillos como izar una cometa o roer con los párpados abiertos el sueño donde adviene la doncella.


LOS EXILIADOS Primero fueron pocos. Bajaron de todas las cicatrices del país, con un trozo de raíz amarga entre los dientes y entre los ojos, la visión de muchas noches de San Bartolomé. La gente en las ciudades los miró pasar con extrañeza junto a sus pórticos y ventanas y preguntó: ¿No son esos los forjadores de vituallas?, ¿los aradores de la tierra?, ¿los artífices de legumbre? Pero ellos no les contestaron y prosiguieron con su caminar fatigado porque un cancerbero invisible les custodiaba las palabras. II Después fueron muchos y al llegar a las ciudades se apoderaron de las orillas de los ríos de caudal ínfimo, se escondieron como babosas bajo los arcos de los puentes y taparon su dolor con papeles periódicos. Más tarde, el hambre de afiladas uñas comenzó a desgarrarles los vientres y las mujeres se vendieron al postor más barato, mientras los hombres entraron a pintarse las manos en los almacenes del delito. Los viejos y los niños, en cambio, se ahorcaron de los postes del olvido y aún flota después de tanto tiempo el aroma de sus cuerpos putrefactos.

ALBRICIAS Territorio de jazmines y guitarras. Autor: Antonio Bolívar Cardona. Editorial: Rompesilencios Ediciones, Cartago, V., octubre de 2017. En el libro Territorio de jazmines y guitarras publicado por Rompesilencios Ediciones, el poeta Antonio Bolívar nos presenta una poesía que no obedece a la métrica sino al sentimiento. En las acertadas palabras del autor, estos poemas refieren “la fuerza de lo indescriptible, de lo apasionado, del amor en sus múltiples manifestaciones”. Hace presencia esa fuerza que eleva al ser amado a la divinidad y le confiere el poder de redimensionarlo todo; a su lado la geometría del universo personal encaja a la perfección. Los poemas están vestidos también de añoranza y pasión, el sentimiento de quien desea tenerlo todo y a la vez le basta una mirada, un abrazo. Es pues este un libro que nos muestra el amor arrebatado sin contemplaciones, para el agrado del lector.

LITERARIAS Aljibe. Autor: Javier Tafur González. Editorial: La sílaba, Cali, V., septiembre de 2017. Con la misma generosidad de siempre, Javier Tafur le entrega al Valle del Cauca su obra más reciente: “Aljibe”. Es una suma de poemas breves, escritos en las cuatro últimas décadas; el libro está agrupado en cuarenta y cinco poemarios, algunos publicados por ediciones “La sílaba”, pero la inmensa mayoría, inéditos. Estamos ante una obra extraordinaria, va a dejar una huella importante en la literatura nacional, nos revela a Tafur González como uno de los maestros de la poesía breve en Colombia; para las nuevas generaciones de escritores será referente, escuela de poesía y lección profunda de humanismo.

Este libro es un cántico a la humildad. En el capítulo “Trayecto de Arima” el poeta escribe: “Ruidos vecinos —soy notario de pequeñeces”. ¿Pequeñeces? No. Instantes, latidos, respiración, sentimientos, alborozo, añoranza, sonrisa, dolor, ironía, visiones, luz, resonancias, aconteceres, revelaciones, aromas, Alejandro Rojas pausa, sentido de realidad, inmensidad… Además de la brevedad como forma, la constante del texto es la profundidad, El tiempo entre los dedos. una vastedad en su contenido, conducen hacia las aguas inteAutor: Orlando Restrepo Jaramillo. riores de nuestro poeta y le confieren el título de ser un legítiEditorial: Oreja negra, Cartago, V., junio de 2017. mo notario de inmensidades. Fernando López Rodríguez Ya hemos dicho que la poesía de Orlando Restrepo desemboca invariablemente en el tema del tiempo. Es su gran angustia el lento desleír de la existencia, la vida convertida en palabra Cuando la lluvia teje. pero la muerte esperando en la trastienda. Para la ciencia y la Autor: Victoria Eugenia Gómez M. filosofía el tema del tiempo aún se investiga y se discute, los Editorial: Rompesilencios Ediciones, Cartago, V., junio de sabios no han podido ponerse de acuerdo. En cambio para el 2017. poeta el tiempo es una puñalada cotidiana, es un continuo deshacerse en el espejo, Victoria Eugenia: donde quieras que camiahogarse con el aliento de la madrugada, nes van contigo el día y la noche, el caer vacilar ante el furor que también se vuel- del agua y su diluvio de hojas frescas. Te ve lento. “Convertido en rutina,/ cayen- sostiene ese cielo que martillas, el camino do lentamente,/ en el detrimento de los más extenso. No te basta la última mirada, almanaques./ Morir espera de repente:/ el pozo más hondo —marea de lo cósmiDigiere el día el tiempo/ en el roce de la co—. Estás ahí como el azul índigo, como moneda/ por el sudor lograda./ La másca- el bermejo puro, anterior al aliento cruzas ra cotidiana, delata. Así, declara el poeta, el puente como si la nada no rondara el “La vida va cayendo como el árbol ofreci- olmo y tu ceniza. Regresas de ti a través do en hojas”, “Pasos hacia el despeñadero del tiempo anclado de tu propio fuego, renuncias al invierno, en calendarios”. Sabe nuestro querido Oreja que cada poema tu aliento solo, tu acoplamiento, tu casa de escrito es una pequeña despedida y también es jugar un poco seda, como si la vida fuera el sitio donde con la inmortalidad. Convertimos la palabra en poema cuando te perpetúas. Vas hacia lo bello, que no te falte el aire, que no te nos escuchamos a nosotros mismos y somos interlocutores de haga falta el viento para entrar a lo no nacido, a lo no creado. nuestra voz. Allí revelamos que el niño con ganas de cabalgadura aún sigue en un galope sin corcel, solo nos dejamos llevar Pido todas las palabras para tu nacimiento diario, para tu desa lomo de minutos. velo, para cuando te atrape la ventisca, para el amor que como un grano de polen te habita, para la infinitud del deseo. Este hombre en su brevedad poética navega por un camino de agua, busca un estuario lejano para depositar el hastío, sabe De cada línea de tu libro Cuando la lluvia teje, tengo húmedos que meditar y navegar son el mismo destino, descubre un sin- los labios, tu mar acaricia los grises, tu mar de amor te consonte en el solar descifrando la mañana, una enredadera terca templa como una niña dormida, niña que tejes la tierra que vuelta mortaja de muros en ruinas; sabe que beber una pócima se extiende a tus pies, respiro que te inventa y te absuelve, te de hierbas hace más llevadera la soledumbre; pero hoy, poeta, duplica para estar a salvo. no es meritorio bebernos a nosotros mismos porque aún está plantada una veranera altiva en el centro de tu solar. ¡Que cada palabra se haga nido en tus manos!

Fernando López Rodríguez

Amparo Romero Vásquez


Tema de soledad Fragmento

De nuevo octubre me halla solo, solo con mi chaqueta, un pedazo de lila. Muy solo con mi pipa, compañera africana, con mi libro de versos forrado en desengaños y con un duro paico quemándome la boca.

Me halló solo en los bares desgarrando entre el vino y muy solo con el tinto de las cafeterías. Solo con un periódico en los trenes, solo con mis pisadas en las noches arando entre las redes del deseo. Alberto Rodríguez Cifuentes


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