Política Internacional
La Política Exterior de Turquía en la Primavera Árabe Micaela Finkielsztoyn AI 007/2012 08 de mayo de 2012 Fecha
Resumen La llegada al poder del Primer Ministro Recep Tayyip Erdogan —líder del Adalet ve Kaklinma Partisi [AKP- Partido por la Justicia y el Desarrollo]— a principios de la década del 2000 supuso importantes transformaciones en la política exterior turca, tradicionalmente caracterizada por su eurocentrismo y cierta tendencia al aislacionismo. La designación del Profesor Ahmet Davutoglu como asesor de política exterior en 2002 y luego como Ministro de Relaciones Exteriores en 2009 con sus doctrinas de “profundidad estratégica” y “cero problemas con los vecinos”, dinamizaron el rol de Turquía como potencia regional y hasta reorientaron el norte de la política exterior turca hacia una supuesta “orientalización”. Dichos cambios, y sus posibilidades de éxito y continuidad, han sido puestos en jaque por la Primavera Árabe, que invita a la propia Turquía, así como al resto del mundo, a pensar qué rol cumple dicho Estado dentro del mundo musulmán y en qué medida el modelo medianamente democrático turco puede ser exportable hacia otros Estados.
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La Política Exterior de Turquía en la Primavera Árabe Micaela Finkielsztoyn 1
Rondó alla Turca: la política exterior de Turquía en la Primavera Árabe El presente trabajo se propone analizar la reformulación de la política exterior de Turquía a la luz de los cambios introducidos por la asunción de Recep Tayyip Erdogan –líder del Adalet ve Kaklinma Partisi [AKP- Partido por la Justicia y el Desarrollo]- como Primer Ministro turco, en particular tras la designación del Profesor Ahmet Davutoglu como asesor de política exterior en 2002 y luego como Ministro de Relaciones Exteriores en 2009. Se hará especial hincapié en estudiar el supuesto cambio de orientación de dicha política, la llamada “orientalización” de la política exterior turca, en desmedro de la tradicional visión occidental, pro-europea; y en las repercusiones que este nuevo paradigma ha tenido en el manejo turco de la Primavera Árabe.
Breve recorrido por la política exterior turca Las bases de la política exterior de Turquía como Estado moderno pueden rastrearse hasta Kemal Atatürk, fundador de la República, quien –abogando por la construcción de un Estado a partir de las ruinas del Imperio Otomano- sostenía el ideal de “paz en el interior y en el exterior”, que se materializaba a través de dos grandes políticas: la primera, el aislacionismo y el no alineamiento; y la segunda, la construcción de una Turquía fuerte, soberana, capaz de insertarse plenamente en la comunidad occidental de naciones, hecho que implicaba echar por tierra siglos de herencia otomana e inclinarse hacia la consecución de un Estado laico y secular, siendo la clase militar garante de estas últimas cualidades. En la Segunda Guerra Mundial, Turquía permaneció neutral hasta febrero de 1945, cuando se involucró a favor de los Aliados. Ese mismo año integró la Organización de las Naciones Unidas como uno de sus miembros fundadores. La posición geoestratégica de Turquía como límite sudoriental de Europa y su cercanía con la Unión Soviética –rival de los Estados Unidos y Turquía-, hicieron que esta se volviera enseguida una prioridad para los
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La autora es Licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires y Maestranda en Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella.
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Estados Unidos, quien invocando la Doctrina Truman, procuró mantenerla de su lado del mundo por todos los medios, proveyendo asistencia económica, como parte del Plan Marshall, y militar. Turquía respondió interviniendo en la Guerra de Corea a favor de los Estados Unidos y sumándose a la OTAN en 1952. A lo largo de la Guerra Fría, Turquía se mostró como un aliado crucial para el mundo occidental, con quien profundizó lazos de cooperación sumándose al Consejo de Europa y a la OCDE, entre otros, permitiendo incluso el emplazamiento de misiles estadounidenses en su suelo, que fueron aquellos que desataron la discordia durante la Crisis de los Misiles. Con la disolución de la Unión Soviética, Turquía se encontró una vez más –y como a fines de la Primera Guerra- en un entorno inestable, en el que el aislacionismo y la neutralidad kemalista ya no eran admisibles, puesto que ya no existía un garante exterior de la seguridad turca, como sí lo había habido a lo largo de la Guerra Fría. En consecuencia, el presidente Özal decidió abandonar esta postura, elaborando una política exterior con dos objetivos principales: consolidar a Turquía como un líder regional, para lo cual diseñó estrategias para Medio Oriente, Asia Central, el Cáucaso, los Balcanes y el Mar Negro; y actuar como puente entre Oriente y Occidente, promoviendo los valores occidentales en Oriente. En este ultimo sentido, adquiere relevancia la participación activa de Turquía en la Guerra del Golfo, en la que no sólo proveyó milicias, sino que permitió la utilización de sus bases y espacio aéreo a la Coalición – hecho que no sucedería en la segunda Guerra del Golfo en 2003- y cortó sus relaciones comerciales con Irak. La reafirmación del compromiso con Occidente se sostenía en la creencia turca de aumentar sus posibilidades de sumarse al proceso de integración europeo como miembro pleno, con quien venía negociando desde 1963, año en que se firmó el Tratado de Ankara, que garantizaba dicho acceso tras un período de transición de 30 años (que se cumpliría en 1995). Sin embargo, dicha fecha pasó y Turquía no había logrado siquiera estatus de candidato. De hecho, en 1997, en la Cumbre de Luxemburgo se le otorgó dicha condición a los países del centro y este de Europa, más Malta y Chipre –con quien Turquía sostiene un importante conflicto desde que ocupó la porción norte de la isla en los ‘70-, pero no a Turquía, alegando que esta aún no había alcanzado los requerimientos políticos y económicos para tal fin. Tuvieron que esperar a 1999, en la cumbre de Helsinki, para que se le otorgara el estatus de candidato, momento en el que empieza una nueva etapa de la política exterior y doméstica turca de profunda europeización, en la que la democratización e inclusión de nuevos actores en la discusión política, paradójicamente acabará por generar un distanciamiento respecto de las principales potencias de Occidente.
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La política exterior del AKP El paradigma exterior del AKP retoma y profundiza la acción de Özal respecto del abandono del aislacionismo kemalista. La principal doctrina sobre la que se sostiene esta nueva política es la de “profundidad estratégica”, concepto desarrollado por Davutoglu en uno de sus libros programáticos. Esta idea está basada en dos componentes: la profundidad histórica y la profundidad geográfica que hacen al legado turco y moldean la posición que debiera ocupar Turquía en el sistema internacional. Turquía tiene el deber de ser un actor estratégico de las relaciones internacionales, debido a las múltiples afinidades históricas, civilizacionales y a su posición de epicentro de varias áreas geográficas. Estas condiciones privilegiadas, estilizadas y resaltadas a través de las estrategias retóricas de Davutoglu, llaman a terminar con el aislacionismo y diseñar una política exterior activa y comprometida en todas las zonas de influencia turca y, por lo tanto, ascender como un referente regional, en necesario distanciamiento de las potencias occidentales, a través de la concertación de alianzas múltiples. Esto de ningún modo implica enfrentarse con Europa o los Estados Unidos, sino que, como dicta la lógica realista, una potencia en ascenso necesita balancear el poder de los otros hegemones, construyendo su propia área de influencia. Como puede leerse, la apertura del sistema democrático turco permitió la llegada de nuevos actores al poder, como el AKP, y por ende, la reformulación de nuevas visiones de la política exterior, que no necesariamente coinciden con el ideal kemalista sostenido por las cúpulas militares, a quienes incluso se las ha apartado de la discusión política doméstica e internacional. El AKP, un partido civil de extracto islamista y bases populares, pero institucionalmente laico, trajo a la arena una nueva concepción de la política exterior: una suerte de “nuevo otomanismo”, si bien sus artífices se niegan a llamarlo de tal manera, que hace foco no sólo en la componente islámica heredada del antiguo imperio, sino en su capacidad de aglutinar diferentes identidades en una basta área de territorio. Esta cosmovisión devuelve a Turquía a sus zonas tradicionales de influencia, es decir a aquellas cubiertas por el Imperio Otomano: el Medio Oriente, el Cáucaso, los Balcanes y el Mar Negro, regiones que tradicionalmente la política exterior turca había relegado, privilegiando el deseo integracionista con Europa. Se trata de una expansión y ablandamiento de la política exterior como había sido concebida por los militares turcos. De todos modos, sí hay algo que esta política retoma del kemalismo –aunque lo reformula-, y esto es el lema de paz exterior como condición de posibilidad de la paz interior. Pero a diferencia de lo sucedido tras la Primera Guerra, en un entorno tan inestable y
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tumultuoso como el escenario euro-asiático de post-guerra fría, se necesitan respuestas pragmáticas asertivas del lado turco para construir dicha estabilidad regional, construyendo una arquitectura de relaciones concéntricas que vayan generando la paz y la prosperidad con cada uno de los vecinos y principales actores. La liberalización de las relaciones comerciales es una de las principales herramientas empleadas por Turquía para llevar a cabo tal propósito, así como también el ofrecimiento de intermediación y negociación entre vecinos, como la acción turca de mediación entre Siria e Israel, Afghanistán y Pakistán, entre otros. En una palabra, a pesar de su poderío militar –es la segunda fuerza más importante de la OTAN, luego de Estados Unidos- Turquía se está valiendo de su soft power para construir su liderazgo multiregional, entrando en abierta competencia con las potencias occidentales.
¿Hacia la “orientalización” de la política exterior turca? Como sostiene Tarik Oguzlu en su artículo “Middle Easternization of Turkey’s Foreign Policy: Does Turkey Dissociate from the West?” (2008) resulta muy difícil realizar afirmaciones categóricas respecto del alejamiento de Turquía de Occidente. Podemos hablar de situaciones políticas que han producido la ruptura de ciertos lazos de confianza y sentimientos de amistad, pero la relación de Turquía con Estados Unidos y la Unión Europea sigue vigente, aunque reformulada en términos más pragmáticos. Lo que sí existe, y es un fenómeno muy interesante de estudiar, es una apropiación de los valores occidentales -lograda a través de las reformas institucionales y liberalizadoras emprendidas por los últimos gobiernos turcos, con miras a una eventual integración europea- y una capitalización de dicho acervo occidental a la hora de emprender y profundizar las relaciones turcas con Oriente, una vez fracasadas las negociaciones para el ingreso. Turquía está aprovechando sus herramientas de soft power, la exportación de sus bienes y sus valores democráticos para cimentar una fuerte presencia en Medio Oriente, que a la larga le permitirá reinsertarse en la comunidad occidental de naciones, esta vez desde el rol privilegiado de interlocutor y potencia oriental. Esta construcción identitaria es un proceso largo, que se ha ido construyendo no sólo debido a las acciones emprendidas por el AKP en esta dirección, sino fundamentalmente debido a la conducta adoptada por los Estados Unidos y la UE en estos últimos años para con Turquía. Estados Unidos y Turquía, crónica de un divorcio Las relaciones con los Estados Unidos se empiezan a resentir a partir de la administración Bush. Turquía no había logrado comprender su cambio de posición relativo en
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la escala de prioridades de Estados Unidos con el advenimiento de la era unipolar (Krauthamer, 1991) y pretendía seguir teniendo el mismo valor para Washington que antes de la caída de la Unión Soviética. En consecuencia, consideró al 11-S como una buena oportunidad para fortalecer lazos de cooperación mutua con los Estados Unidos en materia de lucha global contra el terrorismo, mientras que Washington sólo esperaba la aquiescencia de su compañero menor. En este sentido, la invasión a Irak es un punto de inflexión en las relaciones turco-americanas, en las que Estados Unidos deja de ser sólo un compañero, sino que a la vez puede volverse una amenaza a la seguridad turca. A diferencia de lo sucedido en los ‘90s, esta vez el gobierno turco consideraba la guerra contra Irak como un potencial desestabilizador del balance de poder en la región, hecho que no sólo generaría el ascenso relativo de Irán, sino también una crisis humanitaria de refugiados de Irak hacia Turquía –como sucedió en la primera Guerra del Golfo- y el fortalecimiento de la agrupación terrorista AKK (el partido de los trabajadores kurdos), quien – relajada la autoridad en el Kurdistán iraquí- podría utilizarlo como su base de operaciones para intensificar la actividad terrorista en suelo turco. En consecuencia, el 1 de marzo de 2003, el Parlamento turco votó en contra de la utilización de Turquía como base de los Estados Unidos para su frente norte de invasión a Irak, escindiéndose por primera vez de la política americana, a la cual incluso había apoyado en su campaña contra Afganistán. Asimismo, y alegando que esta vez se trataba de una amenaza para la seguridad de Irak, los Estados Unidos se opusieron a las intervenciones militares turcas en el norte de Irak (el Kurdistán autónomo) y apoyaron la iniciativa kurda de que el status de la ciudad de Kirkuk – de mayoría kurda, si bien no en su totalidad, y emplazada sobre importantes yacimientos petrolíferos- fuera decidido por referéndum, de modo tal de evitar una guerra de secesión en el norte de Irak. Sin embargo, esta iniciativa kurda sin duda repercutiría negativamente en Turquía, incitando a su propia población kurda a la secesión, poniendo al Estado turco a un paso de la fragmentación, y avivando la llama del nacionalismo kurdo, que efectivamente en 2004 retomó las armas. La guerra de Irak generó fuertes sentimientos de antiamericanismo en la sociedad turca, abriendo una brecha muy difícil de salvar. Pero estos no fueron los únicos inconvenientes. Los Estados Unidos también se opusieron a las políticas de acercamiento de Turquía hacia Siria e Irán, a quienes el gobierno de Bush había rotulado como integrantes del “Eje del Mal”, excluyéndolos de toda negociación de un proceso de paz en Medio Oriente. Por el contrario, Turquía sostiene la necesidad de incluirlos en diálogos democráticos, que insten al cambio de régimen por presiones
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domésticas. De todos modos, y como se analizará más adelante, la política de Turquía hacia estos países, si bien ha sido tradicionalmente de acercamiento, ha cambiado durante la Primavera Árabe, debido al rediseño de los balances de poder. La Unión Europea y Turquía, una promesa eternamente demorada Las negociaciones de 1999 que le otorgaron el status de candidato a Turquía aceleraron una serie de transformaciones domésticas en pro de la democratización turca, que le permitieran al país cumplir con los 34 capítulos de los criterios de Copenhague que materializan las posibilidades de acceso. Turquía resulta fundamental para la Unión Europea por varios motivos: en primer lugar, es un corredor energético fundamental, si es que Europa quiere dejar de depender del gas ruso. Por Turquía pasan los gasoductos que proveen el gas desde Asia Central y el Cáucaso. Nabucco, el principal emprendimiento de transporte de gas proyectado, se extendería en su mayoría por territorio turco, conectando al gas turkmeno (y quizás hasta iraní) con su destino en la cuenca del Danubio. Asimismo, Turquía constituye la frontera sudoriental de Europa, desde donde resulta fundamental controlar el flujo ilegal de personas y drogas. Aún cuando Europa haya ampliado sus límites hasta el Mar Negro con el ingreso de Rumania y Bulgaria y potencialmente llegue hasta los Balcanes, con el acceso de Croacia en 2013, aún así, sigue necesitando de la barrera de seguridad turca. Sin embargo, el ascenso de gobiernos anti-islamistas como el de Francia, sumado a las crisis de inmigración, más el conflicto congelado con Chipre –en el que la Unión Europea sólo contribuyó profundizándolo, otorgándole membresía plena a la porción sur de la isla, a pesar de que había sido el norte quien había aceptado el Plan Annan- y los problemas estructurales de incapacidad de absorción por parte de la UE de semejante masa poblacional, laboral y de producción agrícola; generaron que en 2006 la Unión Europea suspendiera parcialmente las negociaciones por el acceso turco, luego de que Francia, Chipre, Austria y Grecia congelaran más de 18 capítulos del acuerdo. En consecuencia, Turquía, en parte comprendiendo algunas de las dificultades europeas para su absorción aceptó en buenos términos el congelamiento de las negociaciones y sencillamente decidió proseguir con el camino de la modernización, para aprovechar la experiencia adquirida redirigiéndola hacia nuevas áreas en donde ejercer su influencia: Medio Oriente.
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Actuando como un país europeo en Medio Oriente Decidido a generar paz y estabilidad en la región para su propio beneficio, el gobierno turco entabló contactos a partir de 2008 con el gobierno regional del Kurdistán del norte de Irak, solicitando su cooperación para emprender medidas no sólo militares sino políticas en aras de disminuir la amenaza del PKK en su territorio y contribuir a la integración socio-política de la minoría kurda en la vida cívica turca, iniciativa que venía lográndose con cierto éxito hasta que el gobierno de Erdogan encarceló e impidió la asunción de ciertos diputados kurdos al parlamento, reavivando las tensiones al interior de Turquía. En esta misma materia, Erdogan visitó la capital iraní para firmar un acuerdo de cooperación en materia de seguridad que tipificara al PKK y al AKK (su correlato iraní) como agrupaciones terroristas. Este fue el detonante de una serie de acciones de cooperación con Irán, con quien Turquía comenzó a normalizar e incrementar exponencialmente sus relaciones, sobre todo en materia comercial, en donde el comerció escaló hacia 8 billones de dólares en 2007, transformándose Irán en el segundo proveedor de gas de Turquía, después de Rusia. El acercamiento con Irán, una manera de controlar cooperativamente a un potencial rival, fue duramente criticado por los Estados Unidos, sobre todo en materia nuclear. Definiendo un perfil cada vez más oriental, Turquía aprovechó su banca en el Consejo de Seguridad para oponerse junto a Brasil a las sanciones impuestas contra su vecino por el supuesto desarrollo de un plan nuclear, al que Turquía desestima otorgándole fines civiles, y para criticar el velado apoyo de Estados Unidos a la política nuclear de Israel. Este desempeño revolucionario, sumado a la pelea diplomática entre Netanyahu y Erdogan en Davos en 2009, comenzó asimismo a perfilar una escalada retórica en contra de Israel (e indirectamente en contra de los Estados Unidos), cuyo corolario –ya no retórico- lo tuvo en 2010, cuando Israel detuvo a la flotilla turca “Mavi Marmara” con destino a Gaza, matando a diez de sus tripulantes debido a que estos se rehusaron a alterar el curso de la embarcación, que estaba cargada con armas destinadas a Hamas, agrupación con quien Turquía ha mejorado notablemente sus relaciones en el último tiempo. La discusión por esta flotilla se sostiene hasta el día de hoy, cuando Erdogan decidió echar a los embajadores israelíes de Turquía y suspender todo contacto diplomático, debido a que Israel aún no se ha disculpado por los incidentes. A este proceso de construcción identitaria oriental e islámico, debe sumársele la prédica del gobierno turco en contra de las acciones israelíes en Gaza y a favor de un Estado palestino, hecho por el cual ha intensificado sus contactos con Hamas. Todo esto le ha valido a
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Erdogan el apoyo y la credibilidad en el mundo árabe, en donde algunos lo han llegado a llamar el “nuevo Nasser” y la mirada cautelosa de Occidente, quien aún no termina de comprender si es que Turquía ha dado un vuelco definitivo hacia Oriente, o si se trata de una manera de incrementar su poderío local para volver hacia Occidente con capacidades renovadas. Al parecer, la política de “cero problemas con el vecindario” y construcción de lazos pacíficos con sus vecinos de Davutoglu –en la que aquí no hemos llegado a cubrir el restablecimiento de relaciones con Siria y el paso de un vínculo de rivalidad a uno de cooperación con Rusia- está dando sus frutos, cimentando las condiciones ideales para que Turquía pudiera recoger los beneficios de la Primavera Árabe, posicionándose como un líder y un ejemplo regional de nación exitosa. Se verá, de todos modos, que este fenómeno árabe, lejos de capitalizar los triunfos en materia exterior de Turquía, sólo contribuyó a profundizar las contradicciones internas al modelo, inevitables en un proyecto tan complejo y abarcador como el propuesto por el AKP.
Primavera Árabe, ocaso turco Como señala el artículo de Nathalie Tocci escrito para Carnegie Endowment for International Peace (2011), la Primavera Árabe ha puesto en evidencia las diferencias entre la dimensión normativa de la política exterior turca y la realpolitik que la subyace, al generar divergencias y tensiones entre la orientación que normativamente esta debiera tomar y la orientación que, debido a los intereses turcos en la región, esta termina adoptando. Se comenzarán por analizar los éxitos de la política turca en la Primavera e incluso desde un poco antes. En primer lugar, consiguió volver a llamar la atención de los Estados Unidos, quienes –en un contexto de disminución de su poder relativo- necesitan recurrir a restablecer viejos vínculos, que podrían servirle para lograr la estabilización de Medio Oriente. En este sentido, cabe destacar que la primera visita de Barack Obama al exterior fue a Turquía y que el contacto entre este último y Erdogan ha sido el más fluido, incluso más que el que Estados Unidos ha tenido con Gran Bretaña y Rusia en este último tiempo. Al parecer entonces, el alejamiento y cambio de orientación de Turquía en pro de la consecución de lazos fuertes con el este ha sido exitoso, al punto que en la actualidad los Estados Unidos se encuentran en la disyuntiva de necesitar la asistencia de dos aliados clave en la región –Israel y Turquía-, pero cuya relación se ha deteriorado tanto que deben optar por uno o por el otro. En el caso de a Primavera Árabe, la opción ha sido recurrir a Turquía; en el caso del conflicto árabe-israelí –que, aunque sea un conflicto per se se encuentra prácticamente en una relación de interdependencia y simbiosis con la Primavera-, por el momento se ha inclinado por Israel,
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dejando a Erdogan sin apoyo frente a sus declaraciones por un Estado palestino ante la Asamblea General de 2011 y desmejorando la relación una vez más, producto también de la escalada de tensión entre Israel y Turquía. El segundo caso de éxito es el de Egipto, en donde Turquía se ha mantenido consecuente con su promoción de los valores democráticos, apoyando a los manifestantes de la Plaza Tahirir, en contra de Mubarak. Sin embargo, esta decisión ha sido poco costosa para Turquía, ya que Erdogan nunca ha tenido buena relación con Mubarak y nada beneficia más a Turquía que el debilitamiento de su competidor por el poder regional. En este sentido, pudo apoyar el movimiento y ganarse el apoyo de las masas egipcias, al punto que en su reciente gira por los países de la Primavera –Libia, Túnez y Egipto-, Erdogan fue, en palabras de la revista Time, recibido como una estrella de rock, no sólo debido al ejemplo provisto por una Turquía democrática para el futuro de Egipto, sino también por su valentía para desafiar al mundo occidental, en particular a Israel (a través de la ruptura de las relaciones), teniendo en cuenta que las relaciones egipcio-israelíes también se han deteriorado, si bien la nueva dirigencia egipcia no se atrevió a dar el paso dado por Turquía. Aún así, Egipto no se trata de una victoria completa para Erdogan. La cúpula militar egipcia, que sigue siendo una estructura dominante a pesar de la salida de su cabeza visible, es consciente de las intenciones estratégicas de Turquía de aprovechar su momento de debilidad y han emprendido acciones para fortalecer su poderío regional. La primera de ellas fue celebrar la firma del acuerdo de unidad nacional palestino entre Fatah y Hamas en el Cairo, a pesar de que quien hubiera iniciado las gestiones para llevarlo a cabo fuera Davutoglu. Al parecer, Egipto se adelantó a Turquía, quien apenas pudo asistir a la ceremonia como observador. La otra señal importante fue la fría bienvenida que los oficiales de la Hermandad Musulmana dieron a Erdogan cuando llegó, en contraposición con la bienvenida popular. La nueva dirigencia dejó en claro la motivación endógena de las revueltas populares árabes, descartando todo tipo de asistencia o conducción exterior (turca, en este caso). Los casos de Siria y Libia, por el contrario, son situaciones ambivalentes, en las que Turquía ha tenido dificultades para mostrar una línea de política exterior clara y coherente. En el caso de Libia la situación se le ha complicado a Turquía, dado que se trata del principal inversor. Los llamados tigres de Anatolia –principal base empresarial de apoyo al AKP- han invertido varios billones de dólares en empresas estatales libias y más de 25.000 ciudadanos turcos residen en Libia. En este sentido, los intereses turcos son mucho más altos en este país que en Egipto y la vinculación con Gadafi –quien además le entregó el premio “Muhamar
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Gadafi a los Derechos Humanos” a Erdogan el pasado diciembre- son mucho más cercanos y estrechos que con Mubarak. Esto ha llevado a Turquía a comportarse como un Estado pro statu quo a pesar de su prédica democratizadora, evidenciando la contradicción entre prescripción y acción cuando inicialmente Turquía se opuso a la intervención occidental en Libia. Dicho comportamiento ha generado poderosos sentimientos anti-turcos en Libia, en donde la población ha quemado banderas y se ha manifestado ferozmente. Sin embargo, el componente democratizador y los compromisos con el mundo occidental y la OTAN –que aunque Turquía busque disminuirlos, siguen teniendo un peso fundamental en su cosmovisión y economía- prevalecieron y Turquía no sólo apoyó la intervención de la OTAN, supervisando una zona de exclusión aérea sobre las fuerzas de Gadafi, sino que además propuso un cese al fuego y entrenó a las fuerzas de seguridad de los rebeldes e incluso cerró su embajada en Trípoli. El cambio de actitud es harto evidente, como lo son también las tensiones que demoraron la decisión y luego precipitaron las acciones en respuesta, una vez que esta fue tomada. La situación en Siria es aún más complicada, no sólo debido a las relaciones bilaterales entre Turquía y Siria, sino a causa del apoyo iraní a al-Asad desde las sombras, que podría debilitar las relaciones turco-iraníes que tanto han costado construir. Las relaciones entre Siria y Turquía se habían normalizado y restablecido una vez que Siria expulsó al líder del PKK Öcalan- en respuesta al ultimátum de ataque turco. Luego de ese incidente, las relaciones comerciales se dispararon y Turquía y Siria comenzaron a cooperar en varias esferas, aún a pesar de las importantes violaciones a los derechos humanos cometidas por el régimen de alAsad. Turquía incluso intervino entre Siria y Estados Unidos e Israel para prevenir el aislamiento del país en diferentes ocasiones (el asesinato de Hariri, el conflicto con Israel en 2008). Se había construido un vínculo sólido, en parte como estrategia dentro del plan de “cero conflictos”, en parte como una movida de seguridad turca, ya que asegurar la estabilidad en Siria implica evitar un conflicto con la minoría kurda que vive en Siria y la huida en masa de población hacia Turquía a través de los 700kms que comparten de frontera y con quien han liberalizado el régimen de visas. Por ese motivo, cuando las revueltas en contra del gobierno de al-Asad estallaron en Damasco, Turquía lo instó a que introdujera reformas. No obstante, este pedido se hizo siempre en privado, y sin que Turquía dijera nada respecto de la violenta represión de al-Asad a sus ciudadanos hasta que la situación se hizo mediáticamente insostenible y Turquía fue obligada a tomar una posición: condenar abiertamente al régimen de al-Asad, hecho que incluso reforzó reuniéndose con miembros de la oposición.
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Conforme la crisis en Siria fue escalando, Turquía se encontró en encrucijadas cada vez peores: en principio defender el statu quo para evitar un desequilibrio en la seguridad regional (puesto que Siria es una pieza fundamental en el balance de poder de Medio Oriente) y una crisis doméstica; o alentar a las revueltas y bregar porque se llegue a una solución pacífica del conflicto, que implique la salida de al-Asad del gobierno. Optó por la segunda. Pero a este pronunciamiento se le suman dos dificultades: por un lado, el apoyo incondicional de Irán a Siria, hecho que necesariamente supone el enfrentamiento entre Turquía e Irán –en el contexto de una relación ambivalente y compleja desde un principio- y por el otro, el alegado doble-estándar de Turquía. La comunidad internacional está comenzando a denunciar que Turquía condena la represión a los ciudadanos sirios (y antes en Gaza), pero que fronteras adentro replica el mismo modus operandi, negándole derechos fundamentales y reprimiendo a la población kurda en su territorio, sobre todo desde los ataques turcos del pasado agosto. Paradójicamente, el accionar de Turquía como paladín de la democracia y los derechos humanos en la Primavera Árabe puede terminar generando un efecto rebote y que se desate una primavera kurda al interior del propio territorio turco. Como puede verse, Turquía no tiene maneras de salir beneficiada de la situación en Siria. Turquía tampoco ha sabido aprovechar los propios movimientos y manifestaciones al interior de Israel, en el marco del llamado “14-J”. A pesar de que los manifestantes hayan reconocido la influencia directa de la Plaza Tahrir en su accionar, ninguno de los gobiernos (ni los de Medio Oriente, ni el turco y menos todavía el israelí) osó tender un puente conceptual o retórico que vinculara sendos procesos, aún cuando esta fuera una estrategia brillante para Turquía que le hubiese permitido abrir una grieta en la endeble unidad política de su adversario y cooptar a la comunidad internacional a través de un acercamiento inteligente a los sectores menos radicales de la sociedad civil israelí, con quienes Turquía históricamente manifestó no tener conflicto. De todos modos, y casi por contaminación del conflicto palestino-israelí, las relaciones entre los países árabes y el Estado judío se dan prácticamente en términos dicotómicos y un reconocimiento tal por parte de las autoridades turcas del “14-J” podría repercutir negativamente en su imagen en los sectores populares árabes. Además de estas complejas situaciones, existen otros fenómenos estructurales que ponen en evidencia la debilidad del discurso ejemplificador turco y estas son las particularidades que han llevado a Turquía a convertirse en un Estado democrático –aunque como se ha observado recientemente, ese rótulo es discutible, y de hecho la Unión Europea lo ha discutido. Algunas de estas particularidades están asociadas con el desarrollo económico turco, irreproducible por las economías de la Primavera Árabe, que no tienen ni la capacidad
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manufacturera ni exportadora de Turquía; otras con la particular relación entre los civiles y los militares, el Estado y la religión en Turquía, que dada la distribución de poder en las clases gobernantes de Medio Oriente, no va a poder ser fácilmente reproducible, sobre todo teniendo en cuenta el peso que ha tenido la secularización de Turquía en su democratización. Por último, la excepcional relación de Turquía con Occidente, que le permite contar con su apoyo y a la vez oponerse en las situaciones que lo crea necesario (Irán, Israel, etc), puede llegar a abrir importantes brechas entre la clase gobernante y la sociedad civil de los países de la Primavera Árabe, si los primeros no logran comunicar las ventajas de mantener vínculos con Occidente.
Conclusiones La Primavera Árabe implica un período clave de reformulación y reflexión de la política exterior turca. Turquía aprovechó el vacío de poder que se ha producido en Medio Oriente desde la retirada de los Estados Unidos e intentó ocupar su lugar. Esto ha intensificado las contradicciones al interior de su modo de hacer política exterior, evidenciando en primer lugar que no se puede estar en buenos términos con todos los actores de una región, y en segundo lugar, que no necesariamente los lineamientos de política exterior pueden traer beneficios para la política doméstica turca. Las revueltas en los países árabes suponen el período de cierre del idilio entre Turquía y Medio Oriente, en el que pudo construir sus relaciones con Irán, con Siria, con Irak y con el resto de los países sin preguntarse a quién ofendía con su accionar. Al mismo tiempo, estas revueltas son un necesario llamado de atención respecto de sus propios conflictos internos, el resurgimiento del nacionalismo kurdo, que –de no manejarse de manera exitosa, en un marco de diálogo político- pueden llegar a lacerar fuertemente el tejido de unidad nacional turca. La Primavera Árabe le está haciendo a Turquía, asimismo, pagar los llamados “derechos de piso”. La orientalización de una política exterior de corte occidental implica que ni el acercamiento ni el alejamiento con los dos polos es total. Si bien Turquía se ha valido de una retórica marcadamente antiisraelí para ganarse el apoyo popular del pueblo árabe (“ganarse la calle árabe”, como le dicen), la clase militar de Egipto e incluso algunos ciudadanos libios le han hecho entender que estos son procesos que surgieron del seno de estas sociedades y que Turquía siempre va a ser un poco ajena a ellos, sobre todo cuando su acercamiento viene con tintes de reposicionamiento y hegemonía regional.
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Al mismo tiempo, este intento de orientalización occidentalizada ha implicado un distanciamiento con quien fue la fuente de inspiración de este nuevo modelo turco: Occidente. Si bien gran parte de la responsabilidad del cambio de tónica de la política exterior turca la tienen los Estados Unidos y la Unión Europea, al evidenciar la imposibilidad de acceso de Turquía a la comunidad de naciones cuando este era uno de los principales anhelos turcos y, por ende, foco de cohesión política, Turquía no puede prescindir de ellos. No puede prescindir de la OTAN ni de la Unión aduanera con la UE, como tampoco puede prescindir de los Estados Unidos, frente a las desconocidas intenciones de Irán, de quien todavía Turquía no puede decir si se trata de un estado revisionista o no. En este sentido, es importante destacar la firma de un acuerdo entre Estados Unidos y Turquía para el emplazamiento en su territorio de un radar para que la OTAN pueda detectar misiles iraníes. Esta medida está en clara contraposición a la condena de Erdogan a las sanciones occidentales al plan nuclear iraní, mostrando que la Primavera Árabe ha resentido las relaciones entre Irán y Turquía, al punto de que cada uno de ellos tendrá que recurrir a otros aliados, si bien las relaciones comerciales se mantienen y siguen siendo muy importantes. En síntesis, la Primavera Árabe implica el agotamiento de un modelo. Si Turquía quiere salir victoriosa de este tumulto, deberá entender que “no se puede estar bien con Dios y con el Diablo” y que deberá finalmente tomar una posición si es que quiere asegurar la paz y la estabilidad en la región y no quedar enredada en una serie de acuerdos y contra acuerdos que acaben por generar más incertidumbre e inestabilidad. De la resolución última de esta tensión dependerá finalmente la orientación de la política exterior turca. Paradójicamente puede que la Primavera Árabe, una vez fracasados los intentos de acercamiento con Oriente, acabe por devolver a Turquía a Occidente, si es que no acaba con la distribución actual del poder en el interior turco y con su composición étnico-territorial.
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