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EL MAR, EL MAR
INSPIRA PAZ, TEMOR Y, A VECES, HASTA NOVELAS. EL AUTOR HOMENAJEA A UN PAISAJE INFINITO QUE FORMA PARTE INSEPARABLE DE SU VIDA.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ ENCISO
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HAY UNA MARAVILLOSA NOVELA DE IRIS MURDOCH (con la que, por cierto, ganó en 1978 el Booker, que yo preferiría al Nobel) llamada The Sea, the sea (El mar, el mar). Puede que el título tuviera poco que ver con la trama de la confusión obsesiva y egocéntrica del protagonista, un exitoso dramaturgo que huye de Londres y se refugia en un pueblecito de la costa. Pero en lo que me concierne, la novela abrió las puertas de mi pasión por el mar que en todos estos años no ha menguado ni un ápice. Incluso, ya al final de los tiempos, en un ejercicio mimético, he huido de la capital para refugiarme en una bahía.
“¡El mar, el mar!” es la exclamación de alivio de los que se sienten salvados al contemplarlo en la distancia. En el caso de la novelista irlandesa, y dios me libre de ponerme pedante, el título, afirma su biógrafo, le proviene a Murdoch de un poema de Paul Valéry, Le Cimetière Marin, inspirado en el relato de Jenofonte, Anábasis, el final del periplo de los 10.000 hombres del rey Ciro, cuando por fin divisan el mar Negro. Thalassa, thalassa!, exclaman alborozados.
Pues, desde entonces, que fue cuando me fijé en él con detenimiento, la contemplación del mar tiene sobre mí un efecto absoluto: me calma, me angustia, me parece tenebroso o alegre, bello o envolvente. Sus aguas inspiran respeto, terror o paz. Creo que ninguna otra cosa. He de aclarar, sin embargo, que la vez en que a punto estuvimos de irnos a pique en una tormenta a lo largo de la costa de Cerdeña, no sentí miedo: no me dio tiempo. Solo rogaba al cielo que no se pararan los motores.
En los momentos más bonancibles el mar calla. Su silencio está hecho de murmullos. Aguzando el oído, apenas se percibe el rumor de una mínima ola que nunca llega a romper contra las rocas… Hay pocas cosas más relajantes, más felices, que estar fondeado en una cala solitaria con las aguas en calma y el sol brillando amablemente allá arriba. Sentado a popa en la bañera con un vodka tónic en la mano, las cosas de la vida pasan con descuido y, como ya he dicho en alguna ocasión, hasta me viene la inspiración para cerrar la trama de cualquier cosa que esté escribiendo. Luego me dejo caer al agua si me lo permiten las medusas, ese enemigo trasparente, y nado hasta la orilla viendo debajo de mí retazos de arena, rocas grandes hechas verdosas por efecto de la luz, guijarros luminosos y algas que se balancean como las melenas de una diosa.
Es en estos días de principio de otoño, en el veranillo de San Miguel, en horas de inesperada bonanza, cuando el mar permite que disfrutemos de él; lo mismo ocurre con las calmas de enero. Son regalos últimos de Neptuno antes de cerrar el tiempo de navegación relajada. Después, los que lo amamos, salimos a navegar vigilados por nubarrones y rachas de viento. Y nos refugiamos en entrantes de costa, a redoso de la tramontana o el lebeig, a esperar que escampe, cocinando un marmitako que quitará el frío de los huesos.
Tengo unos amigos que se hacen a la mar y pescan grandes atunes con la excitación de los que ganan una partida. Yo prefiero dejar en paz a los peces o, todo lo más, alimentar a las obladas desde la borda, lanzándoles migas de pan para ver la rapidez con que se abalanzan y se disputan el manjar. Somos hipócritas: el atún para el marmitako lo compramos en la lonja antes de partir. En Skópelos, en Itaca, en Pantelleria, en las Eolias, en Tabarka o en Fornells basta con amarrarse al pantalán, bajar a tierra y sentarse en cualquiera de las decenas de chiringuitos iluminados por bombillas desnudas. Vino local, tomates de cualquier huerta, aceitunas y pescado de allí mismo. Ninguno de aquellos restorancillos se llevará una estrella michelín; ni falta que les hace.
Así es el mar que amamos: cruel, dulce y violento, lleno de microplásticos, pero lleno sobre todo de una vida que bulle por debajo de la superficie inmensa. Hace muchos años, detuve un día el barco a cien millas de cualquier costa; miramos hacia abajo intentando ver a través de esa superficie de intenso azul oscuro, preguntándonos qué habría allá, qué misterios implacables, qué criaturas. Para desafiarlos, nos lanzamos al agua; estuvimos en ella no más de diez segundos. Reemprendimos el viaje. Algunas decenas de millas más adelante nos esperaba una manada de delfines haciendo cabriolas, mirándonos con curiosidad y dándonos la bienvenida a tierra firme. Allí es donde vivo.