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PARÍS BIEN LO VALE
UN PASEO ADMIRADO POR LOS MONUMENTOS, LOS RECUERDOS Y EL ARTE QUE HACEN DE LA CAPITAL FRANCESA UNA CIUDAD DIFERENTE.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ ENCISO
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P.G. WODEHOUSE DIRÍA QUE EL MUNDO SE DIVIDE EN DOS: las ciudades que son París y las que no lo son (en realidad, él aplicaba la dicotomía a personas de dos categorías: las que creían ser una tetera y las que no, como su tía Ágata). Yo iría un poco más allá: hay ciudades-museo, como París, y ciudades que contienen museos, como Madrid. Y luego hay capitales que son las dos cosas, como Roma. Las tres, espléndidas.
Claro que, con la evolución social, cultural y política, hemos perdido el sentido de la esencia histórica de las urbes: sus monumentos han dejado de cumplir la función para la que fueron edificados convirtiéndose en decorado, bello pero atrezzo al fin. Llevan la carga histórica convertida en literatura, son soporte, hermoso pero soporte, del tráfico rodado, de la indiferencia del peatón o de la mirada curiosa o ilustrada o apasionada de un intelectual y, en ocasiones, de un turista. En el siglo XXI, las ciudades son un espectáculo precioso (París), confuso (Hanói), peligroso (San Salvador), excitante (Nueva York) o contaminado (El Cairo y, a veces, Madrid).
Hay muchos monumentos inmediatamente reconocibles, solo que en París hay más. La Torre Eiffel, el Arco de Triunfo (durante la dictadura franquista les dio por enmendarle la plana a los parisinos y construyeron un arco de triunfo en la ciudad universitaria de Madrid completamente falto de proporciones), el museo del Louvre, Notre-Dame (también quisimos darles una lección erigiendo la catedral de la Almudena frente al palacio real, santo cielo), los Campos Elíseos, les bouquinistes de la Rive gauche al lado de los puentes sobre el Sena… Así es París, depósito de belleza, de crápula, de pintores y del CanCan. Puede que tenga sobre el resto de las grandes capitales la inmensa ventaja de lo intocado: la Place Vendôme está como siempre fue, la plaza del Tertre, debajo del Sacré Coeur, aún huele a los pinceles y aguarrás de los impresionistas, y los Campos Elíseos no han cambiado desde que el día de la liberación de París en julio de 1944 desfilaron por ellos los valientes españoles de La 9 escoltando al general De Gaulle. La Ópera sigue igual en su misma plaza, intocada desde los tiempos en que la dirigía Serge Lifar. Y Maxim’s es Maxim’s, aunque se haya quedado algo rancio. (También es cierto que el Coliseo de Roma está casi intacto, pero por dentro es irreconocible).
París además tiene la maravillosa ventaja de haber sido el escenario siempre espléndido de la locura callejera, del genio del arte volcado en sus parques y en sus barrios. Y encima huele a perfumes de Dior y de Chanel. Durante el último tercio del XIX y la primera mitad del XX fue el centro de la creación artística y de la literatura anárquica y rompedora. Los grandes, huyendo de cualquier tiranía o buscando el paraíso de la imaginación, acudían a Montmartre en peregrinación y a instalarse. Era un París canalla y carnavalesco, como de cartel de Toulouse Lautrec, un escenario en el que todos se dejaban ver y todos participaban. Se emborrachaban con absenta en el Molino Rojo e iban a morir al cementerio del Père Lachaise, el de las 75.000 tumbas, que acogió a Balzac, a Oscar Wilde, a Proust.
En el siglo XX, hay un testigo imborrable de todo aquello; antes era la tradición oral o escrita la que mantenía el rastro de la historia, la pintura depositada en los museos de las capitales, en el Quai d’Orsay, en el Prado, en la National Gallery o en el Guggenheim, en la Villa Borghese, incluso en el Hermitage. Pero la revolución técnica hizo que pudiera plasmarse lo cotidiano de forma indeleble, elevando lo feo, lo mísero, la noche, lo tierno y lo espectacular (¡la torre Eiffel sumida en nubes!) a la categoría de lo permanente, de lo imborrable reducido a dimensión humana. Habían llegado los fotógrafos, los maestros del recuerdo plasmado en un instante de emoción o de sorpresa o de furia. En París quedó para siempre un beso en la plaza de la Ópera, inmortalizado por Robert Doisneau, o el recorrido por las calles y monumentos de Cartier Bresson y los lugares y las gentes algo degradados por la lluvia, la iluminación mortecina de las noches, los adoquines mojados y la pobreza de los vagabundos en los bancos de hierro forjado. En eso, el húngaro Brassaï, como en España Alfonso, relució inmortalizando humanidades e instantes: el mundo vivo de lo nuestro. ¡Cuánto corazón, cuánta mirada!