En la Pausa

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EN LA PAUSA



EN LA PAUSA Diego Meret


Meret, Diego En la pausa Primera Edición PringlesPress. Colección Poesía y Ficción Latinoamericana Buenos Aires, 2008 ISBN 978-987-1474-14-1 1. Literatura Argentina. I. Título CDD A860

© Diego Meret, 2009 © Pringles Press, 2009 El Salvador 4199 - (C1175ACG) Buenos Aires, Argentina Dirección: Francisco Garamona Arte: Federico Zabala Corrección y prensa: Laura Crespi Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del director.

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ÍNDICE Pretextos 11 Retazos de la pausa 15 Filosofía 16 Lo siniestro 18 Los piques 20 Los dibujitos 22 El dolar 23 El niño inflado 26 Comala 30 El que está en comala 35 El botón 38 El escritor 42 Los bichos bolita 46

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El finito 50 Insisto 54 El divorcio 56 Traducciones 57 X 60 Onetti 62 El cuadro (otra vez lo siniestro) 64 Travesti 68 El hotel 69 Cosas de obrero 72 El hotel 75 El aleph 78 El hotel II 80


Se viene Perón 83 Los que viajan 85 El hotel III 88 Gol de nadie 90 Susto 92

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. El niño (aunque ya no niño) proletario 96 . El baldío 97 . Fin 100

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PRETEXTOS

I La casa donde nací, como la de tantos amigos del barrio, era casa de un solo libro. Y no es metáfora ni cosa semejante. Incluso, y aunque admito que estoy dándole paso a una mentira, recuerdo la vez que mi madre lo compró. Por eso dije, unas palabras antes: “como la de tantos amigos del barrio”. Porque, en una misma tarde, mi casa y las casas de mis amigos dejaron de ser pequeñas construcciones sin libros. Un hábil vendedor ambulante, efectivo, depositó un libro en cada casa: el Martín Fierro. No podía haber objeto más extraño que ese libro. II Llegó de un modo inesperado, pero del mismo en que las cosas solían llegar a las manos de mis padres. Como ya conté, un vendedor de puerta en puerta, con carrito de metal, ofrecía casa por casa el Martín Fierro. Una edición pesada, con tapas de madera sobre las que se observaban ilustraciones talladas, gauchescas, extremadamente feas.Ahora, de alguna manera, me parece lógico que ese primer libro tuviera la apariencia de otra cosa, de cajita extravagante, de adorno sofisticado. Mi madre, de vez en cuando, me dejaba hojearlo y yo pasaba una a una sus pesadas hojas con cuidado, como si estuviera jugando con un jarrón. III Un buen día, luego de algunos años de cara al objeto, dejé de hojearlo… y me largué a leerlo. Y lo leí unas cuantas veces. Pero no porque el Martín Fierro me hubiese gustado, pues en realidad me gustó muy poco, sino porque descubrí, con ese libro, que me gustaba leer, y, como por muchos años el extenso poema de José Hernández fue el único libro que tenía a mano, no me quedaba otra opción. Si quería leer, tenía que leer el Martín Fierro. Recuerdo que por entonces

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yo intuía una relación secreta entre el gaucho Fierro y la Mujer Biónica, por nada en especial. Tal vez porque leía el poemacuando terminaba la serie. Nada más que por eso. Casi no puedo pensar en ellos por separado. Cruz/Mujer Biónica; Moreno/Mujer Biónica; Malones/Mujer Biónica; Pampa/Ciudad de la Mujer Biónica; la soledad los héroes; Fierro, desintegrándose en la monotonía verde de su escenario; la Mujer Biónica, dando saltitos al vacío, siempre exitosos y tan bien acompañados por esa musiquita antigua de redoblante electrónico. El televisor se apagaba y por unos segundos quedaba un puntito blanco en el centro de la pantalla. Y yo me levantaba en busca de la cajita extravagante... Sin dudarlo, le pedía permiso a mi madre y la sacaba del mueble del living sobre el que estaba como adorno… y me ponía a leer. IV Unos cuantos años más tarde, pasé a otros libros. Los sacaba de la biblioteca de mi abuela, los leía y se los devolvía. No todos. Algunos me los quedaba… y eran como regalos silenciosos. Y así leí manuales para jugar al ajedrez, libros de recetas de cocina (entre ellos el popularísimo de Doña Petrona), algunas biografías de tipos acerca de los cuales jamás había oído hablar, cosas de religión, etcétera. Elegía mis ratos de lectura cuando visitábamos a mi abuela. Hurgaba entre un total de treinta o cuarenta libros, como perdido en medio de una biblioteca imperial. V Un día me puse a trabajar y empecé a comprar libros. Tenía dieciséis años y un sueldo… y había abandonado el colegio secundario, que tiempo después retomé y terminé casi milagrosamente… para dedicarme a lo que más me gustaba: leer y dormir sin preocupaciones. Como siempre fui una especie de “lento”, no cayó del todo mal que, no bien consiguiera un trabajo, dejara mis estudios. Supongo que a mi familia le resultaba natural que yo no pudiera estudiar. De hecho, casi no hubo cuestionamientos. Ni siquiera alcanzaron a decirme: “o estudiás o trabajás” porque cuando dejé de estudiar ya estaba trabajando. Qué querés de tu vida, me decían tibiamente. Qué sé yo, les respondía. No lo sabía entonces y tampoco lo sé ahora. Y juro que no quiero darme aires de loquito incomprendido. Una vez respondí: “quiero leer”. “Leer no te va a salvar”, fue la observación, “a nadie salva la lectura”. No entendía de qué querían que me salvara. Lo paradójico de mi familia era que ellos pensaban que por leer me volvería idiota… o tal vez que ni todos los libros del mundo conseguirían que yo dejara


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de serlo. Me empujaban a que aprendiera un oficio, a que tuviera objetivos más concretos, pero yo no quería. Yo quería leer. “Qué hay de malo en lo que quiero”, pensaba. Y sigo pensándolo ahora que intento explicarme algunas cosas. Cómo llegué a este momento en que mi pasado asoma como si fuera un garabato anónimo y borroneado. Sin dudas, los entramados de la realidad se van tejiendo subterráneamente. VI Quería ser lector. Pero no cualquier lector. Quería ser lector de libros. Sin embargo, hubo un período durante el cual no recuerdo haber leído nada. Entre los dieciocho y veinte años de edad, creo, no leí. Poco después, me sacudió una especie de desesperación. Había descubierto la cerveza… y ésta estuvo a punto de robarme el placer de leer libros. Fue una época de postergación. Me dije: “ahora, a tomar cerveza”. Y tomaba cerveza en la calle, incluso en invierno, aunque la temperatura fuera de bajo cero. Aún guardo la sensación de estar muriéndome de frío, con la botella helada que me partía la mano, cuyo pico me llevaba a la boca entre palabra y palabra. Tomaba con amigos. Fueron los años del menemismo, cuando todo el mundo estaba en la calle. Era como si no hubiera a dónde ir, pero igual era como si a cada instante estuviéramos por ir a algún lado. Muy raro. La calle, tomar cerveza, caminar, la vuelta. Había como la necesidad de deslizamiento, pero de un deslizamiento estéril, muy parecido a la inmovilidad. Recuerdo que hablábamos de “la gran cogida”, que era una suerte de instancia insuperable en relación con el sexo. Ni mis amigos ni yo habíamos alcanzado tal grado de perfección, entre otras cosas, porque teníamos la sensación, y no sólo la sensación, de que la fiesta se estaba dando en otro lado, muy lejos de nosotros. Estábamos en una zona pantanosa alrededor de la cual brillaban pequeños paraísos. Estábamos, como diría Ratón Maciel, en el deslizamiento pero para estar donde todos querían estar había que apartarse de él. Y como para apartarse del deslizamiento había que deslizarse, no nos quedaba otra que estar allí. Y estar allí era como prestarse a la decadencia. Alguien, como si se tratara de un titiritero bestial esnvisible, nos hacía caminar, hablar, nos exprimía la vida impiadosamente. No sé si estoy distorsionando o simplificando cosas que no entendí, a lo mejor sí, pero el único lugar posible era la calle… y en la calle no pasaba nada… sin embargo parecía que todo podía pasar. Estábamos como vaciados. Mis amigos, por ejemplo, hablaban de la Unión Cívica Radical y la confundían con la Unión Soviética.

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Pero, por supuesto, no todos los chicos de aquel momento estaban deslizándose como patinadores ciegos. Algunos la pasaban bien, nos iluminaban con su dicha, recorrían el mundo… o hacían carrera en la Universidad. Algunos no tanto. Otros, como yo, sólo perdieron años de lectura. Pero hubo muchos que no pudieron correrse y aún hoy siguen rebotando, como packmans, contra las paredes de esa pista noventosa. Yo, así como dejé de hacerlo, de la noche a la mañana volví a leer. Después, empecé a llenar cuadernos, a sentir ganas de escribir, a sentarme en el banco de una plaza, o a la mesa de la cocina de mi madre, a esperar que apareciera, como quien sueña una llegada, una palabra dibujada, una palabra dibujada con mano de escritor.


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RETAZOS DE LA PAUSA

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FILOSOFÍA

Esta mañana, una mañana ferrosa como todas las mañanas del Oeste, a media cuadra de la estación de Haedo me detuve en un puestito callejero de un chico que vende libros. Compré, por siete pesos, el Diccionario del hombre contemporáneo de Russell. Hace más o menos un año que estoy empecinado en leer filosofía. Lo tomo como una especie de desafío. No sé… de cada cincuenta páginas que leo podría decir que entiendo cinco o seis palabras, pero igual me gusta. Me pasaba algo similar cuando leía sólo poesía. De repente, brotaba alguna que otra revelación que al instante se evaporaba y caía en el olvido. Pero esas revelaciones eran terribles, eran como sacudones de sentido. Por las noches, cuando quiero contarle a Trementina lo que estuve leyendo, no puedo otra cosa que esbozar intentos de reflexión… que, por lo demás, suelen ser bastante confusos. El tren iba casi vacío. Subí, miré hacia los asientos y había para elegir, de modo que escogí uno, me senté y abrí el libro. Y me llevé una sorpresa. Me encontré, tal como tendría que haberme imaginado en virtud de la palabra “diccionario”, con una seguidilla de definiciones proyectadas en orden alfabético. Entonces supe que no haría falta que me lanzara a una lectura lineal… como me han aconsejado algunos entendidos que debo encarar cualquier texto filosófico. Ir de menor a mayor. Aunque a veces pienso que estos entendidos no debieron haber considerado que “lo menor” de un libro bien pudiera estar al final, en el medio o, quizás, en las primeras páginas. De todos modos siempre fui de hacer caso… y no veo por qué cambiar mi actitud sumisa frente a la filosofía o frente a cómo, según me indicaron, hay que entrarle a la filosofía. Así que jamás dejé de ir de menor a mayor, es decir, en filosofía, nunca había leído, por ejemplo, la página treinta y cinco de un libro sin antes haber leído la siete, ni ésta sin haber pasado por la dos. Y así leí, entre otros, Crítica de la razón pura, un total de más de seiscientas páginas de las cuales hoy no sería capaz de citar siquiera dos palabras juntas. Bueno, exagero, puedo decir “proposiciones asertóricas”, que creo es algo así como la expresión sintética de una verdad absoluta, sin fisuras, aunque seguramente me esté equivocando. Por eso este libro de Russell fue para mí


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una gran sorpresa, porque significó la puerta de acceso a otro tipo de lectura en relación con la filosofía. Hojeaba y hojeaba el libro y no me decidía por ninguna definición, por ninguna palabra mejor dicho. En un momento pensé “nada”… sí veamos que dice Russell de “nada”, palabra tan filosófica. Busqué la “n” y luego la palabra “nada”. Y en “nada” decía: “ver todo”, por lo que para conocer la definición de “nada” debía ir primero a la palabra “todo”. Cerré el libro porque me agarró bronca. No quería ver “todo”, quería ver “nada”. Luego, a la altura de Ciudadela, volví a abrir el libro, pero esta vez al azar. Me dije: “a la primera que salga”. Y di con la palabra “experiencia”. En realidad di con más de una palabra… pero la que más me interesó de todas fue “experiencia”. Decía: “la esencia de la experiencia (supongo que la rima habría que atribuirla a la traducción) es la modificación de la conducta producto de lo que ha experimentado”. Cerré el libro y por un rato estuve sin pensar en nada. Me propuse en el transcurso del día escribir mi definición de experiencia. En la oficina, en los ratos en que no sonaba el teléfono… o cuando mi jefa iba a alguna reunión… abría mi cuaderno Gloria delgado y anotaba algo… palabras sueltas. A la noche ya tenía mi definición. “No sé qué es experiencia, pero, y reconozco que no tengo derecho, debe ser algo más que lo que dice Russell”, escribí: “puede que la(s) experiencia(s) sean la destrucción de pequeñas certezas”. Entonces ahí fue cuando me vinieron ganas de narrarme, de escribir… o mejor… de develar algunas de las experiencias con las que hasta ahora me he ido cruzando. Y antes de acostarme pensé: “qué no es una experiencia”. No se me ocurre, en el marco de una escritura vivencial, qué sería capaz de contar sin caer en la reelaboración de mi vida a través de la escritura. Lo primero que debo hacer, ahora que encontré una excusa para escribir, supongo, es poner en duda mi definición de “experiencia”, pues uno se pasa la vida destruyendo pequeñas certezas. De modo que a lo mejor sea más precisa la definición de Russell… o no. Para empezar, no estoy tan seguro de que haya certezas en la vida de nadie. Pero, sin embargo, en algo se parecen la definición de Russell y la mía. Para que una conducta sea modificada hace falta que el estímulo previo a ella sufra una especie de muerte… y puede que las conductas estén sujetas a certezas, que las certezas sean el estímulo de las conductas. Entonces, quizá no haya hecho más que escribir mi interpretación de la definición de Russell. Es lo más probable. Porque, además, entre todas las cosas que me son negadas, no sé pensar.

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LO SINIESTRO

De grande me di cuenta de que es algo que les pasa a todos o a casi todos los chicos. Tal vez porque durante la niñez sea más fácil vincularse con lo siniestro, o descubrirlo, tal vez sea más fácil notar, ver lo siniestro para un niño. O quizá lo siniestro sea una consecuencia del miedo que puede llegar a sentir un niño, como dicen, el miedo a lo familiar. Y en mi caso, como debe sucederle a cualquier niño, esta sensación afloraba a causa de ciertas mascaradas detrás de las cuales oscilaba mi madre. Tenía miedo de que ella, mientras yo dormía, me comiera los dedos de los pies. Por eso, antes de acostarme, jamás olvidaba ponerme las medias, que hacían las veces de una suerte de escudo infranqueable. Si dormía sin medias, mi madre estaría al acecho y me comería los dedos. ¿De dónde me surgió este miedo? No tengo idea. Pero era sólido como un pedazo de realidad enmarcado. No sé nada de psicología, más allá de ciertos intentos fallidos de leer a Freud, pero no me resulta tan raro pensar que entre madre e hijo quizás halla un puente débil y teñido de antropofagia. Una vida, una historia, de pronto aparece dentro de una mujer… hay en ella una síntesis de lo que vendrá… que va formándose en su panza. Luego la mujer expulsa esta síntesis al mundo y se arrepiente de haberlo hecho. Por varios meses lo único que quiere hacer es tragarse al hijo para que vuelva a estar a salvo, al calor interno del cuerpo materno, entre las paredes de su panza. En ningún otro lugar el hijo estará más seguro. Y éste, una vez perfilado en el paisaje del mundo, se desespera por volver a la madre. La busca, la chupa, la llama, quiere pegarse en todo momento a ella. De modo que a lo mejor estas formas de relacionarse linden con una especie de necesidad de lacerar y ser lacerado. Ahora pienso en esa práctica masoquista que consiste en que un hombre se ponga pañales y simule ser bebé, para que una mujer u otro hombre asuma el papel de madre… y lo rete, lo limpie y le dé, en el mejor de los casos, alguna que otra palmadita… El paroxismo relacional. Yo le contaba a mi madre que tenía miedo de que por las noches viniera a mi cama La Bruja de los Dedos del Pie, pero no le contaba que la mencionada bruja era ella. De alguna manera trataba de que me dijera que por nada del mundo me comería


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los dedos. Entonces le preguntaba qué le parecía si me acostaba sin medias, con la intención de pescarle un: “¡Muy bien, hijito, así puedo pasar por tu cuarto y verte los deditos de los pies, que son como uvitas bien redonditas y a punto de explotar!”. A lo que yo habría exclamado: “¡Ajá, te agarré, con que me querés comer los dedos!”. Pero mi madre, cuando le hacía ese tipo de preguntas, sólo me decía que era conveniente que me pusiera las medias, que era mejor pasar un poco de calor que ligarse un resfrío. Y yo creía que me decía eso para protegerme, para protegerme de ella, ya que, de pasar por mi cuarto y verme sin medias, no podría evitar correr a comerme los dedos. Nunca dudé que me quisiera, pero tampoco dudé, por los años en que se desparramó mi niñez, que la monstruosa escena de ella masticando mis dedos fuera posible. Pues no sería tan complicado para un adulto quitarme las medias y clavarme los dientes, de manera que al hecho de que las medias me protegieran de su debilidad lo atribuía a una artimaña de mi madre, que con tanto amor había diseñado. Yo pensaba: “mi mamá me quiere”… y comparaba esta triquiñuela de las medias con la de un gordo que escondía chocolates detrás de un cartón… y hacía como si en el cartón se acabara la realidad, pero por otro lado sabía que con sólo levantar el cartón brotaba esa mórbida realidad, la que lo vencía, la que tanto deseaba y que de forma tan hostil iba incorporándosele. Así que, con medias y todo, igual me dormía con miedo. “Mamá”, gritaba ya bajo las sábanas. “¡¿Qué!?”, mi madre. “¡Ya me puse las medias!”, le decía. “Muy bien, hijo… ahora dormí”, escuchaba. “¿No te molesta?”, le preguntaba. Y esta conversación se daba noche a noche y de habitación a habitación. “Dormí, hijo”, me decía… y con este último “dormí” sabía que terminaba la charla. Nunca le conté esto a mi madre. Tampoco le conté que aún, a los treinta años, sigo acostándome con medias. De todos modos, si se lo cuento, me va a decir que no es cierto, que es algo propio de mi tendencia a la fantasía.

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LOS PIQUES

Siempre que lo cuento me dicen que es un choreo a algún relato folclórico o algo así, pero juro que existen. Además, qué habría de ganar si fuera un plagio de transmisión oral. Les dicen “Piques”. Son unos bichitos negros que parecen puntos. En cuanto a su forma lo único que sabemos es eso, que parecen puntos. Imagino que deben tener patitas, pelos, antenas, ojos (probablemente más de dos), por ahí garras o cosas semejantes a garras… y, quién lo negaría, en una de ésas también puede que tengan fauces… afiladas, microscópicas, lacerantes... como cuchillitos prolijamente atados… uno al lado del otro, dibujando un círculo dañino. Pero no lo sé. En rigor se sabe muy poco de ellos. Incluso hay quienes creen que son producto de supersticiones. Esto último es absolutamente falso, o simplemente falso: da igual. Si digo “absolutamente”, nada más es porque quiero dejar bien en claro que lo de las supersticiones es un disparate. De hecho, yo los conozco. Los conozco, pero no los sé. A lo mejor sólo sean puntos, sencillos puntos vivientes, quizá no sean otra cosa que biopuntos, aunque por supuesto cuesta creer algo así. Hacen demasiado daño para ser sólo puntos. Y de esto puedo dar fe porque una vez me llené de piques: se me llenaron los pies de piques, a los que se los llama así entiendo que porque pican, porque producen picazón. Se te meten por caminar descalzo sobre la tierra. O al menos sucedía de esa manera en el pueblo donde vivía y vive mi padre, en Corrientes, una zona limítrofe casi llegando a Posadas. Contento le mostré a mi padre las plantas de mis pies súper colmadas de piques. Y le dije que era una pena que no pudiéramos ver lo que hacían allí metidos en mi piel, debido a lo microscópica que debía ser su vida. La vida de los piques. Entonces, me dijo que había que sacarlos, que, de dejarlos donde cómodamente estaban, se reproducirían. “Ponen huevos”, me dijo. “Qué bueno”, habré exclamado, aunque lo dudo, pues es muy difícil, si no imposible, recordar una exclamación. Pero lo cierto es que no me alarmó que se desarrollara en mis pies una comunidad de seres diminutos. Al contrario, diría que me gustó la idea. “Hay


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que sacarlos, hijo”, dijo mi padre. “Pero van a tener hijitos: cómo los vamos a sacar”, me preocupé. Finalmente me los sacaron… y por algunos días me costó caminar. No tuve la opción de negarme. Entre mi padre y un muchacho del taller (mi padre tiene un taller metalúrgico) me los sacaron. Con un clavo delgado y largo, previamente calentado en una hornalla al rojo vivo, me hicieron pequeñísimos agujeros en la piel… y los piques se ve que fueron muriendo. No quedó ni uno. Luego estuve enojado por una o dos semanas porque me hubiese gustado que los biopuntos conservaran un buen recuerdo de su estadía en mi cuerpo… o que hubiesen muerto allí pero naturalmente. Aunque ahora reconozco que no hubiese sido posible. Tan poco se sabe de esos bichitos… que tal vez ni siquiera sean capaces de recordar.

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LOS DIBUJITOS

No bien me colocaba las medias, cerraba los ojos y volvía a ver los dibujitos que había visto por la tarde. De esa manera lograba quedarme dormido. Y era un método de lo más hermoso. Todavía, en ese entonces, no existía la video-casetera (aparato que compré no hace muchos años y que ahora no me sirve debido al avance tan veloz del DVD en el mercado) y yo, como si presionara algún play invisible, tirado en la cama, miraba mis dibujitos favoritos proyectados en alguna parte de mí. Después las imágenes se filtraban por no sé dónde y aparecían en mis sueños. Primero como en una pantalla y luego estaban conmigo. Pasé gratos momentos con la pandilla de Don Gato, por ejemplo, hablando de vaya uno a saber qué… apostados en algún rincón del clásico baldío, al que de vez en cuando entraba el señor Matute y se quedaba charlando con nosotros. O también me solía suceder que apareciera el león de la Metro y, acto seguido, empezaba a soñar. Es curioso. Termino de escribir esto y tengo la sensación de que no es cierto. Quizá sea por la pausa, que se derramaba y se derrama con tanta facilidad.


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EL DÓLAR

Los recuerdos que van llegando se ordenan en una suerte de hilera falsa y de ahí no se mueven. Ahora, por ejemplo, son las doce de la noche y encendí la computadora a las diez. Igual habría que restarles unos treinta minutos a estas dos horas de nulidad. Salí a comprar cigarrillos y, como el quiosco más cercano está a doce cuadras de donde intento escribir, que es la distancia entre mi casa y el centro de Morón, tuve algunos minutos para ponerme a imaginar. En la ida no pensé en nada, caminé más bien apurado porque por el barrio a estas horas, y más en un día de semana, no hay un alma. A la vuelta, en cambio, como ya tenía cigarrillos, un poco me olvidé del apuro. De hecho, volví a paso de tortuga y con la cabeza puesta en lo que iría a escribir. Pero, una vez que entré a mi casa y me senté nuevamente a la computadora, regresó el estado de nulidad, que esta vez debe estar vinculado con los recuerdos. Es como si recordar fuera una cuestión maratónica y bastante tediosa por cierto. Entonces, abro los ojos y miro la pantalla y ahí todo se arruina, pues es más sólida, en el contraste, la realidad. Porque no escribir es una forma de aceptar la realidad, el peso y el paso de la realidad. De modo que escribir la realidad quizá sea un modo de relegarla o, mejor, de negar eso que pensamos que fue la realidad. Mi abuela, que es poeta, guarda un papelito arrugado en el que escribí mi primer texto con probable intención poética. Cuando me lo mostró, yo no lo podía creer… pues, en verdad, no me acordaba de haber escrito eso. Son cinco versos contra el dólar y fue mi manera de negar la realidad del dólar… y me lo sé de memoria. Escribí: “el dólar / triste como el solo / amargo como ninguno / tiene el poder encima / de manejar la cantina”. Ahora, además de causarme gracia, me pregunto de dónde habré sacado a los nueve años la palabra “cantina”, que podría ser reemplazada por “Argentina” o “América Latina”, ambas imágenes acústicas terminadas en “tina”. Incluso hoy debe ser la segunda o tercera vez que la escribo en mi vida.

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