La función enseñante y la institución La función enseñante
“Yo docente tiene pequeñas satisfacciones. Yo docente vive asediado por torbellinos institucionales, modas pasajeras, cursos de perfeccionamiento, presiones diversas, falta de tiempo, burocracias, salarios indignos, humillaciones, luchas imposibles. Yo docente siente frustración y dice que le falta el aire. Sería un error pensar que yo docente es el nombre de una conciencia de narciso desganada; o que es una nueva denominación para el sujeto de la enseñanza. Yo docente es una voz que cree sufrir en exclusividad las injusticias e irracionalidades institucionales. Yo docente es una conciencia que sufre aislada y en grupos. Pero, yo docente es la forma de un sufrimiento sobrante: añade al padecimiento la innecesaria locura del pronombre yo.” (PERCIA, M. 1994, pp. 137 y 138)
El proceso de aprendizaje, tal como lo venimos sosteniendo, se desenvuelve en un espacio caracterizado por la intersubjetividad. Esto es, se requiere de un sujeto que enseña y de un sujeto que aprende, puestos en relación por la transmisión y creación de un objeto de conocimiento.
C (objeto de conocimiento)
Sujeto 1 enseñante/docente
Sujeto 2 aprendiente/alumno
Hasta ahora nos detuvimos en el análisis del aprendiente, revisando los distintos enfoques que sobre él tienen las teorías del aprendizaje más representativas, intentando organizar éstas a partir de la subjetividad que cada una de ellas supone. Focalizaremos, ahora, nuestra atención en el enseñante. Hace tiempo que distintas teorías reconocen en la necesidad de no quedarse solamente en el estudio del que aprende, sino que la actividad de aprender requiere de una contextualización para comprenderlo en su totalidad. Un ejemplo de esto es la teoría socio histórica, que plantea la necesidad de incluir los aspectos socio culturales para en el análisis de
las capacidades cognitivas de un sujeto. Además, y muchas veces inspiradas en esta escuela, nos encontramos con diferentes posiciones denominadas contextualistas (ROGOFF, 1993; NAKACHE, 2004). Sin embargo en estos casos, y sin desconocer la importancia que tiene incluir las determinaciones contextuales en los procesos de aprendizaje, muchas veces se diluye la referencia al enseñante. Antes de continuar es necesario aclarar por qué utilizamos el término enseñante, y más específicamente función enseñante.
“Los términos enseñante y aprendiente, no son equivalentes a alumno y profesor. Estos últimos hacen referencia a lugares objetivos en un dispositivo pedagógico, mientras que los primeros indican un modo subjetivo de situarse. Posicionamiento que si bien se relaciona con las experiencias que el medio le provea al sujeto, no está determinado por ellas. Los estudios de pedagogía que trabajan con la relación alumno-profesor, así como los de la psicología y aún los del psicoanálisis sobre la relación padres-hijo, si bien son herramientas necesarias, no alcanzan para dar cuanta de los posicionamientos singulares ante el conocer y el aprender.” (FERNÁNDEZ, 2003, pp. 59 y 60)
En primer lugar, es claro que, si entendemos que el aprender no comienza en la escuela (SCHLEMENSON, 1996; FERREIRO, 2003) ni se agota en ella, el enseñar no está cubierto totalmente por la labor docente. Asimismo, hablar de enseñante realza la idea de que no se hace referencia a una cualidad adquirida por una persona, como puede ser el título que valida socialmente una profesión, sino más bien a un lugar posicional más allá de quién lo ocupe. Los docentes, por ejemplo, no somos todo el tiempo enseñantes. Ni siquiera podemos decir que lo somos todo el tiempo que estamos frente a un alumno. El enseñante, como dice Ana Fernández, es un posicionamiento, es decir el resultado de una acción.
No hay enseñantes antes del proceso de aprendizaje, sino que están definidos por él. Esto es, un docente se puede hacer enseñante en cuanto ocupa ese lugar definido por la relación con el sujeto aprendiente en la creación y transmisión del objeto de conocimiento. Por esto es que preferimos hablar de función enseñante a la manera de cuando hablábamos de la función materna o la función paterna. En todos los casos, es bueno aclararlo, no existe función sin “encarnadura”. Es decir, no hay función sin alguien de carne y hueso, con historia, con pasiones, con afecto. En definitiva, algún sujeto deseante, que la ejerza. Por esa razón si bien las características de la función pueden ser generalizables, según quien que la ejerza imprimirá en ella su sello, su modalidad. Volviendo al análisis de las teorías del aprendizaje más tradicionales, comprobamos que si nos limitamos al ámbito educativo son muy escasas las referencias al docente en tanto subjetividad atravesada por el deseo, en este caso, de enseñar.
Por eso, tal como señala Ageno (2000), el análisis de la práctica educativa implica el análisis de la subjetividad de los educadores. Esta tarea debería tener por finalidad desentrañar esa otra escena donde se armó el entramado de representaciones que modelizaron la forma peculiar y singular que el docente tiene de estar en aula: más allá del saber de su asignatura, el docente transmite sus valores, sus afectos, sus gustos, sus desagrados, sus miedos, en fin, su subjetividad deseante formada históricamente y determinada inconscientemente. La posibilidad de considerar al deseo en el interior de la práctica educativa, sin duda choca con elementos institucionales que lo impiden o lo dificultan. Sabemos que la escuela tiene una historia como instrumento político de control social. Pero muchas veces esta situación, sin negar en absoluto su realidad, es funcional a la tendencia represiva de la conciencia. Sabemos que el deseo tiene esa particularidad de escamotearse permanentemente y así, en el momento que pensamos que hemos logrado su cumplimiento, retoma su energía inicial para seguir impulsando el proyecto humano. Por eso, tal como lo sostiene Sara Paín (1985), el deseo tiene esa cuota de ignorancia que es constitutivo de sí mismo. Por lo tanto, no basta recurrir a la coartada de una “sociedad represiva” para justificar el silenciamiento del deseo en la escuela, sino que también hay que mencionar la tendencia a la huida que nuestra conciencia nos impone ni bien nos acercamos a él. Pero claro está, no se trata de encontrarnos con una nueva excusa: si la ignorancia es substancial al deseo, no tendría mucho sentido preocuparse por él. Por el contrario, el deseo nos enfrenta a la exigencia de trabajo psíquico que incluye no sólo una cuestión científica sino también ética. En este caso la palabra ética no debe entenderse en el sentido de un cumplimiento moral, sino más bien por la referencia a la consideración de un sujeto, por cuanto es el deseo lo que nos constituye como sujeto.
“Aquí yace la experiencia de la acción humana y, porque sabemos reconocer mejor que quienes nos precedieron la naturaleza del deseo que está en el núcleo de esta experiencia, una revisión ética es posible, un juicio ético es posible, que representa esta pregunta con su valor de Juicio Final. ¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita? Esta es una pregunta que no es fácil sostener.”(LACAN, 1990, p. 373 ) “La única cosa de la que se puede ser culpable es de haber cedido en su deseo.” (LACAN, 1990, p. 382)
Por lo tanto la inclusión del deseo en el proceso de aprendizaje resulta imprescindible para que dicha actividad se oriente hacia una verdadera realización subjetiva. La pregunta que se impone entonces es cómo hacer para que la consideración del deseo entre en un lugar, como es la representación del docente, donde el discurso generalizado se
centra en “lo necesario”, “lo obligatorio” y “lo planificado”, cerrándose a todo lo de imprevisto, lo disruptivo y lo insujetable que tiene el empuje deseante. Desde luego que no existen fórmulas ni técnicas específicas. Apelar a ellas serían reinstalar la pretensión de dominar lo indominable. Sólo es posible plantear la necesidad de generar espacios para la reflexión (y reflexión aquí es tomada a la manera de la fase del espejo, es decir, poder verme como creo que soy y poder experimentar la diferencia con lo que verdaderamente soy pero lo ignoro) que permita al educador reencontrase con aquello que lo impulsó a estar como educador. Ageno plantea una forma de intervención, una estrategia entre varias, que denomina taller de educadores, “donde los educadores hablan de sus propias prácticas y las analizan a partir de la reconstrucción de episodios escolares, con la coordinación de un analista y la colaboración de un observador” (AGENO, 2000, p. 79). Es obvio que si se quiere reducir esta propuesta a una técnica preformada perdería todo efecto. Lo importante es destacar la importancia de generar condiciones para que los educadores puedan “escuchar/se y a escuchar a sus colegas en aquello que no habiendo sido dicho – expresamente– en sus discursos, está entredicho, en aquello que se “sabe” –saber del inconsciente– pero que no puede ser porque se ignora” (Ageno, 2000, p. 79).
“Los maestros muchas veces reciben cursos donde se dicen cosas interesantes acerca de cómo enseñar, pero que son de hecho como una ‘representación’ dramática, de cómo no enseñar. Tal contradicción, común en muchos ámbitos educativos, se da porque las maestras y maestros, más que cursos, precisan espacios de formación y la formación es clínica, porque toma lugar en la historia individual: porque une necesariamente saberes y saber, el pasado y el futuro del sujeto.” (FERNÁNDEZ, 2003, p. 26)
Modalidades de enseñanza Entonces, tal como vimos, el ejercicio de la función enseñante es decididamente singular, por cuanto ningún sujeto que se haga cargo de dicha función es igual a otro. Más aun, como el enseñante se constituye en relación con el aprendiente, podemos decir que un mismo individuo ejerce de maneras distintas su función de enseñante según el aprendiente. Basta encontrarnos con viejos compañeros de escuela y hablar de nuestros profesores para encontrar pocas coincidencias sobre cómo considerar a cada uno de ellos. Sin embargo, y a pesar de esta irreducible singularidad, es posible distinguir algunos tipos de modalidades de enseñanza. Según Alicia Fernández (2003), las modalidades de enseñanza son formas particulares de organización de una serie de elementos heterogéneos, a saber:
a. Cierto modelo relacional entre sí mismo como quien conoce, el otro como quien puede conocer y el objeto de conocimiento como objeto que se construye entre ambos. b. Un reconocimiento de sí mismo como autor. c. Un tipo de relación con el saber. d. La facilitación o restricción de vínculos solidarios con pares de la misma franja etaria. e. Experiencias de vivencia de satisfacción en cuanto a ser sostén o tener algo para dar al otro.
Es decir que la modalidad de enseñanza se construye a partir de las representaciones que el enseñante tiene sobre el aprendizaje. Estas representaciones se forman en sintonía con la modalidad de aprendizaje del mismo enseñante. Por eso, para modificar la modalidad de enseñanza hay que resignificar la modalidad de aprendizaje. En este sentido, la relación entre modalidades de aprendizaje y de enseñanza es de reciprocidad. Pero reciprocidad no quiere decir causa-efecto: no necesariamente una modalidad de enseñanza determina cierta modalidad de aprendizaje. Sin embargo, es un observable que el sujeto aprendiente organiza su modalidad de aprendizaje confrontándola con una determinada modalidad de enseñanza. De ahí la importancia de reconocer cuáles son esas modalidades de enseñanza para generar mejores condiciones para la elaboración del aprendizaje. Tal como se desprende de la noción de posicionamiento, los lugares no son fijos. Es más, la fijeza de ciertas modalidades perturba la posibilidad de aprendizaje. Así podemos decir que alguien puede ejercer satisfactoriamente el lugar de enseñante cuando acepta en determinados momentos ocupar el lugar de aprendiente. Si el enseñante no considera que el aprendiente también enseña, difícilmente logre constituir la posibilidad subjetiva de aprender, sino que generará un repetidor como un eco.
Fernández hace una clasificación de modalidades de enseñanza según la relación del enseñante con el conocimiento:
Mostrar – guardar: Se muestra lo suficiente para transmitir conocimiento, pero se guarda lo indispensable para la generación de la curiosidad en el aprendiente. Exhibe: Al mostrar todo, obtura la curiosidad. El enseñante al mostrar su saber completo, se muestra a él como poseedor del mismo, por eso resulta una posición exhibicionista. Esconde: Si lo guardado no está disponible para ser mostrado, el aprendiente pierde la motivación de preguntar, por cuanto nunca tendrá respuesta.
Desmiente: Nada de lo que provenga del aprendiente puede ser válido
Estos tres últimos modos de enseñanza pueden generar, por lo tanto, modalidades de aprendizaje de cierta patología: para el exhibir, se inscribe un modo de aprendizaje regido por la inhibición cognitiva, para el esconder ciertos síntomas propios de los niños con problemas de aprendizaje, y para la desmentida una modalidad oligotímica de aprender.
Instituciones La relación entre sujetos no se da en forma directa. Hemos visto que siempre se produce de manera mediada. Podemos decir que esa mediación genera lo que llamamos institución. La situación de aprendizaje, como relación intersubjetiva, se desenvuelve institucionalmente. La ventaja de hablar de institución en la situación de aprendizaje se encuentra en que otorga la posibilidad de analizar eso que tradicionalmente se nombra –de una forma un tanto vaga– como contexto (contexto social, contexto familiar, contexto escolar, etc.) pero incluyendo, como elemento determinante, a la producción subjetiva. Ahora bien, llegados a este punto de nuestra exposición es necesario ponernos de acuerdo en qué se entendemos por institución. En este sentido, Graciela Frigerio (2004) hace un listado orientador:
Una ley estructurante Un trabajo sobre lo inexorable Un modo de tramitar la soledad inicial del cachorro humano Una topología (y aquí no sólo hace referencia a las arquitecturas reales de una institución, sino también a otros tipos de lugares como son las tópicas del aparato psíquico, el lugar de la sublimación de la pulsión, etc.) Un sistema de pensamiento
Por lo tanto, la institución se transforma en un elemento indispensable para la producción subjetiva. Tanto es así que en tiempos como los actuales, donde las transformaciones son tan veloces que dificultan el reconocimiento de las instituciones, las mismas no han desaparecido. Más bien éstas parecen representar un trabajo incesante de lo humano para preservarse como tal. Por eso podemos decir que las instituciones convierten la naturaleza en cultura, realizan el trabajo de pasaje de lo privado a lo público salvaguardando la intimidad del sujeto.
Las instituciones educativas y los tiempos actuales Las instituciones educativas precisamente surgen de la necesidad de la sociedad de generar instituciones con fines específicos. Si bien su especificidad tiene un origen histórico, podemos decir que es el lugar donde la sociedad delega la función de educar. Se entiende por educar a una acción que se desarrolla en determinado momento histórico pero que sus efectos son diferidos temporalmente. Inscribe al sujeto en el cuerpo social dándole herramientas que en el futuro, paradójicamente, servirán para transformar ese cuerpo social. Es por eso que podemos decir que la institución educativa realiza u trabajo de filiación
“Dicho de otro modo: a cargo de transformar el cachorro humano en sujeto de la palabra, las instituciones del educar hacen de la relación con el conocimiento su objeto y de crear condiciones para el tejido social, su meta.” (FRIGERIO, 2004, p. 131)
Ignacio Lewkowicz (2004) plantea que estamos asistiendo a tiempos de grandes transformaciones subjetivas y que, por supuesto, las instituciones educativas no pueden estar al margen. Estos cambios se basan en su hipótesis sobre la destitución del Estado Nación y la emergencia de organizaciones prestadoras de servicio. Llama Estado Nación a la organización social que necesita, para el mejor aprovechamiento de su fuerza de trabajo, un orden disciplinar estricto. Para esto necesitaba instituciones específicas de disciplinamiento, como por ejemplo la escuela
La idea de una sociedad de disciplina proviene de Michel Foucault. Él considera que esta clase de sociedad es propia de la modernidad. La diferencia de una sociedad pre moderna con una moderna se relaciona según la manera de posicionarse ante la ley. Si mientras en la sociedad pre moderna la transgresión a la ley se castigaba, en la modernidad prevalece el estado de vigilancia permanente para evitar directamente cualquier transgresión.
En la época actual, la caída de ese Estado Nación que garantizaba un suelo estable genera un desfondamiento de las instituciones iniciando lo que el autor llama la era de la fluidez ¿Y cómo son las instituciones educativas en la era de la fluidez? Las escuelas se transforman en un “galpón”, por cuanto la coincidencia física en un determinado espacio no garantiza una representación compartida de los ocupantes del “galpón”. Más bien cada uno arma su propia escena.
Estas transformaciones de la subjetividad ya la habíamos visto en la Unidad I, pero ahora podemos centrar nuestra atención en la subjetividad del enseñante. Es evidente que se produce un choque de generaciones. Pero este choque generacional no tiene relación con muchos de los que se han producido en el siglo pasado. En este caso no colisionan valores. Podemos decir, por el contrario, que asistimos a una cierta novedad histórica donde las generaciones antiguas y las nuevas comparten (más allá de cierta vulgarización mediática) valores y estéticas similares. El desencuentro pasa por la incomprensión de los adultos de las transformaciones subjetivas de la sociedad en su conjunto. Porque, tal como sostiene Lewcowicz, la desaparición de cierta normativa no trae necesariamente el caos, sino la producción de otro orden simbólico. Resulta imprescindible por lo tanto hacer el esfuerzo para comprender este cambio. Este desencuentro es claro muchas veces en el interior de la escuela, donde el docente interpela a sus alumnos desde una legalidad y el alumno responde desde otra. Los propios ideales del docente, desde los que muchas veces se formó su vocación, pierden sentido ante una realidad totalmente distinta. Por ejemplo, los grandes esfuerzos para pensar estrategias didácticas que superen el orden normalizador de la institución (más allá de la clase, del aula) hoy deben dar paso para pensar cómo hacer para que algo se institucionalice. Es por esto que la institución educativa en nuestros días debe estar atenta a las modificaciones de la subjetividad actual para poder cumplir con su especificidad de transferir conocimientos.
Bibliografía
AGENO, R. (2000), “Análisis de la práctica educativa”, en: LAINO, D. (comp.), Aportes para una clínica del aprender, Homo Sapiens, Rosario. COREA, C. y LEWKOWICZ, I. (2004), Pedagogía del aburrido, Paidós, Buenos Aires DUSCHATZKY, S. Y COREA, C. (2004), “Las instituciones en la pendiente”, en: Chicos en banda, Paidós, Buenos Aires. FERNÁNDEZ, ALICIA (2003), Los idiomas del aprendiente, Nueva Visión, Buenos Aires. FRIGERIO, GRACIELA (1995), “Utopías organizadoras de futuro para viejos y nuevos soñadores”, en SHLEMENSON, SILVIA (comp.), Cuando el aprendizaje es un problema, Miño y Dávila, Buenos Aires. –– (2004), “Bosquejos conceptuales sobre las instituciones”, en: ELICHIRY, N. (comp.), Aprendizajes escolares, Ed. Manantial, Buenos Aires. NAKACHE, D. (2004), “El aprendizaje en las perspectivas contextualistas”, en: Elichiry, N. (comp.), Aprendizajes escolares. Desarrollos en psicología educacional, Editorial Manantial, Buenos Aires. . ROGOFF, B. (1993), Aprendices del pensamiento. El desarrollo cognitivo en el contexto social, Paidós, Barcelona.