HISTORIA ANTIGUA
COMERCIO Y PUBLICIDAD EN LA ANTIGUA ROMA GERARD JOVER
12/07/2018
PREFACIO Desde los departamentos de Historia del arte e Historia antigua se ha emprendido una exhaustiva investigación acerca de la actividad comercial y publicitaria de los tiempos de Roma. En esta ocasión tengo el placer de publicar un estudio detallado sobre el mundo romano desde una perspectiva un tanto alejada a mi disciplina: sustituyendo el arte por la economía y las hipótesis por la arqueología llegamos a un profundo conocimiento de la pasada civilización, sobre la que ahondaremos tanto en sus aspectos históricos (guerras, conflictos, alianzas...) como el mundo social y cultural desde los primeros años de la Monarquía hasta los últimos días del Imperio. Esperamos, sinceramente, que el lector disfrute con las siguientes líneas y que podamos proporcionarle un conocimiento más amplio de lo que fue el pasado de tan hermosa civilización.
COMERCIO Y PUBLICIDAD ENLA ANTIGUA ROMA
CAPÍTULO I
DE REYES, COLINAS Y CIUDADES
La importancia creciente de la economía y la introducción de nuevos y cada vez más complejos métodos de comunicación modificaron sustancialmente las características de la profesión publicitaria del siglo VIII a.C. Cuando Roma entra en la Historia el 21 de abril del año 753 a.C., la sociedad occidental vivió cambios sociales y políticos profundos que convirtieron a la gloriosa ciudad italiana en un centro económico de primera magnitud. Bajo su aire imperial de paz comedida, sus primeros pasos estuvieron sembrados de ambages y reveses que estuvieron llamados a ser la causa de la instauración de un gobierno fuerte a expensas de los frenos y las limitaciones que rodearon a la antigua monarquía por el espacio de más de doscientos años. El real crecimiento de la ciudad de las siete colinas comenzó a ser evidente a primeros del siglo VII a.C., a orillas del Tíber, un río abundante y próspero que ofreció 2
hogar a latinos, etruscos y a samnitas, cuya convivencia en la ciudad se halló siempre atrapada en un permanente e irresoluble encuentro y conflicto de intereses a gran escala que implicó al mundo romano en su práctica totalidad. Hasta el siglo X a.C. la ciudad se vinculó a las poblaciones mayoritarias que residían al margen de un mundo civilizado, donde vivían organizados en colonias y municipios de pastores junto a la depresión del foro. Con el nombre de «Ruma» se entendían las instituciones locales, a un nivel de aldea o de región, surgidas en el siglo VI a.C. por los etruscos del Lacio, quienes construyeron una ciudad rural suficientemente grande y densamente poblada. Las características de la vida en aquel remoto lugar protegido y conservado por las colinas comenzaron a ser beneficiosas para sus habitantes tras el poblamiento del bien conocido monte Palatino, el lugar en que muchos ciudadanos acomodados de la talla de Augusto, Tiberio y Domiciano instalaron a partir del siglo I d.C. sus lujosas residencias. La tradición literaria antigua y la documentación epigráfica nos han transmitido un conjunto de datos cruciales para reconstruir los orígenes míticos de la antigua ciudad: según la leyenda, Roma fue fundada por los hermanos Rómulo y Remo, hijos del abuso del dios Marte –descendiente del príncipe troyano Eneas – a Rea Silvia, y nietos de Numitor, el rey latino de Alba Longa – el pueblo de donde partieron los fundadores de Roma rumbo al Tíber – . En el año 794 a.C., Numitor fue destituido por su hermano Amulio, quien trató de mantener los hilos de su poder al mando de la ciudad, ordenando personalmente el asesinato de los gemelos bajo un claro silencio de muerte. El vasallo encargado de oficiar el infanticidio prefirió abandonarlos en vez de darles muerte, confiando así la suerte de los gemelos a las aguas del Tíber, cuyo cauce los arrastró a un pantano llamado Velabrum, donde fueron criados y amamantados por una loba llamada Luperca, tradicionalmente conocida como Loba Capitolina. En sus primeros tiempos, los amamantó y les ofreció cobijo en su guarida en el Monte Palatino , hasta que Fáustulo y Acca Larentia, el porquerizo de Amulio y su mujer, los acogieron y los criaron en secreto. Convertidos ya en hombres, partieron para fundar una ciudad en el lugar que tan 3
favorable les había sido: Rómulo eligió el Palatino, mientras que Remo, tras consultar a los dioses, se instaló en el Aventino a la espera de una señal divina que confirmara su victoria. Si se cree a la tradición, es plausible que los dioses enviaron seis buitres a la colina de Remo, quien, sabiéndose el más afortunado, puso rumbo al Palatino para anunciarle el triunfo a su hermano. En igual coyuntura, no obstante, una bandada de doce pájaros, el doble de los que había visto Remo, sobrevolaron el Palatino de Rómulo en ese mismo instante. Convencido de que no había nada mejor por venir, Rómulo aprovechó su victoria para cavar un foso circular llamado pomerium que serviría de frontera sagrada de su futura ciudad. Una vez cavada, juró aplicar una estricta medida de seguridad que le otorgaba la potestad de ejecutar a todo aquél que tratara de violar los límites de su futura capital. Así las cosas, Rómulo apaleó sin titubear a su hermano mientras lanzaba al viento estos gritos: «perezca de esta manera todo aquel que en el porvenir cruce mis murallas». Tras erigirse único rey de la ciudad que bautizó con su nombre, el joven Rómulo levantó murallas alrededor del Palatino, creó el Senado y aceptó la llegada de refugiados, libertos y esclavos que permitieron un poblamiento constante traído y llevado de poblados, aldeas y campiñas. Pese a tan desalentador inicio, la leyenda romana es de todo punto un documento fabuloso e incierto; según teorías recientes, el fratricidio que da origen a la historia de la ciudad ha despertado oscuras teorías que reflejan con gran misterio los obstáculos que hicieron tan difícil configurar una nación que tras su alzamiento abarcó un número ingente de guerras, asesinatos y episodios infames de gran envergadura. Desde aquella trágica historia, siete reyes de distintas procedencias han ocupado el trono de Roma entre los años 753 y 509 a.C. , desde Rómulo hasta Tarquinio el Soberbio. Los reyes etruscos, a diferencia de los monarcas sabinos y latinos, fueron quienes mostraron a los romanos las ventajas del comercio y de la industria: el alto nivel aristocrático de los Tarquinios, que vivió su máxima expansión en el siglo V a.C., se vio interrumpido por una redistribución de los bienes que favoreció el surgimiento de una clase media fuertemente vinculada al comercio y a las actividades artesanales. Historiadores 4
latinos como Tito Livio y Plutarco, bien conocidos por su sentido del orden, confirmaron la importancia de la monarquía en el desarrollo de un núcleo comercial altamente centralizado que poseía en conjunto una parte importante de los beneficios de la economía clásica. Los soberanos romanos – que gobernaron siempre de forma vitalicia– poseían además el derecho de auspicium que, con la introducción de formas nuevas, ofrecía la capacidad de interpretar los designios de los dioses en nombre de la ciudad de Roma, de modo que ningún negocio público podía confirmarse sin la previa aprobación de las divinidades . Esta poco ligera transformación es fácilmente imputable a la aparición del praeco, el equivalente romano del kérux, el funcionario público que, surtido de sus habilidades locuaces, desempeñaba las más altas funciones comunicativas de la ciudad, donde se inventaban nuevas reglas y procedimientos aplicables a la organización de espectáculos, a los concursos, las subastas, y, como es fácil imaginar, a la difusión de los resultados electorales. La tradición romana expresa que, a finales del siglo VII a.C., coincidiendo con la obra urbanizadora de Tarquinio el Viejo, la profesión del propagandista pasó a organizarse en decurias, en las que cada miembro debía pasar una dura inspección en la que un revisor de Junta evaluaba con estricto rigor las competencias de los candidatos con el objeto de legitimar sus aptitudes profesionales y librar el intrusismo laboral del oficio. Si bien el kérux griego, en el umbral del siglo V a.C., utilizó el reclamo oral para dar cobertura a mensajes comerciales, sociales y políticos en el ágora pública, se le atribuye al strilloni el uso de estos mismos recursos persuasivos en Roma. A la verdad, los hábiles strilloni –conocidos comúnmente como «chillones»– constituían la escisión romana del gran conjunto de pregoneros antiguos y compartían la ética informativa de sus predecesores griegos, cuyas habilidades persuasivas consideraron la propiedad como perteneciente. Numerosos factores contribuyeron a asentar definitivamente la figura del avisador en Roma, cuya presencia aumentó a escala elevada en puertos comerciales como el de Ostia o el de la ciudad de Gaeta –entre Tarracina y Formiae –, donde el ágil pregonero montaba guardia con el fin de notificar, al pie del barco, 5
la llegada de mercancías procedentes del ultramar. Está escrito que la nueva situación económica de la capital romana, renovada y mejorada con las reformas de Servio Tulio, situó a la ciudad en una posición de privilegio con respecto a otros imperios comerciales, gracias en parte al fondo persuasivo que adquirió la nueva comunicación política en Roma:
«V einte parejas de gladiadores, que pertenecen a Aulo Suettius Antenio y su liberto Níger, lucharán en Pozzuoli en el 17, 18, 19 y 20 de marzo. También habrá una cacería de animales y de las competencias atléticas».
Tendríamos aquí un ejemplo de propaganda exterior directamente relacionada con la promoción de espectáculos de gladiadores. Todas las interpretaciones y reacciones a la propaganda de luchas –cuya historia estuvo marcada por numerosos cambios de gran trascendencia política– son partidarias de este tipo de mensajes, que tuvieron, por lo general, una buena acogida por parte de la nación romana. Los estudios arqueológicos e históricos documentaron la transformación que se operó en los anfiteatros desde el año 264 a.C. hasta el período bajoimperial romano, permitiéndonos explicar el carácter público y la forma multitudinaria que adquirieron en aquel tiempo las luchas gladiatoras, financiadas a todo coste por el Gobierno como medida de propaganda política. Como apuntó Daniel Mannix, está plenamente aceptado que el público que acudía a esta clase de espectáculos de gran violencia, que era impactado por emocionantes escenas de habilidad y valentía, estaba compuesto por todos los órdenes sociales posibles en la Roma del siglo III a.C., desde los senadores hasta los esclavos y las mujeres, pasando por los caballeros y los plebeyos. La diversidad de la antigua sociedad romana –subrayada en la distribución de los espectadores en las gradas del anfiteatro– hace sencillo señalar las ventajas económicas, políticas y civiles que detentaron los primeros padres de Roma, los patricios, los cuales empezaron a formar una nobleza fundamental compuesta por los descendientes de las treinta curias que integraron la Roma primitiva. Los patricios contaban con 6
formidables privilegios fiscales, derechos y propiedades que les facilitaban la ocupación de cargos del Senado Romano, mientras el orden plebeyo, integrado por una gran diversidad de posiciones estamentales, mantenía tanto a hidalgos enriquecidos, como a pequeños propietarios y clientes unidos por la carencia de poder y la privación de las principales dignidades públicas. Innegable también resultaba la baja posición social del esclavo, que era considerado como una propiedad absoluta del amo y carecía de derechos personales públicos y privados, así como la ciudadanía o el parentesco. El relato coherente y detallado que proporcionan las fuentes imperiales prueba que Roma albergó cerca de 300.000 esclavos, y que algunas de las familias más influyentes de la sociedad llegaron a tener en su posesión más de 1.000 sirvientes particulares dedicados al cuidado exclusivo de sus amos. La situación sumisa del esclavo, humillante e indigna, se reprodujo con precisión en buena parte de las actividades económicas de la ciudad: su trabajo fue, de este modo, esencial en los latifundios, en las minas, en la industria local, en la asistencia doméstica y, en no menor grado, en el entretenimiento del pueblo de Roma. El capital estatal, generado en gran parte por manos esclavas, aumentó a partir del siglo II gracias a las sucesivas victorias de Julio César y a la subasta que promovió su gobierno durante la Guerra de las Galias (58-51 a. C.) a fin de extraer beneficios económicos directos de aproximadamente un millón de siervos repartidos por toda Roma. Los esclavos sufrieron todas las degradaciones y opresiones de la clase dominante, con pocas compensaciones a su falta de personalidad jurídica, a su inaccesibilidad a los recursos materiales o incluso a su prohibición expresa de formar una familia. Los rasgos definitorios de este orden social con derechos restringidos, patentes en su condición oprimida, solían reflejarse en un collar de hierro con el que el amo podía solicitar su detención en caso de fuga bajo una inscripción del tipo siguiente: «retenme para que no escape, y devuélveme a mi dueño, Vivencio, en la zona del Altar de Calixto». Por entremedio de los anuncios de espectáculos y de los avisos políticos pasaron también comunicados sociales y comerciales de toda índole que solían anunciarse en las paredes de las casas, sobre 7
las fachadas de los edificios públicos e incluso en los sepulcros que se levantaban a las entradas de las grandes ciudades:
«Soy tuya por dos ases de bronce».
Mediante ligeras observaciones generales, esta breve cita es muestra del claro interés que sintieron los romanos por un negocio creciente como fue el lenocinio, que sufrió desde los primeros siglos de nuestra era profundos cambios y modernizaciones de tipo social y económico. Es lógico, entonces, pensar la prostitución como uno de los ejes principales de la economía antigua, a la cual los romanos tuvieron en alta consideración después de que fuera gravada por un impuesto que, según Suetonio, alcanzó el montante de un servicio sexual completo. El sexo por dinero se practicaba habitualmente en Roma sin sanción y cumplía con una importante función social en favor del total de la población, que tenía en este negocio uno de sus principales focos de inversión. En este sentido es muy oportuno el razonamiento de Javier Ramos, quien declaró que «los lupanares, auténticos prostíbulos y antros de vicio, contribuían al desahogo de los más bajos instintos sexuales, evitando muchas infidelidades». Diversos elementos permiten pensar que para el siglo I d.C., cerca de treinta y dos mil personas de distinto rango social (plebeyos, extranjeros y esclavos) se hubieron dedicado a la prostitución en tierras romanas, siendo éste un oficio de mucho provecho y ayuda para los grandes terratenientes del Imperio. En el año 509 a.C., la República fue recibida con entusiasmo por el pueblo tras la indignación sembrada por Tarquinio el Soberbio y sus traiciones. La llegada del nuevo sistema político marca en la historia de Roma el comienzo de un proceso de transformación social causado por las desavenencias entre patricios y plebeyos, quienes, indignados por las abisales diferencias de su ciudadanía, decidieron entrar en pugna con las clases aristócratas. Desde el inicio de la República y muy especialmente a partir del inicio del consulado de Lucio Tarquinio Colatino y Lucio Junio Bruto, el Estado se sumergió en una intensa revolución cuyos rasgos esenciales se harían patentes con la protesta del año 494 a.C., que obligó a la plebe a detener sus cultivos, a cesar las actividades 8
comerciales y a dejar de servir en el ejército para retirarse a la colina del Aventino a la espera de una respuesta por parte del patriciado. Con el avance del siglo V a.C., el Senado accedió a contemplar los derechos de la plebe mediante la incorporación de una nueva magistratura cuyas leyes y propósitos, expresados en sus propios términos, tuvieron su origen en «los tribunos de la plebe». Los tribunos se constituyeron como magistrados sagrados elegidos por plebeyos con representación en el ejercicio político; detentaban el derecho de veto y disponían de amplias facultades en materia de justicia criminal, de suerte que su activa participación y representación en el universo legislativo les permitió combatir el carácter despótico y coercitivo de un patriciado que ganaba en la abundancia más vanidosa y petulante. Tras la reivindicación de sus derechos, los plebeyos lograron una mayor contemplación legislativa en el año 451 a.C. con la creación de la Ley de las Doce Tablas, también conocida como la ley decemrival. El responsable de tal decreto, considerado el primer texto legal escrito en Roma, fue el tribuno Terentilio Arsa, un firme defensor de los derechos colectivos que permitió recortar las divisiones entre plebeyos y patricios. El nuevo edicto defendía, pues, el derecho sacro, el derecho procesal civil, el de ciudadanía, el de familia, y, entre otros, el derecho real y penal del vulgo.
DEL BOCA EN BOCAAL MARKETING OLFATIVO
Las transformaciones comerciales que se introdujeron en época romana se documentaron en tablillas, libros y sepulcros en un contexto dominado por la violencia y el terror que acompañó a la decadencia de la Monarquía. Durante esas décadas se habían fraguado cuantiosos focos de tensión que, tras el nacimiento de la República, se vieron sofocados por la conquista de la Italia peninsular. Esto dejó sitio para que el comercio pudiera aflorar, desprenderse de los vestigios de la monarquía y fundar una amplia red de comercio a la que se vincularon grandes e interminables beneficios. Semejantes modificaciones mercantiles se proyectaron en los mercados locales de comercio genérico, como el forum cuppedinis, y en los mercados especializados de la ciudad, como el foro Boario, el 9
establecimiento donde se comercializaba el ganado; el foro Suarium, destinado al comercio del cerdo; o al foro Holitorio, dedicado al comercio de bienes agrícolas. La necesaria división de los mercados se había visto fuertemente condicionada por el trabajo de hombres libres en posesión de embarcaciones privadas, quienes con mucho esfuerzo lograron levantar una red de comercios muy amplia que tenía en la esclavitud una de sus principales fuentes de ingresos. Los actos de consumo global –frecuentes, útiles y a menudo costosos– provocaron un estado de expansión económica prolongado que permitió unir a Roma con el resto de las ciudades mediterráneas, a las que exportaron aceites, perlas, sedas, esclavos e incluso fieras exóticas de la peor fiereza. Sin embargo, historiadores modernos de todo el mundo han demostrado, en su rigor, que el producto con más salida no fue otro más que el perfume: a pesar de su alto coste y de la carencia de un buen sistema de transportes, el mundo romano tomó rápido contacto con los perfumes como medio de comunicación entre los hombres y sus dioses, con los que alumbraban profundos vínculos trascendentales y teológicos. Las lociones aromáticas tuvieron amplia difusión entre las damas romanas, de quienes se cuenta que hacían llenar la boca a sus esclavas con perfumes para luego espurrearlos sobre sus cuerpos. A ello se debe que, durante las batallas, los soldados humedecieran los estandartes de la legión con frescas y dulces fragancias de agua de rosas con las que el Imperio reforzaba su simbología y sus soberanos poderes militares. Algunos indicios también sugieren que los romanos perfumaran así las armas, los vestidos y ciertos animales con aromas creados a base de rosas y azafrán. De perturbado e insensato tenía sobrada y merecida fama Calígula, el emperador que sobornó a una de sus criadas para ocultar un crimen; el que desautorizó una boda por haberse encaprichado de la novia –a la que después rechazó– o el que se dedicaba a lanzar sus tesoros por las calles para que la gente se agolpara y muriera aplastada, llevó las aplicaciones del perfume a su extremo cuando comenzó a perfumar a Incitatus, el caballo de origen hispano que llevó una vida plena de lujos y caprichos en extremo ridículos y excéntricos, pues, al parecer, el emperador 10
proveyó a su mascota de una suntuosa villa repleta de cuidados jardines y de dieciocho criados dedicados exclusivamente a su cuidado; asimismo, engalanó su cuello con collares de piedras preciosas y le ofreció en distintas ocasiones una bella dama de la nobleza romana llamada Penélope para que mantuviera relaciones sexuales. Además, se cuenta que el caballo se alimentaba a base de copos de avena mezclados con escamas de oro, tomaba el mejor vino del Imperio y hasta fue erigido Cónsul de Bitinia en el año 40 d.C. Sin embargo, en ningún momento la locura del emperador fue más imponente: para las noches previas a las cursas de caballos, Calígula, que careció siempre de escrúpulos, decretó la norma del silencio general, la ley con la que el emperador castigaba con la muerte a los ciudadanos que violaran el silencio absoluto que según él necesitaba Incitatus para rendir a la mañana siguiente en sus carreras. Curiosamente, el caballo tan solo perdió una carrera en toda su triste vida, tras la cual el demente de actos excéntricos de Calígula –decepcionado y lleno de rencor – mandó asesinarlo de forma lenta y dolorosa en el año 41 d.C. Y si el mal tiempo había comenzado en los años del reinado de Calígula, a su muerte el panorama no hizo sino empeorar. La llegada de Tiberio al trono abrió un tiempo confuso y único en la historia de Roma, pero un tiempo que no murió con él, pues su polémico legado alcanzó notoria intensidad para quienes le sucedieron en el cargo, tomando la forma de una vasta crisis que arrojó sus mejores muestras sobre la propaganda de la época. Copiosas evidencias materiales, como las que se hallan en el Museo del Perfume de Barcelona, han descubierto la relación que unía al emperador Nerón con el marketing olfativo aplicado a la política: desde el año 54, las virtudes del perfume se concretaron mayoritariamente en los banquetes que el sobrino de Calígula y Claudio celebraba en el salón principal de su majestuosa Domus Aurea, dándole ciertas formas de creatividad al perfume que sirvieron de base a la evolución publicitaria. Se da por supuesto que, durante sus convites, el emperador hacía caer grandes montones de pétalos de flores sobre sus comensales desde los techos de oro y marfil que cubrían la estancia principal. Así como se 11
deseaba, y con la intención de que el aspecto jubilar de la ceremonia resultara completo, el anfitrión liberaba un gran número de palomas con las alas perfumadas que esparcían sus aromas sobre los mármoles y las taraceas de los mobiliarios del emperador y proporcionaban honra y provecho a los comensales. Aun a riesgo de decepcionar a sus invitados, el anfitrión celebraba rituales y delegaba sus tareas en serviles criados, a los que se terminó integrando en una vivificante y victoriosa técnica de propaganda con la que Nerón –a cuya pasión se opuso siempre la tolerancia y el respeto– trató de ganarse la estima y la admiración del pueblo. El historiador J. M. Blázquez dedicó largos años de trabajo a reconstruir la tormentosa biografía de Nerón, que según el propio autor ha sido objeto de muchas y contradictorias opiniones. Varios sucesos criminales acontecidos bajo su gobierno llevaron a grandes historiadores como Suetonio, Tácito o Dión Casio a emitir juicios negativos sobre el emperador desde su temido ascenso al poder en el año 54. Es igualmente cierto que el hombre que sumió a Roma en un irreparable clima de tensión y de violencia, y que gozó siempre de una oscura reputación, tuvo el valor de exterminar a todos los miembros de su familia, desde sus hermanos hasta su madre, pasando por su tía, su hijastro e incluso por su mujer. Después de haber bebido sin medida durante toda la noche, Nerón golpeó violentamente el vientre de su esposa Popea Sabina, provocándole una hemorragia interna que acabó con su vida y con la del hijo que esperaba. Nerón lloró amargamente la pérdida de su familia y, como medida general, organizó un pomposo cortejo fúnebre en el que mantuvo bien presente su dolor y su tristeza. Se sabe que, durante el sepelio de Popea, el alto cargo romano gastó una cantidad de perfume mayor a la producción anual de toda Arabia y decretó varios días de luto oficial, en los que exhibió grandes riquezas y tesoros procedentes de todo el mundo. El grado de vileza y miseria moral de Nerón llegó a extremos delirantes a medida que fue intimando con Esporo, un joven esclavo que cautivó al emperador por el acusado parecido físico que mantenía con su difunta esposa. A pesar de que el joven Esporo era un varón, su amor por el emperador jamás fue ocultado: el pueblo 12
romano tuvo la oportunidad de verlos en más de una ocasión paseando en litera por la ciudad mientras intercambiaban muestras de amor con las que se ganó pronto la simpatía de Nerón. Fue entonces, cuando, en uno de sus actos de demencia y enajenación, ordenó la castración de su amado para poder contraer matrimonio de forma legal, puesto que la normativa vigente sancionaba con severas represalias las uniones homosexuales. Esporo, que fue apodado coloquialmente como «Popeíta» durante su noviazgo con Nerón, fue tratado por el emperador como una mujer hasta el punto que, en la celebración de su boda, fue obligado a vestirse con las galas de Popea Sabina y a recibir una suculenta dote nupcial. Su amarga historia, repleta de rarezas y disparates, termina en el momento en que fue obligado a representar la escena del mito en la que la diosa Perséfone es violada por Hades en el teatro, ante lo cual el joven vio la necesidad de quitarse la vida. A partir de la segunda mitad del siglo I d.C., la figura de Nerón se hizo aún más polémica: el Gran incendio de Roma, datado por Tácito en el día 18 de junio del año 64, ha sido causa de oscuras leyendas que se entregaron desde esa misma fecha a los rumores de la imaginería popular. A raíz del incendio son pocas las fuentes que no hablan de Nerón como artífice del fuego, y es que quienes así lo creen, sus fundamentos tienen: poco después de que el fuego cesara, Nerón aprovechó el terreno asolado para erigir su lujoso palacio, la Domus Aurea –entre el Palatino y el Esquilino–, para levantar un coloso de treinta y un metros y poner en práctica una importante reforma urbanística. Por el contrario, Nerón poseía una buena coartada: durante el transcurso de los hechos, el emperador se hallaba a unos cincuenta kilómetros de Roma, en su Anzio natal y, justo después de que el incendio convirtiera a cuatro distritos enteros de la capital en una ciudad muerta, Nerón ofreció su palacio a las víctimas del desastre, lo que cuadró bien a los magistrados romanos. A pesar de que gran parte de las fuentes históricas tratan el incendio como un accidente, muchas otras lo explican como una maniobra táctica a partir de la cual Nerón pudo atentar contra los cristianos que residían en Roma por esas épocas, quienes pagaron muy cara aquella acusación. Según las crónicas de Tácito, gran parte 13
de la población cristiana fue ajusticiada por expresa voluntad de Nerón, que ejerció de anfitrión para la celebración de los crímenes públicos. Algunos fueron arrojados a una hoguera, mientras que otros tantos fueron devorados por una bandada de perros hambrientos. Sin embargo, a toda cota de rareza y necedad hay que sumar los curiosos vicios y costumbres que arrastraba de los últimos años la familia Julio-Claudia. Ciertas fuentes dramatizan la relación que comprometía al emperador romano con su madre, Agripina la Menor, según el revuelo que causó a los ciudadanos una leyenda de sobra conocida por la memoria latina: Agripina, que ha sido considerada un ejemplo de las virtudes romanas, tenía una obcecada obsesión porque su hijo fuera emperador. Su incansable inquietud la llevó a visitar el oráculo en varias ocasiones, pero nada pareció mermar su deseo, ni siquiera las duras palabras que salieron de sus oscuros veredictos: «tu hijo será emperador –predijo el mago–, pero cuando lo sea asesinará a su madre». Sin revelar ni un solo signo de miedo o sobresalto, la matriarca infirió: ¡occidat, dum imperet!, «¡que me mate con tal de que reine! ». Desde aquel momento, Nerón trató de asesinar a su propia madre en distintas ocasiones: en primer lugar, probó de envenenarla, pero había tomado un antídoto para prevenirse de cualquier ataque contra su salud; seguidamente, intentó desprender un techo sobre la cabeza de su progenitora, pero fue avisada y evitó que un puntal cayera sobre su cabeza; más tarde, la arrojó al agua, pero logró nadar sin demasiada dificultad hacia la orilla. Tras varios intentos, Nerón envió a un centurión a que la golpeara en la cabeza, pero tan solo logró aturdirla levemente. Tras incorporarse, la matriarca –aún desconcertada– se arrancó el vestido al grito de «golpea aquí en estos pechos que fueron capaces de amamantar a un monstruo como Nerón». Siguiendo la línea marcada por su exceso, el emperador acusó a su madre de formar parte de una conjuración ficticia por la que fue ejecutada definitivamente a manos de un centurión en el año 33 d.C. Al ver a su madre sin vida, Nerón lloró su pérdida y lamentó: «de haber sabido que era tan bella...». Esto no obsta a que, de manera individual, historiadores y arqueólogos de 14
todo el mundo tuvieran una versión diferente de los hechos: es llamativo que la que fue esposa del general Germánico y madre de uno de los emperadores más despiadados de la crónica romana también pudiera haberse dejado morir de hambre tras permanecer tres años exiliada en la isla tirrena de Pandataria.
LA PUGNA POR EL MEDITERRÁNEO
Entre los años 264 a.C. y 146 a.C., la civilización romana enfrentaba una guerra contra los púnicos, que ocupaban el segundo puesto en la escala de potencias mediterráneas occidentales. El choque de intereses entre cartagineses y romanos desembocó en un sangriento conflicto dividido en tres grandes asaltos de naturaleza cruenta y despiadada unidos bajo el nombre de Guerras Púnicas. Hasta el año 241 a.C., ambos imperios armaron larga contienda por el dominio de Sicilia, una isla rica en recursos controlada entonces por Cartago y Grecia. Los conflictos se intensificaron cuando los romanos reprodujeron el diseño de los barcos quinquerreme cartagineses en su potente flota naval, un plagio a todo nivel con el que se refinaron las estrategias bélicas que llevaron siempre Roma a la victoria. Al concentrarse en el estudio de estos hechos, atendemos a que la Segunda Guerra Púnica, que se extendió entre los años 218 y 201 a.C., también provocó toda clase de graves conflictos: el general y estadista cartaginés Aníbal Barca, el padre de la estrategia según el historiador militar Theodore Ayrault Dodge, comandó su ejército como caudillo desde el año 221 a.C. con su carácter contrastado de estratega y luchador. Tras la conquista de Sagunto en el año 219 a.C., la guerra se dividió en dos frentes: las batallas se desarrollaron, así, con gran combatividad en la ciudad ibérica, mientras Aníbal cruzaba los Pirineos y los Alpes junto a veintiséis mil soldados y cuarenta elefantes con el rumbo puesto en Roma. A pesar de la complejidad de la travesía y de los rigores del clima –que redujeron la legión a la mitad–, Aníbal aniquiló a tres ejércitos romanos en Trebia, en Trasimeno y en Cannas , contando con el apoyo de los galos. Roma fue sitiada pero no vencida; al parecer, el general cartaginés no descargó el golpe que podría haber destruido para siempre el núcleo del Imperio por falta de fuerzas físicas y 15
refuerzos con los que tomar la ciudad y reducirla a cenizas. El general era consciente de que el verdadero poder de Roma no se escondía tras sus muros, sino en sus aliados, por lo que debía privar antes a la capital de sus vínculos. El político republicano Publio Cornelio Escipión (el Africano), convenció al Senado romano de la necesidad de trasladar la batalla a Cartago para acorralar y derrocar a Aníbal de una vez por todas, con quien además compartía fuertes deudas de sangre. En el año 202 a.C., ambos generales disputaron una cruda guerra en una pequeña localidad del sur de Cartago llamada Zama, donde, después de que el Africano neutralizara a los elefantes cartagineses con el sonido de las trompetas de su ejército, Aníbal, derrotado y reducido, se vio obligado a refugiarse en la Corte del rey de Bitinia, donde finalmente se quitó la vida en el año 183 a.C. Tras el cisco de Zama, Roma obtuvo la supremacía sobre Cartago, cuya población, hallándose arruinada y humillada, obligó al pueblo latino a retribuir económicamente los destrozos ocasionados en sus tierras, a lo cual, naturalmente, se negaron. Desde el estallido del conflicto, las tropas latinas jamás dejaron de lado los mensajes de guerra lanzados originariamente por un tal Marco Poncio Catón, más conocido como Catón el Viejo, quien tenía por costumbre terminar sus discursos con la locución «delenda est Carthago», Cartago debe ser destruida. Hay que agregar, también, que el odio incansable que sintieron los romanos por los cartagineses les condujo a acuñar la expresión «fides púnica» (fe púnica; mala fe) para hacerles la guerra a sus archivillanos y llenarse de odio y de acritud contra sus rivales. Más problemas ofrecieron así los nobles y los patricios que se convirtieron en líderes, gobernantes de las provincias, a quienes se dio tormento con provocativas e insultantes críticas con las que la confusión y la beligerancia del momento fueron en aumento. La Tercera Guerra Púnica (149 y 146 a.C. ) inclinó el combate a favor del pueblo romano. A pesar de las intrigas tramadas en su contra, las tropas del tribuno militar Escipión Emiliano ( el Segundo Africano) recalaron las fronteras africanas y penetraron en la ciudad rival, que fue totalmente incendiada y destruida a todo coste y diligencia por el ejército latino: la civilización cartaginesa 16
desapareció y todo cuanto alguna vez perteneció a sus pobladores se vio intimidado y arrasado por la violenta y desmedida supremacía romana, que necesitó de movimientos rápidos y potentes, además de fuerza y resistencia, para resistir todo el combate. Uno de los más entusiastas estudiosos de la cultura bélica, Richard A. Gabriel, cifró en un millón ciento cuarenta y cinco mil el número de soldados caídos entre ambos bandos durante el curso de las tres Guerras Púnicas. Las múltiples expansiones hacia Sicilia, Córcega, Hispania e incluso hacia el norte de África que siguieron a los asaltos hicieron auténticamente poderoso al pueblo romano, que se lanzó asimismo a la caza de Macedonia, Siria, Grecia, Tracia, Iliria y del sur de la Galia. Sin embargo, el fin de la guerra abocó sobre Roma una profunda crisis preñada de desigualdad y de angustia en la que se fue formando un complejo político y social. Todo esto ayuda a explicar que en esos años los terrenos que se encontraban en manos de particulares fueron vendidos a bajo precio a la oligarquía romana, cuyo acaparamiento de tierras por esta vía superó en mucho el promedio de capitales requisados para la reedificación. Vistas en detalles las causas que podían haber provocado la ruptura de relaciones, y lo poco provechosas que resultaban la hostilidad y el enfrentamiento con una ciudad entera como Roma, las revueltas de Tiberio y Cayo Sempronio Graco – descendientes de una destacada familia de políticos latinos – proyectaron a sus conciudadanos la importancia de recuperar la armonía y la concordia ante las desigualdades sociales causadas por la expropiación estatal de las tierras. En esta mediación, las reformas y leyes de los Gracos, datadas en los años 133, 123 y 122 a. C, favorecieron enormemente a la plebe urbana, a los extranjeros y a los caballeros, aunque violentaron duramente los intereses de la aristocracia, que se mostró reacia a las leyes presentadas por los populares a través de los hermanos Graco. La continuidad de la revolución social en Roma la aseguró Espartaco, un gladiador enérgico que lideró la revuelta más importante contra la República entre los años 73 y 71 a.C. Tras ser arrestado en el año 73 a.C., Espartaco fue vendido como esclavo a 17
un entrenador de gladiadores de Capua, con quien conoció los malos tratos y las humillaciones que sufrieron por muchos años los luchadores romanos. Las fuentes coinciden al señalar que el luchador tracio, que vivió en permanente confrontación con las autoridades, reunió a cerca de treinta mil esclavos que lucharon ferozmente por la abolición de la condición servil en los pueblos antiguos. Su primera victoria sobre el ejército romano unió a la causa de Espartaco cerca de ciento veinte mil vasallos que pelearon activamente por la defensa de sus derechos y por la mejora de sus condiciones de vida. El incremento de esclavos vinculados a la revolución y sus numerosas victorias sobre el poderoso ejército romano hicieron que la revuelta se dividiera en dos frentes principales: uno situado en Capua –en la región de Campania– y otro liderado por Espartaco en una marcha continua hacia los Alpes. De vuelta al sur de la península, el Senado romano, encabezado por la persona de Marco Licinio Craso, desplegó diez legiones en Apulia, donde finalmente seis millares de esclavos fueron crucificados y sepultados a lo largo de la Vía Apia.
18
CAPÍTULO II
LA PUBLICIDAD ESCRITA
En su contexto histórico original, la escritura abarcó un gran número de ventajas prácticas en torno a las cuales se enlazaron numerosas e incontables estrategias comerciales. Ferrer Rodríguez, por su parte, estableció en 1992 que los anuncios de objetos perdidos, englobados en un formato del tipo denominado perdido-encontrado, fueron la máxima expresión de los primeros años de la antigua publicidad romana. La publicidad tradicional, aun en su desenvolvimiento inicial, tenía un fondo de practicidad y de eficacia innegable que para muchos es la prueba más segura de su prolongada existencia. Las formas posteriores que tomaron los anuncios de objetos perdidos, ampliadas hasta los últimos años de la Europa medieval, fueron bautizadas con el término siquis, forma con la que se comprimía la forma gramatical latina «si quis», traducible como ¿a quién corresponde? Según esta tradición, se hallaban en los edificios de la Urbs anuncios como el siguiente, manuscritos con cinceles, buriles, cálamos o plumas sobre tablas y muros de toda naturaleza:
«Un vaso de bronce se ha perdido de esta tienda. El que lo devuelva, será recompensado».
A semejanza del pueblo egipcio, los romanos tuvieron a bien emplear este tipo de anuncios en carteles, tablillas de arcilla y pergaminos con los que cualquier ciudadano podía recuperar sus pertenencias extraviadas a cambio de generosas recompensas 19
monetarias. Por opuestos que pudieran parecer los polos de estas aserciones, el anuncio reveló la afinidad y la unidad de un método publicitario que supuso grandes cambios en muchos aspectos de la vida pública: según diversas fuentes, el carácter más extremo del nuevo reclamo escrito asomó principalmente en los establecimientos comerciales, que fueron apasionados simpatizantes de la modernización de las actividades concernientes a su tenor. Sin embargo, la comunicación manuscrita, que llegó por su propio impulso a la posesión de un éxito masivo, fue tradicionalmente un generador de polémicas entre las que jamás se echaron en falta mensajes de amor y odio, calurosas sugerencias o valientes proposiciones destinadas a poner derecho en la convivencia:
«Mecerior pide al edil que prevenga a la gente de hacer ruido en las calles y de molestar a la gente que duerme».
Un aspecto que no debe pasar desapercibido al clasificar estos reclamos es la modalidad y el tono en que se dirigen a su audiencia. Diferentes estudios y pruebas arqueológicas han podido concluir que la coexistencia de reclamos de corte político y social, así como sugerencias, quejas, o simples improperios inscritos en lugares públicos constituyen un equilibrio dinámico entre el reclamo formal y la amenaza. Precisamente, en esta ocasión, Pascius Hermes, un humilde tendero pompeyano, nos abre el registro de anuncios de estilo conminatorio con esta atrevida advertencia hallada en la puerta de su residencia:
«A quien defecó aquí. Ten cuidado con esta maldición. Si la ignoras, tendrás a un Júpiter enojado como enemigo».
Este poco sutil artificio del ingenio romano se mueve en una liga paralela a todas las observaciones hechas hasta ahora. M. Navarro ve con horror la difusa frontera que se levanta entre el mensaje apelativo y el odio que se deduce de aquellos tipos incivilizados que ofenden y molestan a los miembros de su propia comunidad. Semejantes premisas nos plantean con nueva fuerza la necesidad de afirmar que las protestas urbanas, que siguieron 20
ejerciendo la reivindicación en las calles –ha escrito Navarro-, fueron especialmente recurrentes en época imperial y gozaron de la exclusiva y desinteresada amistad de las clases desdichadas, a las que el reclamo escrito dedicó igual atención. En los anuncios observados hasta aquí se aprecia la ductilidad del pensamiento romano que, en un atrevido alarde sobre el modo de expresar la identidad de su época, trata de elogiar el modelo de ciudadano junto con la defensa que siempre hace el anunciante de la identidad latina en un airoso y eficaz equilibrio ideológico que podía servir como elemento cohesionador de las diversas fracciones que integraban la antigua ciudad de Roma. El aumento de las relaciones escritas hizo más agudo el afecto del pueblo romano por los rollos manuscritos –el equivalente de nuestros libros–, los aguafuertes y las clases teóricas que impartían magistrados mal pagados en los pórticos del foro, que constituyeron un importante pilar en la transmisión de conocimientos históricos por su forma masiva de ejercer la persuasión. Varios informes emitidos por la sociedad arqueológica han apoyado, no obstante, que los antecedentes literarios de la Antigua Roma tuvieron una incidencia mayor en las lecturas colectivas que se organizaban en el foro de la ciudad, donde afluyeron los primeros casos de plagio literario. Al parecer, algunos de los asistentes a este tipo de conferencias al más estilo romano –tipos prudentes y a la vez vigorosos– eran mentes superdotadas capaces de retener un texto completo en su prodigiosa memoria con el bien de plasmarlo sobre un papiro y comercializarlo posteriormente de forma ilegal. La perversión que sufrieron estas técnicas de difusión escrita, con las que se publicitaban las últimas novedades literarias, llevó al universo de las letras a su máxima expresión cultural tras la construcción de las primeras bibliotecas públicas de titularidad estatal, que abogaron desde fecha temprana a favor de la propiedad intelectual. Ordinariamente, las bibliotecas romanas fueron edificios monumentales en los que se recogía el saber de la época bajo el control y la vigilancia suprema del Procurator Bibliotecorum, a cuyo cargo estaban supeditados los directivos bibliotecarios y los esclavos asistentes. También en este 21
sentido, la primera biblioteca romana conocida, situada en el Atrium Libertatis, fue erigida por orden del procónsul Cayo Asinio Polión, quien financió su construcción en el año 39 a.C. con los fondos obtenidos en la campaña contra los partinios en Iliria. Las grandes obras públicas del Imperio, que explotaban a un número considerable de prisioneros, recibieron el entusiasmo del pueblo, especialmente, tras la inauguración de las bibliotecas Octaviana y Palatina –creadas por obra de Augusto– y la biblioteca Ulpia, situada en el foro de Trajano. Vaya por delante que la idea original de la biblioteca pública procedía de un proyecto de Julio César, cuyo repentino asesinato, fechado en el día quince del mes de Martiusdel año 44 a.C., truncó sus planes para siempre. El mundo del conocimiento y de las letras, representado en autores como Horacio, Virgilio o Plauto, transformó profundamente los sistemas de producción y recepción de contenidos literarios en torno al ideal político, económico y social latino, que hincaba sus raíces en el estilo griego. El incansable trabajo de Tito Pomponio Ático alumbró los inicios de la edición del libro, con la que se dio difusión a las obras de sus principales amistades, entre ellas, las del célebre Cicerón. Pomponio Ático mantuvo buenas relaciones con Julio César, Marco Antonio, Bruto y Octavio, con cuyos contactos agilizó la fabricación en serie de libros manuscritos por esclavos que le suministraron éxito y fortuna hasta su muerte en el año 32 a.C. A los efectos inmediatos de la comunicación masiva se sumaron, asimismo, otros mucho más multitudinarios y duraderos: los primeros años del Imperio romano trajeron consigo la aparición de formatos escritos propios del genio latino, dejando a Roma varada en la oligarquía de los alba, los libelli y los grafiti, con los que se haría avanzar la historia de la escritura a un ritmo vertiginoso.
LOS ALBA
Pese a los avances que se han producido en la datación arqueológica, la delimitación de los orígenes de los alba no puede realizarse con precisión. A pesar de todo, las investigaciones sobre los antiguos medios de comunicación han mostrado desde fecha temprana el carácter informativo y oficial que presentaba este 22
formato escrito destinado íntegramente a la promoción de la política y del comercio. Numerosos restos arqueológicos confirmaron a lo largo del siglo pasado el alto nivel periodístico del que gozaron las nuevas técnicas de difusión en Roma y especialmente en Pompeya, donde actualmente es posible dar con veinticinco albas en la calle de los Orfebres y trece en Eumachia. A raíz de esto, el alba, cuyos efectos llegaron al gran público entre los siglos VI y V a.C., fue siempre de una utilidad bien notable y un claro objeto de gloria y reconocimiento en el que existía un firme compromiso para resolver por vías pacíficas cualquier polémica que pudiera surgir entre los ciudadanos. Total y definitivamente, puede suponerse que los deberes éticos y políticos de la comunicación de masas se unificaron durante la República, donde el alba fue, de entre todos los artefactos publicitarios, el más incorporado en las vías públicas, a las que carteles y grafitis sacaron de su serena imparcialidad con palabras significantes, honestas y bien colocadas.
LOS LIBELLI
A diferencia de la expansión lenta y casi imperceptible del alba, el libelo tuvo un impacto inmediato sobre los medios de comunicación de la Antigüedad. Es preciso notar que el libelo –una lámina de papiro de aspecto similar al afiche o a la octavilla– tenía la ventaja de ser un formato extraoficial que recibió el impulso de la comunicación social, cuya presencia alcanzó relieve en las paredes de la ciudad y en el foro romano, donde se repartían en mano escritos en forma de panfleto. La presencia de dibujos y retratos en los libelos –que sirvieron de apoyo a catálogos de productos, libros, o incluso a la difusión de denuncias públicas– aumentó con una velocidad indetenible el número de papiros promocionales que circularon por la ciudad, a decir de Checa Godoy. La generalidad mayor del libelo fue fomentada, sin embargo, por anuncios de juegos de ocio ( libellus munerarius) y por avisos de luchas gladiatorias (libellus gladiatorum) de un modo perfectamente lúcido. Tras la caída del Imperio, los publicistas medievales atribuyeron al libelo una función legal con la que el 23
formato se convirtió en un pequeño libro de carácter satírico y difamatorio empleado como una memoria judicial sujeta a las observaciones y a las objeciones del magistrado.
LOS GRAFITI
De amplia difusión entre los siglos VI a.C. y I d.C., el grafiti romano constituyó una forma de comunicación masiva de la que se abstrajeron numerosas ventajas políticas. El largo esfuerzo cumplido por este formato sobre la persuasión gubernamental, a la que le correspondió la función de promover contenido oficial e institucional, llegó a una posición radical en las principales ciudades del Imperio: en Pompeya, por ejemplo, los candidatos a ocupar cargos públicos comisionaban al dealbator a inscribir sus anuncios sobre las fachadas de las instituciones públicas y de aquellas viviendas que contaran con la autorización de sus propietarios, convirtiéndose éstas en los principales focos de propaganda electoral. Los colores empleados en la escritura urbana fueron generalmente el rojo y el negro, que se aplicaron con mayor abundancia sobre las calles de la ciudad romana mediante trazados uniformes y pinturas regularmente húmedas.
«En Pompeya, desde el 8 hasta el 12 de abril lucharán veinte parejas de gladiadores patrocinados por Lucretius Satrius Valens, sacerdote de Nerón, y diez parejas más costeadas por su hijo. Se desplegarán toldos».
Con este extracto manuscrito de gran calidad formal presenciamos una de las evidencias más afinadas a la propaganda política de nuestros días. El propio texto nos presenta el término patrocinio – del latín patrocinĭum– como la cooperación de una marca en la celebración de acontecimientos de gran trascendencia o al sostenimiento de una identidad pública que responde a la imagen de un líder de masas. El publicitario J. Mancebo, después de estudiar cerca de quinientas campañas de publicidad en una laboriosa serie de sondeos y pesquisas, demostró que los anuncios testimoniales con famosos ayudan a mejorar la notoriedad de una marca con un 17% de diferencia con respecto a los spots 24
convencionales. Las campañas testimoniales pretenden, en efecto, dotar al producto de las cualidades personales del prescriptor (exclusividad, belleza, poder, etc.), con las que la marca se gana la simpatía y el deseo del consumidor. Así, pues, también se explica que los promotores de eventos populares recurrieran en repetidas veces a la técnica del incentivo: para ello hay que fijarse en las últimas palabras del anuncio, en las que se observa claramente la importancia que cobraron los alicientes publicitarios en el principio de atracción y de captación de asistentes, como de nuevo se aprecia en el siguiente extracto:
«La compañía de gladiadores del edil A. Suetio Certo combatirá en Pompeya el 31 de mayo. Habrá un espectáculo de caza y toldos para protegerse del sol».
Un arte que remueve conciencias y da rostro a un sentimiento colectivo, observa un artista urbano, es un buen instrumento de acercamiento a la propaganda electoral que se presenta a la población en forma de eventos lúdicos de todas las formas y colores. La opinión de cronistas e historiadores contemporáneos sobre este respecto es que los juegos públicos, nacidos a finales de la Monarquía como tributo a los muertos en los ritos etruscos, pasaron a ser una obligación de Estado y probablemente, una utilidad necesaria como medida de exaltación imperial. Si el Mundo Antiguo había proporcionado estilo e inspiración a las nociones más elevadas de la propaganda, también la política gozó de una especial y duradera relevancia aplaudida a lo largo de los siglos por su destreza.
OTROS RECLAMOS ESCRITOS
Enseñas y logotipos. Durante milenios, en Roma ha prevalecido un código de señalización comercial sólido y de fácil manejo que tuvo el singular valor de ser un sistema de comunicación práctico y sencillo formado en los conocimientos gráficos de la era precristiana. Ante esta situación, la necesidad de configurar un sistema publicitario visual y sugerente reflejaba su esperanza en los emblemas y en las marcas gráficas que han permitido a 25
historiadores y a arqueólogos ordenar y reproducir las antiguas ciudades romanas. A medida que aumentaban las reformas y las expansiones urbanísticas en Roma, se hizo más sensible la necesidad de señalizar los comercios mediante símbolos gráficos de carácter figurativo y simbólico. Así, pues, fue de buen tono que las tabernae fueran señalizadas con la corona de hiedra y que las panaderías desplegaran su actividad bajo la enseña de una mula cargada con un molino. Otro ejemplo es la parra que se dibujaba en las vinaterías o incluso las cabras que se pintaban con poca precisión sobre las antiguas lecherías. Sin más información que la que nos proporciona la historia material, se ha podido establecer, por otra parte, –y con cierta incógnita a su alrededor – que el escudo de armas, tan extenso en Roma, se asociaba a los antiguos mesones, siempre dispuestos a ofrecer comida y alojamiento a obreros y a turistas de todo el mundo. Lo más próximo que hubo a una función más comercial de la enseña fue la señalización de propiedades públicas y fincas residenciales, práctica que cobró vuelo a principios de la República. De este modo –y con la ayuda de las alusiones literarias sobre las insignias–, hemos sabido que la casa del poeta Marcial tenía por enseña un peral, la de Augusto varias cabezas de buey, y la de Domiciano una granada. Los estudios simbológicos del siglo pasado encontraron en el emblema romano una extensa abertura en la que ahondar. Al margen de la propaganda oficial que circulaba por las calles de la ciudad, las enseñas compartían la visión de un estado idealizado que enriquecía su significado mediante distintivos iconográficos de apariencia rural, religiosa y sobre todo militar. En todo lo expuesto se perfila una enorme vinculación con los fermentos del emblema republicano, que encontró sus principales representaciones en las conocidas siglas S.P.Q.R. (Senātus Populusque Rōmānus), «el Senado y el pueblo romano», y en el águila imperial que representaba a las legiones romanas. Tras la reforma que el general Cayo Mario promulgó en su segundo consulado, el ejército romano incorporó la presencia de animales en sus signia militaria (enseñas militares), a partir de las cuales cada cohorte pudo recibir una distinción visual dentro de la legión. Por esta razón, el águila de plata, así como la 26
serpiente o el dragón, se convirtió en el sello logotipo de las tropas romanas, de la misma forma que los acrónimos se convirtieron en una herramienta corriente de comunicación republicana. Lo mismo sucedió posteriormente con el Cantabrum, un antiguo estandarte celta que cubrió sus usos como señal militar pensada para enviar órdenes y señales a las tropas durante la batalla. La concepción de la analogía entre la política bélica y el Estado también es patrimonio común a enseñas como el haz de lictores (los fasces), un emblema militar de origen etrusco que se rindió tempranamente a los intereses de los monarcas romanos. Desde principios de la República, los haces de varas fueron transportados sobre los hombros de un número variable de lictores que acompañaban a los magistrados curules –los ediles encargados de las celebraciones– en honor a su poder de mando y de castigo. El tono implacable que presentaban estos artilugios simbólicos en las campañas romanas puede comprobarse en sus amplias aplicaciones sobre la iconografía de nuestros días, cuya forma ha sido incorporada en escudos y banderas de instituciones e ideologías de todo el mundo, así como en el escudo de la República francesa, en el distintivo de la Guardia Civil española o incluso en la simbología del Partido Nacional Fascista que gobernó Italia por el espacio de veintiún años.
La comunicación oculta. Aunque sin una confirmación arqueológica firme, se conoce el caso de una mesa de mármol hallada en una taberna pompeyana en la que se lee la consigna «tenemos comida: pollo, pescado, jamón, pavo y caza». Lo curioso es que, junto con los conceptos citados, aparece la figura de un corazón, un círculo fraccionado y el tallo de una palma sin una relación aparente con los diferentes términos grabados sobre la piedra. Una hipótesis que ha llegado hasta nuestros días es la que propuso Ibáñez en 1991: su monografía, equivocada o no, lleva a pensar en la posibilidad de que este reclamo, aderezado por un diseño misterioso, sea un tablero de juego propio de las tabernas romanas, donde las mesas del local, que incluían el menú tallado sobre piedra, eran empleadas, asimismo, como tablones de juegos de azar que disuadían los encuentros comunitarios en las tascas. 27
Bajo esta perspectiva es fácil comprender que el lenguaje secreto constituyera un elemento esencial en los juegos con altas apuestas que se celebraban de forma clandestina en los lugares públicos de la ciudad. En este sentido, el eclesiástico católico San Isidoro de Sevilla, por su parte, hizo mención en sus Etimologías XVIII a la forma de los juegos públicos de su época, estableciendo que «algunos jugadores imaginan ejercitar el juego mediante cierta alegoría aparente y lo representan bajo determinada semejanza con cosas. En este sentido afirman que juegan con tres dados para representar los tres momentos de la vida: pasado, presente y futuro […]. Explican igualmente que los caminos mismos del tablero están divididos en seis casillas de acuerdo con las edades del hombre, que forman a su vez tres hileras en concordancia con los tres momentos de la vida». (San Isidoro, 634: 64). Así se explica, pues, que el tablero de juego hallado en Pompeya, bautizado con el nombre Felix sex (los seis afortunados), incluya un mensaje breve repartido en tres líneas de doce caracteres cada una, a las que se les recortó incorrectamente una letra, como es el caso del verbo habemus (tenemos), mostrado en el tablero sin «h», o pavonem (pavo), transcrito sobre el mármol como paonem. En suma, las autoridades romanas se mantuvieron en su actitud reacia a los juegos de apuestas, ya que el ganador se embolsaba el premio completo sin tener que retribuir ningún porcentaje al Estado, lo cual convirtió a las partidas con apuestas encubiertas en el entretenimiento preferido de la mayoría de jugadores y apostantes de la época, así como de los altos cargos: se dice que el emperador Augusto llegó a perder en una sola noche cerca de 20.000 sestercios (26.600 de los actuales euros) y que Nerón, que fue dentro de este mundo un referente, podía llegar a apostar en cada partida unos 400 sestercios (532 euros). En un asombroso testimonio arqueológico de principios de los años sesenta antes de Cristo, los historiadores destaparon el sistema anagramático de permuta de letras que empleaba Julio César en sus cartas estatales, que tomó, hacia el 60 a.C., una forma arraigada y uniforme dentro de la comunicación de líderes públicos. El procedimiento de uso, introducido a finales de la era tardorrepublicana de la cronología romana, consistía en sustituir 28
cada letra del mensaje por la de tres lugares más adelante en el alfabeto: de este modo, pues, el término Caesar se transcribiría como «FDHXDV» y respublica (república) como «VHXSZEOMFD». Esta fórmula, este resorte secreto, era el método perfecto para enmascarar los comunicados oficiales de la dictadura romana. Los lectores ilegítimos, hasta algún límite, no tenían la capacidad suficiente para decodificar la clave establecida por los remitentes de las escrituras cesáreas, que quedaban contenidas a la intelección del círculo más próximo al régimen del César. En estos casos jamás faltaron alusiones simbólicas a uno u otro código secreto de comunicación hábil y poderoso como aquellos en los que el gran Julio César confió plenamente y a los que dedicó duros esfuerzos. Tras haber sido nombrado magistrado supremo de la República, el dictador trató de fomentar e incluso de complementar la generosidad de su gobierno repartiendo cuotas de tierra entre los ciudadanos más veteranos y los desempleados, con quienes incrementó su popularidad en el ámbito local. La pieza central de su propaganda, sin embargo, sería un conjunto de medidas políticas de novedad con las que aumentó los controles sobre los gobernadores provinciales y publicitó con cierto desvelo las discusiones y los debates del Senado, que perdieron su valor secreto y se constituyeron como elementos esenciales del estado romano.
El eslogan. La frase comercial aparece representada en publicidad como un lema o consigna que caracteriza el valor artístico y persuasivo de una marca, a la que le corresponde, por lo general, la función de subrayar los beneficios principales del producto a sus posibles compradores. El autor de uno de los blogs divulgativos más completos sobre Antigüedad, Javier Sanz, detalla atentamente el caso de un antiguo artesano de lámparas de aceite llamado Asenio, cuyo talento innovador fue especialmente beneficioso para el valor comercial de su marca durante los años del siglo II d.C. Sus buenos eslóganes, originales y novedosos, –y que tienen hoy mucho menos que antes de aquel carácter decisivo – fueron recibidos en círculos cada vez más amplios que indicaban al comerciante la dirección que debían seguir sus reveladores 29
mensajes. Del mismo modo, es sin duda importante que muchas de sus fuertes ideas serían lanzadas a partir de algunas palabras muy simples que entraron en la conciencia del comprador procurándole éxito y renombre al artesano, así como un lugar aparte en el mercado global:
«Las mejores lámparas labradas por Asenio».
La función que Asenio el artesano adjudica al eslogan publicitario dio un gran revuelo al orden práctico de la persuasión escrita, en el que se prestó gran atención a sus medios y elementos. Se podría reconocer que el eslogan de Asenio, que tenía un carácter decididamente emprendedor, cumplía con los requisitos de un tema publicitario efectivo: se trataba de una frase corta, fácil de recordar, formada por palabras sencillas y comunes con las que el producto adoptaba una personalidad distintiva.
30
CAPÍTULO III
LA PROPAGANDA ELECTORAL
Las características actuales de la propaganda política en el mundo occidental se configuraron en gran parte a partir del año 27 a.C. de la historia romana. El nacimiento del imperio, declarado titular de un avanzado sistema gubernativo y jurídico, hizo explícita la necesidad de estabilizar una nueva propaganda electoral que comenzó a circular generosamente por toda Europa. De todo lo cual, sin duda, el propio Octavio Augusto fue la cara más célebre de la propaganda imperial en Roma y, su arte –hecho de ilusión y esperanza–, rompió con la tradición más constante de la escultura y de las letras, lo cual ayudaría a explicar la fuerza y el éxito de sus políticas. Sus adelantadas técnicas de legitimización del poder por medio de la imagen fueron rápidamente copiadas por sus sucesores y por los miembros de los regímenes europeos posteriores, a pesar de que los actos propagandísticos estuvieran considerados como una injuria que atentaba contra el honor y la bondad del postulante e infamaba la naturaleza objetiva del candidato. Según se desprende del estudio de M.ª José Bravo Bosch, «los candidatos publicitaban su persona a partir del triunfo obtenido como el elogio de sus antepasados, buscando el reconocimiento de su familia y, por ende, el suyo propio, ya que el prestigio allanaba sin duda el camino hacia el éxito electoral de cualquier petitor o candidatus» (Bravo Bosch, 2010: 112). Teniendo en cuenta lo anteriormente dicho es fácil imaginar la importancia que debieron de cobrar tanto la integridad moral como la sinceridad en el carácter del postulante a magistrado, quien, después de superar el cursus honorum, debía pasar un severo 31
control institucional en el que se verificaban con estricta rigidez los requisitos legales exigidos para que el candidato pudiera presentarse a una elección. Además, el comité debía valorar rigurosamente su capacidad de entablar vínculos con la audiencia, con quien deberá mantener una fluida y afectuosa relación a lo largo de su carrera profesional. Sostiene la misma opinión el profesor Francisco Pina Polo, quien defiende que «un ciudadano romano que, como Cicerón, tuviera desde su juventud ambiciones políticas, estaba permanentemente en campaña electoral, porque todas sus actuaciones públicas –discursos en el Senado, ante el pueblo, en los tribunales o las actividades militares–, e incluso privadas, conformaban una imagen de él que había de resultar decisiva en las diversas confrontaciones comiciales que habría de afrontar hasta alcanzar como meta máxima el consulado» (Pina Polo, 2005: 93). Una fuente imprescindible para conocer sin límites ni reservas la estrategia electoral del aspirante romano fue el Commentariolum Petitionis, un pequeño manual de campaña escrito a mediados del siglo I a.C. por Quinto Tulio Cicerón en el que el filósofo y orador romano hacía una recomendación a su hermano, el futuro cónsul Marco Tulio Cicerón, sobre las ventajas de convencer al electorado mediante sofisticadas y hábiles técnicas de marketing político. Y como medidas prácticas, en su mayor parte difícilmente realizables, proponía rodearse de un numeroso séquito de consejeros y asesores, atraer la simpatía de los nobles y de los enemigos, y repetir ordenadamente los hábitos públicos para facilitar el acercamiento a sus votantes. La reiteración con que se abordaban los diferentes puntos del ensayo quedaba reflejada especialmente en las ideas de constancia y de dedicación ciudadana sobre las que el candidato debía incidir en su campaña, entre las que sobresalió primordialmente el no negarse a las propuestas del ciudadano. El ejemplo más visible de este vínculo entre el postulante y el votante lo constituye, definitivamente, la prensatio, los apretones de manos que transmitían cercanía entre las filas políticas y los civiles, quienes tenían que ver buenas expectativas en la campaña del aspirante (ambitus). A pesar de sus prejuicios urbanos, la relación entre el candidato y la población civil durante 32
la campaña llegó a su punto más álgido con la figura del nomenclátor –a quien se le asignaba la tarea de memorizar los nombres y las categorías sociales de los ciudadanos–, y la de los lictores –los funcionarios públicos encargados de escoltar a los magistrados–. Los expertos en el tema atribuyen gran parte del éxito político romano a los acercamientos personales que tuvieron lugar entre los aspirantes a magistrados y sus votantes, que siguieron siendo por mucho tiempo la forma más alta de la propaganda electoral. Sin embargo, puede decirse que el periodismo también desplegó una función vertebradora sobre el acto propagandístico en Roma, consistente en expresar y mantener el vínculo que unía a la ciudadanía en un mismo sentimiento de civismo y cohesión. En las ciudades del Imperio, los más antiguos focos de propaganda política estuvieron situados en el foro, donde tuvieron su origen los así llamados dipinti o programmata que dominaron las campañas de los siglos V a.C. y I a.C. Los dipinti, también llamados tituli picti, eran grafitis escritos con pincel de corte recto sobre las paredes de la ciudad, en los que se publicitaban tanto juegos de gladiadores (edicta munerum) como proclamas electorales ( programmata) con las que el político conseguía integrarse en sus raíces históricas, en sus aptitudes, en sus cualidades morales, e incluso en sus virtudes físicas. Un examen del pensamiento político permite vislumbrar que los valores de virtud y patriotismo, así como también los acontecimientos, se encargarían, en diversas ocasiones, de frenar o activar los ímpetus de la ciudadanía, mientras que la intervención de determinados estadistas contribuiría asimismo a tomar direcciones más o menos contradictorias sobre la necesidad de establecer un gobierno fuerte y centralizador capaz de enderezar a los romanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hubieron modernizado, otros grafitis, más simples, irrumpirían igualmente en las calles para sugerir una perspectiva más directa y concisa de la política, como se observa en la siguiente inscripción hallada en la antigua ciudad de Pompeya: « Vota a Cayo» , también conocido como Plinio el Viejo. Cayo Plinio fue un ciudadano ejemplar que vivió entre los años 23 y 79 d.C. Sus escritos nos lo muestran como un observador 33
sereno, impasible, que medita, reflexiona y escribe sobre la Historia y los fenómenos naturales de sus tiempos. Cuando el Vesubio entró en erupción la mañana del 24 de agosto del año 79, Plinio se hallaba en el cabo de Miseno, a unos treinta kilómetros de Pompeya, cuando decidió dirigir sus galeras hacia la ciudad napolitana de Estabia con la intención de observar de cerca el suceso y tender ayuda a sus amigos pompeyanos. A la mañana siguiente, el famoso escritor fue hallado muerto a la edad de 56 años bajo la sombría tiniebla de gases volcánicos que le negaron la respiración hasta la asfixia. Su sobrino, Plinio el Joven, decidió, por el contrario, alejarse del corazón del estallido y dejar constancia escrita de la insensata muerte de su pariente en su famosa obra Cartas a Tácito, en la que declara: «este fenómeno le pareció extraordinario a un hombre de la educación y cultura de mi tío, por lo que decidió acercarse para poder examinarlo mejor» (Plinio el Joven, Epistulae6, 16). Cuatro meses antes de que el Vesubio sepultara a ciudades como Estabia, Oplontis o Herculano bajo más de seis metros de lava y cenizas, tuvieron lugar las últimas elecciones en Pompeya, que, sin tocar apenas la estructura teórica de la propaganda, intensificó y organizó coloridas procesiones, festejos y banquetes curtidos de anuncios y proclamas muy diversas. Hasta tal punto las familias recomendaban el voto de los candidatos que creían de su interés: «Africano y Víctor apoyan a Marco Cerrenio para edil», llenando de nuevos hombres las élites provinciales. Es correcto pensar que desde de los siglos I y II d.C., las campañas electorales tuvieron lugar casi siempre en el foro, pero también en las calzadas y en los caminos romanos que se construyeron por esas fechas a lo largo y ancho del Imperio. Según las expertas palabras de la doctora Bravo Bosch, «Roma se utilizó como escaparate de las tumbas más llamativas y costosas situadas a lo largo de la Vía Apia (que enlazaba Brundisium con Roma) y Flaminia (de Aeriminium a Roma), con el objetivo de que los incontables viajeros que accedieran a la Urbe contemplasen la riqueza de las familias propietarias de tales monumentos funerarios» (Bravo Bosch, 2010: 112). Innumerables ejemplos de esta clase podrían citarse, pero todos ilustrarían en mayor o menor grado la tesis asentada 34
anteriormente, es decir: estos reclamos políticos, por razón de su popularidad, pasaron a ser un instrumento ideal de propaganda y publicidad que mostraba un estilo persuasivo fundamentalmente similar al que podemos hallar en nuestros días:
«Queremos a Tito Claudio Vero de duoviri».
Tales actividades políticas y la creciente importancia social y económica del duunvirato en aquel tiempo se han de observar, preferentemente, durante los primeros años de la República. Los duunviros, que poseían funciones equivalentes a las de los cónsules, administraban los negocios de la ciudad, inculpaban penas legales a los infractores de la ley y realizaban la jurisdicción municipal y la correspondencia administrativa en el exterior. El cargo de duoviro –todavía modesto– era ejercido por dos consejeros que tomaban decisiones por consenso sobre temas de política, economía y religión en nombre de la Curia, el consejo municipal de la Antigua Roma que recogía las opiniones globales de los hombres de estado. Las mujeres latinas, en cambio, bien fueran patricias o plebeyas, jamás compartieron sus derechos cívicos con los ciudadanos varones, pues éstas tenían prohibido el acceso a la política en todos sus aspectos y dependían legalmente del hombre. Sin embargo, «a la muerte de su padre, explica Mary Beard, una mujer adulta podía poseer propiedades por derecho propio, comprar y vender, heredar o hacer testamento y liberar esclavos» (Beard, 2016: 329). La riqueza material y los privilegios fiscales de los que gozó Roma durante el último período republicano y la primera etapa imperial fueron ideas repetidas en textos y en discursos apologéticos de todo tipo, como el que pronunció el retórico griego Publio Elio Arístides al emperador Antonino Pío en el año 143. El texto es una muestra halagadora de las realidades políticas, sociales y especialmente económicas del Imperio, en el que se manifiesta abiertamente: «todo lo que es fabricado en cada país se halla en Roma con abundancia. Los productos de la India, de Arabia, los tejidos de Babilonia, las joyas de los países bárbaros llegan aquí en grandes cantidades». El éxito que alcanzaron ciudades como Roma o Pompeya fue similar al que vivieron otras localidades lejanas a las 35
capitales del reino como Amiternum (Abruzos), de la que procedía el joven Cayo Salustio Crispo, famoso por trabajos como la Guerra Jugurtina o Historias, y quien, después de trasladarse a Roma junto a su familia, probó suerte en la política. Tras asistir a varios episodios de corrupción de los valores antiguos, Salustio Capitón, fiel a sus principios, se vio obligado a renunciar a su cargo en el año 44 a.C., tal y como lo explica él mismo en un fragmento de La conjuración de Catilina, su primera obra publicada: «mas yo, desde muy joven, como muchos me dediqué a la política por afición y allí tuve muchas experiencias negativas» (De Catilinae coniuratione 3, 3). Salustio fue acusado en varias ocasiones de concusión, es decir, de obligar a alguien a dar o prometer indebidamente recursos o acciones en su propio beneficio, por lo que su carrera política fue desde ese momento sacudida y casi quebrada. Muchas fuentes contemplan la posibilidad de que el propio Julio César fuera quien le sugiriera retirarse definitivamente de la vida pública para evitarle más problemas de tipo judicial, aunque, antes de que esto sucediera, su electorado –formado mayormente de obreros y proletarios de todas las procedencias–, le jaleó tal que así:
«Posaderos, votad a Salustio Capitón».
Y así como la carrera política de Cayo Salustio, más vehemente que ninguna otra, lo fue su ascendencia y sus ideologías progresistas, a las que renunció a cambio de buenas recompensas materiales. Con su sueldo de pretor, de gobernador de la provincia de África Nova, el saqueo al último rey númida Juba I y los fraudes fiscales que cometió sobre las entradas públicas de Roma, Salustio compró las tierras que se extendían entre las colinas de Pincio y Quirinal con el fin de convertirlas en exuberantes jardines con los que ocupar gran parte del tiempo de su jubilación. Los Horti Sallustiani, considerados uno de los más bellos parajes de la Antigüedad, reunían un gran número de pabellones, templos y esculturas monumentales entre las cuales se ha preservado el Obelisco Salustiano, el Jarrón Borghese o el Gálata moribundo, que fueron descubiertos a partir de las reformas que el Cardenal Ludovico Ludovisi, sobrino del Papa Gregorio XV, perpetró en el 36
lugar a principios del siglo XVII. Junto a la villa se construía un jardín de trazado geométrico, con fuentes, pequeñas construcciones y árboles que se podaban para formar paseos sombreados en los que se cultivaban plantas de flor. El emperador Diocleciano también se declaró fiel admirador de la paz y el reposo que le brindaban sus jardines en Dalmacia, a los que regresó después de renunciar a sus poderes políticos en el año 305 d.C. Sus muchas influencias en numerosos puntos del Imperio motivaron en sus seguidores cuantiosos ruegos y súplicas en las que se pedía su regreso a la política tras los conflictos sembrados por la llegada de Constantino al trono. Sin embargo, Diocleciano, ya retirado de sus trabajos, se mantuvo en una posición firme y clara a la que siempre prestó respuestas como ésta: «si pudieras mostrar la col que yo planté con mis propias manos a tu emperador, él probablemente no se atrevería a sugerir que yo remplace la paz y felicidad de este lugar con las tormentas de la avaricia nunca satisfecha». Estos acontecimientos estuvieron eternamente presentes en la vida del emperador, quien forzosamente replicaba de esta forma a quienes reclamaban su regreso al trono: «venid a Salona y podréis apreciar la felicidad de la que disfruto cultivando mis lechugas».
PROPAGANDA Y LITERATURA
Roma sólo pudo gozar de una existencia política firme durante períodos concretos en los que la literatura permitió la aparición y proliferación de valores propagandísticos encubiertos, cuya principal finalidad fue conservar y aumentar el poder político de los emperadores y los altos oficiales que ejercieron su cargo entre los siglos I a.C. y III d.C. El mismo Virgilio, el poeta que gastó cerca de 120 mil de los actuales euros entre la orquesta, el recital y la construcción de un mausoleo para enterrar a una mosca que creía su mascota, escribió en el año 29 a.C. Las Geórgicas, una obra influenciada por Los trabajos y los días de Hesíodo, en la que, además de tratar temas relacionados con las labores agrícolas y la vida en el campo, el autor mostraba los acontecimientos que siguieron al asesinato de Julio César, a partir de los cuales entabla analogías convenientes para el gobierno de Octavio Augusto. Naturalmente 37
fue útil que, en términos políticos, la propaganda lograra su efecto total merced a las victorias y a los triunfos del emperador, que fueron fielmente relatados por vigorosos escritores como Virgilio, Horacio, Tito Livio o Propercio, hermanados a finales del siglo I a.C. por la unidad «Círculo de Mecenas». El consejero político de origen etrusco Cayo Clinio Mecenas, íntimo amigo de Augusto, formó una coalición de autores a finales de la década de los años 30 a.C. con la que defendió y plasmó la ideología del primer emperador sobre un arte intencionado del que brotó la fuerza misma de la exaltación del líder y del Estado. Su reinado también quedó ligado a la Historia por el célebre programa de obras públicas ( publica magnificentia) que llevó a cabo en Roma a fin de embellecer la ciudad y dotarla de nuevos edificios públicos, acueductos y templos de los que construyó y restauró un total de ochenta y dos, según se desprende de su famosa obra Res gestae Divi Augusti. Tácito, en sus Anales, nos exponía, asimismo, la naturaleza de Augusto como Imperator y digno sucesor de Julio César, cuya política fue rígidamente metódica y meticulosa tras la proclamación de la Pax romana en el año 27 a.C.: el autor explica largamente que el emperador, de una elegancia suprema, dedicó arduos esfuerzos a ganarse la confianza del ejército, la estima del pueblo y el soporte de sus aliados a partir de las abundantes distribuciones de víveres y los pactos de paz que prometió a sus súbditos el mismo año de su coronación. Tras tomar posesión de los poderes del Senado, el emperador desplegó todos sus efectos militares sobre una poderosa legión con la que expandió las fronteras e inició un estado de crecimiento masivo y en gran parte sorprendente caracterizado por la calma, la seguridad y un largo período de prosperidad. Fenómeno complicado, en suma, el de la propaganda literaria, y escenario complejo también el construido por Virgilio en la E neida, donde se pone en claro, entre otros muchos temas y fondos, el mundo idealizado sobre el cual latían las expectativas puestas en César Augusto, recordando los más de trescientos templos construidos durante su mandato. En sus letras, el poeta lombardo no sólo enaltece la persona del emperador, sino también su trayectoria y sus denodadas victorias, además, por supuesto, de 38
su ideario político, que sigue un claro mensaje didáctico sobre cómo debe transformarse la sociedad romana. Para muchos, la lectura de la Eneida es un eco de la famosa épica de Homero, en la que se incluyen párrafos enteros dedicados a ensalzar la figura de Octavio: «César Augusto, del linaje de los dioses, que por segunda vez hará nacer los siglos de oro en el Lacio» (Virgilio, s. I d.C.: 126-127). La propaganda encubierta se convirtió en un símbolo de reverencia hacia los gobiernos tiránicos de los siglos I y II d.C. , cuyas principales muestras escritas dotaron a la publicidad de un carácter sólido y atractivo. Plauto y sus inmediatos sucesores repitieron en sus trabajos el estilo del comediógrafo Aristófanes, el autor de Las Nubes, una crítica a los sofistas en la que aparece por primera vez el gesto de levantar el dedo corazón como ofensa. Percibido como un alto orador e historiador por una proporción indeterminable de sus aliados, las palabras de Tácito fueron reveladoras de un infinito interés por el estilo de Tucídides, autor de La historia de la Guerra del Peloponeso, mientras el gran Ovidio, de poesía y mitología lleno, se cuidó de divulgar, en sus primeros libros, el programa regenerador de Octavio Augusto, así como también de indagar en los mensajes encubiertos en los mitos y en las leyendas de tradición griega. Tal era el caso de sus Fastos, una obra dividida en seis libros en los que el autor de Arte de amar y Las metamorfosis –y padre de grandes proverbios del estilo de «aprender es lo correcto, aunque sea del enemigo»– interpreta y explica el calendario romano en función de la etimología de los meses, el origen de las fiestas y los fenómenos astronómicos sobre los que el relato romano había dado una extravagante cobertura.
EL AUGE DE LA PROPAGANDA ROMANA
El estilo político del siglo I a.C. se mete en lo que F. Marco Simón y F. Pina Polo llaman «deshumanización del gobernante», el proceso por el cual el estadista sufre una divinización con la que sus poderes adquieren dimensiones míticas y legendarias. Después de poco más de cuarenta años al mando del Imperio, la muerte sorprendió al emperador Augusto en el año 14 d.C., así como a su hija Julia la Mayor. Al ver su vida declinar, César Augusto, 39
haciéndose llamar «hijo del deificado», demandó a sus súbditos: «¿les ha gustado mi forma de actuar estos años?»; «si os ha gustado mi forma de escribir la comedia de la vida, aplaudid al autor». Y según este testimonio, los aplausos arroparon una muerte solemne, espléndida, y justa con los floridos éxitos del emperador. A modo de ofrenda, el Senado lo declaró miembro del panteón romano y se renombró el mes de Sextilis con el nombre de agosto e n su honor, logrando siempre el más alto significado espiritual a través de los signos materiales más elevados. Además, se impuso que sus dos primeros nombres «César» y «Augusto» fueran adoptados por todos los emperadores posteriores. A tono con las circunstancias, la complejidad que se adivina dentro del cuadro general de la política vuelve igualmente a aparecer con el tono exaltado que presentaba la propaganda de esta época, cuya evidente influencia seductora sobre la ciudadanía procedía, en su mayor parte, de la devoción que se leía de aquellos carteles y grafitis con capacidad de hacer presente lo divino y lo trascendental mediante palabras sugestivas comprensibles para una población con escaso nivel educativo. Estas grandes experiencias habían hecho patentes los vicios y la astucia de la oligarquía gobernante, su capacidad, su espíritu intrigante y su relativa condescendencia con los ciudadanos de Roma, con quien la facción política mantenía relaciones quizá no ajenas a la mentira y la traición. Por puros y nobles que fueran los políticos, el pueblo vivía en una corrupción completa y sistemática tras la que la aristocracia ocultaba sus planes y su pasión por reunir municiones, dinero y soldados con los que empeñar en la lucha para conseguir un objetivo generalmente difícil de alcanzar. Así podían ser elegidos los habitantes que por sus virtudes patrióticas, sus talentos y su acreditada prudencia hubieran merecido el aprecio de sus conciudadanos, cuya buena opinión y fama serían las electoras de los diferentes postulados políticos que en parte se recogían a través de dos asambleas: los comitia centuriata –para las magistraturas mayores (pretura y consulado)–, y los comitia tributa para las magistraturas menores. Fue con una acentuada superioridad numérica y material que la propaganda se segregó de forma ininterrumpida por las principales calles de la ciudad bajo un 40
patrón comunicativo bastante definido, en el cual, un sujeto –personal o colectivo–, daba el nombre de un candidato y el cargo que éste debería ocupar en las próximas elecciones.
«Los barberos pompeyanos recomiendan a Trebio como edil».
Señalaba un orgulloso método de propaganda política la promoción del gobernante desde la opinión subjetiva del ciudadano común, que desde fecha temprana bebió del respeto y del honor que sentía el pueblo por los cargos públicos. Sin embargo, el caso de las injurias y de las amenazas hirientes no fue menos notable que los mensajes formales que circularon por territorio latino durante las atronadoras campañas políticas: la profesora universitaria María José Bravo Bosch, a quien tanto debe el estudio de la publicidad electoral en la Antigua Roma, declara que «algunas veces [la propaganda] contenía veladas o claras amenazas para el candidato propuesto por el autor del indigno grafiti, deseando que pierda e incluso que nunca más pueda ser elegido para ningún cargo, y otras sin embargo eran escritos indulgentes e incluso portadores de fortuna para quienes superasen la tentación de profanar las tumbas mejor situadas para convertirlas en vallas publicitarias de primer orden» (Bravo Bosch, 2010: 113). He aquí una inscripción cuya picardía no es necesario subrayar:
«Toda la gente que se ha dormido vota a Vatia».
La Historia nos cuenta que el senador y cónsul romano Publio Servilio Vatia, de dudosa reputación, llegó a sentirse ridículo e incompetente tras el odio que se leía de eslóganes como el anterior. A medida que la política se tornaba nebulosa, ingenua y falsa, más claramente se manifestó la protesta que se venía produciendo en lo que hasta entonces se entendía por revolución. Por lo general, las plataformas de opinión ciudadana fueron permeables a la influencia de la guerrilla política, que dejó caer su peso sobre los grafitis que se escribían de noche a fin de no congestionar el paso de los viandantes y de evitar hostilidades por parte de la oposición y la ciudadanía, que denunciaban los excesos
41
de los mensajes políticos con la antipatía y el desprecio que el siguiente mensaje refleja:
«Ruego no se escriba nada aquí. Maldecido aquel candidato que estampe aquí su nombre sobre estas paredes, porque no será elegido».
Lo que la propaganda significaba para el pueblo, la imagen simbólica del triunfo, la visión, la idealización o la expresión lírica del Estado, lo representaban las monedas de la época, cuya hábil función propagandística deriva de una cierta capacidad de transmitir mensajes elogiosos del ejército, de las grandes obras públicas, de los dioses, o simplemente de las virtudes del emperador. El estudio de Ana M.ª Vázquez Hoys señala que la llegada de Julio César al poder marcó el comienzo de la representación de personajes vivos sobre el anverso de las monedas, una costumbre que fue vista por la República como una aberración de las monarquías orientales. La sucesiva evolución del sistema pecuniario romano, que se tuvo a partir del reinado de Augusto, suprimió la visión negativa y difamada de la acuñación monetaria y la convirtió en una eficaz herramienta de propaganda política característica de los períodos imperiales. De ahí se deduce el caso del emperador Galieno, quien, habiendo dado pasos audaces para preparar el camino y el ánimo a la gente, se manejó con moralidad y disciplina en su campaña política gracias al gran número de monedas (antoninianos) emitidas durante su reinado, que fueron sus mejores apoyos y grandes propagadores de la opinión nacional. El origen conocido, en la Antigüedad clásica, del amplio y complejo movimiento propagandístico vinculado a las monedas tiene sus antecedentes en la crisis que sumió a Roma en un profundo estado de incertidumbre durante la mayor parte del siglo III, en cuyo curso abundaron las presiones políticas y los trances sociales y económicos, además de las intimidaciones que numerosos pueblos como los visigodos y los palmirenos perpetraron en más de una ocasión en las fronteras imperiales. Con el mismo equilibrio de fuerza, estrategia y destreza en el oficio, el emperador Galieno, que supo lidiar con éxito en lo militar, se cuidó de lucir un rostro victorioso pleno de virtudes en sus monedas, lo que le permitió 42
reforzar su poder y ganar adeptos para su gobierno, que desde un primer momento se aventuró indómito debido al escaso poder de decisión de su líder y a la magnitud de la depresión a la que se enfrentó entre los años 253 y 268 d.C. 43
CAPÍTULO IV
LAS RELACIONES PÚBLICAS
De algún modo puede traerse a colación que la propaganda electoral, inacabada y forzada por las circunstancias, no fue ajena al énfasis que merecieron los sistemas de promoción personal en la Antigua Roma, que tomaron forma material a principios del siglo II a.C. Tempranamente, las relaciones públicas afirmaron la individualidad del estadista y su independencia social al frente del Estado por medio de la expresión de ideas eternas e invariables sobre sus propios triunfos políticos y militares. La exploración temprana de las relaciones públicas nos lleva, de ahí, a pensar en las incontables obras de monumentalización que se perpetraron en Roma desde finales de la República y en las ampliaciones urbanísticas del Imperio, que fueron una cantera inagotable de mensajes políticos y militares propios de un sistema de gobierno autócrata y tirano llevado a su esencia. En las ciudades latinas se sucedieron, pues, varias obras públicas que dotaron al Imperio de un valor promocional incalculable; algunos ejemplos de esta perspectiva monumental dan cuenta de la importancia de los templos honoríficos, esculturas colosales o arcos triunfales, de los que en Roma se conservan el Arco de Tito, erigido para conmemorar la toma de Jerusalén y la destrucción del segundo templo de la Ciudad Santa; el arco de Septimio Severo, levantado en el año 203 d.C. para glorificar las victorias militares del emperador sobre los partos; o el de Constantino, en el que se conmemoraba tanto la victoria del emperador en la batalla del Puente Milvio como el legado de sus predecesores. Como fuente de promoción para la historia de Roma, tuvieron una cierta importancia, asimismo, los pilares y los obeliscos, cuyo principal valor propagandístico puede 44
observarse claramente en la columna de Marco Aurelio – construida en honor al emperador tras su muerte en el año 180 d.C. –, o en el obelisco de Trajano, en cuyos relieves se narran las campañas contra los dacios en un tono notablemente laureado. El gran tamaño de la columna, que le añade un valor jerárquico al mensaje propagandístico, ha llevado a muchos historiadores a remarcar la imposibilidad de leer sus inscripciones de principio a fin –dados sus más de treinta metros de altura–, por lo que puede ser considerado como una herramienta poco útil para la persuasión, aunque extremadamente eficaz para la atracción y sugestión. Otras obras públicas, iniciadas también por el primer emperador romano de origen hispano, gozaron también de una popularidad e influencia constantes: en el siglo II d.C., el gran mercado de Trajano, un colosal edificio de planta semicircular, asumió la misión de proveer al pueblo romano de toda clase de productos como aceites, pescados, carne, vino o pan por medio de ciento cincuenta establecimientos interiores repartidos en seis niveles distintos y coronados por una serie de oficinas y una completa biblioteca. Entre los ejemplos más brillantes de la producción monumental antigua están también las obras del emperador Adriano, sobrino de Trajano, cuya relación con la propaganda fue abordada mediante la construcción de muros contra las amenazas invasoras –como el de Britania–, la introducción de un gran número de funcionarios en la administración pública o las desmesuradas subidas de impuestos con las que financió el total de sus proyectos de arreglo urbano. Su intensiva política de embellecimiento de la ciudad proveyó al reino de grandes monumentos como el Panteón (118 d.C.), el castillo Sant’Angelo (135 d.C.) y la famosa Villa Adriana, una suntuosa aldea que en sus mejores tiempos contó con fértiles valles alrededor de sus palacios, termas, bibliotecas, templos y enormes salas destinadas a la celebración de ceremonias oficiales, con las que se incrementó finalmente el acervo práctico de su fuerza política. Las noticias que los emperadores romanos nos dieron en su época sobre la persuasión ocuparon la parte más grande de todo lo que sabemos de las relaciones públicas modernas, que fueron extendidas con acierto por ilustres personajes del mundo contemporáneo como el 45
empresario Bill Gates, quien aseguró que si tan solo le quedara un dólar lo gastaría en gestión de relaciones públicas; o el presidente norteamericano Harry S. Truman, de quien se puede entresacar la siguiente cita: «todo presidente es un hombre de relaciones públicas glorificado que pasa su tiempo halagando, besando y pateando a la gente para conseguir que hagan lo que tienen que hacer de todos modos». El texto que sigue es una versificación del antiguo sistema de prescripción personal que se encuentra en antologías y compendios tanto medievales como renacentistas, y aun posteriores, como el Corpus Inscriptionum Latinariumdel siglo XIX:
«Votad a Marco Holconio Prisco para alcalde. Lo piden Helvio Vestale y todos los vendedores de fruta».
Interesante es saber, igualmente, que ciertas agrupaciones familiares, como los Holconii, una rica estirpe de empresarios pompeyanos, o los Flacci, una rama de la gens Fulvia, figuran como los primeros responsables de la creación de obras públicas en la ciudad y como los principales encargados de poner fin a los males económicos de Roma. Había sido uso en los panegíricos y en las antiguas odas alabar las virtudes de las familias patricias, elogiar y celebrar sus obras, e incluso esculpir estatuas en su honor como máximo agradecimiento a los grandes patriarcas, que tuvieron una presencia cada vez más activa en el desarrollo del Estado romano. A mayor abundancia, las familias aristócratas, que hacían y deshacían la ciudad a su placer, se vieron abocadas a aceptar un cierto grado de autonomía local con el que glorificaron sus virtudes y remarcaron su posición privilegiada a la cabeza de la sociedad. Buen ejemplo de estos sistemas de publicidad encubierta, que tuvieron una gran importancia como herramientas de comunicación en época imperial, fue la creación de espacios arquitectónicos diseñados para la celebración de ceremonias de triunfo, obediencia y unidad, donde además se exhibían los botines y los prisioneros que habían sido conducidos a Roma por el Estado. También en época republicana, los grandes patriarcas romanos mostraron su verdadera pasión por el ars oratoria, aunque de modo más individualista, funcional y ambicioso, como bien evidenciaron 46
familias ilustres como la gens Julia, Pomponia o Apia. Sólo durante la segunda mitad de la República llegó a tener Roma un sistema retórico bien arraigado que logró fama durante los más ricos estadios culturales de su historia (s. II y I a.C.), en parte gracias a los discursos y a los sermones políticos que se extendieron y generalizaron desde fecha temprana en los foros, circos, teatros y anfiteatros de todo el Estado. Es claro, entonces, que para la sociedad romana la propaganda personal, entendida de esa manera, condujo no sólo a una riqueza global, sino también al crecimiento urbanístico de la ciudad y al desarrollo completo de una sociedad que buscaba a tientas el equilibrio entre los diferentes polos del poder político. No debe de haber demasiada exageración en tales afirmaciones cuando grandes gobernantes de la época republicana como Julio César o Lucio Junio Bruto, en el tono soberbio que les es peculiar, justificaron la adoración de la política romana a través de su respetada imagen. Tal vez por ello, y con el fin de remarcar su incalculable valor como estadista, César nos dejó esta inconcebible historia en la que dio verdaderas muestras de su carácter necio: cuando viajaba hacia Rodas en el año 75 a.C. para encontrarse con Apolonio, autor de las Argonáuticas y maestro de Cicerón, su barco fue secuestrado por un grupo de piratas. En ausencia de fuentes precisas y de un enfoque histórico riguroso sobre el tema, los estudiosos más fantasiosos concordaron que el capitán de los corsarios reclamó un total de veinte talentos por el rescate del líder romano, quien –con motivo seguramente de su vanidad y su narcisismo– se mostró furioso e indignado ante tal ridícula cantidad; tal y como supone la mayoría de las teorías realizadas recientemente, Julio César, que fue así uno de los más prestigiosos políticos de su época, imploró a los secuestradores que subieran la cifra, pues según él, valía mucho más de veinte talentos. Los bucaneros acordaron, finalmente, un rescate por el valor de cincuenta talentos, el precio que pagó su clan para la liberación del líder. Sin embargo, el rehén, seguro de su propio valor, se sintió terriblemente ofendido por aquella mísera cantidad, motivo suficiente para que, una vez liberado, organizara una flota naval 47
para asaltar el refugio de la banda y practicarles la crucifixión a todos sus miembros. Así las cosas, el líder romano –cuyos actos excéntricos provocaron en más de una ocasión agitadas y polémicas tensiones en el seno de la política latina– elogió no solamente su papel en el gobierno, sino también los valores de su persona en general. Los vínculos estrechos que en la tradición occidental se establecieron tempranamente entre el Senado y el pueblo latino comenzaron a debilitarse a principios del siglo I a.C., cuando César –en cuyo programa se aunaban ambiciones antiguas y modernas– promovió una serie numerosa de procesiones triunfales en las que desfilaron botines de guerra procedentes de todo el mundo que le permitieron enaltecer su poder y remarcar su eficacia como caudillo y héroe de Roma. Las obras Comentarios sobre la guerra de las Galias y Comentarios sobre la Guerra Civil, publicadas sobre los años 50 y 40 a.C. por Julio César, son una prueba indiscutible de propaganda ante el Senado y el pueblo latino: sus numerosas referencias a los aspectos de la vida cotidiana en el ejército del período de la república tardía tomaron un cariz promocional, más concreto si cabe, que acogió bien la difusión de los valores de la política republicana. El momento vital de la ascensión de César a cuestor en el año 69 a.C. significó la creación de las Acta Diürna. La publicación de las obras diarias del Senado, compendio de los sucesos sociales y resumen de los negocios públicos, se tradujo en una nueva iniciativa propagandística al más estilo elogioso de sus monografías pretenciosas. Este punto adquiere especial importancia al destacar el cambio fundamental que supuso convertir los temas de la asamblea en cuestiones de interés público ( rēs pūblica) a los que Augusto tuvo la audacia de suprimir tras la proclamación de su Principado. Conviene, por otro lado, dejar bien sentado que entre la invención de las actas y el reinado del primer emperador, las principales publicaciones mediáticas se vieron envueltas por un número incalculable de noticias indiscretas sobre bodas, defunciones y chismes populares que tanto atraían a los romanos. Las publicaciones senatoriales, igualmente cubiertas de un número importante de habladurías y patrañas, dieron paso al Acta Diürna 48
Urbis, «las actas diurnas de la ciudad» , un conjunto de notas e informaciones jocosas que fueron, probablemente, una de las principales responsables del importante estado de retraso cultural e institucional de la Roma republicana. Estas acotaciones, de ninguna manera exhaustivas, vinieron a significar un importante punto de inflexión en muchos sentidos: tras el pontificado de Publio, se compilaron los Annales maximi, en los que se registraron cronológicamente los sucesos históricos de la Antigua Roma, así como los Annales pontificum, una colección de textos difundidos por el pontífice máximo y cómodamente adaptados a todas las formas de vida jurídica que contenían el registro completo de los principales hitos de carácter bélico, político o histórico que se sucederían en era republicana. En el tiempo en que Virgilio escribía sus textos, los conflictos sobre el uso de las actas se intensificaron: la información pública sufrió aquí un riguroso control durante los años en los que la tradición periodística se vio sometida al poder político de las instituciones romanas, que ejercieron un indiscutido control sobre la información y los medios públicos. Uno de los datos más conocidos de la historiografía romana, ya presente en las crónicas del siglo XIX, consideraba que los antiguos sistemas de comunicación, sistematizados desde hace algunos años, se vieron desarticulados y desprestigiados socialmente por la censura, que llegó a omitir contenidos sin consideración alguna a razones de bien común o de utilidad, así como también de formación pública, iniciando una persecución política, una mayor represión y un régimen dictatorial desahogado en duras penas y sanciones. Con ocasión de un estudio sobre la historia de las relaciones públicas realizado por la Universidad de Palermo, Cristina A. López caracterizaba así esta situación: «tras la caída del Imperio Romano, siguió una época de oscurantismo durante la Edad Media, donde el desarrollo de la disciplina fue casi nulo, pues el libre debate de ideas mermó su envergadura hasta abrogarla» (López, 2013). Tan pronto como los valores éticos del Renacimiento calaron hondo en la Europa de los siglos XV y XVI, la comunicación pública volvió a tomar la forma de una actividad lícita y totalmente integrada en la democracia y en la neutralidad. Como fue habitual en otras épocas, 49
la apología de la libertad de expresión como el más elevado de los derechos –garantía de la ley y del orden– se ajustó, en apariencia, a las necesidades de libertad individual engendradas por el pueblo, con las que finalmente se trajo a razón al ciudadano para ejercer su derecho de hablar libremente sobre cualquier asunto de interés público.
LA MALA PUBLICIDAD
Contrapunto de la publicidad comercial fue la publicidad de impacto negativo, desde la cual el pueblo criticó a la sociedad en la que vivía y en la que tanto se sufría. Durante muchos años, los intereses comerciales del pueblo romano fueron pacíficos y beligerantes a partes iguales, llenos ambición, y por su lenguaje, sobrados de astucia y de sagacidad. No cabe absolutamente duda alguna de que, desde un punto de vista social, el grafiti, un vehículo propagandístico de primer orden, actuó como un hábil recurso para dañar la imagen pública de estadistas, pensadores y anónimos bajo la influencia decisiva de la difamación y la crítica. Se conocen bien los efectos de esta poderosa herramienta que encontró su mejor riqueza y profusión en los períodos más difíciles de la historia romana, sobre los que se abatió una entera rivalidad por parte de todo tipo de agitadores e instigadores de gran hombría, cuya dominación había echado raíces en todo el territorio romano. La dramática realidad social que recorría con intermitencia cada uno de los rincones del Imperio se habría reflejado perfectamente en los zafios y elegantes grafitis que movían a los ciudadanos a la burla, a la crítica y a una viva polémica en la que todos los estados de la ciudad se vieron finalmente implicados. Un texto justamente famoso de Juvenal permite evocar con cierta precisión la atmósfera característica de esta notable concepción del amor carnal, que no hace sino señalar a la joven prostituta Mesalina, apodada perversamente como Lycisca (mujer loba), en el centro de estos «vicios infames»:
«Y allí, bajo el fingido nombre de Lycisca, se prostituía con la tosca clientela del lupanar,desnuda sobre la cama, exhibiendo el vientre que albergó al generoso Británico» . 50
Las primeras críticas se realizaron plenamente, y sin dificultad alguna, en el sector de la prostitución, ya que, precisamente en este período, las crisis sociales comenzaron a fundirse maravillosamente en los rostros públicos de la Roma imperial, que fueron claras víctimas de la extorsión y de las malas prácticas de los agitadores del régimen. El caso de Mesalina ilustró magistralmente la aparición de la mala publicidad bajo la influencia del «boca en boca», con la que entró en conflicto su relación con el emperador Claudio después de que salieran a la luz sus incontables adulterios. De Lycisca se cuenta que practicó sexo con cerca de mil miembros de la guardia Pretoriana y que en su misma noche de bodas encontró consuelo en un esclavo que cuidaba de sus jardines mientras Claudio se hallaba en sus estancias. Pero ni su misma condición presidencial ni su hipersexualidad la alejaron jamás de su pasión por los hombres; bien al contrario, decidió instar a la comunidad de prostitutas de Roma a comprobar cuál de ellas sería capaz de acostarse con más hombres en una sola noche. El gremio de cortesanas envió a Escila en su representación, una joven meretriz conocida por su fogosidad y su dilatada experiencia y, tan pronto como el esposo de Mesalina partió a la campaña de Britania al anochecer, ambas prostitutas iniciaron su particular desafío: tras atender a veinticinco soldados, nobles y a conocidos rostros de la corte imperial, Escila se rindió y la desvergonzada Mesalina, no satisfecha con su resultado, decidió elevar su contador a los doscientos hombres, logrando una victoria indiscutible sobre su rival, quien se retiró de sus estancias murmurando: «esta infeliz tiene las entrañas de acero». En otro viaje de Claudio a la isla de Ostia, Mesalina contrajo matrimonio con el cónsul Cayo Silio, con quien tramó una perversa conjuración contra el emperador. A su regreso, Claudio, que había sido avisado por su liberto Narciso, descubrió la infidelidad y condenó a los pecadores al suicidio. Sin embargo, Mesalina no logró quitarse la vida por sus propios medios, por lo que fue decapitada a espada en los soleados jardines de Lúculo a la edad de veinticuatro años.
51
Por contraste, gran parte de la nueva publicidad, si bien compartía parte del formato comercial de la prostitución, se convirtió en una forma específica de publicitar que ofrecía representar, a nivel urbano, los intereses sociales generales de toda la sociedad. De la misma manera, tampoco fue difícil ver mensajes salidos de tono y vestidos con un generoso sentido de la venganza, de la ira y del odio, que desde muy pronto fueron motivo de unánimes críticas por parte de la gensromana:
«Perarius, ¡eres un ladrón!»
Una primera síntesis teórica sobre esta clase de comunicación masiva fue elaborada por Francisco Arroyo, quien termina su tesis citando algunos casos de exaltación en paredes de antiguas ciudades italianas como Roma, Ostia o Pompeya. Sus trabajos señalaron la existencia de un gran número de mensajes anónimos que demostraban equivalencia entre el insulto y el desprestigio del enemigo bajo una idea clara de venganza y de escarmiento, dando lugar a singulares señas de identidad y valores propios de las tradiciones romanas más perversas. En este otro ejemplo, de igual causa y composición, su artífice emplea no uno, sino tres infames atributos para lanzar blasfemias a su enemigo:
«Oppius: ¡payaso, ladrón, sinvergüenza!».
Semejante alboroto social, ciudadano y político había llevado a la elaboración de una imagen fatídica de la civilización romana que ganó fama internacional mediante anuncios obscenos escritos en un lenguaje claro y directo, realista, y siempre armado con un montón de expresiones y vocablos populares. Arroyo también comentó en su estudio que los baños públicos, las termas, fueron el mejor lugar para lanzar amenazas, injurias o insultos al adversario, además de ser, a todas luces, el entorno perfecto para lanzar alardes y propuestas sexuales de todo tipo.
«Cosmo, gran invertido y mamón, es un perniabierto».
Merced a un nacimiento y expansión muy ligado a la revolución, los excesos se acometieron desde entornos privados, 52
colectivos e incluso corporativos, que alcanzaron gran intensidad en comunidades sociales exhaustas y desfavorecidas. Según las colaboraciones de Kristina Killgrove en el Journal Anthropological Archaeology (Florida) –divulgadas por Stephanie Pappas en Live Science– , los extranjeros, los refugiados y los clientes enemistados con sus patrones fueron obligados a vivir en unas condiciones miserables en los suburbios de la ciudad; los ciudadanos desamparados y su expresión concentrada, los indigentes (blomochoi), fueron el contrafuerte a la vez moral y tangible de toda Roma, tal y como nos muestran con toda claridad las citas y los testimonios de la época. Tradicionalmente, se ha venido considerando que los proletarii, para quienes su única riqueza era la prole, ocuparon el primer plano en el debate público, tanto por sus escasas formas de vida como por el desprecio que podían llegar a causar en la mayoría de la población romana, resultando ser las principales víctimas de la exclusión social:
«Yo detesto a los mendigos. Si alguien le pide algo gratis es un idiota, que pague su dinero en efectivo y conseguirá lo que quiera».
A la clase marginada se la sitúa fuera de las fronteras aceptadas por la sociedad y representa un problema tan grande y urgente que para el Estado resulta intratable y engorroso. Todo ello convertiría al colectivo en un grupo social excluido que apareció así con una significación muy precisa en la que se describía a aquellos ciudadanos que estaban bajo la línea de la pobreza como un amplio sector de la población inadaptado, mucho más hostil de lo que cualquiera hubiera podido imaginar, y sin aspiraciones sociales de ningún tipo. A semejante definición seguía una larga lista de grupos urbanos tales como delincuentes, desertores, pordioseros, violentos o criminales, todos los cuales llegaron a constituir probablemente alrededor del treinta por ciento de la antigua sociedad romana. Es probable que ninguna otra región de Europa haya engendrado tanta población en situación de calle a través de los siglos como Roma, en parte porque los habitantes de la península siempre habían tenido tendencia a superar los recursos disponibles y porque durante la
53
época imperial Roma llegó en más de una ocasión a ostentar el centro de la corrupción y del fraude. En esta sociedad convulsionada por demasiadas ansiedades, la subsistencia de la clase marginada, víctima de un sistema sin clases medias, estuvo muy vinculada – según los estudios de Killgrove– al consumo de mijo, un cereal exclusivo para la alimentación del ganado. Tal y como se ha podido concretar en las diferentes radiografías de fémur realizadas en antiguos cementerios romanos de los siglos I, II y III d.C., los habitantes de los suburbios consumieron un número elevado de plantas del tipo C4, que son en general más fibrosas, como el mijo y el sorgo, mientras que las clases altas gozaron de una selecta y sana dieta a base de mariscos, caracoles, frutas y verduras exóticas.
54
CAPÍTULO V
EL MERCADO DEL OCIO
La particular relevancia del ocio en Roma surge del ideal griego como punto de referencia crucial entre el proceso de civilización y el fomento de ideales tales como libertad, satisfacción y unión popular. Recién entonces se puede hablar de un complejo y variado estado de ocio (otium) de enorme alcance que comenzó a difundirse rápidamente por Europa y por los territorios colonizados en época imperial. Por lo general, ocio, juego y deporte aparecen en este espectro como acciones propias del tiempo libre, pero cada una de ellas tiene un linaje, una historia y un sentido que responde a fases, condiciones y desarrollos cambiantes en el orden social antiguo. Se puede, en efecto, afirmar aquí que los romanos fueron verdaderos amantes de las celebraciones y de los eventos religiosos que en su ciudad se celebraban con abierta emoción: las Saturnales, las lupercales, Equiria, las fiestas de Bona Dea… Si nos remontamos a las primeras fuentes, las cifras transmitidas sobre el número de festividades en el período imperial resultan tan exageradas que, según Gregorio Doval, por cada día laborable hubo dos festivos. Salvo ciertos casos concretos, las fiestas populares iluminaban con una luz superior tanto los valores morales de la ciudadanía como la visión integrada de la sociedad, sin apenas distinciones de estatus o de rango social. La constante oposición entre patricios y plebeyos, entre opulencia y carencia, tenía una función bien definida en Roma: establecer el ocio como una forma de control social y de deseabilidad estructural. Este destino hace evidente, pues, la necesidad de identificar y comprender un régimen cultural y 55
religioso en el que se lleven las alianzas, las regulaciones y los rasgos lúdicos del juego a un ordenamiento general, duradero y al margen de los condicionamientos locales.
EL OCIO EN LAS TERMAS
La magnitud expansiva de los baños griegos en el siglo V a.C. consolidaron las termas como un edificio público dotado, como mínimo, de tres salas básicas, es decir, frigidarium, tepidarium y caldarium, a las que acudían los antiguos romanos a llenar su ocio y a degustar el placer del baño. A lo largo del período romano, los edificios termales fueron adquiriendo mayor complejidad durante toda la Historia hasta nuestros días, en las que antiguamente se podía disfrutar de entrenamientos en la palestra, de juegos de pelota, masajes, o incluso de dolorosas depilaciones. En las antiguas villas romanas, las termas (balneum) cumplían con una extensa función social, fundamental para la conversación relajada, el recreo y el debate, y con un amplio acervo político poseído de argumentos propagandísticos y al gusto de la época; con un ambiente sereno, firme y una siembra constante de frescos, mosaicos y estatuas que promovían una visión feliz, bucólica e idealizada de la vida en la ciudad. Hay una obra espléndida e incuestionable y se trata de Epistulae ad Lucilium, e n la que el filósofo, estadista, escritor y orador Lucio Anneo Séneca, cordobés de nacimiento, aborda en la cuarta parte los principios y las bases de la filosofía estoica. En cierta ocasión, también menciona las proporciones comerciales de las termas y sus efectos devastadores para la ciudad, de los que la gran parte del vecindario se consideraba afectado y perjudicado. Con todo aplomo y energía, Séneca, que residía cerca de las termas del centro de Roma, habló largamente sobre cómo los vendedores de pasteles, los vendedores de salchichas –el producto de consumo favorito en las lupercales– y en general todos los corredores de comida pregonaban sus productos alrededor de los baños públicos, causando inmenso furor en los distintos vecindarios. Algunos especialistas afirman que, dadas las características comerciales de las termas, los emperadores ofrecieron cada vez servicios más 56
diversos y completos: los baños de Caracalla, por ejemplo, con un aforo aproximado de mil seiscientos usuarios, prestaban servicios bibliotecarios, comercios, e inmensos jardines provistos de una gran piscina pública donde hombres y mujeres, ricos y pobres, disfrutaron del baño hasta el año 320. En esta época que se narra, el cristianismo prohibió definitivamente la entrada de las mujeres en las termas por ser consideradas como una constante provocación erótica y por tomar el baño mixto como un abuso y como un escándalo de prostitutas y cortesanas.
DE ANFITEATROS Y CIRCOS
En el anfiteatro. Las batallas en la arena pública fueron la manifestación de ocio más popular durante la época imperial y la que mayor presencia tuvo en el conjunto de la sociedad latina. Los grandes espectáculos de masas así entendidos ( ludi publici) se convirtieron en centros de recreo y en foros para la participación y la colaboración ciudadana, que según Ville «no hacían más que reproducir un tema de propaganda en favor de los gladiadores y del Estado» (Ville, 1960: 313). Se puede, así, intentar una síntesis reconociendo que el Coliseo, monumento símbolo de Roma, ejerció de manera indirecta y controlada la promoción del Imperio, que debía endulzar los ánimos de quienes quedaron sometidos a él, así como calmar la conciencia moral de quienes lo sometían. La obra fundamental de Vespasiano y su hijo Tito, la construcción del anfiteatro Flavio en el año 82 d.C., tuvo un efecto sensacional para el pueblo de Roma, que llegó a sentirse protagonista de los sangrientos espectáculos que se organizaron para su único disfrute. Este enfoque nos explicaría también que el anfiteatro fuera el lugar donde mayor relevancia y fama alcanzó la propaganda de la política y del modo de vida romano, que encontró su principal difusión en los mensajes que se transmitían desde la arena y en sus ilustres reclamos publicitarios, cuyo origen hay que buscarlo en comentarios como éste:
«Treinta y seis parejas de gladiadores de Constanza lucharán en Nuceria el 31 de octubre y noviembre de 1-4». 57
Todos los datos confluyen al indicar que los antiguos espectáculos públicos son una forma extraordinaria de propaganda política que no mira a más que a defender y a exaltar el prestigio del emperador estableciendo el orden como base y el progreso como meta. En la historia que se quiere contar, la figura de Juvenal representa un punto de partida decisivo y, ante todo, su conocido proverbio «panem et circenses», pan y circo para el pueblo, frase sin duda polémica, pero que tuvo una influencia inmensa en su carrera. En lo que atañe a la historia de la propaganda, con él se denuncia de manera definitiva y sin ninguna ambigüedad la perversión política y a la vez hace funcionar su sátira dando la primera descripción de la realidad social. Sus luminosas palabras resumen la práctica de un gobierno que provee a las masas de entretenimiento y de alimento para mantenerla tranquila y alejada de sus peligrosas artimañas. En ocasiones los grandes estadistas cubrieron los gastos del anfiteatro haciendo el acceso a ellos gratuito para la población, a la que otorgaban un tique profusamente decorado con escenas de teatro, máscaras y animales que indicaban la zona de la cavea que debían ocupartanto en los teatros, como en los circos y en los anfiteatros. De entre todos los juegos que se celebraron en el anfiteatro, siempre tuvieron las luchas de gladiadores la predilección del pueblo, a quien se le hacía participar activamente en la suerte del perdedor. En esta manera de ver, sólo podía abrirse camino a condición de muerte con el levantamiento de los pulgares ( pollice verso). Sin embargo, el público también podía pedir el perdón del gladiador caído y la expiación de sus delitos mostrando sus puños (pollice compresso) al vencedor del asalto, ante lo cual debería enfundar su espada hasta la próxima batalla. En ese ambiente rígido, violento e impulsivo, muy al gusto romano, las vírgenes vestales –que no eran sino la noción espiritualizada o abstracta de la diosa del hogar– tenían reservados sus asientos al filo de la arena, junto a los patricios y a las autoridades locales de la ciudad, cuyo poder fue tan sencillo y transparente que pudieron los gladiadores hallar en él la decisión sobre su propia vida o muerte. A partir del siglo I d.C., se fue imponiendo, hasta generalizarse, el manus legitimum, un reglamento específico por el cual el espectáculo debía 58
quedar dividido en tres partes: se recoge de este conocido documento que las venationes o bestiarium (luchas entre humanos –venatores o bestiarii– y animales) debían celebrarse por la mañana; al mediodía, los combates menores y las ejecuciones ( ludi meridiani), y por la tarde las luchas entre gladiadores (munera), cuyos aspirantes «debían jurar estar dispuestos a hacerse azotar, quemar y apuñalar» (Montanelli, 1996: 310-311). Uno de los espectáculos más siniestramente venerados por el pueblo romano consistía en atar a un hombre a una estaca y ver cómo una fiera hambrienta lo despedazaba en cuestión de segundos; si el condenado moría con facilidad o de forma poco espectacular, el público enfurecía y reclamaba una nueva ejecución, mostrando así su gusto por la sangre. De acuerdo con todas las confesiones históricas, en el Coliseo se pudieron llegar a abatir cerca de 500.000 personas y a más de un millón de animales en toda su historia, de entre los cuales tigres, leones, panteras o incluso rinocerontes y elefantes procedentes de África sirvieron de acento para la supremacía de un gobierno poderoso y con recursos que hubiera podido ser eminente en el arte de la concordia si no hubiera preferido el arte más enérgico de la muerte y la traición. Semejante clima de furor no podía nacer más que en Roma, cuyos ideales bélicos se hicieron cada vez más tenaces y severos: uno de los sucesos más meritorios de esta negra crónica, considerada por Roland Auguet como un ejemplo de crueldad gratuita que destruye y consume por puro placer, fue la aparición de las naumaquias, un famoso espectáculo bélico en el que se representaban las batallas navales del Imperio en forma aparatosa y espectacular a través de las cuales el emperador hacía amplias demostraciones de su amplia y poderosa flota. Durante el reinado de Nerón, este tipo de espectáculos se celebraron en lagos, ríos e incluso en los grandes anfiteatros del Imperio, que poseían una complicada red de canales y esclusas con las que se inundaba la arena y se introducían naves a escala reducida totalmente equipadas y adornadas como las verdaderas. A mediados del siglo IV se fecharon los primeros testimonios hispano-romanos referentes a la prohibición de la gladiatura: la 59
llegada del cristianismo a las marcas del Imperio debilitó enconadamente la popularidad de los espectáculos sangrientos en el año 438 d.C., sufriendo considerables daños tras la aprobación de una ley que promovía la convicción cristiana y el acatamiento de sus valores bíblicos, los cuales fueron denominados tanto «puros» cuanto «divinos» . La última exhibición celebrada en el Coliseo de la cual se tiene noticia se remonta al año 523 d.C.: en ella se reprodujo una escena de caza de animales bajo el control del rey de los godos Teodorico, quien finalmente sometió el espectáculo a una legislación estricta y exhaustiva que sin su mediación hubiera perdido al hombre en la más inhumana crueldad. El teatro. La celebración de obras y fiestas asociadas al teatro obligaba la asistencia de muchos visitantes provinciales y delegaciones oficiales, al tiempo que atraía la atención de ricos y aristócratas para la concesión de otros honores y ventajas. Desde sus párrafos introductorios, los textos de Plauto y de Terencio –que recibieron notables influencias del mundo griego– aportaron un enorme valor didáctico y propagandístico a la cultura de la época, que tenía la peculiaridad admirable de persuadir y entretener al pueblo con sus efectos cómicos al gusto romano. Según Cicerón, en los teatros se representaban comedias y tragedias griegas, además de farsas atelanas en las que los actores profesionales ( histriones) incluían todo tipo de bromas y chascarrillos improvisados donde se atacaba y ridiculizaba a los altos cargos de la política. Por esta misma razón, Calígula hizo quemar vivo a un actor que, según él, burló su imagen en una de sus cruciales farsas. Un gran número de emperadores y corrientes estadistas no dejó, según se deduce de algún que otro epígrafe, de imponer terribles castigos a los actores que satirizaban con la política, confundiendo la interpretación teatral con la actitud de los intérpretes ante la representación de la realidad. Sin embargo, aludiendo a la jerarquía ciudadana que el poder imperial había impuesto según su importancia y rango, los actores cómicos –dicen graves autores de la Antigüedad– fueron ampliamente admirados y respetados por su amplia audiencia,
60
hasta el punto que fueron situados por muchos a la altura de sus mismos dioses.
«Actio, nuestro favorito, vuelve pronto».
Una vez más, el teatro obró su efecto sugestivo sobre el receptor, a quien el espectáculo le propuso una reflexión crítica y una actitud distanciada a través de situaciones divertidas que ponían en funcionamiento la dialéctica de la risa y la meditación. Considerando el teatro desde este punto de vista, el entretenimiento y la propaganda quedan en correcta y mutua relación. Esta estimación del arte como vehículo propagandístico con fines religiosos y políticos, de la defensa de valores tradicionales y de la exaltación de la nacionalidad –que evidentemente era una respuesta buscada entre los siglos I y V d.C.–, obtuvo un gran alcance en el momento en que el hombre empezó a utilizar y a adaptar –y, en último término, a extender de forma extraordinaria– objetos y fuerzas simbólicas como medios importantes de comunicación. Las obras que de manera remanente al llegar los siglos I y II d.C. siguieron ubicándose en esta misma postura ideológica sorprendieron a los lectores por su impecable cotidianeidad y su fácil comprensión, quienes celebraron sus beneficios y auguraron todo género de prosperidades al nuevo Imperio. El circo. La revolución del espectáculo circense fue objeto de un gran entusiasmo público desde el inicio mismo del período imperial. En lo concerniente a la ciudad de Roma, el Circo Máximo, situado entre el Aventino y el Palatino, fue la instalación más grande de todas las proyectadas sobre la planta de la ciudad: tenía capacidad para 300.000 espectadores y un área de 135.000 metros cuadrados separados por un muro central (la spina), alrededor de la cual corrían las cuadrigas y los carros. Los datos de que disponemos hasta ahora permiten comprender que la actividad entera del circo, que es la expresión máxima del hipódromo griego, reposaba en un sistema complicado de afinidades y de intereses políticos de los cuales dependía el trascurso de las carreras, en las que el público, sobrado de azar, apostaba grandes sumas de dinero. Se ha sostenido 61
a menudo que, desde el siglo I a.C., la organización que rige los espectáculos y los desfiles circenses (pompa) traduce una tendencia a la propaganda política cada vez más acentuada y confesada, donde las mismas carreras, su fecha de celebración o incluso su duración, son una muestra evidente de propaganda política y militar ofrecida por los magistrados y no en menor grado por el Emperador. Es conveniente recordar aquí que, a lo largo de la historia del circo, se han dado épocas en las que se ha valorado, de manera fundamental, y a veces exclusiva, su valor propagandístico y sobre todo comercial. Las proporciones mercantiles del recinto circense hicieron necesaria la aparición de agentes dedicados, entre otras cosas, a hacer publicidad del propio espectáculo, vender las entradas y regentar las tiendas de recuerdos en las que se dispensaban medallones o reproducciones a escala de los corredores, además de bebidas y todo tipo de alimentos. Al ferviente idealismo de esta medida sucedió luego un espíritu más práctico y previsor, que originó una completa propaganda a base de rótulos pintados sobre los muros exteriores de los circos, del foro y de las calles, en las que se autorizaba la asistencia de hombres y mujeres de todas las clases sociales. La subdivisión del espacio en el circo, que suponía la reserva de lugares determinados según su categoría social, ofrecía imagen completa de la población romana y sus estratos sobre la base de ciudadanos libres y esclavos, mujeres y extranjeros. Los inicios del turismo. Más de noventa mil kilómetros de carreteras extendidas desde el Éufrates hasta Finisterre, poco más que senderos que conducían a Roma desde las distintas ciudades del Lacio, vinieron a demostrar la importancia del turismo durante la República. Por todo ello, hay que considerar el florecimiento de la vida turística en Roma y en todas sus capitales a partir del año 312 a.C., en relación indisoluble con la construcción de la Vía Appia Antica que unía Roma y Brindisi. Los romanos aprovecharon hábilmente la compleja y bien construida red de carreteras que conectaban las grandes ciudades con las villas campestres para veranear en los agrestes campos de Italia, en los que muchos 62
ciudadanos acomodados instalaron sus segundas residencias, en las que pasaban largas y apacibles temporadas de descanso. Otros ilustres nombres de la Antigüedad disfrutaban de sus vacaciones en ciudades como Nápoles, Corinto, Rodas o Atenas, donde además podían adquirir souvenirs y recibir visitas dirigidas por el periegete griego, un tipo de guía profesional de carácter sacral y carismático que enseñaba la ciudad y sus principales monumentos a los visitantes. La existencia de tales extensas redes de turismo en la Antigüedad, que fueron tal vez la parte medular del ejército y del comercio nacional, puede hacerse constar claramente en los testimonios reales de la época. En el afán de poner término a ciertas formas chocantes de devoción, se impulsaron citas y mensajes anónimos, a pesar de que algunos rostros conocidos de la política romana dejaron su nombre sobre estos saberes, entre ellos: Julio César, de quien se sabe que viajaba siempre con su suelo de mosaico; Marco Aurelio, quien debía llevar consigo su colección de vasos de oro, o incluso Nerón y Popea, quienes, en cada viaje, movilizaban cerca de mil carros en los que se distribuían y acomodaban a las quinientas burras que suministraban la leche del baño diario de Popea Sabina. Una famosa aristócrata pompeyana que se comprometió con estos procesos turísticos con especial energía fue Iulia Félix ( La Afortunada). Reconocida como una de las más ricas herederas de la ciudad, Félix convirtió su acomodada residencia, situada en la Vía de la Abundancia, en un albergue para los afectados del terremoto del año 62 d.C. Gran parte de su villa refleja una profunda comprensión del concepto de albergue y un temprano contacto con la actividad hotelera, que ya en esas fechas poseía una condición mercantil muy pronunciada. Para comprobar esta peculiar dimensión de la hotelería y la restauración en Roma basta con leer con atención los reclamos publicitarios que se conservan en la ciudad, en los que nunca faltaron informaciones sobre la oferta de estancias para los ciudadanos romanos de pleno derecho; aspecto del que da testimonio un famoso anuncio hallado en la parte delantera de la finca de Félix: 63
«Para el término de cinco años, desde el decimotercer día del mes de agosto hasta el día trece del agosto siguiente, el baño de Venus, instalado para los mejores [clientes], tiene a su disposición tiendas, habitaciones y apartamentos en el segundo piso, en propiedad de Julia Félix, hija de Spurius».
Las posteriores campañas de excavación arqueológica en la zona, que no fueron de poca utilidad para el historiador, terminarían de demostrar la naturaleza comercial de la villa de Félix con peculiar contundencia. Por su riqueza y calidad, los estudios materiales informaron claramente sobre el valor turístico de la residencia y sobre su categoría de hospedaje al comprobarse la gran variedad de piscinas, termas, cuadras o incluso bares ( termpolio) y tabernas (caupona) sobre las que se integró profundamente una actividad turística a gran escala.
64
CAPÍTULO VI
ALGUNOS MÉTODOS DE SUGESTIÓN
Existe el amplio debate teórico acerca de las relaciones que se establecen entre la publicidad y el resto de programas de sugestión de la época romana y, por extensión, si éstos pertenecen a lo que se ha venido a llamar «comunicación persuasiva». Precisamente en este punto se refuerza el planteamiento general de que la publicidad, tomada en su conjunto, incide sobre la venta de un producto o servicio, mientras que las acciones de las relaciones comerciales se realizan en general sobre el ámbito global de una marca, recurriendo activamente a espacios definidos, tarifados y perfectamente identificados de la ciudad. Sin embargo, el impacto de la escala publicitaria en Roma, que estuvo vinculado de forma muy precisa a la economía local, no se limitó a su época, pues, como ilustra un número significativo de ejemplos, continuó fascinando a historiadores y arqueólogos durante muchos siglos. Cierto grado de semejanza entre la publicidad antigua y moderna puede observarse en numerosas instancias sociales, económicas y culturales de la época romana, siendo más reveladoras de un mundo cambiante y renovado: en los años que al reinado de Domiciano pertenecen, las plazas y las calles de la ciudad congregaron una escandalosa y abundante multitud de puestos callejeros que indudablemente sirvieron de modelo a carniceros, libreros, taberneros o incluso a barberos y a perfumistas. No es de extrañar, por eso, que la exposición de productos y reclamos escritos en atractivos rótulos a pie de calle convirtieran las aceras en caóticas pasarelas intransitables inundadas en los gritos de pregoneros y patronos que 65
sucedieron en el tiempo a nuestros mercaderes. Fue característica de los antiguos mercados imperiales, de su crecimiento y de su incontrolable expansión, la política excluyente y prohibitiva que aplicó de este modo Domiciano sobre los mercados y los puestos urbanos, a los que obligó su retirada de las calles y el regreso a sus antiguos establecimientos sedentarios. En la taberna. Si bien es cierto que la idea de la restauración floreció con fuerza entre la sociedad romana, es justo decir también que las épocas republicanas aportaron mucho a la consolidación de esta noción. Desde su más temprana aparición, las tabernas, las popinae y los thermopolii aportaron una notable secuencia de establecimientos comerciales y gastronómicos en los que tenía lugar la venta de productos comestibles y artesanos como bien podían ser carnes, pescados, aceite, vinos o panes. A raíz de este estreno, y sin olvidar el apoyo de los primeros comedores públicos en Egipto, Roma consolidó una extensa red de posadas y hosterías orientadas especialmente a viajeros de largo recorrido que, sin solución de continuidad, se extendió durante el período imperial bajo el nombre de cauponae. Durante el siglo I y parte del II d.C., esta clase de edificios ofrecieron comida rápida y bebidas a transeúntes y a ciudadanos atareados que disuadían sus jornadas a base de largas charlas, juegos y vinos de alto contenido alcohólico como el Falerno, «el único vino –decía Plinio el Viejo– que prende cuando se le aplica una llama».
«Puedes tomar una bebida aquí por solo una moneda. Por dos, un vino mejor y por cuatro, uno de Falerno».
No tenemos muchos datos para especificar lo sucedido en el interior de estos locales, dado que muchos de estos negocios acabaron degenerando en antros de juego ilegal y burdeles clandestinos. Sin embargo, se sabe que las camareras ( caupos), debieron portar elegantes y atrayentes alhajas de oro con las que seducían a los viandantes al ritmo de sensuales y apasionados bailes para así poder atraer a más gente a sus locales. Está probado que los cambistas del foro (argentarii) utilizaron también una técnica similar 66
a la que desarrollaron con gran talento las sirvientas de las tabernas para atraer y captar clientes. En este punto fue cuando banqueros y prestamistas hicieron brillar y sonar sus pilas de monedas a terratenientes y comerciantes a los que concedían préstamos y llamativas subastas. La creciente prosperidad del banquero en las ciudades imperiales hizo posible aplicar una extrema vigilancia por parte del praefectus urbi –el oficial que asumía las funciones del rey en su ausencia– y de los gobernadores provinciales, a pesar de que Roma jamás pudo dejar de ser un lugar señalado por los escándalos de vicio y corrupción. Así nos lo cuenta Plauto a través de Capadocio en su comedia titulada El Curculio: «los que afirman que el dinero está mal colocado en casa de los banqueros dicen tonterías. Yo digo que allí no está ni bien ni mal colocado, simplemente no está. Hoy mismo he tenido la experiencia. El mío, Licón, ha tenido que recorrer todos los bancos para darme diez minas. Finalmente, como aquello no acababa nunca, empecé a reclamárselo a voces y hemos acabado en el tribunal. ¡He pasado miedo pensando que no lo liquidaría delante del pretor! Menos mal que le han obligado para que me pague de su propia caja» (Plauto, V, 3). La venta de esclavos. La prosperidad económica de la que disfrutaron numerosas ciudades italianas en el despertar de la Edad Antigua fue en parte consecuencia de la masa esclava que se adquirió a través de las guerras, el abandono de niños y las deportaciones masivas de esclavos como las que se produjeron entre los años 50 a.C. y 150 d.C., en las que se disparó hasta 500.000 el número de siervos anuales en Roma. Una vez reunida tal cantidad de cautivos, sometidos y separados de sus lazos familiares, los propietarios los ponían a la venta en los centros de la ciudad para atraer a los más ricos y poderosos no sólo con proclamas de venta, sino mediante curiosas técnicas de atracción con las que Roma pudo erigirse el escaparate de la esclavitud. Hacia mediados del siglo I a.C., los esclavos fueron expuestos desnudos sobre plataformas giratorias que ofrecían una visión íntegra de sus condiciones físicas y sanitarias. De su cuello colgaba una placa, el titulus, que informaba a los compradores de su origen, su estado de 67
salud, o incluso de su carácter y de sus dotes intelectuales, además de sus virtudes y sus defectos. El vendedor, por ley, estaba obligado a notificar por escrito las enfermedades y las carencias del vasallo en los documentos de compraventa, que podían ser utilizados como prueba en caso de estafa o engaño; sólo en estas ocasiones el concesionario tenía el deber de reemplazar a sus clientes con un nuevo esclavo en el plazo de seis meses. Los individuos puestos a la venta sin período de aval estaban obligados a llevar una gorra durante la celebración de la subasta, y solían ser considerablemente más económicos que el resto. Los precios variaban con la edad y la calidad física, así como con su resistencia y su fuerza. Por este motivo, los niños eran más baratos que los adultos, y entre estos últimos, los más valiosos podían alcanzar precios equivalentes al millar de los actuales euros. Los epitafios. Las inscripciones funerarias halladas en Roma son la fuente documental más amplia sobre la muerte y los dioses que protegían a los difuntos en la otra vida. Durante bastantes años, los romanos utilizaron todas las materias a su alcance para levantar epitafios que honraran a los fallecidos, así como el metal, el mármol, el barro cocido o la madera, aunque emplearon mejor el bronce por su bajo coste y su facilidad de inscripción. Tradicionalmente, los epitafios se inscribían en verso, aunque muchos artistas compusieron sus propios epitafios de forma alternativa mediante textos santos, aforismos o metáforas. Según Platón, los mensajes breves –aquellos que se componían mayormente por proverbios y moralejas– eran los formatos más idóneos para ser grabados sobre los sepulcros, puesto que podían ser leídos de forma completa de una sola ojeada:
«Yo, la tumba, me jacto de tener en mi regazo a la prudente Severa».
En muchos casos, sobre las lápidas tardorromanas se notaban los logros personales del difunto y se instalaban esculturas a su alrededor que expresaban los valores y los discursos morales de la familia en sus distintas representaciones. Al final de la República, los epitafios redactados en escritura latina antigua – que 68
testimoniaban un estilo espontáneo y natural – se convirtieron en el reflejo de una escritura monumental, artificial y suntuosa que se erigió finalmente como el centro de gravedad de la escritura latina clásica. Un epitafio justamente famoso hallado cerca de Cartagena permite evocar con precisión estas realidades:
«La tierna edad de Lucius se hallaba adornada en su incipiente juventud de fuerzas vigorosas. Añorando los abrazos de su querida hermana pretendió cubrir muchas millas de camino, pero fue asesinado por el inesperado y malhadado tropiezo con unos bandoleros. Yo creo que al extinguirse tan prematuramente su tierna edad, si bien le privó del recuerdo de ratos felices, también le evitó el tener que rememorar los amargos».
Otros aspectos interesantes ofreció la epigrafía en Roma desde el primer decenio del siglo VI a.C., dentro de un clima cálido y sereno del que surgieron inscripciones hasta un cierto punto proverbiales y alentadoras. En un interesante cuaderno de bitácoras sobre epigrafía romana, Laura Díaz, con buen acuerdo al legado histórico latino, recoge algunas citas de epitafios ejemplares como el que se detalla a continuación, donde el difunto – que se da a conocer en presente– aconseja despreocuparnos de la vida y divertirnos en el presente sin tener miedo de lo que pueda acontecer en un futuro:
«Soy Tito Cesonio, hijo de Quinto, del distrito electoral Sergiano, veterano de la Quinta Legión Gala. Durante mi vida bebí sin freno. ¡Vosotros que aún vivís, bebed! […]».
El epigrafista alemán Emil Hübner, que dirigió algunas de sus obras al estudio de los epitafios en Hispania, observó un curioso epigrama en el que el autor invitaba a los viandantes a pararse para leer su nicho haciendo uso de la fórmula latina «hic sita est», traducida como aquí está enterrado y abreviada con las siglas HSE en el encabezamiento de la lápida.
«Si no es mucha molestia, transeúnte, levántate y lee esto. A menudo he recorrido el inmenso mar en una embarcación ligera y he llegado a muchas tierras. Éste es el fin que urdió para mí el destino al nacer. 69
Aquí me he liberado de mis preocupaciones y trabajos. Aquí no temo a las estrellas, ni a las nubes, ni al fiero mar, ni temo que mis gastos superen mis ganancias».
Y aunque los antiguos no deificaban a todos los muertos, creían que todas las almas de los hombres de bien podían adquirir poderes divinos tras su muerte, por cuya razón solía invocarse a los dioses manes –las divinidades encargadas de purificar las almas – mediante la expresión «dis manibus sacrum» (DMS), es decir, consagrado a los dioses manes:
«DMS. Yo, Lucio Mario Vitalis, hijo de Lucio, viví 17 años y 55 días. Tuve éxito en los estudios y convencí a mis padres de que debía aprender una profesión. Había abandonado Roma con la Guardia Pretoriana del emperador Adriano cuando, mientras trabajaba duramente, las Parcas me envidiaron, me atraparon y me llevaron de mi nueva profesión a este lugar. María Marquis, mi madre, erigió este monumento en memoria de su maravilloso y desdichado hijo».
70
CAPÍTULO VII
DE MUROS Y REDES SOCIALES
Muchísimas noticias sobre acontecimientos y circunstancias históricas en la Roma temprana nos han llegado a través de relatos y textos escritos fuertemente teñidos de propaganda y de persuasión. En dicho sentido, las fuentes arqueológicas han hecho posible un cierto control en la tradición histórica, permitiéndonos, sobre todo, diferenciar la realidad de los argumentos de los que disponen a menudo los miembros de una sociedad para reflejar su realidad histórica. Combinándose estas reflexiones tan necesarias y esta tan provechosa instrucción, llegaremos, con curiosidad y emoción, a relatos esencialmente verídicos, si no a una certeza absoluta de la Historia. En culturas como la romana, la publicidad y el comercio empezaron a estar bien presentes en algunos temas cotidianos, así como el juego, la política o la prostitución. Pese a la rígida estratificación social, las ciudades romanas no dejaron nunca de ser núcleos de comercio sexual donde se ofrecía una gran variedad de servicios carnales que había que exhibir y divulgar. El escritor, militar y político Catón el Viejo, apodado el Censorius, era un hombre culto y dotado de una inteligencia apasionada y poética que colaboró con profesionalidad y sapiencia en la prescripción de tales actividades, según él « es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres». Esta explicación parecía tan clara y contundente que todo el mundo la acogió como buena, atribuyendo, por tanto, una cierta importancia al negocio de la prostitución, y muy en especial a los prostíbulos. La 71
nueva industria poseía también sus figuras emblemáticas, sus enriquecidos pioneros, prescriptores magníficos y clientes satisfechos, que ocuparon su lugar en la gran saga del vicio dentro de la crónica económica mundial. Un claro ejemplo es el del burdel de Pompeya, una de las primeras sedes del sexo a la que el gobierno italiano consagró posteriormente un valor cultural. Sus estancias albergan un gran número de mensajes y proclamas publicitarias que dan fe de los servicios que se ofrecían antiguamente en el interior del edificio. Sin embargo, no fue hasta 1738 cuando el futuro rey de España Carlos III de Borbón, entonces rey de Nápoles, dio la orden de iniciar las excavaciones en la zona, a partir de las cuales los distintos arqueólogos han podido analizar e identificar las inscripciones minuciosamente talladas en los cubiculum (las habitaciones del prostíbulo). También allí mismo se encuentran imágenes incómodamente explícitas sobre distintas posiciones sexuales que podían llegar a servir de inspiración tanto para el cliente como para la prostituta o el prostituto. Pudieron, asimismo, añadírsele esta especie de catálogos comerciales opiniones y críticas de clientes sobre los servicios prestados, comentarios, sugerencias, quejas o simplemente mensajes de felicidad y de placer que contribuyen a mejorar la empresa y benefician al mismo tiempo el entorno social:
«Aquí me tiré a muchas chicas».
La creación de un mensaje publicitario eficaz encerraba un trabajo extremadamente complejo para un autor orientado a lograr el fin que se propone: conmover cualquier tipo de respuesta por parte del espectador. Y todo ello en unas condiciones muy particulares que constreñían su libertad de acción y pensamiento, como fueron un tiempo y un espacio limitados, un mensaje sencillo, cercano y directo que debía ser decodificado y reconocido con absoluta facilidad por el usuario:
«El 15 de junio, Hermeros mantuvo relaciones con Filetero y Caphisus».
En su estudio llamado Sobre los artrópodos en el grafiti ibérico, Víctor J. Montserrat y Jaime Aguilar utilizaron el término tag para 72
definir aquellos grafitis sencillos, repetitivos y de fácil interpretación que a menudo se muestran como logotipos, eslóganes o simples informaciones de carácter comercial. Resulta sencillo para la imaginación moderna evocar una imagen mental viable del aspecto que debieron de presentar los numerosos ejemplos de mensajes y consignas publicitarias en el lupanar, así como de otras informaciones sin mayor trascendencia. Sin embargo, debió de ser controlada y corregida la expresión de estos grafitis en los muros del prostíbulo, en los que muchos clientes daban a conocer sus negocios («vendedor de ungüentos»), su experiencia en el local («he echado un buen polvo por un denario») o incluso las tarifas de cada servicio, de las cuales la más común no sobrepasaba los dos ases. Con algunas variantes menores, estos precios se afianzaron teniendo en cuenta que extranjeros, mercaderes y esclavos mostraron siempre un cierto interés por los prostíbulos, a diferencia de los nobles, que huían de estos antros como de la peste. Como es fácil imaginar, los lupanares nada tenían que ver con las clases sociales más ricas, quienes, a lo largo de los siglos, llegaron a poseer salas privadas en sus palacios destinadas a las muy numerosas prácticas que podían ofrecerles las meretrices desde su fogosidad y su pasión. Muy en su papel de aristócratas ignoraban las señales y las indicaciones que desde fechas tempranas vinieron a advertir a las masas mediante falos dibujados, esculpidos y tallados en los hornos, en la calzada, en los dinteles, e incluso mediante miembros de madera que sonaban al abrir una puerta o al agitarse el viento, en una designación común de los prostíbulos a entera satisfacción de las clases más humildes. Nada ha venido hasta ahora a despertar la creencia de que en esta clase de textos, coleccionados convencionalmente y con frecuencia contrarios al verdadero sentido de la tradición y de la historia, se parte de una secuencia argumentativa que aparece complementada por otra descriptiva que le sirve de refuerzo publicitario. El objeto de intervenir o crear opinión es compartido por todos estos reclamos donde la publicidad tiene a la persuasión como objetivo final del acto, aunque ésta esté, por supuesto, contaminada por la falta de honradez y de educación. Cuando se 73
analizan las causas que determinan la opción lingüística de un determinado promotor, hay que tener en cuenta los beneficios que a partir de la lengua van a revertir sobre el mensaje, porque muchas de estas manifestaciones van a tener efectos importantes sobre el conjunto de las ciudades romanas, dando cumplidos ejemplos de irresponsabilidad y de completa alienación:
«Me he escapado. He huido. La esperanza y la fortuna, ¡adiós!» .
Hay, en general, consenso entre los arqueólogos en cuanto a que el hombre antiguo tenía especial interés por destacar sensaciones, sentimientos, impresiones e incluso ilusiones de tipo personal como la felicidad, la fuerza, el poder o la ira, con las que las que se hacía uso de un léxico connotativo que evocaba valores sentimentales y emotivos, pero en el que no estaban ausentes palabras técnicas y formalismos de la más elegante exuberancia. En el siguiente extracto hallado en la basílica de Pompeya hablamos no tanto de argumentación sino de persuasión como objetivo final de la comunicación, aunque seamos conscientes de la estrecha relación que hay entre las dos acciones:
«¡Oh, muros! Habéis aguantado tantos grafitis aburridos, que me asombra que no os hayáis derrumbado».
A través de estos textos al lector se le informa sobre hechos y razones casuales que extraen su temática de situaciones cotidianas en las que se describen, se dan a conocer y se destacan opiniones y reflexiones que resultan altamente dudosas para el historiador. La originalidad de estas iniciativas radica en el tenor de los mensajes, en los que se expresan posiciones, hasta entonces implícitas, sobre los problemas de orden público. Así lo entendían también las autoridades que, tras un largo y encarnizado debate en torno a la libertad de expresión ciudadana, repararon en que el grafiti urbano, que fue adoptado en gran medida por cada una de las ciudades de Roma, sugería un grado bastante avanzado de progreso en el que predominaba una visión subjetiva de la sociedad y de las interacciones con sus convecinos, que fueron la expresión clara de la pluralidad y la diversidad que caracterizaba los hombres de 74
antiguas edades. Por esta razón, el pleno rendimiento de los trabajos arqueológicos en ciudades romanas como Pompeya ha podido confirmar la importancia de un modelo básico de grafiti que acabó convirtiéndose en una costumbre para turistas y viajeros de todo el mundo:
«Sinforo estuvo aquí en 4 de las nonas de abril».
También en esta ocasión, el emisor aparece principalmente representado en los muros de la ciudad y, aunque en muchos casos predomina un tono de neutralidad y de objetividad, sus proclamas más frecuentes no son siempre las pacíficas, las cuales, en cualquier caso, se encuentran en un gran número, sino que la mayoría de ellas presentan una gran vinculación con ciertas formas escritas meditadamente ofensivas y castigadoras. Tan solo nos quedan breves y sencillas fuentes de donde podemos sacar algunas citas, parciales sin duda, pero auténticas por lo menos:
«¡El que lo lea es un hijo de puta!»
El lector aparece representado fundamentalmente a través de la morfología verbal, puesto que la mayoría de los anuncios analizados incluye verbos y apelativos que suponen una referencia directa hacia éste. Dentro de estas proclamas predominan en publicidad los insultos en la medida en que éstos se interesan por llamar la atención de un receptor saturado de mensajes comerciales y políticos. Muchos de estos enunciados directos y contundentes incitaban también la respuesta por parte de su público a través de consejos, eslóganes o simples aportaciones que tendrían lugar gracias a la espontaneidad, la convicción y la dureza del carácter romano. Menos frecuente, sin embargo, fue la aparición de conversaciones y diálogos sobre los muros de los edificios, donde el receptor conseguía estar física y lingüísticamente más presente. De esto, pasemos a recordar un texto localizado en la fachada delantera de la taberna de Prima Severus:
75
«Successus, un tejedor, ama a Iris, la esclava del posadero, pero ella no le ama, sin embargo, él le pide que le quiera por compasión. Su rival ha escrito esto. Adiós». * * * «Envidioso, ¿por qué te entrometes? Ríndete a un hombre más guapo y de mejores maneras y que está siendo tratado injustamente». * * * «He hablado y escrito todo lo que hay que decir. Tú amas a Iris, pero ella no te quiere».
En general, las distintas inscripciones romanas han sido objeto de la atención de un amplio número de investigadores, por lo que muchas de ellas, sobre todo las conocidas desde la República, tienen una documentación extensa. De Roma y su entorno procede una variopinta colección de conversaciones urbanas poco claras y, en muchos casos, explícitamente descritas como la esencia del vandalismo. Sin embargo, cabe decirse que estas acuñaciones tuvieron una gran importancia desde el punto de vista de la difusión del uso del latín, ya que sin duda sirvieron de modelo e incentivo para las primeras provincias del Imperio. Otra óptica de la Roma antigua la ofrecen los textos escritos por los propios gobernadores e intelectuales del siglo V a.C.: los agentes de Teodosio y los muchos intereses de grupos políticos y económicos, que esperaban sacar beneficio de su reinado, trataron de aprovechar la ocasión que ofrecía su muerte en el año 395. Su reinado, cargado de deudas, había dejado un pesado lastre de ruina y miseria en Roma que había normalizado la inflación, el desempleo y la corrupción política. Se reorganizó, finalmente, la gestión del Imperio con los hijos del emperador fallecido, Honorio y Arcadio, quienes dividieron finalmente el Imperio a efectos políticos y administrativos. La eficaz gestión de Arcadio en el ámbito de las finanzas y la gran cantidad de recursos de los que disponía la Roma oriental permitió la inversión de gigantescos medios en obras de interés público, con beneficiosos efectos para una recuperación económica general. La política de gastos de Occidente, en cambio, 76
levantó grandes deudas sociales y económicas sobre todos los ámbitos de la vida pública y privada. Hasta esa fecha y desde la época de Diocleciano se vino a sumar la llegada del cristianismo a Europa, que ocasionó estruendosos fracasos en el conjunto de la política romana. Los problemas acumulados en el seno del Estado y de la sociedad, con sus campañas trágicas, tenían que repercutir necesariamente en la práctica política con la aparición de nuevas y peligrosas tendencias religiosas para el gobierno. Un reflejo de lo que sucedía en el Imperio puede apreciarse a gran escala en la infatigable tensión bélica de mediados de la centuria, que motivó que algunas ciudades, afectadas por el sistema defensivo y militar, fueran franqueadas por los pueblos germánicos bajo las órdenes de los jinetes hunos, que penetraron en el Imperio bajo un claro signo de conquista. Generalmente, la presencia de estos pueblos en las fronteras romanas (limes) se hace coincidir con las presiones empeñadas por los visigodos y los grupos vándalos durante los años centrales del siglo V d.C., cuyo desenlace inevitable será la disolución del Imperio romano en el año 476. Casi tan drástico como la decadencia y caída de Egipto y Grecia, y mucho más internacional, fue el fin de Roma. Sólo a través de las fuentes documentales contemporáneas alcanzamos a percibir la guerra como una profesión lucrativa que contribuyó a abrir más profundamente el abismo entre Oriente y Occidente, y por encima de todo, entre ricos y pobres. En lo que se refería a sus habitantes, pues, no había desacuerdo entre quienes veían a los romanos como un pueblo destruido política, social y moralmente, ante quienes lo veían como un imperio hundido lentamente en su historia.
77
REFERENCIAS DOCUMENTALES Bibliografía básica
ALFÖLDY, GÉZA. Historia social de Roma.Alianza, 1987. ANDRÉ, BÉATRICE. La invención de la escritura. Madrid, Ediciones SM, 1988. ASIMOV, ISAAC. Historia y cronología del mundo. Ariel, 1989 BADA, JOAN. Historia del cristianismo. Centro de Pastoral Litúrgica, Colección Emaús 39, 2000. BARNICOAT, JOHN. A concise history of posters. Londres, Thames and Hudson, 1972. BLÁZQUEZ MARTÍNEZ, JOSÉ MARÍA, Fenicios, griegos y cartagineses en Occidente.Cátedra, 1992. —: Historia económica de la Hispania romana. Ediciones cristiandad, 1978. —: Poder político y desarrollo social en la Roma antigua. Taurus Editorial, 1989. BRAVO BOSCH, MARÍA JOSÉ. «La publicidad electoral en la Antigua Roma». Revue internationale des droits de l'antiquité. Université de Vigo, 2010. BRAVO, GONZALO. Historia de la Roma Antigua.Alianza, 1998. —: Historia del mundo antiguo: una introducción crítica. Alianza Editorial, 1998. CEBALLOS HORNERO, ALBERTO. Epitafios latinos de gladiadores en el Occidente romano.Veleia, 2012, 20. CHECA GODOY, Antonio. Historia de la publicidad. La Coruña, Netbiblo, 2007, pp. 5-7. 78
CHIC GARCÍA, GENARO. El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad. Ediciones Akal, 2009. DAY, CLIVE. Historia del comercio. México Fondo de Cultura Económica, 1941. DE COULANGES, FUSTEL. La ciudad antigua: estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de la Grecia y de Roma.M. Tello, 1876. DE LA VEGA HIDALGO, MARÍA JOSÉ. El intelectual, la realeza y el poder político en el Imperio romano. Universidad de Salamanca, 1995. ELMER BARNES, HARRY. Historia de la economía del mundo occidental. Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1967. ENTWISTLE, JOANNE. El cuerpo y la moda: Una visión sociológica. Barcelona: Paidós, 2002. ESCOLAR, HIPÓLITO. Historia del libro. Areas. Revista Internacional de Ciencias Sociales,1986, 6: 123-125. FERRER RODRÍGUEZ, EULALIO La historia de los anuncios por palabras. Madrid, Maeva, 1989. FEUERBACH, LUDWIG; CASTRO, MANUEL. La esencia del cristianismo. Trotta, 1995. FISAS, CARLOS. El erotismo en la historia. Plaza & Janés, 1999. GABRIEL, RICHARD A. The Culture of the War: Invention and early development.ABC-CLIO, 1990. GARCÍA GARCÍA, JOSÉ MANUEL. Derecho inmobiliario o hipotecario, TOMO I.Cintas, 1988. GRIMAL, PIERRE. Diccionario de mitología griega y romana. Paidós Ibérica, 1965. HIDALGO CALVO, CÉSAR. Teoría y práctica de la propaganda contemporánea. Andrés Bello, 1986. HÜBNER, ERNST WILLIBALD EMIL. «Los más antiguos poetas de la península». Estudios de erudición española, 1899, vol. II, pp. 341-365. KORSTANJE, MAXIMILIANO. «Formas de ocio en la antigua Roma: desde la dinastía Julio-Claudia (Octavio Augusto) hasta la 79
Flavia (Tito Flavio Domiciano)». El Periplo Sustentable, Universidad Autónoma del Estado de México,2008, 15: 26-76. KOTLER, P.; ARMSTRONG, G. Fundamentos de marketing. Pearson Educación, 2003. KOVALIOV, SERGEI IVANOVICH. Historia de Roma. Ediciones Akal, 2007. LÓPEZ PARDO, FERNANDO. Los enclaves fenicios en el África noroccidental: del modelo de las escalas náuticas al de colonización con implicaciones productivas.Gerión, 1996. LÓPEZ, CRISTINA. Historia de las relaciones públicas. Universidad de Palermo, 2013. MANCEVO, JAVIER. El empleo de los famosos en las campañas de publicidad, ¿un arma de doble filo?Innovación Audiovisual, 2014. MANGUEL, ALBERTO. Una historia de la lectura. Alianza Editorial, 1998. MANNIX, DANIEL. Breve historia de los gladiadores. Ediciones Nowtilus SL, 2010. MOLINA VIDAL, JAIME; et al. La dinámica comercial romana entre Italia e Hispania Citerior.Universidad de Alicante, 1997. MONSERRAT, VICTOR J.; AGUILAR, JAIME. «Sobre los artrópodos en el grafiti ibérico». Boletín sociedad etimológica Aragonesa, 2007, 1.41: 497-509. MONTANELLI, INDRO. Historia de Roma.Círculo de Lectores, 1996. MORGAN, TONY. Visual merchandising: Window and in-store displays for retail. Laurence King, 2011. MORO SERRANO, ANTONIO. «Los orígenes de la publicidad inmobiliaria». Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, 603, 1999, pp. 539-552. MOSCA, GAETANO; BOBBIO, NORBERTO; LARA, MARCOS. La clase política.Fondo de Cultura Económica, 1984. MOSSÉ, CLAUDE. El trabajo en Grecia y Roma. Ediciones Akal, 1980.
80
PAPPAS, STEPHANIE. «Most ancient Romans ate like animals». Live Science,2013. PINA POLO, F. Marco Tulio Cicerón.Ariel, 2005, pp. 93. —: Ideología y práctica política en la Roma tardorrepublicana. Gerión, 1994, 12: 69. RAMOS, JAVIER. «La prostitución en la Antigua Roma». Historia y arqueología, 2013. ROBERTS, KEVIN. Lovemarks:El futuro de las marcas. U rano, 2005. —: El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico. Uteha, 1959. SANDERS, GABRIEL. «La tombe et l’eternité: categories distinctes ou domaines contigus? Le dossier épigraphique latin de la Rome chrétienne». Le temps chrétien,París, 1984, pp. 186-218. SCHWANITZ, DIETRICH. La cultura: todo lo que hay que saber. Taurus, 2006. TOUTAIN, JULES. La economía en la edad antigua. Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, 1959. VILLE, M. GEORGES. Les jeux gladiateurs dans l’émpire chrétien. MEFRA, 72, 1960, 313. VON ALBRECHT, MICHAEL. Ovidio: una introducción. Ediciones de la Universidad de Murcia (Editum), 2014. VON WEIZSÄCKER, CARL FRIEDRICH. El hombre en su historia. Círculo de Lectores, 1993. WAGNER, CARLOS G. «Comercio lejano, colonización e intercambio desigual en la expansión fenicia arcaica por el Mediterráneo». Intercambio y comercio preclásico en el Mediterráneo: actas del coloquio del CEFYP. Centro de Estudios Fenicios y Púnicos 9-12 de noviembre, 2000, pp. 79-92. ZANGEMEISTER, KARL FIEDRICH; et al. Inscriptiones parietariae Pompeianae, Herculanenses, Stabianae. Corpus Inscriptionum Latinarium, 1871.
81