Oscar Mazín, Gente de saber en los virreinatos de Hispanoamérica

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GENTE DE SABER EN LOS VIRREINATOS DE HISPANOAMÉRICA (siglos XVI a XVIII) Óscar Mazín El Colegio de México Los intelectuales no existieron como tales en los virreinatos de la Nueva España y del Perú. A partir del célebre caso Dreyfus (1894) que diera a la palabra su sentido actual, nuestra noción del intelectual supone la posibilidad de hacer la crítica del Estado-nación de manera independiente. Ahora bien, esta última entidad tampoco se dio en las llamadas Indias occidentales entre los siglos XVI y XVIII. Nuestro enfoque debe, por lo tanto, prescindir de la consideración del origen y la consolidación del Estado en su progreso lento pero inexorable. Recordemos que en aquellos siglos el poder político no constituía una esfera pública distinta de una sociedad formada por cuerpos. Por el contrario, se hallaba siempre disperso y la jurisdicción del rey concurría con las de otras instancias de autoridad. Por lo tanto, es impensable entender la “posición intelectual” de aquel entonces sin una cosmovisión en la que intervenga un conjunto muy amplio de conocimientos, de ideas y creencias. La extrema parcelación del conocimiento prevaleciente en nuestros días tampoco nos sirve para entender a sus exponentes de hace cuatro o cinco siglos. Esa fragmentación minimiza, y aun falsea, un ambiente otrora convencido de la unidad del saber y de la pluralidad de las lenguas y de las “artes” que lo expresaban con orden, razón y concierto. De acuerdo con una tradición ininterrumpida y sin solución de continuidad entre la Península ibérica y las Indias occidentales, desde muy antiguo se escogió en la primera el modelo ideal de la “escuela de Atenas” y se reclamó para las segundas su adscripción legítima a “las costumbres de España”. Este solo hecho es testimonio de movilidad y de contactos muy estrechos a lo largo de siglos con el resto de la cuenca mediterránea, es decir con Grecia, con Bizancio, incluso con el Oriente y con el norte de África. La imagen de aquella “escuela” no correspondió a la filosofía, sino al conjunto de las artes liberales cuyo conocimiento llevaba a una cosmología centrada en el hombre y su universo. No había, pues, separación de saberes, aunque sí una cierta especialización: un médico era al mismo tiempo gramático y filósofo natural; un jurista habría estudiado filosofía y teología e

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incluso matemáticas; un matemático conocería la astrología, la música y la filosofía. Pensamiento jurídico, filosófico y científico fueron, pues, las diversas facetas de un mismo saber (Rucquoi, 1998: 246). Nuestro propósito es trazar aquí las líneas maestras de ese saber en la Nueva España y en el Perú, echando una mirada comprensiva a los personajes que lo profesaron de manera sobresaliente. A falta entonces de “intelectuales”, nos parece que “gente de saber” es un término justo, pues aun cuando la voz “letrado” designó en los siglos

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y XVII a aquellos que ejercían las letras, ella acabó aplicándose con prioridad a

los juristas abogados. Es preciso añadir que la tradición del saber de origen mediterráneo antes evocada fue indisociable de una profunda convicción docente que hizo de la enseñanza una práctica medular. Convencidos de que “la ignorancia es madre de todos los errores”, y por lo tanto de que el saber es un deber, los reyes hispánicos adoptaron las divisas de rex magister y de rex sapiens. La permanencia de las escuelas palatinas y el papel fundamental desempeñado durante siglos por la corte en la vida cultural –recordemos el reinado epónimo de Alfonso X el Sabio, entre 1252 y 1284, o la biblioteca del Escorial de Felipe II, cuyo reinado se extendió de 1556 a 1598– atestiguan que aquéllas no fueron meras invocaciones o un simple deseo piadoso. Soberanos y grupos dirigentes favorecieron el conocimiento y la enseñanza: de las grandes figuras de “hombres doctos” de la Hispania visigótica a las “escuelas” de traductores de los siglos

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y XIII; de la creación de las universidades a las

disputas jurídico teológicas en torno de la justicia de la guerra; de las grandes compilaciones legislativas del siglo

XIII

a la Recopilación de leyes de Indias; de los

cosmógrafos, humanistas y letrados de los siglos

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y XVI a los polígrafos y bibliógrafos

del saber americano del siglo XVIII. Reiteremos. Sin solución de continuidad respecto de la Península, las Indias de Castilla fueron un terreno no menos fértil para la expresión de esa honda vocación por el saber y la enseñanza. Díganlo, si no, la controversia sobre la legitimidad de la conquista y la naturaleza de los indios, la avidez de los frailes de conocer la religión y las costumbres de las sociedades autóctonas o la práctica del rey de España de conocer para gobernar, es decir, de “disponer de una información segura y detallada de las cosas de las Indias”. Díganlo, en fin, los colegios primitivos y la fundación temprana de universidades en México y Lima (1551-1553); las enseñanzas de los jesuitas expulsos o incluso de los

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funcionarios de la primera mitad del siglo

XIX,

necesitados del conocimiento de las

prácticas jurídicas, administrativas y contables “coloniales”. La continuidad de la vocación por el saber y la enseñanza es aun más manifiesta si consideramos que la vida de muchos de sus exponentes en la Nueva España y en el Perú transcurrió en ambas orillas del Atlántico. Sus orígenes, sus travesías de ida y vuelta, sus impresores, sus lenguas, los géneros literarios de que echaron mano, sus redes, en fin, sus conocimientos, son representativos de una civilización inserta en el marco de una entidad geopolítica a escala planetaria, la entonces llamada “Monarquía española”. En consecuencia, el desempeño de los autores, pero también sus obras, cobran sentido en el contexto de la movilidad, de la circulación, lo cual excluye definitivamente de nuestro enfoque las historias nacionales por resultar, además de anacrónicas, estrechas. En la Península ibérica los desplazamientos repetidos a lo largo de siglos acostumbraron a las personas a concebir un mundo cuyos horizontes fueron siempre más vastos que los de su terruño. De ahí la importancia esencial de los lazos de parentesco en el desplazamiento de los hombres en dirección a ultramar y de regreso, o bien dentro del Nuevo Mundo. Recordemos la trayectoria de cronistas como el inca Garcilaso, el dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón o juristas como Antonio de León Pinelo y Juan de Solórzano Pereyra; pero también la de gente que viajó del virreinato septentrional al meridional o a la inversa, como el padre jesuita José de Acosta, el oidor Valdés de Cárcamo, el arquitecto Francisco Becerra, que trabajó en la fábrica de las catedrales de Puebla de los Ángeles y del Cuzco, o bien el barón de Humboldt. Por otra parte el modelo familiar, empleado tradicionalmente como metáfora de la relación que unía al rey con sus vasallos, tomó todo su sentido en las sociedades de las Indias. Se pensó y enseñó a pensar a la familia, tanto la nuclear como la extensa, como un todo solidario representado por el apellido. La presencia en ella de muchos menores acentuó la importancia de la educación básica impartida en casa por padres, abuelos, tías y nodrizas durante los años primeros de la vida. Por lo demás, a falta de un verdadero poder central, en las Indias los hombres se hallaron abandonados a ellos mismos. Por lo tanto, las relaciones con individuos de prestigio y poder fueron casi la única vía de acceso a funciones, cargos y distinciones, y de ahí la importancia de las clientelas y del patrocinio que en su seno hallaron autores, docentes y artistas. La corte de México, por ejemplo,

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resultó primordial para la obra de sor Juana Inés de la Cruz, quien se benefició del amparo y la protección de la virreina. Pero también resultó decisiva la correspondencia entre grupos animados por el saber en diferentes regiones. En una monarquía de escala planetaria, gobernada por escrito y a distancia, es preciso considerar que las ideas, los textos y los objetos circularon rápidamente a través de territorios tan diversos como los Países Bajos, Italia o el Extremo Oriente. En 1556, menos de veinte años después de haberse introducido la imprenta en la capital de la Nueva España, las prensas del colegio jesuita de Goa publicaron su primera obra, las Conclusiones philosophicas. El 12 de julio de 1605, seis meses después de su aparición, 262 ejemplares del Quijote zarparon de los muelles de Sevilla a bordo del Espíritu Santo para llegar a Veracruz tres meses más tarde. Ninguna otra ciudad de las Indias acogió en el siglo

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a

tantos escultores y pintores sevillanos como Lima (Mazín, 2007). No obstante los cambios de orientación introducidos al filo del tiempo, las líneas maestras aquí trazadas se hacen eco de un sistema fincado en siete “artes” liberales; tres orientadas al lenguaje y cuatro a la naturaleza. Imbuidos de las estructuras y los supuestos de esa tradición milenaria, traductores, gramáticos, juristas, astrónomos, matemáticos, músicos, cronistas y poetas vertieron el néctar de las civilizaciones autóctonas en los odres del saber antiguo. Y es que los virreinatos americanos no fueron menos tributarios de la vocación del saber y la enseñanza de cuño mediterráneo, que del estímulo ejercido por el Nuevo Mundo y sus indios sobre la imaginación y la creatividad, principal incentivo para el surgimiento de un pensamiento original. El encuentro con otras lenguas y horizontes no era inédito, contaba en la Península ibérica con un haber de siglos de contactos con el árabe y el hebreo. Así, la necesidad de traducir y de comprender nuevas realidades en las Indias hizo que la gramática, primera de aquellas “artes”, desembocara en la “ciencia del bien decir” o retórica, antes que en una dialéctica de índole puramente especulativa asimilada a la lógica. Según veremos, el raciocinio se encaminó más bien a la filosofía natural y a las teologías moral y positiva. Se trata del celebérrimo trivium o cúmulo de disciplinas concebido como útil a las ciencias “civiles”, o sea fundamentalmente al derecho, tanto el secular o “civil” como el canónico o eclesiástico heredado por las escuelas de Roma; un saber práctico antes que especulativo que permitió la gobernación de los pueblos en la vida urbana. Análogamente al derecho, la

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medicina encontró un lugar en esa construcción, ya que el cuerpo humano era la representación del universo, el microcosmos que se integraba al macrocosmos. Este primer conjunto formó, pues, parte, de la categoría de las obras didácticas específicas de lo que se conoce como la “tradición gramatical meridional” frente a las corrientes especulativas y teóricas más características de la Europa central y del norte. Pero si las materias del trivium debían “hacer al hombre bien razonado”, las del quadrivium buscaban “hacer sabio al hombre”, ya que por ellas se mostraba “la natura de las cosas” y, aunque estas últimas hubiesen existido antes de que se les diera un nombre, sólo se podía enseñar el quadrivium después del trivium porque “las cosas no se pueden enseñar ni aprender de partida, sino por las voces y por los nombres que han” (Alfonso el Sabio, 1930: 194). Los saberes que permitían conocer el número y la medida de las cosas eran por lo tanto la aritmética, la música, la geometría y la astrología. Para este otro conjunto, el cosmos era una obra de arte preñada de misterios: enlaces ocultos, tramas invisibles de los fenómenos, relaciones numéricas que explicaban su armonía. Así, la geografía, la náutica, la cronometría, la astronomía y las matemáticas coadyuvaron a determinar y explicar la naturaleza y las dimensiones del Nuevo Mundo. La empresa consistente en construir reinos cristianos semejantes a los de la Península ibérica fue determinante para que durante siglos prevaleciera en las Indias ese sistema de conocimiento y de enseñanza fincado en las “artes”. Como lo muestra el método prescriptivo de los colegios jesuitas conocido como ratio studiorum (su versión definitiva data de 1599), ese sistema incorporó igualmente el conjunto de las “humanidades” (studia humanitatis) mediante el cual disciplinas como la poética, la filosofía moral, la pedagogía, la historia, la geografía, las matemáticas y la física fueron reivindicando una cierta autonomía frente a los antiguos trivium y quadrivium. Algo semejante ocurrió en el terreno de las artes mecánicas conforme las artistas plásticos reclamaron un estatuto que diferenciara y enalteciera no sólo sus oficios, sino su enseñanza en “academias” (Jacobs, 2002). Por otra parte, la historia del saber en las Indias no puede desvincularse de su red de ciudades, la más grande de la Monarquía española, sólo comparable a la del imperio romano del siglo II. Para el año 1580 el número de fundaciones urbanas en las Indias llegaba al medio millar. Esa red requirió de unas mismas estructuras jurídicas y de

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gobierno, es decir de un aparato administrativo que uniera los territorios entre sí (Calvo, 1999). Las disciplinas asociadas al derecho tuvieron, por lo tanto, una importancia radical. Lo mismo se puede decir de aquellas vinculadas a la lengua si pensamos en el afán de cristianización en el seno de sociedades multirraciales producto de las corrientes migratorias, del mestizaje y de la integración cultural. Por eso el derecho, la lengua y la religión se identificaron entre sí, siguieron una misma evolución. La cristianización no supuso en una primera época el aprendizaje del español o del portugués sino por parte de las élites. Así, las lenguas autóctonas subsistieron, llegaron a escribirse y aun a enseñarse como lenguas de cultura. El sermón, clave de lectura moral y de buen uso de la lengua, arma persuasiva y disuasiva por excelencia, consagró su celebridad en las Indias. Relatar y conservar los hechos consumados en el Nuevo Mundo e indagar la historia y las costumbres de los indios, previa a su cristianización, hizo de las crónicas y de las descripciones de índole etnográfica una necesidad esencial. Los viajes de descubrimiento y conquista dieron lugar a la escritura de epopeyas, aunque también, según veremos, fueron numerosos los certámenes poéticos y las obras líricas en que autores diversos reflejaron las tensiones y aspiraciones de las nuevas generaciones de los criollos, los “españoles de ultramar”. Disponer de información segura y detallada sobre las cosas de las Indias propició todo tipo de empresas científicas y tecnológicas, de encuestas y exploraciones durante las cuales geógrafos, astrónomos, botánicos, naturalistas y geólogos elaboraron por todas partes inventarios sistemáticos, según tendremos ocasión de ver de manera concreta en las páginas que siguen. Por otra parte, al ser la implantación del cristianismo el principal contenido del arte en las Indias occidentales, no se pudo prescindir de la enseñanza del sistema de códigos visuales y auditivos desarrollado durante siglos en Europa: la representación de la figura humana, las convenciones para la construcción de espacios mediante la perspectiva, la utilización de la luz, el conocimiento de la técnica y la función del color, las tradiciones gestuales, el canto llano y la polifonía. Las Indias no fueron ajenas a esas otras corrientes científicas modernas atentas a la regularidad y la recurrencia de fenómenos del mundo físico mediante la formulación de leyes. Ellas penetraron en ambos virreinatos al menos desde el primer tercio del siglo

XVII.

Sin embargo, los discípulos y seguidores de Copérnico, de Galileo, de Descartes y de

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Newton descollaron de manera más decisiva a partir de la segunda mitad del siglo

XVIII.

Con todo, ninguna de aquellas corrientes logró imponerse a la antigua tradición del saber y la enseñanza de raigambre mediterránea. Explica seguramente ese desfase el arraigo poderoso de dicha tradición en la formación de las sociedades hispanoamericanas, y no un simplista “atraso” de los virreinatos españoles de América respecto de los paradigmas científicos europeos de índole mecanicista. La inmensidad humana y física del Nuevo Mundo presentó un enorme desafío a la empresa de cristianización, poblamiento y gobernación. Tal reto exigió respuestas “sintetizadoras” dotadas de estabilidad y de permanencia con que abarcar la diversidad autóctona y asumir las expresiones hispánicas nuevas tanto en Mesoamérica como en los Andes. Cuando a mediados del siglo

XVIII

el

jesuita Francisco Xavier Clavijero (1737-1787) decidió soslayar los nuevos esquemas de clasificación propuestos por sabios europeos contemporáneos, como Carlos Linneo, esgrimió ser los de tipo tradicional “más acomodados a la inteligencia de toda clase de personas” (Trabulse, 1994).

SABER Y LENGUAJE

Lenguas y géneros literarios Lengua culta heredera de siglos de contactos con diferentes pueblos y religiones, el español entró en su fase de apogeo a partir de la fundación de los reinos de las Indias. En ellos convivió con el portugués y con muy numerosas lenguas autóctonas. 1492, el mismo año del descubrimiento de América, fue el de la aparición de la Gramática de la lengua española, la primera de su género en Europa. Su autor, Elio Antonio de Nebrija (14441522), escribió en su prólogo que la lengua era la compañera del imperio. Pronosticó así su vigorosa expansión y su encuentro con otras lenguas hasta nuestros días. Pero aun si el español y el portugués fueron las lenguas oficiales de los reinos, bien lejos estuvieron de suplantar a las lenguas indias que, según vimos, llegaron a escribirse y a enseñarse en las universidades. La cristianización de los indios, análoga a su hispanización, no supuso en una primera época el aprendizaje del español sino por parte de las élites. En cambio hay que subrayar que la evangelización no se dio sin un esfuerzo de traducción. Fue el núcleo

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de esa empresa la adopción de la lengua latina, lo cual constituyó una revolución técnica y epistemológica. Gracias al latín, el clero procedente de la Península y las élites autóctonas aprendieron a escribir las lenguas del Nuevo Mundo, que hasta entonces no poseían sino una escritura ideográfica. La escritura del náhuatl y de otras lenguas mesoamericanas en caracteres alfabéticos permitió la redacción en ellas de textos literarios y de documentos numerosos. La situación en la Nueva España fue diferente al Perú por el hecho de que los aztecas o mexicas no habían impuesto el náhuatl, sino admitido y conservado la utilización de lenguas complejas como el maya y sus variantes, así como el zapoteco, el mixteco, el tarasco y el otomí. Los incas, en cambio, privilegiaron el quechua y el aimara en detrimento de lenguas secundarias con tal de consolidar la unidad de su imperio. La Gramática o arte de la lengua general del Perú (Valladolid, 1560), del dominico fray Domingo de Santo Tomás (1499-1570), es el primer compendio de filología y al mismo tiempo el primer diccionario dedicado al estudio del quechua. ¿Cómo conservar memoria de lo que se esfuma cada día cuando los antepasados no dejaron en los Andes nada comparado a los códices y las pinturas de los indios de la Nueva España? Dos fueron los objetivos del género conocido con el nombre más bien vago de “crónicas”: primero relatar y conservar los hechos. En seguida indagar las costumbres de las poblaciones autóctonas. Durante mucho tiempo, tales escritos fueron el único medio para dar a conocer las Indias al Viejo Mundo. Constituyeron, pues, un primer puente entre ambas orillas del Atlántico. Mediado por las convenciones de la transmisión oral, es decir retóricas, el género evolucionó rápidamente hacia formas más elaboradas, sobre todo la historia puesto que ella fue desde antiguo uno de los temas favoritos de los españoles en la Península ibérica. Entre sus autores figuran los mismos conquistadores; tanto los grandes jefes como Hernán Cortés (ca. 1485-1547), como los soldados miembros de las expediciones. Al día siguiente de la derrota de Gonzalo Pizarro (1511-1548) en el Perú, el Inca sostuvo una larga entrevista con Pedro Cieza de León (1520-1554), un soldado español apasionado por las cosas antiguas que participó en la fundación de ciudades del Nuevo Reino de Granada como Cartagena y Antioquia (actual Colombia). Cieza viajó después al Cuzco en busca de información para su Crónica del Perú, que empezó a escribir en 1541. Se trata de una especie de recorrido geográfico, etnográfico e histórico que describe las costumbres y el modo de vida de los indios. Su segunda parte rastrea la historia y la

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genealogía de los soberanos incas y relata la conquista del Perú y las guerras sucesivas entre los conquistadores. Describir las “recitaciones” de los ancianos y los sabios del Cuzco o de MéxicoTenochtitlán y sus respectivas provincias como “cantares, villancicos y romances” equivalía a atribuir a esos textos el carácter explícito de narraciones históricas. Religiosos como fray Bernardino de Sahagún (ca. 1500-1590) aplicaron encuestas a los indios ancianos de México a efecto de recuperar el conocimiento de todos los aspectos de la civilización prehispánica, de todas las “Cosas de la Nueva España”. Desde su travesía sobre el Atlántico, fray Bernardino había emprendido estudios de náhuatl gracias a los príncipes aztecas que Cortés había enviado a España y que regresaban a México en el mismo barco que el franciscano. Durante los casi treinta años que duró esa gigantesca tarea, se habló en torno de ese fraile latín, español, náhuatl, otomí; se desplegaron pencas de agave cubiertas de signos multicolores; los jóvenes indios letrados corrigieron los manuscritos empezados a elaborar años atrás. El Códice florentino y la Historia de las cosas de Nueva España son una enciclopedia del mundo prehispánico. Desde finales del siglo XVI hicieron su aparición autores nacidos en las Indias como el célebre mestizo del Cuzco, Garcilaso de la Vega (1539-1616), hijo de un conquistador y de una princesa india. Sus Comentarios reales de los Incas (1609) y su Historia del Perú (1617) lo consagran como el gran historiador de los Andes. Los primeros mitifican el pasado prehispánico. Al mismo tiempo, y bajo una mirada providencial ya cristiana, en la segunda el autor exalta la implantación europea. Los jesuitas y Garcilaso construyeron una imagen del imperio incaico antiguo inspirado en el modelo de la Roma clásica, que proporcionó un marco o contexto explicativo a los estudiosos de la cultura, la historia y la política. Subyacía a una tal actitud no sólo la continuidad de la tradición mediterránea del saber y la enseñanza, sino el reconocimiento del imperio como una forma distinta y legítima de gobierno para las Indias. Tanto entre los autores peninsulares como entre los de origen americano, la nostalgia del pasado se tiñó de una reflexión sobre la escritura, “maestra de la vida, luz de la verdad” y sobre la perennidad del recuerdo. “Mi pluma, escribió Cieza, no tiene la soltura ni la belleza de los bachilleres y letrados españoles, pero está impregnada de la verdad” (Bernand y Gruzinski, 1993). Digamos de paso que la distinción entre lo “sabio” y

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lo “popular” no funciona para gran parte de los siglos de los virreinatos, pues presupone que quienes se adscriben a lo primero han estudiado, mientras que los “populares” no tuvieron nada que ver con la cultura. El estado de la enseñanza y el número de aquellos que tuvieron acceso a ella en los siglos XIX y XX no nos pueden servir de referencia, por mucho que sigamos bajo la influencia de un positivismo que quiere que la cultura haya sido el privilegio de unos cuantos para luego, a lo largo de la historia, haber sido progresivamente arrancada por las “clases populares”. Las indagaciones, las idas y venidas del cronista mestizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1650) por las comarcas de la cuenca de México revelan la existencia de verdaderas redes de letrados indios que mantuvieron el recuerdo de las cosas de antaño hasta los albores del siglo

XVII.

Esos sabios recogían las tradiciones orales, coleccionaban

las pinturas o redactaban en español o en náhuatl la narración “de las grandes cosas acontecidas en estas tierras”. A esta memoria fija le acompañó una memoria viviente: a saber, unos anales ya de época virreinal inscritos en la perspectiva mundial de la Monarquía católica. Fueron redactados por indios como el señor chalca Domingo Chimalpahin (15791660). El mundo de este autor consta de cuatro partes con una capital mundial, Roma, y un señor universal, el rey de España. Tales textos circularon y los “principados” indios los transcribieron haciendo de ellos una fuente de inspiración para las generaciones por venir. Inspirados a menudo en el romance, forma métrica castellana en versos octosílabos, los viajes de descubrimiento y las conquistas suscitaron la escritura de epopeyas. Sus autores tuvieron la impresión de ser los continuadores de las tradiciones peninsulares que, como el Poema de Mío Cid, cantaron las glorias de la Antigüedad y la “reconquista”. La más célebre es La Araucana de Alonso de Ercilla (1533-1594), cuya primera parte vio la luz en 1569. Nacida de la resistencia india a la penetración española en Chile, describe minuciosamente los hechos y las gestas de héroes españoles e indios. Esta obra, que ubica al lector en esa frontera del imperio, dio lugar a un subgénero, el de las guerras de Arauco, que contó con émulos numerosos. En tanto género literario, la evolución del sermón corrió pareja en el Perú a la campaña de homogeneización lingüística. La publicación de piezas oratorias se vio nutrida por la de diccionarios y gramáticas. Sus contenidos sirvieron de base no sólo para la transmisión oral de la cultura cristiana. Los sermones fueron igualmente esenciales para la

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alfabetización y su dominio se convirtió en un símbolo de prestigio en las ciudades. Las grandes piezas retóricas eran escuchadas en las catedrales y en las grandes parroquias; en palacio, en las iglesias del clero regular y en los claustros universitarios. El período 15501700, o de esplendor de las letras hispánicas, correspondió a una predicación rica en conceptos que buscó despertar la sensibilidad y la imaginación del auditorio; de la gente sencilla tanto como de los letrados y de los artistas. Gracias a los sermones y pregones, la población iletrada no quedó al margen de la educación. Se hallaba expuesta a la lectura en voz alta, práctica de uso común en los barcos, posadas, plazas, iglesias y traspatios de las casas, lo que ayudaba a asimilar ideas y a transmitirlas. Miguel Sánchez (1594-1674), Antonio de Alderete (Ca. 1650) y Pablo Salceda (1622-1688) fueron predicadores célebres del siglo

XVII

que arrobaron a las multitudes en la Nueva España. Juan de Espinosa

Medrano (1632-1688), apodado el “Lunarejo”, fue el más grande predicador del Perú. A propósito de la utilización de las lenguas y literaturas griega y latina en la oratoria sagrada, Espinosa gustaba decir: “con las humanidades no probamos nada, aunque explicamos mucho”. La evolución del género desembocaría en el discurso cívico del siglo XIX. Fueron numerosos los certámenes poéticos, sobre todo en ocasión de fiestas y ceremonias donde la agudeza y el concepto se ponderaban como los máximos valores de un escrito. Tres poetas peninsulares, dos de los cuales viajaron a las Indias, se hallan entre los principales inspiradores de tales justas: Garcilaso de la Vega (1503-1536, quien no cruzó el Atlántico), Gutierre de Cetina (1520-1557?) y Juan de la Cueva (1550?-1609). Diversos autores reflejaron en sus obras líricas las tensiones y los afanes de las nuevas generaciones criollas. Los hijos de españoles nacidos en América, como Bernardo de Balbuena (15621627), mostraron desde niños gran facilidad para la composición de versos. Su Grandeza Mexicana (México, 1604) destila el elogio entusiasta jamás dirigido a la capital de la Nueva España. Fue después de 1650, bajo el signo del barroco, que la poesía lírica dio en las Indias sus mejores frutos. En ella los temas religiosos se mezclan con el sentimiento amoroso con frecuencia llevado a la hipérbole; el elogio a la retórica participa de los juegos del espíritu y del malabarismo verbal. Juan del Valle Caviedes (1652-1697), calificado a menudo de “Quevedo peruano”, fue considerado el mejor escritor satírico de Lima. Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), religiosa de la orden de San Jerónimo llamada el “Fénix mexicano”, logró expresar su espíritu profano y su pasión por el saber. Lo hizo desde una

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celda conventual seguramente de dimensiones generosas, ya que contó con una biblioteca de cinco mil volúmenes además de instrumentos astronómicos y musicales. Su obra es muy variada: numerosos poemas de circunstancia pero también de amor, sobre todo sonetos, y un extenso poema filosófico, Primero sueño, intento de penetrar los arcanos del mundo mediante la intuición poética. Sor Juana escribió igualmente piezas de teatro sacro y profano. Una de las primeras formas dramáticas fueron los autos sacramentales, representaciones de los misterios de la fe adaptados como instrumentos de evangelización en los claustros y atrios. El teatro, sin duda el más célebre de los géneros del Siglo de Oro, se halló bastante extendido en las Indias. Era el vehículo que expresaba la actualidad bajo diferentes apariencias imaginadas por la creatividad de los dramaturgos. Sin embargo, los autores prefirieron las representaciones que acompañaban los grandes acontecimientos, sacros o profanos, como el Corpus Christi y aquellas otras funciones concebidas para un público más reducido, los virreyes y su corte en palacio o los religiosos en sus conventos. Las piezas edificantes como La vida y milagros de Santa Rosa del Perú, de Agustín Moreto y Cavana (1618-1669), alternaron con sainetes populares como La Clementina del peninsular Ramón de la Cruz (1731-1794). El arte dramático fue no sólo representado, sino también muy leído. Incluso se escribieron tratados o “artes” para la elaboración de comedias. Los textos se popularizaron no obstante la censura eclesiástica. Tres son los dramaturgos hispanoamericanos más representativos: el “mexicano” Juan Ruiz de Alarcón (1581-ca. 1639), cuya Verdad sospechosa inspiró el Menteur (el Mentiroso) a Pierre Corneille; la ya mencionada sor Juana Inés de la Cruz, cuyas comedias como Los empeños de una casa suscitaron enérgicas reacciones del arzobispo de México, y Pedro de Peralta y Barnuevo (1669-1747), cortesano peruano fiel a la estética de la comedia mitológica de escenografía compleja.

El derecho Toda la organización social y política de las Indias se fincó sobre un orden normativo y jurisdiccional sofisticado. El rey de España heredaba una tradición mediterránea que durante siglos vinculó el poder a un saber esencialmente jurídico en el que confluían tanto la potestad espiritual como la temporal. La justicia fue, de hecho, el principal atributo de la

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realeza. Dictar leyes y hacerlas respetar a dos mil leguas allende los mares constituyó un reto. Los ibéricos en uno y otro lado del Atlántico fueron los únicos en haber confrontado una empresa de tal envergadura. Diversas autoridades hacían las leyes en nombre del rey: las audiencias o los tribunales superiores, el virrey y los obispos reunidos en concilio a convocatoria del soberano, en el nivel local; el Consejo de Indias como instancia suprema de gobierno y de justicia en la corte del monarca. La facultad de derecho, con cinco años de duración, estructuraba el pensamiento según las grandes tradiciones culturales del Occidente: Sagradas Escrituras, Padres de la Iglesia, concilios, derecho civil con sus dos grandes núcleos (romano y justinianeo), derecho real, jurisprudencia y sobre todo el derecho eclesiástico o canónico en su apogeo medieval. Tanto en los claustros universitarios como en las bibliotecas, fue el derecho el saber predominante. Desde los primeros tiempos, la legislación indiana tuvo una fuerte dimensión judicial y contenciosa en razón de las denuncias relacionadas con las poblaciones autóctonas. La explotación de estas últimas fue denunciada desde 1511 especialmente por los religiosos. Se suscitó así una larga controversia en ambos lados del Atlántico de la que fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) fue la figura sobresaliente. ¿Era legítima la conquista? ¿Con qué derecho ejercía la Corona su dominio sobre el Nuevo Mundo? ¿Cuáles eran en consecuencia los límites y los fines de la empresa? Durante más de medio siglo, el debate alimentó la elaboración de un derecho específico para las Indias. Merecen mención aparte las Leyes Nuevas de 1542-1543 promulgadas por Carlos V a instancias de Las Casas y de los teólogos tomistas de Salamanca como Francisco de Vitoria (1483?1546) que preveían, con la prohibición de la esclavitud de los indios, la supresión progresiva de las encomiendas. Marcados por el peso de su expresión oral, es decir retórica, los textos referentes a la controversia sobre la legitimidad de la conquista surgieron en los claustros de las universidades de México y de Lima, de Salamanca o de Valladolid de Castilla. Ante todo, dichos escritos echaron los cimientos para diferentes proyectos de acción concreta. Los indios, en principio concebidos con la ayuda de nociones instrumentales preestablecidas tales como el concepto medieval de guerra justa o el de infidelidad, contribuyeron a modificar esas percepciones hasta el punto de dar origen a las primeras normas del derecho

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internacional. De manera paralela, aquel debate permitió reafirmar el principio cristiano de la unidad del género humano. La bula Sublimis Deus de 1537, dedicada a los indios del Nuevo Mundo, extendió sus términos a todos los pueblos gentiles que aún quedaban por descubrir. Otros textos jurídicos fueron los cedularios o compilaciones de instrucciones, provisiones y ordenanzas reales dirigidas a todas las provincias del imperio, como la de Vasco de Puga (?-1576) para la Nueva España, de 1563, o la Recopilación de las Ordenanzas de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá de 1573. Desde 1570 existió un proyecto para elaborar una gran recopilación de leyes, empresa en la que trabajaron los juristas del Consejo de Indias. Uno de sus autores más activos fue don Juan de Solórzano Pereyra (1575-1655), antiguo oidor de la Audiencia de Lima que llegó a ser consejero del rey. En 1647 Solórzano hizo publicar un erudito tratado, la Política indiana, basado en textos suyos anteriores redactados en latín (De Indiarum Iure). Organizada en seis libros, esa obra expone los principales criterios del orden social en las Indias. Comienza por los títulos que justificaron el descubrimiento y la apropiación de los territorios con el fin de cristianizar a los indios; expone en seguida el principio de libertad de estos últimos y en consecuencia los límites impuestos por la legislación a los servicios personales de los naturales y a las diferentes cargas impositivas pagadas por ellos, sin olvidar los privilegios de los que eran beneficiarios. Solórzano reflexionó igualmente sobre el régimen de las encomiendas, su justificación y los problemas de usufructo y sucesión que planteaban. Trató igualmente de los diferentes poderes e instituciones en las Indias: empieza por las de índole eclesiástica destacando el patronato del rey y la jurisdicción diocesana encabezada por los obispos. El gobierno secular o civil es objeto de la parte quinta de la obra. En ella insiste en los municipios, núcleo político de la nueva sociedad al que según el autor debería estar subordinada la gestión de los virreyes y de las audiencias. La obra se cierra con el tema de la real hacienda o real fisco y las diferentes fuentes de ingreso en las Indias. El proyecto de gran recopilación progresó finalmente entre los decenios de 1610 y 1630. Su publicación en Madrid, sin embargo, debió esperar hasta el año de 1681 bajo el título de Recopilación de leyes de los reinos de las Indias. Las disposiciones por entonces vigentes, con menciones sumamente escuetas de sus precedentes, fueron organizadas por libros a la manera de los grandes cuerpos romanos de derecho como el de Teodosio y el de

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Justiniano; visigóticos como el Libro de los jueces o bien como las grandes compilaciones castellanas del siglo XIII, sobre todo las Siete Partidas (1272) bajo Alfonso X el Sabio. El derecho canónico estuvo principalmente caracterizado por la publicación de los concilios, cuyos contenidos privilegiaron los aspectos disciplinares y de pastoral que requería el régimen de cristiandad de las nuevas sociedades, antes que los de carácter dogmático y especulativo. Los más importantes fueron los terceros concilios de Lima (1583) y México (1585).

Filosofía y teología La dialéctica, que lleva a la filosofía y a la teología, formó parte de las materias del trivium en el antiguo sistema de las artes liberales. Tanto en las casas y en los colegios de formación de las órdenes religiosas como en las universidades de todas las Indias se enseñaron la lógica, la filosofía natural y la teología. Después de la gramática y la retórica venía la etapa dedicada a la formación filosófica, también conocida con el nombre de “artes” que empezaba por los estudios de lógica seguidos por los de física y metafísica. En lógica se analizaban las operaciones del intelecto, los conceptos universales, las nociones de identidad, de género y de especie. Los textos fundamentales fueron los de Aristóteles, expuestos o resumidos por comentaristas. En física los temas se agrupaban en tres libros: el que trataba de los principios intrínsecos de los cuerpos naturales, de su forma sustancial y de su unión en un todo; el referente a las causas externas de los cuerpos naturales y aquel que estudiaba el movimiento, la acción, el lugar, el vacío y el infinito. De acuerdo con una tradición castellana de origen medieval, muchos profesores y autores insistieron en la filosofía natural como un intento de explicación racional de los fenómenos naturales. En ello eran herederos del saber de Tomás de Aquino y de sus discípulos. En metafísica, conocida como “filosofía ultranatural”, se abordaba el ser, sus atributos, el ser posible y el ser concreto, la sustancia y los accidentes, la subsistencia, los seres malos y quiméricos, los orígenes y el fin de las cosas, finalmente el alma. No se consideraba la formación filosófica como una especialidad en sí misma, sino más bien como un ciclo propedéutico que proporcionaba los conceptos claves para las facultades superiores como derecho, teología y medicina. Hasta ahí llegaban los estudios de muchos alumnos, razón por la cual el bachillerato en artes fue la norma.

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Ahora bien, la filosofía desempeñó en los virreinatos una función ancilar frente a la teología o estudio de la divinidad. Los cursos de esta última reagrupaban dos ramas: la dogmática y la moral. La primera, de carácter especulativo, consistía en una reflexión sistemática sobre la revelación cristiana de acuerdo con las diferentes opiniones –todas generalmente de método escolástico– de las principales escuelas teológicas. Llevada a sus últimas consecuencias, esta rama conducía a la pura contemplación y se apartaba de la filosofía aristotélico-tomista. Al lado de esta teología especulativa, que por momentos llegó a parecer demasiado intrincada, sobre todo a los filósofos naturales, terminó por prevalecer la teología positiva que insistía en la recopilación y la crítica directa de las fuentes: Sagradas Escrituras, Padres de la Iglesia, el magisterio, es decir, las enseñanzas de los obispos, la historia de la Iglesia, el derecho canónico y la filología. El problema central del pensamiento filosófico y teológico en los virreinatos se situó en el terreno de la conciencia, ahí donde los individuos realizan juicios de tipo moral acerca de lo bueno y lo bello, de lo verdadero y de lo justo. Su formulación principal se hizo eco de una cuestión por entonces relevante en el pensamiento europeo: a saber, que las realidades humanas se interpretaban a partir de la distinción entre naturaleza y gracia divina. Por un lado, el hombre es un ser frágil con una inclinación natural al pecado; por el otro, esta misma naturaleza le otorga el poder divino para encontrar y seguir el camino de la salvación. Entonces, ¿cómo encontrar y justificar una vía intermedia entre el poder pleno de Dios y la libertad humana que permitiera distinguir el bien del mal? El problema contraponía en realidad dos concepciones filosóficas y teológicas: una representada por san Agustín y otra por santo Tomás de Aquino. Dicho de otra manera, el reto filosófico consistió en definir si se podía delinear una tercera vía entre posiciones que habían llegado a parecer irreductibles, pero que arrancaban de dos modelos perfectamente ortodoxos para la fe católica. En esta labor los centros de enseñanza tanto de la Nueva España como del Perú jugaron un papel determinante, en particular los de los jesuitas y dominicos. En consecuencia, numerosos teólogos, filósofos, juristas y predicadores enseñaron que había un espacio que Dios había determinado mantener libre a fin de que el hombre pudiera ejercitar su inteligencia. Reconocido ese lugar como lo propio del ser humano, se abrió el problema de los márgenes en los que debía desarrollarse el ejercicio libre de la inteligencia. Ahora bien, al reconocer al menos parcialmente el legado de la escuela clásica de los

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escépticos, esta doctrina, llamada probabilismo, mantuvo el principio de incertidumbre para apreciar las cosas humanas y de la naturaleza. Ella podía, por lo tanto, atentar contra las interpretaciones más radicales del principio de autoridad. Las repercusiones políticas no se hicieron esperar. Las enseñanzas probabilísticas reforzaban las formas contractuales del poder político heredadas de la Edad Media peninsular. Ellas no habían dejado de insistir, por ejemplo, en que conforme al carácter compuesto, es decir distendido y plural de la monarquía, la Corona debía tomar en cuenta y asumir las circunstancias propias, es decir la individualidad de cada uno de los reinos. Esas enseñanzas, sin embargo, entraron en conflicto con los principios del despotismo ilustrado de los Borbones, incluso les resultaron contrarias. Tales principios presuponen la existencia de un “norte fijo” o marco invariable de referencia que evita tomar caminos o vías de navegación erróneas. Se hallaba fincado en una interpretación rigorista tanto de las Sagradas Escrituras como del derecho según la cual el probabilismo no invitaba sino al libertinaje y a la relajación de la ley. Preocupados por poner a salvo un modelo filosófico que ante todo garantizara los intereses de la dinastía borbónica, los obispos ilustrados lamentaron los efectos de las enseñanzas probabilistas: poder excesivo de los confesores sobre los súbditos, relajación de los votos monásticos y religiosos, todo tipo de subversión y hasta el regicidio. La relación con la autoridad debía, por lo tanto, ser unívoca y rechazar toda diversidad de interpretaciones resultante del fueron interno de los súbditos (Zermeño, 2001). Como doctrina y escuela de pensamiento, el probabilismo se inscribe en una tradición plurisecular de adaptaciones: las más notables son la realizada por Tomás de Aquino de la filosofía de Aristóteles y la que filósofos naturales castellanos hicieron de éste mismo pensador y de autores tales como Avicena y Averroes. Intervenía igualmente en esa cadena la escuela jesuítica desarrollada por Francisco Suárez (1548-1617), de raigambre tomista, sumamente influyente en las Indias entre 1670 y 1723, fecha esta última en que se estableció en la Universidad de México una cátedra de teología suareciana. Algunos jesuitas de la Nueva España, como Antonio Núñez de Miranda (1618-1695) y Pablo Salceda, produjeron libros de texto sobre la scientia media, como también se llamó a las doctrinas probabilistas.

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Medicina En los cronistas e historiadores del siglo

XVI

como Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-

1557), fray Bernardino de Sahagún o el padre José de Acosta (1540-1600) se hallan descripciones detalladas de prácticas médicas y terapéuticas que suelen echar mano de informantes indios médicos. En el Colegio primitivo de Santa Cruz de Tlatelolco de México (1536) existió ya una cátedra de medicina que dio lugar a la redacción de un primer texto de farmacología, el Herbario de la Cruz Badiano. Éste contiene remedios vegetales, clasifica los síntomas de algunas enfermedades y las agrupa en cuadros clínicos que facilitan la identificación del padecimiento. De hecho la farmacoterapia y la botánica estuvieron vinculadas de manera estrecha. Desde sus inicios, las universidades de México y Lima contaron con facultades de medicina y cátedras respectivas de anatomía y cirugía de donde surgieron tratados de ambas ramas con remedios inspirados en la terapéutica autóctona, como el del doctor Francisco Bravo (publicado en México, 1570. La facultad se centraba en el estudio de los tratados de Hipócrates y de Galeno, así como de los sabios árabes Rhazes y Avicena. Sin embargo, los médicos y cirujanos fueron escasos en las Indias, razón por la cual los ayuntamientos se vieron precisados a autorizar el ejercicio de la medicina a barberos cuyos conocimientos se fincaban en terapéuticas como sangrías y purgas. Por otra parte, como letrados universitarios los médicos solían participar en el mantenimiento del orden y del buen gobierno. Asistían a los virreyes en asuntos de “policía” que tocaban ciertos aspectos relativos a la salud. Establecido a partir del primer tercio del siglo

XVII,

el tribunal del

“Protomedicato” tuvo por finalidad asesorar a los virreyes, examinar a los aspirantes a ejercer la medicina, la cirugía, la farmacia; vigilar la buena calidad y los precios de los remedios y las drogas que se expendían en las boticas, o establecer cuarentenas en ocasión de las epidemias. Sus miembros escribieron sobre temas como el uso del agua, los alimentos o el peligro de las epidemias, aunque se pronunciaron igualmente en materia de meteorología, sobre eclipses o los cometas y sus respectivas influencias astrológicas en la salud de los hombres. Fueron los médicos el grupo de sabios más asiduo y consistente en los virreinatos. No obstante, pocas veces llegaron a expresar nuevas teorías. La continuidad de los principios aristotélico-galénicos fue manifiesta a pesar de la aceptación de la teoría de la

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circulación de la sangre, de la anatomía patológica o de la química de la digestión. En consonancia con la orden de fusión de los estudios de medicina con los de cirugía, desde la década de 1760 tuvo lugar la fundación de reales escuelas de esta última disciplina en ambos virreinatos, así como la instalación de una academia pública de medicina con aprobación de la universidad y del protomedicato (Trabulse, 1994).

SABER Y NATURALEZA

Es en el conjunto del antiguo quadrivium donde se aprecian síntomas tendientes a la especialización, sobre todo a partir del último tercio del siglo

XVIII.

Ellos se hallan

asociados a la penetración de las corrientes científicas modernas de índole mecanicista y experimental. Sin embargo, tales síntomas no llegaron todavía a impedir que, por ejemplo, un agrimensor pudiera seguir siendo a la vez un hábil matemático “puro” o un astrónomo acucioso. Por otro lado, ciencias como la física no lograron todavía disociarse de los estudios de filosofía. La química se mantuvo vinculada a antiguas disciplinas como la farmacoterapia o la metalurgia. En su acepción más amplia, las comunidades científicas ilustradas, tanto peruana como mexicana, mantuvieron un carácter enciclopédico.

Astronomía y matemáticas Las civilizaciones prehispánicas de América alcanzaron logros en materia de numeración y de cómputos calendáricos. ¿Cómo olvidar el sistema vigesimal maya o los quipus con que se registraban los conocimientos astronómicos? No obstante, es indudable que dicho saber influyó poco en la ciencia europea y en el sistema de paradigmas científicos del siglo

XVII

(Trabulse, 1994). Las matemáticas especulativas o las aplicadas contaron desde el siglo XVI con estudiosos en ambos virreinatos; de Juan de Porres Osorio (Ca. 1580) y fray Antonio de la Calancha (1584-1654) a Agustín de la Rotea a finales del siglo

XVIII.

Como en otros

dominios del saber, el perfil pragmático acabó por imponerse. Fue el de los ingenieros y maquinistas el grupo que imprimió mayor aliento mecanicista a sus escritos. También descollaron como fermento del cambio de una tradición científica a la siguiente. A causa de un interés práctico relacionado principalmente con la minería, apareció uno de los primeros

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libros científicos publicados en el continente americano. Se trata del Sumario compendioso de las cuentas de plata y oro que en los reinos del Pirú son necesarias a los mercaderes y todo género de tratantes, con algunas reglas tocantes a la aritmética (México, 1556). Este tipo de manuales, útiles en operaciones mercantiles, fueron de uso común por su provecho en la conversión de valores, en los cálculos del impuesto del quinto real y para diversas operaciones aritméticas. En su libro Physica Speculatio (México, 1557) el agustino fray Alonso de la Veracruz (1507-1584), uno de los primeros catedráticos de la Universidad de México, dedicó la última parte a la astronomía. Es el más remoto testimonio de esa ciencia en la Nueva España. En él, Veracruz expuso el sistema del mundo según los cánones del geocentrismo ptolemaico. En el Perú, el antes mencionado padre jesuita José de Acosta vislumbró la existencia de una suerte de fuerza inmaterial que, a semejanza del magnetismo celeste, sustentaba a la tierra en el espacio. Concibió un cosmos finito limitado en su parte externa por la esfera de las estrellas fijas cuyo centro era la tierra. Por su parte, en 1638 el fraile mercedario fray Diego Rodríguez (1598-1668) determinó la longitud de la ciudad de México (101º 27’ 30’’ al occidente de París) con mayor precisión que el sabio alemán Alejandro de Humboldt en 1803. Los astrónomos elaboraban almanaques y calendarios o bien determinaban las posiciones geográficas de algunos puntos. Destaca la familia Zúñiga y Ontiveros, que en México contó con varias generaciones de impresores, astrónomos y matemáticos. Felipe, de la misma familia, observó en esa capital el paso de Venus por el disco del sol el 3 de junio de 1769. La náutica, tan estrechamente ligada a la matemática y a la astronomía, produjo obras importantes como la Instrucción náutica, para el uso y regimiento de las naos, su traça y su gobierno… (México, 1587) de Diego García de Palacio (?-1595), quien disertó sobre la esfera, las mareas y sus efectos sobre la navegación. La celeridad con que las llamadas “artes de navegar” fueron traducidas a los idiomas de los rivales de España en el comercio interocéanico pone de manifiesto su importancia. Exponían de manera sucinta los conocimientos meteorológicos indispensables para los marinos. Desde el primer tercio del siglo

XVII

se dejó sentir una corriente renovadora de los

estudios matemáticos y astronómicos, si bien tímidamente. Se debe en parte al ya mencionado fray Diego Rodríguez, con quien lograron difusión y exposición en las aulas

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las teorías de Copérnico, Tycho Brahe, Kepler y Galileo en astronomía y física; y las de Tartaglia, Cardano y Neper en matemáticas. Fue Rodríguez el primer titular de la cátedra de astrología y matemáticas erigida en la Universidad de México en 1637. Su homólogo en los Andes fue el agustino fray Antonio de la Calancha, cuyas observaciones dieron lugar al conocimiento del cielo austral de la Cruz del Sur. El momento culminante de las controversias obedeció al tema de los cometas y a su carácter maléfico presunto. Mientras que el jesuita Eusebio Francisco Kino (1645-1711) sostenía postulados de la astrología judiciaria, en su Libra astronómica de 1681, publicada en 1690, el criollo de México Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) se mostró partidario de Copérnico, de Kepler y Descartes. La confrontación también se dio a mediados del siglo

XVIII

en torno de la

naturaleza de los rayos y relámpagos, aun cuando décadas antes el barómetro, el termómetro, la bomba neumática y el microscopio habían tomado carta de naturaleza en las grandes capitales de las Indias. Si bien los jesuitas se contaron entre los principales propagandistas de las nuevas teorías, prevalecieron las reservas y las omisiones. El interés por los fenómenos físicos y la comprobación experimental se puso de manifiesto durante el último tercio del siglo

XVIII

en los Elementa recentoris philosophiae del oratoriano Benito

Díaz de Gamarra y Dávalos (1745-1783) (Trabulse, 1994).

Música En tanto que saber asimilado al antiguo quadrivium, la música fue unos de los medios privilegiados de la cristianización. La mayor parte de la que se conserva es religiosa y se halla en los archivos de las iglesias catedrales, de las órdenes religiosas o en los fondos de ciertas bibliotecas. En cambio la música profana parece haber sido trasmitida por tradición oral. Los instrumentos españoles como el arpa y la guitarra fueron rápidamente adoptados y dominados por los músicos locales. En el siglo XVII la guitarra fue el instrumento preferido gracias a la posibilidad de llevarla consigo a todas partes. En razón de sus antecedentes africanos, americanos y en menor medida europeos, los instrumentos de percusión también fueron comunes entre la gente mezclada y los negros.

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En el transcurso del siglo

XVI

el repertorio musical tuvo por fuente de inspiración

las escuelas de Toledo, Segovia, Sevilla y Lisboa. Desde el principio aparecieron en las Indias los primeros repertorios de canto llano o gregoriano, procedentes en general de la catedral de Toledo, hogar del canto mozárabe. El Nuevo Reino de Granada, la actual Colombia, poseyó muchos libros de cánticos, seis salterios grandes de Toledo y, precediendo a la importante reforma de 1547, seis manuales de Sevilla. Hubo que esperar la segunda mitad del siglo

XVI

para que se verificaran dos fenómenos de importancia capital:

por un lado, el ordenamiento del culto conforme al rito sevillano y, por el otro, la aparición y el desarrollo de escuelas locales de composición de gran riqueza. El 3 de julio de 1547, el papa Pablo IV promulgó una bula que privilegió el rito de la catedral de Sevilla en el ámbito de la polifonía vocal, en particular para el repertorio de la Semana Santa. Esta medida se extendió muy rápidamente a las catedrales de Santa Fe de Bogotá, Puebla de los Ángeles, Lima, El Cuzco y México. Los contactos estrechos de esas catedrales con las de Toledo y Sevilla permitieron la difusión de las obras de los grandes polifonistas españoles. Se dieron, en consecuencia, movimientos e influencias determinantes en la formación de los compositores americanos. Los indios asociaron hábilmente ciertas fiestas locales de los tiempos de su gentilidad con el calendario cristiano. Era un proceder tolerado, pues favorecía la participación de los pueblos autóctonos en las fiestas de la nueva religión. Fue a partir de esa participación en el culto, además de la adopción y la ejecución de los nuevos instrumentos, que la música de origen europeo incorporó algunas prácticas y carices musicales autóctonos y africanos, confiriéndole así un carácter original. Se sabe que desde 1543 el cabildo catedral de México reclutó instrumentistas indios como músicos de su capilla. En el siglo

XVI

se inventó uno de los artificios sonoros más eficaces, el

acompañamiento de coros por bajos de cuerdas. La correcta utilización de estos últimos con encordadura muy gruesa a base de tripa de llama trenzada y arcos amplios y duros que exigen el ataque claro y breve de cada nota permite una potente difusión del sonido a todos los espacios de las iglesias. Como en los coros de los Andes predominaban las voces sopranos y los niños cantores, y escaseaban las voces graves, recurrir a esos instrumentos de cuerda de gran calibre facilitó la difusión en recintos como las misiones jesuitas de Mojos y Chiquitos. Estudioso de la física en el campo de la acústica, el padre mercedario

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Francisco de Salamanca (1667-1737) ocupó la cátedra de artes en el convento del Cuzco (1687-1690). Allí construyó un órgano portátil de madera de cedro y compuso villancicos muy difundidos en el Perú. Además de músico, fue pintor diestro, poeta, catedrático y predicador de indios y mestizos. En términos artísticos, hubo en el antiguo virreinato del Perú dos polos de atracción en el siglo

XVII:

en el sur, el de Potosí y Chuquisaca, nombre indio de la actual ciudad de

Sucre que se llamó también La Plata; en la zona central, el eje Lima-Cuzco, que fue el más activo. Por razones tan diversas como la alternancia de maestros de capilla, el prestigio de los músicos, la variedad de encargos recibidos o la vitalidad de la emulación entre las grandes ciudades, la obra de los compositores se difundió por todos lados. En los siglos XVII

y

XVIII

sobresalieron Cristóbal de Belsayaga (1575-1633), Juan de Araujo (1646-

1712), Roque Ceruti, (?-1760) José de Orejón y Aparicio (1706?-1765) y Tomás de Torrejón y Velasco (1671-1733) cuya ejecución de la Púrpura de la Rosa en 1701, en Lima, marcó la primera representación de una ópera en el Nuevo Mundo. En la época en que los colonos de Boston componían rudos “aires fugados”, los maestros de capilla de las catedrales de la Nueva España producían una música extraordinariamente refinada; desde Guatemala en el sur, hasta las misiones de California en el norte. Pocas metrópolis musicales de las Indias pudieron rivalizar en sofisticación y esplendor con México. A los grandes maestros polifonistas como Hernán Franco (1535-1585) y Juan Gutiérrez de Padilla (1605-1664) se sumaron en el siglo XVIII Manuel de Zumaya (1690-1755) e Ignacio de Jerusalén. Zumaya fue uno de los primeros músicos del Nuevo Mundo en componer una ópera, Parténope (1711) y uno de los primeros criollos designados como maestro de capilla, primero en México (1715-1738) y luego en Oaxaca (1738-1755). Jerusalén nació en Lecce (Italia) en 1710 y sus contemporáneos lo describen como un “portento musical”. En 1746 ya componía para la catedral de México donde tres años después obtuvo el puesto de maestro de capilla, que conservó hasta su muerte en 1769 (Mazín, 2007).

Historia natural Las tentativas de dar a las Indias un lugar en el mundo, de revelar sus secretos, remedios y maravillas, desembocaron en tratados de historia natural sólo difícilmente discernibles de la “historia moral”, conforme al estilo clásico grecorromano. Se trata de sumarios de los

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fenómenos más comunes, así como de inventarios de la flora y la fauna. Las plantas del Nuevo Mundo fueron tenidas por más numerosas, más abundantes y más eficaces que las del Viejo. A indios y a eclesiásticos se deben algunas de esas encuestas. El ya mencionado franciscano fray Bernardino de Sahagún dedicó una parte de su Historia general… a las plantas y remedios de las Indias. Ese esfuerzo sólo puede compararse con la expedición encabezada por el médico Francisco Hernández (1517-1587) quien parece haber velado por la salud del príncipe heredero, el futuro Felipe II (1527-1598). Enviado por este monarca, recorrió la Nueva España entre 1570 y 1577. Sus descripciones y dibujos de zoología, mineralogía y botánica constituyen una suma excepcional que le valió el sobrenombre de “Plinio del Nuevo Mundo”. Obras como ésta y la Historia natural y moral de las Indias del padre José de Acosta S.J. figuraron entre los informes primeros que se tuvieron en Europa sobre las características y propiedades de las nuevas tierras. El segundo arribó al Perú en 1572. Durante su estancia de unos quince años en las Indias enseñó en la Universidad de San Marcos de Lima e hizo viajes científicos. A diferencia de otros autores, cuyas obras insisten en la descripción, Acosta da una explicación de filiación aristotélico-tomista centrada en las causas y los efectos. Justificó la autonomía de un proyecto científico juzgándolo “útil” para la empresa de la cristianización y el poblamiento. La indagación de carácter filosófico-teológico abordó cuestiones de historia moral como las derivadas del uso y la difusión del chocolate, que hicieran escribir a Antonio de León Pinelo (1590?-1660) un tratado curioso: Cuestión moral, si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico, trátase de otras bebidas, confecciones que se usan en varias provincias (Madrid, 1636). Una cierta especialización, aunque sobre todo el deseo de clasificar y sistematizar, se advierte en el siglo

XVIII.

Las Noticias americanas (1772) de Antonio de Ulloa (1716-

1795) incluyen pormenores de flora y fauna de la Nueva España. No obstante, el grueso de sus descripciones atañe a la América meridional. Desde su célebre viaje por ésta, en 1734, Ulloa había señalado la necesidad de investigar la parte septentrional para complemento de la que él y Jorge Juan y Santacilia (1713-1773) realizaran en el virreinato del Perú. Con este fin ideó un cuestionario que abarcaba temas topográficos, físicos, botánicos, zoológicos, geológicos e históricos. Bajo la jefatura de Carlos de La Condamine (17011774) se autorizó a ingresar en el virreinato del Perú a la primera misión geodésica francesa organizada en 1735 por la Academia de Ciencias de París. Mediría un arco de meridiano en

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tierras equinocciales. Así, el conocimiento exacto de los diámetros terrestres permitiría confirmar la revolución del planeta sobre su eje, fenómeno estrechamente relacionado con el sistema celeste de Galileo.

Geografía y cartografía “Conocer mejor el espacio para gobernarlo mejor” fue una divisa del rey Felipe II. Esta inquietud por la eficacia se llevó al extremo cuando la Corona organizó una gran encuesta en todas las Indias a raíz de otra ordenada años antes para Castilla. Entre 1579 y 1586 los funcionarios de todos los territorios tuvieron que responder a un cuestionario de cincuenta preguntas. Más de doscientos respuestas han llegado hasta nosotros. Constituyen un género muy preciado conocido bajo el nombre de “relaciones para la descripción de las Indias” o “Relaciones geográficas”. Se refieren a la geografía, al temperamento y la calidad de las ciudades, al número de habitantes y al grado de integración cultural de los indios. Nunca cesó la descripción de los territorios, en particular la que privilegió la circunscripción diocesana como unidad, en razón de que la diócesis llenó el vacío que suscitaban la estrechez del territorio comprendido por las alcaldías mayores y corregimientos, y la jurisdicción sumamente vasta de las reales audiencias. Varias series de “relaciones geográficas” del siglo

XVIII,

semejantes a las del siglo de la conquista, se han conservado

procedentes tanto de la Nueva España como de los virreinatos meridionales. Sólo que estuvieron diseñadas más para fines científicos especializados como el Jardín Botánico o el Gabinete Real de Historia Natural, que para servir a propósitos de gobierno. Desde las primeras décadas del siglo

XVI

se elaboraron los primeros planos

cartográficos del continente americano. Partiendo de Zihuatanejo en 1527, Álvaro de Saavedra y Cerón (?-1529) logró llegar hasta las islas de Guam, Mindanao y las Molucas. Dos brillantes gestas lograron Ruy López de Villalobos (1500-1544) y Miguel López de Legazpi (1503?-1572). El primero, al llegar a las Filipinas, y el segundo al fundar Manila y enviar a fray Andrés de Urdaneta (1508-1568) a regresar del Asia a América. Por los años de 1560 a 1580 se realizó una serie de otras empresas científicas y de exploraciones. Pedro Sarmiento de Gamboa (1532-1592) exploró el océano Pacífico a partir del Perú. Descubrió las islas Salomón y sobre todo, en 1580, fue el primero en conseguir cruzar el estrecho de Magallanes a contracorriente, empresa cuyo itinerario narró en el Derrotero al estrecho de

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Magallanes. Isidro de Antonio y Antillón navegó en 1603 el litoral de la Alta California acompañado del matemático y astrónomo jesuita Eusebio Francisco Kino, quien levantó un mapa preciso de California demostrando que no se trataba de una isla. Pero la labor de los astrónomos también logró compilar observaciones de eclipses, movimientos planetarios y posiciones lunares que fijaron con precisión las coordenadas geográficas de muchos puntos en ambos virreinatos. Finalmente, la expedición del barón e ingeniero berlinés Alejandro de Humboldt constituye el modelo de los grandes viajes científicos del siglo

XVIII.

Acompañado del médico y botánico francés Aimé Bonpland se embarcó hacia las Indias en 1799. Durante los cinco años que duró el periplo, desde los llanos de Venezuela hasta México, pasando por la cuenca del Orinoco y la cordillera de los Andes, guió a los sabios el deseo de medir la naturaleza sin olvidar el estudio de las sociedades de los países que atravesaban. Al describir al hombre americano, rectificó los errores de Buffon sobre la debilidad del indio y su uniformidad racial. Probó además el origen asiático de los americanos autóctonos.

Minería y metalurgia Los metales preciosos, masivamente exportados, sostuvieron buena parte de la política de la Corona y aseguraron la defensa del imperio. Ningún otro sector muestra de manera tan evidente como éste el cariz pragmático característico del saber y la enseñanza en las Indias. El impulso a la extracción argentífera provino de un hallazgo científico: la introducción, por Bartolomé de Medina (1530-1580), del procedimiento de amalgamación a base de mercurio llevado a efecto en la Nueva España en 1555-1556, que suplió el método de molienda y fusión. Varios tratados sobre explotación minera y beneficio de metales aparecieron; los de Alonso Barba (1569-1662) y Juan de Oñate (1550?-1626) son los más importantes. El padre Álvaro Alonso Barba, llegado al Alto Perú antes de 1588, instaló su propio laboratorio en una hacienda jesuita próxima a Chuquisaca. En él leía a los naturalistas clásicos y a los alquimistas del Medioevo. Estudiaba la naturaleza de los minerales y en 1609 descubrió el procedimiento de beneficio de la plata por cocimiento. Escribió en el Potosí Arte de los metales en que se enseña el verdadero beneficio de los de oro y plata de azogue (Madrid, 1540).

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La fundación del real Seminario de Minería en México y Lima, por los años de 1790 y1792, marca un momento crucial en la historia de la ciencia y la tecnología, ya que cubrió los requerimientos de metalurgia mediante la impartición de química, mineralogía geológica y topografía. Pero, además, la metalurgia dio lugar a la enseñanza de disciplinas tan abstractas como el cálculo diferencial e integral, la geometría analítica y el álgebra, así como la dinámica, la hidrodinámica, la electricidad, la óptica y la astronomía. El Colegio de Minería de México contó con un selecto grupo de científicos como Fausto de Elhuyar (1755-1833), su primer director, Andrés del Río (1764-1849), Francisco Antonio Bataller (1751-1804) y Luis Lindner (?-1805). Los primeros dos intentaron introducir bombas hidráulicas en diversas minas. En 1802 el barón de Humboldt vio funcionar la que del Río calculó y construyó para las minas de Morán, en Pachuca, la primera de su especie construida en América.

CONCLUSIÓN

De lo aquí expuesto se desprende que la unidad del conocimiento y la pluralidad de lenguas y géneros que lo expresaron dio lugar, en Iberoamérica, a una república del saber fincada de manera prioritaria en la tradición antigua de las artes liberales y las humanidades. Se trata de una especie de sistema que asumió siempre el conjunto geopolítico y cultural de las Indias, aun si sus autores se referían a una comarca en particular o a uno solo de los virreinatos. También en todo momento sus contenidos combinaron un perfil doble, el conocimiento y la enseñanza. Conscientes de ese conjunto como parte de una misma Monarquía, algunos sabios consagraron toda o una parte de su vida a dar cuenta de los logros culturales indianos. Lo hicieron en la forma de grandes acopios bibliográficos. Figuran entre ellos el ya mencionado Antonio de León Pinelo, a quien se debe un Epítome de la biblioteca oriental, y occidental, náutica y geográfica… (Madrid, 1629), Juan José de Eguiara y Eguren (1695-1763), quien en reacción a vituperios que denostaban la capacidad de los americanos para el conocimiento hizo publicar en 1755 el primer tomo de su Bibliotheca Mexicana. Está finalmente Mariano Beristáin de Souza (1756-1817), que,

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apoyado en parte en la obra de Eguiara, construyó una Biblioteca Hispano-americana Septentrional (México, 1816-1821). La historia de la cultura en las Indias de Castilla es impensable sin la circulación de hombres, escritos y objetos por los horizontes transoceánicos de las monarquías ibéricas. Los nacionalismos nos llevaron casi a perder de vista el conjunto y hoy requerimos de trabajos de síntesis que lo restituyan. El carácter práctico y docente, antes que especulativo y teórico, de los contenidos del saber, resultó imprescindible para la empresa plurisecular de poblamiento, gobernación y cristianización de escala continental. Un proceso de tal envergadura demandó respuestas sintetizadoras capaces de abarcar la diversidad autóctona y de asumir la aparición de un Nuevo Mundo con un mínimo de estabilidad y de permanencia. Creo que en esto último radica una de las claves de relectura de la república del saber que aquí intentamos esbozar. Marcada por su duración y su acción en profundidad –desde luego superior a la de los posteriores imperios inglés y francés–, Iberoamérica virreinal es acaso la aventura más colosal y original que pueblos del Occidente europeo hayan jamás emprendido en ultramar. Se trata de una herencia que la independencia no pudo borrar.

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