El cine en el aula / Capítulo IV

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CURSO DE EXTENSIÓN

El Cine en el Aula. Semiótica narrativa y alfabetización audiovisual: propuestas didácticas y materiales para la enseñanza

Daniel Gastaldello Docente del Curso


CAPÍTULO IV. NUEVAS DIMENSIONES DE ANÁLISIS DEL CINE EN EL AULA

El Cine en el Aula.

En este capítulo nos dedicaremos a instalar nuevos problemas y redireccionar algunos supuestos sobre el cine, a los efectos de desnaturalizar otras posturas y reforzar esta idea de una nueva perspectiva sobre lo cinematográfico que proponemos desde el curso. Como vengo comentando, ante la falta de un discurso académico que aporte otra mirada sistematizada, muchas de nuestras concepciones sobre qué es el cine vienen heredadas directamente de la industria cinematográfica. Esa mirada comercial, que proyectamos sobre todos los textos fílmicos, la reproducimos en nuestras prácticas en el aula, enseñando a los estudiantes no a pensar a partir de estos textos de la cultura, sino a consumirlos. En este sentido, los aspectos que abordaremos en este capítulo intentarán socavar aún más esa mirada intuitiva que tenemos del cine, con la intención de que algo de esto colabore en generar (y enseñar) otros modos de mirar y comprender el y desde el texto cinematográfico. Recupero aquí otra idea que dejé señalada en comentarios anteriores: la escuela debería aportar instrumentos para el trabajo pero, sobre todo, para la vida. Muchos de los contenidos que veremos a continuación podrán ser contrastados con la sentencia “¿y esto para qué me sirve saberlo?” (y digo “sentencia” porque parece una pregunta pero en realidad es una afirmación deslegitimante). La respuesta que adelanto es que lo que veremos a continuación, en palabras de Bueno Fischer, “agrietan” a los textos, y no sirven para ser empleados en un trabajo puntual, sino para mirar y comprender de otro modo los textos que nos rodean y con los que vivimos.

El problema de la especificidad del cine

En lo que va del curso, nos preguntamos por la naturaleza de muchos objetos, pero no nos cuestionamos qué es el cine. Esta es una pregunta no menor, se trata de una cuestión sumamente compleja, y que demanda un recorrido muy interesante para responderse. Esta pregunta, dicha de otro modo, plantea la inquietud por saber qué es eso que tiene el cine que otro objeto o fenómeno no posee. Lo que comenta Jorge Larrosa sobre la pregunta misma, se acopla con esa cuestión que planteé en la presentación del curso: cuando hablamos de cine, ¿de qué cosa estamos hablando concretamente?, y si alguien sabe de qué se trata, ¿ese alguien sabe realmente qué es el cine?

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“Hablar o escribir sobre cine es muy difícil. Se plantea, obviamente, un problema de traducción. ¿Cómo traducir a palabras lo que no está hecho [solamente] de palabras? Cuando oímos o leemos cosas sobre cine, habitualmente tenemos la sensación de que no se pasa de los aledaños, de las inmediaciones, de los alrededores, la sensación de que lo que queda elidido de las palabras, quizá por inalcanzable, es precisamente el cine. Es muy posible que allí donde no se puede decir nada empiece justamente el cine. Es muy posible que el cine o, dicho de otro modo, la dimensión propiamente cinematográfica del cine, lo que hace que el cine sea cine y no otra cosa, esté, justamente, en aquello que sólo se puede decir con el cine, que no se puede decir de otra manera, o con otros medios, o con otros lenguajes. Es muy posible que lo importante, en una película, sea justamente lo que no se puede traducir en palabras y, por tanto, lo que no se puede formular en términos de ideas. Ni palabras ni ideas. Lo que no quiere decir

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que el cine no nos haga hablar o no nos haga pensar. Roland Barthes tiene un hermoso texto que se titula ‘Salir del cine’ y que está dedicado a las estrategias que los espectadores ponen en juego para hablar de una película. Por otra parte, toda la tradición del cineforum ha estado dirigida a explicitar, a través de la conversación, lo que sería el contenido de ideas de un film. Pero ahí lo fundamental de la experiencia, lo que la experiencia debe propiamente al cine, queda la mayoría de las veces inexpresado. Ni palabras ni ideas. Eso es obvio. Pero no está de más recordarlo frente a todos los que siguen haciendo como si el cine no fuera otra cosa que un pretexto para la conversación o un vehículo para el pensamiento.” (Larrosa, 2006: 113)

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Larrosa dice que la dificultad que encontramos para hablar sobre cine consiste en que, cuando nos abocamos a él, lo estamos traduciendo a otro lenguaje que manejamos: el sistema de la lengua. Traducir de imagen a palabras es precisamente la operación que ejecutamos en el aula, y lo hacemos como si fuera algo natural y esperable, como si las palabras expresaran cabalmente todo lo que experimentamos ante un film, o como si expusiéramos todo el conocimiento que esa película puede contener o detonar. Luego viene la otra traducción, la del docente evaluador que especula que, si el estudiante escribió o enunció determinada afirmación, es porque comprendió. Sin embargo, las estrategias que empleamos para hablar de cine recortan lo que comprendimos, y dejan afuera un sistema de saberes que posiblemente no se puede poner en palabras, o se puede pero de manera parcial. Usualmente vemos un film en el aula y luego le preguntamos al alumno por la trama de la película. Si la escribe correctamente, cumple con la actividad. Puede que el estudiante haya sido movilizado de un modo que no puede expresarlo, o que en unos años tome una decisión recordando eso que comprendió o intuyó al ver esa película (aunque ya no la recuerde). En ese caso, el alumno ha comprendido algo, se ha apropiado de un saber significativo, pero no lo sabremos porque queremos una respuesta lingüística y la queremos en ese momento, ajustada a un cuestionario. En este sentido, responder un cuestionario con soluciones prescriptas no es, necesariamente, lo más interesante que podemos hacer en el aula con el cine, porque en esa actividad casi burocrática nos estamos perdiendo algo que es del orden de la indagación profunda en el conocimiento del estudiante y que puede ser aprovechada para avanzar en otros saberes que quizás no estén en la agenda del día. Así que la primera conclusión que podemos sacar sobre esto es que cuando hablamos de cine, traducimos y amoldamos, y en esa transposición, algo del orden del conocimiento se puede estar perdiendo. Larrosa sigue profundizando en una posible definición, y dice algo interesante sobre el contenido de la película (lo que él llama la “historia”). Nos advierte sobre cómo, cuando focalizamos en el contenido, restringimos la exploración de otros saberes:

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“La pregunta, entonces, es ¿de qué está hecho el cine? Podemos decir, para empezar, que el cine está hecho con imágenes en movimiento en las que, a veces, se incrustan palabras y sonidos. Y con esas imágenes móviles a las que se incorporan palabras y sonidos, el cine, a veces, sólo a veces, cuenta una historia. Digamos que el cine es el arte de lo visible que, gracias al movimiento, se habría dado la capacidad del relato. Y también, sin duda, otras muchas capacidades, muchas de ellas aún desconocidas. Nadie ha dicho que el cine sea sólo un artefacto de contar historias. Si el cine es un lenguaje completo, y yo creo que lo es, y si existe algo así como una escritura cinematográfica (…), independientemente de que se pueda hablar o no de una escritura cinematográfica, e independientemente también de que sea posible clasificar las películas según los géneros literarios con los que están emparentadas o según los asuntos de los que directa o indirectamente tratan, lo específicamente cinematográfico

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Observen que en esta cita, el autor habla del cine como un lenguaje, esto es, como un modo de tramitar, re-escribir, re-significar, en definitiva semiotizar el mundo y no de reflejarlo. Larrosa habla de la escritura cinematográfica11, y ante esa escritura tenemos al que lee. La definición que propone Larrosa es que si algo es específico del cine es la capacidad de su escritura para educar la mirada del que lee, esto es, de promover y conmover el pensamiento a partir de lo perceptible. Como vemos, la definición a la que arriba es muy interesante, porque lo específico del cine no está en la pantalla misma, sino en la intelección movilizada del que observa. La conclusión que podemos obtener de esto es que, tal vez, cuando el cine ingresa en el aula, si no promueve una actividad mental turbulenta a partir de una propuesta didáctica planteada, entonces lo que hicimos fue entretener al alumno, que vio ante sí algunas imágenes que se movían. Y eso no ocurre porque así leen los estudiantes cuanto texto audiovisual se les presente, sino porque no se les han aportado líneas de lectura ni itinerarios alternativos para que observe y focalice. Algo importante que quisiera reseñar, entonces, es que cuando proponemos actividades en el aula, estamos pidiendo al alumno que traduzca y luego analizamos su traducción. Cuando traducimos al sistema de la lengua, dejamos afuera al lenguaje del cine, y a todo ese caudal de conocimientos que implica el film y que a su vez puede detonar. Oscar Traversa comenta que uno de los primeros problemas de los que se ocupó Christian Metz (el fundador de la Semiología del cine en los años 60) fue precisamente de independizar el cine de las palabras: “A Metz le tocó navegar a contracorriente y con viento en contra, un objeto (el cine) que no se corresponde con la lengua y un metadiscurso (el crítico o el teórico), que no alcanzan a dimensionar esa diferencia. Argumentativamente, en el discurso de Metz, polarizar ‘conversación’–‘cine’, surge como un instrumento necesario, para circunscribir un modelo no antropomórfico de la enunciación.” (Traversa, 1999: 130)

Traversa habla de un modelo no antropomórfico de la enunciación, y sobre esto avanzaremos más adelante en este mismo capítulo. Por ahora concentrémonos en esto: a lo que se está refiriendo el autor cuando menciona este modelo de comprensión, es a un proceso que activamos cuando anteponemos las palabras a lo cinematográfico. En él, estamos iniciando un camino de reduccionismos que desemboca en pensar a los sujetos del film como personas reales (y de las cuales podemos afirmar cualquier cosa, sin pruebas materiales de lo que decimos). Este es el peligro de cambiar de lenguaje, de pasar de la lógica del cine a la lógica de la palabra: enunciar cualquier suposición sin sostenernos en el texto fílmico para probarlo, valiéndonos de nuestras propias palabras para justificar nuestras hipótesis y olvidando por completo la compleja configuración del texto cinematográfico.

11 La oralidad y la escritura han sido temas de debate desde Aristóteles, cuando el texto oral tenía más peso que la escritura por ser entendida como la emisión directa de las movilizaciones del alma. Un contrato oral tenía más peso que uno escrito, porque cualquiera podía falsificar una firma, pero no falsear la conexión directa entre una voz y el alma. En nuestra contemporaneidad eso se ha invertido. Lo oral requiere de un emisor y un receptor presentes, es una comunicación inmediata (no mediada), y por ende el tiempo de la emisión es sincrónico al tiempo de la recepción. La escritura, en cambio, no requiere que emisor y receptor estén presentes en el mismo lugar y en el mismo momento, la comunicación es mediada por un texto y el tiempo en que se escribe es anterior al tiempo en que se lee (es asincrónico). Cuando vemos un diálogo en una película, no estamos viendo un texto oral, sino una escritura. Todo el cine es escritura, porque el texto que vimos fue producido antes, llega a nosotros gracias a un medio y es generado por sujetos no presentes. Y por ser escritura (que simula ser oralidad) tiene propiedades formales que nos permiten tratarlo como a un texto. Por eso en el capítulo anterior hicimos referencia a un análisis gramatical, empleando muchas herramientas teóricas y metodológicas que se utilizan para textos lingüísticos. Esos mismos instrumentos pueden ser llevados a la clase para analizar el film desde otra perspectiva, no desde lo oral sino desde la escritura. Cita

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del cine no está ni en la correspondencia de su estructura formal con otras artes ni, desde luego, en lo que podrían ser sus contenidos. El cine es otra cosa. Y es otra cosa por la especificidad de su materia sensible. Es verdad que el cine es una síntesis de artes diversas: la literatura, la pintura, la fotografía, la música, el teatro. Es verdad que el cine está cerca de ese universo que hoy en día se nombra con la palabra ‘audiovisual’. Es verdad que el cine ha estallado en formas enormemente diversas y heterogéneas. Pero quizá podría decirse para no atascarnos que, en el cine, de lo que se trata es de la mirada (…) de la educación de la mirada. De precisarla y de ajustarla, de ampliarla y de multiplicarla, de inquietarla y de ponerla a pensar. El cine nos abre los ojos, los coloca a la distancia justa y los pone en movimiento.” (Larrosa, 2006: 114 – 115)

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Para ir cerrando este apartado, me gustaría reseñar algunas características de la escritura cinematográfica que pueden sernos útiles más adelante (tanto en el curso como en el aula misma). Todo film es un trabajo económico, no en el sentido de un producto que se compra y se vende en el mercado solamente (una economía externa al film), sino en el sentido de ciertos elementos que se recortan y se organizan al interior del texto para aportar algo al film en una medida prefijada (una economía interna). Todo film administra escenas, gestiona recursos y economiza imágenes y sonidos a los fines narrativos. Dentro de toda película hay una medida para cada relato y un tiempo de mostración para que lo conozcamos y sistematicemos con el resto de las piezas del film. Detrás de todo trabajo económico siempre hay ideas respecto a qué se considera visible o no visible, qué es lo que otros pueden o no pueden ver. Eso podríamos llamarlo ideología y de alguna manera también es una política de la mirada. Por eso decía antes que cuando vemos un film, no estamos viendo solamente una historia, sino que nos estamos viendo a nosotros mismos: qué se ha decidido que podemos ver o no en nuestro tiempo y en nuestra cultura, qué definiciones tienen los hacedores con respecto a su propio público, y qué se espera que hagamos durante y después del film. Además vemos una historia, pero eso es lo más superficial. En lo profundo hay siempre un concepto de lector (consumidor, analista, evocador, etc.) y un contexto donde ese lector cobra sentido.

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Otra propiedad del texto fílmico es que no se construye solamente en el cine, sino también en la infinidad de textos que lo rodean: la película empieza en el trailer que se expone meses antes de que se estrene, en el aparato publicitario que se despliega, en los circuitos por donde se la expone, en los diarios y en las críticas, a veces también en la academia, entre los conocidos que la vieron, y muchos años después sigue circulando en nuestros actos o convicciones, incluso después de que la olvidamos como objeto en sí, pero habiendo incorporado a nuestros saberes algo de lo que vimos. Porque como decía Larrosa, el cine es una educación de la mirada, y ese proceso educativo está antes, durante y después del film en cuestión. Podemos agregar también otra característica al cine que, cuando la conocí, me pareció reveladora: el cine borra las cualidades de aquello que lo hace sensible. Esto es, el cine se dedica a no mostrar los mecanismos por los cuales se expresa. No nos muestra un decorado como tal, cómo está maquillado un actor o cómo se construye una imagen de una época, sino que se esfuerza en que creamos que el decorado es un espacio real, el sujeto es así como lo vemos y el tiempo histórico que refiere es tal como lo muestra. El cine, en definitiva, hace parecer como natural y espontáneo aquello que en realidad es un trabajo minucioso de muchos que construyen un artificio. Incluso cuando se muestra frívolo, para llegar a esa frivolidad necesitó recurrir a profesionales formados en el arte de la simulación. A veces parecería que expone esas cualidades que lo hacen sensible (cuando por ejemplo el actor mira a la cámara o abandona el papel, deja de actuar para hablar con el director, se muestra el detrás de cámara, se mueve un decorado…) pero debemos recordar que todo eso está guionado o planificado, a veces para construir un pasaje humorístico, para trabajar un estilo como en Dogville (Lars von Trier, 2003), o ejercer una denuncia sobre el artificio mismo exhibiendo el dispositivo enunciativo, como sucede con Los rubios (Albertina Carri, 2003). Pero casos como estos son especiales, bastante raros, e intentan romper ciertos esquemas de enunciación.

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Dogville (Lars von Trier, 2003)

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Al trabajarlos, nos muestran cómo todos los otros films de la industria se esfuerzan por instalar cualidades verosímiles y borrar las cualidades que los exponen como el artificio que son. Sólo se dan el lujo de mostrar el dispositivo en el marco del aparato publicitario (el conocido “detrás de escena”). Pero en su enunciación misma, lo cinematográfico se concentra en hacer creíble eso que se ve, incluyendo también estos casos extraños que mencioné. El cine tiene además dos propiedades prestadas: el lugar físico y la estructura canónica del relato literario. En sus inicios, el cine ocupó el lugar del teatro, luego fue ingresando a los hogares ocupando el lugar de la televisión (que anteriormente había sido el sitio de la radio) con el home teatre, y actualmente está en la web. Se dispersa y va tomando soportes y espacios que eran de otros dispositivos, instalando allí su aparato enunciativo. Y en cuanto a lo que hereda de la literatura, inicialmente el cine debió contar historias conocidas para ganar un público, por lo que se valió de los relatos que circulaban en cada época para cooptar adeptos a esos temas e historias (sobre estas características, profundizaremos más adelante en este mismo capítulo). Luego fue construyendo sus propios guiones, pero siempre en definitiva hablando de lo mismo, un conjunto de cinco o seis temas que se reiteran, porque el cine aún es un arte joven en comparación con la literatura y su experticia para contar historias. Comenzó con la mimesis, planteando reflejar algo que en realidad ya hacía la literatura. En este sentido, mantuvo (y a veces lo sigue haciendo abiertamente) una relación de dependencia con el texto literario. Hay estudios que se dedican a ver comparatísticamente cómo una historia es tratada en un soporte y en otro, siempre basados en el trabajo que cada uno opera con el contenido, dado que las materialidades significantes de cada uno son incontrastables. Obviamente sus alcances se reducen a lo que atañe únicamente a ese relato. Lo que sí logró capitalizar el cine es la capacidad para narrar algo en poco tiempo, lo que acelera su circulación y recepción en sociedades que disponen de poco tiempo para el consumo. Parafraseando a Oscar Traversa, el cine pudo haber sido un mecanismo de testimonio, registro y análisis de la vida social, o bien pudo haber sido un juego rítmico de figuras, sin otro referente que sí mismo. Pero está a medio camino entre estas dos polaridades, y se instala como insistencia narrativa: cuando uno ve cine está ejercitando un acto de consumo de una historia, y en ese consumo está implícita, activada, la educación de nuestra mirada.

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Nos dedicaremos a continuación a ver, brevemente, cómo algunos pensadores reflexionaron sobre esta insistencia narrativa del cine, y cómo desde los inicios del cine hubo gente que trazó modos de comprensión sobre este dispositivo educador de la mirada. Estas reflexiones, obviamente, no son útiles para la industria cinematográfica sino para nosotros como lectores. Como toda industria, no está interesada en que conozcamos otras versiones sobre cómo observar, para que no advirtamos

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que algunos textos tienen escaso valor estético e intelectual o son un sistema de lugares comunes. Estas teorías plantean y revelan cuestiones sobre el cine que se distancian del consumo, y nos permiten ver otras propiedades del cine, nos invitan a que no sigamos viendo lo mismo de siempre como si fuera nuevo.

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Algunos recorridos teóricos

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12 No avanzaremos sobre esta última etapa, a los fines de no alejarnos demasiado del terreno que nos interesa. Quien esté interesado en profundizar en esta etapa, puede consultar por material específico buscando información en la web o en bibliotecas especializadas sobre Semiopragmática del cine. Cita

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Desde el momento en que el cine apareció, incluso cuando muchos pensaban que el aparato era un juguete sin futuro, ya había gente que se dedicaba a formular hipótesis sobre eso que luego sería el cine. Hay antecedentes históricos sobre las conjeturas referidas a la naturaleza del cine, que se daban en el campo de la práctica cinematográfica y en el plano teórico, discutiendo casi sincrónicamente qué es y cómo se hace cine. Desde muy temprano comenzaron a surgir supuestos que se manejaban sobre el cine en un clima de producción teórica sumamente prolífico. En términos muy generales, a lo largo de la historia de las reflexiones sobre el cine, los planteos teóricos fueron pasando progresivamente de una mirada referencial del cine (el cine refleja tales cosas) a otra que lo comprende como un trabajo de lenguaje (el cine se expresa a sí mismo, y por ende es un objeto de estudio de la semiología). Recién hace un par de décadas pudo registrarse un punto de inflexión en los estudios sobre el cine a partir de los aportes del Giro lingüístico y del Giro semiótico, que impactaron en muchas áreas del desarrollo específico del campo12. Las especulaciones sobre el fenómeno cinematográfico a principios de siglo Las primeras reflexiones sobre el cine carecieron de lo que hoy podríamos llamar “cierto rigor científico y metodológico”, aunque sí se generaron ideas valiosas e intuiciones meritorias. Los primeros planteos no sistematizaron demasiado las ideas que se iban desarrollando con respecto al cine, incluso fueron desplegando normativas y generalidades sobre el “deber ser” (deontología) del cine antes que sobre el “ser” (ontología). Sus reflexiones, por lo tanto, iban desde planteos idealistas por un lado, hasta sociológicos por otro. De alguna manera, en esta búsqueda de una especificidad y de una perspectiva, se fueron probando afirmaciones sobre la construcción de una ontología del fenómeno cinematográfico y a la vez de una metodología: inicialmente cine se planteó, entonces, como reflejo de la actitud creadora de un sujeto o como expresión de una sociedad y testimonio histórico. En ambos casos, el fenómeno cinematográfico se postuló como una continuidad de “otra cosa”, como síntoma o indicio de algo que le era ajeno. Y sobre esas primeras especulaciones se desarrolló gran parte de la reflexión teórica y crítica, hasta avanzados los años 60. En Europa (sobre todo en Francia) acontenció la mayor parte de las deliberaciones sobre la naturaleza del cine. Ya en 1919 Victor Perrot esbozó la idea del cine como lenguaje, pero aún de manera intuitiva, operando la siguiente analogía: las palabras, los sonidos, los colores… no son un lenguaje hasta que se los combina. El cine, como combinación de estas materialidades, constituiría un lenguaje mayor que agrupa a los demás elementos, incluso a otros lenguajes existentes (lengua, pintura, teatro, etc.). Si bien este planteo no es estrictamente lingüístico, la idea del cine como lenguaje persistió sin problematizarse teóricamente ni cruzarse con la lingüística hasta que lo abordó la Semiótica a mediados de siglo. En los años 30, George Damas planteó que el cine es la expresión del pensamiento de un autor. Como podrán ver, este planteo no problematizó la idea del autor, que como veremos más adelante ya no es un tema de interés para la Semiótica actual. Ricciotto Canudo, quien acuñó el término tan usado de “Séptimo arte” en su Manifiesto de las siete artes (1914), también entendió al cine como la expresión de la subjetividad de un autor, y se concentró en el talento de este creador para


coordinar artes como la música, la poesía, la plástica y la arquitectura. Esta idea implicó que el cine se debería pensar como el producto de la genialidad de alguien, quien logra una combinación de expresiones artísticas, lo cual implica que el cine es la consecuencia de un trabajo solitario y dependiente de otras artes, y no como un arte en sí mismo. La empresa teórica de Canudo continuó con Louis Delluc, quien en los años 20 recuperó la figura del sujeto creador que sostiene al cine, como así también la capacidad del film para traducir historias del pasado. Jean Epstein escribió entre los años 20 y 40, y fue el primero en relativizar la línea de reflexión de sus contemporáneos. Aún en forma intuitiva, propuso reparar en aquello que el cine no refleja, ni de una subjetividad ni de un mundo, teniendo en cuenta que el tiempo, el espacio, los eventos y los sujetos que se exponen en un film son, antes que nada, un constructo similar al del sueño. Vemos en esto las influencias de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud al comparar el montaje cinematográfico con el proceso de selección y condensación que se opera en la actividad onírica. Y además, en esta recurrencia a una disciplina como el psicoanálisis, estamos en presencia de uno de los primeros intentos por analizar el cine como un objeto científico, distanciándose de las anteriores reflexiones más intuitivas.

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Los científicos-artistas rusos En Rusia se estaban desarrollando, en paralelo, las primeras reflexiones sobre el cine, no tanto preocupadas por diseñar una ontología como sí en marcar una función, una utilidad, un destino (una teleología). Atravesado por un contexto político e institucional específico, el cine en Rusia pasaría de ser un reflejo de un mundo existente, a ser el espejo de un mundo posible. Me estoy refiriendo al cine apropiado por las políticas de Estado: primero el zarista y luego el leninista. Hasta 1910, la producción fílmica se restringía a breves films documentales (los llamados kilolubki) y a noticieros. Esto se mantuvo hasta 1917, período en el que obtuvieron los primeros resultados de una búsqueda técnica y se asistió al apogeo del cine zarista. Con la revolución en ese año, comenzó un nuevo modo de producir y también de concebir y operativizar al cine para llegar a las masas con mensajes políticos puntuales. En 1919 Lenin explicitó una Política cinematográfica, donde el cine se convirtió en una de las armas de la lucha ideológica a partir del valor de su contenido. Pese a esto, los teóricos rusos (influenciados por el Formalismo ruso emergente, que venía estudiando las propiedades formales de la poesía) se concentraron en el trabajo con la forma del cine, tomando una dirección contraria a la que vimos que venía trabándose en Francia e Italia. Sergei Eisenstein, quien teorizó sobre el montaje, fue uno de los primeros en pensar una “sintaxis” del film: no sólo qué se enuncia sino también cómo se enuncia. En otra línea, en 1922 Dziga Vertov propuso la idea de “cine-ojo” (kino-glaz). Desde esta intelección del fenómeno, el cine no se postuló como un hecho artístico, sino como un evento que debe expresar una supuesta “vida real”. Con esto se dio pie a la aparición del movimiento documentalista soviético, marcando uno de los precedentes de lo que conocimos luego como la corriente del Cine realista. Lo que sostenía Vertov era que el cine debe entenderse como la expresión de una realidad, como la continuación de lo que acontece en el mundo. Recordemos que en esos años, no había noticias aún del concepto de signo como factor constructivo de cualquier realidad y sobre las posibilidades de su manipulación para construir mundos posibles. Por su parte, Lev Kulechov en los años 20 comenzó a experimentar (tal vez sin saberlo) con la significación. A una misma toma (un rostro inexpresivo) le agregaba otras tomas de eventos con un significado muy preciso (una niña en un ataúd, un plato de comida, una mujer en un diván…), y preguntaba a sus sujetos de experimentación (sus alumnos) qué creían que expresaba ese rostro.

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Efecto Kulechov (1920)

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Las respuestas que recibía eran que el rostro expresaba angustia, hambre o deseo (según qué montaje habían visto los estudiantes). Sin embargo el rostro era el mismo, con lo que Kulechov concluyó que el cine no puede expresar algo externo, sino que en función de qué y cómo muestra algo, cada escena construye una realidad interna, donde las partes articuladas significan otra cosa diferente que la que pueden significar en el mundo externo o por separado. De alguna manera, en esta relativización de la mirada, Kulechov intuyó que es en el lenguaje donde en definitiva se construyen los escenarios de experimentación, de verificación y de conocimiento. También Vsevolod Pudovkin propuso en los años 20 su teoría del montaje, diciendo que el montaje es al cine lo que el estilo es a la literatura. Este autor distinguió claramente que no es lo mismo el objeto narrado que la narración en sí, y que cualquier objeto que se presente en la pantalla significa una cosa u otra, dependiendo del modo en que se construya el texto cinematográfico en su conjunto. Cruces con teorías de la percepción y construcción de la realidad En Alemania, a mediados de los 30, Rudolf Arnheim (desde la perspectiva de la psicología de la Gestalt) centró muchos de sus esfuerzos en probar por qué lo filmado y el film no están en continuidad, sino que se trata de un constructo orientado al diseño de una percepción. Arnheim hablaba de “factores de diferenciación”, de elementos que diferencian la percepción de la imagen (la filmación) de la percepción de la realidad (lo filmado). La imagen es un recorte en dos dimensiones, la realidad está en tres dimensiones; el film implica transiciones bruscas de una imagen a otra (gracias al montaje), la vida es continua, sin cortes, donde lo que cambiamos es la orientación de la mirada; el avance de un film puede ser modificado (acelerado o desacelerado), la vida ocurre en un tiempo no manipulable y constante; en el cine pueden superponerse imágenes para construir universos imposibles compartidos colectivamente, mientras que en la vida, los universos alternos son privados (el sueño, el juego, etc…). Si bien no vamos a especializarnos en las ideas de Arnheim, es muy importante que tengamos en cuenta sus aportes, dado que estas observaciones nos pueden ser de ayuda a la hora de identificar elementos en un film y argumentar nuestras ideas con objetos concretos que llevemos al aula. En la misma línea de la teoría gestáltica, Béla Balázs (en Hungría) propuso que, antes que reflejar una realidad, el cine compagina la materia filmada, es un recorte de una percepción (la de un autor o sujeto que filma), y que si expresa algo es al guión que organiza el qué se verá y el cómo se lo verá. En síntesis, lo que Balázs dice es que el cine no expresa la realidad, sino que muestra imágenes filmadas que se ajustan a un guión que se armó para hablar de una realidad posible. A fines de los años 40, y nuevamente en Francia, Gilbert Cohen-Séat intentó las primeras vinculaciones entre el lenguaje cinematográfico y el lenguaje verbal y concluyó que el cine es un discurso, no un lenguaje. Decía este autor que las formas en el cine no se adaptan a lo verbal (por eso a veces no podemos poner en

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palabras lo que realmente vemos) y que a diferencia de la lengua, el cine no tiene unidades mínimas, con un significado para cada significante. En este sentido, reforzó la idea de que el sentido de una película se construye de manera personal asignando los contenidos semánticos que cada uno puede a los mismos significantes. Por eso muchas veces, ante lo mismo, dos personas entienden cosas diferentes. Pese a la teoría de Cohen-Séat, recordemos, de los años 40, todavía muchas veces decimos “tal cosa simboliza o significa tal otra”. Por ejemplo, en ocasiones escuchamos afirmaciones como “una mujer vestida de rojo simboliza pasión”, “un globo blanco flotando en el aire es la inocencia”… A lo mejor esa mujer está vestida de rojo porque sí, o ese globo blanco no simboliza nada. En realidad no necesariamente es así siempre y en todos los casos, dependiendo siempre del relato mismo y no de las convenciones de una época. Es cierto que hay films que recurren a estas convenciones: son precisamente las películas menos interesantes que recurren y reproducen los estereotipos que mencioné en el Capítulo III. Se trata de fórmulas de lectura que codifican los mismos mensajes en formas similares, y que no demandan demasiado esfuerzo por parte del lector. Si miramos con atención, muchas películas de circulación masiva recurren a estos lugares comunes, precisamente porque cuentan con un lector adiestrado en estos juegos de efectos históricamente configurados. Lo que dice Cohen-Séat es que el lector siempre puede completar sentidos con los conocimientos de que dispone, y lo que hace este cine estereotipado es obligar al lector a que active esas formas comunes de interpretación para que entienda una cosa de un modo particular, sin posibilidad de ser creativo en su comprensión.

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Aportes del campo de la lingüística A principios de los 50 André Bazin recuperó la idea de que el cine parte siempre de una realidad, pero que esa realidad es sólo el comienzo, una materia prima que luego tramita, cambia y altera completamente. En este sentido, el objeto del cine no será la realidad de la que salió el objeto o evento, sino que se interesa por las cualidades que ese objeto adquiere cuando es filmado o incluido en el relato cinematográfico. Es en el estilo, en la forma que se organiza lo filmado, donde se produce la asignación de un significado a un significante mostrado, esto es, donde se realiza la significación. Así, según Bazin, el cine es el significante de su propio significado, no el reflejo de otra cosa. Posteriormente, Albert Laffay, a mediados de los 60, concibió al cine como relato, e investigó en su naturaleza valiéndose de los aportes de la Teoría de la Enunciación de Émile Benveniste. Con este modelo, se centró en la enunciación que se desarrolla en el cine y lo contrastó con la construcción que se realiza en la literatura. Observó divergencias propias de la materialidad significante de cada soporte, entre ellas la capacidad de construir varios sujetos, tiempos y espacios en una sola cadena significante (por ejemplo, como pasa en algunos films de Pedro Almodóvar, cuando vemos varias cosas en la misma escena, con la pantalla dividida o bien con varias escenas mostradas en la misma toma, cada una contando historias diferentes). Finalmente, estas y otras especulaciones precedentes (que no retomo para no extendernos demasiado) se sistematizaron en los planteos de una perspectiva semiológica y semiótica a cargo de Jean Mitry y Christian Metz, alrededor de los años 60 en Francia.

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Institucionalización del cine como objeto de estudio de la Semiótica Jean Mitry, quien produjo desde mediados de los 50 hasta fines de los 80, marcó un punto de inflexión a mediados de los 60 en las especulaciones sobre el cine, al ser, junto con Christian Metz, uno de los autores que emprendió una sistematización rigurosa desde el punto de vista semiológico. Por empezar, señaló que los

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usos de los términos “lengua”, “lenguaje”, “escritura” o “discurso” que circulaban en las formulaciones que vimos, no tomaban en cuenta los aportes de las teorías lingüísticas. En este sentido, el uso que se habría hecho anteriormente de la categoría “lenguaje” era de alguna manera intuitiva y metafórica. Los aportes que Mitry comenzó a hacer al campo tuvieron que ver con transparentar supuestos teóricos y filiar a la semiología específica (la cinematográfica) con teorías lingüísticas. También avanzó en la indagación de la imagen como signo cinematográfico confrontado con el signo lingüístico (sobre todo desde el modelo del signo de Louis Hjelmslev), asumiendo que son lenguajes diferentes que funcionan con operaciones distintas. Llegó a abstraer su mirada de lo concreto afirmando que el cine es un lenguaje en segundo grado, que semiotiza al lingüístico (y que éste a su vez semiotiza al mundo). El cine, entonces, no refleja una percepción del mundo, sino que expresa lo que nos deja ver el lenguaje sobre el mundo. Todo el sistema teórico que propuso Mitry a lo largo de su carrera supuso esta articulación de lenguajes, y su distancia cada vez mayor sobre el carácter representativo y transparente de lo filmado con respecto al objeto de referencia. Por su parte, el ya mencionado Christian Metz, contemporáneo de Mitry, tomó otra postura ante las conjeturas históricas: consideró que cada aporte, por asistemático que fuera, era valioso en el campo en el que se inscribía. Él adhirió a una perspectiva estrictamente lingüística, de corte estructuralista, donde la noción de sistema fue la base de todo su planteo. Sus primeras proposiciones intentaron esclarecer si el cine podría ser entendido como lengua o como lenguaje. Luego avanzó sobre el lugar que se construye el sujeto en el texto audiovisual, el problema de la imagen y la ficción de la analogía, y finalmente probó cruces entre la semiología y el psicoanálisis, en busca de nuevas explicaciones para la densidad del significante cinematográfico. Al igual que Mitry, pero desde otra perspectiva, reconoció que el cine tematiza algo, pero que eso que tematiza no es el mundo, sino un sistema de significantes que constituyen el lugar del sujeto en ese mundo. De la mímesis a la semiosis Llegados a este punto, podemos decir que las especulaciones teóricas sobre el cine no sólo derivaron en el empleo de una nueva metodología para abordarlo, sino que también implicaron un cambio en la ontología del cine mismo como objeto estudiado: se comenzó a ver al cine como signo y como discurso, a entenderlo como escritura, y con ello a repensar el lugar del sujeto (y su naturaleza misma) en relación con el cine entendido en estos términos. En la tarea de hipotetizar qué es el cine (así como lo sospecharon Mitry y Metz), está implícita la idea del signo cinematográfico como un hecho de lenguaje y no como la actualización completa y expresión verdadera de un fenómeno. En palabras de Javier Hernández-Pacheco, al mencionar las ideas de Hans-Georg Gadamer cuando habla del teatro:

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“La representación es una mediación entre la obra y su posible espectador. Pero la experiencia de la obra consiste precisamente en que ésta no se diferencia de su mediación representativa; ‘la mediación es, en su misma idea, total’. De modo que la reproducción que supone para una obra de arte el ser representada ‘no es una segunda creación detrás de la primera, sino que sólo ella trae la obra de arte a su propio aparecer’.” (Hernández-Pacheco, 1996: 257 – 258)

Como vemos, en esta rápida (y acaso rústica) revisión de algunos planteos respecto del cine, se opera un pasaje que va de una estética de la transparencia a una reflexión sobre el signo. Las primeras especulaciones presuponían cierto realismo, la no visibilidad de la técnica y la sensación de verdad de la imagen. A

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medida que avanzamos en los planteos, a lo largo de la historia comienza a prefigurarse no sólo un distanciamiento de perspectiva, sino también a evidenciarse otras lecturas, vínculos con otras disciplinas y búsqueda en otras teorías para explicarse un fenómeno. Entendido así, el cine, en tanto que lenguaje, fue pensado primero por su propiedad denotativa o de iconología analógica (“lo que muestra el cine es lo que es”) hasta llegar, progresivamente, a ser connotativo, autorreferencial y altamente codificado (“lo que muestra el cine es a sí mismo”). Vimos cómo el cine pasó de ser pensado como mímesis (copia de algo) a ser entendido como semiosis (un texto que al mostrar algo, se está mostrando a sí mismo, y significa lo que significa en sí mismo, con su propia complejidad).

Los abordajes intuitivos (medio siglo después)

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Sabemos que el conocimiento no circula con la rapidez que a veces creemos, ni llega a los espacios educativos que mejor podrían aprovecharlo. Mucho menos un conocimiento como este, tan específico, que ya ha discutido y de alguna manera resuelto que el cine no refleja ninguna realidad (como sí afirma la industria del cine para vendernos un producto). Ya hablamos de las publicaciones sobre cine y del enorme poder que tiene el aparato publicitario para construir modos de comprender a las películas, que en alguna medida impactan en cómo lo vemos y cómo comprendemos a partir de él (observen que no digo “aprendemos” de él). Hay cuatro aspectos que circulan y naturalizamos en nuestras referencias al cine, y que si bien fueron tratadas y cuestionadas por diversos planteos teóricos como los que vimos, aún siguen funcionando medio siglo después de haberse discutido y erradicado del campo como problema. En lo que resta de este capítulo nos concentraremos en algunas de ellas, a los fines de tenerlas en cuenta luego en nuestro diseño didáctico. El cine como reflejo de la realidad Sobre este aspecto ya me referí en lo que llevamos del curso. Insisto, de todas maneras, porque los abordajes intuitivos naturalizan modos de comprender un objeto y son muy difíciles de erradicar. Me pasa en clases, cuando a lo largo de todo un cursado voy dando pruebas concretas del artificio cinematográfico, y en el discurso de los estudiantes siempre se filtra la idea de “el cine refleja la realidad”. Estos modos de lectura son muy sencillos y prácticos, aunque sean inexactos y limiten nuestra mirada. Por ende son algo impermeables y difíciles de revisar, lleva tiempo y maduración de ciertas ideas, como así también un permanente ejercicio de cuestionamiento de lo que se ve. El axioma que subsiste en la mirada de mis estudiantes es el siguiente: “Si lo veo es porque tiene un referente que puedo reponer”. Para estos casos, me sirvo de un ejemplo que siempre funciona, o si no funciona al menos deja planteada una inquietud: el caso del cielo nocturno. El cielo nocturno está ahí, y lo sabemos porque lo vemos, podemos salir, elevar la mirada y contemplar las estrellas, señalarlas, contarlas, ignorarlas. Nos causaría risa si alguien nos dice que las estrellas no están ahí, porque alzamos la vista y podemos verlas. Y esta es mi hipótesis: aunque las veamos, no están ahí. Para decir que algo “está aquí” y señalarlo, tengo que coincidir al menos en el tiempo y en el espacio. De fallar una de las dos variables debo decir eso “estuvo aquí” (otro tiempo) o eso “está allí” (otro espacio). Cuando vemos el cielo nocturno en realidad estamos observando reflejos desfasados en el tiempo y en el espacio. Supongamos que una estrella está a 2000 años luz de la tierra (que no es mucho). Sabemos que un año luz es la distancia recorrida por la luz en un año a una velocidad constante en el vacío (299.792.458 m/s). De eso podemos inferir que la luz que vemos hoy es la que emitió esa estrella hace 2000 años, más o menos cuando Cristo era un niño. Si la estrella que vemos está a 200 mil años

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luz, lo que veríamos hoy es la luz que emitió cuando se especula que el Homo sapiens apareció en la Tierra. Así que por empezar, esa luz que vemos es “vieja”, fue emitida en otro momento del tiempo universal, y hasta puede haberse consumido hace siglos y aún no nos enteramos, porque el brillo de la explosión todavía está viajando hacia nosotros. Eso respecto al tiempo.

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En cuanto al espacio, tampoco podemos decir que la estrella está allí donde la vemos y la señalamos. Sabemos que una de las teorías de la luz indica que ésta no es sólo energía, sino que además es, entre muchas otras cosas, materia (cfr. Teoría corpuscular y Teoría cuántica). Si es materia, quiere decir que en su largo viaje hasta nosotros, al pasar por cuerpos celestes fue atraída y su línea recta fue desviada. Así que por más que veamos el brillo en un lugar determinado en el cielo, la estrella en sí puede estar en cualquier otro lado. Finalmente, podemos concluir con lo siguiente: una cosa es decir que el brillo de una estrella está en el cielo, y otra cosa muy distinta que la estrella “está aquí” y la señalemos. No por ver algo estamos habilitados a creer que es tal como lo vemos. Entre el fenómeno en sí y nuestra percepción hay muchas variables que nos distancian de lo que es. El problema aquí no es si están o no las estrellas en el firmamento, sino por qué conociendo teorías básicas sobre la luz, el tiempo y la gravedad, no las usamos para comprender el fenómeno del cielo nocturno. La razón es que no conectamos el fenómeno con teorías que lo puedan explicar, porque sencillamente no nos hicimos la pregunta (por parecernos obvia su respuesta). La industria cinematográfica y los abordajes intuitivos sobre el cine que actualizamos a diario en todos los aspectos de nuestra vida, nos dice “eso que ves, es o fue así, tal como lo estás viendo”. Curiosamente las teorías sobre el cine que vimos no dicen precisamente eso, sino todo lo contrario: “eso que ves, pasa o pasó únicamente en la pantalla, y lo que viste no fue un reflejo de lo real, sino un artificio, imágenes en dos dimensiones con sonido sincronizado”. Al referirse a una escena de un film de Roberto Rossellini (Germania, anno zero, 1947) Larrosa distingue muy bien qué estamos viendo: no un reflejo de lo que fue la guerra (en algún lugar, hace unos años), sino un niño entre las ruinas (aquí y ahora). Comenta entonces lo siguiente: “Un niño inocente, un mudo hostil y un argumento de melodrama. Pero otra vez no se trata de eso. En el cine de Rossellini se trata de la verdad. Pero no de una verdad que sería anterior al cine y que el cine se encargaría de ilustrar, ni tampoco de una verdad posterior que se situaría en la proyección sentimental, ideológica o moral que habría que producir en los espectadores. Aquí se trata de la estremecedora verdad de un niño caminando entre las ruinas. Una verdad que está pegada a la gravedad de su rostro, a la indeterminación de sus pasos, a la languidez y al abandono de sus gestos. Una verdad literal, sin trucos, sin retórica, sin segundas intenciones, sin segundas lecturas. Una verdad que sólo el cine puede dar. Una verdad que no significa sino que es.” (Larrosa, 2006: 126)

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Germania, anno zero (Roberto Rossellini, 1947)

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En el Capítulo III hablamos sobre estereotipos, y cité las palabras de Baudrillard (1999) cuando se refería a cómo la fotografía realista no capta lo que es, sino que registra la pose. Las costumbres y convenciones que configuran ciertas poses, serían lo que está entre la realidad de algo y nuestra intelección, lo que nos separa de la verdad de las cosas (así como la velocidad y el peso de la luz separa la realidad de las estrellas de nuestra percepción). Los hechos y personas que refiere un film tal vez vivieron de tal modo y en tal lugar en determinada época, pero una cosa es esa complejidad de una realidad y otra cosa es la película. La versión cinematográfica no es nunca ni fiel ni errónea, sino sencilla y radicalmente distinta. Decir entonces que gracias a una película vamos a conocer un hecho histórico o actual, es ser reduccionistas: lo que vemos es un artificio, un texto que se organizó según ciertas propiedades formales y siguiendo ciertos esquemas. Para saber cómo es la realidad, está la realidad misma, o bien los textos científicos que la investigaron parcialmente, planteándose preguntas y formulando hipótesis que exceden la mirada intuitiva de los hechos. Como dice Larrosa, si algo es el cine, no es precisamente el tema ni su correspondencia con algo que le es externo a su propia constitución.

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El personaje El término “personaje” deriva de “persona” (del griego πρόσωπον: máscara que los actores teatrales empleaban en las representaciones). Según Jacques Aumont y Michel Marie (2001) esta categoría permitía deslindar claramente el actor del sujeto que se estaba presentando en escena, situación que actualmente hemos invertido, dado que identificamos al actor con aquello que muestra, transformándolo en una entidad psicológica y moral, a cargo de producir un efecto de identificación con el espectador. En la primera década del cine, lo que se presentificaba eran tipos sociales (un militar, una niñera, un aristócrata, etc.) y paulatinamente se le fue dando una entidad psicológica cada vez más diferenciada. En la industria del cine, actualmente cada personaje además es leído en sistema con los anteriores que interpretó el mismo actor (tal como lo vimos, cuando nos referimos a la función del aparato publicitario y editorial en la construcción del star-system). Incluso hay casos donde el actor se presenta como notable, carismático o excéntrico de modo tal que realiza una construcción de un personaje suprafílmico (para ser reconocido fuera de la película y circular en el sistema de los medios de comunicación con mayor fluidez). Y a la inversa, cuando el personaje es tan reconocido que puede ser interpretado por diferentes actores a lo largo de la historia (es el caso de las sagas, adaptaciones de libros clásicos o remakes). Un personaje puede definirse positivamente (por las propiedades que detenta, tanto físicas o comportamentales) o por oposición (por lo que se dice de él en la historia, por lo que no es con respecto a otro, etc.). Esta sería una definición superficial de lo que entendemos por personaje, y que manejamos cotidianamente cuando nos referimos a una figura animada que vemos en la pantalla. Lo que hacemos habitualmente con él es describirlo, le asignamos una psicología y evaluamos su comportamiento. Cuando integramos el film en el aula, pedimos a los estudiantes que lo describan y que infieran pensamientos de los comportamientos que se observaron o de las palabras que oyeron. Observen lo que hacemos: “psicologizamos” a un objeto que no es materia de estudio de la reflexión psicológica. Si vamos a las pruebas materiales y concretas, lo que vemos es un sistema de píxeles en una pantalla (a veces con sonido sincronizado) que se organiza de manera tal que crea en nosotros la ilusión de estar viendo a una persona real. Lo que vemos es una figura antropomórfica, no una persona, por ende no deberíamos asignarle una psicología. La vida psíquica es una propiedad nuestra, de los sujetos “de carne y hueso”, quienes tenemos una historia de construcción cognitiva, realizamos operaciones mentales y tomamos decisiones. Los personajes del cine no son personas, son píxeles, por lo tanto no

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se puede hablar ligeramente de la “psicología del personaje”. Los personajes no tienen emociones, sentimientos, personalidades ni ideas, sino que son sistemas de disposiciones de materiales significantes audiovisuales que construyen representaciones mentales antropomórficas. Decía René Descartes: cogito ergo sum (“pienso, por lo tanto, existo”). Un sistema de luces proyectadas en una pantalla no puede pensar (sino que se dispone de modo tal que nosotros creamos que hay una persona que piensa), y por ende no tiene existencia como un ser humano. Lo que se sigue de este razonamiento es que un personaje no puede realizar procesos intelectuales ni afectivos, sino que somos nosotros los que se lo adjudicamos. Lo que hacemos como espectadores es firmar un contrato de lectura donde, en el marco del relato, “hacemos como si” fueran personas reales. Sin embargo, cuando termina el film y hablamos de lo que vimos, nos seguimos refiriendo a ellos como si fueran sujetos reales (decimos “personajes” pero los pensamos y juzgamos como “personas”). Decimos cosas como estas (cito comentarios al azar que escucho a la salida del cine): “él en realidad siempre la amó, sólo que nunca se animó a decirlo”; “me parece bien que al final haya sufrido, porque ella fue muy mala en la vida”; “¿pero ellos en qué pensaban cuando se embarcaron en semejante problema?”… Observen estas afirmaciones, podemos estar hablando de cualquiera que posea una vida psíquica: sentir, ser, pensar son propiedades nuestras que les adjudicamos a esos píxeles que vemos. Larrosa comenta de qué se trata el antropomorfismo. Él se refiere al melodrama pero su idea es proyectable a cualquier texto audiovisual:

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“[el] antropomorfismo es, en primer lugar, la proyección sentimental, fundamental en la lógica del melodrama. El hecho de que siempre se nos diga lo que siente o lo que piensa un niño. Esas lágrimas de ojos grandes o esas sonrisas de rostros luminosos siempre subrayadas por una música tramposa. Esas palabras demasiado obvias en la que se nos dice qué es lo que pasa en el interior del niño.” (Larrosa, 2006: 124)

André Bazin reflexionó sobre cómo el antropomorfismo es una condición de base en la construcción del relato:

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“…quisiéramos protegernos contra el misterio y esperamos inconsideradamente que estos rostros reflejen sentimientos que conocemos bien, precisamente porque son los nuestros. Les pedimos signos de complicidad y el público se pasma y saca sus pañuelos cuando un niño traduce los sentimientos habituales en los adultos. De esta manera, queremos contemplarnos en ellos. (...) Con muy raras excepciones, los films sobre niños especulan a fondo con la ambigüedad de nuestro interés por esos hombres pequeñitos. Reflexionando un poco se advierte que tratan la infancia como si precisamente fuera algo accesible a nuestro conocimiento y a nuestra simpatía: han sido realizados bajo el signo del antropomorfismo.” (Bazin, 1999: 10)

Observen cómo siempre asignamos una dimensión cognitiva a un conjunto de píxeles, nunca se nos ocurre pensar cómo se la construyó (con qué estrategias) y por qué se la diseñó de esa manera y no de otra (para lograr qué efectos de credibilidad). Lo que en realidad vimos fue un sujeto discursivo: el texto fílmico citó ciertos fragmentos de textos que reponen tipos y estereotipos, los cuales nos son familiares. Luego los dispuso de determinada manera y los fue desplegando, a los fines de generar la sensación de una “personalidad”. Lo que vimos, entonces, no fue realmente un sujeto con cierta personalidad, sino un conjunto de operaciones discursivas orientadas a generarnos esa sensación de estar frente a una persona real. Lo que vimos está en dos dimensiones (incluso la nueva tecnología en 3D es un tratamiento visual del 2D), y la cámara adopta cierta perspectiva y se mueve de

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determinada manera para generar la sensación de que estamos viendo algo con profundidad, en las tres dimensiones. De esta manera construye un espacio verosímil. Cuando se trata de sujetos, posiciona luces y sonidos, focaliza en gestos (amplifica algunos y elide otros), en comportamientos del cuerpo del actor, en palabras y modos de hablar (porque la voz también actúa, y nos perdemos esa construcción cuando vemos películas dobladas), en gestos con los que se relaciona con otros y con los objetos de la escena, etc. De todo eso que se nos muestra, inferimos que estamos viendo a una persona y le llamamos personaje por costumbre, porque pensamos en él como si fuera una persona. Durante y después del film, identificamos, registramos y condensamos propiedades positivas del personaje (es decir, las que pudimos ver). Luego las abstraemos y vamos sacando conclusiones sobre una posible vida psíquica y al final emitimos nuestra opinión (como esas que cité y que escucho a la salida del cine). Tenemos las propiedades del personaje, que son la materia prima de nuestra opinión. ¿De dónde sacamos nuestra sentencia final? Las procesamos de nuestro modo de comprender el mundo, de nuestra escala de valores, de nuestros gustos y, sobre todo, de nuestro modo de entender y relacionarnos con las personas que nos rodean aquí, en el mundo real en que vivimos. Ese modelo que usamos para la vida, nos permite opinar sobre esos píxeles (o sujetos discursivos) como si fueran personas. En definitiva, cuando hablamos de un “personaje”, estamos hablando de nuestro propio modelo para comprender lo que nos rodea, es decir, terminamos hablando de nosotros mismos. Y un debate sobre la psicología del personaje, en realidad, es un intercambio sobre los valores y modos de comprender que cada uno de nosotros tiene. Cito una experiencia al respecto. Una vez pregunté a cuatro personas qué opinaban sobre “la psicología” de Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994). Uno me dijo que era un sujeto muy dulce, otro me dijo que era un alienado del Estado, otro que era un estúpido y el último que se trataba de un retrasado mental. Los píxeles eran los mismos, la organización de la materialidad fílmica era la misma, los discursos actualizados para construir verosimilitud eran los mismos, la figura antropomórfica era la misma… pero las opiniones eran completamente diferentes. En Semiótica decimos que la construcción del sentido es la misma, pero la construcción de la significación es siempre individual. Otra vez escuché que “tal personaje es un tipo resentido porque tuvo una vida dura”. Lo que llamamos “una vida” siempre es un poco más extensa que un par de horas, que es lo que dura un film, así que en rigor esa “vida dura” del personaje no existe. Luego, el personaje no es un “tipo”, porque como venimos diciendo es una construcción discursiva, un sistema de píxeles en una pantalla. En ese mismo sentido, las personas con vida psíquica somos quienes estamos propensas al trauma, o como en este caso, al resentimiento (un píxel no se trauma ni se resiente). Y finalmente, no por tener una vida dura un sujeto necesariamente se resiente con la sociedad, ese es un modelo de causa-efecto que puede ser, a veces, un modelo que explique la vida de algunas personas, pero no es una ley universal que sirva para comprender la vida psicológica de todos, mucho menos la organización discursiva de un sujeto. Como vemos en estos ejemplos extraídos de la cotidianeidad, cada uno interpreta según los instrumentos que tiene y con lo que puede, es decir, construye imágenes mentales y las trabaja con lo que tiene a mano. Y a falta de un modelo para pensar el personaje como construcción discursiva, apelamos a lo más parecido que tenemos: nuestro propio modo de comprender a las personas y de relacionarnos con ellas. Y eso es lo que hacemos con el cine, y con cualquier texto que escenifique un “personaje”: apelamos al antropomorfismo como única salida para nuestra intelección.

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Lo que deberíamos hacer es preguntarnos ¿por qué, ante determinada disposición en la pantalla, nos sentimos convocados a pensar de determinada manera, a opinar eso que opinamos y no otra cosa?, ¿qué signos estuvieron en movimiento frente a nosotros para interpelarnos de ese modo?, ¿qué estereotipos trajimos a colación y de dónde los sacamos? Estas preguntas, y muchas otras que podemos

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hacernos ante este problema de la antropomorfización, nos permitirán salir del lugar común del juicio rápido y la opinión intuitiva, para ir directamente a cuestionar nuestra cultura: ¿por qué pensamos como pensamos cuando vemos una figura humana frente a nosotros? (que es lo mismo que preguntarnos, cómo pensamos, actuamos y vivimos con los otros). Una herramienta que aporta la Semiótica para pensar el personaje desde otra perspectiva, es la de actante (cfr. Propp, 1926; Greimas, 1966). Un actante es cualquier sujeto discursivo que cumple una función en un texto, no importa si tiene un cuerpo, si habla o si tiene propiedades antropomórficas. Lo importante es que cumpla una función en el film y que se pueda observar esa función a partir de ciertos indicios. Dicen Aumont y Marie sobre esta categoría:

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“Esta noción [de actante] permite modificar profundamente la concepción dominante sobre el personaje de la novela y del film, concepción que asimila al personaje de ficción a un ser psicológico que la mayoría de las veces goza de cierta autonomía, de carácter propio, o que está ligado con una entidad metafísica. El actante [según Vladimir Propp y Algirdas Greimas] se define por la esfera de acciones con las que está ligado, existe a partir del texto e informaciones textuales provistas en la novela o en el film. Esta noción permite entonces disociar la lógica de las acciones de [la lógica de] los personajes: una función actancial puede ser llevada a cabo por varios personajes; a la inversa, un personaje puede involucrar a varios actantes (…) [Esta categoría teórica] contribuyó ampliamente a minimizar la interpretación psicologizante, siempre riesgosa, de los personajes de los films.” (Aumont y Marie, 2001: 17)

En Psycho (Alfred Hitchcock, 1960) podemos hacer una descripción superficial y sostener que hay un personaje que está loco y cree que es su madre. Sin embargo, se trata de dos actantes en un mismo cuerpo, que además pugnan por él, y realizan acciones bien diferenciadas que son identificables en el film. Y en lugar de preguntarnos por qué el personaje está loco (y caer en aquello de la “vida dura”) podríamos preguntarnos cómo se relacionan entre sí y se debaten los actantes por el mismo cuerpo y un lugar en el mundo del film, qué función cumple cada uno y cuáles son sus objetivos en el texto.

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Otro ejemplo son los films de catástrofes naturales, donde el actante principal es la naturaleza, o de crisis científicas donde el actante central puede ser un desarrollo científico o tecnológico (un virus, un sistema computacional). Casos como estos pueden ser identificados en 2001: A space odyssey (Stanley Kubrick, 1968), Matrix (Andy y Lana Wachowski, 1999) y en I, Robot (Alex Proyas, 2004). El actante en estos casos no necesita un cuerpo ni una voz y sin embargo, gracias a la categoría de actante, podemos ver cómo cada uno desarrolla una función central en los films. Desde la idea de personaje no podríamos pensar a la naturaleza, a un sistema computacional o a un virus como tales, porque no le podemos adjudicar una vida psíquica. Pero gracias a esta categoría que se fija en las acciones y funciones y no en los parecidos antropomórficos, podemos observar qué sucede, cómo se subsumen los otros actantes y a efectos de desencadenar qué otras funciones narrativas. Comenté antes que el cine organiza y dispone fragmentos de discurso que podemos identificar y traer a colación para comprender el film. En el caso de Psycho, el discurso que organiza el texto es el del psicoanálisis y el de la novela policial; en el de 2001: A space odyssey es el de la astronomía, la economía y la antropología; Matrix y I, Robot son casos muy particulares, dado que no sólo plantean en el film mismo un problema filosófico y psicológico de lo constitutivo del ser, sino que además lo tematizan como eje de la película, y en el caso específico de Matrix hace ingresar muchos otros discursos, además del policial y de la historia misma del cine.

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Simbología, mensaje y enseñanza Comenté antes que el cine no enseña ni representa nada, sino que se muestra a sí mismo y lo hace con determinadas operaciones, con la materia prima de nuestras representaciones sociales. Pero a menudo nos encontramos con opiniones como estas frente a un film: “tal cosa simboliza la inocencia”, “el mensaje de la película es que…”o su otra versión pedagógica “tal película nos enseña que…”. Observen que en todos los casos, se trata de ideas que nosotros abstraemos de un film, un sentido complementario que le agregamos al texto cinematográfico para darle un sentido entre nuestro sistema de representaciones. Parecería como si todo film, para tener un valor agregado, debe simbolizar o enseñarnos algo. Este gesto ya existía en la literatura medieval y lo heredamos como gesto de adjudicación de un sentido. Recordemos que una de las propiedades de la medievalidad fue la explicación de que todos los fenómenos (humanos, sociales y naturales) encontraban su razón en la existencia de una entidad divina que excedía a la intelección humana. Al final de muchos cuentos y relatos medievales, se aleccionaba al lector con una reflexión, sentencia o enseñanza para comportarse moralmente, según los valores de la fe. Actualmente seguimos leyendo muchos textos en clave medieval cuando buscamos esta explicación simbólica, mensaje o enseñanza aleccionadora. Quienes vieron el dibujo animado para niños He-man en los años 80, recordarán que el final de cada episodio consistía precisamente en resumir el contenido del capítulo que se había visto y extraer de él una enseñanza moral. En ese gesto aparentemente didáctico, se estaba enseñando a mirar a los niños de una generación como lo hacían hace más de 500 años. No habría ningún problema con el símbolo y la enseñanza de un film, de no ser por un detalle que contradice su intención educativa: no da la oportunidad de ser discutido en la enunciación misma. Larrosa comenta este acto reflejo que tenemos ante un film: “A veces, el cine salva a las imágenes de nuestra voracidad, de nuestra voracidad estética, ideológica, política, de nuestra voracidad moral también, y las devuelve al silencio. A veces, el cine, no representa nada, no analiza nada, no interpreta nada, sino que deja que el ojo se pose literalmente sobre la superficie de las cosas. A veces, el cine, como arte de lo visible, simplemente, nos enseña a mirar. A veces, también, el cine salva a las imágenes de su flujo permanente, de su sucesión continua, de esa catarata de imágenes de la era del audiovisual en la que se suceden unas a otras vertiginosamente, en la que las imágenes surgen y se desvanecen con la misma instantaneidad, con la misma velocidad. Porque para que una imagen sea una imagen, tiene que llegar a serlo. Es decir, tiene que tener el tiempo de convertirse en imagen, de depositarse en nuestra retina y de actuar ahí lentamente, es decir, de diferenciarse de esa serie de imágenes fugaces, de suspender esa catarata visual en la que todo pasa y en la que, al mismo tiempo, nada nos pasa.” (Larrosa, 2006: 132)

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En esta idea se rescatan dos actos en los que me gustaría puntualizar. El primero es que le buscamos el mensaje a todo: más de una vez nos enfrentamos a un texto esperando que nos aleccione sobre algo, que nos de un patrón de lectura para fenómenos de nuestra vida cotidiana, o que nos cuente algo. Vamos a una galería y miramos un cuadro o una escultura esperando un relato, y si es abstracto decimos “no entiendo qué quiere decir”, e inferimos una cierta ausencia de responsabilidad comunicativa. Vamos al teatro y si no nos presentan una situación conocida en la escena, puede que no nos interese demasiado. Esperamos el mensaje, y a veces el mensaje precisamente está implícito en la forma, donde alguien nos pide que observemos cómo algo está hecho, y no que identifique qué opina o cuenta sobre un fenómeno. A veces el mensaje, o la enseñanza o la simbología, en síntesis el “contenido codificado”, simplemente no existen. Y allí

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radica el interés suplementario, porque puede ser una aventura sumamente atrayente que se nos invite a pensar en la forma. Cuando el mensaje existe, al menos a mí me parece aburrido, porque se termina diciendo algo que otro seguramente ya dijo, y lo único que nos pide el hacedor del texto es que lo identifiquemos, y que no pongamos en acción ninguna otra operación mental. Creo que cuando el mensaje o el símbolo existen, y se nos pide solamente que lo identifiquemos, se nos está subestimando como lectores inteligentes.

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El segundo acto al que refiere Larrosa es que cualquier aprendizaje requiere de una atención que no le damos realmente. Comento siempre a mis estudiantes que cuando vamos al cine decimos “esta película me enseña tal cosa”, y dejamos esa enseñanza cuando salimos del cine. Si un texto nos enseñó algo, ¿cómo sabemos que enseñó eso?, ¿lo incorporamos realmente? Por ejemplo Avatar (James Cameron, 2009), supuestamente nos enseña algo sobre la tolerancia al que es diferente. Sin embargo en los hechos, el film monopolizó durante varias semanas los cines y las salas, compitiendo vorazmente por los lugares que otras propuestas cinematográficas podrían haber ocupado. Aprendimos sobre el valor de todas las culturas y sobre su derecho a la tierra y a la libertad, pero salimos del cine y no fuimos a Internet a ver dónde se localizan las comunidades originarias en nuestro país, cómo viven o qué necesitan. También aprendimos sobre ecología, pero seguimos tirando los papeles en el piso del cine, o derrochando el agua cuando lavamos la vajilla esa misma noche. A veces, enunciar que obtuvimos una enseñanza de una película, es un acto de frivolidad de nuestra parte, porque para aprender realmente hace falta tiempo, no sólo para comprender algo, sino para incorporarlo y actuar en función de eso que decimos haber comprendido. En el peor de los casos no solamente actuamos con frivolidad, sino que nos sobreexponemos a un mensaje tantas veces que terminamos por naturalizarlo como algo que le pasa a otros. En Semiótica esto se llama endoxar (cfr. Roland Barthes): ver algo tantas veces puede producir saturación y por ende anestesia sobre eso que se ve: “[Según Erice] ‘Este mundo de mirones creados por el audiovisual produce paradójicamente la anestesia de la imagen. Consecuencia: nuestro ojo cada vez percibe menos la entraña del mundo, su latido invisible. Confundir o propiciar la confusión entre la imagen y lo visual supone contribuir a un acto de liquidación generalizada’. Por un lado lo visual, la voracidad de lo visual, la producción y el consumo de imágenes sin alteridad, la producción y el consumo de imágenes que no son otra cosa que nuestro propio espejo, de imágenes anestesiadas, inofensivas, ese consumo que nos convierte en mirones compulsivos incapaces de atención, en esclavos de una serie velocísima y fugaz de imágenes que no nos permiten ver nada. Por otro lado el cine, es decir, las imágenes de la alteridad, las que exigen una atención despojada de intenciones, las que exigen apertura, receptividad, seguramente silencio, las que nos piden tiempo, las que permiten el juego de la evocación, las que nos hacen sentirnos a nosotros mismos, aquellas que quizá no dicen nada, pero que nos hacen sentir la entraña del mundo, su latido invisible, las que apuntan hacia lo que no se puede ver, las que señalan hacia lo que no se puede decir.” (Larrosa, 2006: 133)

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A veces el cine no enseña nada, y es productivo que reconozcamos esto como un valor, porque de allí se desprenden varias preguntas para trabajar en una clase: en lugar de buscar una enseñanza en un film podríamos preguntarnos con los alumnos por qué buscamos un mensaje en las películas, qué mensaje se espera que identifiquemos, por qué ese mensaje y no otro, qué conocimientos debemos tener para pensar eso que se espera que pensemos, en qué consisten esos saberes, qué datos no están en el film que nos invitarían a reponer un mensaje

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completamente diferente, qué imágenes propone el film como naturalizadas por nosotros pero que no lo son… Dice Larrosa que de tanto querer hablar de ciertas situaciones (en su caso, los niños), terminamos forzando a los textos a que digan aquello de lo que queremos hablar. Y posiblemente el texto cinematográfico esté trabajando otro problema que el que creemos haber identificado en el contenido… o simplemente no esté diciendo nada: “Todos hemos oído decir que, en el mundo en el que vivimos, la realidad ha sido sustituida por las imágenes, que sólo hay imágenes. Las de la televisión, las del cine, las de la publicidad, pero también las que construye una cierta visualización sociológica, psicológica, política o pedagógica de la infancia. La infancia real, entonces, habría sido sustituida por una serie de imágenes de la infancia. Nosotros, entonces, ya no nos relacionaríamos con niños, sino con representaciones de los niños, con estereotipos de los niños, con imágenes de los niños. Sin embargo, en lo que respecta al cine, la sensación que tenemos es que son las imágenes las que se desvanecen en esa operación por la cual las forzamos a significar la realidad, es decir, a disolverse en toda esa serie de estereotipos y lugares comunes que se conocen con el nombre de realidad. La mayor parte de las imágenes hablan demasiado, piensan demasiado. Y cuando no son ellas las que hablan o las que piensan, somos nosotros los que las hacemos hablar o los que las hacemos pensar, los que las hacemos enseguida demasiado verborrágicas, demasiado ideológicas.” (Larrosa, 2006: 131)

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Las intenciones del autor En varias ocasiones a lo largo del curso comenté que las intenciones del autor no son un problema que debería preocuparnos. Luego de un largo recorrido teórico por la historia de esta categoría, el campo de los estudios semióticos terminó por adjudicarle a esta figura una relevancia prácticamente nula en el análisis del texto. Dice Michel Foucault que la figura que actualmente conocemos como “autor” surgió en el siglo XIX, como el responsable que se asocia a una obra y para atender a cuestiones legales. No sólo en el arte aparece este reconocimiento, sino también y sobre todo en el plano de los desarrollos científicos y tecnológicos. En este sentido la idea que tenemos de autor apareció para que, en el plano económico y legal, alguien sea el beneficiario de un trabajo que se le adjudica. Podemos decir entonces que la figura del autor es un invento relativamente nuevo y retroactivo: consta de un par de siglos y permitió adjudicar objetos a sus creadores proyectándose a siglos anteriores. El semiólogo Roland Barthes, contemporáneo de Foucault, se dedicó por esos años a preguntarse qué es un autor, y propuso lo siguiente respecto a quién habla en un texto:

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“Nunca jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, (…) en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. Siempre ha sido así, sin duda: en cuanto un hecho pasa a ser relatado, con fines intransitivos y no con la finalidad de actuar directamente sobre lo real, es decir, en definitiva, sin más función que el propio ejercicio del símbolo, se produce esa ruptura, la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura. No obstante, el sentimiento sobre este fenómeno ha sido variable; en las sociedades etnográficas, el relato jamás ha estado a cargo de una persona, sino de un mediador, chamán o recitador, del que se puede, en rigor, admirar la ‘performance’ (es decir, el dominio del código narrativo), pero nunca el ‘genio’. El autor es un personaje moderno, producido

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indudablemente por nuestra sociedad, en la medida en que ésta, al salir de la Edad Media y gracias al empirismo inglés, el racionalismo francés y la fe personal de la Reforma, descubre el prestigio del individuo o, dicho de manera más noble, de la ‘persona humana’. Es lógico, por lo tanto, que en materia de literatura sea el positivismo, resumen y resultado de la ideología capitalista, el que haya concedido la máxima importancia a la ‘persona’ del autor. Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista, y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo; la imagen de la literatura que es posible encontrar en la cultura común tiene su centro, tiránicamente, en el autor, su persona, su historia, sus gustos, sus pasiones; la crítica aún consiste, la mayor parte de las veces, en decir que la obra de Baudelaire es el fracaso de Baudelaire como hombre; la de Van Gogh, su locura; la de Tchaikovsky, su vicio: la explicación de la obra se busca siempre en el que la ha producido, como si, a través de la alegoría más o menos transparente de la acción, fuera, en definitiva, siempre, la voz de una sola y misma persona, el autor, la que estaría entregando sus ‘confidencias’. (…) Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura.” (Barthes, 1968: 84 – 89)

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Barthes nos avisa con esto de un cambio en la perspectiva de la investigación y de algo operativo en términos metodológicos: por más que haya una firma de autoría (la cual atiende a una cuestión económica y legal) en verdad no hay un único responsable de la enunciación (porque cada uno de nosotros es un sistema de voces), y si hay un responsable único (cosa improbable, sobre todo en cine, donde la creación es colectiva) no nos interesa. ¿Por qué no deberían interesarnos las intenciones de un autor? Porque es lo mismo que preguntarnos cómo es alguien a partir de las intenciones de su padre. Supongamos que buscamos el sentido de un texto en las intenciones del autor, la respuesta sería un dato biográfico proyectado en el texto. Comprobamos que una vida se reflejó en un texto y después, ¿qué hacemos con ese dato?, ¿qué aprendimos además de esa correspondencia?, ¿qué prueba nuestra especulación? Preguntarse por las intenciones del autor es equiparable a un callejón sin salida, donde sin querer cambiamos de objeto de estudio (de estudiar el film pasamos a la vida privada de un sujeto) y de allí no extraemos nada útil, sólo datos biográficos. Vimos que el mercado editorial sobre cine tiene dos versiones que llamamos “frívolas”: las del star-system (que comenta la vida de los actores) y la de cinéfilos (que comenta la vida e intenciones creativas de los directores). Sólo los textos académicos y de inquietud científica estudian los films propiamente dichos, los cuales se presentan como los objetos más productivos en términos analíticos. Larrosa comenta algo muy interesante al respecto, sobre cómo muchas veces buscamos explicarnos un texto buscando datos fuera de él, en la biografía de un director:

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“Pero aquí no se trata de moralejas ni de mensajes ni de buena conciencia, sino de cine. Reducida a su argumento, Alemania, año cero no pasa de ser otro melodrama moralizante más. Si a eso añadimos que la película está dedicada a un hijo de Rossellini muerto en Barcelona un año antes, la lectura sentimental se produce casi automáticamente. Pero el cine es otra cosa que una sinopsis argumental. Y otra cosa que el enlace posible entre la biografía y la ficción.” (Larrosa, 2006: 123)

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Aumont y Marie recorren la figura del autor a lo largo de la historia del cine y coinciden en que focalizar en él es una decisión cerrada a otros conocimientos, por las características de producción colectiva que tiene el cine, por las discusiones políticas que implica y por los datos biográficos comprobacionistas que encubre establecer esta relación:

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“La noción de autor en cine es y siempre fue problemática. (…) El cine es un arte colectivo y la creación estrictamente individual resulta escasa. (…) La noción de autor de films emergió lentamente a lo largo de la historia, y todavía permanece fluctuante según los países y los modos de producción. Por analogía con el lenguaje teatral, primero se consideró que el autor de la película era el autor del guión, y el realizador [director] no era más que un simple ejecutor técnico. En el marco de la producción anónima de los estudios en Pathé, anterior a 1914, o en Hollywood (1920 – 1960) es el mismo estudio como entidad colectiva e imagen de marca el que puede considerarse la instancia responsable de la creación de la obra. (…) Si nos atenemos a la primera definición del término: ‘persona que es la primera causa, en el origen de un producto o de una obra, aquel de quien depende un derecho’ el autor se identifica con el productor, y por eso, en la mayoría de las legislaciones que rigen la propiedad de los films, los derechos de autor corresponden a la firma de producción. Los guionistas y los realizadores [directores] sólo tienen derechos morales y simbólicos. La libertad de creación del cineasta es siempre relativa, y resulta entonces paradójico afirmar su paternidad con respecto a la obra, o reconocer su firma personal en el contexto de una producción estandarizada. (…) La condición de autor también resulta problemática por otra razón. La película es un medio de expresión heterogéneo que combina varias materias: la imagen, los diálogos, la música, el montaje, etc. Privilegiar solamente la puesta en escena implica entonces una toma de partido discutible. En muchos casos el realizador se atiene a una simple ejecución y no tiene ninguna responsabilidad ni iniciativa en la elección del guión, de los diálogos, de los actores, del montaje, de la música, etc. Existen varios films caracterizados por la parte creativa del guionista o del dialoguista, o incluso por el actor principal. Desde el punto de vista estrictamente teórico, es imposible concentrar la figura del autor en la persona del realizador. [El autor] es una instancia abstracta, a la vez múltiple (la combinación de aportes de colaboradores de creación) y fragmentaria (la parte creativa semilúcida y semiintuitiva de cada uno de estos colaboradores). El autor de una película es entonces, en términos semióticos, un centro virtual, un gran imaginador (Laffay), un enunciador o el sujeto del discurso fílmico. (…) Por todas estas razones, las declaraciones recogidas en las entrevistas con los cineastas deben ser manejadas con precaución metodológica, como un testimonio de gran interés pero carente de veracidad.” (Aumont y Marie, 2001: 27 – 28)

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Observen que lo que se menciona en la cita habla de una relativa libertad de creación, de las variables que se imponen del contexto y que intervienen en la construcción creativa. Lo que no se menciona es que la subjetividad individual es también una construcción colectiva y social. El problema del autor radica en que el ser humano no es una mente aislada en el mundo, sino que es formada e influenciada por otros y a su vez forma e influencia a otros, todo el tiempo. No somos individuos sino sujetos, atravesados por discursos, y cuando enunciamos algo (desde un simple saludo hasta una película completa) estamos haciendo hablar a esos discursos que nos configuran. Esto implica que cuando estamos viendo un texto, no estamos observando la obra de un autor, sino la obra de todos los sujetos que viven en él. Cabe agregar que en la noción de autor convive otra idea que debemos discutir: que el ser humano es consciente todo el tiempo de todo lo que hace y

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expresa sin problemas una subjetividad homogénea. Algo que aportó Freud a la cultura occidental sobre el conocimiento del ser humano, es que la verdad del sujeto está allí donde no puede conocerse ni controlarse: en el inconsciente. Cuando nos preguntamos por las intenciones del autor, estamos suponiendo que todo lo que el sujeto hace, lo opera intencionalmente y sabiendo lo que hace. En síntesis, cuando preguntamos “¿qué quiso decir el autor con tal cosa?”, suponemos un individuo del siglo XIX, y estamos haciendo una pregunta biográfica, una “pregunta vieja”, que recorta las otras voces que atraviesan al sujeto y que lo presentan como un individuo cerrado y aislado del mundo. Estamos, en definitiva, postulando una interrogación muy pobre en derivaciones. Llevado esto al aula, podríamos preguntarnos con los estudiantes cómo los saberes científicos se integran en la construcción de un texto cinematográfico (discurso científico), cómo se filtran ciertos estereotipos en un film (discurso social), cómo un país se figura a sí mismo y a otros países en una película (discurso político, histórico y económico), cómo ciertos films citan formas presentes en otras películas, cómo se inscriben en la historia del cine con este procedimiento (discurso del arte), cómo ciertos tratamientos formales presentes en los films se retoman luego en la televisión y en la publicidad (discurso mediático)… por sugerir algunas inquietudes desde esta perspectiva. Puede ser más interesante esto, traducible en aprendizajes significativos para la vida de los estudiantes, que focalizar en las intenciones (improbables) de un sujeto desconocido al que llamamos autor.

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Sobre las nuevas dimensiones de análisis del texto cinematográfico

Lo que acabamos de ver son sólo algunos de los múltiples aportes realizados en torno a la lectura del texto cinematográfico. Si bien pueden parecer algo novedosos o atípicos, en realidad han sido trabajados hace ya muchos años, están sostenidos por las teorías que mencioné y pueden ser recuperados para instalar otro modo de abordaje en el aula. En el polo opuesto, lo que suponen las representaciones que a veces tenemos sobre el cine son concepciones no declaradas sobre los textos y sobre los sujetos, a los cuales entendemos como transparentes, unívocos, comunicativos y controlados, que saben lo que desean decir y eso que dicen es así como lo vemos. En cambio la teoría y la investigación que se desarrolló al respecto muestra que las cosas pueden ser de otra manera, y que lo que vemos en una pantalla responde a una lógica prediseñada, una razón que descartó otras opciones y un modo de entablar vínculos con otros discursos (político, social, científico, etc.) para que comprendamos de qué se habla de una manera direccionada. Se trata de discursos que se cruzan, y donde el autor no tiene ingerencia, sino lo que nosotros podemos o deberíamos poder reconstruir. Y a la vez hay una dimensión que no puede ser puesta en palabras, que es donde comienza el recorrido o la búsqueda por otros conocimientos.

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Estas representaciones no científicas, las intuitivas que actualiza la industria, se vinculan con otras que también empleamos a diario. Algunas de ellas consisten en la convicción de que todos vemos o deberíamos ver lo mismo y que eso que vemos es el reflejo de nuestra realidad, que eso que vemos es un resultado de algo que realmente pasa. Podríamos decir ahora que en verdad eso está promoviendo un percepción determinada del mundo en el mismo momento en que lo vemos: nos dice que el mundo no es complejo sino sencillo, y que por ende no tiene mucho sentido investigar más allá de lo que vemos, sino que simplemente debemos ser meros espectadores. Rossana Reguillo Cruz habla de este fenómeno de la construcción política de la mirada en términos generales, reflexionando sobre los medios e incluyendo al cine:

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“Quizás estos planteamientos me autoricen a colocar hoy la importancia central de los dispositivos mediáticos, la televisión principalmente, el cine, la radio, las revistas, no sólo en la ‘propagación’ de las pasiones, sino especialmente su trabajo en la administración de las mismas: ingresan, excluyen, califican, tematizan las hablas y las imágenes, tratando de producir un pacto o contrato de verosimilitud que indicaría que, al ‘mirar todos juntos’, miramos lo mismo. El (aparente) saber experto de los medios produce un conjunto de narrativas fragmentadas sobre lo real donde se resalta de manera episódica la escena social y sus dramas. Interpela la subjetividad desde un lugar específico de la narración en una reducción de la complejidad, lo que tiende a fijar al ‘simpatizante’ en sus certezas, facilitando la emergencia de ‘objetos de atribución’ que, se asume, son causa, motivo y consecuencia de la pretendida homogeneidad de un orden social.” (Reguillo Cruz, 2006: 72 – 73)

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Una perspectiva interesante que podríamos adoptar en el aula con respecto a estos temas, consistiría en cuestionar si eso que vemos, así como lo vemos y con la forma que ha adoptado para mostrarse, implica otros saberes que se opondrían a lo que presenciamos. En este gesto de inquirir al texto, de plantear dudas sobre lo que vimos, es donde comienza la investigación y donde se habilita la posibilidad de aprender. Precisamente, el tema de este capítulo fue el aporte de nuevas dimensiones de análisis, lo que nos demandó cuestionar qué es el cine, hacer un recorrido por las teorías que intentaron responder esta pregunta y, a partir de allí, cuestionar nuestras propias percepciones. Eso genera un vaciamiento de herramientas, un lugar donde ya no sabemos qué pensar ni cómo resolver un problema. Ese era el objetivo de este capítulo, barrer presupuestos para promover la emergencia de una nueva perspectiva para realizar modalizaciones en el aula que se acerquen más a los aportes científicos y se distancien del sentido común. Dicho en otras palabras, los problemas que comenté al final de este capítulo no intentan dejar desintrumentalizado al docente, sino posicionarlo en otro lugar, en el de la inquietud. En este nuevo terreno, el cuestionario del manual y la actividad superficial sobre el texto, los personajes, las enseñanzas, el autor, el reflejo de una realidad, etc., comienzan a carecer de sentido. En su lugar debería aparecer otra cosa que demandaría más tiempo pero con mayores probabilidades de generar saberes significativos: la exploración. Este será el tema al que nos dedicaremos en el capítulo siguiente: el aprendizaje basado en la investigación.

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Actividad Para explotar mejor las herramientas que vimos en este capítulo, les propongo que realicen un punteo de aquellas ideas sobre la especificidad del cine que formularon los autores que vimos, y que les hayan parecido novedosas o interesantes para ser trabajadas o mencionadas en el aula. También les será operativo que,revisen los abordajes intuitivos que comenté (reflejo de la realidad, psicología del personaje, simbología y mensaje e intenciones del autor), y los identifiquen en textos vinculados con sus propias prácticas: manuales, revistas, reseñas, actividades… Será útil que tomen un texto, señalen alguno de esos problemas y elaboren para sí mismos una reflexión al respecto. Ésta les servirá de argumento para algún abordaje que emprendan en su proyecto final del curso. En el Aula Virtual nos centraremos en el trabajo de análisis de un texto cinematográfico, retomando estas cuestiones problemáticas y con vistas a un avance significativo del proyecto.

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