ISSN 2346-1365
FACULTAD DE ARTES MAESTRÍA EN ESCRITURAS CREATIVAS DIRECCIÓN DE BIENESTAR UNIVERSITARIO ÁREA DE ACOMPAÑAMIENTO INTEGRAL PROGRAMA GESTIÓN DE PROYECTOS
distribución gratuita
Revista estudiantil de creación literaria
núm.
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Revista estudiantil de creación literaria Número 1 / 2013-I / ISSN 2346-1365 Ésta es una publicación semestral editada por el grupo estudiantil de trabajo CIRCE de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia – Sede Bogotá; Primera Edición, agosto de 2013.
Todos los derechos reservados revistacirce@gmail.com /RevistaCirce
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FACULTAD DE ARTES
RECTOR Ignacio Mantilla Prada VICERRECTOR Diego Fernando Hernández DIRECTOR DE BIENESTAR SEDE BOGOTÁ Oscar Oliveros COORDINADORA PROGRAMA GESTIÓN DE PROYECTOS PGP Elizabeth Moreno Domínguez DIRECTORA DE BIENESTAR ARTES Sandra Burbano López DECANO FACULTAD DE ARTES Rodrigo Marcelo Cortes Solano DIRECTOR DE LA MAESTRÍA EN ESCRITURAS CREATIVAS Efraín Bahamón PROFESORES COLABORADORES Carlos Zatizabal, Juan Diego Mejía, Alonso Aristizábal
COMITÉ EDITORIAL Director Santiago Jiménez Quijano santiago.jimenez.q@gmail.com
Editor Gustavo Campo Menco gustavocampo@yahoo.com.mx
Jefe de Redacción Luis Carlos Molina Naranjo lukamona@gmail.com
Directora de Arte Laura Rodríguez Leiva laurarodriguezleiva@gmail.com
Diseñador Daniel Gutiérrez García danieleandrog@gmail.com
Impresor GRACOM Gráficas Comerciales
Carátula: Laura Rodríguez Leiva
Se terminó de imprimir en las instalaciones de GRACOM Gráficas Comerciales, Ubicada en la Ciudad de Bogotá, Colombia, en la Carrera 69K N° 70-76, a los 30 días del mes de Agosto de 2013. Con un tiraje de 300 ejemplares en papel Bond de 90 gramos. Las fuentes utilizadas, Gandhi Serif Regular, Itálica y Bold, en puntajes 10, 12.
e di to ri al
Uno no escribe lo que quiere, dicen, sino lo que puede. Y es verdad. Como escritores lo comprobamos día a día, renglón a renglón. Queríamos hacer una revista en donde se viera eso que es lo que podemos escribir; servir de aliciente a esa penosa vida de escritor. Y de alguna manera la sentencia de la escritura como un proceso que corrompe las ideas a medida que se van bajando al papel, fue lo que nos ocurrió con esta revista, pero en un sentido inverso. Teníamos algo en la mente que nos decía que no era una buena idea, ese diablillo temeroso al fracaso, coherente, excesivamente racional, que nos repetía ideas preconcebidas sobre las revistas en general y las literarias en particular; que nos bombardeaba con las noticias catastróficas sobre el fin de los medios impresos, la dictadura de la imagen, de lo breve, los cuentos de cientocuarenta caracteres; que nos llenaba con las dramáticas estadísticas de lecto-escritura; que ya nadie lee, que ya nadie escribe, en fin, todos los condimentos del fracaso. Pero el fracaso es una palabra tan cara al escritor, una fuente de inspiración tan atractiva, que no pudimos resistirnos. Y acá estamos. Luchando contra los prejuicios y los tiempos académicos y el exceso de trámites y tantas otras cosas. A las carreras hicimos una convocatoria, con plazo límite el 31 de diciembre, hermosa época para todo menos para escribir. Y el primero de enero nos despertamos con más de cien textos en nuestra bandeja de entrada. Fracasó el fracaso. No hubo tanta participación de los estudiantes de nuestra maestría, pero eso se compensó con decenas de escritores solitarios, escondidos en sus carreras. Para ellos, esta revista. Por eso se pueden hacer revistas todavía. Porque la magia de ver un texto en letras de molde no se compara a ninguna experiencia que pueda brindarnos la última tableta de Apple o el celular más sofisticado. Los libros no morirán, las revistas literarias tampoco. Así que no nos vuelvan a preguntar por qué se nos ocurrió hacer una revista literaria. Acá, en las siguientes páginas, está la respuesta.
Santiago Jiménez Quijano santiago.jimenez.q@gmail.com
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índice
Pesca completa Literaturizarse y Acerca de un metalenguaje... Pacientes en shock Ser un derrotado El olor de un libro viejo El ladrón de bancos Mi abuela materna 10.950 días El Fin -Utilidad y Uso5y1 Hombre sencillo Eleonor En este instante Pobre Tomás no quiere soñar Delicioso placer Una noche de éstas, no de aquellas Espacio no extrañado Alguien lee Río de tumbas Sin ser vista Cadáver Exquisito Peregrino en Cereté y Lorica bajo el sol Consagración Espero Verte Pronto Sin título # 3 En una noche Mitad Reconciliación De editores y traductores Mi madre Ping Paliuro Escribir es vivir cada epifanía, entrevista Todavía Recuerdas
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Gustavo Campo Menco Juan David Cadena Luis Carlos Barragán Castro Edisson Aguilar Torres Alberto Bejarano Santiago Jiménez Quijano Richard Anderson Salamanca Quiñones Nicolás Andrés Galindo Becerra Camilo Andrés Bravo Molano Mauricio Fernando Rodríguez Melo Laura Rodríguez Leiva Ana Violeta Granados Roa Carlos Arley González Avella Andrés Jiménez Suárez Luis Carlos Molina Pablo Estrada Leonardo Castro Molina y Alberto Jiménez Tovar Carlos Euardo Satizábal Carlos Euardo Satizábal Juan Sebastián Paco Monroy Daniela Brill y Natalia Cardona Amaury Blanquicet Pretelt Ana María Coy Herrera Natalia Cardona Jafitza Quipo Iván Alviar Machado James Andrés Perdomo López Christian Adolfo Martínez Castañeda Evelio Rosero Daniel Uriel Ventura Cáceres Humberto Correa Diego Fernando Chiari Ramos con Alonso Aristizábal. Comité editorial Mario Andrés Garzón
Pesca Completa Epifanía I. Íbamos en una lancha, casi a 40 millas por hora. No era tan rápido, pero el mar estaba en calma y eso hacía que la lancha se desplazara con ligereza sobre el agua. Éramos seis personas y yo no tenía experiencia alguna en pesca deportiva a mar abierto. Estaba allí para escribir una crónica de los dos días del torneo de pesca y era mi primer trabajo. Amanecía y el sol apenas llevaba una hora en el horizonte. Preparábamos las carnadas ensartando bonitos y sardinas en los anzuelos, cuando vimos a los delfines. Era un grupo numeroso. Asomaban el lomo sobre el agua a pocos metros de nosotros. Cuando nos vieron no huyeron, empezaron a avanzar junto al bote. Saltaban emitiendo sus sonidos y casi podíamos tocarlos con las manos. Empezamos a llamarlos con gestos y gritos, y ellos aumentaron su excitación. Hicieron eso durante algunos segundos, hasta que se alejaron de nuestro rumbo. II. Poco antes del mediodía llegamos a Canseco, un punto de pesca en el mar frente a Galerazamba. Había marea baja y las olas que chocaban contra el casco producían el único ruido, en el silencio del mar. El líder del equipo y dueño de la barca fijó la posición y encendió la radio. Sonó música de Richie Ray y Bobby Cruz, y atraparon el primer pez: una barracuda, plateada y dientuda, que se defendió como perro bravo. Un corte certero en la cabeza, y a la cava. Al instante,
un wahoo, largo y negruzco. En el resto de la tarde no aparecieron más peces. Así acabó la primera jornada del torneo y regresamos al club de pesca, a esperar el segundo día. Salimos de madrugada y en toda la mañana solo apresaron un atún blanco, enorme y macizo. Fue entonces cuando aparecieron los pescadores en una lancha vieja. Traían un pez vela y lo ofrecieron enseguida. Un ayudante de nuestro bote nos dijo que los conocía del puerto. --¡No se preocupe, docto! --gritó, dirigiéndose al líder del equipo--. ¡Yo soy un cheque pagado al portador! La transacción fue rápida y regresamos al club. Faltaban pocas horas para la premiación y la pesca estaba completa. III. Ganó nuestra lancha. Los peces colgados en el travesaño de exhibición, mostraban el resultado de la faena: una barracuda, un wahoo, el atún blanco y el pez vela. Cada uno mereció el primer lugar por su peso y tamaño. No me sentía feliz. Saber que el pez vela no lo atrapó el equipo, me avergonzaba, a pesar de que solo fui a registrar el torneo para una revista local. Escribí la cónica y omití esa parte. Imaginé que si mencionaba lo que vi, nunca más volvería a escribir. Gustavo Campo Menco. Cofundador de la Revista Circe. gustavoacampo@yahoo.com.mx
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Epifanía - Pesca completa
POR | Gustavo Campo Menco Ilustración | Laura Rodríguez Leiva
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Circe, revista estudiantil de creaci贸n literaria | # 1 | Cuento - Literaturizarse
POR | Juan David Cadena Ilustraci贸n | Luis Carlos Barrag谩n
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El Verso-cartucho disuelve las paradojas de la materia. Da al traste con las falacias que se han materializado y nos empujan a comprar cosas en el supermercado, o a votar por cierto presidente, o a apoyar alguna guerra, esta clase de cosas. Se dispara con una grabadora de periodista o a viva voz, o con letras y en diferido. El verso-cartucho es la alocución especular de la esencia y su reconfiguración. Inhalas todo a alguien, a algo, y lo confrontas consigo mismo en el aliento. Y... si es una paradoja... es seguro que el verso-cartucho será mortal. Los mil pedazos del blanco deberán renacer a partir de la disolución fundamental de su falso-sentido. Ojo con la laringe, que está cargada; este verso, tu verso, puede también matar. Juan David Cadena Botero: un autor interesado en la narrativa de las imágenes perturbadoras, dedicado al conocimiento de la sensibilidad expresiva sin género. El primer texto pertenece al libro Cruentos y el segundo, a Postmoficciones. federicoalug@gmail.com
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Acerca de un metalenguaje revolucionario desde el diafragma
Nunca paraba de hablar, en general estaba parloteando o escuchando atentamente a su interlocutor. Un taxista cualquiera, aquel profesor del bachillerato, la tía casual que también fue a aquel matrimonio, un botones en algún hotel, el policía que lo requisaba concienzudamente, los objetos. Todo parecía enviarle un mensaje. Desde niño lo había sentido con firmeza, y luego la educación superior lo había provisto con las categorías para ponerlo en palabras. Siempre había sido mejor para lo simbólico, mientras que lo pragmático en la vida generalmente le provocaba horrores innombrables. Así pues, era bueno para conversar en una larga noche de copas, pero sus facultades para la seducción dejaban mucho qué desear; durante la lectura era notablemente eficiente, pero la matemática financiera lo dejaba anonadado. Para el siglo veintiuno aquello era más o menos irrelevante, pero en momentos más gestuales de la cultura y exponencialmente menos abstractos (tanto que la simple mueca debía articularse necesariamente con la palabra para expresarla en su sentido completo) su presencia habría evocado inmediatamente lo indescifrable. Se sintió siempre como un extraño. Acaso era porque mientras la gente hablaba por lo menos sabía lo que estaban pensando y podía seguir en una línea perfecta el movimiento parabólico de sus reflexiones. Acaso era por eso, porque detrás de cada semblante en silencio siempre le fue fácil identificar un enemigo. Incapaz de pasar sin mayores reticencias de lo comunicativo a lo mimético, su cabeza había ido gestando un malestar paulatinamente agravado. Nunca se lo contó a nadie. Un día lo encontraron muerto y metamorfoseado en una especie de mancha poética de palabras sinuosas que se extendía delineando sus antaño afanosas y enrevesadas venas, y bombeando las grafías, una masa corpórea de puros verbos y nombres, y algunos conectores, y lo demás. En su tórax, parecía que las palabras emergieran inyectadas del corazón y lo oxigenaran todo. Vino mucha gente y se tomaron fotografías. Grandes críticos literarios acompañados de fisiólogos habían procurado interpretar aquel lío de palabras sanguinolentas e infinitas. Los hermeneutas y los vitalistas reunieron unos pesos y enviaron una corona de rosas, a medias entre la congratulación y el pésame. A los poetas les interesó sobre todo el aparato respiratorio, mientras los semiólogos se inclinaban por las coyunturas. Algunos freudianos examinaron apasionadamente las palabras que coincidían en cerebro y genitales. Luego vino menos gente, pero siguió siendo un lugar de interés general. El cuerpo de sílabas fue descomponiéndose hasta ser sólo una mancha que se borró eventualmente a través de los años, esto suele pasar. La antología forense completa se encuentra en algunas bibliotecas.
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PACIE EN
ENTES POR | Luis Carlos Barragán Ilustración | Andrés Erazo Castaño Espere señora, no sé si entendió bien. Necesito entrar a urgencias ahora. Y supe que debía haber comprado el seguro que me ofrecieron en el avión. No era tan caro e incluía accidentes inesperados. Cada vez era más difícil que un seguro cubriera eso. -Pues va a tener que esperarse, porque a todas estas personas también les cayeron rayos y llegaron primero que usted. Esta era la verdadera sala de espera, había muchos viejitos, principalmente franceses, pero también había unos brasileños. Una nube gigante comenzó a disparar rayos en la madrugada como una metralleta. Las personas se desperezaban; unos niños se quedaban dormidos en el salón de primeros auxilios, pero también sus madres y padres los acompañaban en el suelo con unas mantas para el frío. Tenían los mismos síntomas que yo, o eso se veía. Estaban chamuscados de manera que su piel y su ropa se habían fusionado. Solo se veían brillar sus ojos y sus dientes resaltaban sobre el hollín. Tenían el pelo parado y esponjado, no sé cuántos millones de voltios habían atravesado nuestros cuerpos y habíamos sobrevivido.
Después ya no me importaba esperar más y más, la gente se estaba amañando a los pedazos de suelo de los que se había adueñado; solo hasta que escuché a la señora española de mi lado fue que me di cuenta de lo drástico del asunto: -Sí hija, si tienes que hacer tus tareas y tus cosas no hay problema quédate en casa… Sí, sí. Me ha alcanzado un rayo y se me ha quemado la piel. Estoy como un zambo… Ajá. Sí… Pues hija, creo que ya no me importa nada. No. No me importa que estemos endeudados con el banco, ni que la perrita se haya muerto en la licuadora. No importa. Estoy bien acá. Estoy bien… Me miré en un vidrio oscuro, vi mi cabello parado por la electricidad, debo confesar que me sentía muy bien así. Llamaban a los pacientes pero ellos ya no querían moverse. Querían quedarse allí. Tranquilos. ¡Por Dios! Nos ha llegado la ecuanimidad y la tranquilidad como un relámpago. Me siento tan cómodo que ya nada me importa. Han pasado horas y nadie se ha querido mover a comer algo. Creo que moriremos de hambre, pero por alguna razón eso ya no me preocupa. Luis Carlos Barragán. Egresado de Artes Plásticas. sorlacsiul@hotmail.com
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Pacientes en shock
SHOCK
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SER UN DERROTADO
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Ser un derrotado
POR | Edisson Aguilar Torres Ilustración | Claudia Silva Yate
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Caminaba lentamente hacia su salón de clases. Su morral enorme y pesado no lo dejaba avanzar más rápido. Pasó junto a una chica que hablaba por celular, vio a un grupo de muchachos que jugaban fútbol en la cancha y siguió de largo, observando de reojo a tres profesores que tomaban café. Finalmente llegó a la escalera que llevaba al segundo piso donde se encontraba su salón. Dio cada paso con la respiración agitada, como quien se dirige al quirófano, y se detuvo cuando vio recostados en el pórtico a dos condiscípulos que no habría querido encontrarse. Quiso devolverse, pero decidió que lo mejor era avanzar y pasar sin llamar la atención de esos dos que hablaban tan tranquilamente. Miró hacia el techo, como haciéndose el distraído, y caminó hacia la puerta; dio algunos pasos y cuando estaba casi a dos metros de distancia, los dos muchachos giraron rápidamente y lo vieron; sin mediar palabra lo agarraron y mientras uno le sostuvo los brazos el otro le quitó la maleta y salió corriendo. No supo que hacer, sintió una ira de fuego que le devoraba las tripas y los nervios, pero recordó que la semana anterior había terminado con el yogurt de las onces, derramado sobre la cabeza por no habérselo dejado robar. Por eso prefirió no hacerles frente. Entró al salón y se sentó en su puesto. La clase empezó a las 7:15 am, cuando entró el profesor de sociales, dispuesto a explicar a sus alumnos la estructura social del feudalismo. Ellos entraron al salón poco antes del inicio de la clase y se sentaron atrás, a tres puestos de su silla, mirándolo con sorna y dirigiéndose a su vez, miradas de complicidad. Él estaba preocupado. ¿Dónde habrían dejado su maleta? ¿Habrían despedazado las hojas de sus cuadernos? ¿La
habrían llenado de mierda? Así, distraído y temeroso, no entendió nada sobre el funcionamiento de las sociedades estamentales. A las 9:00 am terminó la clase y él, valientemente, se dirigió a sus verdugos, les preguntó dónde estaba su maleta y los amenazó, ante la certeza de su debilidad física, con reportar la agresión a la coordinadora de disciplina; al principio no le prestaron atención, pero como insistía, uno de ellos se levantó de la silla, tomó en sus manos el jugo que estaba bebiendo y se lo echó en la cara. El viscoso líquido rodo por sus mejillas, coloreó su blanca camisa y terminó por mancharle la punta de los zapatos; todavía con la cabeza baja escuchó las risas de sus compañeros y algunos comentarios hirientes; como no sabía qué hacer, solo atinó a limpiarse con el saco y salir del salón. Cruzó el pasillo, donde todavía se oían las risas de sus compañeros, bajó parte de la escalera y allí se sentó. Un temblor se apoderó de su cuerpo, de su rostro, un calor intenso le rompía el alma, deseaba golpearlos, herirlos, matarlos, pero que va, no podía siquiera insultarlos; así que totalmente impotente, agachó la cabeza y lloró. Cuando se calmó, subió al salón para entrar a la clase de biología. Al llegar al pasillo miró hacia arriba y vio, colgando de una puntilla que siempre había estado en lo alto de la pared, una maleta grande que chorreaba agua mierda. La miró por un rato, respiró hondo, abrió la puerta, entró al salón, y se sentó en el penúltimo puesto, a tres sillas de ellos. Edisson Aguilar Torres. Estudiante de Sociología edissonaguilart@gmail.com
El olor de un libro viejo Sentado a contra-cara, viendo el atardecer despuntar por la ventana, algo corto de ideas después de pasar una nueva temporada en el infierno, me puse a garabatear versos impropios en la contra-portada de un libro de poemas ajenos. Eran autorretratos de ocasión, postales que no tenía a quién enviarle. Ya no pensaba en golpes de dados. Me des-extinguía y con eso bastaba para continuar el viaje. Había dejado atrás muchos, tantos libros, compañeros de mudanzas. Ahora llevaba un equipaje ligero, de mano, y un solo libro. Afuera llovía, arreciaba el invierno. Tarareaba las canciones que le robaba al acomodador cada vez que pasaba por mi vagón, viejas baladas de los años ochenta. No sabía por qué lo hacía. Solo me dejaba ir y cerraba los ojos, como si fuera un nuevo ritual, uno que yo desconocía. En mi maleta casi todo era desechable, cuchillas de afeitar, guantes, cojines de shampoo, jabones de tocador, pañuelos, sobres de perfume; todo era así, excepto el libro. Solo llevaba la ropa que tenía puesta. Ningún objeto tenía una relación cierta conmigo. Podía deshacerme de ellos en la primera caneca que encontrara en la estación en la que decidiera bajarme. Había comprado un pasaje solo de ida, hasta el último puerto que se encontraba en la línea del ferrocarril B, pero no pensaba llegar hasta allá, a más de 4000 kilómetros de distancia y varios días de viaje. Había gastado casi todos mis ahorros en ese pasaje y me quedaban apenas un par de monedas por las que ya no me darían nada. Llevaba un par de enlatados y una cantimplora. Eso era todo. A mi lado viajaban otros hombres y mujeres solos como yo, la mayoría viajantes de comercio, y a medida que el tren avanzaba iban naciendo fugaces amistades y flirteos. Yo los evitaba y cuando se dirigían a mí, contestaba con monosílabos cortantes a los que ellos respondían con sonoras carcajadas y uno que otro chiste. Veía el sol arder y me recostaba contra el vidrio, buscando fundirme allí mismo. No siempre fui así. Antes era una persona muy sociable, de esas que hacen amigos por todos lados y reciben regalos de encomienda el día de su cumpleaños. Pero ahora vivía con otras monedas. Viajar solo de ida tiene sus ventajas. Buscaba algo en mí que solo podía hallar en el viaje, en ese viaje. Las horas fueron pasando y se me fue terminando el tabaco. Eso
me obligó a entablar una improvisada charla con mi vecina, una mujer de mi edad, ya entrada en años pero en buena forma a pesar de fumar más del doble que yo. La excusa que me permitió acercarme a ella fue banal pero efectiva. Fumábamos la misma marca de cigarrillos, una inspirada en una famosa actriz de los años veinte. A decir verdad no era algo muy común, de hecho, nunca había conocido a alguien que fumara lo mismo que yo. No voy a decir que eso me animara ni que me pusiera a buscar cabalas a destiempo, pero mi sonrisa fue sincera cuando ella me regaló un paquete entero. Al rato ya estábamos hablando animadamente y pedimos una botella de vino blanco con paté y galletas de soda. No hablábamos de nosotros mismos, como si los dos estuviéramos haciendo ese viaje por la misma razón, o simplemente porque a ella no le importaba saber nada de mí. Su acento me intrigaba, era algo insular, pero no me atrevía a preguntárselo pues no quería romper tan pronto nuestro pacto implícito. Siempre he creído ser un hombre fiel a los pactos, pase lo que pase. Es un pequeño orgullo personal, una de mis miserias fortuitas, fruto de una educación sentimental descuidada y de una sobredosis de películas del oeste. El tren estaba por llegar a una nueva estación en la que se detendría alrededor de una hora y donde yo debía cambiar de dirección, de acuerdo a mi supuesto itinerario. Bajamos juntos con la botella de vino y nos sentamos en una sala de espera y seguimos hablando de los paisajes que acabábamos de ver y de los vecinos entrometidos que a los dos nos molestaban. Cuando pasó la media hora volvimos al tren y yo fingí que seguía en él, buscando averiguar hacia donde iba ella, pero su hermetismo era peor que el mío. A la madrugada nos quedamos dormidos, como si Chet Baker tocara solo para nosotros y en la mañana ya habíamos cruzado otra frontera sin darnos cuenta. Allí me anunció que ese era su destino y me preguntó si me animaría a desayunar con ella en un restaurante cercano, teniendo en cuenta que la parada demoraría más de dos horas, suponiendo ella que esa era mi ruta. Siempre me he preguntado qué habría pasado si lo hubiera hecho. Alberto Bejarano. Egresado de Ciencia Política. otrasinquisiciones@hotmail.com
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - El olor de un libro viejo
POR | Alberto Bejarano Ilustración | Nicolás Parra Garzón
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El ladr n de banc s
POR | Santiago Jiménez Quijano Ilustración | Laura Rodríguez Leiva
Uno creería que ya nadie roba bancos. Por los avances tecnológicos y la obsesión por la seguridad y toda esa paranoia que siguió luego del 11 de septiembre. Pero la verdad es que solo en Bogotá hay un robo a una entidad bancaria casi a diario. Lo sé porque acabo de conocer a alguien que trabaja en eso y él me lo dijo. Estaba ocupando mi mesa cuando llegué. Vengo a este bar dos o tres veces por semana. Queda en un sótano y siempre escojo sentarme cerca de la ventana a ver las piernas de las personas pasar de afán para llevar sus cuerpos a almorzar mientras desocupo dos o tres cervezas con calma. Así que no me gustó mucho ver que ese hombre demasiado normal, de los que podría uno encontrarse cualquier domingo empujando el carro de compras en El Éxito con una mujer simple al lado y dos niños revoloteando alrededor, estuviera ocupando lo que me pertenecía por antigüedad. Caminé, entonces, hacia mi puesto con la intención de decirle que si podía ocupar otro lugar. Pero el hombre se veía en
mal estado y pensé que tal vez no sería una buena idea y me ubiqué en la mesa que estaba al lado. Pedí mi primera cerveza y mientras me la traían, pude ver cómo el usurpador acababa con una media de aguardiente y pedía otra, sin desviar su mirada de la ventana. Pero no parecía mirar nada en particular. Me dio rabia que estuviera en mi lugar, sin siquiera sentirse mejor por no tener el afán de los transeúntes desesperados que se percibía tan bien desde ese ángulo. Un desperdicio. Mi cerveza helada apaciguó mi molestia. Pero no podía dejar de mirarlo. Entonces ocurrió lo inevitable, una pequeña distracción y nuestros ojos se encontraron en ese lugar abandonado por la suerte un mediodía de miércoles en Bogotá. Me sentí sorprendido en algún mal acto y me ruboricé. El hombre mantuvo su mirada sobre la mía, pero sin odio ni sorpresa, solo con una extrema sensación de aburrimiento. –¿Por qué no me acompaña?
en que se le uniera para formar una banda que asaltaba bancos. Raúl era el único que había ido a la universidad en su familia y era apreciado porque se le consideraba más inteligente que los demás, hombres mediocres que vivían del rebusque o en sucios trabajos temporales que no dejaban nunca lo suficiente; el caldo de cultivo perfecto para el crimen. A diferencia de sus familiares, incluyendo a su padre, Raúl había dado con una buena mujer y se habían propuesto salir adelante con esfuerzo. Y lo habían logrado. Pagaban un pequeño apartamento a cuotas y ahorraban algunos pesos para poder tener un hijo cuando ella cumpliera 33 años. Juliana era el amor de su vida. Pero el destino le había puesto una trampa que debía sortear. Con su inteligencia, la nueva empresa familiar empezó a dar frutos rápidamente. Optimizaron los procedimientos, redujeron los tiempos de operación, disminuyeron los riesgos al mínimo. No se trataba de robar cualquier banco. Había que estudiar profundamente cada sucursal. Pasar largas jornadas de observación. Tomar tiempos. Anotar rutinas, en especial la del carro de valores. Analizar las rutas de escape y por dónde llegaban los policías. Saber el nombre de los cajeros, del celador, dónde vivían y qué les gustaba comer. Al principio daban un golpe al mes. Pero el dinero seguía sin alcanzar para los análisis, las medicinas, los doctores. Entonces se hizo necesario doblar el ritmo de trabajo. Pasaron a un robo cada quince días, a jornadas de investigación más arduas, pero gracias a la minuciosidad de Raúl, nunca se aumentó el riesgo de ninguna operación y nunca los habían atrapado. –Pero hoy he renunciado. La enfermedad de su mujer, luego de haber entrado en un periodo que los médicos bautizaron como “de remisión”, pareció tomarse un nuevo aire y regresó con más fuerza y en cuestión de semanas la dejó inmovilizada en una cama por tiempo indefinido. Antes ya habían hablado de esa posibilidad y ella había sido muy clara al respecto: quería ser desconectada cuando eso sucediera. Sin embargo, los médicos se negaban a dejar de hacer su trabajo, que consistía no más que en mantenerla conectada a una máquina, y a dejar de recibir sus millones, hasta no “agotar todas las posibilidades”. Decían que aún movía los ojos ante ciertos estímulos y que eso era suficiente indicio para mantenerla viva. Entonces Raúl decidió que lo haría él mismo. Lo planeó todo como uno de sus golpes. La seguridad del hospital representaba un reto muchísimo menor que el de un banco, así que la preparación fue cuestión solo de un par de días. Dice que fue hace unas horas y como siempre, no fue atrapado. Sentado frente a mí, completamente borracho, espera la llamada para ir a recoger el cuerpo. Santiago Jiménez Quijano. Cofundador de la Revista Circe. santiago.jimenez.q@gmail.com
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - El ladrón de bancos
Sus palabras eran pastosas y desencantadas. Acepté porque nunca me niego a tomar algo de alcohol gratis, venga de quien venga. Además, podría estar en mi puesto de siempre. El hombre se llama Raúl. Además de confesarme sin tapujos que se dedicaba a robar bancos, me dijo que hay un acuerdo entre la policía, el gobierno local y los medios de comunicación para no divulgar las cifras sobre este delito. –Para no crear pánico entre la población y que la gente siga llevando su dinero a que se lo consuman las cuotas y los cobros de toda clase. Me dijo que de vez en cuando sale una pequeña nota en los periódicos, con los reportes de seguridad que hace la Cámara de Comercio, sobre el número de robos a entidades bancarias. Pero eso es en época de fin de año, cuando a nadie le importan un culo las noticias de los periódicos. Después de apurar un trago doble, Raúl saca de su billetera un viejo recorte de El Tiempo que prueba lo que dice. –Pero ya no es un negocio romántico– me advierte. –Hay que ser rápido y brutal. Hoy en día, todos los bancos de la ciudad están conectados con la policía y si se lo proponen, son capaces de llegar en menos de 3 minutos cuando hay una alarma–. Si se lo proponen quiere decir cuando no tienen algún trato con los asaltantes. Algunas bandas tienen cómplices dentro de los CAI, pero Raúl dice que no le gusta esa práctica, porque nunca se puede confiar en la policía. Menos cuando se trata de llevar a cabo un delito. Así que hay que ser muy efectivo. Y esto incluye dejar fuera de servicio al celador. O sea, dispararle. Es lo primero que hay que hacer. De otra forma alguien querrá dárselas de héroe. Si el hombre de seguridad no está fuera de su cubículo blindado, es mejor ni acercarse al banco. –Tampoco se gana tanto como se cree– dice luego de haber desocupado otra copa de aguardiente. –Escasamente lo que está en las cajas. Unos diez o veinte millones por golpe–. A mí me parece una cifra atractiva, igual que la conversación. Acabo mi cerveza y me dejo servir un buen trago de aguardiente. Quiero decirle que no parece un ladrón de bancos. Raúl lee mi desconfianza y me cuenta que empezó en el negocio desde que a su mujer le diagnosticaron una rara enfermedad que no cubría el POS. –“Podía no ser mortal”, me dijeron los médicos. Pero sólo había una cura: dinero. En grandes cantidades. Para ir al mejor hospital y tener a los mejores médicos. Con su trabajo de oficina de ocho horas, dinero era lo que le faltaba a Raúl. Así que tuvo que aceptar la propuesta de su primo, quien le había insistido
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Mi abuela
materna
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Mi abuela materna
POR | Richard Salmanca Quiñones Ilustración | Natalia Mejía Murillo
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Hoy la acompañe al bus y puedo decir con exageración que duramos como dos horas en salir a la vía principal que normalmente me tomaba a mí no más de cinco minutos. No sé si a veces inventa por inventar o realmente ha vivido lo que inventa. Los relatos de su pasado se elevan hasta el firmamento y el esplendor de una vida plena que ya no es suya. No sé por qué se me parece al personaje encarnado por Bruce Willis en Doce monos. Habla del pasado como habla del futuro y nadie le cree. El síndrome de Casandra es opacado por su esquizofrenia. Claro, es una abuela mal hablada, pero dice cosas precisas y su memoria se presenta como un cerebro de cristal con algunas manchas negras. Es como si hablara desde una época de florecimiento, de fiestas, de desparpajo, juventud, lozanía, futuro al fin de cuentas. Hablaba de una familia completa donde no faltaba ninguno y todo prometía y… mírenla ahora, a mi abuela, tiene una familia desmembrada por los años y los vicios de familia. Me gusta la sonoridad con la que dice algunas cosas. Por ejemplo Fulgencio Parra, Virginia, y mencionó también a una tal familia Piñeros donde el padre era amigo de mi abuelo materno. Mi abuela recuerda a ese señor después de muerto, es decir, lo que le contaron que era ese hombre antes y durante la posesión de una casa quinta donde se hacían todas las fiestas del círculo selecto en el que entonces decía que se movía mi abuela. Era un cuatrero, dice me abuela, pregunto qué significa y me doy una respuesta tentativa: el cuatrero es el que espera a la orilla de los caminos para asaltar a los caminantes desprevenidos. Pero mi abuela responde tajante con un no y me cuenta que el cuatrero es el que se roba las bestias, las vacas o los toros y los vende donde no conocen a los animales robados
ni al ladrón. Me dijo eso porque pasamos, creo, junto a la casa de la viuda de Piñeros y yo la miré como si la hubieran acabado de colocar ahí. Mi abuela me recordó también que el marido además de cuatrero era usurpador de tierras… en fin, recordó que cuando se murió el señor Piñeros la viuda hizo una fiesta, una francachela, con comida y trago y que fue de pronto interrumpida por el hermano del muerto que descargó todo el revolver al aire, como loco y pidiendo respeto para su difunto hermano. Mi abuela lo cuenta como si ella hubiera estado allí, pero ella no fue. Le dijo a mi abuelo que para ella un velorio era un velorio y no fue a la fiesta. Entonces por eso digo que no sé si lo inventa o si vive lo que inventa. En todo caso, ojalá tenga tiempo para sacar un poco de paciencia y escuchar más a menudo sus relatos, en los que no sé si a veces estuvo allí o si es un personaje más de sus ilusiones truncadas. Ella habla muchas veces como si pudiera comenzar de nuevo muchas cosas o como si pudiera hacer algo que notablemente no va a hacer. Estos ultimo días dijo me compraré una finca. Vio un carro nuevo en un programa concurso de la televisión y dijo ese es el carro que yo quiero, es decir, que ella quería, que dios siempre la escucha, bendito sea, que me cuide mucho y la virgen me proteja, me dice. Ahora que me detengo a mirar bien sus palabras ella es una creyente sin causa ni oficio, pero lo que cree y ha querido, se va realizando poco a poco y silenciosamente en sus descendientes. Quizá quiera escuchar con más frecuencia a los viejos, pero ¿será este el comienzo de mi vejez prematura? Richard Anderson Salamanca Quiñones Egresado de Estudios Literarios. richardpod@gmail.com
Existe un límite para el fracaso o para el éxito Andy, y son los treinta. Cuando se llega a los treinta te das cuenta de que jugabas a trepar una montaña, riendo con otros niños y corriendo para atrapar los grillos que se escondían de un salto bajo las flores luminosas. Nos miramos riendo en la escalada, en medio de una carrera feliz, como si una madre común nos llamara a tomar agua dulce mezclada con limones de campo, y todos, bajo el amplio azul, solo quisiéramos llegar a sentarnos con el corazón caliente y acelerado junto al jarro lleno, de cristal escarchado. Pero cuando llegas al final de la montaña Andy, treinta años disipan esa niebla infantil, y la única bebida fría que tienes en la mano es amarga, de color ámbar, y el único sudor que percibes es el de la mesera de cadera y hombros tatuados que ha venido a traerte otra ronda con una sonrisa destartalada. Esta mañana me levanté y lo vi, Andy, el paisaje que ya nunca se podrá omitir. A las 6 de la mañana de mi cumpleaños número treinta hubiera preferido ser ese organismo unicelular cuya única función era disfrutar suspendido en medio del vacío líquido y oscuro el transcurrir de los eones, esperando a que algo pasara. Y lo que pasó fuimos nosotros, Andy, pero de qué manera. El inevitable prisma terciario de la aurora había ahuyentado con su implacable rosa mi oscura realidad onírica y perpetua, remplazándola por la finita y sagrada cotidianidad de todos. Como casi todas las mañanas, estuve diez minutos más tratando de retornar al centro inestable de mi cerebro, al sueño perdido, a la tranquilidad nativa... Pero la corteza ya había cobrado vida y por sí sola pensaba en los preparativos que se venían encima: las bebidas, la comida, la instalación del sonido, los invitados perdidos, dónde queda el baño, puedo hacer una llamada... En realidad, durante la última década de cada cumpleaños he sido el anfitrión que entra en conflic-
to con el homenajeado y, tal vez, todos disfrutan en la fiesta mucho más que yo por ello. Pero hoy no, Andy, hoy no. A las seis y dieciocho am., cuando el volumen del tráfico vecino se incrementó hasta estallar en su punto máximo con la sirena fatal de una ambulancia, me paré a la ducha. No valía la pena seguir acostado en un cuarto cuya tranquilidad atávica había sido lentamente violada por el sucio bullicio citadino, un estruendo incontenible que desde las descompuestas aceras de concreto transportaba la vibración de miles de pasajeros furibundos, ensimismados contra el tiempo implacable, apeñuscados y arrastrados por el pavimento trasnochado hacia sus miserables trabajos por las vías azules de una mañana inhóspita y contaminada. Todos ellos, Andy, toda la ciudad se disparaba a presión por el tubo de la ducha a las seis y diecinueve de la mañana del 4 de julio, mientras yo, con los ojos todavía espesos, entreveía toda esa ceniza encapsulada en miles de gotas reventar contra la baldosa blanca y pura de mi baño. Estuve allí parado un par de minutos, sintiendo la fastidiosa catarata urbana despedazarse ante mis pies, hasta que los decibeles se treparon uno tras otro, nivelando mi cuerpo con el hábitat moderno, y el vapor hizo borrosa la apocalíptica visión. Solo entonces me animé a dar el último paso, combinándome entre los agudos y cortantes trozos de líquido, sintiendo las vibrantes salpicaduras de la ciudad donde nací resbalar por toda mi piel, arrasando en un caudal incontenible con células suicidas que por diez mil novecientos cincuenta días se habían aferrado a mis sueños, pero que hoy, como todo mi ser, zarpaban al caño del olvido. Nicolás Andrés Galindo Becerra. Egresado de Diseño Gráfico. nagalindob@unal.edu.co
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - 10.950 días
POR | Nicolás Galindo Becerra Ilustración | Claudia Silva Yate
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - El fin -utilidad y uso16
El Fin -utilidad y usoJean Bautista es un hombre de 33 años, residente de Bogotá, tiene un trastorno, le teme al fin y al caos que el fin conlleva. Jean Bautista habla en plural solo consigo mismo, evita gastar los objetos de uso cotidiano, para no acabarlos. Prefiere vivir en la oscuridad antes de prender un bombillo, porque cada bombillo tiene un tiempo limitado de vida, prefiere leer solo los titulares de los periódicos para no tocarlos ni ojearlos porque cada vez que los toca está destruyéndolos un poquito, prefiere no disparar la cámara porque cada disparo es uno menos en su vida útil. Su suelo de madera ha sido puesto para proteger los pies; está enlacado para proteger las medias contra la madera que está cubierta por un tapete para proteger la cera, que está cubierta por un plástico para protegerlo de los pies que tienen lana, que está contramarcada para mostrar la originalidad de los productos de alta calidad que todo el mundo usa para asegurar la vida útil y estable de las cosas. Jean se encuentra bañándose y se atormenta por lo inevitable del agua que cae, está condenada a caer por toda la eternidad, nunca saldrá de la ducha hacia arriba, siempre descenderá, y sin embargo si ascendiera, de que serviría, tampoco podría bañarse. Pero sin duda su tormento es el sifón, que absorbe a través de la rejilla con tal fuerza que por más que el agua intente agarrarse de la piel de Jean, desaparecerá, como la luz en los agujeros negros.
POR | Camilo Bravo Molano Ilustración | Nicolás Narváez Polo Jean se encuentra sentado dentro de la ducha, observando, y contando las gotas que caen, –1001, 1002,…– pasa el tiempo –1022–, pasa el tiempo – –, pasa el tiempo –1330–, pasa el tiempo –1676–, no aguanta más, se levanta y manotea el agua, y con las mano golpea las gotas para que suban. –Es inevitable, siempre, por siempre irán hacia abajo… Jean sale en toalla, se viste y ve hacia la colección de bombillos que tiene, coge uno nuevo y saca el que está en la lámpara, lo va a prender pero no se atreve, finalmente lo prende con su cara de horror, aterrorizado de que el bombillo nunca prenda o de que se estalle la filigrana, pero decide probarlo. El bombillo prende, la luz es amarilla, el bombillo prende sin ningún problema –uff, qué alivio–, la luz es amarilla, atraviesa los átomos del oxígeno, la luz es amarilla, quema lentísimamente las células de la retina, la luz es amarilla, irradia la dureza de los muros, la luz es amarilla y destructiva, la apaga; surge la duda, ahora le atormenta si al apagarlo no se le habrá fundido el bombillo, recuerda el chispazo último –se nos debió fundir, tenemos que prenderlo de nuevo–, lo prende, se queda mirándolo –es mejor dejarlo prendido, si lo apagamos se nos funde–, entonces decide quitarlo sin que nunca sea apagado; ve un pañuelo, se imagina agarrando el bombillo con el pañuelo y viendo como el pañuelo se quemaría un poquito con el calor, es demasiado riesgoso para el pañuelo –aún si no se quemara podría
negrear su pura blancura–, aún si no se quemara destruiría una micronésima parte de los finos hilillos que entretejen la tela; prefiere entonces quitarlo prendido con las manos. Lo agarra con la piel, se quema, lo empieza a desenroscar mientras cada vez más le arden las manos y de pronto, se estalla el bombillo. Retrocede, se lleva la mano paniqueada y sangrante a la boca, y se queda mirando asombrado al bombillo con melancolía, al pobre bombillo muerto, al pobre bombillo inútil. Coge los pedacitos de vidrio e intenta unirlos nuevamente con lo que primero encuentra, cinta transparente. Luego lo coloca nuevamente en la lámpara, en el empaque mira la cantidad de días que duraría el bombillo, toma un calendario y calcula hasta cuándo lo habría podido
usar. Escribe en el calendario, en la misma fecha: “¡Cambiar Bombillo!”. Mientras anochece se recuesta entre la oscuridad a descansar, a leer los titulares de sus periódicos con la imagen de su pensamiento, iluminado durante varios meses por el fantasma de la luz que nunca existirá más que en un imaginario del recuerdo de un futuro. Una luz de objeto muerto, como la imagen de las eternas estrellas millonésimamente años luz muertas que aún viven en nuestros ojos, que son tragadas como gotas por un sifón negro, cuyas luces siembran un cielo estéril. Camilo Andrés Bravo Molano. Estudiante de Cine y Tv. andres13314@hotmail.com
5 1 La escoba no está del todo nueva pero he podido comprobar que en realidad barre bastante bien. No entiendo por qué mi vecina la desechó diciendo que era un maldito trasto inútil. Supongo que del accidente que dicen que tuvo anoche, además de los moretones y la ruptura de su prominente nariz ganchuda con verruga, alguna afección cerebral pudo quedarle.
Un animal que no existía empezó a existir. Pero empezó a existir en un ambiente que reunía todas las condiciones favorables para su extinción. Entonces se extinguió. De este suceso no quedaron vestigios y si me he decidido a contarlo es para evitar que siga siendo tan injustamente ignorado. Mauricio Fernando Rodríguez Melo. Profesor del Conservatorio. mfrodriguezm@unal.edu.co
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - 1 y 5
POR | Mauricio Rodríguez Melo Ilustración | Natalia Mejía Murillo
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Hombre sencillo POR | Laura Rodríguez Leiva Ilustración | Claudia Silva Yate Cristal y yo habíamos desarrollado un talento. Al perfeccionar la técnica lo habíamos titulado Telepatía en la cocina. Consistía en que la comunicación en instancias laborales, trabajábamos como cocineros en el crucero El Porvenir, no requería la implicación de los órganos de los sentidos. Entonces Cristal decidía usar una u otra combinación de ingredientes y yo entendía de antemano sus decisiones. Si las creía acertadas, celebraba; si las cuestionaba, pensaba, y eso era suficiente, ella me comprendía sin que yo usara mi voz. Yo también la sentía pensar. Nunca dejamos de sorprendernos por el buen funcionamiento telepático, ni por los logros profesionales alcanzados como consecuencia de este. Sumado a que cada uno se esforzaba lo suficiente en su tarea específica, el lazo invisible nos motivaba a seguir aprendiendo del otro y a valorar su existencia a bordo. Yo apreciaba mucho la compañía de Cristal porque en todos mis años como cocinero jefe, nunca los platillos
habían recibido tantos halagos. En una cocina donde habita el compañerismo no hay modo de que se cole un mal sabor, aunque la magia que había entre Cristal y yo superaba por yardas al compañerismo. Nuestra particular técnica causaba mucha inquietud entre colegas y amigos, ellos eran testigos de que el trabajo cotidiano con Cristal parecía de una planeación extrema y obsesiva: los recipientes volaban sobre las cabezas, los utensilios brincaban de sus manos a las mías, repetíamos los menús en perfecto coro sin haber memorizado nada, todo parecía sincronizado y ensayado. Éramos el espectáculo culinario tras la puerta de vaivén. La telepatía trascendía el horario laboral y desde el camarote de cada uno, nos hacíamos preguntas de toda índole. No pasábamos mucho tiempo en presencia del otro, pero jamás cortábamos la línea de comunicación. Me imaginaba la cara de Cristal cuando yo pensaba en una frase graciosa o su mirada perdida si
cia adictos al trabajo. No parábamos de viajar por el universo mental mientras salteábamos verduras, no regresábamos a nuestros sentidos sino que nos manteníamos en las imaginaciones. El Porvenir seguía su curso, la comida seguía encantando, Cristal y yo cada vez menos nos dirigíamos la palabra o nos mirábamos a los ojos. Nadie se preocupaba mucho porque seguíamos preparando los mejores platillos. Les bastaba trasladarnos a la cocina en las mañanas, y al anochecer de vuelta al camarote respectivo; se ayudaban de las carretillas de cubierta para movilizarnos. Cristal prefería los paseos por grandes urbes donde los detalles tenían explicaciones históricas, yo prefería el campo donde los detalles tenían explicaciones científicas. Conocimos muchos lugares viajando por nuestra mente y al final de cada jornada nos alcanzaba el tiempo para acomodar los cuchillos en sus envoltorios individuales. Nuestros cuerpos seguían haciendo galletas en molde mientras, en nuestras mentes, atravesábamos las montañas en buses de dos pisos. No comprendí muy bien la forma en que se nos rompió la telepatía. De un día para otro ya no pudimos entablar más pensamientos. Sé que coincidió con el día en que se quebró toda la vajilla de cristal usada para los eventos especiales, parecía inexplicable que el perfecto equilibrio de los platos y pocillos fallara; en los anteriores matrimonios a bordo se había logrado una hermosa torre indestructible en la mesa de centro. Una idea compartida mentalmente pudo ser la causa del siniestro: la imagen, proveniente de mi esperanza, en que nos bajábamos en la playa más cercana y nos esperaba la boda que sellaría nuestra unión eterna. Estaba tan aterrorizada que el estruendo del cristal roto no se sublevó al gran llanto que le duró el resto del día. Cristal me explicó, cuando dejó de llorar, que el futuro es el enemigo mortal de la telepatía. Argumentó que todo lo compartido a través del pensamiento estaba asociado a los recuerdos, lugares, paisajes, cosas que habíamos visto u oído antes y que se acomodaban para servir a nuestro mundo fantástico. Mi esperanza había sido tan mal empleada que su foto nunca aparecería en el mosaico del empleado del mes, el futuro no se podía empuñar ni con la ayuda de las artes adivinatorias más especializadas en lecturas del porvenir. Era lógico que el futuro destruyera la estabilidad de Cristal, era lógico que todo se rompiera. Ya que no habría más imaginaciones compartidas, le propuse a Cristal que compartiéramos el camarote. Laura Rodríguez Leiva. Cofundadora de la Revista Circe. laurarodriguezleiva@gmail.com
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Hombre sencillo
yo realizaba una de mis largas disertaciones sobre el oficio de chef. De mi lado recordaba cosas que, estaba seguro, jamás había vivido y tenía pensamientos impropios que me despertaban a media noche. Era ella quien me compartía su mente. Entre sus conocidos Cristal era vista como una mujer sin previsión de los eventos venideros, una de esas personas que responden con movimientos impredecibles y sin precedentes; en cambio para mí era muy simple. Yo comprendía todos sus movimientos e ideas, sus acciones las adivinaba, sus conocimientos los dominaba, hallaba con facilidad sus historias en mis recuerdos, hasta sus miedos los sentía propios. Temía a la tierra firme. Yo, que Cristal se fuera de mi lado. Cuando se enteró me aseguró que era el mismo miedo porcionado en dos. Ella me explicaba, cuando mis pesadillas me obligaban a pedirle consuelo, que el miedo es uno de esos ingredientes peligrosos —todos los demás son sabores que han de mezclarse en una gran palangana que podríamos llamar memoria: el olvido con una pizca de dolor, una cucharada sopera de nostalgia sobre unas ramitas frescas de éxitos juveniles—, pensando esto conciliábamos el sueño: yo soñaba que la telepatía sería inquebrantable. Cristal en realidad le temía a muchas cosas. El miedo de bajarse del barco se equiparaba con su especial afinidad por los recuerdos a bordo, ejercitaba la mente inventando largos recorridos por ella, eran paseos imaginados que me compartía a diario. Mentalmente nos abrazábamos de la cintura y caminábamos por los doce pisos de El Porvenir, o nos bajábamos en una isla a pescar la comida que cocinaríamos sobre piedras ardientes al anochecer. Construir con la imaginación lugares, paisajes y acontecimientos, le ayudaba a Cristal a desplazar los recuerdos añejos y tener en su memoria cosas más agradables; además nos ayudaba a concentrarnos: los grandes banquetes cotidianos quedaban a la perfección. Mientras preparábamos un gran pastel de bodas, conocíamos París o volvíamos a la casa de mis abuelos a recolectar moras. Tiempo después el Capitán nos hizo notar que nuestros platos recibían tantos elogios porque producían fuertes sensaciones en los comensales: las mismas que experimentábamos al cocinarlos cuando, entre nuestro mundo ideal, caminábamos juntos sobre las ideas compartidas de los paisajes creados por ambos; yo prefería el mundo inmaterial en que compartíamos todo. Nuestro malabarismo gastronómico se potenció a tal punto, que las personas pedían en cada comida tres y hasta seis entradas, cuatro o cinco platos fuertes y el extremo de diez postres. Todo esto con el propósito de experimentar lo que por nuestras mentes pasaba cuando sazonábamos. Cristal y yo nos volvimos dependientes de los viajes ilusorios, y como consecuen-
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ELEO
A medida que caminaba por el negro infinito líneas y formas iban apareciendo a sus pies, en el suelo. Esas sí las podía ver. En lugar de dejar formas y colores a su espalda, Eleonor dejaba ahora paredes blancas. Pero, al igual que antes, cuando volvía la vista, desaparecían y se encontraba mirando al negro infinito. Eleonor sintió deseos de correr. No por miedo sino por fascinación. Quería saber qué había más allá del blanco y el negro. Más allá de sí misma. Eleonor corrió y, anticipándosele, las figuras empezaron a formarse delante de ella con cada pisada suya. En POR | Ana Granados Roa un momento determinado –sigo sin saber en cuál exactaIlustración | Jonathan Chaparro mente–, el paisaje cambió. Volvía a ser blanco pero ahora había marcos de madera en las paredes, plateados, enmarComo el mar. Como el viento otoñal que agita cando el negro y el blanco infinito. Los dos al gentilmente las copas de los árboles. Como el rocío y mismo tiempo. la suave claridad de las madrugadas y los atardeceres. Eleonor empezó a caminar, despacio, y vio una pared, Así se sentía. Lo que experimentaba era una libertad otra pared, que a diferencia de las otras tenía un marco suprema, absoluta, inimaginable. Era la sensación más dorado. Ese marco no adornaba al blanco y negro tan agradable que Eleonor creía haber experimentado. conocido sino al invisible transparente –¿o al transpaCreía, no aseguraba. Y es que cuando te despiertas rente invisible?– y cuando Eleonor se acercó, cambió. Lo un día como cualquier otro y te das cuenta de que no que Eleonor veía era diferente a todo lo que había visto tienes memoria, nunca puedes estar seguro. Así que ya. Era una silueta. Era un reflejo. Estaba parada frente a no teniendo otro recuerdo al que compararse, sí, era un espejo. El reflejo era todo y nada al tiempo, invisible la mejor sensación que Eleonor había experimentado y visible, real e inexistente. Todo en uno y nada en todo, jamás. Se sentía bien, feliz, confiada, libre. Como si era pero no era, estaba pero no estaba. Y por primera fuera nueva en el mundo, como si lo descubriera por vez, Eleonor tuvo miedo. De sí misma, de todo lo demás. primera vez. Eleonor retrocedió y como acto reflejo el espejo la siguió. Eleonor se levantó. Estaba acostada, al parecer, en Asustada, se dio la vuelta y echó a correr. Y cuando lo la punta del mundo. Empezó a caminar –¿Por dónde? hizo las paredes y los marcos cambiaron, como solían No tengo idea–, pero caminaba. Empezó a observar hacer, por espejos. Montones de ellos. Grandes, peque–¿Qué?– paredes blancas. De hecho, todo era blanco ños, cuadrados, redondos. Aunque Eleonor corría lo más excepto sí misma, o eso creía. A medida que Eleonor rápido que podía, había espejos por donde quiera que caminaba las paredes blancas iban cambiando. Formas mirara. Era la peor sensación que había experimentado aparecían, colores se divisaban, escenas se veían, como jamás, estaba segura. Eleonor supo entonces lo que era el en una galería. Yo las veía, Eleonor no. Con su visión sonido, lo que era un grito. En ese instante cerró los ojos periférica ella captaba algún cambio a sus espaldas y escuchó: pero cada vez que daba la vuelta, intentando ver algo, “¿Eres tú quien se refleja en el espejo, o es el espejo el se encontraba de nuevo con el embriagador blanco. ¿O que se refleja en ti?” “¿Es acaso ese tu reflejo, o eres tú el era azul? No. Blanco. Aun así, Eleonor no tenía miedo. reflejo?” “¿Eres tú quien sueña el sueño, o es el sueño el Ella tomó la inteligente resolución de continuar cami- que te sueña a ti?” nando. Si las figuras no querían mostrarse ante ella, Eleonor no quiso escuchar más, también estaba asusella no las obligaría. Así pues, Eleonor siguió caminan- tada de eso. Lo único que podía hacer era correr, correr. do hacia y por el blanco infinito, dejando a su espalda Corrió tanto por tantos espejos con paredes, paredes con multiplicidad de color y diferencia. espejos, negro con color, color con negro, blanco con Se detuvo frente a una pared. Blanca, por supuesto. nada, nada con negro…, que llegó al comienzo, a la punta Algo en ella le hacía querer contemplarla, embelesada del mundo. Y las paredes dejaron de convertirse en especomo estaba, por una eternidad. Dudosa pero igualjos. Pero aun así, Eleonor tenía miedo. Entonces, estando mente feliz, más bien expectante, acercó poco a poco en su comienzo Eleonor decidió ponerle fin. Se acostó su mano a la pared, pero cada vez que su mano se acer- de nuevo y cerró los ojos, tratando de olvidar el color, las caba, la pared retrocedía. ¿O era acaso que ella entraba líneas, la forma, el negro y el blanco. Pero más que nada, en la pared? ¿Era aquello una pared? En un momento tratando de olvidarse a sí misma. cualquiera, no sé cuál exactamente, la pared dejó de Ana Violeta Granados Roa. Estudiante de Psicología. retroceder y el paisaje cambió. Ahora todo era negro. avgranadosr@unal.edu.co Aun así, Eleonor no tenía miedo.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Eleonor
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E TANTE INS POR | Carlos González Avella Ilustración | Cristina Ayala Arteaga
La negociación de la noche anterior lo había dejado un poco exhausto, más por los propios términos que él había propuesto debía ser cuidadoso con cada detalle, así que se dirigió al centro comercial, ya no necesitaba trajes, quería verse diferente y aprovechando su libertad fue almacén tras almacén a comprar lo que creía, aunque sabían sus medidas y aquello que iba a llevar debía ser vigilado, con paciencia él y quien lo atendía hacían lo que debían hacer. La hora estaba cerca y aunque había comprobado que el tiempo le pertenecía aún debía medirlo, aquello lo hacía todavía más lento. Guardó cada detalle, todo hasta aquel momento del día fue exacto, él quien se había adueñado del tiempo tan solo temía por un instante, aquel instante que ya había dejado escapar y que ya pronto de nuevo iba a ocurrir. Regresó a casa, rebuscó aquello que sabía debía usar, con mucha ansia y con un nudo en el pecho que le dificultaba respirar, le pidió a su conductor al cerrar la puerta que lo llevara al concierto. Tantos años, tantas culturas conocidas y no lograba dejar de disfrutar cada concierto en la ciudad, normalmente se realizaba uno cada tres o cuatro meses y este había coincidido con su retiro. Se inició un poco retrasado, la nota fallada en la tercera interpretación no fue tan mal vista, así como aquel pequeño problema con el fallo de uno de los bombillos de iluminación no se hizo extraño. Los saludos, los viejos amigos y las felicitaciones por su logro al final de la presentación le hicieron sentir un poco de melancolía, a la vez que su corazón era invadido por la felicidad del reconocimiento. Le permitió a su conductor tomarse el resto de la noche, deseaba caminar un poco y luego tomar un taxi de regreso a casa, allí una nueva vida lo esperaba. Sintió desfallecer al alejarse del tumulto de la salida del concierto y por un momento dudó sobre qué dirección debía tomar. Esto lo retrasó y tuvo que marchar un poco más rápido, de nuevo fue presa del temor y no era para menos, debía hacer algo diferente este día pero en un instante preciso, si no fuese así nada habría valido la pena. En medio de la prisa miró su reloj y se permitió volver a caminar, un instante después apareció ella, así como ayer, que era hoy, se detuvo el tiempo y su respirar, aunque había miles, se hizo única para permitirle de nuevo sonreír, por aquel instante que no regresaría, porque no habría más oportunidades, porque sabía que esta vez no iba a dejarla tan solo pasar, sonrió, sabía que había valido la pena invertir toda su fortuna a cambio de que el mundo devolviera un día el calendario, por esta noche despedir la soledad, finalmente sonrió por encontrarse dibujado en sus pupilas en este instante.
Y… por si algún día te vuelves a dibujar en mis pupilas. No hacía falta despertador, había trabajado durante muchos años frente a sus empresas para garantizar que llegaría este día, donde tranquilamente podía olvidarse del tiempo y simplemente dormir, sin prisa, sin presiones, sin horarios, sin trajes, sin calendarios, tan solo estaban él y sus sueños, sus verdaderos sueños, no aquellas cosas materiales que muchos sueñan alcanzar. Ya lo tenía todo y este instante, justo este instante donde debía soñar, era finalmente suyo, finalmente eterno, finalmente único, había anhelado tanto este instante que nunca previó prepararse y aunque por ahora tan solo deseaba dormir, no falto mucho tiempo para encontrarse de nuevo con otro despertar. La costumbre había hecho que su cuerpo le pidiera saltar de la cama, miró el reloj y maldijo su tardanza, no pasó más de un instante para hallarse bajo la ducha invadido por un sentimiento de pena, lamentó el no haber recordado a tiempo que ya no era esclavo del tiempo y haber disfrutado aquella primera mañana que tanto había esperado y por la que tanto había trabajado, a la vez que sonrió al darse cuenta que era la segunda vez que pasaba por este despertar. Repasó el menú en su mente, necesitaba comprobar que todo, cada detalle, fuese exactamente igual. Aunque el mesero también sabía qué iba a ordenar, le ofreció el menú, con calma y sin mediar palabra aguardó la orden, simple pero exquisita, sin entrada, ya la etiqueta no era importante, cualquier vino podía acompañar su comida, pero tantos años en cenas de trabajo habían cultivado en él el hábito de ser un hombre exigente a la hora de elegirlo, aquello también lo sabía el mesero, por eso ajustándose a los detalles no sugirió alguno, tan solo preguntó si deseaba acompañar su comida con algo y le ofreció la carta, sabía que ahora debía ser un Carlos Arley González Avella. Egresado de Veterinaria. poco más paciente, así que se alejó para permitir una carley.net@gmail.com libre elección.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - En este instante
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Pobre Tomás no quiere soñar 22-23
No podía dormir. Otra vez, no podía dormir. Permanecía con los ojos abiertos y la lámpara de la sala encendida para no quedarse dormido. Tenía la mirada tan fija en el techo que se había olvidado de parpadear. Habían llegado de la fiesta relativamente temprano. Laura estaba molesta por ello y no le dirigió la palabra desde que se marcharon. Tomás le había dicho que se quería ir, que estaba cansado, no mentía, pero que ella podía quedarse si quería. Iba a quedarse un rato más. Cuando Tomás vio la intención en su mirada le dijo que tratara de no llegar tan tarde a casa y sin poder evitarlo le dirigió una mirada fugaz a Santiago quien hablaba alegremente con compañeros del trabajo. Tomás miró luego a su mujer que dándose cuenta de esto, ofendida, muy ofendida, caminó hacia la puerta del apartamento de Lucía, su mejor amiga, por quien estaban allí celebrando su cumpleaños treinta y tres. Laura tomó su abrigo y sin despedirse de nadie abrió la puerta y salió. Tomás caminó rápidamente detrás de ella preguntándole un poco avergonzado, pero al final bastante más tranquilo porque su mujer no permaneciera un minuto más en ese lugar, qué le había hecho cambiar de parecer. —Sé lo que quisiste decir— contestó Laura sin mirarlo y esperando impacientemente el ascensor. —Mira, Tomás, una cosa son esos sueños— le oyó su marido que fingía no comprender la gravedad del asunto, —pero esto es el colmo. Después de eso ninguno dijo nada. Ni en el ascensor, ni al salir a la calle, ni en el carro, ni al llegar a su edificio, ni al entrar a su apartamento. Tomás no se defendió y Laura aún más molesta entró en su habitación cerrando la puerta con un golpe. Esta noche Tomás no dormiría con ella. Consiguió sábanas y una almohada bastante vieja en un mueble que había en el estudio. Se inventó una cama en el sofá, se quedó con los ojos abiertos y la luz encendida. —Sueño que mi mujer me engaña— le contó en el baño a Federico, un compañero de la oficina con quien no tenía confianza, pero en medio de su desesperación le reveló su terrible secreto. Se sentía incapaz de pedirle consejo a alguien que lo conociera mejor, pensarían que se había vuelto loco. —¡Qué hombre no lo hace, Tomás!— contestó el hombre enjuto con hilaridad, mirándolo a través del espejo. Tomás no esperaba que lo llamara por su nombre. —Tranquilo— te acostumbrarás cuando lleven más de casados. —No— intentó explicarlo. —Le digo que todas las noches sueño eso. —¿Verdad?— preguntó Federico con las cejas ar-
POBRE T
NO QUIER
queadas. Tomás asintió. Federico intentaba pensar y al parecer para lograrlo debía fijar su mirada en el lavamanos. —La única solución que se me ocurre es que vaya a un psiquiatra. El pequeño hombre había sorprendido nuevamente a Tomás con su respuesta. Siempre le pareció que Federico era bruto y primitivo, incluso le hacía recordar el aspecto de un pequeño chimpancé. Los sueños a los que se había referido Laura, los que le había contado a Federico, al principio le habían resultado graciosos. Incluso se los contaba a su mujer a la hora del desayuno, a Tomás también le gustaba saber qué soñaba ella. Cuando descubrió que no podía cerrar los ojos, porque los sueños se repetían, dejó de reírse. Todos empezaban eran similares: él estaba en el apartamento que compartía con Laura, o en la banca de un parque, o en la barra de una cervecería, o en su oficina, o en cualquier otro sitio, pero siempre acompañado de Laura y Santiago. Hablaban sobre el clima, o sobre la situación
TOMÁS
RE SOÑAR
POR | Andrés Jiménez Suárez Ilustración | Ana Quintero Álvarez económica, o sobre sus pintores favoritos, o sobre el calentamiento global, o sobre el presidente de algún país; siempre tomaban una copa de vino. Santiago era su amigo desde la universidad. Laura vestía de novia y ellos, como caballeros, con traje y corbata. Tomás disfrutaba enormemente compartir sus opiniones con ellos, por lo que nunca reparaba en interrumpir la conversación para preguntar, por qué estaban vestidos de esa manera; prestaba mucha atención a lo que su mujer y su amigo tenían para decir. En un punto del alegre debate, cuando Tomás hablaba sin parar, los sorprendía besándose desenfrenadamente. Sí, en su propio apartamento, o en la banca de un parque, o en la barra de una cervecería, o en su oficina, o en cualquier otro sitio, pero siempre se besaban. Y lo peor de todo era que Tomás sonreía encantado. Con cada versión de la ocurrencia Tomás se despertaba más alterado, más cansado y más amargado que la noche anterior. Dormía menos y se había vuelto neu-
rótico. Debajo de los ojos tenía monumentales ojeras en las que nadie podía evitar fijarse. Y aun sabiendo que era absurdo siempre estaba de mal humor con su mujer. Pobre Tomás. —Y dígame,— oyó que una voz masculina se dirigía a él; era un hombre de cabello y barba grises, estaba sentado en una silla de cuero y sostenía una libreta en las manos. Lo miraba con atención —¿con qué frecuencia sueña usted estas cosas? —Todas las noches— contestó Tomás sin saber cómo había llegado a ese lugar, un consultorio que tenía el aspecto de vivienda. —¿Desde cuándo? —No sé. —¿No lo sabe? —y anotó un par de cosas en la libreta. —Inténtelo, debe recordarlo— Tomás pensó —Desde que nos casamos— contestó tras unos minutos. Los sueños habían comenzado la noche de su luna de miel, inmediatamente después de haberle hecho el amor a su mujer. —Verá, Laura, Santiago y yo éramos buenos amigos en la universidad. Ellos estuvieron juntos hasta la graduación y un tiempo después, Laura y yo estábamos haciendo preparativos para casarnos. En la fiesta del matrimonio, Santiago me advirtió que si no la cuidaba, me la quitaba, todos nos reímos, él no hablaba en serio… —Pero entonces— interrumpió el doctor soltando una carcajada —está todo muy claro: ¡usted teme que su esposa lo deje por su mejor amigo! —No, yo sé que ella… —Mire, hombre,— continuó el analista dejando a un lado la libreta —uno debe aceptar las cosas como son. Como yo lo veo— dijo conteniendo una risa —su amigo es más guapo, es más alto y es más… —¡Oiga!— dijo Tomás levantándose del sofá —¡Yo no le he dicho eso de Santiago! ¿Cómo lo sabe? —Pues, le digo lo que veo—, contestó señalando detrás de Tomás. —Seguro que también besa mejor— y dejó de contener la risa. Tomás se volteó y vio a Laura y a Santiago besándose como en sus sueños. No era un consultorio, era su apartamento. Tomás se despertó. La luz de la lámpara seguía encendida y el día ya despuntaba. Cuando Laura salió de su habitación no encontró a Tomás en el sofá. Caminó a la cocina y en la puerta de la nevera encontró una corta nota de despedida: “Laura, lo siento. Esta tarde vendré por mis cosas y me marcharé para siempre. Necesito volver a dormir.” Andrés Jiménez Suárez. Estudiante de Cine y Televisión. andrez415@hotmail.com
placer Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Delicioso placer
POR | Luis Carlos Molina Ilustración | Vanessa Nieto Romero
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La noche del matrimonio fue perfecta, los invitados llenaron sus barrigas con críticas a la fiesta y de mí se decía, cuánto se me notaba el amor. Nadie se equivocaba, yo estaba realmente enamorado de quien pronto asesinaría. Por mi parte tuve todo listo para la luna de miel; ¿les confieso algo? Me da miedo matar hasta un cucaracho, no puedo con el hecho de dejar una cucarachita viuda y a sus hijos llorando. Pero, siempre que me acostaba con Constanza tenía el mismo deseo de aplastarle la cara. Sucedió desde la primera vez que estuvimos juntos. Despertó o trajo a mí el espíritu salvaje. En el instante mismo del clímax, más que un escalofrío intenso, sentía el frío crudo de la muerte. ¿Cómo explicarles?, quería consumirla, acabarla, exterminarla, estaba desesperado por la existencia de esa persona que me llenaba de placer. Como no me iba a negar el gusto de destruirla, elaboré mi plan que se llamó “la noche de bodas y nada más”, quizá un nombre extraño y largo
para una operación como esta, pero útil para recordar el movimiento fatídico. No quería que Connie sufriera tanto, al fin y al cabo era mi esposa. Finalmente, entramos a estrenar el apartamento en el piso quince, que entre los dos habíamos comprado. Yo había dispuesto mis “armas”: la cama, al pie de la ventana; sobre la pared, un crucifijo que remataba en punta, famoso por las películas de vampiros; en la mesita de noche una lámpara de mármol, que pesaba más de diez kilos; colgando, un rosario de nylon elástico; en el piso, y por si las cosas se ponían difíciles, una remachadora neumática. Al día siguiente nos despertamos gloriosos. Fue la primera vez que no tuve un orgasmo con mi Connie, exnovia y ahora esposa. Un delicioso primer desayuno de casados abrió el día, mi deliciosa sensación de postergado placer. Luis Carlos Molina. Cofundador de la Revista Circe. lukamona@gmail.com
0.0. Sonaba «Paranoid» de Black Sabbath y yo cabeceaba. Era el único. Y eso que ni siquiera había nacido cuando grabaron esa canción. Claro que cuando empecé a escucharla seguro que todos los que ahora estaban a mi alrededor entonces se orinaban en la cama. Pero, bueno, así es el tiempo. Se empieza con una canción que solo uno escucha mientras los demás no le prestan atención… y termina en un asilo, mojándose de nuevo en la cama pero esta vez sin próstata. ¡Una mierda! Era mejor no pensar en eso… aunque uno fuera el Matusalén de la fiesta. Mi primo Winston, culpable de que yo estuviese allí, reapareció después de un rato de ausencia trayendo un vaso desechable de licor. Me lo entregó. —¿Whisky o tequila?— pregunté y di un gran sorbo. —Ron— me contestó no lo suficientemente a tiempo para evitar beber semejante porquería. —¡Qué asco! Eso es trago de putas. Sabe a diablos. ¿No tendrán algo más decente en esta casa? ¿Quién es el anfitrión? —Hay Johnnie Walker, pero el que reparte el trago es más bien tacaño… — dijo una chica que había estado escuchando la conversación — Ah, y el anfitrión es mi hermano. Es su cumpleaños, ¿usted quién es? Era muy pequeña para ser tan desafiante. Eso me agradaba. —Es mi primo,— intercedió Winston —es universitario. —Sí, tiene pinta…— apreció ella — de la Nacional, ¿cierto? —Y también es escritor. —¿Y qué escribe? —Relatos hirientes pero hilarantes de la absurda, trágica, patética y ridícula vida cotidiana— respondí. —Ah, ya— dijo y se fue. —¿Y quién era esa? —Rebeca.
—Es una zorrita arrogante. Me gusta. ¿Cuántos años tiene? —Como quince o dieciséis. —Yo me la tiraría con mucho gusto. No me importa la edad. —Yo me la he tirado con ganas y todavía no sé bien cuántos años tiene. —¿Usted y ella… tienen algo? —¿Cómo qué, una venérea o algo así? —No, ¡hombre!… un affair. —¿Una qué? Usted si habla raro ¿Por qué los que escriben no pueden hablar como la gente normal? —No sé. ¡Qué importa! Lo que quiero decir es que si tiene algún tipo de relación más allá de lo sexual. —No, para nada. Es novia de Christian, un parcero… Y lo de la edad, a ella tampoco le importa: se acuesta con su tío político que tiene como cuarenta. —¡Qué tal… y yo sintiéndome viejo! —Por eso no se preocupe, nadie lo nota. Va a ver. Claro que aparte de unos tipos que están afuera y usted y yo, y mi hermano, nadie llega a los dieciocho. —A propósito, ¿dónde está Wilmar? —No sé. Debe estar afuera… trabándose. 1.0. Winston me contaba maravillado sobre los koffeeshops en los que vendían lícitamente hachís y anfetaminas, en Ámsterdam, donde vivían sus hermanas, que recientemente había visitado y adonde pensaba irse el año que se aproximaba: era 29 de diciembre. Intenté recobrar la ilación de su historia pero para entonces regresó Rebeca con un vaso de licor. —Es Johnnie— dijo, ofreciéndomelo. —Red Label— me advirtió cauteloso mi primo. Conoce mis gustos. El asunto iba andando así por un rato: los niñitos aquellos bailando estúpidamente insulsas canciones de Gorillaz u ocultos en los rincones oscuros, dándose besos con lengua a los que agregaban el ingrediente del
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UNA N CHE DE ESTAS, NO DE
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POR | Pablo Estrada Ilustración | Jenaro González Páez piercing. Y yo, apostado en un sillón bebiendo el poco whisky que de vez en cuando Winston y Rebeca me traían… hasta que alguien puso a sonar otra estúpida canción, una que a mí me traía buenos recuerdos. Era algo de Bon Jovi. Me dieron ganas de bailar con la niña con nombre de película de Hitchcock, pero su novio apareció en escena. Dejé que siguiera la música y aplaqué mis ansias con un trago frío, me lo había traído con hielo que había comenzado a desleírse. Un rato después sonaba «What’s my age again» de Blink 182. No quiero actuar nunca de acuerdo a mi edad, me gusta esa parte de la canción. Rebeca se sentó en un brazo del sillón, se recostó sobre mí y me preguntó qué hacía.
—Observo… Sabes, hemos pasado la primera etapa de una fiesta cuando bailan las canciones de moda. Ahora sigue algo más movido, todos comienzan a sudar, beben licor puro primero, después serán raras combinaciones para mitigar la sed y salen a tomar algo de aire para refrescarse… se besan unos y otros a escondidas, aunque veo que aquí algunos ya lo están haciendo… Bueno, luego viene la parte heavy: poguean lo que sea (los he visto poguear desde «Boys don’t cry» de The Cure hasta «Puto» de Molotov –depende de la época–) y a veces se pelean o simplemente se amenazan. Hay más musiquita bailable y después algo más suave, hasta romántico… entonces se declaran amores de toda una vida que apenas duran
bailaban en los lomos. Estaba mareado, mi cabeza no dejaba de dar vueltas. Cerré los ojos. Cuando los abrí vi a Rebeca quitándose la ropa. Me pregunté si estaría bien que esta niña y yo estuviéramos juntos. Traté de aclarar mi mente pero todo lo que había era un carrusel de imágenes de la tía Altagracia, mamá, mi ex-novia, Humbert Humbert, Jerry Lee Lewis… pero ¿a quién le importa lo que está bien o mal? No a mí, parecía que a ella tampoco. Bajó mis pantalones, trabajó manualmente y me puso un condón verde. Mi pene parecía un pepino cohombro y yo me sentía como Hulk. Actuaba como toda una profesional, llena de experiencia que no sé de dónde diablos había adquirido, siendo tan joven. Lamí y besé sus senos, bastante grandes para ser tan pequeña. Quería que lo hiciéramos de pie y yo estaba que me caía. Esperaba que la alzara y yo apenas podía mantenerme estable. Así que sin más preámbulos, la senté desnuda en el borde de la cama y me tendí en la alfombra frente a ella, le dije que se deslizara hasta mí y se acoplara lentamente. Nos acomodamos y buscamos el ritmo adecuado. Creí que no iba a durar nada… pero me tardé bastante. Sin desacoplarnos, me arrodillé para estrujarla contra la cama. Ataqué con rudeza, gruñí como cerdo, rasguñé su piel, removí su cuerpo, apreté su carne. Ella se estremecía, se agitaba, sonreía traviesa y pujaba de la forma más excitante posible. Mi embriaguez había desaparecido. Terminé en pie, inclinado sobre ella, su espalda puesta sobre la cama y el resto del cuerpo suspendido, sus piernas alzadas, sus pies en mi pecho. Penetré hasta lo más recóndito de esa criatura hermosa. Bombeando todo lo que podía, exploté en una eyaculación abundante, así lo sentí; ella no: seguía retorciéndose como pez en el anzuelo. Parecía haber llegado: todo su cuerpo estaba rígido, vibró unos segundos y luego se ablandó como si se derritiera. Sus ojos brillaban y sus labios palpitaban. Con cada aspiración su pecho se contraía y sus senos se endurecían, cuando espiraba su pecho se expandía, sus senos se desbordaban. Me recliné sobre ella, estaba tibia y suave. Me dio un beso lleno de saliva. También yo exhalé un suspiro de satisfacción y alivio. Salí de ella y me deshice del látex. Quería acariciarla, lamer las heridas, pero Rebeca ya estaba vistiéndose. No habiendo más que hacer, me subí los pantalones. Pensé en decirle algo pero no me dio tiempo, apagó la luz y salió del cuarto, yo la seguí en silencio. 2.0. De regreso a la sala, Rebeca se había esfumado. Al rato volvió acompañada por su novio. Él me miró con suspicacia aprehendida, pero antes que algo sucediera la música de System of a Down invadió el lugar. Todos parecían poseídos por ella. Cantaban con furia. Fascinado como ellos me les uní. Una chica se me acercó y me dijo que mi barba era como la del can-
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una noche y se van a la cama o donde sea… Los que no consiguen nada se quedan escuchando canciones y se ponen nostálgicos… se puede oír desde clásicos de rock en español hasta boleros y rancheras. Al rato regresan los amantes esporádicos para reunirse con los fracasados, pasan por encima de los borrachos desperdigados por todas partes como cadáveres en un campo tras la batalla. En ese momento ya está amaneciendo y, en mis tiempos, esa era la hora de las viejas baladas: «Angie», «Hotel California», «Total eclipse of the heart», «Making love out of nothing at all» y esas… las recientes parejas de amantes ocasionales bailaban lentamente, apretujados, sin despegar las bocas… a los otros se les aguan los ojos. —No sé de qué habla. No conozco nada de esa música. Y ya la mitad de los que están aquí se ha tirado a la otra mitad: las parejas no cuentan— eso me alentó—. Los que se emborrachan, la cortan metiendo perico… y hay éxtasis: la droga del amor… A nadie le importa lo que suene… Sonaba Saint Germain, luego Assian Dub Foundation, y yo, la verdad, tenía ganas de bailar pero me sentía inseguro de hacerlo ¿Sería que tendría que modernizarme o algo así?, como Bon Jovi. Evolucionar. Así que si Darwin tenía razón, debía ser fuerte o no sobreviviría esa noche. Más cerveza para la cabeza, más cerveza para la cabeza, más cerveza para la cabeza… y el dolor escuchaba. Toda tu vida me parece aburrida... Toda tu vida me parece aburrida. No eran frases de Winston o Rebeca, eran de la canción de Los Estrambóticos, algo que olía a nuevo. Me puse en pie y bebí tanta cerveza como pude en tanto sonaba algo de punk y ska latinos. Recordé a mi ex-novia. No le gustaba esa canción ni que yo bebiera demasiado o metiera algo y, en cambio, ella sí se iba de rumba con sus amigos drogos y bisexuales –que consumían toda clase de sustancias y tenían relaciones todos contra todos. El recuerdo se ahogó con más whisky que trajo Rebeca. Noté entonces que estaba medio ebrio. Miré a la chica a los ojos, luego a los labios y antes que pudiera decir algo estamos besándonos y mi mano buscaba entre su ropa. Se me había puesto dura, casi me dolía, y sentía las bolas pesadas: hacía meses que nada de nada. —Este es mi cuarto— dijo —casi nunca dejo entrar a nadie pero…— pensé que iba a decir que haría una excepción conmigo por ser alguien especial o algo por el estilo —como no hay donde más. Miré a mi alrededor y vi un afiche de Slipknot y otro de… no sé, no podía reconocer la banda, si es que era una banda de rock. También estaban las Chicas Súper Poderosas y Johnny Bravo. Había flores de papel y fotos digitales impresas y puestas en un tablero de corcho. Unos pocos libros… no podía leer: las letras
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tante de la banda que sonaba y nadie más allí tenía una así. El lugar ardía como el infierno y eso me encantaba. Un rato después, Deftones con su «Back to school» me hicieron recordar la época del colegio. Entonces las noches también eran salvajes pero distintas. No sé por qué… pero así era. Creo que la postmodernidad llegó tardía a ellas y ahora eran lo mismo pero fragmentadas y ligeras. —Vámonos de acá. Ya se acabó el chorro— informó Wilmar —esto apesta. Aquí ya no hay nada… Tenía razón, aunque me costaba admitir que nada más iba a suceder entre Rebeca y yo. —Espere que se acabe esta canción y nos vamos— le dije. Apenas terminó, nos largamos sin despedirnos o agradecerle a nadie en absoluto. Así estuvo bien. Compramos vodka barato y 7-Up antes de subirnos en el Daihatsu Charade de mis primos e ir a los bares. Vimos salir a Christian. Winston le dijo que subiera al auto. Parecía que el tipito se había enterado de lo de su novia y estaba cabreado conmigo. Entonado por el vodka le dije: —Oiga lo que pasó con Rebeca —Ah, eso… No pasa nada. Yo sé cómo es ella y me importa un culo lo que haga. —Ojalá yo pudiera decir lo mismo pero yo no tengo quién me importe un culo. En todo caso yo quisiera disculparm… —¡Ya, déjelo así! —exclamó cortante. Tenía una cierta mirada desquiciada. Llegó a perturbarme. Había algo en él de Sid Vicious: aparentemente peligroso pero realmente inofensivo, loco de remate y completamente impredecible. Me quedé callado. —¿Y qué?— preguntó a mis primos, cambiando de tema —¿Para dónde vamos? —Al infinito y más allá— contestó Wilmar con la frase de Buzz Lightyear. Conducía y una vez hizo su broma aceleró a toda marcha. Logramos entrar en un bar. No querían saber acerca de Wilmar y sus escándalos. Incluso amenazaban con llamar a la policía, a sabiendas de que saldrían perjudicados por la presencia de la autoridad en su establecimiento. En otro sitio nos hicieron pesado el ambiente. Wilmar se fue al baño y regresó refunfuñando y diciendo que nos largáramos. Estaba realmente ofuscado. Como no consiguió lo que buscaba cantó «Still havent’t found what I looking for», su canción preferida de U2, la banda que más le gustaba. El maltrecho Charade hacía su mejor esfuerzo. Parecía que no iba a resistirlo. Pusieron a sonar lo más reciente de Metallica. Me dieron náuseas. Giré mi cabeza hacia afuera para que el viento me diera en la cara, no era necesario abrir la ventanilla: estaba atascada a medio camino. Wilmar iba más acelerado que el vehículo.
Hablaba de su novia, con quien siempre estaba discutiendo o peleando, incluso a puñetazos. Decía que era la única persona que realmente se preocupaba porque él tuviera dónde dormir, algo que comer y con qué trabarse. Era una de esas relaciones de amor-odio de las que siempre entablan los adictos con sus crucificados redentores. Pensé en mi ex y su nuevo hombre… obviamente, un adicto. 2.5. Daba miedo el lugar adonde íbamos por la droga. Un estacionamiento oscuro, abajo de la Avenida 19 con 116. Había familias enteras dedicadas al negocio. No era gente repulsiva, sino personas corrientes, un poco sospechosas. Los autos se acercaban con las luces bajas, los vendedores se arrimaban cautelosos pero tranquilos, recibían el dinero y entregaban la mercancía. Se podía obtener cocaína y heroína de mediana calidad. Lo que nos dieron inicialmente nos parecía demasiado marrón y preferimos algo más blanco: la ignorancia es atrevida. En todo caso, sentí algo así como la mordedura de la culpa. La tía Altagracia había confiado en mí, me había dado dinero, creyendo que yo era una buena influencia para sus descarriados hijos: Wilmar acaba de salir de un centro de rehabilitación y ella imaginaba que estaba alejado del vicio. Albergaba también la falsa esperanza de que Winston no se dejara llevar por su hermano mayor. ¡Qué lejos estaba de la realidad! En fin, al mal paso darle prisa, pensé… Nos detuvimos en un parque para aspirarnos la compra. Christian sacó una botella de vino que había robado de la casa de su cuñado. Para mí estaba bien así: sólo quería ahuyentar el tedio y la depresión que en los últimos días me agobiaban y por esa noche lo había conseguido. Para ellos era un abrebocas. Querían más. Aquellos tres jóvenes de diecisiete, diecinueve y veinte años provenientes de familias desintegradas que ahora mismo vociferaban «Broken home» de Papa Roach, querían más y nada iba a detenerlos, excepto la falta de dinero… No, ni siquiera eso. —Entonces… ¿qué hacemos?— preguntó Winston. —Lo que haya que hacer— contestó frenético Wilmar. —Lo de siempre— soltó Christian. ¿Qué era lo de siempre?: asaltar a alguien. Un borracho extraviado o algo por el estilo. Embestirlo con el auto, acorralarlo, bajarse, amenazarlo, quitarle el dinero y largarse antes de que llegara la policía: el Daihatsu ya había sido fichado. Dejando apenas una mano en el volante, Wilmar exhibió su navaja automática. Detuvo el auto en seco y Christian desmontó y quebró la base de la botella de vino con el borde del andén. Íbamos por una paralela de la Autopista Norte. Yo todavía guardaba la esperanza de que no hablaran en serio y todo fuera producto de su estado. Sin embargo, cuando nos fuimos aproximando a una joven pareja y nuestro Charade fue disminuyendo la velocidad y ellos se mostraron ansiosos y perturbados, me inquieté, pero sentí una tremenda emoción.
En poco tiempo experimenté distintas sensaciones. Al principio me identifiqué con la pareja de peatones: éramos mi ex-novia y yo, me compadecía de ellos. Luego eran ella y su nuevo novio, los despreciaba y les deseaba lo peor, tanto a la pareja presente en la autopista, a esa hora de la madrugada, como a mi ex y su jodido amante, dondequiera que estuvieran. Finalmente fui mudo testigo a la expectativa de lo que pasara. La canción «Stupefy» de Disturbed sonaba muy bien en este instante. Entonces advertí que no pasaba nada. El novio resguardó a su mujercita, habían retrocedido y se veían dispuestos a correr en cualquier momento. Ella sacó un celular y marcó. El auto simplemente se había detenido y nadie salía. Mis primos discutían. Winston se negaba a bajar con la navaja, aseguraba que él sólo conducía. Wilmar le decía que no había tiempo de intercambiar lugares y que tomara la automática y saliera. Christian lo alentaba. Yo no decía nada. —Yo voy— resolvió finalmente Christian. Se bajó empuñando el cuello de la botella rota. Wilmer bajó también. Winston se movió al puesto del conductor. Me palpitaban las sienes. Tenía el pulso acelerado. Escuchaba voces indescifrables, la música se distorsionada. Afuera había una densa opacidad. Descendí del auto. Veía a Christian avanzar tambaleante, implacable hacia la pareja que seguía retrocediendo. La mujer había guardado el móvil. Wilmer caminaba a paso lento, movía la navaja como un juguete. Corrí hasta donde el primero y lo detuve. —Vámonos— le dije. —¿Y por qué nos vamos a ir? ¿Por qué usted dice? —Es mejor. —Nah… A ver deme una puta razón para no robar a esta gente. —No deben tener dinero— dije tranquilamente —irían en un taxi o en su auto, si hasta ustedes tiene uno. —Ni mierda, seguro los sacaron de algún sitio y quedaron sin a donde ir, no alcanzaron a pedir un taxi, o qué sé yo, a esta hora por aquí ya casi no pasan carros. —Pero, igual, ella tenía un celular, ya debió haber llamado a la policía. —Puta de mierda, deberíamos cogerla y sacudirla hasta que reviente, por pura diversión, je, je, je… Y si el man hace algo, le hago una nueva sonrisa— dijo alzando amenazante la botella. —No— dije convencido. Christian le daba la espalda a la pareja. No podía ver lo que sucedía tras él.
—¿No? ¿Y quién lo va a impedir… usted?, ¿o el marica ése?— dijo refiriéndose al novio allá atrás. Negué con la cabeza y lanzando una mirada hacia la distancia dije: —Ellos. Volteó a ver y reconoció la Suzuki G S500E y los chalecos reflectivos. Para entonces Wilmer ya había regresado al auto y si no es por Winston se habrían ido dejándonos bajo nuestra cuenta y riesgo. Christian y yo caminamos hacia el auto que dio reversa lentamente. Nos metimos a toda prisa y nos largamos cuanto antes. —Esos hijueputas tombos sólo quieren pillarlo a uno para sacarle plata o quitarle la merca y si uno no tiene, lo cascan o le quieren dar por el culo. Así son— comentó Wilmar quien hablaba con la propiedad de quien ha estado en las calles, persiguiendo el espejismo del vicio. —Y ustedes iban a dejarnos botados, ¿no, malparidos?— reclamó Christian. —No, ¡cómo se le ocurre! — ¡Qué locura todo esto!, ¿sí o qué, primo?… tremendo acelere— me dijo Winston mirándome a través del retrovisor. —Sí, definitivamente. Alejémonos de aquí lo más que podamos y volvamos a la casa. Winston le lanzó una mirada a su hermano, él enseguida vio a Christian. Hubo un breve silencio roto por la explosión de las carcajadas de los tres. —Ey, chicos, yo ya no estoy para estos trotes… Me ignoraron. Christian se volteó de repente hacia mí para decirme, apuntándome con su índice: —Si vuelvo a saber que se mete con Rebeca le hago una operación de hígado sin anestesia. Era la amenaza más enternecedora que había escuchado. Arrojó la botella estrellándola contra el pavimento y escupió por la ventanilla medio abierta, la flema fue devuelta por el viento y quedó estampada en el vidrio trasero. Se arrimó a Wilmar y preguntó: —¿A dónde vamos ahora? Yo no quería saberlo, no quería escucharlo, no quería ni siquiera imaginarlo. De nuevo estaba escuchando mí voces de adentro, palabras incomprensibles. Sentía que todo era demasiado raro y extremo, y aun así no era ni la diez millonésima parte de las cosas extrañas que suceden todo el tiempo. Pronto amanecería. La música seguía sonando. Necesitábamos gasolina, droga, trago y sándwiches de lo que fuera. Era estúpido pero comenzaba a sentir nostalgia por Rebeca, sabía que nunca más volvería a estar con ella y que seguro no tendría una noche como esa en un buen tiempo que, muy en el fondo de mí, esperaba que no fuera tan prolongado. Pablo Estrada. Estudiante de Estudios Literarios. pabloexiste @hotmail.com
Espacio no extranado
POR | Leonardo Castro Molina | y Alberto Jiménez Tovar Ilustración | Claudia Silva Yate Lo normal. La mosca buscando cera. Entrar, leer los mismos textos en las pantallas, siempre pensando que encontraré alguno que quizás me sorprenda con un color nunca visto. Hace días lo deseo. Hoy voy hacia la guarida intentando responder si es más rápido rodeando el peñasco o, como algunos afirman, es mejor por el refugio de las artes antiguas, donde los ancianos alguna vez comieron del fruto del conocimiento. Entro a la guarida pasando por el peñasco y encuentro las primeras letras que atraviesan por mis ojos, sé lo que dicen, en algún momento las leí completas. Hoy tan solo son manchones en la pared. No miro a nadie, simplemente voy con apuro, pasando por aquel tendido de pizarra marmórea donde centellaron las espadas que laceraron a los guerreros que fueron condenados a
beber de las fulgurantes aguas del leteo. Despojado de la capacidad de parpadear frente a la estatua dalilesca que para mí representa una mujer por la cantidad de curvas y la calidad del espinazo. El día frio. Entro al edificio de los tres arcos, miro aquella pantalla brillante que emite balbuceos redundantes, esos murmullos inescrutables me retumban en el cráneo desde que tengo memoria, todo daría por liberarme de ellos, no importa, sigo caminando, tengo que penetrar en la entraña inerte del ser que me alimenta. Van tres bocados, el cuarto ya es muy amargo, en ese momento llega una pareja a mi mesa, ya somos tres personas utilizándola. Muevo mi cuerpo como el lechón joven que sabe que sus pusilánimes hermanos también necesitan comer. El chasquido galopa por el aire como payaso
y verdades esperando ser penetradas por la duda, la saliva del dormilón sobre la hoja, ya no están. Ya no están, ya, no, están. Unos se han envuelto y atado con el silencio, los otros, han sido desastillados y lanzados junto con los galeones. Despertar Soy el guerrero, soy el que vino de las tierras lejanas a romper las brechas de la vida, en mi tumba descansa aún centelleante la espada que me sirvió, los huesos de mi caballo aún tienen pelo y esperan. Sé que las batallas que libré en mi tiempo no son mucho comparadas con las que se tendrían que luchar en la actualidad para volver a un estado medianamente aceptable. Yo, desde la punta de la nube sobre la cual reposa mi alma, me sorprendo de lo que pasa, me sorprendo de la forma en que cada día se profana y se pisotea cada uno de los ideales por los cuales di mi vida, sé que para los habitantes de este recinto, que para mí fue sagrado algún día, no queda más salida que la laxitud de la comodidad, sé que son incapaces de pelear por algo que nunca conocieron, y es más, por algo que en estos momentos les parece sucio y repulsivo. Para mi es sabido todo esto y, me complazco mirando, porque sé también que las llamas que algún día me recorrieron el cuerpo buscando por dónde salir y no encontraron un camino diferente al de mi arma, se encumbran y su núcleo y sus brazos serán cada vez mayores y, aunque no estén aquí conmigo, sé que cuando salgan de lo más profundo del Leteo invadirán los cuerpos de esas paupérrimas entidades que veo; pero no será solo eso, invadirán también, sin ningún reparo, el aire y brotaran de las paredes y será una fiesta dionisiaca que prenderá las brasas de todos los cuerpos y, no habrá espacio para las aguas tibias y el que tenga hambre comerá, aunque tenga que arrancar la carne de un ser que aún no ha muerto y, el que tenga fe todavía se arrepentirá y sentirá como la cabeza empieza a mudar de piel y sabrá que la única felicidad de la que se puede hacer propietario es la de la muerte. Estruendo —Enmudecen, ha entrado—. Dice el guerrero. Se agita el polvo y de mi vientre brota un gran pozo que estalla reflejos a su alrededor. Los espantos han cerrado los ojos y son abofeteados por las hojas que siguen su presencia, el ardor que la acompaña, es intimidante y por mis vértebras han germinado lágrimas que alegran mi desgracia. Atisbo con el rabillo del ojo. Y sigo comiendo. Leonardo Castro Molina y Alberto Jiménez Tovar. Estudiantes de Administración de Empresas jlcastromo@unal.edu.co y ajimenezt@unal.edu.co
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Cuento - Espacio no extrañado
intentando hacer reír. La conversación inevitable entre esas dos personas hace presencia. Los miro y al parecer los incomodo, pero mi intención no logra su objetivo. El chasquido húmedo y punzante persiste. Intento pensar, pero las imágenes pasan como las personas a través del vidrio que da al tendido de pizarra. Entes que caminan sobre dos piernas, formas andróginas, materia y energía, más lo primero que lo segundo, cada uno con su sino determinado, cada uno sobre el riel adecuado. La transmutación de los guerreros ha desencadenado en esto. El proceso no lo conozco y las pantallas se niegan a mostrármelo. De los guerreros no queda más que el cielo que algún día cubrió sus cabezas. Sigo comiendo. El recuerdo. Mi costillar, ahora blanco, es iluminado por la gigantesca lámpara que cuelga del centro, las pantallas dan una luz insipiente a mi espacio, siempre preferí las hogueras, eran tiempos hermosos los de mis hogueras, los hombres siempre felices que practicaban rituales, acariciaban suavemente mis paredes con sus tizones aún tibios. Ahora, después de tantas soledades transcurridas no queda más que el blanco y el abandono, no me creen, no soy para ellos más que un bulto. Las luces insipientes iluminan sus rostros que contienen con cinismo una sonrisa socarrona. Me protegen en el bolsillo de lona, luego de pasar por las manos de obispos y apóstoles creo que ciertos círculos de metal estuvieron en una situación parecida a la mía, siempre acariciadas por dedos insolentes y lascivos, ahora más que nunca siento, muy profundamente, que en la transacción cósmica no soy más que una unidad monetaria con todo el valor de cambio, pero sin el más mínimo valor de uso. En mis rincones, la diafanidad se ha esparcido indefinidamente, en estos momentos me cercioro de que tengo la terrible enfermedad, ya me habían llegado noticias de otros lugares, pero nunca la imaginé aquí, corriendo pesada dentro de mí, arrancándome las entrañas vivas con sus manos blanquísimas para hacerme dueña de estos implantes nauseabundos, de estos feligreses paradójicamente doctos que no soportan la menor dinámica, que saben y no quieren reconocer que han dejado los colores afuera, muy lejos, justo en los sepulcros de los guerreros. El viento me trae un olor amargo y, bucólicamente pienso en la entrada del Séptimo Círculo del Infierno de Dante. ¡Camina! ¡Camina!, les vociferaría con alegre ímpetu a los espantos que circundan mi vientre. Los peldaños, la cobija color polvo, el hombre petrificado, los papelitos cuenteros de anécdotas, las llaves clavadas en la pared, los cajones contenedores de sueños, la imagen insulsa tentadora de deseos, los gritos escritos, los zancudos venéreos en sus jaulas siempre prestos a picar a sus cómplices, las vírgenes mentiras
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Alguien
lee
POR | Carlos Satiz谩bal Ilustraci贸n | Eliana Muchachasoy
(…) tengo la boca llena de tierra... Pedro Páramo He anhelado el canto, el canto para barrer la sombra, el canto para recoger mis pasos: Las calles de la huida, las esquinas del amor, las ciudades del camino. El país de la muerte, el país del retorno, el país del agua. Ríos de la infancia: hierbas voces árboles. Caminos del deseo: iluminaciones silencios despojos. Y el mismo volcán de sangre en la boca, el mismo páramo calcinado bajo los pies. Un vendaval de ojos, de carne, de música y de huesos. Los mismos torrentes resecos de muertos que cantan con las voces de la infancia. He buscado esos cantos en los árboles que huyen, en los ojos del miedo de los niños del camino. A veces les veo en las grietas de la furia y del dolor. A veces en las letras despedazadas de los muros callejeros. Cantos del sueño y de la muerte y de la mano dormida. Cantos sin voz o apenas suspendidos en volátiles hilos cerebrales. En las noches de junio, cuando Castor y Pólux cruzan con su luz mítica el cielo atormentado de la memoria, oigo su música caer de la oscuridad como frutos podridos.
Sus trazos negros rayan mi mente al amanecer de enero, bajo la inmensidad del cielo, en los amaneceres azules de la sabana sin nubes y la quietud de las nieblas heladas que cubren mis zapatos entre la hierba atemorizada. Más allá del sueño y de la montaña, veo crecer esos cantos en las orillas del río-mito, bajo un cielo cultivado a la sombra de todos los verdes de la selva. Están en la danza del abuelo Kumú que atrae con su rumor de cuarzos y semillas la balsámica intención amarilla del sol al conuco del alma. Y están adentro de mi cráneo, cuando la serpiente de luz une los abismos fractales de mi rústico cerebro con el zumo ancestral de hojas y bejucos. Son el son de la maraca que equilibra el mundo y los murmullos melodiosos que guardan el pensamiento. Los veo ahora muy arriba de mis ojos, en el vuelo de las tumbas del aire: el grajo mortecino de los gallinazos esparce por el cielo en su danza circular el tejido mineral de mis nervios. Ese vuelo danzado es el canto. El canto está donde están mis muertos. ¿Pero dónde están mis muertos? He anhelado el rumor de sus canciones en mi palabra. No su memoria escrita entre la hierba por larvas, coleópteros y microscopios. Si no la memoria viva en unas letras, un tono, un ritmo, una canción para cantar en la tumba de las noches con platos y flores y aguardiente.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Alguien lee
Y en las tardes de agosto, cuando las cometas y los faroles de aire y de papel de china valsean sobre el valle de las garzas y los pellares, su martillo de palabras azara el sopor de la siesta con los incendios del viento y el vuelo de las cenizas.
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Voy de vuelta. He anhelado el canto de la luz del regreso en el fragor del agua. Quizá nada regrese de mí ni de ellas y ellos. Quizá sólo los dientes de los muertos aren la tierra sobre los huesos rotos. Quizá no hay palabra que descifre con su música inútil el sentido de esta muerte sin borrachera, sin ceremonia y sin cantos. Sin tierra en la boca de los muertos. Ya cae la tarde de todas las tardes. Ayer huyó de aquí el hombre de la montaña que rompía con su grito feliz la algarabía de los loros que cruzan el valle. ¿Dónde están los cantos que lo celebran? Los he buscado para alumbrar la hora del regreso. Con mis muertos los busco. Con sus voces imagino cómo suena su música. Pero ya nadie puede desandar este camino. Quizá un poema en estas hojas ilumine con sus letras la carne y los huesos y los nervios del olvido. Alguien vio la huida de las multitudes y sus ojos se hundieron en el espejo amargo del café de la mañana. Alguien oyó el ritmo medroso de sus pasos contra la tierra. Alguien escuchó el grito. Alguien ya no recuerda.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Alguien lee
Otros dicen: Esas voces, esos pasos, y su retorno, están siempre en los cantos. El canto las anuncia. La memoria está en los cantos.
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Pero ¿dónde oír esos cantos ahora? ¿Cómo saber si están aquí, en estas hojas, y son ahora suyos, lectora silenciosa, silencioso lector…?
POR | Carlos Satizábal Ilustración | Jenaro González Páez
Esta tierra es muy suave, muy tibia, nada estéril, y la fecundan largos ríos de dolor. Porfirio Barba Jacob
Otros vienen conmigo, los siento y los sueño. Oigo el rumor de sus espíritus y les pienso y ellos piensan y sueñan para mí sus recuerdos. Muchos llevan quinientos y más años navegando. La loca algarabía de los peces se enreda en el tejido de tantas voces mudas. Alguien canta y el agua apenas se detiene y tierra abajo besa su canto las rojas orillas. El humo y las llamas y el aullido solitario de los perros sin amo se alzan a dios, muerto también. Dios no viaja con nosotros. Dios vaga solo en el alto aire sagrado.
Río de
tumbas
Los perros persiguen su cola y gruñen y aúllan. Oigo en el sueño las varias voces de mi perro y el ronronear de mis gatos en el jardín. Igual otros piensan y oyen la voz de sus animales: sus vacas perezosas arrimando al ordeño, sus mulas tercas subiendo y bajando las lomas del invierno. A mi lado la maestra canta nuevas rondas africanas y los niños dibujan en el cielo de humo los mapas perdidos. Somos pueblos del agua, de la tierra ardiente, del mar amoroso, de los páramos de luz, de las altas lagunas de alabastro. Unos apenas recuerdan el rumor del agua en la orilla arcillosa del río donde nacieron. Y otros guardan sólo una sombra del relámpago de las altas lagunas. O un rojo destello del calor en el espejo del mediodía. Pero todos en nuestro río anhelamos una arena última. Una playa sola. Una roca serena que lenta se disuelva en el viento de los siglos. Todos. Aún aquellos que llegamos del río más secreto u olvidado, y ya somos sólo canto, rumor del agua en la memoria inútil.
Carlos Satizábal: autor de innumerables obras de teatro, en esta oportunidad nos presenta dos poemas pertenecientes a La llama inclinada, libro ganador del Premio Nacional de Poesía inédita en abril de 2012. cesatizabala@unal.edu.co
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Río de tumbas
He descendido de otras orillas, mis ojos vuelan en la hondura, mis labios no musitan quejido alguno pero oigo y pienso y hablo pensamientos.
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1, 2, 3 por mi papá cercano al árbol, donde él saca madera y yo saco las hojas. 1, 2, 3 por mi mamá que como dios está en todos lados, hasta en el pensamiento. 1, 2, 3 por Alejandro que le gusta tanto el salmón… escucha sus canciones y recorre su camino.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Sin ser vista
1, 2, 3 por Andrés que como buen humanista con sus manos hace varias cosas.
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¿Y mi hermanita? no la encuentro, llevo mucho tiempo buscándola… Por lo visto la muerte es un buen escondite. Juan Sebastián Paco Monroy. Estudiante de Poesía de la Maestría en Escrituras Creativas sebastianpaco@hotmail.com
POR | Juan Sebastián Paco Ilustración | Vanessa Nieto Romero
Sin ser
En ese justo momento se estaba abriendo la rosa. Muy lentamente se iba acercando al terreno que miraba fijamente, claro, solo cuando brillaba el sol y se destapaba antes del anochecer para dar tiempo a todas las maderas de ese bosque espeso, al que uno puede no volver nunca y casi siempre descendían, porque sucedía pero no había ojos que vieran tal oasis, como un espejismo en el desierto, pero acá, en el centro de la ciudad a la que pertenecía su espíritu aventurero y curtido por los avatares de la vida en estos tiempos donde el amor lo es todo para pocos y es poco para muchos el calor ascendía hasta el borde de las nubes y allí se transformaba en todo un ecosistema húmedo y fresco, porque acababa de caer la lluvia, pero esta vez durante quince días enteros como las vueltas que dan los planetas al sol en ese solo flujo de crecimiento constelar y en espiral, inmenso e infinito, como cuando te despiertas nunca dos veces en el mismo lugar.
exquisito Daniela Brill y Natalia Cardona. Estudiantes de Artes Plásticas. danielabrill@hotmail.com y nataliamapola@gmail.com
POR | Daniela Brill y Natalia Cardona Ilustración | Vanessa Nieto Romero
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Cadáver exquisito
Cadáver
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Cereté Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Lorica bajo el sol y Peregrino en Cereté
Después del largo peregrinar, he vuelvo a Cereté con su sol de tarde y sus comadres dándose mecedora en las puertas y los pretiles. Camino por sus calles iguales y sus esquinas sin tiempo, tal y como lo hacía mi abuelo y como yo mismo lo hice de niño y como, tal vez, lo hizo mi padre aquella tarde rumbo al aeropuerto Los Garzones, con esa decisión sombría de quien ya extraña a su pueblo sin aún haberlo abandonado. En otro tiempo buscaría mi casa, o la casa materna de la turca Zuni, mi abuela, lugar de refugio y extravío de los sirios libaneses que llegaban sucios por el polvo de los caminos por donde avanzan peregrinos y viajeros locos sin destino, como dice el poeta Vergara; pero la casa ya no es la casa y Cereté es un recuerdo muy ligado a la tierra y a los muertos, tan vivos en el corazón, tan presentes en las casas y los lugares que los vieron pasar con su afán de amores nuevos y sus historias del día tras día. Me dirijo al cementerio, donde reposa la estirpe de la matrona árabe que se murió con la nariz impregnada del aroma a azahares de su Jericó natal y con una nostalgia ultramarina que no le curaron ni los olores nuevos del mongo mongo sobre el casabe o el minguí con Coco sobre la galleta Turca. Amaury Blanquicet Pretelt. Estudiante de Maestría en Escrituras Creativas. amauryb35@gmail.com
Lorica bajo el sol
Ojos negros bajo una montaña de cejas Miradas árabes que me atrapan Pasan veloces como imágenes de zapping Calle arriba entre telas y bazares Siempre al mediodía entre la quietud y mi deseo con paso cadencioso a desdén del tiempo sin prisa por las callecitas de Lorica suspendidas en el aire en fervorosa quietud como inclinadas de rodillas al llamado del almuédano entre fragancias diversas de Zapote y Jengibre.
POR | Amaury Blanquicet Pretelt Ilustración | Andrés Erazo Castaño 38
Consagraci n Me dedicaré a escapar. A nadar entre palabras buscando alguna frase exótica, de esas que generalmente van en barco. Las palabras son repetitivas acá arriba y esa sensación de atención ya no la quiero. Me dedicaré a buscar eufemismos que diviertan y saquen a la luz todas aquellas desgracias que generalmente se tratan de ocultar. El frío, de manera consciente puesto allí, lo resistir. Nunca le tuve miedo a las enfermedades causadas por él, a decir verdad siempre las tuve. La nostalgia dada por el azul de la tinta, la recibo de manera que las puñaladas sean profundas para estar consiente de mis entrañas, de mis dolencias. Me dedicaré a viajar por mundos, a ser astronauta. A visitar Saturno cada vez que pueda, con una botella de ron en la mano, pirata. Ladrón de tesoros ajenos, de recuerdos preciosos, en búsqueda de ellos por falta de propios. Me aventuraré a ser lacónica, porque hace falta. Porque de donde vengo solo hay un idioma y solo un sobreviviente. No encontrar alguien con quién comunicarme ha sido un problema, todo lo que puedo decir en distintos idiomas es “muy interesante”, pero con eso no me basta. Me sumergiré en un mar de humo; que me muestre los movimientos precisos para evadir las corrientes; que me lleve a donde la gravedad no me permite. Huiré del todo, porque me aterra la nada. Porque se hace más difícil despertar los lunes y acostarme los domingos después de sobrevivir los sábados con resaca del síndrome del arrepentimiento de viernes.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Consagración
Ana Maria Coy Herrera. Estudiante Artes plásticas. coykoi92@gmail.com.
POR | Ana María Coy Ilustración | Ana Quintero Álvarez 39
Ocho, nueve, diez. Lo que tanto se ha dicho que los instantes se suceden que entre uno y dos un infinito de energías habita así entre dos y tres,
POR | Natalia Cardona Ilustración | Nicolás Narváez Polo
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Espero verte pronto y Sin título # 3
entre nueve y nueve un infinito de fluidos se marginan así entre diez y diez.
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Mientras el hueco negro del vacío estire el universo tendremos infinito tiempo y eterno espacio para ver. Natalia Cardona. Estudiante de Artes Plásticas. nataliamapola@gmail.com
POR | Jafitza Quipo Ilustración | Eliana Muchachasoy
Sin titulo # 3
Tienes la mirada sombría. Como si todo el ruido del mundo se ocultara en tus ojos. Como si todo el odio de Dios se posara en ellos. Tienes la mirada sombría, amor y ya te vas. Jafitza Quipo. Estudiante de Estudios Literarios. herverita217@hotmail.com
En una noche tranquila Me encontré con una estrella En una noche callada Te conté yo mi secreto En una noche de invierno Necesité yo de tu aliento En una noche viajera Me quedé yo con tu espera En una noche estrellada Se iluminó nuestro encuentro En una noche cualquiera Se encontrarán nuestros besos Y seremos dos amantes Que se quedaron dormidos Sin saber que era de noche Sin querer que amaneciera. Iván Alviar Machado. Estudiante de Ingeniería Mecánica. ivanalviar8@gmail.com.
POR | Iván Alviar Machado Ilustración | Nicolás Parra Garzón
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - En una noche
En una noche
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Mitad
Mitad 42
POR | James Perdomo López Ilustración | Luis Carlos Barragán Los ojos de la hiena me poseen Al ver la ingenuidad en tu rostro De mi lengua mariposa la cascada de tu vientre implora Y verte intensa como las primeras gotas del invierno Descargando tu humedad en mi suelo rocoso Árido de tu hierba Con sed de beberte De probar hasta la palma de tu mano Sentir como golpean caracoles en mi espalda Y un cardumen que vuela En el mar que nos rodea Y verte caer como la primera hoja del otoño. James Andrés Perdomo López. Estudiante de Licenciatura en Lengua Castellana. Jam936@hotmail.com
Un jardín solar de agua verde la fuente guarda. Mármol viejo en el corazón de la selva que lo come. En Fuego dulce. La lágrima de luz prenda una vela arriba, en el más alto sur de la montaña.
Reconciliación POR | Christian Martínez Castañeda Ilustración | Eliana Muchachasoy Chindoy
Christian Adolfo Martínez Castañeda. Estudiante de Estudios literarios. christianmartinez06@hotmail.com.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Poema - Reconciliación
Mar arcoíris, riso de tu pelo al viento cae en arena de la palma.
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Editores y
Traductores POR | Evelio José Rosero Ilustración | Claudia Silva Yate
Mis primeros editores fueron dos amigos, dos poetas, hace 28 años: Julio Daniel Chaparro y Jaime Fernández. Y en cierto modo también yo fui editor de mi primera novela, porque tuve que colaborar con diez mil pesos de la época: el arrendamiento del apartamento me costaba quince mil. Si bien es cierto que tres años antes, en el 81, la fundación Testimonio, dirigida por el historiador Edgar Bastidas, me había publicado un muy breve volumen, titulado: El eterno Monólogo de LLo, nunca sentí esa publicación como la primera: se trataba de los poemas de adolescencia, que yo, descubriendo al fin que no era poeta, había viviseccionado y convertido en prosa: todos los poemas, explosionados, giraban alrededor de un solo personaje, LLo. Apenas editado el librito me dediqué a recogerlo a hurtadillas, de casa en casa: es decir me dediqué a robarlo a los mismos amigos a quienes lo había regalado. Me sentía arrepentido a cabalidad de esa publicación, aunque hoy lamento el arrepentimiento porque el poema ya sentaba los cimientos de lo que toda
la vida me propondría explicar en mis novelas: este país de amor y policías. Baudelaire escribió que la emoción que experimenta un joven escritor cuando corrige las pruebas de su primer libro es la misma que experimenta un joven dandy cuando descubre su primera sífilis. Y semejante emoción la experimenté en carne propia sólo cuando me entregaron esa primera novela en forma de libro, titulada: Mateo Solo. El impresor de la obra había mandado a decirme, ya a punto de editarse la novela, que el “por qué”, cuando es de interrogación, debía ir separado, y no unido –tal y como yo lo tenía en la novela. Una recomendación pertinente. Pero que, a esa edad juvenil, sentí como un pellizco. Exigí que mis “porqué” se imprimieran unidos, y que me importaba un comino la gramática del impresor. En realidad sí me importaba, tanto o más que ahora, pero no toleré la corrección. Mis dos amigos vivían en Villavicencio. Allá se lanzó la edición de 1000 ejemplares de Mateo Solo, y, de hecho, completamente borrachos, exultantes,
lanzamos el primer libro desde la terraza del edificio más alto de esa ciudad. Recuerdo que cayó encima del carro de bomberos de Villavicencio, que pasaba lanzando sirenas, seguramente a apagar un incendio. Eso nos pareció de muy buen augurio. Escribo esto con nostalgia y tristeza y amargura. Al poeta Julio Daniel Chaparro, que imprimiría su primer libro de poemas a continuación de mi libro –se titulaba: Y éramos como soles-, al poeta Julio Daniel Chaparro lo asesinaron pocos años después, un año antes de cumplir los treinta años, cuando viajó a Segovia, Antioquia, cumpliendo con su encomiable labor de periodista. Dejaba dos hijos pequeños, una muchacha que lo adoraba, y un horizonte poético inigualable, que sólo él hubiese logrado descifrarnos. A él y al fotógrafo del periódico, los paramilitares o los militares o los policías o los guerrilleros –nunca se supo quiénes- los hicieron arrodillar en una calle de Segovia y los acribillaron. Fue una bofetada en el alma, una bofetada
abordar un vagón de metro, para tocar la flauta en otra estación, y entonces las vi: eran dos niñas de diez años, sentadas y tomadas de la mano, mirándose con amor: eran dos niñas enamoradas: la mejor excusa para huir de mis responsabilidades en París. Me puse a escribir una novela de amor: Juliana los mira, en lugar de estudiar y practicar el francés, algo que todavía lamento, pero ya es demasiado tarde. Me dediqué, en los descansos de la escritura, a desesperar del mundo donde me encontraba. No de París, que es hermosa y avasalladora, sino de los parisinos, insípidos y frívolos y dueños de tan mal humor, humor que yo atribuía al frío. Pues nunca vi a París en verano. Uno sólo puede –y debe- vivir en el país donde uno quiere, y por eso me fui a Barcelona: pleno verano. Voces en español, o en catalán, que para mí resultaba idéntico. El Mediterráneo azul, las mujeres casi desnudas. Me ahorré varias noches de hotel durmiendo en la playa. No había terminado Juliana los mira, pero volví a equilibrar las cargas y me senté a terminar la novela. Después de acabarla empezó el más cruel interrogante para todo escritor joven: ¿Dónde diablos encuentro un editor que quiera publicarla, y pagarme, además, por semejante honor? Hice tres fotocopias de Juliana. Tres libros que envié a otras tantas editoriales. De todas me llegaron puntuales tres cartas de desconsuelo: ninguna se interesaba, agradecían mi confianza, etcétera. Incluso una de ellas me alentaba a regresar a mi país porque –aseguraban- el boom de la literatura latinoamericana ya había terminado. Pero, de lo que yo sí estaba seguro, en mi empecinamiento de escritor acorralado, era que ninguna de esas editoriales había leído mi obra. Un amigo, Nicanor Vélez, me llevó un recorte de
periódico: la convocatoria al concurso internacional de novela de la editorial Anagrama. Participé. Quedé finalista. Y no tuve mayor emoción, lo confieso, porque los finalistas no recibían un duro. Al menos la publicación. Si hay algo que siempre he repetido a los jóvenes escritores de hoy es que nunca escriban una novela para ganar un concurso, o para participar en un concurso de literatura. La hechura de una novela obedece -o tiene que obedecer- a más nobles impulsos, por más felices o desgarradores que estos sean. Yo no escribí ninguna novela para ganar un concurso, pero no imaginaba que en adelante tendría que recurrir a los concursos, no tanto para la publicación de mi obra, sino para sobrevivir. Porque de lo que sí estaba seguro es que no quería trabajar en nada distinto a la literatura, no quería dar clases en ningún colegio y universidad y mucho menos ser periodista, aunque de vez en cuando debí ceder y recurrir a esporádicos trabajos de esta índole. En Barcelona recibí la tarjeta del editor Jorge Herralde, donde decía que mi novela lo había entusiasmado, y que se la había leído en un fin de semana. Me dio una cita en su editorial, una tarde de invierno. Y seguramente por ese invierno encontré una editorial oscura y lóbrega, como una cueva. Me atendió un señor de nombre Enrique Murillo que más parecía un vampiro con las alas desplegadas que el primer piloto del editor que me aguardaba. Herralde me esperaba en su oficina y, después del saludo de rigor, me hizo sentar en una poltrona frente al escritorio y me preguntó, a boca de jarro, si yo pertenecía a la “plutocracia” colombiana. Semejante pregunta no me desconcertó sino me hizo reír por dentro hasta el paroxis-
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Artículo - De editores y traductores
de la realidad de este país para nosotros, el entusiasta grupo de jóvenes amigos que entonces soñábamos y escribíamos. Nada volvería a ser igual en nuestras vidas y también en nuestra literatura. El libro que entonces me encontraba escribiendo, una colección de cuentos fantásticos, lo arrojé al bote de la basura. Acaso fue una decisión apresurada, pero así era nuestro dolor ante la muerte del amigo, del poeta vidente, pues ya Julio Daniel había escrito en sus poemas la historia de su muerte: Si una noche cualquiera me encuentran muerto en una calle… Así era nuestro dolor, impotente, porque también sabíamos, desde nuestra joven memoria, que el asesinato del poeta continuaría impune por los siglos de los siglos, como tantos y tantos otros asesinatos en Colombia. Jaime Fernández, el otro amigo, hoy, gracias a Dios -¿pues a quién más darle las gracias?- sigue escribiendo como todos nosotros, los del grupo. Y es, además, editor de los jóvenes poetas de Villavicencio. En 1985 me fui a París, seguramente porque ese era el sueño de los jóvenes narradores de entonces, seguir las huellas –no literarias- pero sí físicas de varios de los grandes de la literatura latinoamericana que se habían forjado en París y en Barcelona. La experiencia me enseñó que no era necesario dejar mi ciudad y mi país para escribir lo que tenía que escribir. Fue un año difícil; una revista de turismo me había dado los pasajes de avión, ida y vuelta, a cambio de 10 artículos sobre París. No tenía entradas económicas, excepto los dólares que me enviaba de tanto en tanto mi hermana Martha Esperanza. En ocasiones debí dedicarme a soplar la flauta en los pasillos del Metro de París, para hacer lo del vino y los cigarrillos: la juventud da para todo. Una tarde fui a
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Ilustración | Claudia Silva Yate mo. Semejante pregunta no me la esperaba y, para no delatarme fingí no saber qué quería decir plutocracia. Entonces él aclaró: aristocracia. Yo acababa de descubrir que la pregunta nacía de la lectura misma de mi obra, por supuesto, donde Juliana es hija de un ministro, una niña consentida que tiene chofer y camina por las calles de Bogotá protegida por guardaespaldas, etcétera. Yo soy de la clase media-media colombiana, y esa es una de las virtudes de la literatura, que puede hacer pensar que un escritor de clase media es un aristócrata, o que un escritor inocente es un voyerista pervertido o un asesino en potencia. Esa fue la primera y última vez que hablé con mi primer editor en España. Pues me llegaron las pruebas o galeradas de mi novela Juliana los mira, y allí fue Troya. Ya no se trataba de la humilde indicación del impresor de Mateo Solo, respecto al por qué de interrogación, que debe ir separado, sino de otras impensables e inaceptables correcciones. Padecí varios días con sus noches, sin lograr dormir, corrigiendo al corrector, página por página, y eran más de 200
páginas. Allí donde yo ponía matera, ese recipiente por lo general de barro donde los colombianos sembramos las matas, me habían puesto maceta. Y, si bien es cierto que los colombianos entendemos como sinónimos matera y maceta, sin ningún problema, tampoco yo podía aguantar las macetas, o sus macetazos. En cierto modo, fue también mi primera experiencia con las traducciones. Pues, de hecho, siendo como era un escritor en español, me estaban traduciendo al español. Temible descuido: cualquier regionalismo, español o mexicano o argentino enriquece el acerbo lingüístico, fortalece y universaliza el idioma. Qué bueno que a través de la literatura sepamos que pibe es chavo o chamo y que chamaco es pelao y que escuincle culicagao y que magrear es abejorrear y hostia es mierda o carajo o golpe y un kikí es un braguetazo y una güera es una mona y otra mona es una rasca y que etcétera es etcétera. Etcétera. En Juliana, donde yo escribía, por ejemplo, debe ser que Juliana está enferma, los correctores corregían: debe de ser, y ese debe de era para mí peor que un martillo en los tímpanos.
Tenía varias páginas de diálogo entre Camila y Juliana, que yo había decidido no puntuar –simple y llanamente porque entonces consideré que así imprimía más velocidad a la lectura de esos diálogos entre dos niñas que se hablaban vertiginosamente, descubriendo sus más profundas intimidades, y, sin embargo, todos esos diálogos aparecían puntuados (como si se hubiese tratado de un descuido imperdonable del autor). En fin, yo era joven aún, nada discreto y diplomático. No voy a mencionar los otros tantos cambios, pero escribí una carta algo irreflexiva al editor Herralde acusándolo a él y a sus correctores de “poseer un oído cacofónico”. Por supuesto, la carta no me la respondieron. Tampoco se reeditaría Mateo Solo, que era lo que se tenía pensado, así como las posibles obras venideras. El arrepentimiento me duró un buen par de años. Pero sólo un par. Y sí, se publicó Juliana los mira tal y como yo la había escrito, pero nunca salió de España, nunca llegó a Colombia –que era por sobre todas las cosas lo que yo más quería, que la novela llegara a los míos-. De vez en cuando un librero colombiano traía al país dos o cuatro ejemplares, y demoraba en venderlos. Porque así como la edición de Mateo Solo en Villavicencio había recibido tres críticas entusiastas, una del escritor Gardeazábal, que hablaba de una “magnífica novela apretada”, otra de Isaías Peña, y otra de Jaime Mejía Duque, que la saludó con entusiasmo y me animó por su clarividencia –respecto a los ámbitos de mi novela-, pasarían muchos años antes de que alguien volviera a referirse –con o sin beneplácito- a mi obra. Estaría, en pocas palabras, rodeado de silencio por todas partes. Pues regresé a Colombia
escritor es además catedrático y garantiza la compra de sus ejemplares con sus estudiantes universitarios, o si es además político o actor de televisión o bella modelo o un sacerdote casi santo, o libretista de telenovelas de éxito, todo esto lo tienen en cuenta para impulsar la edición. Nunca el trabajo, nunca el oficio y calidad del escritor. Con semejantes editores las editoriales pueden lograr el éxito comercial, pero nunca la promulgación de una obra de arte literario. Creo que las cosas ya no son de este carisma, y eso es alentador, pero a mí me tocó padecer otras cosas. Las pocas reseñas que encontré, algunas de ellas publicadas en el Boletín Bibliográfico del Banco de la República, eran duros golpes. Y tanto, que desde entonces me propuse no volver a leer reseñas y críticas, estuviesen a favor o en contra de mi obra. Entre ellas la de un crítico colombiano, “colombianólogo”, profesor de literatura en los Estados Unidos -me contaban preocupados mis amigos-, que escribía que todos mis personajes eran pobres de espíritu (como si la literatura universal no se alimentara sobre todo de los pobres de espíritu: los representa). Otro crítico y poeta se enojó terriblemente cuando vino a congraciarse conmigo porque había escrito en contra de todas y cada una de mis novelas, “No es nada personal, Evelio”, y se dio cuenta enseguida que no lo había leído. Pero cómo no iban a alentarse estos críticos viscerales que tuve si yo mismo, a los treinta años, había publicado un artículo en contra de mí mismo. Entonces me encontraba padeciendo una crisis creativa espeluznante, la única vez que padecí de semejante catarro del espíritu, y publiqué ese artículo diciendo que todo lo mío se había ido al
traste, que yo me estaba repitiendo (¿qué escritor no se repite?) y que lo único que esperaba era que viniera en mi ayuda la siempre imponderable imaginación. Eso fue el detonante, claro, para que las críticas nefastas arrecieran contra mis libros. Pero también sirvió el artículo para que exorcizara mi crisis: sólo verlo publicado en el Boletín Bibliográfico, y continué escribiendo, puro, como después de un baño puro en las puras aguas del río. Los almuerzos, una novela que en el 2000 se publicó en la Universidad de Antioquia, pasó desapercibida en Colombia, como pasan desapercibidos casi todos los libros, y hoy ha sido traducida al inglés y al japonés. ¿Por qué sucede esto? Son vaivenes absurdos de la vida de escritor, del destino, pero también por supuesto de la actitud del editor, de su trabajo al lado del trabajo del escritor, y ese es el agradecimiento que yo extiendo a Editorial Tusquets, hoy pendiente de mi obra. Después de Los Almuerzos publiqué la que consideraba mi mejor obra, En el lejero, en la editorial Norma, en el 2004. Igual, las cosas igual. Ya me acercaba a los 50 años y todavía pagaba arrendamiento –a diferencia de varios conocidos, periodistas y profesores estables, con sueldo fijo, casados, divorciados y con hijos-. Durante la escritura de Los Ejércitos, viviendo entonces solo, recuerdo que una tarde hice un alto intempestivo y contemplé los hojas alrededor y la mesa y las paredes y la puerta y realmente desalentado me pregunté a dónde iba a parar mi vida escribiendo novela tras novela, en el silencio. Qué iba a pasar conmigo. ¿No era tiempo de ceder, de integrarse a la otra realidad, no la realidad literaria sino la realidad diaria, la normalidad? Confieso que me
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Artículo - De editores y traductores
y a pesar de que publicaba en una editorial prestigiosa, El incendiado, Señor que no conoce la luna, Las muertes de fiesta, Plutón, yo no veía mis libros ni siquiera en los escaparates de las librerías. Eso, a cualquier escritor que no lo sea en toda su locura, lo hubiese convencido seriamente de convertirse en zapatero, de cambiar de oficio cuanto antes, en lugar de seguir escribiendo a nadie. Porque es innegable que el escritor escribe para todos, y esa comunicación es su auténtica razón de ser. ¿Qué músico compone para oírse a solas? La única excepción de todas estas aflicciones editoriales fue, lo digo sinceramente -no porque la editora se encuentre aquí-, fue Margarita Valencia, de Carlos Valencia editores, que publicó en el 88 Cuento para matar un perro y otros cuentos, una colección de cuentos cortos que yo había escrito en los jardines de la universidad Externado de Colombia mientras mis demás compañeros estudiaban, y que ella se encargó de difundir y apoyar como tiene que apoyar y difundir un editor a sus jóvenes escritores, sobre todo cuando éstos se encontraban platónicamente enamorados de la bella y joven editora. De ese libro escuché opiniones entusiastas, no sólo de mis amigos sino de lectores desconocidos, que son ellos la real prueba de fuego. Y eso siguió animándome a vivir el extraño y paradójico mundo editorial colombiano. En su gran mayoría los editores colombianos que yo padecí no eran buenos lectores, y muchos todavía no lo son. Eran, mejor, negociantes, y muy buenos, que basaban sus éxitos en sondeos de mercado, en engañar con solapas al lector para interesarlo, en publicar un libro con el público ya de antemano garantizado, o programado. Así, si el
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Artículo - De editores y traductores 48
sentí liquidado, pues un temor nuevo para mí se cernía: el futuro personal, ya no el literario. Cuando acabé esa novela fui al correo para enviarla a la editorial Norma. Eran las 9 de la mañana y Servientrega, la oficina de correos, demoraba en abrir. De modo que fui a un café internet y allí me enteré del concurso Tusquets de novela, editorial que siempre había admirado como lector, por sus autores y colecciones, sobre todo los Cuadernos Ínfimos, los Marginales y La Sonrisa Vertical. ¿Qué mejor incentivo? La obra concursante se podía enviar a las oficinas de Tusquets en México, en España, o en La Argentina. Los argentinos siempre me han caído bien, no sólo por sus grandes escritores sino por sus grandes futbolistas. De nuevo las fotocopias, de nuevo el concurso de literatura, de nuevo el azar. Pero ¿qué más podía hacer? Meses después me enteraría, por uno de los entonces colaboradores de editorial Tusquets, que en la Argentina mi novela no había logrado trasponer la barrera de quienes se llaman pre-jurado. Es decir, que la habían rechazado estos pre-lectores argentinos, y que había perdido la posibilidad de llegar por lo menos al jurado final, que es lo que a cualquier escritor le interesa. Gracias a este lector de Tusquets, que juiciosamente empezó a indagar en las novelas rechazadas, Los Ejércitos fue rescatada y entregada al jurado de España, con los resultados que ustedes conocen. Nunca imaginé el éxito de la novela, pero sé muy bien que aparte de ella misma han tenido que ver con el feliz resultado, sin ninguna duda, los editores. Beatriz de Moura, al igual que el editor ideal, es además escritora, y traductora, y es, por eso mismo y sobre todas las cosas, una amiga del escritor. Cuando conocí la sede de
Tusquets en Barcelona me sentí en una casa, no en mi casa, pero casi. No lo digo solamente desde el ámbito espiritual, porque todos los habitantes de Tusquets son una familia en armonía, sino del mismo espacio físico: es una casa con árboles y flores, y aire puro, tan ajeno a otras editoriales conocidas: si hasta salió a saludarme el contador de la editorial, cuando para mí los diferentes contadores que había conocido eran seres obscuros y como envueltos en niebla, encerrados en celdas de cristal, o caminando como bajo un peso enorme, un peso, por cierto, muy distinto al que cargamos los escritores. Ya han pasado algunos años desde ese premio, y las cosas, para mí, cambiaron favorablemente, sobre todo porque no hay que pagar arrendamiento. Pero la creación de la novela sigue cada día más ardua. En cuanto a las traducciones y traductores, eso es arena de otro costal. Así como contar la experiencia con los editores es para un escritor como contar su vida misma, con las traducciones es como hablar de alguien parecido a uno, nunca de uno mismo: se trata de un Evelio Rosero parecido, y nada más. Y sobre todo para alguien que no sabe ningún idioma aparte de su idioma materno, idioma que todavía sigue aprendiendo. Cuando Juliana los mira, gracias a los buenos oficios de la agencia literaria Carmen Balcells se tradujo a los idiomas escandinavos, sueco, noruego, danés y finlandés, antes de que yo regresara a Colombia, donde a pesar de esas traducciones seguiría siendo un escritor desconocido, asomarse a esas traducciones fue como asomarse al sánscrito. Recuerdo que al ver la traducción al noruego encontré una gran cantidad de Nej Nej. Yo no recordaba haber llenado de
tantos Nej o No a Juliana los mira, pero por supuesto que ya no iba a repetir las angustias padecidas con Anagrama, y esta vez en noruego: preferí pensar en otros mundos. Otra cosa ocurrió con las traducciones al francés y al portugués de Los Ejércitos. De entrada, en la edición francesa, me estremecí. No sé francés, pero no tanto para no leerlo, a tropiezos. Durante las largas jornadas de escritura de Los Ejércitos, escribí, al inicio mismo de la obra, varias veces: El sol empezaba a caldear, luego puse a calentar, a hervir, a calcinar, a arder, a quemar, a cocer, a freír, y no sé cuántos más adjetivos parecidos al incendio, al calor, hasta que di con la solución final: El sol empezaba. Punto. Nada más. El sol empezaba: la última depuración. Y eso, repito, después de meses y meses de reveses con las palabras. Cuando empecé a leer la edición francesa me encontré con la frase: El sol empezaba a brillar. Y preferí no seguir leyendo. Bien, me dije, me tocó un traductor cartesiano. Un francés. Igual, o peor, me ocurrió con la edición al portugués, en otro lugar de la obra. Fue tan duro el golpe que ya lo borré de la memoria y no puedo ni querría repetirlo aquí. Admito que es muy probable que a veces los traductores incluso nos mejoren, o nos traicionen, por lo general, pero en cualquiera de los dos casos ya nada se puede hacer. Ese autor es otro, sólo otro, parecido a nosotros, y uno sólo espera que al menos la traducción dé buena cuenta del meollo de lo que realmente nos propusimos decir. Sept. 11. 2011 Evelio Rosero: parangón de la literatura colombiana, nos privilegia con un texto de su autoría. eveliorosero@yahoo.es
Mi Madre Mi padre sucumbió a la enfermedad del cáncer, con lo cual nosotros caímos en una gran necesidad económica. Papá no quiso permanecer en el hospital. Dado que él debía tener toda la ayuda médica, eso gastaba casi todo lo que se ganaba y nuestras condiciones eran lamentables. Cada vez que yo era enviada a la farmacia con una receta médica, mi madre se quejaba sobre cuánto duraría eso. Un día la situación llegó a complicarse tanto que se trajo al clérigo para que le tomara la confesión a papá y le diera los últimos sacramentos. Eso fue un gran acontecimiento para mí, todos se arrodillaron en nuestra la habitación. El incienso saturaba el aire y el sollozar de mi madre era audible entre las oraciones. Pocas horas más tarde murió mi padre. A mamá nunca se le olvidaría que él había muerto sin decir alguna palabra amistosa o de reconciliación para ella o una exhortación para sus hijos. Yo no encontré aflicción alguna. Vistiendo un traje de luto prestado por una familia acomodada, con sombrero y velo, tuve, al contrario, un sentimiento de satisfacción por el hecho de estar tan bien vestida por una vez. Mi madre era entonces responsable de cinco hijos. Mi hermano mayor ya tenía dieciocho, pero no nos podía dar sustento, ya que había aprendido un oficio que se consideraba en decadencia. Decidió buscar suerte en el extranjero e hizo maletas. Dos hermanos que hasta entonces habían trabajado en casa con papá, incluido el menor que tenía diez años, entraron a la escuela.
Mi madre tenía mucha fuerza de voluntad e inteligencia innata. La animaba el deseo de mostrar que una madre sola podía educar niños. Su tarea era un interminable esfuerzo ya que no había aprendido otro oficio además del doméstico. Quedó huérfana temprano; a los seis años comenzó a trabajar, nunca estuvo en una escuela y hasta entonces no pudo leer o escribir. También era enemiga de las “Leyes neo- modernas”, como le decía a la escuela obligatoria. Veía injusto que otras personas impusieran a los padres lo que tenían que hacer con sus hijos. Mi padre había compartido su opinión; mis hermanos, desde los diez años, lo habían ayudado con su trabajo: la tejeduría. Desde esa perspectiva, tres años de escuela eran suficientes y, comentaban con frecuencia, quien hasta los diez años no aprendía nada, después tampoco lo haría. Mi hermano menor tuvo que dejar de estudiar. Ya que las leyes sobre la escuela obligatoria se habían debilitado y el concejo escolar tuvo dificultades. Muchas solicitudes mi madre lograron que fuera exonerado de la escuela y pudiera ir como trabajador ayudante a una fábrica. Era un muchacho juicioso y se empeñaba en ganar la mayor cantidad de dinero posible. Trabajaba mucho, horas extras, los domingos de verano iba a los conos de colocación donde también le pagaban, estaba hasta la noche allá. En la casa de huéspedes era testigo de las salvajes riñas que habitualmente se formaban al final de aquellos domingos de esparcimiento. A la hora de cazar conejos iba con otros muchachos como ojeador. Más tarde comenzó a estudiar en el pueblo y lo
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Traducción - Mi Madre
TRADUCIDO POR | Daniel Ventura Cáceres Ilustración | Claudia Silva Yate
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hizo bien. Un día llegó a casa quejándose, se había caído sobre el hielo y se había lastimado una rodilla. Eso sería el comienzo de un lamentable padecimiento para él. Desde entonces los dolores se hicieron cada vez más tortuosos y tuvo que ir al hospital, a donde volvía después de unas semanas. Fue de nuevo a trabajar, pero a partir de ese momento, se le hizo una ampolla en el costado izquierdo, la cual creció hasta el tamaño de un huevo que durante el trabajo se le reventó. Comenzó un tiempo difícil para él y para nosotros. Desde entonces fue el hermano enfermo y nunca más un valor en casa. Mamá estaba sin trabajo y mi segundo hermano más joven huyó debido a fuertes maltratos en la escuela. Eso fue en un invierno en el que durante mucho tiempo no cayó nieve y no se podía ganar nada con la limpieza del pan celestial. Mi madre no escatimaba esfuerzos para conseguir trabajo. A veces podía lavar ropa en algún lugar, entonces yo debía llegar a mediodía y ella compartía su hora de almuerzo conmigo. Recogíamos el agua donde se cocinaban las salchichas de la casa de huéspedes; allá nos daban con pan, una sopa que sabía exquisita. Mi hermano otras cosas buenas de los vecinos compasivos, ellos lo cuidaban. Todo en la casa era de segunda mano. Mi madre traía del pueblo un ungüento que era preparado por una anciana y debía producir casi milagros. Otros venían y le aplicaban en las heridas ciruelas pasas mezcladas con azúcar. Se le hacían baños de yerbas, se usaban los llamados medios de simpatía, todo lo posible, pero sus heridas no sanaban. Entonces debí ganar dinero. Punteaba calcetines para otras personas y hacía mandados. Todo lo que se presentara. Trabajábamos para no sucumbir ante la necesidad. Cuando finalmente mi segundo hermano había encontrado trabajo en un taller de collares de nácar, fui enviada allí para cuidar a los niños. Finalmente se me enseñó la costura de botones y cocía botones de nácar sobre papel dorado y plateado. Era mi labor cuando llegaba de la escuela y también en los días que no tenía que ir a estudiar. Cuando cocía ciento cuarenta y cuatro botones, doce docenas, significaba que había ganado una corona y media. Nunca llegue a traer más de veintisiete coronas a la semana. El día de Año Nuevo debía ir al pueblo y a los alrededores para desear el feliz año. Era una de las costumbres que tenían las poblaciones más pobres. Solamente se iba a donde las familias ricas o acomodadas conocidas y se les daba los buenos deseos, por eso recibía una recompensa. Me asustaban terriblemente los perros que vigilaban las casas de los ricos, pero iba empeñada en llevar a casa tanto dinero como fuese posible. Con frecuencia entraba a puertas de donde salía un niño maltratado. Al morir un niño de una familia rica, como lo era para algunos niños pobres, su ataúd,
que avanzaba en un coche especial, debía ser seguido a pie. Por ello se recibían diez coronas de recompensa. Una vez cuando no fui a la escuela debido a mis zapatos dañados, nos mandó a decir la maestra que tenía que ir al entierro de una compañera para obtener la suma que estaba establecida. Así que caminé todo el largo, sucio y emblandecido camino con mis zapatos que ya no tenían suela, para recibir esas pocas coronas. En ese tiempo en que vivíamos en una gran miseria se hablaba mucho de una Duquesa que habitaba en un castillo en un pueblo a una hora de camino. Se hablaba con gusto de su caridad. Un montón de gente se puso feliz por su generosidad. Todo lo que había escuchado de hadas buenas en los cuentos, parecía materializarse en esa mujer. Mi madre se permitió escribirle una solicitud, la cual fue firmada por el alcalde y el párroco. Poco tiempo después recibimos un apoyo de cinco florines. Mi madre estaba infinitamente feliz por esa ayuda y reflexionó sobre cómo podía agradecerle. Discutimos la posibilidad de recibir zapatos si la Duquesa supiera lo mal que estaban. Tuve que escribir una carta que decía más o menos así. Benévola señora Duquesa: Debido a que mi madre no puede escribir, entonces escribo yo, que ella se queda humildemente agradecida por los cinco florines. Tengo diez años y no puedo ir muy seguido a la escuela, porque no tengo zapatos y a mí me gustaría mucho ir a la escuela. Como a un hada de la fortuna, esperé día y noche por una noticia de la Duquesa y llegó el mensaje de que yo debía ir a donde la maestra jefe del pueblo, quien se encontraba en el castillo. Ella me envió al zapatero, donde se me tomaron las medidas para unos zapatos nuevos. Una semana después yo debía recogerlos en el castillo. La profesora me había enseñado anteriormente que yo debía decir “su alteza” o cuando no pudiera recordar esa palabra “benévola señora Duquesa”. Me dirigí allá por el camino parcialmente cubierto de nieve que llevaba al castillo. Llevaba suecos, una falda verde y, atado sobre una chaqueta delgada, un pañuelo de mi madre. También me envolví la cabeza en un paño de algodón. Con el corazón temeroso, exaltado y palpitante atravesé la calle de los altos y antiguos arboles del castillo. Sus muros me infundían un sentimiento que hoy describiría como penosa reverencia. El portero, como lo llamaban las personas, me dejó entrar y me envió hacia unas escaleras grandes y lujosas. Todo estaba tapizado como jamás lo había visto antes en otra casa. Unas cosas verdes decoraban las paredes. Arriba me recibió un hombre vestido ostentosamente. Llevaba unos pantalones cortos y una falda cubierta de galones. Pensé que era el Duque y me apuré a besarle la mano como mi madre me lo había inculcado. Sin embargo él se rehusó. Más tarde me enteré de que él era el sirvien-
te de cámara. Me guio y llegamos a una puerta tras cuya abertura pude divisar una muchacha que se veía como yo. Una falda verde y un pañuelo como los míos, también los suecos y los ojos y cabello oscuros, como yo. Le conté a mi madre y nos pusimos a caminar de un lado a otro preguntándonos quién podría ser. En aquel entonces no teníamos la menor idea sobre las puertas de espejo. El sirviente de cámara me mandó esperar en un corredor decorado con cuadros. Apareció una mujer joven que me tomó cariñosamente de la mano y me llevó a un gran cuarto en el que había libros en las paredes. Por primera vez me paraba en un piso en el que se caminaba como sobre hielo. La Duquesa me acercó una silla y trajo de un cuarto contiguo los zapatos mandados a hacer a mi medida. Se apiadó de mi vestido delgado y me entregó una tarjeta que le debía dar a la profesora jefe, en cuyo contenido le encargaba elaborarme una chaqueta abrigada. Cuando recogí la chaqueta, la Duquesa me preguntó sobre nuestras condiciones y yo le conté sobre mi hermano enfermo. Prometió enviar un doctor y me dio dinero para mamá. Después me preguntó si me gustaba leer, contenta respondí afirmativamente y entonces me regaló libros, unos grandes con lindos colores, cuyos títulos curiosamente olvidé. “El tesoro robado”, es el único que he podido recordar. Un libro era de Ottilie Wildermuth, con unas imágenes sorprendentemente bellas. Lamentablemente, cuando había necesidad y hambre en casa, debía venderlos por unas pocas coronas. Me hubiera gustado comprarlos nuevamente, cuando ya podía juzgar el valor formativo de los libros, pero todos mis esfuerzos fueron en vano. La Duquesa mantuvo su promesa y le envió un médico a mi hermano. El triste resultado del examen fue que el doctor consideró insuficiente el cuidado en el hogar y además recomendó el hospital como único lugar para que se salvara. Así pasó. Durante un año mi hermano permaneció en cama de agua, solamente de esa manera podía aguantar su creciente dolor. Su pobre cuerpo se veía terrible, pero lo cuidaban bien en el hospital. Allá todos lo trataban con cariño y él no alcanzaba a contar todas las cosas deliciosas que recibía de comer. Otros pacientes volvían con regalos para él, cuando estaban sanos y habían dejado el hospital. Sus cuidadoras decoraban la cama con flores y cuando cumplió cien días de estar allí le hicieron muchos regalos. Sin embargo, volver a la casa era su nostalgia. Con frecuencia nos pedía escribirle a la Duquesa y pedirle que le ayudara para que pudiera quedarse con mamá. Por los doctores sabíamos que eso era imposible y siempre le dábamos largas al asunto. Un día vino una de las cuidadoras y nos compartió que él había sido librado de su terrible sufrimiento
por la osteohelcosis. Fue enterrado en un ataúd de armas. Para año nuevo mi madre consiguió trabajo en el jardín de la Duquesa, con lo cual nuestras condiciones mejoraron. Pero ahora se vengaban con las muchas clases a las que no asistí. Dado que mi madre no podía escribir, yo no tenía disculpa alguna. La dirección de la escuela dio aviso y mi madre fue condenada a pagar doce horas de arresto. Ahora que ella tenía trabajo no quería perder dinero y se abstuvo de acatar la orden de comparecencia y pagar la multa. Consideró también inaudito que ella, una mujer honrada que había actuado siempre honestamente, pudiera ser arrestada. Sin embargo, el sábado de pascua, a las seis de la mañana, vinieron dos gendarmes y la recogieron. Ella no podía concebir que le pasara una vergüenza así, el tener que pasar la calle entre dos gendarmes. A pesar de ello, fue consciente de que toda su vida había sido íntegra y pulcra. Después fue llevada a donde la maestra jefe y ésta le hizo advertencias de enviarme con diligencia a la escuela. Dado que yo era muy inteligente “se podía hacer algo de mí”, aseguraba. Mi tutor también vino y se conformó con advertirme que debía ser mansa, piadosa. Pero de qué serviría eso si yo no tenía vestido ni alimento para poder ir a la escuela. Cuando terminó ese año de escuela mi madre decidió mudarse a la ciudad. Entonces yo tenía diez años y cinco meses de edad y no debería ir más a estudiar, sino trabajar. Las personas reprobaban a mamá y comentaban que si nosotras hubiéramos permanecido en nuestro pueblo, la Duquesa me hubiese apoyado con mi educación. Probablemente yo me lo había imaginado en sueños. Me había visto como doncella, así me dijeron que se llamaba a la muchacha con grácil delantal blanco decorado con cintas que yo veía frecuentemente en el castillo. También me hubiera gustado ser profesora y mi modelo a seguir se visualizaba en mi maestra, una linda y fina dama cuyo elegante vestido siempre me asombraba. Aún me seguían ideas fantásticas de que todo estaba relacionado con la Duquesa. Cuando tuve que trabajar fuertemente todo el día seguía pensando en ella y creía que debía acordarse de mí y, como en los cuentos, que se me aparecería con un motón de felicidad y esplendor. Siguieron siendo sueños. Traducido por Daniel Uriel Ventura Cáceres del original escrito en alemán. Egresado de Filología e Idiomas- Alemán. daniel910209@hotmail.com. El anterior texto, “Meine Mutter”, es un fragmento de la autobiografía de Adelheid Popp (1869 – 1939) líder del movimiento femenino socialista en Austria, titulada “La historia juvenil de una trabajadora” y publicada en 1909.
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TRADUCIDO POR | Humberto Correa Bonilla Ilustraci贸n | Luis Carlos Barrag谩n
visto ping tal vez allá lejos un segundo ping silencio. Trazas solo descubren dadas manchas negras grises signos no sentido gris claro casi blanco siempre igual. Ping tal vez no solos un segundo con imagen siempre la misma el mismo tiempo un poco menos tanta memoria casi nunca ping silencio. Rosa dada solo clavos blancos caídos. Cabellos largos blanco invisible caído. Cicatrices blancas invisibles mismo blanco de piel arrancada de viejo rosa dada justo apenas. Ping imagen casi apenas casi nunca un segundo luz tiempo azul y blanco al viento. Cabeza erguida nariz ojos agujeros blancos boca costura blanca como cosida invisible fin. Solo los ojos dados azules fijos al frente azul claro casi blanco único color solo no fin. Calor claro planos blancos brillando el blanco solamente brillando blanco infinito pero eso no sabido. Ping una naturaleza casi apenas casi nunca un segundo con imagen mismo momento un poco menos azul y blanco al viento. Trazas manchas ojos gris claro agujeros azul claro casi blanco fijos al frente ping un sentido solo casi nunca ping silencio. Un metro desnudo blanco fijo ping fijo en otra parte no sonido piernas unidas como cosidas talones junto ángulo recto manos colgantes palmas al frente. Cabeza erguida ojos agujeros azul claro casi blanco fijos al frente silencio en el interior. Ping otra parte siempre allí pero eso no sabido. Ping tal vez no solos un segundo con imagen mismo tiempo menos pálida ojo negro y blanco medio cerrado pestañas largas implorando tanta memoria casi nunca. Relámpago de tiempo lejos todo blanco sobre todo lo viejo ping relámpago paredes blancas brillando blanco no hay traza ojos agujeros azul claro casi blanco último color ping blanco fin. Ping fijas final en otra parte piernas unidas como cosidas talones juntos ángulo recto manos colgantes palmas al frente cabeza erguida ojos blanco invisible fijos al frente fin. Rosa dada solo apenas un metro invisible blanco desnudo todo sabido sin interior fin. Cielorraso blanco nunca visto ping antes casi apenas casi nunca una segunda luz tiempo piso blanco nunca visto ping antes tal vez ahí. Ping antes casi apenas tal vez un sentido una naturaleza un segundo casi nunca azul y blanco al viento tanta memoria nunca desde entonces. Planos blancos sin rastro brillando el blanco solo brillando blanco infinito pero eso no sabido. Calor claro todo sabido todo blanco corazón aliento no sonido. Cabeza erguida ojos blancos fijos al frente viejo ping último murmullo un segundo quizás no solo ojo deslustrado negro y blanco medio cerrado pestañas largas implorando ping silencio ping fin. Traducido por Humberto Correa del original en inglés escrito por Samuel Beckett, 1966. Estudiante de narrativa de la Maestría en Escrituras Creativas. corrhumberto@gmail.com.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Traducción - Ping
Todo conocido todo blanco desnudo cuerpo blanco fijo un metro piernas unidas como cosidas. Calor claro piso blanco un metro cuadrado nunca visto. Paredes blancas un metro por dos cielorraso blanco un metro cuadrado nunca visto. Cuerpo blanco desnudo fijo sólo los ojos apenas. Trazas manchas gris claro casi blanco sobre blanco. Manos palmas colgantes al frente pies blancos talones juntos ángulo recto. Calor claro planos blancos brillando blanco cuerpo fijo ping fijo en otra parte. Trazas manchas signos no sentido gris claro casi blanco. Cuerpo blanco desnudo fijo blanco sobre blanco invisible. Solo los ojos apenas solo azul claro casi blanco. Cabeza erguida ojos azul claro casi blanco adentro silencio. Murmullos breves casi apenas casi nunca todo sabido. Trazas manchas signos no sentido gris claro casi blanco. Piernas unidas como cosidas talones ángulo recto. Trazas solas descubren luz negra dada gris casi blanco sobre blanco. Calor claro paredes blancas brillando blanco un metro por dos. Desnudo cuerpo blanco fijo un metro ping fijo en otra parte. Trazas manchas signos no sentido gris claro casi blanco. Dedos de pies blancos unidos como cosidos talones juntos ángulo recto invisible. Solo ojos descubren azul dado azul claro casi blanco. Murmullo casi apenas casi nunca un segundo tal vez no solo. Rosa dada solo casi apenas cuerpo blanco fijo un metro blanco sobre blanco invisible. Todo blanco todo conocido murmullos casi apenas casi nunca siempre lo mismo todo conocido. Calor claro manos palmas colgantes al frente blanco sobre blanco invisible. Cuerpo blanco desnudo fijo ping fijo en otra parte. Solo los ojos solo apenas azul claro casi blanco fijos al frente. Ping murmullo casi apenas casi nunca un Segundo tal vez una salida. Cabeza erguida ojos azul claro casi blanco fijos al frente ping murmullo ping silencio. Ojos agujeros azul claro casi blanco boca blanca costura como cosida invisible. Ping murmullo tal vez una naturaleza un segundo casi nunca tanta memoria casi nunca. Cuerpo blanco desnudo fijo un metro ping fijo en otra parte blanco sobre blanco invisible corazón aliento no sonido. Solo los ojos dados azul claro azul casi blanco fijos al frente solo el color mismo se descubre. Planos se encuentran invisibles uno solo brillando blanco infinito pero eso no conocido. Nariz orejas agujeros blancos boca costura blanca como cosida invisible. Ping murmullos casi apenas casi nunca un segundo siempre el mismo todo conocido. Rosa dada justo apenas cuerpo blanco desnudo fijo un metro invisible todo conocido sin adentro. Ping tal vez una naturaleza un segundo con imagen al mismo tiempo un poco menos azul y blanca al viento. Cielorraso blanco brillando blanco un metro cuadrado nunca
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TRADUCIDO POR | Diego Chiari Ramos Ilustración | Nicolás Parra Garzón
Paliuro Igor Beshevich apresuraba el paso. Su servicio en el museo comenzaba a las seis y la saturación de las calles del barrio Mlanecsz lo había retardado demasiado. La muchedumbre avanzaba perezosa como una gruesa serpiente por las tiendas de escritura y de velas, y cada uno intentaba, mal que bien, evitar los charcos que la nieve al fundirse había formado en el arroyo. Las
mujeres eran las más lentas, a fuerza de levantar sus faldones para no embarrarlos, poniendo una botina, luego la otra, con la delicadeza de muy jóvenes bailarinas. Beshevich penaba por retomar su aliento y deslizar su cuerpo grueso entre la corriente humana que venía a su encuentro. “¡Puta paliuro!”, rumiaba. Varias veces chocó con formas duras y que gruñían
otros con quien se cruzaba sino que ahora intentaba correr, a pesar de su peso y su edad. Le parecía que no había nada más frente a él que una ancha aguja de plomo que avanzaba, haciendo un ruido crujiente sobre un tablero de crayola. Y Beshevich confundía el tablero de la péndola con el rostro seco y amarillo del señor Klapeck, el celador-jefe del museo, rígido y frío, que debía esperarlo sobre la escalinata, su reloj de plata en la mano, y escuchaba ya en su cabeza una voz mucosa, la suya sin duda pero hinchada de sarcasmos, que martillaba: “Paliuro, paliuro, paliuro…” ¡Pues era por causa de esa maldita palabra que iba tan tarde! Imposible de encontrar lo que significaba… ¡el colmo! Él que guardaba todo… la había sin embargo visto en alguna parte esta paliuro, pero en dónde. A pesar de sus cincuenta y siete diccionarios e índices lexicológicos, y de todas las libretas mugrientas cubiertas de escrituras que organizaba en el único armario de su moblaje de soltero, con mil precauciones, como se hace con un tesoro, Beshevich no pudo encontrar paliuro. Esto lo había sacado de quicio al punto que había perdido el sentido de la hora, no comió, y, cuando el día se hundió de golpe, se dio repentinamente cuenta del tiempo que había pasado buscando sin éxito el rastro de la palabra en sus notas, sus diccionarios y su caprichosa memoria. Turbado, había salido de tromba del apartamento. Beshevich tenía la pasión, y era la única en su vida, de las palabras raras, palabras olvidadas, torcidas, un poco grotescas o que se abandonan a la amnesia de las lenguas porque se prefieren fulanas más nuevas o más brillantes, dichos a la moda, comodines sin relieve. Todos esos cabrones anticuados despidiendo olor a humedad, la literatura de tribunal y el acto notariado, glorias de los censuralistas, encontraban refugio en la vida de Beshevich, en el revoltijo de su apartamento y en el de su conversación comprensible para él solo, las más de las veces. A menudo, a falta de poder compartirlas con el prójimo, las hacía sonar en voz alta, en las noches, después de haberlas seleccionado mentalmente, clasificado, asociado por categorías de sentido, de acento melódico, de largura vocálica, de antigüedad, de genealogía etimológica, entre las cuatro paredes de su habitación de muchacho viejo y gordo. Pasaba sus escasos días de ocio en las bibliotecas de la ciudad, recolectando las moribundas en los en cuarto de cantos ajados, los opúsculos rancios de memorialistas de tiempos antiguos, los líbelos pedantes y acerbos de petimetres atrabiliarios mientras masticaba pan negro y salchicha de asno. Cuando descubría un vocablo que aún no había visto nunca, todo su cuerpo temblequeaba y no podía permanecer en su sitio, ni siquiera esconder su alegría: le era preciso salir lo más rápidamente de las salas de trabajo o de la sección de
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Traducción - Paliuro
apretadas en espesos abrigos, bajo gorros de terciopelo o astracán, con mantos bombachos. Todas esas gentes casi ya no tenían rostros, pues la noche de invierno se apoderaba de la ciudad y sus calles, les vertían una sombra violeta que no llegaba a desgarrar las débiles bombillas de los vendedores de pavitska puestas a ras del suelo fangoso. A medida que el cielo se oscurecía y que sentía la hora avanzar, Beshevich se libraba más aún a la merced de la pequeña angustia que lo acompañaba desde que había cerrado la puerta de su apartamento, temor ridículo nacido de un enervamiento sin importancia. “Tarde, señor Beshevich… tarde…”, se había mofado la conserje cuando pasó la portería, lo que tuvo como efecto el hacerlo sonrojar y sofocarlo aún más. “Servidor, señora Schlomo…”, había respondido levantando su sombrero. “Sucia vieja víbora y sin tetas”, había pensado para sus adentros, avergonzado de ser amable con esa criatura a pesar de la repulsión que le inspiraba. Debía a la anterior conserje una jornada entera en la comisaría de Estado, durante la cual dos hombres que olían fuerte a cebolla y cordero frito lo habían vigilado en una pequeña pieza ciega, sin decirle nunca nada, sin responder a sus preguntas, sin hacer ninguna por cierto, y no hablándose ni siquiera entre ellos. Luego, para su gran sorpresa, había sido liberado, y el comisario, acompañándolo hasta la puerta, había tenido estas palabras de sibila: “Sea amable, señor Beshevich, sea amable… incluso con las pobres mujeres…” A lo cual había asentido, molesto, la boca seca por el miedo, sin entender nada y sin atreverse a interrogar al comisario, demasiado feliz de poder dejar el lugar frío y los dos guardianes mudos. Se había siempre dicho que debía este llamamiento a la conserje, con la cual había sostenido tres días antes algunas palabras a propósito de un sórdido asunto de baños comunes mal aseados. También, cuando esta estiró la pata, una noche del otoño pasado, algunas horas después de haberla encontrado caída en el sótano del carbón, la frente rota contra el ángulo de un escalón, Beshevich había abierto una botella de aguardiente de semilla para celebrar el acontecimiento. ¡Puf!, la portería no permaneció vacía más que una semanita, y la señora Schlomo llegó con una carta de recomendación del comisario que pegó sobre la puerta durante un mes. Beshevich había soltado el nudo de su corbata, el cuello postizo almidonado le cortaba el bolsillo rosado de pavo que le colgaba bajo el mentón, sus pulmones hacían el ruido de una caída de agua musgosa, el sudor a gruesas gotas resbalaba de su frente hasta en sus ojos, una carreta casi lo atropella, lo salpicó hasta las rodillas. La muchedumbre no disminuía. La corneta de un tranvía bramó en sus oídos. “Paliuro, paliuro…” se repetía muy lentamente, irritado. Ya no miraba a los
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Traducción - Paliuro 56-57
los alquiladores de libros para encerrarse en el primer sitio a salvo donde pudiera entonces, solo con la palabra, apreciar la plena medida de su placer, pronunciándola en voz alta, por primera vez, haciéndola sonar a sus oídos para sentir la caricia de ese cuerpo impalpable y volátil. Muy a menudo, los baños de la Biblioteca real fueron los testigos de estos éxtasis que lo dejaban enseguida como azarado durante largas horas, a la imagen de un amante colmado retirándose de los muslos de su conquista. El museo estaba a la vista. La noche absorbía el edificio sombrío que, incluso de día, repugnaba al público por sus muros opacos, donde grandes chorreones negros que venían del techo, supuraban de mil goteras hasta llegar a los peldaños de una escalera agrietada. Beshevich calmó su prisa, luego intentó sin mucho éxito retomar una respiración normal. Un grosero pañuelo apestoso a sudor y charcutería vieja le permitió enjugar su rostro empapado. Klapeck no lo esperaba en lo alto de la escalinata como lo había temido. Abrió la puerta de servicio sobre el lado izquierdo de la construcción, la cerró muy suavemente en seguida, con una infinidad de precauciones, caminando sobre la punta de los pies como para aliviar sus temores y su peso, llegó a la celaduría. El museo dormía. No se escuchaba ningún ruido. Al aproximarse hacía el puesto, Beshevich comenzó a relajarse. Y de repente, tuvo el sentimiento de que una neblina se disipaba, la neblina de esa melaza devoradora de sentido y, volviendo a su interrogación obsesiva, vio, sí, vio su paliuro centellear en letras claras y como iridiscentes ante sus ojos, para ofrecerse al fin y aclarar su luminosa definición. Pero en ese momento, el pie de Beshevich tropezó con una tabla de parque muy saliente; casi se cae, trastabilló, se apoyó en el muro, maldijo, puteó: paliuro había regresado al misterio de su noche. En la celaduría, algunas frases garabateadas por Klapeck en el registro de supervisión lo calmaron: su superior debía acudir a la cabecera de su suegra moribunda, indicaba a Beshevich que estaría entonces solo por esta noche. “¡Que se espiche con su suegra, y buen viaje!” pensó el gordo guardián cuya frente de nuevo estaba cubierta de un agrio sudor. Se cambió sin mucha prisa, luego, vestido con su uniforme azul oscuro, se sentó un instante. Su respiración estaba aún entrecortada, y el uniforme decididamente demasiado pequeño. Beshevich sentía el apretujamiento: se le dificultaba mover su brazo izquierdo. Pero al fin de cuentas, ¡por qué ponerse esta maldita chaqueta, ya que estaba seguro de estar solo toda la noche! En camisa se sintió mucho mejor, aunque el leve dolor en el brazo aún no había completamente desaparecido. Hurgando en su casillero encontró un resto de paté de cerdo así como un mendrugo de pan tieso como un
hueso. Mascando todo esto y asiendo su linterna, partió con paso lento a hacer una primera ronda a través de las salas. Beshevich detestaba la pintura. Nunca había entendido que se pudiera admirar lo que remedaba tan groseramente la realidad, mientras que en la vida de cada día a duras penas se veía aquello que los pintores tomaban por modelo. Todos esos ramos; esos amontonamientos de ostras, de liebres, de peras, de uvas y langostas; esos manojos de rosas y de tulipanes; esos golpes de bermejo derramados unos sobre los otros; esas telas retorcidas, esos paños drapeados sobre columnas quebradas; esos santos grotescos con las miradas elevadas no se sabe adónde; esos gruesos cuerpos rosados de mujeres jugando en campos demasiado verdes; todo eso le provocaba nauseas. Ayudado por la rutina, había llegado incluso a no verlos más y, cuando sus rondas, prefería fijarse en sus zapatos y concentrarse en sus últimos hallazgos, o algunos problemas de etimología, de agrupamientos onomásticos, en vez de dejar su mirada ir hacía los muros. Beshevich terminó su tentempié y secaba sus manos grasosas con el lienzo rugoso de un pequeño Murillo representando tres ciegos errando sobre un puente y a punto, sin saberlo, de lanzarse al agua. Intentando desentumecer su brazo izquierdo que le parecía singularmente pesado, había retomado el hilo de sus búsquedas: paliuro, paliuro… de pal, sí sin duda de pal, palis, sustantivo latino, que quiere decir pica, estaca, objeto puntudo, y por extensión metonímica, peligro, herida, cortadura. Sí… sin lugar a dudas… ¿pero el sufijo, el sufijo? –iuro…, hay para escoger, puede ser del moldavo –youro, que significa debajo, o bien el bajo-cretense –iëro, cuyo sentido indica más bien la circularidad, o incluso el croata –liuruo que quiere decir… que quiere decir… no, es imposible, no el croata… ¡joder!, ¡maldita palabra, maldita memoria! Sacando un viejo cigarrillo liado de su bolsillo, lo llevó a sus labios y constató con asombro que su rostro todavía estaba empapado de ese sudor pegajoso que olía un poco a ajo y leche cuajada. Rascó una cerilla contra las olas furiosas de una tempestad entre brumas de William Turner. La llamita naciente chamuscó la espuma blancuzca. Beshevich quiso borrar aquello restregando un poco la superficie de la pintura con su uña, pero sólo logro despegar un pedacito de la ola que cayó en fino polvo a sus pies. Alzó los hombros, lanzó dos bocanadas de cigarrillo y continuó su camino de sala en sala. Paliuro sacudía en su cabeza a la manera de un martillo rabioso sobre un yunque. Le parecía que la palabra prisionera se vengaba de él mortificándolo, aullando sus sonidos, desesperada de perder su sentido. Y con todo, como si esto no fuera bastante penoso, su brazo que se hacía más y más pesado, y el
dolor que alcanzaba el hombro ahora, descendía un poco sobre el pulmón al que parecía agarrar como entre pinzas. Paliuro, paliuro, la palabra ahora gritaba en su cerebro, y ya no era su voz la que la pronunciaba, sino aquella gruñona de la repugnante señora Schlomo y, acompañándola, otra voz, más seca aún y puntiaguda, la del señor Klapeck, y aún otra más, lejana, amenazante, paliuro, paliuro, paliuro… que reconoció ser la voz del comisario de policía. Beshevich sintió su paso volverse pesado. Acababa de llegar a la sala consagrada a la pintura religiosa italiana cuando, de golpe, tuvo la sensación de que un ser invisible le clavaba una espada recalentada al rojo a través del cuerpo. Su corazón estalló en un tornillo de banco. Su brazo se convirtió en piedra, su pecho adquirió un peso oprimente. Intentó sin éxito aspirar una gran bocanada de aire. Sin comprender lo que le ocurría de repente, se vio girar y desplomarse al suelo, espectador impotente de su propia caída. Se hizo la noche, aquello duró. Cuando Beshevich recobró la conciencia, no supo cuántos segundos, minutos u horas habían transcurrido. Sentía todavía en él un gran dolor, quizás menos vivo que el que lo derribó, pero más caliente, más constante y más amplio. Trató de levantarse pero no lo logró. Trató de mover sus piernas sin mejor éxito. Entonces, presa del pánico, quiso estirarse y con esfuerzos desesperados intentó comandar un músculo, un tendón, el más pequeño y el más inútil de los ínfimos nervios que se arrastraban bajo su carne grasosa… Pero no pasó nada. Incluso sus párpados permanecían odiosamente abiertos, ya no pestañeaban y sus gruesos ojos se atiborraban de lágrimas que corrían solas. Su cabeza había rodado sobre la izquierda en su caída y formaba un ángulo extraño con el cuerpo. Su mejilla apoyada sobre el parqué sucio, Beshevich no veía nada más que una niebla de llanto y formas vagas. Luego de algunos minutos, cuando el llanto cesó y su visión se aclaró, Beshevich pudo constatar que el rostro dulce de un hombre demacrado y desnudo se inclinaba sobre él en una actitud de grande humanidad. Su mirada condescendiente le sonreía. Un poco de barba corría sobre sus mejillas muy flacas. Trató de dirigirle un llamado quejumbroso pero ningún sonido salió de su boca. No conocía a este hombre, jamás lo había visto. La agonía de Beshevich duró hasta la madrugada y, hasta la madrugada, debió mirar la Crucifixión en el matorral de Antonello de Messina, y muy particularmente el rostro del Cristo que el pintor en un afán de grandeza había desproporcionado un poco. Los ojos del guardián, ora secos como piedras, ora refrescados por el llanto, recorrían las más pequeñas arrugas del Bienaventurado Rostro, y, por primera vez en su existencia, Beshevich, luego de haber constatado que se trataba de un
retrato y no de un hombre venido a socorrerlo, se vio obligado, a pesar de su repugnancia, a mirar fijamente una obra pintada. Confusamente, comprendió que iba a morir y que, para cuando su compañero viniera por el relevo del día, sería demasiado tarde. Entonces en un último esfuerzo, no teniendo ya otro afán que el de morir en paz consigo mismo, intentó rechazar el rostro coronado de Jesucristo y se concentró con una pena inmensa para que al fin apareciese paliuro, y que la palabra relajada, abierta, le librara su sentido antes de entregar el alma. Pero el buen rostro del Crucificado, en cuya frente las espinas clavadas habían hecho nacer cortos arroyos de sangre, permanecía delante de los ojos del guardián en agonía, a pesar de todos sus esfuerzos por rechazarlo. El dolor progresaba en el cuerpo de Beshevich y alteraba su conciencia. Creyó oír cantar un gallo, y ver caer la corona de espinas sobre su vientre. El rostro le sonreía aún, los labios a penas abiertos, como si fuera a murmurar. El corazón de Beshevich se resquebrajaba en mil fragmentos de carne. La corona de entrelazos y puntas negruzcas parecía revolotear sobre su mirada, y veía las espinas ir y venir, tan cerca a sus pupilas que creyó que iban a reventarle los ojos… Paliuro, paliuro, paliuro, insistió una vez más en una postrera invocación al genio de la palabra que no quería visitarlo antes de su último término. Un gran crujido recorrió su pecho. En ese preciso momento, sin que adivinara por qué, el Cristo coronado le pareció de la más alta importancia. Beshevich se sintió deslizar en un vacío pegajoso y negro, y de repente las espinas perforaron la noche hacia la que caía, las espinas de la santa corona se alzaron en el día que huía Beshevich para dar a un enigma tonto un término benigno. Pues esas bellas púas de amor y de mal, entronizadas sobre la frente blanquecina del hijo de Dios; esas espinas indiferentes que los pintores se placen en trenzar sobre el rostro de Gloria, de Sufrimiento y de Vida del Salvador, como para darle la pálida dignidad del más humilde de los mortales, son las vivas terminaciones de un pequeño árbol de Judea que crece a la orilla de los desiertos en arenas pobres, árbol enclenque que la cabras más hambrientas dejan con desdén, que el viento mismo evita por miedo a herirse y perder su canto, y que sabios botanistas, un día, un día muy antiguo, nombraron con el muy dulce término de paliuro, como para su mero placer. Pero de esto, Beshevich había muerto, idiota, sin siquiera haberlo recordado. Traducido por Diego Fernando Chiari Ramos del original en francés escrito por Philippe Claudel. Estudiante de Licenciatura en Filología Francesa. dfchiarir@unal.edu.co
ENTREVISTADO | Alonso Aristizábal Ilustración | Claudia Silva Yate
Escribir es vivir cada epifanía Viene por la acera y pasa frente al ventanal del café donde lo esperamos. Anda erguido y parece medir cada paso. Con una mano pegada al pecho sostiene dos libros y con la otra blande un paraguas. Es una mañana soleada de diciembre en Bogotá y el resplandor lo obliga a fruncir el ceño. En la puerta mira al suelo
para dar el paso en el escalón y en un instante apreciamos su perfil aguileño. Nos saluda con amabilidad y pide un café late. Una joven le sirve una taza humeante con café negro, espeso y brillante; al lado, una jarra metálica donde burbujea leche. Mientras nos habla de su deleite casi infantil por el café, vierte la
leche y revuelve. El enjambre de voces y tintineos del lugar nos invade durante varios segundos. Conversamos con Alonso, así es como le gusta que lo llamen sus alumnos. Entre sorbos nos cuenta lo que recuerda de su vida en Pensilvania, municipio del oriente del departamento de Caldas, a cuatro horas de Manizales. Allí nació y vivió hasta terminar el bachillerato. De su pueblo escribió dos libros y está trabajando en otro que se lanzará con motivo de los ciento cincuenta años de su fundación en 2016. Continúa el recuento de su vida de estudiante en la Universidad Bolivariana de Medellín, donde estudió Filosofía y Letras y trabajó durante ocho años dando clases en el liceo de la misma. De allí se vino para Bogotá, donde ya va a sumar cuarenta años. Dice que lo hizo porque necesitaba caminar sin que se le acabara la calle, que se dio cuenta de esto una tarde en Medellín cuando una iglesia le cerró el paso. Esto hace parte de la constante reflexión que le pide a la literatura. Algunos hechos de su vida están marcados por acontecimientos históricos. Cuenta que llegó a Bogotá en el año 73, el día que se quemó el Edificio de Avianca. Entró al apartamento, en las Torres Jiménez de Quesada a ver el incendio. En el 82, el año del Nobel de García Márquez, tomó la decisión de dedicarse a escribir, regresó a Medellín y allá vivió un año y medio. Luego volvió a Bogotá con el borrador de su primera novela. Habla de sus trabajos y nos cuenta que viajaba por el país preparando guías turísticos como empleado de Corturismo. —Uno por la literatura se mete en muchas cosas. Un día me dio por estudiar Grafología, conseguí unos libros y estudié por mi cuenta. Y fui perito grafólogo del
una bomba el 27 de noviembre de 1989 —Allí murió él. Fue alguien que influyó mucho en mi interés por la literatura. Es un relato de confesión, con la historia de él y la mía en torno a ese hecho, como homenaje a las ciento once víctimas. Él fue periodista de El Colombiano, me regaló bastantes libros y me enseñó mucho sobre literatura. Con esas tragedias debe pasar un tiempo para que la gente las decante y se pueda hablar de ellas— Alonso pasa a otro aspecto de su vida: sus libros. —Mandé mis libros para Pensilvania y con eso hicieron una biblioteca que se llama Alonso Aristizábal. Tres mil ejemplares se fueron para allá, también porque necesitaba darle espacio a las nuevos libros—, aprovecha el tema para hablarnos de la trascendencia de la lectura para los escritores en formación —hay que leer los autores de siempre y los de ahora. Es algo simple, pero no por ello fácil por la dedicación que exige— en su opinión, hay libros buenos y novelas buenas —primero que todo porque están bien escritas— habla de la literatura como una forma de vida. —Hay un momento en que te preguntas ¿Voy a ser rico o pobre? No. Voy a ser feliz y punto. Yo digo que eso es a lo que uno tiene que apostar. Ahora creo que uno como escritor está con una antorcha para que la gente crea en los sueños que el mundo necesita—. Comprendemos su punto cuando nos dice que los libros no van a desaparecer mientras los escritores tengan la responsabilidad de garantizar su existencia más allá del interés económico, y que hay que pensar en hacer buena literatura, — toda la literatura es un solo libro en el que cada autor escribe su propia página. Jugarse con la
literatura es pensar que escribimos una obra, no una novela o un libro de cuentos. Aunque uno piensa en lo que escribe cada día, así sea un poema por ejemplo. Fue lo que hizo Silva que se pasaba días escribiendo solo ese poema que es su gran obra. Luego vienen los demás poemas. La literatura no es únicamente emoción, también investigación, estructura y conocimiento. Lo mejor para entender esto es leer toda la obra de un autor—. Pasamos a lo que significa el oficio de escritor y a un punto que él enfatiza en sus clases, con los aspirantes a escritores, la salud. —Las Maestrías tienen que dar cuenta del oficio, de lo que significa escribir, pero también de la salud de quienes se dedican a él. Muchos escritores enloquecen periódicamente, como T. Capote que se iba por carretera entre muchos pueblos, diez o quince días a andar. Si tú pasas muchas horas sentado tienes que saber qué hacer para estar bien desde el punto de vista físico y psicológico—, otro tema que resalta en sus clases es la necesidad de escribir como se hace hoy en día, de ser actual. —La escritura se reinventa. Cada época tiene su estilo marcado por características especiales. La literatura epistolar es muy importante en el siglo XIX cuando la mayoría de las narraciones eran cartas. Goethe, por ejemplo, escribió varias novelas así. Hoy estamos marcados por el relato policíaco. La novela, el cuento y el ensayo, son géneros del siglo XIX. Se dice que el siglo XX ha producido un solo género: la crónica, y Capote logró que esta se convirtiera en crónica literaria. Hay crónicas que parecen literatura, la diferencia es la imaginación. Uno toma un texto de esos y, si está ceñido a la realidad es crónica; si pasa a la fantasía es literatura—. Otro aspecto es el modelo que sigue cada obra —considero que están pendientes los grandes temas
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Entrevista
Tribunal Superior de Medellín. Me mandaban los cheques de firma dudosa, para verificar su autenticidad. Cogí varias estafas— comenta entre risas. Su vida está llena de literatura, trabajó más de veinte años leyendo libros y haciendo reseñas para Diners, revista Avianca, El Espectador, La Patria y El Tiempo. Para los dos últimos escribe actualmente en su versión digital. Su conexión con la literatura y la escritura está relacionada con las vidas de su padre y uno de sus hermanos. —Mi padre era el periodista en Pensilvania y escribía en La Patria, de Manizales. La primera novela que me publicó Planeta en el 85 se llama Una y muchas guerras, y es un homenaje a él. Es una historia sobre los hechos que dieron lugar al 9 de abril que marcó sobre todo a su generación. Él me contaba muchas historias al respecto y yo las iba recogiendo. Investigué en las hemerotecas de la Biblioteca Nacional y de la Luís Ángel Arango, leí la prensa colombiana de los años treinta al cincuenta de El Tiempo, El Espectador, El Siglo y La Patria. Un día encontré varios artículos firmados por un tal E. Mirón con varios temas de los que él escribía. Volví donde mi papá y le pregunté de quién se trataba. Y me dijo: ese E. Mirón era yo. Entonces fue algo muy bello porque yo no sabía que él usara seudónimo en algunas colaboraciones de tipo político. Ese libro no lo he vuelto a publicar. Varias veces me han pedido que lo haga. Pero yo tengo muy adelante otra historia paralela que profundiza más hasta llegar a la muerte de Galán que me parece que cierra un ciclo en la historia de Colombia—. Sobre su hermano nos cuenta que lleva muy avanzada una novela. Trata del accidente del avión de Avianca derribado por
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sobre el momento que vivimos desarrollados a través de modelos literarios. La literatura se basa y reinventa a partir de ella misma—. En este punto la charla sigue su propio curso. Atrás quedan las preguntas que traíamos preparadas y dejamos que la conversación fluya con las ideas de Alonso. Él hace hincapié en un tema que nos interesa por nuestra condición de estudiantes de la Maestría en Escrituras Creativas: la diferencia entre el escritor autodidacta y el escritor de formación —existe el estigma de la primera novela: las primeras novelas siempre están mal escritas. Pero es muy distinta una novela que se escribe con guía y una que se hace en soledad—. Llegados a este punto le pedimos que nos hable de su método para escribir, por tratarse de lo que enseña en sus cursos. Durante el trabajo de creación en la Maestría seguimos con atención el proceso de hacerlo a partir de una imagen como expresión de un momento de una historia, algo que él llama la epifanía. RC: ¿Cómo surge esa herramienta para la creación literaria? AA: Cuando yo hablo de la epifanía en La odisea, me refiero a la necesidad de ver el pasado desde el presente. Sin duda Joyce inventó la epifanía, pero porque la encontró en La odisea. T escribes epifanías y estas pueden ser la base de un ensayo, un cuento, parte de una novela, un poema. Cuando vino Ryszard Kapuscinski a la Feria del Libro en 2004 les dijo a los periodistas: “¿Ustedes quieren aprender a escribir periodismo? Escriban poesía.” Es aprender a escribir con síntesis y lenguaje preciso. Es muy interesante porque esa idea se escribe por inspiración, llega un instante en el que ocu-
rre y uno la escribe, luego viene otra imagen y otra. Después uno junta eso y tiene el texto. Yo he armado así muchos de mis cuentos desde mi libro Sueño para empezar a vivir (1973) hasta El mar de un siglo (2012), una antología de mis relatos posteriores al primer libro con el propósito de mostrar mi búsqueda del género negro. Creo que es la literatura la que está en la vida. Hace poco escuché la noticia sobre el perro que vive en el cementerio donde está enterrado el amo, va a la casa y come y vuelve al cementerio. Pura literatura, una gran hipérbole. RC: En ese sentido, ¿podríamos hablar de autores que utilizan la epifanía como método para llegar a la escritura? AA: También Hemingway escribía poemas que son epifanías, Kafka escribió epifanías, lo mismo que Faulkner. La base de la obra de García Márquez se encuentra en la gran poesía que está allí. Nosotros tenemos la oportunidad de leer a los autores e ir marcando una epifanía tras otra. Así ocurre en Borges con Emma Zunz (El Aleph, 1949), ese cuento es una historia de muchos momentos, y hay que aprender a leerlo así, para apreciarlo de verdad. Para Álvaro Mutis la poesía es la plenitud del lenguaje, y yo digo que la epifanía constituye esa plenitud para el escritor. Tú con una epifanía logras el texto paso a paso a través de deslumbramientos. Yo voy en el carro y me detengo para escribir, a veces lo hago hasta en los semáforos y los trancones de Bogotá. Es un sistema con el que uno empieza a formar sus historias. RC: ¿De qué depende que aparezca una epifanía? AA: La epifanía es como la convivencia entre la historia y un instante del escritor. Re-
cuerdo lo que contaba Gonzalo Rojas. Fue un poeta que escribió hasta el final de su vida, muy vital. Vino a Colombia muchas veces. Él estaba escribiendo un poema e hizo siete versos. Digamos que esa es la primera parte de la epifanía. Y cuatro o cinco años después, el poema estaba sin terminar y él no sabía qué iba a hacer con ese texto porque todavía no tenía la idea final, que es definitiva. Una noche estaba en el balcón de su casa en Santiago y se fue la luz, quedó toda la ciudad a oscuras y él sintió lo que le faltaba para completar el poema. Es una confluencia entre la mente del escritor y la realidad, que se lleva por dentro. A nivel del lenguaje, la epifanía es muy útil, y uno tiene que escribirla bien. Si uno escribe un montón de epifanías sin corregir, después se le vuelven un problema. En el computador eso es maravilloso porque te permite ir moviendo esas epifanías de un lado para otro a fin de lograr el conjunto del texto. Ya casi es medio día y en el café volvemos a sentir el enjambre de voces, salpicado con el tintineo de los servicios en la barra y en las mesas. Afuera cae una llovizna débil y hace caminar como por entre un bloque de espuma. Sabemos que Alonso Aristizábal tiene mucho más para contarnos, como lo hace en sus clases. Lo dejamos leyendo los dos libros que trajo apretados al pecho, porque para eso no quiere perder un solo instante. El Comité Editorial de la Revista Circe conversó con Alonso Aristizábal sobre su vida, su obra y sus métodos para enseñar a escribir. Escritor y profesor de la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia desde hace seis años. revistacirce@gmail.com
Todavía POR | Mario Andrés Garzón Ilustración | Natalia Mejía Murillo
SEC. 1 INT. PANTALLA DE COMPUTADOR / NOCHE La traducción de un poema elegíaco del italiano al español está en curso en Word 97. El cursor titila al borde del verso “Todavía recuerdas / de tu vida mortal, Silvia, aquel tiempo”. Escribe un signo de interrogación al final y lo borra. Luego
borra el último verso completo y escribe “Silvia, esa época de tu vida mortal”. Hace dos o tres intentos más y acaba por borrar todo desde el comienzo. Cierra Word 97. ¿Guardar cambios? No. El escritorio de Windows 98 muestra un grabado de Hokusai. Abre Internet Explorer 6, busca en Favoritos y hace clic
en el ítem Rica Chicha. Tiene una conexión lenta a Internet y se nota. Finalmente se abre una página de Soundcloud, pulsa play en la canción “Lágrimas de amor” de José L. Carballo y abre una nueva pestaña en la que entra a su cuenta de correo. La canción suena al fondo durante el resto de la secuencia.
Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Epifanía - Pesca completa y Adaptación - Todavía recuerdas
recuerdas
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Circe, revista estudiantil de creación literaria | # 1 | Adaptación - Todavía recuerdas 62
No tiene mensajes nuevos. Refresca la página y sigue sin tener mensajes. Refresca otra vez con el mismo resultado. El cursor da lentos giros en una esquina de la pantalla, como una mosca. Finalmente se posa en el ítem “Spam”. Alguien (por el nombre se diría que un chicano) lo saluda, un laboratorio de Viagra lo felicita, un Reverendo Mark Williams le garantiza el 100% de su pago, todos en inglés. Hace clic en este último. Está leyendo el encabezado “GOOD NEWS” cuando aparece el número uno entre paréntesis junto al ítem BUZÓN. Va al buzón. Es un mensaje de rodpri@lacronica.com titulado “Un último favor”. Lo abre. El mansaje dice “Hola Andrés… El editor dice que la foto que nos enviaste para ilustrar la entrevista es de carné, tienes otra, más reciente, mas como de escritor? Mirando a lontananza, pensativo o fumando? Mil gracias otra vez por tu amabilidad… Rodrigo Prieto, Redactor Sección Cultura.” El cursor gira. ANDRÉS minimiza el navegador y abre Mis Documentos. Hace clic en la carpeta “Fotos”. Abre la primera. Un grupo de descomplicados escritores de camisa corta, posan en una casa colonial. Solo el más joven de ellos lleva medias, parece un turista insolado, su cara está llena de cicatrices de un acné virulento y parpadea en el instante congelado de la foto. Es ANDRÉS. Vuelve a Mis Documentos y abre otra foto. Con amigos, casi de espaldas, ANDRÉS, el mismo turista de la foto anterior, está sentado en una tienda, con el pelo más largo. Hace zoom sobre su propia cara, pero el pelo le tapa casi todo el perfil. Abre otra foto. Un paisaje montañoso, ANDRÉS con botas, pasamontañas y guantes, mira a lontananza junto
a una carpa. Hace zoom sobre la cara, pero la resolución de la foto es baja y se pixela. Abre tres fotos más que tampoco le sirven y entonces abre una foto en blanco y negro. La foto es, sin duda, la más vieja de las que ha visto. A comienzos del milenio, ANDRÉS tiene 19 años y mira a una mujer que tiene una cámara. Ella ve pasar un muñeco inmenso de una comparsa callejera y aunque ambos hacen parte de un público numeroso, por un raro efecto natural de la luz, parece que hubieran sido extraídos de su entorno y flotaran aparte, en un universo paralelo y luminoso. La expresión de ella es de una paz beatífica y el cursor ahora traza círculos sobre sus labios. SEC. 2 INT. PANTALLA DE COMPUTADOR / NOCHE Una hoja de Excel. El sonido del chat de Facebook suena al fondo y MARGARITA decide pasar a Google Chrome. En la esquina inferior derecha de la pantalla hay un nuevo mensaje de ANA, una contemporánea de MARGARITA que posa en Parc Guell: http://www.lacronica. com/read?v=OXlXbC&feature. MARGARITA hace clic en el link. Se abre una nueva ventana en la que una entrevista tiene el antetítulo COLOMBIANO GANA PREMIO DE POESÍA EN DAMASCO. El titular dice “SOLO SE SABE LO QUE SE PIERDE”. El subtítulo dice ANDRÉS VARGAS, un joven de Pacho, Cundinamarca, fue elegido ganador de un premio de poesía con apenas 27 años. La noticia está acompañada por una foto en blanco y negro en la que JUAN mira, embelesado, algo fuera de cuadro. Un mensaje nuevo suena al fondo. MARGARITA vuelve a su
cuenta de Facebook. ANA dice “Viste?”. MARGARITA contesta “Siiiiiiiiiiii (:o”. ANA dice “Está gordo, no?” MARGARITA contesta “Esa foto es vieja”. Sube hacia el encabezado de su cuenta en Facebook. MARGARITA nació en 1987, estudió en UIOWA, trabaja en DDB Colombia y está en una relación con ESTEBAN LOAIZA. Su foto de perfil la muestra con vestido de coctel, dándose un teatral pico con un rollizo hombre rubio de corbata. En su muro hay una imagen de una fiesta en un bar de aséptico mobiliario. Hace clic en el ítem “FOTOS” de su perfil y empieza a pasar una página tras otra, un viaje hacia atrás en el tiempo que desemboca con una foto de ella, en la calle. Una cámara fotográfica cuelga de su cuello y ella mira con calma curiosidad algo que debería asustarla, un objeto inmenso que proyecta una larga sombra sobre casi todo su cuerpo. Tiene unos siete años menos que en su foto de perfil y su ropa delata una antigua atracción por lo étnico y artesanal. Junto a ella está ANDRÉS VARGAS. MARGARITA vuelve a la pestaña de la noticia y compara las fotos. Es la misma foto, recortada para mostrar sólo la cara de ANDRÉS y a quien mira embelesado fuera de cuadro, ahora lo sabemos, es a MARGARITA. Ella suspira, OFF SCREEN. Vuelve en sí, teclea, le escribe a ANA la URL de su foto con ANDRÉS. ANA escribe “este man si k es feo”. MARGARITA contesta “Más de lo que me acordaba”. Mario Andrés Garzón. Estudiante de Cine y TV. Todavía recuerdas (Adaptación del cuento Fotografía de Yasunari Kawabata) maagarzonro@unal.edu.co.
CONVOCATORIA La revista de creación literaria Circe, una iniciativa de los estudiantes de la Maestría en Escrituras Creativas,
invita a participar en su segundo número.
Podrá participar toda la comunidad universitaria: estudiantes, egresados, docentes, administrativos.
Se recibirán: cuentos, poemas, escenas de dramaturgia o guión, traducciones literarias, con una extensión máxima de cinco (5) cuartillas.
Deberán ser enviados al correo electrónico revistacirce@gmail.com en formato word, letra Times New Roman 12, interlineado 1.5, sin espacios entre párrafos, título centrado en negritas y minúsculas. Al final del texto escribir el nombre completo del autor, dependencia, facultad o carrera a la que pertenece en la Universidad Nacional de Colombia (estudiante, profesor, etc.), correo electrónico.
Cada autor podrá enviar máximo TRES textos, en archivos independientes y debidamente marcados con las especificaciones anteriores.
*Los participantes se responsabilizan por la autoría y originalidad de los textos enviados. Autorizan su reproducción en medios impresos o digitales con el fin de circular y difundir la revista Circe.
La convocatoria estará abierta hasta el
31
de diciembre de 2013
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