Revista Phoenix No. 12

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Literatura, arte y cultura

ISSN 0124-8308

FACULTAD DE ARTES FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS DIRECCIONE S DE BIENESTAR DIRECCIÓN DE BIENEST AR UNIVERSITARIO ÁREA DE ACOMPAÑAMI ENTO INTEGRA L PROGRA MA GESTIÓN DE PROYECTOS



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ontenido

Ensayo

Aperturas 5 Enrique Rodríguez Pérez

La Ensoñación Marangola. Presentación de un escrito olvidado: La Bella Marangola, de Pablus Gallinazo 11 Pablo David Rátiva

Sobre los animales 23 Fernando Galindo

Para escuchar la propia voz: tres poemas de Julio César Bustos

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Jaime Alberto Palacios Mahecha

Dossier: Las fronteras del romanticismo Presentación 45 Patricia Simonson

El sujeto en la poesía, objetivación y diseminación: un diálogo entre John Keats y Henry Miller

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Romanticismo y educación: diálogos con Latinoamérica

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Heimat o el aplazamiento del «Hogar»

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Juliana Duica Contreras John Meza Mendoza

Guillermo Andrés Castillo Quintana

Creación Sobre la obra robada de Henrik Plurabelle: historia de un plagio

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Hans Medrano Mora

Borradores 105 Diego Fernando Pérez Medina

Del jardín y un par de voces silenciosas Julio César Bustos

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Ensayo



Cuando llega un nuevo estudiante a la carrera de Estudios Literarios1

Enrique Rodríguez Pérez | Profesor asociado,Universidad Nacional de Colombia

Comenzar y acabar En la circunferencia comienzo y fin son uno.

Heráclito Todo comienzo determina el fin. El inicio abre y construye el final. Como en un círculo, todo comienza a cerrarse en la medida en que se abre. Llegar implica ya estar en camino. Este efecto se acentúa cuando se han elegido los caminos de la literatura. En ella estamos desde siempre, somos poesía en la medida en que nos buscamos. La literatura y el arte en general son el espejo de ese trasegar. El poema nos señala el camino, no nos permite el abandono ni el desistir. En el poema, este estar expectante ya nos sitúa en el final. De antemano, sabemos que la muerte es ese horizonte que se evidencia cada vez más. La palabra poética es esa marca de la muerte. Quizá, empezamos a oír la sentencia del poema, el tejido de la novela, el rumbo del ensayo, el instante del cuento. Y en cada momento se funde, en la palabra poética, el llegar y el partir; el comienzo y el fin. Desde la convicción Pues al igual que al diestro nadador que bordea claramente la orilla o juega en las altas olas plateadas o sobre los mudos abismos de las aguas, también a nosotros, poetas del pueblo, nos gusta estar entre los que vivenen la muchedumbre que respira y ondea a nuestro alrededor, dichosos, amigos de cada uno y confiando en todos. ¿Cómo podríamos, si no,cantar al dios que a cada uno nos concierne?

Friedrich Hölderlin 1 Este texto fue preparado y leído para la recepción de los estudiantes de primer semestre de la Carrera de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia, en enero de 2007.


Ensayo

Ante la palabra del poeta, llámese cuentista, novelista, ensayista, lírico, es imposible responder sin convicción. A diferencia de las profesiones de orden pragmático o productivo, la literatura exige una ética del estar convencido, vocación que es una evocación de uno mismo. No se puede enmascarar el engaño, se requiere una transparencia y una sinceridad consigo mismo. La palabra poética nos interpela en nuestro estar ahí, pregunta por nuestro hacer y nuestro ser. No se puede ser neutral, cada vez que nos enfrentamos a ella, nos transforma: después de leer un cuento o un poema ya no somos los mismos. Eso indica que, en profundidad, respondemos con nuestra propia actitud ante lo que la literatura nos pregunta; sus preguntas siempre nos dejan en una encrucijada, en un laberinto que abre diversas posibilidades. La responsabilidad es ir constituyendo la senda más personal, la que nos pertenece. Una estética del encuentro

El instante poético es, pues, necesariamente complejo: conmueve, prueba —invita, consuela—, es sorprendente y familiar. En esencia, el instante poético es una relación armónica entre dos opuestos.

Gaston Bachelard

Ante todo, el asombro: esa disposición del sentir para que la palabra impresione, para que la imagen se vuelva apertura libre. Ante todo, lo bello y lo sublime de la obra poética. De esta manera, nos sentimos tocados por ella, sin prevención, sin predisposición, sino como hecho estético. La poesía es primordialmente un evento estético que multiplica los sentidos, crea ambigüedad, rompe las diferencias entre lo real y lo imaginario, entre lo lógico y lo ilógico. Nos sitúa en un no lugar, un no espacio lleno de espacio, en un silencio que habla más, entre las realidades de lo ficticio. En este ámbito estético, siempre nos sentimos creadores; la palabra poética es, eminentemente, creación, invención que nunca repite lo inventado. Cada vez que leemos una obra poética, volvemos a estar en el origen mismo de lo que existe, siempre vuelve a crearlo todo como si todo comenzara a existir por primera vez: es el asombro de la obra de arte. Pero esta experiencia estética abre la experiencia teórica, la reflexión, la crítica. Por eso, desde el desajuste conceptual, se inicia el juego entre sentimiento y reflexión, entre sensibilidad y teoría.

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Enrique Rodríguez Pérez

Entre los contextos Pero nosotros queremos ser los poetas de nuestra vida hasta en las más menudas cosas cotidianas.

Friedrich Nietzsche Pero lo que aparece en el espejo no es el mundo, para nada esto o aquello que hay en el mundo, sino la cercanía misma, la intimidad misma en la que nos estamos un rato. En la palabra literaria y en su más alta culminación, el poema, ese estar y esta cercanía ganan una permanencia.

Hans-Georg Gadamer La impresión sensible dispone la percepción de lo real. Lo real es lo actual, lo que nos toca en el entorno. Estamos asediados por la cotidianidad que es, primordialmente, histórica. En la superficie, no se alcanza a percibir esa historicidad. Todo parece responder a una moda, estar acomodado a la era de la tecnología, fluir entre los juegos del poder… La palabra parece vacía: se habla y se escribe mucho, se pueden leer cantidades de revistas, periódicos, magazines; se puede ver toda la televisión de cualquier lugar del mundo; se puede tener una comunicación ilimitada en todo el planeta. Unos someten y destruyen a otros; se construyen máquinas sorprendentes. En fin, todo parece funcionar a la perfección. Pero la palabra poética rompe esa tranquilidad: desentraña las máscaras, socava las superficies. Desde los entornos, aparentemente inofensivos, inventa lo otro, destruye las estabilidades y provoca la duda, la sospecha. Las cosas más próximas comienzan a hablar de otra manera, se convierten en signos, señales que indican que lo que ocurre se debe a un proceso histórico; que estamos en esta situación porque hay historia. La obra poética desentraña la crisis y nos pregunta por el sentido de lo que sucede e, incluso, prevé lo que puede suceder. Recoge y proyecta la historia: vincula el pasado, el presente y el futuro. Después de la interacción con la obra, nos vemos enfrentados al acontecer histórico, no podemos eludirlo. Se abre el abismo del acontecer en cada palabra, imagen y metáfora, y la apariencia de lo real se vuelve más profunda. Nos hallamos en medio de lo que hay que hacer, nos vemos tocados por la historia.

Dimensiones y tejidos En toda metáfora hay como la suprema intención de lograr una analogía, de tender una red para las semejanzas, para precisar cada uno de sus instantes con un parecido...

José Lezama Lima Phoenix: literatura, arte y cultura 12

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Ensayo

Se teje la historia en el texto poético. En él, convergen todas las perspectivas sobre lo real de una manera muy particular. El texto es permeable a todas las relaciones históricas, científicas, artísticas, sociales, éticas, políticas. En una imagen confluyen todas las maneras de comprender lo real, lo ficticio se convierte en el lugar más apropiado para que lo real se manifieste. De esta forma, es inevitable que nos encontremos ante otras disciplinas, que sea necesaria una experiencia de lectura múltiple al hallarnos ante el texto poético. Sobre todo, en esta época en la que se han fragmentado los discursos, se han vuelto excluyentes o han generado oposiciones irresolubles. Por el contrario, la obra literaria teje, articula, aproxima —como acontecimiento estético— las perspectivas y los contextos. No es posible leer las obras como abstracciones intemporales, como eternidades perfectas, como monumentos inalterables. Este es el otro trabajo del crítico cuando vincula la obra y sus contextos, e invita a otros investigadores a enriquecer el encuentro. Entre el leer y el escribir Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica.

Jorge Luis Borges El ejercicio crítico e interpretativo se hace práctico a través de las experiencias concretas del leer y el escribir, que implican el escuchar y el hablar. De esta manera, se afianza un posicionamiento ante el mundo. Mediante procesos de reajuste, reapropiación, relectura y reescritura, se construye la perspectiva crítica frente a los textos poéticos y se responde a su interpelación. Es un trabajo arduo, difícil, pero estéticamente comprometido y, teóricamente, emocionante. Proyecciones Ahora se puede proyectar el final. Nos hallamos en el último instante de la carrera de Estudios Literarios, quizá en el momento del trabajo de grado. Entonces, de nuevo se abre el comienzo. El ciclo continúa. Es el momento de pensar hasta qué punto la literatura y, en particular, la experiencia de haber pertenecido a la carrera fue la elección más apropiada y

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Enrique Rodríguez Pérez

comprometedora, en la que experimentamos el apasionamiento incesante y en la que construimos un criterio, un camino interpretativo sólido; el tiempo para reconocer en qué medida nuestra actitud correspondió a la pregunta inicial que nos hizo escoger el campo de la literatura. Y, si ha sido así, viene el ciclo futuro para consumar nuestro destino. Pero siempre sabiendo que, antes de ese final, se nos ha dado la palabra, la poesía, la novela, para disfrutarla con un intenso placer. Para entonces, el poema de Borges nos volverá interrogar:

La suma Ante la cal de una pared que nada nos veda imaginar como infinita un hombre se ha sentado y premedita trazar con rigurosa pincelada en la blanca pared el mundo entero: puertas, balanzas, tártaros, jacintos, ángeles, bibliotecas, laberintos, anclas, Uxmal, el infinito, el cero. Puebla de formas la pared. La suerte, que de curiosos dones no es avara, le permite dar fin a su porfía. En el preciso instante de la muerte descubre que esa vasta algarabía de líneas es la imagen de su cara.

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Pablo David Rátiva | Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia

Aviso de lo que se ensoñará No puedo escribir sobre Pablus: sería pretender mirar desde arriba, con una cámara quieta, mis experiencias sexuales o la forma en la que escojo mis gafas. Tengo que escribir con él, acompañado por los actos azáricos que nos han hecho amigos ensoñados. Ubiquémonos, entonces, en la raíz del hermanamiento para bajar por ella hacia la profundidad de las ensoñaciones que nos unen, de las preguntas que nos aquilatan para poder estar juntos y conversar, no sólo Gallinazo y yo, sino usted, el que, con nosotros, lee. Pero para conversar debemos sentarnos juntos y prender el fuego, acercar los asientos, tallar las pipas, poner tema para dejar el clima en paz. Y entonces, ¿cómo hacemos para hablar sabiendo que, lo que para él es vida disfrutada, peleas dadas, luchas oprimidas es, para nosotros, historia de caídos metarrelatos, luchas destruidas, discursos desgastados utilizados también por el mercado, falsas diatribas de supuesta libertad? ¿Qué fue lo que nos pasó para que tan bien nos entendiéramos? ¿Qué sobrevive en sus preguntas que termina por cuestionarme en su compañía? ¿Cómo significa la segunda mitad del siglo XX que él vivió en este inicio de siglo? En una casa de tejados rojos, cercada por arces enormes y pequeñas flores silvestres, se halla a Don Pablus Gallinazo (sic). Su casa (su sala) es una rara combinación entre comodidades propias de nuestro bienveni-


Ensayo

do siglo y sutilezas traídas de los más descampados lugares del territorio nacional: collares inmensos y sombreros de los más diversos tipos de alas (acaparadoras del volar de las cabezas) adornan las paredes pintadas con estucos venecianos. En ellas resaltan, de vez en cuadro, una pequeña réplica de El Bosco, otra de Durero y algún desnudo de Luis Caballero. Justo al lado de la licorera (repleta de las más preciosas destilaciones de las brillantes ideas de todos los dioses báquicos) y puestos sobre la tapa de un barril, que despide un fuerte olor a guarapo, descansan sus letras cuatro libros: El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, La escritura y la diferencia, Las mil y una noches y La poética de la ensoñación. Como su casa, su mente. Pablus juega a la pirinola con nuestras1 lecturas, con nuestros referentes, con las jerarquías culturales y del canon: en su juego (como se verá) caen asustados y en el mismo sancocho Mozart con Vicente Fernández y la cultura llamada clásica con la popular. Esta tendencia ya se dejaba oler en su primera novela, La pequeña hermana, en la cual la cultura occidental se hace oxidental por el óxido que la corroe y Niche se opone con sus cantos a Dios y sus endiosamientos. Esta novela fue ganadora del primer premio de novela nadaísta, en 19672, año en el que… (se publicaba Cien años de soledad). Pablus tenía veinticuatro años y, a partir del momento en que es reconocido como nadaísta —ayudado, en parte, por la publicidad de la irreverencia que ellos han sabido crear— se dedica a cantar, acompañado por su guitarra, canciones de vida y de muerte, de revolución y de amor. Contra todo pronóstico, algunas de ellas alcanzan a ser éxitos radiales. Si nos vamos para allá, nos encontramos con un compañero Pablus dominado por la promesa de la redención latinoamericana, por el optimismo que generó la Revolución cubana como modelo sociopolítico posible para Latinoamérica. Estas inquietudes (seguridades y desasosiegos que se hallan en cualquier lucha política) definen su música y sus letras, cuando no lo hace el consabido amor. Pero hay que decir que, a pesar de desaparecer por largo rato de las filas de la Remington, algunas de sus canciones dejan entrever cómo sobreviven sus inquietudes literarias y sus posturas profanas. Un buen ejemplo es una canción para niños: El moco: 1 El lector avisado (no porque alguien se lo haya hecho notar, sino porque sea ésta su naturaleza) pedirá explicación aquí al ensayista de que hable en un plural incluyente, mentiroso, por no sentirse identificado con él, teniendo en cuenta que, en cada persona, los referentes de lo cultural varían, y más si estas personas nacen en diferentes países o épocas. Sin embargo, el escribiente ensayista lo juzga preciso, debido a que el libro leído sí va dirigido a un nosotros, es decir, está enmarcado en un espacio-tiempo preciso y morible, en el cual se confía en un lector que haya montado en los mismos buses, un lector que haga parte de un nosotros de mutuas mentiras. 2 Gracias a este premio será incluido, durante toda su vida, en el nadaísmo, único —y tardío— movimiento de vanguardia que Colombia pudo conocer dentro de su eminente posición retaguardista) y con el cual tiene realmente (estéticamente) poco que ver, ya que lo conoció cuando éste ya estaba en franca descomposición, desde la trágica iluminación de su alumbrado alumbrador Gonzalo Arango.

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Pablo David Rátiva

Dice Cervantes que los mocos del Quijote eran mocos ambulantes Dice Rubén Darío Oh moco mío Oh moco mío.3

Durante muchos años, Gallinazo promete una nueva novela que jamás llega (un capítulo de lo que fue su trabajo de diez años, La verdadera historia de Clarita Natallana, fue publicado en la revista Nadaísmo, pero el proyecto sería quemado por él mismo años después). Sus producciones musicales se suman mientras la literatura va tomando nuevos ritmos, nuevos problemas, nuevos lugares de pensamiento, nuevos lugares… La novela urbana toma fuerza, los temas del sicariato se ponen de moda, pasan y vuelven a ponerse de moda, sus canciones se pierden en el olvido, «el tiempo pasa nos vamos volviendo tecnos». En 2001, y en la penumbra, en una editorial pequeña e independiente de Bucaramanga (Sic Editorial), el contador de historias aparece de nuevo con un mamotreto que llama La Bella Marangola, pero su figura es ya totalmente desconocida en el ámbito literario y la novela es poco leída4. Si esta novela no hubiera sido escrita, Pablus no sería para la literatura más que un pequeño punto del nadaísmo agonizante, un jovencito atrevido y más o menos ingenioso. Pero, como hace constar el tamaño de los folios, la novela se escribió y se publicó. Eso hizo de Pablus Gallinazo un autor que, a los 58 años, había visto transcurrir, desde la periferia, la vida política y artística nacional. Un autor testigo, entre asombrado y furioso por la mortandad de los metarrelatos, por la guerra cruenta, por la colonización económica e ideológica de Latinoamérica, pero también conectado con el desarrollo de teorías filosóficas y literarias como el posestructuralismo o el neocolonialismo, que harían evidente el cambio de visión de mundo que se había fraguado entre las piedras y la carne en la segunda mitad del siglo xx. Un autor con un quehacer poético y político, siempre relacionado con el arte (en minúsculas) que podía dar cuenta de los profundos cambios vividos por un país trágicamente mamagallista5. Esto 3 Encontré esta canción en un casete en la casa de los papás de un amigo, razón por la cual no sé cómo citarla. 4 La muestra de ello es que la única reseña encontrada sobre La Bella Marangola aparece en un libro de un viejo amigo del autor, Eduardo Escobar, quien, prácticamente, transcribe muchos de los párrafos de la contratapa y primeras páginas del libro como la única manera de mostrarlo (Escobar, 2003). 5 El momento histórico en que fue escrita La Bella Marangola es mostrado desde la perspectiva de una parranda de pánfilos acostadotes en hamacas que, no por estar tan lejos del mundo, están alejados de él, sino que lo ven a través de las brumas del guarapo: guarapo y violencia, chicha y discursos de poder, aguardiente y burla. Como suele suceder cuando se habla, ellos hablan de todo y de nada, así se desarrollan los voluminosos (forma en la que Pablus se refiere a sus libros).

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lo muestra Gallinazo en sus voluminosos, que cayeron sobre mí desde el alto anaquel de los libros de baja (nula) consulta de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional de Colombia y que, amarrándose de una de mis orejas, me gritaron, con la mayor cortesía, «léenos». Del estar vívido en los ríos del pensamiento, Pablus Gallinazo recoge, en La Bella Marangola, sus verticales ensoñaciones de un mundo siempre cambiante, un mundo donde la palabra da vida a la vida dormida de un pueblo que rebulle en su provincianismo y aislamiento, un pueblo que quiere hacerse ver como lógico, albergando todas las grandes paradojas del moralismo maniqueo, un país que pretende vivir en el tan aclamado desarrollo sin haber resuelto sus problemas de siempre. Gallinazo hace propias las transformaciones poéticas y filosóficas del fin de siglo: la deconstrucción; la búsqueda del poder detrás del poder; el discurso y su imposibilidad de comunicar la subjetividad, los problemas de la ruptura de fronteras entre lo subjetivo y lo objetivo. Frente a las teorizaciones que se hacen sobre las transformaciones, Pablus hace conscientes las diferencias que se dan en un país que sigue viviendo en medio de las preguntas y los problemas de la modernidad, con la diferencia de que ya ninguna de ellas (ni las preguntas ni las señoras modernidades) pueden ser tomadas en serio. Su libro se abre en la complejidad, en la multiplicidad de discursos que se atraviesan y auto-atraviesan, pero permeado por una sociedad que sigue estancada en el blanco y el negro. Los sueños de los personajes difuminan las barreras y ponen color a los esténciles de puños levantados. Hay muchos momentos y lugares críticos desde donde puede ser leído este libro, pero —quizá por la misma razón— es muy difícil tomarlo desde cualquiera de ellos, muy grande el temor a traicionarlo, al hacerlo encajar en los modelos a los que rehuyó. Siento (espiritualmente, es decir, en mi potencial de cambio y transformación) que cualquier intento de estructura para darle al libro una apariencia de lógica (lineal, aristotélica, no de las otras, que son infinitas) me llevaría, inevitablemente, a enclaustrar la ensoñación de realidades que éste propone ¿No te parece que hay que borrar las rayas de la rayuela, las del infierno, la tierra y el cielo, para poder jugarla plena, como las apuestas de la ruleta. Parece ser que las reglas de juego cambian apenas se van estableciendo y que en el juego de establecerlas, como no se van a cumplir, no se deben quemar pestañas ni tiempo […]. (Gallinazo, 2001, 373)

La única forma de hablar de él (con él), es dejarse ensoñar mucho y que nos acostemos tú6 y yo en hamacas mullidas, rodeadas de guarapo, una 6

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Piensa que el tuteo es más respetuoso, porque lo aprendió en el Padrenuestro. Con mucha

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que otra cerveza, uno que otro guarito y me escuches mientras yo trato de escucharte, a ti y al libro, por los tejidos de las otras lecturas que nos acompañan. Invoco, en este viaje ensoñado, al viejo Gaston Bachelard, para que nos acompañe y nos sirva de Caronte del Magdalena que atraviesa nuestro paraíso infernal, y le propongo a sumercé que tome lo que se avecina como el inicio de un viaje, sin ayudas psicotrópicas que pretende empezar a adentrarse en el marangoleo, desde dos importantes perspectivas que lo definen en su particularidad: el mamagallismo y la ensoñación (dejando que se nos cuele por ahí, como siempre, la pereza). Ensueño profundo. Apostados, frente a una cubierta que permite dudar entre libro de caballerías, Diccionario de Reales Academias y broma de buen gusto, apostamos por la confianza y abrimos y entramos. Ya en la cubierta se nos ha advertido sobre el carácter dialógico7 del sueño a abrir y apenas abierto (y después de una nota de editores, al buen estilo de la literatura francesa del siglo xviii) nos topamos de frente con el texto solapar8, que me ha parecido perfecto para abrir el abanico de los aires burlescos con los que el libro se antepone a las ganas tranquilas de la lectura. Este texto podría ser considerado una rara declaración de principios donde el lector decide si le apetece soñar y mamar gallo o dejar el libro donde lo encontró. El libro funciona, entonces, casi como un letrero de warning: «emperifollados lectores que leéis con los sombreros puestos, huid si no queréis ser inmiscuidos, y zangoloteados». Ya entrados en el texto, y con el previo «siga y siéntese», «está como en su casa», tomaremos éste como guía para mostrar cómo se plantea la novela de cara al lector, qué problemas propone y cuáles supone o da por sentados. El texto solapar: La Bella Marangola es una serie de historias verdaderas de dudosa procedencia contadas por un cronista que falta casi siempre a la verdad […]. En La Bella Marangola podrá el lector encontrar lo que no se le ha perdido y ampliar toda clase de dudas, […] en materia de inexactitudes, el panorama es amplio, vasto e inacabable, pues cada historia tiene o trae otra, cada verdad una contra verdad y cada tiempo su destiempo […]. El oficio de contar veracidades inventadas. Que es el arte de describir la realidad. (Gallinazo, 2001, 9-11) lógica se pregunta que, si a Dios se le habla de esa forma, porqué no a las personas que su Divina Providencia ha sentado en los tronos. (Gallinazo, 2001, 520) 7 Conversador entre historias mitos y mamotretos que estarán o no estarán en la cabeza del lector, cosa que importa o no importa, también dependiendo del lector. 8 Primera nota al pie en el libro: «1 Hecho para las solapas (Def. del Lec.)* *Solapado mejor porque «solo» y «par» son antónimos (Antagónico Bermúdez)».

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Partimos, pues, de una apuesta por el pacto narrativo que elimina la tan mentada honestidad del escritor: sabemos que lo que nos contarán tendrá toda la pretensión de la veracidad (cronista), sin que tenga por qué ser cierto, y que hay, desde el principio, un doble señalamiento de la escritura, que se da desde la acusación de metáfora. Todo es puesto en Duda, pero con una duda que no pretende ir a lo claro y diáfano, sino que pretende perderse, mejor, en los bosques de las profundidades. Joselín Vargas, el personaje principal del libro, es un soñador que, cada vez que se acuesta, se despierta en un lugar diferente, en un tiempo diferente. Su vida es una metáfora de su vida, que no tiene un suelo definido por el significado real de sus palabras (que son sus acciones). Las acciones de Joselín Vargas se oyen, pues, en el continuo movimiento del lenguaje, en el deslizamiento de éste hacia el deslizamiento: Todo enunciado a propósito de cualquier cosa que pase, incluida la metáfora, se habrá producido no sin metáfora. No habrá habido metafórica lo suficientemente consistente como para dominar todos sus enunciados. ¿Y qué es lo que pasa por encima a la metáfora? Nada, en consecuencia, y habría que decir más bien que la metáfora pasa por alto cualquier cosa, aquí a mí, en el mismo momento en que parece pasar a través de mí. Pero si la metáfora pasa por alto o prescinde de todo aquello que no pasa sin ella, es quizá que en un sentido insólito ella se pasa por alto a sí misma, es que ya no tiene nombre, sentido propio o literal […]. (Derrida, 1989, 42)

La metáfora es un viaje que, en La Bella Marangola, se hace evidente a través de los sueños de Joselín. El autor, como parte de la metáfora, pierde su voz haciéndola más fuerte, señalándose todo el tiempo como literatura, como mentiroso descarado: la sintaxis revolcada y la gramática corrompida se avivan frente a los ojos del lector, quien tendrá que parar a cada traspié para hacerse consciente de la ficción en la palabra. De esta manera, como dice Derrida, la metáfora se corre a sí misma. Joselín no tiene una vida real, cada acto de su vida es una metáfora en continua creación, una estructura cambiante, un sistema metaforizante. Conectándose con Cortázar y con los problemas del narrador planteados por la novela del siglo xx (Rayuela, Ulyses, todas estas novelas atorrantes de juego, transgresoras del delito de sentarse a imaginar dejando que otro imagine por uno), Gallinazo configura su escritura desde la conversación de personajes casi indefinidos (a pesar de poder verlos, a pesar de que el lector puede distinguirlos cuando es necesario)9, que se roban la palabra Es importante resaltar que, aun cuando las voces de los personajes no son diferenciadas, es decir, no siempre podemos descubrir quién es el que habla (en las borracheras épicas que hemos

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para tratar de dar coherencia a una historia que, desde el principio, nos ha sido señalada como incoherente. Gallinazo va aún más allá en sus juegos del lugar en que había quedado el querido cronopio. Rompe la Rayuela, pues, en su mamotreto no hay carta de navegación: el libro puede leerse de todas las formas, cada capítulo es un cuento que pervierte la imagen de los personajes que tenía el anterior, casi podría leerse como las Mil y una noches, yendo de cuento en cuento, aun sabiendo que son los mismos los que están bebiendo y hablando mierda. La metáfora transforma, entonces, su función de alejamiento para convertirse en un imán atrayente que no permite al lector mantenerse por fuera de ella, de la construcción propia y única del libro. Es decir, mientras juega a no dejarse nombrar involucra al lector en una búsqueda que ya no es ni del autor ni de la novela, sino de los ojos que se transforman también mientras leen. En ese juego se configura la novela como novelo, es decir, como creador de novelas10. El libro termina, entonces, por contagiar al lector de la enfermedad del transporte, que es la enfermedad del contarse a sí mismo y, a través de sí, contar el mundo, contarlo en el lenguaje, la enfermedad del transporte, que es la metáfora de la actividad metafórica: «por eso desde hace un momento me voy trasladando de desvío, de vehículo, sin poder frenar o detener el autobús, su automaticidad o su auto movilidad» (Derrida, 1989, 43). Ya alumbrados por la perdición del Gran significado, la búsqueda central del novelo es, entonces, cerrar los hilos de la historia (o, más bien, desmadejarlos de múltiples maneras para que se reflejen y difracten en todos los colores dentro de la mente del lector) que, como dice Bachelard, es la parte más positiva del libro, que queda estampada en las correrías de las palabras, es decir, depende del estado de ánimo con el que resuene la primera palabra de cada capítulo en la mente de Vargas, que bien puede amanecer siendo presidente de la República, príncipe de cuentos de hadas, tendero fracasado o exitoso director de cárcel. Pero este variar, este correr parando en cada palabra para inventarle nuevos significados, no está parado en la ghrave (la hache intermedia le suspira a esta palabra un no sé qué de sombriedad, como si fuera dicha por un metacho cocainómano) Historia Universal de las Lenguas y de los Simbolismos Sacros del Arte Universal, como ocurre en las magníficas protagonizado todos, gritando al tiempo en un éxtasis de comprensión cósmica en el que las voces se oyen más claras entre más confundidas están, y las ideas resultan de la destilación aguardientosa de la gritería múltiple), el libro fluye en sus distintos niveles, permitiéndonos reconocer la historia de cada uno, mientras va cambiando y borrando lo que ya antes no habían hecho. 10 […] son los naranjos los que dan naranjas, los manzanos los que dan manzanas, y los perales los que surten las peras y que el reino vegetal enseña que son los varones los que dan las hembras: de donde saca que son los novelos los que dan las novelas. (Gallinazo, 2001, 10)

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ensoñaciones de Jacques Diderot o de Gaston, sino que resuman tontería puesta en regla, desvaríos de seres que han vivido y viven en nuestro país, que pueden haber leído toda la literatura universal que engulló salutíficamente a Luis Borges. Pero ésta se les ha combinado, mezclado, destilado con el guarapo y el aguardiente, con la chicha y la cerveza, con el sonido de las palmas y el olor de los mangos frescos, con los sonidos del subdesarrollo (¿hacia dónde?) y los miedos del Chicamocha, pero por encima de todo esto, con la pereza, con el «marangolear» [que] es un sustantivo de acción, derivado del verbo intransigente Marangolear, con mayúscula. La Marangola, entonces, puede definirse como el ejercicio de la inactividad en la más refinada de las formas, y en este novelo es donde el ocio y la pereza son elevados a la más alta cumbre que los siglos pasados verán. (Gallinazo, 2001, 245)

Ese acto de ocio no puede ser el mismo que alababa Schiller en sus cartas, es un ocio que sólo puede ser vivido en las hamacas y mirando el paisaje colombiano. Los actos de ensoñación de Pablus Gallinazo no son actos universales, están ubicados política y sociológicamente, son actos que, aún parados en el huir de la metáfora, creen todavía en un cierto origen, en los lugares comunes, en la influencia que tiene tener sobre nuestras cabezas el mismo cielo variable. Se halla, entonces, en este novelo, una búsqueda de la interpretación poética de este mundo que nos rodea. De la palabra poética como profundización en la gran verdad movible. Una búsqueda que no niega las raíces de la cultura oxidental, pero que las asume desde la imaginación y desde una postura estética que se mueve en la multiplicidad, sin pretender el cero, sabiéndose parte de un entorno de luces y acordeones que la definen. Esta búsqueda poética está dada desde la ensoñación, desde el silencio que se hace mundo. Gallinazo conjuga el ocio con el poder de la imaginación para lograr justificar el viaje en el que nos encontramos, para configurar su novelo y sus personajes con la coherencia extraña de los ensueños remembrados: Puede ser así, porque la pereza es de la familia del ocio, y aquella siendo la progenitora de los vicios, es la madre de las pasiones, y la pasión hace a los artistas. Por su parte éste, el ocio es la misma despreocupación (des-preocupación), que produce en los enfermos el vuelo de la imaginación que, a su vez, mientras más vuela, más alto lo hace y no descansa hasta encontrar la luz. (Gallinazo, 2001, 366)

Entonces, los vuelos de la imaginación se plantean, en Gallinazo, como búsqueda de salida, aun sabiendo de las múltiples luces. Jugándose en las 18 |

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Pablo David Rátiva

múltiples luces, buscan la luz, es decir, la idealización. Y este es el verdadero punto de giro al que el novelo nos empuja, no se trata de jugar por jugar, de romper por romper, como tantas veces se ha juzgado, sino de volver a darle a las palabras su potencial de idealización, devolverlas a la noche, a la rumba, al lugar en el que fue originada, por vez primera, en medio de los inmensos remolinos de fonemas que circundaban el objeto: La palabra es en sí ensoñación, iluminación, idealización… Claro, no se puede llegar a su significado esencial, pues éste no existe. Pero se puede (en un procedimiento que combina lo racional con lo incuestionable, con lo ritual), a través de la ensoñación, llegar a una esencia de lo instantáneo donde la palabra adquiere un sentido total, profundo y sensible en su continuo de ensoñación y viaje (de anima, el espíritu femenino que se salva en las profundidades de lo inconocido para dar certezas que van más allá de lo demostrable, que se quedan en la ensoñación del lenguaje) y que, analizado desde el conocimiento (el animus o el espíritu masculino, me dice al oído el viejo Bachelard) parece inocuo u obtuso, pero que es sustancia viva: «Todos los sentidos se despiertan y armonizan en la ensoñación poética. Y esta polifonía de sentidos es aquello que la ensoñación poética escucha y la conciencia poética debe registrar» (Bachelard, 1998, 17). Debo hacer notar ya el momento antitético y paradójico al que nos ha llevado el viaje, pues en él se sublima y se hace tangible la hipótesis a la cual este ensayo hace introducción: el deslizamiento de la metáfora termina siendo un descollar de la ensoñación en el lenguaje en la palabra, es decir, un rotar desde el lugar completamente «masculino» del racionalismo hacia uno en donde la androginia del individuo se libere y el libre fluir de la ensoñación (lo femenino, según Bachelard) marque el ritmo de las búsquedas, de los deslizamientos y las derivas. Pero este deslizarse no lleva a un sin-lugar, sino a una esencia poética de la palabra en la simultaneidad, de forma que la pérdida del sentido confiere a la palabra, a la vida de Joselín Vargas, un sentido más profundo, más esencial. En esta paradoja se recoge lo que hay de esencial en La Bella Marangola, lo que resulta, en poderosa síntesis, de sus vericuetos salvajes, de sus palabras asaltantes, de su estructura desconcertante, la hipótesis que este ensayo introduce: la ensoñación marangola, es decir, burlesca y despreocupada, que se configura como lugar singular y sintético de idealización (de salida) en una literatura que, como medio de expresión, dé cuenta de la inmediatez y de la complejidad. Como quien dice, la asimilación de la ensoñación marangola para la representación de un nuevo tipo de realismo: el realismo onírico. Este alumbramiento —foco voyeur y pornográfico de nuestra sociedad, y de cómo la literatura se desarrolla en ella— deberá ser pensado desde lugares disímiles de ensoñación y de «conocimiento» que, como en el

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caso de Derrida y Bachelard, generen paradojas desde búsquedas similares. La Bella Marangola se origina, entonces, desde la periferia por la necesidad de una novela que contara el país desde la ensoñación, pero ésta no puede ser seria, pues, al llegar a la seriedad, quiere hacerse argumental, quiere dejar el delirio poético para hacerse real, quiere hacerse cumplir y no quedarse como sueño de infancia (tiempo y estación magníficamente despreocupado, nos dice Bachelard). Un novelo creado en la Burla generadora de vida en movimiento, de palabra en movimiento: No se trata, pues, de la muerte del realismo mágico, sino de la realización de la magia. Del nacimiento de una nueva ciencia que consiste en hacer que de la nada se saque algo más que sí misma y que de lo que se destruya no quede absolutamente nada. El ansioma11 que dice «Nada se crea, nada se destruye» acaba de pasar a la historia: La Bella Marangola enseña que todo se cree y todo se destruye, pasando por la operación elemental de la deconstrucción o del simple hecho de que nadie será capaz jamás de entender a nadie. (Gallinazo, 2001, 10)¶

Bibliografía Bachelard, Gaston. 1998. La poética de la ensoñación. Bogotá: Fondo de Cultura Económica. Derrida, Jacques. 1989. La desconstrucción en las fronteras de la filosofía: la retirada de la metáfora. Barcelona: Paidós. Escobar, Eduardo. 2003. Prosa incompleta. Bogotá: Villegas Editores. Gallinazo, Pablus. 2001. La Bella Marangola. Bucaramanga: Sic editorial.

11 Nota al pie en el original: «No es errata por axioma: los «ansiomas» fueron la denominación que Luis Sartre dio a las aseveraciones que provocan náusea ® o inquietud existencial.» (Gallinazo 2001,

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Fernando Galindo | Filósofo. Universidad Nacional de Colombia

Después de leer el ensayo de John Berger, entendí que debía escribir al respecto. Berger, por animales, entiende sólo mamíferos y, dentro de los mamíferos, sólo existen, a su juicio, los gatos y los perros. Salvo la observación sobre «Jumbo» el elefante, el ensayo consigue aburrir al lector con una claridad envidiable. Ahora recuerdo la frase de De Quincey: «nadie tiene derecho a aburrirnos y mucho menos aburrirnos gratis». Y en tanto no hay forma de que Berger responda, sólo me resta esperar que la fortuna restituya el precio. Con seguridad, no me devolverá el rato, pero las tonterías que el autor depositó blindadas ante el ingenio tuvieron un efecto curioso en mí. Sin duda, el tema de los animales es uno de los más importantes que cualquiera pueda tratar. Hay innumerables maneras de acercarse: la que más me llama la atención es la forma impersonal de tratar a los animales, esa altivez de considerarse al margen de las circunstancias para mirar, desde la altura, las infinitas divisiones que hemos establecido a lo largo del tiempo. Me gusta pensar en Montaigne cuando nos recuerda que ese observador perfecto no existe y que, si existiera, no tendría cómo hablarnos o no le importaría hacerse entender. Después de todo, estaríamos hablando de algo parecido a un cerebro volador. Es tan absurda la idea del observador perfecto, que ni siquiera esta imagen absurda le hace justicia. Cuando estuve en la isla Gorgona, en el Pacífico, recuerdo que me perdí del grupo y seguí por mi cuenta los pasos de la trocha. Sentí alrededor cómo los monos me observaban cuidadosamente y, encima de las ramas, percibía el movimiento frío de los camaleones. Por el suelo había pieles de serpiente totalmente secas. Me abría paso entre la marea de insectos, entre el desfile de hormigas que llevaban, a cuestas, hojas brillantes, recién cortadas por la lluvia y el viento. A fuerza de multiplicarnos, hemos hecho más


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larga nuestra trocha, incluso, estamos tentados a pensar que el mundo se reduce a unas cuantas ciudades, pero las sombras de los rascacielos todavía no son tan largas y, apenas pasemos la curva del camino, después de sanar las heridas, la naturaleza volverá a recobrar lo suyo. ¿Tendrán los restos de nuestros edificios la elegancia de las columnas de Palmira y Grecia? En medio de la trocha se establecen mil relaciones entre este bípedo sin plumas, que suele sonreír en ocasiones, y los demás animales. Imagino a una mujer arrellanada en un sofá con los ojos entornados dándole posada en su pecho a un par de pulgas. Miro al niño que no puede levantar la mirada de una colección de mariposas. Pienso en los rayos del sol que despiertan a los marinos y a un par de ballenas. Ni qué hablar del vegetariano y activista que cubre su nariz cuando pasa por un matadero. Tampoco olvido esas especies raras en que nos transforman ellos: el cazador nocturno de zancudos, —alimentado por la ira de una noche en vela—, el paseante escoltado por una decena de perros, el voyerista que la ciencia envía para fisgonear la intimidad del oso panda. Claro, nosotros también les procuramos escenarios curiosos: el perro que escucha a una pareja haciendo el amor; el gato que mira en el más completo silencio a los ladrones sacando todos y cada uno de los electrodomésticos; los canarios silvestres que acompañan una procesión desde las ramas, o, los estorninos que imitan el sonido de los aviones en la guerra. La amistad y la solidaridad entre los animales y nosotros es un verdadero milagro. De repente, en medio de las necesidades y las tonterías, sumidos en la cotidianidad, nos cruzamos con un perro malherido, un gato pequeño, un caracol en la mitad de una acera o una paloma encerrada en una ventana. Entonces, el curso se detiene por un momento. No todos actúan, lo sé, pero mi asombro y mis dudas las despierta la persona que se detiene, el niño que levanta al caracol y lo deja cerca de una planta, la mujer que pasa las manos por el pelo sucio de un perro callejero. En los mejores casos, son los animales los que nos encuentran, somos nosotros los heridos, los encerrados, los que necesitamos compañía. ¡Cuántas personas, cuya sensibilidad parecía languidecer en medio de los trabajos y las rutinas, cobraron fuerzas por esa querida espera en las noches, por unos cuantos lengüetazos y la mirada juguetona de un cachorro!. La tentación de mirar al hombre como una especie mezquina que combate, a dentelladas, el pedazo de carne, no necesita defensa. De cara al caos, nuestros brazos detienen los golpes más férreos y, a veces, pareciera que no hubiera tregua. Pero sin importar la tranquilidad o la consternación, la prosperidad o la pobreza, a menudo extendemos la mano para ayudar. Recuerdo una imagen de Lucrecio que siempre me desconcertó: en la lluvia de átomos del universo primigenio, todo caería en columnas constantes, paralelas, en medio de un vacío perfecto e inmaculado, infinito.

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La naturaleza no hubiera tenido lugar si los átomos describieran un movimiento uniforme, y es porque no lo siguen, porque tienen un movimiento súbito e inesperado, que se unen unos con otros ensamblando formas y, con el curso de la caída, comienzan a aparecer los planetas, el fuego, las especies, los hombres. Me imagino que el mundo de los autómatas sería el de esas columnas de átomos que siguen un movimiento constante, rígido, sin tocarse los unos a los otros… pero damos ese salto súbito —¿queremos o nos empujan? no lo sé— y torcemos el camino, no sólo por la necesidad, sino también por la compasión, la compañía y, desde luego, por la curiosidad. ¿Habrá un número, una medida exacta, una balanza entre estos tres? Lo ignoro. Sin embargo, sé que es justamente en esos súbitos cambios donde encontramos el destello más puro de la vida. La suerte maravillosa de querer a los animales y de ser testigo de cómo nace el lazo que tienen con nosotros es habitual; por desgracia, también lo es el maltrato. Formular explicaciones siempre está muy cerca de arrebatar la responsabilidad, de mostrar que hubo una serie de engranajes que llevaron a la persona, paso a paso, a hervir agua y lanzársela a un perro. Formular este tipo de explicaciones a menudo está cerca del indulto. Hace un par de años, conocí a Sandra, una publicista que conformó una entidad para salvaguardar a los perros. Con el firme propósito de trabajar juntos, fuimos a Engativá al centro de reclusión animal implementado por la administración distrital. Pasamos de la entrada al vestíbulo, mirando las caricaturas de perros de colores, con una sonrisa simpática, como emblema de la entidad. Pudimos escabullirnos hasta donde estaban recluidos los animales y, en medio del penetrante olor del amoníaco, con el pelo hecho jirones por el agua, vimos tiritando de frío a decenas de perros y a un par de gatos. Heridos, cojos, con vendas, lamiéndose las llagas, cuando nos acercamos, ninguno nos ladró. Lo único que se escuchaba eran los quejidos del perro más viejo, arrinconado en su jaula, con los dientes totalmente rotos. Cuando nos fuimos, Sandra empleó el tono más resuelto para contar lo que había contado miles de veces, el destino que esperaba a esos perros, las supuestas razones detrás y delante de las mallas metálicas. Pensé, por un momento, en las estadísticas y las medidas del político de turno proferidas desde el despacho, donde incluso llegaba el olor a amoníaco. Cuando Fernando Vallejo señaló, en una entrevista, que este problema es inmanejable, que las grandes religiones monoteístas nunca han tenido una palabra explícita de conmiseración con los animales, yo sólo pude comulgar. La esperanza pareciera perderse cuando sabemos del abandono, del maltrato. Incluso, el mercado opera con un nazismo palmario para formar nuevas especies, privilegiar ciertos rasgos, hacer algo exótico —cuando no un experimento—, para que se paguen fortunas por una nueva raza cuando

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hay miles que necesitan ayuda... Todo esto, lo sé, abre un dilema filosófico ilimitado. Entiendo la lección de la vida, alimentándose de los muertos y de la muerte, a la espera de los vivos, pero el maltrato es un espacio ajeno a la necesidad y en lugar de mostrarse caritativo o indiferente, se trueca en ejecución, en ese gozo mezquino que brinda el infligir dolor. Estas reflexiones —tan gratas las primeras, tan terribles y sórdidas las segundas—, tarde que temprano, terminarían desembocando en el zoológico. Debo decir, de antemano, que me encantan estos lugares. En las grandes ciudades que he visitado, es el destino obligado, junto con los jardines botánicos. Recuerdo el zoológico de Pablo Escobar, que obligaba a recorrerlo en un carro, por cuyas ventanillas podíamos mirar, con mi hermana, las jirafas corriendo y un par de elefantes dándose duchazos de tierra. No sé si la curiosidad hubiera forzado a la multitud a visitar, en su hábitat, a los hipopótamos o a los jaguares, pero, en cualquier caso, es mejor que unos pocos animales se acomoden a un lugar, a que una parte mínima de nosotros viaje al de ellos. La admiración de los niños en los zoológicos aparece con una nitidez y una pureza únicas. Resulta tan comprensible, inmersos en medio de nuevos mundos, que cada uno de los animales les parezca un prodigio mayor que el anterior. Los rinocerontes cubiertos de polvo, la penetrante mirada vertical del cocodrilo, la elegancia de las jirafas cuando posan de perfil, los embrujan por completo. El zoológico presenta nuevas reglas y los pequeños comienzan a desenvolverse entre el ensayo y el error, pero, en un abrir y cerrar de ojos, aprenden y las siluetas de colores que habían visto se vuelven reales. La mirada que ellos les brindan hace todo aún más maravilloso. Y claro, cuando el niño llega donde los monos, no duda en decir lo que la mayoría piensa pero calla: «mira mamá, ese mono se rasca como…» Quisiera que las salas dedicadas a los insectos fueran más entretenidas. Sé que las colecciones de escarabajos y mariposas están hechas con fines tanto divulgativos como científicos, pero creo que al entomólogo le hace falta cierta creatividad, lo que parece difícil de comprender para una persona que estudia especies tan estimulantes para el intelecto, como los insectos. Hay lugares que reconstruyen dinosaurios en su tamaño real. Alguna gracia tendrán, sin duda, pero sería realmente entretenido si hicieran un insecto a la escala de los dinosaurios, un alacrán de veinte o treinta metros, una tarántula que ocupara, no una mano, sino cuarenta cuerpos. Una pulga con las patas delanteras levantadas que produjera una sombra larga y terrible, una araña cuyas patas fueran del diámetro de un tronco, un zancudo con las alas desplegadas que refleje el sol, escorpiones, grillos, moscas, abejas, abejorros, escarabajos… ¿Y el material? Que fueran blanditos, ojalá. ¿Articulados o rígidos? Un batir de alas y un aguijón retráctil no estarían mal ¿Y el nombre del lugar? Zoológico Franz Kafka, es claro, por más de una razón. 26 |

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Habría discriminación si no tratáramos a los animales imaginarios. Kafka empleó su pluma con un virtuosismo excepcional cuando escribió el cuento «Una Cruza», o «Un Cruzamiento», donde relata la historia de este animal­—mitad gato, mitad cordero— que comparte las características y los comportamientos tanto de uno como de otro y que sufre la soledad de tener únicamente miles de parientes políticos y ninguno consanguíneo. Por fortuna, las divisiones clásicas de la zoología, las palabras latinas y esas descripciones tan parcas, todavía no involucran a los animales fantásticos y los estudiosos literarios se abstuvieron de imitar a estos especialistas. Sería divertido establecer no un censo, pero sí una muestra. Habría que hablar sobre el caracol de carreras que figura en La historia sin fin, de Michael Ende; del caballero ratón que inventa C. S. Lewis en Narnia y, como una valiosa excepción de corte científico, hablaríamos de las mariposas que idea Nabokov en Ada o el ardor… el ramillete sería larguísimo, toda vez que habláramos de grifos, dragones, mirmocoleones, el ave fénix, catoplebas, quimeras… Remito al lector a El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges. En esta efímera muestra, debería hablar de Claudio Eliano y Plinio, dos botánicos que nacieron antes del advenimiento de la ciencia, pero que gozaron de una inquietud admirable. Plinio nos habla de la solidaridad de los elefantes con los niños extraviados; Claudio Eliano, de las moscas que vuelven a la vida después de una ligera intervención de agua y sol. Plinio apunta que la escolopendra, cuando traga un anzuelo, vomita sus entrañas y, cuando aquél está afuera, las ingiere de nuevo. Eliano habla de un pez que no ignora las fases lunares, no explica cómo da cuenta de su sabiduría, pero la imaginación del ictiólogo acaso encuentre pistas en el nombre: «pez egipcio». El protagonismo de los animales en la literatura exige un trato pormenorizado y cuidadoso. No podría perdonarme el olvido de unos cuantos perros, pero tendré que dejar de lado las maravillosas consideraciones que hace un felino en Historia de la humanidad contada por un gato, de Gerard Vincent. Los primeros perros son los personajes de Jack London, tanto en Colmillo Blanco como en El llamado de la Selva. Ambas piezas son complementarias como en la moneda la cara y la cruz. En la segunda, sale de la civilización; en la primera, abandona la selva. Nadie que haya leído la obra podrá olvidar al buldócer que atrapa entre sus mandíbulas inmisericordes a Colmillo Blanco. Pasa el tiempo, corren la sangre y los minutos, los dientes fijos apretando y abriendo más la carne entre el pelo, sin importar los golpes y las patadas. El segundo perro aparece en «Katchanka», uno de los relatos más hermosos de Antón Chejov. Katchanka es una perrita extraviada que tiene la rara suerte de ser parte del grupo de animales de un payaso: un ganso que

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pasea por la casa con las alas extendidas y el pico de cara al suelo, un cerdo bonachón y un gato con los ojos verdes y mortecinos. Katchanka aprecia los buenos platos de su nuevo hogar, pero sueña con las maldades de sus amos, las patadas del carpintero, y ese niño que solía levantarla por la cola dejándola como campana. Una noche siente una presencia extraña, todos en casa se despiertan, los lamentos del ganso rompen el silencio, el gato abre sus ojos verdes y mortecinos, el cerdo despierta asustado… ha llegado la muerte, Katchanka huele el frío penetrante de esos pasos. El tercer perro pertenece a uno de los relatos más simpáticos que he leído, «El perro que ha visto a Dios», de Dino Buzzati. Galeone, el perro del ermitaño, ha visto a Dios, al menos eso se rumora en el pueblo. Pasea todos los días por entre las calles y cerca de la plaza de la iglesia, y las personas sienten en la mirada desprevenida del sabueso la mirada de la misma inquisición. De repente, comienzan a frecuentar la iglesia, dejan las maldades para otra oportunidad y, mientras añoran que el perro no se levante algún día, sienten la necesidad de procurarle comida, socorrerlo cuando está enfermo, abrigarlo ante el frío. Una noche, el panadero le dispara a un par de ladrones con tan mala suerte de atinarle a Galeone, el perro que ha visto a Dios. Todos en el pueblo temen que este sea el advenimiento de una mala racha, pero, mientras discuten en el bar, sucede algo extraordinario: por la calle pasa el perro, como si nada. Esa semana el canasto de las limosnas en la iglesia quedó a rebozar. El cuarto y último perro es un perro único. Tanto es el amor que Cecil le dedica a su amo, Manuel Mújica Laínez, que consigue el raro privilegio de contemplar como un testigo sus pensamientos. En esta obra, Cecil nos cuenta la vida del autor, las reflexiones sobre el arte y la literatura, las investigaciones sobre Heliogábalo y Aquiles, y, finalmente, la incertidumbre del escritor sobre su próxima obra. De pronto, Cecil siente la mirada compasiva de su amo y sospecha, de extraña forma, el tema de la próxima novela… Mújica Laínez toma la pluma y escribe el primer párrafo, justo el mismo párrafo de la historia de un perro que oye los pensamientos de su amo, justo el primer párrafo de la obra que en ese mismo lugar, para nosotros lectores, termina. Podemos remediar la injusticia cometida con los gatos y, de paso hablar, ya no de los animales imaginarios y las grandes gestas de los perros en la literatura, sino de la física y de la filosofía. El primer gato es por mucho una de las criaturas más famosas del mundo intelectual, consta de una serie de atributos que pondría en aprietos uno de los baluartes de la filosofía de Kant. Por medio de un curioso ejercicio, Erwin Schorödinger imagina un gato encerrado en una caja, con un mecanismo sujeto a ser activado por el comportamiento de una serie de partículas cuánticas, que pueden romper

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una botella con veneno o, en su defecto, no romperla. En cuanto abrimos la caja, el observador hace que colapse alguna de las posibilidades y el gato quede vivo o muerto. Pero antes que el observador irrumpa… el gato está vivo y muerto al mismo tiempo. Nuestro segundo y último gato no es tanto un gato en sí, como una opinión de Jean Jacques Rousseau. En una conversación con Boswell, Rousseau le dice que en la predilección entre perros y gatos se esconde mucho más que un simple gusto. Quien quiere al gato muestra su cercanía por la libertad, en cambio, los argumentos del partidario del perro exhiben cierta simpatía por la sumisión y, en parte, por la tiranía. Sobre perros y gatos se ha levantado una andanada de observaciones. Las de Rousseau me parecen una tontería. Querer la fidelidad no significa buscar la sumisión, y si bien el gato es independiente, podríamos asociar esta característica con zozobra y no con libertad, con indiferencia y no con afecto. Estoy seguro de que Rousseau sabía de plantas y en sus Ensoñaciones deja unas observaciones maravillosas. Pero, sobre perros y gatos, no. Que haya una preferencia, es solo eso, una preferencia… Detrás de esta idea de Rousseau mora la creencia que nuestras opiniones y juicios andan entrelazados entre sí… Que sea de ese modo, lo ignoro; que haya un álgebra secreta para descifrar cómo quedan engarzados unos con otros, me parece una empresa todavía en construcción. He conocido fidelidad en los gatos, traición en los perros, amistad entre unos y otros y, claro, todo lo contrario. Sin embargo, por la misma necesidad que impulsa tanto a Cervantes como a Shakespeare a deplorar a quien no le gusta la música, yo solo puedo tener recelo por quien no siente simpatía por algún animal. Cuando lanzamos una mirada a las religiones de Oriente, notamos, de inmediato, una cercanía acaso más curiosa con los animales. Claro, hablamos de cercanía por no irrumpir en un ámbito mucho más difícil. Varias de las representaciones de las deidades en el hinduismo tienen marcados elementos animales. El símbolo es conocido por la multitud: el elefante es el animal del conocimiento en la India y el rostro de una de las deidades más populares, Ganesha, que tiene por vehículo un ratón. El mejor guerrero de los ejércitos de Rama, Hanuman, es un mono con poderes sobrenaturales que tiene la capacidad de crecer y reducirse a voluntad, además de una fuerza y una habilidad que nos deja en claro quién fue el primer eslabón en la línea de Spiderman y Superman. Una mañana, un pueblo de la India vio algo asombroso: decenas de monos quedaron desamparados después de la tala de un bosque y llegaron al pueblo en busca de un hogar. Encima de las «stupas», monos; en las aceras, monos; en el techo de las casas, sosteniendo las antenas destartaladas, monos. Las plazas ya estaban ocupadas y, ya que se estaba cometiendo una injusticia, no podían votar a pesar de ser —

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claramente— una mayoría. Los monos se tomaron la política en sus manos: desobedecieron toda ley con ese desgano propio de ser la representación de Hanuman, varios se entregaron a la bebida y al cigarrillo y enviaron un emisario a hablar con la principal autoridad. El alcalde dio cuesta abajo por un balcón. En este deshilvanado recuento no podríamos dejar de lado la tradición católica. La historia de Noé jamás me llamó la atención. Recuerdo que, durante la niñez, sentía La Biblia como una compendio de maravillas e historias fabulosas, mejores que las de Las mil y una noches, donde tanto rubí y tanta joya, tantas canciones y riquezas desmesuradas me parecían un precio muy alto a cambio de las desdichas de unos cuantos genios y la envergadura del ave Rok. En la clase de religión competíamos por el que encontrara los pasajes más rápidamente. En una oportunidad llegué por error al de Jonás. De camino a casa, en la ruta escolar, le pedí a mi compañero de puesto, el profesor de religión, que lo relatara de principio a fin. Lo bombardeé con millares de preguntas, pues viajar en ballena me resultaba una hazaña excepcional: estar dentro de las mismas entrañas de una animal enorme, más grande que la mayoría de los dinosaurios. En casa consulté el Álbum de animales. El pasaje de La Biblia no lo encontré, pero recuerdo que me entregué a la dicha de imaginar una nueva historia, las aventuras del profeta y su ballena, ese expedicionario que ensombrecía a Magallanes y a Colón. Las famosas plagas de Egipto no me llamaron la atención, los pasajes del «Éxodo» me parecieron de una crueldad aterradora y las figuras de Dios y Moisés, muy aburridas. Nunca supe de dónde sacaron la segunda copia de las Tablas de la ley, y cuando en las películas el Faraón depositaba a su primogénito en brazos del ídolo, yo de inmediato me cambiaba de bando. Ahora imagino cómo serían los pasajes de La Biblia si, en lugar del pueblo de Israel, estuviéramos de parte de los animales, de las ranas y las langostas, de las moscas y los mosquitos. Y Dios dijo: —tendrás la tierra de un pueblo dorado, y en enjambres llegarás a saquear la comida y el agua. Cuando te pierdas en la tierra, llegaran tus hermanos en el aire, cuando vuelva a descubrirse el cielo, vendrán las sombras y sólo las sombras anunciaran la sepultura de los cultivos, los lechos cubiertos de sangre en lugar de agua. Tus enjambres tupidos permitirán poca luz. Lo tendrás todo, podrás retozar, la devoción habrá dado fruto…

Me imagino que el pasaje ha merecido una variedad ilimitada de comentarios. Al respecto, me interesa la opinión del devoto propietario de pesticidas, ¿qué extrañas sospechas tendrá su corazón?

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Sin duda, cuando hablamos de animales dentro de la tradición católica, salvo por el pasaje de los lirios en el campo y las aves bajo el cielo, que sirvió de tema para uno de los mejores escritos de Kierkegaard, Jesús no aparece. La figura más hermosa y perfecta es San Francisco de Asís. Su biografía registra momentos harto inverosímiles, algunos se asombran ante la rareza de los estigmas, para mí las Florecillas tienen valor por el capítulo XXI. Asolados por la voracidad de un lobo, los habitantes de Gubio quedaron confinados a las murallas de su pueblo. San Francisco corre en su ayuda y, a las afueras de la ciudad, mantiene el encuentro más conmovedor con el animal. Juntos deciden ir a la plaza para que todos sepan de la buena nueva: el lobo ha prometido no dañar ni animal ni hombre, a cambio, el santo le prometió el sustento: —Yo quiero, hermano lobo, que como me diste fe de esta promesa fuera de la ciudad, también aquí, delante de todo el pueblo, me des fe de tu promesa y que no saldré engañado en la fianza que hice de ti.

Entonces, el lobo levantó la pata derecha y la puso en la mano de San Francisco. Al cabo de dos años, el animal murió. Julien Green cuenta que, en el siglo pasado, durante una obra en la iglesia de Gubio, se encontraron sus restos. Es una oportunidad maravillosa la que tenemos, vivir en un mundo cubierto de miles de seres distintos, cuyas miradas ascienden de la sencillez más pura, se levantan en la complejidad más perfecta, regulándose tanto a sí mismos como a los demás, cambiando el medio ambiente, produciendo escenarios asombrosos, sobrecogedores. Cuando leo sobre los descubrimientos de los entomólogos, cuando se investiga sobre la comunicación de las abejas que transmiten mensajes en torno a la flor, cuando pienso en las maravillas que esconde la mayor profundidad del océano —allí donde caen lentamente los restos de los demás peces, el oscuro desierto completamente yermo, cuyos habitantes desplazan su luminosa silueta en el agua—, siento la suerte de poder admirar la vida que se compone de miles de fragmentos, donde todos y cada uno tienen la posibilidad de mirar el mismo horizonte que han levantado. Ese mismo horizonte del cual hacemos parte, en una sustancia mixta compuesta de elementos que se escuchan a sí mismos. La escala nos lleva, no sólo a la supervivencia de la especie, sino a la del individuo, a la justificación irresoluta por vivir en la plenitud propia de admirar. Me siento de nuevo en esa trocha, por donde la vida abre, para mí, un delicado espacio.¶

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Jaime Alberto Palacios Mahecha | Maestría en Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia

El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es riesgosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure y dejarle espacio.

Las ciudades invisibles Italo Calvino

La poesía de Julio César Bustos es una apuesta radical para que el lector pueda prestar oído a otras voces1. Tal intención se encarna, en primer lugar, en el hecho de que existe una decidida separación entre la voz real del poeta y la voz lírica del poema. La lectura e interpretación de tres de sus poemas («En el vergel», «Bosque de pinos» y «Petra») 1 La obra poética de Julio César Bustos se compone de tres poemarios inéditos y una recopilación virtual de sus poemas, grabados con su propia voz, titulado Del jardín y un par de voces silenciosas. Los textos que se comentan en esta presentación pertenecen a este último. Para la escucha de otras voces, remito al lector a los poemas de Julio César Bustos, en esta misma publicación pag 113. Ver también: www.verbo21.com.br


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permite afirmar que uno de los elementos que individualizan su obra poética es la presencia de una serie de voces que invitan a reconsiderar nuestro habitar en el mundo. Del hombre que divulga los poemas de César Bustos quizá no sea pertinente decir mucho en este lugar —él mismo es parco cuando se trata de contar aspectos de su vida—, puesto que los poemas no son sólo una exhibición de sucesos que hayan acontecido a nadie en concreto, sino que pertenecen, más bien, a una serie de experiencias cristalizadas en palabras y que parecen provenir desde un lugar diferente al de los hechos biográficos. Quizá la voz de esta poesía surja de la fragmentación. La voz, como una experiencia de viaje interior y de ruptura. Por allí deambula un hombre, como el espejo roto del que nos habla un poema de Rafael Maya2, que hace circular algunos poemas, firmados por el poeta: Julio (nombre) César (primer apellido) Bustos (segundo apellido)3. Lo anterior pone en duda la presunta coherencia del sujeto moderno y valida la opción crítica de que es mejor hablar en primer lugar del poema, entendido como acontecimiento del lenguaje. Considerar en primer plano el texto y no el autor evita la práctica, a veces exagerada, de dar infinitos rodeos en torno a la biografía del poeta, lo que hace que el texto se vuelva pretexto. Es una invitación a acercase al poema de una manera dialéctica —en su sentido etimológico— esto es, como un diálogo entre el texto y el lector. Las páginas que siguen son un acto de escritura que busca compartir un acto de lectura. Los poemas de César Bustos, como cualquier obra de arte bien lograda, son un intersticio entre el logos del texto y el bios del intérprete (Ricœur, 1995, 72), en el que confluyen la voz del lenguaje, que habla en el poema, y la voz de quien lee en los actos de lectura e interpretación. Sin embargo, la mayor paradoja de compartir esta experiencia quizá sea el estatismo propio de la escritura, pues uno de los actos que, de forma constante, es atravesado por la experiencia del tiempo es, justamente, el de la lectura. Seguramente, con el tiempo, llegarán otras lecturas —hechas por otros o por quien esto mismo escribe—, por lo que sólo resta esperar que el paso de ese río, el del tiempo, no sea tan recio con la lectura del presente, esto es, con la pequeña porción del mundo que hoy se puede atisbar a través de estos textos. Los versos dicen: «[…] fatiga sin término/ la de reconstruirme/ no en la vasta unidad del gran espejo/ sino en millones de cristales rotos». (Rafael Maya, en Jaramillo, 1978, 21). Tal escisión quizá responda al deseo de preservar la actividad poética de los posibles peligros destructivos de la actividad crítica cuando supera ciertos límites, como bien lo señala Eliot a propósito de Valéry: «Porque la penetración de la actividad poética por la actividad crítica introspectiva la lleva Valéry al límite, pasado el cual la última empieza a destruir a la primera» (Eliot, 1967, 51). 2

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Lo anterior implica entender la interpretación como un acto testimonial. Para honrar tal testimonio, hay que confesar que la lectura de los poemas que se comentan más adelante, en diferentes momentos de mi experiencia humana y temporal, ha conducido, muchas veces, a conclusiones similares. Tal simetría de las conclusiones destaca cuando se la compara con la disparidad de los momentos (también móviles) de la que ha surgido. El segundo elemento de ese testimonio es que tales textos han sido una invitación a la escucha de una voz diferente, poco identificable con la voz del yo real (con quien, justamente y bajo distintas circunstancias de la vida, he podido dialogar). A partir de la comparación de esas dos experiencias, esta poesía hace parte de una firme apuesta para que en el lector surja la posibilidad de cuestionar su autocomprensión, su forma de estar en el mundo. El cuestionamiento permite comprender por qué estos poemas superan la simple exhibición narcisista del yo, su exaltación sentimental o, incluso, la apología de los actos sublimes o mediocres de cualquier vida. Algunos de los elementos ya comentados pueden ser vistos, en primer lugar, en el poema «El vergel»: Cuando tal vergel veas cuando entres en él no olvides guardar silencio Que tus pasos sean sigilosos tus actos prudentes. Recuerda: allí vela el hombre su lastimera vigilia.

El poeta (entendido como aquél a quien el hombre concreto delega en cuanto al acto de la escritura; Carreter, 1990, 11) se dirige directamente al lector o a quien escucha, situación que ha de ser preferible en el caso de esta obra.Una de las primeras voces que se escuchan en la obra de César Bustos es la de la propia poesía, en cuanto a tradición heredada. El poema recupera el tópico del locus amoenus, pero le da un giro interesante. El espacio que se ve y se oye por obra del silencio al que invita el poema —de forma explícita, con sus palabras, y de forma implícita, con su tono— no corresponde con el lugar típico para el retozo de los amantes que enseña la tradición literaria. El vergel aquí ya no es el espacio para los deleites del amor, sino para las meditaciones de la muerte. La evocación del verso seis («recuerda») puede ser una remembranza de aquel «recuerde» que Jorge Manrique

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compusiera a la muerte de su padre (Manrique, 1988, 102), por lo que el poema es también, a su manera, un memento, una oración. El poema propone que el vergel es el espacio en donde el ser humano puede entrar en contacto con su propia mortalidad, es decir, es el espacio en el que puede llegar a experimentar aquello que realmente es. El vergel —aquél en el que se ha adentrado el lector, construido ahora con las palabras que componen el poema— es el lugar en el que se comprende la condición humana como una vigilia, como un no poder dormir, lastimero por autoconsciente. Aquí la voz suave del poema no es arrullo, no es una nana4. Es, más bien, el toque suave de la condición mortal que produce una voz que obliga a la vigilia, a la atención de lo que podríamos arruinar con los pasos frenéticos de la vida agitada de las grandes ciudades. Justamente, en el segundo poema aquí tratado, se apunta de nuevo a la crítica de la experiencia de la ciudad. Se evidencia que la ciudad, con su ruido y frenetismo, atenta contra la posibilidad de escuchar otras voces. Ellas quizá provengan del propio ser humano que, lamentablemente, pocas veces está en condiciones de poder escuchar y escucharse: Bosque de Pinos Para Fernando Araque Una sonrisa de dones divinos, que se va perdiendo por entre el frío llanto de las acequias del páramo. Bailes, cantos, nacidos del embriagante abrasar de un fuego cosechado en la lejana orilla de otro mundo, preceden el crepúsculo que nos conducirá a través de los brumosos bosques, hasta dejarnos, serenos, en los brazos cálidos de la muerte. Allí, donde los brazos se unen y los corazones se abrazan, crecen enredaderas que ascienden por el lienzo de nuestra alma, dejando aprisionado el respirar de un ave de quebrantadas alas. Sin querer decir con ello que las «nanas» sólo sean una invitación al sueño y a la desmemoria, como lo prueba el poema «Nanas de la cebolla» (Hernández, 1990, 190).

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Es la mutilada recepción brindada al que se desvanece por gracia celestial sobre las mansas arenas de una playa febril, donando la sal de sus miserias más secretas a la orilla de sus dominios, para sabor de los que sucederán su muerte sazonada de olvido. En la balsa que atraviesa la laguna gélida del averno, sobre las salutíferas aguas de la Estigia, el barquero Caronte vela almas deterioradas por desventuras, ruindades e inútiles lamentos, a la espera de: «Oh, Señor, cuáles son vuestros designios».

El yo poético se traslada de nuevo a un espacio natural, el bosque, donde se le habrá de revelar otra epifanía en torno a la condición humana. Lo que se revela, quizá, es el hecho de que existe una comunicación efectiva entre mundos que habitualmente concebimos como si estuviesen irremediablemente separados. La comunicación de estos dos mundos tiene un equivalente en los tres momentos que presenta el poema: la primera sección corresponde con el mundo de lo vivo (vv. 1-9). La segunda, como un lugar de transición entre el allá y el acá (vv. 10-22). La tercera (vv. 23-27) corresponde con el espacio de lo muerto. Los tres momentos, unidos entre sí por la sutil transición entre un espacio y otro, muestran que la composición del poema es una evidencia de la continuidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos. El poema comienza con la entrada en un mundo extracotidiano, en el cual la sonrisa humana se ofrece al que llega como un don divino. En el bosque se perciben cantos que parecen venir de otro mundo, otra orilla, pero que tienen sus efectos en el aquí y ahora de la lectura. No hay diferencia notable entre lo que sucede de aquel otro lado, el de los dioses (aún no los del inframundo) y de éste, el de los mortales. Tal experiencia poética es la que, creo con razón, convierte a los habituales brazos fríos de la muerte en «cálidos». El poema continúa, en el verso diez, como un canto de unidad, de no diferenciación entre zonas de la condición humana, habitualmente disociadas. De ahí, quizá la imagen de la enredadera que acoge a todos por igual. En este punto, se recupera una reminiscencia platónica cuando se evoca la presencia del alma como un «ave de quebrantadas alas»5. El 5 «Lo divino es bello, sabio, bueno y reúne cuantas propiedades hay semejantes. Con ellas precisamente se crían y crecen en grado sumo las alas del alma» (Platón, 1957, 33).

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poema continúa con lo que parece ser la descripción de una fiesta donde quienes parten no son sentidos como ausentes; por obra de la unidad primordial que ya desde antes vinculaba no sólo a los vivos entre sí, sino también a éstos con los muertos. Tal confirmación trae la imagen final del poema, en la que aparece el viaje de las almas en la barca de Caronte. El poema da un giro interesante ya que las almas (aquellas que no supieron encontrar su conexión con la vida y la muerte en la experiencia de la fiesta del bosque), ahora, en el mundo de la muerte, se entregan a un treno dantesco y esperan el designio de condenación final: «Oh, Señor, cuáles son vuestros designios». Las palabras anteriores quizá sean el resultado de una vida disociada y dividida, no sólo con las almas de otros, sino también con el mundo (presente) de los muertos (que constantemente nos vemos obligados a olvidar). Por esta vía, el poema toca también la experiencia de las grandes ciudades, aquellas que han marginado el mundo de los muertos, confinándolo a los gigantes camposantos en sus extramuros. La experiencia humana se ha visto privada de dos elementos centrales: la continuidad de la vida y la muerte por medio de la presencia efectiva de quienes no están, y la no disociación del mundo de los vivos con relación al de los muertos. El poema critica el grado de desconexión en la vida moderna, que no permite estar a la escucha de otras voces: las del lado de allá, que nos dicen cosas sobre el mundo del aquí y el ahora. Tal crítica se hace tanto en medio del ambiente festivo del bosque como en el del inframundo, lo cual es otra forma de mostrar (desde la composición) cómo hay una efectiva unión entre estos dos espacios. Al igual que «En el Vergel», en «Petra», el poeta retoma la crítica al espacio de la ciudad deshabitada: Ya ni en el camino de piedra, por donde se conduce hacia el sendero del tiempo trabajado sólo por el olvido, la silueta de una imagen oculta, se refleja en las aguas sedientas de oración. Ha muchos días que el tiempo minó la veta gloriosa, originando

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un socavón vacío por donde circula y gime, en su solitaria y desordenada vigilia, el viento. Ya ni en el camino de piedra, insisto, podrá restaurarse para nobleza de los infieles días, la imagen real que se erige en los mausoleos de antiguos monasterios, ocultos todos por la broza de las guerras y la brea de los anónimos rostros que saquearon sus rincones más puros. Santos lugares aquellos, consagrados a la febril plegaria y a las oraciones por la suerte de los altos designios.

El poema señala que la ciudad de Petra es un mundo al revés, en relación con la experiencia moderna de lo que puede ser, por ejemplo, el ensordecedor ruido de las grandes ciudades. Lo primero que se percibe es el trabajo del tiempo sobre el espacio6. La erosión de los elementos (el agua, el viento) sobre la piedra, las formas a las que da lugar, o en las que aún se percibe la mano del hombre, propician el trabajo de contemplación del yo poético. En cierta forma, como lo señala el verbo «insistir», el poema es un pregón para que se dé una toma de conciencia de los «infieles días», los del presente, que se revelan al hombre moderno por la denuncia de una ciudad,

El tono y la experiencia son muy parecidos a los del poema «Estoraques», de Eduardo Cote Lamus. En ambos textos, el espacio es el lugar propicio para el surgimiento de la meditación acerca de la condición humana como desgaste, como trabajo para el olvido (Cote Lamus, 1976).

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hoy silenciosa, esculpida directamente sobre la piedra7. La contemplación de una ciudad así eternizada es la que arrastra al yo poético a la conclusión de que los lugares sagrados son aquellos que «los altos designios» han escogido como espacio de comunicación entre mortales e inmortales. Revela que la experiencia de la ciudad moderna parece ser exactamente lo contrario: la infinita posibilidad de escapar siempre de la reflexión. La real e historica ciudad de Petra, y con ella el nombre de mujer que comparte, se ha convertido en otra ciudad invisible (Calvino, 1999), en la posibilidad de una realidad apenas presentida. Sus hoy inexistentes moradores, las guerras y los saqueos la convierten en un espacio propicio para el surgimiento de una experiencia humana que revela constantemente nuestra mortalidad y que, en últimas, es otra de las formas de lo que llamamos la experiencia poética. Percy B. Shelley —al dar cuenta de su experiencia poética— defendió la poesía al afirmar su papel central en el mejoramiento del ser humano, esclareciendo que éste se da en una estrecha relación con la capacidad de la imaginación (Shelley, 1986, 35). De alguna forma, una de las muchas características de la poesía de César Bustos consiste en que también postula una defensa, pero ahora velada y, en cierta forma, diferente, pues el contacto con estos textos es hoy la defensa de la capacidad del hombre de aguzar su oído (Gadamer, 1993). En ese sentido, renovar una ancestral capacidad de escucha de la palabra pueda ser una de las vías que permita estar en disposición de escuchar hoy otras voces, como la de la poesía, por ejemplo. Tal capacidad, también en parte renovada por quienes aún se arriesguen a la poesía, podría ser la que lleve al ser humano, no sólo a escuchar de nuevo su propia voz, sino aquélla de los millones de marginados que permanecen condenados (como en un nuevo Hades) a un obligatorio silencio. Voces que precisamente hoy se escuchan como desde la distancia, disminuidas ambas (la del yo y la de los otros) por causa de las experiencias abrumadoras de las grandes ciudades y de la afanosa acumulación de capital. En ese sentido, nada más social que esta poesía, pues procura el espacio y el silencio necesarios para que hombre y mujer escuchen las voces marginales de lo que usualmente no tiene voz: aquellas de los espacios que nos rodean o la del propio yo, disminuidas por el rito incesante del consumo, o silenciadas por la fuerza del discurso altisonante de la publicidad. La voz de esta poesía es otra lanza que se rompe contra la estridencia del mundo moderno y capitalista: apuesta por el silencio. La voz cuestiona el 7 Tampoco se quiere dar aquí la bucólica impresión de que la ciudad no es un lugar propicio para que sea atravesada también por la mirada del poeta. En ese sentido quizá uno de los mejores ejemplos de cómo lo material se revela espiritual por obra de esa mirada, tal como acontece en el poema «Petra» de Bustos, pero con relación a otra ciudad, sigue siendo el libro Poeta en Nueva York (García Lorca, 2002).

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consumo, recupera la posibilidad de la felicidad por medio de la sencillez. La poesía es de nuevo una voz contra la estridencia plana de los medios masivos de in-comunicación,8 invita a que el ser humano se comunique con su propia condición: su mortalidad, deslizarse y naufragar, algún día, en el río del tiempo. La voz de los poemas de Julio César Bustos justifica, de nuevo, la actividad de la poesía. Como poética, es una de las pocas voces que llaman al interior del ser humano. Poesía como esta siempre será una voz divergente porque, en el fondo, nos lleva a la nuestra. Una voz propia que está en continuo cambio y que, por ello, es más vulnerable al permanente asedio de todo lo que quiere imponerse como propio pero que pertenece a otros. El asedio estridente de aquéllos que detentan el poder económico y, por ello, manejan (irresponsablemente) el monopolio de la información, de la opinión, de la representación del mundo y hasta de los sentimientos humanos.¶

Bibliografía Calvino, Ítalo. 1999. Las ciudades invisibles. Madrid: Millenium. Cote Lamus, Eduardo. 1976. Obra literaria. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura. Eliot, T. S. 1967. «De Poe a Valéry» en Criticar al crítico. Madrid: Alianza. Gadamer, Hans-Georg. 1993. «¿Están enmudeciendo los poetas?» en Poema y diálogo. Barcelona: Gedisa. Heaney, Seamus. 1997. «Acreditando a la poesía» en Antología/Anthology. Bogotá: El labrador. Hernández, Miguel. 1990. Antología poética. Madrid: Taurus, 1990. Jaramillo, Rosa. 1978. Oficio de poeta. Poesía en Bogotá. Bogotá: Universidad San Buenaventura. García Lorca, Federico. 2002. Romancero gitano/Poeta en Nueva York. Bogotá: El Tiempo. Lázaro Carreter, Fernando. 1990. De poética y poéticas. Madrid: Cátedra. Manrique, Jorge. 1988. Poesía completa. Barcelona: Planeta. Platón. 1957. Fedro. Madrid: Instituto de Estudios Políticos. Ricœur, Paul. 1995. Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. México: Siglo xxi. Shelley, Percy B. 1986. Defensa de la poesía. Barcelona: Península.

En su discurso, «Acreditando a la poesía», al recibir el Nobel de Literatura en 1995, Seamus Heaney afirma que la poesía tiene sentido porque el poeta continuamente se esfuerza «para detectar una voz completamente convincente detrás de tantas voces que informan» (Heaney, 1995, 161), postura que comparte la propuesta poética de Bustos.

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Patricia Simonson | Profesora asociada. Universidad Nacional de Colombia

El teórico alemán H. R. Jauss ha dicho que las respuestas que las obras de arte les dan a sus receptores cambian a medida que cambian las preguntas que éstos les formulan. Es por esto que muchas corrientes teóricas de la segunda mitad del siglo xx, como la deconstrucción o la misma teoría de la recepción que Jauss ayudó a fundar, han puesto en evidencia en los textos del pasado maneras de significar que habían quedado invisibles para la época en que las obras fueron escritas. Esto es especialmente cierto en cuanto a los románticos, cuyo carácter propiamente revolucionario quedó en parte opacado para los contemporáneos por el culto a la emoción y a una naturaleza pronto transformada en estereotipo sentimental. Las relecturas que han hecho Derrida o Paul De Man de autores como Rousseau y Wordsworth resaltan cuánto le deben los escritores de hoy al romanticismo, en especial, por su cuestionamiento de la estabilidad del yo y de la percepción; también se puede argumentar que la crisis del lenguaje, uno de los planteamientos más característicos en el pensamiento del siglo xx, se empieza a vislumbrar en esa época clave. No se han agotado todavía sus repercusiones para la teoría y la práctica artística de nuestros días. Esto es lo que plantean, cada uno a su manera, los ensayos de este dossier de Phoenix, donde encontramos también —explícitamente en los primeros dos ensayos, más implícitamente en el último— un interés por los problemas de la literatura comparada, no como simple rastreo de fuentes, sino como un instrumento para entender mejor los procesos de transformación literaria, la circulación de los textos y de los lenguajes entre espacios geográficos y temporales. El ensayo de Juliana Duica muestra muy bien la actualidad del romanticismo europeo al plantear, desde las concepciones de Derrida, una relación recíproca entre el poeta romántico inglés John Keats y el escritor norteamericano Henry Miller.


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Se explora, precisamente, la figura del yo en varias odas de Keats y en la escritura autobiográfica de Miller. La lectura que se hace de Keats resalta la novedad de la representación romántica del sujeto como un ente descentralizado, que se crea en el proceso de la escritura poética, en vez del yo cerrado y estático de la Ilustración. Si bien se puede percibir la herencia romántica en el carácter explícitamente textual del yo autobiográfico que Miller construye en sus escritos, también es cierto, como lo subraya el ensayo, que la escritura de este autor funciona como un lente retrospectivo que nos permite entender mejor el ejercicio de auto-creación al que da lugar el yo romántico. Se muestra aquí que un asunto clave detrás de lo que ambos autores están haciendo es el cuestionamiento de la supuesta primacía de lo «real», de la «experiencia» como algo anterior a la escritura; esta duda en cuanto a lo real —incluyendo la realidad del mismo yo— es una premisa central del pensamiento postmoderno. Por ello, podemos decir que el ensayo de Duica trasciende el viejo estereotipo del romántico «espontáneo», en fusión con la «naturaleza», y toca aspectos mucho más complejos y constitutivos, tanto del romanticismo como de los movimientos posteriores que surgieron de él. El ensayo de John Meza retoma, desde otro ángulo, la reflexión sobre el sujeto, al examinar el impacto de la concepción romántica de la infancia sobre la problemática de la educación, a la vez entre los mismos románticos (representados en este caso por Blake y sus Canciones de inocencia y experiencia) y entre varios autores latinoamericanos, principalmente Alfonso Reyes. Hacia el final del ensayo, se perfila también un paralelo entre Dickens y Ernesto Sábato. El autor resalta el hecho de que la influencia del romanticismo en el pensamiento latinoamericano va más allá del siglo xix y del ámbito puramente literario, afectando incluso los proyectos nacionales, por la relación que los autores de ambas épocas percibieron entre educación y revolución social. El caso de México es especialmente significativo, y no es un azar si Alfonso Reyes habla de un Sturm und Drang mexicano, comparando la ruptura que se da con la Ilustración en la Alemania de finales del siglo XVIII con la época de cambios sociales que abonan el terreno para la revolución en su propio país. Y la concepción que desarrolla Sábato, de una educación basada en la construcción activa de conocimientos por un discípulo que se hace también «inventor» del mundo, nos recuerda, precisamente, la visión romántica de un sujeto en constante proceso de autoconstrucción, desde la época clave de la infancia hacia una edad adulta dinámicamente enraizada en sus comienzos: «El niño es padre del hombre», como diría Wordsworth. El último ensayo del dossier, el de Guillermo Castillo, nos encomienda otra vez al pensamiento de Derrida. Es un ensayo explícitamente cen-

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trado en la problemática del lenguaje, a través de una reflexión sobre la palabra Heimat en la poesía de Josef von Eichendorff, y su traducción por el término español patria. Las aporías de ese falso sinónimo invitan al lector a tomar conciencia del carácter ya huidizo, diferido —para decirlo en términos derrideanos— del término original, marcado por una distancia inherente, la nostalgia de un hogar perdido. El ensayo toca así una intuición central de nuestro tiempo, que la deconstrucción ha subrayado de manera reiterada: la inestabilidad, la infinita apertura del lenguaje (Derrida comentó alguna vez que si se pudiera —pero, por suerte, no se puede— formular una sola definición de la deconstrucción, sería, sin más aclaraciones sintácticas, «más de una lengua»1 ). En este sentido, el ensayo, así como los otros dos que hacen parte de este número, se acerca también a uno de los problemas más interesantes de la literatura comparada: la forma como los textos atraviesan todas las fronteras lingüísticas y culturales, para cuestionarse y recrearse constantemente los unos a los otros.¶

1 Jacques Derrida, La deconstrucción en las fronteras de la filosofía. La retirada de la metáfora (Barcelona: Paidós, 1989), 9.

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Juliana Duica Contreras | Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia

La pregunta por el sujeto en el texto literario es algo que ha atravesado la historia de la literatura y que ha hecho germinar, en diferentes momentos históricos, diversos textos y concepciones tanto de la voz del yo como de la escritura misma. Aquí se pretende, a partir del concepto de diseminación, analizar la figura del yo en los textos de John Keats y Henry Miller, partiendo de la idea de que el yo, en el texto literario, sufre una tensión al configurarse, al mismo tiempo, como sujeto y como objeto. Escribir es representar. Escribirse es representarse. Uno de los componentes más importantes, a la hora de acercarse a la poesía y, en general, a la escritura, es la pregunta por quién escribe, y digo la pregunta porque, precisamente, se trata de una problemática que no busca ser respondida, sino que deja abiertos múltiples interrogantes. El sujeto de la escritura puede ser entendido como la voz desde la cual se ubica el autor para configurar un universo poético, lo cual puede o no corresponder con la persona biográfica que escribe el texto, pero sí corresponde con la voz del yo dentro del texto. Se podría decir, si separamos cortantemente sujeto y objeto dentro de un texto (algo poco posible), que el sujeto corresponde a la voz que habla y el objeto a la cosa, o cosas, de las que se habla. Aunque resulta fácil plantearlo así, no parecer ser posible, sin embargo, encontrar una definición de sujeto que abarque todo el campo de la poesía, ni siquiera el de la poesía romántica, la que, por ahora, me concierne. Me interesa acercarme al tema del sujeto en dos autores que parecen no tener nada en común: John Keats y Henry Miller, y me interesa no sólo decodificar la idea de sujeto en cada uno de los escritores, sino también entender cómo, a nivel histórico, la noción de sujeto de los textos de Keats aparece en Miller de una manera diferente, haciendo que broten de sus textos otros sentidos. Mucho se ha discutido acerca de qué es el sujeto, de si es exactamente lo mismo que el individuo (en términos del autor biográfico) o si, más bien,


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tiene una función dentro del texto, es decir, si se trata de un elemento textual que interactúa con otros elementos dentro del mismo; en cualquier caso, cabe preguntarse qué implicaciones tendría a la hora acercarse a la obra literaria. En este sentido, el interrogante radica en la naturaleza del concepto de sujeto en la escritura poética (por ahora no me moveré de esta esfera, ya que la narrativa, en lo que tiene que ver con el sujeto, cuenta con otro tipo de interrogantes), ya que se puede hablar de un ente biográfico, pero también de un ente textual-sígnico, para usar el concepto de Mukařovski, es decir, comunicativo. Antes de hacer una lectura de cómo el sujeto en el romanticismo hace que germine otro tipo de textos y de sujetos en el siglo xx, es necesario aclarar qué se entiende por sujeto y cómo aparece en cada momento estudiado. En este sentido, resulta más que pertinente preguntarse por el sujeto a partir de la escritura romántica, ya que en este momento histórico y artístico se pone en cuestión la concepción ilustrada del sujeto y del yo como algo absoluto. El carácter absoluto del yo, antes del romanticismo, tiene que ver con la concepción de éste como algo cerrado, completo: en efecto, la escritura anterior, la ilustrada, establece al yo como el punto de partida para el conocimiento del mundo, un conocimiento racional, mientras que, con el pensamiento romántico, el yo entabla un conflicto con la naturaleza del cual se desprende la creación poética. El hecho de desplazar al yo del centro del pensamiento y ubicarlo en un plano en el que la relación con la naturaleza no es de dominación, sino de diálogo, es uno de los aportes de los pensadores románticos, que, en el siglo xx, se hará más evidente. La descentralización del yo hace de la escritura y el pensamiento románticos algo revolucionario, que tendrá, insisto, una enorme pertinencia en el siglo xx, como se estudiará en Miller. En efecto, Miller parte de su yo autobiográfico (pero igualmente textual y metafórico) para configurar un imaginario de las primeras décadas del siglo xx; este yo, aunque subjetivo, no funciona sólo como un documento o como un retrato de la época, sino como un mundo posible, a partir del cual dialoga con la tradición literaria de su época. Los textos románticos son precursores de Miller, en la medida en que asumen su yo como parte de la realidad retratada, que poco o nada tiene que ver con el «mundo real», en el que se mueven los autores, sino más bien con el universo poético creado por estos sujetos objetivados. Pero volviendo a la definición: ¿Qué es el sujeto? ¿Qué es el yo? ¿Se trata de la misma cosa? Sujeto es, como mencionaba anteriormente, la voz del yo que escribe, lo cual, evidentemente, no es algo tan fácil, ya que se trata de un ente que, sólo por el hecho de estar presente en el texto y ser parte de éste, está siendo objetivado. La objetivación del sujeto en el texto implica un primer nivel de distanciamiento entre quien escribe y lo escrito. En 50 |

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este punto, es conveniente recordar las palabras de Jaques Derrida acerca de la metaforización en el texto filosófico, algo que, si bien el autor no concibe propiamente respecto al tema del sujeto en el texto poético, resulta pertinente a la hora de preguntarse por el mismo: El sentido primitivo, la figura original, siempre sensible y material […] no es exactamente una metáfora. Es una especie de figura transparente, equivalente a un sentido propio. Se convierte en metáfora cuando el discurso filosófico la pone en circulación. Se olvida entonces, simultáneamente, el primer sentido y el primer desplazamiento. No se nota la metáfora y se la toma por el sentido propio. Doble borradura. La filosofía sería entonces ese proceso de metaforización que se apodera de sí mismo […]. Este estrato de tropos «institutores», esta capa de «primeros» filosofemas (suponiendo que las comillas sean aquí una precaución suficiente) no se domina. No se deja dominar por ella misma, por lo que ella misma ha engendrado, hecho crecer sobre su suelo, sostenido en su pedestal. (Derrida, 1989, 251-59)

Existe, efectivamente, un primer nivel de objetivación, de distanciamiento entre el autor y la palabra, ese nivel es la escritura misma, ya que la palabra es una representación de la cosa, no la cosa misma, es un nivel inconsciente de objetivación. En ese sentido, al decir «yo», el autor (cualquier autor) se está refiriendo a un ente que funciona como normalmente funcionaría un él/ella, como objeto del texto. Esto es aún más evidente cuando se trata de una escritura autobiográfica, en la que es explícito que el yo es el objeto del texto. Aquí el yo está siendo asumido como una metáfora del escritor, que sólo a través de ella puede incluirse a sí mismo en la escritura. Claro, podríamos simplemente asumir que toda forma de escritura es metafórica, pero no creo necesario ir tan lejos: existe una tensión entre lo que existe en la «realidad real» y lo que se pretende representar en la «realidad textual». La voz del escritor se configura como el puente entre ambas realidades, por eso, la escritura de sí mismo, el enunciado «yo» o sólo su concepción, corresponde a la primera metáfora en una cadena de metáforas y significados que forma el texto. Pero ¿cómo funciona el sujeto tanto en Keats como en Miller? ¿Cómo es el proceso de diseminación de este elemento? Diseminación, claramente, es un término acuñado y apropiado por Derrida que resulta pertinente, dado que me interesa demostrar que el yo que aparece en Keats, como ente objetivado, es común al de la escritura de Miller, pero que no aparece de la misma manera: el tratamiento textual del sujeto en Keats provoca que en Miller se generen nuevos sentidos y una forma diferente de escritura. Resulta casi imposible no tener en cuenta aquí

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la concepción de Lotman respecto a los estudios comparativos entre textos y culturas diferentes. Lotman propone que se examine la diferencia, no lo común, y la interacción entre textos y culturas como algo necesario para que exista el desarrollo cultural, como lo expone en «Para la construcción de una teoría de la interacción de las culturas (el aspecto semiótico)»: «Ante todo hemos de señalar que al margen de la atención de los investigadores queda el vasto círculo de factores en los que el impulso para la interacción resulta no el parecido o el acercamiento (estadial, de sujets y motivos, genérico etc.), sino la diferencia» (Lotman, 1996, 63). Es evidente que el tema del sujeto en el romanticismo genera suficientes interrogantes y es lo suficientemente amplio como para volverse inabarcable, lo que no implica que este no pueda ser un acercamiento válido al tema, teniendo en cuenta que lo haré a partir de la lectura de un autor representativo del xix como John Keats y de lo que sus textos producen en un autor marginal del siglo xx, aunque pertinente: Henry Miller. Se trata de dos contextos de enunciación, dos momentos históricos y dos culturas que están en una constante interacción, gracias a la cual tiene lugar la germinación de sentidos tanto en Keats como en Miller. Es relativamente fácil ver cómo un autor del siglo xix como Keats afecta la escritura de alguien del siglo xx como Miller, en la medida en que se trata de un proceso de influencia fácilmente apreciable desde lo cronológico. Si bien es imposible que, a nivel cronológico, la escritura de Miller afecte la de Keats, la lectura que hoy podemos hacer del poeta debe tener en cuenta los procedimientos que tanto Miller como muchos de sus contemporáneos emplearon en sus textos, como el hecho de crear una escritura autobiográfica con un yo concientemente objetivado. Dichos procesos enriquecen la lectura que se puede hacer de un autor romántico como Keats, en la medida en que hace evidente la tensión entre lo «real» y lo metafórico, en lo que tiene que ver con la construcción de un yo en el texto. Lo valioso de Keats (entre muchas otras cosas) es que se trata de un autor cuyos textos parten de un yo que dialoga con la naturaleza. Veamos: tres de las odas más importantes del poeta, «Oda a Psique», «Oda a una urna griega» y «Oda a un ruiseñor», comparten una estructura similar. En un primer momento, el poeta se mueve en un universo mítico y claramente simbólico; luego, vuelve a la realidad y evidencia que la descripción anterior hace parte de un universo textual. Esto aparece, más explícitamente en la «Oda a un ruiseñor», en la que la distinción entre lo «real» y lo mítico se hace patente en el hecho de que el poeta parta de un estado «real» del cual pretende

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escaparse («That I might drink, and leave the world unseen, And with thee fade away into the forest dim»). Dicho estado contrasta con el universo simbólico representado en las siguientes estrofas: Away! away! for I will fly to thee, Not charioted by Bacchus and his pards, But on the viewless wings of Poesy, Though the dull brain perplexes and retards: Already with thee! tender is the night, And haply the Queen-Moon is on her throne, Cluster’d around by all her starry Fays; But here there is no light, Save what from heaven is with the breezes blown Through verdurous glooms and winding mossy ways1. (Keats, 19792, 249)

En efecto, el fragmento anterior da cuenta de un universo explícitamente lejano a la «realidad real» del poeta. Se trata de un espacio mítico en el que el poeta entra en contacto con una poesía cuya personificación le permite dialogar con el poeta («on the viewless wings of Poesie»). El retorno a la realidad que ocurre en la última estrofa («Was it a vision, or a waking dream?/ Fled is that music: —Do I wake or sleep?») evidencia el carácter simbólico de todo lo que el autor ha descrito en las estrofas anteriores: el encuentro del sujeto con la poesía es un encuentro textual. Se trata, efectivamente, de un sujeto textual que dialoga con una naturaleza igualmente textual, lo que se evidencia en cada momento. Keats está conciente de que la naturaleza a la que se refiere (y gracias a la cual, en parte, es posible la creación poética), es una naturaleza textual. El único contacto que él, como poeta, puede establecer es simbólico, un contacto de signos («Thou wast not born for death, immortal Bird!»), ya que escapa necesariamente a lo «natural». Es una naturaleza subjetiva y, digamos, objetivizada a través del individuo. Pero ¿qué tan real es la realidad? Es cierto que, en el texto, el poeta plantea una dialéctica entre lo «real» y lo textual. Sin embargo, esta 1 ¡Vuela más lejos, lejos que yo te seguiría/ no en el carro de Baco y sus leopardos,/ sino en las invisibles alas de la Poesía,/ aunque vacila torpe mi mente y me retardo!/ ¡Contigo estoy! Tierna es la noche y la Luna/ tal vez esté en su trono de Reina entre sus damas,/ rodeada de su enjambre de Hadas luminosas, /y aquí no hay luz alguna/ salvo esa que en las brisas el cielo da a las ramas/ sombrías y a las sendas serpeantes y musgosas. 2 Tanto la traducción como el texto inglés de los poemas de Keats han sido tomados de la edición cubana de Marta Eugenia Rodríguez (comp.), Poesía romántica inglesa, prólogo de Harold Bloom (La Habana: Arte y Literatura, 1979).

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realidad no puede ser entendida como tal, sino a través del filtro del lenguaje. Se trata de una realidad igualmente simbólica que corresponde con la imagen del poeta, la del yo objetivado que se presenta en los textos de Keats. Esto puede remitir a Miller, en la medida en que su escritura parte de una lectura subjetiva de la realidad y gira entorno al diálogo que el yo-texto establece con una realidad-texto: Algunas veces, cuando releo mis cuadernos, cuando me detengo sólo en los nombres de los que debieron ser mis personajes, me da vértigo. Cada uno de esos hombres se presentaba con un mundo propio, llegaba hasta mí y lo descargaba sobre mi escritorio; esperaba que yo lo levantara y lo pusiera sobre mis hombros […]. En esa época no osaba pensar en nada más que en los hechos. Para ahondar bajo los hechos hubiera necesitado ser un artista, y no os convertís en artistas de la noche a la mañana. Primero debéis ser aplastado para aniquilar los puntos de vista del conflicto que lleváis adentro. Hay que ser borrado como ser humano, para nacer nuevamente como individuo. (Miller, 1967, 34)

Lo anterior evidencia que el proceso de escritura en un autor como Miller ocur re a través de una apropiación de la realidad y de una filtración de la misma a través del lenguaje («Cada uno de esos hombres se presentaba con un mundo propio, llegaba hasta mí y lo descargaba sobre mi escritorio»), así como de un distanciamiento de sí mismo como ser humano biográfico («Hay que ser borrado como ser humano, para nacer nuevamente como individuo»). Miller parece estar consciente que tanto la realidad, el yo sujeto y el yo objeto del texto deben desdoblarse y funcionar, ya no en el «mundo real», sino en el universo textual que configura la escritura. Volviendo a los textos de Keats, lo que el poeta deja claro es que esa tensión entre lo «real» (si es posible dicho término) y lo textual o simbólico siempre va a estar presente: lo evidencia el último verso de la «Oda a un ruiseñor» («Do I wake or sleep?») en el que realmente no queda resuelto si la experiencia del poeta y su contacto con la poesía se acerca a la realidad textual que recrea el texto o si es algo explícitamente simbólico, incluso haciendo parte de la realidad textual. Algo similar ocurre en la «Oda a una urna griega», en la que no se resuelve del todo la tensión entre lo pasado y lo presente, entre lo perecedero y lo eterno: Ah, happy, happy boughs! that cannot shed Your leaves, nor ever bid the Spring adieu; And, happy melodist, unwearied, For ever piping songs for ever new;

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More happy love! more happy, happy love! For ever warm and still to be enjoy’d, For ever panting, and for ever young; All breathing human passion far above, That leaves a heart high-sorrowful and cloy’d, A burning forehead, and a parching tongue.3 (Keats, 1979, 261; El énfasis es mío)

En efecto, como lo demuestra el fragmento citado, hay un pasado no resuelto, un movimiento continuo que no puede llegar al presente del poeta, sino que se queda en el movimiento mismo, es decir, en una tensión abierta. Es clara la presencia de una dialéctica entre lo «real» y lo simbólico, entre las cosas y los textos. En efecto, el texto evidencia que el poeta, en lugar de evadir su realidad inmediata y huir hacia el mundo de la poesía, busca alejarse de su condición de humanidad y volverse, explícitamente, texto («Away! Away! For I will fly to thee,/ Not charioted by Bacchus and his pards,/ But on the viewless wings of Poesy,/ Though the dull brain perplexes and retards»). El poeta es consciente que la naturaleza de sus textos está objetivada, pero no de que él, como sujeto, también lo está. En las odas se logra que el sujeto sea entendido a través de esa doble naturaleza, humana y textual. Keats busca volver el sujeto humano un sujeto textual, aunque lo que ocurre realmente es que ese sujeto, supuestamente humano, ya es textual o, por lo menos, así aparece en los textos. Sin embargo, no podemos acceder a la intención consciente del poeta, pero sí podemos saber que los textos se configuran alrededor de una tensión. El motor de la poesía de Keats es, más que el sujeto mismo, la tensión que se establece entre lo «real» y lo textual, entre lo presente y lo representado. En ese sentido, el sujeto se vuelve el puente entre ambos campos, dada su doble naturaleza: el desplazamiento de lo biográfico a lo textual permite que la objetivación del yo sea efectivamente el eje de la tensión de la poesía de Keats, así como su punto de partida. El autor logra descentralizar la estructura del texto y desplazar el tema del sujeto a un lugar que abarque toda su poesía, sin estar explícitamente presente. Keats no parece ser conciente de lo que su texto hace con el yo ni de la relación que el sujeto establece con la naturaleza, que, desde una primera lectura, podría ser entendida como el objeto del texto, el único objeto. 3 ¡Ah! ¡Felices, felices ramas que no podéis/ mudar de hojas ni despediros de la primavera!,/ y tú, infatigable músico feliz que entonas para siempre/ canciones siempre nuevas./ ¡El amor es más feliz, es más feliz!/ eternamente tibio y aún no disfrutado, siempre anhelante y para siempre joven,/ de todas las pasiones que alientan, la más alta;/ que deja a un corazón exhausto y afligido,/ a una lengua, reseca, y a una frente, abrasada.

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Hay algo más que sucede en el texto y remite, de nuevo, a Derrida. En su ensayo «La farmacia de Platón», Derrida ilustra cómo la escritura es fármaco para bien y para mal, es decir, se comporta como droga, pero también como veneno que, al introducirse en un cuerpo, produce una mutación4. Recordemos la imagen con la que comienza la «Oda a un ruiseñor»: «as though of hemlock I had drunk/ Or emptied some dull opiate to the drains». Lo que ocurre con esta imagen servirá para entender no sólo el funcionamiento del sujeto objetivado en Keats, sino también cómo se refleja en la escritura de Miller. La «cicuta», en este caso, funciona como fármaco que, introducido en el poeta genera en él una mutación y permite el surgimiento de nuevos textos. El fármaco sería, recordando a Derrida, la escritura misma. La cicuta que bebe el poeta es la escritura, la palabra, así parezca que se trata de la belleza del ruiseñor (« ’Tis not through envy of thy happy lot, but being too happy in thine happiness»). De hecho, se trata de un ruiseñor-texto. La cicuta, al entrar en el poeta, lo lleva a un estado de «embriaguez» y hace germinar, de él, la poesía: el sujeto-texto entra en contacto con la naturaleza (-texto) para engendrar un universo poético y todos los múltiples sentidos que puedan brotar de éste. El estado de embriaguez al que se refiere el poeta tiene sentido si se asume que quien escribe es parte del texto, ya que la palabra produce dicho estado. La poesía se comporta, pues, como el resultado de esa embriaguez. El fármaco que ha entrado en contacto con el poeta es un ente textual, al igual que el poeta mismo, cuya forma de activarlo es comportarse como texto; así, la objetivación en Keats es consciente. Lo cierto es que el encuentro con la belleza y la poesía que establece Keats dentro de sus textos permite, de acuerdo con lo que plantean los poemas, la creación literaria. El estado de ensoñación del poeta, en el mundo «mítico» y «simbólico» al que viaja en sus odas, funciona de forma parecida a la embriaguez; así, el poeta interactúa con formas sólo posibles en un universo textual que, en un estado de conciencia (todo dentro del texto, claro) serían imposibles («The winged boy I knew;/ But who wast thou, O happy, happy dove?/ His Psyche true!»). La poesía como arte, como quehacer, llega al poeta cuando intenta ir más allá del discurso racional. Por ello, es posible entender el influjo de la poesía en el sujeto como una droga que entra en un cuerpo, el del poeta. Un poco más allá, Sócrates compara con una droga (fármacon) los textos escritos que Fedro ha llevado. Ese fármacon, esa ‘medicina’, ese filtro, a la vez remedio y veneno, se introduce ya en el cuerpo del discurso con toda su ambivalencia. Ese encantamiento, esa virtud de fascinación, ese poder de hechizamiento pueden ser —por turno o simultáneamente— benéficos o maléficos […], lo que resiste a todo filosofema, lo que excede indefinidamente como no-identidad, no esencia, no-sustancia, y proporcionándole de esta manera la inagotable adversidad de su fondo y de su ausencia de fondo […]. Las hojas de escritura obran como un fármacon que empuja o atrae fuera de la ciudad al que nunca quiso salir de ella, ni siquiera en el último momento, para escapar de la cicuta. (Derrida, 1997, 103)

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Los textos, tanto de Keats como de Miller, evidencian la intención del acto de escritura por parte de un sujeto —que es la imagen del autor mismo—. Precisamente, el carácter autobiográfico de la escritura de Miller muestra todas las formas en las que la poesía de Keats interactúa con sus textos: se trata de un escritor que hace de su yo un objeto del texto, al interactuar con todos los otros elementos presentes en el mismo y, al mismo tiempo, evidencia el acto de escritura como proceso. Los textos de Miller son autobiográficos no sólo en la medida en que el autor se refiere a un «yo-Henry-Miller», sino también en la medida en que ese «yo-HenryMiller» es un escritor: Yo era el producto malo de una tierra mala. Si el yo no fuera imperecedero, el «yo» sobre el que escribo hubiera sido destruido hace mucho tiempo. Esto podrá parecer una invención, pero cualquier cosa que yo imaginé que ha sucedido, ocurrió verdaderamente, al menos para mí. (Miller, 1967, 14)

Un texto literario que dé cuenta de su propia creación permite ver los textos de Miller como descendientes directos de los de Keats, en la medida en que no sólo logran hacer evidente la objetivación del sujeto dentro del texto (incluyendo al poeta como objeto y como sujeto), sino que también dan cuenta del engranaje detrás del texto mismo. Dicha tensión no se resuelve y es uno de los múltiples aspectos que permiten que ambos textos estén vivos y sigan interactuado, incluso hoy en día, luego de la muerte de ambos autores. Las metáforas de la influencia aparecen no sólo entre los versos de Keats, sino en la influencia (valga la redundancia, el rodeo metafórico derridiano) que éstos tienen sobre Miller. Se trata de un proceso similar: la idea de un sujeto que sale del plano de lo biográfico para pasar a lo textual y que, de esa manera, dialoga con una naturaleza y un mundo igualmente simbólicos, es algo que, en el siglo xx, tiene una enorme pertinencia. Miller, por ejemplo, no sólo es conciente del carácter textual de su yo, el yo de su texto, sino que, además, se encarga, de hacerlo explícito: «Para mí el libro es el hombre, y mi libro es el hombre que soy […]. No me considero como un libro, un informe, un documento, sino como una historia de nuestro tiempo —una historia de todos los tiempos» (Miller, 1979, 31). Aunque se trata de una escritura explícitamente autobiográfica, esto alimenta, de manera retroactiva, la lectura que se puede hacer del problema del sujeto en Keats. Dicha retroalimentación se hace visible cuando Miller, que ha leído a los autores románticos, evidencia al sujeto como parte del texto y, de esa manera, que el sujeto responde a unas necesidades contextuales: Miller es conciente de su contexto y, como

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Rimbaud5, de que los románticos sientan las bases de lo que luego será la problemática del sujeto en la poesía. De esta manera, se trata de una influencia viva, algo que no se queda en lo cronológico (lo que haría imposible la influencia de Miller en Keats), sino que tiene que ver con un diálogo constante entre ambos textos. El tratamiento que Miller hace, conscientemente, de su escritura tiene detrás una carga histórica y literaria bastante amplia, algo que (¿inconscientemente?) logran los poetas románticos: poner en escena un yo y lograr que funcione y que interactúe con otras partes del texto para configurar un universo poético, simbólico. De igual manera, Keats pone en escena las tensiones entre su realidad como ser humano y su realidad como poeta, una realidad que funciona en un nivel textual, así como su imagen como sujeto: la dialéctica entre lo presente y lo pasado, lo real y lo simbólico, lo presente y lo representado, se resuelve a través de la figura del sujeto, que concilia ambas realidades. Miller, indirectamente, es heredero de la noción de sujeto en Keats, en la medida en que el romanticismo es un primer paso hacia las formas de expresión literarias del siglo xx. Este tipo de escritura, como la de Miller, se configura como precursora de formas literarias posteriores, la literatura contemporánea parte de una visibilización de lo que, a la luz de la teoría del siglo xx, los textos del romanticismo proponen. Todo lo anterior deja ver el carácter vivo de los textos y que, sin importar el contacto que pudieran tener a nivel biográfico, existe siempre una interacción no sólo entre ambos textos, sino también entre éstos y un lector que, sensible a las tensiones que dejan abiertas, entra como tercero en dicho diálogo, activando nuevos sentidos dentro de los textos y, por qué no, haciendo brotar otros nuevos.¶

5 Dice el poeta en la «Carta a Paul Demeni»: «Nunca se ha enjuiciado bien al romanticismo. ¿Quién iba a hacerlo? ¡¡Los críticos!! ¿A los románticos, que demuestran tanto y de tal modo que la canción es muy raras veces la obra, es decir: el pensamiento cantado y comprendido por quien lo canta?» y más adelante: «Los primeros románticos fueron videntes sin darse cuenta cabal de ello: el cultivo de sus almas se inició por accidentes: locomotoras abandonadas, pero ardientes, que durante algún tiempo encarrilan». (Rimbaud, 1999, 83-88)

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Bibliografía

Derrida, Jacques. 1989. Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra. . 1997. «La farmacia de Platón» en La diseminación. Madrid: Fundamentos. Keats, John. 1979. «Oda a Psique», «Oda a una urna griega» y «Oda a un ruiseñor» en Rodríguez, Marta Eugenia (comp.). Poesía romántica inglesa. La Habana: Arte y Literatura. Lotman, Yuri. 1996. La semiosfera I. Madrid: Cátedra. Miller, Henry. 1979. Primavera negra. Barcelona: Bruguera. . 1967. Trópico de capricornio. Buenos Aires: Rueda. Rimbaud, Arthur. 1999. «Carta del vidente» en Obra poética y correspondencia escogida. México: UNAM. Rodríguez, Marta Eugenia (comp.). 1979. Poesía romántica inglesa. La Habana: Arte y Literatura.



John Meza Mendoza | Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia.

Cuando la revolución va a nacer, ¿qué sucede en la inteligencia, en la educación y en la cultura, en las masas universitarias, en el mundo de nuestras letras?

Alfonso Reyes,«Pasado inmediato». Introducción El romanticismo en sí mismo es difícil de definir. Algunos suscriben la lectura del romanticismo a un período histórico comprendido entre 1790 y 1830 en la literatura y el pensamiento de Inglaterra, Alemania y, un poco más tardíamente, de Francia. No obstante, muchos estudiosos entienden el romanticismo como una actitud del pensamiento que no puede ser fácilmente circunscrita a un periodo histórico, una lengua o una literatura en particular. Surgen, así, lecturas que toman un punto de vista divergente respecto al canon establecido y estudian fenómenos literarios tan diversos como la actitud romántica en el nō, teatro tradicional del Japón, o la influencia romántica (por la vía del simbolismo francés) en el modernismo latinoamericano, por sólo nombrar algunos ejemplos. No es mi interés ahondar en este complejo debate más que para aclarar que el romanticismo (o, mejor, lo romántico) no es exclusivo de las literaturas europeas de finales del siglo xviii y principios del xix, sino que, al contrario, el movimiento romántico puede ser leído desde su influencia en el pensamiento posterior, en diversas literaturas y en diferentes contextos. Uno de los temas posibles, y no siempre completamente explorados, para una lectura de la «actitud romántica» es la educación y uno de los contextos, el latinoamericano. Si se sitúa el romanticismo histórico en Europa, a finales del siglo xviii, cabe anotar que surge como una revolución del pensamiento estético en oposición a los ideales ilustrados cuya cumbre es la Revolución Francesa. Se configura, entonces, un discurso que exalta al individuo y su sensibi-


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lidad cuya pretensión es, en cierto sentido, superar el discurso racional defendido por el pensamiento cartesiano-científico, aunque no es posible afirmar que el romanticismo deja completamente de lado la razón. Por el contrario, aboga por una sensibilidad razonada como el camino más adecuado hacia el conocimiento del mundo, la expresión del sentimiento del poeta y su relación con la naturaleza1. El pensamiento romántico surge en medio de una compleja serie de oposiciones y adherencias a los ideales liberales de la Ilustración europea. Sin embargo, el ímpetu revolucionario se ve prontamente ofuscado por la ola de muerte y masacres postrevolucionarias conocida como «el Terror» (1789-1791) que, si bien no destruye la esperanza ni acaba con los anhelos de transformación social de la revolución, sí los aminora de forma considerable. Como afirma Silvia Caporale, «no se puede pensar en la filosofía romántica y dejar de lado la influencia que los ideales de la Revolución Francesa juegan en los y las intelectuales de la época y en su (frustrada) búsqueda de un nuevo orden moral y social» (Caporale, 2003, 99). Precisamente, con el carácter «revolucionario» del romanticismo aparece el problema de la educación; con las reflexiones sobre lo sublime, la belleza, la verdad, la libertad, el individuo y sus posibilidades de acción, surge también la discusión sobre la educación estética del hombre (Schiller) y sus implicaciones morales (Kant, Fichte, Schelling). Por otro lado, las discusiones estéticas tienen un trasfondo gnoseológico, en el que se debate la manera en la que el hombre, por medio de la poesía, puede acercarse a la verdad y al conocimiento. Al tiempo que se propone una concepción estética del mundo, se modela una realidad en la que se inscribe el sujeto; la poesía se erige como un medio para alcanzar lo absoluto y la razón, por lo que el sujeto, en tanto parte activa del mundo, debe configurarse de acuerdo a los ideales románticos. Esto se debe, en parte, a la necesidad real de generar una esperanza para el pueblo que había visto la transformación de las estructuras políticas y sociales de los países de la Europa realista del xviii en repúblicas liberales o en monarquías constitucionales2. El ideal moral del sujeto y su constitución son, entonces, temas obligados para la literatura y la filosofía europeas de finales del siglo xviii. No obstante, para los románticos, el concepto de hombre ideal se encuentra en estrecha relación con la estética y con temas como la búsqueda de lo sublime y lo bello-absoluto. La configuración de un sujeto que re1 Al hablar de la oposición radical entre razón y pasión, suele citarse el «Prefacio» de Wordsworth a las Baladas líricas, de 1798, cuando afirma que la poesía es el «poderoso desbordamiento del sentimiento» (28). La cita, con la parte complementaria que suele olvidarse, en realidad dice: «La poesía es el poderoso desbordamiento del sentimiento, recogido en la tranquilidad», con lo que se entiende que no es sólo pasión desbordada del sentimiento, sino un proceso racional, de pensamiento crítico, reposado en la razón. 2 Aunque Inglaterra tiene una monarquía constitucional desde 1689, sigue siendo, para la época de la Revolución Francesa, un régimen político rígido y poco equitativo.

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flexiona sobre su proceso de conocimiento es un asunto que subyace tras muchos de los poemas románticos, precisamente en relación con la infancia como época vital para la elaboración de un criterio estético que marca una toma de conciencia del mundo. La infancia y los temas que la rodean se convierten en excusas líricas mediante las cuales los primeros románticos pueden hablar de los procesos de conocimiento y, a la vez, configurar un modelo del sujeto cognoscente.

La infancia como sujet en el romanticismo histórico Cuando se simplifica el romanticismo, se tiende a vincular el tema de la infancia con el escapismo de la realidad social, lo cual, para ser justos, no es del todo cierto. Por el contrario, para los románticos, la infancia es una época vital en la que el sujeto adquiere consciencia del carácter activo del conocimiento y de los procesos que configuran al hombre, aunque bajo la máscara de una «idealización» de la infancia, esto es, una falsa banalización de la figura del niño. Es posible que esta aparente idealización del niño y de su realidad sea la responsable de que, cuando de romanticismo se trata, se afirme, sin más, que los poemas románticos son escapistas y que toda imagen de la infancia romántica (junto con la idealización de la Edad Media, la Edad de Oro y el Medio Oriente, otros temas recurrentes de la literatura romántica) se conciba como ahistórica y desvinculada de la realidad social. Lo cierto es que, al contrario de lo que se piensa, el compromiso de muchos poetas románticos con su realidad social inmediata es muy fuerte, tanto que implica una responsabilidad moral producto de la reflexión sobre las acciones y sus consecuencias en la realidad objetiva. Por ello, «la filosofía romántica no surge sólo en oposición al pensamiento racional ilustrado, sino que es una respuesta a un conjunto de transformaciones socioculturales que estaban teniendo lugar en la sociedad de la época» (Caporale, 2003, 100). Para los románticos, la imagen de infancia no podría ser idealizada, estática ni cosificada, entre otras razones, porque en la infancia se da el cambio paradigmático en el conocimiento y la conciencia de ese cambio. El niño, lejos de ser una entidad estática, un recipiente de conocimientos dados, es la muestra de un proceso complejo de conocimiento y transformación estética y, en cierto sentido, política. Así es posible verlo, por ejemplo, en los famosos versos de William Wordsworth que le sirven de epígrafe para su poema «Oda sobre los indicios de inmortalidad de los recuerdos de la primera infancia» («Ode on Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood»): «El

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niño es el padre del Hombre/ y yo quisiera que mis días estuviesen/ atados entre sí por una auténtica piedad» (Wordsworth, 2004, 135). Con ello, el poeta recalca que la infancia no es un periodo aislado y sin ninguna conexión con la edad adulta. El niño aparece, entonces, como una entidad inacabada, en proceso, que está sujeta a los cambios de su presente histórico y que, por lo tanto, no puede estar simplemente aislado de la realidad. Los románticos, al plantear el tema de la infancia en relación con el conocimiento como proceso, manifestaron un interés profundo en una verdadera filosofía de la educación, aunque más implícita que explícitamente. El tema de la infancia aparecerá como sujet de los románticos en diversos textos, como en los de William Blake. En sus Canciones de inocencia, pone en escena algunos problemas de la representación de la infancia relacionada con la educación, tal como la concebía el pensamiento científico imperante en los siglos xviii y xix. Aparentemente, Blake idealiza la infancia en un lugar reconciliado de la historia, más cercana a un tiempo paradisíaco que a la realidad social de los años de la Revolución Francesa (por ejemplo «El niño hallado», «Canción de la risa» o «Canción de cuna»). No obstante, aparecen también las Canciones de experiencia que suplementan el sentido inicial, aparentemente reconciliado, de la infancia. El conjunto de sus poemas no debe ser leído como una decepción del mundo moderno e ideal planteado por la Revolución Francesa, sino como una aceptación de la contingencia a la que se ve abocado el niño como imagen del sujeto cognoscente. Canciones de inocencia aparece en 1789 y Canciones de experiencia en 1792, años en los que transcurre el periodo «del Terror». Los dos títulos pueden leerse como las dos caras de una misma moneda. El primero, como una falsa alusión a la infancia «inocente», aislada de la historia, y el segundo, como la conciencia del devenir histórico y de la «experiencia» del mundo. Los textos son una invitación a no concebir al niño sólo como un recipiente de conocimiento, sino como un sujeto capaz de experimentar el mundo, las sensaciones, los problemas y, en últimas, capaz de conocer por sí mismo. Los poemas de los dos libros, que se publican juntos desde 1794, plantean esta aparente dicotomía entre «dos estados opuestos del alma humana», subtítulo con el que se publica el libro Canciones: Este díptico poético […] es tal vez la obra más popular y más accesible de Blake […]. Detrás de la aparente sencillez de ciertos textos de las Canciones se vislumbran niveles múltiples de significación que dependen del estado mental del receptor. Por ejemplo, «El cordero» (Inocencia) y «El tigre» (Experiencia) representan a primera vista dos mundos absolutamente opuestos. «El cordero» parece describir el mundo de la infancia, un Edén de fe inocente poblado por tiernos corderitos blancos que acaricia un niño […]. En contraste, «El tigre» es

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un ser inquietante, de una belleza terrible, cuya existencia cuestiona el poder y la benevolencia de Dios […]. En realidad, esa diferencia es ilusoria. […] ambos seres míticos son igualmente figuras del mismo poeta, cuya energía creadora y profética libera al espíritu humano, no al final de los tiempos, sino en el eterno presente de la revelación. (Simonson, 2004, 6-7)

De ahí que, desde la experiencia, el sujeto (en este caso el niño) se haga consciente de su presente y supere la falsa dicotomía con el pasado reconciliado y escapista. En realidad, en los poemas de las Canciones, el poeta afirma que la «inocencia» es una «experiencia» del mundo sensible. La infancia, la escuela y el conocimiento aparecen puestos en escena en un poema de las Canciones de experiencia, «El escolar» («The School Boy»), que inicia con la descripción de un entorno natural, propicio para la «felicidad» de la infancia: Me gusta levantarme en las mañanas de verano, cuando los pájaros cantan en los árboles; cuando el cazador distante hace sonar su cuerno, y la alondra canta conmigo ¡Ah, qué dulce compañía! (Blake, 2004, 41)

En oposición a la bella naturaleza que abre la composición, la escuela se perfila como un lugar artificial y hostil, casi como un desperdicio de las mañanas de verano en donde los deberes escolares inhiben y cansan: Pero ir a la escuela en las mañanas de verano disipa toda alegría. Ah, entonces desanimado me siento, y paso así más de una ansiosa hora. No puedo hallar placer en un libro, ni sentarme en la glorieta del saber, calado hasta los huesos por la tediosa lluvia. (Blake, 2004, 41)

En un mismo poema, gracias al contraste natural-artificial, Blake expresa, en la voz del niño, la infancia idealizada (la naturaleza idílica, casi reconciliada) para dar paso a la experiencia y la conciencia de sí mismo como persona afectada por la realidad. El aparente desencanto de la escuela implica el carácter consciente del proceso educativo, que es, en el fondo, una propuesta pedagógica de los textos románticos. No debe pensarse, por

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ello, que la experiencia «de choque» del niño (para hablar en términos contemporáneos) es la solución pedagógica que lleva a un estado de autoconciencia, sino más bien que el choque epistémico con la escuela («No puedo hallar placer en un libro») es el punto de partida para una concepción dinámica del conocimiento que implica la posibilidad del cambio espiritual y moral, la verdadera revolución defendida por Blake, cuya noción de escuela difiere de la visión aislada y estática de los ilustrados de finales del xviii y principios del xx.

Modelos pedagógicos y conciencia del sujeto La reflexión ética en torno a la infancia aparece en el romanticismo, precisamente, como un elemento del humanismo retomado por la Ilustración, con un antecedente importante en el Emilio de Rousseau. Sin embargo, la concepción de la infancia como el periodo en el que se modela el criterio del hombre (adulto) mediante la experiencia consciente del mundo no es exclusiva de la estética romántica. Por el contrario, la imagen del niño como sujeto en proceso que puede potenciar un cambio ético, gnoseológico y social reaparece constantemente en diversos momentos de tensión histórica, cuando las sociedades replantean o quieren replantear su rumbo político y social, cuando se revisan los valores establecidos. Esto es válido tanto para la Revolución Francesa, como para la Revolución Mexicana que, ya en el siglo xx, puede entenderse como la cristalización de las intenciones de transformación social del mundo hispano, luego de un siglo de consolidación de la independencia3. Durante esta época, diversos autores (en todo caso, bajo el influjo del espíritu revolucionario) modelan la infancia de una manera análoga a como lo hicieran los románticos un siglo antes, mediante la apropiación estética de ciertas problemáticas como la educación y el tipo de conocimiento que debe dejar la escuela para propiciar el cambio social. Así se plantea, por ejemplo, en «Recuerdo escolar», poema de Antonio Machado, en el que recurre a la imagen de la lluvia para connotar la monotonía del ambiente escolar, recalcado con la repetición del estribillo de una lección y con el uso de la misma estrofa para abrir y cerrar, estableciendo así un poema circular, repetitivo: Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. 3 Se hablará de la Revolución Mexicana a modo de paradigma «revolucionario», pero también se habla de otros lugares de Hispanoamérica, incluyendo España, donde se ponen en marcha otros

proyectos revolucionarios, alrededor de la primera década del siglo xx

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Y todo un coro infantil va cantando la lección; «Mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón».

Existe una evidente crítica a la noción cosificada del niño que aprende mediante la repetición inconsciente o «inocente». La ironía del «coro infantil» que «va cantando la lección» derriba la idea de una infancia que canta a la felicidad sino que, al contrario, canta su propio encierro monótono: la lección. Así mismo, el maestro «truena» «con timbre sonoro y hueco» (v. 9), reiterando la descripción lacónica que Machado presenta del ambiente escolar en la que hay un eco de la crítica a la estaticidad del sujeto cognoscente que se dio en el romanticismo. El niño, en Blake, se preguntaba por la naturaleza perdida, preocupación característica del romanticismo, al equipararse a sí mismo con un ave presa, cuya ala (que podría leerse como un símbolo del volar hacia el conocimiento, la libertad) ha caído. No obstante, esta experiencia de rechazo y la intención de volar, son muestra de la toma de conciencia y de las posibilidades de transformación del sujeto, siempre dinámico, a pesar de su «jaula»: ¿Cómo puede el pájaro, nacido para la dicha, cantar encerrado en una jaula? ¿Cómo puede el niño, presa del miedo, evitar que caiga su ala tierna, olvidando sus bríos de juventud? (Blake, 2004, 41)

En el poema no sólo se equipara al niño con el pájaro, sino a la escuela con la jaula y, en cierto sentido, el canto del ave con el canto del niño que resulta en lamento; de ahí que se logre constreñir la naturaleza libre de la primera estrofa, para darle paso al frío de las últimas dos, en las que la naturaleza pasa por el filtro del artificio, por el deseo de capturar flores, capullos y plantas «despojadas/ de su gozo en primavera»: Oh padre, oh madre, si los capullos se cortan y las flores se dispersan; si las plantas tiernas son despojadas de su gozo en la primavera por el dolor y el desaliento, ¿Cómo despertará jubiloso el estío? Phoenix: literatura, arte y cultura 12

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¿Cómo aparecerán los frutos del verano? ¿Cómo juntar lo que el dolor destruye, o festejar las dulzuras del año, cuando aparezcan las bocanadas del invierno? (Blake, 2004, 41)

Además del último verso, que cierra con la idea opuesta a la naturaleza idealizada y su disfrute, llama poderosamente la atención el lamento con el que se abre la pregunta: «¿Cómo juntar lo que el dolor destruye [...]?». El niño, al compararse con los objetos de la naturaleza, afirma su quebrantamiento y su dolor, a la vez que manifiesta su impotencia para «juntarse» de nuevo cuando se ha quebrado. De esta manera, el sujeto aparentemente banal se hace conciente de su relación activa con el mundo que lo rodea y su quebrantamiento como sujeto es un quebramiento, primordialmente, del lenguaje que lo constituye. Esta aparente desesperanza es, en realidad, el punto de crisis en el que el sujeto se hace consciente de su condición de conocedor del mundo, como sujeto que lo experimenta. Aunque el panorama parece desesperanzador, el poema es una propuesta pedagógica que modela (al igual que en el caso de Machado) un sujeto dinámico que no admite un conocimiento dado y establecido, sino en construcción. La escritura (me atrevería a decir que más en el caso de Machado que en el de Blake) funciona como el conjuro de la experiencia terriblemente trágica de la escuela, una perspectiva que aparece subrayada en algunos textos filosóficos del romanticismo alemán4. A pesar de la eterna repetición que plantea el poema de Machado, al abrir y cerrar con la misma estrofa, existe la posibilidad de estimular al niño, entendido como la manifestación del espíritu revolucionario en el conocimiento. Este tópico conecta los postulados pedagógicos implícitos de la poesía romántica con los textos que se escriben sobre la escuela por la época de la Revolución Mexicana.

Estéticas y utópicas románticas en Hispanoamérica Ya fue mencionado cómo el romanticismo influyó la literatura de fines del siglo xix en Hispanoamérica —por la vía indirecta del simbolismo, del decadentismo y del parnasianismo—. Me parece, sin embargo, que el estudio de esta influencia se ha limitado a la historia literaria y al arte en 4 Al respecto, puede verse el estudio de María del Rosario Acosta, La tragedia como conjuro, el problema de lo sublime en Friedrich Schiller (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009); y, de la misma autora, Silencio y arte en el Romanticismo alemán (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2007).

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general, sin detenerse en la historia de las ideas, ya que se deja de hablar de romanticismo al terminar el siglo xix. Esta influencia trasciende los aspectos meramente literarios para convertirse en un referente claro en los procesos de consolidación de las repúblicas latinoamericanas a finales del siglo xix y comienzos del xx. En estos proyectos, la noción que se tiene de la educación configura, en gran medida, las políticas de Estado, así como la idea de sujeto y ciudadano. El poema de Machado, por ejemplo, debe leerse en el contexto de la Guerra Civil Española, que da cuenta de una problemática seria en la educación a inicios del siglo pasado, tal como en el caso de la Revolución Francesa. Por otro lado, es posible trazar un paralelo entre las «luchas por la educación» del siglo xx y la actitud romántica hacia la vida que predominó a principios del siglo xix: mientras que, para los románticos, la Ilustración funda un tipo de conocimiento cerrado y con pretensiones universalistas frente al cual exalta el sentimiento, la imaginación, la libertad y el dinamismo como particularidades del sujeto, para los autores del siglo xx, este conocimiento «verdadero» es encarnado por las doctrinas positivistas5. El texto de Alfonso Reyes, «Pasado inmediato», polemiza con las concepciones rígidas del positivismo e invita a trascender la concepción de la educación como una necesidad que debe ser satisfecha por el Estado (sin quitarle, por supuesto, esta obligación). Basado en la experiencia del Congreso Nacional de Estudiantes de 1910, en México, Reyes expone el desarrollo de la revolución en el ámbito educativo, el cual surge como «un nuevo capítulo de la historia […]. Se trata de dar un sentido al tiempo, un valor al signo de la centuria; de probarnos a nosotros mismos que algo nuevo tiene que acontecer, que se ha completado una mayoría de edad» (Reyes, 1987, 18). En el texto de Reyes abundan referencias al sentido de la revolución de un modo casi poético. La Revolución Mexicana suscitó un cambio en el valor atribuido a la cultura y al ser mexicano, por lo que no es de extrañar que un cambio tan profundo afectara, también, la manera de concebir la educación. Cuando Reyes se refiere al «signo de la centuria», establece el valor estético del cambio social y aboga, al mismo tiempo, por un cambio de paradigma esencial en los valores sociales. Es de notar la preocupación de Reyes por entender la revolución como un cambio de actitud en la que vemos una profunda similitud con la actitud romántica frente al ideal de hombre planteado por la Ilustración, cambio que, en ambos casos, atraviesa el campo de la representación estética. Por ello, la Revolución Mexicana viene acompañada por el interés y el fomento de un 5 El positivismo, doctrina socio filosófica postulada por Augusto Comte en el siglo xx, proponía que el único conocimiento auténtico es el conocimiento científico y que tal conocimiento solamente puede surgir de la afirmación positiva de las teorías a través del método científico. Para su realización, se esperaba un rigor conceptual y metodológico que permeó la visión de mundo de la sociedad y, por supuesto, de la educación.

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arte tradicional, por el rescate de formas de expresión no convencionales, más por parte de la cultura popular, que de las élites letradas. El texto de Reyes hace referencia a las particularidades de la Revolución Mexicana frente a otras grandes revoluciones sociales en Occidente, como la Francesa y la Rusa. La actitud de los educadores mexicanos durante la revolución, bien descrita por Reyes, es quizá la puesta en escena de un compromiso con la educación mexicana y, por ende, con la sociedad misma. El recorrido histórico que plantea Reyes deja entrever que el cambio tuvo lugar de manera paulatina y que la actitud liberal de la Reforma Educativa fue un cambio de actitud general, una actitud al tiempo quijotesca, romántica y modernista frente a la concepción de una educación utilitarista: Cuando la inquietud va a nacer, ¿qué sucede en la inteligencia, en la educación y en la cultura, en las masas universitarias, en el mundo de nuestras letras? […] El Congreso Nacional de estudiantes fue una de tantas pruebas del tiempo […], por cuanto revela que la inquietud invadía ya hasta los gérmenes de nuestro ser cultural. Quien quisiera alcanzar algo de Humanidades tenía que conquistarlas a solas, sin ninguna ayuda efectiva de la escuela. […] sorprendíamos a veces la figura fantasmal del gran matemático «Chicho» Prado, […] a quien, del mucho velar y poco dormir, las diferenciales y las integrales le habían secado el cerebro. (Reyes, 1987, 20-25; las cursivas son mías.)

En el fondo del relato subyace una problemática compartida con el romanticismo, esto es, la necesidad de una educación real (efectiva); Reyes muestra los caminos que tomaron los intelectuales para satisfacerla y la postura de una sociedad entera (no sólo del Estado) frente a una necesidad surgida de quienes se inclinaban por las humanidades, sin tener salidas preestablecidas para cumplir su vocación. Las dos épocas se vinculan gracias a la relación estética-ética, puesto que «El romanticismo buscó en la poesía el efecto que la revolución aspiraba a lograr en la política: innovación, transformación, desfamiliarización»6. De ahí el significativo número de escritores latinoamericanos del siglo xx, como Max y Pedro Henríquez Ureña, cuyo acercamiento a las letras se dio por la vía del derecho, personajes que no dejan de poseer una actitud revolucionaria, esto es, romántica: El maestro Jacinto Pallares, sólo vivo ya por el recuerdo en los días del Centenario [...], ni siquiera le faltaba el gran recurso de los oradores románticos: la heroica y desaliñada fealdad […]. Entretanto, un nuevo plantel de escrito«As Duff (1998) says: “Romanticism sought to effect in poetry what revolution aspired to achieve in politics: innovation, transformation, de-familiarisation”» Citado en Halpin, 2006: 335. [Traducción propia.]

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res había crecido. Conviene fijar su actitud. Cuando se habla de la literatura moderna mexicana […], se alude por lo común a prosadores […], englobándolos más o menos bajo la enseña del Modernismo. Es la segunda época porfiriana. En la última mitad de aquel régimen, que abarca dos literaturas, apareció esa fiebre que se apodera de la mente americana por los años de Ochenta […]. Es el periodo postromántico. Justo Sierra llama a Gutiérrez Nájera: «flor de otoño del romanticismo mexicano».(Reyes, 1987, 29-31)

Alfonso Reyes continúa con el catálogo de escritores partícipes de la época de cambio, de la revolución, escritores que experimentaron la necesidad de una educación y una literatura universal, concretamente los modernistas tardíos Enrique González Martínez y Luis Urbina: «Tales eran, al iniciar el ataque, los caballeros del “Strurm und Drang” mexicano»7. Posteriormente, Reyes habla de la revolución con un tono poético que ciertamente recuerda el canto épico y el heroísmo al que se vieron abocados los maestros: «Han comenzado los motines, los estallidos dispersos, los primeros pasos de la revolución. En tanto, la campaña de cultura comienza a tener resultados» (Reyes, 1987, 41). Esta relación entre la actitud romántica-utópica y la educación de nuestros días no es nueva: ya Halpin, en su artículo «Por qué es importante una concepción romántica de la educación» recalcaba: Mi interés en la Utopía y el Romanticismo, y su relación con la educación, no debe ser comprendido como un interés en dos asuntos distintos. Por el contrario, corren en mi cabeza simultáneamente, representando, como se dice comúnmente, dos caras de la misma moneda. De hecho, para mí, hay un sentir simultáneo en ser romántico y ser un utópico, y viceversa. Es por ello que, si tengo que definir a un romántico, lo definiría (con Brookner, 2001) como alguien que cree que «es mejor viajar esperanzadoramente que llegar». (Halpin, 2006, 325)8

La Utopía se refiere a un tipo de realidad idealizada, en un lugar inalcanzable, que trata de ser modelada por medio de actos concretos. Al respecto, podría citarse otro texto, en cierto sentido romántico, que también pone 7 El Sturm und Drang fue el nombre que recibió el movimiento literario alemán que, a mediados del siglo XVIII, promulgó la libertad del individuo y su interacción con la naturaleza. Muchos han querido ver en él el germen del movimiento romántico. De este periodo es la obra Las penas del joven Werther de Goethe. Véase Isaiah Berlin, Las raíces del romanticismo (Madrid: Taurus, 2000), en especial los caps. I y II. 8 My advocacy of Utopianism and Romanticism in education should not then be appreciated as denoting different kinds of argument. Quite the contrary, in my head they run in parallel, representing, so-to-speak, the reverse sides of the same coin. Indeed, for me, there is a sense in which being a Romantic entails simultaneously being a Utopian, and vice versa, which is why, if pressed, I like sometimes to define a Romantic (after Brookner, 2001) as someone who believes «it is better to travel hopefully than to arrive» (Traducción propia).

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en escena el problema de la escuela y las figuraciones que respecto a la realidad se manejan en ella: se trata de Tiempos difíciles de Charles Dickens9. El primer capítulo, «Las únicas cosas verdaderas», inicia: —Pues bien; lo que yo quiero son realidades10. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. No planteéis otra cosa y arrancad de raíz todo lo demás […]. De acuerdo con esta norma educo yo a mis hijos, y de acuerdo con esta norma hago educar a estos muchachos. ¡Ateneos a las realidades, caballero! (Dickens, 1982, 7)

La escena acontece en «la sala abovedada, lisa, desnuda y monótona de una escuela» en la Inglaterra de mediados del siglo xix. La oyente de tal discurso es Ceci Dupe, una niña de no más de ocho años que ha sido llevada a la escuela por su padre, un cirquero domador de caballos. En este mundo de realidades que propone el director de la escuela, se desenvuelve toda la narración posterior de Dickens, que nos muestra una clase social en decadencia económica y las terribles consecuencias del «tiempo difícil». Ceci terminará trabajando como algo menos que una criada para la familia más rica de la ciudad, cuando su padre haya partido con su circo creyendo que le ha dejado, al menos, una buena educación. Nos preguntamos entonces si el discurso positivista de las realidades, de los hechos, como sería más apropiado traducirlo, no influye de manera determinante en la vida de la tristemente realista niña de Dickens, o en la vida de cualquier escolar. La realidad tangible, cuantificable y aprehensible que defendió el positivismo del siglo xix, fue la realidad enseñada por la escuela durante buena parte del xx. Así lo muestra el escritor argentino Ernesto Sábato en su texto «Sobre algunos males de la educación», en el que critica y rechaza los hábitos dogmáticos y rígidos de la escuela tradicional, como «las pretensiones del enciclopedismo», «los mitos del rigor» y «el fetichismo del programa». La consecuencia más evidente de la dogmatización de la educación (y con ella del estudiante, negando su carácter dinámico) es que sus pretensiones totalizadoras no aseguran, en modo alguno, un aprendizaje siquiera mínimo de la realidad, tal como lo plantea Sábato al afirmar: «Olvidé en forma casi total lo que me inyectaron a lo largo de mis estudios primarios y secundarios, como paradójico resultado de querer enseñarnos todo» (Sábato, 1979, 79). Tal paradoja se Aunque no es considerado comúnmente como un romántico, sino como realista, muchos coinciden que la narrativa de Dickens muestra algunos rasgos de influencia romántica, como la presencia fuerte de fantasmas y viajes al pasado de Canción de Navidad, que se vale de la construcción estereotipada de la novela gótica como borrador de su obra, y que recuerda algunos poemas románticos como «La víspera de Santa Inés» de John Keats. 10 En inglés facts: hechos. 9

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evidencia en Dickens cuando parodia las pretensiones enciclopedistas de la educación y la idea de la memorización como garantía del aprendizaje. El director de la escuela, «Un hombre de realidades. Un hombre de hechos y de números. Un hombre que arranca del principio de que dos y dos son cuatro, y nada más que cuatro […]» (Dickens, 1982, 8), le pide a Ceci, luego de su apología a la realidad, la definición de un caballo. Ante su silencio, uno de sus compañeros responde lo esperado: Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos. Tiene cascos duros pero es preciso calzarlos con herraduras. Se conoce su edad por ciertas señales en la boca. (Dickens, 1982, 10-11)

No es de extrañar que la noción de caballo de la niña se relacione más con la actividad lúdica de su padre, que con la enumeración de los dientes del animal. Uno de los asuntos que subyace tras estas disertaciones es la pregunta por el concepto de realidad, y las nociones de lo real que se enseñan en la escuela como institución. Para Dickens, como para Sábato, la realidad se constituye más por la experiencia y la valoración del mundo que por una lista interminable de características atribuidas a ella (Sábato, 1979, 81). La experiencia del mundo, como figuración, se da gracias a la interacción con la realidad: «De las infinitas puntas y cabos que memoricé, sólo me han quedado el cabo de Buena Esperanza y el cabo de Hornos, seguramente porque a cada paso aparecen en los periódicos» (Sábato, 1979, 79). El discurso de la educación modela simbólicamente las realidades en las que se desenvuelven los escolares, ofreciéndoles una visión de mundo particular. Inclusive, el discurso de la escuela tradicional (que Sábato critica y que Dickens pone en escena) crea simbólicamente la realidad. Con la elección de la escena en la escuela para el comienzo de su obra, el autor nos sitúa en la dificultad y en la dureza del tiempo que atraviesa la sociedad inglesa desde sus bases (la infancia y la educación), noción que no está lejos de la expuesta por Sábato en la segunda parte de su texto, donde se advierte cierto «malestar de época»: «El mundo está gravemente enfermo de incredulidad y correlativamente de feroces dogmatismos. Y la educación no puede ser ajena a esos padecimientos, pues, en desdichada dialéctica es su raíz y su consecuencia» (Sábato 1979, 95).

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Movimiento y dinámica del sujeto cognoscente Resulta interesante la anotación del autor argentino, justo antes de iniciar su apología de la escuela, que recalca las consecuencias del dogmatismo en la educación. Sábato establece una relación doble entre la «enfermedad del mundo» (entiéndase, el dogmatismo) y la educación: es causa y, a la vez, consecuencia. Sucede de igual manera con el discurso tradicionalista y enciclopedista en la escuela: por un lado, es la expresión de una concepción positivista del mundo y, por otro, es un discurso que modela las realidades futuras de sus receptores, los escolares. Cabe recordar la idea foucaultiana del poder coercitivo de la escuela, en donde el discurso del poder no se ejerce en una sola vía o por uno sólo de los actores (en este caso la escuela), sino por los dos agentes discursivos. El discurso modela las acciones, los comportamientos y la realidad simbólica a través de su ejercicio de poder (Foucault, 1998). Cuando el director de la escuela dice a Ceci Jupe que defina en términos rigurosos, programáticos y enciclopédicos al caballo, ejerce, por medio de su discurso, el poder de la institucionalidad. Como propone Sábato, la solución para el rigor académico es la aprehensión crítica de la realidad, lo que implica un papel activo del estudiante o, en todo caso, de quien aprende. Sin los mitos del rigor, el conocimiento es una [...] aventura que el discípulo debe sentir como tal, en un combate emocionante contra las potencias de la naturaleza y de la historia. No enciclopedismo muerto, ni catálogo, ni ciencia hecha, sino conocimientos que se van haciendo cada vez en cada espíritu, como inventor y partícipe de esa historia milenaria. (Sábato, 1979, 81; las cursivas son mías)

La diferencia entre la realidad y el espíritu que se hace consciente de la ella, se corresponde con una especie de antes y después en la concepción y el discurso de la escuela tradicional versus el aprendizaje basado en la mayéutica (dinámica) que propone Sábato al final de su texto. De esta manera, el discípulo no es un recipiente de realidades dadas, sino un constructor activo, «inventor y partícipe de esa historia milenaria», concepción bastante romántica, justamente. La noción de la realidad no puede dejar de ser discursiva, pero puede darse un cambio en el modo de construirla: si la realidad, para la educación positivista, es vertida sobre los estudiantes sin una mayor reflexión, para Sábato es el producto de la reflexión dialéctica: «educar significa desarrollar, llevar hacia fuera lo que aún está en germen, realizar lo que sólo existe en potencia» (Sábato, 1979, 91). Es evidente que, en el proceso educa-

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tivo, influyen los modos y los tipos de discurso y que, mediante ellos, se modela una realidad. La escuela es responsable del mundo simbólico que modela y sólo con la conciencia de esta responsabilidad puede generarse un cambio en la visión educativa que redunde en un cambio estético y social. La imagen de la dialéctica corresponde con la dinámica del sujeto como proceso de sí mismo, como aparece en los textos románticos. El movimiento dialéctico, siempre buscando un ideal de sujeto (pero, tal vez, con la conciencia del fracaso de esta búsqueda) es el motor de la sociedad, que establece valores sociales y estéticos, a un mismo tiempo. Se ha tratado de ver, con base en textos de diversa índole, las posibles relaciones entre el romanticismo —entendido como una actitud de cambio de pensamiento que sitúa al sujeto en el centro de problemas como la libertad, el ideal, el absoluto y la belleza— y algunas reflexiones en torno a la educación y la escuela. En particular, estos textos critican la idealización de la infancia, la escuela como un lugar que constriñe al individuo en lugar de ampliar sus posibilidades y abogan por un cambio de actitud, como la de algunos revolucionarios latinoamericanos que lucharon por la reivindicación de la enseñanza libre y en contra del rigor académico. Finalmente, puede verse que las nociones de realidad impuestas en la escuela afectan la concepción estética del mundo, como ideal de vida y comportamiento. Las relaciones entre romanticismo y educación, que en principio no son tan evidentes, revelan una actitud frente a la escuela y frente a la vida, posibilitando nuevas lecturas desde el presente, respecto a la forma de enseñar, la imagen de los estudiantes y los problemas sociales que suscitan cambios en las nociones de representación, aprendizaje, enseñanza y escuela.¶

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Bibliografía Blake, William. 2004. Poesías. Colección Señal que Cabalgamos, n.º 45. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Caporale, Silvia. 2003. «La otra cara del Romanticismo: trabajo, educación y escritura» en Historia crítica de la novela inglesa escrita por mujeres. Salamanca: Almar. Consultado en línea en: http://rua.ua.es/ dspace/bitstream/10045 en mayo de 2010. Dickens, Charles. 1982. Tiempos difíciles. Bogotá: Oveja Negra. Foucault, Michel. 1998. Vigilar y castigar. México: Siglo xxi. Halpin, David. 2006. «Why a Romantic conception of education matters», Oxford Review of Education (32) 3, 325-45 consultado en línea en: http://dx.doi.org/10.1080 en mayo de 2010. Henríquez Ureña, Pedro .1987. «La Universidad» en Universidad y educación. México: unam, 45-69. Machado, Antonio. 2005. «Recuerdo infantil» en Isabel García y Lomas, Carlos (comp.) Había una vez una escuela. México: Paidós, 19. Reyes, Alfonso. 1987. «Pasado inmediato» en Alfonso Reyes y la educación. México: Secretaría de Educación Pública, 17-45. Sábato, Ernesto. 1979. «Sobre algunos males de la educación» y «Educación y crisis del hombre» en Apologías y rechazos. Barcelona: Seix Barral. Simonson, Patricia. 2004. «Introducción» en Blake, William. Poesías. Colección Señal que Cabalgamos n.º 45. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia. Wordsworth, William y Samuel Taylor Coleridge. 2004. Baladas líricas. Madrid: Cátedra.

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o el Heimat aplazamiento del

«Hogar»

Guillermo Andrés Castillo | Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia

Los poetas saben que el acto de nombrar —«nun aber nennt er sein Liebstes» (pues ahora nombrará lo que más ama)— implica un retorno a la fuente, al movimiento puro de la experiencia en su comienzo

Paul De Man. Preguntar(se) es nostalgia (nostos-algos) y recaída per sé, el acto iterado mediado por el lenguaje de buscar el origen, el principio, la idea primera, el noumen, el hogar (arché, ekhatos). Ahora bien, la pregunta —su suerte de sustantivación, el cántaro en que se vierte el acto de preguntar en el lenguaje— sí que le resulta algo muy ajeno y diferente (a pesar del aparente grado de consanguineidad). En la pregunta se sustituye la búsqueda por su enunciación y quien pregunta elige separarse del origen para dar cabida al espíritu crítico que formula la pregunta. La misma paradoja somete al poeta, quien constata su distancia respecto al objeto poético en cuanto difiere su encuentro en el artificio del lenguaje separador; tal cual, la crítica respecto a la literatura, el diccionario al concepto, la palabra de lo que referencia, Borges al otro Borges, el amar como acción al amor como trascendencia. La digresión anterior sobre la pregunta se acentúa (y dificulta) con el arribo incierto de una posible respuesta, que —volcándose también en lenguaje—restituye, irónicamente, la incógnita: la reinscribe. Ahora,


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una singular encrucijada se nos ofrece si la pregunta se proyecta sobre un elemento del lenguaje, por ejemplo, una palabra. El efecto resultante será una interrogación sobre la escritura, una suerte de retorno en búsqueda de la raíz primera de la palabra y de la esencia —logos, aletheia, arché— del objeto que refiere y del que difiere en cuanto lenguaje1. Sin embargo, la naturaleza del retorno, del viaje hacia el origen, no radica en alcanzar Ítaca de nuevo, sino en nombrar el deseo y el dolor (algos) de su fracaso, precisamente por el hecho de haber traducido tal búsqueda y su objeto a los dominios del lenguaje. En este sentido, la pregunta no revela otra cosa salvo el proceso por el cual, a través del lenguaje, se disimula lo que en palabras de Paul De Man es el «desgarro del espíritu»2 al constatar su condición de desterrado, de desheredado del terreno de lo primigenio y originario, en otras palabras, de hijo de la diáspora. Así, la pregunta, siendo lenguaje, aplaza la búsqueda del origen y se conforma con un paliativo lingüístico que alegoriza el encuentro con lo añorado ilustrado en esa posible respuesta, canjeando incautamente la plena comunión ontológica del ser por un tropo, una metáfora, una metonimia, una forma de nombrar (de decir, de explicar), siempre mediada por el lenguaje. Preguntar es, entonces recaída; recaída al constatar (de nuevo) la imposibilidad del lenguaje para alcanzar el origen, retornar a Ítaca, de obtener y conmensurar el sentido trascendental de lo que nombra. Siguiendo a Derrida, su vector resultante es aplazamiento, diferimiento: diferancia. La escritura y el lenguaje difieren el reconocimiento y la posibilidad de estar en presencia del objeto en sí (noumen) en la medida en que, como «mediadores», se interponen y aplazan3. De lo anterior podría 1 Diferancia como temporización, diferencia como espaciamiento. ¿Cómo se conjugan? Partamos, puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, «cosa» vale aquí tanto por el sentido como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo. El signo sería pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de delegación electoral y de representación política, la circulación de los signos difiere el momento en el que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla, verla, tener la intuición presente. (Derrida, 1989, 44-45) 2 La originalidad de De Man consiste en haber comprendido que el desgarro del espíritu, la separación que lo origina, procede del desgarro mecánico que permite el lenguaje», lo cual, en sus palabras puede leerse del siguiente modo: «todo mecanismo tropológico es suspensión» («Intoducción». En De Man, 2007, 17; las cursivas son mías). 3 La idea del lenguaje como aplazamiento y diferencia y del signo como representante de «lo presente en su ausencia» es quizá una de las cuestiones y problemáticas más recurrentes en el pensamiento de Derrida (véase n. 1). Ahora bien, más allá de esta constatación, el desarrollo del pensamiento derrideano deriva en el cuestionamiento profundo de la estructura del pensamiento occidental al desestabilizar el valor mismo de lo que se considera el «ser-presente» (arché, ousia) y, con ello, las bases de la ontología, la teología y la metafísica. El descrédito a la posibilidad de un origen, de un grado cero originario, de una esencia, da paso a lo que él llama la différance, que intenta describir en algunos momentos como la posibilidad misma del pensamiento, de la conceptualidad. Para una mejor comprensión de estos asuntos, sugiero remitirse al libro Márgenes de la filosofía, un compilado de diferentes ensayos de Derrida, entre los cuales se encuentra el que se titula «La

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seguirse que la pregunta, como sustantivo, es una suerte de metonimia lingüística que señala un estadio iniciático del deseo de conocimiento. Pero, cabría preguntarse si este deseo no es un efecto derivado del lenguaje, algo que este último establece al generar un agente que lo reproduzca, es decir, una conciencia. Me pregunto y preguntarse siempre es un regreso y, por lo tanto, una difere(a)ncia4 de temporalidades, y una recaída en el lenguaje, la aporía fundamental del ser humano.

*** Excúsese el preludio, el rodeo que precede el asunto, aplazando su aparición. Pero no podía empezar a hablar del vocablo germano Heimat —sería más preciso indicar: la palabra Heimat en el contexto de la poética de Eichendorff— sin atender al oneroso problema de la inquietud, seno del cual surge la pregunta por el término. ¿Por qué Heimat? Y respondo: ¿Por qué patria, en su traducción más común al castellano? Podría pensarse que nos interesamos por una cuestión agotada. Ciertamente, lo es si consideramos la trajinada vida etimológica del vocablo y su posterior enclaustramiento en la idea de Patria para los hispanohablantes. Pienso que pasamos por alto la palabra olvidados del prefijo heim —origen de un inmenso campo semántico— cuya traducción reproduce esta omisión. Con lo anterior, no denuncio una lectura desatenta ni la incapacidad de los procesos de traducción, sino el olvido sistemático del origen mítico de la dicción poética, junto al desgaste del sentido que, poco a poco, ha ido reduciendo los signos y símbolos a significados cada vez más inertes y estériles. Si, como afirma De Man, el lenguaje es incapaz de acceder a la identidad absoluta con el objeto que nombra5, no por ello debe dejar de preocupar su activismo, mucho menos en la originación del verso y de la forma poética. El lenguaje al interior del poema actúa y sus palabras reverberan en una intensa dinámica que siempre sobrepasará el nivel sintáctico y lingüístico, razón por la cual las fronteras de la traducción deberían, igualmente, ir más allá del campo semántico, a pesar de la imposibilidad de rebasar los límites propios de la estructura de las lenguas. Son estos los motivos de reflexión que surgieron al momento de confrontar el texto alemán de algunos poemas de Eichendorff —y, en menor medida, de Hölderlin— con diffèrance». 4 Diferancia es la traducción tentativa al español del término francés diffèrance, acuñado por Derrida. 5 En el estudio de la imagen en la poesía romántica, De Man plantea, como sigue, que «el lenguaje poético parece originarse del deseo de acercarse cada vez más al estatuto ontológico del objeto, y su crecimiento y desarrollo están determinados por esta inclinación. […] ese movimiento es esencialmente paradójico y está condenado anticipadamente al fracaso». (De Man 2007, 85-86). En la medida en que el lenguaje es originación, es incapaz de alcanzar la identidad absoluta, la estabilidad ontológica del objeto natural.

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su traducción al castellano. En estos textos, con una seguridad que surca una incauta ataraxia, aparece ‘patria’ por ‘Heimat’. No pretendo desautorizar el riguroso trabajo de traducción, sino más bien revisar, a través de una brevísima selección de versos, el misterio que creo que se esconde tras el vocablo alemán, esa suerte de nostalgia por el hogar que parece omitirse en su traducción al castellano, el lamento por el inexorable paso del tiempo y el desasosiego que se presiente en la voz poética al elegir Heimat sobre otros posibles sinónimos, efectos que la palabra ‘patria’ es incapaz de reproducir. Al fin y al cabo, tratándose de un sinónimo en otra lengua, lo que tenemos es una metonimia de la palabra germana a la que le es imposible conmensurar por completo el objeto que quiere nombrar. En su poema «Heimweh»6, Eichendorff nos ofrece una estrofa que, partiendo de una pregunta, señala, a través de una exclamación lacónica, la sensación del distanciamiento de la patria. Heim se ilumina al momento de inspeccionar la traducción del vocablo al castellano por la palabra ‘añoranza’. Emprendí, entonces, una búsqueda preliminar de los términos derivados de dicho lexema, encontrándome ante la encrucijada de una familia numerosa de voces: heim, Heimat, heimatlos, Heimweh, heimlich, unheimlich, entre otros que aparecen en varias composiciones del autor alemán: Was wisset ihr, dunkele Wipfel, von der alten, schönen Zeit? Ach, die Heimat hinter den Gipfeln wie liegt sie von hier so weit! [¿Qué sabes, follaje oscuro, de aquél hermoso pasado? ¡Ah, qué lejos está de aquí detrás de las cimas, la patria!] (Eichendorff, 1981, 108-109)

Los cuatro versos logran poner en juego algunas entidades (objetos naturales: el bosque sobreentendido a partir del follaje —Wipfel—) y una pregunta por el tiempo (Zeit, y por el espacio (en este caso, deducido en la exclamación: ¡Ah, qué lejos está de aquí…). En medio de este conglomerado de problemas, se acentúa la preocupación por el sentido de emplear el término Heimat y su traducción al castellano. Sin ir más lejos, por ahora, la pregunta por el «hermoso pasado» parece reinscribirse en la La totalidad de los textos poéticos de Eichendorff y sus respectivas traducciones han sido tomados de la edición bilingüe de los Gedichte preparada por Alfonsina Janés. Negritas y cursivas son mías.

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especie de nostalgia producida por la lejanía de la patria. El efecto producido es la asociación del distanciamiento del lugar querido —Heimat— con el paso del tiempo, estableciendo su ubicación a una temporalidad remota e inalcanzable: el pasado. El hermoso pasado lo es en calidad de representar, en otros términos, a la querida y añorada patria, dando a entender que el yo poético se expresa en un momento en el cual se encuentra desarraigado y desterrado, en otro tiempo y lugar, distintos a los de su origen. Su pregunta, entonces, no podía dirigirse a otra entidad salvo aquella que representa la permanente unidad con la raíz, con el hogar, la perfecta «estabilidad ontológica» de la que habla De Man, es decir, a la naturaleza, en alguno de sus entidades. No en vano nos encontramos con los mismos motivos en otros poemas: unos, haciendo hincapié en el problema del tiempo y, otros, en la experiencia del «lugar extraño». En ambos casos, los poemas son atravesados por la imagen de la indagación en los objetos naturales (Walde, Wipfeln, Vöglein, Bronnen, Gipfeln, entre tantos posibles). Alfonsina Janés, en sus notas introductorias a la edición bilingüe de los Gedichte de Eichendorf, atina valiosas apreciaciones al respecto: Otro elemento básico en la obra de Eichendorff es el tiempo. La conciencia del paso fugaz de las cosas produce un sentimiento de nostalgia que es la base para el recuerdo. Y el recuerdo va unido al pasado feliz, a la tierra natal. La polaridad patria-país extraño corre a lo largo de toda la producción de Eichendorff, y esa patria, a su vez, ofrece dos dimensiones. Por una parte Lubowitz7, sus bosques, su aire, el cobijo en los años de infancia, por otra, el cobijo del alma, lo que da paz y consistencia al corazón y a la naturaleza: la mansión extraterrena, Dios. (Eichendorff, 1981, 51)

De acuerdo con lo anterior, la pregunta dirigida a los objetos naturales testifica, por un lado, que la patria es un lugar emplazado en una temporalidad remota y pretérita, condición acentuada por el estado actual de la voz poética que canta lejos de casa, tan sólo añorando el gozo diferido por el paso del tiempo de volver a reconocerse en su lugar de origen. Por otro lado, parece sugerir que, detrás de todos los objetos naturales, se erige la idea de patria, la cual, superando temporalidad y espacialidad, se convierte en un equivalente de orden espiritual y por lo tanto trascendente, inac7 Lubowitz (Silesia) es el lugar de nacimiento de Von Eichendorff. Al respecto, Janés anota lo siguiente: «Su vida fue una constante superación de obstáculos. Nacido en Silesia, sintió siempre una añoranza hacia su tierra natal; después de su estancia en Viena no deja de lanzar interiormente una mirada hacia esta capital. No obstante se vio obligado a vivir en Prusia: en Danzig, Konigsberg y Berlín, desde donde en una ocasión escribió a su amigo Philipp Veit (28-I-1815): “Todo me resulta extraño: la religión, las convicciones políticas, incluso la ligereza general con que se despachan los asuntos relativos al arte y la ciencia me produce más molestia y temor que satisfacción, pues me parece que en todo ello hay falta de amor”» (Eichendorff, 1981, 32).

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cesible en su totalidad a través del lenguaje que sólo alcanza a nombrarlo, más no a conmensurarlo. Hasta el momento, hemos aceptado, sin mayor reparo, la traducción de la voz Heimat por ‘patria’. Como fue expresado anteriormente, esto significa que se somete el vocablo alemán a una reducción semántica que vale la pena problematizar. ¿Qué saben los objetos naturales del «hermoso pasado», de la patria? Conocen el gozo negado al poeta en su condición de heimatlos (sin patria), es decir, la permanencia en el lugar de origen, la comunión ontológica posibilitada exclusivamente por la estadía inmanente en el hogar. Más que el de un desterrado o un vagabundo, como podría eventualmente traducirse el vocablo heimatlos, acogemos el sentido aludido en un pasaje de Mein Eigentum de Hölderlin: und heimatlos die Seele mir nicht über das Leben hinweg sich sehne [y para que no pase mi alma añorando toda la vida una patria]

La condición de posibilidad del poema y lo que expresa radica en la añoranza del hogar, la nostalgia propia del poeta y el deseo de emprender el viaje de regreso. Ahora bien, dicho anhelo no es algo que opera fuera del término Heimat, sino que se encuentra anunciado de manera escondida en el prefijo heim, rasgo que la traducción al castellano omite, debido a la limitación propia de la estructura de nuestra lengua8. Aunque como sustantivo, das Heim es el ‘hogar’, la ‘casa’, la ‘morada’, evoca, al mismo tiempo, una imagen de movimiento hacia casa, hacia la tierra (de uno) —Eigentum—. Mientras nombra el hogar, le pays d’ origine, simultáneamente lo desplaza, insinuando acaso que la elección del término implica, necesariamente, encontrarse en otro lugar, en un país extraño. Heim es, entonces, hogar y nostos, el origen diferido, el comienzo de la nostalgia y el recuerdo, la evidencia más poderosa en el lenguaje del paso del tiempo y su liado distanciamiento. ‘Patria’, a diferencia de Heimat, no se construye a partir del étimo que significa hogar, sino de la raíz indoeuropea Pater (Padre) en torno a la cual […] se ha desarrollado un sistema esencialmente ligado a la propiedad y a Todas las voces germanas fueron consultadas en el Deutches Wörterbuch: Rechtschreibung, Grammatik, Stil, Worterklarung, Fremdwörterbuch/ bearbeitet und herausgegeben von Lutz Mackensen. Munchen (Alemania): Sudwest Verlag, 1967 y en la versión en línea del Deutsches Wörterbuch/Von Jacob und Wilhelm Grimm: http://germazope.uni-trier.de/Projects/WBB/ woerterbuecher/dwd.

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su transmisión: El padre es a la vez el garante de la tierra y de la propiedad, en suma del patrimonio; es el protector de la familia, luego, el patrón. Transmite la pertenencia a un conjunto más amplio (de donde surge la noción de patria y por supuesto de expatriar y repatriar. (Calvet, 1966, 16)

En este sentido, la traducción al castellano de Heimat por patria no debe entenderse directamente de sus raíces etimológicas (como sí sería el caso al traducir Vaterland por ‘patria’: Vater es la voz germana de la raíz indoeuropea Pater), sino a partir de una asociación más bien de orden metonímico. La patria es la que otorga el sentido de pertenencia a un hogar, a un conjunto, a un lugar, una cultura, un estado social y espiritual como un padre, motivos que también transmite Heim. Sin embargo, la voz ‘patria’ resulta inadecuada para sugerir carácter transitivo de heim, que remite a casa, al hogar e, incluso, es probable que no exista un término castellano que logre el equivalente germano. Si pensamos en la palabra ‘nación’, como posibilidad de traducción, nos remitimos al latín Nasci (Nacer), de la cual derivan términos como naturaleza y, por supuesto, Nación. Como puede haberse intuido, nation, del inglés, surge de esta familia etimológica, mas no contribuye mucho a la hora de vislumbrar la cuestión del prefijo alemán; a pesar de señalar un lugar de origen (de nacimiento), tampoco es capaz de reproducir la dinámica del regreso encontrada en Heim. Existe un desgaste y una imposibilidad marcada de una traducción unívoca y verdadera, en la medida en que es posible, incluso, que dicho movimiento interno en la palabra Heim haya sido olvidado por el mismo lector natural de la lengua alemana. Por supuesto, en este punto no logramos atinar otra cosa salvo una hipótesis que no se intentará resolver aquí, precisamente por el límite que implica ser apenas un conocedor lego del idioma alemán. De modo que sólo se comprende Heimat conforme su raíz manifiesta una especie de corrimiento, de alejamiento del objeto nombrado, en este caso, a partir de la experiencia de la diáspora. Heim se identifica con el origen al mismo tiempo que con la conciencia de hallarse en otro lugar distinto a su seno, lo cual constituye su singular aporía. De alguna manera, el prefijo se vale para poner de manifiesto el acercamiento infructuoso al lugar añorado, manifestando así su profunda nostalgia, su anhelo por alcanzar plenamente el reconocimiento en el estatuto ontológico del hogar. Que el poeta sea o no consiente de esta difracción no enriquece o empobrece el poema, dado que este asunto pasa a ser competencia del lector. Ahora bien, estos sentidos no podrían irradiarse si nos encargamos únicamente del prefijo, razón por la cual es preciso dirigir la mirada a los

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otros términos que integran la estructura sintáctica que de él derivan. Derrida anotaba que «el valor de cualquier término es determinado por lo que lo rodea» (Derrida, 1989, 257), lo cual señala la necesidad de ampliar de nuevo el espectro al nivel del verso y el poema en su extensión. Así, si olvidamos dicho desplazamiento que nos habla del regreso al hogar en medio del hogar —la aporía irreconciliable del prefijo heim— los términos a su alrededor han de contribuir a devolverlo a la memoria, al menos en forma de recuerdo. El ejercicio que plantea lo anterior remite al interrogatorio realizado a los objetos naturales por la patria. Cobra entonces importancia el problema del tono a través del cual se realiza la consulta y la situación a partir de la cual se formula. De nuevo, tiempo y espacio surgen como dos elementos imprescindibles para el estudio. Lindes Rauschen in den Wipfeln, Vöglein, die ihr fernab fliegt, bronnen von den stillen Gipfeln, sagt, wo meine Heimat liegt? [Suave murmullo del follaje, pájaros que voláis muy lejos, fuentes de las quedas cumbres, decid, ¿Dónde está mi patria?] («Erinnerung» en Eichendorff, 1981, 106-107)

Esta estrofa del poema «Erinnerung» nos trae de nuevo a las imágenes interrogadas de los objetos naturales, marcando una diferencia ontológica: ellos son lo que la voz poética por contingencia no es y pretende alcanzar, ergo, gozan tanto de la sabiduría añorada como del lugar anhelado. No en vano, la primera pregunta se dirige a la naturaleza desde la diáspora, desde tierras extrañas, in der Fremde, lejos del hogar, en presencia (si acaso puede asumirse como tal) de la experiencia de la nostalgia, que siempre será el deseo frustrado del retorno. Nótese que los objetos de la naturaleza parecen no inquietarse en absoluto por la querella de la voz poética, permaneciendo imperturbables a pesar de la pregunta. Sus motivos son sencillos y económicos: en el estadio de la perfecta comunión ontológica no se requiere de ningún mediador, como lo es el lenguaje, para alcanzar el reconocimiento en el lugar de origen, puesto que imperecederamente han estado allí. Caso distinto es el del poeta que, buscando su restitución al orden natural, a través de la poesía, sólo alcanza a nombrar el ahondamiento en su condición de diáspora, de incapacidad de regresar de forma efectiva al hogar. J. Hillis-Miller ilustra lo

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anterior, en su texto «El crítico como huésped»: «El lenguaje que trata de borrarse como lenguaje para dar cabida a la unión sin mediador más allá del lenguaje es, en sí, la barrera que siempre queda como un rastro imborrable» (Hillis-Miller, 2003, 240). La poesía parte, irónicamente, del intento fallido de aniquilar su materia prima, el lenguaje, para alcanzar la entidad que nombra en sí misma, sin intermediarios. No en vano, el logro de este anhelo es apenas una quimera que se da imperfectamente en la ensoñación onírica, por ejemplo, donde los elementos constituyentes del hogar (naturaleza, padre, madre, amada, amigos, hermanos, entre otros) son restituidos durante el poema. Sin embargo, éste último, sirviéndose del lenguaje, tan sólo es capaz de narrar algunos efectos de la ensoñación sin puntualizar en los pormenores de esta experiencia: Die fernen Heimathöhen, das stille, hohe Haus, der Berg, von dem ich gesehen jeden Frühling ins Land hinaus, Mutter, Freunde und Brüder, an die ich so oft gedacht, es grüßt mich alles wieder in stiller Mondesnacht. [Las lejanas colinas de la patria, la elevada vivienda silenciosa, el monte, desde el que en primavera contemplaba cada año la campiña, madre, amigos y hermanos en los que tanto he pensado, todo vuelve a saludarme en la noche de luna sosegada.] («Erinnerung» )

Habrá de acentuarse, entonces, el carácter diferido del prefijo heim si se ahonda en la condición de la diáspora. A partir de la experiencia de la escisión, del cisma que separa al poeta del hogar, se hace más rotunda la distinción entre patria y país extraño mencionada por Janés. Igualmente, el distanciamiento del hogar no produce otro efecto salvo la constatación, en algunos casos cruel, de que los lugares se encuentran irremediablemente emplazados en el tiempo, augurando entonces que ni siquiera el regreso garantiza el retorno efectivo al país de origen, aten-

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diendo a la posibilidad de que éste se desdibuje con su transcurrir. Esto, podría decirse, es lo que se ilustra en los versos de uno de los dos poemas homónimos de Eichendorff titulados «In der Fremde»: Aus der Heimat hinter den Blitzen rot da kommen die Wolken her, aber Vater und Mutter sind lange tot, es kennt mich dort keiner mehr. [De la patria, detrás del rojo rayo, llegan hacia acá las nubes, mis padres murieron hace mucho tiempo, allí ya nadie me conoce.] (Eichendorff, 1981, 208-209)

Resulta de vital importancia señalar, en este punto, que algunas huellas de la patria parecen manifestarse en los objetos naturales —Blitzen rot—, pero trayendo consigo la inesperada noticia de la muerte de los padres (en el texto alemán se mencionan por separado). Su deceso ilustra lo inexorable del paso del tiempo y, con él, la desintegración del hogar, de allí que se niegue la posibilidad del reconocimiento («allí ya nadie me conoce»). Eichendorff nos habla del pasado, der schönen Zeit, irrecuperable en el presente de la voz poética que lamenta su pérdida y manifiesta la experiencia de nostalgia incluida al nombrar la patria. La voz Heimat plantea la aporía irresoluble por la cual, en el principio, no fue el hogar sino la nostalgia, constatando el vacío iniciático, el significante vacío que representa el lenguaje y su manipulación. La escritura y el poema se erigen, entonces, como el baluarte del recuerdo y la añoranza, afirmando, pese a todo, el sentimiento de fracaso producido por su incapacidad de convertirse en una entidad que nunca podría, debido a su naturaleza, ser una presencia particular (De Man, 2007, 94): Die Heimat. No podríamos, entonces, estar totalmente de acuerdo con la afirmación de Janés cuando expresa que la fórmula poética de Eichendorff «fue la vuelta a los orígenes, a los arquetipos anímicos que garantizan una poesía que exprese la verdad del hombre total» (Eichendorff, 1981, 40), es decir, se parte del presupuesto de que es capaz de alcanzar dichos arquetipos y verdades. El tono de la poética de Eichendorff manifiesta una profunda alegría y sencillez que se respira en su dicción lírica. El segundo poema homólogo, «In der Fremde», puede apoyar lo aquí señalado. De nuevo, el motivo del hermoso pasado surge como una insinuación proveniente de los objetos naturales, imagen que finaliza con un tropos, un símil que acentúa la in-

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certidumbre entre la ensoñación y la experiencia real, en donde la imagen de la amada funciona aquí como un elemento natural del país de origen (tal como padre y madre), cuyo deceso redunda en el topos del tiempo, Zeit: Als müßte in dem Garten, voll Rosen weiß und rot, meine Liebste auf mich warten, und ist doch lange tot. [Es como si en el jardín con sus rosas rojas, blancas, fuera a esperarme mi amada que murió hace tantos años.] (Eichendorff, 1981, 92-93)

A esta altura del diálogo resultaría adecuado ir cerrando el telón, no sin antes pasar por el rodeo de unas últimas palabras. El tono explicativo del crítico, siempre fallido, como remembranza de la imposibilidad impuesta por la naturaleza del lenguaje y el duelo irreconciliable que siente por el «sentido unívoco», se despedaza al momento de las conclusiones, acaso porque no las hay, acaso porque ha verificado que su sistema para modelar sus razonamientos también funciona a partir de tropos y no de verdades absolutas. Al igual que la poesía, el discurso crítico, que pretende la verdad del texto literario, ahonda en la experiencia nostálgica que oscila entre la intentio auctoris y la apertura a la plurisignificación. El lenguaje persevera en el movimiento iterativo que acentúa el carácter de la ausencia, de la carencia, y aun así el crítico continúa escribiendo, dejando sus textos como las huellas de la afirmación del fracaso, de la imposibilidad de aprehender el texto literario a plenitud. El nostos es, entonces, el deseo por volver a una historia de amor antaño que ha sido desgarrada y su remanente también.¶

Bibliografía Calvet, Louis-Jean. 1996. Historias de palabras: etimologías europeas. Madrid: Gredos. De Man, Paul. 2007. La retórica del Romanticismo. Madrid: AKAL. Derrida, Jacques. 1989. Márgenes de la Filosofía. Madrid: Cátedra. Eichendorff, Joseph von. 1981. Gedichte. Barcelona: Bosc. Hillis Miller, J. 2003. «El crítico como huésped» en VV. AA. Deconstrucción y crítica. México: Siglo XXi, 211-246. Phoenix: literatura, arte y cultura 12

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Sobre la obra robada de

Henrik Plurabelle: Fernando Gutiérrez | Departamento de Hispanística. Universidad Masaryk, Brno

Hablar de la poca influencia y del desconocimiento casi total de la obra de Henrik Plurabelle sería incurrir en redundancia. Este escritor colombiano nacido en Pasca (Cundinamarca), cuyo nombre verdadero era Enrique Romero, es casi tan desconocido hoy como lo era en 1956, año de su nacimiento, y en 1980, año de su muerte. Sin embargo, unos pocos escritores y críticos, quizá menos ignotos que Plurabelle, son los que se han preocupado por conservar su obra, claro que sin dar noticia que se trata de una obra ajena, sino haciéndola suya, haciéndola obra influenciada por Joyce, Macedonio Fernández y Kafka. No obstante, Plurabelle previó esta cadena de plagios en un corto y hermético aparte (un tanto desaforado) de su primera y quizás única novela-antinovela, Imposibilidad de escribir una novela, escrita durante todo el año de 1977: Ahora me llevarán y me harán pedazos, como esta carne matutina —esta que vislumbro, esta que es mía— y me comerán. No sé si me bajarán con las bebidas de su impotencia, con la tensa oscuridad de esa noche que es mi desayuno (el mundo). (Plurabelle, 2004, 560)

Plurabelle sospechaba que lo harían más fragmentario de lo que era. Sin embargo, a pesar de que intuía que su obra iba a ser publicada bajo otros nombres, nunca se preocupó por pulirla ni publicarla, más bien se disculpaba y justificaba su inmovilidad citando a Borges: «Todas las obras son de un solo autor que es intemporal y es anónimo». No obstante, hemos podido establecer cuáles obras han sido plagiadas y publicadas bajo otros nombres, debido a que estos escritores nunca se preocuparon —a excepción de uno o dos tal vez— siquiera por cambiar el título o alguna parte de los textos de Plurabelle, es decir, publicaron todo como era originalmente, sustrajeron y editaron1. 1

Pero es imperativo dar a conocer al lector que los plagiarios fueron muy hábiles a la hora de publicar


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No es todo dormida la de los ojos cerrados La primera obra publicada fue No todo es dormida la de los ojos cerrados bajo el nombre del español Germán Manrique en el año de 1991. Esta obra es un tanto inclasificable ya que contiene rasgos de la poesía y del aforismo. Como decía un crítico plurabellino, Adolfo Mendoza, en un discurso ya famoso acerca de Plurabelle: «Si vamos a los textos de la Dormida con pretensiones de que allí vamos a hallar una obra poética compacta y explícita tal como el Omeros de Walcott, para citar un ejemplo famoso, nos llevaremos una desilusión debido a que no hallaremos ni una gota de poesía. Y si vamos con pretensiones filosóficas, no hallaremos tal, nuestros ojos se inundarán de original poesía». Esta disertación de Mendoza, Consideraciones alrededor de la nada: Introducción a Plurabelle, es ya clásica con respecto a la crítica alrededor del escritor colombiano y también es polémica porque, en lugar de develarnos dudas acerca de la obra, nos llena de ellas y convierte el texto en un lugar contradictorio, una obra literaria verdadera. La Dormida es, actualmente, una de las obras más conocidas del desconocido Plurabelle. Se aclama la obra, pero se prefiere ignorar la figura del autor2. Pero toda duda con respecto a su autor en esta y en todas las cosas acerca de su obra, se aclara gracias a su diario, hallado recientemente, del que se ha publicado, hasta ahora, un solo tomo3. Allí encontraremos un esbozo de lo que será el prólogo a la Dormida: «No cubrí el espejo. Cuando vuelva me confundiré en la habitación debido a que regué objetos a lo largo y ancho de mi espacio. No sabré de dónde soy, no sabré en cuál lado está el tiempo. No podré guardar los espejos»4. Este sugestivo esbozo, que no se diferencia mucho del sugestivo prólogo de la obra, no está fechado, pero sabemos que fue escrito entre noviembre de 1976 y marzo de 1977, como se pudo probar, luego de una exhaustiva revisión de los manuscritos de su diario. Los manuscritos de sus poemas-aforismos están escritos en letra casi ilegible y en hojas plagadas de tachaduras. No en vano, don Manrique tardó cerca de diez años en descifrar los originales, luego de haberlos sustraído. Algo muy pertinente para resaltar son las claras omisiones de algunas composiciones las obras, dado que cercenaron las partes evidentemente autobiográficas y las re-escribieron sin hacer que el texto mostrara, a simple vista, falencias o desconexiones con la aparente idea central, como llama Plurabelle, a los argumentos de cualquier obra en el «Prólogo 6» de la Imposibilidad. 2 Incluso hay críticos que consideran que el verdadero autor es Manrique y crearon un fondo cultural para reivindicar al español y acabar con la existencia póstuma del escritor colombiano. 3 La hija de Plurabelle encontró en la biblioteca de su padre en Fusagasugá siete tomos de los diarios mientras limpiaba y realizaba un inventario. Leyó los diarios y al conocer a su padre los dejó a disposición de los críticos plurabellinos. 4 Hay algunos apartes de los diarios que el lector encontrará citados pero en los que no se hace mención de su fuente exacta, si esto ocurre es porque las citas son tomadas directamente del manuscrito y que no se ha publicado.

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por parte de Manrique que, aunque son oscuras y de difícil comprensión, revelan, por medio de ciertos nombres, trozos de la infancia y juventud de Plurabelle en Pasca, Fusagasugá y Bogotá. Aproximadamente veinte poemas fueron omitidos y son básicos (luego de varias lecturas), a la hora de conocer ciertas experiencias del autor, experiencias que, según nos revela su diario, estarían presentes en su memoria hasta el día de su muerte. Estos poemas, que fueron los primeros que Plurabelle consideró «maduros», fueron escritos entre enero y junio de 1975 y la gran mayoría de ellos están agrupados en el manuscrito con el nombre de «Sueño de mi paraíso». La segunda y última partes de la obra5 están compuestas por setenta y siete poemas, herméticos y sugerentes en los que intenta «oscurecerse a sí mismo», como declara en su diario. Ayer no dormí, soy mi propio silencio de todos ellos. (Dormida 1991, 79)

Este curioso «haikú», inserto en la mitad de la segunda parte, «Sueño en nuestro infierno», es en el único poema que se nombra explícitamente a sí mismo, sin definirse. Plurabelle tenía un pensamiento un tanto fenomenológico debido a que siempre prescindía de cualquier definición directa acerca de algo, siempre le parecía que lo diáfano convertía al hombre en un «ser algo parásito por siempre perezoso» y, por eso, le gustaba transformar la definición de cualquier cosa (y eso cuando quería definir) en un problema filosófico para quien le leyera o escuchara: «Mi arte es la prefiguración de lo que nunca he vivido» (Imposibilidad 2004, 329). En su prólogo de la Dormida, indaga acerca de la eternidad y reflexiona sobre cómo esta es posible a través del espejo, lugar que refleja las cosas, que hasta puede reflejar tiempo, mas en él no puede existir, debido a que no ostenta la capacidad de «mundo posible» (Dormida, 10). Aquí hallamos los primeros esbozos de lo que será el pensamiento filosófico de Plurabelle y estos esbozos son claves ya que, sobre esos conceptos y bases, descansarán las obras posteriores. La preocupación principal del autor, como ya se habrá aludido antes, reside en la figura del tiempo6.

5 De esta segunda parte fue de donde Germán Manrique «tomó material para sus composiciones». Curiosa frase tan llena de eufemismo en la que intenta ocultar su robo. 6 Este problema se trata exhaustiva pero fragmentariamente en el estudio sobre la obra plurabellina del Dr. Liedenstahl, Hier-Sein, Zeit in Henrik Plurabelles Gedichten. (Frankfurt/M.: Insel, 2002).

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Agua de luz

La segunda obra plagiada del autor colombiano fue el poemario Agua de luz, obra ciertamente desaprobada durante los últimos años del escritor y que jamás destinó, ni en deseos, a la publicación. Sin embargo, un coetáneo suyo, Fidel Castillo, ignoró (sin saberlo) la voluntad del autor, editándolos bajo su nombre en el año de 1996. Es inexplicable, para nosotros (los críticos plurabellinos), la actitud arrebatada de Castillo o el encantamiento súbito hacia esos poemas que el propio autor calificó de «mediocres» y «pre-modernistas». Sostenemos la mediocridad de Castillo y la cordura de Plurabelle. El autor revela en su diario, acerca de sus primeros poemas, el poco tiempo que le llevó componerlos y la facilidad con que le «salían» (Diarios I, 23). La primera parte de la voluminosa obra se compone de cuatrocientos sonetos, los cuales se caracterizan por la abundancia de ripios y por la rigurosidad en la métrica y la rima. Fueron compuestos entre diciembre de 1969 y junio de 1970. Esa rapidez se ve justificada en una hoja muy reveladora que hallamos en la caja de zapatos en donde reposaban sus primeros y únicos «fracasos literarios». En la hoja encontramos los planes de composición de los sonetos donde da a entender que escribía dos o tres sonetos diarios: «Eso sólo fue muestra de una insegura ansiedad adolescente», dice en su diario en junio de 1975. La segunda parte de Agua de luz está compuesta por un poema de 1200 versos de corte whitmaniano donde renueva, a cada instante, su fe por la parálisis del ser. El poema pretende ser un juego filosófico entre la movilidad del mundo y la tullidez de su «corazón». Sin embargo, los errores son más evidentes que los logros, algunos versos caen en convenciones ya superadas, metáforas muertas, paráfrasis de expresiones de poetas como Neruda, Darío y Bécquer. Este poema fue compuesto entre abril y noviembre de 1970. La tercera y última parte contiene «lo mejor pero lo más anacrónico» de la obra, como refiere Agnes Teller7. Son cerca de 150 poemas influidos ciertamente por Heine —al que seguramente leyó en alemán—, Bécquer y por su coetáneo José Asunción Silva. Teller se refiere a esa parte del poemario como «el logro que se quedó estancado en un signo equivocado» (Teller, 77) y llega a afirmar, sin dejar de justificar con ejemplos, que si Plurabelle hubiese vivido entre los años de 1856 y 1880 sería considerado hoy como el más grande poeta latinoamericano del siglo xx.

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Agnes Teller, Poetry in Henrik Plurabelle´s life (London: Fremdverlag, 2001).

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La poesía

En el año de 1996 también se publicó otra obra de Plurabelle, un poemario diametralmente opuesto, tanto en pensamiento como en estructura, a sus primeros trabajos. Una obra extensa, una especie de historia en verso en la que intervienen varios «personajes». Cada personaje es un estilo distinto en el poemario, es una tradición poética. A pesar de todo esto, también es importante y significativa la intervención del autor, que funciona como recopilador de los personajes o «heterónimos» unas veces y, otras, como creador que explica el porqué de los heterónimos, como en un fragmento sobre esta obra que encontramos en su diario: Los heterónimos que he creado no son una muestra de vanidad. Muchos creerán incluso que éstos son una extensión de mi conocimiento, pero no, son sólo una excusa, un lugar en donde necesito descargar tanto vacío y tanta contradicción que me ronda ahora, que me ha rondado desde siempre.

El poemario fue publicado con el título de La poesía y un subtítulo: Con el nombre de todos (Nosotros), por el mexicano Rafael Lara Fernández, en noviembre de 1996. Como señalan algunas publicaciones de crítica literaria y periodística de la época, la obra fue un éxito tanto editorial como artístico y dio a conocer internacionalmente al escritor mexicano, que nunca antes había publicado nada, ni siquiera era conocido por su círculo de amigos su oficio de escritor. Las traducciones de la obra se multiplicaron y el «autor» fue postulado como candidato para el premio Nobel del año siguiente. Ignoramos de qué manera el mexicano obtuvo el manuscrito original, pero sabemos que lo consiguió meses después de la muerte de Plurabelle y lo leyó con «ardor», con «emoción», «sabiendo que tenía ante sí las ruinas de una Atlántida literaria». Esta metáfora interesante, dicha en una entrevista que se le hizo poco después del descubrimiento del plagio8, además de otras críticas posteriores de Lara, ya alejado de la obra de Plurabelle, lo hacen uno de los conocedores más profundos de toda la obra del colombiano: el único plagiario que ha aportado y enriquecido, con sus interpretaciones, las diferentes obras de Plurabelle. Según Lara, en su primer libro de crítica acerca del escritor colombiano9, hay un poema de La poesía que encierra, en sus pocas líneas, todo Fernando Gutiérrez (comp.), La obra de los otros. Antología de entrevistas a los plagiadores plurabellinos. (Bogotá: El Carreto, 2007), 142-60. 9 Rafael Lara Prolegomena plurabellina (México: Avismo de Cultura, 2000).

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el pensamiento e inquietud por la vida que poseía el escritor colombiano, dicho poema está sin título y tiene varias génesis en un cuaderno de notas: El ojo sol, ojo del horizonte divaga sobre mí, ese crepúsculo es la desilusión gráfica, es la desilusión hecha mundo en mi día. He dejado de mirar el tiempo, de respirarlo con sus tinieblas taciturnas, esporádicas. He muerto a vivir, me he callado sin nada que decir. (Del capítulo «Beth»)

Es muy recurrente, en la obra de Plurabelle, esa alusión al silencio, a lo no-dicho, a lo ambiguo, incluso al «decir la nada». Teller, en su ensayo sobre el autor, recalca acerca del carácter tímido de Plurabelle y justifica su tesis acerca del método de observación y conocimiento del escritor, que consiste en «observar en el silencio, detectar en los espacios vacíos la respiración del mundo» (Teller, 241). Plurabelle alude a ese «respirar del mundo […]/ de un poco de tiempo» en uno de los poemas finales de La poesía: He crecido como la lánguida noche en la oscuridad, he visto ojos clavados en mi espalda pero lejos, soy individuo de las lontananzas, de las horas mías. He sido un interrogador del vacío, de los espacios en blanco que son el respirar del mundo, el respirar de un poco de tiempo.

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No puedo escribir, no puedo dividir en historias la eternidad. (Del capítulo «Gimmel»)

En cuanto a la estructura del poemario, podemos reducirlo a la siguiente explicación: la obra está dividida en tres partes: «Aleph», «Beth» y «Gimmel». Cada parte representa la edad de dioses, la edad de Dios y la edad sin Dios, respectivamente, y en cada edad, encontraremos tres heterónimos que divagan acerca de las distintas épocas de más alto brillo de la literatura. Implícitamente, según el ensayo de Teller, nos damos cuenta de cuáles son: Homero, los trágicos griegos, la tríada lírica latina (Virgilio, Horacio, Ovidio) en la edad antigua; Dante, Cervantes y Shakespeare en la Edad Media (Edad Media en términos de Plurabelle); Dickinson, los novelistas europeos del siglo xx (Kafka, Proust, Joyce) y Jorge Luis Borges. Teller, a pesar de que se muestra reacia a cierto pensamiento canónico de Plurabelle, alaba silenciosamente la vasta cultura literaria del escritor colombiano y el vasto conocimiento que adquirió siendo tan joven10. En cuanto a La poesía nos queda por decir que es una obra con una estructura compleja y que, al ser hermética, requiere, antes de leerse, cierta cultura literaria por parte del lector para ser mínimamente comprendida. Actualmente, es la obra que más se estudia del escritor y la que presenta mayores problemas de interpretación. Paradójicamente, es la obra más conocida y difundida: una obra que, en verdad, se ignora si merece tal suerte, una obra en la que el escritor colombiano trabajó durante los últimos cuatro años de su vida y que concluyó una semana antes de su muerte.

Imposibilidad de escribir una novela El último trabajo de Plurabelle, que fue plagiado y el único que no fue publicado tal y como fue escrito por su autor, fue Imposibilidad de escribir una novela, publicado bajo el nombre de Posibilidad de no escribir una novela por el argentino Andrés Castañeda, en el año de 199811, con una extensión Es notoria la omisión de Plurabelle en su obra hacia los escritores más importantes de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, en el «prólogo» 12 de la Imposibilidad, Plurabelle justifica su actitud hacia los novelistas decimonónicos definiéndolos como el camino en el que obligatoriamente tenía que transitar la novela que en el siglo XX alcanzaría su punto más cimero, original y sin repeticiones evidentes. «En Proust, Joyce y Kafka está todo Balzac, Flaubert, Tolstoi, Dickens, Ibsen y Dostoievski, están las mismas ideas pero dicho de modo más interesante» (Imposibilidad, 951). 11 Fue este el año en que empezaron a descubrirse los plagios de la obra plurabellina. 10

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de tan sólo 200 páginas. Nuevamente, y ya conociendo la figura del autor verdadero, se publicó en el año 2004 con el título original, con una extensión de 1153 páginas. Durante todo el año de 1976, Plurabelle leyó varios autores que influirían su carrera literaria —dejando de lado la fundamental influencia de Kafka, el último Joyce y Beckett—, tres autores que lo llevarían a emprender la creación de la Imposibilidad: Sterne, Machado de Assis y Macedonio Fernández. Su primer plan de la futura novela fue un pequeño ensayo12, titulado con el mismo nombre, que tendría la novela y que se cree que fue escrito en julio de 1976. Allí expone los motivos de la novela moderna y el fracaso de la escritura de ellas en el futuro. Cita a verdugos de la novela tales como Georges Perec, Cabrera Infante y Borges, «que apresuró la muerte con solo nombrarla», como especifica cerca del final. Se sabe que es un ensayo deficiente, pero que revela claves posibles para la interpretación de su obra capital, la que empezaría a escribir en enero de 1977, pero sin dejar de retomar fragmentos que consideraba valiosos y que fueron escritos meses y hasta años atrás. También contemplaría la posibilidad de trabajar, ya en forma fragmentaría, los proyectos de novelas que tuvo anteriormente, asumiéndolos como posibles comienzos o conclusiones en su novela que «jamás se cansará de intentar comenzar» y que «está plagada de finales que son más que mera apariencia: no lo son», como le comenta a su novia que jamás se interesaría por sus asuntos literarios. Por esa época, conoció a una persona de bastante autoridad literaria (y tal vez la única relacionada con la literatura en toda su vida). Se trató del crítico uruguayo Robert Allein, durante el segundo viaje que éste hizo a Colombia13. Es obligatorio reiterar al lector que ya lo sabe y dar a conocer, al que lo ignora, la importancia que tuvo el eminente crítico en el descubrimiento póstumo de Plurabelle. El escrito de Allein, que indaga sobre ciertos aspectos estilísticos y biográficos de la vida y obra del colombiaEncontrado en la caja «de papeles rescatables» que fue hallado por su hija en el año 2000, en Pasca. Robert Allein nos cuenta, en un escrito (uno de los múltiples escritos híbridos cuya invención se le debe, no se sabe si ensayo o autobiografía), la anécdota de cómo conoció a H. P.: «Hacía calor y el autobús intermunicipal empezaba a llenarse. Afortunadamente encontré un puesto para mí al lado de un joven callado que no disfrutaba su viaje como debía ya que sostenía en sus manos un libro de Heidegger en alemán. No me atrevía a hablarle a pesar que me causó una honda impresión viéndolo leer una obra tan densa ¡y en alemán! A la altura de un pueblo un tanto deplorable llamado Granada se subió una anciana con unos paquetes que se paró cerca de donde el joven se hallaba sentado. Durante su primer kilómetro de viaje no cesó de refunfuñar para sí hasta que se dirigió al muchacho: «¡Hum! ¡Se acabaron los caballeros!». El desconocido notablemente molesto por la irrupción de la anciana le contestó con cierto tono de sarcasmo: «No señora, se acabaron los puestos». Debo aceptar que no pude dejar de reír y mi risa exclusivamente tenía como fin ofender a la mujer. Reí un buen rato hasta que decidí felicitarlo en alemán por su golpe de indolencia. Allí empezamos a conversar y posteriormente me invitó a su casa un tanto modesta en Pasca luego de decidir no asistir a la convención literaria en Girardot a la que me habían invitado». De «Mi vida en Enrique Romero» en Ensayos, borradores y pastiches nunca acabados. Prólogo de Robert Allein Jr. (Barcelona: Ikal, 1996), 239-40. 12

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no, fue publicado póstumamente, en el año de 1986, en una revista de agronomía de Bolivia, por el hijo de Allein, pero fue con la publicación de Ensayos, borradores y pastiches nunca acabados que se inició la búsqueda de la obra del autor colombiano. Todo ello desembocaría en los descubrimientos de plagio y robo de la obra plurabellina. Allein fue el primer crítico que se interesó por Imposibilidad y dedicó a esa obra, que sólo era conocida por ellos dos, cerca de veinte ensayos14. Trabaja aspectos como la temporalidad en «La caída de los espejos sobre el mundo» o el pesimismo en «El mejor de los mundos posibles», donde dedica cerca de cincuenta cuartillas a la reflexión sobre un famoso aforismo de Plurabelle: «Decir este es el mejor de los mundos posibles, es pesimismo. Decir que es el peor, también» (Imposibilidad, 18). Allein sólo se vio una vez con Plurabelle, pero ese encuentro les sirvió para sostener una fuerte relación epistolar que duraría cuatro años y que modificó, en cierta medida, el pensamiento de ambos15. Lo curioso de estas cartas es que fueron escritas en alemán, una lengua que tanto crítico como escritor estimaban enormemente. La hija de Plurabelle, Lorena Romero, que será tan determinante en la génesis de la Imposibilidad, a pesar de que ni siquiera había nacido16, declara, en un estudio sobre esta antinovela, el curioso carácter profético de su padre al mostrarla y caracterizarla tal y cual ella es, «haciéndola prefiguración de lo escrito» (Romero, 2005, 321) y haciéndola contradictoriamente distinta a como sabía que se constituía y formaba su literatura. La novela ha sido un descubrimiento de una importancia y originalidad innegables. La problemática por el hecho de narrar; el enfrentamiento entre la invención y «lo que nos queda de realidad»; y, por último, las cuestiones de género, son los mayores interrogantes que recorren la obra, que no deja de plantearse otros problemas adicionales, tanto filosóficos como vitales. Es una «novela» (si el sustantivo es tolerable) brillante que, además, implica el hecho de no haber sido influida directamente por las obras de escritores de la generación anterior de su país y Latinoamérica, sino que la hace un producto que parece surgir a la par con esas obras que, además, ostentan la virtud de adelantarse a su presente e, incluso, al nuestro. Sólo nos queda recomendar la lectura debido a la imposibilidad de un comentario y reseña.

La inmanencia de mi futuro. Montevideo, 2005. Publicación póstuma a cargo de R. Allein Jr. La correspondencia entre Allein y Plurabelle aún no ha visto publicación. Una edición que seguramente saldrá dentro de dos años está siendo trabajada conjuntamente entre Lorena Romero y Robert Allein Jr. 16 Ella nacería ocho meses después de la muerte de Plurabelle, el 21 de mayo de 1981. 14 15

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Conclusión Con este ensayo sólo queremos dar a conocer ciertas obras de un escritor altamente ignorado y recalcar en el hecho de que estas no son todas las obras del escritor colombiano ni tampoco las mejores, solamente, las que, mirándolas desde un lado positivo, tuvieron la suerte de publicarse, hecho que a Plurabelle, sinceramente, no le hubiera importado. Las otras obras que escribió Plurabelle y que poco a poco se han ido hallando, ya sea en sus casas, ya sea en manos de sus otros dos o tres amigos, aún no se han llevado a la publicación, debido a que la caligrafía es, en cierto modo, indescifrable y también a que es muy posible que no se haya encontrado todo. En esta tarea de investigación se encuentra trabajando la hija del escritor que, con su curiosidad bibliográfica y su amor por la literatura, ha facilitado, de sobremanera, la labor. Es nuestro deber incitar a la crítica e interpretación de estos textos y poder sobrellevar la importancia de éstas en la literatura de nuestro siglo.

Septiembre-Diciembre 2007* ¶

* Hans Medrano Mora. Profesional en Estudios Literarios, Universidad Nacional de Colombia. Poeta y narrador. Ha publicado diversos escritos en Ex-libris, periódico de la Feria Internacional del libro de Bogotá, en sus ediciones de 2009 y 2010, y en las revistas Gavia, de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas y Phoenix, 11, de la Universidad Nacional de Colombia. Autor de los poemarios Agua de piedra (2006), Espejos y caminos (2006-2007) Marismas del tiempo (2007) Dolor de sombra (2008) y Muerte en la oscuridad (2009). Entre sus libros publicados se encuentra Espejos y caminos. Al margen. (Bogotá: Hadriáticus, 2009). Recientemente, publicó algunos de sus poemas en la revista de poesía Arquitrave, 49 (agosto de 2010).

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Bibliografía Allein, Robert. 1996. Ensayos, borradores y pastiches nunca acabados. Prólogo de Robert Allein Jr. Barcelona: Ikal. . 2005 La inmanencia de mi infinito. Montevideo: Arka. Castañeda, Andrés. 1998. Posibilidad de no escribir una novela. Buenos Aires: Denken. Castillo, Fidel. 1996. Agua de luz. Ciudad de Guatemala: Editorial Oscar de León Palacios. Gutiérrez, Fernando (comp.). 2007. La obra de los otros: Antología de entrevistas a los plagiadores plurabellinos. Bogotá: El Carreto. . 2005. Henrik Plurabelle. Praga: Risco. Lara Fernández, Rafael. 1996. La poesía. México: Avismo de Cultura. . 2000. Prolegomena plurabellina. México: Avismo de Cultura. Liedenstahl, Georg. 2002. Hier-Sein, Zeit in Henrik Plurabelles Gedichten. Frankfurt a. M.: Inzel. Manrique, Germán. 1991. No es todo dormida la de los ojos cerrados. Barcelona: Piadós. Mendoza, Adolfo. 2002. Disertaciones y ensayos. Madrid: Credos. Plurabelle, Henrik. 2006. Diarios I (1972- 1974). Madrid: Credos. . 2004. Imposibilidad de escribir una novela. Barcelona: Piadós. . 2001. La poesía. Barcelona: Piadós. . 2000. No es todo dormida la de los ojos cerrados. Bogotá: El Carreto. Romero, Lorena. 2005. Imposibilidad de una interpretación retórica. Ensayos. Barcelona: Piadós. Teller, Agnes. 2001. Poetry in Henrik Plurabelle´s life. London: Fremdverlag.



Diego Fernando Pérez*

Hoja De la vieja libreta no quedan más que los restos de las hojas arrancadas. Pequeños fragmentos malogrados que se aferran al borde y recuerdan palabras que se fueron, en su mayoría, a la basura. Ideas vagas de las que un día un «alguien» quiso deshacerse, pero que se fueron acumulando hasta ser una masa amorfa de la que ya es imposible escapar. Queda, además, esta última y prístina hoja, dispuesta a recibir lo que queda por decir. Se ve triste y amenazante. A la expectativa de lo que podría llegar a llenarla, llegar a vaciarla. Queda una hoja, y el café y los cigarrillos que hacen que se extienda mientras sigue vacía. Se expande con el calor del café y el humo de los cigarrillos, se torna difusa, inasible. Quien leyera esa hoja nunca lograría develar todo lo que se ha dicho en ella sin ser dicho. Acaso alguien tardaría dos minutos, a lo sumo, leyéndola. Sin pensar siquiera las horas perdidas entre línea y línea. Los suspiros, las risas, el cansancio de aquel que tuvo el valor de enfrentarse a la última hoja en blanco. Esa hoja se ve atrapada. Los pedazos rasgados surgen a lado y lado, como si dijeran que tan solo queda una esperanza de que se escuchen sus voces. De que, por lo menos, se lea en las márgenes la rabia o la desilusión que las hizo fenecer. Se irá llenando y las ideas escaparán a las palabras. Ese «alguien» recorrerá los intersticios de su propia escritura, sintiéndose simple espectador, dejándose llevar por el vértigo de escapar en el vacío. Pero, al llegar al final de la página, la angustia será latente. Se acabará el espacio y una imagen aparecerá imperante. Dolorosamente fría, sola. Al final de la página aparecerá esa imagen, llena de recuerdos, de intenciones. La suma de los intentos arrasados, los restos de ese alguien que ha escrito por horas. Quedará la imagen, mas ausente. Y la incertidumbre de la hoja, que se aferra, con terquedad, al borde de la libreta, a la espera de ser, al menos, fragmento. * Estudios Literarios. Universidad Nacional de Colombia.


Creación

Historia para ser leída en voz alta Te leo. Me siento a tu lado y voy deslizando mis ojos sobre la página, mientras mi boca te transmite unas palabras que no son las mías. No presto mucha atención a lo que leo. Mis ojos, mis oídos y mi boca consumen lentamente las palabras para formar con ellas la cara que tú puedes tener mientras me escuchas. Tú guardas el mayor silencio que puedes, sólo me interrumpes esporádicamente para interpelarme por los hechos, la forma, incluso por la voz, cómo si todas esas cosas fueran mías y no las estuviera robando para dártelas. Hace mucho que no hablamos en realidad. Mantenemos las preguntas de rutina. Fingimos interesarnos por las actividades cotidianas del uno o del otro: que si comiste, que cómo van las clases, que qué tal las cosas en casa. Incluso me esfuerzo por recordar uno que otro nombre —con lo que me molesta memorizar los nombres— para poder preguntarte alguna cosa. Tú también me lees. Y mientras tanto yo soy el que me dejo llevar por tu voz. Pienso que, tal vez, tú prestas más atención a lo que lees que yo. Lo digo por la emoción con que sigues las historias, tus cambios de tono, la avidez con que tienes que terminar un texto una vez iniciado. No importa el lugar donde nos encontremos, ni lo que suceda alrededor. Cuántas veces nos habremos pasado en el bus, sólo porque no quisiste que termináramos la historia cinco minutos después. Pienso en las relaciones de aquellos que compartían su vida en la lectura. Para quienes estaban vedadas las letras de los libros al final de sus vidas y tuvieron que recrear las imágenes en la voz de alguien más: Borges, Milton, Joyce… Con nosotros es distinto. Los dos vemos a la perfección. Cada uno le regala su lectura al otro. Gasto mis noches cazando nuevos texto que te puedan gustar. El placer de la lectura se redujo a una búsqueda sin sentido y sin fin. Todo lo que cae a mis manos lo devoro, ya no con el interés mismo que me despertaba la lectura, sino pensando en qué te narraré al día siguiente. Podría decir, incluso, que la lectura se me volvió un vacío. Vacío en el que me dejo caer por ti, para ti. Recuerdo los primeros días en que estuvimos juntos. Lográbamos hablar horas y horas y horas. Cada anécdota pronto era historia y cada detalle de nuestras vidas se convertía en ficción. Siempre terminábamos en silencio, disfrutando de lecturas más sutiles y atemporales. Ahora, no sé cómo —procuro creer que no lo sé— gastamos todo nuestro tiempo escuchándonos leer. Cada vez que nos vemos, gastamos no más de diez minutos en saludo, alguno de los dos saca el texto, previamente preparado, y todo comienza otra vez. Ya ni siquiera es necesario sugerir la lectura. Los dos sabemos que alguno sacará el libro y el otro escuchará. Nos respondemos a través de los libros. Eso me lleva a pensar que tú te preparas tan bien como yo. Cada palabra prestada se fusiona con los gestos, los lugares, los tiempos, los movimientos, con la ropa, con las demás personas, y se vuelve nuestra. O, más

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valdría decir, del «Otro». Así, poco a poco, nuestros cuerpos se nos fueron olvidando. Se fueron diseminando en lecturas. Y las lecturas se fueron volviendo tan efímeras como las palabras con las que antes hablábamos. Pasaste a llamarte María, Ángela, Laura, Cristina, Ana. Tu cuerpo se iba acomodando a las palabras. Y siempre estábamos en distintos lugares: ya no era extraño pasar de Brasil a Argentina o a Moscú en cuestión de minutos. Al terminar, cada uno se iba por su lado, hasta que nos volviéramos a leer al día siguiente. ¿Acaso nos despedíamos? La verdad, no lo sé. Cada vez sabía menos cosas de tu vida y ya nunca hablamos de un nosotros. Y no sólo me refiero a nosotros como la unión que significaba la relación que teníamos. No, ya no existía ni un Tú del que hablar, ni, mucho menos, un Yo. Hoy te escribo porque ya no puedo recordar tu nombre y olvidé cuál fue la lectura que ayer fuimos. Entre libro y libro, ya no pude dar con nada que pudiera ser Tú al día siguiente. Entonces, descubrí que todo lo que eras habías dejado de serlo. Y que te habías dibujado en tantas páginas, en tantas voces, que no pude saber quién eras. Dejé de leer, después de un intento desesperado de pasar de página en página, de libro en libro. Decidí que lo único que podía hacer era sentarme a escribir esta historia: ¿cuento, anécdota, pérdida de tiempo? Escribirte estas palabras que tampoco son mías. Que no forman un Yo que te hable. Simplemente, porque ya no están dirigidas a nadie y no sé cuál de los dos termine leyéndolas. Espero que, en algún momento, alguno pueda comprender que no es más que la página final de todas nuestras lecturas.

Un cuento El hombre se levanta, como de costumbre. Hace días que lo ronda una idea y sabe que no debe perder tiempo. Tiene todo el día para sí, y el vigor de la mañana es suficiente para él, así que se pone el abrigo que había usado la noche anterior, se toma lo primero que encuentra en la cocina, enciende el computador y comienza a escribir. Permanece un tiempo mirando la pantalla en blanco, a manera de ritual, pues las ideas fluyen por su cabeza de forma clara y concisa. Las palabras empiezan a salir. Al principio, de forma torpe, las manos aún se encuentran frías, poco a poco comienzan a andar con más fuerza, el tono se hace más fluido y el hombre se deja perder en el impulso de su escritura. Se deja sumergir en las ideas, cada uno de los personajes empieza a tomar forma en su cabeza. Puede verlos, escucharlos. Se emociona con la historia, por más que le sea conocida. Es como si la vida fuera surgiendo de sus manos, como si se contara la historia que él mismo está escribiendo. No sin un poco de vanidad, construye el personaje principal, aludiendo a su

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forma de actuar, de vestir y disfruta sintiendo cómo una parte de sí se extrapola en la pantalla. La barba raída, los ojos cansados, pero con el ímpetu de su juventud, la fuerza de su personaje está en la agilidad de sus manos y él lo sabe. No es momento para detenerse, el mundo del que escribe deja de existir y da paso al de la ficción que, por un momento, se vuelve más real, casi tangible. Pasa el tiempo y el joven se encuentra cada vez más absorto en su escritura. Sus manos jóvenes y trabajadas no se cansan, ni por un segundo, de galopar en el teclado. En algunos momentos, los golpes sobre él se tornan agresivos. Esporádicamente, se detiene para recibir el café que alguien, gentilmente, ha llevado hasta su habitación, él levanta su mirada y responde con un «gracias» y una sonrisa que no son más que una respuesta automática. No reconoce quién le ha llevado la tasa de café ¿su hermana, su madre, su hermano? Poco importa. Se apresura a releer las últimas líneas que ha escrito, mientras enciende un cigarrillo y toma el café. Un simple vicio de escritura, ya el amargo del café y el olor del cigarrillo se encuentran tan unidos a su cuerpo que no puede disfrutarlos como lo hacía en un comienzo. Escribe y escribe, sin que nada parezca poder detenerlo. Siente rabia cuando las cosas no le fluyen. En una que otra ocasión, no reconoce a sus personajes en las palabras que él les impone y se siente culpable. A pesar de su corta edad, ha aprendido a ser severo consigo mismo. Las manos sienten un ligero cansancio, nada de qué preocuparse, pero, en ese instante de distracción, se da cuenta de que la luz natural ya no es suficiente para iluminar la habitación, en cuestión de unos instantes, se pasó el día entero. Se detiene unos segundos para comer algo, tal vez un sándwich de queso y una nueva taza de café. Ya todas las personas de la casa se han acostado y él siente un leve remordimiento por estar alegre de no tener que distraerse en conversaciones con nadie. No gasta más de diez minutos y retorna a su trabajo, aún le falta bastante para terminar la historia y siente que, a medida que pasa el tiempo, la historia es menos clara, las peripecias se convierten en simples recursos, mientras encuentra lo que quiere decir. Pero está bien, sabe que a su edad puede continuar hasta que vuelva a hallar su tono. Poco a poco, se vuelve a dejar convencer por la historia… cada vez, surgen más nombres, nuevas líneas que atraviesan los hechos y, sin darse cuenta, la historia se le ha salido de las manos. Eso le aterra y le fascina al mismo tiempo. Ahora sabe que le es imposible salir antes de acabar lo que tiene por decir. Su cabeza empieza a trabajar a un ritmo frenético, casi desquiciado, las únicas pausas que se permiten son las de sacar el cigarrillo, que pasa impunemente sobre el teclado, con cinismo total, al dejar caer la ceniza sobre cualquier parte. Pasa el tiempo y la vida se convierte en un vago rumor que no logra distinguir, que no le interesa distinguir. Escucha una voz esporádicamente,

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no logra definir de quién es o, si acaso, es siempre de la misma persona. A veces, incluso, siente que son las voces de sus personajes las que le hablan. Su cuerpo empieza a sentir un poco de cansancio, sus manos no parecen ser las mismas y sus ojos irritados se niegan a cerrarse. Trabaja, pule, retoca, vuelve y escribe. De vez en cuando, preso de la ira, destruye una página sin siquiera considerar que una que otra imagen bien lograda se ha podido perder entre todas esas palabras. Su genio comienza a tornarse cada vez más hostil, no soporta la más leve interrupción. Ya no sabe, no le importa si es de día o de noche. En todos los momentos, la luz del monitor le basta para cumplir su labor. Comer, ir al baño y todas las demás actividades, las realiza con total inconsciencia. No puede recordar si ha comido o en qué momento se detuvo para ir al baño. En ocasiones, logra percibir que la ropa que utiliza, mientras escribe, cambia. Sus manos son más pesadas y el galopar de sus palabras se convirtió en triste trote, como si la carrera que inició ya estuviera por terminar. El aliento con el que comenzó no es más que un vano recuerdo. Aun así, persiste. En contraste con el agotamiento patente, se siente confiado con su escritura, si bien ya no puede distinguir las palabras en el computador, las imágenes que describe son más vivas que antes. Además, conoce lo suficiente el teclado como para estar seguro de lo que escribe. Ya no falta mucho para terminar y siente que debe apresurarse porque su cuerpo también lo reclama. Un ataque de tristeza y un dolor incontrolable lo invaden, en el momento de terminar. Sus lágrimas no se hacen esperar, al terminar, por fin, su historia. El último instante de escritura es, tal vez, ese que le permite reconocer que ha terminado, que su cuerpo siente el cansancio que le ha sido negado. Después de un tiempo, logra calmarse y siente que una figura extraña lo saluda, se aproxima y le lleva una nueva taza de café y algo de comida. No sabe quién es la persona que se le aproxima de forma tan amable, aunque logra percibir algo familiar en su mirada. No se atreve a preguntarle nada extraño por temor a la imprudencia, a la ingratitud. De manera que, simplemente, recibe el ofrecimiento, que resulta providencial. Sin embargo, al estirar su mano, siente un escozor extraño. Su cuerpo se mueve con más dificultad de lo acostumbrado y la voz que escucha al responder a la extraña, con el habitual «gracias», pareciera ser la de alguien más. Contempla su mano, que intenta aferrar con fuerza la taza de café, y su piel, si es que puede llamar suyo ese horrible espectáculo que se le presenta. Después de algún tiempo, cree comprender. Sin perder la calma, se levanta, camina hacia el baño que queda al lado de su habitación y, aunque no reconoce tampoco el espacio que recorre, tan disímil con el que contrasta en su memoria, no se sorprende en lo absoluto. Sabe, lo supo desde el momento en que sostuvo el café, que la cara que encontrará en frente del espejo, ahora vieja, triste y arrugada, tampoco será la suya.

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Sin título Me veo caer lentamente a sabiendas que soy yo aun siendo otro que está viendo caer su cuerpo hasta el momento en que llegue al borde de la nada y ya no distinga mi rostro fijado hacía mí hasta tocar el borde de la página.

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Diego Fernando Pérez

Una tarde plomiza de abril El corazón se encuentra al punto del colapso desde la noche anterior. Los preparativos ya fueron realizados y el hombre sabe que su muerte entrará en cuenta regresiva en el momento en que el cielo despliegue los colores del fuego. Desde que se pronunció la primera palabra, el rito cobró vida y la ingente masa humana entrelaza sus cuerpos en eterna orgía, los pasos de todos los hombres son un solo paso, sus respiraciones, el soplar del viento que anuncia que los dioses ya están presentes, que tienen hambre y deben alimentarse. El hombre ha de morir para dar vida, para que él vuelva a vivir, para que ellos nunca perezcan. No sabe muy bien qué es lo que lo alegra más, si haber tenido el privilegio de ser escogido por los dioses o, el saber que su triste y frágil cuerpo es tan divino como la forma sin forma que espera recibirlo. Adorna su cuerpo con lujosos atavíos. Lo más importante de todo es la máscara que oculta su humanidad, el gesto que podría revelar el latido de su pecho, el calor de su sangre. El hombre sube lentamente, peldaño a peldaño. Recorre altivo el camino que lo conducirá al altar, sin notar que, a medida que avanza, su máscara se hace jirones. Los trozos se desvanecen en el aire en busca de un refugio seguro. Llega, por fin, al tan anhelado final. La sacerdotisa lo recibe con su imagen imponente para demostrar que ni siquiera este día él se encuentra más cerca de la divinidad, aún es un pobre mortal que permite ver en su gesto la torpeza de sus actos. Sus ojos lo traicionan detrás del pobre antifaz que se aferra a su rostro. En un movimiento rápido, inesperado, la mujer estira su brazo hacia él. Lo introduce en su pecho y sin la necesidad de verbalizar lo despoja de su mortalidad; su corazón se detiene en las manos de ella. Los dioses sonríen aliviados. Pero no ha terminado. Su cuerpo se resiste a la caída, sus ojos, aunque ciegos, no dejan de ver. Sus torpes pasos lo conducen de vuelta por caminos nunca más conocidos. Las embravecidas olas pintan el cielo con su furia y de los choques escapan las almas. Perfectas olas blanquecinas ¿se encontrará su espíritu fusionado con los demás espíritus pasajeros que tapizan el resuelto mar encielado? ¿El cielo de aguas saladas? —Plomiza tarde de abril (junio) en donde no cae una sola gota, el mar ya ha calmado su furia sobre nosotros y sólo esboza una línea rojiza sobre los techos de la ciudad. —El aire transporta los espíritus, sólo hay que estar receptivo para escucharlos. No importa el suelo que se pise, el cielo siempre será el mismo viajero errante. No hay tiempo, no hay distancia. El baile nunca termina.¶

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y un par de Julio César Bustos*

En el vergel Cuando tal vergel veas cuando entres en él no olvides guardar silencio Que tus pasos sean sigilosos tus actos prudentes. Recuerda: allí vela el hombre su lastimera vigilia.

Bosque de pinos Para Fernando Araque

Una sonrisa de dones divinos, que se va perdiendo por entre el frío llanto de las acequias del páramo. Bailes, cantos, nacidos del embriagante abrasar de un fuego cosechado en la lejana orilla de otro mundo, preceden el crepúsculo que nos conducirá a través de los brumosos bosques, * Poeta, autor inédito de los poemarios El jardín de mantillo, La romería del rocío, Los abatidos de barlovento y Voces silenciosas. Ha realizado también una selección de poemas sonoros recogidos bajo el título Del jardín y un par de voces silenciosas (Colección Poeta di Paso, y en www.verbo21.com.br) y una antología de poemas que reposan en la fonoteca de la Casa de Poesía Silva, en Bogotá.


Creación

hasta dejarnos, serenos, en los brazos cálidos de la muerte. Allí, donde los brazos se unen y los corazones se abrazan, crecen enredaderas que ascienden por el lienzo de nuestra alma, dejando aprisionado el respirar de un ave de quebrantadas alas. Es la mutilada recepción brindada al que se desvanece por gracia celestial sobre las mansas arenas de una playa febril, donando la sal de sus miserias más secretas a la orilla de sus dominios, para sabor de los que sucederán su muerte sazonada de olvido. En la balsa que atraviesa la laguna gélida del averno, sobre las salutíferas aguas de la Estigia, el barquero Caronte vela almas deterioradas por desventuras, ruindades e inútiles lamentos, a la espera de: «Oh, Señor, cuáles son vuestros designios».

Crepúsculo Qué frágil se torna la vida cuando tus alas despliegas sobre el éter. Cuando extiendes tu plumaje celestial y tornas tu rumbo hacia levante me sumerjo en el tártaro profundo averno solitario donde Sísifo carga piedra de sima a cima.

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Julio César Bustos

Hasta las cumbres del Hades que se pierden que se confunden con la noche iluminada por la antorcha pálida en su reflejo te voy a buscar. Inútil tormento vana búsqueda de un oráculo que guardas en el níveo follaje de tus alas como secreto no dado no revelado por los dioses en la savia crepuscular del ser. Ahora que a mis sueños han regresado tu áurea cabellera tu cutis albo y tu estampa sibilina, sé que por designio de los senderos impolutos del éter eres jirón astral de una naciente constelación. Sin embargo aún el crepúsculo aguarda en los otoños de cada día.

La lluvia de las fronteras Para Diego Medina Y el irregular tañido de las gotas, faena musical que trae la lluvia sobre la claraboya, cala de gota a arpegio de arpegio a piedra de piedra a chispa de chispa a fuego de fuego a la vida de la vida al cielo

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del cielo a la estrella de la estrella a la noche de la noche a la nada de la nada a la gota de la gota al arpegio, el frío navegar del corazón de los hombres. O, ¿quizás?, del arpegio a la gota de la gota a la nada de la nada a... ¿Quién, acaso, como una calamita extraviada en medio de la tormenta de un marino que no sabe apreciar el cielo, y para el cual los pórticos se nublaron, dejándolo a la deriva, desorientado, en el dédalo de un piélago nunca visto e incomprendido por los demarcados juicios de sus sentidos? La lluvia ya cesó. Y el irregular tañido de las gotas al chocar contra la gélida corteza de los tejados muestra, en la mudanza de sus más profundas materias, la diáfana razón de lo mutable de la creación: disolución infinita de los días, efemérides rotos y olvidados que son el alimento con el que se nutren las Parcas: amas de un hado ya hilado. Mapa tartufo y risible de los hijos del olvido y la soledad.

Petra Ya ni en el camino de piedra, por donde se conduce hacia el sendero del tiempo trabajado sólo por el olvido, la silueta de una imagen oculta,

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se refleja en las aguas sedientas de oración. Ha muchos días que el tiempo minó la veta gloriosa, originando un socavón vacío por donde circula y gime, en su solitaria y desordenada vigilia, el viento. Ya ni en el camino de piedra, insisto, podrá restaurarse para nobleza de los infieles días, la imagen real que se erige en los mausoleos de antiguos monasterios, ocultos todos por la broza de las guerras y la brea de los anónimos rostros que saquearon sus rincones más puros. Santos lugares aquellos, consagrados a la febril plegaria y a las oraciones por la suerte de los altos designios.

Ajenos domos Al igual que prematuras hojas que de la planta se desprenden, y al viento, con funesto soplo, en lugares extraños se pierden, Phoenix: literatura, arte y cultura 12

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así las hojas desplazadas de sus tierras aún sin germinar, bajo la sombra indiferente de otros y ajenos domos mueren.

Sin armas se va a la guerra ¿De qué se podría hablar? ¿Qué palabras invocar todas vacías como oleoductos olvidados? ¿Qué ritos y ceremonias celebrar, para intentar rescatar de las prietas tinieblas donde habitan, a estos dioses olvidados? Ya no son suficientes ni vitales. El hombre ha mucho tiempo se alejo del tónico abrazo de los dioses, y ahora transita sus propias rutas todas marcadas por el signo inerme del automatismo.

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El milagro Bajo los cimientos de la Santa Madre Iglesia un volcán se apresta a explotar. Peregrinos exaltados suben la colina y de hinojos se van a postrar ante el milagroso. Una lluvia de hojas mecidas por el viento se desliza sobre sus cuerpos tapizando el camino del altar. El milagro hace erupción: la lava en su ardiente descenso abrasa la peregrinación con su creación. Cuando todo ha quedado en calma, cuando todo ha sido olvidado, un hombre por la ladera de la colina, yunto con piedra, busca la cima sinrazón. Hombre y piedra, en la cumbre montañosa, erigen la nueva tempestad.

Dónde los guerreros Para W Quién osa decir —acaso inmortal alguno truena su luz poderosa— Quién osa decir: «cese la guerra». Cuando el demonio negro de las armas ciñe contra el pecho su adarga gloriosa, nada detiene su canto. Mas, y esta mi pregunta: dónde los guerreros.

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Lejos de mí todos aquellos que ofrecen lamentos a los dioses. Lejos de mí todos aquellos que esconden bajo la piel iridiscente la máquina de la guerra: arma traidora y volante, vergüenza del guerrero que perece tan a la ligera, mentira, falaz, que desdibuja en el espejo el esplendor del hombre en la batalla. Horror, sí, mas sublime: Artibio muere frente al rey de Salamina. ¡Ah, mortales! Cuán bellos sois cuando en vuestros pechos palpita la furia felina: tigre y pantera avanzan con su yugo embriagante. Aves rapaces coronan con guirnaldas la roca y la montaña. Lejos de mí el chillido cobarde del perro que anda con el rabo entre las piernas, sin la miel y la leche otorgadas por la tierra. ¡Ah, hombres! qué lejos estáis como nunca de la inmortal belleza. Mi don, la guerra dada a vosotros por manos inmortales, es hoy instrumento quirúrgico que anestesia el dolor de la grandeza. 120 |

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Vercingetórix, Darío, Escipión, Jorge, hermanos todos míos, ante mí solicito vuestra presencia. Dónde los guerreros dónde los funales conducidos por la diestra. Fuerza y coraje en los miembros, la espada, el sable, la cimitarra. En ellos el honor y la vida. Inmortal desgracia sería vivir la guerra entre soldados de plomo que explotan como areniscas sin forma, sin ver fluir por sus cuerpos la savia que los anima. ¿Vacía está la crátera? ¿Muere de sed Ares? ¿Quién lo creyera? Quien duda de mis milagros desconoce el arte de la guerra.

La ronda nocturna Para MMs Despierta vigía. ¿No oyes acaso el rumor de las armas que vienen y se acercan desde el ocaso? ¿Piensas que es el mar o el viento quienes rompen con su brillo el silencio de nuestras noches?

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No, no son dichas deidades quienes nos usurpan el sueño. No, no son ellas quienes nos adormecen con juguetes, pócimas e ilusiones. Lejos, lejos de ellas la mentira, el cansancio y sus horrores.

Son los hombres. Somos nosotros, los mortales quienes, como joya preciosa nos aprestamos para la batalla. Por eso no duermas vigía, menos aún cierres los ojos, ya de ello se encargará la muerte y su cimitarra. Deja, deja entonces que la vida desfile ante vuestros ojos abiertos como los del búho antes de la mañana. Mira el puerto. Mira los hombres y sus prisas, cómo se aprestan a atravesar los mares, aún vivos, mas ya los lloran en el silencio de sus cubiles sus madres. Bien se sabe, —aunque existan como bufones de corte sentados en trono de barro, quienes se diviertan—, «poco dichosos los mortales». ¡Allá ellos con sus males! Mentiras a mí, no soy yo, Darío, quien las trague.

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Si he de vivir la vida que sea bajo las estrellas, entre flechas, cascos y vendavales, donde toque, en la montaña, el llano, el mar o el cielo, la cítara verdadera de Ares. Por eso, os digo, vigía despierta. Mas recuerda, tanto en la vigilia como en el sueño, no consientas que extraño alguno —porque aún os recuerdo atenienses— Que extraño alguno, pise vuestra tierra, queme vuestros dones, y, menos aún consientas que, con banales intensiones, infames manos contaminen la savia sagrada de nuestros hermanos.

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Phoenix: literatura, arte y cultura 12, con el dossier “Las fronteras del romanticismo” se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Guía Publicidad, al día décimo de los que trae el mes de marzo del año del señor mmxi, día décimo séptimo del mes de tlacaxipeoliztli, mes en el que los aztecas hazían una fiesta a honra del dios llamado Tótec, por otro nombre se llamava Xipe, donde matavan y desollavan muchos esclavos y captivos que arrancávalos los cabellos de la coronilla y guardávanlos los mismos amos como por reliquias. Fue ilustrada con trabajos del estudiante de diseño gráfico Jhon Casallas, de la Universidad Nacional de Colombia. El texto principal, compuesto de 124 páginas, se armó en caracteres de la familia Leitura, con títulos de portada, portadillas y cornisas en Trebuchet y títulos de texo en Rotis Sans.


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