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empurpurado Christian Ferrer
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A mitad de la década de 1940 existía en Buenos Aires una casa editora de libros de buen porte y cuidada preparación. Los autores de esos libros, Rudolf Rocker, Jean Marie Guyau, el príncipe Piotr Kropotkin, William Godwin, ya no son leídos. Apenas son consultados, si se lo hace, por miembros de sectas políticas minúsculas o por especialistas universitarios. El nombre de Kropotkin todavía es mencionado en algunos libros de historia de las ideas y a Godwin a veces se lo recuerda por haber sido el padre de Mary Shelley, la autora de Frankestein, una historia de desmesura humana que gozó del duradero favor del público lector y de las audiencias de las salas de cine. En todo caso, todos ellos están hoy sepultados en estantes de librerías de viejo. Alguna vez yo adquirí esos títulos, por afinidad y por gusto. La librería y editorial que los dio a conocer a lo largo de dos décadas se llamaba Américalee. Por entonces di por sentado que «Américalee» hacía alusión al continente entero. Mucho más adelante me enteraría que había sido elegido para homenajear a una chica llamada América Scarfó.