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empurpurado Christian Ferrer
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A mitad de la década de 1940 existía en Buenos Aires una casa editora de libros de buen porte y cuidada preparación. Los autores de esos libros, Rudolf Rocker, Jean Marie Guyau, el príncipe Piotr Kropotkin, William Godwin, ya no son leídos. Apenas son consultados, si se lo hace, por miembros de sectas políticas minúsculas o por especialistas universitarios. El nombre de Kropotkin todavía es mencionado en algunos libros de historia de las ideas y a Godwin a veces se lo recuerda por haber sido el padre de Mary Shelley, la autora de Frankestein, una historia de desmesura humana que gozó del duradero favor del público lector y de las audiencias de las salas de cine. En todo caso, todos ellos están hoy sepultados en estantes de librerías de viejo. Alguna vez yo adquirí esos títulos, por afinidad y por gusto. La librería y editorial que los dio a conocer a lo largo de dos décadas se llamaba Américalee. Por entonces di por sentado que «Américalee» hacía alusión al continente entero. Mucho más adelante me enteraría que había sido elegido para homenajear a una chica llamada América Scarfó.
Hasta de la década de 1960, en un lugar de Buenos Aires donde ahora hay una plaza muy amplia, casi un parque, se alzaban los muros de la Penitenciaría Nacional. Erigir este tipo de ciudadelas –amén del cementerio, una iglesia y una sede administrativa– eran actos concomitantes a la fundación de toda ciudad americana, en el tiempo en que los primeros europeos se llegaron desde tan lejos. Pero también demolerlas supone un acontecimiento sacrificial, tal como lo hicieron los anarquistas en 1936 con la cárcel de mujeres de Barcelona, desbaratada a fuerza de pico y de pala. La edificación porteña era imponente y tétrica, mucho peor en la realidad que lo imaginable a partir de las ergástulas que la literatura viene describiendo desde muy antiguo. Tenía muros de siete metros de altura y un espesor en la base que alcanzaba los cuatro metros. Su signo era la contundencia. Uno de sus constructores fue el padre de Alejandro Schulz Solari, el artista Xul Solar, en cuyas obras se sugieren algunos atisbos de laberintos. La cárcel fue inaugurada en el año 1877, en una zona de la ciudad, el Barrio Norte, cuyo metro cuadrado de tierra se ha valorizado muchísimo desde entonces. Sus primeros habitantes –internos– fueron trescientos presos que llegaron engrillados por los pies, en parejas, desde la antigua cárcel del Cabildo. El régimen –el reglamento– era draconiano: se permanecía en silencio, se pasaba la noche en aislamiento, se portaba traje a rayas, se era llamado únicamente por el número asignado y pintado con tinta en la espalda, en el pecho y en el gorro de los prisioneros. El lugar era, además, sitio de trabajo. Había talleres de imprenta y encuadernación, con secciones de litografía, fotograbado y fotografía: cien presos se ajetreaban allí a cambio de un salario ridículo. Entre otras publicaciones, se imprimía el Boletín Oficial de la República Argentina. Eran entonces los infractores quienes daban el último imprimatur a la ley. Asimismo, se fabricaban uniformes para el ejército y pupitres para los escolares. La Penitenciaría tuvo una larga permanencia en el barrio, que no fue eterna: se la demolió en el año 1962 por medio de explosivos «trotyl». El presidente que la mandó arrasar fue Arturo Frondizi, que había sido abogado de presos políticos antes de asumir tan alto puesto pero también encarcelador de otros una vez que estuvo arriba. Ahora no hay nada allí y sólo la gente de mucha edad puede dar fe de que el edificio realmente existió. Ya es historia, no memoria. Sin embargo, en una de las esquinas de la plaza hay una placa de granito con esta inscripción: «En este lugar se ii
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fusiló a la patria». Son letras blancas sobre fondo negro. De vez en cuando, un ramo de flores aparece depositado junto al pequeño monolito. Un tiempo después de cumplir los dieciséis años, América Scarfó escribió una carta y la envió a Ernest-Lucien Juin, más conocido como Emile Armand, director de una publicación anarquista francesa. La misiva sería publicada en la sección de cartas de lectores, a modo de consulta sentimental: «Mi caso, camarada, pertenece al orden amoroso. Soy una joven estudiante que cree en la vida nueva. Deseo para todos lo que deseo para mí: la libertad de actuar, de amar, de pensar. Es decir, deseo la anarquía para toda la humanidad». Tales fueron sus palabras de presentación, es decir, su autorretrato. América Scarfó había sido iniciada en «las ideas» por vía filial, puesto que dos de sus cinco hermanos profesaban el credo libertario. Eran Paulino y Alejandro, que integraban una banda de hombres intransigentes y audaces. Uno de los miembros de la banda, el más conspicuo y decidido, era un italiano rubio que no parecía conocer el miedo. América lo menciona en la carta: «He conocido a un hombre, un camarada de ideas. Según las leyes burguesas, él está ‘casado’». Dicho esto, la condición no supone, para América, un dilema, sino el preludio a lo desconocido. Téngase en cuenta que ella también había escrito: «Yo desprecio a todos los que no pueden comprender lo que es saber amar». Es verdad que «ese hombre» ya estaba unido en matrimonio antes de emigrar hacia la Argentina desde Italia, y que además era padre de tres hijos, pero lo cierto es que el vínculo matrimonial, algo mortecino, ya casi había finalizado. Lo que América tenía para contarle a Emile Armand era una historia semejante a tantas otras que dan origen a infinidad de romances: «Ocurrió que las circunstancias nos hicieron encontrar al principio como compañeros de ideas. Nos hablamos, simpatizamos y aprendimos a conocernos. Así fue naciendo nuestro amor. Creímos, al principio, que sería imposible. Él, que había amado sólo en sueños, y yo, que hacía mi entrada a la vida. Cada uno continuó viviendo entre la duda y el amor. El destino –o más bien el amor– hizo lo demás». En la carta, América sustrae una información que, en verdad, no hubiera escandalizado a los lectores de L’en Dehors, la revista editada en París por Armand: el hombre del que se había enamorado solía atravesar la ciudad vestido de negro, con sombrero de alas anchas encajado en la cabeza y una Colt 45 automática en el iii
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bolsillo. «No podemos vivir completamente en común dada la situación política de mi amigo y el hecho de que debo terminar con mis estudios. Nos encontramos muy seguido en diversos lugares». Ciertamente, Emile Armand era un anarquista muy especial, partidario de una corriente minoritaria, la de los anarco-individualistas, pero sobre todo era conocido por predicar el amor libre e incluso la poligamia, o más bien una suerte de «amor plural». Esto era demasiado para la época, incluso para muchos anarquistas, y justamente esa contrariedad es el motivo principal de la larga carta de América: «Pero he aquí que algunos se han erigido en jueces. Y éstos no se encuentran tanto en la gente común sino más bien entre los compañeros de ideas que se tienen a sí mismos como libres de prejuicios, pero que en el fondo son intolerantes». La muchacha no la tenía fácil. No solamente concitaba la oposición de sus pares en cuestiones de ideas y la de la sociedad toda; además, y sobre todo, la de sus padres. Después de todo, el hombre al que América hacía referencia en su consulta no era un novio cualquiera sino el «enemigo público número 1» de la policía argentina. Decenas de esbirros de la «Sección Especial» lo buscaban con ahínco. Había, al fin, para ser mencionado, un tema escabroso al que los diarios, más adelante, le exprimirían el néctar del escándalo: «Se critica nuestra diferencia de edad simplemente porque yo tengo 16 años y mi amigo 26. ¡Ah, esos pontífices del anarquismo! ¡Hacer intervenir en el amor el problema de la edad! ¡Como si no fuera suficiente que el cerebro razone para que una persona sea responsable de sus actos! Por otra parte, es un problema mío y si la diferencia de edad no me importa nada a mí, ¿por qué tiene que importarle a los demás?». La carta, fechada en diciembre del año 1928, en épocas en que gobernaba el país Hipólito Yrigoyen, incluye esta pregunta: «¿Es que acaso todo el universo no se convierte en un edén cuando dos seres se aman?». El Jardín del Edén, más florido y más radiante que cualquier utopía social. Al mes siguiente, América recibió respuesta de Emile Armand: «Ignora los comentarios e insultos de los otros y continúa tu camino. Nadie tiene el derecho de poder juzgar tu forma de conducirte». iv
Una sola vez entró América Scarfó a la Penitenciaría Nacional, y fue suficiente. En las pocas horas en que permaneció entre sus muros serían fusilados, allí mismo, su novio y su hermano. Eso sucedió a fines
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de enero de 1931, con el país bajo estado de sitio y ley marcial, y de ella, que acababa los diecisiete años, nada más se supo por las siguientes siete décadas. Cuando el nombre de América Scarfó vuelva a aparecer en los diarios, y en primera plana, a finales del siglo xx, ya habrá alcanzado los ochenta y cinco años de edad y la noticia en sí misma se refería a su presencia en la mismísima Casa de Gobierno. Había concurrido a que se le devolvieran cartas de amor que le pertenecían. Uno de los muchos uniformados que se plegaron al golpe de estado del 6 de septiembre de 1930 propinado al presidente Hipólito Yrigoyen fue el entonces capitán Juan Domingo Perón, que fue de los primeros en arribar a la Casa Rosada, ya abandonada por el presidente y líder de la Unión Cívica Radical. Otro militar, Juan José Valle, permaneció ajeno a los acontecimientos. Pero veinticinco años más tarde, cuando el presidente Perón sea a su vez derrocado, el general Valle se complotará en su defensa. Esa decisión atraería la desgracia sobre él mismo y sobre su familia. v
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Es extraño constatar que la cárcel más grande de la ciudad de Buenos Aires no motivó demasiadas menciones en la literatura nacional. A la historia de la Penitenciaría se la encontrará más en las noticias periodísticas, particularmente las de la prensa anarquista y socialista, que en la creación artística. Específicamente, en un género de libros de denuncia de la vida de mazmorra conformado por testimonios de por los propios encarcelados, mayormente presos políticos, o más bien «presos sociales» o «de ideas», como se les decía en otra época. Por lo general fueron escritos por gente letrada y su misión era dar a conocer una condición ignorada por el gran público, amén de presentar un panorama dramático de un momento histórico convulso y aún confuso, tales como El martirologio argentino, de Carlos Giménez, o Porque me hice revolucionario, de Raúl Barón Biza, o Desde la cárcel, de Eduardo Antille, todos ellos radicales, o ¡Preso!, del peronista José M. F. L. Figuerola y Tresols, o El recuerdo y las cárceles, del comunista Rodolfo Aráoz Alfaro. Muchos de estos libros fueron publicados como «edición de autor», algunos en Montevideo, lugar de exilio, o bien en la clandestinidad por afiliados radicales que habían sido llevados a la Penitenciaría tras sucesivas redadas ordenadas por los gobiernos del general José Félix Uriburu y del 5
general Agustín P. Justo luego de cada intentona fallida de trastocar la situación por parte del sector yrigoyenista revolucionario. Ulteriormente, esos hombres solían ser transportados a la cárcel de Ushuaia, en la isla de Tierra del Fuego. No se puede decir que hayan sido muy leídos ni que hayan circulado fácilmente. Sobre la Penitenciaría, también dejaron testimonios algunos visitantes ilustres del exterior, como el político Georges Clemenceau, el compositor Giacomo Puccini o la médica Gina Lombroso. Existen sí, sobre la vida en la cárcel, muchos grabados, el género que mejor se adecua a la negrura de las prisiones y en el que descollaron los pintores y grabadores de las décadas de 1920 y 1930 que trabajaron bajo el nombre de «Artistas del Pueblo». De vez en cuando, en el lunfardo de tangos antiguos se pueden escuchar alusiones a la Penitenciaría, llamada «La Juiciosa», «La Nueva», «La Quinta» o «La Querida». Más recientemente, a comienzos del siglo xxi, el cineasta Eduardo Mignona publicó una novela y estrenó una película, ambas tituladas La Fuga. En este caso, el arte imitó a la vida, puesto que hubo intentos de fuga, algunos exitosos. El primero, en 1889, disfrazado; el segundo, en el año 1900, adentro de un tacho de basura; en 1911 se fugaron trece presos; al año siguiente un prisionero logró abrirse paso a través de las cloacas pero diez más perdieron la vida en el intento; en 1923 otros trece presos huyeron por un túnel; y el último que pudo burlar la seguridad lo hizo en 1960, colgándose de los cables de teléfono. Este tipo de historias aún no ha encontrado su Herodoto. Por cierto, el 6 de enero de 1911, día de reyes magos –según la tradición y el calendario–, los ácratas Salvador Planas y Virilla y Francisco Solano Rojas, condenados a largos años de prisión por intento de magnicidio, se fugaron de la Penitenciaría a través de un túnel y nunca más se los volvió a ver. Dos años antes, en noviembre de 1909, a la salida del Cementerio de la Recoleta, justamente en ocasión del entierro de Antonio Ballbé, director de la Penitenciaría Nacional, el anarquista Simón Radowitzky, aún menor de edad, mató al coronel y capitán de fragata Ramón Lorenzo Falcón, un hecho que marcaría la lucha social –su endurecimiento– de los siguientes veinte años. vii
Una sola vez cruzó Susana Valle las puertas de la Penitenciaría Nacional y fue más que suficiente. Estuvo allí sólo por veinte minutos a fin de poder despedirse de su padre, el general Juan José Valle.
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Minutos después de decirse adiós, él sería abatido por una descarga de fusilería. En las cuarenta y ocho horas anteriores otras veintiséis personas habían perdido la vida por el mismo método. Eso sucedió en junio de 1956, bajo estado de sitio, y de Susana Valle, por entonces de diecinueve años de edad, se habló durante los siguientes cincuenta años, pues en cada aniversario de la ejecución de su padre ella se plantaría frente a los muros de la Penitenciaría junto a una corona de flores, acompañada, a veces, por cientos de personas. Incluso cuando el penal ya había sido derruido, ella siguió yendo, terca y fielmente, al mismo lugar donde ahora había una plaza pública, y siempre con flores en la mano. viii Un diario, llamado El Pueblo, dijo de él que había sido «el hombre más maligno que pisó tierra argentina». Otro diario, llamado El Mundo, lo calificó de «íncubo social». Por el contrario, los que lo admiraban lo hacían acaso por su ánimo turbulento y su falta de miedo, o por compartir los mismos enemigos: fascistas, «cresócratas», policía brava, «cosacos», «politicantes», niños-caca, «crumiros», y el Estado argentino entero, sin olvidar a los anarquistas demasiado tibios. En aquel tiempo los periodistas se ocuparon de azuzar la imaginación popular: él era «el hombre del misterio», «el personaje de película», «la sombra del terror». Pero eso no era del todo cierto: Severino Di Giovanni era un anarquista que disponía de educación, un hombre de pensamiento que escribía y editaba, aunque su decantación hacia la línea más intransigente del anarquismo argentino, llamada «antorchista», no presuponía métodos benignos: «Soy un apologista de la expropiación con fines anárquicos». Y no sólo hacía apología, era lo que entonces se llamaba «un hombre de acción». Por su parte, las autoridades lo hacían responsable de una ola de atentados, robos y muertes. Se decía que vestía con camisa de seda y moño negro, que era temerario hasta la irracionalidad, que había hecho explotar una bomba en la embajada de los Estados Unidos y otra más en el monumento a George Washington, que estaba metido en la falsificación de dinero, que había ajusticiado a un compañero devenido en confidente de la policía, que se había ocupado personalmente de dispararle al jefe de la sección de Orden Social de la ciudad de Rosario, que había matado a uno de los directores de La Protesta, única publicación anarquista en el mundo que se editaba 7
todos los días, de tendencia anarcosindicalista y «blanda», según él, o más sensata, como lo creían la mayoría de los ácratas organizados. En todo caso, y aunque no todo lo que le endosaban era cierto o exacto, el rostro de Di Giovanni aparecía en los periódicos de continuo. Severino Di Giovanni, italiano, de profesión tipógrafo, había estudiado para maestro aunque sería más justo decir que era un autodidacta. En 1923 llegó a la Argentina desde el Brasil y pronto se unió a la lucha antifascista. Inevitablemente, tuvo foja de prontuario. El hombre tambaleaba entre paradojas: creía en la violencia como método de autodefensa y sin embargo cayó en las garras de la ley por su obstinación en llevar a imprenta las pruebas de galera del libro de un anarquista pacifista; estaba enamorado del amor y a la vez escribía artículos con títulos como «Himno a la dinamita»; era un apasionado de la libertad absoluta, pero demasiado obcecado y tempestuoso, y, de ser acosado, reaccionaba como los animales que defienden su reducto hasta el fin. En tiempos en que era buscado vivo o muerto había escrito a un compañero: «Sólo aquel que sabe amar tanto puede odiar tanto». Hacia 1927 conoció al joven Paulino Scarfó, anarquista, desertor del ejército y vegetariano, y por su intermedio alquiló una habitación por unos meses, al fondo de la casa donde éste vivía con sus padres y sus seis hermanos. Es el destino: América Scarfó, muchacha de catorce años, que ya consultaba los libros de ideas de su hermano, comenzó a preferir la compañía de este hombre enardecido de vida, que ni bebía ni fumaba, y que estaba en la mira de la policía. Pronto el ímpetu del amor los aproximó más allá de la prudencia, de las convenciones sociales y de las posibilidades de triunfo. Decidieron unirse, por libre voluntad y porque no podían hacer otra cosa al respecto. Así se inició la correspondencia amorosa. Él le escribía en italiano, ella respondía en castellano: «Nuestra unión será bella y prolongada, gozosa y plena de todos los sentimientos, grande e infinitamente eterna». De la correspondencia entre ambos, sólo se dispone de las cartas enviadas por Severino, que fueron halladas por Osvaldo Bayer en el Museo Policial y transcritas en El idealista de la violencia, el estudio biográfico definitivo de Di Giovanni y su época, la fuente de datos casi exclusiva sobre su gesta y su instantáneo ocaso. Severino Di Giovanni, a quien se le endilgaba rigidez e intolerancia, escribía a América bajo los efectos de una efervescente dulzura: «Bellísimo 8
corazón femenino, rezumo de todos los amores excelsos y puros»; o bien: «En vez de apagarse momentáneamente el incendio que me devora, cada uno de nuestros encuentros, cada uno de nuestros coloquios, cada uno de nuestros abrazos no sirven más que para dar alimento a la llama encendida de mi corazón». América tenía ya quince años. No era eso un impedimento, y ciertamente Severino Di Giovanni era devoto de los principios libertarios, por lo tanto un emancipador. Creía que las mujeres debían «saltar el cerco de las costumbres femeninas» e incluso había publicado folletos sobre el «amor libre», un tema propio de los anarquistas, incluyendo uno titulado «La verginitá stagnante». También editaba Culmine, una publicación ácrata que llegó a tirar cuatro mil ejemplares, y también tuvo librería. El resto de su tiempo era para América y para juntarse con un grupo de hombres muy decididos, «de principios». Si bien Di Giovanni tenía mucho de individualista, igual se organizó en grupos de afinidad. Y con una violencia equidistante a la del amor, pero equivalente, se jugaría la vida en la acción política, o más bien en la acción directa. Los hechos que la policía le atribuía eran mayúsculos: un tendal de muertos y heridos. Una bomba en el National City Bank, otra bomba en el consulado italiano, más muertes en otro asalto. No fueron pocos los anarquistas que pusieron distancia con este hombre que había elegido para sí los seudónimos «El Albigense» e «Ilegalista», y que había dicho: «Cuando elijo un camino, no me retracto». Menos aún si una pasión de amor guiaba sus pasos: «No puedo vivir, te deseo tanto, tanto en cada instante de mi vida. ¡Quisiera apretarte tan fuerte! Amarte como sólo yo puedo amarte. Embriagarme de ti todo entero y después… después volver a embriagarme una vez más y de nuevo, de nuevo hasta el agotamiento». El idilio de América y Severino se continuó por dos años y medio más, hasta que la muerte los separó. Ella iba al colegio y él vivía a salto de mata, en la clandestinidad. Distintos mensajeros llevaban y traían la correspondencia. Eran felices: «Siempre unidos, como dos hiedras, sorbiéndonos la propia existencia una de la otra». Eran compañeros: «Cuando llegues leeremos, miraremos, elegiremos, aquellas palabras, las más bellas, las más sublimes, las más comunes a nosotros, y por eso las más ardorosas, de nuestro inmenso amor». Eran furtivos: «Llegar y desaparecer; recibir tus besos, besarte, y después, la separación…». Estaban en el cenit de su pasión: «Me has tocado todo mi ser, mi vida. Lo has hecho vibrar como 9
has querido. Te leía en los ojos todo el deseo y todo el amor. ¡Qué bella que estabas ayer noche! ¡Cómo cantaban nuestros sentidos!». Pocas veces tiene una adolescente la posibilidad de intimar con un hombre condenado de antemano, y menos aún la voluntad de compartir el resto de la vida. Así se originan las leyendas románticas de todas las épocas. Pero ella no era víctima de ninguna ilusión ni se engañaba minimizando las circunstancias; era una mujer conciente del mundo y «las ideas» eran su medio ambiente específico desde hacía años. En Anarchia, la nueva revista de Severino Di Giovanni, América Scarfó firmó artículos con su propio nombre: «No concibo que haya individuos que viven la vida de modo burocrático. Viven estancados, vegetan y mueren. Nada se sabe de sus vidas». Severino era más exaltado, o visceral: «Pienso en ti, siempre, siempre, siempre». Era necesario hacer algo para estar definitivamente juntos, saltar por sobre la desconfianza paterna, de modo que recurrieron a una estratagema: un casamiento falso. Silvio Astolfi, un integrante del grupo de Di Giovanni, fungió de novio de la muchacha y se casaron con todas las de la ley. Ella era ahora América Scarfó de Astolfi. Pero la luna de miel la pasó con Severino, que la esperó en la estación de trenes del pueblo bonaerense de Carlos Casares con doscientas rosas rojas. Acababa de comenzar la década de 1930. ix
La sublevación liderada por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, que alcanzaría rango mitológico en la imaginación política del peronismo, fue prematura, deficientemente coordinada, esperanzada en demasía en una insurrección generalizada que nunca ocurrió, y encima se le dio inicio sin habérsele cribado de infiltrados. A la vez, la represión desencadenada por el gobierno cívico-militar a cargo del general Juan Carlos Aramburu fue desproporcionada y en pocas horas adquirió estatura de escarmiento aleccionador, que recayó, particularmente, sobre cabos y sargentos, que habían cometido un imperdonable acto de insubordinación plebeya: quitarle las armas a oficiales de carrera y ponerlos bajo arresto. En los meses subsiguientes la mitad de los suboficiales del ejército sería pasada a retiro. El peronismo había echado raíces firmes entre ellos. Todo comenzó un 10 de junio de 1956, muy temprano, con una proclama firmada por Valle y Tanco que sólo pudo emitirse por la radio de Santa Rosa, capital de la provincia de La Pampa. Las acciones finalizaron 10
doce horas más tarde. Esa proclama invertía los tantos: el gobierno en ejercicio era una tiranía y era imperioso celebrar elecciones en un plazo breve. Se anunciaba a la población que los insurrectos, que asumían el nombre de Movimiento de Recuperación Nacional, no estaban embanderados con nadie en particular, pero la verdad es que eran todos peronistas. Muchos eran civiles, comandados por el gremialista Andrés Framini, que ocho años después sería elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires, impidiéndosele asumir, y también participaron sindicalistas de lo que por entonces se llamaba «la cgt negra». Pero en los días anteriores casi mil peronistas fueron arreados hacia distintas cárceles, y encima no se contaba con la venia de Juan Domingo Perón, que estaba lejos, en Venezuela. La cuestión es que el gobierno los estaba esperando. De hecho, los dejaron conspirar todo lo que quisieron: iban a desviar el golpe a su favor. Un decreto de Ley Marcial había sido redactado y firmado por el presidente de facto, en secreto. De todos modos, los avances rebeldes fueron escasos, por no decir nulos: apenas el control de algunas calles en La Plata y de la entera ciudad de Santa Rosa, pero sólo por unas horas. El dominio de la situación por las tropas del gobierno fue rápido y efectivo. Sólo en La Plata hubo alguna resistencia, desbaratada luego de un bombardeo a cargo de la aviación naval. Allí murieron dos leales y tres rebeldes. Asimismo, Radio Santa Rosa, en La Pampa, fue rociada por la bombarda. Aquellos que no pudieron darse a la fuga levantaron bandera de rendición, sin imaginarse que ese era día de San Bartolomé. En los siguientes dos días serían fusilados un general, dos coroneles, dos tenientes coroneles, tres capitanes, dos tenientes, ocho suboficiales y nueve civiles, y casi todos se fueron de este mundo sin el auxilio de un confesor y sin que se hubiera dado aviso a los familiares. En la regional de policía de Lanús se ejecutó a seis prisioneros con tableteos de ametralladoras portátiles; en la Escuela de Mecánica de la Armada se fusiló a cuatro suboficiales; y así sucesivamente en Campo de Mayo, en La Plata, y en el Partido de San Martín. Los desesperados pedidos de gracia que se multiplicaron en esa noche espeluznante no pudieron ser considerados: el general Aramburu había dado órdenes de no ser despertado. En las horas anteriores a su muerte, un amargado general Valle escribiría: «Con fusilarme a mí bastaba». En La Plata, la orden de matar la dio el coronel Luis Leguizamón Martínez, que había sido golpista menos de un año antes y que lo volvería a 11
ser contra el presidente Frondizi tres años después. Este es un patrón que se repitió una y otra vez en la historia argentina de las sublevaciones militares, que fueron legión. Así, el coronel Juan José Graneros, jefe de la policía de la época de Di Giovanni y que había estado implicado en la represión del 1º de mayo de 1909 en Plaza Lorea, en 1930, cuando el general Uriburu dio su golpe de estado, entregó el cuartel de la policía sin oponer resistencia alguna. Por cierto, al igual que había sucedido con Severino Di Giovanni, uno de los fusilados en La Plata llegó herido de bala ante el pelotón de ejecución instalado en el campo de entrenamiento de los perros. La mayor parte de los civiles murió en otro lugar. A doce hombres que fueron conducidos hasta los basurales de José León Suárez, en el suburbio, luego de escuchar una orden de caminar hacia adelante sin mirar atrás, se les roció el cuerpo con balacera. Cinco quedaron tirados en la noche pero los otros pudieron huir a campo traviesa. El responsable de estos fusilamientos clandestinos fue el coronel Desiderio Fernández Suárez, jefe de la policía de la Provincia de Buenos Aires. Ya había sido golpista durante sus tiempos de cadete, en contra de Hipólito Yrigoyen, y luego se hizo seguidor de Jordán Bruno Genta –hijo de un anarquista–, un nacionalista católico que había dirigido el periódico Vida Militaris y ahora editaba Combate. Este ideólogo caerá muerto por la guerrilla en el año 1974, en un tiempo en que hasta los mínimos atisbos de sensatez ya se habían perdido. Incluso antes de ser emitidas las últimas órdenes de fusilamiento una multitud se acercó a la Plaza de Mayo para vivar al presidente, el general Aramburu, y a su vicepresidente, el almirante Isaac Rojas, quienes saludaron a sus partidarios desde el balcón de la casa de gobierno, un rito acostumbrado. Un rosario de partidos políticos, personalidades «representativas», fuerzas vivas e instituciones varias se pronunciaron en apoyo de la mano dura, entre otras, y sin que se le solicitara opinión, la Academia Argentina de Bellas Artes. El diario La Vanguardia del Partido Socialista publicó en su editorial un lema argentino tradicional: «La Letra Con Sangre Entra». Incluso La Protesta, el cotidiano anarquista, se congratuló por el fracaso de la sublevación «fascista» y el nuevo director de la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges, dijo por entonces: «Hay que hacer lo que es justo hacer». La revista Esto Es, de tirada masiva, descalificó con ánimo caprichoso la conformación política de la sublevación: 12
«Por un lado los comunistas, clásicos pescadores de río revuelto, bien organizados y dispuestos a fisurar. Por otro los tristemente célebres aliancistas –hombres de pistola en mano con reminiscencias del bandolerismo nazi– y los obsecuentes del fenecido sistema totalitario. Se suman a ello minúsculos grupos reaccionarios de dudosas tendencias ultraderechistas –sectarismo de peligrosa contextura– que tratan de acoplarse al desvencijado carro de la rebelión. Queda también un núcleo de auténticos equivocados –los peronistas sinceros, los verdaderos y únicos idealistas del movimiento– que, engañados otra vez –la historia se repite–, procuran rescatar del exilio al hombre que los abandonó en circunstancias bien conocidas. El sector militar que gesta esta desgraciada revuelta se moviliza por rencor y no por diferencias políticas y sociales. Lo anima un espíritu claramente revanchista. En síntesis: un movimiento inspirado por hombres que no se resignan a perder los privilegios que obtuvieron durante el régimen anterior». En tanto, el vicepresidente del país, contraalmirante Isaac Rojas, mencionó la presencia de «amorales» entre los arrestados, por ejemplo Raúl Lagomarsino: «Un invertido». El gesto premeditado de autoridad del gobierno logró coaligar, por un tiempo, a las distintas líneas de fuerza de la «Revolución Libertadora», amén de desalentarse otras revueltas posibles, salvo los casi cotidianos alfilerazos del sabotaje asestados por la algo inorgánica «Resistencia Peronista». Otra consecuencia, bizarra y estremecedora, y que quedó sepultada en el secreto, sucedió a un mes del intento frustrado del general Valle. El coronel Carlos Eugenio de Moori Koening, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, cuyo apellido significa en alemán «rey del pantano», el hombre que había secuestrado el cadáver de Eva Perón luego del golpe de estado de Aramburu, dedicándose de allí en más a prácticas necrófilas, entró en pánico, temiendo un asalto peronista a sus oficinas, donde tenía depositado el féretro. De modo que pidió a su hombre de confianza, el mayor Eduardo Arandia, que lo oculte en la buhardilla de su casa por unos días. Pero el subordinado no se había llevado a casa un cadáver, sino un fantasma. Una noche, creyendo escuchar pasos extraños, disparó al bulto, matando a Elvira Herrera, su esposa embarazada, de tres balazos en el corazón. Hubo una tercera consecuencia. Apenas iniciada la revuelta de oficiales peronistas, se avisó de la situación al vicepresidente, que en ese 13
momento, junto a su esposa, disfrutaba de una obra de teatro, El espectro de la rosa. Un día después declararía a los periodistas: «Lo único que lamento es haber tenido que abandonar la sala del Teatro Colón en la mitad del espectáculo». Eso dijo el contralmirante Isaac del Ángel Rojas. Treinta años antes, y en el mismo teatro, Severino Di Giovanni había arruinado otra velada artística, la celebración del veinticinco aniversario de la ascensión al trono de Vittorio Emmanuelle iii. Hubo interrupción, gresca, volanteada, camión celular y estadía en la comisaría. Al ser arrestado Di Giovanni gritó «Viva la anarquía». Fue su presentación en sociedad y su primera detención, y eso sucedió ante la presencia del presidente de la nación, Marcelo Torcuato de Alvear, y del muy fascista diplomático italiano en el país, el Conde Gian Galeazzo Ciano, que más adelante sería expulsado de Buenos Aires por causa de un escándalo de cabaret y que luego fue yerno de Benito Mussolini, y más aún, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno fascista, y al fin fue fusilado, por traidor, por orden de su suegro. Quizás los concurrentes al Teatro Colón en 1925 recordaran, tras el incidente, que Umberto I, el inmediato antecesor de Vittorio Emmanuelle iii en el trono, había sido ajusticiado en el año 1900 por el anarquista Gaetano Bresci, que viajó desde New Jersey hasta Monza para pegarle cuatro balazos. Condenado a cadena perpetua, «apareció» muerto en su celda al año siguiente. x
Con el golpe de estado del general Uriburu dejaron de salir todos los cotidianos y periódicos contrarios al nuevo régimen, en primer lugar las anarquistas La Protesta y La Antorcha, silenciadas por la fuerza. Pero no Severino Di Giovanni. Él siguió publicando su revista Anarchia en la clandestinidad. Al derecho de editar sus cosas lo extraía de su propio poder, no de un capricho estatal. No era hombre de pedir permiso, sino de atropellar. Para la opinión pública Severino Di Giovanni resultaba ser un signo ambiguo: era «el» perseguido, un héroe de la siempre dudosa página policial, pero asimismo un arrebatado sin sentimientos. En carta a un compañero, y no sin fastidio, se preguntaba: «¿Soy un indeseable? ¿Soy un loco? ¿Soy un degenerado?». Más bien era un hombre filiado a una estirpe anarquista en particular, impetuosa e impaciente, llamada «expropiadora», que antes y después fue temida y vilipendiada por la gran prensa y la casta política. Para comprender en un todo a las acciones de 14
Di Giovanni es preciso hacer un inventario de las persecuciones, por lo general implacables y ocasionalmente salvajes, que sobrellevó el anarquismo en todos los países del mundo. Al día siguiente de su apresamiento el diario La Nación publicó estas palabras: «Era audaz, era bravo, de una bravura irreflexiva, más de fiera que de hombre. Hemos dicho que ‘era’ porque seguidamente ya no lo será». No se equivocaba el periodista: en veinticuatro horas más Severino Di Giovanni estaría muerto y enterrado en lugar desconocido. La secuencia de los hechos fue vertiginosa. Di Giovanni es atrapado por la policía en pleno centro de la ciudad, a cien metros de Corrientes y Callao, un 29 de enero de 1931, luego de una persecución de varias cuadras. Lo habían emboscado en una imprenta. Alguna vez había escrito: «Ya que te han de matar, vende cara tu vida». Así fue. Previamente a quedar acorralado dentro de una vivienda, Di Giovanni mata a un agente policial, deja herido a otro, y en la balacera cruzada muere una niña. Reserva un disparo final para quitarse la vida, pero falla y queda herido. Apenas hechas las primeras curaciones y con el brazo en cabestrillo fue llevado a la Penitenciaría Nacional para ser juzgado por un consejo de guerra de diez integrantes, presidido por el coronel Conrado Risso Patrón, luego general, que sería asesinado en 1940 por un comisario santafecino en el marco de las luchas electorales entre radicales y conservadores. En pocas horas más Severino Di Giovanni fue condenado a morir. El fiscal del breve juicio fue el teniente coronel Clifton Goldney. Veinticinco años más tarde otro Clifton Goldney, de igual jerarquía, recibiría la rendición de algunos de los conjurados de la sublevación del general Valle. Mientas tanto, una comisión policial había conseguido encontrar el escondite del grupo, en una quinta suburbana. Luego de un enfrentamiento en el que mueren un policía y dos anarquistas, cae preso Paulino Scarfó y también su hermana América. Paulino, de veintiún años de edad, es sometido a consejo de guerra y de inmediato le firman la pena de muerte. Será fusilado veinticuatro horas después que Di Giovanni. Luego de serles leído el veredicto, ambos fueron torturados con el fin de extraérseles información, inútilmente. Pero incluso un consejo de guerra en tiempos de ley marcial supone la presencia de un abogado defensor, «de oficio», y la tarea recayó en Juan Carlos Franco, un teniente de la compañía de ciclistas y archiveros. El hombre era yrigoyenista y más que valiente, pero poco pudo hacer, 15
a pesar de haber improvisado, en apenas horas, un alegato admirable, que le costó la animadversión instantánea de sus superiores. De todos modos, su defendido había establecido un límite al discurso de su abogado: «Soy anarquista y de eso no reniego ni ante la muerte». Tampoco Paulino Scarfó se la hizo fácil a su propio defensor, cuya simpatía por el preso era nula, y ante una sugerencia familiar de pedido de clemencia a las autoridades, «in extremis», él mismo se cerró la puerta: «Un anarquista nunca pide gracia». La suerte posterior del teniente Franco será negativa: fue dado de baja, encerrado como preso común en la cárcel de Villa Devoto, y al fin tuvo que exiliarse en el Paraguay. Sólo pudo volver con la amnistía general dictada por el general Justo, nuevo presidente del país. Murió joven, contagiado de tifus o quizás envenenado durante un banquete de militares. Previamente, había formado un dúo folklórico con Atahualpa Yupanqui. Mucho se habló acerca de la real autoría del alegato leído por Juan Carlos Franco en pro de la vida de Severino Di Giovanni. Quizás fue asesorado y hubo quienes se atribuyeron ese honor, incluyendo al mismísimo general Perón –más bien mitómano en este caso–, que declaró a Enrique Pavón Pereyra, su biógrafo, lo siguiente: «Yo inspiré el famoso alegato del teniente Franco en la defensa de Severino Di Giovanni, y mil veces lo reiteraría». La fecha del reportaje es marzo de 1973, «annus mirabilis», el mejor momento de la izquierda peronista. O quizás era melancolía y el general estuviera pensando en Nelly Rivas, su amante de dieciséis años, de la que fue separado por el golpe de estado de 1955 y por años y años de exilio venezolano, dominicano y español. La última vez que América Scarfó vio a Severino Di Giovanni fue en la mañana del último día de todos. Un rato antes, bajo vigilancia y esposado por la espalda, a Severino se le había permitido estar con sus hijos y su esposa. Con América pudo estar un rato, importunados por la llegada del sacerdote de la prisión, que se empecinó en mantener una discusión teológica con el condenado. Cuando estuvo solo, Severino escribió una última carta a América, una esquela: «Sé feliz. Adiós, única dulzura de mi pobre vida. Te beso mucho. Piensa siempre en mí». Su último deseo fue ver a Paulino Scarfó. Ambos se dieron las manos. Horas después, América se despidió de Paulino. Había sido él quien le había presentado a Severino. Mientras tanto, la madre de Paulino y América intentaba un desesperado pedido de misericordia ante las puertas de la Casa Rosada, 16
y lo hizo nuevamente en la Penitenciaría, arrodillándose ante el director de la prisión. Nada consiguió. Ese hombre era Alberto Viñas, conservador y golpista, y no podía imaginarse que en veinte años más él mismo sería encerrado en la Penitenciaría, apresado en una redada de opositores durante el gobierno de Juan Domingo Perón. Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó fueron ejecutados por la madrugada, como víctimas sacrificiales de una sociedad que ya estaba dispuesta a aceptar la hegemonía de los próximos gobiernos conservadores y como mensaje implícito del gobierno militar: se estaba dispuesto a disciplinar y castigar. En las afueras de la prisión se había congregado una multitud, la más grande que se hubiera dado cita allí. En la espera del momento final hubo que soportar una sevicia más, un grotesco desfile de autoridades y personajes «ilustres» que se solazó frente a los barrotes de las dos celdas, incluyendo al ministro del Interior, Sánchez Sorondo, que así apaciguaba el agravio –«Sánchez Sorete»– impreso en un panfleto repartido por la gente de Di Giovanni por todo el centro de la ciudad. A Severino lo engrillaron por los pies y así fue llevado hasta el lugar de la ejecución, caminando dificultosamente. Eran las cinco de la mañana. Se negó a la venda en los ojos y entonces le empurpuraron el corazón de ocho balazos, más el tiro de gracia. Murió vivando a su ideal, imperturbable, con un temple de metal antiguo. Apenas sucedida la descarga el aullido de los demás presos de la Penitenciaría se elevó al cielo. Mataban a uno de los suyos. Esa noche, el cadáver de Di Giovanni fue arrojado a una fosa común para evitar peregrinaciones. Luego moriría Paulino Scarfó. A los que le apuntaban al pecho les dijo: «Señores, buenas noches, viva la anarquía». Cuando años más tarde nazca la primera hija de América Scarfó, su nombre será Paulina. Por otra parte, las últimas palabras que América dijo a Severino al despedirse fueron: «Voy a seguir con tu recuerdo hasta mi muerte». xi
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Abrumado por las noticias de las primeras ejecuciones de sus hombres, el general Valle decide entregarse a las autoridades el día 12 de junio de 1956, que será su último día de todos. Antes de hacerlo pasó por el velorio de uno de los coroneles ya fusilados, lo que ennegreció aún más su estado de ánimo. Su rendición sería recibida por el capitán de navío 17
Francisco Manrique, que oficiaba de secretario general de la presidencia y que más adelante, en otro gobierno, el del presidente Guido, será diplomático especial, y después, en otro gobierno, el del general Levingston, será ministro de Bienestar Social, y en otro gobierno más, el del general Lanusse, asumirá el mismo puesto, y después aún será secretario de Turismo en el gobierno del presidente Raúl Ricardo Alfonsín, pero en aquel año de 1956, Manrique, que ya había sido golpista por dos veces, no se preocupó de respetar la palabra dada a Valle de que no sería fusilado. Quizás esa falta volviera a su memoria en la época de la última dictadura militar, cuando una sobrina suya, catequista, fue secuestrada, y él se vio obligado a hacer rogativas entre uniformados para poder salvarla. Juan José Valle fue fusilado veinte horas después de ser detenido, tan rápido como en el caso de Di Giovanni. Lo hicieron ingresar a la Penitenciaría a las dos de la tarde y a las diez y veinte, ya de noche, pierde la vida. En esas horas de espera escribió varias cartas a sus familiares y también tuvo el deseo de dirigirle unas palabras al presidente de la nación: «Dentro de pocas horas usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado». En el poco tiempo en que Valle estuvo en la Penitenciaría le fue asignado un número de preso, el 4498. «Para liquidar opositores les pareció digno inducirnos al levantamiento y sacrificarnos luego fríamente. Nos faltó astucia o perversidad para adivinar la treta». En la madrugada del día anterior habían sido fusilados en ese mismo lugar el sargento de infantería Isauro Costa, el sargento carpintero Luis Pugnatti y el sargento músico Luciano Isaías Rojas. Un pelotón de fusilamiento distinto para cada uno de ellos. «La palabra ‘monstruos’ brota incontenida de cada argentino». A las ocho de la noche avisan a la casa de Valle de lo que iba a ocurrir. La esposa se enajena y se derrumba. La hija, Susana Valle, se hace cargo de la situación y, tras intentar una inútil gestión ante algún monseñor, se presenta en el edificio de la avenida Las Heras y Coronel Díaz una hora antes del horario estipulado para la muerte de su padre. «Entre mi suerte y la de ustedes me quedo con la mía. Mi esposa y mi hija, a través de sus lágrimas verán en mí un idealista sacrificado por la causa del pueblo. Las mujeres de ustedes, hasta ellas, verán asomárseles por los ojos sus almas de asesinos». El general Valle compartió con su hija su última hora de vida. En el instante de separarse, le dio su anillo de bodas 18
para que se lo entregue a Cristina Prieto, su esposa. «Como tienen ustedes los días contados, para librarse del propio terror, siembran terror. Pero inútilmente». En los instantes previos a morir pidió un cigarrillo. «Aunque vivan cien años sus víctimas les seguirán a cualquier rincón del mundo donde pretendan esconderse. Vivirán ustedes, sus mujeres y sus hijos, bajo el terror constante de ser asesinados». Juan José Valle, a quien recuerda una calle de la ciudad de Buenos Aires, cayó muerto sobre uno de los costados de la Penitenciaría, exactamente en el lugar donde hoy lo recuerda una placa conmemorativa. «Ruego a Dios que mi sangre sirva para unir a los argentinos. Viva la patria». xiii En aquel lejano enero de 1931, América Scarfó tuvo que pasar treinta días en un calabozo del Departamento Central de Policía hasta que un juez la dejó irse. El inventario de su desgracia no podía ser más catastrófico. Su enamorado Severino y su hermano Paulino, ejecutados; su hermano Alejandro Scarfó, de tan sólo dieciocho años, que fuera atrapado en 1928 con billetes falsos y dinamita en su poder, cumpliendo condena a cadena perpetua en la isla de Tierra del Fuego; otro hermano, José Scarfó, detenido por la policía y apaleado sin piedad; y otro hermano aún, el mayor, echado de su trabajo por portación de apellido. Sus padres, aturdidos y deshechos por la pena, pusieron distancia con ella; su abuelo no le habló nunca más; su nombre mismo era un estigma. Y todavía habría secuelas en los años por venir: algunos otros miembros de la banda de Severino serían puestos fuera de combate en distintos tiroteos; el nuevo compañero de Teresina Masculli, la primera mujer de Severino, sería condenado a siete años de prisión; Silvio Astolfi, el marido «legal» de América, moriría en acción combatiendo para el bando anarquista durante la Guerra Civil Española; y aunque a su hermano Alejandro Scarfó se le modificó la pena, por falta de pruebas, lográndose su libertad en 1935, de inmediato fue enviado al Chaco a hacer el servicio militar en un batallón de castigo, de donde emergió trastornado de por vida. En los siguientes años América Scarfó todavía escribiría algunos artículos para la prensa anarquista, pero en poco tiempo más se retiró de la vida pública por completo. Estudió el traductorado de idioma italiano y se dedicó a la enseñanza. Más adelante, ya anciana, también completaría estudios de francés. En algún momento rehizo su vida afectiva, uniéndose en matrimonio con 19
Domingo Landolfi, un compañero de ideas, con quien tuvo hijos. Ambos fundaron, en 1940, la librería y editorial Americalee, cuyos libros se imprimían en los talleres del diario La Protesta. En 1951 ella viajó a Italia, donde visitó Chieti, el pueblo natal de Severino Di Giovanni. Habían transcurrido veinte años desde su fusilamiento. A poco de ser liberada, América consiguió trabajo de costurera, pero más luego fue contratada por Salvadora Medina Onrubia de Botana como su secretaria particular. Esta mujer era toda una personalidad. Había sido madre soltera en pueblo de provincia y adherente a las ideas anarquistas. Escribía poemas, muchos de temática venusina. Era valiente e intrépida, bisexual, espiritista y además esposa de Natalio Botana, dueño del diario Crítica, el más popular del momento y por cierto uno de los sustentos publicitarios del golpe de estado del 6 de septiembre de 1930. Pero Salvadora tenía ideas muy distintas, contrarias al nuevo gobierno, por las que fue castigada con un arresto en la Cárcel del Buen Pastor, regenteada por monjas y exclusiva para mujeres. Una serie de escritores y amigos suyos solicitaron al gobierno militar que se considerara la posibilidad de concederle una gracia. Pero pocos días después Salvadora Medina Onrubia hizo pública una carta dirigida al dictador. Así comenzaba: «General Uriburu. Acabo de enterarme del petitorio presentado al Gobierno Provisional pidiendo ‘magnanimidad’ para mí. No autorizo el piadoso pedido. ‘Magnanimidad’ implica perdón por una ‘falta’. Y yo, ni recuerdo faltas ni necesito magnanimidades». Salvadora, que no era mujer de echarse atrás, seguía profesando ideas ácratas y en aquellos años había financiado la fallida fuga del anarquista Simón Radowitzky de la cárcel de Ushuaia y también trató de recuperar el cadáver de Severino Di Giovanni al día siguiente del fusilamiento, sin conseguirlo. «Y en cuanto a mi encierro: es una prueba espiritual más y no es la más dura de las que mi destino es una larga cadena». En efecto, el primer hijo de Salvadora perdería la vida delante de ella y su esposo moriría en un accidente automovilístico, transformándola en el acto en directora de Crítica. «Soy en este momento un símbolo de mi patria. Soy en mi carne la Argentina misma y los pueblos no piden magnanimidades». Sin embargo, cuando llegue el momento en que las masas irrumpan en la escena política, ella se opondrá al régimen peronista y el diario le será expropiado. «Pero yo sé bien que ante los verdaderos hombres y ante todos los seres 20
dignos de mi país y del mundo el degradado y el envilecido es usted, y que usted, por enceguecido que esté, debe saber eso tan bien como yo. General Uriburu, guárdese sus magnanimidades junto a sus iras, y sienta cómo, desde este rincón de miseria, le cruzo la cara con todo mi desprecio». La vida de Salvadora Medina Onrubia fue contada cuatro veces, primero en forma de biografía, Salvadora, una mujer de Crítica, de Emma Barrandeguy; luego en forma novelada, Salvadora, por Josefina Delgado; luego en una obra de teatro, Titulares, la voz del pueblo, dirigida por José María Paolantonio; y al fin en una película, El mural, filmada en el año del Bicentenario por Héctor Olivera, un cineasta que años antes se había propuesto concretar una película sobre Severino Di Giovanni, empeño que fue abandonado. Alguna vez, el nieto de Salvadora, Raúl Damonte Taborda, más conocido por su seudónimo «Copi», había publicado una esperpéntica y disparatada novela, La vida es un tango, donde se describe la atmósfera sobresaltada de Crítica. En cambio, la película de Héctor Olivera condensa un episodio pasional y descalabrado de la vida de Salvadora y de Natalio Botana sucedido cuando David Alfaro Siqueiros, pintor mexicano comunista, un «muralista», fue contratado para realizar un enorme fresco circular, onírico y sensual, para el lugar de residencia de los esposos, la quinta «Los Granados», sita en la localidad de Don Torcuato. Ese mural, de por sí, sobrellevaría años de abandono, destrucción y pleito jurídico, y al fin fue expropiado por el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. La casona «Los Granados» sería rematada en 1948 y adquirida por el capitán Álvaro Alsogaray, un militar antiperonista que se dedicó a la política y que llegó, alguna vez, al cargo de ministro, aunque en este país es más recordado como terco y pertinaz promotor del pensamiento económico liberal, aunque alguna vez, al comienzo, fue funcionario de Perón. Su padre, también Álvaro, pero Alzogaray con zeta, participó del golpe de estado contra el presidente radical Hipólito Yrigoyen, y su propio hermano Julio lo haría también, en contra del radical Arturo Illia. La muy pudibunda mujer de Álvaro Alsogaray intentó borrar del mural la imagen desnuda de Blanca Luz Brum, mujer de Siqueiros, a fuerza de ácido y cal, dañándola un poco. En ese lugar pasó su infancia María Julia Alsogaray, que de grande será funcionaria del gobierno peronista de Carlos Menem. Una prima suya, Marianne Erize Tisseau, ganadora de varios 21
concursos de belleza y seguidora del padre Mugica, el más conocido de los «curas villeros», fue capturada, torturada y ejecutada en la provincia de San Juan, en 1976. Otro primo, Juan Carlos Alsogaray, descendiente de un soldado que luchó en la Batalla de la Vuelta de Obligado e hijo de Julio Alsogaray, ex Comandante en Jefe del Ejército y consuegro de Jorge Taiana, el médico personal de Perón y su ministro de Educación, murió en combate en la provincia de Tucumán, también en 1976, luego de ser enviado allí «castigado» por sus superiores de Montoneros. Y en ese mismo año espantoso Adriana Barcia, esposa de Juan Carlos Alsogaray, fue supliciada con la mayor brutalidad y luego asesinada. Su madre murió una semana después de reconocer sus restos. Unos años antes, en 1967, el general Julio Alsogaray, bisnieto de aquel guerrero de Vuelta de Obligado, en una decisión de esas que son paradojas incómodas de la historia y a su vez anuncios premonitorios de futuras tragedias familiares, había prohibido un acto en celebración de esa batalla cuyo final no parece estar saldado aún. xiv El general Tanco y algunos otros complotados lograron llegarse hasta la embajada de Haití, en verdad un chalet suburbano en la calle Monasterio, en el partido de Vicente López, pero de allí fueron arrancados por una patota militar al mando del general Domingo Constantino Quaranta, jefe del Servicio de Informaciones del Estado (side) y hombre de cuidado. En un par de años sería acusado por el escritor Rodolfo Walsh de haber ordenado el asesinato del abogado Marcos Satanowsky, que se volvió una causa momentáneamente célebre, y que lo motivó a publicar el libro El caso Satanowsky. Pero en 1956, y mientras Jean Brierre, poeta y embajador de Haití, informaba en Cancillería acerca de la nueva condición de asilados de Tanco y sus hombres, Quaranta tomaba por asalto la sede diplomática. Le salió al paso Delia Vieux, la esposa del embajador, quien le advirtió que estaba pisando tierra haitiana. Insolente y gorila, el general Quaranta le respondió: «Callate, negra de mierda». En efecto, el embajador y su esposa eran personas «de color» y no por nada la primera constitución que tuvo Haití establecía que «Todos los ciudadanos haitianos, no importa el color de su piel, serán denominados negros». Ante el atropello, Delia Vieux pidió ayuda a los gritos en la calle, atrayendo la indeseada curiosidad de los vecinos, y luego avisó a 22
su esposo de lo sucedido. El embajador, que había pasado nueve años en prisión, no se amilanó por la diferencia de tamaño entre su pequeño país y la nación anfitriona, y exigió la entrega de los secuestrados. Él mismo los sacó de un cuartel en su coche diplomático, a siete de ellos más el chofer. Poco después, el gobierno de Aramburu echó a ambos esposos del país: personas «non grata». A Jean Brierre, hombre valiente, el tirano François Duvalier, alias «Papa Doc», lo puso en prisión. Más adelante partió al exilió, primero a Jamaica y luego al Senegal, donde transcurrieron veinticinco años de su vida. Por el contrario, el general Quaranta, que violó la embajada sin ninguna diplomacia, fue recompensado con un cargo consular. Años antes de asumir Quaranta el puesto, un gendarme llamado Guillermo Solveyra Casares había dado forma al primer organismo oficial de inteligencia, llamado «Control del Estado», y previamente había sido el encargado de perseguir a Segundo David Peralta, alias «Mate Cocido», bandolero popular del norte argentino que conoció «las ideas» por medio del contrabandista anarquista Eugenio Zamacola. Durante dos años Solveyra Casares acosó a Mate Cocido en la selva chaqueña, persiguiéndolo incluso hasta el Paraguay, pero nunca lo pudo capturar. Este hombre, que fue luego presidente del Club Atlético Tigre y Jefe de la División de Informaciones Políticas de la Presidencia de la Nación durante el gobierno de Perón, fue quien introdujo el uso de la picana eléctrica portátil en el país. xv
Un racimo de injurias recayó sobre el nombre de Juan José Valle luego de su fusilamiento, reiterándose la andanada padecida en su tiempo por la figura pública de Severino Di Giovanni. El gobierno del general Aramburu insistió en presentar la sublevación poco menos que como una irrupción de forajidos: «Fue ejecutado el cabecilla del movimiento terrorista sofocado». No les fue difícil lubricar el argumento. Sólo habían transcurrido nueve meses desde el derrocamiento de Perón y la «Revolución Libertadora» aún mantenía su crédito. Como había sucedido en 1909 con la decena de muertos de Plaza Lorea por orden del coronel Falcón, y con los mil doscientos muertos durante la «Semana Trágica» porteña de 1919, y con los mil quinientos muertos en 1921 y 1922 en la Patagonia austral, también las ejecuciones de Valle y sus hombres parecieron haber sido absorbidas por el «sistema político». Pero si bien 23
con su muerte se hacía desaparecer un foco de conspiraciones y una línea política interna del damero peronista, el mito «libertario» de la Revolución Libertadora quedó resquebrajado. Además, es inevitable que toda muerte deje un fantasma en el mundo. Poco a poco el recuerdo de Juan José Valle fue pasando de boca en boca: el suyo será un triunfo moral. En verdad, nunca le faltaron los homenajes, del simple panfleto primerizo y rememorativo confeccionado en mimeógrafo a la tardía reivindicación oficial, pasando por el bautizo de muchas unidades básicas peronistas. Volantes mimeografiados por entonces recordaban a los fieles que los 9 de junio eran el «Día de la Resistencia», amén de esparcir la consigna «valle inmortal». En 1972, y en un contexto de nuevos fusilamientos en una base militar –en los que se asesinó a dieciséis guerrilleros, la así llamada «Masacre de Trelew»–, el cineasta Jorge Cedrón filmó Operación Masacre, basada en la investigación de los hechos que realizara Rodolfo Walsh y estrenada al año siguiente, ya en 1973, el año fénix del peronismo. Julio Troxler, uno de los protagonistas de la película, hacía de sí mismo, puesto que era uno de los pocos sobrevivientes de los fusilamientos. Pero mientras el coronel Desiderio Fernández Suárez, responsable de las ejecuciones ilegales en el basural de José León Suárez, moriría nonagenario, su contrafigura, el comisario Julio Troxler, el policía que llegó a ser jefe de la repartición en la época de la breve primavera de Héctor J. Cámpora en el poder, sería asesinado en 1974 por la Alianza Anticomunista Argentina durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón. Una calle de Buenos Aires recuerda hoy su nombre, no así el de Jorge Cedrón, que ocho años después de filmar su película apareció muerto de cuatro puñaladas en el baño de una estación policial francesa. No faltaron libros y folletos de denuncia de lo sucedido en 1956, pero ninguno, ni en tono ni en compresión panorámica, es mejor que el primero de todos, Mártires y verdugos, de 1964, del historiador peronista Salvador Ferla. La dedicatoria del libro dice: «A Susana Valle, para que sepa porqué murió su padre y la vinculación entre su drama personal y el drama argentino». Hay una segunda dedicatoria: «A Rodolfo Walsch (sic)». xvi En sus horas finales, el general Valle redactó una carta para su hija: «Querida Susanita, no te avergüences de tu padre, muere por una 24
causa justa: algún día te enorgullecerás de ello. No muero como un cualquiera, muero como un hombre de honor». Eso le preocupaba, pero de cuidar de su buen nombre se ocupará, concienzuda y obstinadamente, su única hija, y no estuvo sola en el empeño. Para el primer aniversario de los fusilamientos, en junio de 1957, varios miles de personas se congregaron en el cruce de las avenidas Córdoba y 9 de Julio, sólo para ser dispersadas por la policía, que impidió el acto. «Desde el más allá velaré por ti, y en los momentos difíciles de tu vida que deseo sean pocos, recurre a mí, que estaré como siempre para defenderte». El segundo aniversario también terminó con disolución del mitin por efecto de los gases lacrimógenos y arrestos masivos de concurrentes, y eso que ya gobernaba Arturo Frondizi, un presidente elegido con manifiesto apoyo peronista. No obstante, en Rosario, una multitud de miles y miles de personas logró congregarse frente al Monumento a la Bandera. «Nuestro honor no ha sido manchado jamás y con orgullo puedes ostentar nuestro nombre. Mi linda pequeña, trabaja con fe en la vida y en tus fuerzas». En este mismo año, 1958, en un acto clandestino realizado en una iglesia de Lanús, varios cientos de personas escucharon la voz de Juan Domingo Perón, registrada en el exilio dominicano, nombrando, uno por uno, a los fusilados. Una letanía que era plegaria. «Adiós, querida, besos y muchos cariños de tu papito que siempre te ha adorado». Luego de que varios intentos de homenaje fueran reprimidos, las reuniones se siguieron haciendo ante la tumba de Valle, en el Cementerio de Olivos. Y por cierto que esas represiones serían, a fin de cuentas, inútiles: por la época circulaban volantitos con la leyenda «Recuerden los fusilamientos. Los muertos hablan». Susana Valle, a quien una revista de la época caracterizó como «agitada, belicosa y temeraria», se propuso conseguir la reivindicación de su padre. Tenía tiempo: era muy joven aún. Pero la memoria de lo sucedido todavía era aledaña, de modo que se dedicó a hostigar al verdugo. En junio de 1963, a días de un nuevo aniversario de los fusilamientos y en medio de la campaña electoral para el puesto máximo de la República, la hija del general hizo pegar afiches en toda la Capital. Era una carta pública dirigida al teniente general Pedro Eugenio Aramburu: «Como una muestra sarcástica y trágica de la bancarrota moral del país y de la desvergüenza generalizada, se presenta usted postulando su candidatura a la Presidencia de la Nación y reclamando el voto de los argentinos. Lo hace 25
con su conciencia entenebrecida y con sus manos todavía empapadas en la sangre de mi padre el general de división Juan José Valle, de muchos otros camaradas suyos, de los asesinados por la espalda en los basurales de José León Suárez. Sobre su conciencia de Caín pesa esa sangre de patriotas y esa humillación a la República». Por entonces ella se había convertido en una referencia conspicua para la así llamada «Resistencia Peronista», una gesta dispersa aunque pertinaz que tardó mucho en contarse. Por lo demás, ya la habían metido presa siete veces y lo harían muchas veces más: «Por ser la hija de papá». Pasados diez años del fusilamiento, la muy masiva revista Gente publicó una fotografía suya junto a una frase notablemente irrespetuosa de su dolor e insensible igualmente con respecto a las incipientes y sorprendentes derivas políticas de la nueva generación: «Susana Valle es un producto típico de la zona norte, de la calle Santa Fe, lo que quizás se llamaría una chica ‘bien’. Nunca deja de sorprender que haya peronistas en este nivel social». En efecto, la madre de Susana Valle provenía de una familia rica e influyente, lo que no le supuso a la hija obstáculo alguno para volverse plenamente conciente de su papel histórico. Había devenido en una de las diosas de la justa retribución, a las que los antiguos griegos llamaban «Erinnias». Alguna vez logró identificar al hombre que encabezó el pelotón de fusilamiento, un tal coronel D’elía. Lo fue a buscar al Gran Rex, donde el hombre jugaba al billar y le pegó un carterazo. Acto seguido, dos amigos de ella lo molieron a golpes. Pero el responsable último de su desgracia era otro, era el general Aramburu: «Usted no puede volver, por poderosas que sean las fuerzas antipopulares y antinacionales que lo apoyan. Porque no se han secado todavía ni la sangre de sus víctimas ni las lágrimas de sus familiares. Porque en cada cementerio hay una tumba de un argentino abierta por sus propias manos. El suyo es un camino tenebroso de sangre, de humillación y de terror». Aquella vez el ex presidente Aramburu no ganó los comicios, salió tercero, pero esas palabras en el afiche firmado por Susana Valle no iban a ser pasadas por alto. Para el aniversario de 1966, en los días previos al golpe de estado del general Juan Carlos Onganía, se le impidió por enésima vez hacerle un homenaje a su padre y además la trasladaron hasta una comisaría: «Más o menos dos veces por año voy presa». Aquella vez estuvo a su lado el boxeador Gregorio «Goyo» Peralta, ex campeón argentino de los pesos 26
pesados, quien declaró a los periodistas: «Estoy aquí porque soy peronista y amigo de Susana Valle». Era peronista porque de chico, casi adolescente, había recibido su primer par de zapatos por merced de la Fundación Eva Perón y por eso le había dedicado al «General» una de sus tantas peleas ganadas. Tampoco los radicales, que se habían beneficiado de la proscripción del peronismo, la tuvieron fácil. Por entonces Onganía hizo desbaratar un homenaje a Hipólito Yrigoyen en la Recoleta, impidiéndose al último presidente derrocado, Arturo Illia, depositar una corona de flores. Un oficial de policía se hizo el malo con Arturo Illia, «Vaya a colocar flores a la tumba de su mujer», ganándose un puñetazo presidencial en el estómago. Pero la saña se descargaría especialmente con los peronistas. Una y otra vez la policía se encargaría de desbaratar los homenajes al general Valle en el solar que había ocupado la Penitenciaría Nacional, pero ella nunca cejó. La animaba una inmensa veneración: «Para mí, papá es el súmmum de todo. Es perfecto». Aunque hubo una vez en que se cansó del incordio policial y entonces, para el aniversario de 1968, llevó una corona de flores al domicilio personal del general Aramburu, localizado a metros de la Avenida Santa Fe, con esta inscripción: «La represión no podrá evitar tu homenaje. Tu hija». Un año más tarde, Pedro Eugenio Aramburu sería secuestrado y asesinado por un comando del grupo armado Montoneros que asumió el nombre de «General Valle». De inmediato la policía la fue a buscar y la encarceló, «por portación de apellido». xvii El general Valle no sólo fue fusilado; también fue degradado. Sus charreteras de general le fueron arrancadas de los hombros a los tirones. Esas charreteras fueron recuperadas por su hija Susana y diez años después la esposa de Valle, Cristina Prieto, se las regaló al mayor Bernardo Alberte, edecán presidencial de Perón y posteriormente su delegado personal. La propia Susana Valle se las llevó a su casa a fines de los años ‘60. Alberte estuvo comprometido con la sublevación de Valle pero el jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, el coronel Carlos de Moori Koening, lo había hecho arrestar en una prisión flotante y luego enviado al penal militar de Magdalena y ulteriormente a la cárcel de Tierra del Fuego, clausurada definitivamente por Perón pero reabierta especialmente para la ocasión. Seguiría siendo peronista toda la vida. 27
Conste que alguna vez defendió el reparto del pan dulce y la sidra durante el gobierno peronista no cómo dádiva sino como prueba de la promesa política, a la manera de la multiplicación de los panes para una nueva comunidad, del mismo modo en que a comienzos de 1968 rechazó la amnistía para militares peronistas otorgada por el gobierno del general Onganía argumentando que la devolución de su grado le correspondía por derecho y no como «concesión graciosa». Bernardo Alberte murió asesinado el 24 de marzo de 1976, día del golpe de estado del general Jorge Rafael Videla. La víspera de su muerte le había escrito una carta a Videla, una advertencia acerca de las consecuencias destructivas para el ejército argentino que se derivarían de un ya inminente golpe de estado. La carta llegó a destino. Ese 24 de marzo la casa de Alberte fue asaltada y saqueada por un comando militar, que se llevó, entre otras cosas, la correspondencia con Perón. Alberte fue arrojado al vacío, seis pisos para abajo, hasta estrellarse contra el patio del edificio, donde habitaba un juez, a quien no dejaron decir ni mu. Tres meses más tarde apareció en Córdoba el cadáver de Alberto Bello, yerno de Alberte, que llevaba trece días desaparecido. No ha sido olvidado. Bernardo es el nombre del hijo del mayor Alberte, y Bernardo también el nombre de uno de sus nietos. xviii Mucho antes de ser ejecutado, Severino Di Giovanni se había transformado en una especie de leyenda, las que suelen correr acerca de los seres animados por una audacia sobrehumana. Una vez muerto, le sobrevivió el mito –en un comienzo, negativo– del hombre que siempre está en pie de guerra y que muere en su ley. En su último día de vida, Severino Di Giovanni dijo estas palabras: «Amo demasiado la vida, pero no deploro mi destino». En las crónicas del fusilamiento aparecidas en los diarios, incluyendo una descripción seca y estremecedora firmada por Roberto Arlt, se enfatiza la cualidad de fortaleza imperturbable del reo. Pocos años después se estrenó en cine una película basada en su vida, Con el Dedo en el Gatillo, dirigida por Luis José Moglia Barth, con guión del radical yrigoyenista Homero Manzi y del escritor y periodista del diario Crítica Ulyses Petit de Murat, y con escenografía preparada por el pintor Raúl Soldi. A pesar de esta afortunada constelación de talentos, la película era mala y sólo contribuyó a fijar en la opinión pública 28
la imagen del criminal irresponsable, figura de la crónica roja que sería duradera y hasta fomentada por buena parte de los anarquistas organizados, que tildaron a Di Giovanni de «anarco-bandido». El vuelco de la opinión pública acaeció en el año 1970, cuando Osvaldo Bayer publicó El idealista de la violencia. Por primera vez Severino Di Giovanni era retirado de la galería de monstruos, gangsters y hampones, y restituido al mundo de las ideas revolucionarias y a un contexto de persecuciones y gobierno dictatorial. La metamorfosis de bandolero arrebatado en hombre de ideas apasionado fue favorecida por la circunstancia política: desde el año 1960 en adelante hubo guerrillas en Argentina y en casi todos los demás países latinoamericanos. Además, un halo romántico abrazaba su historia. De allí en más, Severino y América serían considerados un caso ejemplar de amor libre y no solamente de locura amorosa. Pero el mismo contexto que inducía a la lectura del libro también lo ponía en riesgo: en 1973 se prohibió su venta en librerías. Justamente, en ese mismo año, se había estrenado en la cartelera porteña una película italiana titulada Amor y anarquía, basada en uno de los tantos atentados, todos fallidos, realizados contra Benito Mussolini, la bestia negra de todos los anarquistas italianos. La historia de Severino y América era, inevitablemente, «cinematográfica», pero nunca pudo ser filmada. El primer intento fue en 1972, cuando el cineasta Emilio Becher se unió a Osvaldo Bayer y al escritor, actor y modelo Sergio Mulet en la preparación de un guión, pero la censura amenazó con impedir el estreno y el proyecto fue abandonado. Luego, Leonardo Favio, un director de cine ya consumado, adquirió por tres veces un guión cinematográfico preparado por Bayer y por tres veces renunció a filmarlo. También Héctor Olivera adquirió los derechos para realizar la película, pero no lo hizo, a pesar de que ya había filmado, con guión de Bayer y de él mismo, La Patagonia rebelde, sobre las huelgas orientadas por anarquistas en 1921 y 1922 en el lejano sur que culminaron con cientos de fusilamientos; película, por cierto, que sería prohibida poco después de su estreno. Recién volvería a ser reestrenada diez años después. De todos esos planes cinematográficos fue enemiga la censura, pero no deja de ser verdad que el acople de «amor loco» y violencia política era un hierro demasiado candente para todos.
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Hubo un intento más de llevar la historia de Severino y América al cine a cargo del laureado director Luis Puenzo, basándose en una novela escrita por la italiana María Luisa Magnanoli, Un café muy dulce, de 1997. Pero aunque se avanzó en el guión y en la selección de actores el proyecto quedó trunco por oposición de la propia América Scarfó, descontenta con el guión. Ella hizo circular una «carta abierta» dirigida a Puenzo. Le decía: «Esa no es nuestra historia: la historia de Severino Di Giovanni y la mía propia. Has inventado unos personajes híbridos que no tienen nada de anarquistas». Y también le decía: «Suplís la falta de concepto con sexo y tiros. Es como si a un ramo de hermosas flores le hubieras arrojado... ¡barro!». En ese momento América Scarfó andaba por los ochenta y tantos años de edad y hacía casi setenta años que nadie sabía nada de ella. xix Las cartas que el general Valle dejó para su madre, su esposa, su hija y su hermana, más la carta dirigida al general Aramburu, fueron publicadas en mayo de 1957 en el periódico Resistencia Popular, pero solamente consternaron a los adherentes a Perón. Eran años adversos a su movimiento político. Existió, al parecer, una carta previa de Valle a Perón, que fue entregada al coronel Federico Gentiluomo, un peronista que había pedido el pase a retiro en desacuerdo con el golpe de estado de septiembre de 1955 y que había estado implicado en la conjura de Valle y Tanco. Diez años después, en 1965, su esposa fue arrojada al vacío en un supuesto desenlace violento de un asalto a su casa por parte de delincuentes comunes, aunque los rumores apuntaban al Servicio de Informaciones del Ejército. Se cree que buscaban esa correspondencia. En ese tiempo los cadáveres todavía aparecían muy de vez en cuando y de a uno; en el próximo futuro fructificarían en racimos. En el mismo mes en que las cartas de Valle fueron dadas a conocer el escritor Rodolfo Walsh puso en conocimiento público, en la revista Mayoría, el drama de los fusilamientos clandestinos del año anterior. Eran una serie de notas tituladas todas ellas «Operación masacre». Justamente él, cuyo ingreso al Colegio Militar había sido rechazado por «corto de vista», desenmascaraba ahora a las tres fuerzas armadas. Consecuentemente, se multiplicaron las denuncias en la prensa peronista y nacionalista: Bandera Popular, Palabra Argentina, Revolución Nacional, El Soberano. En el 30
prólogo de 1957 a la edición de sus notas periodísticas en forma de libro, Rodolfo Walsh escribió: «Investigué y relaté estos hechos tremendos para darlos a conocer en la forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse». Pero no fue así. Al año siguiente el Congreso de la Nación votaría una amnistía para esos crímenes. Los tribunales militares ya habían procedido a archivar todo el asunto. E incluso Rodolfo Walsh moriría prematuramente, en marzo de 1977, cercado por una jauría de marinos y sin haber podido hacer fuego con su revólver. Su hija María Victoria había precedido esa misma suerte seis meses antes, con armas en la mano. Quedan, en homenaje a Walsh, una plazoleta en el barrio de San Telmo, un monolito en los basurales de José León Suárez y una carta enviada a la Junta de Comandantes en Jefe el día anterior a su muerte, que sería el del primer aniversario del golpe de estado del general Videla. Se titulaba «Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar» y podría haberla escrito Cicerón en la antigüedad. En ella se menciona el nombre de Jorge Héctor Lizaso. Veinte años atrás, en Operación masacre, Walsh había contado la historia de Carlos Lizaso, asesinado en José León Suárez. Ahora, un día antes de morir él mismo, Rodolfo Walsh anunciaba, a quien quisiera saberlo, la muerte del hermano, baleado y capturado en abril de 1976 por un «grupo de tareas» militar en el Café de los Angelitos. Allí mismo murió María del Carmen Núñez, esposa de Jorge Lizaso, y éste mismo, luego, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Ese café era un lugar famoso y connotado, en apariencia ideal para citas que pretendían pasar desapercibidas. De hecho, el día anterior a la sublevación de Valle y Tanco, los conspiradores se habían reunidos allí a ultimar detalles. Hubo un tercer hermano Lizaso, Miguel, que fue hecho desaparecer en septiembre de 1976. Y también desapareció Irma Leticia Lizaso, hermana de Jorge y de Miguel, y también Roque Miguel Núñez, hermano de María del Carmen Núñez, e Irma Susana Lizaso, hija de Irma Leticia, y Miguel Ángel Garaicochea, esposo de Irma Susana. De vuelta en el tiempo, en 1956, uno de los hombres que habían sido conducidos al basural de José León Suárez junto al joven «Carlitos» Lizaso era Juan Carlos Livraga, quien sobrevivió a tres balazos aquel día, y fue el hombre que a comienzos de 1957 relató los sucesos a Rodolfo Walsh en sucesivos viajes en tren a La Plata; el hombre que en un tiempo más, acosado por la 31
policía, preferirá desterrarse a los Estados Unidos; el mismo hombre que cincuenta años después sería recibido en la Casa Rosada por el presidente Néstor Kirchner. Ese día Juan Carlos Livraga fue invitado a ocupar el sillón presidencial. Era la primera vez que un fusilado se sentaba allí. En un reportaje concedido por Susana Valle a mitad de la década de 1960, dijo: «Yo no significo nada en el movimiento peronista. Papá es todo». Se equivocaba, ella también era un símbolo, tanto para los peronistas como para los antiperonistas. En los años subsiguientes su casa devino en sede de reuniones políticas; allí mismo se presentó la candidatura del general Perón al Premio Nobel de la Paz. Asimismo, ella fue azafata y «correo» del líder máximo, tanto cuando estuvo exiliado en Caracas como en Madrid, y más adelante colaboró con el padre Carlos Mugica, luego asesinado, en la villa miseria de Retiro. Siempre estuvo integrada a zonas del peronismo revolucionario, incluyendo el Partido Peronista Auténtico, cobertura legal de los Montoneros. Pero entonces llegó la noche, escalofriante, endemoniada, interminable, la noche de la cacería. Gobernaba el país el teniente general Jorge Rafael Videla, que había llegado con un vasto listado de herejes a ser eliminados. Susana Valle, una vez que su casa fue ocupada y saqueada en 1976, y ya con cuarenta años y embarazada de mellizos, se escabulló a la provincia de Córdoba, donde fue atrapada, en 1978, por los hombres del general Luciano Benjamín Menéndez, alias «La Hiena», dos veces golpista, tal cual lo había sido su padre, de nombre casi homónimo, contra Perón. En la carta escrita en su celda, Juan José Valle le decía a su hija: «Algún día a tus hijos cuéntales del abuelo que no vieron y que supo defender una noble causa». Pero no fue posible. Susana Valle fue encerrada en una prisión clandestina, fue esposada y torturada en avanzado estado de gravidez sobre la mesa de morgue de un hospital, provocándosele el parto. El primer bebé falleció al nacer y se lo pusieron en el pecho. El segundo nació vivo, pero lo dejaron a distancia, hasta que murió de frío. La pareja de Susana Valle ya había sido asesinada por la dictadura. En el último aniversario del fusilamiento de su padre en que Susana Valle pudo participar también estuvieron presentes el Intendente de la ciudad, la ministra de Defensa, y el Jefe de Estado Mayor del Ejército. El lugar era la ex Penitenciaría, el año, el 2006, y el presidente, Néstor xx
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Kirchner, quien había rehabilitado y vindicado el nombre de su padre. Post mortem, ya tenía rango de teniente general. Y se le había devuelto a la familia el sable de general que les había sido quitado en aquellos días de junio de 1956 y también se había bautizado con su nombre a la Escuela de Ingenieros del Ejército, pues tal era su especialidad de origen. Susana Valle, de sesenta y ocho años de edad, murió el 3 de septiembre del año 2006. Junto a ella estaba su hija Soledad, nacida un año después de que ella hubiera sido supliciada, y los varios nietos que ella le dio. América Scarfó había muerto una semana antes, el 26 de agosto de 2006, con noventa y tres años de edad. Sus cenizas, por propia decisión, fueron llevadas a la sede de la Federación Libertaria Argentina. Susana Valle está enterrada en el Cementerio de Olivos, al lado de la tumba de su padre y de los mellizos que no alcanzaron a vivir. xxi América Scarfó, a quien sus íntimos llamaban «Fina», fue la primera anarquista en ingresar a la casa de gobierno. Ocurrió en el año 1999 cuando ella era una anciana, casi nonagenaria. Tiene que haberle dolido traspasar esas puertas: de allí había partido el ucase del general Uriburu que selló el destino de su novio y su hermano: «Cúmplase». De allí, sesenta y ocho años atrás, se había retirado su madre, demudada, desolada, casi demolida, tras implorar inútilmente misericordia ante los granaderos que custodiaban la entrada de la Casa Rosada. Y ahora ella, que nunca había renegado de sus ideas libertarias, había sido invitada al palacio. Llegó junto a Osvaldo Bayer, que alguna vez había escrito la historia de Severino y América. El presidente en ejercicio era Carlos Saúl Menem y los anarquistas ya eran espectros de otra época, a lo sumo un enigma. De los viejos tiempos, quedaban ella y alguno más. No es que no hubiera habido intentos anarquistas previos de acceder a la Casa Rosada o bien al hombre a cargo del poder. En mayo de 1886, el anarquista Ignacio Monjes había conseguido estrellar una piedra contra la cabeza del presidente Julio Argentino Roca, en la Plaza de Mayo; y en agosto de 1905 el anarquista individualista Salvador Planas y Virilla, que era vegetariano, subespecie «frutívora», había disparado al cuerpo del presidente Manuel Quintana, pero las balas resultaron ser defectuosas; y en febrero de 1908 el anarquista Francisco Solano Rojas arrojó una bomba de ácido al paso del presidente José Figueroa Alcorta, que no 33
estalló; y en julio de 1916, durante las celebraciones patrias, el anarquista Juan Mandrini hizo puntería y fuego hacía el balcón de la Casa Rosada por donde el presidente Victorino de la Plaza saludaba a la multitud, fallando por poco; y en enero de 1919 la policía descubrió un túnel subterráneo en las inmediaciones de la casa de gobierno pero las cinco bombas de dinamita allí enterradas no llegaron a estallar; y todavía en la noche de navidad de 1929 el anarquista Gualterio Marinelli hizo seis disparos contra el automóvil oficial del presidente Hipólito Yrigoyen, con tan poca suerte que otros seis balazos que le fueron devueltos por la custodia presidencial terminaron con sus días y sus noches. Pero ese 28 de julio de 1999, luego de una espera eterna, América Scarfó recobró las cartas que Severino Di Giovanni le había escrito eternidades atrás. La entrega se hizo en el Salón de los Escudos, en presencia de Carlos Corach, ministro del Interior, ambos rodeados por un enjambre de periodistas y fotógrafos, que tanto la habían mortificado aquel día terrible en que la policía la había conducido hasta la Penitenciaría Nacional para que se despidiera de Severino Di Giovanni. Ahora se añadían las cámaras de televisión. Para recuperar esas cartas, archivadas en el Museo de la Policía, le había sido necesario hacer un pedido rocambolesco a la Policía Federal que casi se frustra de no ser por la decisión política tomada por el ministro. Aquella correspondencia le había sido requisada en 1931 por el Inspector General Fernández Bazán, un especialista en la caza de anarquistas, que luego fue jefe de «Orden Social», es decir la policía política, y más adelante subjefe de la policía durante el peronismo e incluso cónsul en Estocolmo. En su tiempo, hizo asesinar a tres anarquistas «expropiadores», cuyos cadáveres nunca aparecieron. Pero setenta años después el propio jefe de la policía se vio forzado a hacer acto de presencia. Al ingresar a la Casa de Gobierno, América Scarfó declaró: «Yo he venido acá para buscar algo mío». Y a otro periodista, por teléfono, le dijo: «Aunque sea un pecado de vejez, quiero esas cartas». Eran cuarenta y ocho cartas y algunos poemas que le fueron entregadas dentro de una caja azul. Toda su memoria cabía ahora en esos objetos leves pero cargados con el maná del amor. Quizás recordara entonces que en una de las cartas Severino le escribió: «Nos debemos contentar con las flores secas, marchitas, las únicas que nos podemos permitir entre los pliegos 34
de algunas hojas escritas velozmente y confiadas al espacio restringido que nos deja el sobre muy pequeño para contener el jardín que tú mereces». En el acto de devolución de las cartas, América Scarfó se mantuvo en silencio. Sólo dijo: «Tengo un hermoso recuerdo de esta historia de amor». A los diecisiete años, ella misma había publicado en la revista Anarchia estas palabras: «La felicidad no es una utopía. Aunque sea sólo por un instante podemos saborear algo de esa quimera». Su convivencia con Severino Di Giovanni, en la clandestinidad, había durado diez meses inolvidables de su lejana juventud.
colophon De la presente edición se realizaron para el Teatrito Rioplatense de Entidades 100 ejemplares en papel Chambril de 90 gr/m2. Compuesto en tipos Cira Serif ht por Gustavo Ibarra. Se terminó de imprimir en Buenos Aires en la estación del Llevadizo del Año Tre (junio de 2017 de la antigua denominación).